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Nueva Sociedad

Separatas

Fernando Calderón
Construir ciudadanía

Texto aparecido en

Fernando Calderón: La reforma de la política. Deliberación y desarrollo.


Instituto Latinoamericano de Investigaciones Sociales - ILDIS /
Friedrich Ebert Stiftung - FES (Bolivia) / Nueva Sociedad, Caracas,
2002, pp 91-112.
© Nueva Sociedad

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Capítulo 4
Construir ciudadanía

Que en la teoría democrática esté implícita una convergencia cada vez


mayor entre ciudadanía política y ciudadanía social no supone necesaria-
mente, como se argumentaba, que el régimen democrático tenga garantías
para profundizarse a sí mismo, sino más bien que las decisiones, a través de
la representación y la participación, reflejan una tendencia hacia la igualdad
social. Por consiguiente, los cambios necesarios para garantizar la sosteni-
bilidad del régimen democrático deben provenir de la interacción en la
sociedad, de sus conflictos y del sistema institucional.
En las últimas dos décadas, América Latina ha experimentado una serie
de cambios sociopolíticos, pues se están agotado los regímenes patri-
monialistas y corporativos y la globalización ha producido transformacio-
nes importantes. El costo social ha sido muy alto y no han sido pocos los
países que han sufrido una fuerte regresión económica. Las inflaciones y los
ajustes económicos han traído consecuencias sociales muy duras, mientras
la exclusión social y la pobreza de ingentes mayorías nacionales han crecido
de forma alarmante. Según un estudio de la Cepal1, en la última década
todas las brechas sociales de los países de América Latina y el Caribe, con
excepción de Uruguay, han crecido o se han mantenido y, de acuerdo con
recientes estudios en varios casos específicos, los lazos sociales se han
deteriorado de forma creciente (PNUD-Honduras 1998; PNUD-Chile 1998;
PNUD-Bolivia 1998).
Sin negar la importancia de la estabilización de la economía, y sobre
todo de la recuperación de la democracia en la década de los 80, el
crecimiento de la pobreza y la exclusión social son, sin duda, el principal
problema colectivo, lo cual tiene efectos sistémicos sobre las sociedades
latinoamericanas. En las raíces de estos problemas están las cuestiones
relativas a la ética en la política y su vinculación específica con los derechos
humanos y la ciudadanía. Consciente de que no existe consenso teórico, en

1. Cepal 1997; v. también Cepal 1998 y 2000, p. 68, gráfico 2.7 (sobre evolución de la pobreza
y del ingreso), p. 94, gráfico 3.1 (sobre evolución de indicadores de pobreza en los años 90) y
p. 109, gráfico 4.2 (sobre desigualdades educacionales que se transmiten de padres a hijos).
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el presente capítulo trataremos de destacar las características, limitaciones


y posibilidades de una relación fecunda y renovada entre derechos huma-
nos y ciudadanía.
Respecto de estos temas, la democracia latinoamericana enfrenta un
doble desafío. Por una parte, al tratarse de democracias “tardías”, éstas
están buscando consolidar el ejercicio de los derechos humanos, al tiempo
que amplían y sostienen los llamados derechos económicos, sociales y cul-
turales (DESC). Por otra parte, como ocurre en todo el mundo moderno,
las democracias deben enfrentar las consecuencias de la globalización y de
la economía de mercado. Ya no sólo se trataría de consolidar la ciudadanía
política y de ampliar la ciudadanía social, sino de constituir nuevos dere-
chos ciudadanos (de género, ecológicos, de consumo, de información, de
manejo de los códigos de modernidad, de migración, etc.) derivados de
los actuales procesos de modernización. A lo largo del capítulo se argu-
menta que una relación fecunda entre ciudadanía y derechos humanos
fundamenta una nueva ética en la política. Tal relación será posible, entre
otros factores, si se construye un objetivo político consensuado colectiva y
deliberativamente.
Los nuevos problemas no van a tener espontáneamente una evolución
positiva. Por eso es fundamental alcanzar una visión normativa renovada,
una utopía que –al tiempo que sea un objetivo moral, una opción de vida
cotidiana y un modo de desarrollo centrado en la igualación de las oportu-
nidades y en el aumento de las capacidades colectivas e individuales–
construya una lógica integrada y no segmentada de la ciudadanía y los
derechos humanos. Desde ese punto de vista, son herramientas clave la
cuestión de la innovación institucional y el desarrollo de una cultura
democrática. Al mismo tiempo, pueden ser especialmente útiles los concep-
tos de “igualdad compleja” (Walzer 1993) y de “libertad real” (Sen 1999).
El primero, como ya se mencionó, supone la igualdad entre los miembros
de una comunidad política dada su participación en todas las esferas de la
justicia, lo que implica que el Estado no sólo debe contribuir a la distribu-
ción de bienes, sino a que ciudadanos y actores tengan voz en el reparto. La
igualdad compleja no niega las diferencias sociales en sociedades
crecientemente complejas, sino que pone énfasis en democratizar la toma
de decisiones. Por su parte, la noción de libertad real está vinculada al
concepto de desarrollo, considerado éste como un proceso que enriquece la
libertad real de los involucrados en la búsqueda de sus propios valores,
siendo la expansión de la capacidad humana el rasgo central del mismo. La
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capacidad sería un concepto libertario porque supone que las personas y las
comunidades, en la medida en que se desarrollen, podrán decidir mejor
sobre la clase de vida que aspiran llevar. Las libertades son las que producen
el desarrollo, argumenta finalmente Sen (1999).
La ciudadanía está asociada con la noción de igualdad y con la idea de
desarrollo de las capacidades políticas de una sociedad. Cabalmente aquí
cobra pleno sentido la democracia deliberativa, pues debe existir un espacio
de debate público que promueva la igualdad entre los distintos miembros
de la comunidad política; una igualdad que supone que cada persona se
considera a sí misma con los mismos derechos que los otros y donde es
considerada por los otros como igual. Se trata del logro de un real compro-
miso de las diversas pluralidades que constituyen la sociedad. En este
sentido, la construcción de un compromiso por la igualdad tendría que
reconocer la existencia de relaciones sociales y culturales injustas, jerarqui-
zadas por el poder y largamente sustentadas en culturas autoritarias y en
crecientes brechas sociales. Tal construcción debe partir del hecho de que se
vive en sociedades complejamente diferenciadas. Aquí se supone que un
compromiso emergente de la deliberación en sociedades pluralistas en lo
cultural y heterogéneas en lo socioeconómico necesariamente engendra
prácticas distributivas, sobre todo si se consideran en detalle las múltiples
esferas (mercado, educación, salud, medios, etc.) e instituciones de la socie-
dad civil y del Estado. Se logrará mayor igualdad si se la busca en las dife-
rentes esferas de la vida social que si se la busca a través del asalto al poder,
como se pretendía en el pasado, entendido aquél como externo a la sociedad
y a las relaciones sociales existentes. En síntesis, la democracia deliberativa
sería un espacio colectivo que permite desarrollar las capacidades de de-
cisión política de los ciudadanos.
La ciudadanía es pues la instancia de la democracia que puede garan-
tizar la participación de las personas en las decisiones colectivas que afectan
a toda la sociedad2. En este sentido, la ciudadanía es la fuerza de la igualdad
que posee el régimen democrático. La igualdad misma sólo puede ser cons-
truida a partir de un juicio ciudadano en torno de las relaciones sociales. En
ella se parte de valores y de una cierta ética que plantean la cuestión de la
justicia social y, por ende, de una justicia necesariamente distributiva en
una sociedad determinada. La cuestión consiste en construir estos espacios

2. Una visión compleja del evolucionismo puede encontrarse en Hirschman 1990. El texto
clásico de Marshall muestra la evolución lineal del concepto de ciudadanía (v. tb. Beiner).
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deliberativos públicos como instancias de esa vinculación fecunda entre


derechos humanos y expansión ciudadana. Esta concepción de la ciudada-
nía no elimina la óptica liberal que supone que la condición jurídica funda
la condición política y donde el individuo contribuye con prestaciones a
cambio de servicios, sino más bien la contiene y trasciende en la medida en
que los derechos civiles y políticos se van autodesarrollando y autodeter-
minando en ámbitos comunitarios o sociales específicos. El individuo es
miembro de una colectividad política y recrea su identidad comunitaria o
social en el marco de las instituciones políticas reconocidas.
Como ya argumentamos en el capítulo 1, en la región, desde el inicio de
la democracia hace ya 20 años, se han registrado, con altibajos, importantes
avances en los planos institucional y político. Sin embargo, estos avances
son insuficientes respecto de las nuevas necesidades que trae la globaliza-
ción y de los cambios y demandas de la misma sociedad. Resulta fundamen-
tal aumentar la capacidad de acción política de estas sociedades y avanzar
en la comprensión de las relaciones entre derechos y ciudadanía, cultura y
desarrollo. Esta opción, todavía en ciernes, experimenta limitaciones muy
duras derivadas de la globalización y de la persistencia de los “rezagos”
político-institucionales, autoritarios y de exclusión social que vive toda la
región. Pero, parafraseando a Jean Walh, más dramático que no poder
resolver un problema es no darse cuenta de que existe. El texto que sigue
está dividido en dos partes. En la primera se trabajan los derechos humanos
y en la segunda la renovación ciudadana.

Hacia una óptica integrada entre derechos civiles y políticos


y derechos económicos, sociales y culturales

La Carta de las Naciones Unidas sobre Derechos Humanos asocia este


tema a las cuestiones económicas y sociales. En el preámbulo de esta Carta
se resuelve “... promover el progreso social y (...) elevar el nivel de vida
dentro de un concepto más amplio de la libertad...”. Además, el tema
como tal es tratado en el Capítulo IX de la misma Carta titulado “Coope-
ración internacional, económica y social”. Por otra parte, la asociación
entre ambos temas también se expresa en la Declaración Universal de los
Derechos Humanos postulada en 1948 y en el Pacto Internacional de
Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966. Este último obliga a
los Estados que lo hayan ratificado a reconocer una amplia gama de
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derechos relacionados con la seguridad social, el acceso al trabajo, la


satisfacción de necesidades básicas y, en general, un adecuado nivel de
vida.
Existe pues un consenso universal sobre la existencia de los múltiples
vínculos y efectos recíprocos entre el respeto a las libertades civiles y
políticas de las personas y su derecho a acceder a más bienestar material y
espiritual. Por consiguiente, está claro que, según los mismos postulados
consensuados dentro de la ONU, no se puede concebir el desarrollo eco-
nómico sin el pleno respeto a los derechos humanos y, al mismo tiempo,
difícilmente se puede postular la defensa de los derechos humanos sin
alcanzar avances sostenibles en materia de bienestar económico y social.
Sin embargo, la realidad no siempre refleja estos postulados. En Amé-
rica Latina hay un desajuste crónico entre la inestable evolución de los
derechos civiles y políticos y los derechos económicos, sociales y culturales
(DESC). En realidad, los rezagos en materia de derechos humanos se
observan en todos los países y la desigualdad y la pobreza crecen por todas
partes. Viabilizar el acceso a los DESC es tan complejo como evitar la
violación de los derechos civiles o políticos de las personas y las comunida-
des. Asegurar que el derecho que tienen todas las personas a una vida digna
–a alimentarse, vestirse y tener una vivienda– se cumpla, sobrepasa el
dominio político e institucional de las sociedades para entrar en el terreno
de los estilos de desarrollo y de las lógicas culturales que los alimentan.
Así, es fácil comprobar que los derechos económicos tienen una natu-
raleza diferente a los políticos y civiles, y que su eventual exigencia debería
estar ligada al desarrollo económico existente. Ella es, por definición,
gradual y relativa. Sin embargo, a pesar de tener estatutos jurídicos diversos
en cuanto a su carácter, exigibilidad y mecanismos de protección en una
lógica integrada, los derechos políticos y civiles, y los económicos y sociales,
forman parte de una visión sustantiva de los derechos fundamentales de las
personas.
De esta manera, si no hay avances en los DESC, los mismos derechos
civiles y políticos, tan difícilmente alcanzados, tienden a perder sentido,
sobre todo para los grupos sociales más excluidos. Como señalan varios
Informes de Desarrollo Humano en Latinoamérica, está comprobado que
los grupos más marginados acceden con mayor dificultad a la justicia y a las
posibilidades de defenderse frente a atropellos de terceros o del Estado. La
pobreza, una débil institucionalidad y la ausencia de ejercicio ciudadano
están fuertemente asociados entre sí en la región.
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De otra parte, si bien el grado y la relatividad de su exigencia puede


vincularse razonablemente con el crecimiento económico, la relación entre
éste y los DESC está disociada de la realidad. Un requisito para aumentar
los niveles de desarrollo humano es el crecimiento económico, pero no todo
crecimiento supone más equidad, como lo han demostrado múltiples
Informes de Desarrollo Humano promovidos por el PNUD. Es fundamen-
tal impulsar políticas que den prioridad al desarrollo de las personas, para
quienes el crecimiento económico y el mercado sean sólo instrumentos para
lograr dicho desarrollo.
En este sentido, hay un núcleo esencial de derechos económicos y
sociales –como los derechos a la educación, a la salud, a los ingresos justos
y a una vida decente– sobre el cual los Estados y las sociedades no deberían
enajenar responsabilidad alguna. Si bien se reconoce que la prestación de
servicios estatales depende del crecimiento económico y de la existencia de
recursos suficientes, la presión de la sociedad debería ser irreductible. No
sólo es fundamental incrementar los gastos sociales y la participación de los
ciudadanos en la decisión de su reparto, sino también aumentar la eficacia
y eficiencia de los gastos en curso. En síntesis, para que existan avances en
el plano de los derechos civiles, jurídicos y políticos, y en los DESC, resulta
fundamental tener una óptica integral de desarrollo que coloque al ciuda-
dano como sujeto central. En este ámbito, la ciudadanía social tendría que
politizarse y la política, socializarse.

La ciudadanía y los derechos económicos, sociales y culturales

Como ha señalado Wanderley dos Santos (1979, p. 83), “los derechos


sociales están siempre asociados a cierta forma política [y cultural] de
entender la ciudadanía y, en esta perspectiva, se vuelve más relevante
considerar lo que determinada política social implica en beneficio de la
ciudadanía, que analizarla en función de resultados monetarios o de
cualquier otro tipo de valor físico para sus beneficiarios”. En términos
generales, como ya se mencionó, pueden señalarse dos denotaciones del
concepto de ciudadanía. Una, de carácter liberal, supone que la organi-
zación funda la condición jurídica. En ella el individuo, que es externo
al Estado, contribuye con prestaciones –generalmente votos e impues-
tos– a cambio de servicios. Otra, de carácter social, supone que la
pertenencia comunitaria o social se va desarrollando y autodeterminando.
En ella el individuo es un miembro de la colectividad política, al punto
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que recrea su identidad orientado por las instituciones políticas recono-


cidas.
La conciencia ciudadana está vinculada al ejercicio político electivo en
los contextos nacional o local, donde para que exista un proceso democrá-
tico real los diferentes grupos culturales o sociales tienen que asumirse
necesariamente como ciudadanos. Además, en este proceso es vital el re-
conocimiento del otro como diferente, en lo individual y en lo cultural. Esta
conciencia supone también una autonomía respecto del Estado por parte de
los actores e individuos. En ese sentido, los valores ciudadanos son univer-
sales. En este contexto la deliberación sería un espacio donde los ciudada-
nos no sólo dialogan, argumentan y contraargumentan, sino donde se re-
conocen y construyen a sí mismos.
La literatura sociológica es concordante en esta materia. Según Bendix,
p. ej., la sociedad occidental se orienta hacia una situación en la cual el
derecho a la ciudadanía es cada vez más universal. Recientemente Dahl
denominó “comprensión racional iluminista” (enlightened comprehension) a
la socialización cívica en la que se conjugan intereses particulares y públi-
cos. Esta comprensión se refiere, además, no sólo a una mayor capacidad y
derecho de los actores de racionalizar y realizar sus opciones personales,
sino a la capacidad de las sociedades modernas de compatibilizar moder-
nización económica con democracia política. El “bien común” se construye
con los otros.
Según Dahl, el concepto de ciudadanía no encuentra sus raíces en un
código de valores políticos, sino en un sistema de estratificación ocupacio-
nal definido por la norma legal. En otras palabras, son ciudadanos todos
aquellos miembros de una comunidad localizados en cualquiera de las
ocupaciones reconocidas y definidas por la ley. La extensión de la ciuda-
danía se plasma a través de la reglamentación de nuevas profesiones y
ocupaciones y mediante la ampliación de derechos asociados a estas
profesiones, antes que por la extensión de valores inherentes al concepto
de miembro de una comunidad. La ciudadanía está imbuida de profesio-
nes y los derechos del ciudadano se refieren al lugar que se ocupa en el
proceso productivo tal como lo reconoce la ley. Él llama preciudadanas a
todas aquellas ocupaciones que la ley desconoce. En esta perspectiva,
América Latina sería un continente poblado mayoritariamente por pre-
ciudadanos.
En términos más técnicos, la ciudadanía está formada por los derechos
civiles, políticos y sociales. Los políticos han de ser iguales y comunes para
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todos los ciudadanos, mientras las diferencias entre los distintos grupos
pueden expresarse mediante los derechos civiles y sociales. Las diferencias
de opiniones y creencias se plantean en el caso de los derechos civiles y las
diferencias de necesidades y recursos se hacen visibles en el caso de los
derechos sociales, cuyos umbrales mínimos giran alrededor de los DESC.
Esto no quiere decir que los derechos civiles y sociales no sean comunes a
todos, sino que las diferencias se expresan en ellos. Por consiguiente, la
institucionalidad política debe garantizar el ejercicio de estos derechos,
aunque, ¿existe consistencia entre ellos?
La pregunta central gira en torno de la capacidad creativa y operacional
de la propia sociedad y de sus agentes políticos para el logro creativo de tal
consistencia. En el caso de la región, ya no se trataría sólo de la satisfacción
de la ciudadanía social o de los derechos socioeconómicos –a la propiedad,
al divorcio, a la educación bilingüe, a la diferencia, a la eliminación de
discriminaciones en el mercado y en el sistema político–, ni tampoco del
logro de la participación política, sino además de que exista un sistema
institucional legítimo que socialice, acepte y valorice las pluralidades
constitutivas de la sociedad. Todo ello sin dejar de lado la lógica de una
ciudadanía históricamente avasallada.

Pobreza y preciudadanía

Desde una perspectiva sociológica, el tema de los DESC o de la ciuda-


danía social está asociado al de la pobreza y, por lo tanto, al de la justicia
social y al de la miseria de las mayorías nacionales. Resulta paradójico que
la pobreza, tan inmensa en la región, haya generado tan poco debate pú-
blico sobre el tema de la justicia y la igualdad social. Las inequidades están
inscritas en la trama de las relaciones sociales y éste es el eje de comprensión
fundamental. La lucha contra la pobreza ha sido generalmente despojada
de sus dimensiones éticas y sociológicas para ser transformada en un
paisaje estadístico y tecnocrático. Este asunto requiere un juicio sobre las
relaciones sociales.
Como ya se analizó, en la cultura política latinoamericana existe una
fuerte tradición jerárquica plasmada en un patrón de sociabilidad que
obstaculiza la construcción de un principio de igualdad y reciprocidad que
le dé al otro estatuto de sujeto con intereses válidos y derechos legítimos. La
competitividad espúrea está asociada a este patrón, como también lo está la
preeminencia de una cultura autoritaria en las relaciones de trabajo, para no
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hablar de las relaciones cotidianas públicas y privadas. Se trata de un


imaginario que entiende a la pobreza como una marca de inferioridad y que
desvaloriza el ejercicio de los derechos individuales. Por lo tanto, en esta
cultura no existe el ciudadano, sino el pobre como figura plena de atributos
negativos, carente, desprotegido y marginal, que debe ser atendido por la
tutela estatal o la filantropía privada.
La pobreza o la ausencia de derechos económicos y sociales existente en
la región muestran a una sociedad que no logra universalizar derechos ni
enraizar la ciudadanía en las prácticas sociales. Así, la comprensión de la
pobreza está directamente relacionada con el modo en que los derechos son
negados en la trama de las relaciones sociales. Más aún, los derechos igua-
litarios ante la ley son anulados por el desconocimiento cultural del otro
como sujeto legítimo. Es por eso que en estas sociedades la pobreza aparece
despojada de su dimensión ética y esto es parte de una regla de la vida
social. Por lo tanto, el tema de la ciudadanía social es el de la reforma de la
sociedad.
Consiguientemente, la conquista de la ciudadanía es el elan vital de la
cuestión social, e implica el reconocimiento de políticas que reviertan las
inconsistencias mencionadas y sobre todo den un tratamiento político al
conflicto y a su vinculación con el tema de la equidad y el desarrollo. Esto
depende en gran medida de que en la trama de los distintos intereses se dé
una construcción de espacios públicos en los que el conflicto sea legitimado,
siempre y cuando lo que es considerado justo e injusto sea libremente
debatido en una práctica democrática de permanente negociación.

Conflictos y espacios de deliberación

Para transformar la lógica social que alimenta un patrón excluyente de


ciudadanía es importante clarificar el tema de los conflictos. Una sociedad
sin conflictos no es sólo una utopía negativa, puede ser también una
sociedad paralizada donde la manipulación que el poder ejerce sobre las
diferencias, para anularlas, es tan aplastante que las personas no alcanzan
a percibir sus propias contradicciones. Mientras exista poder, habrá conflic-
to. La cuestión hoy es que los actores siguen manifestando los conflictos
obedeciendo más a una inercia del pasado o como mera reacción frente a lo
nuevo, que insertándose en la nueva lógica de dominación propia de la
sociedad informacional y globalizada. Sin embargo, una sociedad plagada
de conflictos y de comportamientos facciosos sería una antisociedad.
100 Fernando Calderón Gutiérrez

Retomando los argumentos desarrollados en Sociedades sin atajos res-


pecto de una nueva gramática para el procesamiento de conflictos, parece
importante insistir en que no existe una forma mágica ni rápida para ello,
y menos aún una regla general en situaciones de cambio, como las que
caracterizan a las sociedades latinoamericanas. Empero, es imprescindible
que los conflictos sean explicitados, reconocidos y procesados colectiva-
mente de manera negociada y no violenta. En la región existe una tendencia
a reconocer la necesidad de consolidar mecanismos de negociación a fin de
elaborar los conflictos más urgentes vinculados a la cuestión del desarrollo.
Ello supone también superar una cultura de la desconfianza y del círculo
vicioso de negociaciones frustradas o promesas incumplidas y retorno a la
calle3.
Deben existir medios idóneos para clarificar los conflictos y la sociedad
debe mantenerse informada sobre ellos. Ese es el rol fundamental de los
medios de comunicación y de la difusión de los debates parlamentarios.
Ellos deben tener un carácter esencialmente público. Es preciso contar con
canales de participación representativa para que en la deliberación y el
arbitraje de conflictos sean contemplados todos los intereses, actores y
argumentos que intervienen. Ello implica, además, extender los espacios
públicos para que esta participación representativa en la elaboración de
conflictos sea un hecho pragmático y provechoso. En el caso de los exclui-
dos, es imprescindible que éstos transformen sus necesidades en demandas
que se expresen dentro del sistema institucional. Como se verá con más
detalle en el próximo capítulo, la pobreza y la marginación tienen en primer
lugar un carácter inminentemente político-moral.
Es importante que los distintos actores del conflicto acudan a la nego-
ciación con plena conciencia de que ella presupone la voluntad de las partes
de respaldar, respetar y hacer respetar un acuerdo e implica un cierto grado
de concesiones mutuas respecto de las posiciones originales de cada parte.
Resulta fundamental desarrollar una cultura de resultados asociada con

3. La gente hace política en las calles porque no encuentra espacios de diálogo legítimos y
confiables donde su palabra tenga garantías de ser escuchada. (Calderón/Szmukler 2000,
especialmente el cap. 13). Por ello es importante promover una cultura institucional de
prevención y procesamiento del conflicto, en los marcos de una cultura deliberativa que
permita romper el círculo vicioso de los conflictos y las instituciones ilegítimas y que realce,
a la vez, la idea de que las aspiraciones de las personas y de las comunidades tienen más
posibilidades de realizarse cuando se logran alianzas y acuerdos estratégicos a través de la
deliberación y el respeto mutuo (PNUD-Bolivia 2000; v. tb. M. dos Santos 1987).
La reforma de la política. Deliberación y desarrollo 101

experiencias participativas de los involucrados en el acuerdo. Es crucial la


existencia, anterior a los conflictos, de un consenso en torno de algunos
metavalores que permitan a las partes negociar dentro de límites previa-
mente acordados y que ayuden a confrontar argumentos en un lenguaje
común, p. ej., en cuanto al rechazo a la violencia, al reconocimiento de la
solidaridad social, a la necesidad del crecimiento económico, en suma, a la
adhesión general a los DESC. Esto está vinculado conceptualmente con la
noción de “cultura de solidaridad procesal” (Pizzorno). En tal sentido, es
importante un sistema claro y eficiente de sanciones para las partes que no
respeten los términos acordados en la negociación. Para ello se requiere un
poder judicial autónomo, eficiente, legítimo y con capacidad institucional.
Finalmente, es pertinente diferenciar entre aquellos conflictos cuya
resolución exige determinada competencia técnica y aquellos otros en los
que están en juego el interés y la competencia directa de toda la comunidad.
Los técnicos y la racionalidad instrumental propia de la economía de
mercado y de la modernización deben subordinarse a una lógica de
deliberación y de resultados en beneficio del público, especialmente de los
más excluidos.
Esta argumentación sobre la ciudadanía está vinculada al pensamiento
de Tocqueville que relaciona igualdad, descentralización y ciudadanía como
conceptos clave de la democracia moderna. A los ojos de Tocqueville, la de-
mocracia es la igualación de las condiciones. Una sociedad es democrática si
en ella ya no perduran institucionalmente las distinciones de los órdenes y las
clases y si todos los individuos que conforman la colectividad son socialmen-
te iguales. La igualdad social significa que ya no hay diferencias hereditarias
de condiciones, y que todas las ocupaciones, las profesiones y las dignidades
son accesibles a todos, lo que no significa ser intelectual ni económicamente
iguales. Para Tocqueville, en la idea de democracia están implicadas al
mismo tiempo la igualdad social y la tendencia a la uniformidad de los modos
y los niveles de vida. Siguiendo este pensamiento, es imprescindible no
conceder a nadie poder absoluto y que el poder se imponga al poder, es decir,
que exista una pluralidad de centros de decisión de órganos políticos y
administrativos equilibrados unos con otros. Es crucial que el pueblo se
gobierne a sí mismo. La descentralización está asociada a la idea de auto-
gobierno comunitario.
Sin embargo, este panorama de la ciudadanía, de por sí complejo, se
complica aún más a la luz de los nuevos cambios y derechos ciudadanos que
plantean la globalización y la modernización.
102 Fernando Calderón Gutiérrez

Solidaridad de ciudadanos

Una de las consecuencias de la crisis económica y del Estado patri-


monialista-corporativo ha sido la transformación de la relación política
establecida entre el Estado y la sociedad. En el periodo nacional-popular, el
sistema político no representaba la diversidad sociocultural de las socieda-
des latinoamericanas, sino que integraba a la comunidad nacional, median-
te la participación, como una unidad política homogénea. Por el contrario,
los regímenes autoritarios pretendieron limitar, si no eliminar, la partici-
pación popular y plasmar un juego económico en función de un Estado
liberado de presiones sociales. No obstante, en el plano político, el Estado
autoritario mantuvo mecanismos clientelares con algunos segmentos de la
sociedad civil.
Cuando en los años 80 comenzó la democratización, la cuestión se
planteó en torno de la capacidad de la propia sociedad y de sus partidos
políticos para transformar los mecanismos de participación propios de los
regímenes nacional-populares en un sistema de representación orientado
por las demandas sociales, que además reclamaban su derecho a la diferen-
cia y a la valoración de la diversidad. La cuestión giraba y gira aún en torno
de la posibilidad de construir una comunidad de ciudadanos como la mejor
forma de lograr una genuina integración social.
En este ámbito, la cuestión ciudadana, como ya se señaló, está referida
al logro de un sistema institucional que valorice y acepte las pluralidades
constitutivas de la dinámica sociocultural e incluso tenga capacidad de
procesar los cambios provenientes de los ámbitos socioculturales, econó-
micos y ecológicos en el mundo moderno. Así, la solidaridad de los ciu-
dadanos está directamente asociada al logro de una síntesis entre las
distintas demandas socioculturales y la racionalidad general del Estado a
partir de modificaciones de ambos. Aquí cobra relevancia la capacidad de
“traducción institucional” de las reivindicaciones sociales. Ésta sería la
principal garantía de integración entre lo social y la racionalidad del
sistema. Eso significa que lo institucional es el principal recurso político
que aporta la unidad necesaria para el funcionamiento de un Estado de
derecho.
El nuevo ciudadano debe ser “el miembro consciente y activo de una
sociedad democrática: aquel que conoce sus derechos individuales y sus
deberes públicos, por lo que no renuncia a su intervención en la gestión
política de la comunidad que le concierne ni delega automáticamente todas
La reforma de la política. Deliberación y desarrollo 103

las obligaciones que ésta impone en manos de los ’especialistas en dirigir’”


(Savater, p. 22). A continuación se pretende comprender estos nuevos
desafíos ciudadanos analizando, por una parte, los procesos de inter-
nacionalización y sus efectos sobre la ciudadanía y, por otra, los nuevos
campos de renovación ciudadana. Finalmente, se auscultará la posibilidad
de una articulación fecunda entre ciudadanía y modernización.

Los nuevos desafíos de la ciudadanía

La economía mundial, gracias a los medios de comunicación y al papel


transversal de la información en el conjunto del desarrollo, ha generado
también complejas transformaciones en lo sociocultural y lo político que sin
duda afectan la vida cotidiana y la ciudadanía, colocando el tema de las
subjetividades y del conflicto intercultural como uno de los ejes centrales
del nuevo mundo. Los cambios socioculturales son evidentes y aunque han
dado origen a nuevas relaciones y jerarquías sociales con base en redes de
información, también han generado importantes mecanismos de diferen-
ciación social que afectan en igual medida a las sociedades desarrolladas y
a aquellas en vías de desarrollo.
En el plano económico, la globalización supone el desarrollo de tecno-
logías de información, el incremento de la productividad del capital y la
generación de nuevas condiciones de trabajo que afectan de manera des-
igual a las distintas sociedades. En su conjunto, estos procesos generan una
nueva división internacional del trabajo centrada en la capacidad de in-
corporar más ciencia y tecnología en los procesos productivos y de gestión
empresarial y, con esto, la visión de una ciudadanía sólo fundada en el mero
empleo, propia de la sociedad industrial, se hace insuficiente.
En el ámbito cultural, la globalización ha significado la extensión de la
industria y el mercado culturales. Hoy no existe país que no esté sometido
a un bombardeo cotidiano de símbolos e imágenes que transforman su vida
diaria. Más allá de las oportunidades de universalización que produce el
mercado cultural, es evidente que el acceso desigual a los mercados
produce una distancia creciente entre aspiraciones de consumo e imposibi-
lidad de plasmarlas, pero también la expansión creativa de culturas subal-
ternas o críticas al modelo cultural de consumo. La gran pregunta es, pues,
cómo se renuevan la democracia y la ciudadanía frente a estos procesos de
cambio. Tres tendencias parecen destacar.
104 Fernando Calderón Gutiérrez

La primera está referida a la reforma de la ciudadanía como producto


de la expansión y redescubrimiento de las identidades culturales. Una idea
a explorar es la asunción generalizada que sostiene que la multiplicidad
cultural tiende a aumentar la conflictividad social. Aún más, pareciera que
el centro de los conflictos en la sociedad moderna está vinculado a las
relaciones interculturales, a la sociabilidad, a la cotidianidad y a la integra-
ción social (Habermas 1975; Huntington; Calderón/Hopenhayn/Ottone).
Por ejemplo, el Informe Mundial de Desarrollo Humano, 1994 plantea que
los conflictos en el planeta son cada vez menos entre Estados que dentro de
ellos y que tienen, en su mayoría, un carácter sociocultural4.
Otra tendencia importante es hacia la constitución de un núcleo duro de
inteligencia y su repercusión en la sociedad. Aquí la ciudadanía es conside-
rada como una construcción deliberativa entre actores y sujetos sociales,
mediante una socialización del conocimiento entre los distintos miembros
de una sociedad. Así, la noción de ciudadanía activa se combina con la
noción de manejo de los códigos de modernidad. En este marco, resulta
fundamental que, para ser tales, los ciudadanos latinoamericanos reivindi-
quen el manejo de los códigos de modernidad, referidos, como ya se men-
cionó, a los conocimientos y destrezas necesarios para participar en la vida
pública y desenvolverse productivamente en la sociedad moderna. Estas
capacidades suelen definirse como las requeridas para el manejo de las ope-
raciones aritméticas básicas, la lectura y comprensión de un texto escrito, la
comunicación, descripción y análisis crítico del entorno, la recepción e in-
terpretación de los mensajes recibidos de los medios y la participación y
diseño de trabajos en grupo.
En realidad, el progreso mismo se refiere a un incremento constante de
capacidades de las personas y de la sociedad para manejar las abstracciones
que supone la sociedad de la información. Los ciudadanos, para que pue-
dan manejar o vivir con mayor racionalidad el riesgo constante que conlleva
la sociedad red, necesitan manejar estos códigos del cambio en la vida co-
tidiana.
Finalmente, una tendencia recurrente parece indicar que la globaliza-
ción de la cultura, mediante la industria y el mercado culturales, redefine las

4. “De los 82 conflictos que hubo entre 1989 y 1992, sólo 3 fueron entre Estados. En su mayoría
los conflictos ocurren en países en desarrollo. En 1993 hubo 52 conflictos de gran magnitud en
42 países, en otros 37 países hubo episodios de violencia política. De esos 79 países, 65 eran
países en desarrollo” (UNDP 1994, p. 47, cuadro 3.1).
La reforma de la política. Deliberación y desarrollo 105

construcciones ciudadanas nacionales. La reorganización de los escenarios


culturales y los cruces interculturales plantean la cuestión del orden sim-
bólico entre los diversos grupos. La desterritorialización de identidades
culturales y la reinserción de esas culturas (llevadas por los inmigrantes) en
otras conforman situaciones-problemas muy importantes. Por eso éste es
un tema muy relevante en las diferentes comisiones europeas y estadouni-
denses que discuten el estatus ciudadano de los inmigrantes. En realidad,
lo que está en debate es la redefinición de la nación y su vinculación con el
concepto de ciudadanía.
Estas tendencias permiten pensar, con límites, la noción de ciudada-
nía en términos nacionales. Al respecto, parece pertinente explorar la
hipótesis de que las identidades culturales se hacen más presentes en la
medida en que ellas mismas pueden expresarse o multiplicarse en la
sociedad. Es posible que tales identidades culturales se expongan cada
vez más a múltiples influencias y experiencias como producto de los
procesos de modernización en curso. En este ámbito, la pregunta que se
plantea es sobre las capacidades de nuestras sociedades y regímenes
democráticos de asimilar y responder a estas nuevas dinámicas de la
globalización. Las salidas son múltiples, pero ellas pasan por trabajar
críticamente la tensión entre las tradiciones culturales y la racionalidad
instrumental, y especialmente entre estas identidades culturales y la
democracia política.
Los actuales tiempos modernos se caracterizan además por innovar
constantemente las condiciones culturales. De ahí que el ciudadano se halla
más en un laberinto que frente a un sistema de logros ya prefigurado
ideológicamente. La ciudadanía moderna y activa consiste precisamente no
sólo en la capacidad de adaptarse a esos cambios, sino en tratar de incidir
en ellos y renovarse con ellos de forma constante. En la actualidad parece
fundamental un aggiornamiento ciudadano respecto de cuatro temas que se
tratarán a continuación, para luego retomar la cuestión general de las
relaciones entre pluriculturalismo, deliberación y ciudadanía.

“Aggiornamiento” ciudadano

En primer lugar, como ya se ha analizado, en casi todas partes del


mundo se percibe una crisis de las llamadas democracias representativas.
El problema en el caso latinoamericano es que, además, la consolidación de
la democracia es aún muy limitada y, antes que regímenes representativos,
106 Fernando Calderón Gutiérrez

estarían naciendo más bien democracias censitarias o delegativas5. Así,


buena parte de América Latina viviría una suerte de doble transición. Los
problemas centrales serían la pervivencia de una cultura política autorita-
ria, la fragilidad de las instituciones y la escasa capacidad de acción política
del sistema de actores para incidir en las formas de insertarse en la sociedad
red y para vivir en ella.
Varios autores se han referido a la creciente debilidad de los partidos
políticos para representar lo social. Esto hace que los ciudadanos no sólo
vean debilitados sus lazos de pertenencia a la comunidad, sino que además
se sientan cada vez más ajenos al ejercicio de la política. En este ámbito, el
pluralismo supone un campo público de interacción política que no existe
o que está, en este momento, debilitado. La ausencia de un campo público
real de deliberación política supone una mayor fragmentación sociocultural
o el desarrollo de una anomalía política creciente. Por consiguiente, se
observa una distancia más grande entre identidad cultural e identidad
ciudadana. En el caso de Chile, p. ej., recientes estudios han detectado
desafección ciudadana como resultado de la privatización económica, así
como una particularización de asuntos públicos, que se alejan de la cons-
trucción de compromisos colectivos (PNUD-Chile 1998 y 2000). En el caso
de Bolivia, la ausencia o debilidad de espacios institucionales interactivos
conduce al conflicto directo, pues no bastan reformas lúcidas si no están
acompañadas por la construcción de espacios públicos de negociación,
como decíamos, entre actores con capacidad autónoma para llegar a acuer-
dos institucionalizados (PNUD-Bolivia 2000). En casos más alejados, como
Bulgaria o Santo Tomé y Príncipe e incluso en el estado de California, la
crisis de la política, y más aún el malestar moral con que la sociedad mira
a la política, es un dato recurrente (Fanga; Ramírez).
En segundo lugar, como se verá con mayor detalle, resulta fundamental
repensar la exclusión social y la pobreza. La modernización ha supuesto un
incremento enorme de las complejidades sociales y han emergido nuevos
mecanismos de diferenciación social que tienden a romper la idea de unidad
de la vida social. Tan intenso y acelerado es el dinamismo de la diferenciación
social que incluso se empieza a perder de vista la idea misma de sociedad. Los
procesos de cambio están abiertos y tienen múltiples sentidos. La idea de
incertidumbre social es cada vez más generalizada. Algunos de los rasgos
más sobresalientes de estos procesos de complejización de lo social serían:

5. La democracia censitaria o delegativa es aquella concebida únicamente como un juego


electoral restringido, v. O’Donnell.
La reforma de la política. Deliberación y desarrollo 107

• El incremento de las brechas sociales en todas partes, no sólo en


términos interclasistas o intranacionales, sino también dentro de las diver-
sas categorías socio-ocupacionales.
• La pérdida de fuerza de los grandes movimientos colectivos, como
el obrero, que parecen no poder ser reemplazados. Más bien se desarrolla
una tendencia hacia la fragmentación y el monismo en la acción colectiva.
Paradójicamente, los actores sociales a tiempo de multiplicarse también se
debilitan.
• La percepción de un sentimiento generalizado de malestar subjetivo
y cotidiano frente a los procesos de cambio. El lazo social tiende a debilitarse
en todas partes y la crisis de valores, entre ellos los de sociabilidad, tole-
rancia y solidaridad, es transversal a todas las capas sociales.
• La tendencia a la desaparición del centro social y la emergencia de
sociedades policéntricas.
En tercer lugar está el tema de la eco-política6. Para empezar, es muy
importante reconocer la existencia de una cierta ruptura entre los procesos
nacionales y la dinámica de la globalización gracias a los problemas eco-
lógicos y la emergencia de la eco-política. Para Morin, los patrones de
identificación estarían mutando de una orientación a la comunidad nacio-
nal, generalmente mirada desde la noción de madre-patria-república o
nación, hacia una orientación a la comunidad internacional debido a la
degradación ambiental. Así, las reformas de apropiación de la naturaleza
ya estarían agotadas y el deterioro más bien marcaría la necesidad de un
nuevo tipo de ciudadanía de carácter universal transcultural: madre-tierra-
patria. Él apela entonces a una ciudadanía universal como mecanismo de
defensa ante la destrucción de la tierra, donde una especie de sincretismo
intercultural la estaría precondicionando. Quizás, en la región tal ciudada-
nía estaría vinculada a una depredación asociada no sólo a la imitación de
modelos de consumo de las sociedades avanzadas, sino también a las con-
secuencias de la exclusión social (UNDP 1998). El pensamiento ecologizado
de Morin invita a reflexionar sobre los chances de una ciudadanía
internacionalizada desde el propio patrimonio cultural. En este sentido, el
comunitarismo indigenista andino, p. ej., y su experiencia sobre el control
de los pisos ecológicos y los mecanismos de reciprocidad, quizás puede

6. V. Morin 1993 y 1990. En el caso de América Latina, un tema de especial impacto es el del
vínculo entre cultura política y medio ambiente; v. tb. Ruscheinsky; Beck 1998.
108 Fernando Calderón Gutiérrez

contribuir al pensamiento ecologizado y a la definición de una ciudadanía


más universal, en el sentido de Morin.
Finalmente está el tema de lo individual en la cultura ciudadana en
América Latina. Es fundamental repensarlo en un contexto institucional
que busque revalorizar lo individual como construcción sociocultural.
Paolo Flores D’Arcais, muy influenciado por la situación italiana, plantea
algunas ideas importantes para repensar la relación entre ciudadanía e
individuo. Retomar algunos puntos de su pensamiento puede ser significa-
tivo en América Latina. Sin embargo, resulta fundamental diferenciar el
caso de los países desarrollados, donde la lógica de convivencia en la so-
ciedad red es principalmente individual, de la situación de los países de la
llamada periferia, donde las estrategias de integración a la misma tienden
o deberían tender a ser predominantemente colectivas. ¿Por qué colectivas?
Hay al menos cuatro razones: 1) por la existencia de una exclusión social
muy alta y con tendencia al crecimiento, y no sólo en términos de pobreza
sino también políticos; 2) porque son países, en su mayoría, con gran
raigambre indígena que tienen una fuerte tradición comunitaria; 3) porque
hay una historia de acción colectiva, de comunidad y de solidaridad,
heredadas del movimiento obrero y de otros actores sociales; 4) por la idea,
compartiendo el pensamiento socialdemócrata, de que existe una relación
fecunda entre ciudadanía política y ciudadanía social.
En este sentido, Sen (1997b) ha trabajado la idea de que el individuo es
una construcción colectiva (v. tb. Hirschman 1990). Para Sen, un hecho
político en el mundo actual es el fenómeno de la ciudadanía sustraída, en
la cual la representación política de lo social se degrada. El ciudadano pasa
a ser un súbdito o un cliente de una clase política inamovible y estancada
y deja de tener interés en lo político, en aquello que es vital para la
representación y que Claude Lefort (1992) denominó “pertenencia demo-
crática”, es decir, el estar involucrado en el juego político del poder. La
política pasa a ser una actividad atrincherada en el monopolio de una
corporación partidaria donde ya no hay diversidad social a ser representa-
da. En tal dinámica, el ciudadano viviría la política como algo ajeno a su
vida.
En este contexto, los políticos de oficio son vistos como una casta,
autolegitimada y autorreferencial, que se reproduce por cooptación, y que
es cada vez más incapaz de representar a los ciudadanos. Por ejemplo, como
ya se ha visto, en todas partes las encuestas de opinión pública muestran
una gran desafección política y una fuerte crítica a los partidos de parte de
La reforma de la política. Deliberación y desarrollo 109

los ciudadanos, quienes dejan de preocuparse por la “cosa pública” y sólo


se interesan en consumir o en replegarse en una “tribu” en medio de una
sociedad cada vez más transformada por los efectos de la tecnología.
Castells coloca precisamente aquí las tensiones actuales de las sociedades
contemporáneas, tensiones entre el ciudadano y el nuevo poder tecnológico
o entre la red de información y el yo. Desde otra perspectiva, se cumpliría
la tesis de Michels, según la cual los partidos políticos se convertirían cada
vez más en máquinas burocráticas, regidas por organizaciones de fun-
cionarios, indiferenciados entre sí, que compiten para administrar un
gobierno.
En este ámbito, el sujeto más atacado o debilitado es el individuo. Así,
cualquier proyecto emancipatorio con pretensiones renovadoras tendría
que plantearse la necesidad de reconstituir precisamente el individuo,
puesto que él constituye el lado más débil del cambio moderno. Empero, en
el caso latinoamericano y posiblemente para la mayoría de la humanidad,
cabe insistir que las únicas estrategias estructuralmente posibles para
fortalecer al individuo son aquellas de carácter colectivo, por ser más reales
y también más racionales (Sen 1997b). Ellas serían las más racionales
porque, como se justificó más arriba, la única manera de enfrentar el
problema del individuo en una sociedad con alto grado de exclusión social
es colectivamente. Es impensable una América Latina integrada en la
sociedad informacional a partir únicamente de esfuerzos individuales. Al
respecto, un tema de singular importancia es el de la igualdad. En teoría, la
búsqueda de desarrollo de las capacidades es una condición para la
evolución del individuo-ciudadano; sólo después se puede ser un ente
privado. Es decir, la ciudadanía podrá lograrse sólo en la medida en que las
instituciones puedan garantizar a todos, como parte de las prerrogativas
individuales, todos los derechos sociales. En consigna, hay derechos sólo si
hay ciudadanos.
Entonces conviene relativizar los argumentos comunitaristas respecto
de la construcción individual del ciudadano. Toda construcción identitaria,
por muy importante que sea la opción, tendría que ser, además de incluyen-
te, abierta, en el sentido de abolir la tutela de la diferencia como atributo
absoluto de cualquier cultura de comunidad. Aquí la cosa también se com-
plica para los latinoamericanos, puesto que históricamente nuestros libe-
ralismos han sido siempre muy débiles y las construcciones individuales
reales casi inexistentes en la mayoría de los casos, o sólo válidas para los
sectores medios. Recordemos además la dramática historia de lo que Angel
110 Fernando Calderón Gutiérrez

Flisflisch denominó “ciudadanías avasalladas”7. La construcción social y


cultural del individuo en América Latina es una tarea pendiente que abre
nuevos surcos colectivos para cualquier proyecto emancipatorio.

Corolario: ciudadanía y actores

¿Es entonces posible una articulación entre la diversidad cultural


emergente y la ciudadanía en los actuales procesos de modernización? La
respuesta es dilemática porque, por un lado, ello implicaría que todas las
sociedades asumieran como valor común el reconocimiento universal de la
ciudadanía, lo que se expresaría en la institucionalización de valores que
supongan la igualdad compleja y la libertad real. Este razonamiento supone
que, sólo en la medida en que los valores ciudadanos universales sean
asumidos colectivamente, se podrán expandir las identidades particulares,
individuales y colectivas. Ello implicaría constituir un proyecto de desarro-
llo destinado a eliminar la “dialéctica de la negación del otro” y a asumir en
plenitud el pluriculturalismo abierto y la otredad como una fuerza ética de
la misma sociedad. Esto supone el reforzamiento de una lógica laica, que
sólo el Estado y el régimen político democrático pueden preservar.
Sin embargo, existen límites duros establecidos por: a) la propia lógica
de la modernización y específicamente por la técnica creadora del cambio,
que tiende a concentrar decisiones en elites tecnocráticas; b) el incremento
de la exclusión y la marginación social: el abismal crecimiento de la miseria
está asociado también con la pérdida de lazos sociales; c) la presencia de
identidades “duras” o irreductibles, de tipo mesiánico, que por su propia
consistencia niegan la otredad y la tolerancia; y d) la dinámica y la ideología
hiperracionalista del mercado y la sociedad de consumo.
Vale la pena, empero, reafirmar la presencia de elementos adicionales
que moderan las tendencias señaladas, como los movimientos que propug-
nan la ética en la política y en la sociedad referidos a la responsabilidad
social, al derecho a la diferencia, a opciones de vida comunitaria de la más
variada índole y, muy particularmente, a la idea de que desarrollo y
modernización son un bien común que se construye con otros. Esto replantea

7. La idea que está en la base de la noción de “ciudadanías avasalladas” es que, cada vez que
se intentó construir regímenes de ciudadanía política en América Latina, los golpes militares
los destruyeron; por lo tanto, tales regímenes no pudieron desarrollarse de manera acabada.
La reforma de la política. Deliberación y desarrollo 111

la temática del consenso sobre la base de aquello que Pizzorno denominó


“cultura de la solidaridad procesal”, por la cual los enemigos se converti-
rían en jugadores. Semejante consenso implicaría al menos un método para
resolver las diferencias en función de la argumentación y la alteridad8.
Habermas (1987) ha sugerido que esto implicaría la comprensión de la
racionalidad democrática como un asunto de procedimientos que van más
allá de una lógica meramente instrumental, fundados sobre todo en la
fuerza de una convicción derivada de consensos obtenidos en función de un
debate sustentado en argumentos y, así, la deliberación intersubjetiva entre
los actores permitiría la construcción de solidaridad procesal. En América
Latina, el logro de consensos en el sentido señalado tendría que estar vin-
culado normativamente con un proceso de integración social creciente en
los planos simbólico y material. Sin equidad no es posible la otredad. Ni
siquiera la competitividad económica es sostenible si siguen creciendo las
distancias sociales.
En esta óptica, una participación creativa en la sociedad necesitaría
estar acompañada de procesos de equidad y libertad sociocultural, es decir,
del reconocimiento institucionalizado del derecho a existir y a ser diferente.
En realidad, la temática del consenso plantea la del peso estratégico de la
cultura política democrática en un nuevo proyecto de ampliación ciudada-
na. En América Latina, los valores de jerarquía y de igualdad de oportuni-
dades han sido siempre problemáticos e inestables. La igualdad ha estado
asociada con la lucha por la ciudadanía, casi siempre avasallada, y las

8. En esta dirección, es interesante destacar que los nuevos campos de producción de conflicto
en la modernización están centrados en temas de subjetividad y por tanto de cultura. En los
90, la producción cultural y los nuevos movimientos sociales han retomado temas como la
ciudadanía, la vida cotidiana, la integración social, el reconocimiento de la diversidad, la
equidad, etc. Los sectores que han puesto temas centrales fueron los movimientos indígenas
y los religiosos. Los primeros han sabido consolidar reivindicaciones de igualdad en la
diversidad; en el caso boliviano, el movimiento indígena logró influir en la Constitución
Política del Estado para que ésta reconociera al país como multicultural y plurilingüe (Calla/
Molina). Los movimientos religiosos, por su lado, han irrumpido en la sociedad con demandas
de igualdad ante el Estado. La crisis de sentido –fruto de la urbanización, el crecimiento
demográfico, la crisis económica, la globalización, entre otros factores– ha generado deman-
das simbólicas, una de cuyas respuestas ha sido la formación de nuevos movimientos
religiosos. América Latina ha vivido la emergencia de nuevas experiencias religiosas de forma
impresionante en los últimos años: en 1900, p. ej., había 6.400 protestantes; en 1949 eran
3.171.930; en los años 70 alcanzaban a 12.725.223; en los 80 eran 18.661.505 y en los 90 la cifra
aproximada llegaba a 30.000.000 (Houtart). Estamos asistiendo al fin del monopolio de la
Iglesia católica como mediadora con lo sagrado: Dios ya no está solo en los sacerdotes; está en
las calles, en los templos evangélicos, en todo aquel que desea fundar una nueva agrupación
religiosa sin pedir permiso a nadie. Esta experiencia muestra la emergencia de sujetos sociales
que empiezan a cobrar autonomía en su producción de sentido (Suárez; Parker; Bastian).
112 Fernando Calderón Gutiérrez

jerarquías son el resultado de adscripciones del pasado y de una capacidad


de movilidad social frecuentemente de tipo informal.
Finalmente, está instalada la tensión entre individuo y pluriculturalismo.
La tesis es que ellos no son potencialmente excluyentes, por lo menos en
América Latina, y que más bien se pueden retroalimentar mutuamente. En
primer lugar, se necesita fortalecer la capacidad de acción autónoma de los
actores colectivos e individuales y además fortalecer los tejidos intercul-
turales que los contienen. En segundo lugar, esto será posible si la delibe-
ración entre diversas comunidades se expande y al hacerlo quizás se
potencia la capacidad de acción individual. Hoy día, en nuestras sociedades
modernas cada vez más expuestas al bombardeo de los medios, que no son
tan xenófobos y heterogéneos como en otras sociedades del mundo, es
posible establecer compromisos razonables de expansión ciudadana.
Al fin, América Latina es un continente de equilibrio y de términos
medios, pues, si bien no acaba de desarrollarse, tampoco tiene altos niveles
de conflictividad o violencia (con excepción de Colombia y, durante el siglo
XX, de la guerra del Chaco). Es un continente en el cual el mismo tejido
intercultural, si quiere potenciarse hacia el desarrollo y la democracia,
necesita avanzar zigzagueantemente entre la construcción de las identida-
des culturales y la imprescindible construcción del individuo, asumiendo
que tal tensión es irresoluble.

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