La paz en Colombia fue una mera “exploración” durante años. Los
diálogos/negociaciones de paz entre el gobierno Colombiano encabezado por el presidente Juan Manuel Santos y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia - Ejército del Pueblo (FARC-EP), también conocidos como proceso de paz en Colombia fueron las conversaciones que se llevaron a cabo entre el Gobierno de Colombia (en representación del Estado) y la guerrilla de las FARC. Estos diálogos tuvieron lugar en Oslo y en La Habana. “En el marco del encuentro exploratorio que se desarrolló en La Habana entre el Gobierno nacional y las FARC-EP con el ánimo de explorar la posibilidad de poner fin al conflicto armado interno en Colombia, el Gobierno identificó los siguientes puntos en la discusión, que podrían constituir una fórmula para la terminación del conflicto". Así comienza el primer documento de esa fase de las negociaciones, que de manera informal habían arrancado en 2010 y desembocaron en la firma de los acuerdos de paz en 2016. Durante el gobierno de Uribe, el entonces comisionado de Paz, Frank Pearl, en representación del gobierno buscó negociar reservadamente con las FARC (entre otros funcionarios del gobierno) y bajo condiciones similares a las actuales: sin cese al fuego e incluso desmilitarizando territorio colombiano (lo que se conoce como zonas de distensión). No obstante, a causa de la entrega del cadáver de Julián Ernesto Guevara, quien falleció en retención por la guerrilla, los acercamientos de ese gobierno con la insurgencia quedaron estancados hasta la llegada de Juan Manuel Santos a la presidencia de Colombia. Durante el año 2011, tras varias presiones el presidente Santos manifestó a la guerrilla su intención de retomar las discusiones lo cual derivó en una serie de comunicaciones secretadas por medio de recados entre la subversión y el gobierno. Dichos enlaces dieron lugar al establecimiento de reuniones presenciales en Cuba. Tras varias escenas de discusión, las partes optaron por la elaboración de una agenda. Por parte del Ejecutivo de Juan Manuel Santos acudieron a La Habana, entre otros, Sergio Jaramillo, Frank Pearl y Enrique Santos. La organización insurgente envió a un grupo en el que figuraban Mauricio Jaramillo, El Médico, Marcos Calarcá y Ricardo Téllez. El gobierno y las FARC designaron a Cuba y Noruega como países garantes, a Cuba, por haber sido la sede de los primeros encuentros y a Noruega por ser un país con tradición en temas de resolución de conflictos. El Estado colombiano, que prometió mantener las condiciones de confidencialidad, propuso cinco asuntos de discusión: el desarrollo agrario y la pobreza rural; la participación política; el desarme, la desmovilización y la incorporación a la vida civil de los combatientes; la seguridad; y la verdad, justicia, reparación con garantías de no repetición. Las FARC presentaron un folio con 12 puntos de conversación, que incluían la protección de los derechos humanos, la explotación de los recursos naturales y distintas reformas. Entre el 17 y el 19 de marzo de 2012 las dos partes volvieron a verse en la misma ciudad y pactaron una "hoja de ruta para la construcción de un acuerdo marco". En un tercer documento se fijaron los seis ejes centrales de los acuerdos, que, además de lo planteado inicialmente por el Gobierno, instaban a afrontar el problema de las drogas y el narcotráfico. Ese texto esbozaba también los mecanismos de acompañamiento, observación internacional y verificación, en las que resultaron clave Naciones Unidas y los países garantes, Cuba, Noruega, Chile y Venezuela. En medio quedan más de seis años de desencuentros, retrasos, obstáculos, tensiones políticas, un referéndum que rechazó los acuerdos por la mínima, la modificación de lo pactado y finalmente la firma de la paz. Las FARC son hoy un partido político, la Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, y tienen garantizados 10 escaños en el Congreso durante dos legislaturas. Sus 13.003 guerrilleros se han desmovilizado, entregaron las armas y se encuentran en fase de reinserción en la sociedad.
Escenarios post conflicto para las partes
El conflicto armado en Colombia tiene sus inicios en el siglo XIX cuando por razones de rivalidad entre partidos políticos tradicionales, se desencadeno el surgimiento de una violencia que cada día fue creciendo, constituyendo un efecto devastador, bajo condiciones sociales de inequidad, desigualdad y falta de gobernabilidad. Los teóricos del post conflicto plantean este proceso dividiéndolos en dos grandes periodos. Al primero se le llama Estabilización, el cual se refiere a los 36 meses luego de la firma del acuerdo de paz. Se le da este nombre de estabilización pues durante estos tres años, el Estado tiene tres objetivos. Por un lado, reducir los indicadores de violencia y evitar el resurgimiento de nuevas olas de terror, por ende el modelo de seguridad es fundamental en este periodo de tiempo. En segundo lugar, se debe comenzar a trabajar con la población que durante años vivió bajo el control de un grupo armado ilegal o bajo contextos de economías ilegales, aquí de lo que se trata es de irlos sacando de este círculo de la ilegalidad. No se trata de resolver todos los problemas estructurales que los aquejan, pero sí de mostrarle que la paz trae cambios. Por ello las inversiones en estas zonas de conflicto son básicas. El tercer objetivo en este periodo de tiempo, y sobre todo en aquellos post conflictos que se desarrollan en medio de economías ilegales, se trata de evitar que otros actores crimínales copen el territorio del grupo con que se hizo la paz, o evitar la formación de organizaciones criminales en estas zonas. Luego de la estabilización, viene lo que se denomina la normalización, periodo que se refiere a tres objetivos centrales: 1. Las zonas que vivieron bajo la guerra deberán tener planes estables de mediado plazo para consolidar el Estado de derecho y consolidar la salida de actores criminales y economías ilegales. 2. En segundo lugar el modelo de Justicia Transicional deberá comenzar a dar resultados y se deberá consolidar el derecho a la garantía de No Repetición. 3. Se deberá estar avanzando en la implementación de acciones institucionales que mitiguen las causas estructurales que provocaron la violencia, ya sea el conflicto armado o la guerra civil.
Fallos, vacios e incumplimiento del acuerdo de Paz
El 24 de noviembre de 2016, el expresidente Juan Manuel Santos y el máximo líder del grupo insurgente, Rodrigo Londoño “Timochenko”, pusieron oficialmente fin a más de medio siglo de conflicto armado. Terminó efectivamente una guerra, alrededor de 13.000 combatientes se desmovilizaron, entregaron sus fusiles y se integraron en un partido político. Pero el sentido último de los acuerdos consistía en impulsar una transición profunda, una nueva etapa de convivencia que, al menos en el campo colombiano, sigue pendiente. A continuación, se nombran algunas consecuencias negativas y fallos de los mencionados acuerdos: Una carta privada de los embajadores de Suecia, Suiza y Noruega al Gobierno se convirtió en el prólogo del escándalo por los posibles malos manejos de los recursos de la paz. Desde ese día, los entes de control y los medios de comunicación han indagado sobre la manera como se han utilizado los dineros que debían servir para implementar el Acuerdo de La Habana. Aunque hay más dudas que certezas, el caso ya ha cobrado las cabezas de dos altos funcionarios: el secretario general de la Justicia Especial de Paz, Néstor Raúl Correa, y la directora del Fondo Colombia en Paz, Gloria Ospina. Hay quienes dicen que la campaña electoral arrancó desde el plebiscito que convocó el presidente Juan Manuel Santos para refrendar los acuerdos de La Habana, realizado en octubre de 2016. Desde ese entonces, la polarización y el encono de la oposición contra el Gobierno no han dado tregua. Se padeció en la puja electoral por el Congreso y ahora se siente con rigor en plena recta final de lucha por la primera magistratura del Estado, en la que se ve un país dividido entre quienes creen que se debe hacer trizas lo pactado, reformando algunos de los puntos centrales, y quienes consideran que se debe respetar la palabra empeñada. La realidad muestra que Santos logró concretar el Acuerdo de Paz con las Farc de hecho, se ganó el Nobel, pero no pudo unir al país. Terminada la larga y traumática fase de negociación en La Habana, el Acuerdo tuvo que enfrentarse a una hosca realidad política. La derrota en el plebiscito produjo un retraso y una falta de legitimidad que rápidamente hizo que las batallas de la mesa de negociación se trasladaran al Congreso de la República. El avance en el trámite de las iniciativas que debían convertirse en normas y leyes se hizo lento y complejo en el Capitolio y los escritorios de las entidades del Estado y encontró duros adversarios en la Corte Constitucional. Desde el instante en que se empezó a negociar el fin del conflicto con las Farc, se dijo que las víctimas estarían en el centro del Acuerdo. Sin embargo, muy poco de lo que quedó en el papel se ha materializado en beneficio de ellas. El Sistema de Justicia, Verdad, Reparación y No Repetición hasta ahora va en la fase de alistamiento. Los grupos disidentes de las Farc son un fenómeno cuyo estudio tiene diversos diagnósticos. Las cifras varían en el número de sus integrantes o el lugar donde operan. Según el Ministerio del Interior, por ejemplo, sólo hay 140 personas en todo el país que no se acogieron al Acuerdo de Paz. Pero para International Crisis Group, sus integrantes pueden llegar hasta los 1.000 combatientes, que representarían el 12 % de quienes se desmovilizaron de la antigua guerrilla. Para la Fundación Paz y Reconciliación, hay activos unos 700 hombres armados en 15 grupos disidentes, concentrados en 43 municipios de Cauca, Nariño, Guaviare, Vaupés, Guainía, Meta, Caquetá y Putumayo. La mayoría de ellos están liderados por antiguos mandos medios de las Farc y ejercen control en territorios en donde persisten las rentas ilegales mineras o cocaleras. Los expertos consideran que el narcotráfico ha sido el combustible de la guerra. Por eso mereció uno de los puntos del Acuerdo de Paz y en este año largo de implementación las cosas no parecen ir tan bien. El reporte más reciente de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito registró el incremento de cultivos ilícitos en Colombia: el número de hectáreas sembradas pasó de 96.000 en 2015 a 146.000 en 2016. Es decir, hubo un incremento del 52 % y ahora que estamos próximos al siguiente informe anual, fuentes no oficiales afirman que el aumento será mayor. El otro fenómeno que tiene en jaque el Acuerdo es el asesinato de líderes y excombatientes de la desmovilizada guerrilla. Y aquí, como en el tema de las disidencias, no hay cifras unificadas. El Gobierno tiene unas, y la ONU y las organizaciones de derechos humanos, otras. El Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz) afirma que en 2017 se registraron 170 muertes de líderes sociales y defensores de paz, y la Fundación Paz y Reconciliación señala que, en lo corrido de este año, cada cuatro días se marca un nuevo punto rojo en la cartografía de estos crímenes.
El proceso de diálogo colombiano y la estabilidad Suramérica
Sin lugar a dudas la evolución de la situación problemática que encierra las fronteras colombianas es mirada atentamente por las dirigencias políticas de los países vecinos desde hace décadas. Más aún con las complicaciones producto de la aplicación del Plan Colombia y las políticas de la primera década del siglo XXI contra la insurgencia implicaron en buena medida un corrimiento de la violencia hacia las franjas de frontera. En el caso de Brasil, los gobiernos de F. E. Cardoso, L. I. Da Silva y D. Rousseff han basado su posicionamiento en el respeto al principio de no intervención en los asuntos internos de otro Estado. No obstante, la atención de ese país respecto a la problemática de su vecino andino parece haber ido in crescendo. en cuanto a la calificación de la insurgencia colombiana como grupos terroristas, los gobiernos brasileños se han negado sistemáticamente a ello, aunque condenan rotundamente su accionar violento y se solidarizan con el gobierno y el pueblo de Colombia. En vinculación con este tema se debe sentar, también, la consideración por parte de la dirigencia brasileña de la posibilidad de colaborar con la búsqueda de paz en Colombia apoyando el proceso de diálogo, incluso contactando a la guerrilla, si así lo solicitase Bogotá. Este ofrecimiento de buenos oficios no sería posible si el gobierno calificase a la insurgencia como terrorismo, en tanto quedaría inhabilitado como interlocutor. El Perú tiene un compromiso claro con el combate contra el terrorismo, tanto es así que una de las líneas prioritarias de su política exterior es la “Lucha contra las amenazas transnacionales: terrorismo, narcotráfico y corrupción.” (MARCO 2003). La dirigencia peruana, entonces, apoya los esfuerzos de pacificación interna del gobierno de Colombia, rechaza toda acción terrorista, alegando que cualquiera sea su origen o motivación, no tiene justificación y su erradicación constituye uno de los objetivos nacionales prioritarios en el marco de una política de tolerancia cero. En cuanto a la percepción en Ecuador sobre la situación en Colombia como un problema para la seguridad nacional ha sido una constante de los gobiernos de turno. Los diferentes gobiernos han sostenido la postura de no calificar de terroristas a los grupos irregulares colombianos, en sintonía con el principio de no intervención en los asuntos internos de los Estados, explicitado como premisa de relacionamiento con Colombia, al igual que el criterio de no militarización de la política exterior de Ecuador. Finalmente respecto de Venezuela, la dinámica que este país mantiene con Colombia en relación al devenir del conflicto armado se modifica rotundamente con la llegada de Hugo Chávez al gobierno nacional. En primer lugar, la guerrilla colombiana deja de ser concebida como un enemigo y pasa a introducirse la idea de que puede ser un interlocutor político válido. Por ello, el presidente venezolano proclama su neutralidad frente al conflicto durante el gobierno de Pastrana con lo cual, si bien no le otorga el status de beligerante, equipara a la guerrilla con el gobierno nacional colombiano desde el punto de vista de su legitimidad internacional. Incluso, durante el gobierno de Pastrana, Chávez llevó adelante contactos con los comandantes guerrilleros sin el aval del gobierno vecino, tensionando el vínculo con Bogotá. Apelando al principio de no intervención en los asuntos internos de los estados, el fallecido presidente Chávez acuso a las administraciones norteamericanas de interferir en el conflicto de Colombia. Incluso, asegura que a través de su asistencia financiera y militar Estados Unidos busca incrementar su influencia lo cual repercute, además, en el tratamiento de las cuestiones de seguridad en la región y altera el balance de poder. Es decir, la política norteamericana contra las drogas y el terrorismo no es más que una interferencia en los asuntos latinoamericanos y es utilizado para justificar la intromisión militar. Consecuentemente, la totalidad de los estados fronterizos hacen primar el principio de no intervención en los asuntos internos de otro estado con respecto a la problemática colombiana. Sin embargo, y aunque se evite asociar la situación en las franjas de frontera con un proceso de regionalización de la violencia, existe una aceptación tácita en cuanto al potencial de peligrosidad inherente a su desborde. Finalmente, en cuanto a los grupos armados, los estados se distancian de su conceptualización como grupos terroristas.
Acercamiento al vinculo cooperativo Bogotá-Washington
Las relaciones de cooperación entre Colombia y Estados Unidos son de larga data y se robustecen considerablemente a partir del combate contra el tráfico de drogas, dado que el Estado colombiano despliega medidas permeadas por la percepción y concepción norteamericana de ese fenómeno. Dichas medidas se desarrollan de modo constante y versan sobre la militarización de la lucha, el empleo de fumigaciones por aspersión aérea y el control aéreo con posibilidades de realizar derribos preventivos. A ello se le adiciona la injerencia de Estados Unidos sostenida a lo largo del tiempo y apoyada en el incentivo a las fumigaciones, la política de certificación, el tratado de extradición y en la asistencia económica. De esta manera, el rol de Washington es una influencia determinante que actúa directamente sobre las decisiones del gobierno colombiano respecto al modo de combatir el narcotráfico. Pensar en la importancia del desarrollo de un proceso de paz como el iniciado por el gobierno de Juan Manuel Santos en Colombia desde la perspectiva de su impacto en la estabilidad Suramericana, implica mirar hacia atrás en el tiempo y atender a la complejización que se produjo de la situación de seguridad en las franjas de frontera que comparte Bogotá con sus vecinos. Y en el marco de dicha complejización, el fortalecimiento del vínculo cooperativo entre Colombia y Estados Unidos en el contexto de la guerra contra el terrorismo internacional a escala planetaria y con una impronta unilateral y militarizada, es lo que realmente preocupa a los gobiernos sudamericanos. De ahí que para los estados de la subregión la relevancia de un proceso de diálogo con las guerrillas radica, en buena medida, en las consecuencias restrictivas que el mismo debería tener con respecto a las excusas norteamericanas para incrementar su nivel de injerencia en el país andino. Y esto, en vistas de la percepción de amenaza que esos estados tienen respecto a sus márgenes de autonomía en cuestiones de seguridad internacional en un contexto en el cual la estrechez de la cooperación entre Bogotá y Washington va acompasada con un incremento en las capacidades de intervención norteamericana. Asimismo, no se puede dejar de considerar que el aumento de tales capacidades opera en detrimento de los esfuerzos realizados por las dirigencias políticas sudamericanas, orientados a estrechar los vínculos entre los estados, específicamente con relación a las cuestiones de seguridad y defensa en el Consejo de Defensa Sudamericano, en el marco del proceso de integración de la Unasur. Tampoco hay que perder de vista que, a fin de cuentas, existen miradas diferentes con relación al fenómeno del terrorismo internacional y, en general, a las amenazas no tradicionales. En este sentido, por un lado, la lógica de seguridad sustentada desde Estados Unidos desde los atentados del 11 de setiembre reubica las cuestiones de seguridad al tope de su agenda internacional y propicia un abordaje militarizado y unilateral, más allá de los matices correspondientes a las distintas administraciones de turno. Por otro lado, el enfoque que se le ha dado desde la subregión al análisis del escenario de seguridad internacional tiende a subrayar, cuando menos desde la discursiva política, la necesidad de afrontar problemáticas socio-económicas estructurales, como el tema de la pobreza, como motivo originario e instigador de dicho fenómeno. Por consiguiente, y pese a la multiplicidad de experiencias de dialogo con los grupos alzados en armas que quedaron truncas, una nueva oportunidad en este sentido siempre debe ser bienvenida. Más aún cuando la misma es acompañada por una agenda que aspira a trabajar sobre las mencionadas problemáticas que se enraízan con la pervivencia de la conflictividad.
Conclusión y opinión personal del autor
Para concluir, resta aclarar que las apreciaciones realizadas en este ensayo no implican desconocer que la complejidad propia del narcotráfico, como amenaza transnacional a la seguridad, y la solidez de la vinculación que en torno a su combate se ha desarrollado por décadas entre Washington y Bogotá, son variables perdurables en el tiempo que seguirán condicionando el modo de vinculación entre Colombia y los estados sudamericanos. No obstante, la intención es subrayar la importancia del proceso de paz para la estabilidad subregional en función del desafío que implicaría para los gobiernos sudamericanos adoptar un rol más activo y comprometido en el caso de darse un escenario exitoso de tal proceso. Y esto reflexionando sobre la circunstancia de que en un contexto pos- conflicto armado, los estados podrían cooperar en el abordaje de los problemas que aquejan a las zonas de frontera, sin las presiones y complicaciones que se desprenden de un ambiente de violencia política armada como las inherentes al conflicto colombiano. En este sentido, no hay que olvidar que la totalidad de los países sudamericanos privilegian el principio de no intervención en los asuntos internos de otro estado con respecto a la problemática colombiana, incluso, pese al potencial de peligrosidad que implica el desborde de la violencia armada para su seguridad nacional.