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Cathy Maxwell

UN HOMBRE QUE
SABE BAILAR
ÍNDICE
Capítulo 1...........................................................3
Capítulo 2...........................................................9
Capítulo 3.........................................................17
Capítulo 4.........................................................25
Capítulo 5.........................................................32
Capítulo 6.........................................................38
Capítulo 7.........................................................45
Capítulo 8.........................................................51
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA......................................58

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CATHY MAXWELL UN HOMBRE QUE SABE BAILAR

Capítulo 1

La primavera por fin parecía haber llegado en aquel precioso y


soleado día de mayo en el que Graham McNab recibió las noticias por las
que había estado trabajando con tanto ahínco: el doctor más prestigioso
de Edimburgo, el señor Fielder, le había dicho que ya podía dar por
finalizados sus estudios.
—No puedo enseñarte nada más, muchacho. Tienes un don, un poder
para curar. Ve y úsalo.
El señor Fielder le dio a Graham una carta de recomendación escrita
por él mismo y le regaló un juego de bisturís muy afilados.
Graham había estado soñando con este día desde que era niño.
Siempre había sido un sanador. Los otros niños del pueblo en el que había
crecido le habían llevado sus mascotas. Perros, conejos, caballos, ganado,
pájaros, e incluso una ardilla listada, todos habían sido sus pacientes.
Pero no fue hasta que sus padres murieron de la temida viruela sin
que él pudiera hacer nada por salvarlos, que decidió ir a Edimburgo a
aprender el arte de la medicina. En aquel entonces tenía catorce años y
había ido andando desde su casa en el pueblo de Kirriemuir a la ciudad,
donde le pidió a su tío, sir Edward Brock, comida y alojamiento a cambio
de trabajar en su empresa naviera.
Las aspiraciones de Graham no habían sido algo fácil para un
muchacho pobre de una región montañosa. La universidad de Edimburgo
había alzado su nariz académica ante un estudiante que no tenía estudios
de latín o griego. Y el tío Edward había sido un jefe muy duro que nunca
perdía la oportunidad de desalentar a Graham por sus sueños de ser
médico.
El patrocinio del señor Fielder había sido un regalo del cielo. Graham
trabajaba con ahínco por las noches en los libros de contabilidad y en la
supervisión de los negocios de su tío, y durante el día como aprendiz del
mejor de los médicos. Él solo había aprendido la lengua de la medicina,
pasando a veces noches enteras sin dormir.
Ahora nada podría detenerlo. Había alcanzado las estrellas. El destino
se extendía ante él.
Cambiándose la bolsa de cuero al otro hombro, Graham sonrió ante el
peso añadido de los bisturís nuevos. No podía esperar para compartir las
noticias con Sarah, la institutriz de las hijas gemelas de su tío, y la mejor
amiga de Graham en la casa. Ella se alegraría tanto como él.
La casa apareció ante sus ojos. Las oficinas de ladrillos amarillos y la
residencia de sir Edward Brock eran un símbolo muy conocido de

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CATHY MAXWELL UN HOMBRE QUE SABE BAILAR

Edimburgo. Al otro lado de la calle estaban los almacenes y un poco más


allá, los barcos que transportaban mercancías desde Escocia al resto del
mundo.
La calle rebosaba de actividad en aquel día tan maravilloso. El paseo
del muelle era muy popular entre los lugareños. Mientras estos paseaban
e iban de visita, los comerciantes ofrecían sus mercancías y los mozos de
almacén de su tío cargaban sacos de grano en un carro o hacían rodar
barriles en el almacén. Todo en Brock Shipping indicaba que era una
próspera empresa.
Graham se detuvo sintiéndose orgulloso del papel que había
desempeñado en el éxito de la compañía… pero ya había llegado el
momento de dejar el mundo del comercio. Estaba en el umbral de grandes
cosas.
Y entonces, calle abajo, vio un caballo blanco como la nieve que se
dirigía hacia él haciendo cabriolas. El animal era tan magnífico que la
gente se apartaba a un lado para verle pasar.
O eso pensó Graham hasta que vio que los hombres se quitaban el
sombrero e inclinaban la cabeza y las mujeres fruncían el ceño. Fue
entonces cuando se fijó en el jinete… y no pudo apartar los ojos de ella.
Era la mujer más bella que había visto.
El traje de equitación de terciopelo verde marcaba con exactitud unas
curvas maduras y exuberantes. Tenía las mejillas sonrosadas y unos
preciosos ojos azules que brillaban de alegría. Los rizos, de un rubio tan
claro que parecían de plata, el color de los rayos del sol, asomaban bajo el
elegante sombrero de equitación adornado con una graciosa pluma.
Tan absorto había estado en su trabajo y sus estudios que no había
tenido ni tiempo de pensar en el sexo opuesto… hasta ese momento. Se
quedó deslumbrado.
Pero Graham no era el único admirador. Toda una unidad de
caballería, literalmente hablando, la escoltaba. Algunos eran soldados con
sus pelucas y uniformes escarlatas adornados con un montón de
entorchados dorados en el pecho. Otros llevaban chaquetas del material
más fino, y cosidas a mano para que se amoldaran a las hombreras de los
trajes. Las botas negras brillaban junto con las joyas que llevaban en el
lazo de sus pañuelos.
Ella se rió de algo que había dicho uno de los caballeros… y mientras
reía, miró directamente a Graham.
Los ojos de los dos se encontraron.
El corazón empezó a latirle a doble velocidad de la normal. Le sonó
en los oídos el repiqueteo de mil campanas. No podía respirar. Ella incluso
se dio la vuelta en la silla para seguir manteniendo el contacto de sus
miradas cuando pasó a caballo por delante de él, hasta que uno de sus
muchos pretendientes se colocó entre ella y Graham.
Él dio un paso hacia delante, reacio a dejarla ir…
Y sus pies chocaron con algo que había en la calle. Tropezó. Dando
traspiés, logró recuperar el equilibrio antes de caer al suelo, pero ya era
demasiado tarde. Ella había desaparecido de su vista.
—¿A quién te comías con los ojos, campesino patoso? —preguntó un
voz aburrida y sarcástica.

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Graham se dio la vuelta para encontrarse cara a cara con su primo,


Blair.
Los dos eran de la misma edad, veintiséis años, y tenían el cabello de
un color rojizo parecido, pero ahí acababan todas las semejanzas. Graham
era alto y fuerte, con el cuerpo fortalecido por años de trabajo físico en el
almacén de su tío, no llevaba el pelo muy a la moda, aunque sí bien
recogido en una cola impecable.
Blair ni siquiera llegaba a la altura de su padre y desdeñaba cualquier
clase de trabajo. Se consideraba un caballero, y un caballero nunca movía
un dedo en ningún trabajo. En lugar de ello, se paseaba por Edimburgo
vestido con las últimas tendencias, como esos chalecos a rayas en tonos
chillones con unos cuellos en punta tan almidonados y altos que causaban
problemas para mover la cabeza. Llevaba el pelo corto a lo Brutus. La
bebida, el juego e ir de prostitutas eran sus principales ocupaciones. Ah,
sí, y los duelos. Blair era un espadachín famoso. Pertenecía a un grupo de
jóvenes ociosos que iban elegantemente vestidos de fiesta en fiesta y que
podían aterrorizar a todo un barrio, si les daba por ahí.
Mientras Blair estudiaba para salvar vidas, Blair estaba dispuesto a
matar por un capricho o insulto imaginario.
Los primos no se gustaban el uno al otro.
Blair jugueteó con el bastón que había usado para hacer tropezar a
Graham y sonrió.
—Deberías mirar por dónde vas.
—Y tú deberías apartar el bastón de mi camino —contestó Graham,
dándose la vuelta y rezando para poder ver una vez más a la mujer de sus
sueños.
—Míralo, babeando por la hija del comandante de la guarnición —le
dijo Blair a Cullen, su compañero casi constante y otro de los Matones, el
nombre con el que los compañeros de Blair se denominaban a ellos
mismos.
—¿Te has mirado últimamente al espejo, McNab? —dijo Blair—. Las
mujeres como Lucinda Whitlow no se sienten atraídas por gigantes…
Lucinda Whitlow. ¡Así se llamaba! Graham desgranó las sílabas
mentalmente, adorando su sonido.
—… y va a casarse conmigo —concluyó Blair.
Ahora tenía la atención completa y absoluta de Graham.
—¿Que ella se va a casar contigo? —La idea era absurda. Su primo
era un canalla desleal en su trato con las mujeres—. Estás de guasa.
—No, no lo estoy —contestó Blair con su habitual aire de
superioridad. Sacó del abrigo una invitación escrita en un grueso papel de
pergamino.
Estaba grabada con letras gruesas que decían: un hombre que sabe
bailar, sabe hacerlo todo bien. Graham conocía el refrán. Era la fábula de
una joven esposa escocesa que encontró la verdadera felicidad marital en
los brazos de un bailarín.
Graham, curioso, le arrebató sin muchas dificultades a su primo la
tarjeta de la mano antes de que éste pudiera ni siquiera parpadear.
Debajo del encabezado había una invitación para todos los caballeros de
la familia de sir Edward Brock de parte del comandante de la guarnición

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para una fiesta que se celebraría dentro de cuatro días. La fiesta se daba
en honor de la señorita Lucinda Whitlow con el explícito objetivo de
presentarla a todos los buenos partidos de Edimburgo.
Blair se inclinó acercándose a él.
—El comandante de la guarnición desea ver casada a su hija. Corre el
rumor que quiere ir a la India a buscar fortuna, pero que no desea exponer
a su bellísima hija a las fiebres y peligros de los trópicos. La quiere casada
enseguida y el hombre que ella elija en la fiesta recibirá una dote
magnífica por sus esfuerzos —Le quitó la invitación a Graham—. Yo seré
ese hombre. Nadie en todo Edimburgo es mejor bailarín que yo.
Graham se quedó mirando la sonrisa presuntuosa en la cara de su
primo. Era cierto. Blair era un buen bailarín. No obstante…
—No va dirigida sólo a ti —dijo Graham— “Todos” los buenos partidos
de la casa del tío Edward están invitados.
—¿Y tú crees que eso te incluye? —preguntó Blair con una risotada,
sonido que repitió Cullen, e indicó—: Por “caballeros”, el comandante de la
guarnición no se refiere ni a curanderos ni a médicos —Con el bastón
golpeó el costado del maletín de instrumentos de Graham—. ¿Llevas ahí
tus taladradoras y serruchos, primo? ¿Ya has cortado algún cuerpo esta
mañana y jugado con sus entrañas?
En el pasado, Graham siempre había ignorado las pullas de Blair. Pero
hoy no.
Hoy, algo dentro de Graham reaccionó. Después de años de ser la
víctima de sus burlas, estaba decidido a poner a Blair en su lugar.
Y además, su sentido del honor no podía permitir que la señorita
Whitlow acabara con un hombre tan cobarde y tan perezoso como Blair.
Ella se merecía algo mejor.
Graham miró de frente a su primo.
—Voy a ir a la fiesta —Se dio la vuelta para ir hacia la casa, pero Blair
se interpuso en su camino rápidamente con los ojos entrecerrados y
furiosos.
—No te pongas en ridículo, primo.
—No me pondré —contestó Graham con seguridad.
Blair soltó un bufido.
—Avergonzarás a la familia. Nunca has ido a una fiesta. ¿Qué te
pondrás? ¿Ese traje vulgar que llevas ahora? —Se rió—. Supongo que ni
siquiera sabes bailar.
—Aprenderé —Graham rodeó a Blair y continuó caminando hacia la
casa.
—Harás el ridículo —prometió Blair. Las palabras bruscas
reverberaron en la calle que de repente había quedado silenciosa.
Graham se detuvo y se dio la vuelta. La discusión tenía público. Los
mozos de almacén, todos ellos hombres a los que conocía y que le
respetaban, estaban mirando, al igual que los vecinos, con los ojos muy
abiertos ante la suerte inesperada de ser testigos de un chisme
escandaloso.
Incluso el tío Edward estaba allí. Había salido del almacén con la
peluca marrón algo ladeada.
El orgullo se impuso. Durante años había vivido como el asalariado de

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su tío, pero ahora era un hombre, un hombre con una profesión. Graham
se enderezó con toda su altura.
—La señorita Whitlow será mi prometida.
Blair sonrió ampliamente y se colocó las manos en las caderas.
—¿Te gustaría apostar algo? —preguntó con suavidad.
—¿Apostar?
Blair se pavoneó al avanzar.
—Apostaré diez monedas de oro a que conquistaré la mano de la
señorita Whitlow.
—¿Tú? —Graham puso todo el desprecio que sentía por su primo en
aquella palabra.
—Sí, yo —Abrió los brazos, como un mago demostrando que no
ocultaba ningún truco—. ¿Y tú, primo? ¿Eres lo bastante “caballero” para
aceptar la apuesta? ¿O dudas de tus capacidades con las damas?
Cualquier otro día Graham hubiera huido de estas tonterías, pero hoy
no. Consciente de los espectadores, preguntó:
—¿Y qué esperas de mí a cambio? Sabes que no tengo oro.
—Yo cubriré la apuesta por ti —dijo el tío Edward. Todos los ojos se
giraron, muchos de los que estaban allí se quedaron asombrados de que
un padre apostara en contra de su único hijo. A fin de cuentas, todos
sabían que sir Edward mimaba en exceso a Blair.
Demasiado tarde, Graham tuvo un mal presagio.
—¿Y cuáles son tus condiciones, sire?
El tío Edward sonrió con benevolencia.
—Lo hago en bien de mi alma —dijo.
—¿Pero si no gano…? —aguijoneó Graham.
—Ah, bien —El tío Edward lo consideró unos momentos y luego
propuso—: Si no ganas, puedes pagar la apuesta trabajando en mi
empresa como has hecho hasta ahora.
Graham titubeó. Le llevaría años pagar una deuda así. Y aún así…
recordó el momento de conexión entre la señorita Whitlow y él. Hasta el
aire había vibrado con aquel poder. Ella se había sentido tan atraída como
él. Incluso el alma se lo gritaba.
Observó a su tío.
—Necesitaré las ropas de un caballero.
—Mi sastre personal te atenderá —contestó el tío Edward—. Si ganas
la apuesta, el abrigo nuevo será mi regalo de bodas.
Y si perdía, Graham no dudaba en lo más mínimo que el precio se
añadiría a la deuda.
Dudó sólo un instante.
—Acepto la apuesta —Se oyó decir a sí mismo casi como en un sueño.
En este momento se puso en manos del destino. Ni siquiera el peso del
maletín de médico y de los instrumentos podía desalentarle.
Los mozos de almacén se pusieron a aplaudir. Los vecinos los
desafiaron y se cruzaron apuestas amistosas, y toda la calle volvió a la
vida.
—¿Y si ninguno de los dos consigue la mano de la muchacha? —
preguntó el viejo Nate, uno de los mozos de almacén. Todos se callaron
para escuchar.

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—Sería una muchacha muy tonta si no se fijase en ninguno de estos


dos hombres tan apuestos… Pero si ocurre eso, la apuesta será un
empate.
Todos estuvieron de acuerdo en que esa era una buena solución y
volvieron a las apuestas.
Blair sonrió.
—Espero que puedas bailar, primo.
—Lo haré bastante bien —prometió Graham.
—Tendrás que hacerlo mejor que bastante bien —replicó Blair y se
giró pavoneándose para reunirse con sus compinches.
Graham le echó una mirada al tío Edward que se reía de algo con uno
de los vecinos. Parecía muy contento consigo mismo, y Graham se
preguntó si su orgullo le había jugado una mala pasada.
Y el amor. Porque no tenía ninguna duda de que estaba enamorado.
Un hombre no podía sentir una atracción tan irresistible y no estar
enamorado, ¿verdad?
Graham se recordó que ya había llegado el momento de casarse. Con
una prometida tan hermosa a su lado como la señorita Whitlow, la práctica
de la medicina sería un éxito.
Todo era perfecto excepto por un pequeño detalle, no sabía bailar.
Sin una palabra más, se dirigió a la casa en busca de su amiga Sarah.
Ella le ayudaría. Estaba seguro que lo haría.

Blair se acercó a su padre.


—¿Todo ha ido según lo que deseabas?
—Lo has hecho mejor de lo que esperaba, hijo —En su rostro se dibujo
una torva sonrisa—. A Graham le llevará años el pagar las diez monedas
de oro. Asegúrate de ganar la apuesta. No me importa como lo hagas.
Brock Shipping no sobrevivirá sin Graham —Aquellas palabras eran muy
ciertas. Sir Edward no tenía cabeza para los negocios. Antes de Graham,
había estado a punto de quebrar. Graham lo había hecho rico.
Durante años, sir Edward había hecho lo posible para impedir que
Graham se hiciera médico, incluso sobornar. Por desgracia, el doctor más
célebre de la ciudad, el señor Fielder, había frustrado sus esfuerzos
aceptando a Graham como aprendiz y de buena gana le dio libres al
muchacho las largas horas que se había visto obligado a pasar en la
empresa de sir Edward.
Un día de estos, haría que el señor Fielder pagara por su
interferencia.
Sir Edward puso la mano en el hombro de su amado hijo.
—Asegúrate de conquistar a la hija del comandante de la guarnición.
Blair sacó la espada de su funda. La hoja brilló con intensidad a la luz
del sol.
—Haré todo lo posible, padre. Aunque deba atravesar de lado a lado a
los otros pretendientes.

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Capítulo 2

La puerta de la clase se abrió de repente.


—Sarah, tienes que enseñarme a bailar —exigió Graham, con su
atractivo rostro tenso por la ansiedad.
Sarah Ambrose, con las gafas colgando de la punta de la nariz, alzó
los ojos del mapa que estaba enseñando en la clase. Él nunca había
interrumpido las clases. Ni había manifestado nunca el extraño deseo de
bailar.
—Señor McNab —dijo ella con sequedad, como un amable recuerdo
de que tenían un auditorio muy pendiente de todo, las hijas gemelas de
diez años de sir Edward—, estoy en medio de una clase —Le dio un
golpecito al mapa con el lápiz que usaba como puntero para recuperar la
atención de las niñas pero ya era demasiado tarde.
Jean y Janet pronunciaron en voz alta el nombre de él, felices por la
interrupción. Adoraban a su primo que, a diferencia del hermano, siempre
tenía tiempo para una palabra amable.
Pero no hoy.
Graham dejó pasmada a Sarah cuando cruzó la habitación a grandes
pasos, la agarró con firmeza por el codo levantándola de su asiento y la
llevó hacia la puerta que daba a sus habitaciones privadas. Era un hombre
grande y cuando decidía actuar, no había nadie que pudiera interponerse
en su camino. Y mucho menos Sarah, que con su metro sesenta le llegaba
sólo al pecho.
—Perdonad Jean y Janet —les dijo por encima del hombro—. Vuestra
profesora volverá dentro de un momento.
—¡Señor McNab-Graham! Espera, ¿pero qué haces? —exclamó
subiéndose las gafas antes de que cayeran.
Él cerró la puerta con firmeza tras ellos. Ella se metió el lápiz en el
descuidado moño de un suave color castaño e intento abrirla.
—¿Te has vuelto loco?
Él impidió que lo hiciera colocando la palma de la mano en la puerta e
inmovilizándola a ella con su altura y su fuerza.
—No, estoy enamorado.
Bien, ahora tenía toda la atención de Sarah.
Ella apoyó la espalda en la puerta, sin estar segura de haber oído
bien. Con treinta y dos años era seis años mayor que él, pero lo
consideraba como un igual. Ambos estaban en la misma situación, no eran
criados propiamente dichos —bueno, ella quizás más que él—, pero
tampoco eran de la misma clase que sir Edward. La amistad de Graham

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era una luz en su monótona vida. Era uno de los pocos hombres en los que
confiaba. Y pensaba que lo sabía todo de él.
Obviamente no.
—¿Enamorado? —Repitió la palabra, y, cautelosa, preguntó para
asegurarse—. ¿Estabas "enamorado" esta mañana cuando nos hemos
visto en el desayuno?
—No. Pero ahora lo estoy, Sarah, y tú eres mi única esperanza —Le
cogió las dos manos—. Tienes que enseñarme a bailar.
A ella le era imposible seguir su línea de razonamiento.
—¿Por qué?
—Porque no sé —le contestó él muy serio.
—Sí —estuvo ella de acuerdo—. Por lo general es el motivo por lo que
la gente necesita lecciones de baile —Movió la cabeza. Nada de lo que él
decía tenía sentido, y tampoco quería considerar las implicaciones que
tendría para sí misma. Si él estuviera enamorado…
Cogió la manilla de la puerta que estaba detrás de ella.
—Hablaremos de ello más tarde. Tengo que volver con las gemelas —
Y tal vez, mientras tanto, él recobraría el juicio. Rezaría por ello.
Graham le cubrió la mano que tenía en la manilla con la suya y abrió
la puerta, aplastando a Sarah entre su cuerpo y el marco de la puerta de
una manera que la hizo sonrojar, y dijo:
—Jean, Janet, dejad vuestras pizarras en el escritorio de la señorita
Ambrose y corred a ver al ama. Creo que tiene té con melaza para
vosotras.
No tuvo que decirlo dos veces. Las niñas obedecieron de inmediato,
dejando las pizarras en el escritorio con un fuerte estrépito.
Sarah soltó un sonido de exasperación y se escabulló por la puerta
para hacer que regresaran, pero no llegó a tiempo. Janet ya salía por la
puerta después de su hermana y, con un portazo, la cerró tras ella.
Sarah se giró hacia Graham.
—¿Por qué has hecho esto? No son buenas estudiantes ni en las
mejores circunstancias y, ahora, no conseguiré nada de ellas en el resto
del día.
—Bien —contestó él, feliz—. Entonces tienes tiempo para empezar a
enseñarme a bailar.
Ella se quedó mirando aquellos ojos verde claro que había creído que
conocía tanto como sus propios ojos grises y comprendió que se había
convertido en un extraño. Aquel pensamiento era inquietante, al igual que
la reacción de su estómago que le había dado un vuelco ante la
declaración del hombre de que estaba… "enamorado".
—Esto es repentino. Demasiado repentino —admitió ella. Él siempre
estaba demasiado dedicado al trabajo y a sus estudios para preocuparse
por frivolidades—. Quiero decir que anoche esperabas el día de hoy
porque el señor Fielder iba a dar por finalizado tu aprendizaje.

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—Oh, sí, lo ha hecho —contestó Graham con despreocupación y Sarah


se quedó aún más desconcertada. Convertirse en médico había sido el
único objetivo en la vida de Graham.
Se sentó en su silla de "profesora" detrás del escritorio.
—Quizás deberías empezar por el principio.
—Prefiero empezar con las clases de baile —dijo él y se apoyó en el
escritorio—. Por favor, Sarah, ayúdame.
Ella se cruzó de brazos.
—Primero las explicaciones, segundo la clases.
Los labios se apretaron con terquedad. Sarah pensó que Graham
tenía una boca extraordinaria que transmitía todas sus emociones. Ahora
estaba diciendo que no quería que se le preguntara. Pues que pena.
—Explícate, Graham.
Él frunció el ceño, pero de pronto las comisuras de su boca se
curvaron con una mueca de dolida resignación. Con un suspiro, colgó una
pierna por el borde del escritorio y se lanzó a contar la historia más
asombrosa que ella había oído en su vida sobre una mirada a la señorita
Whitlow, la hija del comandante de la guarnición, que por lo visto reunía
todas las virtudes de la femineidad sin haber abierto la boca, y cómo su
padre había organizado un baile para encontrarle un marido.
Ella escuchó, alzando cada vez más las cejas.
—O sea, que quieres aprender a bailar para impresionar a esa joven
cuyo padre la subasta de una manera tan manifiesta.
Él frunció el ceño y luego la corrigió:
—Le está buscando un marido.
—Y tú quieres bailar de tal modo que convenzas a los dos que serías
un buen amante.
Aquellas palabras tan directas le sobresaltaron. Ella soltó un sonido
de impaciencia.
—Graham, ya llevo tiempo en este mundo. Sé las implicaciones del
proverbio escocés sobre el baile.
—Sí… y no —admitió él—. Quiero decir que se supone que también
tendría que contar la integridad.
—Exacto —murmuró ella, reprimiendo un juicio más extenso.
—Hay algo más —dijo él, y le explicó lo de la apuesta manteniendo la
mirada fija en las pizarras sobre el escritorio mientras hablaba y con una
expresión que iba adquiriendo una nueva intensidad.
—No has aceptado el desafío, ¿verdad? —preguntó ella, temiéndose
la respuesta.
Graham la miró a los ojos.
—Sí que lo he aceptado.
Sarah soltó un suave gemido, pero no estaba sorprendida. Todo el
mundo sabía que Blair estaba celoso de su alto e inteligente primo. Ella
había sido testigo de los pequeños insultos y crueldades que le había

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infligido a Graham durante todos aquellos años. Siempre había


considerado que era una muestra de la fuerza de Graham el que no le
devolviera los golpes. Sin embargo, el día del ajuste de cuentas parecía
haber llegado.
Lo que la inquietaba eran los murmullos entre del personal de servicio
de la casa, de que sir Edward no quería que Graham abandonara la
empresa naviera. El momento que había escogido Blair era demasiada
casualidad.
Alzó los ojos para mirarlo.
—Creen que vas a perder.
Graham se enderezó.
—No perderé —hizo una pausa y añadió—. Si tú me enseñas a bailar.
—¿Yo? ¿Si yo te enseño? —repitió ella con los ojos cerrados. Se
levantó y empezó a limpiar y recoger las pizarras de las niñas con más
fuerza de la necesaria, con la mente confusa por un remolino de
objeciones, miedos y…
—Esta apuesta es de locos —Apartó las pizarras y se enfrentó a él—.
Graham, ve y dile a tu tío que has cambiado de opinión. Hazlo ahora que
aún estás a tiempo. No van a permitir que ganes —dijo, golpeando el
escritorio con los nudillos para enfatizar cada palabra—. Aprovecharán, sin
ningún remordimiento, cualquier cosa para ganarte.
Él dio un paso atrás, con los rasgos endurecidos, con aquella
resolución que era una parte de él.
—Ganaré, Sarah. La señorita Whitlow está enamorada de mí.
—¿Enamorada? —La palabra le resultó extraña al oírla—. ¿Porque te
ha mirado? ¿Os habéis hablado? ¿Os habéis presentado? —Le rebatió sin
darse tiempo a considerar si era prudente.
—A veces las palabras no son necesarias.
—¿Ni siquiera un simple "hola, cómo está usted"?
—Ha sido amor a primera vista —contestó él con frialdad.
—¡Ha sido "lujuria" a primera vista! —le contradijo ella con fuerza.
Quería hacerle entrar en razón y que entendiera por qué estaba tan
enfadada. Irracionalmente enfadada.
Él dio otro paso hacia la puerta, con aquellos luminosos ojos
volviéndose cada vez más fríos, más distantes.
—Creía que tú lo entenderías.
Oh, sí, lo entendía. Hubo una época en que ella también quiso
abandonarlo todo por amor. Cuando todavía creía en el príncipe azul, en
los finales felices y, oh, sí, en el amor a primera vista. Su "amor" la había
abandonado en el altar, sus promesas habían sido vacías y superficiales.
No había nada que quemara más el alma que el amor. Casi la había
destruido.
Había necesitado todo un año, lleno de los momentos más dolorosos
de su vida, para recuperarse. Incluso ahora, la vergüenza y la humillación

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del rechazo se cernían sobre ella. Graham era el primer hombre con el que
había hecho amistad en años. Quizá, porque él era varios años más joven,
ella no había temido acabar enamorada.
Sin embargo, debido a esa amistad, tenía que hacerle entrar en
razón. Con mucho cuidado escogió las palabras.
—Esta apuesta… podría arruinarte la vida —se calló durante unos
instantes; necesitaba hacerle entender, pero era reacia a confesar su
nefasta experiencia—. Como institutriz, he vivido en diferentes casas.
Tengo experiencia en observar la experiencia humana —Se agarró al
borde de la mesa con tanta fuerza que los nudillos se le quedaron blancos
—. Una vez que la primera ilusión del amor se desvanece, y se desvanece
con rapidez, Graham, créeme, lo que queda en su lugar no es lo que uno
espera.
La tensión de él cedió un poco.
—Hay una conexión entre la señorita Whitlow y yo. Es algo especial.
—Graham, y qué pasará si ganas y te ves obligado a casarte con esa
joven…
—La deseo con todas mis fuerzas.
Sarah soltó el escritorio, dando un golpe sobre él para remarcar las
palabras.
—¿O lo que no deseas es que la tenga Blair?
Graham movió la cabeza a un lado como si ella lo hubiese golpeado.
Sarah cerró los ojos. No era propio de ella el arremeter de esa manera.
—No hace falta que me ayudes, Sarah.
Aquellas palabras le atravesaron el corazón. Abrió los ojos. Él iba
hacia la puerta. Cogió la manilla.
—Y sí, estoy cansado de hacer de criado. Si bailar para pedir la mano
de una mujer es la manera de lograr que mi tío y mi primo me respeten,
entonces bailaré —Abrió la puerta.
—Graham…
Él se detuvo, esperando.
Sarah apretó los puños. No sabía que decir. Pero antes de que su
mente pudiera formar las palabras para hacer las paces, Betty, la
descarada criada del piso de arriba llamó a Graham, excitada.
—Señor McNab, le he estado buscando. ¿Qué es eso que he oído
sobre una apuesta y un baile?
Betty apareció en la entrada, con una enorme sonrisa feliz en la cara
y moviendo las caderas con descaro. Llevaba la faja tan apretada que
daba la impresión que los pechos, que parecían dos enormes colmenas en
movimiento, iban a explotar.
Graham se vio obligado a dar un paso atrás dentro del aula para no
ser atropellado.
—Dicen que la hija del comandante de la guarnición casi se ha caído
del caballo cuando lo ha visto —gorjeó Betty con suavidad—. Y desde

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luego no la culpo. A mí me rueda la cabeza cada vez que lo veo —Los


pechos se le estremecieron al decirlo.
Sarah habló con firmeza para hacerle saber a aquella fresca que
Graham no estaba solo.
—¿No tienes que ir a limpiar, Betty?
La criada ni siquiera se molestó en mirar a Sarah.
—Lo tengo todo hecho y estoy haciendo un pequeño descanso. Dicen
que tal vez necesite una o dos lecciones de baile, señor McNab. Soy una
buena bailarina —dijo, rozando a Graham con aquellos pechos como
colmenas.
Inexplicablemente, los celos se apoderaron de Sarah con fuerza.
—El señor McNab no necesita tu ayuda.
Betty dio unos pasos dentro del aula.
—¿Y quién le enseñará a bailar?
—Yo —contestó Sarah.
—¿Usted? —preguntó Betty con incertidumbre.
—¿Tú? —dijo Graham, feliz.
—Sí, yo —contestó Sarah.
—Pero creía… —empezó a decir Graham.
Ella no le dejó acabar, sin ningún deseo de analizar sus motivos.
—Es lo menos que puedo hacer por un amigo, Graham.
Él, de golpe, dio un alegre grito de felicidad, la levantó en brazos y
empezó a girar con ella.
—Sabía que podía contar contigo, Sarah. Lo sabía.
—Sí —confirmó ella muy tiesa, con la mejilla apretada en el fuerte
torso. Los movimientos la marearon un poco y además la asustaron las
lágrimas que le escocían en los ojos. ¿En qué se había metido?
Él volvió a dejarla en el suelo.
—¿Podemos empezar ahora? —preguntó con los ojos brillantes por la
expectación.
—No —dijo Sarah con rapidez—. Las gemelas volverán de un
momento a otro… tendremos que quedar para más tarde. Veamos, en el
salón de baile de abajo, a las nueve. Sir Edward sale esta noche.
—Perfecto —exclamó Graham.
—Perdonen —pidió Betty de forma descortés, muy irritada de que la
ignoraran—. ¿Pero sabe usted bailar, señorita Ambrose?
—Sí.
—¿Y por qué nunca la he visto bailar? —preguntó Betty.
Sarah correspondió a la sonrisa ladina de la criada con una
resplandeciente.
—No nos movemos en los mismos círculos ni frecuentamos los
mismos lugares, Betty.
Los ojos de la otra mujer se entrecerraron ante el insulto implícito.
—¿Y dónde baila usted?

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CATHY MAXWELL UN HOMBRE QUE SABE BAILAR

—Aquí —Sarah se dirigió a su escritorio, el símbolo de su autoridad—.


En la clase. Enseñar a bailar es una de mis responsabilidades.
—Y es una magnífica bailarina —dijo Graham con lealtad, aunque
Sarah dudaba que la hubiera visto bailar alguna vez.
—Yo soy una magnífica bailarina —corrigió Betty—. Y él es un
hombre, no un niño, señorita Ambrose. Necesita a una mujer para
aprender a bailar.
—Yo soy una mujer, Betty —dijo Sarah con un toque de advertencia
en la voz.
—No, usted es una profesora —Betty se estremeció y se encaminó
hacia la puerta balanceando las caderas con una sensualidad voluptuosa
—. Usted permanece aquí, en su pequeña torre y desprecia al resto de la
gente.
—Sería mejor que recordaras cuál es tu lugar, Betty —dijo Sarah sin
expresión.
Betty se dio la vuelta.
—Yo quiero que él gane, señorita Ambrose. ¿Puede usted decir lo
mismo?
El reto de la criada cogió a Sarah desprevenida. Por un segundo
desapareció la diferencia de clases entre ellas y Sarah comprendió que
Betty sabía y veía más de lo que querría ella. Más de lo que Sarah
admitiría.
Graham fue a su rescate.
—Betty, Sarah es airosa y elegante, inteligente y amable. En
resumen, todo lo que debería ser una mujer. Creo que sería mejor que
volvieras a tu trabajo.
La expresión en la cara de Betty dejaba bien claro que no estaba de
acuerdo con él y que había un par de cosas más que le gustaría añadir,
pero que había decidido callar. Con una reverencia casi insolente se
disculpó.
—He de volver a mi trabajo. Quizás esta noche me pasaré por el salón
de baile para ver cómo van las lecciones.
—Eso no es necesario, Betty —dijo Graham.
—No lo haré porque sea necesario, señor McNab. Lo haré por usted.
La criada desapareció por el pasillo, dejando a Sarah algo confundida.
Graham comprendió cómo se sentía.
—No le hagas caso, Sarah. Betty es una muchacha arrogante y
demasiado creída de sí misma —Le dio un ligero apretón en los hombros
para animarla—. Pero le daremos una lección. Le daremos una lección a
todos, incluso a Blair. Tú me enseñarás a ser el mejor bailarín de
Edimburgo.
—Y tú pedirás la mano de la señorita Whitlow —las palabras sonaron
huecas en sus propios oídos.
—Sí —confirmó él con una sonrisa—. Te veré esta noche. Y gracias.

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CATHY MAXWELL UN HOMBRE QUE SABE BAILAR

—¿Por qué? Aún no hemos empezado las lecciones.


—Por tu amistad, Sarah. Por tu amistad —Y salió del aula.
Sarah se quedó quieta durante unos momentos escuchando los pasos
que se alejaban por el pasillo. Aquellas palabras de despedida la
desasosegaron al igual que la mayor parte de lo que él había dicho esta
tarde. En menos de una hora, parecía que su vida se había vuelto del
revés.
Giró sobre sí misma asimilando todo lo que había a su alrededor como
si lo viera por primera vez… sin estar ya segura de nada. "Una profesora"
Nadie había insinuado antes que no estuviera satisfecha con su
estado actual. Todos habían asumido que era feliz con su vida; incluso ella
lo había creído hasta que Graham le había pedido que le enseñara a
bailar.
Su mirada se detuvo en un libro pequeño de cuero rojo que había
bajo las pizarras. Era su regalo para Graham, una copia de "El príncipe" de
Nicolo Macchiavello. Se le había olvidado dárselo.
El libro había pertenecido a su padre. Se lo había prestado a Graham
cuando ella había empezado a trabajar para sir Edward. La animada
discusión que había mantenido sobre las implicaciones morales de las
teorías de Macchiavello había sido el principio de su amistad.
Al parecer la amistad ya no bastaba.

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CATHY MAXWELL UN HOMBRE QUE SABE BAILAR

Capítulo 3

La lección de baile estuvo rondándole a Sarah en la cabeza durante el


resto de la tarde, haciéndole difícil concentrarse en el punto de cruz de
Jean y la clase de música de Janet. Envió a las gemelas a la niñera para la
cena con un poco de alivio.
Entrando en sus habitaciones privadas, si dirigió directamente hacia
el espejo que colgaba encima del lavabo y se estudió el rostro. Se quitó las
gafas con cuidado.
Betty estaba equivocada. Sí, Sarah amaba los libros, había escogido
una vida casta y de estudio frente a las actividades más terrenales de
Betty, pero seguía siendo una mujer.
No obstante, comprendió de golpe que había estado viviendo
envuelta en un capullo.
Hubo un tiempo en que le había encantado bailar. Un tiempo en que
la habían cortejado y que llevaba alegres y preciosos colores en vez de los
grises o lavandas de ahora. Un tiempo en que otras mujeres la
consideraban una digna rival. Las personas como Betty nunca se hubieran
reído de ella.
Sarah se quitó la cinta de terciopelo negro que le sujetaba el moño. El
abundante cabello le cayó sobre los hombros y vio reflejado en el espejo
un atisbo de la muchacha que había sido una vez.
¿Dónde estaba ahora aquella muchacha?
Se levantó el pelo con los dedos y giró la cabeza de un lado a otro
mirándose con ojo crítico. Quizá había llegado la hora para un nuevo
estilo. Tal vez se había dejado llevar por la rutina.
Sarah cogió el peine. Media hora más tarde, iba peinada con un moño
bastante parecido al de antes pero con algunos mechones rizándose
alrededor de las orejas y el cuello.
Un peinado nuevo exigía un cambio de vestido. Inspeccionó a fondo el
escaso vestuario. El vestido que le pareció más apropiado para el baile era
el azul celeste que guardaba para los domingos, un vestido que la
pechugona Betty miraría con desprecio.
Con decisión, Sarah quitó el recatado cordón de encaje que adornaba
el borde del corpiño. Ahora el vestido tenía un toque más audaz… y ella
misma se sorprendió de lo ansiosa que estaba por probárselo. Incluso se
acicaló un poco delante del espejo, una indulgencia por la que hubiera
castigado a las gemelas.
Por supuesto, no podía evitar darse cuenta que su pecho necesitaba
alzarse un poquito y sabía exactamente cómo lograrlo. Metió el cordón de
encaje dentro de la blusa y se quedó muy satisfecha con los resultados.
Se pellizcó las mejillas y los labios para darles un poco de color y
recordó un viejo truco. Cogió una vela de sebo y usó la mecha negra para
oscurecerse las pestañas. Los movimientos fueron bastante torpes. Años

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CATHY MAXWELL UN HOMBRE QUE SABE BAILAR

atrás había sido más experta en el proceso…


—¿Qué hace con esa vela, señorita Ambrose?
Sarah pegó un respingo ante el sonido de la voz de Jean y casi se
sacó un ojo con la vela. Se giró, sorprendida al ver a las gemelas en la
puerta que comunicaba el aula con sus habitaciones.
—Um, bueno, ¿qué puedo hacer por vosotras? —dijo, escondiendo la
vela en la espalda.
Notaba las pestañas más pesadas. Parpadeó varias veces.
—Hemos venido para darle las buenas noches —dijo Janet, entrando
en la habitación—. Está muy guapa, señorita Ambrose.
—¿Yo? —dijo Sarah. Pasó una mano por el cabello por el brillante pelo
color zanahoria de Janet—. Gracias.
—¿Va a enseñar a Graham a bailar? —preguntó Jean, entrando detrás
de su hermana—. La niñera dice que debería hacerlo.
—Lo voy a intentar —contestó Sarah. Dejo la vela en el lavamanos y
tendió los brazos para darles a las niñas un abrazo de buenas noches, un
ritual que seguían cada día.
Pero esta vez, al darles un beso en las suaves mejillas, deseó que
fueran suyas. Durante años, cuando la gente preguntaba, ella había
insistido en que era bastante feliz cuidando de los hijos de otros.
Ahora, el romance inesperado de Graham había provocado en ella
toda clase de sentimientos que se había negado a reconocer. Sentimientos
que había rechazado.
—Vámonos ya, Jean, Janet —dijo la niñera. Siempre se quedaba al
otro lado de la puerta mientras las gemelas le daban las buenas noches a
la institutriz. Pero esta noche había entrado—. Y usted, señorita Ambrose,
ha de enseñarle al señor McNab a hacer un buen papel en la pista de
baile. He hecho una pequeña apuesta a su favor. Será maravilloso verle
casado con la hija del comandante de la guarnición.
—Sí, desde luego —asintió Sarah sin tanto entusiasmo.
—Se merece lo mejor. Es un buen hombre —La niñera tendió las
manos a las niñas para llevarlas a la cama a dormir y Sarah se dio cuenta
que casi era la hora de reunirse con Graham.
Se dio la vuelta para mirarse al espejo. Se puso las gafas, luego se las
quitó, y luego se las volvió a poner. En realidad sólo las necesitaba para
leer, pero le daban una imagen madura y digna.
—Corres peligro de convertirte en una tonta —se advirtió a sí misma.
Acababa de rellenarse el corpiño y encima se preocupaba por las gafas.
Diciéndose esas palabras, salió de la habitación con las gafas
puestas. Un segundo más tarde, volvió a entrar, las puso en el lavabo y
salió disparada.
En el piso de abajo todo estaba tranquilo. Bailey, el mayordomo, solía
rondar cerca de la puerta principal cuando sir Edward salía, pero ni
siquiera a él se le veía. Era extraño que todas las habitaciones estuvieran
desiertas, pero no era de la incumbencia de Sarah.
Se apresuró hacia el salón de baile que estaba en la parte de atrás de
la casa y daba al jardín, abrió la puerta empujándola, y se quedó pasmada
y con la boca abierta ante la escena que tenía ante de ella.
La sala de techo alto resplandecía de luz y estaba llena de gente.

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CATHY MAXWELL UN HOMBRE QUE SABE BAILAR

Todos los criados estaban allí, Cook, Bailey, los criados de abajo y del
jardín, la ayudante de cocina, y hasta los mozos de almacén.
Graham estaba de pie, delante de todos. Se había aflojado el cuello y
ya no llevaba el abrigo marrón de lana. Betty le rozó los hombres con sus
pechos colmena cuando se acercó a él para decirle algo. La criada
también se había cambiado de peinado, dejando que le cayera suelto
hasta la cintura como una brillante cortina.
Por suerte, cuando Sarah entró en la sala, Graham se alejó de los
insistentes pechos de Betty y la saludó.
—Esto se ha llenado de gente. Han venido para verme aprender a
bailar.
—¿Para verle, señor McNab? —Sarah frunció el ceño. Como institutriz
rara vez se mezclaba con los otros criados. No era apropiado—. Bueno,
pues no pueden —dijo con firmeza. Se dirigió a Bailey—. Deben irse
enseguida. ¿Qué dirá sir Edward cuando vea todas las velas de las casa
encendidas?
—Son los cabos de las velas —dijo la cocinera con su cerrado acento
del norte—. Se han ido guardando. Además el amo estará fuera varias
horas. Hasta que vuelva podemos hacer lo que deseemos —Calló durante
unos segundos—. Y digo yo, señorita Ambrose, ¿ha cambiado algo en su
aspecto? —dijo al final con su mirada de águila clavada en el pecho de
Sarah.
—No llevo las gafas puestas —contestó Sarah remilgadamente,
girándose un poco para evitar que se fijaran en su pecho. Tal vez había
exagerado un poco.
—El cabello —dijo Graham con afecto—. Se ha cambiado de peinado.
Me gusta el nuevo estilo, señorita Ambrose —Se dirigió a ella con toda
formalidad delante de los criados—. Pero echo de menos las gafas —
añadió en voz baja.
Su respuesta la conmovió. Y se preguntó que hubiera dicho él si
hubieran estado solos.
El momento se echó a perder por culpa de Betty la descarada.
—Pues yo creo que ella ha cambiado algo más que las gafas.
Las otras criadas empezaron a soltar risitas. Se habían dado cuenta
del pecho, pero de repente a Sarah no le importó.
—¿Cómo sabían todos ustedes que íbamos a dar la clase de baile
aquí?
Contestó Betty.
—Usted se lo ha dicho al señor McNab delante de mí. Yo se lo he
dicho a Cook, Cook se lo ha dicho al señor Bailey, y el señor Bailey se lo ha
dicho a los demás.
—Ya veo —dijo Sarah—. Bueno, no creo que el señor McNab necesite
auditorio para las clases de baile. Bailey, ¿puede acompañar a todos a la
puerta, por favor?
Bailey era un hombre con el pelo cano que había aprendido el oficio
en Londres. Su opinión tenía una gran influencia en la casa.
—Señorita Ambrose, con el debido respeto, ¿qué daño podemos hacer
al quedarnos? Queremos ayudar al señor McNab.
—No me lo diga. Usted también ha apostado —dijo Sarah.

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CATHY MAXWELL UN HOMBRE QUE SABE BAILAR

—Sí, un poco. Pero no lo he hecho por mí. Yo apoyaría cualquier cosa


que hiciera el señor McNab —dijo el mayordomo con todo su orgullo—. Él
salvó a mi sobrina que se estaba muriendo de unas fiebres. Quiero ver
como se gana el amor de su dama.
—Su sobrina es joven. Se habría recuperado —comentó Graham con
modestia.
—Ningún otro médico en todo Edimburgo hubiera venido a visitarla
sin pagarle —contestó Bailey. Miró a Sarah a los ojos—. La familia de mi
hermano es pobre y sé que la muchacha estaba muy enferma. El señor
McNab tiene un don. Un don para sanar. Todos estamos orgullosos de él.
—Sí —confirmó la cocinera—. Él le curó la vista a mi hermana. Ella ya
no salía de casa. Ahora es la más feliz de las mujeres. Y no le pidió ni un
penique.
—No podía —declaró Graham—. No hice gran cosa.
—Se preocupó por ella. A veces basta con eso —respondió Cook.
Y salieron a la luz historias de los mozos de almacén y de otros
criados, todos hablando de la generosidad de Graham mientras él
permanecía allí de pie, con aspecto avergonzado por todos aquellos
testimonios tan entusiastas.
Los relatos dejaron a Sarah muy humillada. Durante los tres años que
hacía que conocía a Graham, habían hablado de medicina en contadas
ocasiones. Sabía que él había trabajado con el señor Fielder hasta bien
entrada la noche, pero no había llegado a comprender la realidad de lo
que él hacía, lo que eso significaba para otros. Ahora, rodeada por
personas que él había ayudado, su propio rechazo a la señorita Whitlow le
pareció mezquino.
La afirmación de Betty de que Sarah vivía encerrada en una torre y
alejada de todo y todos, tomaba un aire de veracidad.
Había llegado la hora de reparar el daño. Desaparecida la vanidad,
Sarah lamentó no llevar puestas las gafas.
—Sarah, ¿qué hago? —Graham se inclinó hacia ella con la cara pálida.
—¿Qué quieres decir?
—Míralos. Todos esperan que gane la apuesta.
Porque para ellos eres un héroe, hubiera querido decirle, pero esas
palabras sólo conseguirían avergonzarlo más.
—Entonces será mejor que aprendas a bailar —contestó ella con su
firme "voz de institutriz". Le dio un apretón de ánimo en el brazo y asumió
el mando—, y haremos de ti el mejor bailarín de Edimburgo —añadió
dirigiéndose a los demás.
—De Escocia —corrigió uno de los mozos de almacén y todos los
demás aplaudieron.
Sarah se frotó las manos con entusiasmo, sintiéndose ella misma algo
así como un héroe.
—Empecemos. Formen dos filas.
Todos fueron hacia ella.
Uno de los mozos de almacén había llevado un violín. Ella le hizo
señas para que se colocara de pie en una esquina.
—Estupendo. Con la música, la lección irá mejor. Ahora, señor McNab,
le enseñaremos a bailar la cuadrilla ya que lo más seguro es que el baile

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CATHY MAXWELL UN HOMBRE QUE SABE BAILAR

se abra con una. ¿Todos saben la cuadrilla?


Las cabezas asintieron.
—El primer paso —le dijo a Graham—, es el chaine anglaise.
—¿El qué? —El que habló fue Nate, uno de los mozos de almacén.
—Chaine anglaise —repitió Sarah. Y se lo mostró.
—¡Ah! —dijo Nate, reconociéndolo—. Usted se refiere a "La Caza de la
Dama"
—¿Cómo? —Ahora era el turno de Sarah para mostrarse confusa.
Nate realizó un chaine anglaise perfecto.
—Sí, eso es —dijo Sarah—. Sigue con dos chassis, uno a la derecha,
uno a la izquierda, mientras se levanta la mano derecha del compañero de
delante.
Otra vez fue Nate el que habló, dirigiéndose a los demás.
—Creo que lo que quiere decir la señorita Ambrose con esas
elegantes palabras francesas es que hagamos un "Salto a la derecha" y un
"Salto a la izquierda" mientras las mujeres hacen lo mismo en la otra
dirección.
De inmediato, todos ensayaron el paso demostrando que estaba en lo
cierto.
—Vaya, gracias, señor Nate —dijo Sarah—. Le agradezco su ayuda.
—Estoy encantado de ser útil, institutriz —respondió el mozo de
almacén con una absoluta seriedad y Sarah tuvo que esforzarse para que
no se le curvaran los labios. A su lado, Graham ocultó su propia sonrisa.
Ni siquiera le importó el uso impertinente de su rango de institutriz
por el mozo de almacén. La hizo sentir uno de ellos… y nunca antes la
habían incluido.
Era curioso lo agradable que resultaba ser parte de esta pequeña
comunidad.
—Vamos a intentar bailar, si ya conocen los pasos —dijo Sarah—.
Señor McNab, usted puede observar e ir aprendiendo a medida que
nosotros bailamos.
Todos estuvieron de acuerdo con la idea. Sarah dio un golpecito en el
suelo con el zapato y al contar tres, el violinista empezó a tocar una
animada melodía.
Los pies empezaron a moverse, las manos dieron palmadas y la
primera pareja, Bailey y Cook, danzaron hacia el centro. Sarah se quedó
encantada de lo bien que bailaba el personal de la casa. Con la ayuda de
todos, enseñar a Graham sería fácil.
Él también daba palmadas… pero ella se dio cuenta que no llevaba
bien el compás de la música. Las manos parecían seguir su propio ritmo y
daba la impresión que Graham era incapaz de moverlas al mismo tiempo
que golpeaba el suelo con el pie. Lo miró, fascinada. Graham era tan
perfecto en todo lo demás, que ese pequeño fallo lo hacía humano.
Toda su atención se concentró en aquellas manos. Ella le había visto
los dedos manchados de tinta por los libros de contabilidad y las había
observado mientras levantaban bolsas de grano o de especias del este, o
barriles de melaza, pero no las había visto curar.
Se acercó más a él para que pudiera oírla por encima de la algarabía.
—¿Por qué nunca has mencionado que practicabas la medicina con

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CATHY MAXWELL UN HOMBRE QUE SABE BAILAR

los criados?
—Soy médico. Eso es lo que hago —dijo, encogiéndose de hombros—.
Además, no creí que te interesara.
Aquella respuesta la sorprendió.
—¿Por qué no?
Él le dirigió una mirada divertida.
—Sarah, tú ya tienes a las gemelas para preocuparte. Lo último que
querrías sería escuchar mi inquietud por un niño con fiebre.
Unos cuantos detalles encajaron en su sitio, aquellos momentos en
los que parecía preocupado.
—Te hubiera escuchado —dijo ella—. Soy tu amiga.
Él levantó una ceja, pero ella no dio más explicaciones. Por algún
motivo, las palabras no habían sonado exactamente como las había
querido decir.
Por suerte, se libró de examinar sus motivos con más atención por el
último compás de la música. El baile había terminado. Había llegado la
hora de lanzar a Graham al ruedo.
Le cogió la mano y empezó la fila. Betty dio un paso al frente.
—Estaría encantada de bailar con el señor McNab, mientras usted
marca los pasos, señorita Ambrose.
—Bailaré yo con él —afirmó Sarah—. Es mejor que yo le guíe la
primera vez.
Betty frunció los labios. Por un momento, Sarah se temió que la
criada la acusara de querer guardarse a Graham para ella, y tendría razón.
Sarah no quería compartirlo. No con una mujer con el pecho y la relajación
moral de Betty.
Betty entrecerró los ojos con aquella mirada de estar al tanto de todo,
y Sarah se preparó para el enfrentamiento, pero en ese momento Graham
salvó la situación.
—La señorita Ambrose es mi profesora, Betty —aclaró y a la criada no
le quedó más remedio que volver, con mucho movimiento de caderas, a
su lugar frente a Nate.
Sarah intentó ocultar un parpadeo de triunfo, sin mucho éxito. A fin
de cuentas, Graham la había elegido a ella.
—Empezaremos otra vez. Bailey y Cook primero, como antes.
—Tenga cuidado —le susurró Cook—. Puede salirse del corpiño con
los movimientos y por todo ese relleno que lleva ahí dentro.
Sarah se quedó con la boca abierta, consternada, pero estaba de tan
buen humor que al cabo de un momento empezó a reír. Cook también se
puso a reír.
—Es usted algo insólita, señorita Ambrose. Nunca me lo hubiera
imaginado.
—Y usted es algo pícara —respondió Sarah. Las dos habían hablado
entre ellas en muy contadas ocasiones. Graham y Bailey les preguntaron
qué era tan gracioso, pero Cook y Sarah ahora eran cómplices y no
contarían nada.
Empezó el baile. Sarah y Graham serían los últimos. Ella marcaba los
pasos para Graham mientras los demás hacían los giros esperando que él
cogiera el ritmo. Graham fue incapaz. Sarah nunca había visto algo

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parecido. Los ojos del hombre brillaban de placer por la música. Inclinaba
la cabeza al ritmo adecuado pero el resto de él iba por su cuenta, y
cuando giró quedó en el centro.
Graham le agarró las manos con tanta fuerza que le hizo daño,
levantó los pies y siguió con la peor imitación que había visto en su vida
de un chaine anglaise o incluso de una "persecución a una dama". Había
mostrado más gracia cuando la había hecho girar en el aula. Ahora él iba
dando tumbos de arriba a abajo, moviendo los pies sin orden ni concierto
y ella se vio en apuros para no ser pisoteada.
Iban dando zapatazos a izquierda y derecha. Los otros bailarines
fueron apartándose del camino de Graham y deteniéndose; al final, hasta
el violinista dejó de tocar mirando boquiabierto los pasos de baile de
Graham.
Y lo que era peor aún, Graham estaba tan absorbido por aquellos
pasos de su propia invención, que le costó un poco darse cuenta del
silencio. Se detuvo.
—¿Qué? ¿Pasa algo? ¿Por qué no están bailando? ¿Sarah?
Levantando una mano, Sarah lo hizo callar, necesitaba un momento
para recuperar la respiración. Fuera lo que fuese lo que Graham había
estado haciendo, lo había hecho con mucha energía.
—Lo estabas haciendo bien —mintió ella—. No ha estado mal por ser
la primera vez.
—¿Pero? —la apremió él.
Betty se rió con disimilo y Sarah decidió hablar con claridad.
—Has de fijarte más donde colocas los pies. Todos los principiantes
tiene este problema —añadió con rapidez—. Lo solucionaremos. Bailey,
póngase a un lado del señor McNab. Nate, póngase al otro lado.
Repasaremos los pasos poco a poco. Sólo los hombres.
—¿Quiere que toque, señorita Ambrose? —preguntó el violinista.
—La primera vez contaremos los pasos. Cuando haya cogido el ritmo,
añadiremos la música —Sarah estaba segura que sería fácil corregir el
problema de Graham.
Empezó a contar.
—Pie derecho, y abajo y uno… dos… tres —Repitieron los pasos varias
veces y todo parecía ir bien, pero al añadir la música y el ritmo ya fue una
historia diferente. Graham le pegó un pisotón a Bailey.
El mayordomo se retorció de dolor y soltó un gemido.
—Lo siento —barbotó Graham. Retrocedió y sin querer le dio un
codazo a Nate en el estómago.
Al mozo de almacén le salió el aire que tenía en el cuerpo con un
silbido.
Bailey fue cojeando hacia una silla para sentarse.
—Estoy bien, señor McNab. No creo que tenga nada roto.
—Yo… no… me encuentro… muy bien —dijo Nate, respirando con
dificultad.
—Déjame ver —le pidió Graham, pero Sarah le agarró por el codo y le
hizo volver a su sitio.
—Los examinarás después —dijo, mientras Nate recuperaba el aliento
y Bailey empezaba a mover el pie—. No tenemos tiempo que perder. Sir

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Edward puede llegar en cualquier momento. Venga, inténtalo otra vez.


—Ya es demasiado tarde —sonó la voz profunda de sir Edward desde
la puerta—. Ya estoy en casa, señorita Ambrose.

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Capítulo 4

Sarah se giró con rapidez para quedar frente a sir Edward. Graham se
puso de inmediato a su lado… pero todos los demás dieron un paso atrás.
Una de las fregonas incluso se escondió muerta de miedo tras la silla en la
que Bailey estaba sentado.
Sir Edward entró en la sala con pasos lentos y mesurados. Blair se
quedó detrás balanceando el bastón, y con el sombrero colocado de forma
arrogante. El padre se detuvo delante de Sarah y Graham.
Bajo el escrutinio de sir Edward, Sarah se recordó que no tenía por
qué sentirse culpable, y no obstante se sentía como un niño agarrado con
las manos en el tarro de miel.
Graham dio un paso adelante protegiéndolos a todos.
—Me están enseñando a bailar.
—Ummmhmmmm —Sir Edward apartó los ojos de Graham para mirar
hacia donde Bailey estaba sentado y luego hacia Cook y los demás. Se
tomó su tiempo, estudiando a cada criado con suma atención y pasando al
siguiente sólo cuando quedaba satisfecho al ver cómo se retorcían de
miedo. Dejó a Sarah para el final.
Ella se negó a acobardarse. Era una institutriz, no una criada.
—Señorita Ambrose, ¿valora en algo trabajar para mí?
—Tío… —empezó a decir Graham, pero Sarah le interrumpió.
—Sí, sir Edward —contestó entrelazando las manos para que él no se
diera cuenta que le temblaban.
—Entonces será mejor que deje de organizar reuniones con los
criados para cosas tan tontas como el baile o se reunirá usted conmigo en
la biblioteca.
A Sarah le dio un vuelco el corazón. Para lo único que sir Edward
llevaba a un empleado a la biblioteca era para despedirlo.
—Tío, ha sido cosa mía —dijo Graham con severidad—. No culpes a
Sarah.
Sir Edward se quedó mirando a su sobrino durante unos momentos.
Esto siempre era una guerra de voluntades y nunca se sabía quién sería el
vencedor. Esta vez fue sir Edward quién apartó primero la mirada.
—Muy bien —murmuró el hombre mayor—, en ese caso te aconsejo
que dejes de incitar a los criados o me veré obligado a pedirle a la señorita
Ambrose que deje su trabajo.
Graham tensó la mandíbula.
—No puedes hacerle responsable de mis acciones.
—Puedo y lo haré —contestó sir Edward—. Puede retirarse, señorita
Ambrose.
Graham abrió la boca para protestar, pero Sarah le tocó ligeramente
el brazo en señal de advertencia. No saldría nada bueno de un
enfrentamiento continuo. Con una inclinación de cabeza se deslizó entre

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CATHY MAXWELL UN HOMBRE QUE SABE BAILAR

los hombres y fue hacia la puerta. Al pasar ante Blair, él se quedó mirando
con lascivia la curva expuesta del pecho. Ella hizo una mueca de
repugnancia que él no notó al no levantar la mirada en ningún momento.
¡Hombres!
Sin embargo, una vez fuera, en el oscuro vestíbulo, Sarah se rebeló.
No iba a irse a su habitación como una niña castigada. En vez de eso, se
metió en un rincón y se escondió en las profundas sombras, decidida a
esperar a Graham. Una vez allí se dedicó a condenar mentalmente el
despotismo de su patrón.

En el salón de baile, sir Edward se dirigió a su mayordomo.


—Bailey, es obvio que no les damos bastantes responsabilidades a los
criados si tienen tiempo de bailar mientras trabajan para mí. ¿O tal vez
debería reducir los sueldos, hmmmmm?
—Tío —le advirtió Graham con serenidad.
Su tío le observó durante un instante con los ojos entrecerrados.
Graham era su conciencia y siempre lo había sido. Su tío inclinó la cabeza
hacia el mayordomo.
—Hablaremos de ello mañana por la mañana, Bailey.
—Sí, señor —contestó Bailey, visiblemente aliviado porque sabía, al
igual que los demás, que Graham había vuelto a influir en su tío, haciendo
que se comportara con sentido común.
Su tío no se entretuvo más, se dio la vuelta y se dirigió hacia la
puerta.
—Vamos, Blair. Es tarde —Sin esperar la respuesta de su hijo, salió de
la sala.
Blair se hizo el remolón.
Se quedó pavoneándose delante de los criados, disfrutando al
intranquilizarlos. Se detuvo delante de Graham y dejó ver una sonrisa
satisfecha.
—Bonito baile, primo. Creo que mi dinero está seguro.
—La apuesta no es sobre el baile, sino sobre la señorita Whitlow —
contestó Graham—, y hay otros pretendientes —añadió con mordacidad—,
no soy tu único competidor.
—“Había” —le corrigió Blair. Desenvainó el bastón para mostrar la
espada que había dentro. Graham olió la sangre antes de ver la mancha
en la hoja.
Blair mantuvo en alto el arma con arrogancia.
—Esta noche he estado ocupado. El comerciante que esta tarde
cabalgaba al lado de ella me desafió por algo que dije. Que desgracia,
¿verdad? Ahora hay un pretendiente menos en la competición.
Detrás de Graham, los sirvientes dieron un paso atrás. Blair se mostró
muy satisfecho ante aquella reacción.
—¡Oh, cielos! —dijo Blair en tono burlón—. Me he olvidado de limpiar
la hoja —Su expresión se endureció—. No te importa, ¿verdad McNab? —Y
empezó a limpiar el acero en la pierna de Graham, y en ese momento algo
dentro de Graham explotó.
Había aprendido hacía mucho que cualquier enfrentamiento que

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tuviera con su primo tenía un precio muy alto… quizás no para él, pero sí
para alguien a quien apreciara. Por ese motivo solía reprimirse.
Pero aquel acto de Blair de limpiar la sangre de otro hombre en la
pierna de Graham sin ningún cuidado o preocupación por el coste de una
vida humana fue como un sacrilegio que le ofendió el alma. Agarró el
brazo de Blair por la muñeca con un control férreo.
—Vosotros podéis retiraros —ordenó Graham a los criados, con la
mirada clavada en Blair.
No tuvo que repetirlo. Todos se dispersaron con rapidez.
La cara de Blair se ruborizó e intentó acercar la hoja a la pierna de
Graham. Blair era fuerte, pero su primo lo era aún más. Graham lo apartó
con tal fuerza que Blair trastabilló hacia atrás, pero recuperó el equilibrio
con rapidez y levantó la espada, dispuesto a clavársela al otro hombre.
Graham se negó a retroceder y miró a Blair a los ojos.
—Traspasar a un hombre desarmado con la espada no es algo de lo
que puedas jactarte —le dijo—. Creo que se llama asesinato.
—No me tientes, primo.
—Pues no me hagas enfadar —respondió Graham sin alterarse—. Eres
valiente cuando tienes tus juguetes en las manos —señaló la espada-
bastón—. Pero incluso así, yo podría aplastarte. He aprendido la técnica
para salvar vidas. En contraposición, también he aprendido como
tomarlas. Quizás deberías pensar en ello, “primo” —Observó cómo sus
palabras empezaban a abrirse camino.
Su primo retrocedió.
—No lo harías. No tienes esa clase de coraje.
—¿Es que crees que hace falta coraje para matar a alguien? —A
Graham le era imposible imaginar aquel concepto—. Somos mucha más
diferentes de lo que creía —dijo con tristeza.
—Sí, uno de los dos trabaja y el otro es un caballero.
—Uno de los dos salva vidas, y el otro las toma —rebatió Graham.
La sonrisa arrogante volvió al rostro de Blair.
—Entonces somos un equipo —alardeó. Bajó el bastón y envainó la
espada—. Excepto en que yo sé bailar —añadió una última burla. Dio un
par de pasos de baile mientras se dirigía hacia la puerta—. Buenas noches,
primo. Mañana salgo a montar con la señorita Whitlow. Te saludaremos
cuando pasemos por tu lado —Su risa todavía se oía cuando desapareció
en la oscuridad del pasillo.
Graham se quedó mirando por donde se había ido y se sintió
atrapado. ¿A qué trato diabólico había accedido? En estos momentos
apenas recordaba el aspecto de la señorita Whitlow, aparte que era muy
bella, y aún así había estado de acuerdo en aquella maldita apuesta con
Blair para conseguir su mano.
Sarah había tenido razón al sospechar de sus motivos.
Durante años se había visto obligado a tragarse el orgullo y ver como
su primo amenazaba e intimidaba a otros. Se había sentido halagado por
el marcado interés que había mostrado por él la señorita Whitlow y había
querido superar a Blair. Era su única excusa para aceptar una apuesta tan
impulsiva.
Era un auténtico idiota.

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CATHY MAXWELL UN HOMBRE QUE SABE BAILAR

Fue hacia el candelabro que colgaba de la pared, donde había tres


trozos de vela encendidas y las apagó con los dedos. El escozor de la leve
quemadura fue un justo precio por su estupidez.
—Voy a enseñarte a bailar.
La voz de Sarah le sobresaltó.
Se dio la vuelta y la vio allí de pie, en el límite del haz de luz de las
velas del resto de los candelabros, con su cara pálida y los ojos de un gris
plateado tan abiertos que parecían a punto de tragarse la cara. Ella
avanzó. Algunas horquillas se le habían soltado del pelo quedando medio
fuera, medio metidas. La generosa curva del pecho que asomaba sobre el
borde del corpiño subía y bajaba con justa indignación.
Graham sonrió. No pudo evitarlo. Sarah era una amiga leal y
verdadera. Ahora, en aquellos momentos tan malos, su apoyo
incondicional le llegó al corazón.
—No bromeo —dijo ella, entendiendo mal el motivo de la sonrisa—.
No puedes permitir que un hombre tan… —calló unos instantes, buscando
la palabra adecuada—… tan vil como el señor Brock triunfe en algo,
incluyendo esta apuesta tan extraña. Ahora sé porqué aceptaste el reto.
Esa clase de arrogancia es intolerable.
—Sarah, no te preocupes —Graham fue hacia otro candelabro y
apagó las velas de un soplo—. Con un poco de suerte, la señorita Whitlow
no favorecerá a ninguno de los dos.
—No podemos arriesgarnos. Tu futuro está en juego.
Él negó con la cabeza.
—No voy a permitir que pierdas tu trabajo por mi estupidez. Esta
misma tarde me has advertido que estaba siendo un tonto.
Sarah frunció el ceño.
—No te estarás rindiendo, ¿verdad?
Él soltó un gran suspiro para serenarse, antes de admitir.
—Ya me has visto esta noche. Si asisto al baile, seré el hazmerreír de
Edimburgo.
Sarah estuvo ante él en un abrir y cerrar de ojos.
—Nadie va a reírse jamás de ti.
—Pues deberían hacerlo —confesó él con amargura—. He hecho un
apuesta ridícula y pagaré el precio de mi estupidez. Tal es coste de ser un
inocentón.
—No si la señorita Whitlow acepta tu propuesta de matrimonio.
Graham desvió la mirada de su apasionada expresión hacia las
ventanas oscurecidas por la noche. En ellas vio el reflejo de los dos juntos
allí de pie.
—Has dicho que ella se ha sentido atraída hacia ti —le recordó Sarah
—. Los criados están de acuerdo.
Él se quedó mirando el gesto determinado de su boca.
—Ya no estoy seguro. Mañana por la mañana, Blair irá a montar con
ella.
Graham iba a moverse para seguir apagando las velas, pero Sarah le
sujetó por el brazo.
—Escucha, si la señorita Whitlow no se casa contigo por el mero
hecho de que no sabes bailar, es que es una tonta y tendrás un problema

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más grande que el trabajar para tu tío unos cuantos años más.
Él consideró aquellas palabras. Sarah tenía razón.
—Vas a ir a la fiesta —le dijo ella, convencida—. Serás el hombre más
guapo…
—¿Más guapo? —preguntó él en broma, intentando desviar su
atención. Su situación era desesperada. ¿Es que Sarah no se daba cuenta?
—Seguro que sí —contestó ella con seriedad—. Vas a encandilar a la
señorita Whitlow, conquistarás su corazón, y la salvarás de un animal
como Blair Brock. Y después, serás el médico más importante de toda
Escocia. Tendrás una vida noble y fructífera y yo me sentiré orgullosa de
conocerte.
Una llama de esperanza se encendió dentro de él. Aquella tarde,
primero con la entusiasta alabanza del señor Fielder sobre su capacidad
de ser un buen médico y luego con el encuentro con la señorita Whitlow,
Graham, durante un momento, se sintió capaz de todo. Sarah había tenido
razón sobre sus motivos. Ella leía en su corazón mejor que él. Sería tan
fácil rodear a Sarah con sus brazos y dejar que ella…
—Pero soy incapaz de bailar —dijo él de forma tajante, y se dirigió
hacia el siguiente candelabro.
Ella le bloqueó el paso y le puso la mano en el pecho.
—Bailarás cuando yo haya acabado contigo. Todos los caballeros
deberían saber bailar, y tú eres un caballero, Graham. Eres el hombre más
valiente y más noble que he conocido —y añadió en un tono más suave—.
Y mi amigo. No voy a abandonarte. No he tenido muchos amigos durante
los últimos años y tu amistad es muy importante para mí.
Graham le cubrió la mano con la suya. De forma instintiva, los dedos
de la mujer se entrelazaron con los de él, en una muestra de confianza.
—Sarah, mi tío te despedirá si se entera que lo has desafiado con tu
ofrecimiento. No voy a permitir que salgas perjudicada por mi culpa.
Los ojos de ella se posaron en las manos unidas. Se soltó casi con
timidez.
—Naturalmente tendremos cuidado. Nadie ha de saber lo que
hacemos —Inclinó la cabeza mientras pensaba y el suave brillo dorado de
la luz de la vela, dejó ver unos reflejos rojos en su cabello. Qué extraño,
nunca antes había notado aquel color.
Ella alzó la vista y lo miró.
—Ven al aula mañana a medianoche.
—¿A medianoche?
—Sí, todos pensarán que, al igual que ellos, estaremos en nuestras
respectivas camas. En vez de eso, prepárate para aprender a bailar. Te
aseguro que soy tan buena dando clases de baile como enseñando a
bordar.
—Sarah…
Ella le cubrió los labios con los dedos.
—Nada de protestas. Vas a ganar la apuesta. Te lo prometo.
Sin darle tiempo a responder, Sarah se dio la vuelta y salió del cuarto
con un decidido movimiento de caderas.
Graham levantó la mano y se tocó la boca, allá donde ella le había
puesto los dedos. Los labios le hormigueaban. ¿Es que Sarah no se daba

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cuenta de lo desesperada que era aquella misión?


—No iré —dijo él, siguiéndola. No iba a arriesgar su puesto de trabajo
—. Si nos descubren, tu reputación quedará arruinada.
Ella se dio la vuelta, andando hacia atrás.
—¡Qué va! Soy mucho más mayor que tú. Nadie pensará mal.
—No eres tan mayor.
Ella se rió y movió la mano en un gesto despectivo.
—Nos conocemos desde hace demasiado tiempo para ser otra cosa
que no sea amigos. Buenas noches, Graham —Y despareció en la
oscuridad del pasillo.

A día siguiente, Graham estuvo demasiado ocupado para pensar en la


medicina o en una cita a medianoche. Se esperaba la llegada de un barco
antes de las primeras horas de la tarde y Graham todavía no había
actualizados los libros de contabilidad del día anterior ni había
programado la lista de tareas de la semana siguiente. El tío Edward
asumía que Graham se ocuparía de aquellos asuntos y Graham lo hacía.
Sin embargo, ya al anochecer, mientras estaba de pie en la calle que
daba al muelle, explicándoles a los mozos de almacén donde quería que
se colocaran las mercancías del barco, la hermosa señorita Whitlow pasó
montada en su caballo blanco como la nieve. Y otra vez, él se quedó mudo
e impactado por la perfección de su belleza.
Los brutales métodos de Blair parecían haber tenido efecto. Había
menos admiradores detrás de la señorita Whitlow que el día anterior. Blair
estaba en ese grupo. Él sonrió y saludo alegremente a Graham cuando
pasó trotando por delante de él.
Graham tensó la mandíbula con fuerza, luchando con el deseo de
agarrar a su primo del cuello y tirarlo del caballo. Por las expresiones de
sus caras, había otros pretendientes de la señorita Whitlow que deseaban
lo mismo.
De hecho, Graham le estaría haciendo un favor a la señorita Whitlow
y salvaría un par de vidas, si lograba que el tío Edward perdiera la
apuesta. En ese caso Blair no tendría ningún motivo para casarse con la
señorita Whitlow, ni para batirse en duelo por ella. Era lo más honorable
que podía hacer, pero no lo más fácil. Graham odiaba ceder ante Blair.
De todos modos, ¿qué opciones tenía?
Apartó aquel tema de su cabeza y se dio la vuelta para ir al almacén
en busca de su tío cuando oyó un sonido a su espalda. Echó una mirada
hacia atrás y se quedó sorprendido. La señorita Whitlow estaba allí
parada, sobre el elegante caballo. Los pretendientes esperaban con
impaciencia a varios metros de distancia con Blair en primera fila.
Graham se quitó el sombrero de tres picos, asombrado por aquella
distinción.
—¿Puedo ayudarla en algo, milady?

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CATHY MAXWELL UN HOMBRE QUE SABE BAILAR

—No nos han presentado —dijo ella con una voz ronca y musical.
Graham se inclinó.
—Soy Graham McNab, médico —pronunció su título con orgullo.
—He oído hablar de usted, señor McNab. Dicen que tiene un don para
curar. El mes pasado, usted y el señor Fielder fueron a visitar a mi criada.
Cuando mi padre pagó al señor Fielder, el doctor dijo que fue usted que la
había curado de la enfermedad que la aquejaba.
—Intento hacer todo lo que puedo, señorita Whitlow. Dios también
tuvo algo que ver.
Ella le ofreció una sonrisa radiante, que hizo que sus dientes, blancos
e impecables, destellaran bajo la luz del sol.
—También me han informado que asistirá usted al baile de mi padre.
Aprecio mucho a mi criada, señor. Reservaré el primer baile para usted.
Detrás de ella, él se dio cuenta de la frustración y la envidia que
asomaba a los rostros de todos los pretendientes, y en Blair más que en
los demás. Nate, que estaba haciendo rodar un barril de melaza hacia el
almacén, oyó por casualidad el honor que se le otorgaba. Dando un suave
silbido se alejó con rapidez para decírselo a los demás, dejando el barril en
la calle.
Graham no sabía bien lo que sentía. El repentino honor y la envidia en
la mirada de los otros hombres le dejaron un poco aturdido. Por suerte, la
señorita Whitlow no parecía esperar una respuesta. Le dio al caballo con
los talones y volvió al camino. Sus pretendientes se amontonaron
alrededor de ella, excepto Blair, que contempló a Graham sin disimular su
odio.
Graham se giró y se fue.
Más tarde, diez minutos después de la medianoche, llamó a la puerta
de Sarah, preparado para una lección de baile.

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CATHY MAXWELL UN HOMBRE QUE SABE BAILAR

Capítulo 5

Sarah no descubrió la razón por la que Graham no podía bailar hasta


altas horas de la madrugada.
Habían estado bailando casi toda la noche. No tardaría mucho en
amanecer y la experiencia había sido para ambos un ejercicio frustrante e
inútil. Al principio, ella pensó que Graham era simplemente torpe. Intentó
por todos los medios que se le ocurrieron que aprendiera a medir el
compás del ritmo. Desde luego tenían la desventaja de que la única
música de que disponían era su propio tarareo, pero estaba segura que
una vez que él lo captara, aprendería.
Pero cada vez bailaba peor.
Sarah lo simplificó lo más posible. Graham le había contado el
encuentro con la señorita Whitlow donde le pidió que él fuera su pareja en
el primer baile. Muy bien. Sarah se concentraría en enseñarle sólo un baile
que pudiera llevar a cabo sin avergonzarse a sí mismo.
Se decidió por la Cuadrilla ya que era una tradición que la mayor
parte de los bailes de Edimburgo se abriera con esa animada música. Y
además, era la que ella tatareaba mejor.
Pero todos sus esfuerzos resultaron inútiles.
—Vamos allá —dijo ella con energía, apartándose unos cuantos
cabellos de los ojos. Se había quitado las gafas un poco antes por miedo a
que con tanto baile y tantos brincos se le cayeran. Y en ese caso, seguro
que él las pisaría.
—Deja que te lo enseñe “una vez más” —Había dicho aquellas
palabras por lo menos mil veces. Hizo una pequeña pausa para tomar un
sorbo de agua—. Tengo la garganta seca. Tararea tú ahora.
—¿Qué tararee yo? —preguntó Graham—. No sé si es muy buena
idea.
—Graham, tararea —Tanto su paciencia como sus pies estaban casi
agotados por la falta de progresos.
Él empezó a tararear… o a intentarlo. No sonaba como ninguna
melodía que hubiera oído antes.
—Oh… Dios… cielos —susurró ella al darse cuenta. Se hubiera dado
una bofetada por haber estado tan ciega.
Graham no tenía oído.
Él estaba intentando algo parecido a la melodía que ella había estado
tarareando y cantando repetidas veces durante horas, pero marcaba el
ritmo demasiado lento, demasiado brusco y demasiado desafinado.
Se quedó con la boca abierta, escuchando asombrada.

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Él dejó de tararear y se le ensombrecieron los ojos verdes.


—Tampoco sé cantar —admitió con actitud desafiante.
Sarah se sintió tan aliviada que se echó a reír.
—Sé que no entono bien, pero no tienes porqué burlarte de mí —dijo
Graham de mal humor—. Ya es bastante humillante no ser capaz de
entonar ni una nota.
Casi desbordante de alegría, Sarah le rodeó con los brazos y le abrazó
con fuerza.
—¿No lo entiendes? El que no tengas oído es la razón por la que no
sabes bailar. No es que seas descoordinado o torpe. O estúpido…
—¿Creías que era estúpido?
Ella le ignoró.
—No puedes oír la música.
—Oigo la música.
—Pero no como la oigo yo —respondió ella—. Tú “crees” que la oyes,
pero no lo haces o sabrías bailar.
A Graham le llevó unos momentos asimilar aquellas palabras. Ella se
dio cuenta de cuando las implicaciones de su falta de oído se empezaron a
hacer evidentes para él.
—Nunca aprenderé a bailar.
Sarah negó con la cabeza.
—Lo harás. El problema es que si no tienes oído para la música, no
puedes marcar el ritmo. Siempre vas un paso adelantado o atrasado.
Él la miró a los ojos.
—¿Qué voy a hacer Sarah? Si la señorita Whitlow ve lo burro que soy,
preferirá a Blair antes que a mí. Y él ganará la apuesta.
—Pues sería bien tonta si eligiera a Blair y no a ti por algo tan tonto
como el baile —le dijo Sarah de corazón.
Algo asomó en los ojos de Graham, una expresión que ella no fue
capaz de descifrar. Tal vez no había sido más que el parpadeo de la luz de
la vela, aunque era bien consciente de las manos de él descansando en su
cintura, de sus brazos envolviéndola, de los pechos contra su torso… y de
una clase diferente de tarareo entre ellos. De repente el aire empezó a
vibrar.
Los labios de él se separaron y a ella el corazón le empezó a latir a
toda velocidad.
—¿Sarah?
Ella se quedó mirándole la boca. La maravillosa boca de Graham.
Poniéndose de puntillas para llegar mejor, susurró:
—Sí…
—Lo que hemos oído venía de esa habitación —La desagradable voz
de Blair, que venía del pasillo, los interrumpió.
Graham reaccionó de inmediato. Empujó a Sarah hacia la puerta que
conectaba con sus habitaciones privadas y con rapidez apagó las velas de

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un soplo, dejando el cuarto en la oscuridad.


—¿Quién va a estar levantado a estas horas? —se quejó Cullen, el
amigo de Blair, con una voz tan borracha como la de su compañero.
—He oído algo —insistió Blair. Se le oía tan cerca que Sarah esperaba
que girara el pomo de la puerta en cualquier momento.
Graham la agarró por el brazo y la metió en el dormitorio.
—Métete en la cama —le ordenó con brusquedad—. Y finge dormir.
Sarah obedeció. Él se tumbó en el suelo y se deslizó baja la estrecha
cama. Ella se tapó con las mantas para aparentar que dormía y se estaba
despeinando para dar una imagen más real, cuando unos pasos en la otra
habitación le advirtieron que Blair y Cullen se habían invitado a sí mismos
a entrar en la clase. Se dio cuenta demasiado tarde que Graham y ella
habían dejado la puerta abierta justo una rendija.
Los latidos del corazón eran atronadores. Esperó, convencida de que
la descubrirían.
—¿Lo ves, Blair? Aquí no hay nadie —se quejó Cullen—. Volvamos al
estudio. Tenía una mano ganadora.
—¿No hueles nada, Cullen?
—¿Si huelo el qué?
—El sebo. Aquí había una vela encendida hace unos segundos.
—Tal vez la institutriz estaba preparando las lecciones o leyendo un
libro —El golpe de los libros al caer al suelo reverberó en el silencio como
si él los hubiera empujado desde el escritorio para darle fuerza a su
razonamiento. Sarah aguzó el oído para enterarse de la reacción de Blair.
La reacción fue un sonido de pasos amenazadores cruzando el suelo
de madera del aula.
—Alguien ha movido el mobiliario —susurró Blair—. El otro día no
estaba colocado a lo largo de la pared.
—Tengo una mano ganadora abajo —dijo Cullen en voz alta—. No
quiero quedarme aquí perdiendo el tiempo. En este sitio no hay nadie. Lo
más seguro es que te hayas imaginado el ruido.
—He oído algo.
—Creo que tienes los nervios de punta porque has de batirte en duelo
dentro de una hora más o menos. Relájate. Te será fácil deshacerte de ese
mojigato de Dumfries. Aunque no sería lo mismo si hubieras desafiado al
capitán Sutton.
—¿Insinúas que no puedo vencer a Sutton? —preguntó Blair con una
voz sedosa y de repente peligrosamente sobria.
—Claro que sí —dijo Cullen—, pero no sería tan fácil. Se dice que es
bueno con la espada.
—Sí, pero yo soy el mejor de Edimburgo.
—Sí, lo eres —contestó Cullen de forma casi mecánica.
—¿Dudas de mí, Cullen?
—No —se oyó la precipitada respuesta—. Pero me gustaría que todo

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ese asunto de la jovencita Whitlow se acabara ya. Todos estos duelos van
a enfurecer a mucha gente.
—El asunto se acabará cuando me deshaga de Dumfries. Nadie, ni
siquiera ese presumido capitán se interpondrá en mi camino —Levantó la
voz para añadir—. Ni mi primo.
El silencio siguió a aquellas palabras. Sarah se imaginaba a Blair
esperando a ver si había alguna reacción a su jactancia. Aguantó la
respiración…
Y se sobresaltó por el sonido de un ronquido que salía de debajo de
su cama. Era demasiado fuerte para ser natural. Graham lo había hecho a
propósito.
Blair y Cullen sofocaron las carcajadas.
—¿Has oído eso? —susurró Cullen entre risas—. La institutriz ronca
más fuerte que mi caballo.
Nuevas carcajadas siguieron a aquella declaración. Temblando de
indignación, Sarah logró resistir el impulso de agarrar a Graham y sacarlo
de malos modos de debajo de la cama.
—Vamos —dijo Cullen—. Dejemos dormir a la institutriz.
El ruido de las botas alejándose y el sonido de una puerta que se
cerraba indicaron que los dos hombres habían salido del aula.
Sarah no perdió el tiempo. De barriga, se inclinó por un lado de la
cama en el momento en que Graham se deslizaba de espaldas saliendo de
allá abajo. Ella le impidió que siguiera moviéndose poniéndole una mano
en el pecho.
—Ahora creen que ronco —le acusó.
Él se rió en silencio, mostrando los dientes blancos en la oscuridad.
—El que ronques o no, no tiene importancia. Quería desviar su
atención.
Ella le agarró la camisa con el puño.
—Me importa a mí.
Un destelló apareció en los ojos de Graham.
—Entonces haré correr el rumor de que no roncas.
Sarah echó hacia atrás.
—¡No! Tal como es la gente, se preguntará como ha llegado hasta ti
esa información.
—Y tú tendrás que decirles que estaba debajo de tu cama.
Ante la mirada indignada de ella, Graham se rió y se sentó. Las
narices de los dos quedaron a unos centímetros de distancia. La irritación
de Sarah se evaporó. Estaban tan cerca que era como si respiraran el
mismo aire.
Ella no se apartó.
Y él tampoco.
—¿Has estado enamorada alguna vez? —le preguntó él.
Sarah retrocedió un poco, sorprendida por la pregunta… y luego

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contestó con sinceridad.


—Sí.
—¿Por qué no te casaste?
Era una muestra de la amistad que había entre ellos el que
contestase con igual franqueza.
—Le conocí antes de que mi padre cayera enfermo. Pero cuando mi
padre no pudo valerse por sí mismo, él no quiso ocuparse de una esposa y
de un hombre enfermo. Me pidió que me fuera con él, pero yo no podía
abandonar a mi padre.
—No, claro que no podías —Ella oyó el tono de admiración de su
voz… pero por primera vez se preguntó cuándo se había dado por
vencida.
En aquel entonces, el dolor por el abandono de Robert le había hecho
tanto daño que no había querido saber nada más de hombres ni de amor.
Luego, Graham y la amistad que éste le había brindado la habían cogido
desprevenida.
De inmediato, Sarah retrocedió ante la dirección de sus pensamientos
y se obligó a centrarse en la apuesta.
—¿Que has sentido al oír que Blair ha desafiado a otro?
Él frunció el ceño, su expresión no dejaba lugar a dudas, incluso en la
oscuridad.
—Un día retará a un hombre más hábil que él y le costará la vida.
—¿Qué le lleva a desafiar a otros? ¿Qué demuestra? ¿Que puede
herir, matar o destruir?
—Es algo propio de los hombres —contestó él en tono grave.
—No es propio de ti. Tú no serías tan insensible ante la vida humana.
Hubo un segundo de silencio y después le oyó decir:
—No lo sé. Si me hubieras hecho esta pregunta hace una semana,
habría estado más seguro de la respuesta.
—¿Qué ha cambiado en esta última semana? —preguntó ella en un
susurro.
Dio la sensación que él se le acercaba un poco más. A Sarah le
encantó estar hablando así con él en medio de la oscuridad. Eso debía ser
la intimidad, el modo en que un marido y una esposa hablarían entre ellos
por la noche, cuanto todo estuviera tranquilo y los niños durmieran.
—¿Qué es lo que he hecho yo sino desafiar a Blair en una especie de
duelo? —dijo Graham, trayéndola al presente—. Un duelo que no ha
ofendido mi sentido moral de lo que es correcto.
—¿Y qué papel juega la señorita Whitlow? —se atrevió a preguntar
ella y contuvo el aliento esperando la respuesta.
Su respuesta fue apartarse de repente. Se quedó allí de pie, una
silueta perfilada por la oscuridad.
—Será mejor que me vaya —Y se dirigió a la puerta que daba al
pasillo.

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CATHY MAXWELL UN HOMBRE QUE SABE BAILAR

Ella se incorporó, arrodillándose en el colchón.


—¿Te veré mañana por la noche? ¿Para la lección de baile?
Él se detuvo.
—¿Crees que todavía hay esperanza?
—El baile es dentro de dos días. Bailarás. Te lo prometo.
—En ese caso estaré aquí mañana —Abrió la puerta—. Gracias Sarah.
Valoro mucho nuestra amistad.
—Yo también, Graham.
Hubo un segundo de silencio antes de que él añadiera:
—También me gusta tu pelo suelto —Y se fue.
Sarah se apoyó en los talones y se llevó las manos al pelo. El resto de
horquillas habían caído o se le habían soltado al fingir que dormía. Se
recorrió el cabello hasta los últimos rizos de la melena, y luego, pensativa,
se puso en pie y se desnudó. Al volver a la cama se detuvo. La habitación
aún conservaba la esencia de su presencia.
Se metió en la cama y se abrazó a la almohada. Ya no consideraba
que la apuesta fuera un desastre. Si no hubiera sido por el deseo ruin de
sir Edward de mantener a Graham encadenado a él, o por la belleza de la
joven, Graham se habría ido para establecerse como médico.
Así como habían ido las cosas, la cadena de acontecimientos la había
hecho salir de su pasividad. Había empezado a anhelar lo que tenían otras
mujeres… Y a reconocer su amistad con Graham como algo más profundo,
algo más significativo.
Algo que todavía no se sentía preparada para definir con palabras.

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Capítulo 6

La noche siguiente, cuando Graham llegó a la habitación de Sarah, no


la saludó con su acostumbrado buen humor, sino que se movió nervioso
por el aula, mirándolo todo menos a ella. Sarah no le había visto desde la
noche anterior.
—Se me había olvidado —dijo ella—, que tenía este regalo para ti —
Levantó el libro El príncipe de Macchiavello del escritorio—. Fue el primer
libro que me pediste prestado cuando llegué aquí.
Graham cogió el libro y marcó una línea imaginaria con el dedo por la
cubierta de piel.
—Fue de tu padre.
—Tengo otros libros de él —Aunque ninguno que valorara más, algo
que Graham ya sabía— Iba a dártelo anteayer pero las noticias sobre la
señorita Whitlow hicieron que me olvidara.
Él asintió.
—Recuerdo cuando te lo devolví. Te dije que creía que los
argumentos de Macchiavello estaban equivocados.
—Y yo te recalqué que no se discute con un maestro de filosofía. Sólo
se puede aceptar o rechazar sus ideas.
Él dejó cuidadosamente el libro.
—Tú las aceptabas y yo las rechazaba. Pensé que eras la mujer más
cabezota que había conocido en mi vida.
—Lo que pasa es que nunca te habías encontrado a nadie lo bastante
atrevido para discutir contigo —bromeó ella, pero Graham no le devolvió
la sonrisa. En vez de eso se dirigió con lentitud hacia las ventanas.
Sarah ya no soportaba más aquel comportamiento tan distante y tan
raro en él.
—Graham, ¿qué es lo que pasa?
Pasaron unos momentos en que pareció que él procesaba la pregunta
en su mente.
—Mi tío le ha dicho a su sastre que me hiciera un traje nuevo para el
baile.
—¿No te gusta el traje que ha encargado?
—Sí, está bien. Es azul y marrón, los colores que suelo llevar.
Él recorrió toda el aula, llegó al final, se giró y volvió atrás.
Sarah le bloqueó el camino.
—Graham, háblame.
Él se detuvo.
—Voy a renunciar a ganarle la apuesta a Blair.

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—¿Qué? —Sarah casi se atragantó con la palabra.


Graham se quedó con la mirada fija en un punto por encima del
hombro de ella.
—Esta mañana casi ha matado a otro hombre en un duelo. El señor
Fielder me ha llamado para que le ayudara.
—¿El hombre vivirá?
—Sí —Apretó los labios—. ¿Pero quién será el siguiente?
Sarah cruzó los brazos sobre el pecho, sintiendo como el frío le iba
entumeciendo los miembros.
—No puedes permitir que se lleve la victoria. No puedes permitirle
que su manera de actuar controle tu vida.
—Sarah —dijo él con una nota de irritación.
Ella se enfrentó con él.
—Es la verdad, ¿no? Los hombres no tienen porqué pelear.
Él no contestó, limitándose a desviar la mirada para fijarla en la
oscuridad que había más allá de las ventanas.
Sarah continuó.
—El señor Fielder vive al otro lado de la ciudad. ¿Por qué lo han
llamado primero a él y no a ti?
Los ojos de Graham se entrecerraron al darse la vuelta.
—Porque sabían que yo trabajaba para mi tío. Porque nadie entiende
que puedo practicar la medicina yo solo.
—Piensan en ti como el gerente de sir Edward y no como médico. Voy
a hacer una apuesta contigo. Apostaré a que si pierdes esta apuesta, sir
Edward te hará trabajar aún más que antes y nunca ejercerás la medicina.
Te pasarás la vida curando a los criados y a los mozos de almacén, y eso
no es nada comparado con la cantidad de gente que podrías ayudar. Serás
poco más que un esclavo sometido a los caprichos de tu tío.
—A veces me pregunto, Sarah, qué es lo que estoy haciendo aquí.
Habría sido mucho mejor que me quedara en Kirriemuir —dijo él
refiriéndose al pueblo que había dejado atrás hacía tantos años
persiguiendo su sueño de convertirse en médico.
—¿Y qué hubieras hecho? —le preguntó ella sin ninguna clase de
compasión. Agitó las manos delante de la cara de él—. ¿Eres el mismo
hombre que me informó el primer día que llegué aquí que estudiabas para
ser el médico más bueno de Escocia? Tenías un objetivo, Graham, y
lamento ver como gente tan egoísta como tu tío y Blair te lo están
arrebatando.
Él la miró a los ojos.
—Me lo he arrebatado yo mismo. Fui un estúpido…
—Fuiste orgulloso —le corrigió ella—. No hay nada malo en el orgullo,
a menos que esté fuera de lugar como en el caso de Blair —Le cogió la
mano y se la apretó con fuerza, intentando transmitirle su fe, su confianza
en él—. Mi padre me dijo una vez que las cosas pasan por alguna razón —

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CATHY MAXWELL UN HOMBRE QUE SABE BAILAR

Le había dicho aquellas palabras cuando Gerald la había abandonado—.


No puedes volver atrás y deshacer el pasado, Graham. Tu única
alternativa es ganar esta apuesta. Así que detendrás a Blair y harás que tu
vida sea como siempre has dicho que sería.
Él trazó una línea con el pulgar a lo largo de la mano de Sarah que
cubría la suya.
—¿Y qué pasa si ya no estoy seguro de lo que quiero? —le preguntó
con un tono mesurado e introspectivo.
Algo en aquel tono hizo que el corazón de Sarah diera un salto y
empezara a latir a toda velocidad. Bajó la mirada hacia donde el pulgar de
él todavía le acariciaba la mano. Sus dedos eran largos y sus manos
fuertes. El deseo la invadió, un deseo que se negó a reconocer.
Graham era su amigo.
—Empecemos con la lección —dijo ella apartándose. Su voz le sonó
ronca y sin aliento. Se preguntó si él lo había notado.
Graham asintió, dejando caer la mano.
—Esta noche llevas puestas las gafas —observó él, como si fuera la
primera vez que la mirara desde que había entrado en el aula.
A ella se le había olvidado que las llevaba.
—Bueno, entre nosotros no tenemos por qué fingir.
—No —admitió él—. ¿Empezamos? —No parecía nada entusiasmado.
—Esta noche lo conseguiremos —le prometió ella—. Ven aquí, tengo
un plan. He estado pensando en ello —Le hizo ponerse en medio de la
habitación y le dio la espalda—. Coloca las manos en mi cintura.
—¿Por qué?
Ella alzó los ojos para mirarle.
—Porque soy la profesora —Su réplica le ganó una sonrisa de él—.
Porque —explicó con paciencia— oigo de verdad la música. Tú también la
oyes pero necesitas entrenarte para captar el ritmo. Lo oirás a través de
mí. Cuando yo me mueva, tú te mueves. Y mañana por la noche cuando
bailes con la señorita Whitlow, finge que estoy de pie delante de ti —No
pudo evitar añadir con una pequeña sonrisa—. Puedes cometer uno o dos
errores, pero a los hombres se les perdonan esas cosas.
—¿Incluso aunque pisoteen a su pareja?
—Depende de su pericia en otras áreas.
—Ah —dijo él sabiamente y Sarah oyó la risa en su voz. La melancolía
que le había invadido al entrar en el aula había desaparecido. Por
supuesto que ella era muy consciente de lo muy cerca que estaban el uno
del otro y del peso de sus manos en la cintura.
Se preguntó si Graham era tan consciente como ella de su
proximidad. Obligando a sus pensamientos a concentrarse en lo que
estaban haciendo, tarareó algunos compases para entrar en situación, le
recordó que empezara el baile con el pie derecho y contó:
—Un… Dos… Tres —Y empezó a bailar.

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CATHY MAXWELL UN HOMBRE QUE SABE BAILAR

Y fue un desastre.
Las caderas de Graham chocaron contra las suyas de la forma más
íntima posible. Estaba dando los pasos tan largos que casi la hace
tropezar. Fue una comedia de equivocaciones.
Graham y Sarah se apartaron como si fueran los mismos polos de dos
imanes que se repelían. Durante un segundo se quedaron mirándose
aturdidos antes de estallar en carcajadas y doblarse por la risa. Se reían
con tanta fuerza que tuvieron que sostenerse el uno al otro.
Ella consiguió hacerle callar temiendo despertar a toda la casa.
—¿Lo intentamos otra vez? —preguntó él cuando pudo volver a
respirar con normalidad—. Creo que casi lo tengo.
Sarah sofocó los hipos por la risa llevándose la mano a la boca e
intentó ponerse seria.
—Sí, vamos a intentarlo otra vez, y ya verás como va bien —Se secó
las lágrimas de los ojos—. Lo mismo, pero no de la misma forma.
Las horquillas se le habían soltado entre el baile y las risas. Con
movimientos eficientes, se recogió el pelo y empezó a trenzarlo.
—No, déjatelo así —le dijo él—. Ya te dije anoche que me gusta
suelto. Tienes un pelo precioso, Sarah.
El cumplido la dejó sin aliento. La atmósfera del cuarto pareció
volverse íntima, muy íntima. A Sarah le dio miedo darle un sentido a
aquello donde no había ninguno y decidió que la mejor manera de
manejar el asunto era actuar como si todo fuera normal… aunque el
corazón le galopara en el pecho.
Se puso de espaldas.
—¿Listo? —Era la única palabra capaz de pronunciar con voz firme.
Él se puso tras ella, quedándose tan cerca que notó el calor que
irradiaba su cuerpo. Esta vez, Graham le colocó las manos en la cintura
con una seguridad muy masculina… pero Sarah no se apartó.
—Uno… Dos… Tres —dijo ella y empezó a tararear, casi
atragantándose con la melodía cuando sus nalgas se movieron
sugestivamente contra la entrepierna de él. Sarah no era ninguna ingenua
colegiala que no comprendía lo que pasaba entre hombres y mujeres.
Graham estaba muy excitado.
Y ella también.
Los dos se movieron, esta vez en armonía. Un paso a la derecha, un
paso a la izquierda.
—Ahora el “chassis” —susurró ella.
—¿Quieres decir el “salto con un pie”? —preguntó él
sorprendentemente cerca de su oído. El sonido de su voz vibró en todas
sus terminaciones nerviosas.
Sarah no confió en sí misma para contestar. En vez de intentarlo dejó
de pensar por completo. Se permitió relajarse en sus brazos y durante
algunos momentos fingió que eran más que amigos.

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CATHY MAXWELL UN HOMBRE QUE SABE BAILAR

Se movieron como si fueran uno, realizando las serie entera de pasos


cuatro veces antes de que ella se diera cuenta que había estado tan
perdida en su proximidad que había dejado de tararear.
Y a pesar de ello estaban bailando a un ritmo perfecto.
Graham dejó de bailar, pero aún así siguió sujetándola. Ella no se
atrevió ni a respirar para que no se disipara la magia de aquel momento.
Cerró los ojos, recordándose que Graham estaba aprendiendo a bailar
para otra mujer. Graham era su amigo. Graham era el hombre que
amaba…
Sarah se giró, se estiró hacia él y cedió a un momento repentino de
locura. Lo besó.
Y él le devolvió el beso. Sin vacilar. Como si hubiera estado pensando
en lo mismo que ella.
Los labios de él se posaron sobre los de Sarah. La boca de Graham.
Su maravillosa, maravillosa boca. Ella no había recibido muchos besos en
su vida, pero los besos de él eran tan naturales como respirar así que no
necesitaba instrucciones. Ni lecciones. Lo único que tenía que hacer era
escuchar a su corazón.
Con la lengua le acarició la de ella y se acercó más, deseando más.
Deseando, deseando, deseando.
—Sarah —dijo él, susurrando su nombre en un suspiro, como si fuera
una bendición. La besó en los ojos, en las mejillas, en los labios.
Aquellas manos firmes y competentes recorrieron su caja torácica,
subiendo hasta rodearle los pechos con las palmas y deslizando los
pulgares por la sensible piel que dejaba ver el corpiño.
—He estado deseando tocarte aquí desde la otra noche en el salón de
baile —le dijo acariciándole el oído con su aliento.
Sarah se derritió en sus brazos al oír aquellas palabras. La volvió a
besar en la boca. Graham empezó a moverse, llevándola con él poco a
poco hacia atrás, hacia la puerta que daba a sus habitaciones privadas.
Ella le rodeó el cuello con los brazos, aferrándose a él y sin querer
separarse jamás. La detuvo el marco de la puerta que le golpeó la
espalda.
—Sarah —susurró él y la abrazó con más fuerza, levantándola
ligeramente para que encajaran a la perfección. Con una mano le sostuvo
el trasero y con la otra fue recorriéndole el muslo, alzándole las faldas.
Sarah se perdió en aquellos besos y cuando sintió que le acariciaba la piel
desnuda de la pierna, por encima de la ligas, lo sintió bien y apropiado.
Abrió las piernas, forzada por el ardor y la necesidad. Su cerebro ya
había abandonado todo sentido común. En vez de eso, estaba sobrecogida
por la pasión. Ahora comprendía por qué cantaban los poetas sus
alabanzas y por qué padres y madres sobreprotectores advertían a sus
hijas. La pasión entumecía la mente y enardecía el alma. Por primera vez
en su vida se sentía intensamente viva… y necesitada, era una necesidad

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CATHY MAXWELL UN HOMBRE QUE SABE BAILAR

tan terrible y anhelante.


El beso se hizo más profundo. Graham empezó a frotarse contra ella
íntimamente, y un ansia desesperada la invadió. Las manos masculinas
volvieron a sus pechos. Los pezones se le hincharon y se pusieron duros
apretando el suave material del corpiño. Él deslizó la mano bajo la blusa y
ella gritó por el placer de la caricia.
Sarah tiró de los botones del chaleco, necesitando deshacerse de las
barreras que había entre ellos. Era un baile de pasión, uno que nunca
había bailado, pero que conocía los pasos en el corazón.
Y en ese momento, Graham se separó y apoyó las manos en el marco
de la puerta, por encima de su cabeza.
—Dios santo, ¿qué estamos haciendo?
Aquella pregunta fue como una zambullida en agua helada. Todos sus
sentidos volvieron y ella se vio tal como estaba, apoyada en el marco de la
puerta con las faldas alrededor de las rodillas y los pechos desbordándose
del corpiño.
Graham se esforzó en recuperar el control. La besó en la frente y
encima de la cabeza con la respiración entrecortada.
—Perdóname, Sarah. Yo…
La soltó y dio un paso atrás. El pelo oscuro se le había soltado de la
cola y lo llevaba suelto hasta los hombros. Se lo apartó de la cara. Los ojos
le brillaban de preocupación.
Sarah no se movió del sitio, se enderezó el corpiño y dejó caer las
faldas sacudiéndolas. La culpa se alzó entre ellos densa y abrasadora.
Graham se giró y caminó dentro del aula. Una vez en el centro, se
detuvo con las manos en las caderas.
—Lamento…
Ella le interrumpió.
—Por favor, no pidas perdón. Yo he participado voluntariamente al
igual que tú.
Él se dio la vuelta.
—¿Cómo ha podido pasar esto entre nosotros? Somos amigos —
Afirmó como si necesitara una ratificación.
—Ha sido el baile —contestó ella con voz tensa—. Hace que la gente
se comporte así.
Los labios de Graham se torcieron en una mueca escéptica.
—¿Todo esto ha sido consecuencia del baile?
Ella le echó una mirada. Él estaba de pie rígido y taciturno, su postura
era todo menos la de un amante complacido con su proceder, y de
repente se vio a sí misma en el borde de un profundo precipicio. Un paso
más y…
—Creo que será mejor que te vayas —dijo ella con voz tenue.
En lo más profundo de su corazón, quería que Graham le llevara la
contraria.

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Y sabía que no iba a hacerlo.


Sin una palabra, él se fue.
Sarah se dejó caer al suelo poco a poco. El bigote le había quemado
la piel. El cuerpo todavía le ardía. Inclinó la cabeza y lloró.

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Capítulo 7

El día siguiente fue el más largo de la vida de Sarah. No había


dormido bien la noche anterior después que Graham saliera del cuarto y
hoy no podía concentrarse en ninguna tarea por más sencilla que fuera.
Era como si no se conociera a sí misma en absoluto.
Las gemelas y los sirvientes de toda la casa estaban entusiasmados
con la apuesta y el baile de la noche. Las niñas se movían nerviosas sin
poder estarse quietas y Sarah tuvo que hacer un esfuerzo para darles
clase y contestar a sus numerosas preguntas sin tirarse de los pelos.
No vio a Graham, pero por casualidad oyó a Betty diciéndole a la
niñera en el pasillo que él estaba en el almacén examinando los libros de
contabilidad.
—¿Es verdad que la hija del comandante de la Guarnición le buscó
ayer durante su paseo a caballo? —preguntó la niñera.
—Todo el mundo lo dice —contestó Betty—. Ella volvió atrás. Claro
que él es el tipo de hombre que hace que las mujeres se giren para
mirarlo —dijo con un suspiro.
—Espero que así sea —dijo la niñera—. Me gustaría que el joven señor
Brock lo consiguiera y de paso ganar un poquito de dinero.
Las dos se echaron a reír y continuaron con sus quehaceres. Sarah se
abrazó a sí misma por la cintura. La señorita Whitlow no era ninguna
tonta. Había reconocido en Graham un hombre valioso para contraer
matrimonio. Sarah sabía que ella no le dejaría escapar, supiera bailar o no.
Huyó a su habitación una vez que las gemelas acabaron con sus
clases, cerró las cortinas y se sentó en la oscuridad como si estuviera de
luto. Pronto, todo habría terminado. Pronto, Graham se marcharía, y tal
como había hecho hacía años cuando su pretendiente la había
abandonado, pondría los recuerdos de Graham en un rincón.
Sonó un golpe en la puerta. Eran las gemelas. Su comportamiento al
entrar fue el de unas damitas perfectas, pero sus ojos brillaban de
entusiasmo.
—Hemos visto a Graham vestido con el traje nuevo —dijo Janet.
—Está muy guapo —asintió Jean.
—Y va a ganar la apuesta —añadió Janet con convicción—. La niñera
dice que sí.
—¿Y qué pasa con vuestro hermano? —preguntó Sarah con
curiosidad.
Janet alzó los ojos al techo.
—Blair es apuesto, pero Graham tiene buen corazón.

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—Sí, Graham tiene buen corazón —hizo eco su gemela—. Y siempre


tiene tiempo para nosotras. A Blair le irritamos.
—Además —continuó Janet con gran autoridad—, todo el mundo sabe
que la señorita Whitlow siente predilección por Graham. Incluso nuestro
padre. Le oímos gritar a Blair en la biblioteca que ha de ser mejor que su
primo. El comandante de la guarnición ha estado haciendo preguntas
sobre las perspectivas de futuro que tiene Graham.
—Oh —Fue lo único que pudo decir Sarah ante el nudo que se le
había formado en la garganta.
—¿Va a venir a ver como Graham se va al baile? —preguntó Jean—.
Nosotras iremos a mirar por la ventana del dormitorio.
—Um, no, gracias, niñas. He de leer un poco. No me siento bien.
Aceptaron sus excusas con la naturalidad propia de los niños y
salieron corriendo, no fueran a perderse la oportunidad de ver como su
primo partía hacia el baile.
Sarah se quedó quieta y sola, notando el paso del tiempo por el latido
de su corazón. Cerró los ojos y recordó con todo detalle el sabor del beso
de Graham, el calor de su piel.
La necesidad la inundó. Anhelando, deseando.
Soledad.
De repente Sarah no quiso que él se fuera sin verlo una última vez.
Corrió hacia la puerta, abriéndola de golpe y yendo con rapidez a la
habitación infantil.
Ya vestidas con los camisones blancos de algodón y sentadas en la
mesa, las gemelas levantaron la mirada con sorpresa. La niñera les daba
el vaso de leche caliente antes de meterlas en la cama.
—Que bien que haya venido, señorita Ambrose —le dijo la niñera—.
Puede vigilar a las niñas un momento mientras bajo la bandeja.
Sarah no dijo nada, pero fue hacia la ventana. Las largas sombras del
crepúsculo cubrían la calle. Las luces de las farolas, brillaban como
pequeñas joyas en torno al muelle y a la proa de los barcos. Las puertas
del almacén estaban cerradas a cal y canto.
No había nadie por la calle. Todos se habían ido. Todo se había
acabado.
—¿Ocurre algo? —preguntó la niñera.
Sarah se dio la vuelta.
—No, nada —recordó que la niñera le había pedido que vigilara a las
gemelas y añadió—: Sí, me quedaré con las niñas.
La niñera le dirigió una mirada preocupada, pero salió del cuarto para
hacer el recado. Sarah miró otra vez por la ventana.
—¿Estaba buscando a Graham? —le preguntó Janet. Tanto ella como
Jean se habían levantado de la mesa y se habían puesto a su lado sin que
ella se hubiera dado cuenta.
Su primera reacción fue negarlo… pero la honestidad prevaleció.

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—Dijisteis que estaba tan apuesto, que quise verlo —Se obligó a
sonreír.
La cara de Jean se puso triste.
—Ha llegado tarde. Ya se ha ido. Blair también estaba guapo. Incluso
padre tenía mejor aspecto. Se ha comprado una peluca nueva. Blair
también.
—Entonces siento no haberlos visto —dijo Sarah. Les pasó una mano
por el brillante pelo rojizo y luego les dio un beso a cada una—. Vamos.
Será mejor que os metáis en la cama antes de que vuelva la niñera,
¿verdad?
—De acuerdo —contestaron las dos al unísono y corrieron a la cama
para ver quién era la primera en acostarse bajo las mantas.
Sarah las siguió, incapaz de hablar. Echaba de menos a Graham. Él
iría al baile y conquistaría a la señorita Whitlow tal como Sarah había
predicho… y el mundo para ella seguiría como antes. Besando a los hijos
de otras personas. Vivienda en casas de otros. Durmiendo sola en una
cama fría…
—¿Señorita Ambrose?
—¿Sí, Janet? —contestó, distraída.
—Si tanto le gusta Graham como para estar triste, ¿por qué no le ha
impedido ir al baile?
Sarah no supo que decir.
—Bueno, porque… él —calló un momento—. Porque él tenía que ir a
encontrarse con la señorita Whitlow.
—Pero él también parecía que estaba triste —dijo Jean—. Janet y yo
estamos convencidas. Se quedó mirando su ventana como si deseara que
estuviera usted allí para despedirse.
—¿Eso hizo? —Sarah encontró aquella información muy reveladora.
La enfermera, que había regresado, se rió desde la puerta.
—Venga a la cama —Le echó una ojeada a Sarah—. Son dos
pequeñas casamenteras. Siempre han creído que usted y el señor McNab
hacían una hermosa pareja.
—Son amigos —corrigió Jean.
—Sí, amigos —dijo la niñera jovialmente, acariciando la cabeza de la
niña.
—A los amigos se les puede amar —sentenció Janet.
—Ach, ella es mucho mayor que él —contestó la niñera de modo
significativo.
Jean alzó los ojos al techo.
—A Graham no le importa su edad.
Janet mostró su acuerdo asintiendo con la cabeza, entusiasmada.
—Graham ama a la señorita Ambrose.
La niñera desdeñó aquellos comentarios pero Sarah ya no escuchaba
lo que decían.

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CATHY MAXWELL UN HOMBRE QUE SABE BAILAR

Estaba aturdida, era como si le hubieran quitado la venda de los ojos.


—¿De verdad crees que me ama? —no se lo preguntó a nadie en
particular. Durante años, Graham y ella habían hablado, se habían reído y
habían disfrutado de la compañía del otro. Ahora comprendía que durante
este tiempo había habido algo más que amistad.
Jean y Janet dieron un bote hasta quedar sentadas en las camas.
—Sí, él sólo piensa en usted —dijo Janet. Jean soltó una risita
asintiendo.
¡Y Sarah lo amaba!
La verdad resonó en su interior.
Amaba a Graham McNab, siempre le había amado, aunque no hubiera
reconocido el hecho. No era extraño que se hubiera sentido desanimada
con el cortejo a otra mujer. Anoche, sus lágrimas no habían sido por nada.
Su cuerpo sabía lo que su mente no había entendido.
Se llevó los dedos a los labios, recordando el beso, el deseo, la pasión
entre ellos… y él había mirado su ventana. Había querido que ella
estuviera allí.
—¿Creéis de verdad que me ama? —les preguntó a las niñas.
—Oh, señorita Ambrose, no puede hacer mucho caso a lo que ellas
digan… —empezó a decir la niñera, pero acabó hablándole al aire.
Sarah no había esperado a tener una respuesta. En su corazón sabía
la verdad, aunque Graham, como ella misma, aún no la hubiera visto.
Pero tenía que abordarlo primero. Tenía que detenerlo antes que
bailara con la señorita Whitlow. Tenía que decirle que le amaba.
Salió del aula hacia su habitación. Con rapidez se cambió y se puso el
vestido azul. Aunque una vez había sido traicionada por el amor, ahora,
contra todo sentido común, iba a arriesgarlo todo por amor.
Salió de la habitación y minutos más tarde había salido a la calle y se
dirigía al baile.

La casa del comandante de la guarnición estaba a varias manzanas


de la de sir Edward. Tardó menos de media hora en recorrer la distancia
usando varios atajos que las gemelas y ella conocían. La oscuridad se
había adueñado de la noche. El aire era aterciopelado y suave. La noche
perfecta para un baile.
La fiesta estaba abarrotada y todavía iba llegando gente. Sarah
adelantó la línea de carruajes que se dirigían a la puerta principal. Un
caballero que estaba en los escalones que conducían a la casa anunció a
los que iban detrás de él que las cosas se moverían con más agilidad
ahora que el recibimiento a los invitados se había suspendido para que la
señorita Whitlow pudiera inaugurar el primer baile.
Sarah se abrió camino con audacia entre los que esperaban en las
escaleras, se unió a un grupo de invitados y se escabulló por la puerta

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CATHY MAXWELL UN HOMBRE QUE SABE BAILAR

principal. Una vez dentro, se movió con los demás hacia el salón de baile.
Los músicos estaban calentando y afinando las cuerdas.
A causa del objetivo del baile, las conversaciones que iba oyendo
Sarah al pasar entre los otros invitados se referían a los caballeros que
había en el salón. Cada vez que alguien mencionaba la altura de un
hombre, el corazón le daba un vuelco temiendo que hablaran de Graham,
al que todavía no había visto.
Y en ese momento:
—Oh, mira, la señorita Whitlow está yendo con su pareja a la pista
para el primer baile —susurró una matrona a otra—. ¿Verdad que son una
pareja muy atractiva?
Los abanicos se movieron con rapidez.
—Él es el más atractivo de todos.
Sarah se detuvo de golpe. Había llegado demasiado tarde. Graham ya
había llevado a la señorita Whitlow a la pista de baile. De todos modos,
volvió a avanzar, empujando a los demás. Tenía que verlo con sus propios
ojos. Le rompería el corazón ver como bailaba con otra mujer, pero no
podía pararse. La música empezó, y los acordes sonaron ahora dulces y
claros.
La melodía era para una cuadrilla. Su predicción había sido correcta.
Todos los ojos estaban puestos en la pareja que inauguraba el baile.
Un hombre corpulento y ancho de hombros impidió que Sarah pudiera ver
la pista de baile. Ella se movió. Él se movió. Se puso de puntillas pero el
hombre era demasiado grande. Por fin, frustrada, le dio un pellizco al
hombre, que dio un brinco y se apartó de su camino.
Ahora Sarah tenía una visión clara de la pista de baila y de la señorita
Whitlow… que bailaba con un oficial militar con peluca blanca.
No era Graham.
Con la mirada recorrió el salón. No lo veía. El corazón le latía con
pánico y alivio a la vez.
Hasta que vio a sir Edward. Blair, con su aspecto de matón, estaba a
al lado de su padre junto con sus compinches. La expresión bajo la peluca
blanca era peligrosa.
Sarah retrocedió y se mezcló con la muchedumbre antes de que
pudieran verla y la obligaran a irse. ¿Dónde estaba Graham?
Buscó en varios sitios —la librería, el comedor, la salita— pero no
estaba por ninguna parte. En aquellos momentos el baile estaba en todo
su apogeo. La gente iba moviéndose libremente por todas las estancias,
así que era posible que ella hubiera pasado cerca de Graham cien veces
sin haberse dado cuenta. En ningún momento lo había visto al lado de la
señorita Whitlow aunque Blair había sido su pareja en el segundo baile.
Algunas personas comentaron que era un hombre muy bien parecido. A
Sarah no podía importarle menos.
Al final, tuvo que admitir la derrota. Cuando vio que sir Edward se

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dirigía hacia ella para ir al comedor, comprendió que tenía que salir de allí
antes de que la descubrieran.
Una vez fuera, respiró el aire fresco de la noche y emprendió su
regreso a casa. El destino había decidido. Dudaba mucho que volviera a
reunir el coraje para admitir su amor. Quizás era lo mejor porque al menos
todavía conservaba el orgullo.
En la puerta se encontró con Bailey. El hombre había estado
disfrutando de una siestecita mientras esperaba a sir Edward. Ella le dio
las buenas noches, cogió una vela, y empezó a subir las escaleras.
Era mejor que todo hubiera acabado así, se dijo a sí misma. Se había
salvado de hacer el tonto… y a pesar de saberlo no se sintió mejor.
Todo estaba tranquilo en el cuarto infantil y el aula. Sus pasos no
hicieron ningún ruido en la gruesa moqueta. Abrió la puerta de su
habitación… y se detuvo en seco, sorprendida al ver una vela encendida.
Graham estaba allí.
Él se levantó de la silla en la que había estado sentado al entrar ella.
Durante un tiempo que parecieron años, se quedaron mirándose el uno al
otro.
Las gemelas habían tenido razón. El hombre era la imagen de la
perfección masculino con sus galas nuevas. El abrigo de terciopelo azul
marino y el encaje almidonado del cuello enfatizaban sus amplios hombros
y sus ojos color verde claro. No llevaba peluca como los demás, pero se
había recogido el cabello oscuro en una prolija cola atada con una cinta de
terciopelo negro.
—¿Dónde has estado? —le preguntó él.
—He ido a buscarte a casa del comandante de la guarnición.
—Me he marchado… antes del baile.
El corazón de Sarah empezó a latirle a un ritmo atronador.
—¿Por qué?
—Porque ella no es tú.
Las rodillas casi se le doblaron. Le daba miedo estar soñando aquellas
palabras.
—Pero Graham, ella es hermosa y yo soy más mayor que tú.
La maravillosa boca de Graham se suavizó con una sonrisa.
—Sarah —dijo él con suavidad, susurrando su nombre como una
bendición—. Nunca te he preguntado tu edad.
—Pero somos amigos.
—Sí… y seremos mejores amantes.
Su promesa derritió toda resistencia. Graham le cogió la mano.
—Te amo, Sarah. Quiero casarme contigo.

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Capítulo 8

Sarah no podía hablar. El sonido de su corazón era un eco de aquellas


palabras. Se llevó las manos a la boca, temiendo haber imaginado la
declaración de Graham de entre sus esperanzas y sus sueños secretos.
Él frunció el ceño.
—¿No tienes nada que decir?
Fue entonces cuando ella comprendió que él estaba tan inseguro de
los afectos de ella como ella lo había estado de los de él.
—Te amo. Te amo con todas mis fuerzas —juró ella con fervor.
Graham estuvo frente a ella en un parpadeo, atrayéndola hacia sus
brazos, y cubriéndole la cara de besos. Ella apartó la vela. Se imaginó a
los dos abrazándose y ella protegiendo a la vez la vela con una mano.
Empezó a reírse y él se apartó.
—¿Qué es tan gracioso?
Sarah apagó de un soplo la vela y cerró la puerta.
—Nada —Sin preocuparse de la cera, dejó la vela, con el soporte
incluido, derramando gotas por el suelo, y le devolvió un beso lleno de
pasión.
Ambos intentaron explicarse entre besos.
—He ido al baile… —dijo ella.
—Miré a la señorita Whitlow… no eras tú… te amo.
—Quería detenerte… quería decirte… —continuó Sarah.
De pronto él dejó de besarla y la miró.
—Entonces dímelo. Deja que te oiga decirlo, Sarah.
—Te amo.
—Otra vez.
Ella repitió las palabras, en voz más alta y más firme.
Graham le rodeó la cintura con los brazos y apretó con fuerza. Ella
también le abrazó y poco a poco comprendió que estaban bailando. Los
pasos eran cortos y los movimientos demasiado íntimos para una pista de
baile pública.
Fueron desplazándose hacia la cama.
Graham se detuvo, pero ella le empujó hacia atrás hasta que acabó
sentado en el borde de la cama. Sarah se quitó las gafas y las dejó en la
mesita de noche.
Este hombre amable, compasivo y valiente era suyo. Que el mundo
se ocupará de sí mismo. Ella había aprendido a amar otra vez, y esta
noche iba a darle su amor, todo su amor.
Levantando los brazos, empezó a quitarse las horquillas del cabello,
una tras otra.
Después se desacordonó la espalda del vestido.
Los labios de Graham se abrieron por la sorpresa antes de que su
boca se curvara con una amplia sonrisa. La acercó a él, quedando con los

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labios muy cerca de los pechos.


—¿Serás mi esposa? —le preguntó.
La realidad se entrometió.
—¿Y qué pasa con tu apuesta con sir Edward? ¿Serás feliz casado
conmigo y trabajando de contable? ¿Podrás dejar la medicina?
Graham la miró a los ojos.
—Mi vida continuará como hasta ahora. Dividiré mi tiempo entre los
intereses navieros de mi tío y la medicina. Puedo vivir con esto, pero no
puedo vivir sin ti.
La alegría y una ola de humilde gratitud la inundó.
—Mi corazón te pertenece —susurró ella.
—Lo cuidaré bien —prometió él. Le deslizó el vestido por los brazos.
Los pezones ya estaban duros por la expectación. Él le rodeó los pechos
con las manos.
—Mi esposa —susurró y besó los brotes duros.
En lo profundo de su ser, Sarah se sintió libre. Así era como tenía que
ser. Se inclinó hacia delante, ofreciéndose a él, a su hombre. Su esposo.
Graham la desnudó con rapidez, besando allí donde iba quitando la
ropa. Sarah tiró de la tela del cuello de él, deshizo el nudo y la apartó. Le
siguió la elegante chaqueta y la camisa de lino.
Pronto estuvieron los dos gloriosamente desnudos, y a pesar de ello
Sarah no sintió ninguna vergüenza. Así era como debía ser el amor.
Poniéndola en la cama de espaldas, él se colocó encima. Graham era
fuerte y duro en los sitios donde ella era suave y tierna.
La penetró.
Sarah había oído cuchicheos sobre el acto entre hombres y mujeres,
pero nada la había preparado para la sensación de consumación que sintió
cuando él se deslizó profundamente dentro de ella. Hubo un poco de
dolor. Otro signo de que estaban destinados el uno al otro.
Hicieron el amor. Graham empujó hacia delante, estirándola y
llenándola, antes de retirarse y empezar de nuevo. Cada embestida era
una experiencia nueva. Comprendió de que esto también era un baile, el
baile más maravilloso de todos.
Su propio cuerpo sabía lo que ella quería, lo que necesitaba. Le rodeó
con las piernas, sujetándolo y acercándolo. Se movieron juntos,
uniéndose, buscándose, necesitándose y luego, sin saber qué esperar, ella
descubrió la cima. Graham la había llevado hasta allí. Sarah se consumió
en el fuego. Gritó el nombre de él, incapaz de moverse, incapaz de hablar.
Y luego con tres embestidas lentas y profundas, Graham se unió a
ella. Su semilla la llenó y fueron uno.

Una llamada a la puerta despertó a Sarah. Se fue espabilando poco a


poco pero Graham se alzó apoyándose en los codos, totalmente alerta.
Era por la mañana. Muy temprano.
Los recuerdos de su noche juntos volvieron con rapidez. No se habían
dormido hasta que no estuvieron completamente saciados el uno del otro.
Los recuerdos hicieron que las mejillas de Sarah se cubrieran de rojo.

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CATHY MAXWELL UN HOMBRE QUE SABE BAILAR

Los golpes continuaron, pero Graham los ignoró. Lo que hizo fue
pasar el pulgar a lo largo de la línea de su sonrisa somnolienta.
—Buenos días.
—Buenos días —contestó ella susurrando.
—Hoy es un gran día.
Ella asintió.
—Y ha sido una gran noche —acabó él.
Ella lo abrazó con fuerza, deleitándose en la desnudez de ambos. Se
había convertido en una disoluta, una total disoluta. A lo largo de la noche
había descubierto en sí misma una criatura muy carnal. Graham y ella
eran unos amantes que se complementaban a la perfección.
—¡Señorita Ambrose! —Los golpes empezaron otra vez. Betty estaba
tocando a la puerta.
—Será mejor que contestes —le dijo Graham.
—Para decirle que se vaya.
—¿Señorita Ambrose? —llamó la criada otra vez.
—¿Qué pasa, Betty? —contestó Sarah, sonriendo al atrapar a Graham
con las piernas para impedir que saliera de la cama. Él le besó el pecho.
—¿Ha visto al señor McNab? —preguntó Betty—. Es una emergencia.
El señor Blair está en la sala. Se está muriendo. Desangrado. Hemos de
encontrarle.
Con un ágil movimiento, Graham se levantó de la cama y cogió los
pantalones de terciopelo. Sarah se sentó.
—Enseguida estará allá, Betty —anunció Sarah, mientras alargaba la
mano para buscar las gafas.
Se hizo un silencio.
—¿Él está “ahí”? —preguntó Betty—. ¿Con “usted”?
Graham se estaba poniendo la camisa y Sarah no vio ningún motivo
para contestar como se merecía tanto descaro.
—Sí. Teníamos una lección de baile.
Él pasó la cabeza por la apertura de la camisa, la miró a los ojos, y
sonrió antes de decir:
—Betty, ve a mi habitación y lleva a la sala mi maletín médico. Nos
encontraremos allá.
—Sí, señor McNab —contestó Betty. Ambos oyeron con toda claridad
el sonido de sus pasos cuando la criada se alejó corriendo por el pasillo.
—Debo ir —dijo Graham con serenidad. Se ató el pelo
descuidadamente con la cinta negra—. Más tarde le hablaré a mi tío sobre
nosotros. Primero permíteme que vea a Blair.
Ella asintió, pero luego se dio cuenta que no podía quedarse allí sin
hacer nada. Cuando él salió, se vistió con rapidez, se trenzó el pelo, y le
siguió.
Un reloj de la casa tocó las ocho. Sarah recordó que era domingo. La
niñera salió al pasillo todavía en camisón.

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CATHY MAXWELL UN HOMBRE QUE SABE BAILAR

—¿A qué vienen todos esos gritos? —le preguntó a Sarah.


—El señor Blair ha sufrido un accidente. Quédese con las niñas aquí
arriba.
—Sí, señorita Ambrose —dijo la niñera y cerró la puerta.
En la sala, Blair estaba tumbado en el mullido sofá de terciopelo con
los ojos cerrados y respirando con dificultad. Las cortinas todavía estaban
cerradas evitando que entrara la luz de la mañana y el rostro de Blair se
veía sorprendentemente pálido entre el oscuro mobiliario.
Sir Edward, que aún llevaba puesta la bata y el gorro de dormir
permanecía inmóvil al lado de su hijo junto con Bailey que sostenía una
vela en la mano. Bajo la suave luz de la vela brillaba la sangre fresca que
manchaba las manos de sir Edward.
Arrodillándose al lado del sofá, Graham aflojó la tela del cuello de
Blair.
—Que alguien levante la vela para poder ver mejor.
Cuando ni sir Edward ni Bailey parecieron capaces de moverse, Sarah
se acercó y mantuvo la vela en lo alto por encima de los hombros de
Graham. Betty trajo el maletín y lo colocó a los pies de Graham, después
retrocedió como si temiera contagiarse.
Graham sacó unas tijeras afiladas y cortó la camisa de Blair,
exponiendo la herida.
Blair se estremeció y abrió los ojos. Incluso Sarah vio que ya tenía
fiebre.
—¿Has venido a verme morir? —dijo Blair en voz muy baja.
Graham ignoró la puya.
—¿Qué ha pasado?
—Duelo… la señorita Whitlow. Un oficial de la guarnición… maldito
comandante.
Graham tocó con suavidad la profunda herida.
Blair ni siquiera se estremeció, estaba demasiado débil por la pérdida
de sangre. Aún así añadió:
—Mejor espadachín.
—Tienes suerte de estar vivo —dijo Graham con la mayor naturalidad.
—¿Puedes salvarle? —le preguntó sir Edward.
Sarah contuvo el aliento esperando la respuesta, tan preocupada
como el padre.
—Sí —la respuesta de Graham fue rotunda—. La fiebre es lo que más
nos ha de preocupar, pero Blair es fuerte. Creo que la vencerá.
Metió la mano en el maletín y sacó un estuche de cuero. Dentro había
una aguja larga e hilo grueso.
—Tío, prepara un brandy para Blair. Eso le aliviará mientras trabajo.
Sarah, abre las cortinas. Aprovechemos toda la luz que haya.
Mientras ella hacía lo que Graham le había pedido, sir Edward fue al
mueble de los licores. Sarah advirtió que llenaba dos copas, una para Blair

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CATHY MAXWELL UN HOMBRE QUE SABE BAILAR

y otra para él mismo.


Después de abrir las cortinas volvió junto a Graham, maravillándose
de su calma. A ella le temblaban las manos.
—¿Todavía necesitas las velas?.
—Sí —Enhebró la aguja. Sir Edward se bebió su copa y ofreció la otra
a Blair.
Blair la ignoró. En cambio, agarró la muñeca de Graham con una
fuerza sorprendente.
—¿Podré volver a usar el brazo?
—Podrás usarlo para escribir o trabajar. No soportará tu pasatiempo
de ir dando tajos a los demás.
Blair se bebió de un golpe la copa de brandy e hizo señas a su padre
para que trajera la botella. Graham empezó a trabajar.
Sarah sostuvo en alto la vela y se quedó al lado de Graham. Él tenía
en verdad un don para curar. Cuando acabó, la herida de Blair era poco
más que una línea impecable de costura. Graham le aconsejó a ella que
volviera arriba.
—Dejaremos a Blair donde está debido a la pérdida de sangre. Me
quedaré con él.
Sir Edward pareció aliviado al verse liberado, pero al atardecer Sarah
le vio caminar de arriba a abajo en el pasillo, por delante de la puerta de
la sala. Por primera vez se compadeció del hombre. Blair era su esperanza
y sueño para el futuro. No sabía lo que haría él si su hijo muriera.
Las gemelas rezaron por su hermano y por la noche, Sarah las
acompañó abajo para llevarlas junto a su padre. A través de la
preocupación mutua por Blair, Sarah observó que un vínculo que no había
existido antes empezó a formarse entre padre e hijas.
Durante tres días, Blair luchó contra la fiebre. Graham se quedó con
él durante todo el tiempo. En cierta ocasión, Sarah oyó susurrar que
Graham casi había perdido a su paciente y que había luchado con uñas y
dientes para traerlo de vuelta de entre los muertos.
La leyenda de las habilidades de Graham para curar aumentó.
Por fin, Blair se recuperó. Sir Edward anunció un día de fiesta. Tacaño
como era antes, les pagó a todos los criados y mozos de almacén salarios
dobles en honor a la recuperación de su hijo.
Y por fin, Graham fue libre para volver con ella. Sarah estaba en el
aula con las gemelas, y sintió su presencia incluso antes de verlo. Él
estaba de pie en la puerta. Durante un largo momento se miraron el uno
al otro sin hacer caso de las risitas de las gemelas. Él parecía cansado
pero feliz. La cogió de la mano.
—Ven, hemos de hablar con mi tío.
Sir Edward se reunió con ellos en la biblioteca.
—Graham, ¿Hay algo importante que quieras decirme? —Su mirada
se desvió hacia donde Graham todavía tenía a Sarah cogida de la mano—.

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CATHY MAXWELL UN HOMBRE QUE SABE BAILAR

Así que por ahí es por donde sopla el viento.


Graham asintió.
—La señorita Ambrose me ha hecho el honor de aceptar mi propuesta
de matrimonio. La apuesta ha acabado, tío. La señorita Whitlow se casará
con un oficial que está bajo las órdenes de su padre. Soy libre para irme.
Sir Edward se hundió poco a poco en una silla.
—¿Crees que puedes enseñarle a Blair todo lo que sabes del negocio?
—Sólo si él quiere aprender.
Su tío asintió. Luego fue hacia un pequeño cofre que estaba sobre su
escritorio. Abriéndolo, sacó diez monedas de oro.
—Esto es tuyo, Graham. Son los honorarios que te debo por salvar la
vida de mi hijo.
Graham vaciló. Sarah sabía que no le parecía bien aceptar dinero por
salvar la vida de su primo, pero ella no tenía aquellos escrúpulos. No había
ninguna duda que sir Edward le debía eso y mucho más por haber sido su
gerente.
—Me casaría contigo aunque no tuvieras ni un penique —dijo ella—,
pero esto te ayudará a establecerte como médico y poner un consultorio.
—Eres un hombre afortunado —dijo sir Edward. Hizo una pausa—. No
hay ninguna manera de convencerte para que dejes la medicina y vuelvas
a mi empresa, ¿verdad?
—No —Graham y Sarah contestaron a la vez y luego se echaron a
reír.
—Me lo suponía —Al dar la vuelta al escritorio vio la invitación del
comandante de la guarnición entre algunos papeles. Sacó la tarjeta—. ¿Al
final aprendiste a bailar? —le preguntó a Graham—. ¿Podrías haber
ganado? Blair se temía que sí.
Graham le cogió la invitación a su tío.
—Aprendí a bailar muy bien —le dio la invitación a Sarah y, juntos,
salieron de la estancia.

Graham y Sarah se casaron cuatro semanas más tarde. El cielo


estaba azul, el verano casi había llegado, y todo Edimburgo pareció
alegrarse de su felicidad.
Se establecieron y pusieron el consultorio no muy lejos del muelle
donde estaba la casa de sir Edward, por lo que ella vio a menudo a las
gemelas. Dos años más tarde, Sarah dio a luz a su primer hijo. Fue un
momento maravilloso para ambos. El mismo Graham ayudó a nacer al
bebé.
La vida fue buena y generosa para Sarah y Graham pero ninguno de
los dos olvidó lo que de verdad era importante en la vida. Muchas de las
visitas que recibían comentaban la invitación de papel para un baile en
Edimburgo enmarcada y colgada de la pared como si de una excelente

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CATHY MAXWELL UN HOMBRE QUE SABE BAILAR

pintura se tratara.
En el encabezamiento estaba impreso, Un hombre que sabe bailar,
sabe hacerlo todo bien.
Pero más abajo, había unas palabras escritas a mano: Pero un
hombre de corazón leal es el mejor bailarín de todos.

***

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CATHY MAXWELL UN HOMBRE QUE SABE BAILAR

RESEÑA BIBLIOGRÁFICA

CATHY MAXWELL
Cathy Maxwell se crió en Olathe, Kansas. Y como buena oriunda se
considera terca, leal e independiente (aunque sigue siendo muy crédula y
cae en todas las bromas que le hagas).
Considera que lo más peligroso que ha hecho en la vida ha sido
casarse al mes de conocer a su gran amor, Kevin (la hacía reír y estaba tan
guapo de uniforme…). Fue un buen matrimonio que duró veinticinco
años, lleno de risas y de respeto.
Cathy pasó seis años en la armada, trabajó en el pentágono,
colaboró con la inteligencia naval, dirigió una fábrica de relojes, fue
locutora local e incluso se dedicó a hacer trajes para el teatro local.
Directora, sastre, soldado, espía…
Empezó a escribir romance porque siempre había querido escribir un libro, y mientras
leía Fierce edén de Jennifer Blake supo que ese era el estilo que quería seguir. Piensa que lo
más importante de una novela son los caracteres de sus personajes, y así como un personaje
principal puede llevar en algún momento una trama débil, un personaje secundario jamás
puede llevar una trama importante.
Ahora vive en Virginia y se ha adaptado muy bien a la forma de vivir del sur (aunque
nunca será una buena cocinera). En este momento su familia la componen sus hijos, dos
perros, dos caballos y un gato. Lo que hace que tenga una vida muy ocupada.

UN HOMBRE QUE SABE BAILAR


La chispa de la juventud, la emoción del deseo.
Una institutriz enseña a un joven erudito el arte del cortejo… y sin pretenderlo se
enamora del encanto recién descubierto de su alumno.
Al mismo tiempo que empieza a recibir lecciones de una institutriz encantadora y
absolutamente fascinante, empieza también a cambiar de opinión sobre con quién quiere
casarse en realidad.
Cathy Maxwell nos regala un romance de la regencia escocesa sobre un joven que tiene
que aprender a bailar para conseguir la mano de la belleza de la ciudad.

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CATHY MAXWELL UN HOMBRE QUE SABE BAILAR

© 2001Cathy Maxwell
Título original: A Man Who Can Dance
En la antología In praise of younger men
Editorial original: Signet Books
ISBN original: 0451203801

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