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Hacia

el descubrimiento de
nuestro ser personal

Genara Castillo

2014

Facultad de Humanidades
Universidad de Piura

1
A la memoria de
un gran maestro:
El profesor Leonardo Polo

2
INDICE

Prólogo.

Introducción: el ámbito de la Antropología filosófica.


1. ¿Qué estudia la Antropología filosófica?
2. El estudio del hombre y las ciencias particulares.

I. EL HOMBRE COMO VIVIENTE .


1. ¿Todo cambia o algo queda?
2. Noción de alma. El aporte aristotélico .
3. Características básicas de la vida humana.
a. Es acto.
b. Es auto-organización.
c. Intercambia con el exterior.
d. Está llamada a crecer.
e. Es inmanente.
4. Descubrimiento y olvido del ser personal.
a. Balance del aporte clásico griego.
b. Descubrimiento de la noción de persona.
c. El olvido del ser personal.

II. VIDA RECIBIDA Y VIDA AÑADIDA.


1. Unidad de cuerpo y alma humana.
a. Facultades cognoscitivas.
b. Facultades apetitivas.
2. Conocimiento sensible externo.
a. Ver y mirar.
b. Oír y escuchar.
c. Olfato, gusto, tacto.
3. Conocimiento sensible interno .
a. Sensorio común o conciencia sensible.
b. Imaginar.
c. Memoria.
d. Intuir sensible.
e. La síntesis aristotélica.
4. Operaciones apetitivas sensibles.
a. Tendencias sensibles.
b. Dinámica de los sentimientos.
c. Clasificación de los sentimientos.
5. Sobre la pasión.
a. La diferencia de las pasiones entre sí.
b. La moralidad de las pasiones.

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c. El amor.
1. El amor sensible.
2. El amor sensible es diferente de la dilección.
3. Clases de amor.
4. Las causas del amor.
5. Efectos del amor.
d. Sobre el odio.
e. Sobre la concupiscencia y la deleitación.
f. Del dolor y la tristeza.
1. Las especies de tristeza.
2. De las causas y efectos de la tristeza y el dolor.
3. Los efectos de la tristeza y del dolor.
4. Los remedios contra la tristeza y el dolor.
g. De la esperanza y de la desesperanza.
h. Del temor.
i. De la audacia.
j. De la ira.

III. LA ESENCIA HUMANA.


1. La sindéresis: ápice de la esencia.
2. La inteligencia humana.
a. El acto de conocer posee un objeto intencional.
b. Se da una jerarquía entre los actos cognoscitivos.
3. La voluntad y sus actos.
a. La distinción entre el querer y el desear.
b. Descripción del acto voluntario o acción libre.
c. Teorías acerca de la voluntad.
1. Teoría sensualista.
2. Teoría intelectualista.
3. Teoría clásica.
d. El control de las pasiones.
e. Importancia del control de las pasiones.
4. La libertad esencial.
a. Libertad de movimiento y libertad de querer.
b. Argumentos clásicos en favor de la libertad de arbitrio.
1. Prueba de la moralidad de los actos.
2. Prueba por el consentimiento universal.
3. Prueba psicológica.
4. Prueba metafísica.
c. Concepciones sobre la libertad.
1. La libertad de indiferencia.
2. Libertad de espontaneidad.
3. El libre albedrío.
d. La libertad y los determinismos.
1. Determinismo científico.
2. Determinismo físico.

4
3. Determinismo fisiológico.
4. Determinismo social.
5. Determinismo psicológico.
6. Determinismo filosófico.

IV. LA PERSONA HUMANA.


1. Naturaleza, esencia, yo y persona.
a. Los tres niveles del tener.
b. El nivel del ser.
c. La dignidad humana.
d. Las manifestaciones humanas.
e. La noción de persona.
2. Los trascendentales personales.
a. La coexistencia.
b. El conocer y el amar personales.
c. La libertad trascendental.
d. El planteamiento creacionista.
3. Amor de persona y amor de cosa.
a. Deseo, amistad y amor personal.
b. Notas del amor personal.

Lectura complementaria: El acceso a Dios desde la intimidad personal humana


(por J. F. Sellés).

Planteamiento.
a. La distinción real persona-naturaleza en el hombre; esta distinción
también se da en Dios.
b. La distinción real entre la coexistencia y la intersubjetividad; la distin-
ción real entre la libertad trascendental y la manifestativa.
c. La distinción real entre el conocimiento racional y el personal en el
hombre; la distinción real entre el amor personal y el querer de la volun-
tad.
a) La índole de las personas humanas y divinas.
1. Exigencias divinas de la coexistencia libre: el hombre y Dios no pue-
den ser personas aisladas.
2. Exigencias divinas del conocer personal humano. Como no cabe co-
nocer personal sin tema personal, el tema del conocer personal humano
es el Logos divino. El Logos cognoscente divino y su tema: Dios Padre.
3. Exigencias divinas del amar personal humano. Dar, Aceptar y Don
b) Filiación humana y divina.
1. La filiación natural, esencial y personal del hombre. Lo radical en no-
sotros es la filiación divina.
2. La filiación natural, esencial y personal de Cristo. Convenía que Je-
sucristo se encarnase.
3. Hijos ‘en’ el Hijo ‘del’ Padre ‘por’ el Espíritu Santo.
c) Los radicales personales y las virtudes teologales.
1. Libre esperanza natural y sobrenatural. Fe natural y sobrenatural.
Amor natural y sobrenatural

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2. La esperanza y Cristo como Camino. La fe y Cristo como Verdad. La
caridad y Cristo como Vida
3. ¿Por qué la Virgen?
Conclusiones.

APÉNDICE: A MODO DE SÍNTESIS ANTROPOLÓGICA.


(por J.F. Sellés).
Preámbulo. El hombre: una unidad en la multiplicidad.
1. La dimensión vital corpórea del hombre.
2. El espíritu humano.
3. La dimensión cognoscitiva racional.
4. La dimensión volitiva.
5. La dimensión afectiva.
6. La dimensión ética y la libertad.
7. La dimensión social.
8. La dimensión laboral.
9. La dimensión religiosa.

Bibliografía.
a. Básica.
b. Complementaria.

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PRÓLOGO

Este breve manual está dirigido a los universitarios que se dedican a las Cien-
cias Económicas y Empresariales, a las Ciencias de la Comunicación y al Derecho,
especialmente a aquellos que por primera vez se adentran en el estudio de la Antro-
pología filosófica.

Por tanto, y para centrar bien las expectativas, tenemos que precisar desde el
comienzo que este libro no es para especialistas en filosofía; sólo pretende ser una
ayuda para introducir a universitarios en el difícil problema del conocimiento del ser
humano, lo cual atañe a su propio ser y es la realidad más importante de sus carreras
profesionales.

Y si es de sentido común que quien trabaja con el acero se aplique primero a


estudiar su naturaleza y propiedades, y quien trabaja haciendo estatuas de mármol se
interese por conocer cómo es éste para saber cuáles son sus posibilidades, etc., cuán-
to más quienes trabajan con, y se dirigen a, personas tienen que tener un conocimien-
to de quiénes son, de su esencia, de su naturaleza, de sus actos y operaciones.

Esta exigencia es mayor cuando por poco que nos adentremos en la realidad
humana nos encontramos ante el ser más complejo que existe en este mundo. Noso-
tros mismos tenemos la experiencia de lo intrincado que es nuestro ser. Sin embargo,
los seres humanos tenemos el gran peligro de pasar por alto lo más evidente. Por esto
no es de extrañar la situación crítica en que se encuentra la humanidad, ya que hace-
mos poco por conocernos, y en esas condiciones es difícil orientar nuestra vida, darle
sentido y saber relacionarnos personalmente.

Por otra parte, el tratar de hacer un pequeño manual introductorio de una cien-
cia tan amplia y profunda como es la Antropología filosófica puede resultar temera-
rio si no es por la necesidad que tienen los estudiantes de una base que, siendo pro-
funda, sea asequible para ellos. Para hacerlo hemos visto conveniente recoger los
grandes aportes que se han dado históricamente: el clásico pagano, el clásico cris-
tiano y el moderno.

Con todo, si bien trataremos de hacer asequible dichos aportes a quienes se


inician en estos temas, trataremos de llegar a un punto medio para evitar el facilismo,
que es engañoso, ya que a los problemas difíciles o complejos no se les puede res-
ponder con soluciones o explicaciones fáciles o simplistas, sino que hay que tratar de
ir al nudo del asunto, atreverse a hacer la experiencia de aquellos grandes filósofos,
sorprendernos, plantearnos las cuestiones y enfrentar las dificultades que comporta la
comprensión filosófica del hombre.

Esto es, además, muy formativo, porque la tendencia imperante es la de pre-


tender obtener las cosas más valiosas, incluso la sabiduría, sin costo alguno, con un
chasquido de los dedos, con sólo presionar un botón, con lo que se suele llamar la
‘ley del mínimo esfuerzo’.

Sin embargo, vale la pena el empeño. Es curioso que en la llamada ‘sociedad


del conocimiento’ el ser humano pueda andar todo el día y todos los días empeñado
en lo externo y permanecer ignorante respecto de sí mismo, de su propio ser, e inclu-
so irse de este mundo siendo un gran desconocido para sí.

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Pero cabe la esperanza atendiendo a que todo hombre es filósofo, ya que posee
inteligencia, y, por tanto, es pertinente que se pregunte: ¿Quién soy?, ¿Cómo soy?,
¿Quién y cómo es el que tengo al lado?, ¿Cómo puedo aprovechar mejor mis posibi-
lidades de desarrollo?, ¿Cuál es el sentido de mi vida?, lo cual nos podemos pregun-
tar más pronto o más tarde.

La Antropología filosófica trata de responder a estas interrogantes de una ma-


nera radical. A lo largo de la asignatura nos acercaremos al conocimiento del ser per-
sonal, a la vida humana, al alma, a las facultades humanas, etc.; tendremos noticia de
ese mundo interior que existe en nosotros y que raramente comprendemos. Veremos,
entonces, el modo como se despliega nuestra actividad, especificada por las faculta-
des racionales y engarzada en nuestro núcleo personal.

En el estudio de los principales actos humanos, partiremos de la consideración


del conocimiento humano desde el nivel más básico, que es el sensible. Asimismo,
veremos los principales sentimientos y pasiones, la alegría, el dolor, el por qué nos
entristecemos y por qué nos alegramos, etc. Un tema muy importante en antropología
filosófica es el del amor humano, y si bien su tratamiento merecería por lo menos un
libro aparte, aquí haremos un planteamiento inicial.

En este recorrido a través de la maravilla de nuestro ser, se verá la importancia


de integrar las facultades sensibles en aquellas superiores, como son la inteligencia y
la voluntad. Estas facultades, aunque no son las únicas (no tenemos sólo espíritu,
sino también una dimensión corpórea o sensible), especifican la actividad del ser
humano como tal y le diferencian de otros seres inferiores. Por medio de ellas el ser
humano puede gobernar su sensibilidad y todos los actos de la vida práctica, y llevar
adelante el avance de las ciencias y de la historia de la humanidad.

Pero todas las potencias y facultades humanas encuentran su centro, su engarce


radical en nuestro ser personal, en el cual está sostenida toda la actividad humana. Es
oportuno insistir, desde el principio, en que, aunque vayamos como en un plano in-
clinado –de menor a mayor profundidad–, y si bien por razones de exposición deten-
gamos la atención de manera especial en cada dimensión del ser humano, con todo,
el acto de ser personal es el núcleo integrador; de manera que no se trata de separar
analíticamente al ser humano, como si tuviera compartimentos estancos, sino de in-
tegrar.

En cierta manera, se podría decir que uno de los propósitos del libro es el de
ser una ayuda para la vida práctica, algo así como una especie de manual de instruc-
ciones, o manual de funcionamiento del ser humano. Se trata de iniciarse en saber
cómo es el ser humano, con qué facultades o capacidades contamos, cómo se activan,
cuáles son sus actos u operaciones propias, para ver cómo se las puede usar mejor, y
cómo se puede ser coherente con la dimensión personal que el ser humano comporta.

Para algunos éste es el inicio de un gran descubrimiento y puede serlo de una


apasionante aventura, la de dirigir la propia vida a su finalidad más propia y más alta.
Por tanto, el presente libro tiene además de una finalidad teórica, también una tácita
invocación práctica. No basta con saber que tenemos alma y qué es la vida, ni de
saber de memoria las funciones de la imaginación o de la inteligencia, o saber cómo
se controla una pasión; esto quizá podría llevar a aprobar, con suerte, la asignatura,
pero eso es quedarnos cortos.

El reto del estudio de la Antropología filosófica, es hacer propio ese saber y


llevarlo a la vida cotidiana. La antropología es un saber muy formativo y enriquece-
dor en el plano personal, lo cual comporta una respuesta de parte de cada quien. La
Antropología filosófica estudia al ser humano radicalmente. Si se estuviera estudian-

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do el mar y los peces, o los astros y sus órbitas, etc., podríamos decir que en cierta
manera aquello no «nos toca» directamente.

En cambio, a través de esta asignatura tenemos la oportunidad de incorporar


esos conocimientos a la vida personal, tratar de relacionar lo que se va aprendiendo
con lo que le ocurre a cada uno, e ir contestando las interrogantes profundas que se
plantean. Por otra parte, ésa es la ventaja que proporciona la auténtica ciencia: ilumi-
nar la experiencia concreta con los principios radicales que sostienen nuestra vida
humana.

Podemos entonces aprovechar la asignatura para aclararnos una serie de dudas


que existen hoy sobre la persona humana y para descubrirnos a nosotros mismos.
Nunca como en los momentos actuales se ha hecho necesario este estudio. La posibi-
lidad de acceder a la ingente y múltiple información y a la cantidad de medios dispo-
nibles se incrementará considerablemente.

Para poder acertar en el manejo de la multiplicidad de los medios, del conoci-


miento, etc., se precisa de un cultivo suficiente del ser humano, de la posesión de sí,
de los criterios y los hábitos necesarios para hacer frente a los retos que los nuevos
problemas plantean. De lo contrario puede ser que a uno no le fallen las cosas, ni las
técnicas, ni los medios que cada vez estarán más a su alcance, pero puede fallar él, y
entonces ninguna de sus empresas puede alcanzar realmente el éxito esperable.

Tenemos una dificultad inmediata y es que la aceleración de los cambios pue-


de aturdirnos y hacernos perder la serenidad y llevarnos a la confusión y al descon-
cierto. A veces parece que en los tiempos que corren estamos tan ocupados apren-
diendo y haciendo cosas que nos hemos olvidado de pensar, pues no queda tiempo
para reflexionar, cuando es justamente lo más perentorio.

Sin embargo, en medio de esta vorágine y desasosiego, el ser humano más que
nunca necesita aclararse. De lo contrario es muy desdichado, requiere saber el qué y
el por qué de sus reacciones, de sus impulsos, de por qué llora y por qué ríe, de sus
deseos de felicidad y de sus sufrimientos, de sus proyectos y actividades, de su cono-
cimiento y de sus amores, y descubrir qué sentido tiene todo esto.

La Antropología filosófica puede ayudar mucho en este cometido, ya que tiene


como pretensión dar razón del ser humano desde unos principios radicales, seguros,
asombrosamente permanentes, y entonces, implícitamente, invocar el respeto por la
dignidad del ser humano y la tarea de lograr su crecimiento. Contribuir a ese esclare-
cimiento es el propósito del presente libro.

Agradecimientos

Es justo agradecer al Prof. Juan Fernando Sellés quien ha revisado el presente


texto y ha tenido la generosidad de brindarnos los interesantes aportes que constan al
final. De manera especial, es un grato deber expresar mi eterna gratitud a un gran
maestro que con la riqueza y generosidad de su magisterio ha contribuido a formar-
nos a tantas personas en diferentes partes del mundo. Me refiero al Profesor Leonar-
do Polo, cuya partida al Cielo se ha realizado hace un año, los aciertos del presente
libro le pertenecen, pues en general todo el texto está inspirado en sus enseñanzas.

Piura, 9 de febrero del 2014

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INTRODUCCIÓN:

EL ÁMBITO DE LA ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA

1. ¿Qué estudia la Antropología filosófica?

La Antropología filosófica es el estudio –desde la perspectiva filosófica– del


ser personal, de la naturaleza y la esencia del hombre, así como su intimidad perso-
nal o acto de ser. Asimismo, de sus actividades más propias; desde lo cual se puede
atisbar las leyes naturales que habitan en él, así como la tarea de su vida y su sentido,
ya que comporta el conocimiento de su origen y de su destino.

Etimológicamente el término antropología alude al estudio del hombre (antro-


pos: hombre, logos: estudio). Sin embargo, el estudio del hombre puede ser abordado
desde diferentes puntos de vista (lo que se suele llamar objeto formal). Por ejemplo,
la medicina, la psicología, la economía, etc., son ciencias que se ocupan del ser hu-
mano.

En este sentido se dice que la ‘materia’ de estudio (objeto material) es la mis-


ma que en las ciencias aludidas, pero el enfoque es distinto. La antropología, la me-
dicina, la psicología, la economía, etc., tienen el mismo objeto material, pero distinto
objeto formal, porque su planteamiento y método es diferente.

¿Cuál es la perspectiva o enfoque de la Antropología filosófica? Su punto de


vista justamente viene dado por su método, que es el filosófico. ¿Qué es lo que tiene
de peculiar este método? el que va a las causas o principios más profundos, valiéndo-
se solamente de las luces de la razón. Es un enfoque radical, muy hondo, tal como lo
requiere la riqueza de la realidad humana, pero se diferencia de la teología en que su
método no parte de la Revelación, sino de la experiencia y avanza con las luces de la
razón humana; lo cual no quiere decir que contradiga a la teología, ya que tanto la
Revelación como la razón humana poseen el mismo Origen.

Teniendo en cuenta lo anterior, podemos decir brevemente que la Antropología


filosófica es el estudio del ser humano y de lo que a él pertenece de la manera más
radical posible con las luces de la razón humana.

Al respecto, hay que añadir que las averiguaciones que desde la filosofía se
han realizado han sido abundantes durante más de 25 siglos. A lo largo de las dife-
rentes épocas, los diversos filósofos han ido aportando un caudal de descubrimientos
profundos sobre la naturaleza, la esencia y el ser del hombre. La Antropología filo-
sófica actual cuenta con la posibilidad de nutrirse con esos aportes –especialmente
con aquellos que son más significativos–; tiene el reto de integrarlos en una visión
coherente de la realidad humana y en lo posible de continuarlos, ya que el saber filo-
sófico es un saber siempre abierto. A ello hay que añadir otro desafío: el de dialogar
con las ciencias particulares que también se ocupan de aspectos humanos que le to-
can o pertenecen.

2. El estudio del hombre y las ciencias particulares

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En los últimos años, debido al gran desarrollo de las ciencias particulares, el
saber sobre el hombre se ha incrementado mucho en número, en amplitud y en cierta
profundidad. Sin embargo, tales estudios no siempre han ido convergiendo y han
entrado en conflicto en diferentes niveles.

La integración de todos los saberes, especialmente los de las llamadas antropo-


logías físicas o biológicas, los de la neurociencia, de la psicología, junto con los de
las antropologías culturales, los de la sociología, etc., requiere un diálogo sencillo y
abierto con la Antropología filosófica.

El saber filosófico es el que, en el plano natural, mejor puede integrar todos


aquellos aportes, ya que su método va a las raíces de la realidad y de las manifesta-
ciones humanas, mostrándoles un nivel de comprensión más profundo, acorde con la
exigencia de saber propia del espíritu humano que aspira a la verdad.

Como sabemos, las ciencias experimentales estudian al hombre en sus dimen-


siones corpóreas y fácticas; y, si bien no llegan a considerar al ser humano desde sus
niveles más profundos, debido a las limitaciones de su propio método, sí proporcio-
nan importantes conocimientos que ayudan a profundizar en algunos aspectos de las
operaciones del hombre, y es un reto para los filósofos el tratar de entenderlos, si
bien no exhaustivamente, sí de manera suficiente. Por ejemplo, los modernos desa-
rrollos de la neurobiología son importantes para comprender algunas funciones que
intervienen en el conocimiento, en la afectividad, y en la conducta humana. Aunque
la inteligencia no es el cerebro, ni tampoco la voluntad, ya que son facultades inor-
gánicas, sí están muy unidos a él, ya que el cerebro es la base fisiológica de muchas
facultades humanas con soporte sensible, por ejemplo, los sentidos internos, y es
claro que la inteligencia y voluntad se vinculan a ellos.

Por su parte aquellas abundantes investigaciones científicas que atañen a las


dimensiones corpóreas del ser humano, al dialogar con la Antropología filosófica
podrían tener la posibilidad de evitar caer en posturas reduccionistas, que –como
sucede en otros ámbitos– extrapolan los resultados científicos más allá de su ámbito,
negándose –por ejemplo– a admitir la espiritualidad del alma humana.

Como se sabe, actualmente hay muchos intentos de reducir al hombre a lo pu-


ramente biológico. Se trata de posturas que ya se dieron en la antigüedad, y que aho-
ra pretenden apoyarse en las ciencias (por ejemplo, el emergentismo, el evolucionis-
mo radical, etc.). Tampoco faltan los proyectos de explicar la inteligencia humana,
que es una realidad viva, con inteligencias artificiales, como la de las computadoras,
cayendo en mecanicismos de cortes muy variados.

En consonancia con dichos reduccionismos, la comprensión de vida humana se


empobrece. Así, la actividad intelectual del hombre se reduce a la lógica, cuando no
a la simple combinatoria, olvidando que existen actos intelectuales cuyo nivel es so-
bradamente superior, no sólo porque no dependen de lo material u orgánico, sino
porque con ellos se alcanza a conocer la naturaleza, esencia y principios permanentes
de la realidad, no sólo los accidentes de ésta.

Es curioso, pero con tanta abundancia de datos aspectuales, en lugar de pro-


fundizar se recurre a representarlos, a menudo acudiendo sólo a la estadística; y hasta
se ha intentado hacer una antropología filosófica con métodos experimentales. En el
nivel de las ciencias positivas, tanto biológicas como socioculturales, se consideran
los hechos humanos y sus relaciones, tratando de explicarlos mediante la experimen-
tación y generalización.
La observación es muy importante en la antropología, pero debe llevarnos a
profundizar, ya que si bien se puede llegar a formular leyes que regulan las relacio-

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nes o interacciones de los fenómenos biológicos, es preciso integrar aquellos datos en
niveles de conocimiento más profundos. Asimismo, los fenómenos socioculturales
no se pueden reducir a números, ni a simples mecanismos de estímulo-respuesta,
porque el ser humano no es un bicho cualquiera, sino que tiene la dignidad de perso-
na, que dirige su vida libremente, abriendo o cerrando líneas temporales. Por tanto,
aquellas manifestaciones socioculturales han de tener en cuenta la existencia de la
libertad personal humana, que es un gran tema filosófico. De no aclararse respecto
de este asunto, se presentarán como ciencias con conclusiones recortadas o falsas,
puesto que no existen realmente leyes sociológicas o históricas deterministas. La
sociología exige una buena base antropológica-filosófica para no reducir el compor-
tamiento humano a factores externos.

Por su parte, la psicología experimental también necesita de una adecuada An-


tropología filosófica, lo cual no implica que no tenga autonomía ni que sus conclu-
siones se deriven inmediatamente de ella. En realidad, toda teoría psicológica conlle-
va implícita una concepción filosófica del hombre, incluso aquella que abiertamente
la rechaza. Así, el diálogo entre la Antropología filosófica y la psicología experimen-
tal puede ser enriquecedor, ya que aquélla puede proporcionar a ésta las razones úl-
timas sobre el ser humano. Por ejemplo, un psicólogo puede decirle a una persona el
porqué de su estado, por ejemplo, la causa de su tristeza: “Ud. está triste porque le ha
sucedido esto y como Ud. tiene este carácter y esta biografía, entonces le ha afectado
de esta manera, etc.”. Sin embargo, cabe que se siga preguntando sobre la razón úl-
tima de la tristeza, ¿por qué le acaece al ser humano la tristeza? Entonces la persona
humana no solo se pone delante el hecho de las carencias o el modo de identificarlas,
valorarlas o incluso desvelar su origen y autenticidad, sino que llega a dar con «sen-
tido» último de los verdaderos males o carencias, y por consiguiente del sufrimiento
y dolor humanos.

En suma, las ciencias biológicas, las ciencias sociales, la antropología cultural,


la psicología, han tenido un desarrollo en cierto modo autónomo y diverso en rela-
ción con el tema del hombre. Precisamente por eso dicha temática aparece algo
fragmentaria, amplia o dispersa, y consiguientemente, casi como inabarcable; por eso
su integración es uno de los grandes desafíos para quienes se dedican actualmente a
la Antropología filosófica.

En este sentido, Leonardo Polo propone profundizar en las relaciones filosofía-


ciencia: “Realmente no se puede decir que haya un divorcio completo entre la ciencia
y la filosofía, pues de los asuntos más profundos y básicos sólo puede hablarse de-
jando al margen lo que no es tan profundo, precisamente porque hacemos filosofía y
no sophia. El camino de acercamiento a la verdad, a lo primordial, no se abriría si no
se encontrara acceso a ella desde lo que es más somero. La filosofía no sería nada si
sólo fuese una ciencia de noumenos y no considerase también los fenómenos. Dejar
los fenómenos para la ciencia positiva, en una situación de dualidad con la filosofía,
es, en rigor, consentir en matar la filosofía”1.

1
POLO, L., Introducción a la filosofía, Pamplona, Eunsa, 1995, Cap. I. Disponible también en: www.leonardopolo.net

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I. EL HOMBRE COMO VIVIENTE

1. ¿Todo cambia o algo queda?

En el curso anterior, de Introducción al Pensamiento Clásico, repasamos los


orígenes de la filosofía clásica y su aporte al pensamiento occidental, remontándonos
aproximadamente hacia el siglo VII a. C., hasta un grupo de pensadores que se atre-
vieron a plantearse preguntas radicales sobre la realidad. Su capacidad de asombro,
consecuencia del gran vigor de sus agudas inteligencias, les llevaba a realizar pre-
guntas ‘de fondo’ como por ejemplo: ¿la realidad es pasajera o estable? Este asunto
es importante, porque si la realidad es eventual entonces es incierta; si ahora es y
luego ya no, estamos no sólo ante un juego de niños, sino que nos involucra a noso-
tros; si nuestra vida es pasajera, si se disuelve en la variabilidad de los instantes, co-
mo en un chasquido de los dedos, entonces ¿qué queda de nosotros?

¿Podemos hacer pie en algo estable? ¿Lo real es sólo lo que vemos, está en la
superficie o tiene un fundamento más profundo? Preguntándose frente a la realidad
es como buscaron el arjé o primer principio constitutivo y constituyente de la reali-
dad. Su respuesta fue –como luego detallaremos– que aquello que constituye la reali-
dad es estable, es el ser. De manera que el cosmos, a pesar de sus diversos eventos,
procesos y fenómenos, posee una cierta seguridad, más allá de la variabilidad, de la
fugacidad, del devenir, no se disuelve en el tiempo, por lo que el hombre queda al
abrigo de esa estabilidad.

Sin embargo, pronto advirtieron una gran aporía: la muerte humana. ¿Qué fun-
damento era ése, el de la naturaleza física, que no alcanzaba para que el hombre se
librara de morir? Y entonces empezaron a preguntarse por la fisis o naturaleza huma-
na: ¿Existe algo permanente en el hombre? ¿O será que estamos condenados a disol-
vernos en la variabilidad de los instantes, de modo que al morir no quede nada de
nosotros? Por tanto, de la pregunta por el fundamento del universo se siguió la del
fundamento del ser humano. Esta pregunta se hizo más intensa cuando varias cir-
cunstancias se dieron lugar hacia el siglo V a. C., en una de las polis griegas más
importantes de aquel entonces, Atenas, la cual se vio inmersa en una crisis social,
cultural y política, que a muchos les confundió, llevándoles a dudar sobre sí mismos
y sobre su capacidad de poseer la realidad de manera estable, segura.

En momentos de crisis, de vacilación, la sofística había medrado, se había ido


abriendo paso proponiendo diferentes ‘metros’ para medir la realidad, en especial la
que correspondía a la acción práctica, con el riesgo de fijarse sólo en los resultados
externos, en buscar, lograr, aferrarse y tocar con la mano el éxito.

Sócrates (470–399 a. C.) reaccionó frente a dicha confusión notando que lo


más hegemónico que tiene el hombre es su inteligencia y su capacidad de verdad, e
invitó a incrementar el conocimiento del ser humano. Es conocida su recomendación:
“¡Conócete a ti mismo!”. Conviene subrayar que esta actitud ante la crisis es de aco-
metimiento, no de rendirse, sino justamente de aumentar la actividad intelectual, para
no ceder o entregarse a lo aparente.

Según Sócrates el ser humano sí es capaz de hacerse con lo permanente de la


realidad y no sucumbir ante lo aparente y cambiante. La misma ética socrática parte
de la convicción de que sólo desde el saber y la verdad es como se puede dirigir la

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acción humana. Ciertamente, el poner el acento en dicha función racional pudo ha-
berle hecho inclinar la balanza de ese lado y caer en un intelectualismo ético1, pero
se comprende el por qué de aquel desequilibrio, que estaba justamente en la necesi-
dad de resaltar la actividad intelectual para hacer frente a la crisis.

Como es conocido, Sócrates se encontró ante la tesitura de refrendar con su vi-


da la autenticidad de sus convicciones teóricas. Su ejemplo de coherencia fue una
lección viviente (Sócrates no escribió nada). El mensaje era claro: la verdad es tan
importante en la vida humana, que una vida sin verdad no es vida.

Si los acusadores le perdonaban la vida a Sócrates, pero a condición de que no


volver a filosofar o cultivar la verdad, de que cuando hubiera una injusticia en la po-
lis se hiciera el disimulado, de que incluyera la falsedad y mentira en su vida, que se
hiciera hipócrita y convenido, eso era para él peor que matarle, porque una vida sin
verdad, sin uso recto de la inteligencia, no es vida de acuerdo con la dignidad huma-
na; la otra alternativa era el destierro, pero ¿qué había más allá de las fronteras de
Atenas? La barbarie, es decir, un vida sin verdad y, por tanto, tampoco dignamente
humana. Por ello, puesto en la disyuntiva prefirió beber la cicuta, ya que una vida sin
verdad no es vida.

Ese impactante testimonio de vida quedó muy grabado en la mente y en cora-


zón de un joven discípulo suyo, Platón (427-347 a. C.), quien lo ha dejado consigna-
do en varios diálogos, entre ellos el de La apología de Sócrates, diálogo apasionante
en que la figura de su maestro se yergue como el principal protagonista.

Platón, como todos los filósofos socráticos, se convenció de la excelencia de la


inteligencia humana, ya que es gracias a ella como el hombre es capaz de verdad, de
medirse con lo más permanente de la realidad y escapar de las apariencias y de la
caducidad de la vida temporal. Es esa misma relación la que le otorgó una gran reve-
lación, y es que la inteligencia humana es también permanente, de lo contrario no
podría reconocerla en la realidad. Esa permanencia de la inteligencia humana (nous)
es lo que le llevó a sostener la inmortalidad del alma humana, su capacidad de ‘salir-
se’ del tiempo. El diálogo platónico Fedón está dedicado a este tema. Es un gran
acontecimiento el realizar la experiencia intelectual. Por ahí podemos acercarnos y
vislumbrar el gran entusiasmo de Platón que le llevó a considerar que lo único im-
portante era el alma racional.

A veces se critica a Platón, se dice que estaba ‘en las nubes’, en la contempla-
ción de las Ideas; pero hay que tratar de meterse en sus zapatos, acercarse a su expe-
riencia noética, saborear la increíble capacidad que tiene la inteligencia humana, sa-
ber hasta dónde se puede llegar con ella, para luego criticarlo. En efecto, el gozo que
da la experiencia intelectual es difícilmente equiparable. Es probable que ante aque-
lla vivencia que le llevó a experimentar tanta excelsitud, Platón hubiese visto el
cuerpo no sólo como algo inferior, sino como algo perjudicial, un fardo que tira ‘ha-
cia abajo’, mientras que el alma racional está hecha para emprender unos vuelos tan
altos que aquel no puede ni siquiera sospechar.

De ahí que, según Platón, la tarea humana consista en tratar de librarse de lo


corpóreo y sensible para poder acceder a la serena contemplación de las Ideas; de
1
Consiste en afirmar que para obrar bien basta con saberlo. Evidentemente eso es irse al extremo. Qué duda cabe que para
actuar bien hay que pensar, emplear a fondo la inteligencia. Pero eso no basta. Como se verá en la asignatura de Ética, el saber
es requisito necesario pero no suficiente, ya que se requiere también del concurso de la voluntad y de la libertad del sujeto. En
descargo de Sócrates hay que decir que lo que le ocurría –a él y a los socráticos– era precisamente que su lucidez era muy
grande y esa luz de su inteligencia les alcanzaba para darse cuenta del profundo daño que una persona se hace al obrar mal y
como por tendencia básica no buscamos dañarnos, al darnos cuenta que algo nos deteriora tan profundamente, los socráticos
consideran que entonces uno no lo obraría mal.

14
aquello que para él constituye la realidad más potente por ser la más permanente 2.
Sin embargo, eso en definitiva se logra post mortem, cuando el alma se haya despo-
jado del cuerpo, es decir, cuando el ser humano ha salido de la caverna que es este
mundo.

Un discípulo de Platón, el socrático más maduro, Aristóteles (384-322 a. C.),


tendrá una postura un poco más equilibrada. Según la tradición heredada de los filó-
sofos que le precedieron, él también hace filosofía buscando el (los) primer(os) prin-
cipio(s) metafísico(s) de la realidad3.

2. Noción de alma. El aporte aristotélico

Como señalamos, Aristóteles emprendió una búsqueda de los principios más


radicales de la realidad. Se planteó cómo está constituida la realidad concreta y des-
cubrió que básicamente debe haber un principio indeterminado desde el cual algo se
configure, pero ese principio no es lo más importante, ya que es potencial, abierto a
un principio determinante, que le dé forma o contenido.

Por tanto, este último tendrá que ser acto; es lógico que sea muy activo, de lo
contrario no podría ser determinante. Aristóteles se queda deslumbrado al encontrar-
lo, le llama entelecheia, que es un acto formal o forma actual gracias al cual una sus-
tancia es ‘lo que’ es. De ahí que uniendo aquel principio de indeterminación con este
otro que es fundamental, determinante, da lugar a la famosa teoría hilemórfica, de la
que Aristóteles tiene el copy right.

La teoría hilemórfica, es la teoría aristotélica que sostiene que la realidad con-


creta está constituida por dos causas o principios, uno material (ὕλη) y otro formal
(μορφή), que se encuentran en toda sustancia real. Aristóteles reconoce que aquel
acto formal o forma actual es lo más importante, y se queda admirado de esa activi-
dad principial.

Es lo que ha sido considerado como el primer gran encuentro de Aristóteles


con el acto y, si bien no será el único, es el primero; en adelante tratará de no perder-
le de vista, le irá buscando en los posteriores encuentros, en esa misma clave tratará
de dar con un principio cada vez más activo.

También es sabido que varios autores consideran que esa causa o principio
formal es la ‘idea’ platónica que –a diferencia de Platón– no está ya más en un cielo
empíreo, sino que ahora es visto en las mismas cosas o sustancias reales. Algo de
esto ha sido representado en el cuadro de La Escuela de Atenas, del gran pintor Ra-
fael Sanzio, en la que aparece en el centro la figura de Platón señalando con el dedo
hacia arriba, mientras que Aristóteles, indica con su mano hacia abajo4.

Por otra parte, el hilemorfismo ha tenido varias versiones y críticas a lo largo


de la historia de la filosofía; incluso existe un planteamiento del hilemorfismo uni-
versal, en el que no nos detendremos, ya que es un tema que pertenece más a la meta-
física que a la antropología. Con todo, como veremos, la complejidad del ser humano

2
Según Platón, las cosas tienen ellas mismas su esencia estable, no relativa a nosotros, ni dependiente de nosotros, sino que
existen por sí mismas conforme a la esencia que les es natural. (Cfr. Crátilo).
3
“la finalidad de nuestro actual discurrir (es mostrar que) con el nombre de sophía todos hacen referencia a la ciencia de las
primeras causas y de los primeros principios”. ARISTÓTELES, Metafísica, 981b 27-28.
4
La literatura no podía ser menos, por ejemplo, Miguel de Cervantes en El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha,
propone dos personajes que encarnan esas dos categorías, el idealismo y el realismo.

15
es mucho mayor que la del universo, de manera que es comprensible que la teoría de
las causas aristotélicas se quede un tanto corta para la antropología.

En lo que a nuestro tema corresponde, quizá lo recomendable sea no despegar


nuestra atención de ese nivel de actividad encontrado inicialmente por Aristóteles, o
sea, seguirle la pista. Porque independientemente de si aquella ‘forma’ es la que vio
Platón o la que encontró Aristóteles, uno puede preguntarse ¿qué capacidad atractiva
tendrá aquella forma que fue capaz de embelesar mentes tan potentes como las de
Platón y Aristóteles?

Es muy probable que sea ese carácter activo e inteligible de la causa formal. A
los seres humanos nos va todo lo que sea activo, porque amamos la vida, que es acti-
vidad vital, que como tal tiende a su crecimiento; en cambio, no nos hace tanta ilu-
sión lo estático, lo inerte. También porque al ser formal ese contenido determinado es
como un estímulo para nuestra inteligencia, ya que no sólo estamos hechos para una
vida que no se detenga, sino también para crecer en el conocimiento de la verdad.

Sin embargo, varios autores han considerado que el encuentro con aquel prin-
cipio o acto formal ha sido la gran trampa o limitación de la filosofía de Aristóteles,
quien quedó muy ‘marcado’ por ella. ¿Cuál es la limitación de aquel principio for-
mal? Aristóteles va buscando explicarse radical, profundamente, la realidad. En esa
búsqueda se encuentra un principio –la forma– que es muy activo, ya que determina
a la sustancia concreta; sin embargo, advierte un peligro, y es que al constituir a la
sustancia concreta, aquella forma o actividad se ‘detiene’, como si se quedara ‘fija’ o
atrapada en ella.

Es pertinente detenernos en este asunto, aunque sea brevemente, porque la an-


tropología moderna ha esgrimido precisamente esa crítica al aristotelismo, su fijismo.
Tales autores se han escandalizado con esta teoría hasta el punto que se han ido al
extremo de considerar que el hombre es un dinamismo puro, que no hace pie en nin-
guna naturaleza fija, en ningún ‘contenido’ formal o ley natural, de manera que el
único proyecto que tiene el hombre, es auto-construirse a sí mismo.

Pero justamente Aristóteles advierte esa posibilidad, y él más que nadie está
dispuesto a no perder aquella actividad y dinamismo consiguiente. Para ello, trata de
‘sacar’ a la sustancia inerte al movimiento, se plantea un complemento de dos causas
más: una que es la causa eficiente y la otra que es causa final. Pero si bien la causa
eficiente –unida a la causa final– es capaz de imprimir gran dinamismo a las sustan-
cias concretas, se da cuenta que eso es poco. Y no es suficiente, porque en los seres
inertes lo que mueve a la sustancia es un agente externo, está fuera de ella, por lo que
no tardaría en preguntarse ¿qué ocurriría si la causa eficiente está dentro? Es su en-
cuentro con el alma del viviente.

Es claro que la actividad es muy intensa si el ‘motor’ está dentro de la sustan-


cia. Entonces, en el viviente su causa formal no es sólo determinante, sino que es un
principio intrínseco de movimiento. Por ello define al alma como principio intrínse-
co de movimiento, lo cual sí que provee de una notable actividad, porque, además,
esa alma es fin para sí misma, ya que es una actividad que redunda sobre ella. De
manera que el alma es una ‘tri-causalidad’: causa formal, causa eficiente y causa fi-
nal.

Según Aristóteles, es admirable el alma o principio intrínseco de movimiento,


que constituye, integra, organiza, auto-regula y sostiene al viviente, dotándole de
gran dinamismo y actividad. El asombro ante ese nivel intrínseco de actividad, le
lleva a realizar varias pesquisas y experimentos entre los vivientes vegetales y ani-
males, para descubrir su actividad vital, lo cual le ha valido a Aristóteles la califica-
ción de padre de la biología.

16
Así, la manifestación inmediata de poseer alma es el auto-movimiento. Tanto
vegetales como animales poseen auto-movimiento gracias a su alma o principio in-
trínseco de movimiento. Así, por ejemplo, un algarrobo posee un movimiento interno
fabuloso, realiza muchas operaciones por sí mismo, sus raíces absorben el agua, los
nutrientes, aprovecha la energía del sol para hacer la fotosíntesis, etc.; esas operacio-
nes corren por su cuenta.

De manera semejante sucede con los animales, como la fauna del campus; su
motor intrínseco les permite realizar más y mejores operaciones que las que realiza
un algarrobo, ya que, a diferencia de los vegetales, su alma posee mayor apertura,
pues pueden conocer y tender o apetecer sensiblemente, conocen dónde y cómo ob-
tienen algo de comer y hasta hacen gala de sentimientos en su correteo por el cam-
pus.

Con todo, tanto al viviente vegetal, como al animal y al humano les acaecen la
muerte. Pero Aristóteles, como buen socrático, sabe que si bien el hombre es mortal,
no todo muere con él, ya que el hombre, a diferencia de los otros vivientes, posee
inteligencia o nous –que es de índole permanente–, gracias a lo cual el alma racional
es inmortal. Uno de los argumentos más conocidos de Platón acerca de la inmortali-
dad el alma humana se basaba en la naturaleza del alma racional que era simple, no
tenía partes; por tanto, no se puede des-componer. En el ser humano, la simplicidad
del alma le da una especial ‘fortaleza’ para resistir a la muerte.

Aristóteles sigue profundizando en la naturaleza del alma humana, subrayando


su carácter activo. En esa clave, la muerte es vista como un déficit de actividad que
atañe al alma misma. Evidentemente, Aristóteles no tuvo ni barruntos del pecado
original, pero sí es posible darse cuenta que advierte esa debilidad, ya que si bien el
alma es activa, la intensidad de esa actividad no es tan potente como para llegar a
penetrar, integrar o dominar suficientemente al cuerpo, por lo que acaece la separa-
ción, que da paso a la muerte.

Como ya se ha señalado, Aristóteles no se rinde fácilmente, y considera que a


pesar de que la muerte está presente en el hombre, lo que hay que hacer es incremen-
tar la actividad intelectual, que es vista como la vida más alta. Si bien el alma no
muere, puede tener diversos grados de vitalidad. Aristóteles pone en el centro la acti-
vación de esa alma racional a través del ejercicio del pensar o entender, cuya activi-
dad es tal que es la vida más alta. En este punto los especialistas sostienen que se da
su segundo encuentro con el acto.

Coherentemente con ese descubrimiento, la tarea más propiamente humana es


ejercer su racionalidad y tratar de meterla en todas sus acciones, de manera que se
perfeccionen los principios próximos de la acción humana –sus facultades– para que
esa actividad vital sea potente. De ahí que la ética aristotélica es algo profundamente
vital.

Con todo, Aristóteles advierte que esa capacidad no es plenamente actual en el


hombre. Aquella ‘luz’ de la inteligencia no es continua, sino que es intermitente; no
siempre está en acto, sino que –aún poniendo todo nuestro empeño– a veces pensa-
mos o teorizamos, pero a veces no. Por ello, si bien Aristóteles otorga gran valora-
ción del nous y considera que el ejercicio intelectual, el pensar o vida teórica, es la
vida más alta, en definitiva, a donde llega es a plantearse lo siguiente: ¿y si hubiera
un entender que no se detuviera, que se ejerciera permanentemente? Y se responde:
eso sería propio de Dios.

Así, en ese camino de la búsqueda de niveles cada vez más altos de actividad,
de vida, Aristóteles llega a concebir la divinidad como Intelección plena, como la
Vida más alta: “intelección de intelección” (noésis noéseos). Se trata de un principio

17
viviente, pues “el acto por sí de él es vida nobilísima y eterna”5. Averiguación nada
despreciable (si bien limitada), teniendo en cuenta que Aristóteles es un filósofo pa-
gano que la logra descubrimientos con su sola razón.

Lo que sigue es consecuencia. Si la inteligencia humana o nous es lo que de


divino tiene el hombre, es el fundamento de la dignidad humana, ya que comporta un
dinamismo que aún con interrupciones, se dispara hacia el infinito. En esta línea
Aristóteles advierte que las operaciones del alma racional superan lo físico, pues su
actividad no corre a cargo de lo orgánico o material. Es conocido el ejemplo que po-
ne Aristóteles para que se vea la naturaleza propia del alma humana: si el ser humano
mira directa y cercanamente un objeto muy potente como el sol y no protege su vista
ésta puede deteriorarse; en cambio, si entiende algo muy profundo, su inteligencia no
sólo no se daña, sino todo lo contrario, queda mucho mejor, se capacita para entender
más y mejor. Eso es así porque la inteligencia humana no depende de lo orgánico; es
lo que le permite una mayor apertura; es lo que hace al hombre capaz de hacerse con
objetos no sólo inmateriales, universales, sino que puede alcanzar principios muy
profundos y radicales, que van más allá de lo físico.

La apertura de la inteligencia humana es hacia el infinito. Por ello Aristóteles


afirma que “en cierto sentido el alma puede hacerse todas las cosas”. Ese “en cierto
sentido” se refiere a la intelección. De ahí que posea un crecimiento irrestricto, lo
cual no ocurre en las facultades orgánicas o sensibles, cuyas operaciones tienen base
corporal. Así, en lo corpóreo cabe una detención del crecimiento, no sólo respecto a
la talla, sino al crecimiento de otras facultades que tienen base corpórea, como son
por ejemplo la imaginación o la memoria; en ellas sí es posible que llegue un mo-
mento en que al deteriorarse su base orgánica sea difícil establecer relaciones imagi-
nativas o recordar. En cambio, la inteligencia es operativamente infinita, puede cre-
cer cada vez más y más. Aún en el lecho de la muerte podemos ejercer una gran acti-
vidad intelectual.

Por otra parte, esa apertura de la inteligencia pone al hombre en el ámbito de la


libertad. El ser humano no está determinado por lo biológico. Evidentemente, su
operar sensible está presente mientras el alma está unida al cuerpo, pero no está
‘atrapado’ en ese nivel; tiene la vida en sus manos, es ‘causa sibi’, es causa para sí
mismo, pues puede dirigir su vida de una manera u otra, según su entender y su que-
rer libre. Pero por eso mismo, no está ‘defendido’ por su instinto, y tiene que cuidar
mucho su actividad racional para no equivocarse.

De ahí que poseer alma racional comporta gran responsabilidad. Hay que bus-
car la verdad, ejercitar la inteligencia, meterla en las variadas circunstancias de la
vida diaria. Es gracias a esa luz de la inteligencia como se puede iluminar el camino
de la vida humana. Fiel a la tradición socrática, Aristóteles no duda nunca que pensar
es la actividad –energéia– o vida más alta (está en la línea de la divinidad). Y como
el ser humano tiene dimensión temporal, la vida teórica se debe extender o ‘bajar’ a
la vida práctica; bien entendido que hay que pensar para encontrar la verdad y poder
actuar en coherencia.

Por tanto, siguiendo la búsqueda aristotélica del acto, de niveles cada vez más
altos de actividad, tenemos que no por tener alma racional está todo resuelto. Al res-
pecto cabe la pregunta: ¿Qué es más acto, el alma –principio intrínseco de actividad–
, o sus operaciones? O dicho de otra manera: ¿Es suficiente con tener inteligencia o
es más y mejor ejercitarla?

Desde luego que, según Aristóteles, es mejor ejercerla, porque sólo así somos
más acto. El alma es considerada principio remoto de las operaciones humanas, pero
5
ARISTÓTELES, Metafísica, XII, 9 y 7.

18
–como ya hemos señalado– el hombre no está en acto permanentemente, y surge la
tarea de tratar de pasar a acto y ser aquello que somos: seres racionales. Al respecto
es hermosa la metáfora que pone Aristóteles acerca del ‘hombre dormido’ y del
‘hombre despierto’. El primero es el ser humano en cuanto sólo poseedor de alma
racional, de inteligencia; en cambio, el segundo es el que ejercita esa inteligencia o
realiza operaciones intelectuales. De acuerdo con esto se podría decir: ¿de qué le
sirve al hombre poseer razón si no la ejercita? Es como si estuviera dormido. Por
tanto, no basta con tener alma racional, sino que hay que poner en acto dicha activi-
dad.

Es famosa la sentencia aristotélica de que la vida es ser (acto) para los vivien-
tes. Y la energeia humana superior es la de pensar. Lo más alto es poseer y ejercer la
inteligencia, porque –según Aristóteles– ahí se lo juega todo el ser humano, tanto su
vida práctica como su vida contemplativa. También es oportuno recordar la famosa
definición aristotélica del hombre como un ser que posee logos. Tener logos es bas-
tante, si bien no suficiente. Es muy importante poseer inteligencia, pues ninguno de
los otros vivientes tienen esa dotación. Entre los seres vivos hay diversos grados je-
rárquicos, el vegetativo, el sensitivo y el nivel racional, en el que se integran los otros
niveles inferiores, pero lo propio y diferencial es su inteligencia, ya que con ella pue-
de entender, separarse, abrirse al infinito y ser libre. Pero, toda la riqueza de esa do-
tación es muy poco si no se la pasa a acto, sería como si –por decirlo de algún modo–
quedarse inédito.

Una vez que hemos recordado de manera rápida y a grandes rasgos los aportes
de los grandes socráticos, y en especial de Aristóteles, nos detendremos a considerar
un poco más lo que conlleva esa actividad tan especial como es la vida humana. La
realidad humana es tan compleja que para empezar a conocerla es preciso detenerse
en las averiguaciones más básicas, no despacharlas pronto, sino detenerse para ir
profundizando en ellas.

3. Características de la vida humana

De acuerdo con lo que llevamos viendo se puede afirmar básicamente que:

a) La vida es acto

Aristóteles le llamaría energeia. Gracias al alma el viviente posee auto-


movimiento, lo cual le da una gran actividad. La vida no es nada abstracto, sino que
es una actividad real.

Pero entonces hay que ser coherentes con esta verdad. En esta línea Aristóteles
dirá que la vida (enérgeia) más alta para el ser humano es el conocer intelectual (lla-
mada práxis téleia), y en la vida moral será tajante al no dejar camino posible: o cre-
cer (lo propio de la vida) o morir.

Como se ha visto, en la metáfora del hombre dormido y el hombre despierto es


como si Aristóteles dijera: eres hombre, posees logos, inteligencia; pero no basta,
tienes que estar en acto, ejercer tu dotación racional; de lo contrario, no vives pro-
piamente como hombre, sino como un animal o una planta, ya que como hombre
estás dormido.

Siendo la automoción la característica principal del viviente gracias a que el


alma es el principio intrínseco de movimiento, donde mejor se da dicho dinamismo
(que tiene diversos grados en los vegetales y animales) es en el ser humano, ya que
integra el nivel biológico (las operaciones del sistema circulatorio, respiratorio, di-

19
gestivo, etc.) y la actividad sensible (mirar, imaginar, recordar, etc.) en su actividad
más alta que es la de entender, razonar, querer. Por ello, en el ser humano aquella
actividad intrínseca es muy particular; alude a un movimiento interior muy complejo,
un «dentro» muy profundo, a una «interioridad» signada por la actividad racional. En
correspondencia, un ser humano vivirá más intensa y profundamente cuanto mayor y
mejor sea su actividad intelectual, la cual brotando del interior del hombre se mani-
fiesta en sus acciones externas.

Actualmente, en psicología se suele usar el término atonía vital para señalar un


estado de falta de vigor o de vitalidad en un sujeto. En el lenguaje corriente este nivel
de atonía (a = sin, tono = vigor, energía) se expresa cuando se dice de un ser humano
que «no lleva el motor dentro de sí mismo», cuando ha renunciado a llevar él mismo
las riendas de su propia vida. Se podría decir que su situación anímica –la de su al-
ma– es débil, poco fuerte y nutrida, de tal manera que parece no tener fuerzas en su
interior para hacer frente a los retos y dificultades que toda vida lleva consigo, y que
en tal caso necesita ser movido por otro u otros, o que su vida queda a merced de sus
tendencias sensibles.

Lo que precede nos lleva a recordar que se suele decir que la vitalidad, el vi-
gor, es propio de la juventud; sin embargo, conviene precisar que según este plan-
teamiento la vida más alta se refiere al nivel de vitalidad espiritual, lo cual es inde-
pendiente de los años y la edad. En efecto, la intensidad de la vida, considerada en
profundidad, no depende tanto de lo corpóreo cuanto de que se ponga en actividad,
se actualice, o se incremente, su dimensión espiritual. La vida de una persona madura
puede ser muy intensa y fecunda, si va dirigida por su actividad intelectual y por la
conquista de cotas muy altas de verdad, de autenticidad. Caso distinto se daría si al-
guien por escasa vitalidad espiritual estuviese en una situación de abandono, deján-
dose llevar sólo por sus operaciones vegetativas o sensitivas. Por ejemplo, una de las
cosas que me llaman la atención es cuando se observa en los jóvenes un sentimiento
tan penoso como es el aburrimiento. ¿Cómo es posible? Precisamente en la llamada
‘sociedad del conocimiento’, cuando hay tantos medios para buscar y plantearse el
por qué cada vez más profundo de las cosas, de la realidad.

Es necesario vitalizar la inteligencia, despertarla, ejercerla, alimentarla, culti-


varla, hacerla crecer. De lo contrario, ocurre una gran pérdida. Es significativo que
cuando una persona se encuentra en una situación de escasa vitalidad interior, le ocu-
rre que va reduciéndose su campo de intereses, y en lugar de tener uno amplio, pro-
fundo y nutrido, va recortando su interés a pocas cosas y sin importancia, y sus rela-
ciones con el mundo, con las personas, son también agostadas y efímeras. Es un gran
decaimiento. Es como si la inteligencia, al no estar en actividad, fuera perdiendo
fuerzas para interesarse, conocer o profundizar en la realidad, del universo, de los
demás, por lo que el sujeto corre el riesgo de centrarse peligrosa y mezquinamente en
sí mismo.

De esta lamentable situación no estamos libres ni siquiera los que nos dedica-
mos a la filosofía. Es curioso, pero entre las mentes más agudas y bien entrenadas
suele haber directivos y empresarios de alto nivel, de cuyo realismo, coraje para ha-
cer frente a la complejidad, para plantearse los asuntos en profundidad, etc., tanto se
puede aprender. En este sentido hay que recordar que todo hombre es filósofo, en
cuanto se atreva a plantearse los asuntos con rigor y vigor.

b) Es auto-organización
La auto-organización, con su consiguiente auto-regulación, es una de las acti-
vidades básicas del ser vivo. Consiste en la diferenciación de partes y coordinación

20
de funciones, no de cualquier manera, sino en base a unas reglas, a una medida. Toda
organización empieza por ser básicamente esto: diferenciar elementos y coordinar
sus funciones en atención a una unidad, ya que la vida es eminentemente integradora.
En la medida en que esto no se realice se produce la desorganización y, en conse-
cuencia, la muerte.

También, como en la característica anterior, si bien la auto-organización es


propia de todo ser vivo, en el ser humano es mucho más rica y compleja. Evidente-
mente, se parte de la auto-organización en el nivel corpóreo. El cuerpo vivo al ser un
organismo, está constituido por órganos diferentes, con funciones específicas, que
concurren al bien del conjunto.

La desorganización del viviente comporta la pérdida de su vida, la muerte. Por


esto se suelen hacer equivalentes las frases: cuerpo vivo y cuerpo organizado. En este
nivel es muy interesante la relación entre cuerpo y alma humana, en lo cual ciencias
como la medicina, la neurociencia, la psicología, etc., tienen mucho que aportar en el
diálogo con la filosofía.

Además, teniendo en cuenta la dimensión social del ser humano, vida social
requiere también de una adecuada organización, regulación y unidad. Es el gran ám-
bito de los medios, de la técnica humana, de la vida institucional y política.

Para empezar, en la vida del ser humano la auto-organización alude a la dispo-


sición de los medios, especialmente a uno de ellos, que es muy importante: el tiem-
po; en segundo lugar está la organización del espacio, y en tercer lugar, la disposi-
ción de los medios materiales.

Qué duda cabe que, para cada quien, la organización del tiempo es muy impor-
tante. El tiempo es un medio o recurso limitado, y su uso comporta criterios éticos. Y
no sólo para no desperdiciar el tiempo sin hacer nada productivo, sino porque hay
que hacer justicia a las cosas, dar a cada asunto el tiempo que le corresponde, jerar-
quizar, etc., y, sobre todo, porque hay que emplearlo para crecer y aportar. Tenemos
un tiempo acotado y hay que aprovecharlo para crecer, para mejorar uno mismo y
ayudar a otros a hacerlo también. En este sentido cabe hablar de faltas, no sólo de
comisión, sino de omisión.

En el ámbito social es importante saber organizar las diferentes actividades que


las instituciones básicas realizan, tanto en la familia, como en el mundo laboral y en
el educativo. Así, por ejemplo, el mundo laboral debe saber articularse con el de la
vida familiar, de lo contrario una sociedad pierde vitalidad, se empobrece. Igualmen-
te, si en el mundo educativo, por ejemplo, en las universidades, no hay relación con
las empresas, se produce una pérdida para los individuos y para la vida de la socie-
dad. Inclusive si dentro de una empresa no hay una adecuada división del trabajo y
una estrecha correlación entre todas las áreas, el resultado es –por decir lo menos–
mucha energía perdida. En cambio, funciona mejor si hay una adecuada gestión con
prácticas, valores y convicciones vividos y compartidos. Precisamente el liderazgo
fomenta una situación en la cual se promueva y se armonice el crecimiento y aporte
de los diferentes miembros de una empresa o institución.

c) Intercambia con el medio externo

En su nivel básico esto lo lleva a cabo una operación importante que es la nu-
trición. Ella es la transformación de una sustancia inerte en viva, dentro del viviente.
Así, por ejemplo, el agua fuera del viviente es una sustancia inerte; sin embargo,
cuando el ser vivo la bebe se la apropia de tal modo que el agua en el ser vivo está

21
viva. Los alimentos, las proteínas, las moléculas de carbono, de oxígeno, etc., fuera
del viviente son sustancias inertes, en cambio, cuando son asimilados por el viviente,
cobran vida en el viviente. Sobre estos asuntos se ha investigado mucho en la actua-
lidad, hasta el punto de que al decir de algunos somos lo que ingerimos y lo que
nuestros hábitos alimenticios generan.

Es de resaltar el carácter inmanente de estas operaciones tan básicas; de ahí


que, en rigor, las sustancias nutritivas no alimentan al viviente, sino que éste «se»
alimenta. La nutrición es una operación importante, ya que si se deja de hacerla o se
realiza mal, pone en juego la continuidad de la propia vida. En cambio, si se realiza
bien sostiene al viviente y hace posible su desarrollo y el resto de sus operaciones.

En el ser humano, el intercambio con lo externo es mucho más amplio y pro-


fundo que en los animales vegetales. Como ya hemos señalado, la apertura de la
vida humana es mucho mayor que la de esos otros seres vivos. El hombre puede
apropiarse de más realidad que ellos; pero también incidir en lo externo de manera
más tajante.

El hombre usa el universo; pero debería hacerlo respetando su naturaleza y di-


námica. Como la relación hombre-universo es la de superior e inferior, toca al más
perfecto la tarea de perfeccionar a lo inferior, de ayudarle a desarrollarse, no de des-
truirlo. En esto hay que reconocer que la mano del hombre no siempre ha ayudado al
universo, sino todo lo contrario. El ser humano es capaz de destruir su hábitat, pero
como está en continuo intercambio con él, aquello le afecta a sí mismo. Existe una
ética ecológica, la cual, al defender al universo, protege al mismo ser humano.

Pero también la adecuada convivencia con los demás, que es mucho más que
simple intercambio, ofrece una inestimable oportunidad para el enriquecimiento mu-
tuo. El solipsismo, como el individualismo, no son nada son recomendables. En este
sentido hay que recordar que despreciar es perder. La exclusión de otros seres huma-
nos por ser analfabetos, por tener tal raza, tal cultura, conlleva una gran pérdida para
toda la vida social.

d) Está llamada a crecer

Es conocida la pregunta de Eckhart: “Vida, ¿para qué vives?” Evidentemente,


la respuesta inmediata es: para vivir más. El viviente humano tiene una dimensión
temporal, cuenta con un tiempo –entre nacimiento y muerte– en el cual está llamado
a crecer y desarrollarse.

Por ello, Leonardo Polo afirma que crecer es una manera de aprovechar bien el
tiempo. El viviente al dedicarse a crecer hace eso precisamente; desde su constitu-
ción hace que el tiempo juegue a su favor. En lo que toca al ser humano, son admira-
bles las tareas que tan puntualmente cumple el embrión humano, ya que en ello se le
va la vida. De ahí también que, según Polo, el aborto es matar un proyecto vital; se
trata de un asunto grave, porque es truncar el proyecto de vida de una persona huma-
na.

Crecer no consiste en un simple aumentar en el sentido de acumulación en el


plano material, sino que es una actividad vital, y como tal es no sólo ordenada e inte-
gradora, sino que al serlo crece en esa clave. El cuerpo del viviente humano está bá-
sicamente organizado, hay una unidad entre las partes y una correlación de funciones
que afectan al conjunto de su vida lanzándola hacia delante. La simple mezcla o
acumulación no es crecer, sino que el crecimiento de la vida comporta dirección ra-

22
cional, desarrollarse a partir de sus mismas potencias o facultades, de manera que el
crecimiento incide en la naturaleza del viviente perfeccionándola.

Es oportuno destacar el carácter integrador del crecimiento, que como la nutri-


ción, se realiza no aisladamente, sino –como ya hemos señalado– en relación con la
realidad externa. El viviente está en relación con su medio, del cual recibe diferentes
influjos externos, algunos de los cuales pueden ser positivos como en el caso de los
nutrientes que hacen posible su desarrollo, pero también puede recibir influjos exter-
nos negativos que amenazan su desarrollo o crecimiento.

Pero si se posee una vida fuerte, todo aquello es aprovechable para crecer. Así,
se podría decir que el viviente tiene muchas «defensas», desde el mismo nivel orgá-
nico. Por ejemplo, si se ha ingerido una sustancia nociva, las defensas del viviente
luchan contra ella. Sólo si aquella es muy poderosa y no puede ser neutralizada, so-
breviene la destrucción del organismo vivo y acaece la muerte.

A veces se piensa que lo propio de la vida es lograr el simple equilibrio ho-


meostático, pero el crecer supone dar un paso adelante, y en el viviente humano la
exigencia de crecimiento es aún mayor en atención a sus facultades superiores. El ser
humano, más que acomodarse y adaptarse, posee la capacidad de influir en el medio
ambiente adecuándolo a favor de la propia vida humana. El crecimiento de la huma-
nidad se ha tejido en esa clave.

Todo ello es así porque el ser humano puede habérselas con los influjos exter-
nos de muchas maneras, con gran despliegue de su inteligencia y hasta con inventiva.
Un hecho significativo es la capacidad de «cambiar de signo» a los acontecimientos
o influjos externos. Por ejemplo, un mal, como puede ser una ofensa grave que una
persona reciba de otra u otras, podría amenazar su crecimiento, incluso hay quien
entonces ve detenerse su vida o ya no quiere seguir viviendo; pero si sabe encajarlo,
si aquello es dotado de sentido, si saca fuerzas, si aumenta sus recursos, entonces
puede perdonar convirtiendo aquellos males en bienes, y puede seguir adelante más
fortalecido. En este sentido también cabe aplicar el dicho popular de que ‘lo que no
mata, alimenta’.

Junto con el crecimiento está el dar frutos, es decir, la capacidad de reproduc-


ción, ya que en un nivel determinado de crecimiento se está en condiciones de pro-
ducir un semejante. Así cabe una reproducción en el plano biológico, siempre y
cuando el viviente haya alcanzado un grado determinado de crecimiento o madurez.
La madurez es pre-requisito para la reproducción. En el ser humano se puede hablar
de madurez en varios niveles, en el orgánico o biológico, en el psicológico y en el
espiritual. Por tanto, en el ser humano le generación de otro ser humano requiere
integrar también la madurez propiamente humana, ya que la procreación tiene conno-
taciones morales.

En el plano espiritual también se puede hablar de «producción» cuando se ob-


tiene la respectiva madurez intelectual como en el caso de un científico, que puede
«producir» intelectualmente y aportar sus investigaciones para los demás, realizando
una tarea intelectual muy fecunda. Asimismo un verdadero maestro con la riqueza y
generosidad de su magisterio puede hacer posible un semejante, un discípulo, cuando
éste adquiere cierta madurez intelectual y personal. Ahora que está de moda el
coaching, es conveniente tratar de calibrarlo desde un planteamiento vital y no como
una simple ‘transferencia’ de conocimiento.

e) Es inmanente

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En general, la actividad más propia del ser vivo no es tanto actuar sobre otros,
sino actuar sobre sí mismo. Existen varias operaciones por las que el viviente puede
actuar sobre sí mismo (aquí se usan con alguna frecuencia los verbos reflexivos, por
ejemplo, trasladar-se, nutrir-se, desarrollar-se, etc.). Se denomina actividad inmanen-
te (in: dentro y manere: permanecer) a aquella en la que el viviente consigue su fin
en su propia operación, de manera que lo que ‘sale’ de la acción se ‘queda’ o ‘per-
manece’ en ella.

En el hombre se da la inmanencia en el plano del conocimiento, y de modo es-


pecial también se da en la vida ética o práctica. Es conocido el ejemplo que pone
Aristóteles sobre la inmanencia en el conocimiento, en el cual se posee el fin –la po-
sesión de la realidad– al realizarse la acción: “se ve y se tiene lo visto, se entiende y
se tiene lo entendido”, de manera inmediata, en la misma realización de la acción.

En cambio, esa inmanencia –o posesión inmediata del fin– no se da en las ac-


ciones transitivas o transeúntes, ya que, el ejemplo es asimismo de Aristóteles, al
construir una casa no se tiene ya la casa inmediatamente, y al tenerla se detiene la
acción, se deja de construir.

Es la diferencia entre lo que Aristóteles llama práxis y póiesis, la primera es


una actividad vital, inmanente, que posee su fin en la misma actividad (se ve y se
tiene lo visto), en cambio, la póiesis es una actividad que mientras se realiza no posee
su fin (construir una casa) y cuando obtiene su fin cesa la actividad (construir).

Respecto de la inmanencia en el ámbito ético, podemos ver que las acciones


humanas libres si bien ‘salen’ hacia el exterior, quedan «dentro» del sujeto, modifi-
cándolo. Esto sucede a través de un proceso de hiper-formalización, ya que al reali-
zar una acción libre se ponen en acto una serie de facultades las cuales se reconfigu-
ran, pasan del estado A al de A', dejándonos mejor o peor dispuestos para la siguiente
acción. Por esta razón, Leonardo Polo sostiene que se puede hacer un símil con la
cibernética, en cuanto que ahí se da una retroalimentación: se puede decir que en
nuestra vida los «out put» las salidas (las acciones que ‘salen’ al exterior), son «in
put», entradas (ya que ‘regresan’ al interior).

Es importante esta averiguación sobre la vida y la acción humana, ya que nos


advierte sobre la atención y cuidado que tenemos que tener al actuar y la invitación a
realizar acciones perfectivas, ya que de ello depende el perfeccionamiento de las fa-
cultades, con hábitos, que son necesarios si se quiere conseguir fines muy altos. De
manera rápida se podría decir con un autor de nuestros tiempos: “Tenga Ud. cuidado
de su propia alma”. Esa advertencia coincide con la recomendación socrática: hay
que ser cuidadosos y pensar bien para conducirse adecuadamente, ya que todo acto
que «sale» de nosotros «regresa» sobre uno mismo, configurándole positiva o nega-
tivamente; si esto no tuviera importancia, no comprometiera nuestro futuro, pero no
es así.

Meter el mal en la propia vida no es asunto de poca monta, que a lo más califi-
que a las personas. Ni tampoco hacer el bien es –por decirlo de alguna manera– un
simple recurso para dormir bien (por tener la conciencia tranquila). No, es algo pro-
fundamente vital, mucho más serio. Lo que conlleva introducir el mal dentro de uno
es un proceso de desvitalización, pues esas acciones se vuelven en contra del propio
sujeto. Si las facultades son el resorte de la acción y uno las deteriora, estaría ponién-
dose él mismo una trampa en sus pies.

Se requiere tener esos principios de la acción en ‘buenas condiciones’; de lo


contrario no podrán realizar proyectos importantes, ni alcanzar fines muy altos, ni –
en definitiva–, alcanzar la felicidad. En esa línea, el egoísmo es algo tonto ¿buscar el
bien propio a costa de los demás, haciendo el mal? A ese precio: no. Los grandes

24
socráticos no estaban dispuestos a deteriorarse internamente, porque se daban cuenta
que aquel éxito exterior conseguido era aparente. Ellos que nada sabían –porque no
eran cristianos– acerca del premio que Dios tenía preparado para quien realizara
buenas obras, consideraban que la manera de premiarse era obrando el bien, porque
de ese modo sus facultades se reconfiguraban positivamente y quedaban mejor dis-
puestas para la siguiente acción. En cambio, obrar mal era castigarse a sí mismo. No
se puede cometer el mal impunemente. Evidentemente se plantearon: ¿cómo saco el
mal de mi interior? Desde luego que puedo desandar el camino, eso requiere mucha
fuerza en la voluntad porque hay mucha inercia que vencer, pero el asunto es más
profundo: es que al haber hecho la experiencia del mal lo he saboreado, ya sé de qué
va el asunto, es decir, que ha dejado ‘huella’.

Una vez cometido el mal, se requiere reparar no sólo hacia fuera, sino hacia
dentro. En esa línea los ritos de purificación que tenían algunos griegos de esa época
eran escalofriantes. Aquí también hay que tratar de entenderlos bien. Por ejemplo,
cuando en la célebre obra de Edipo Rey la reparación por el mal cometido lleva a
Edipo a sacarse los ojos, se puede pensar que es una exageración, porque además, en
la era cristiana, se cuenta con la facilidad de pedir el sacramento de la confesión, etc.,
pero no es un asunto tan fácil.

En el plano humano natural, es importante ser conscientes de esta inmanencia


de los actos humanos que es un asunto tan vital. No tenemos «compartimentos estan-
cos», según los cuales podamos decir, por ejemplo, que hay cosas que hacemos ex-
terna o técnicamente y que eso no tiene nada que ver con nuestras instancias interio-
res. Cada vez que actuamos muchas de nuestras facultades se ponen en actividad, de
manera que después de cada actuación quedan configuradas nuevamente. Y dentro
de este planteamiento del dinamismo vital, aquello compromete la vida humana, de
manera que si alguien hace el mal, no necesita de nadie que le ponga un obstáculo a
su andar humano; él mismo se encarga de hacerlo.

A veces se dice que una cosa es «la vida pública y otra la vida privada», o
también se oye decir que «los negocios son los negocios», que son aparte. Pero, to-
dos nuestros actos humanos libres son inmanentes, de manera que en todos ellos
existe una retroalimentación continua, de modo que tienen consecuencias no sólo
externas sino interiores que pueden comprometer el futuro. Por lo tanto, los negocios
no son operaciones aisladas; si son malos negocios, no son realmente negocios, en
cuanto que en la acción humana la ganancia no es sólo externa, sino que hay resulta-
dos internos y si se actúa mal es el sujeto el que se deteriora.

Algo parecido se puede advertir a los pragmáticos, quienes a veces no se de-


tienen ante el uso de medios malos con tal de conseguir fines buenos y que los demás
se aguanten. Pero esa pretensión es falsa. En la historia de la humanidad, sólo Dios
puede sacar bienes de los males, nosotros no podemos alegremente cometer males y
tratar de convertirlo en bienes para los demás. Si se hace daño a las personas porque
se usa de medios malos o inadecuados, evidentemente ese mal hace sufrir a los de-
más, pero a quien lo comete le reconfigura mal interiormente, porque la acción prác-
tica externa tiene un efecto boomerang respecto del propio sujeto.

En general, uno no puede permitirse realizar un acto malo y pensar que no le


afecta. Aún un pensamiento muy interno, aquel del que pareciera que nadie se da
cuenta, influye en la actuación posterior en cuanto deja al sujeto más o menos debili-
tado, más o menos fortalecido. En la filosofía socrática esta consecuencia interna de
los actos humanos era continuamente puesta de relieve. Como ya señalamos, Platón
recibió una lección viviente, cuando su maestro prefirió la muerte a una vida sin ver-
dad: puesto a elegir, no le quedó otra alternativa, porque una vida sin verdad, aunque
fuera larga, en realidad era como estar muerto en vida.

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Tal legado socrático fue reconocido por Platón, quien lo puso de manifiesto en
sus escritos. Es conocida la clásica pregunta que Platón pone en labios de su maestro,
Sócrates, en uno de sus diálogos: ‘¿qué es peor, recibir una injusticia o cometerla?’
La respuesta es muy esclarecedora, ya que Platón considera que es peor hacerla, por-
que en este caso el propio sujeto es el que se hace malo. De manera que siendo las
dos cosas malas (no se podría decir que recibir una injusticia es algo bueno), lo que
es peor o «más malo» es realizar la injusticia. Sólo sería peor el recibir una injusticia
a cometerla si el que la realizara no tuviera consecuencias interiores, pero como los
actos humanos son inmanentes, entonces las hay inevitablemente, de manera que la
injusticia que «sale» al exterior, que va hacia la otra persona, «regresa» sobre el pro-
pio sujeto, quien acusa ese mal, esas consecuencias, interiormente.

Con el mal sucede que las facultades que han actuado quedan debilitadas, dete-
rioradas, pues han introducido el mal dentro de sí; de manera que si uno es muy tonto
todavía puede pensar que el peor daño se lo ha hecho al otro, pero es claro que no es
así. Si como vimos, aquel que recibió la injusticia aumentó sus recursos interiores, le
«cambió de signo» a ese mal y lo convirtió en bien, entonces éste último sale fortale-
cido, gana; en cambio, el hombre injusto sale perdiendo. Por esto se puede decir que
el egoísta, además de malo, es tonto; porque a veces piensa que sacrificar el bien de
los demás en favor del propio es necesario para cuidar de sí mismo y, por tanto,
miente, finge, maltrata, ofende, roba, etc., sin darse cuenta que su acción revierte
sobre sí mismo. En cambio, al hacer una obra buena en favor de otro, quien resulta
beneficiado es uno mismo, en su interior, en sus facultades, adquiere una ganancia
interna, aún si el otro no estuviera bien dispuesto al recibirla.

En suma, los clásicos vienen a recordarnos que cuando realizamos acciones no


sólo hay resultados externos, sino, y principalmente, resultados internos. Decíamos
que es necesario revalorizar actualmente esta verdad sobre el hombre, precisamente
ahora cuando cuentan mucho los «resultados externos», «el éxito», «las apariencias»,
«la imagen externa», etc. Hay que advertir que entre los resultados están inevitable-
mente los resultados interiores, no sólo los externos. Este gran descubrimiento de los
pensadores clásicos griegos puede contribuir a cuidar mejor los distintos ámbitos de
la vida humana, el personal, familiar, laboral, especialmente la labor de los padres,
maestros y directivos, quienes tienen una función pedagógica también, y la misión de
fomentar esa ganancia interna en sus hijos, alumnos y equipo de colaboradores.

En esta línea de la vitalidad profundamente humana, se puede ver que una em-
presa, de cualquier tipo, económica, educativa, familiar, etc., sólo tendrá desarrollo y
continuidad en el futuro si entre sus recursos cuenta con un buen equipo, en el que se
fomente la consecución de prácticas y hábitos perfectivos; pero como tener virtudes
no se improvisa, ni se consigue de inmediato, requiere una gran labor de formación y
liderazgo.

Por otra parte, la formación de los cuadros directivos es una tarea conjunta en-
tre la empresa y la universidad. Actualmente sí hay en las empresas la valoración de
buenos equipos, necesarios para alcanzar objetivos y metas cada vez más altos, ser
competitivos y crecer. Pero a veces sólo nos quedamos en las habilidades o compe-
tencias técnicas y profesionales; y hay que ir hasta los resortes de la acción que son
las facultades humanas. A partir de ahí hay que tratar de fomentar su desarrollo. Pe-
ro, si dichos seres humanos están estropeados, si el propio directivo los estropea, no
se puede ir a ningún sitio ni alcanzar ninguna meta importante, no se crece, a lo más
se sobrevive y a largo plazo la «organización» entra en pérdida. Por ejemplo, un di-
rectivo que dé a sus agentes de ventas unos incentivos económicos muy altos para
subir las ventas de su empresa «a cualquier precio», es decir, fomentando acciones
poco éticas, no puede ser tan torpe como para no darse cuenta de hasta qué punto está
estropeando a sus agentes de ventas, y después sería todavía más tonto si esperara de
ellos la lealtad, cuando ya los ha corrompido previamente.

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En general, el tener en cuenta esa dinamicidad inmanente de nuestras acciones,
por ser vital, nos debería ayudar a estar advertidos y vigilantes. A menudo vivimos
volcados a lo exterior, que nos reclama, nos seduce o nos atrae y podemos olvidar
que dentro de nosotros se está produciendo una gran actividad y movimiento interior,
nuevas configuraciones, inclinaciones, hábitos, etc. Pero si no cuidamos lo de ‘den-
tro’, lo que se maneja ‘fuera’ se acoge mal o descuidadamente.

4. Descubrimiento y olvido del ser personal

a) Balance del aporte clásico griego

Sintetizando lo dicho anteriormente, tenemos que:

1. La temporalidad y el devenir interpelaron a los filósofos griegos, quienes se


plantearon si el universo era eventual.

2. Por esa vía descubrieron que el universo tenía un fundamento estable.

3. En correspondencia, se percataron que, si el hombre era capaz de medirse


con lo permanente, era porque en él había algo de la misma índole.

4. Entonces, descubrieron la inteligencia, el nous, humano. Gracias al nous el


hombre podría acceder a los principios más radicales de la realidad.

5. Si el nous era lo más permanente en el ser humano, entonces no todo muere


en él.

6. Para Aristóteles (filósofo de la vida), el hombre es un viviente, en cuanto


que posee alma, que es principio intrínseco de movimiento (causa eficiente), formal
y final –tri-causal–, pero es un viviente especial, en cuanto que lo diferencial en él es
que posee logos.

7. Aristóteles considera que la vida es acto, y que la vida más alta es la teoría,
el conocer intelectual.

8. Si el hombre es capaz de verdad, está llamado a iluminar su vida práctica


con esa luz de la razón gracias a la cual, a diferencia de los animales, tenemos liber-
tad y, por tanto, es posible la ética que es vital.

9. La teoría es la vida más alta, pero el hombre la realiza intermitentemente; en


cambio, la plenitud de esa actividad pertenecería a la divinidad; según Aristóteles,
Dios es el “conocer que se conoce a sí mismo”.

10. En coherencia con lo anterior, la vida humana es un acto, pero es una acti-
vidad muy compleja, porque está signada por la racionalidad.

11. Teniendo en cuenta su especificación racional, se puede decir que a mayor


auto-organización y auto-regulación más vida humana.

12. La vida está llamada a un crecimiento continuo y en el ser humano cabe un


crecer irrestricto, tanto en la vida teórica como en la vida práctica.

13. Este desarrollo es inmanente, ya que en las operaciones de la inteligencia


se posee el fin en la misma realización del conocer.

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14. En las acciones humanas libres se da una hiper-formalización, de las facul-
tades, de manera que lo que esa retro-alimentación modifica interiormente al vivien-
te.

Los filósofos medievales reconocieron las grandes averiguaciones que los filó-
sofos socráticos habían logrado. El descubrimiento del nous como aquello que le
hace capaz de medirse con lo permanente y que por tal es inmortal y no sucumbe al
devenir temporal; es un aporte notable no sólo para la filosofía, sino para la cultura
occidental.

Descubrir lo estable de la realidad así como la correspondiente capacidad hu-


mana de acceder a ella, es algo de lo que ya no nos hemos podido desprender, tanto
que incluso cuando la negamos lo hacemos presuponiendo que lo que decimos es
verdadero y hay un trasfondo de estabilidad en la realidad.

Toda la ciencia occidental, las grandes hazañas que se han gestado en ese te-
rreno deben mucho a aquellos grandes filósofos. A partir de ahí los pensadores me-
dievales plantearon la teoría de los trascendentales, afirmando que la realidad es ver-
dadera, es buena, es bella; y el ser humano puede hacerse con ella.

Son los autores modernos los que han vacilado al respecto, considerando que
la realidad era engañosa, sospechosa y, por tanto, no era bella; pero justamente por
eso su situación es eminentemente crítica, de la cual no acabamos de salir.

También es una gran audacia el pensar la divinidad como la plenitud del cono-
cer intelectual y fundamentar la misma dignidad humana en la inteligencia, que es lo
que de divino tiene el hombre, es lo que los medievales llamaron la chispa de Dios
(scintilla Dei). La inteligencia es vista como lo hegemónico y diferencial en el hom-
bre, es lo que más le semejaba con la divinidad, que ejercía la actividad intelectual
permanentemente. Sin embargo, quedan algunas limitaciones en sus planteamientos:

1. ¿Cómo es posible que el alma sea un principio intrínseco de operaciones, un


acto, si no siempre está actuando. Porque si no siempre está en acto es porque es po-
tencia. Entonces, ¿en qué quedamos: es acto o es potencia?

2. La inteligencia humana –el nous– se ha considerado lo más alto en el hom-


bre, lo que al ser capaz de medirse con lo estable de la realidad nos revela su carácter
permanente e inmortal. Pero entonces, ¿qué significa la vida post mortem? ¿Sería
como un ‘presente continuo’? Si sólo nos quedamos en la apertura al infinito, sin
más, se corre el riesgo de concebir aquella vida como algo estático, lo cual sería co-
mo un detenerse, no sería vida6.

Además, si bien Aristóteles logró avizorar una gran y potente actividad divina,
aquel conocer, aunque es muy activo (Motor Inmóvil lo llama: motor, porque mueve
a toda la realidad; inmóvil, porque a él no lo mueve nada ni nadie), se trata de un
Dios impersonal y, además, solitario, que tendría poco que decirnos más allá de que
seamos atraídos por ese conocer absoluto.

b) Descubrimiento de la noción de persona

6
Algunos pensadores modernos han considerado que si la vida post mortem es una situación siempre igual y permanente
aquello sería insufrible, sería algo así como un bostezo eterno.

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Los filósofos medievales darán un paso adelante en la línea de resolver aque-
llas dificultades. Ellos ya cuentan con la plenitud de la Revelación judeocristiana.
Aristóteles no pudo contar con ella, ni siquiera la pudo sospechar, porque vivió cua-
tro siglos antes de Jesucristo.

Pero en la era cristiana7, gracias a la Revelación, se sabe algo central, y es que


Dios es Personal, es decir, que Dios no es soledad, no es una persona única, sino que
es Trinitario: tres Personas: Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, y cada una
de ellas lo es en función de las otras.

Pero evidentemente, la Revelación no es un tratado de filosofía. Con todo, no


exime del trabajo intelectual ni ahorra el despliegue de sus propios recursos metodo-
lógicos. Por tanto, tal como vimos en la asignatura anterior, el desafío de los filóso-
fos cristianos fue el de integrar la razón y la fe cristiana. Ese gran reto de integrar y
sistematizar ambos aportes fue asumido por varios filósofos cristianos, entre ellos
Tomás de Aquino. Él parte del reconocimiento del aporte aristotélico y le toma la
palabra para proseguirlo, tratando de responder a lo que el Estagirita no había encon-
trado, a pesar de que su búsqueda es todo un ejemplo de no desistir fácilmente.

En efecto, la búsqueda de Aristóteles, que es muy loable, le llevó a dar con el


acto de conocer pleno que sería la divinidad, pero lo que no llegó a vislumbrar fue
que Dios es persona. Por eso Tomás de Aquino pone de relieve que Dios es Acto, el
Acto Supremo, el Dios Vivo del cristianismo, lo cual responde a la búsqueda aristo-
télica de niveles muy altos de actividad, si bien el Dios Cristiano es muy distinto de
lo que Aristóteles concibió, pues es tan acto que es el Acto de Ser por antonomasia,
tan desbordante que es Ser Personal ya que no es solitario, sino eminentemente rela-
cional, de manera que su actividad es donante, tanto entre las personas divinas como
respecto de las criaturas a quienes otorgan gratuitamente el ser.

El gran aporte del cristianismo fue la noción de persona, es un ser eminente-


mente relacional y donante. Una persona sola sería un absurdo, un círculo cuadrado,
porque ser persona es una actividad tan desbordante que es apertura radical, que ‘sale
de sí’, hacia otra u otra(s) persona(s).

El ser o Esse divino, que da el ser o esse a las criaturas, poniéndolas en la exis-
tencia, sacándolas de la nada –creación ex nihilo–, es un gran acto de donación, de
radical generosidad, puesto que Dios no estaba obligado a crearlas; la creación es
enteramente a favor de las criaturas, es –por decirlo de algún modo– un desborde de
la exuberante actividad divina que al ser personal es radicalmente donante, amorosa.
Por eso, Tomás de Aquino formula la llamada distinción real de acto de ser y esencia
(esse-essentia), que se entiende desde su planteamiento creacionista. En las criaturas
se da la distinción entre el acto de ser y su esencia, ya que el acto de ser (esse) es
creado, es recibido de Dios; en cambio la esencia (essentia), que es concreada con el
acto de ser humano, es potencia.

Por tanto, la dificultad que se podía observar en el planteamiento aristotélico


de si el alma racional era acto o potencia8, desde la distinción real se puede ver que
está en la línea de la potencia, porque el alma depende de un acto que es siempre
activo y que es el acto de ser o esse hominis. En este sentido, Leonardo Polo solía
decir que Dios crea no cualquier cosa (no crea un churro), sino que se toma en serio a

7
Como es sabido, con la Revelación el mundo ya no es igual, y la historia tampoco. Con la venida de la Segunda Persona de
la Trinidad, Jesucristo, culmen de la Revelación, la historia se divide en dos eras, la pagana y la cristiana (a. C. antes de Cristo y
d. C. después de Cristo).
8
Aristóteles sostiene que “vivir es ser para el viviente”. De Anima, 415 b 13. En cambio, Polo afirma que la vida está en la
esencia y no es el acto de ser.

29
las criaturas y crea un acto de ser que, en el caso de los seres humanos, es un acto de
ser para cada quien, por lo que cada persona es única e irrepetible.

Si la persona es término del amor divino, su dignidad va más allá de lo que de-
cía Aristóteles, quien la ponía en el hecho de tener inteligencia o nous. La creación es
un acto de predilección divina, conlleva elección amorosa. El término dilectio viene
de diligere: que significa amar, lo que conlleva elección. Cada persona, cada quien,
ha sido elegido entre múltiples opciones. ¿Por qué yo y no otro? Sería la pregunta
clave, mucho mejor que la de Heidegger: ¿por qué el ser y la nada? Pero además la
pre–dilección, alude a una elección hecha desde antes (pre), y el antes que es más
antes, la anterioridad absoluta, es la eternidad; por tanto, si bien la criatura es tempo-
ral, la acción divina que le eligió es desde antes del tiempo, porque en Dios no lo
hay.

En la criatura hay distinción real entre el acto de ser (esse), que es activo, y la
esencia (essentia), que es potencial, que está puesta en la temporalidad precisamente
para que crezca a través del tiempo usándolo a su favor, pasando de potencia a acto,
algo parecido a lo que Aristóteles trataba de decir con su metáfora del hombre dor-
mido y el hombre despierto. Aristóteles buscaba niveles cada vez más altos de acti-
vidad. Y en este punto también está contestado a través de la filosofía cristiana, ya
que si en la criatura hay distinción real entre el acto y la potencia, en Dios no hay
distinción real, porque en él todo es acto, en Él no hay nada potencial. Por ello se
dice que la esencia divina no es potencia sino acto; por tanto, no hay distinción, sino
Identidad.

A partir de ese aporte, y en lo que toca a la antropología, se resalta la centrali-


dad de la persona humana, que es un acto de ser creado; todo lo demás –lo esencial–
es integrado por el esse. En este sentido, la antropología griega es aprovechable en
todo lo que se pueda, pero tratando de completarla.

Tomás de Aquino reconoce que la vida –especialmente la vida humana– no se


reduce a simple noción abstracta, sino que es acto, gracias a aquel principio intrínse-
co de movimiento que es el alma. En este sentido afirma: «Decimos que un animal
vive cuando tiene el movimiento desde sí mismo; es decir, cuando no necesita que
otro principie su movimiento», y también: «El nombre de vida se puso para significar
la substancia a la que por naturaleza conviene moverse espontáneamente, o a sí mis-
ma». Recoge entonces la teoría aristotélica sobre el alma humana. Ese principio in-
trínseco de movimiento que se denomina alma –psyché– es como el ‘motor’ intrínse-
co del viviente. Alma y vida son correlativas. Donde hay vida hay alma, y siempre
que exista un alma hay vida. También de acuerdo al tipo de alma se tendrá un tipo de
vida.

Es obvio que la posesión del alma es lo que hace que la vida no sea estática,
sino radicalmente dinámica. Pero en la filosofía tomista se va más allá: Aristóteles al
hablar de la vida se refiere a la «vita in motu»: vida en movimiento; por tanto, se le
toma la palabra y en lo que toca al ser humano dicho movimiento es mucho más ac-
tivo debido a que se trata de un alma creada, es decir engarzada en un acto de ser
personalísimo, gracias al cual Dios le ha puesto en la existencia y le sostiene en ella.

Por eso mismo, la vida post mortem se resuelve de cara a Dios. La filosofía
griega no pudo resolver el asunto de qué era dicha vida. Al principio, porque el Ha-
des es un lugar fantasmagórico. Los socráticos consideraron que era importante cui-
dar y enriquecer el alma para que después de la muerte el alma fuera a la Isla de los
Bienaventurados, donde había grandes personajes, con los que alternar y dialogar,
pero eso al final es muy limitado.

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En cambio, en el planteamiento cristiano, lo más importante del Cielo es que
se trata de ser metido plenamente en la Vida, en el Amor de Dios, es estar vivo para
Él. Aquello no es nada estático, sino todo lo contrario, es una gran actividad, como
dice Leonardo Polo es “conocer como uno es conocido”, es el gozo de saberse amado
personalmente, por toda la eternidad y de un modo siempre nuevo.

Con todo, la filosofía, aún con todas sus grandes y profundas averiguaciones,
es considerada por los filósofos cristianos “sierva de la teología”, ya que como es
obvio la mente humana no es capaz de explicarse completamente el misterio divino,
ni todo el alcance de la vida elevada y sobrenatural; sólo puede acercarse, pero por
no por eso estamos eximidos de esa aproximación.

c) El olvido del ser personal

Si el hombre reconoce su condición de persona, puede aceptar su dependencia


de Dios, que es su Origen y también su Destino. Como afirma Leonardo Polo, sucede
que al saber que yo soy, ahí mismo se sabe que Dios es. En ese sentido la antropolo-
gía sería una vía hacia Dios. Sin embargo, a través de un proceso que ahora no es el
momento de detallar, ya que corresponde a la asignatura siguiente dedicado a la filo-
sofía moderna y contemporánea, lo que sí podemos resaltar es que el hombre mo-
derno no quiere tener ningún vínculo con lo trascendente, rechaza ser hijo, en aras de
un afán independentista del que precisamente lo hace dependiente.

Entonces el ser humano pierde de vista su ser personal, y se vuelve incompren-


sible para sí mismo, su vida se extravía. A la par, varios filósofos modernos descono-
cen los aportes de los griegos clásicos. Como ya hemos visto, especialmente en Aris-
tóteles, se da la prioridad al acto; los modernos, en cambio, le dan prioridad a la po-
tencia. En ese sentido sostienen que el hombre es una entera indeterminación, pero
naturalmente su cometido será auto-determinarse. Y como lo que echan por la puerta
se les cuela por la ventana, enarbolan la bandera de la acción humana, pero esta vez
en un proceso dinámico que se dispara al infinito y cuyo valor máximo es lo que
Leonardo Polo denomina el “principio del resultado”.

Así pues, el hombre desvinculado de su origen y destino intenta cobrarse a sí


mismo en sus obras. Es lógico que sea así, perdido todo anclaje en lo trascendente, el
hombre moderno se aferra a los resultados externos, constatables, de su acción, tra-
tando de buscar en ellos la tan ansiada y perdida seguridad. Estos resultados son eco-
nómicos, cuantificables, ostensibles. Pero no son sólo de ese nivel de bienes materia-
les, sino también se refieren al éxito en el campo del poder político, etc. Se trata de
una carrera sin aliento, un dinamismo íntimamente desdichado, porque los resultados
externos están todavía al final. Esto va en la línea de lo que hemos indicado como
póiesis; por tanto, se olvida la inmanencia de la acción humana, las praxis, cuya ín-
dole es profundamente vital.

Esta actitud sería incomprensible para un griego clásico: ¿cómo se puede ser
hombre a través de los resultados externos de la acción, que son justamente inertes?
Según lo que hemos visto, el hombre lo es en sus actos, la vida es praxis, retroali-
mentación constante. Por tanto, desde este ideal del resultado, se compromete el cre-
cimiento propiamente humano, el de uno y el de los demás; pero lo más serio es que
el hombre moderno desconoce que es persona. Algo intuye, ya que resalta la noción
de sujeto en el sentido de libre, autónomo, etc. Pero si en lugar de sujeto pusiera a la
persona humana, coincidiría con los clásicos en resaltar la importancia de su ser. La
persona es única e irrepetible, y en este sentido, los modernos aciertan al reconocer
que el hombre está por encima del universo, no es parte de él; y está llamado a un

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dinamismo sin fin, porque la persona es acto, es activa o actuosa, como señalaba
Leonardo Polo.

Pero al no aceptar el carácter otorgante y relacional de la persona, caen en un


subjetivismo, en ponerse a sí mismos como criterio y fin último de todo. Esto, evi-
dentemente, es lo contrario de la noción de persona, ya que el subjetivismo aísla al
sujeto, le lleva al individualismo. Por tanto, también las relaciones interpersonales se
complican y la vida social en su conjunto; porque al retraerse la persona humana, no
aporta ni se da generosamente a los demás, empezando porque al no saberse persona
uno no se alegra con el acto de ser personal propio ni con el acto de ser de los demás.

Según Nietzsche el superhombre es una gran soledad, es –con sus palabras–


como un sol que es frío para otro sol. Pero entonces, si priman los intereses indivi-
dualistas de cada quien, se llega a considerar, con Hobbes, que el hombre es un lobo
para el hombre; se instaura el régimen del miedo, que es tan desvitalizador como el
individualismo, porque es paralizante: si uno no es el lobo mayor lo que queda es el
sometimiento al más fuerte o la muerte.

Evidentemente, esta situación ha traído serias consecuencias en los últimos si-


glos y lo que corresponde cuando se detecta una situación lamentable como ésta, es
tratar de salir de ella. En esa línea va la propuesta de la antropología de Leonardo
Polo, que como toda oferta es una invitación (no es obligado seguirla) a ser conscien-
tes de la riqueza de nuestro ser personal, a lo cual nos referiremos brevemente al fi-
nal del presente texto.

Esa labor de personalización de las masas, el recuperar la consciencia de nues-


tro ser personal, nos hace emplear de manera radical nuestra libertad, lo que impulsa
asombrosamente la acción humana. Por tanto, si la antropología moderna es clara-
mente dinámica, hay que tomarles la palabra a los modernos y ayudarles a descubrir
el gran dinamismo que comporta la libertad personal.

En lo que sigue trataremos de integrar las grandes averiguaciones logradas por


la antropología clásica, tanto la griega como la cristiana, viéndolas en esa clave, im-
buidas de una actividad muy radical, la que sostiene e impulsa el acto de ser perso-
nal.

32
II. VIDA RECIBIDA Y VIDA AÑADIDA

1. Unidad cuerpo y alma humana

La vida humana, según Aristóteles, integra los niveles de vida vegetativa, sen-
sible y racional. Los niveles de vida vegetativa y sensible constituyen la vida natural,
en la cual las operaciones del viviente humano dependen de lo corpóreo.

En la concepción humana toman parte activa los padres, que otorgan células
vivas al hijo. Por eso, más que reproducción cabe hablar de procreación, porque con-
tribuyen con dicha dotación a que Dios pueda crear una persona, un acto de ser per-
sonalísimo. Según el planteamiento creacionista de la antropología de Leonardo Po-
lo, Dios se sirve de esa contribución para crear el acto de ser personal, con el que le
llega el alma humana que es concreada con el acto de ser personal. Polo considera
que el alma humana equivale a la esencia humana, la cual se distingue del acto de ser
personal. En este sentido, se puede decir que el hijo pertenece más a Dios que a los
padres humanos. Polo habla de la vida recibida referida a lo orgánico, la cual es aco-
gida por el viviente humano ya desde el seno materno; éste se encarga de llevar ade-
lante la vida recibida, y al hacerlo le añade más vida; ese ‘plus’ de vida es añadida, a
partir del mismo despliegue epigenético, del cumplimiento de las admirables y pun-
tuales tareas que realiza el embrión humano.

En ese nivel de vida recibida y añadida se encuentra la llamada vida natural,


en cuanto que se refiere básicamente a la vida vegetativa y sensible, que tiene un
soporte orgánico que es muy importante. Así, Polo considera que la complejidad de
la vida humana es posible de ser vista como una especie de tejido de dualidades (que
no es dualismo) en que un término de la dualidad está muy relacionado con el otro
que es superior y que lo integra.

Así, lo maravilloso es que los seres humanos somos de tal condición que las
actividades biológicas van muy unidas con las espirituales. Tenemos una gran unidad
de cuerpo y alma. No somos ángeles, pero tampoco bestias. A menudo los problemas
han venido por no ver esa dualidad que se integra de manera jerárquica. La vida na-
tural es dual con la vida racional, y ésta se articula con la vida personal, cuya activi-
dad es radical ya que el acto de ser personal es muy activo y sostiene e influye en
toda la vida del viviente.

Es evidente que tanto las operaciones vegetativas de la nutrición como las de


desarrollo y reproducción biológicos implican funciones orgánicas; y también en el
nivel sensible se requiere de la base corpórea, y eso no sólo en lo que respecta a los
sentidos externos: ver, oír, oler, gustar y tocar; sino también en lo que toca a los sen-
tidos internos, como la conciencia sensible o sensorio común, la imaginación, la
memoria y la intuición sensible, llamada por los medievales cogitativa.

Sin embargo, aún en el nivel sensible, es conveniente no ver esa relación como
algo mecánico, ya que no se trata de una simple relación entre elementos corpóreos u
orgánicos. Según el planteamiento aristotélico esas operaciones en sí mismas son
inmanentes, por lo que no cabe un mecanicismo que considere el movimiento vital
como si fuera una relación mecánica de unas partes con otras.
Como ya hemos señalado, el viviente articula un principio material, con otros
tres que son formal, eficiente y final, de manera que el alma funciona en base a esos

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principios (tri-causalidad) sin excluir ninguno. En cambio, los mecanicistas se que-
dan sólo con la causa material y la causa eficiente; como el movimiento (causa efi-
ciente) que imprimo a este lapicero (en su aspecto material) sin más. Dicho de mane-
ra breve: el mecanicismo considera sólo dos causas, la eficiente y la material, pero
Aristóteles considera que en el viviente intervienen dos causas más, la causa formal y
la causa final. Al respecto hay que recordar que el estudio del código genético va en
la línea de recuperar la causa formal.

En el ser humano el cuerpo, su dotación orgánica, presenta una admirable


apertura, no está tan determinado como en el caso del animal. El movimiento sensi-
ble, tanto el que atañe al conocimiento sensible como a las tendencias sensibles, va
más allá del simple mecanicismo, porque en el viviente humano existe un alma, un
acto formal que no se agota en la constitución de uno o varios órganos, sino que ‘so-
bra’ respecto de ellos, de manera que se puede realizar más de una función; pero en
general todo el cuerpo está abierto al alma humana signada por la racionalidad.

El alma humana es tan potente que se podría decir que no sólo constituye e in-
forma al cuerpo, sino que ‘sobra’ respecto de lo orgánico. Así, la lengua no se agota
simplemente en el gustar, sino que también sirve para hablar; asimismo la laringe no
sólo sirve para respirar sino también para emitir voces con significado. Esa plastici-
dad, que da lugar a la plurifuncionalidad, manifiesta la grandeza del alma humana
que puede servirse de lo orgánico no para una o varias operaciones, sino que puede
engarzar esas operaciones sensibles en la riqueza de su alma racional.

Así pues, el alma racional integra la sensibilidad y la dimensión vegetativa


hasta donde le es posible. La unidad o integración no quiere decir que no diferencie
la índole propia de lo vegetativo y de lo sensible. Hay que diferenciar para unir o
integrar, de lo contrario se daría algo así como un “totum revolutum”.

En esa línea hay que recordar que las operaciones sensibles en sí mismas no
son materiales, pero ello no quiere decir que se confundan con la vida intelectual.
Inmaterial quiere decir no material, pero no todo lo inmaterial es intelectual. Por
ejemplo: una operación como puede ser una asociación proporcional que hace la
imaginación, en cuanto tal no es material (no le podemos hacer una fotografía), pero
no por ello es intelectual, sino sensitiva. Por lo demás, representaciones imaginativas
pueden tener los animales, en cambio, vida intelectual solamente los seres humanos.
Las operaciones de entender y de querer, pueden darse independientemente de los
órganos corpóreos (que si bien se encuentran presentes, no constituyen lo inteligido).

Algo inmaterial como el imaginar tiene soporte sensible, no se puede realizar


sin funciones neurológicas, aunque dicha operación no se confunda con ellas. Esa
dependencia del sentido respecto de lo orgánico lleva a que pueda frustrarse cuando
se presenten alteraciones neurológicas o desgaste orgánico considerable. Así también
el crecimiento de la imaginación puede detenerse en alguna etapa de la vida humana;
en cambio, la vida de la inteligencia, aún en la ancianidad, puede ser de gran lucidez,
tiene capacidad para tener un crecimiento irrestricto, por ello su existencia trasciende
lo material, es inmortal.

Los actos propiamente humanos como los de entender, el querer, pueden cre-
cer irrestrictamente, siempre pueden ejercerse más y mejor. En cambio, las operacio-
nes vegetativas y sensibles son limitadas, dependen de lo orgánico; por ello el alma
de los vegetales y de los animales es mortal, deja de existir en el momento en que lo
corpóreo-material se desorganiza.

Con todo, la vida sensible aún siendo inferior a la intelectual es superior a la


vegetativa. Algo central en que se diferencia el vegetal del animal no es tanto que
aquel no pueda trasladarse con movimiento local como el animal, sino que lo más

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serio es que no posee conocimiento, si bien no está ‘cerrado’ a lo exterior como una
piedra, su apertura es pequeña. De ahí que la vida animal sea un poco más compleja
que la vegetativa, especialmente en los animales más desarrollados. La vida sensible
posee más apertura que la simple vida vegetativa, ya que ésta no puede conocer ni
apetecer. En cambio gracias a la vida sensible se puede conocer imágenes y en con-
secuencia se puede apetecer sensiblemente.

Como el ser humano posee operaciones sensibles no sólo posee los clásicos
nueve sentidos, cinco externos (vista, oído, olfato, gusto, tacto) y cuatro internos
(conciencia sensible, imaginación, memoria y cogitativa), sino que junto con ellos
tiene básicamente dos apetitos sensibles, uno que le hace tender al bien sensible pla-
centero y otro por el que tiende al bien sensible arduo.

En cuanto que los animales superiores poseen también aquellas once faculta-
des sensibles, nueve cognoscitivas y dos tendenciales; pueden conocer y apetecer. Y,
sin embargo, aunque esas facultades son semejantes, no se despliegan igual que en el
ser humano.

A veces se llega a afirmar que los animales son inteligentes, pero su conocer
sensible es inferior al conocer intelectual. No se debe confundir la imaginación o
cualquier sentido humano, por más desarrollado que se encuentre, con la inteligencia
humana.

En el ser humano los sentidos tienen una base orgánica, como en los animales,
pues tales potencias no se ejercen independientemente de lo corpóreo, pero no se
activan igual que en ellos. Los sentidos no son exclusivos del hombre, aunque el al-
cance que tienen en los seres humanos es mayor debido a la presencia de las faculta-
des superiores como son la inteligencia y la voluntad.

La vida humana es superior porque el alma humana es espiritual; como ya se-


ñalamos, el hombre puede abstraer, entender, querer, etc., con una gran apertura que
lleva al infinito, y que puede crecer irrestrictamente. Así, el ser humano puede habér-
selas con lo infinito y las realidades trascendentes.

Asimismo, no se puede decir, por ejemplo, que se ame con un órgano, ya que
si bien el amor involucra a todo nuestro ser, por lo que incluye también a los senti-
mientos, en realidad, no se reduce a éstos, ya que es muy superior a lo sensible. Hace
poco lo veíamos en una entrevista a una joven a quien le habían realizado un tras-
plante de corazón, afirmaba que seguía amando a su mismo novio, antes, con el otro
corazón, igual que con el corazón que ahora tenía.

Aunque en algunas ocasiones se puede representar el amor con el corazón, esto


sucede porque estamos muy dados a imaginar y a veces no sabemos cómo conocer si
no es con imágenes sensibles, o porque a veces se reduce el amar al sentir. Pero el
acto de amar es un acto distinto de una simple afección del órgano. Con éste se puede
sentir, pero el amor humano no se reduce a eso.

A veces también se dice que los animales son ‘inteligentes’ porque poseen un
cierto «lenguaje», pero es diferente de la comunicación del lenguaje articulado que
puede contener un significado abstracto, universal, principial, etc., y que conlleva
detenerse, comprender, contemplar, de manera profunda la realidad.

En los animales superiores su capacidad neurológica les permite un gran desa-


rrollo de la imaginación y hacer relaciones de “Si A entonces B”, pero en dicha rela-
ción A y B son muy concretos, ya que ellos sólo funcionan con imágenes sensibles,
las que asocian, relacionan, etc., pero imaginativamente, no racionalmente, ya que no
pueden universalizar.

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Por otra parte, si bien el animal posee conocimiento sensible éste se da sólo en
relación a un comportamiento determinado, es decir, su conocer está en función de
fines que ya están en él de manera instintiva, de manera que no tiene libertad para
modificarlos; es más, el mismo conocimiento del medio en cuanto tal le está vedado
al animal. En el animal no cabe el «detenerse» a pensar, ni tampoco el penetrar inte-
lectualmente en la realidad. Las cosas, su entorno, los otros animales, las personas,
sólo son conocidos por el animal –y consiguientemente apetecidos– no en sí mismos,
sino en relación a operaciones instintivas como las de comer, dormir, aparearse u
otras necesidades biológicas. Por ejemplo, el animal conoce a «éste» que es su due-
ño, que le prodiga la comida, que le hace sentirse protegido, etc., conoce «aquel»
rincón o lugar en el que le ponen la comida, a «esta» agua, etc. Pero de este conoci-
miento concreto no saca propiedades, características generales, universales, etc. No
puede dar cuenta del ser humano que es su dueño, ni del espacio en cuanto tal, ni del
concepto de agua, etc.

Además, como se sabe, con el conocimiento siempre se despierta la apetición.


En el caso del animal, dado que su conocimiento es sensible, una vez despertados sus
sentidos, inmediatamente se ponen en marcha los apetitos sensibles, de manera que
en los animales el estímulo es ‘irresistible’. En los seres humanos, en cambio, media
la inteligencia, la cual puede detenerse a pensar, dirigir o retirar la atención de de-
terminados objetos libremente. Por lo tanto, el animal no tiene control de sus apeti-
tos, sino que su conducta es instintiva, es decir, no puede ejercer un dominio sobre
ella. Debido a esto, se explica que frente a la presencia del objeto, en cuanto lo capta
como bueno –o no– inevitablemente despliega sus emociones o ‘sentimientos’ sensi-
bles que ‘dirigen’ su comportamiento.

Así pues, el alma animal comienza y cesa con lo orgánico. Comienza a existir
cuando el cuerpo está suficientemente organizado gracias a recibir una dotación cor-
pórea, y cesa cuando le acaecen amenazas por encima de un cierto límite, por in-
fluencia de agentes externos destructivos, o por el desgaste de los propios órganos.
La muerte resulta de la lucha del organismo contra las fuerzas de destrucción, y es
parte del proceso de envejecimiento.

La vida humana es el nivel de vida más complejo porque involucra la vida ve-
getativa y sensitiva, cuyas operaciones integra dentro de la racionalidad humana.
Según Leonardo Polo el método más adecuado para hacer frente a la complejidad
humana es el llamado método sistémico, ya que en la vida humana todo está intrínse-
camente relacionado y, además, propone no objetivar (conocer formando ideas) ni el
vivir ni la vida, ya que el pensamiento objetivo es fijo; en cambio, la vida es todo lo
contrario, es actividad. En correspondencia con esa actividad se precisa un acto de
conocer superior a la operación (con ésta se captan objetos pensados o ideas). El acto
de conocer que no conoce objetos sino actos es el hábito. Con éste se puede captar la
vida. Es muy conveniente tratar de no perder de vista la actividad vital, para no fijar-
la o considerarla estáticamente.

Como ya vimos, la vida es acto, y donde luce esa actividad con todo su esplen-
dor es en la vida humana. Las operaciones vitales son inmanentes, aluden a una inte-
rioridad, y la humana es de una riqueza admirable.

Frente al mecanicismo o fisiologismo, que pretende reducir las operaciones


sensibles a lo meramente orgánico, hay que llamar la atención de que el alma huma-
na va guardando sus experiencias sensibles y disponiendo de ellas de un modo dife-
rente a una computadora.

Lo maravilloso es que los seres humanos somos de tal condición que las acti-
vidades biológicas van muy unidas con las espirituales. Tenemos una gran unidad de
cuerpo y alma. A menudo los problemas han venido por no ver esa relación, esa gran

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unidad de cuerpo y alma, de tiempo y eternidad, de un ser personal con una continui-
dad temporal, biográfica. En efecto, en el ser humano, hasta la sensación menos in-
tensa, por muy básica que sea, no es igual a la de un animal. Se podría decir que en el
ser humano lo biológico o corpóreo está ‘empapado’ (poco o mucho) de lo espiritual;
inclusive las cosas que usa, que toca, etc., adquieren una cierta modificación. Efecti-
vamente, hay cierta ‘humanización’ del hábitat o mundo físico o material. Por ejem-
plo, eso está en el fondo del significado que adquiere todo lo referido a la persona
amada. Su mirada, sus palabras son manifestaciones, una cierta ‘revelación’ de aque-
lla persona. Los lugares dejan de ser anodinos si los ha mirado aquella persona, el
suelo que se pisa, el paisaje, las personas, el universo entero cobran especial valor si
la persona amada los ha ‘vivido’, porque entonces los ha metido en su interior, están
enriquecidos con su presencia, porque han sido contemplados, valorados, amados,
por ella.

Por poco que se vea la maravilla del alma humana, la riqueza de su vitalidad
inmanente, le lleva a uno a preguntarse: ¿cómo se puede seguir creyendo que el alma
humana es material? Aunque parezca increíble, todavía existen materialistas que sos-
tienen que nuestras operaciones ‘no son más que’ actividades de índole físico-
química, que el cerebro ‘segrega ideas’ como el hígado la bilis, o como los riñones la
orina. ¿Qué sentido tiene decir que las ideas son un segregado del cerebro? El sentido
que tenía en los materialistas del siglo XIX –que eran de una ingenuidad admirable–
era un sentido cinético, mecánico, como se produce la luz con el fósforo. Tales mate-
rialistas pensaban que las ideas eran producidas en un sentido puramente físico de
producción. Pero lo característico de las ideas no es que sean producidas, sino que
sean conocidas en el mismo acto de conocer. Como ya señalamos, una computadora
no conoce el contenido de los archivos que guarda, ni se beneficia de su ciencia y
sabiduría.

Las facultades intelectuales realizan operaciones que, a diferencia del alma ve-
getativa y sensitiva, no necesitan de la influencia directa del cuerpo ni de sus órga-
nos. Esa naturaleza espiritual se nota también en la índole de los objetos que captan
sus operaciones. Por ejemplo, la inteligencia tiende a captar el ser, el ente y la ver-
dad. Estos objetos son universales, esenciales, inteligibles. Por su parte la voluntad
tiende al bien infinito, trascendente, lo cual abre al ser humano unos horizontes in-
sospechados para un animal, que se encuentra limitado por las cosas finitas, concre-
tas, materiales, sensibles.

El ser humano es el único ser que no se sacia con lo concreto, material, finito,
sino que, gracias a su espíritu, anhela lo que no se acaba, lo que no tiene fin, lo infi-
nito, lo permanente, lo eterno. Cuando se es pequeño quizá pueda contentarse sólo
con cosas de aquel nivel concreto. Pero cuando la inteligencia se abre paso el niño da
un salto en su conocer y en su querer y, si quiere una verdad, busca que ésta sea para
siempre (que no pase con el tiempo) y si barrunta el amor, quiere que éste no se aca-
be, que sea eterno. En suma, en la integración cuerpo y alma, sensible e intelectual,
esencial y personal, es donde se juega el transcurso de la vida humana. Esa unidad se
puede ver en la teoría aristotélica de las facultades humanas, que integra tanto a las
intelectuales como a las sensibles con base orgánica.

Así, el alma es el principio remoto de operación y las facultades los principios


próximos de actuación. La facultad explica el hecho de que el ser vivo no esté ejer-
ciendo siempre en acto todas sus operaciones, sino que unas veces activa unas facul-
tades y otras unas distintas. Por lo cual las facultades son principios inmediatos de las
operaciones, pero que pueden alternar con no obrar. Consideradas en sí mismas las
facultades humanas se ordenan a sus actos propios y éstos a sus objetos. De esta ma-
nera, si uno quiere conocer a las facultades, tiene que ir a las operaciones, a las cua-
les accedemos a través de sus objetos propios. Así, por ejemplo, el acto de ver espe-
cifica la vista que es la facultad de la visión, a su vez el acto de ver se especifica por

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su objeto: el color. Del mismo modo la inteligencia es una facultad que se especifica
por su acto de entender y éste a su vez por el objeto entendido, la verdad.

Es importante resaltar una característica de las facultades, y es que son muy


dinámicas; son como los ‘resortes’ de la actividad, por lo que se ordenan a la acción,
tienen a su cargo la realización de los actos u operaciones. Debido a esa dinamicidad,
que es inmanente, sucede que cuando actuamos esas facultades no se quedan estáti-
cas, sino que –como ya vimos– se modifican, no quedan igual que antes, sino que se
reconfiguran: adquieren una nueva ‘forma’.

Como ya señalamos, en el ser humano existen muchas facultades, pero las


principales son unas trece, de las cuales diez sirven para conocer, por lo que son po-
sesivas, ya que poseen el objeto propio conocido, y tres son tendenciales, es decir
que al no poseer tienden, ‘se dirigen hacia’ el término de su inclinación. Si las pre-
sentamos de acuerdo con el siguiente esquema, tenemos que distribuirlas entre dos
grupos: las cognoscitivas y las apetitivas.

A) FACULTADES COGNOSCITIVAS

Son aquellas potencias del alma humana que tienen como acto propio el cono-
cimiento. Estas facultades cognoscitivas pueden ser de dos tipos: sensibles e intelec-
tuales.

1. Facultades cognoscitivas sensibles

-Sentidos externos: vista, oído, gusto, olfato, tacto.

-Sentidos internos: sensorio común, imaginación, memoria e intuición


sensible (cogitativa).

2. Facultad cognoscitiva intelectual

-Inteligencia.

B) FACULTADES APETITIVAS

Son aquellas potencias humanas cuyo acto propio es tender hacia un objeto, un
bien, que se encuentra fuera del sujeto. Pueden ser también de dos clases: facultades
apetitivas sensibles y facultad apetitiva racional.

1. Tendencias sensibles

-Apetito o tendencia concupiscible

-Apetito o tendencia irascible

2. Tendencia racional

-Voluntad.

Antes de pasar a estudiar las operaciones propias de las facultades cognosciti-


vas y apetitivas, tanto sensibles como espirituales, tenemos que recordar algo muy
importante, y es que el ser vivo es una unidad, y cada una de sus operaciones no se

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dan de manera aislada, sino en relación con las demás. Esto se hace todavía más pa-
tente en el ser humano.

Al tratar de cada una de las operaciones vitales trataremos de tener en cuenta


que, si acaso tenemos que separarlas para poder centrar más la atención en la natura-
leza de su actividad, no podemos olvidar que forman parte de un conjunto de activi-
dades vitales que pertenecen a la unidad del sujeto.

2. Conocimiento sensible externo

Para empezar, es importante advertir que todo conocer es posesivo. Al respecto


viene bien recordar que los actos de conocer son inmanentes. Al comienzo estudiá-
bamos esta característica que tienen las operaciones del viviente; ahora vamos a ver
cómo se da la inmanencia en el conocimiento y, en concreto, en el nivel sensible.

Con el conocimiento se posee el fin, el objeto conocido, en la propia opera-


ción. Se ve y se tiene lo visto, inmediatamente. Al realizar la operación de ver se
posee el objeto visto, lo coloreado. Se podría decir que ‘la ganancia’, el ‘premio’ de
la operación es la posesión de la forma u objeto conocido. Como decíamos, esta po-
sesión da lugar a que ‘en cierta manera’ el sujeto cognoscente ‘se haga’ el objeto
conocido, ya que su posesión es inmediata. De ahí que ‘ingresen’ al interior del suje-
to cognoscente todas esas formas conocidas. Por tanto, los diferentes actos cognosci-
tivos están llamados a perfeccionar las facultades, ya que al redundar sobre ellas, las
facultades se alimentan con esas formas y entonces se disponen más o mejor para la
siguiente acción.

Así, la sensación es un acto inmanente que afecta y permanece en el sujeto, lo


cual reviste especial importancia en el ser humano. Los actos cognoscitivos que se
ejercen a través de los sentidos inciden en sus facultades configurándolas; en defini-
tiva, recaen en su principio remoto que es su alma, facilitándole o dificultándole sus
operaciones propiamente espirituales. El ser humano, a diferencia de los animales,
puede ejercer un cierto control y cuidado de su actividad sensible gracias a que posee
inteligencia y libertad.

a) Ver y mirar

Se podría establecer una diferencia entre el ver y el mirar. Ver es simplemente


ejercer el acto de la visión; si el órgano está sano y hay un medio físico como la luz,
entonces se produce el acto de la visión. El ver supone simplemente una cierta madu-
ración orgánica y especialmente una organización de los diferentes elementos capta-
dos visualmente por parte de los sentidos internos. Sin embargo, el mirar es más que
el simple ver. Mirar es ver con detenimiento, fijar libremente la vista en aquello que
queremos detenernos. Por esto, la mirada humana supone una cierta dirección de la
vista por parte del sujeto, lo cual comporta tener en cuenta unos ciertos criterios.

Lo que precede indica que el cuidado de los sentidos se corresponde con el sa-
ber dirigirlos. No da igual mirar, escuchar, etc. cualquier cosa, porque de esas formas
vistas, escuchadas, etc., se ‘alimenta’ el alma en cuanto que son integradas dentro del
ser humano. Uno se hace aquello que conoce; por esa posesión intrínseca el objeto
conocido queda, permanece, dentro de uno mismo. Así, por ejemplo, si a través de la
televisión uno se hace voluntariamente con imágenes de violencia u obscenas, enton-
ces él mismo «se hace» todo aquello que conoce, introduce dentro de sí ese salvajis-
mo o pornografía; lo cual no sólo despierta una serie de sentimientos, emociones,

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pasiones, etc., afectando a su sistema nervioso, sino que impide ejercer actos superio-
res; el sujeto queda por así decirlo ‘perturbado’ o ‘debilitado’ por la presencia de
aquellas imágenes que ha hecho pasar a su interior y que serán un obstáculo para su
propio desarrollo personal.

El ser humano es el único ser que puede dirigir inteligente y libremente su


conducta, aún tratándose de acciones tan elementales como el mirar o escuchar; sin
embargo, por esa misma razón también es el único ser que puede ir en contra de sí
mismo (los animales están protegidos de esto por su instinto). El ser humano es libre,
pero al ejercer su libertad tiene que saber por lo menos las consecuencias de lo que
hace.

La mirada humana, a diferencia de la del animal, puede ser dirigida por la inte-
ligencia. El mirar supone en cambio una dirección de la facultad de manera que la
mirada puede detenerse en aquello que es importante o relevante. Es muy importante
aprender a mirar, ya que es una de las maneras más inmediatas con la que nos hace-
mos con la realidad externa. Por ello es importante tener criterios, distinguir aquello
que es conveniente mirar de lo que no lo es; la observación conlleva la dirección de
la atención. Este detenerse, el fijar la mirada puede y debe ser dirigido. Hay cosas
que es conveniente mirar y otras que es mejor no atender a ellas. El ser humano tiene
la posibilidad, mediante criterios adecuados, de educar su mirada.

A su vez, la mirada humana es expresiva y tiene la capacidad de manifestar la


interioridad del sujeto. Por esto se suele decir que los ojos son como las «ventanas»
del alma; lo que hay en el interior de un ser humano se suele transparentar en su mi-
rada. La misma racionalidad queda patente en la mirada humana. Aquí como en tan-
tas cosas más, el ser humano aparece claramente superior. Aunque tanto el animal
como el hombre tienen sentidos, a pesar de que puedan tener dos ojos, la mirada hu-
mana es distinta de la del animal. En el ser humano se manifiesta la índole espiritual
de su ser. Por ejemplo, en las típicas fotografías que se suelen hacer a un niño de
unos ocho años con su perro, se puede observar que si bien los dos están frente a la
cámara fotográfica, puestos casi al mismo nivel, sin embargo, se advierte que la be-
lleza de la mirada del niño es patente, mientras que se puede decir que la mirada del
perro es un poco boba o estúpida. El brillo de la mirada del niño pone de manifiesto
la presencia de un espíritu, su naturaleza racional, propia del tercer nivel de vida, que
es el superior respecto a los demás seres vivientes.

Con lo que precede se puede indicar que, por los ojos no sólo ‘entra’ la reali-
dad, sino que también por ellos ‘sale’ o se manifiesta la interioridad humana. La mi-
rada humana es reveladora, a través de ella podemos captar el nivel de vitalidad de
las diferentes personas. Una mirada brillante normalmente manifiesta alegría, opti-
mismo, interés. Esa vivacidad se ve disminuida en el caso de la mirada triste. Por
eso, siempre que advertimos tristeza en la mirada podemos darnos cuenta de que
aquella persona tiene alguna dificultad o dolor que amenazan su desarrollo vital. Po-
dríamos detenernos mucho en este asunto, y ver las diferentes clases de mirada (mi-
radas esquivas y miradas claras, miradas indiferentes y miradas acogedoras, miradas
superficiales y miradas profundas, etc.); también podríamos ir hasta su base fisioló-
gica; sin embargo, a pesar de que la mirada humana es un tema antropológico, no es
éste un tratado de psicología, y no nos podemos detener mucho en tales descripcio-
nes.

Sí podemos destacar, no obstante, la importancia de la mirada humana, y su


correspondiente cuidado. La mirada humana nos hace asequible la realidad, nos pro-
porciona una apasionante apertura a ella. A través de la educación artística se puede
aprender a mirar un paisaje natural o una obra artística, se puede distinguir los ele-
mentos relevantes, la armonía de las formas, el trazo genial, la diferente intensidad
de los colores, la luminosidad, etc.

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La realidad física del universo es digna de ser contemplada. A veces no se sabe
mirar el universo, que en cierta manera es la casa del viviente humano; no se sabe
mirar ni siquiera su ‘decorado’, que es grandioso, y hasta hay quien se va de esta
vida sin saber de qué color es el cielo que tiene sobre sí, ni si cambia de color. Gran
parte de esa pérdida se debe a las prisas. Por lo demás, los seres humanos tendemos a
acostumbrarnos hasta a lo más maravilloso. Aquí quizá podríamos hacer la experien-
cia de echar abajo, como de un manotazo, el acostumbramiento, de intentar superar
ese extraño sopor que a veces tenemos los seres humanos. Precisamente cuando Aris-
tóteles hablaba del hombre despierto y del hombre dormido se refería al acto de co-
nocer, y aunque el conocimiento sensible es inferior al conocimiento intelectual, al
cual se refería Aristóteles, sin embargo, no por ello deja de ser importante conocer
sensiblemente.

El despertar de la sensibilidad requiere de auténticos maestros, desde la más


tierna infancia; pero eso requiere que aquellos hayan superado el peligro del acos-
tumbramiento cuando no del embrutecimiento de su sensibilidad. A veces pareciera
que caminamos por el mundo como adormilados, sin la experiencia ni el gozo de
conocer. Si intentáramos mirar, por ejemplo, las estrellas, las plantas, los paisajes, las
personas, etc., con la novedad de la primera vez, es posible que quedemos deslum-
brados. Es significativo el asombro de los niños, cuando por primera vez se enfrentan
sensiblemente a una realidad. Más llamativo todavía es el hecho de que a veces los
mayores intenten exagerar los rasgos de los personajes de los cuentos, de las viñetas,
con el objeto de llamar la atención de los niños; a veces se exagera, por ejemplo, el
largo de una nariz, cuando para un niño lo asombroso, y ante lo cual se detiene, es
que un ser humano tenga nariz.

b) Oír y escuchar

De modo semejante a la diferencia entre ver y mirar podemos distinguir ahora


entre oír y escuchar. Como es evidente, tanto en la diferenciación anterior como en
ésta se incluye la presencia de otras facultades superiores a la mera vista u oído. Sin
embargo, como hemos dicho desde el principio, el ser humano es una unidad, y no
cabe de él una explicación meramente analítica, en que las partes se estudien aisla-
damente.

Oír se diferencia del escuchar en que aquel es el simple acto por el cual se cap-
ta un sonido. En cambio, escuchar supone la captación auditiva de una unidad de
significado (por lo que supone una cierta actividad de los sentidos internos, espe-
cialmente de la imaginación), y especialmente requiere de la atención, lo cual, de
modo semejante a lo que ocurría con la vista, supone una cierta dirección por parte
del sujeto.

Es de gran importancia saber escuchar, aprender a oír con atención, contando


con criterios sobre aquello que vale la pena escuchar y también sobre lo cual es me-
jor no prestar atención; todo esto se refiere al desarrollo integral del ser humano y, en
especial, al mejor despliegue de sus facultades espirituales, la inteligencia y la volun-
tad. Es conveniente tener presente que la actividad espiritual del ser humano se desa-
rrolla mejor si se ejerce un dominio sobre la sensibilidad, empezando por la actividad
de los sentidos externos.

Saber escuchar es otro tema bastante extenso. Para lo que corresponde a este
texto introductorio, podemos empezar por hacer alusión al saber escuchar una melo-
día, lo cual requiere identificar las diferentes tonalidades y en especial los tiempos de
la melodía. Por eso, escuchar buena música, que no es meramente flujo de ruidos o
sonidos discordantes, constituye una actividad bastante formativa. La buena música

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nos proporciona una cierta armonía en la composición de las notas musicales; esa
proporción es de gran ayuda para el desarrollo de la imaginación.

De modo semejante a cuando fijamos la atención al escuchar una melodía mu-


sical, también podemos ejercer una cierta discriminación y control respecto a lo que
escuchamos. Así por ejemplo, es conveniente prestar mucha atención al contenido de
lo que escuchamos cuando estamos en una clase, atendiendo a una persona, etc. Por
otra parte, es conveniente no prestar atención a lo que no es importante, y mejor to-
davía no atender a comentarios denigrantes o negativos sobre las personas o sucesos.

El afán de saberlo todo, incluso cosas que no nos incumben, de ser en nosotros
un hábito negativo, puede llevar a una gran pérdida de tiempo, cuando no a actos
muy injustos como juicios temerarios, prejuicios, etc., y lo que es peor todavía, pue-
de acarrearnos un daño al guardar aquellas cosas que pueden ser un obstáculo para el
desarrollo personal.

En definitiva, de modo semejante al mirar, el criterio general es que conviene


mirar y escuchar todo aquello que contribuya al desarrollo personal propio o de los
demás, y hay que saber ser ciego y sordo ante todo aquello que puede dañarnos.

En el ser humano, el escuchar muchas veces va unido con el ejercicio del len-
guaje, con el hablar, por lo que a veces hay que hacérselo ver a las personas que no
tienen control sobre lo que hablan. Así, se puede decirle: “Eso que estás diciendo,
que me estás contando, ¿me ayuda a mejorar a mí o a ti mismo?”. Es muy convenien-
te aprender a no oír murmuraciones (‘el raje’, a veces institucionalizado), tampoco
las mentiras, falsedades, u otras cosas que no ayudan ni a quien las dice ni a quien las
escucha. Si no nos ayuda a mejorar es mejor no escuchar.

c) Olfato, gusto, tacto

Estos tres sentidos están considerados como inferiores respecto de la vista y el


oído. Al respecto se suele decir que el criterio para dicha jerarquía es que es un senti-
do más alto aquel que más vence el espacio y el tiempo, por lo que la vista estaría en
primer lugar y el tacto en el último. Así, cuando yo veo a una persona, no necesito
que esté a pocos pasos de donde me encuentro, sino que aún si mediaran cien metros
le podría ver; en cambio, si quiero saludarla, estrecharle la mano (tacto), necesitaría
acercarme para hacerlo.

Sin embargo, esto no quiere decir que no se pueda aprender a usar o dirigir
bien el olfato, el gusto y el tacto. Ciertamente, esto ya estaría en el orden de la esen-
cia humana, que es la vida natural desarrollada con la intervención de las facultades
superiores –la inteligencia y la voluntad–, que atenderemos en el siguiente capítulo.

Como ya hemos reiterado, en el ser humano todo está unido, y qué duda cabe
que así como es posible una ‘educación’ de la mirada y un aprender a escuchar, tam-
bién son susceptibles de ser ‘educados’ los otros sentidos. En esta línea están las es-
cuelas de catadores, por ejemplo.

3. Conocimiento sensible interno

Los sentidos internos se nutren de lo que les proporcionan los sentidos exter-
nos, los cuales nos ponen en contacto directo con la realidad externa. En los sentidos
externos la inmutación (la ‘especie impresa’ en lenguaje clásico) proviene del exte-

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rior; en cambio, en los sentidos internos especie impresa viene del interior, de la
misma sensibilidad: es la llamada ‘imagen retenta’ o retenida.

Los sentidos internos son aquellas facultades del alma capaces de representar
las imágenes sensibles sin que el objeto esté presente, ya que posee especies reteni-
das. Estas formas ya se poseen interiormente, gracias a las operaciones de los senti-
dos externos. Así, por ejemplo, la imaginación realiza representaciones, pero éstas
son posibles en cuanto existen ya las imágenes proporcionadas por los sentidos ex-
ternos. Uno sólo se puede imaginar algo a partir de lo que antes ha visto, oído, gusta-
do, sentido. Por esto el cuidado de la imaginación, memoria, etc. parte del cuidado de
los sentidos externos, los cuales son como la ‘puerta de entrada’ de aquellas formas,
imágenes, etc.

Según la clasificación clásica los sentidos internos son cuatro. Tres de ellos
son fundamentalmente cognoscitivos: el sensorio común, la imaginación, y la memo-
ria. El otro sentido aunque es cognoscitivo es también valorativo y se llama estimati-
va en los animales y cogitativa en los seres humanos. Tanto la estimativa como la
cogitativa requieren del concurso de los otros sentidos internos, del sensorio común,
de la imaginación y de la memoria.

a) Sensorio común o conciencia sensible

El sentido común no equivale al buen sentido, es decir a la razón o la inteli-


gencia en su actividad espontánea, que tiene la capacidad de poder distinguir lo ver-
dadero de lo falso, ya que los animales que tienen tal sentido común porque no por
ello poseen inteligencia. Tampoco es un sentido que tenga por objeto los «sensibles
comunes» (tamaño, movimiento, etc.), ya que éstos son objeto de los sentidos exter-
nos; en cambio el sentido común es interno.

Sus funciones son:

1) Distinguir y unir cualidades sensibles diferentes, de orden diferente, como


un calor y un sabor. Por ejemplo, ante un terrón de azúcar distinguimos el blanco de
lo azucarado y lo referimos a lo mismo, pero para comparar hay que tener a la vez
los dos objetos. Esto no lo puede hacer ningún sentido externo sino el sensorio co-
mún. Por ello el sentido común es el que toma parte en la configuración básica de la
percepción (unido frecuentemente a la imaginación), ya que compara y relaciona la
información que dan los sentidos externos sobre un mismo objeto.

2) Saber que sentimos. Por ello se le puede llamar conciencia sensible. Un sen-
tido no puede ‘reflexionar’ o ‘recaer’ sobre sí mismo. Por ejemplo, el ojo ve los colo-
res, pero no puede ver su visión de ellos, para lo cual se requiere del sensorio común.
Sin embargo, ‘reflexión’ no significa aquí operación intelectual.

Gracias al sensorio común, que unifica la experiencia sensible, es posible con-


seguir una conducta adaptativa y unitaria respecto a todo aquello con los que se rela-
ciona el hombre, como el animal. El sentido se basa en los sensibles comunes y a
partir de ahí compara las diferentes sensaciones y hace una primera verificación de
su coherencia.

b) Imaginar

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La imaginación es una facultad que tiene como objeto representarse la imagen
sensible. A tal representación se denomina clásicamente ‘fantasma’. Por esto, a esta
facultad se le llama también ‘fantasía’. La actividad imaginativa consiste en volver a
hacer presente un objeto concreto, sensible, captado inicialmente por los sentidos
externos.

Por los sentidos externos se hace ‘presente’ una forma por primera vez; por los
sentidos internos se vuelve a hacer presente esa forma, pero de manera que la imagen
representada no es la presentación directa de la realidad, ya que ésta se da cuando lo
real se encuentra ausente.

La actividad imaginativa requiere de imágenes que se poseen gracias a los sen-


tidos externos. A partir de ahí re-produce o se re-presenta una, varias imágenes, o se
compone una distinta a partir de aquellas. Así, la imaginación, como todos los senti-
dos internos, funciona a partir de los datos que le suministran los sentidos externos.

Se suele señalar que el proceso de la imaginación parte de la fijación y conser-


vación de las sensaciones. La imaginación cumple una función selectiva, pues, sólo
fija lo que le afecta suficientemente o lo que es de interés. Para realizar la fijación, se
requiere que, efectivamente, se haya producido una ‘fijación’ de las sensaciones en
su base orgánica, y que haya un conocimiento integrativo de aquellas sensaciones
reunidas en una unidad de significado (percepción). Esto es lo que haría posible la
actividad propiamente imaginativa que es la reproducción de las imágenes. Aquí hay
que tener en cuenta que lo agradable se representa con más facilidad, pero también se
puede olvidar de un modo natural y espontáneo. La reproducción de las imágenes
puede seguir las leyes de semejanza, de contigüidad, de causalidad.

A partir de lo anterior cabe indicar que la imaginación, la animal y la humana,


es capaz de ejercer una actividad proyectiva muy importante en la vida práctica: la de
prever y anticipar futuros esquemas de acción. En suma, el objeto de la imaginación
es la reproducción de imágenes sensibles que antes han sido percibidas por otros sen-
tidos, y que la imaginación las recrea nuevamente.

Asimismo, se pueden distinguir varios tipos de actividad imaginativa.

1) La imaginación eidética, la cual consiste en reproducir sólo imágenes, ais-


ladas, sin establecer relaciones entre ellas. ‘Eidos’ hace referencia a ver; lo eidético
es lo visto. Por eso este nivel de imaginación es el más básico, el que está más cer-
cano a la percepción, a sentidos externos como la vista.

Este tipo de imaginación se puede detectar especialmente en los niños. Tam-


bién es posible advertirla en los sueños, en los que la sucesión de imágenes es in-
coherente. En este nivel, las imágenes no están organizadas y como tales se represen-
tan. El golpeteo de dichas imágenes puede producir una algarabía que es necesario
controlar introduciendo el orden con el consiguiente sosiego interior.

2) La imaginación proporcional. En este nivel se da ya un incipiente orden u


organización de las imágenes. Por medio de esta imaginación se pueden establecer
relaciones entre las imágenes. Así, se pueden establecer relaciones de asociación:
semejanza, diferenciación, etc., con lo cual se establece una cierta proporcionalidad.

La asociación permite también establecer un tipo de relaciones parecidas al ra-


zonamiento lógico, pero que no se pueden confundir con él, ya que son actividades
distintas, pues una es de la imaginación, la otra es de la inteligencia. Un tipo especial
de asociación se puede formular de la siguiente manera: “Si esto, entonces aquello”
(siendo 'esto” y “aquello” algo muy concreto). Por ejemplo, un gato, que es un ani-
mal que también tiene imaginación, puede relacionar o asociar la ausencia de la co-

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cinera en la cocina con el comerse el pescado puesto sobre la mesa. Por eso, si ve a la
cocinera, en ese caso no se atreve a realizar esa hazaña; debido a esta capacidad de
relacionar se dice a veces que el animal ‘es inteligente’. Sin embargo, esa asociación,
que es siempre particular y que es muy conveniente para la conducta práctica del
animal, no significa que posea inteligencia, ya que es una actividad que realiza gra-
cias a su imaginación simplemente.

Dicha asociación relaciona dos términos, que se pueden señalar como A y B,


pero siendo éstos muy concretos. Es diferente del razonamiento lógico condicional:
“Si A entonces B” (si hay gravedad los cuerpos caen), porque se mueve en un ámbito
abstracto y no concreto como es el caso del animal, el cual no puede llegar a abstraer
leyes, ni a hacer generalizaciones.

El ser humano también puede moverse con asociaciones o relaciones concre-


tas. A veces pueden darse confusiones en este orden, ya que una persona puede tener
muy desarrollada su capacidad de relacionar elementos concretos; por ejemplo, aque-
llas personas que son muy rápidas en ese aspecto, muy astutas, poseen esa habilidad
de asociar o relacionar los medios con los fines, de manera que consiguen sus objeti-
vos o siempre encuentran una salida. Sin embargo, eso no quiere decir que sean muy
inteligentes, sino que tienen una imaginación muy desarrollada.

3) La imaginación del espacio y del tiempo

Se trata de otro nivel de imaginación en el que ésta es capaz de representarse


figuras en el espacio y continuidad en el tiempo. Este espacio al que nos referimos es
el espacio euclídeo, que es el imaginable, por ser tridimensional o de tres dimensio-
nes. El espacio de cuatro, ocho, diez dimensiones, así como el espacio y el tiempo
infinito no los podemos imaginar, son captables sólo por la inteligencia.

El espacio y el tiempo imaginados, suponen una imaginación de alto nivel, ya


que su medida es interna a ellos mismos. Por esto es posible descubrir en ellos una
regularidad. Además, la imaginación espacial y temporal sirve para la planificación u
organización básicas. Por tanto, el descubrimiento de las reglas, de los teoremas, de
la geometría euclídea, es muy formativo para la imaginación humana. El estudio de
la geometría cumple aquí un papel muy importante; sin embargo, su tratamiento es
propio de la filosofía de la educación.

4) Imaginación simbólica y creativa

La imaginación simbólica es aquella que pone en relación un símbolo o un


signo con aquello que representa. Aquí cabe la actividad representativa del lenguaje.
La imaginación creativa, por su parte, es aquella que ‘se sale de lo dado’, aunque
para hacerlo tenga que contar con aquello ‘dado’; pero va más allá, dando lugar a la
creación, especialmente la artística.

De manera semejante a los otros sentidos, cabe una educación de la imagina-


ción. En primer lugar, podemos decir que teniendo en cuanta lo anterior, es evidente
que es importante tratar de superar el nivel de la imaginación eidética e ir consi-
guiendo los niveles más altos de imaginación.

La imaginación, al igual que todos los sentidos, posee una base orgánica. Sin
embargo, a diferencia de los sentidos externos, su base orgánica (especialmente su
dotación neuronal) se encuentra en el interior del cerebro humano, y su maduración
es más lenta, pues dura muchos años.
Se suele decir que la imaginación se puede educar hasta los 20 años aproxima-
damente. Así, es posible desarrollar la imaginación desde la más tierna infancia, de

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modo que orgánicamente se puedan establecer las relaciones o configuraciones (los
circuitos de las neuronas libres). Si se educa la imaginación, ésta puede desarrollarse,
y con ello se posibilita una actividad intelectual muy potente. En cambio, si la imagi-
nación está desordenada, es muy difícil avanzar en el campo intelectual.

Es lo que sucede en el nivel de la imaginación eidética. Su desorganización


provoca un desorden. En esa situación las imágenes fluyen sin control. Esto es propio
de los niños, pero también se puede dar en las personas adultas. En este caso se habla
de la imaginación como de la ‘loca de la casa’, ya que la algarabía de las imágenes,
de la fantasía, alborota al sujeto que la sufre. En este sentido también se suele decir
de esas personas, que tienen ‘la azotea alquilada’, en cuanto que al modo de quienes
tienen inquilinos molestos en el piso de arriba, tienen ‘mucho ruido’ y muchos pro-
blemas debido a esas perturbaciones.

Sin embargo, cabe dominar, ‘sujetar’ la imaginación; en la medida en que una


persona vaya educando su imaginación, en la medida en que controle sus impresio-
nes, sus emociones, sus sentimientos, y aprenda a ‘pasar la página’, es decir a tener
criterio, a discriminar, a no dar lugar a que imágenes inútiles o nocivas le dominen,
en esa misma medida se introducirá el orden y el dominio interior.

Por otra parte, como hemos señalado, el dominio de la imaginación es indis-


pensable para progresar en el conocimiento intelectual. Por esto es importante ir ad-
quiriendo los niveles superiores de la actividad imaginativa. De lo contrario, la disci-
plina, el orden y la profundidad que requiere la actividad intelectual se hace muy
difícil. Así, se puede prever lo que le sucede a un alumno que se pasa más horas de-
lante del televisor que delante de los libros, ya que ese flujo de imágenes, descuidada
y perezosamente aprehendidas, no sólo no requiere ningún esfuerzo, sino que su des-
orden, caos y desproporción, debilitan al sujeto cuando no introducen contenidos que
impiden grandemente su desarrollo personal.

Para contribuir al desarrollarlo de la imaginación se puede aprovechar el juego,


el arte, la lecto-escritura y la geometría. En los primeros años es conveniente encau-
zar la imaginación a través del juego y de la creación artística en todas sus modalida-
des, las artes plásticas, la literatura, el baile, etc., lo cual introducirá al niño poco a
poco en una normativa propia de cada una de esas actividades. En cuanto a las ‘en-
soñaciones’ tan frecuentes en los adolescentes, es conveniente ayudarles con delica-
deza a introducir una confrontación de sus imágenes con la realidad concreta, a orga-
nizar sus imágenes y a introducir el razonamiento en sus sueños. Por otra parte, en-
señar a soñar a un niño o a un adolescente es un arte que requiere verdaderos maes-
tros, no sólo porque requiere de gran inteligencia relacionada con otras facultades
como la cogitativa, sino gran magnanimidad y una voluntad muy generosa y fuerte,
para plantearse proyectos de vida realmente potentes.

En el ser humano es posible un control de la imaginación, para dar lugar a las


imágenes convenientes y del modo adecuado. Gran parte de este control se produce
vigilando atentamente lo que entra por los sentidos externos y luego sabiendo identi-
ficar las imágenes que tenemos en nuestro interior, cortando su influjo o su presencia
si no son convenientes o si son inútiles (lo que llamábamos «pasar la página»). Ade-
más, si empleamos bien la imaginación podemos llegar a componer situaciones que
sean útiles o beneficiosas para los demás, tratando de dar una respuesta imaginativa a
cada situación difícil. Esto se puede aplicar a un proyecto personal o institucional, a
una situación familiar, a la manera de emplear el tiempo libre, al modo de decorar un
ambiente, al vestido, a una conversación interesante y atractiva, etc.

La creatividad, ya sea en el plano laboral (innovación) como en cualquier otro


ámbito lleva a buscar los datos suficientes para establecer nuevas relaciones entre

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ellos, de modo que saliéndose de lo dado, se den respuestas imaginativas a situacio-
nes o problemas reales, por ello requiere de gran estudio y/o atenta observación.

c) Memoria

Si bien la memoria es como una ‘extensión’ de la imaginación, no son lo mis-


mo. La memoria es la facultad de conservar el pasado sensible en cuanto tal y de
reproducirlo. Su objeto formal es el pasado que se ha sentido, es el conocimiento de
tal pasado como pasado. Su acto propio es el recordar. Se puede despertar gracias a
una imagen del presente, por cierta percepción o por una apreciación del tiempo.

Se considera que los animales tienen memoria sensomotriz (memoria visual,


auditiva, táctil, etc.) por la que el animal asocia sus movimientos actuales con los
pasados. De ahí que puede darse el reconocimiento por lo que identifica algo que
conocía con anterioridad y también la posibilidad de reaprendizaje.

En el hombre, además de las formas anteriores, se da el recuerdo deliberado


que es el proceso de búsqueda de un determinado objeto, guiado por la inteligencia y
la voluntad. La memoria permite almacenar su experiencia sensible pasada y obtener
así continuidad y una mejor adaptación respecto a su medio ambiente. En el hombre
la memoria es muy importante porque hace posible la continuidad en la historia bio-
gráfica de la vida personal. En el hombre su vida es biográfica. Esa continuidad hace
posible el progreso.

En el ser humano, la memoria humana está influida por la inteligencia, la cual


puede organizar los recuerdos, reunirlos, confrontarlos, facilitando su evocación y
localización. A veces se ha preguntado si se puede admitir en el hombre una memo-
ria propiamente intelectual, ya que si la memoria lo es del pasado en sentido estricto,
no hay memoria intelectual, porque el concepto abstracto representa esencias intem-
porales, que están fuera del tiempo. Por ejemplo, pensar la idea de «triángulo» no
implica ninguna referencia al pasado. Sin embargo, de acuerdo con el pensamiento
tradicional, hay que decir que es posible la memoria intelectual, si la tomamos en
sentido amplio (conservación y recuerdo de actos de pensar ya ejercidos). Tomás de
Aquino admite una memoria intelectual que pertenece al ‘intelecto posible’, es decir,
a lo que nosotros llamamos razón o inteligencia. Con tal memoria, lo que queda en la
inteligencia cuando ésta cesa de pensar una esencia no es tanto una forma latente,
una especie inteligible, sino una aptitud para concebir rápida y fácilmente tal o cual
tipo de conceptos.

La función de la memoria es recordar y olvidar según las necesidades. Como


es sabido, la calidad de los recuerdos dependerá de diversas condiciones internas o
externas como son: las condiciones del aprendizaje (si ha sido bien aprendido), la
actitud del sujeto, la organización del material, la cantidad de lo que se va a recordar
y la reiteración del aprendizaje.

A su vez, también es preciso tener en cuenta que los principales factores del
olvido que se suelen señalar son éstos: el tiempo transcurrido entre el estímulo inicial
hasta que se recuerda, la interferencia con otras actividades y los factores afectivos
que pueden bloquear al sujeto.

Ejercitar la memoria es importante en el aprendizaje. Aquí también se suele


pasar de un extremo a otro, del memorismo al desprecio total de la memoria. Con
todo, también es posible el control de la memoria en el ser humano, especialmente
para saber retener sólo lo conveniente, es decir, lo que ayuda al perfeccionamiento de

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la propia naturaleza. Por ello es importante saber hacer una «limpieza» en la memo-
ria, quitando los recuerdos que causen un retraso en el desarrollo personal.

Si no aprendemos a olvidar, de lo que es perjudicial se puede tener un «archi-


vo» inútil o dañino en la memoria, y entonces el sujeto se puede machacar gratuita-
mente, porque cada vez que recuerda aquellas situaciones dañinas las está revivien-
do; es como si lo estuviera volviendo a sufrir, y esto, aunque no le suponga más que
un desgaste de energías, es por lo menos inútil. Por ello conviene recordar sólo lo
que es bueno y beneficioso para nosotros y para los demás.

d) Intuir sensible

La intuición sensible (tanto en lo que se refiere a la estimativa de los animales


como a la cogitativa de los seres humanos) tiene como objeto la utilidad o la nocivi-
dad de las cosas percibidas, lo primero para acercarse y lo segundo para apartarse de
ellas.

En el animal es un elemento del conocimiento que está implicado en el instinto


(tendencia y habilidad innatas). La estimativa es el sentido que juzga de modo espon-
táneo e inmediato sobre la bondad o maldad de los objetos y sobre su utilidad prácti-
ca.

Aunque es una facultad cognoscitiva, tiene una dimensión tendencial porque


está muy relacionado con un apetito natural sensible, si bien puede ser perfeccionado
por la inteligencia. Los pensadores clásicos medievales han considerado que si está
reservada al instinto animal se denomina estimativa, si se refiere al hombre se llama
cogitativa porque está perfeccionada por la razón.

Supone la percepción del objeto en presente, el recuerdo a través de imágenes


del pasado y la imaginación de algo futuro. Se trata de un futuro imaginado. Se acer-
ca a la inteligencia, ya que opera con un principio cercano a la abstracción, porque
capta o se representa una relación pero aún no abstrae.

Esta función, hace que el animal o el ser humano busque o huya de ciertas co-
sas a causa de su utilidad o nocividad real aunque lejana; en el hombre se da una fun-
ción semejante con diferente nombre. Se llama cogitativa porque el hombre es inteli-
gente y su inteligencia influye, por lo que se le suele considerar como una razón par-
ticular. Esta llamada “razón particular” consiste en una comparación de los casos
particulares para obtener una regla empírica de acción que es la fuente de la expe-
riencia, de extrema importancia para la vida práctica.

En el proceso de la estimativa o cogitativa, se da la comparecencia de conteni-


dos formales o unidades de significación, los cuales vienen dados básicamente por
los sentidos externos, por el sentido común que configura la percepción, por la ima-
ginación y por la memoria; en el caso del hombre intervienen también sus operacio-
nes espirituales.

El sensorio común, la imaginación, y la memoria informan cognoscitivamente


al sujeto, que tiene que valorar con su cogitativa si aquello es beneficioso o nocivo,
de manera que genera una conducta de huída o acercamiento respecto de aquella
realidad. Por otra parte, aquella información puede estar incorporada a través de la
herencia o de la experiencia. Debido a estos elementos se puede considerar que la
estimativa o cogitativa es la facultad que sirve de punto de partida para los apetitos,
tendencias y sentimientos del ser vivo.

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Si no hay un control de la cogitativa también pueden haber anomalías en el ser
humano, ya que se puede alterar la valoración de lo útil y lo nocivo, debido a que en
el ser humano esa relación no es meramente instintiva, es decir, no tiene una prede-
terminación como en el caso de la estimativa de los animales, sino que hay un espa-
cio que corresponde a la inteligencia, a la voluntad, a los hábitos, los cuales intervie-
nen de una u otra manera.

Cuando esta facultad se ‘suelta’ es posible que, por ejemplo, el temor invada a
un ser humano, ya que la imaginación puede presentar imágenes sumamente amena-
zantes; si el futuro se adelanta exagerando los peligros, el ser humano puede quedar
afectado hasta quedar como paralizado, totalmente dominado por el temor. Algo pa-
recido sucede con respecto al placer.

También es posible llegar a alterar los objetos beneficiosos y dañinos; esto se


da claramente en casos de serio deterioro como el que padece, por ejemplo, un dro-
gadicto, quien percibe la droga como beneficiosa, siendo así que en realidad le des-
truye. Algo parecido pasa con otras formas de dependencias patológicas, como las
del abuso del alcohol o del sexo.

El ser humano tiene hoy más riesgo de alterar la cogitativa, ya que se ha ido
imponiendo la siguiente relación: placer = bien y dolor o esfuerzo = mal, de modo
que podemos llegar a buscar exclusivamente lo placentero sin el auxilio de la inteli-
gencia, que es la facultad que discrimina entre bienes reales y aparentes, y podemos
alejarnos de todo esfuerzo o sacrificio como si fuera algo totalmente nocivo, siendo
que puede ser un bien muy grande (por ejemplo, los esfuerzos que comporta estu-
diar). Si nos dejamos llevar por la tendencia al placer, estamos desasistidos a merced
de las pasiones. Esto es algo que veremos con más detenimiento en el próximo capí-
tulo.

e) La síntesis aristotélica

Finalmente, por ser tan precisa la descripción que sobre los sentidos internos
hace Aristóteles, la incluimos a manera de resumen:

1. Sensorio común. «Cada sentido hace referencia a su objeto propio; éste resi-
de en su órgano del sentido, y discierne respecto a su objeto propio; por ejemplo, la
visión discrimina entre lo blanco y lo negro, y el gusto entre lo dulce y lo amargo; y
de manera semejante en todos los demás casos. Pero puesto que también distingui-
mos lo blanco y lo dulce, y comparamos entre sí todos los objetos percibidos, ¿por
medio de qué sentido percibimos que ellos difieren? Evidentemente tiene que ser
mediante algún sentido como percibimos la diferencia, ya que son objetos del senti-
do. Por otra parte, tampoco es posible juzgar que lo dulce, en efecto, difiere de lo
blanco. Es, pues, la misma facultad que afirma esto. Así, pues, el sentido que juzga
debe ser indiviso y, además, debe juzgar sin intervalos de tiempo».

2. Estimativa. «La facultad de poseer imágenes sensibles es también informada


de lo que se debe buscar y lo que se debe evitar. De este modo cuando un objeto es
agradable o desagradable, el alma va detrás de él o lo evita, haciendo con ello una
especie de aserción o negación. Sentir placer o pena es adoptar una actitud respecto
al objeto sensible en cuanto tiende a lo bueno y a lo malo en cuanto tales. Esto es lo
que significan, cuando son actuales, el evitar y el apetecer las cosas, y las facultades
apetitiva y evitativa no son realmente distintas la una de la otra o de la facultad sensi-
tiva, aunque su esencia actual sea distinta».

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«Ahora bien: para el alma pensante las imágenes ocupan el lugar de las per-
cepciones directas, y cuando el alma afirma o niega que ellas son buenas o malas, las
evita o las busca. De aquí que el alma nunca piense sin una imagen mental. (...) Así,
por medio de estas imágenes, afirma que un objeto es agradable o desagradable, y
busca o evita lo que ha pensado; y esto generalmente en acción».

3. Imaginación. «Es evidente, por las consideraciones que exponemos a conti-


nuación, que la imaginación no es una sensación. La sensación es o bien potencial o
bien actual, por ejemplo, es vista o visión actual, mientras que la imaginación tiene
lugar cuando no ocurre nada de esto, como cuando los objetos son vistos en sueños.
En segundo lugar, la sensación está siempre presente, mientras que la imaginación no
lo está».

«Por otra parte, las sensaciones son verdaderas, mientras que muchas imagina-
ciones son falsas. Tampoco decimos «imagino que esto es un hombre» cuando nues-
tro sentido observa claramente un objeto, sino sólo cuando no lo percibimos con la
suficiente distinción. Y como hemos dicho antes las visiones son vistas por los hom-
bres aun con los ojos cerrados. Si la imaginación es tal y como la hemos descrito, la
imaginación debe ser un movimiento producido por la sensación actualmente operan-
te. Puesto que la vista es el más importante de los sentidos, el nombre de fantasía
deriva de luz –faos– porque sin luz es imposible ver». (Aristóteles, Sobre el Alma,
III, 7)

4. Memoria. «Puede plantearse la cuestión de cómo es posible recordar algo


que no está presente, puesto que sólo está presente la impresión, pero no el hecho.
Puesto que, el estímulo, en efecto, produce la impresión de una especie de semejanza
de lo percibido, igual que cuando los hombres sellan algo con sus anillos sellados.
Ahora bien: si la memoria efectivamente tiene lugar de esta manera, ¿qué es lo que
uno recuerda, la afección presente o el objeto que dio origen a ella? Si lo primero,
entonces no recordásemos nada una vez ausente; si lo otro, ¿cómo podemos, perci-
biendo la afección, recordar el hecho ausente que no percibimos?»

«Si hay algo en nosotros, análogo a una impresión o una pintura, ¿por qué ra-
zón la percepción de esto será memoria o recuerdo de algo distinto y no de esto mis-
mo? Pues esta afección es lo que uno concibe cuando ejercita su memoria. ¿Cómo,
pues, se recuerda lo que no está presente? Hemos, pues, de considerar la pintura
mental que se da dentro de nosotros como un objeto de contemplación en sí mismo y
como una pintura mental de una cosa distinta. En la medida en que la relacionamos
con alguna otra cosa, por ejemplo, una semejanza, es un recuerdo». Aristóteles, So-
bre la Memoria y del Recuerdo, I-II.

4. Operaciones apetitivas sensibles

a) Tendencias sensibles

De modo general, el apetito es una tendencia o inclinación por la cual un ser se


dirige a aquello que le es conveniente a su naturaleza. En cierta manera, también en
los seres desprovistos de conocimiento se da una inclinación natural, que deriva de
su forma natural y se llama apetito natural. Pero al margen de esta analogía, la ten-
dencia sensible consiste en una inclinación intrínseca e impresa en la naturaleza
misma del ser vivo hacia la propia perfección, hacia todo que aquello que haga posi-
ble su auto-conservación, hacia lo que le conviene a su ser. Cuando el apetito natural
no involucra al conocimiento se trata sólo la inclinación de su naturaleza.

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En el animal y en el ser humano, el apetito sensible a diferencia del simple
apetito natural, supone el conocimiento, se despierta con él; entonces se habla de
‘apetito elícito’. Los animales y los seres humanos pueden conocer especies sensibles
gracias a que poseen sentidos. El apetito elícito es una tendencia que sigue al cono-
cimiento (a la posesión cognoscitiva de una forma). Este apetito nace precisamente a
raíz del conocimiento inclinándose hacia los bienes conocidos. Sin embargo, en el
hombre el conocimiento es, además de sensible, también intelectual y, por tanto, tie-
ne no sólo una apetición sensible, sino que, como a través de la inteligencia se hace
en cierto modo todas las cosas, puede quererlas todas; en efecto, ya que puede acce-
der a realidades más altas que las meramente sensibles, también puede quererlas.

Toda tendencia se despierta por el conocimiento; si éste es sensitivo, se des-


pierta el apetito sensitivo; y si sigue al conocimiento intelectual, es una tendencia
espiritual llamada voluntad, que tiende al bien más perfectamente que aquel. Según
Tomás de Aquino: “Los seres dotados de inteligencia se «inclinan» al bien de un
modo perfectísimo, y a esta inclinación se le llama voluntad”. Clásicamente, los ape-
titos o tendencias sensibles son principalmente dos: el apetito irascible que se dirige
al bien difícil o arduo, y el concupiscible que tiende al bien placentero.

1) Apetito concupiscible: es la inclinación a procurar el bien sensible placente-


ro inmediato, y por tanto a eludir lo nocivo. Sus actos se refieren al bien presente al
cual tienden con razón de fin.

2) Apetito irascible: es la tendencia a conseguir el bien sensible que a diferen-


cia del anterior no es inmediato sino que está en el futuro. Se trata por tanto de una
tendencia a un fin mediato y difícil, ya que supone acometer tareas arduas y resistir
lo adverso, para lo cual se despliega una cierta agresividad. Su objeto es el bien ar-
duo, por lo cual el sujeto tiene que usar de su agresividad para acometer o para hacer
frente a los obstáculos que impiden alcanzar las cosas convenientes que el concupis-
cible apetece.

Por tanto, las pasiones del irascible van relacionadas con el concupiscible. Por
ejemplo, la ira se despierta en un perro, cuando al dirigirse hambriento a comer unos
alimentos, se le aparece otro que quiere compartir su menú, entonces aquel manifies-
ta una agresividad proporcionada a la dificultad que es la de evitar que el otro le deje
sin comida; por tanto, aquel animal trata de ahuyentarle o vencerle, por ello si se mi-
de con el otro y ve que tiene posibilidades de vencerle, entonces audazmente le agre-
de.

Tanto el apetito concupiscible como el irascible son muy importantes. El apeti-


to concupiscible (y a su manera también el apetito irascible), está puesto en la natura-
leza básicamente en atención a la supervivencia, por esto en él la tendencia concu-
piscible la posesión de su objeto es acompañada de placer, el cual facilita el acto co-
rrespondiente. Cuando se trata del ser humano esa finalidad de lograr la superviven-
cia es todavía más importante que la de los animales. Los actos referidos a este fin
son: a) los personales: comer y beber; y b) los de la especie humana: la reproducción.

Tanto los actos de supervivencia personal como los de la especie son actos
muy importantes y necesarios; sin embargo, lo son de diferente modo, en lo que se
refiere a la supervivencia personal el mandato es obligatorio para cada uno, ya que si
uno no come o no bebe lo necesario, o come o bebe inadecuadamente, entonces aten-
ta contra su vida, la pone en peligro. En cambio, en lo que se refiere a la superviven-
cia de la especie, la obligación es de la especie y no obliga a cada uno, de manera
que si ya lo cumplen un 90% de seres humanos, y se logra la supervivencia de la
especie, un sujeto particular puede abstenerse de realizar dichos actos, pues sólo esta-
ría obligado a continuar la especie en el hipotético caso de que sólo quedara una pa-
reja en el universo.

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Los actos del comer y del beber, así como los de la reproducción humana, son
muy importantes; de no realizarse adecuadamente no sobreviviríamos tanto a nivel
personal como de la especie respectivamente; por eso es que la naturaleza, que es
«sabia», otorga el placer como acompañante a esos actos, para facilitar su realiza-
ción. De lo contrario, podríamos pensar qué ocurriría si cada mañana, tarde y noche
tuviéramos que «hacer el sacrifico de comer», probablemente nos dejásemos morir
de hambre (la anorexia es un caso patológico). De manera semejante ocurriría con
los actos de la reproducción humana; si no se acompañaran de placer, no se facilitaría
el realizarlos, y entonces la especie humana correría el peligro de extinguirse.

Pero también por ello su realización es extremadamente delicada, porque en el


ser humano se cuenta con la presencia del espíritu, con la inteligencia y la voluntad y
con las finalidades ineludibles en este nivel superior. Por eso se trata de que aquellas
operaciones sensibles no impidan los actos intelectuales y volitivos, cuanto más
cuanto está de por medio una finalidad más alta que supera en mucho aquella finali-
dad de la mera supervivencia, que no es despreciable, sino que cumplir ésta es condi-
ción primera o inicial para el desarrollo de las otras finalidades más altas.

El aludido problema sólo lo tienen los seres humanos, pues los animales care-
cen de él precisamente porque no poseen espíritu ni finalidades de este nivel. Es por
tanto una tarea bastante delicada, porque el ser humano puede perder de vista estas
finalidades más altas, y ni siquiera cumplir adecuadamente las finalidades propias de
cada operación. Este trastorno puede ocurrir cuando se sustituye la búsqueda del fin
respectivo y se queda sólo con el placer, cuando sólo busca éste y, por tanto, se atro-
pellan los fines superiores y, de paso, se estropear los fines propios de las tendencias
sensibles que están subordinados a los fines más altos.

Cuando no se actúa rectamente aparece el estropicio, a veces irreparable. No es


difícil observar hasta qué punto el sujeto puede dañarse con los desórdenes en el co-
mer, en la bebida o en el ejercicio de su sexualidad. El estropicio acaece cuando el
sujeto se engaña poniendo al placer como fin exclusivo, dejando de atender a las fi-
nalidades inherentes a los propios actos e impidiendo el logro de las finalidades espi-
rituales más altas. Los actos del comer y del beber tienen que atender a su finalidad
propia, que es la de alimentarse; si en vez de buscar esta finalidad se busca sólo el
placer, entonces no consigue alimentarse y el sujeto se puede hacer mucho daño.

Alterar estos actos sustituyendo la finalidad por el placer es signo de degrada-


ción, como sucedió en la Roma decadente en que se comía exclusivamente por el
placer de comer: se daban unas grandes comilonas, luego se pasaba a unos cuartos de
baño, llamados vomitaderos, para luego regresar a comer sólo por el placer de hacer-
lo. Algo semejante puede pasar con los actos de la reproducción humana. Su finali-
dad en ellos es doble, la primera es el fin de la procreación de los hijos y su consi-
guiente educación, ya que los seres humanos nacen prematuramente y tienen que
completar su desarrollo a través de unos 15 a 20 años. Pero esta finalidad no es la
única ya que, a diferencia de la comida o la bebida, los actos de la reproducción hu-
mana son de aquellas cosas que uno no pueden realizar solo, sino junto a otra perso-
na del sexo opuesto; por tanto, la segunda finalidad es precisamente atender a la fina-
lidad de la otra persona, que no es una cosa u objeto, sino una persona humana cuyo
fin es perfeccionarse, ponerse en condiciones de amar y ser amada, tanto a nivel hu-
mano como divino.

De manera que estas dos finalidades, la procreación-educación de los hijos y la


de contribuir al perfeccionamiento de la otra persona, tienen que cuidarse al realizar
los actos de la procreación humana. Si esos fines no son respetados, y lo que se busca
es solo el placer, se produce un gran desorden con el deterioro consiguiente; se daña
a la otra persona usándola como si fuera una cosa, un simple objeto de placer, se da-
ña la institución familiar. El núcleo o célula social es la familia, y hay que defender-

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la, no sólo por las consecuencias económicas que acarrea destruir las administracio-
nes más básicas de un país, sino por toda la función humanizadora que realiza, y que
quedaría sin hacer. La familia es requerida precisamente porque el primero de los
fines exige que la procreación se complete con la educación de los hijos que, por de
pronto, requieren estabilidad, y como prerrequisito la fidelidad de los padres, ya que
dicha tarea es larga y difícil, y de no respetarla, se daña la continuidad de la propia
especie humana; por poner un ejemplo que para nadie es un secreto: actualmente, en
algunos países el porcentaje de población activa es muy reducida y no puede sostener
a la cantidad de adultos mayores que requieren de seguridad social y de otros servi-
cios vitales.

Es importante entender bien lo que es el placer para colocarlo en su sitio. A


veces se ha considerado que el placer sensible por sí mismo es malo; no es así, sólo
hay que ponerlo en su lugar. El placer rectamente ordenado es algo bueno. Si no se lo
entiende bien se puede dar lugar a actitudes extremas: por una parte, la de aquellos
que consideran que todo placer por el hecho de serlo es malo, y entonces se provoca
la actitud opuesta, la de quienes consideran que el placer es un bien absoluto. Esta
reacción es explicable, ¿por qué se va a sostener que el placer es malo? Si se dice que
lo es, se falta a la verdad, y entonces vienen las otras posturas crispadas precisamente
como reacción a aquello que es falso, con la consecuencia de que el afán de recono-
cerlo como bueno puede exagerarse y, por tanto, hay quienes se entregan desmedi-
damente a él; así aparecen esas formas de hedonismo, de ejercicio desbocado de la
sexualidad, que en gran parte se deben a que no se ha hecho una verdadera y real
valoración de los bienes sensibles, que no se han puesto en su justo lugar.

Por esto hace falta entrar en estos temas sin falsos temores, con profundidad,
sin prejuicios. Es necesario hacerlo ahora cuando el placer sensible está en alza tan
desmedidamente, y no abundan los estudios rigurosos y profundos sobre las tenden-
cias sensibles, sobre las pasiones y los sentimientos, los cuales a menudo están poco
esclarecidos; por tanto, no es de extrañar que reine la confusión. A veces se ha pre-
tendido incluso eludir la presencia de los sentimientos, pero no por dejar de verlos
dejan de existir. Actualmente, por ejemplo, se precisa mucho, especialmente para los
jóvenes, de una verdadera antropología de la sexualidad humana y de una filosofía
de la afectividad humana que lleve a saber por lo menos qué es una pasión, por qué
se produce y cómo controlarla.

Algo parecido a lo que se ha indicado respecto del apetito concupiscible po-


demos decir sobre la importancia del irascible; ¿qué sería de nosotros si no tuviéra-
mos una dosis suficiente de agresividad para hacer frente a lo difícil? Que las dificul-
tades y el mal nos superarían y no podríamos sobrevivir. Es necesaria esa tendencia
al bien arduo, porque de ordinario el ser humano se tiene que enfrentar a las dificul-
tades, al mal y la experiencia de éste, que es el dolor. La presencia de los problemas,
de las dificultades, del dolor, es inevitable en el ser humano, ya por el hecho mismo
de su condición de viviente en proceso de desarrollo y en relación con su hábitat ex-
terno. Como señalamos al estudiar al viviente, éste se encuentra con influjos exter-
nos.

Un ser vivo aislado del universo no podría vivir; un ser humano tampoco. Pero
aunque el hombre está en el universo, no se reduce a él, ya que es transespecífico, va
más allá de la especie, se encuentra con relaciones interpersonales y, por tanto, ade-
más del universo físico vive en un mundo humano con individuos que son personas
humanas y, por eso, su vida ya es bastante compleja, porque interactúa a diferentes
niveles. Las carencias propias y ajenas, el mal en el mundo, son hechos ineludibles.
La presencia del mal en el hombre es mayor que la de cualquier animal, se podría
decir que «está más expuesto ». Evidentemente no se trata del mero mal físico, de
una catástrofe natural (como la del “Fenómeno del Niño” en nuestras costas perua-

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nas), sino de niveles de males distintos, más profundos, y a veces mucho más amena-
zantes y destructivos que los que tiene que afrontar un animal.

Así pues, para enfrentar el mal, los problemas, el ser humano ha echado mano
de aquello que tiene de superior: de su inteligencia y se ha inventado las ciencias, en
concreto la medicina para enfrentar el problema de la salud, la economía para enfren-
tar los problemas de producción y distribución de recursos escasos, del derecho para
enfrentar los problemas de organización social, etc. Con todo, siempre tiene que ver
con problemas, con carencias. Es inútil pretender vivir sin dificultades; más todavía:
el mismo hombre encuentra las carencias, el mal, dentro de sí y también genera pro-
blemas (por ejemplo, las guerras). Por tanto, ¿qué sería del ser humano sin una dosis
suficiente de agresividad? Desde luego que hay que dirigir esta tendencia irascible
porque puede debilitarse o hacerse excesiva haciendo imposible el logro de las fina-
lidades propias de la persona humana, pero en sí misma esta tendencia, bien dirigida,
es de gran ayuda para el hombre. La naturaleza nos ha dotado de los recursos necesa-
rios para vivir y alcanzar nuestros los fines (se podría decir que estamos bien equipa-
dos).

Con lo dicho se puede ver lo diferente que es el apetito sensible en el animal y


en el hombre. Insistiremos un poco más en esto. Esta diferencia es fácil constatarla.
Por ejemplo, se ve que el apetito irascible animal es diferente del humano en las pe-
leas entre animales, en éstas la agresividad surge sólo por objetos de nivel sensible,
por el alimento o por placeres sexuales, por la supervivencia en definitiva. El animal
no puede querer la justicia, libertad, verdad, etc., pues no tiene espíritu y, por tanto,
no puede tender ni luchar por esos bienes, no le hacen falta.

Los apetitos sensibles requieren del conocimiento, de la presentación o de la


representación imaginativa de algo agradable, y a menudo de una percepción actual
como la de la cogitativa (por lo que ésta se parece al apetito o tendencia sensible);
todo ello en el nivel sensible. Por otra parte, en el animal para que haya agresividad y
para realice operaciones arduas y de larga duración, se requiere el equipamiento
completo de la sensibilidad interna (sentidos internos). Esto es importante porque se
puede integrar (sensorio común), teniendo en cuenta el futuro (cogitativa) y el pasado
(memoria). En el hombre, los apetitos están influidos por las facultades superiores
del alma, donde reside el entendimiento y voluntad, y en orden a su ejecución reci-
ben el influjo de ellos.

En el animal el apetito sensitivo es movido fundamentalmente por la estimati-


va, la cual, por ejemplo, hace huir a la oveja ante la presencia del lobo. El hombre es
movido por la cogitativa (razón particular) que compara representaciones individua-
les. Sin embargo, el ser humano no está determinado a actuar inmediatamente, sino
que espera el mandato de la inteligencia y el movimiento de su voluntad, y cuando
éste no se da queda desasistido. Precisamente en esto el animal tiene una cierta ven-
taja sobre el hombre, pues el animal, a diferencia del hombre, está protegido por sus
tendencias que funcionan de manera instintiva; el hombre no está determinado instin-
tivamente al actuar; para hacerlo tiene el concurso de la inteligencia y de la voluntad,
pero si no las usa bien, entonces queda desasistido.

Así pues, en el hombre media la racionalidad, hay un «espacio» entre la ten-


dencia o apetito y su determinarse por el objeto. Esto es lo que hace posible que diri-
ja racionalmente, libremente, sus tendencias. El ser humano puede, por ejemplo, re-
curriendo a ciertas consideraciones racionales, mitigar o acabar con su ira, con el
temor, con la tristeza y otros sentimientos o pasiones similares.

Los apetitos sensibles se encauzan a través de una fuerza motora muscular. En


los animales, los apetitos siguen inmediatamente al conocimiento sensible, ya que no
hay inteligencia ni voluntad con las que se oponga resistencia. En ellos no solamente

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los apetitos ejercen un dominio despótico sobre el sistema muscular, sino también la
misma percepción es encauzada a través de la estimativa. En los animales el circuito
estímulo-respuesta es inmediato y casi automático.

En la consideración de las tendencias sensibles se han dado varios errores. Uno


de los más conocidos es el de la escuela psicológica conductista, que llega a conside-
rar la conducta animal igual que la conducta humana. Skinner sostuvo que uno se
mueve por el premio o castigo. Pero esto es quedarse sólo en el nivel sensible. El
conductismo propone una configuración de la conducta humana automáticamente.
Sin embargo, en el hombre no hay un circuito estímulo-respuesta cerrado, sino que es
abierto a la inteligencia, por la voluntad libre. Por ello, en rigor, en él no hay respues-
ta, sino propuesta, es decir: su respuesta es una propuesta. En los seres humanos una
cierta disposición fisiológica de los apetitos o tendencias sensibles; es lo que marca
el temperamento de cada uno. Pero al mismo tiempo, en cuanto posee los niveles
superiores de inteligencia y voluntad, el hombre es tarea para sí mismo. Eso es parte
del desarrollo y formación de su carácter y su personalidad.

El temperamento es básicamente heredado, tiene un fundamento biológico; en


especial, depende de la disposición del sistema nervioso, que es parte importante de
la base orgánica de la sensibilidad humana en general. Así, es posible advertir que
hay personas que tienen una tendencia a vivir más intensamente su relación con la
realidad externa. De ellos se suele decir que son muy sensibles, que tienen tendencia
a conmoverse vivamente ante los acontecimientos externos e internos. A veces esa
conmoción interior se manifiestan externamente, por ejemplo, a través de las lágri-
mas, la palidez del rostro, los cambios de voz, la impaciencia, los gritos, las palabro-
tas, el sonrojarse, las exageraciones, la susceptibilidad, los entusiasmos, los desáni-
mos e indignaciones inmediatos, cambios de humor frecuentes, etc. Pero otras veces,
aunque no se manifieste, queda una viva ‘afección’ interior por los hechos, las perso-
nas, etc.

Asimismo hay quienes no tienen una inclinación a un contacto tan inmediato y


cercano con la realidad, y se suele decir de ellos que no son tan sensibles, que las
cosas no les afectan con tanta intensidad. En el primer caso se dice que las personas
son emotivas y en el segundo poco emotivas.

A su vez, un sujeto puede tardar en ‘recuperarse’ de la impresión que los acon-


tecimientos le producen; puede albergar la fijeza de esas impresiones por un tiempo
más o menos largo, y en ese caso se suele decir que es un sujeto con gran resonancia
interior, que su sensibilidad permite una cierta ‘pausa’ interior para dar lugar a la
reflexión, la previsión, etc. Sin embargo, existen otras personas que se restablecen
enseguida, y los acontecimientos no permanecen en ellos, no tienen tanta ‘resonan-
cia’ como en los primeros.

También cabe la posibilidad de que ante la captación de los hechos, sucesos,


personas, etc., y ante la consiguiente emotividad, se despierte inmediatamente la ac-
tividad, la necesidad de actuar; si rápidamente se activan las facultades motoras, la
imaginación, la inteligencia, etc. tenemos a personas activas; pero también puede
darse una tendencia a replegarse, y con ello el sujeto puede quedarse en la inactivi-
dad o pasividad.

Tanto la emotividad, como la actividad, como la resonancia son características


que se refieren básicamente a la sensibilidad y que, como hemos dicho, tienen base
fisiológica. La confluencia de esos tres factores, emotividad, actividad y resonancia
han llevado a identificar determinados caracteres. Así, por ejemplo, de una persona
muy emotiva, activa y con poca resonancia se suele decir que es colérica. De un
temperamento emotivo, activo y con mucha resonancia interior se dice que es apa-
sionado. De un sujeto emotivo, inactivo con poca resonancia se dice que tiene tempe-

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ramento nervioso, porque su emotividad no cuenta con una salida o un cauce de acti-
vidad y, a menudo, se desahogan con impulsos que, sin embargo, no son sostenidos
sino intermitentes.

En el caso de personas con temperamento emotivo, inactivo y con gran reso-


nancia interior, se dice que son sentimentales, porque la emotividad se junta con la
resonancia interior y dan cabida a sentimientos muy hondos y prolongados. También
se puede identificar a las personas poco emotivas, con todas sus variantes. Si se trata
de un sujeto con baja emotividad, pero con gran actividad y resonancia se dice que
es flemático, y debido a que su sensibilidad raramente es arrebatada por los hechos y
circunstancias, puede llevar adelante una actividad más sostenida y fecunda que se ve
facilitada por su resonancia interior. Por su parte, a quienes poseen poca emotividad,
son activos, pero tienen poca resonancia, se les ha llamado sanguíneos, y a quienes
tienen escasa emotividad pero con poca actividad se les llama apáticos o amorfos
según su resonancia interior.

Sin embargo, a pesar de las disposiciones que tenga un sujeto debido a su tem-
peramento inicial, eso no lo determina definitivamente. Es decir, cabe una educación
del carácter, un cierto dominio del temperamento, y si bien las tendencias sensibles
no pueden eludir ese condicionamiento, poco a poco pueden irse modelando gracias
a uno mismo o a otras personas o a factores externos. Aunque el temperamento no se
puede cambiar completamente, sí es posible controlarlo. Para esto hay que conocer-
se, y saber identificar los puntos fuertes y los puntos débiles que tengamos; los pri-
meros para aprovecharlos y ponerlos al servicio de los demás; los otros, para luchar
contra ellos y tratar de dominarlos, para que no obstaculicen esa meta tan alta de po-
seerse y darse en un servicio alegre a los demás. Así, por ejemplo, una persona con
gran emotividad puede aprender a descentrarse o a tomar distancia respecto de los
hechos, sucesos, etc., de manera que las emociones no le impidan hacer juicios obje-
tivos acerca de la realidad.

Es necesario conocernos, saber qué operaciones tenemos gracias a nuestra na-


turaleza humana, y también es conveniente, en lo posible, conocer la manera concre-
ta, el ‘tipo’, o modo de ser humano que somos. Lo admirable es que al conocer las
operaciones propias de la naturaleza humana podemos tratar de realizarlas cuidado-
samente, y al saber en concreto los aspectos de nuestro temperamento, se puede edu-
car el carácter, nuestras propias dotaciones; es decir, tenemos una tarea respecto de
nuestra naturaleza a la que se puede «trabajar»; ésta es una interesante labor educati-
va por la que se llega a aprender a controlar la sensibilidad, las reacciones, a superar
la pasividad, la impulsividad, etc.

Como se puede ver, el ser humano puede perfeccionar, ‘esencializar’, la natu-


raleza recibida. Los hábitos perfectivos, la fortaleza, la constancia, la perseverancia,
la laboriosidad, la moderación o templanza, etc., van educando y perfeccionando a
las tendencias sensibles. De esa manera se van logrando un conjunto de modificacio-
nes que reconfiguran al sujeto dando lugar a una especie de «segunda naturaleza».
Hay mucho por encauzar, por racionalizar, por perfeccionar, dentro de nosotros
mismos. Por otra parte, en cierto modo es inevitable la adquisición de hábitos que
perfeccionen o deterioren al sujeto. Con el paso del tiempo siempre se adquieren
hábitos, virtudes o vicios, modos de reaccionar, costumbres, pocas o muchas habili-
dades intelectuales, etc.

En general, en los apetitos humanos hay que tener en cuenta lo siguiente:

1. Las percepciones de realidades que pueden tener interés para el sujeto, son
las que despiertan sus apetitos o tendencias sensibles.

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2. Cuando se percibe algo de interés uno no se queda definitivamente adherido
a aquello, ya que sobre la sensibilidad, cogitativa, memoria, tendencias sensibles,
etc., pueden ejercer control la voluntad y la razón.

3. La forma de realizar una acción tiene que ser en cierto modo «inventada»
por el hombre, porque su conducta no está determinada por su sensibilidad, menos
por su temperamento. De ahí que en rigor en el hombre no haya sólo lugar para las
respuestas, sino que tiene la posibilidad de responder con propuestas libremente pen-
sadas y queridas.

Esto sucede desde las operaciones más básicas como, por ejemplo, el comer, lo
cual no es un acto meramente fisiológico; la tendencia a comer no le lleva indefecti-
blemente al ser humano a arrojarse sobre los alimentos como una bestia; tampoco los
come de cualquier manera; así, no suele comerlos crudos, sino preparados o cocidos.
Tampoco come en cualquier lugar y en cualquier momento, ya que elige un horario
para comer y un lugar (por ejemplo, en un comedor y no en su cama); todo esto ha
dado lugar al arte de la culinaria, a la gastronomía, a la dietética, y junto al alimentar-
se se ha hecho de la comida un acto social en el que se siguen unas normas de educa-
ción.

El hombre no tiene instinto animal, y puede substraerse a la atracción de los


objetos, tiene libertad y en lugar de una inalterable constancia de los factores percep-
ción-comportamiento; tiene una variabilidad indefinida para el comportamiento, es
decir, tiene hábitos, tiene moral, cultura, realiza un trabajo, desarrolla unas técnicas,
un arte.

b) Dinámica de los sentimientos

Las pasiones, emociones y sentimientos son reacciones sensibles fuertes frente


al bien o mal sensibles. Todos los seres humanos, por el hecho de poseer sensibilidad
reaccionamos siempre ante los bienes o males sensibles; unos más intensamente y
otros menos, dependiendo –como hemos visto– del temperamento y del carácter,
pero todos lo hacemos. Lo que ocurre es que en algunos esa reacción es muy escasa y
por eso (y en ausencia de otro nombre mejor) se les puede llamar poco emotivos,
pero no es que sean insensibles, sólo que sus reacciones sensibles son menos intensas
que en otras personas.

Las tendencias, como su nombre lo dice, tienden a su objeto propio. Los sen-
timientos surgen precisamente en esa relación de la tendencia sensible con su objeto
sensible. Los diferentes sentimientos aparecen cuando la tendencia se dirige hacia
unos bienes sensibles presentes o ausentes, asequibles o no; entonces se producen un
tipo de sentimientos u otros. Así, los sentimientos se diferencian del apetito en cuan-
to que son un cierto resultado, una cierta consecuencia de su despliegue. Por tanto,
para controlarlos eficazmente más que ir directamente al sentimiento que fluye, don-
de hay que ir es a la tendencia y a su término que es su objeto sensible, e incluso an-
tes todavía, pues es mejor poner mucha atención en aquello que despierta los senti-
mientos y que es el conocimiento sensible; por tanto, hay que cuidar los sentidos.

El ser humano puede «racionalizar» las tendencias o apetitos sensibles, puede


encauzarlos respecto a los objetos más convenientes; en esto consiste el gobierno
«político» de los apetitos sensibles, los cuales pueden ser bien dirigidos por medio de
razones, retirándoles, «despegándoles» de unos objetos sensibles, reorientándolos o
presentándoles otros, etc.

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Los sentimientos pueden ser más o menos intensos, más o menos duraderos y
pueden tener una mayor o menor repercusión fisiológica. Por ello se denominan sim-
plemente sentimientos a las afecciones normales que se despliegan en la sensibilidad
humana. Se llaman emociones a los sentimientos intensos acompañados de gran
afección fisiológica (temblor, llanto, agitación, etc.), y pasiones cuando el grado de
intensidad del sentimiento es suficientemente alto como para afectar significativa-
mente la interioridad y la conducta del sujeto en cuestión.

Los actos de los apetitos sensitivos que se dan en el hombre y en el animal tie-
nen una base orgánica. Sin embargo, en el hombre sus pasiones, emociones y senti-
mientos son más complejos y de una índole superior debido al concurso de sus facul-
tades espirituales. En efecto, en el ser humano se puede dar una pasión muy intensa
sostenida por una actividad intelectual; por ejemplo, se puede dar esto cuando la inte-
ligencia y la voluntad se ponen en relación con bienes espirituales y se produce gozo,
amor, etc.

Los sentimientos no son de suyo actos cognoscitivos, pero sí dan noticia de la


situación en que se encuentra la subjetividad tanto respecto de sí misma como res-
pecto a realidades externas, ya que manifiestan la reacción del cognoscente frente a
objetos conocidos y valorados (reconocidos como bienes).

Según la tradición clásica, las pasiones en sí mismas no tienen connotación


moral: no son ni buenas, ni malas. Serán buenas si se dirigen a un objeto bueno y
están controladas por la razón, y malas en caso contrario (mal orientadas, no someti-
das a la razón). También pueden tener efectos favorables o desfavorables para el or-
ganismo y el espíritu y no se tienen que dar siempre, ni son necesarias para la perfec-
ción del acto de la voluntad. Un acto de amor voluntario puede ser intenso sin que lo
acompañe una pasión o sentimiento y al revés; pueden darse pasiones vehementes sin
que conlleven un similar acto de amor de la voluntad (es, por ejemplo, el caso del
pietismo, sentimentalismo religioso).

Sin embargo, no es correcto sostener una visión negativa o sospechosa de la


sensibilidad humana, ni de los sentimientos en especial. Si los sentimientos están
bien encauzados, pueden dar lugar a una intensa y rica vida afectiva. No podemos
desprendernos de los sentimientos como tampoco de nuestra sensibilidad. Es más, lo
bueno es tratar de introducir lo espiritual en ellos, es decir, que estén fecundados por
ese nivel superior, por ejemplo, cuando uno ama, cuando trabaja (que es una manera
de amar) si en ello no se ‘da’ uno integralmente, con toda su imaginación, con todo
el afecto sensible que sea capaz, aquello todavía no es propiamente humano.

Es importante darse cuenta que en los sentimientos es decisiva la calidad de los


objetos que los despiertan, y su relación con los fines humanos superiores, ya que
son éstos los que determinan la calidad de aquéllos. En el ser humano puede haber
una discriminación y atención sobre esos objetos y, por tanto, un control de las ten-
dencias sensibles. La jerarquía de bienes o de valores, cumple aquí un papel necesa-
rio para ordenar los movimientos de nuestras tendencias, y no entregarnos al primer
bien sensible inmediato que se ponga delante.

c) Clasificación de los sentimientos

En el primer nivel tendencial (apetito concupiscible) se dan como sentimien-


tos específicos el amor como inclinación, aptitud o connaturalidad con el bien, y el
odio como relación con su contrario, el mal. Las pasiones del apetito concupiscible
se despiertan ante el bien que es apetecible, que atrae, (el mal es repulsivo, no atrae)
de manera inmediata. El bien es el primer principio del movimiento de cualquier ser,

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es el fin al cual tiende y a su vez el principio del amor es el conocimiento. El bien no
puede ser amado si no es conocido. Así, la visión corporal es principio del amor sen-
sitivo y la contemplación de la verdad, de la belleza o bondad espiritual es principio
del amor espiritual.

Los sentimientos propios del concupiscible son:

En general:
Respecto al bien sensible: amor sensible.
Respecto al mal sensible: odio sensible.

En lo que se refiere al factor tiempo:


Respecto del bien futuro: deseo.
Respecto del bien presente: placer o gozo.

En lo que se refiere al objeto contrario:


Respecto del mal futuro: aversión.
Respecto del mal presente: tristeza.

En el segundo nivel tendencial (apetito irascible) tenemos la tendencia a la


consecución de un bien difícil de alcanzar u obstaculizado en su consecución (bien
arduo) y, por tanto, supone una temporalidad mayor, ya que no se encuentra inmedia-
tamente, pues está en el futuro.

Los sentimientos propios del irascible son:

Respecto del bien futuro alcanzable: la esperanza.

Respecto del bien futuro no alcanzable: desesperanza.

Respecto de un mal futuro inevitable: temor.

Respecto de un mal futuro evitable: audacia.

Respecto de un mal en general: ira.

Finalmente, así como insertaremos a continuación algunos textos de Aristóte-


les respecto de los sentidos internos. Seguidamente haremos lo mismo con unos tex-
tos de Tomás de Aquino entresacados de su Tratado de las pasiones humanas, para
ayudar a esclarecer más esta temática.

5. Sobre la pasión

«El nombre de pasión implica que el paciente sea atraído hacia el agente; y el
alma es más atraída hacia un objeto por la potencia apetitiva que por la aprehensiva,
pues por la primera el alma dice orden a las cosas en sí mismas. Por eso dice el Filó-
sofo que el «bien y el mal», que son los objetos de la potencia apetitiva, «existen en
las cosas mismas». En cambio, la potencia aprehensiva no es atraída hacia una cosa
por lo que ésta es en sí misma sino que la conoce según la intención que de la cosa
tiene en sí o recibe según su modo propio. Por eso en el mismo pasaje se dice que «lo
verdadero y lo falso», que pertenecen al conocimiento «no están en las cosas, sino en
la mente». Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q. 22 a. 2.

59
a) La diferencia de las pasiones entre sí

«Para conocer qué pasiones residen en el irascible y cuáles en el concupiscible,


se debe examinar el objeto de ambas potencias. Ahora bien, se ha dicho que el objeto
de la potencia concupiscible es el bien o mal sensible tomado en absoluto, que es lo
deleitable o doloroso. Pero como es inevitable que el alma experimente a veces difi-
cultad o contrariedad en la adquisición de estos bienes o en apartarse de estos males
sensibles, por cuanto ello excede en algún modo el fácil ejercicio de la potencia del
animal, por eso el mismo bien o mal, en cuanto tiene razón de arduo o difícil, es ob-
jeto del irascible». Tomás de Aquino, S. Th. 1-2, q.23 a. 1.

b) La moralidad de las pasiones

«Las pasiones del alma pueden considerarse de dos modos: uno en sí mismas;
otro en cuanto están sometidas al imperio de la razón y de la voluntad. Si se conside-
ran en sí mismas, esto es, en cuanto movimientos del apetito irracional, de este modo
no se da en ellas el bien o el mal moral, que depende de la razón, como anteriormente
se ha dicho. En cambio, si se consideran en cuanto sometidas al imperio de la razón o
de la voluntad, sí se da en ellas el bien o el mal moral. Y se dicen voluntarias por
cuanto o son imperadas por la voluntad o no son impedidas por ella». Tomás de
Aquino, S. Th. 1-2 q. 24 a. 2.

c) El amor

1. El amor sensible:

«El amor es la primera de las pasiones del apetito concupiscible, ya que es la


aptitud o adecuación del apetito al fin, que es el bien sensible. El amor no es otra
cosa que la complacencia del bien. El movimiento hacia el bien es el deseo y el des-
canso en él es el gozo». Tomás de Aquino, S. Th. 1-2, q.25 a. 2.

2. El amor sensible es diferente de la dilección:

«Toda dilección o caridad es amor, pero no al contrario, por cuanto la dilec-


ción añade sobre el amor una elección precedente, como su nombre lo indica; por lo
cual la dilección no se encuentra en el apetito concupiscible, sino sólo en la voluntad
y únicamente en la naturaleza racional. La caridad, a su vez añade sobre el amor una
cierta perfección de éste en cuanto el objeto amado se estima en mucho, como da a
entender el nombre mismo». Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q. 26 a. 3.

3. Clases de amor: de concupiscencia y de amistad.

1. Amor de concupiscencia: Se quiere el bien para sí mismo.

2. Amor de amistad: Se quiere a aquel para quien se quiere el bien. Este amor
ama por el otro. Sólo se ama por él mismo y de modo absoluto. (Esto se puede dar
respecto de Dios).

«El amor se divide en amor de amistad y de concupiscencia. Pues se llama


propiamente amigo aquel para quien queremos algún bien; y se dice que deseamos

60
con amor de concupiscencia lo que queremos para nosotros». Tomás de Aquino, S.
Th. 1-2 q. 26 a. 4.

4. Las causas del amor son: el bien, el conocimiento y la semejanza.

«Hemos dicho que el bien es la causa del amor a modo de objeto; mas el bien
no es causa del apetito sino en tanto que es aprehendido, y por lo mismo el amor re-
quiere una aprehensión del bien amado». Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q. 27 a. 2.

«La semejanza propiamente hablando es causa del amor. Pero se ha de notar


que la semejanza puede entenderse de dos maneras: una, cuando los dos semejantes
poseen en acto una misma cualidad, y otra cuando el uno tiene en potencia aquello
que el otro posee en acto y se inclina hacia ello. El primer modo de semejanza pro-
duce el amor de amistad o benevolencia, puesto que, por lo mismo que dos seres son
semejantes, al tener en cierto modo una sola forma, son como uno solo, y por eso la
afección del uno se dirige hacia el otro como hacia sí mismo. El segundo modo de
semejanza produce el amor de concupiscencia, de lo útil y lo deleitable. La semejan-
za tiene que ser virtuosa pues cuando por esta semejanza resulta un impedimento
para la consecución del bien que ama, se le hace odioso su semejante, no como seme-
jante sino como obstáculo para su bien propio. Por eso los alfareros riñen entre sí ya
que se obstaculizan en el lucro y por eso se suscitan pendencias entre los soberbios
porque mutuamente se usurpan la superioridad que ambicionan». Tomás de Aquino,
S. Th. 1-2, q.27 a. 3.

5. Efectos del amor son: la unión, la mutua inhesión y el celo.

Si el amor es la tendencia o inclinación hacia el bien propio, su consecuencia


natural o efecto será mantenerse en su presencia y en trato y unión con él.

«El amor produce la primera unión efectivamente, puesto que mueve a desear
y buscar la presencia del objeto amado como conveniente y perteneciente a uno
mismo; y produce la segunda unión formalmente por cuanto el mismo amor es tal
unión o vínculo». Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q.28 a. 1

«Este efecto de la mutua inhesión puede entenderse en cuanto a la potencia


aprehensiva y en cuanto a la apetitiva. Respecto de la primera se dice estar el amado
en el amante en cuanto que el amado mora en la aprehensión del amante. Y en cuanto
a la potencia apetitiva se dice estar el amado en el amante por lo mismo que se esta-
blece dentro de su afecto mediante una cierta complacencia». Tomás de Aquino, S.
Th. 1-2 q. 28 a. 2.

«El celo bajo cualquier aspecto que se le considere, proviene de la intensidad


del amor. El amor intenso trata de excluir aquello que se le opone. Esto, sin embargo,
acontece de modo distinto en el amor de concupiscencia y en el de amistad. Pues en
el amor de concupiscencia el que desea intensamente una cosa se mueve contra todo
aquello que impide la consecución o fruición pacífica del objeto que ama. Más el
amor de amistad busca el bien del amigo; por lo que cuando es intenso impulsa al
hombre contra todo aquello que es opuesto al bien del amigo y en este sentido se
esfuerza en rechazar todo lo que se hace o dice contra el bien del amigo». Tomás de
Aquino, S. Th. 1-2 q. 28 a. 4.

d) Sobre el odio
El odio es la aversión o contrariedad ante el mal sensible. Su objeto es el mal
sensible, pero ausente o distante. En el amor de concupiscencia se manifiesta en la

61
antipatía. Si se trata de un odio pasional conlleva un mal corporal físico. La causa del
odio es el amor. Se diferencia de la ira en que ésta es poco duradera, es decir, es más
impulsiva; en cambio, el odio puede hacerse más profundo a medida que se cultiva
en el interior; por esto, también el odio daña más que la simple ira.

El odio natural es un sentimiento de repugnancia para todo lo que es contrario


y corruptivo. Así como todo lo conveniente es bueno, lo que es nocivo es malo. Nin-
guna cosa se aborrece sino por ser contraria al objeto que ama. Por eso el amor es
más fuerte que el odio. Cfr. Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q. 39.

e) Sobre la concupiscencia y la deleitación

«Según dice Aristóteles la concupiscencia es el apetito de lo deleitable. La de-


leitación es doble, una la que se da en el bien inteligible que es el bien de la razón;
otra la que se halla en el bien proporcionado al sentido». Tomás de Aquino, S. Th. 1-
2, q. 30 a. 1.

Las causas de la delectación son: la operación, el movimiento, la esperanza, la


memoria, la tristeza, las acciones de otros, el hacer bien a otros, la semejanza y la
admiración. Cfr. Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q. 32. Los efectos son: la expansivi-
dad, el deseo o sed la misma delectación, el impedimento del uso de la razón, y la
perfección de la operación. Cfr. Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q. 33.

f) Del dolor y la tristeza

«Así como para la delectación se requieren dos cosas cuales son la unión del
bien y la percepción de esta unión, así también para el dolor se requiere la unión de
algún mal. Es un mal por lo mismo que priva de algún bien y la percepción de esta
unión». Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q. 35 a. 1.

«La causa del dolor externo es el mal presente y contrario al cuerpo y la del in-
terno es el mal presente y opuesto al apetito. El dolor externo sigue, a su vez, a la
aprehensión de los sentidos, especialmente del tacto; y el dolor interior a la aprehen-
sión interna de la imaginación o de la razón misma. El dolor interior es más fuerte
que el externo del mismo modo que la aprehensión de la razón y de la imaginación es
más alta que la del sentido del tacto». Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q. 35 a. 7.

1. Las especies de tristeza:

a) La compasión: es la tristeza del mal ajeno en cuanto éste se considera como


propio.

b) La envidia: es la tristeza ante el bien ajeno que se estima como mal propio.

c) La ansiedad: es la tristeza por la imposibilidad de huida ante el mal. Cuando


ésta se agrava por no vislumbrar consuelo alguno se produce la angustia

d) El abatimiento: cuando la tristeza se agrava hasta el punto de paralizar los


miembros exteriores, por ejemplo priva de la voz. Cfr. Tomás de Aquino, S. Th. 1-2
q. 35 a. 8.
2. De las causas y efectos de la tristeza y el dolor:

62
Las causas de la tristeza:
- el bien perdido.
- el mal presente.
- la concupiscencia.
- el apetito de la unidad y
- el poder al que no se puede resistir.

3. Los efectos de la tristeza:


- El dolor priva de la facultad de aprender,
- la pesadumbre de ánimo, debilita toda operación y daña el cuerpo. Cfr.
Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q. 36 y 37.

4. Los remedios contra la tristeza y el dolor:


- la tristeza se alivia con el llanto,
- por la compasión de los amigos,
- por la contemplación de la verdad y
- se mitiga con cualquier delectación al modo de un cierto descanso.

g) De la esperanza y de la desesperanza

La esperanza es la pasión del apetito irascible que sigue al bien sensible futuro,
arduo y posible de conseguir. Se contrapone al temor porque así como éste es expec-
tación de un mal futuro, la esperanza lo es de un bien futuro. Se contrapone a la des-
esperanza porque ésta es la tristeza sin ninguna expectación de cosas mejores.

La desesperación no comporta la sola privación de la esperanza, sino una re-


pulsa positiva de la cosa deseada por considerarla imposible de alcanzar. Las causas
de la esperanza son: la experiencia, la instrucción, el conocimiento y todo lo que au-
menta el poder del hombre: las riquezas, la fortaleza, etc. Cfr. Tomás de Aquino, S.
Th. 1-2 q. 40.

h) Del temor

El objeto del temor es el mal futuro difícil de superar, de apartar, o de comba-


tir, al cual no puede resistirse. Cfr. Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q. 41.

Considerado en sí mismo:
- temor actual: temor.
- temor habitual: timidez.

Considerado en sus efectos:

- en el ánimo: conturbación.

- en el cuerpo: terror.

63
- en la cabeza: horror.

- en el rostro: rubor y palidez.

- en las extremidades: temblor, rigidez.

Las causas del temor son: el amor y la impotencia.

Los efectos son: induce a consultar, produce temblor y contracción e impide la


operación. Cfr. Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q. 44.

i) De la audacia

«La audacia es lo que más dista del temor, pues éste rehúye el daño futuro a
causa de la victoria que éste ha de lograr sobre el que teme, mientras que la audacia
afronta el peligro inminente en razón de la victoria que se ha de lograr sobre el peli-
gro mismo». Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q 45 a. 2.

La audacia sigue a la esperanza y los audaces son más valerosos al principio


que en el momento mismo del peligro.

j) De la ira

La ira es una pasión especial porque puede ser causada por el concurso de va-
rias pasiones, ya que no brota el movimiento de ira sino a causa de alguna tristeza
inferida y supuestos el deseo y la esperanza de vengarse. Su objeto puede ser el bien
y el mal, ya que tiende a la venganza que apetece y a otro, bajo la razón de mal que
es el hombre dañino de quien desea vengarse. Cfr. Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q.
46.

Las causas de la ira puede ser: una acción que se ha hecho contra uno, lo cual
produce la irritación; el desdén y el menosprecio, ya que todas las causas de la ira
pueden reducirse al rebajamiento de la propia dignidad, lo cual parece implicar me-
nosprecio; la conciencia de la propia excelencia y los defectos de los otros. Cfr. To-
más de Aquino, S. Th. 1-2 q. 47.

Los efectos de la ira son: la delectación por la venganza que conlleva, que im-
pide en gran manera el uso de la razón y provoca el silencio, ya que la lengua se tra-
ba y el rostro se enciende en el poseído por la ira. Cfr. Tomás de Aquino, S. Th. 1-2
q. 48.

Los remedios contra la ira son: quitar las causas que producen la ira o al menos
debilitar al máximo posible su influjo. Frente al movimiento de ira antecedente a
todo juicio de la razón se procurará quitar su causa física, evitando el dolor y cuando
esto no sea posible prever las reacciones emocionales que a ellos o a cualquier otro
estímulo emocional han de suceder, para tratar de ordenarlos racionalmente. Tam-
bién podemos considerar la ira en el orden moral. No juzgar temerariamente, ya que
la causa de la ofensa pudo haber sido la ignorancia. No dar lugar a la sospecha y, en
especial, dice Sto. Tomás: «contra la ira el mejor remedio es el reconocimiento de la
propia fragilidad». Cfr. Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q. 47 y 48.

64
IV. LA ESENCIA HUMANA

1. La sindéresis: ápice de la esencia

El término sindéresis procede del griego synteréo, que significa observar, vigi-
lar atentamente, y también conservar. Para Tomás de Aquino equivale a razón natu-
ral1. Es un hábito cognoscitivo con el que todos nacemos (innato), algo así como una
luz natural por la que el ser humano conoce de manera natural y habitual la naturale-
za humana y los fines que le son propios.

Por eso, Francisco Molina, al recoger las averiguaciones que Tomás de Aquino ha
hecho sobre la sindéresis sostiene que “una constante en Tomás de Aquino consiste en
señalar que la sindéresis contiene los primeros principios de la ley natural. Y por tanto, a
ella le corresponde remurmurar (advertir, protestar, quejarse, levantar clamor, hacerse eco;
obsérvese que el prefijo re- viene a destacar lo que ya el verbo murmurare significa por sí
mismo), de cuanto se oponga a esta ley natural”2.

Los principios universales de la ley natural pertenecen a la sindéresis porque


en ella residen como en su lugar propio3. La razón práctica se encargará de extraerlos
llevándolos a su aplicación práctica.

Para Tomás de Aquino la sindéresis ilumina tanto a la razón superior como a la


inferior; está sobre toda la razón4. La relación podría entenderse, según el Aquinate,
a modo de silogismo. La sindéresis administra la proposición llamada mayor, y el
resto (la inferior) lo pone la razón superior, y la conclusión pertenece a la conciencia.
Y pone un ejemplo: la sindéresis propone “todo mal ha de ser evitado”; la razón su-
perior dice, por ejemplo: el adulterio es malo; la inferior entiende que es malo por
injusto, por deshonesto; y la conclusión es que el adulterio debe ser evitado, por lo
que con-ciencia significa que su acto es acompañado de la ciencia universal y de la
particular”5. En este sentido se entiende que según Tomás de Aquino, se llama con-
ciencia al dictamen de la razón que aplica la ley natural contenida en la sindéresis a
lo que se ha de hacer6.

Por su parte, Polo sostiene que la sindéresis –como los primeros principios–
recibe su luz del acto de ser personal del cual depende. Precisamente, por mirar al
acto de ser no puede errar y por ello mismo es una luz habitual que ilumina comple-
tamente la naturaleza y esencia humana bajo una sólo recomendación: la de hacer el
bien, la de crecer irrestrictamente. Este planteamiento alude a la famosa distinción
entre esencia y acto de ser (essentia-esse). Este último, que en el caso del hombre es
la persona, engarza a la esencia humana, que es potencial, para activarla. Ese ‘mirar’
de la persona hacia la esencia es lo que se llama ‘yo’, que a su vez se desdobla en
ver-yo, cunado activa a la razón, querer-yo, cuando activa a la voluntad. En este sen-
tido afirma: “la persona considerada hacia la esencia, es decir en tanto que la esencia

1
Cfr. TOMÁS DE AQUINO, S. Th., II-II, q. 47, a. 6, co y ad 1.
2
MOLINA, F., La sindéresis, Cuadernos de Anuario Filosófico, Serie Universitaria, n. 82, Pamplona, 1999, 16
3
TOMÁS DE AQUINO, In II Sent., dis. 24, q. 2, a. 3, ad 4.
4
TOMÁS DE AQUINO, In II Sent., dis. 39, q. 3, a. 1, ad 2.
5
TOMÁS DE AQUINO, In II Sent., dis. 24, q. 2, a. 4.
6
TOMÁS DE AQUINO, In II Sent., dis. 24, q. 2, a. 4.

65
depende de ella, se designa como yo. El yo es una dualidad: por una parte ver-yo7;
por otra parte querer-yo”8.

El yo, como veremos, no es la persona, sino algo así como la apertura natural
de la persona hacia su esencia y naturaleza humana. Es como si uno saliera al pasillo
y se quedara en la puerta viendo, como con una luz, todo lo que tiene a su disposi-
ción. De ahí que salga la famosa ley, que en el plano natural es el principio ético fun-
damental: ¡Haz el bien!, es decir: ¡lleva esta dotación natural, con todas tus potencias
y facultades, a su desarrollo y perfeccionamiento! Por ello la sindéresis está conside-
rada como el ápice, el punto más alto de la esencia. Con ella se ve la importancia y
finalidad tanto de la inteligencia como de la voluntad. Tomás de Aquino sostiene que
la sindéresis no se pierde nunca, por más corrompida que se encuentre una persona.
Es entendible, si perdiera esa luz perdería su alma humana, dejaría de ser hombre.
Pero lo más esperanzador es que, si no se pierde nunca, esa luz por más pequeña y
débil que se encuentre, siempre cabe la esperanza de que una persona se decante por
el bien.

2. La inteligencia humana

La inteligencia tiene como fin alcanzar la verdad. Por esto nos detendremos un
poco en el encuentro con la verdad. En realidad, el encuentro con la verdad es perso-
nal. Consideramos importante intentar explicar el encuentro con la verdad, porque a
partir de él algo se puede barruntar respecto de la naturaleza e importancia de la inte-
ligencia, ya que ésta tiene como fin la posesión de la verdad. La verdad se define
como la adecuación del intelecto con la realidad conocida.

En general, el encuentro con la verdad es clave, porque está en la línea de la


dimensión personal del ser humano. Por ello constituye un gran acontecimiento.
Cuando un ser humano se ha encontrado con la verdad le acaece en cierto modo una
revelación personal cuya respuesta es un cierto compromiso con la verdad descubier-
ta, de manera que el hombre despliega sus mejores energías en profundizar en ella y
en darla a conocer.

Los seres humanos estamos hechos para el conocimiento de la verdad, y cuan-


do la encontramos, cuando la descubrimos, aquel acontecimiento marca nuestras
vidas. De pronto, uno se percata de que hasta ese momento su vida había transcurrido
sin esa luz, sin esos horizontes, y que gracias a aquello que se nos ha aparecido como
verdadero, nuestra vida se abre a nuevas dimensiones, anteriormente desconocidas.

A veces sucede que si la verdad alcanzada es de muy alto nivel, uno se pregun-
ta cómo es que pudo vivir todo el tiempo transcurrido sin conocerla. La verdad le
cambia a uno la vida, le hace ver que puede vivir de modo diferente, y entonces se le
hace inolvidable. Precisamente la verdad se expresa con el término griego aletheia
(de a, que significa ‘sin’, lethos que denota ‘olvido’). Estamos hechos para la verdad
y cuando tenemos la suerte de encontrarla aquella se hace inolvidable.

7
El intellectus ut co-actus en cuanto que repercute en los actos intelectuales inferiores a él, se llama ver. Con otras palabras,
hacia abajo la persona ve (yo); hacia arriba es transparencia. Vinculado al yo, el ver no significa nada distinto de él, en virtud
de su carácter iluminante. Por eso es acertado llamar a la luz iluminante continuación de la transparencia hacia abajo. Según el
planteamiento que propongo, el intellectus ut co-actus es un trascendental personal y, por consiguiente, no es un principio ni
principia, pues la persona se distingue del ser principial. Sin embargo, no es inconveniente hablar de luz iluminante, si se en-
tiende como ver-yo inferior al intellectus ut co-actus.
8
POLO, L., Antropología trascendental. La persona humana. Eunsa, Pamplona, 1999, 177.

66
Sin embargo, hay muchas maneras de encontrarse con la verdad. Es más, la
verdad se puede encontrar no sólo en la filosofía (aunque a ésta le corresponda en
sentido propio). También uno se puede encontrar con la verdad en otras ciencias, en
las matemáticas, en la economía, en la medicina, etc.; también en el arte, en la músi-
ca, y además, se puede encontrar la verdad en otra persona.

Por poner algunos ejemplos, se puede decir que hay quien encuentra la verdad
en las matemáticas. En efecto, cuando un alumno de educación básica se encuentra
con la geometría, puede descubrir que si los problemas están bien planteados, se
acierta con su resolución, y que esos resultados son necesariamente así. La necesidad
de la verdad se hace patente, y entonces uno dice ¡es verdad!, esto ‘sale así y sólo
así’, y a partir de entonces se anima a seguir con las matemáticas, a enfrentarse con
gozo a los problemas intentando solucionarlos. También se puede encontrar la ver-
dad en la música. Si uno llega a ‘entender’ una pieza musical, a captar su melodía, la
armonía de la composición y su significado, el gozo surge de inmediato, y entonces
uno trata de seguir escuchando las demás composiciones tratando de encontrar su
melodía, su armonía, de entender las disposiciones de las notas musicales, el signifi-
cado de la composición, etc. Otra manera de encontrar la verdad es en la biología, y
entonces uno se dedica a la cuidadosa observación de los diferentes seres vivos, de su
organización ¡tan complicada!, pero a la vez tan coherente, pues no hay nada en un
ser vivo que esté de balde, todo es perfectamente funcional en un ser vivo, desde una
ameba, un embrión de pollo, una ballena, hasta la maravilla del cuerpo humano. El
gozo de este conocimiento lo saben bien los biólogos y los médicos, quienes pueden
dedicarse horas y horas a estudiar el conocimiento de aquellas operaciones del vi-
viente.

Un modo especial de encontrarse con la verdad es cuando alguien se encuentra


con el sentido personal de otra persona, si uno la conoce y la ‘entiende’. Cuando uno
se encuentra con la verdad de la otra persona, ésta se nos presenta de modo resplan-
deciente, y así uno se adhiere a esa verdad, e incluso surge el compromiso con ella.
Puede darse entonces un cambio en la propia vida, la novedad de la otra persona ilu-
mina a partir de ese momento nuestra vida. De esto saben mucho los verdaderos
enamorados, y se ha expresado desde siempre a través de muchos versos y cancio-
nes: “Antes de Ti no hay antes… no hay nada que merezca la pena recordarse”, o
como dice una conocida canción peruana: “Mi vida ha comenzado cuando llegaste
Tú”. A partir de ese momento la presencia de aquella persona es punto de referencia
imprescindible, con una novedad que transforma la existencia. Hasta entonces no se
sabía lo que era vivir, o se tenía una vida muy pobre, oscura, apagada, sin ilusión; a
raíz de ese gozoso encuentro la vida se vuelve consistente, extraordinariamente apa-
sionante.

En cualquiera de los encuentros con la verdad esa realidad se le aparece al su-


jeto de modo resplandeciente, y queda comprometido con la tarea que aquella verdad
comporta, a la cual no se duda en dedicar parte importante de nuestro tiempo, de
nuestras energías, de nuestros afanes. Normalmente aquella verdad que se ha encon-
trado invita a un mayor descubrimiento. Así se pueden ir viendo uno a uno los posi-
bles encuentros con la verdad, y todos tienen esa característica de descubrimiento
esplendoroso de la realidad y de compromiso en la tarea de progresar en esa verdad.

Actualmente, es necesario descubrir la verdad, hacer la experiencia de buscar-


la, de encontrarla y de comprometerse con ella. Estamos muy necesitados de ella en
todos los niveles, y su carencia tiene consecuencias nefastas en todos los ámbitos de
la vida humana. Sin embargo, el encuentro con la verdad no es fácil, sino que alcan-
zarla conlleva esfuerzo. Por eso, si un ser humano está instalado en el hedonismo, si
tiene el placer como único valor rector de su vida, es muy difícil que se encuentre
con ella o que la pueda reconocer.

67
La realidad es una gran cantera para descubrir, para obtener cotas elevadas de
verdad. El descubrimiento de la verdad supone una actitud previa: la admiración, el
deshabituamiento, la actitud humilde, algo ingenua e insatisfecha, de quien se pone
en camino hacia el encuentro de la verdad, sabiendo interrogarse sobre la realidad.
Esto supone la actitud de ir por la vida tratando de descubrir la realidad, de aprender
de todo y de todos, lo cual requiere la capacidad de preguntarse hasta por lo más evi-
dente, pugnando por penetrar en las entrañas mismas de la realidad.

Los intentos para hacerse con la verdad han sido muchos. La historia de la filo-
sofía es una apasionante aventura en este sentido. Históricamente, ese itinerario en
pos de la verdad tiene unos claros comienzos con los filósofos griegos, hacia el s. V.
a. C. Cuando Heráclito y Parménides se plantean el conocimiento de la realidad, em-
piezan por tratar de responderse a esa pregunta precisamente: ¿Qué es la realidad?
¿Todo es un continuo devenir, todo cambia?, o ¿existe algo permanente? Si todo
cambia, si la realidad es un flujo en constante movimiento, ¿qué esperanzas hay de
conocer realmente? Si vamos a la realidad para tratar de hacernos con ella y se nos
escapa, como el agua entre los dedos, si es imposible asirla, poseerla, sólo queda la
desesperanza.

Parménides, abre un resquicio a la esperanza, sostiene que el ser es permanen-


te, que la realidad no cambia; con lo cual cabe la posibilidad de que la inteligencia
humana se mida con aquello. Las averiguaciones parmenídeas son insuficientes, pero
son una primera detección de lo permanente, lo cual es importante, porque cuando el
ser humano se pone en contacto con lo estable, cuando se para a pensar, ese detener-
se ante algo verdadero le proporciona un encuentro con lo necesario, con aquello que
no puede ser de otra manera. Por otra parte, el ser humano tiene grandes deseos de
permanencia, se resiste a disolverse en la fugacidad de los instantes, y aunque está
instalado en la temporalidad, se resiste a disolverse en ella. Por ello, si el hombre se
encuentra con lo permanente, encuentra respuesta a una exigencia propiamente hu-
mana.

Por la razón precedente, si el hombre nunca se encontrara con la verdad, si la


realidad fuera contradictoria, si fuese incognoscible, entonces iría como sin norte, a
cualquier parte, sin puntos de referencia seguros, permanentes; sólo le quedaría en-
tregarse al caos, a la solicitud de los instantes sin contar con la luz orientadora de la
verdad. En general, todas las grandes averiguaciones que se han hecho en filosofía,
han surgido de esa búsqueda apasionante de la verdad. Obviamente, no podemos
ahora dedicarnos a exponer cada una de ellas. Sólo nos hemos referido a los comien-
zos de la filosofía y ahora recordaremos a título de ejemplo el método socrático, pero
en realidad la historia de la filosofía es un bellísimo testimonio de los afanes del ser
humano para descubrir la verdad.

En ese mismo sendero van los esfuerzos de Sócrates y de su famoso método


socrático, que tiene vigencia todavía en nuestros días, ya que ese método es usado
por algunos grandes maestros de la hora presente. Como sabemos, Sócrates no escri-
bió nada, fue un testimonio viviente del amor a la verdad, hasta refrendarlo con su
muerte. El testimonio socrático fue recogido por uno de sus jóvenes discípulos: Pla-
tón, quien a través de sus Diálogos muestra la actividad magisterial de Sócrates. Se-
gún uno de esos escritos suyos, el de la Apología de Sócrates, se cuenta como ha-
biéndose consultado al Oráculo de Delfos acerca de quién era el más sabio, éste con-
testó que era Sócrates. Comunicada esta declaración a Sócrates, éste quedó muy ex-
trañado, porque él consideraba que no sabía apenas nada, y que más bien era un bus-
cador de la verdad.

Para constatar el acierto del Oráculo, se dedicó a interrogar a quienes en la po-


lis pasaban por sabios. Así se dirigió a los poetas a preguntarles sobre su oficio;
igualmente a los artesanos, a los políticos; el resultado fue que ninguno de ellos sabía

68
qué era la verdad, por lo cual Sócrates concluyó que quienes pasaban por sabios
creían que sabían cuando en realidad eran ignorantes; en cambio él sabía que no sa-
bía, por lo cual ya sabía algo, mientras que los otros, además de ignorantes, no sabían
que lo eran, por lo cual, evidentemente, Sócrates era el más sabio, ya que era cons-
ciente de su ignorancia y buscaba afanosamente la verdad.

Precisamente la conciencia de la propia ignorancia es el primer paso del méto-


do socrático. Se le llama la ‘docta ignorancia’ y se expresa con el conocido “Sólo sé
que no sé”. Es necesario partir de esta conciencia, pues de lo contrario, si creemos
que sabemos, no moveremos un pie para dirigirnos en pos de la verdad. No es difícil
imaginarse las preguntas que haría Sócrates, las cuales irían encaminadas al conoci-
miento esencial de la realidad. Quizá Sócrates le preguntara al poeta: “No me diga
versos, no me recite poemas, dígame lo que es la poesía”; o al artesano: “No me
muestre sus obras de artesanía; dígame ¿qué es el arte?”; al político: “No me diga las
leyes ni cómo debe organizarse la ciudad, dígame qué es la ley y qué es la ciudad”. A
sus discípulos, a los alumnos, seguramente les diría: “Ustedes que se dicen amigos,
díganme qué es la amistad”, “Ustedes que quieren ser libres, díganme lo que es la
libertad”, “Ustedes que pretenden ser auténticos, díganme qué es la verdad”, “Uste-
des que valoran la generosidad, díganme qué es. Si no saben responder, ¿de qué ha-
blan?”.

De aquí se puede ver la importancia que tiene el arte de la pregunta. Saber pre-
guntar y preguntarse es asunto clave. Por eso los resabidos no logran progresar en la
verdad; quienes creen que ya se han contestado todas las preguntas no obtienen las
verdaderas respuestas. Los asaltos a la verdad requieren de una audacia que surge
precisamente de ese encararse valientemente con la realidad, del afán de descubrirla.
Sólo así se abre paso el proceso de investigación, el estudio profundo. En este caso se
puede hablar, con palabras del Papa Juan Pablo II, el “explorador que no se rinde”.
Ese proceso de exploración y descubrimiento es lo que Sócrates llamó mayéutica,
que significa dar la luz en la inteligencia. Como es sabido, esa palabra la tomó Sócra-
tes del oficio de su madre, quien ayudaba a dar a luz a las señoras. En el fondo, se
trata del ejercicio del intelecto, que es como una luz, que alumbra e ilumina la reali-
dad, para conocerla.

En definitiva, la verdad es vital para el ser humano, el cual no puede renunciar


a ella; hacerlo equivaldría a renunciar precisamente a lo que le es propio, a lo que le
corresponde, ya que por tener inteligencia el ser humano puede medirse verdadera-
mente con la realidad; puede, gracias a su inteligencia, encontrarse con aquello que
es necesario, permanente. Cuando el ser humano no se ha encontrado con la verdad,
le ocurre una desgracia inmensa; sería hacer dejación de su propio ser, no vivir como
persona humana. Una vida así no es propiamente vida, no tendría discursividad, ni
continuidad, sería como una gran oscuridad, estaría a merced de cualquier instancia
irracional interior o exteriormente.

La inteligencia es el gran recurso –aunque no el único– de los seres humanos.


Es lo distintivo respecto de otros seres vivientes. Aristóteles define al hombre como
un animal que posee logos. Esta tenencia humana, la de su actividad intelectual, es
superior a las tenencias corpóreas o materiales, que se pueden adscribir al ámbito
corpóreo y material. También es superior a las que se pueden poseer en el conoci-
miento sensible. Inteligencia sólo posee el hombre, y es gracias a ella que el ser hu-
mano puede alcanzar niveles muy altos de posesión.

Podemos empezar por distinguir la inteligencia como facultad del acto que la
pone en ejercicio. La primera es considerada como potencia, en cuanto tal tiene la
posibilidad de pasar a acto, de actualizarse. En la tradición aristotélica se encuentra
una metáfora muy bella a la que hemos hecho mención en el capítulo anterior, la me-
táfora del hombre despierto y del hombre dormido. El hombre dormido representa al

69
hombre que tiene la posibilidad de ejercer actos intelectuales pero que nos los ejerce;
en cambio, el hombre despierto se corresponde con aquel que ejerce actos cognosci-
tivos del más alto nivel como son los intelectuales. El hombre no está siempre des-
pierto en este sentido, pero una vez que estrena la inteligencia, le son entregadas
grandes cotas de verdad. Así se pueden ir conociendo dimensiones de la realidad
hasta entonces insospechadas y se puede iniciar la andadura intelectual con más o
con menos intensidad.

¿Qué es lo que hace que la inteligencia como facultad se actualice? Según la


filosofía clásica, esto corre a cargo del intelecto agente. Este intelecto, cuyo descu-
brimiento es de Aristóteles, es el que actualiza a la facultad como potencia, incide,
actúa en ella, precisamente actualizándola. Dentro del planteamiento aristotélico el
entendimiento agente es el acto que actualiza la inteligencia. Agente es precisamente
el que hace, el que opera, el que actúa. ¿Qué «hace» el intelecto agente? En la abs-
tracción lo que hace el intelecto agente es iluminar la imagen sensible, el fantasma
dado por la sensibilidad interior, y al iluminarlo abstrae la forma inteligible. Por esto
se le ha representado como una luz, pero se trata de una luz que no es física, ya que
el intelecto agente no es nada material. Esta luz está también sugerida en el significa-
do etimológico de la palabra ‘intellectus’ (de intus legere: leer dentro).

¿Qué es lo que abstrae el intelecto agente? precisamente una forma inteligible.


Esto es glorioso. La luz del intelecto permite una lectura, un conocimiento muy supe-
rior al que puede tener el conocimiento sensible, el cual sólo conoce formas concre-
tas particulares. El animal jamás podrá acceder a objetos inteligibles, no puede tener
noticia de formas abstractas; no tiene inteligencia y carece de intelecto agente; por
tanto, se queda pegado a las formas sensibles que son sólo formas singulares, cons-
treñidas a lo concreto. En cambio, el ser humano puede habérselas con formas que no
están limitadas a lo concreto y singular. Si un animal se diera cuenta de la reducción
de su ámbito cognoscitivo, no lo podría soportar; lo que ocurre es que para darse
cuenta de eso se precisa de la inteligencia, y por eso el animal vive ‘feliz’.

Se puede alegar que el animal se entretiene con las imágenes que le proveen
los sentidos externos y los internos como la imaginación, la memoria, etc., que puede
relacionar, asociar esas imágenes, etc., lo cual puede ser entretenido. Sin embargo, es
tremendamente limitado, reducido, comparado con el despliegue de la actividad inte-
lectual del ser humano, ya que el animal es incapaz de detenerse a pensar. Además,
sólo capta las cosas en cuanto relacionadas con sus tendencias. El intelecto humano
hace más extensivo y profundo el conocimiento. Ya no se trata de que conozca lo
concreto, por ejemplo, sólo ‘esta’ agua que está en ‘este’ vaso, sino que conozca lo
que es el agua, sus propiedades de manera universal. El ser humano puede tener con-
ceptos abstractos que tienen una dimensión permanente y universal.

El animal no llega al nivel humano. Aunque a veces se ha querido ver inteli-


gencia en los animales, los que defienden esta hipótesis han terminado desengañando
a sus entusiastas seguidores. Es conocida la experiencia en la que se puso a un chim-
pancé en una balsa con un cubo lleno de agua con la que se le adiestró de manera que
pudiera apagar el fuego que le impedía llegar a alcanzar su alimento y el chimpancé
aprendió a hacerlo, haciendo uso de la imaginación, que, como ya vimos, tiene entre
sus actos un tipo de relación asociativa, en este caso de relación condicional, al estilo
de «Si esto, entonces aquello» uniendo representativamente un antecedente y un con-
secuente, pero que en este caso son muy concretos. Por medio de esta operación, se
asocia el hecho de arrojar el agua sobre el fuego con el hecho de apagarlo, y entonces
es accesible hacerse con la comida.

Sin embargo, la imaginación y la consiguiente memoria son facultades sensi-


bles, no son la inteligencia. Esto quedó demostrado cuando se puso al chimpancé en
las mismas condiciones excepto que no se puso agua en el cubo, sino que sólo conta-

70
ba con el agua que tenía alrededor; en ese caso no pudo apagar el fuego y se quedó
sin comida. Un ser inteligente hubiera captado «lo que es» el agua, en todos los ca-
sos, hubiera podido abstraer unas propiedades universales y, entonces, ese conoci-
miento se hubiera extendido más allá del agua de «este cubo» y las hubiera reconoci-
do también en el agua que le rodeaba; por tanto, habría acudido a esa agua para apa-
gar el fuego y obtener su alimento.

Sin embargo, la operación de abstraer, la conceptualización, la obtención de


formas universales le está vedada al animal, el cual se mueve sólo con imágenes muy
concretas y no puede llegar nunca a reconocer el unum in multis, la universalidad de
la forma en la realidad. También por esta razón, se ha llegado a afirmar que un hom-
bre es tanto más inteligente cuanto más cosas ve con menos; es lo que se llama tam-
bién «el golpe de vista». En general, la misma razón práctica, aún cuando tiene que
ver con lo concreto, requiere iluminar las diferentes situaciones particulares desde
unos principios universales. Incluso la técnica se nutre de la ciencia y en ese sentido
avanza; de lo contrario estaríamos todavía dándole vueltas a los mismos tornillos.

Sin inteligencia la vida humana quedaría desasistida. La sensación no tiene el


alcance de los actos intelectuales. Como hemos señalado, la misma vida práctica sólo
se dirige bien desde la vida teórica. Aunque la verdad no tiene sustituto útil, sí se
puede decir que ayuda mucho en la tarea de dirigir la vida personal y la vida en so-
ciedad. Esta exigencia sólo la tienen las personas humanas, no los animales. Si com-
paramos al ser humano con un animal, podemos ver que aquel puede «hacerse más»
con la realidad, ya que, por una parte, el animal sólo conoce aspectos sensibles de la
realidad, en cambio, el ser humano puede alcanzar lo permanente. Las operaciones
intelectuales tienen mayor alcance que las meramente sensibles. Para que este alcan-
ce se vislumbre un poco podemos ver en una primera instancia que el ser humano,
mediante sus operaciones básicas, puede captar lo que las cosas son (simple aprehen-
sión), puede conocer que es lo que es (juicio), y puede razonar, y, además, puede
ejercer actos intelectuales superiores a las simples operaciones.

Por otra parte, de acuerdo con la filosofía clásica, la inteligencia es capaz de


conocerse a sí misma, a las cosas singulares de modo reflexivo y a las realidades
espirituales de modo analógico. En esto también se diferencia el hombre del animal,
que sólo cuenta con los sentidos para conocer, pero ningún sentido puede conocer su
propio acto. En cambio, el hombre, por medio de su intelecto, es capaz de ejercer
actos intelectuales que son superiores a las simples operaciones, puede tener un co-
nocimiento habitual, ya que es capaz de iluminar las propias operaciones intelectua-
les.

De lo que llevamos considerando se puede vislumbrar la naturaleza y la exce-


lencia de la inteligencia, que no es una exageración, aunque lo que más nos llame la
atención sea el conocimiento sensible. Según Aristóteles, el intelecto es lo que de
divino tiene el hombre. La inteligencia puede operar, es el acto de conocer. Cuando
uno emplea su inteligencia, cuando ésta pasa a acto, ya no tenemos pasividad sino
precisamente actividad.

En el conocimiento, el acto de conocer y el objeto conocido son uno en acto.


De ahí que el objeto conocido sólo se da en el acto de conocerlo: sin éste no hay ob-
jeto conocido ni antes ni después. Además, el objeto no se da de suyo (si se diera de
suyo no haría falta la operación). El conocimiento no es una intuición, en la que el
sujeto no hace nada sino sólo contemplar como un espectador. Lo conocido no se
impone, ya que la cosa extra-mentem es real, pero no es, de suyo, actualmente cono-
cida. Lo inteligible no se da, por decirlo de alguna manera, gratuitamente; se precisa
de la operación, de manera que lo inteligible sólo es tal una vez que se ha ejercido el
acto de conocer. La realidad es cognoscible, pero no lo es de suyo, se precisa del acto
de conocer.

71
La inmanencia del acto de conocer se refiere a que en él se consigue el objeto
conocido, inmediatamente. La acción transitiva es muy diferente de la acción inma-
nente. Aquella sale fuera de sí, el fin que pretende alcanzar está fuera de la actividad
transitiva, por ejemplo, la actividad constructiva. Si el conocer fuera transitivo y no
inmanente, entonces construiría su objeto, de modo semejante a como se construye
una casa. El acto cognoscitivo no construye su objeto poco a poco, sino que éste se le
da inmediatamente, con la operación.

Así pues, la actividad del acto cognoscitivo es diferente a la de la acción transi-


tiva que «construye» su objeto. Es el propio acto de conocer el que adquiere inmedia-
tamente el objeto conocido, de acuerdo al alcance del tipo de acto intelectual que
haya realizado, pero se trata del propio acto intelectual. Aquí la arbitrariedad del su-
jeto que quiere construir su objeto, no tiene nada que hacer, es un estorbo. Meter al
sujeto para que constituya al objeto conocido es un error y trae una secuela grande de
errores.

El acto de conocer es activo, con una actividad peculiar, inmanente. Al ejercer


tal acto, se da una simultaneidad entre el acto de conocer y su objeto conocido. Esta
simultaneidad no se da en el movimiento transitivo, del cual se diferencia el acto
cognoscitivo. El ejemplo típico de movimiento transitivo es el que se produce en la
edificación de una casa. Cuando se edifica, no se tiene lo edificado, y cuando se tiene
lo edificado, no se edifica. En cambio, en el acto de conocer no hay que esperar a que
después de algún tiempo se posea lo conocido, sino que éste se da en el mismo ins-
tante que se ejerce el acto de conocer. Se conoce formando y se forma conociendo,
decían los clásicos. Al ejercer el acto no hay que esperar a terminar de «construir» el
objeto, para entender, sino que en el mismo acto en que se aprehende la forma se
entiende, y al revés: sólo se entiende cuando captamos la forma, de manera inmedia-
ta.

Por otra parte, el ser humano no puede agotar toda la verdad en solo acto cog-
noscitivo, pues necesita ejercer múltiples actos cognoscitivos, cada uno de los cuales
le va proporcionando más conocimiento. El acercamiento a la verdad es progresivo,
pero esto no quiere decir que el sujeto constituya arbitrariamente sus objetos; lo que
sí pone de manifiesto es que en los actos cognoscitivos hay una pluralidad, una dife-
renciación y una justa jerarquía, ya que con unos actos se conoce más y con otros
menos; delimitar el alcance de nuestros actos cognoscitivos nos curaría de las preten-
siones del relativismo. Esto es importante tenerlo en cuenta, pues de lo contrario no
se entiende la verdad, y constituye además el error en que incurren muchos de los
filósofos modernos. El conocimiento no es una carrera sin aliento en que el objeto
conocido sólo se obtiene al final. Evidentemente, uno tiene que ejercer muchos actos
cognoscitivos, pero con cada uno de ellos podemos poseer el respectivo objeto cono-
cido.

De manera que no se trata de una actividad como la de construir una casa, que
mientras se construye no se obtiene la casa, la cual se obtiene al final cuando se deja
de construir. No se trata de que al ejercer un acto uno no conozca y tenga que esperar
otros actos para conocer; si esto fuera así, el acto de conocer no sería tal, pues nos
dejaría en la ignorancia o en la perplejidad hasta que se llegase a pensar el todo.

Es necesario tener en cuenta este principio, ya que a veces se considera que el


objeto conocido «es construido» por el sujeto cognoscente. No hay tal «construc-
ción». La voluntad humana puede «construir» como quiera una casa, suponiendo que
tiene todos los recursos necesarios, pero no puede intervenir en el acto de conocer.
La voluntad puede influir en la facultad pero no en el acto de conocer en cuanto tal.
Así pues, la inteligencia no puede ser violentada arbitrariamente por la voluntad de
un sujeto, porque entonces no conocería realmente, no ejercería el acto de conocer.

72
a. El acto de conocer posee un objeto intencional

Como hemos visto, mediante el acto de conocer poseemos el objeto conocido,


esta posesión es inmanente, inmaterial, inmediata. No es una posesión que se da «al
final» del conocimiento. Se podría decir que, al conocer, en cierta manera, uno «se
hace» el objeto conocido. Esta posesión es intrínseca, se da en el mismo acto de co-
nocer.

El conocimiento es activo, no es tendencial o desiderativo (eros), anhelo de


conocer. El anhelo no es una posesión, sino un deseo de un objeto futuro. En cambio,
como antes señalamos, el acto de conocer es posesión inmediata, en presente. El ob-
jeto conocido no se da después de larga espera, no hay un tiempo que se requiera
«mientras» se está «construyendo» el objeto anhelado. Cuando se ejerce el acto de
conocimiento se posee inmediatamente el objeto conocido, es decir, junto con el acto
se da su objeto. Aristóteles sostenía que al ver se tiene lo visto, al entender se tiene lo
entendido. Ese tener es la posesión.

Por otra parte, el objeto conocido poseído es intencional. La partícula «in»


puede tener dos significados: in de estar (dentro), y también: in en sentido direccio-
nal. En este sentido se puede decir que la in-tentio significa que se ha llegado ya al
objeto conocido, o que lo conocido está en el conocer. Por ello la intencionalidad es
considerada «desde» el objeto conocido. De otro modo: en el conocer, lo remitente o
intencional es lo conocido, no el acto de conocerlo. La intencionalidad es una remi-
tencia, un camino interiormente transitado. Se forma entendiendo y se entiende for-
mando. La intencionalidad es un remitir de lo formado en el acto cognoscitivo a la
forma en la realidad. Cuando conocemos a través de los sentidos externos, formamos
una ‘especie impresa’ que, digámoslo así, es una forma cuya «cartulina» es el órgano
de la facultad (como vimos al hablar del conocimiento sensible, éste tiene una base
orgánica), pero esa forma conocida por el acto de sentir es asimismo intencional.

El objeto conocido es pues una ‘intentio’. Un símbolo de la intencionalidad es


la de una fotografía separada de la cartulina. Sin embargo, para entender la intencio-
nalidad, es preciso no cosificarla. El objeto conocido no es una cosa; es la forma inte-
ligida en la que no hay un detrás y un delante cósico, sino que es un «desde»; el obje-
to conocido remite, de manera que no se ve sino según el objeto, intencionalmente.
Por otra parte, tener en cuenta este principio ayuda a no caer en el idealismo, ya que
el objeto conocido es intencional, no es real como lo está la realidad fuera de noso-
tros mismos.

b. Se da una jerarquía entre los actos cognoscitivos

Se podría decir que la realidad «se entrega» según el tipo de acto cognoscitivo
realizado: «Tanta operación de conocer, tanto de conocido». Si uno ejerce un acto de
conocimiento de poco nivel, el conocimiento de la realidad se limita a ese nivel. Si
uno ejerce un acto cognoscitivo de mucha intensidad, de más alto nivel, lo obtenido
es superior, es un conocimiento más profundo de la realidad.

Metafóricamente hablando cabe decir que el acto de conocer es como una llave
con la que se abre la puerta (inteligencia) que nos hace accesible la posesión de la
realidad. No hacemos nada en la realidad, no la violentamos, no construimos el obje-
to conocido, ni la verdad, a nuestro capricho o según nuestro deseo, sino que la reali-
dad está ahí fuera de nosotros, con toda su riqueza; en todo caso lo que hacemos es
descubrirla, pero no la construimos.

73
Las operaciones cognoscitivas no son todas iguales. Con unas se conoce más
que con otras. Unos actos son más intensos o tienen mayor alcance que otros. Con la
abstracción intelectual se conoce más que con la vista, y con ésta se conoce más que
con el oído. Según el profesor Leonardo Polo, en el caso del conocimiento humano
las ventajas de la jerarquía son también netas. Es más ventajoso que en un hombre su
inteligencia sea más alta que su imaginación, y que su imaginación sea más alta que
la simple sensación. Si la sensación fuese igual que la inteligencia, ésta sobraría.

Insistimos que el ser humano no conoce con una sola operación cognoscitiva,
sino que cada vez se puede profundizar más, explicitar lo abstraído, juzgar, razonar,
etc. Nos hemos referido en el apartado anterior a que el objeto conocido, intencional,
se da según el tipo de operación ejercida. Pero hay muchos actos cognoscitivos, e
incluso por encima de las operaciones intelectuales están los hábitos intelectuales,
que son actos superiores a las operaciones, ya que, en definitiva, la objetividad es
aspectual, no agota la realidad.

El criterio de diferenciación de las operaciones es jerárquico. No es sólo que la


inteligencia se extienda a más cosas que la sensibilidad, sino que va más al fondo:
conoce más, pero el «más» del conocimiento no es cuantitativo. El crecimiento se
produce por la perfección del acto. Tal perfección no va en detrimento de la distin-
ción, porque el acto no se reparte.

La mayor perfección de la inteligencia no le quita nada a la perfección de la


vista. La vista no puede decirle a la inteligencia: «Tú eres más y por eso me ofen-
des». La inteligencia le diría a la vista: «si tú no eres menos, no eres vista». Cada una
con su alcance, aunque estableciendo diferenciaciones y jerarquía. Así, es posible
contestarle al relativista, que sostiene que cada uno tiene “su verdad”, y ayudarle a
darse cuenta que lo que ocurre es que “su verdad” está constituida por tal y tal tipo de
actos cognoscitivos y que con ésos sólo le alcanza para captar tales aspectos de la
realidad, pero que hay otros tipos de actos cognoscitivos con los que es posible obte-
ner más niveles de verdad, de manera que si se anima a realizarlos puede llegar a
tener “más” verdad.

Lo que sucede es que, a menudo, el relativismo es cómplice de la superficiali-


dad. Lo que nos pasa es que no nos atrevemos a pensar, a profundizar, y nos queda-
mos sólo al nivel del conocimiento sensible, y ‘funcionamos’ sólo con meras repre-
sentaciones de la realidad. La verdad, como hemos dicho, no es una dama fácil, sino
que conserva su legítimo derecho a ser conquistada por el ejercicio de actos intelec-
tuales de mayor jerarquía.

Por otra parte, ayudar a aclararse en este sentido es de gran provecho. A veces,
uno puede decirle a un alumno, “dime lo que estás pensando”, y si nos dice “estoy
pensando tal hecho, o tales personas, o lo que haré al regresar a casa”, hay que decir-
le que eso no es pensar, que está sólo con imágenes, con representaciones, que está
ejerciendo unas operaciones distintas a las propias de la inteligencia, que tiene todo
el derecho a hacerlo, pero que eso no es pensar.

Es preciso entender la superioridad del conocimiento intelectual sobre el me-


ramente sensible, lo cual no quiere decir denigrar a éste último, ni tampoco que no
éste no sea importante, porque lo es (como lo hemos considerado en el capítulo ante-
rior al tratar sobre la mirada humana, la imaginación, la cogitativa). Sin embargo,
con la misma insistencia hay que decir que tal conocer no basta, porque está limitado
por su propio alcance. Se precisa ir a más y progresar en la posesión de la verdad.

La abstracción es una operación intelectual por la cual se articula el conoci-


miento sensible con el intelectual. Esta operación fue formulada primero por Aristó-
teles y reafirmada luego por Tomás de Aquino, pero ha sido olvidada por la mayoría

74
de los filósofos modernos. Para formularla, se precisa partir de que es posible obtener
formas inteligibles a partir de las imágenes obtenidas de la realidad.

Si no se acepta que ésta es cognoscible intelectualmente, y si no se cuenta con


que la inteligencia tiene esa capacidad de iluminar las imágenes presentadas por la
sensibilidad interna, entonces no es posible formular el acto de abstraer. Con la abs-
tracción se conoce la quidditas o naturaleza de la realidad, se abstrae una forma inte-
ligible, aunque todavía en esta operación no se afirme ni se niegue nada de ella.

Según la sentencia clásica «nada es conocido por la inteligencia si antes no ha


pasado por los sentidos»; por tanto, la abstracción se hace a partir de una primera
fase del conocimiento humano que es sensible. En esa primera fase, en la que inter-
vienen los sentidos, especialmente los internos, se capta una imagen sensible, llama-
da también fantasma, la cual es concreta, singular y tiene caracteres relacionados con
lo material.

¿Cómo se pasa de lo sensible y concreto a lo intelectual y abstracto? Según


Aristóteles la inteligencia es una facultad que pasa a acto mediante el intelecto agen-
te. La noción de intelecto agente tiene como señalamos al comienzo, un lugar central
en la formulación de la abstracción por Aristóteles. El intelecto agente es, como de-
cíamos, el que hace (agens: agente; agere: hacer) inteligibles las imágenes. El inte-
lecto agente es el que va a «desparticularizar» la imagen sensible, obtenida en el co-
nocimiento sensible, abstrayendo de ella su forma inteligible que es necesaria, per-
manente. ¿Cómo hace esto el intelecto agente? Iluminando la forma sensible. El co-
nocimiento, según Aristóteles es, tal como señalamos anteriormente, un acto que
obtiene su fin con sólo ejercerse. Al conocer se tiene lo conocido, inmediatamente,
sin treguas. Por eso, el Estagirita llamó al conocimiento: práxis teléia: un acto (pra-
xis) que en su propio ejercicio obtiene su fin (telos). Uno no conoce y en un segundo
momento se le entrega la forma conocida, sino que ésta ya es poseída en el acto de
conocer.

Por ello, una vez que mediante el conocimiento sensible se posee la imagen
sensible, ésta es «desparticularizada» por la acción del intelecto agente que actúa
sobre ella, iluminándola. Por medio de su luz del intelecto agente puede «leer», co-
nocer. El resultado de esa operación iluminante es la forma inteligible abstracta, que
se obtiene inmediatamente, con la operación de abstraer. En esta operación, el inte-
lecto va más allá del conocimiento sensible, ya que capta la forma de alcance univer-
sal. La realidad tiene la posibilidad de ser conocida intelectualmente, de manera que
conoce formando y formando conoce. Sin embargo, con esta operación no se agota el
conocimiento, se precisa avanzar. Cuando se obtiene una forma inteligible abstracta
no se posee una verdad absolutamente. La verdad no se adquiere de una vez, con un
solo acto, sino que el saber es incrementable. Uno puede ejercer un acto intelectual y
hacerse con la forma inteligible, pero aún así no ha agotado el conocimiento de la
realidad. Tomás de Aquino, solía decir que ‘hay más realidad en una mosca que en la
cabeza de todos los filósofos’, lo cual significa que la realidad tiene una riqueza muy
grande y que nuestro conocimiento de ella nunca es exhaustivo, nunca la agota por
completo, siempre se pueden ejercer más y mejores actos.

Además, de acuerdo con la propuesta del filósofo Leonardo Polo, el conoci-


miento humano no sólo es operativo sino habitual. El hábito es un acto intelectual
que, a diferencia de la operación, no conoce objetos sino que conoce la operación.
Así, podemos ejercer un acto cognoscitivo como es la abstracción, pero también po-
demos realizar un acto por el que se conozca la operación de abstraer, con lo cual
tenemos el hábito abstractivo, que es superior a la simple operación de abstraer, ya
que la conoce; se trata de un acto que conoce el acto de abstraer, no la forma inteligi-
ble. Esto constituye un avance importante en el conocimiento.

75
A partir del hábito abstractivo es posible considerar al abstracto de dos mane-
ras: se puede «devolver» el abstracto a la realidad, comparándolo con ella, y entonces
se habla de abstracción total, y se puede considerar al abstracto según su misma
condición de abstracto, para lograr formar ideas cada vez más generales que englo-
ben diversos abstractos, y en este caso se trata de la abstracción formal. Si se prosi-
gue conociendo a partir de la abstracción formal se obtienen nociones como la defi-
nición (el género, la diferencia específica, etc.), y se realizan operaciones como, la
atribución lógica, el raciocinio lógico, etc. En esta vía se encuentran ciencias como la
lógica. La generalización es aquí una operación muy importante, ya que cada vez se
busca formar ideas más generales, pero esto supone una abstracción formal cada vez
más compleja. En esa línea se puede proseguir indefinidamente y, sin embargo, no es
posible encontrar por ahí las causas (de nivel racional) de la realidad física. Siguien-
do esta vía tampoco se pueden conocer las realidades espirituales, tales como la de
Dios, por ejemplo. Si un físico-matemático quiere encontrarse con Dios a través de
generalizaciones es muy difícil que lo conozca. Evidentemente, Dios es más que una
simple generalización.

La misma realidad física, aún cuando sea de mucha utilidad estudiarla mate-
máticamente, no se puede reducirla a sólo esa consideración. Por la vía de la abstrac-
ción formal no se conoce la realidad física. Para lograrlo se precisa de la vía racio-
nal, que sigue a la abstracción total, la cual va la realidad física tal como ésta es, a su
esencia, y no se queda en sus formas accidentales. En esta vía se encuentran ciencias
como la física racional, la biología, etc. A través de los actos intelectuales corres-
pondientes se puede conocer la esencia del universo. Para conocer la realidad física
en este nivel, se precisa acudir al conocimiento de sus causas: 1) material y formal
en el caso de las ‘sustancias naturadas’, 2) la material, formal y eficiente en el caso
de las ‘naturalezas’ y seres vivos, 3) la material, formal, eficiente y final, para acce-
der a la ‘esencia’ del universo. Esa indagación supone ejercer otras operaciones ra-
cionales superiores: conceptualizar, juzgar y fundamentar. Por medio de esta vía ra-
cional se va profundizando en lo que el abstracto guarda implícitamente.

Al conceptualizar se puede conocer la materia y la forma y desde aquí se pue-


de ver la extensión universal del concepto. El universal es el “uno” de la forma en los
“muchos” que son los individuos de la realidad. Así se puede conocer la idea de me-
sa en las muchas mesas que existen, en la mesa que tengo delante, y en otras muchas
más.

Siendo importante el conceptualizar, se puede proseguir, viendo la semejanza


entre lo concebido y lo real, y entonces se precisa de un acto posterior: el juicio, por
medio del cual se puede ver una relación básica: la de la sustancia con los accidentes,
pero atendiendo a lo real, de modo que sólo se une y separa lo que está unido o sepa-
rado en la realidad. Como ésta es temporal, entonces se recupera el tiempo, así se
puede decir: la vaca come, o puede decir: la vaca comió. Por otra parte, es preciso
diferenciar el plano lógico del propiamente racional, porque hay juicios lógicos como
‘todo A incluye todo B’, y reales como ‘el perro corre’.

Se puede tratar de ver la relación de los movimientos que se conocen en los ac-
tos de juzgar. Tales movimientos son de las sustancias naturales. Si se ve su relación,
se puede conocer el orden del universo, la causa final. Según Aristóteles, la ‘epago-
gé’ es el conocimiento que pone en marcha la investigación partiendo de un dato
relevante, al cual se le sigue «la pista», advirtiendo sus relaciones con otros datos
pertinentes e igualmente relevantes, con lo cual se va consiguiendo un saber sistémi-
co, abierto siempre a nuevos descubrimientos de la realidad, que contribuyen a in-
crementar el conocimiento racional.
Además, es claro que el juicio de la vía racional no es el juicio de la vía de la
abstracción formal, no es el juicio lógico; sin embargo, no tienen por qué ser opues-

76
tos, son sólo distintos de manera que se pueden complementar. Así por ejemplo, a
menudo podemos recurrir a la deducción lógica, podemos ir de los enunciados gene-
rales a las conclusiones particulares. Aunque el conocimiento lógico no baste para
conocer la esencia del universo, menos la de la naturaleza y esencia del ser humano,
sin embargo, es de gran ayuda en el conocimiento intelectual. Así, por ejemplo, los
profesores que tenemos alumnos adolescentes, solemos decir que si ya conseguimos
que los alumnos establezcan bien la famosa ‘regla de tres’ en sus razonamientos, o
con que sólo sepan razonar lógicamente, nos ponemos contentos. Parece una broma,
pero no lo es.

El razonamiento lógico básico de “Si A es igual a B, y B es igual a C, entonces


A es igual a C”, parece fácil de hacer, pero los hechos nos dicen que actualmente los
alumnos encuentran gran dificultad para ejercerlo. Evidentemente, no trataremos
ahora de cuestiones de desarrollo intelectual en los alumnos, pero el hecho anotado
nos advierte que las operaciones lógicas no son nada despreciables, aunque no lle-
guen a la profundidad que nos da la prosecución racional, la cual nos lleva al cono-
cimiento de las esencias de la realidad.

Al ejercerse el acto de juzgar racional se pone uno en condiciones de adquirir


el conocimiento de las causas: material, formal, eficiente y final. De esta manera no
se conocen objetos pensados, ideas, sino las causas de la realidad física; no es un
conocimiento que posea objeto intencional, ya que ninguna de las causas es un objeto
pensado, sino principios reales.

Por otra parte, todo juicio lógico tiene que confrontarse con la realidad; es lo
que hace posible distinguir un juicio verdadero de un juicio falso. Así por ejemplo, si
decimos el hombre es insectívoro, estamos haciendo un juicio falso, no en el sentido
lógico, sino en sentido real, porque realmente los seres humanos no nos alimentamos
de insectos.

A través del conceptualizar y del juzgar racional se pueden conocer las sustan-
cias, las naturalezas y hasta la esencia del universo; sin embargo, todavía se puede
tratar de hacer su fundamentación racional. Además, la esencia del universo se puede
conocer operativamente; pero no así el acto de ser del universo, el cual, por ejemplo,
no se puede captar por abstracción, ya que del acto de ser no tenemos una imagen a
partir de la cual abstraer. El acto cognoscitivo por el que conoce el acto de ser del
universo no es objetivo, es habitual. Se trata del hábito de los primeros principios,
porque los actos de ser son primeros principios. No podemos detenernos ahora en el
hábito de los primeros principios, pero sí lo dejamos indicado, ya que conocer el ser
del universo físico es de gran importancia en antropología, porque ayuda a una dife-
renciación del ser personal con el ser del universo.

A pesar de que el ser humano puede realizar muchos actos para hacerse con la
verdad, sin embargo, actualmente estamos pasando por una crisis de la razón, que se
ha ido acentuando cada vez más. Hoy, hemos desistido del afán de conocer la verdad,
pero así los problemas presentes no sólo no se solucionan, sino que se hacen cada
vez más inabarcables. Lo que sucede es que no nos atrevemos a pensar intensa y pro-
fundamente.

Como acabamos de ver, la realidad sólo se entrega si realizamos los actos de


conocimiento correspondientes, capaces de medirse con ella, y esos actos de conoci-
miento son muchos, no bastan sólo las meras representaciones, ni los planteamientos
reductivos. Se precisa de planteamientos potentes, capaces de integrar el saber hu-
mano, especialmente los diferentes niveles de conocimiento que se dan en las dife-
rentes ciencias. Sólo este esfuerzo de integración nos llevará a superar la crisis ac-
tual. De lo contrario, seguirán haciéndose más hondos el escepticismo, el relativismo,
etc. El escepticismo es una corriente epistemológica que viene desde tiempos anti-

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guos y que niega la posibilidad de alcanzar la verdad. Debido a que considera que
nada se puede afirmar con certeza, sostiene que más vale refugiarse en una «epojé» o
abstención del juicio. En rigor, el escéptico tendría que callarse, pues no puede pre-
tender que la afirmación que defiende pueda ser verdadera si de antemano niega la
posibilidad de alcanzar la verdad.

Sin embargo, no hay sólo un escepticismo estricto, sino que hay distintos mo-
dos de ser escépticos, y los argumentos son también muy variados. Estos se pueden
centrar básicamente en algo que es evidente: las contradicciones de los filósofos y la
diversidad de las opiniones humanas. Sin embargo, esto no puede ser motivo de es-
cándalo, ya que se puede ver que, a pesar de tales diferencias, las personas pueden
llegar a un acuerdo en algunos principios fundamentales sobre la realidad y, asimis-
mo, se pueden integrar los diversos actos cognoscitivos. Ni siquiera la experiencia de
los errores particulares puede llevar que uno desista de buscar la verdad. El error sólo
es posible si existe la verdad. En definitiva, los escépticos alegan la relatividad del
conocimiento. Sin embargo, se puede recordar que, si bien cada persona puede apro-
ximarse más o menos a la realidad, ésta no cambia por ello, ni tampoco su posibili-
dad de ser conocida cada vez mejor, como ya hemos visto anteriormente.

El que haya operaciones racionales con las que se conozca más que otras, no
puede producir desconcierto, sino al contrario, un gran optimismo. Con unas opera-
ciones se conoce más que con otras, lo que se obtienen son objetos diferentes en cada
acto de conocer; sin embargo, el conocimiento siempre está referido a la realidad.

Por su parte, las corrientes materialistas y empiristas han hecho muchos estra-
gos en lo que se refiere al conocimiento de la verdad, precisamente porque caen en
un reduccionismo, pues tienen una concepción parcial del conocimiento, y dejan de
lado la abstracción y, en general, la distinción y jerarquía entre los actos de conoci-
miento. Reducen el conocimiento al nivel meramente sensible, de manera que consi-
deran que sólo es verdad lo captado por los sentidos. Entonces, todo conocimiento
sería sensación, y toda sensación radicalmente contingente, relativa y, por consi-
guiente, incierta. Frente a la corriente relativista se puede argüir de diferentes mane-
ras, especialmente si, como ya hemos visto, se explica sus confusiones a través de la
jerarquía de cada uno de los actos de conocimiento; pero en definitiva, se puede re-
cordar que si se acepta que es verdadero lo que a cada uno le parece verdadero, con
esto se niega su propio postulado, ya que su contrario sería también verdadero. El
relativismo tiene varias modalidades. Estas corrientes gnoseológicas todavía tienen
vigencia y se expresan en los conocidos versos:
“Nada es verdad,
nada es mentira,
Todo es del color
del cristal con que se mira”.

Pero, además de que la única operación cognoscitiva no es el mirar, tenemos


que recordar que si cada uno tiene «su verdad», distinta y hasta contradictoria, hemos
destrozado la posibilidad de alcanzarla. En definitiva, lo que no se puede hacer es
reducir todo el conocer a un solo tipo de acto sensorial. Como sabemos, el conoci-
miento no se reduce a mirar, ni la realidad al color, ni el acto de conocer necesita de
ningún cristal.

Lo funesto de todos esos planteamientos es que impiden alcanzar la verdad. La


comunicación se hace entonces imposible, ya que cada uno se aísla en su «propia
verdad». Este aislamiento acompaña al hombre que se aventura en estos caminos, ya
desde su inicio. Así, por ejemplo, con el nominalismo tardomedieval, y ya antes con
la sofística, empieza el ser humano a experimentar esta soledad. Si, como sostiene el

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nominalismo, las palabras son «vacías», si no tienen una referencia segura a la reali-
dad, hay que quedarse sólo con lo singular, con lo individual, con los simples hechos
que son lo más mostrenco de la realidad; lo que se puede obtener ahí son datos as-
pectuales de la realidad, pero si ésta es sólo aspectual, nos hemos introducido en un
conocimiento bastante limitado.

Sin verdad no hay comunicación, ni es posible el diálogo humano. Sólo hay


comunicación verdadera en términos de verdad; de lo contrario, cada uno se queda
encerrado, aislado, en su propio parecer.

3. La voluntad y sus actos

La voluntad es una facultad humana superior cuyo objeto es el bien no sensible


sino espiritual. Según la filosofía clásica, hay que distinguir entre la llamada ‘volun-
tad natural’ (voluntas ut natura), es decir la tendencia al bien correspondiente a su
dimensión espiritual y a su posesión que la felicidad, y la ‘voluntad racional’ (volun-
tas ut ratio), que es la voluntad que sigue a los actos de la razón práctica que descu-
bre muchos bienes mediales.

Todos tendemos a dar cumplimiento a esta tendencia espiritual, todos aspira-


mos a la felicidad. Sin embargo, el problema es ¿cómo alcanzarla? Por tanto, se re-
quiere del concurso de la inteligencia para que le ayude a descubrir al ser humano
cómo llegar a dicha posesión. Por esto se habla de la voluntas ut ratio, o voluntad
racional, es decir la tendencia espiritual iluminada por la inteligencia. De ahí que se
afirme que la voluntad es la tendencia despertada por el conocimiento intelectual de
un bien.

a. La distinción entre el querer y el desear

Actualmente, una confusión frecuente es la que se da al no distinguir el querer


del desear. En el lenguaje corriente se dice: «quiero», mientras que a veces debería
decirse: «deseo». La confusión procede del hecho de que a menudo querer y desear
son concomitantes y concurrentes, porque el mismo objeto a la vez es querido y
deseado.

Tanto el querer como el desear se ponen en movimiento a partir de un cono-


cimiento previo. De ahí la sentencia clásica de que “nada es querido si antes no es
conocido”. En general, los apetitos, tanto de índole sensible como intelectual, se des-
piertan con un conocimiento. Como hemos visto, en el ser humano cabe muchos ti-
pos de conocimiento, tanto sensibles como intelectuales, y, aunque se diferencien,
ordinariamente se dan juntos. Es más, en el ser humano la imaginación puede dar
paso a una idea e inversamente, la idea se acompaña de imágenes; en un caso o en el
otro, las respectivas intencionalidades del objeto conocido ‘apuntan’ hacia la misma
realidad. Por esto, el conocimiento sensible puede despertar el deseo y el conoci-
miento intelectual, puede llevar a querer algo que es al mismo tiempo el término de
un deseo, y entonces, se puede desear y querer al mismo tiempo.

Sin embargo, conviene no confundir el desear y el querer porque son dos actos
distintos, el uno sensible y el otro intelectual o espiritual. Este último se dirige al
bien, pero de un modo distinto. La diferencia se ve cuando el bien concebido intelec-
tualmente no es sensible. Si el bien no es captado por ningún sentido, ni por la vista,
ni por el tacto, ni por la imaginación, ni por ningún otro sentido externo o interno;

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sino que se trata de un bien entendido por la inteligencia, entonces se ve claramente
lo que es querer.

Por eso, esta diferencia se pone de manifiesto más netamente cuando hay opo-
sición entre la voluntad y el deseo. Vemos entonces que el deseo tiende hacia un bien
sensible, percibido e imaginado, mientras que el querer tiene por objeto un bien inte-
ligible. Por ejemplo, uno podría desear tomarse una bebida que, ante los sentidos, se
le aparece muy agradable y placentera, pero si aquello es un veneno, y eso lo advierte
por su inteligencia, entonces puede ser que no lo quiera, aunque el deseo sea muy
intenso; entonces no se lo toma por el hecho de que su deseo sea muy intenso, ya que
hay venenos que son muy apetecibles.

La voluntad, sostenida por la inteligencia, puede ayudar a controlar o dominar


los deseos, de manera que se salga vencedor en el conflicto entre el deber y la pasión;
daremos prueba del triunfo de nuestra voluntad, como el héroe de Corneille: «Y so-
bre mis pasiones, mi razón soberana». Esto no significa que la voluntad se identifi-
que con el esfuerzo, pues cuanto más fuerte es la voluntad, menos esfuerzos ha de
hacer. Pero es frecuente que psicológicamente la voluntad se perciba más claramente
en el esfuerzo.

b) Descripción del acto voluntario o acción libre

Vamos a describir paso a paso, es decir acto a acto, la secuencia que debe se-
guir la acción humana práctica tal como tendría que darse si se usara bien de la razón
práctica y de la voluntad; es decir, veremos que los pasos que se siguen en el acto
voluntario son posibles porque hay una capacidad en el ser humano de interrelacio-
nar los actos de la recta razón con los de la voluntad, ya que ésta va de la mano con
la inteligencia.

A través de este breve análisis, veremos en qué consiste la virtud de la pruden-


cia, que aunque su tratamiento corresponde más propiamente a la ética. Sin embargo,
no podemos evitar su planteamiento, porque, como toda virtud, es un hábito perfecti-
vo de la naturaleza humana. La prudencia es considerada la virtud más alta en lo que
se refiere al ámbito de la vida práctica. Se le suele llamar ‘auriga virtutum’, porque
al modo del auriga es la que dirige incluso las demás virtudes des que inhieren en la
sensibilidad, como son la templanza y la fortaleza. De manera que inclusive, no hay
verdadera templanza ni fortaleza, si no existe la prudencia.

Así pues, la prudencia es la virtud que pertenece al recto obrar (por lo cual es
muy importante en la ética), y es condición para que los actos libres del ser humano
sean rectos. Por esto veremos como cada paso del acto voluntario ‘reclama’ cada uno
de los elementos que van constituyendo la prudencia. Si éstos se dan el ser humano
es prudente y sabe actuar bien, si se omiten el hombre no sabrá actuar rectamente en
su vida práctica.

Según la filosofía clásica, los actos que constituyen la acción humana, y consi-
guientemente la prudencia, son propios de las dos facultades humanas superiores, la
inteligencia y la voluntad, las cuales actúan interrelacionándose y apoyándose mu-
tuamente. En la siguiente secuencia, los actos que pertenecen a la inteligencia son los
que designaremos con los números impares, y los de la voluntad aquellos señalados
en los números pares. Estos son los siguientes:

1) La simple aprehensión intelectual. Es la simple captación intelectual de un


objeto. Como sabemos, el acto voluntario se desencadena por el conocimiento. Así,
antes señalamos, que en el ser humano rige el principio de que ‘nada es querido si

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antes no es conocido’. Como aquí estamos tratando del acto voluntario, y la voluntad
se corresponde con la inteligencia, tenemos entonces que el proceso del acto volunta-
rio arranca con la inteligencia.

2). Simple querer: Es la adhesión de la voluntad al bien presentado por la inte-


ligencia. En rigor se trata de su reconocimiento como bien (recordemos que el objeto
de la voluntad es el bien). Por eso, este bien despierta en la voluntad una complacen-
cia no deliberada sino espontánea.

Este planteamiento de nuestra naturaleza humana es bastante optimista, ya que


realmente estamos hechos para el bien. No es verdad que tendamos al mal, o que
nuestra naturaleza esté irremediablemente corrompida. En condiciones normales, al
entender algo tendemos a ver su aspecto de bien y nuestra voluntad se “rinde” ante
él, le presta su reconocimiento y adhesión. Sin embargo, esta adhesión inicial no es
suficiente. Se precisa del examen, que corre a cargo de la inteligencia.

3) Examen. Como hemos visto, la inteligencia está muy relacionada con la


voluntad ya que la ilumina, le presenta la realidad, los bienes a la voluntad y está en
ella prestarles su adhesión o no. El examen es un acto de la inteligencia, por lo que
un fallo en ella tiene consecuencias en el acto correspondiente de la voluntad.

El examen consiste en una consideración más atenta del bien presentado, para
ver si es realmente conveniente al sujeto y si es posible de ser alcanzado aquí y aho-
ra, es decir se pregunta sobre dos cosas: sobre su conveniencia, real, y concreta y
sobre su posibilidad de alcanzarlo. Si nos damos cuenta que el objeto no es conve-
niente o no es posible de ser alcanzado, entonces el proceso se detiene.

Este acto de la razón práctica es importante. Cuando se omite el examen, se


puede querer algo que no es conveniente o que es imposible de alcanzar. En este úl-
timo caso, si la complacencia se despierta ante un objeto imposible de alcanzar, cae
en la veleidad. Se dice que alguien es veleidoso cuando quiere un bien y otro y otro,
sin detenerse a examinar si es algo conveniente o alcanzable para él en sus circuns-
tancias concretas. Una persona puede querer volar como los pájaros, pero ese tipo de
vuelo, de lanzarse por los aires batiendo las extremidades superiores, no es posible en
el hombre, sería veleidoso si persistiera en querer hacerlo, ya que ni es alcanzable
por él, ni le conviene hacerlo.

Aquí empieza una consideración del bien como conveniente, que parte del di-
ferenciar que una cosa es el bien en sí mismo y otra distinta es el bien relativo, es
decir, el bien respecto a un sujeto determinado. Para que algo sea bueno, convenien-
te, para el ser humano, es preciso que perfeccione su propia naturaleza. Así tenemos
que, en rigor, algo es bueno para un ser humano cuando contribuye a perfeccionarle
y malo cuando la deteriora.

Hacer la diferencia de que una cosa es buena en sí misma, pero no tiene por
qué serlo necesariamente para mí, para cada uno, es una cuestión básica, pero impor-
tante. Las cosas son buenas en sí mismas porque tienen entidad. Es lo que en metafí-
sica se llama bien ontológico. Pero de ahí no se sigue que sea bueno para uno, porque
sólo es bueno para nosotros si es bueno para nuestra naturaleza que, por ser humana,
es diferente de la de otros seres, y tiene unos requerimientos muy propios. Por ejem-
plo, los mosquitos son un bien en sí mismos y lo son para los batracios que se ali-
mentan con ellos, pero no lo son para los niños, porque sus picaduras les causan gran
molestia o infecciones. También un insecticida es bueno en sí mismo, y puede ser
bueno para curar algunas plagas en las plantas, pero no lo es para el ser humano, ya
que si lo ingiere, puede intoxicarse y hasta costarle la vida.

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Es necesario hacer examen, de lo contrario la veleidad le pone a la voluntad en
situación de frustración, es decir, la hace salir de sí misma en busca de su objeto,
pero como éste no está bien calibrado al no ser alcanzable, o no conveniente, frustra
a la voluntad. Es como si una persona intentara saciar su hambre con el viento, por
más bocanadas de aire que intente obtener, al final se queda con hambre, no se llena,
y viene la frustración. Por tanto, es importante cuidar de las facultades para no estro-
pearlas; una voluntad veleidosa se debilita intrínsecamente, porque se la obliga a
frustrarse, ya que se le pone delante objetos no alcanzables o no convenientes.

4) Intención: Si ha habido un buen examen, entonces se prepara una buena y


recta intención. El bien concebido, querido y examinado se convierte entonces en un
término o fin, hacia el cual se tiende. Esta intención contiene implícitamente la vo-
luntad de poner los medios necesarios que aún no conocemos. Es muy importante
cuidar este acto para que en él la voluntad se adhiera rectamente a un verdadero fin, a
un fin bueno. Es importante cuidar que nuestras intenciones sean buenas, que se ad-
hieran al bien, porque si lo hacen al mal, la voluntad se estropea grandemente.

La mala intención puede darse cuando un individuo niega la adhesión de su


voluntad a un bien verdadero. Por ejemplo, a veces alguno puede recurrir a la astucia,
la cual es dañina para la voluntad, es más con la astucia se violenta incluso a la inte-
ligencia para que altere el conocimiento del bien, y entonces el sujeto dice que el
bien es mal y al revés, y en segundo lugar se violenta a la voluntad para que en lugar
de cumplir su exigencia de alteridad, saliendo del sujeto en pos del bien verdadero,
regrese circularmente hacia el propio sujeto, hacia sus «bienes» mezquinos. Quizá
esto se pueda entender con la fábula de la zorra y las uvas. Como a la zorra le fastidia
el que las uvas estén fuera de su alcance, entonces no las reconoce como bien, las
rechaza. Pero ¿qué hace entonces? Lo que hace es obligar a su inteligencia a ir en
contra de la verdad que es lo propio de ella; la somete a violencia, la oscurece, ha-
ciéndole decir lo contrario de la verdad, a saber, que las uvas no están maduras,
cuando en realidad lo están. Esa violencia que sufre la inteligencia, contradiciendo su
naturaleza (la inteligencia está hecha para la verdad) corrompe a la inteligencia, la
oscurece. Y como la voluntad sigue a la inteligencia, en esas condiciones se deteriora
también, porque entonces rechaza algo que es bueno.

El astuto, en rigor, no es inteligente, aunque lo parezca, pues sabe muchas co-


sas, cómo conseguir sus objetivos, etc., pero ignora lo más fundamental, que a la
inteligencia se le alimenta sólo con la verdad, y a la voluntad con el bien verdadero,
y, por tanto, ignora hasta qué punto se daña a si mismo violentando su inteligencia y
su voluntad. Por esto también un hombre astuto no puede ser nunca prudente, porque
parte de un oscurecimiento de su inteligencia que le lleva a no reconocer la verdad;
entonces oscureciendo su inteligencia, quitando la única luz que tiene para iluminar
su acción práctica, se equivocará. Una buena educación de la inteligencia y de la vo-
luntad parte de ayudar a los educandos a que presten su reconocimiento a la verdad y
al bien verdadero, aunque a uno no le guste. La verdad es la verdad y el bien es el
bien independientemente de que uno pueda o no conseguirlos, a pesar de que nos
disguste. La verdad es la verdad por más dura que nos resulte su aceptación.

Con lo que precede también se ponen las bases para la consecución de otra vir-
tud muy importante en la vida práctica, que es la justicia. ¿Por qué un bien es bien
sólo si es mío o para mí? El bien tiene un estatuto independiente del sujeto. Si sólo es
bueno lo que es para mí, y es malo lo que es de otro, entonces uno no puede vivir la
virtud de la justicia que comporta radicalmente la alteridad (alter significa otro), ya
que lleva a dar al otro lo que le corresponde, aquello a lo que tiene derecho. Pero si
sólo es bueno lo que se refiere a mí, y lo de otro es malo por ser ajeno, entonces no
es posible ser justo, y se da lugar a muchos atropellos.

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Es conveniente aprender a reconocer el bien ya sea que lo tenga uno o lo tenga
otro, de lo contrario se le priva a la voluntad del bien al cual tiende por su propia
naturaleza. Es de gran importancia reconocer, aceptar, la verdad y el bien vengan de
donde vinieren, los tengan quienes lo tengan, aunque lo hagan otros y uno no. Esto
ha llevado a distinguir entre un buen sinvergüenza y un mal sinvergüenza. El primero
es el que reconoce el bien, aunque él no lo tenga, aunque ni siquiera esté dispuesto a
hacer anda por alcanzarlo. En cambio, el mal sinvergüenza es aquel que intenta alte-
rar el bien negando que lo sea, o diciendo que es una tontería. Por ejemplo, hay quie-
nes reconocen que algunas personas obran bien, que lo que hacen es bueno, que están
en la verdad, aunque se sepan sin fuerzas para hacer las cosas que los otros hacen.
Sin embargo, reconocen el bien. Otras, en su afán de justificarse tratan de alterar ese
bien, y dicen que en realidad no lo es, que quienes obran así son unos raros, o unos
tontos. Los primeros están en mejores condiciones de rectificar, porque han dejado el
bien intacto, los otros no.

5) Búsqueda de los medios: La intención de alcanzar el fin provoca la búsque-


da de los medios necesarios para alcanzarlo. Si no queremos buscarlos, o no los bus-
camos, el proceso también se detiene; entonces queremos un bien, pero utópicamen-
te, es decir, sin implementarlo con los bienes necesarios para conseguirlo. La utopía
se caracteriza por eso precisamente, por la ausencia de los medios, no se sabe cómo
llegar a alcanzar el fin o ideal propuesto. Hay quienes se contentan con buenas inten-
ciones, pero esto no es suficiente. Los medios son muy valiosos, y si bien no se pue-
de equipararlos con los fines son requisito para conseguirlos. El desprecio de los me-
dios en la vida práctica es funesto, y la vida humana está compuesta de muchas ac-
ciones prácticas.

Si queremos realmente alcanzar el fin buscaremos aquellos medios necesarios


para conseguirlo. A veces la gente joven es un tanto ‘idealista’, y por ejemplo, a uno
le dicen que quieren ser buenos, que quieren ser mejores, estudiar, organizarse, etc. y
cuando uno les pregunta ¿qué medios pones?, se quedan sin saber qué decir.

6) Consentimiento: En este acto la voluntad se adhiere a los medios con vistas


al fin que hay que alcanzar. Es un acto de la voluntad claramente diferenciado, por-
que a veces ocurre que un sujeto puede retroceder ante los medios que hay que em-
plear cuando los descubrimos, no prestándoles la adhesión de la voluntad. En este
caso la acción se detiene. Si no se aceptan los medios, no se puede conseguir el fin.

7) Deliberación: Junto con la intención y la elección que veremos después, es


el acto más importante en la vida práctica, porque de éste depende la decisión que
hace posible la acción posterior. Aprender a tomar decisiones depende mucho del
aprender a deliberar. La deliberación supone un atento estudio, pero no del fin queri-
do, como en el examen que antecede a la intención, sino de cada uno de los medios
en cuanto a su valor relativo. Entonces, se pregunta cuál es el más adecuado, el más
eficaz. Para una búsqueda eficaz de los medios se requiere de varios actos: a) infor-
mación, b) consejo, c) estudio o deliberación propiamente dicha y d) jerarquización
de las alternativas.

El estudio es la consideración atenta de cada medio o alternativa, y se precisa


también del consejo, tanto del aconsejarse uno mismo, como del consejo de personas
prudentes. Es decir, precisamos de la experiencia personal y de la experiencia ajena,
de aquellas personas que están en situación de aconsejarnos. Junto con la informa-
ción obtenida en la búsqueda de los medios, se precisa del estudio y del consejo para
deliberar. La deliberación se completa con la jerarquización de los medios y alterna-
tivas. Es necesario hacer una adecuada jerarquía de los bienes mediales, de las alter-
nativas, ya que después de sopesar cada uno tenemos que ver cuál es el mejor.

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No todos los bienes son iguales. Esto es importante tenerlo en cuenta, porque a
menudo no tendremos que elegir entre lo malo y lo bueno, sino entre bienes simple-
mente y bienes mejores. Por otra parte, la jerarquía ayuda a ser justos, no todos los
bienes son iguales, hay unos que son mejores que otros, y no puedo elegir uno infe-
rior, porque puedo estar comprometiendo un bien superior.

La deliberación, sin embargo, puede frustrarse, porque puede ocurrir que zan-
jemos la deliberación antes de tiempo, es decir, que la cortemos debido al influjo de
las pasiones o que la demoremos innecesariamente, por excesivo afán de seguridad.
La deliberación se frustra muchas veces debido al influjo de las pasiones incontrola-
das, ya sean las del apetito concupiscible o las el apetito irascible. El primero se re-
fiere a la influencia decisiva del gusto o placer sensible respecto a un objeto, y el
segundo en cuanto al temor, aversión, etc. que despierta. La precipitación, la inme-
diatez, la impulsividad, así como la indecisión, impiden que el siguiente acto, el de la
decisión se ejerza acertadamente.

Por esto es necesario mantener controladas las pasiones a través de los hábitos
respectivos, la templanza y la fortaleza, para que no impidan pensar, ya que sin deli-
beración no es posible acertar. Aristóteles decía que en la vida práctica hay muchas
maneras de equivocarse y sólo una de acertar. Las situaciones prácticas son muy
concretas y a menudo impredecibles, por eso, la prudencia une los principios, crite-
rios generales de actuación, con las situaciones particulares y concretas. Sin embar-
go, para que logre su cometido se precisa de tener la sensibilidad bajo control.

8) Elección: Es el acto por el que se escoge uno de los medios con exclusión
de todos los demás. Este es un acto muy importante, ya que la voluntad, el sujeto, no
sólo decide cosas, sino que de alguna manera se decide él mismo, se autodetermina;
se reconoce en su decisión, la cual está constituida por el sujeto. Por esta razón la
intención y la decisión son tan relevantes, porque configuran decisivamente a la vo-
luntad. Es un ejercicio de la libertad, si el sujeto no acompaña su decisión, entonces
no se autodetermina, no hay fuerza humana en el mundo capaz de hacerle querer lo
que él no quiera.

Evidentemente el ejercicio recto de la libertad no es cualquier cosa, ya que tan-


to en la intención como en la elección el sujeto está llamado a obrar de acuerdo con
su naturaleza racional, que busca la verdad, y con su voluntad, que tiende al bien
verdadero. De ahí también la exigencia ética de ejercitar bien la razón práctica y la
voluntad para poder así querer bien, rectamente, es decir para poder ser realmente
libre.

Cabe la posibilidad de elegir incorrectamente. La decisión puede ser precipita-


da, si no se ha reflexionado lo suficiente, o puede ser inoportuna, en el sentido en que
se tome después de un excesivo tiempo de deliberación. En el primer caso, ha faltado
deliberación y se ha zanjado la deliberación por el influjo muy vivo de alguna (s)
pasión (es). En el caso que se haya alargado excesivamente la deliberación, también
podemos advertir que la causa es la falta de control de las pasiones, por el temor a los
riesgos que toda decisión comporta, es decir, por el desmesurado afán de seguridad.
También aquí se ve lo importante que es para poder actuar bien la templanza y la
fortaleza.

9) Imperio: Una vez que se ha hecho la elección, se sigue el mandato de la in-


teligencia para pasar a realizar lo decidido. Esta orden es una operación intelectual
que advierte al sujeto de que conviene pasar a la acción. También se puede ver aquí
que el imperio es un mandato y, como tal, le pertenece a la inteligencia. A veces se
piensa que las órdenes las da la voluntad, pero en realidad se dan en la inteligencia.
Lo importante de la orden es el mensaje que transmite, la información que contiene;
por eso, si ésta no es racional, o no se entiende, entonces no es eficaz.

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10) El uso activo de la voluntad, es el nombre que daban los clásicos al movi-
miento de la voluntad que incide en las facultades que deben operar para llevar a
cabo la orden dada anteriormente. La voluntad mueve a las facultades que estén in-
volucradas en la acción correspondiente, las mueve a su actividad; así puede mover a
la imaginación, a la memoria, a la inteligencia, etc.

11) Ejecución: Es la realización de la acción, la cual corre a cargo de la inteli-


gencia, que la dirige. También aquí es posible ver que la ejecución no corre a cargo
de la voluntad. Evidentemente la voluntad da su consentimiento y sostiene la acción,
pero la propia ejecución o realización de la acción es dirigida por la inteligencia, la
cual guía el despliegue de la acción. Una acción tiene que ser inteligente, de lo con-
trario sale de cualquier manera y no consigue su fin.

12) Gozo: Si todo ha ido bien, entonces se produce el gozo ante la obtención
del fin o bien querido. Si uno ha conseguido el fin se ratifica en su acción, pero tam-
bién es posible la rectificación, para cambiar la decisión y cambiar la acción o para
hacerlas mejor todavía.

c) Teorías acerca de la voluntad

Existen diversas concepciones sobre la naturaleza de la voluntad. Las más im-


portantes son las siguientes:

1) Teoría sensualista

Su representante más conocido es Condillac. Para él la voluntad no es más que


un deseo sensible predominante. Sin embargo, es preciso diferenciar el querer de la
voluntad del desear del apetito sensible. Es cierto que la voluntad es una tendencia,
un apetito, como el deseo, y que a veces es difícil distinguirlas. Pero, como ya hemos
señalado, la voluntad deriva de la concepción racional de un bien, mientras que el
deseo sigue al conocimiento sensible.

Por lo demás, es patente que hay casos en que se decide contra el deseo más
vivo, sin ningún entusiasmo, fríamente, por ejemplo, cuando uno tiene que hacerse
una operación quirúrgica, es probable que uno no la desee, y sin embargo, hasta paga
para que se la realicen.

2) Teoría intelectualista

Según Spinoza, en la conciencia no existen más que ideas: el espíritu se reduce


al entendimiento. Sin embargo, tenemos que recordar que la inteligencia no suple a la
voluntad, aún cuando vayan muy unidas. Es verdad que la idea está en el origen de
todo acto voluntario (no cualquier idea, por ejemplo, la idea del triángulo no es una
idea dinámica); sin embargo, la voluntad tiene sus operaciones propias. Por ejemplo,
la intención, la elección, etc., son propios de la voluntad. Así, es posible advertir la
tensión de la voluntad, en el momento de la decisión. Ese acto es diferente de la mera
intelección, porque aunque la inteligencia le haya informado, haya examinado, deli-
berado, etc., si el sujeto no quiere prestar su adhesión a aquello que sabe que es con-
veniente, entonces no decide.

Por otra parte, hay casos en que, aunque un sujeto sepa cómo tiene que hacer
las cosas, aún así no las hace. En la teoría intelectualista que sostiene que basta con
conocer el bien para realizarlo, pero esto no siempre sucede, porque está de por me-
dio la libertad del sujeto. Puede suceder que un individuo dado se deje llevar por sus
pasiones.

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3) Teoría clásica

De acuerdo con la teoría clásica tomista, la voluntad está especificada por su


objeto, el cual es el bien concebido por la inteligencia. Que el objeto de la voluntad
sea el bien equivale a decir que el mal nunca es deseado por sí mismo, que no puede
ser amado. Inclusive cuando se quiere el mal siempre es bajo razón de bien.

Desde la filosofía clásica se sabe que en lo más profundo de su ser, lo que un


ser humano busca es la felicidad; la voluntas ut natura tiende a la felicidad inevita-
blemente. El problema es ¿dónde hallarla? No está en las riquezas, ni en los honores,
ni en la gloria, ni en el poder, ni en el placer, ni en la virtud, ni en la ciencia, ya que
todos estos bienes son relativos, finitos, perecederos. Sólo la posesión de un bien
infinito puede colmar el corazón humano y saciar toda su inquietud, su aspiración a
la felicidad. De esta manera, al buscar la felicidad, el hombre tiende implícitamente a
Dios

Se necesita, por tanto, de la luz de la razón para buscar el bien verdadero y pa-
ra buscar los bienes mediales dirigidos a alcanzar aquello que es capaz de aquietar
las más profundas exigencias de su ser. Es el plano de la voluntas ut ratio, y de la
determinación libre de la voluntad, donde radica propiamente su acción humana
práctica, pero a ésta hay que ordenarla de tal manera que no impida la consecución
de la felicidad, que en último término se encuentra en el Bien Absoluto que es Dios.

Si no se sabe conducir bien la razón o la voluntad, entonces el ser humano


puede poner su fin último en cosas distintas de Dios. Hay quienes hacen un dios de
los bienes materiales, de la ciencia, del arte, etc. Es en esta disyunción de la voluntas
ut natura y de la voluntas ut ratio en donde reside muchas veces todo el drama de la
vida humana.

También se entiende por qué la voluntad es una facultad espiritual, ya que si-
gue a la inteligencia y, por tanto, es tan espiritual como ésta. Si se admite que es una
tendencia racional, se entiende que sea espiritual, ya que el objeto hacia el que se
dirige es espiritual y, por tanto, la facultad que lo ejerce lo es igualmente.

Como decíamos al empezar esta sección, se suele confundir la voluntad con el


deseo, y así se puede dar el caso de que una persona crea que quiere algo sin poder
impedirlo, y que no obstante conserva la lucidez para ver que no debe hacerlo. En
cuanto a lo primero se trataría de un amor sensible, de una pasión y no hay nada
asombroso de que se la rechace por la voluntad a pesar de que se continúe experi-
mentándola sensiblemente, hasta que «racionalizando» la tendencia, el sujeto logre
atenuarla o hacerla desaparecer.

Como ya vimos anteriormente, la voluntad no tiene control directo sobre las


pasiones; puede controlarlas con la ayuda de la inteligencia, es lo que se llama go-
bierno político de las pasiones, que ya hemos visto en el capítulo anterior.

d. El control de las pasiones

Las pasiones son actos del apetito sensible. En el ser humano la voluntad,
acompañada de la razón, ejerce un dominio político sobre las pasiones, e impera so-
bre su actuar mismo y la ejecución a la que impulsan.

En cuanto a la ejecución:

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En individuos normales, ninguna pasión lleva a ejecutar nada sin el concurso
de la fuerza voluntaria. La voluntad siempre apoya o contrarresta a la pasión. En el
hombre el circuito estímulo-respuesta es libre. Accidentalmente una pasión puede
imponer insoslayablemente un acto, fruto de la intensidad de la pasión que puede
bloquear al intelecto y a la voluntad, de modo que se trata de un acto del hombre no
imputable moralmente.

En cuanto al actuarse o desencadenamiento de la pasión:

Aquí el dominio de la voluntad es más indirecto, ya que esto depende inmedia-


tamente de los actos aprehensivos sensibles, por lo tanto, a la percepción o represen-
tación del objeto; por ejemplo, de la belleza que desencadena automáticamente el
goce e incluso el amor, y la percepción o representación de la injusticia la ira.

La voluntad se puede controlar en su mismo surgir indirectamente como con-


trol de los sentidos internos y externos mediante la sustitución de las percepciones o
representaciones. Esto es importante respecto de las pasiones de lujuria (revistas,
películas con escenas provocantes, faltas de pudor, etc.).

El control voluntario se puede facilitar mediante el ejercicio de hábitos buenos:


virtudes, y se puede dificultar mediante el ejercicio de hábitos malos: vicios, que ve-
remos posteriormente. Existe una resistencia de las pasiones a someterse al dominio
de la parte más noble del hombre, lo cual es consecuencia del pecado original, que se
puede agravar más por los desórdenes que personalmente se vayan consintiendo en la
actuación de las potencias sensitivas.

El hábito que perfecciona al concupiscible es la templanza. Ésta es una virtud


y, como tal, un hábito operativo bueno adquirido por la repetición de actos; por tanto,
es una virtud dinámica, nunca estática, ya que puede perderse o puede progresar,
hacerse cada vez mayor. Por medio de ella se moderan las pasiones del apetito con-
cupiscible. Su nombre etimológico es ‘temperantia’ que significa moderación. A
veces la templanza se ha reducido sólo al comer y al beber y nada más. Además,
cuando se ha referido a la comida y a la bebida se ha visto en ellas sólo la modera-
ción en la cantidad. También se ha empleado la templanza en relación con la ira. Así
cuando alguien está airado, se le suele pedir que «se modere».

Sin embargo, el verdadero significado de la templanza es el de ser un hábito


por el cual se posee una discreción ordenadora del apetito que se dirige al bien sensi-
ble inmediato. Con ella se trata de hacer un todo armónico de una serie de compo-
nentes dispares. Por tanto la templanza no sólo quiere decir poner freno o parar, sino
respetar, tratar con miramiento una cosa. La templanza tiene como finalidad lograr el
orden interno en la persona humana. La tranquilidad de espíritu requiere un dominio
de los apetitos, especialmente del concupiscible que evita la autodestrucción.

La templanza es la virtud que modera el apetito concupiscible, la tendencia na-


tural hacia el placer sensible que se obtiene en la comida, en la bebida y en el deleite
sexual. Esas dos tendencias, la de la comida-bebida y la de la reproducción humana,
son –como ya señalamos– una manifestación de las fuerzas naturales más potentes
que actúan en la conservación del hombre. También tiene que ver con la mansedum-
bre, aunque ésta es una virtud del irascible, ya que modera la ira. Sin embargo, las
virtudes que más propiamente se derivan de la templanza son:

En lo que respecta a la comida y la bebida: sobriedad.

En lo que respecta a la sexualidad humana: castidad, pureza y pudor.

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De modo general, en lo que respecta al saber sobre la templanza, éste se en-
cuentra en la studiositas, y en lo que se refiere a la propia estima, se encuentra en la
humildad que protege al ser humano contra el instinto de dominio, y contra el afán de
imponer la propia valoración.

La sobriedad: Es la virtud por la cual se controla la tendencia a la comida y a


la bebida, teniendo en cuenta su fin, y no sólo en su cantidad sino en su contenido.
Por ejemplo, es posible que una señora piense que es sobria porque sólo como unas
galletitas por la tarde. Pero si come por placer, si precisa que sean de tal marca, unta-
das con tal tipo de mantequilla, tostadas de tal manera, etc., aquella señora está des-
virtuando la finalidad de la comida, que es alimentarse, y está poniendo en su lugar el
placer o la ley del gusto, o simplemente el capricho.

La castidad: Es la virtud por la cual se regulan de modo racional y verdadero


todos los actos propios de la sexualidad humana, atendiendo a sus fines que son la
procreación-educación de los hijos, lo cual, debido a su importancia, exige –como ya
señalamos– una institución que es el matrimonio, y al fin de la mutua ayuda fiel y
permanente de los esposos.

Es necesario cuidar mucho esta virtud por la importancia de aquellos actos,


pues cuanto más importante es una cosa, tanto más ha de seguirse en ella el orden de
la razón. Por eso es de gran ayuda el entender rectamente la sexualidad humana, que
no debe ser reducida a sólo su aspecto biológico, como en los animales, sino que
tiene que tener en cuenta las otras dimensiones psicológicas, espirituales y éticas que
son inherentes a todo acto humano libre. Por otra parte, los desórdenes en este ámbi-
to restan mucha fuerza a la voluntad.

El pudor: Es una virtud muy cercana a la castidad. Es aquel hábito de la reser-


va, que lleva a un individuo a cubrir su intimidad, guardándola respecto de extraños,
de manera que esté dispuesto a entregarla a la persona adecuada y en el momento
adecuado. El pudor tiene tres aspectos: Lo primero es el pudor en el propio cuerpo.
El cuerpo es algo muy íntimo de cada uno. Por eso debe cuidarse que se dé en él una
manifestación de la propia persona, de lo más espiritual que hay en ella y que, por
tanto, con el modo de vestirse, se guarde el propio cuerpo respecto de las miradas de
cualquiera. El modo de vestirse atiende al hecho de proyectar externamente el propio
espíritu.

Otro ámbito del pudor es el lenguaje, por el cual las cosas íntimas no se cuen-
tan a cualquiera y en cualquier lugar o modo, sino que se ejerce la racionalidad y el
carácter personal de cada uno. No se puede poner la propia intimidad en manos de
cualquiera, porque puede ser un desaprensivo que puede no recibirla bien, ni del mo-
do adecuado.

La vivienda o la propia habitación constituyen un lugar bastante íntimo. Una


señal de ello es que por los pasillos de la casa se puede andar en pijama, lo cual no es
posible hacerlo por la calle. Y dentro de la habitación pueden hacerse cosas que no se
hacen fuera. A cualquier desconocido no se le hace pasar para que entre a la casa, y
menos a las habitaciones. El hogar no se comparte con cualquiera.

El hábito que perfecciona al irascible: la fortaleza.

El término fortaleza viene del latín ‘fortitudo’, que significa fuerza, energía. A
su vez la palabra griega ‘andreia’, que significa fuerza o fortaleza viene de ‘andros’,
que significa virilidad, hombría. Sin embargo, la fortaleza no sólo se refiere a los
hombres, sino a todo el género humano, ya que el dolor, el sufrimiento y el mal está
presente en la vida de todo ser humano, pues es algo connatural a él, y para hacerle
frente se precisa de esa energía interior, esa dosis de agresividad interna, conducida,

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controlada y gobernada por la inteligencia y la voluntad, lo cual da como resultado la
virtud de la fortaleza.

Es la virtud de apetito irascible que regula la tendencia a acometer bienes difí-


ciles de alcanzar o a resistir males difíciles de evitar. Tiene, por tanto, dos actos fun-
damentales: el ataque o acometimiento y la resistencia. El ataque supone menos
energías que la resistencia, porque en este último caso, el dolor, mal o daño está pre-
sente; en cambio, en el ataque el mal que se trata de evitar está en el futuro.

Las virtudes del acometimiento son:

La magnanimidad, que significa espíritu grande, con el cual, a pesar de todas


las dificultades que conlleve una tarea, se es capaz de arrostrarla.

La magnificencia es la virtud que no repara en el desgaste de energías necesa-


rio, o en la cantidad de gastos o recursos a emplear que demande una tarea o una em-
presa. El magnífico es el hombre espléndido.

La reciedumbre es la fortaleza, pero referida a la dimensión corpórea o mate-


rial, por ejemplo, bañarse con agua fría, resistir el calor, el frío, comer lo que a uno
no le gusta, etc.

Las virtudes propias del resistir son:

La paciencia: Es la virtud por la cual se resiste en una tarea a pesar de la canti-


dad de dificultades que sobrevengan.

La perseverancia: Es la virtud por la cual se sostiene el esfuerzo en la realiza-


ción de una tarea ardua, a pesar del tiempo que conlleve.

La audacia: Es la virtud por la cual se acomete una tarea difícil, en vista de la


posibilidad real de la consecución de su finalidad, que consiste en evitar un mal o en
lograr un bien arduo.

Los vicios del irascible son principalmente: el cinismo, la iracundia y la pusi-


lanimidad.

El cínico es aquel que no acomete empresas de valía, debido al esfuerzo que


conlleva su realización, por lo cual no reconoce su valor y se burla de ellas, excusán-
dose así de realizarlas. El cínico, como el astuto, deteriora su inteligencia al negar
que el bien sea precisamente bien. Esta alteración del ejercicio de la inteligencia es
muy seria, tanto que ha llevado a hablar –como hemos visto– de dos tipos de sinver-
güenzas: el buen sinvergüenza y el mal sinvergüenza. El primero es aquel que, aun-
que obra mal, reconoce que lo está haciendo mal; sería aquel que dice: ahí está el
bien, lo reconozco como tal, esas personas que lo hacen son buenas, pero yo no tengo
las fuerzas para realizarlo, aunque no niego que aquello sea un bien: lo acepto como
tal. En cambio, el mal sinvergüenza es aquel que se niega a reconocer la verdad, el
bien, diciendo que no lo es, que es una tontería, y que las personas que lo hacen son
unos raros, fanáticos o tontos. De esta manera violenta a su inteligencia que está he-
cha para reconocer el bien oscureciéndola aún más. El primero tiene una ventaja y es
que ha dejado claro el bien, el fin, el ‘norte’; el segundo no, de manera que se impo-
sibilita a rectificar, porque ha retirado del horizonte el bien hacia el cual enderezar
sus pasos. Además, el cínico no tiene esperanza, porque le parece que no es posible
mejorar las cosas, por lo cual se exime de intentarlo.
Muy cercano al cínico está el indiferente, el pasota, y el pusilánime, que son
aquellos que no acometen ninguna tarea costosa, por el esfuerzo que comporta, o por

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miedo a sufrir, y entonces se hacen indiferentes, pasan de todos los problemas, o se
llenan de miedo, lo cual les inmoviliza para acometer una tarea ardua.

El iracundo o violento es aquel que no soporta el dolor o el mal, y al no poder


resistirlo por falta de fortaleza para acometerlo con paciencia y perseverancia, quiere
eliminarlos de manera inmediata y concluyente; por ejemplo, el terrorista trata de
terminar con el mal poniendo una bomba para protestar contra el mal o situaciones
de injusticia social. El iracundo es aquel que por falta de fortaleza no ha moderado la
pasión de la ira, y ante una dificultad, un dolor o un mal, «explota» agresivamente;
no lo resiste precisamente porque es débil. En efecto, se requiere poca energía para
«explotar» iracundamente; en cambio, para resistir se requiere mucha fortaleza; por
lo cual se concluye que el que grita o reacciona agresivamente no es fuerte, aunque
lo parezca, sino que es precisamente un hombre débil, incapaz de resistir el mal.

e. Importancia del control de las pasiones

Es necesario controlar las tendencias sensibles y sus actos que son las pasiones
o sentimientos, debido a varias razones. En primer lugar, y tal como ya señalamos
anteriormente, este control hace posible la supervivencia humana, y en segundo lu-
gar, porque este control es condición para ejercer actos superiores que van perfeccio-
nando a la naturaleza humana y la disponen a vivir auténticamente como personas
humanas.

Sobre la importancia de la templanza ya hemos dicho lo fundamental, espe-


cialmente que hace posible un recto uso de los bienes sensibles inmediatos, evitando
que sean éstos los que determinen la vida del sujeto, pues lleva a respetar los fines
propios de los actos de comer y beber, así como los actos de la reproducción humana,
de manera que no impidan el desarrollo y perfeccionamiento del sujeto y de los de-
más, y que pueda subordinarlos a bienes últimos superiores.

Sobre la fortaleza y sus virtudes derivadas podemos abundar un poco más. Son
hábitos operativos muy necesarios para que un ser humano sepa dirigir su agresivi-
dad adecuadamente, y de esta manera se pueda enfrentar con el mal. ¿Cómo se con-
trola el irascible? Para empezar, teniendo una actitud acertada frente al mal y a las
dificultades. El dolor sensible, y en general cualquier dolor, es la experiencia del mal,
y presentado en sí mismo es algo absurdo, pues no estamos hechos para el mal; la
naturaleza humana lo detecta enseguida. Así por ejemplo, el dolor físico es una sen-
sación que le da un dato informativo al sujeto, le dice que algo está dañando su natu-
raleza, que amenaza su vida.

Por esto es tan necesario que la fortaleza se fundamente en un verdadero senti-


do del mal y del dolor. Para lograrlo lo primero que hay que saber es que no todo
dolor es totalmente malo, sino que se puede sacar de ahí mucho bien. Si de entrada
consideramos que el mal y el dolor son definitivamente malos entonces podemos
enfrentarlos de manera inadecuada y la fortaleza se haría imposible.

En segundo lugar, hay que considerar cuáles son los verdaderos males, para lo
cual hay que tener en cuenta que el mal es siempre carencia del bien debido, ausencia
de algo que debiera estar presente para contribuir al desarrollo del sujeto. Si no te-
nemos en cuenta este principio, podemos considerar que cualquier carencia es un mal
humano. Así, por ejemplo, un muchacho puede considerar que es un mal para él no
tener un carro último modelo y, en consecuencia, entristecerse por ello. Tendría en-
tonces que pensar hasta qué punto la tenencia de ese bien es indispensable para su
desarrollo personal.

90
De manera que puede darse una apreciación equivocada o acertada del mal y,
en consecuencia, puede haber dolores falsos y dolores verdaderos, tristezas falsas y
tristezas auténticas. ¿Cuáles son los verdaderos males? La respuesta se obtiene de la
consideración de cuáles son los bienes verdaderos. Esto hay que saberlo porque, de
lo contrario, se puede sufrir gratuitamente como en el caso anterior. Alguna vez los
padres o también los maestros han ayudado a este esclarecimiento fundamental, im-
portantísimo en la educación de la afectividad, ya que responde a las preguntas: ¿Por
qué cosas hay que llorar o sufrir y por cuáles no hay que hacerlo?, lo cual lleva a la
pregunta fundamental: ¿Cuáles son los bienes más importantes cuya pérdida es un
verdadero mal y me tiene que causar dolor?

Tal como señalamos antes, las pasiones y los sentimientos se controlan racio-
nalizando la tendencia en función de sus objetos, porque de esa relación van a des-
prender los diversos sentimientos. Una persona controla sus afectos cuando va a su
tendencia dirigida a tal o cual objeto y ejerce ahí un juicioso discernimiento que le
lleva a reconducir su tendencia hacia otros objetos diferentes, dándole razones, mo-
viendo a la voluntad para que haga una revaloración, rápida o no, de aquello que ha
capturado a su tendencia.

Así se puede decir, por ejemplo: vamos a ver, eso que sientes, ¿por qué lo sien-
tes?, ¿a qué objeto estás considerando como bueno o como malo?, ¿vale la pena?, es
decir: ¿es un verdadero bien o un verdadero mal?, y entonces se puede re-encauzar la
tendencia hacia otros objetos o bienes. Este proceso no es tan simple, no es fácil, ni
tan rápido, pues las tendencias pueden presentar mayor o menor resistencia depen-
diendo de sus hábitos, de sus disposiciones, y racionalizar las tendencias puede cos-
tar una pelea interior muy intensa y, sin embargo, es la manera como se logra contro-
larlas, consiguiendo las virtudes respectivas.

Si éstas no se obtienen, si el sujeto no controla sus tendencias, sus afectos, en-


tonces queda a merced de ellos. Esto tampoco es un secreto en estos momentos, ya
que vivimos una época que culturalmente no favorece ese control; todo lo contrario,
ya que en la actualidad la mayoría de las personas han renunciado al ejercicio de sus
facultades superiores, de la inteligencia, y de la voluntad, y le han dado las riendas de
su vida a la tercera y última potencia activa que es su sensibilidad, la que gobierna
sus vidas es la afectividad, pero esto es un error, ya que sobre los sentimientos no se
asienta una vida. Sin embargo, esta situación se está dando y se ha llegado a alterar la
relación entre placer y bien, y también la relación entre dolor y mal. Desde el punto
de vista ético no todo placer es bueno y no todo dolor es malo, ya que el criterio de
bondad o maldad moral no viene del bien conveniente al apetito (porque le produzca
agrado o desagrado), sino del bien conveniente a la naturaleza y que, por lo tanto,
dirija al ser al cumplimiento de sus fines atendiendo al perfeccionamiento del sujeto.
Por eso es un error creer sin más que todo placer es un bien y todo dolor un mal. Una
medicina puede ser amarga, desagradable o incluso dolorosa y puede ser un bien para
el sujeto. El estudio puede no ser placentero y causar algunos sacrificios, pero es un
gran bien. Por lo demás, el dolor está presente en la vida humana, y es necesario sa-
ber resistirlo con fortaleza y aprovecharlo para el propio mejoramiento y el de los
demás.

Algo que es importante frente al mal es no desconcertarse. Tenemos que contar


con que hay males, que son carencias; éstas se pueden encontrar fuera, pero también
en nosotros mismos, pues nuestra inteligencia es lenta para conocer la verdad y no es
falible, nuestra voluntad también, ya que no está pronta para adherirse al bien que la
inteligencia le presenta; además, las pasiones están desordenadas, es decir, no siem-
pre están subordinadas a la inteligencia y voluntad. Es evidente que esas carencias,
inciden en otros debido a la dimensión social del ser humano, de manera que alguien
paga por ellas, aquellos que están alrededor del ser humano en cuestión. Por tanto, no

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nos debe extrañar constatar esas carencias, que a veces pueden provocar sentimientos
de misericordia, o a veces causen mucho dolor y sufrimiento.

En todo caso, si el mal tiene un sentido y actuamos en coherencia, entonces


sabremos recibir el mal, las dificultades, las ofensas, etc., con ánimo fuerte, sin de-
jarnos vencer por la tristeza, controlando la sensibilidad. En definitiva, el último sen-
tido del dolor está en la caridad, en el amor que lleva a perdonar y ser paciente, cons-
tante, audaz, etc. para superarlo o remediarlo.

4. La libertad esencial

Según la filosofía clásica la libertad es una propiedad de la voluntad. Ésta es


una de las facultades del hombre, y el acto voluntario emana de la facultad y es libre.
El término libertad es bastante equívoco, por lo cual es necesario que empecemos
distinguiendo entre libertad de movimiento y libertad de querer.

a) Libertad de movimiento y libertad de querer

Se dice que un ser humano tiene libertad de movimiento refiriéndose a una li-
bertad puramente exterior, como es la libertad de movimiento local. Según este tipo
de libertad un acto es libre cuando está exento de toda coacción exterior, cuando no
está determinado por una fuerza superior. En este sentido, para que una acción sea
libre basta que no esté obligada o violentada desde fuera. La libertad física consiste
en poder actuar sin ser detenido por una fuerza física, como las cadenas o los muros
de una prisión.

En cambio, la libertad de querer es la libertad interior; se trata de la libertad de


decisión o de la elección, que es la fase esencial del acto voluntario. La libertad de
querer consiste en estar exento de una inclinación necesaria a poner el acto, es decir,
a hacer tal elección o tomar tal decisión, a actuar de una manera o de otra.

El acto libre no está predeterminado, sino que la voluntad se determina a sí


misma a realizarlo, por lo que se le llama libertad de arbitrio, porque el sujeto es en
cierto modo un árbitro. Puede elegir entre actuar o no actuar y entre hacer esto y lo
otro. Para esto es necesario que la acción sea deliberada; sólo entonces el sujeto se
compromete en su acto, ya que se ha decidido con conocimiento de causa.

b) Argumentos clásicos en favor de la libertad de arbitrio

1. Prueba de la moralidad de los actos

Este argumento pretende demostrar que la libertad es una exigencia de la mo-


ral, ya que sin libertad no se puede decir que un acto sea moralmente bueno o malo.
Según esta postura, como estamos obligados a vivir moralmente, tenemos que contar
con la libertad.

Sin embargo, según Tomás de Aquino, aunque negar la libertad es extraño a la


filosofía, porque corta por la base toda la filosofía moral, no considera que sea ésta
una prueba suficiente y recurre a su demostración metafísica.
2. Prueba por el consentimiento universal

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Consiste en la afirmación de la libertad que todos los seres humanos hacen en
todas las épocas. En efecto, como sostiene Tomás de Aquino, si el ser humano no
tuviese libertad de arbitrio serían vanos los consejos y exhortaciones, los preceptos y
prohibiciones, las recompensas y los castigos. De igual modo serían imposibles las
promesas y todas las formas de compromiso, ya que prometer es adelantarse, me-
diante la propia decisión, al futuro. Sólo puede disponer del futuro quien es libre.

Sin embargo, el consentimiento universal no es suficiente, pues aunque todos


los hombres se crean libres, esto no deja de ser una presunción. La verdad no depen-
de de que un número de personas den por verdadero algo, y lo que es falso, no deja
de serlo aunque la mayoría de las personas digan lo contrario.

3. Prueba psicológica

Es una prueba que se ha difundido en la filosofía moderna a partir de Descar-


tes. Se resume en que la libertad es un hecho de conciencia que se le aparece al suje-
to claramente. Existe una experiencia de la libertad como libertad de elección, en la
que es posible distinguir dos momentos. Primero hay una conciencia de indetermina-
ción de la voluntad. La indecisión es un estado muy positivo de vacilación, de oscila-
ción que hace posible que se experimente «el apuro de la elección» hasta que el suje-
to se autodetermina, con lo que el sujeto sabe que quien se ha decidido es él.

Sin embargo, la experiencia no puede hacer más que constatar la libertad.


Aunque lo establece con certeza, la experiencia no puede por sí sola aclararlo ni ex-
plicarlo, ya que es subjetiva, y así como hay quienes dicen tener la experiencia de la
libertad puede haber también quien la niegue. Corresponde a la metafísica demostrar
la posibilidad del hecho.

4. Prueba metafísica

El argumento metafísico consiste en demostrar que la libertad es posible, ya


que resulta del hecho de que el hombre está dotado de inteligencia y, por tanto, de
voluntad libre. La prueba metafísica de la libertad no pretende demostrar en particu-
lar la existencia de ningún acto libre, sino sólo demostrar en general que la libertad
es un atributo de la naturaleza humana, o mejor, que el hombre está dotado de libre
arbitrio.

Según la argumentación de Tomás de Aquino, la voluntad sigue a la concep-


ción por parte del entendimiento. Si el objeto representado es bueno absolutamente y
en todos sus aspectos, la voluntad tenderá necesariamente hacia él. Si el objeto no es
absolutamente bueno o perfecto, la voluntad no tiene necesidad de quererlo, puede
elegir entre unas ventajas y unas desventajas de los diferentes bienes. Siendo que en
esta tierra no hay un bien perfecto, la voluntad no es determinada necesariamente por
ningún bien y, por tanto, puede elegir libremente.

De esta manera, la raíz de la libertad está en la inteligencia, que concibe el


Bien perfecto y juzga a los bienes particulares imperfectos en comparación con
aquél. De acuerdo con esto todo ser que posea inteligencia será libre «a priori». La
razón presenta los diferentes bienes y da una noticia general de ellos de modo que
frente a lo particular es preciso que el sujeto tome una decisión personal.

c) Concepciones sobre la libertad


La libertad natural es aquella que se basa en la naturaleza humana. Dentro del
ámbito de actuación que permita la propia naturaleza es posible elegir hacer una cosa

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y dejar de hacer otra o elegir un modo de hacerlo en lugar de otro. Dentro de este
ámbito es posible hacer algunas distinciones:

1. La libertad de indiferencia

Es una consideración de la filosofía moderna y consiste en afirmar que la liber-


tad disminuye en la medida en que la voluntad es atraída por un motivo; por lo tanto,
consiste en ser indiferente a cualquier influencia o motivo. Se trata de pretender ele-
gir libre de cualquier influencia. Por esto deviene en una libertad desvinculada, que
rechaza cualquier vínculo.

Sin embargo, aunque haya una cierta indiferencia de la voluntad libre, no pue-
de definirse la libertad por la indiferencia, ya que la libertad supone un cierto cono-
cimiento. Además la libertad completamente desvinculada es imposible, ya que la
voluntad siempre se adhiere a algo, aunque sean sus propios deseos independentistas.

2. La libertad de espontaneidad

La propuso Leibniz, quien sostuvo que no hay acto voluntario sin motivo, ya
que si fuésemos absolutamente indiferentes, no elegiríamos, por lo cual el sujeto eli-
ge el motivo más fuerte que es siempre contingente (no necesario), espontáneo (no
obligado desde fuera), y que esto basta para definir la libertad.

Sin embargo, definir la libertad como espontaneidad no es acertado, pues nos


llevaría a caer en un determinismo psicológico. Leibniz acierta al sostener que no
hay acto de libertad sin motivo y que siempre se elige la parte que parece mejor. Está
bien aceptar que hay en el acto libre una parte de espontaneidad. No obstante, ésta no
basta, se necesita una decisión que cierre una fase de indecisión. Puede haber un mo-
tivo sumamente fuerte pero no basta, tiene que decidirse el sujeto. Por otra parte, la
espontaneidad de la libertad, conlleva mucha irracionalidad, suele obedecer al capri-
cho o a simples impulsos.

3. El libre arbitrio

La doctrina del libre arbitrio es la que se refiere a la libertad de la voluntad al


determinarse a sí misma a actuar. Esto quiere decir que ser libre es ser «causa de sí
mismo». Esto no indica ser causa de la propia existencia, sino ser causa de su acto,
de su autodeterminación. La voluntad es movida por un bien, por una alternativa, por
un motivo, por la representación de un bien que, no siendo el Bien absoluto, no es de
suyo determinante. La decisión es el acto por el cual se hace determinante una alter-
nativa eligiéndola.

Sin embargo, el libre arbitrio es una libertad sobre medios y no es la libertad


radical del ser personal.

d) La libertad y los determinismos

Se da el nombre de determinismos a las doctrinas que niegan la libertad. Los


principales tipos son:

1. El determinismo científico

Puede presentarse bajo diversas formas, una es la del determinismo universal,


el cual sostiene que la naturaleza obra de modo necesario y que ese determinismo
involucra a la libertad humana.

94
Sin embargo, el determinismo no es un hecho, no ha sido comprobado y preci-
samente cada vez más se comprueban «las relaciones de incertidumbre» en el univer-
so.

2. El determinismo físico

Consiste en afirmar que la libertad humana es opuesta al postulado de la con-


servación de la energía que sostiene que ésta es constante.

Sin embargo, este postulado no es un hecho, sino una teoría física que no de-
termina el actuar humano.

3. El determinismo fisiológico

Sostiene que nuestros actos están determinados por los estados de nuestro or-
ganismo, por la salud o la enfermedad, el temperamento, la herencia, el régimen ali-
menticio, el clima, etc.

Sin embargo, aunque la influencia de estos factores es grande, no suprimen la


libertad, ya que queda siempre un espacio para deliberar sobre sus actos.

4. El determinismo social

Algunos sociólogos han pretendido que la presión social determina todos los
actos de los individuos. Es cierto que las condiciones sociales influyen en los actos
humanos, la educación, las costumbres, las influencias del medio, de la familia, del
trabajo, las fuerzas económicas forman en gran parte al individuo.

Sin embargo, aunque faciliten algunos actos, no los determinan, ya que el suje-
to puede tomar una actitud interior frente a esas influencias y aceptarlas o rechazar-
las.

5. El determinismo psicológico

Lo sostienen los defensores del psicoanálisis, y aún más los de la psicología


científica. Consiste en afirmar que nuestra conducta está gobernada por los instintos,
que el comportamiento es un conjunto de reflejos condicionados y que la vida psí-
quica puede reducirse a leyes previsibles y determinadas que no dejan espacio para la
libertad.

Sin embargo, al igual que hemos afirmado en las otras clases de determinismo,
todos esos factores, también los psicológicos, influyen, pero eso no quiere decir que
determinen los actos humanos, ya que el hombre puede ejercer un dominio racional
sobre sus tendencias, así como sobre sus experiencias pasadas.

6. El determinismo filosófico

Consiste en la negación de la libertad fundada en teorías o principios filosófi-


cos. Sus formas más claras son:

El determinismo panteísta, el cual sostiene que en el fondo no hay más que un


ser, una sustancia infinita, eterna que existe necesariamente porque es por sí misma.
Esta Sustancia divina se manifiesta de modo necesario e igualmente en toda la reali-
dad, tanto en el pensamiento como en el universo físico, por lo que la libertad consis-
te en el conocimiento de la necesidad.
Sin embargo esto no deja de ser una especie de postulado.

95
El determinismo teológico, el cual sostiene que Dios conoce de antemano todo
lo que haremos, decidiremos.

Sin embargo, esto no afecta a la libertad humana ya que el hecho de que Dios
conozca nuestras decisiones y actos, no quiere decir que los realice en lugar de noso-
tros. Él puede conocerlos porque en Dios no hay tiempo, el pasado y el futuro están
delante él en un eterno presente, pero verlos no quiere decir hacerlos.

También se ha sostenido que debido al concurso de Dios en la vida de los seres


humanos no sería posible la libertad.

Sin embargo, ese concurso divino sobre las criaturas supone un respeto por la
libertad en el caso del hombre.

96
IV: LA PERSONA HUMANA

1. Naturaleza, esencia, yo y persona

Si tuviéramos que resumir el aporte de los clásicos griegos, especialmente de


Aristóteles, podríamos afirmar que sus aportes se refieren a la noción y despliegue de
la naturaleza y a la de la esencia humana. La naturaleza es definida como “principio
de operaciones” y la esencia como la naturaleza desarrollada1.

Tanto la naturaleza como la esencia siempre están en la línea posesiva. Leo-


nardo Polo resalta que según el planteamiento aristotélico, el hombre es un poseedor,
es un ser que tiene logos, razón2.

a) Tres niveles del tener

A partir de su posesión de ‘logos’ el hombre puede poseer en muchas dimen-


siones.

Posesión técnica. Así el ser humano es técnico, puede usar instrumentos, y


puede procurarse medios materiales; de manera que puede adscribirse bienes corpó-
reos, por ejemplo un anillo, un vestido, etc. Es el amplio mundo de la pragmática
humana, en la cual el hombre –a diferencia de los animales– es capaz de relacionar
medios con fines, precisamente porque entiende lo que significa un medio en cuanto
tal.

Sin embargo, esa posesión es extrínseca, por lo que el nivel de posesión corpó-
rea no es la más importante, ya que la adhesión a los bienes materiales no es tan in-
tensa precisamente porque es externa y, por tanto, se puede perder. Por ello no basta
con poseer en ese nivel; hace falta poseer en otros niveles que son subordinantes y
superiores respecto de aquel que es básico.

Posesión noética. Un segundo nivel de posesión es el que se da a través de la


inteligencia, el cual es más intenso que el anterior por ser intrínseco, pues lo que uno
posee en la mente es algo que se posee de manera más intensa que un anillo o un
vestido.

Posesión ética. Por encima de la inmanencia de las posesiones intelectuales se


encuentra un tercer nivel que es el de la posesión ética, que es el superior, y que inte-
gra, mueve y subordina a los otros dos niveles.

En el nivel de posesión ética lo dinámico del ser humano toca a lo ontológico,


ya que según Aristóteles las virtudes proporcionan una ‘segunda naturaleza’ y son
más configurantes que los conocimientos. Lo importante de este tener ético es que
por medio de las virtudes nos hacemos asequibles los bienes del segundo y del pri-
mer nivel y, además, podemos disponer de ellos adecuadamente3.

1
“El término naturaleza significa generalmente la esencia en cuanto principio de operaciones”. FORMENT, E., “Comentario a
De ente et essentia”, Eunsa, Pamplona, 2003, 71
2
ARISTÓTELES, Política, Libro I, capítulo 2.
3
Atendiendo a estos tres niveles de tenencias, se ha formulado la noción de pobreza como carencia no sólo de bienes mate-
riales, sino además de competencias intelectuales y especialmente de carencia de virtudes. De ahí que en el ámbito económico

97
Así, la virtud ética es el punto culminante de la antropología aristotélica y el
punto de engarce con la filosofía cristiana que recoge todas esas grandes averigua-
ciones acerca del ser humano y completa el tener con el dar, ya que la noción de per-
sona está en la línea de la donación.

b) El nivel del ser

En esta línea nos podemos preguntar: ¿qué añade la noción de persona humana
a las de naturaleza y esencia humana? La naturaleza humana es común a todos los
seres humanos. De acuerdo con la definición clásica, el hombre es un ser que posee
alma racional, la cual integra los niveles de vida vegetativa y sensitiva.

La naturaleza humana responde a la pregunta ¿qué es el ser humano? Y en ese


sentido todos somos iguales, ya que todos contamos con esas facultades humanas que
hemos estudiado. Y como esas facultades no son estáticas, sino dinámicas y cada
quien las hemos desarrollado de alguna manera, se suele llamar esencia humana a la
naturaleza humana desarrollada o perfeccionada, porque la palabra esencia denota
perfección.

En la naturaleza humana racional, común a todos, descansan los derechos hu-


manos que son universales; si bien el desarrollo de la naturaleza, la esencia humana
de cada quien, es diversa, todos han desarrollado de alguna manera su dotación natu-
ral.

Pero hasta ahí se ha respondido a la pregunta de qué es el ser humano, pero no


se ha respondido a la pregunta sobre quién es. Lo más relevante en el ser humano,
por encima de sus potencias o facultades, inclusive de las cualidades o virtudes que
tenga en su esencia, es su realidad de persona humana. De ahí que en atención al ser
personal, se puede decir que cada quien es una persona distinta, única, irrepetible e
insustituible. Éste no es un aporte que Aristóteles no vio, ya que la noción de persona
aparece con el cristianismo.

Así pues, la esencia humana es el resultado de lo que cada quien ha hecho con
su naturaleza, que si bien todos los humanos la reciben completa, sin faltarle ni una
potencia o facultad, sin embargo, cada quien la desarrolla de manera distinta. En el
fondo, engarzando esas operaciones naturales y esenciales, se encuentra un núcleo
personal, una intimidad, la de cada quien.

Así, no es igual la naturaleza o esencia que la persona humana. Uno no se re-


duce a su tener, ni a su inteligencia ni a ninguna de sus facultades; tampoco se reduce
a sus virtudes éticas. Se puede tener alguna potencia o facultad un tanto deterioradas
y, sin embargo, seguir siendo persona, y es desde ésta desde la que se desarrollan o
dirigen las facultades humanas. Más importante que la naturaleza y esencia es la per-
sona; aquellas se subordinan a ésta. Por ejemplo, sólo si la persona quiere pensar lo
hace. La esencia es dirigida desde la persona: cada quien dirige el curso de su vida
natural y esencial, desde su núcleo más íntimo, personal.

Esto lo saben bien las madres, las cuales distinguen y aman a sus hijos de ma-
nera personal. Por eso, no se puede sustituir a uno de sus hijos por otro. No se puede
intentar cambiarle a uno, que quizá sea poco dotado intelectual o físicamente, por
otro diferente. Para ella, cada hijo es una persona única.

Si se pregunta ¿qué somos?, respondemos: un ser humano; y si se sigue pre-


guntando: ¿qué es un ser humano? Según Aristóteles es un ser que posee razón. Es la

se considera que si los miembros de una sociedad adquieren educación suficiente y evitan las prácticas corruptas, entonces está
preparada para crecer económicamente (primer nivel) con sostenibilidad.

98
respuesta basada en la naturaleza humana: un individuo poseedor de naturaleza ra-
cional, un animal racional, una unidad sustancial de cuerpo y alma racional.

En cambio, la persona responde a la pregunta ¿quién soy? Ese quién no es co-


mún, como lo es la naturaleza humana, sino que se trata de un ser único, personal,
insustituible e irrepetible. En ese nivel personal radica la distinción clave, no sólo en
relación de las demás personas humanas, sino respecto de las personas divinas.

La naturaleza humana es corpórea; la esencia humana es el alma, que es inma-


terial. Si es nefasto el materialismo que considera que el ser humano es solo cuerpo,
también lo son las concepciones angelistas, las cuales son erróneas porque el ser hu-
mano no tiene solo alma, sino también cuerpo. Como dice Aristóteles, el hombre no
es ni una bestia ni un Dios.

Por ello hay que darle la importancia debida a los bienes corpóreos (dinero,
medios materiales etc.) y también hay que atender a la necesidades y a los bienes
espirituales, tanto los que se refieren a los del conocimiento como a las virtudes éti-
cas. Este último nivel es, en el plano natural, el más importante y el más propiamente
humano, ya que es lo que nos diferencia de los animales.

c) La dignidad humana

Un modo de fundamentar la dignidad humana es empezar por su naturaleza y


esencia humanas. Nuestro cuerpo es diverso al de los animales, y existe además una
dignidad en virtud del alcance de las operaciones propiamente humanas, ya que el
pensar y el querer tienden al infinito. Esa infinitud del alcance de sus operaciones es
lo que distingue al hombre de los animales, cuyas operaciones –al ser solo sensibles–
son finitas, muy acotadas, singulares.

Según la antropología aristotélica, la nobleza del ser humano radica en su ca-


pacidad racional. La gran capacidad de la inteligencia le lleva al hombre a conquistar
y ser señor del universo, a hacer ciencia, a captar lo infinito, a alcanzar a Dios y, con-
siguientemente, a querer con ese alcance de eternidad. Eso que es común en todos los
seres humanos; es la base del humanismo clásico.

El humanismo que nació en Grecia, con los filósofos socráticos, entre los si-
glos V y IV a. C., puso de relieve la importancia del ser humano, en atención a su
dimensión espiritual. Sus averiguaciones sobre el ser humano, son muy importantes.
Con todo, se trataba de un humanismo pagano, ya que en esa época no habían recibi-
do todavía el mensaje cristiano.

En general, el humanismo enaltece al ser humano en base a su naturaleza ra-


cional, pero eso es insuficiente. Existen diferentes humanismos, por ejemplo, el rena-
centista, el moderno, el marxista, etc. Sin embargo, no todas las concepciones del
hombre –aún resaltando su importancia– llegan a ver o aceptar su condición de cria-
tura, su dimensión trascendente, como lo hace el humanismo cristiano.

Por eso aunque es necesario respetar esas dimensiones básicas que son la natu-
raleza y la esencia humanas, que sería como el primer grado de la dignidad humana,
eso no basta. Se requiere también tener en cuenta la dimensión central, la del ser per-
sonal, en la cual se da una dignidad todavía mayor. Esa dimensión personal se puso
de relieve de manera muy profunda en el planteamiento cristiano, que considera a la
persona humana como el término de una iniciativa divina: creada, redimida y soste-
nida de manera personal. Esta índole sacra de la persona humana es, en definitiva, el
fundamento de su dignidad.

99
Así, cada persona es un quien insustituible en razón del amor divino. Lo es
desde el inicio de su vida humana. Esta singularidad no radica solo en su código ge-
nético, sino en el mismo hecho de existir, ya que estadísticamente, la improbabilidad
de la existencia de cada persona es muy alta. Actualmente, desde el ámbito de la
ciencia, se han dado a conocer datos sorprendentes sobre el momento de la concep-
ción. Abreviando mucho se puede decir que para fecundar la célula materna acuden
miles de células paternas y sólo una logra fecundar el óvulo materno. Si hubiera lle-
gado otra célula paterna el concebido hubiera sido otro, su hermano, pero no él.

Se puede decir que, para que una persona sea concebida, se dejan 10ⁿ posibili-
dades de que otras nazcan. Estadísticamente las improbabilidades aumentan al consi-
derar qué hubiera pasado si sus padres no se hubieran conocido, si sus padres no hu-
bieran nacido, ni sus abuelos, etc. La existencia de cada ser humano es una gran no-
vedad. Cada quien es completamente original, y tiene tanta importancia que –por
decirlo de algún modo– su costo de oportunidad es muy alto. ¿Por qué existe él y no
cualquiera de esas 10ⁿ personas que pudieron ser?

Si nuestro acto de ser no es por casualidad, si somos término de un acto de sa-


biduría y de amor trascendente, entonces nuestra existencia tiene un lugar dentro del
plan divino, con una consiguiente misión también. Otra posibilidad nos llevaría al
absurdo, a lo que no tiene razón de ser. No es de extrañar que muchos filósofos mo-
dernos que pasaron por alto esta verdad sobre el hombre se encontrasen ante su pro-
pio ser y, en general ante el de los demás, como con algo absurdo, sin explicación y
por consiguiente sin sentido.

Si buscamos una explicación coherente, tenemos que la existencia de la perso-


na humana no es producto del azar o de la casualidad, sino que somos término de una
iniciativa que nos trasciende: un Ser Supremo, una Inteligencia y Amor nos ha prefe-
rido, nos ha elegido en lugar de una multitud de otros seres humanos que podrían
haber existido en nuestro lugar.

Como ya señalamos, la persona humana es predilecta, es amada con amor de


predilección. Es lo que se expresa con dicha palabra: ‘pre’ significa anterioridad y
‘dilectio’4 amar; ‘predilecto’ significa amado con anterioridad, y el ‘antes’ más abso-
luto es el de la eternidad.

No tenemos nuestro ser por nosotros mismos ni por nuestros padres, sino que
lo hemos recibido del Creador. Los padres ponen la dotación genética, lo corpóreo,
pero la persona no es el resultado de los genes, sino creada de manera personal.

En este planteamiento creacionista la persona humana vale tanto que Dios la


ha escogido amándola radicalmente. Éste es el fundamento último de nuestra digni-
dad: su origen y destino trascendente, por lo que cada quien nace del amor y está
destinado a amar.

Aunque el hombre es radicalmente hijo, evidentemente cabe rechazar esa con-


dición. El hombre moderno, confundido por su afán independentista, no quiere ser
hijo. Es lógico que no quiera deberle nada a nadie, si se considera a sí mismo como
un absoluto. Con ello se ha condenado a sí mismo a una existencia sin sentido, no
sabe de dónde viene ni a dónde va. Curiosamente, entonces se ha hecho más depen-
diente, no solo de sus intentos de independencia, sino que –en definitiva– se ha he-
cho esclavo de cosas de menor categoría, a las cuales se ha subordinado.

4
Diligere es una palabra que está muy relacionada con la diligencia, la cual no quiere decir moverse continuamente en un
activismo, sino que consiste en amar.

100
El ser humano no puede pretender vivir sin vínculos, no puede evitar querer
algo como bien o fin, debido a que su voluntad está hecha para adherirse al bien.
Pero si no es capaz de tener una jerarquía de bienes o valores puede quedarse en bie-
nes de poca categoría, aunque su voluntad tienda al infinito, al Bien Absoluto. Por
eso suele suceder que cuando se niega todo vínculo con el Origen, la paternidad divi-
na se sustituya por esclavitudes que, en lugar de mejorar o enaltecer al hombre, lo
denigran.

Por otra parte, atender a la dimensión trascendente es muy conveniente para el


ser humano, ya que tal como hemos señalado, si la voluntad humana tiende a un bien
tan alto como el Bien Supremo, éste tira de las potencias o facultades, de las energías
del sujeto, de un modo insospechado, fortalece y agranda su voluntad, lo cual redun-
da inevitablemente en su acción práctica, incluida su vida social, familiar y laboral.

En definitiva, ver a las personas –a nosotros mismos– como creados, depen-


diendo de Dios, lleva a tener en cuenta su dimensión sacra, la personal, y a obrar en
consecuencia. El tener un sentido trascendente de la vida nos agranda la visión, la
hace más profunda y, además, nos lleva al esfuerzo para contar con ello en el día a
día. Echar a Dios de la vida humana trae serias consecuencias personales y sociales,
porque se niega una parte importante de la realidad humana. Además es una postura
realista muy consecuente que no recorta la realidad, y Dios es la Realidad suprema.
La persona humana no se puede entender sin Dios y sin su dimensión trascendente
que se vive en términos de donación.

d) Las manifestaciones personales

Con todo, la persona humana se manifiesta, más o menos, a través de la esen-


cia humana; por ello ésta tiene una gran importancia. El perfeccionamiento de la na-
turaleza humana es una tarea personal; cada quien genera hábitos con la realización y
repetición de acciones. Nuestra libertad personal tiene que llevarnos a adquirir hábi-
tos buenos que se llaman virtudes, y que son disposiciones que constituyen una ‘se-
gunda naturaleza’, con lo cual la donación –en el trabajo, en la familia, en la socie-
dad– puede hacerse posible.

El hombre no es ni una bestia, ni un ángel, ni Dios, y si bien no se reduce sólo


a su aspecto corpóreo, orgánico o sensible, ya que también posee espíritu, no sólo se
reduce a éste. Si está equivocado el materialismo que reduce al hombre a sus opera-
ciones orgánicas, también lo están aquellos «espiritualismos» que consideran que el
hombre es puro espíritu. Es un error definir al hombre sólo como ser racional o espi-
ritual, porque eso es la esencia de un ángel o de otra manera el ser de Dios, pero el
hombre no es ninguno de ellos.

La naturaleza humana no es indiferenciada, sino que es, como hemos señalado,


específica, es decir, que tiene unas características muy propias. Entre éstas se en-
cuentra la que presenta su propia racionalidad. De ahí que el hombre está llamado a
dirigir su vida mediante ese gran recurso que es su inteligencia y con la consiguiente
voluntad. De manera que en la medida en que se vayan ejerciendo operaciones cada
vez más influidas por su racionalidad va consiguiendo perfeccionar su naturaleza.
Este perfeccionamiento de su naturaleza es lo que va configurando su esencia y va
haciendo camino a la libertad personal.

Como hemos señalado anteriormente, la influencia cada vez mayor de la ra-


cionalidad en la vida humana es un cometido propio del ser humano. La racionalidad
humana puede incluso llegar a «racionalizar» lo que no es racional, como son las
tendencias y apetitos de la sensibilidad. Entonces, la unidad de la vida humana natu-
ral se hace mayor cuando las facultades espirituales gobiernan a las sensibles, de
manera que eso lleve a una vida propiamente humana, en la que lo corpóreo y sensi-

101
ble esté integrado en lo espiritual. Inclusive a Dios vamos no sólo con nuestro espíri-
tu, sino con todo nuestro ser, y existe una riqueza de expresividad corporal que el
amor a Dios suscita.

Sin embargo, no hay que olvidar que la persona se manifiesta a través de su


esencia, de manera que la tarea sigue siendo ésa: perfeccionar la naturaleza humana.
En definitiva, se podría decir que la naturaleza es la base de la esencia humana, pero
que esa naturaleza tiene que ser ‘trabajada’, por lo que el hombre tiene como reto el
de lograr una unidad a través de la virtud, ya que sólo así inhiere lo espiritual en lo
sensible o corpóreo gobernándolo.

Así, siguiendo la tradición clásica, aristotélica y tomista, la antropología se


continúa con la ética, o bien, la ética es segunda respecto de la antropología. Sin em-
bargo, es oportuno recordar que tal como vimos al comienzo, hay diferencias muy
considerables entre la antropología de Aristóteles y la de Tomás de Aquino. Aquel
logró hacer averiguaciones muy importantes del ser humano, pero ignoró que era ser
persona.

e) La noción de persona

La noción de persona sólo aparece con el cristianismo, en el que se trata de las


personas divinas y de las personas humanas. Esta comporta mayor riqueza que la
simple noción de ser humano, aunque no la excluye, la integra y perfecciona. En la
filosofía cristiana, especialmente en la de Tomás de Aquino, se considera la distin-
ción real essentia-esse (esencia-acto de ser), que integra a la esencia y a la naturaleza
humana, el aporte clásico, en un acto mayor, que es el acto de ser creado, el acto de
ser personal.

De acuerdo con este planteamiento creacionista la persona humana difiere de


la persona divina, en que en la primera hay distinción real de esencia y acto de ser;
en cambio en la segunda hay identidad entre la esencia y el acto de ser. Dios ‘es’ el
Ser. En el hombre la distinción real supone un planteamiento creacionista porque, al
ser realmente distintos la esencia y el acto de ser, eso quiere decir que éste lo ha reci-
bido, que uno no ‘es’ el ser, sino que éste le ha sido dado por parte de Quien le ha
creado.

La naturaleza humana, aún perfeccionada por los hábitos, se queda corta res-
pecto de la dimensión personal. La definición de la naturaleza humana es bastante
acertada pero no suficiente, pues no basta para entender al ser humano en su radicali-
dad más profunda; porque seres humanos somos todos (todos tenemos cuerpo y al-
ma), de modo que en eso somos iguales, uno es tan ser humano como el que vive en
Asia, en Europa o en África. Pero, somos personas distintas, somos un quién perso-
nal.

No se trata sólo de la mera diferencia en los aspectos corpóreos. Evidentemen-


te que cada uno tenemos unos rasgos corpóreos bastante individuales. Pero, lo indi-
vidual, está determinado por la cantidad y ésta es una propiedad de la materia (mate-
ria signata quantitate). A la pregunta: ¿nos diferenciamos por «estas carnes y en
estos huesos»? la respuesta es que no sólo ni radicalmente, pues es es demasiado
poca distinción.

En el planteamiento de Aristóteles, entre los niveles del tener está el nivel su-
perior que es el de las tenencias éticas e intelectuales, que son superiores al nivel
corpóreo y material. Este es el primer nivel, pero por encima de él están otros niveles
de posesión humana como son el cognoscitivo y el de los hábitos.

102
Entonces podríamos decir: ¿nos diferenciamos en cuanto a nuestra posesión
cognoscitiva? Desde luego que unos conocen más y mejor que otros; sin embargo, lo
propio de la persona humana no se reduce a ese nivel. Pasando al otro nivel, ¿podría
ser que nos diferenciáramos en cuanto a los hábitos que poseamos? Hay quienes son
ordenados y otros no lo son, unos son fuertes y otros pusilánimes, etc. La posesión o
no de virtudes nos hace diferentes, es más aquella es una diferencia importante. Sin
embargo, tampoco es la radical.

Sucede que tenemos algo que es más importante que ser físicamente de una
manera u otra, que poseamos más o menos bienes materiales y cognoscitivos, y que
tengamos más o menos perfeccionada la propia naturaleza. Podemos ir más allá del
nivel natural y esencial, y descubrir que la intimidad, el ser personal, es un acto por
el cual cada ser humano es constituido como un quién. Este acto es creado, no sólo
porque –según los argumentos clásicos– nadie puede darse a sí mismo el ser (ya que
ni él mismo es el ser ni lo tiene desde siempre), porque entonces desde siempre ha-
bría existido, sino porque las personas somos términos de un acto de amor personal
creador.

2. Los trascendentales personales

a) La coexistencia

Según Leonardo Polo, el acto de ser personal humano, que es radicalmente


abierto a las personas divinas y a las otras personas humanas, es co-existencia, es
decir, una intimidad que es apertura radical. Pero la riqueza de la persona es tanta
que podemos descubrir unos radicales que se convierten entre sí con el propio acto
de ser personal. Es lo que veremos brevemente a continuación.

La persona humana no se auto-consuma en sí misma, sino que está abierta ha-


cia fuera y hacia dentro, pues coexiste con el ser del universo, con las demás perso-
nas y con Dios. Por este no encerrarse en sí misma la persona supera la noción de
sujeto tal como se ha concebido en la modernidad. De esta manera se diferencia la
noción de persona de la de sujeto en sentido individualista. La persona humana no
puede entenderse como un absoluto dinamismo humano, auto-constituyente, íntima-
mente menesteroso.

En atención a ello, podemos ver que la expresión «el hombre es persona»,


equivale a «el hombre depende de Dios». La pretensión de autonomía es como una
manifestación de orfandad; es la consideración del hombre como un ser que empieza
desde sí y termina en sí mismo. Sin embargo, la ruptura de la filiación cierra la radi-
calidad de su ser. Así, la unicidad personal, no es ninguna totalidad. Por eso conviene
decir que la persona humana concentra su unicidad en un depender radical.

b) El conocer y el amar personales

Como se ha adelantado, Polo eleva la noción de intelecto agente de Aristóteles


al nivel del ser personal. Por ello la persona es un conocer radical, admirablemente
abierta cognoscitivamente. Y junto con ser un conocer radical la persona es amar,
sujeto pero no como individuo, sino donante. Ciertamente la persona debe acudir a su
esencia para buscar el amor para poder amar, para entregarse en las distintas circuns-
tancias en las que se encuentre; pero a ello es movida de manera radical, personal-
mente.
c) La libertad trascendental

103
¿Qué sería un conocer y un amar radicales, sino fueran libres? Por tanto la per-
sona es libertad trascendental. Esto que buscaban a tientas los modernos, y que mu-
chas veces se reducía a pura arbitrariedad, aquí queda elevada al carácter de persona
y, como tal, la libertad con quien primero se ejerce es respecto de Dios.

Podemos ver que nuestro ser se puede entender como intimidad, como perso-
na, como co-existencia, como conocer, como libertad y como amar radical. Cada uno
de nosotros es un quien, es una persona única, irrepetible e insustituible, en depen-
dencia con Aquel Ser Supremo que le ha dado el ser personalmente y se lo conserva.

d) El planteamiento creacionista

Como se puede apreciar, para entender adecuadamente la noción de persona se


requiere de un planteamiento creacionista; por esto Aristóteles no llegó a la noción
de persona, porque fue un filósofo que, aunque genial, no descubrió la noción de
creación, ya que ésta se conoció con el advenimiento del cristianismo.

Dentro del planteamiento creacionista, Dios es un ser personal que ha creado a


las criaturas humanas con un acto de ser muy personal. En su sentido estricto la no-
ción de persona se aplica a un sujeto cuyo ser está engarzado en el Amor y a El se
ordena. Por ello puede decirse que lo propio de ser persona es ser un sujeto donante,
porque la persona sólo se entiende si se corresponde con otro ser también personal.

Por tanto, los seres humanos tenemos una categoría personal, somos un
«quién» que en toda la riqueza de su ser personal se abre a otro u otros «quienes». De
ahí que las personas no puedan ser intercambiables como las cosas, y su dignidad las
eleva por encima de la condición de mero objeto, precisamente por la radicalidad de
su ser personal.

Esta índole personal del ser humano es lo que hace obligado el respeto a la vi-
da humana desde el momento de la concepción. Desde ese instante somos el término
de un querer divino, somos un quién, personal, único, irrepetible e insustituible; no
somos un objeto o una cosa cualquiera que puede ser desechada al capricho de otro.
Por ello también el derecho de la vida humana es el más fundamental, porque sin él
no se puede tener ninguno de los demás, y se le niega la posibilidad de realizar una
misión y de remitir el propio ser personal a las demás personas.

Un ámbito impregnado de nuestro ser personal es el de la familia y otro el del


trabajo humano, ya que en ellos es donde más se manifiesta nuestro ser personal. El
hecho de trabajar es personal porque supone aportar libre y generosamente lo mejor
de uno mismo para contribuir al bien de los demás, y al bien común de la sociedad.

En cuanto que la persona está abierta, es radicalmente libre y donal. En tanto


que libertad, la intimidad, la persona, es el núcleo del puro aportar. Por ello el trabajo
está orientado a perfeccionar el universo y a contribuir al perfeccionamiento propio y
de los demás, y no a que su beneficio sea sólo para uno, como lo proponen algunas
corrientes neoliberales. Por otra parte, el trabajo puede ser un medio para ofrecer
dones a Dios.

También por esto el ámbito familiar y laboral tienen que tener las condiciones
que le permitan al ser humano perfeccionarse, y perfeccionar al mundo y a los de-
más. Cuando no se tienen en cuenta ni a la persona ni a los fines del trabajo, cuando
se esclaviza a las personas, cuando se sofoca sus capacidades o se impide su desarro-
llo, se está atentando contra su dignidad personal. La persona humana no es una cosa
u objeto cualquiera que se ponga para el uso o los intereses egoístas de otro u otros;
usarla es inmoral.

104
Hoy cabe el peligro de la esclavitud universal, el sometimiento de algunas per-
sonas a la condición de simples medios, sacrificados en aras del poder económico,
político, etc. Inclusive la técnica que es producto del hombre pareciera que se nos va
de las manos y que podría dar lugar a que el hombre se vea sometido por sus propios
artefactos, en lugar de ponerlos al servicio del despliegue de su ser personal, usándo-
los como medios que contribuyan al perfeccionamiento del hombre.

e) El destino humano

Una vez entrevista nuestra realidad personal, podemos plantearnos nuestro


destino último. Nos queda ser consecuentes con nuestra realidad personal y vivir en
términos de donación. Esa donación debe tratar de obtener de la esencia humana los
dones que va a ofrecer, es decir que tenemos un trabajo de perfeccionamiento de
nuestra propia naturaleza para hacer más real nuestra entrega como personas huma-
nas, tanto a las personas humanas como a las divinas.

La manera de perfeccionar la naturaleza ya hemos dicho que se lleva a cabo a


base de adquisición de hábitos perfectivos o virtudes. Así es como se hace posible
nuestro crecimiento. Como decíamos al comienzo, los seres humanos somos realida-
des «vivas»; desde esta perspectiva sólo tenemos una exigencia básica: crecer. De lo
contrario, se muere, pero esto último no es propiamente lo que corresponde a un ser
vivo. Podemos decir «stop» a proyectos personales, porque no es el momento, no se
dan las circunstancias o no se tienen los medios, pero a nuestra propia vida no le po-
demos poner un «stop», ya que sería el cierre de todas las posibilidades.

La vida sigue su curso y en ella podemos crecer o no, pero si no crecemos nos
estamos cerrando todas las posibilidades, ya que cuando se ejercita una virtud, ese
acto ha dejado «mejorado» y mejor dispuesta a la facultad para realizar el siguiente,
y si allí se prosigue, queda abierto el camino para el siguiente que será mejor que el
anterior. En definitiva, el crecimiento propiamente humano es irrestricto.

Evidentemente que en el ejercicio de la virtud se cuenta con retrocesos, pero lo


importante es no quedarse ahí, sino aprender de la experiencia y reunir nuevamente
todas las facultades para volver a emprender el camino por el cual cada día es una
nueva ocasión de crecimiento. Vivir es crecer, optimarse, perfeccionarse. Sólo en-
tonces se pueden lograr los fines más altos y ser realmente personas, sujetos donan-
tes.

Como vimos, el aporte de los modernos lo constituye precisamente la noción


de sujeto, como lo más relevante. En este sentido se puede decir que con la noción de
sujeto se ‘barrunta’ la noción de persona. Para los modernos el hombre no es una
parte de los vivientes sin más, sino que se destaca suficientemente. Sin embargo, por
poner demasiado el acento en la grandeza del ser humano, lo desvinculan de toda
posible dependencia divina. Pero esto ha traído muchas desgracias, no sólo a quien se
considera individualista, sino también a su entorno social familiar, laboral, etc.

Al negar toda radicalidad trascendente, el hombre moderno desvincula su li-


bertad personal respecto de las otras personas humanas y divinas. Con lo cual las
consecuencias más inmediatas pasan por la soledad del hombre moderno (el super-
hombre de Nietzsche considera que cada uno es frío respecto de otro, como un Sol
respecto de otro).

En esas condiciones la voluntad se curva hacia sí misma o se lanza al ataque


del pragmatismo, es decir, que se dedica a la acción desaforadamente, a la espera de
que a través de la propia acción uno se encuentre a sí mismo, ejercitando una libertad
indeterminada desde el arranque y desvinculada con todo fin último. Pero ésta cae en
el sin sentido, en el absurdo total, lo cual es una gran desgracia para el ser humano.

105
Sin embargo, si se es consecuente con la prevalencia que se otorga al sujeto
humano, se podría descubrir en la noción de sujeto la de persona humana como suje-
to donante o aportante, lo que llevaría a emplear la libertad personal enteramente, ya
que se destinaría a las personas divinas, y por ellas y con ellas, a las humanas, es
decir que redescubriría el sentido y la misión de su ser personal.

3. Amor de persona y amor de cosa

Se añade este epígrafe para ayudar a esclarecer el amor humano. Como ac-
tualmente estamos a vueltas de muchas palabras, es conocida la degradación que ha
sufrido la palabra amor, de manera que se llegan a denominar así incluso formas abe-
rrantes o contrarias al amor verdadero. Es necesario aclararse y, para ello, vamos a
distinguir entre amor de persona y el amor de cosa que es el que sólo tiende a usar
egoístamente de la otra persona como objeto de placer.

Como ya vimos en la síntesis del Tratado de las pasiones de Tomás de


Aquino, el amor sensible es la primera de las pasiones ya que es la complacencia en
el bien sensible. En el ser humano y atendiendo al amor en ese nivel, tal amor está
llamado a traspasar su aspecto sensible y a involucrar las dimensiones espirituales
del hombre: inteligencia y voluntad. En el amor, el sujeto se hace semejante al objeto
amado, ya que el amor es causado por el bien, el conocimiento y la semejanza.

Además, el amor más proporcionado a la persona humana no es tanto el sensi-


ble, ni siquiera el volitivo, sino el personal, el que se da a otras personas, ya que el
objeto de amor tiene que ser apropiado a su nivel. Si uno deseara o se complaciera
sólo con la posesión de objetos de poca entidad, o aspectos meramente sensibles o
materiales, desciende de nivel, al hacerse aquellas cosas que ama.

a) Deseo, amistad y amor personal

En primer lugar, es importante distinguir el amor de deseo, que tiene su sede


en el apetito concupiscible, del amor de amistad, que la tiene en la voluntad. El pri-
mero es amor de cosa, el segundo es propiamente el querer humano. En el primero el
hombre busca al otro, pero en cuanto medio para la satisfacción de sí; en cambio, en
el amor de amistad se busca el bien del otro, del amigo, por él mismo.

San Agustín afirma: «Bien dijo alguien de su amigo: la mitad de mi alma». En


cambio, el amor sólo de deseo o concupiscible es egoísta, se acaba con la satisfac-
ción del deseo, es sólo sensible y, por tanto, es pasajero como pasajeros son los sen-
timientos; tiene corta duración, es transeúnte no permanente. El amor de amistad no
se da transitoria y superficialmente.

Por su parte, el amor personal tiene su sede en la intimidad personal y queda


referido a la intimidad de las personas; tiene como efectos la unión y la mutua inhe-
sión de modo más permanente que en el amor sensible y que el amor de amistad. Es
una unión no superficial sino muy profunda, radical.

La mutua inhesión del amor personal es profunda e íntima. Se da manifiesta


por la razón y la voluntad, y aunque conlleve la afectividad no siempre requiere ne-
cesariamente la presencia de los sentimientos y deseos. Más que una posesión o un
tener, es el ser mismo del amante que se une al del amado. El amante está en el ama-
do profundamente.
En el amor personal predomina la otra persona; por ello es que uno de sus
efectos es el celo, por el cual el que ama no soporta nada que dañe a la persona ama-

106
da; de manera que ahí los celos no surgen ante un temor por la pérdida de aquel bien
para el propio sujeto, sino lo que se cuida es que no se le acerque nada que pueda
dañarlo, pero por el bien de la persona amada. En este plano, la tristeza surge por la
pérdida de bondad en el otro o en la mutilación de su integridad; al dañarse el otro,
queda uno también dañado, pero los celos no son por la pérdida, ya que no se quiere
al amigo porque le satisfaga nada, sino que son por su bien, por él mismo.

b) Notas del amor personal

Se podría decir que el amor humano sólo es verdadero cuando es realmente


personal; para ello debe poseer básicamente estas dos características: ser inteligente y
radicalmente donante o generoso:

1) Es extraordinariamente lúcido: No es verdad que el amor auténticamente


humano o personal lleve una venda en los ojos; es exactamente al contrario. Lo ca-
racterístico de toda persona humana es su capacidad cognocitiva con la cual tiene que
orientar su amor. Precisamente porque en el amor humano se busca el bien del ama-
do y no el propio, se precisa de un gran ejercicio noético personal, no sólo para no
hacerle daño (lo cual supone vigilancia, porque el hombre de entrada no es justo y
puede buscar sin darse cuenta el bien propio en lugar del ajeno); sino especialmente
porque gran parte de la tarea de la propia vida involucra al amado considerado como
tarea también, en el sentido de que uno es responsable no sólo de no hacerle mal,
sino fundamentalmente de hacerle feliz, ayudándole a crecer según la persona que es
y está llamada a ser. Por esto se entiende que es necesario el intercambio de bienes y
el esfuerzo por acrecentar los bienes en uno mismo, porque nadie da lo que no tiene,
y si uno no tiene bienes (especialmente virtudes), entonces ¿qué podrá darle al otro?,
le dará males, tristezas, etc.

La búsqueda del bien del otro, el tratar de ayudarle a crecer, a perfeccionarse,


es lo que hace que quien ama al amado se vea muchas veces en «quebraderos de ca-
beza», pensando qué es lo mejor para él, y a ponerlo por obra, aunque eso suponga
grandes esfuerzos, renuncias o sacrificios de los egoísmos del propio yo. Sin embar-
go, esta tarea no es triste, sino extraordinariamente alegre. Esa entrega personal o
íntima conforma un hábito en la voluntad, una virtud: la amistad.

Si se procede de modo racional, controlando los impulsos, la voluntad se fija


cada vez en el bien del otro y cuando eso hace posible unas manifestaciones del
amor, éstas son acompañadas de unos sentimientos de elevada calidad. Así es posible
ver que si se cuida el amor se va constatando que cada vez el otro es un bien mayor
en sí mismo. Los más elevados sentimientos surgen en esa línea: la ternura exquisita,
el respeto, la misericordia, la admiración, etc.

Si el amor humano degenera y no es lúcido sino irracional, no sólo se corre el


riesgo de estropear al otro, de obstaculizar su camino hacia su plenitud, sino que se
hace también poco intenso, ya que no ha requerido más que dejarse llevar. Un filóso-
fo moderno, Hegel, afirmaba que la pasión más fuerte era la pasión fría, porque está
sostenida por la inteligencia. Se entiende que sea así, ¿por qué iba uno a tener que
renunciar a su inteligencia, para que la pasión sea más intensa? Es al contrario, las
pasiones rectamente dirigidas se hacen más intensas, están potenciadas por los actos
de nivel espiritual.

Por lo demás, el sujeto que en vez de dirigir o dominar su impulso, se deja lle-
var por él, centra la acción en sí mismo y se hace un centro necesitante que requiere
del otro, simplemente como un remedio a su necesidad afectiva, y si es un centro
insaciable, nunca considerará lo recibido como suficiente.

107
2) Conlleva una donación personal. La persona propiamente no es un ser ne-
cesitante; es un sujeto donante, que se entrega, y no un centro que exija ser satisfecho
por la otra persona. Es posible que el amor humano tenga un aspecto necesitante,
pero no en el sentido de llenar un vacío, porque la persona supone plenitud, y lo más
alto en ella es aceptar, y en consecuencia, dar, en el sentido de darse; por eso tiene
que estar dispuesta a seguir dando, aunque no reciba, siempre y cuando sea lo mejor
para el otro.

Al contrario, en el amor de concupiscencia, el ser humano sólo se queda en el


amor sensible, y se ve al otro como un medio para satisfacer un deseo, una necesidad
y nada más; con ello se atenta contra la dignidad de la persona humana, ya que ella
es fin y no medio. Las que son medios y sólo deben considerarse así, en la medida de
su utilidad, son las cosas, pero las personas no, porque no son cosas que se puedan
usar y tirar cuando ya no se necesiten. Con las personas se pueden establecer relacio-
nes de mucha mayor riqueza que las del uso, ya que precisamente no son cosas, y
tratarlas como tales es una injusticia, pues equivale a no darles lo que les correspon-
de. Por esto es una exigencia ética tratar a las personas no como medios, como cosas.
Ya se ha indicado que usar a las personas, tratarlas como cosas, es siempre inmoral.

El amor de persona supone vivir la vida no en soledad sino en compañía. Lo


más opuesto al ser personal es el individuo en soledad. No existe persona sola, sino
que es radicalmente relacional, especialmente en el plano personal. En el amor hu-
mano personal no se vive ya para uno mismo sino que la alteridad está signando la
propia vida. La presencia del otro o de los otros es indiscutida, y entonces todo el
despliegue de la vida es en compañía, junto al otro(s), procurando darse cada vez
más, tratando de que el otro(s) tenga(n) más lugar dentro de uno hasta el punto de
perder de vista lo que egoístamente se pueda considerar como propio, lo cual aparece
en todo caso en plural, en el nosotros.

El amor humano no sólo se refiere a los amigos, sino que tiene diferentes mo-
dalidades, amor filial, maternal, fraterno, conyugal, etc.; y, sin embargo, en todos
deben manifestarse las características del amor personal: lúcido y donante, lo cual
supone generosidad, desinterés y unos hábitos operativos buenos que sostengan el
amor, que son unos bienes que constituyen una garantía, un soporte de su permanen-
cia.

El amor de amistad precisa del ejercicio de las virtudes, las cuales no se im-
provisan, sino que conllevan esfuerzo, porque el amor verdadero es algo arduo, no
fácil, exigente. Sólo es verdadero amor aquel que lleva a mejorarse mutuamente, si
esto no sucede es un espejismo, un amor de cosa o concupiscible, un simple amorío.
El amor de persona es difícil de realizar, por lo cual tienen que tener hábitos operati-
vos buenos para poder ejercitarse en el bien, y así poder amar con la nobleza, la ente-
reza y la generosidad que exige todo amor humano auténtico.

En el nivel del amor personal radica el tema de la felicidad humana, por lo que
importa mucho entenderlo bien y esforzarse por hacerlo realidad en la propia vida. El
mayor fracaso de un ser humano es el de no alcanzarlo, porque el mayor problema
que tiene un ser humano es el de cómo ser feliz. En definitiva, toda persona humana
se explica por amor y al amor se ordena, y para que sea feliz, debe tratar de alcanzar-
lo. Ya desde los inicios, un ser humano tiene dificultades en su desarrollo si no es
acogido y querido como persona por el amor de sus padres.

Josef Pieper ha señalado que la expresión propia del amor es: «¡qué bueno que
tú existas!». El amor supone la aceptación, ya que confirma en el ser a todo ser hu-
mano, el cual precisa de que su existencia no sea indiferente para nadie, sino que
signifique algo para alguien. Un ser humano sin amor no se entiende, lo requiere
desde el nacimiento hasta el mismo momento de la muerte.

108
Al ser humano le es revelado su ser a través del amor, por ello somos personas,
un quién, único, insustituible. Si no fuéramos nadie, si fuéramos ninguno para el res-
to de los seres humanos, nuestro ser se vería negado radicalmente. En último tér-
mino, nuestro ser es confirmado por Dios. Si somos alguien para Dios, si El nos ha
amado primero, si El «ha muerto por mí», ese “mí” está ratificado de modo radical.

109
LECTURA COMPLEMENTARIA

El acceso a Dios desde la intimidad personal humana

Juan Fernando Sellés.

Planteamiento

Este estudio compara los descubrimientos centrales de antropología referidos a


la intimidad personal humana (atendidos en la IV Parte) con los puntos clave de la
revelación cristiana intentando hacer notar su afinidad. Para comprender los tres epí-
grafes de que está compuesto este trabajo, es menester recordar las siguientes distin-
ciones reales en el hombre:

a) La distinción real persona-naturaleza en el hombre; esta distinción también


se da en Dios.

Como es sabido, la distinción entre persona (o hipóstasis) y naturaleza humana


está claramente advertida en la tradición filosófica medieval. Se encuentra, por ejem-
plo, en San Juan Damasceno5 y en Sto. Tomás de Aquino6. Por su parte, la distinción
entre naturaleza y persona tanto en Dios como en Cristo pertenece a la revelación
cristiana y, obviamente, está recogida en muchos documentos del Magisterio de la
Iglesia7, sobre todo, en el primer periodo de su historia. La naturaleza humana desig-
na a lo común del género humano. La persona humana, en cambio, es lo radicalmen-
te nuevo, lo distinto, el cada quién irrepetible que es creado directamente por Dios.
Por su parte, la naturaleza divina es común a las personas divinas, mientras que éstas
son las más distintas posibles entre sí. A la persona del Verbo hay que añadir, ade-
más, la naturaleza humana. A la naturaleza humana se la puede llamar ‘vida recibi-
da’, pues es esa comunidad de origen que hemos recibido de nuestros padres (código
genético) y que admite dos tipologías básicas, varón-mujer. A la persona se la puede
denominar acto de ser8, si se acepta la distinción real tomista entre ‘actus essendi–
essentia’, aunque en la tradición cristiana también se la llama corazón o espíritu.

Entre el acto de ser personal y la naturaleza corpórea humana en el hombre se


da lo que –en la aludida terminología medieval– se puede llamar esencia humana,
que está conformada por el yo inmaterial (la personalidad humana) y las dos faculta-
des superiores sin soporte orgánico: inteligencia y voluntad9. Entre ellas conforman
el ‘disponer’ humano, que hay que distinguir del ‘ser’. Esto implica que en el hombre
existe una distinción real entre persona y yo. Ambos se pueden distinguir noética-
mente, porque mientras es claro que conocemos nuestro yo (el tipo de personalidad
que ‘tenemos’) y se puede notar asimismo cómo ‘tenemos’ desarrolladas nuestra ra-
zón y nuestra voluntad, sin embargo, no acabamos de saber qué persona ‘somos’, o
sea, cuál es nuestro sentido personal completo, pues durante esta vida sólo lo alcan-

5
Cfr. SAN JUAN DAMASCENO, De fide ortodoxa, III (PG MG, 44, 985-988).
6
“Persona significat id quod est perfectissimum in tota natura”, St. TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, I, q. 29, a. 3 co.
“Hoc autem nomen persona non est impositum ad significandum individuum ex parte naturae, sed ad significandum rem subsis-
tentem in tali natura”, Ibid., I, q. 30, a. 4 co.
7
Estos temas fueron definidos reiteradamente desde el. s. I al s. XIV. Cfr. DENZINGER, H., - HÜNNERMANN, P., El Magiste-
rio de la Iglesia. Encriridion Symbolorum, Barcelona, Herder, 2006, nn.: 73, 75, 251b, 298, 301-2, 359, 367, 415, 417, 421,
424-6, 429, 485, 488, 491, 528, 532, 534, 536, 544, 556-6, 564, 613, 804, 852, 900, 974.
8
Cfr. POLO, L., Antropología trascendental, I. La persona humana, Pamplona, Eunsa, 2000.
9
Cfr. POLO, L., Antropología trascendental, II. La esencia de la persona humana, Pamplona, Eunsa, 2003.

110
zamos en parte; sentido que nos será manifestado enteramente post mortem10, si du-
rante la presente situación lo hemos buscado y aceptado progresivamente hasta el
final; sentido que cristianamente se denomina vocación. Pues bien, al incremento con
el que cada persona humana dota a su esencia humana se le puede llamar ‘vida aña-
dida’, porque es el añadido que el ‘ser’ otorga a lo superior de su ‘tener’ o ‘dispo-
ner’11.

b) La distinción real entre la coexistencia y la intersubjetividad; la distinción


real entre la libertad trascendental y la manifestativa.

Es pertinente asimismo distinguir en el hombre, por una parte, entre la coexis-


tencia y la intersubjetividad. La coexistencia es el acto de ser personal humano12, y
designa que la persona humana es constitutivamente relación personal u originaria,
en primer lugar respecto de Dios13 y, en segundo, respecto de las demás personas
creadas. La intersubjetividad humana, en cambio, es la apertura manifestativa del
hombre a los demás mediante las relaciones familiares y sociales, y se da en el plano
de la esencia humana. En el s. XX, la filosofía del diálogo, las sociologías, el perso-
nalismo, y otras corrientes de pensamiento han aludido de ordinario a la intersubjeti-
vidad, pero no han tenido en cuenta –salvo excepciones– la coexistencia. En efecto,
pocos pensadores –tanto filósofos como teólogos–han intuido el carácter vinculado
del acto de ser personal humano respecto del Creador. Entre ellos cabe recordar a
Scheler14, Buber15, Guardini16, Spaemann17, Ratzinger18, etc.

Por otra parte, conviene distinguir en el hombre entre la libertad trascendental


y la manifestativa. La primera es constitutiva del acto de ser personal humano19, lo
cual quiere decir que cada persona es una libertad distinta. A ese nivel no ‘tenemos’
libertad, sino que la ‘somos’. Si no fuéramos una libertad nativa en acto, no podría-
10
“Al vencedor le daré el maná escondido; le daré también una piedrecita blanca, y escrito en la piedrecita un nombre nue-
vo, que nadie conoce sino el que lo recibe”, Apocalipsis, II, 17.
11
Cfr. PIÁ-TARAZONA, S., El hombre como ser dual. Estudio de las dualidades radicales según la ‘Antropología trascen-
dental’ de Leonardo Polo, Pamplona, Eunsa, 2001.
12
“Hemos propuesto un nombre para aquel acto de ser que no se reduce al acto de ser del universo. Co-existencia designa el
ser personal como más que existente”. POLO, L., Antropología trascendental, I, ed. cit., 32.
13
“Dios es un ser personal con el que el hombre co-existe”. Ibid., 93. “Cada quién co-existe con Dios”. Ibid., 151. “Si se
tiene en cuenta que la intimidad es también apertura hacia dentro, se ha de sostener que, radicalmente, la persona humana co-
existe con Dios trocándose en búsqueda”. Ibid., 205.
14
“La absoluta dependencia (del hombre) lo afecta como totalidad indivisa”. SCHELER, M., De lo eterno en el hombre, Ma-
drid, revista de Occidente, 1940, 112. “Se trata de una relación de ser”. Ibid., 113.
15
“La persona aparece cuando entra en relación con otras personas”. M. BUBER, Yo y tú, Caparrós, Madrid, 1993, 61.
16
“El ‘¡Oh Dios! Nos has creado para ti’ no ha de entenderse de forma entusiasta o edificante, sino correctamente. Dios ha
establecido con el hombre una relación, sin la que éste no puede ni existir ni ser entendido… Se puede entender al hombre no
como algo cerrado que vive y se apoya en sí mismo, sino como alguien cuya existencia consiste en una relación: de Dios, hacia
Dios. Esta relación no es algo secundario sobreañadido a su ser, de forma que también sin ella pueda seguir existiendo, sino que
en ella se apoya su ser”. GUARDINI, R., Quien sabe de Dios conoce al hombre, Madrid, ed. PPC, 1995, 155. “La relación de la
que estamos hablando es, por el contrario, de otro orden; en esta relación yo-tú consiste su ser”. Ibid., 156.
17
“Cada persona mantiene a priori con las demás una relación”. SPAEMANN, R., Personas. Acerca de la distinción entre
‘algo’ y ‘alguien’, Pamplona, Eunsa, 2000, 56. “El solipsismo es incompatible con el concepto de persona. Una única persona
en el mundo es algo que ni se puede pensar”. Ibid., 57. “La relación del hombre con el Absoluto compromete al hombre en lo
más profundo. Define su identidad de modo aún más central que la pertenencia a una nación”. El rumor inmortal, Madrid,
Rialp, 2010, 131.
18
“Lo simplemente único, lo que no tiene ni puede tener relaciones, no puede ser persona”. RATZINGER, J., Introducción al
cristianismo, Salamanca, Sígueme, 1970, 149. “La persona es la pura relación de lo que es referido, nada más. La relación no es
algo que se añade a la persona… sino que la persona consiste en la referibilidad”. Ibid., 152. “No puede llegarse a lo propio del
amor si el hombre no se comprende como relación”. Ibid., 212.
19
Cfr. POLO, L., Antropología trascendental, I, ed. cit., 229-245; Persona y libertad, Pamplona, Eunsa, 2007, 23-73; 133-
270.

111
mos activar las potencias superiores, activación que las rinde progresivamente li-
bres20. La segunda, la libertad manifestativa, en cambio, irrumpe primero en la inteli-
gencia y en la voluntad humana, ejerciendo actos (operaciones inmanentes) en estas
potencias, y sobre todo, desarrollando en ellas hábitos racionales adquiridos y virtu-
des, respectivamente; en segundo lugar, esta libertad se manifiesta en las acciones
humanas transitivas, que van desde el lenguaje –primera praxis transitiva– hasta las
demás actividades laborales, lúdicas21...

c) La distinción real entre el conocimiento racional y el personal en el hombre;


la distinción real entre el amor personal y el querer de la voluntad.

Conviene asimismo distinguir realmente en el hombre, por una parte, entre el


conocer personal y el conocer racional. De ordinario, a lo largo de la historia de la
filosofía, se ha distinguido el conocimiento racional del sensible. Como es sabido,
Aristóteles también distinguió dentro del conocer superior entre el ‘intelecto agente’
–ya aludido en este trabajo–, al que describió como ‘acto’, y el ‘intelecto paciente’, al
que llamó ‘potencia’. El intelecto paciente o ‘posible’ es la razón o inteligencia, una
facultad inmaterial que puede ejercer varias vías operativas y en las que cuenta con
pluralidad de actos y hábitos adquiridos. Pocos pensadores en la historia han identifi-
cado el intelecto agente con el ser personal humano, en rigor, con el acto de ser del
hombre. Aludieron a ello San Alberto Magno y Teodorico el Teutónico en el esplen-
dor de la Edad Media22, y lo han defendido recientemente Francisco Canals, Leonar-
do Polo y los discípulos de ambos pensadores23. Sin embargo, un ‘acto’ superior a la
facultad de la inteligencia sólo puede ser dos cosas en el hombre: o un hábito innato,
o el acto de ser personal. Atendamos a ello.

En efecto, como también es sabido, algunos pensadores medievales distinguie-


ron entre el ‘conocer racional’ y el ‘intelectual’, sosteniendo que éste último es supe-
rior a aquél, y que está conformado por lo que ellos denominaron ‘hábitos innatos’24.
Sostuvieron que con uno de éstos hábitos –la sindéresis– podemos conocer nuestra
razón (también nuestra voluntad), pues conocer que disponemos de una facultad a la
que llamamos razón o inteligencia no es conocimiento racional alguno, sino un cono-
cer superior que ve a la razón de modo global desde arriba de su nivel. Añadieron que
con otro hábito innato (‘hábito originario’ según Tomás de Aquino, ‘hábito de sabi-
duría’ según Leonardo Polo) conocemos asimismo que somos una persona distinta y,
en parte, qué persona somos, porque tal hábito es solidario del acto de ser personal.
Pues bien, se puede sostener que el conocer personal, que es superior al de los hábitos
innatos, es el conocer a nivel de acto de ser, que es, a nivel natural, el conocer supe-
rior humano25. Esto no significa que en este plano ‘tengamos’ conocer, sino que lo
‘somos’, es decir, que cada quien es una luz personal distinta. El tema de este conocer
es exclusivamente Dios26, porque es el único conocer que puede dotar de sentido
completo al acto de ser personal humano, pero como el tema desborda al conocer
personal humano, se puede considerar que éste es búsqueda respecto de aquél durante
toda la vida27, a menos que se prescinda libremente de buscarlo.

Por otra parte, conviene notar la distinción real entre el amor personal y el que-
rer de la voluntad. La voluntad es una potencia pasiva que nativamente guarda una

20
Cfr. SELLÉS, J. F., Antropología para inconformes, Madrid, Rialp, 3ªed., 2012, Tema 14: ‘La libertad personal’.
21
Cfr. POLO, L., Persona y libertad, ed. cit., 73-132.
22
Cfr. SELLÉS, J. F., El intelecto agente y los filósofos, I. Siglos IV a. C. – XV, Pamplona, Eunsa, 2012.
23
Cfr. SELLÉS, J. F., “El intelecto agente como acto de ser personal”, Logos, 45 (2102) 35-63.
24
Cfr. SELLÉS, J. F., Los hábitos intelectuales según Tomás de Aquino, Pamplona, Eunsa, 2008.
25
Cfr. POLO, L., Antropología trascendental, I, ed. cit., 212-216.
26
Cfr. POLO, L., “El descubrimiento de Dios desde el hombre”, Studia Poliana, 1 (1999) 11-24.
27
Cfr. SELLÉS, J. F., “El acceso a Dios del conocer personal humano”, Studia Poliana, 14 (2012) 83-117.

112
relación trascendental con el bien28, y que requiere ser activada por un acto-hábito
superior e innato –la sindéresis–. Cuando la voluntad es activada ejerce actos y ad-
quiere virtudes29. No obstante, con todos sus actos y virtudes lo que la voluntad ejer-
ce siempre es ‘querer’ aquello de lo que carece, puesto que ella es potencia y, por
tanto, requiere adherirse a bienes cada vez más altos para crecer. En cambio, el amor
personal no quiere, sino que se ‘da’; no es carente, sino efusivo o desbordante. En
efecto, no se ama porque nos falte algo, sino porque aceptamos libremente a otra per-
sona y nos damos a ella. ‘Aceptar’ no es recibir; recibir es pasivo y se reciben cosas;
aceptar, en cambio, es sumamente activo, y se aceptan personas. Pues bien, el amar
personal es propio del acto de ser personal humano –lo más elevado en él–, mientras
que la voluntad es una potencia de la esencia humana.

La virtud más alta de la voluntad es la ‘amistad’, pero no hay que confundirla


con el ‘amor personal’. En efecto, en la amistad se quiere a otro como ‘otro yo’. Co-
mo se ha adelantado, ese ‘yo’, no es la ‘intimidad personal’ o la persona, pues entre
el yo y la persona media una distinción real, ya que el yo pertenece a la esencia hu-
mana, mientras que la persona es el acto de ser. No se entabla amistad con cualquie-
ra, sino con alguien que guarda ciertas afinidades tipológicas con el propio ‘yo’; por
eso se habla de ‘otro’ yo. En el amor personal, en cambio, se ama a una persona no
por sus cualidades tipológicas, sino porque se descubre –hasta cierto punto– la verdad
personal novedosa e irrepetible de su intimidad, lo cual da lugar al ‘enamoramiento’.
A su vez, el amor personal es ‘dual’, es decir, está conformado por dos dimensiones,
la superior de las cuales es el ‘aceptar’, y la segunda, el ‘dar’. Ninguna de éstas es
pasiva, pero el ‘aceptar’ en nosotros es más activo que el dar porque somos criaturas;
por eso, lo primero en nosotros no es dar sino aceptar; además, nos damos en la me-
dida en que aceptamos, pues donde no hay aceptación sobra la donación 30. El tema de
ambas dimensiones amorosas es, en primer lugar, el Dios personal, y en segundo lu-
gar, las personas creadas.

Teniendo en cuenta las precedentes distinciones antropológicas nucleares, ex-


puestas sintéticamente, a continuación podemos adentrarnos en las tres claves que
intentamos esclarecer, a saber: a) la índole de las personas humanas y divinas; b) la
filiación humana y divina; c) los radicales personales y las virtudes teologales.

1. La índole de las personas humanas y divinas

a) Exigencias divinas de la coexistencia libre: el hombre y Dios no pueden ser


personas aisladas

Persona significa apertura personal, pues “la soledad frustra la misma noción de
persona”31. Esto indica que es absolutamente imposible que exista una única persona
y ello no sólo en el hombre, sino también en Dios (y entre otras personas creadas).
Por esto, es conveniente que las religiones monoteístas indaguen más atentamente en
las tesis centrales de su credo, a saber, notando que si el Dios en el que creen es ‘per-
sonal’, es absolutamente imposible que sea una única persona, porque tal divinidad

28
Cfr. SELLÉS, J. F., Tomás de Aquino, De Veritate, q. 22, El apetito del bien y la voluntad, Introducción traducción y notas,
Cuadernos de Anuario Filosófico, Serie Universitaria, nº 131, Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Nava-
rra, 2001.
29
Cfr. SELLÉS, J. F., Conocer y amar. Estudio de los objetos y operaciones del entendimiento y de la voluntad según Tomás
de Aquino, 2ª ed., Pamplona, Eunsa, 2000.
30
Cfr. respecto del amar personal: POLO, L., Antropología trascendental, I, ed. cit., 217-228. Cfr. respecto de la amistad:
POLO, L., Antropología trascendental, II, ed. cit., 186-192.
31
POLO, L., Introducción a la filosofía, Madrid, Rialp, 1995, 228.

113
sería la tragedia pura32. En efecto, si una persona pudiese existir en solitario, carece-
ría de réplica personal y únicamente se podría abrir a lo inferior, a lo menos digno
que ella. Tampoco podría crear personas, porque crearlas puede conllevar elevarlas,
es decir, hacerlas partícipes de su vida íntima. De modo que tendríamos una teología
natural aporética y una creación de personas truncadas, es decir, sin posibilidad de
crecimiento y elevación, o sea, sin posibilidad de corresponderse personalmente con
la intimidad divina33. En suma, si Dios es personal, es pluripersonal. La coexistencia
humana nos indica que en Dios deben existir, al menos dos personas, no inferior una
a otra.

A la par, la coexistencia personal humana es libre, no necesaria. Ya se ha indi-


cado que a nivel de acto de ser no se trata de que ‘tengamos’ libertad, sino de que la
‘somos’: cada quien ‘es’ una libertad distinta. Libertad personal denota apertura per-
sonal a una persona distinta. La persona humana no se abre sólo a otras personas hu-
manas, ni sólo a realidades no personales inferiores, sino prioritariamente al Dios
personal, el único que puede aceptar completamente la irrestricta libertad personal
humana; ‘irrestricta’, porque no se puede invertir por entero en ninguna realidad
creada; es inagotable. Pues bien, si la clave de la libertad personal humana es la co-
rrespondencia personal libre, la correspondencia entre las personas divinas no puede
ser necesaria, sino libre. Ver la libertad personal en Dios no significa sólo ni priorita-
riamente que Dios sea capaz de crear o no crear libremente, o de corresponderse li-
bremente con lo creado mediante su providencia, sino fundamentalmente que en la
misma intimidad divina la libertad personal requiere correspondencia libre por parte
de una persona divina distinta. De modo que la libertad personal humana muestra que
en Dios deben existir al menos dos personas distintas que sean libres. La ‘necesidad’
es propia de la metafísica, la cual capta a Dios, mirando hacia fuera, como ‘ser nece-
sario’ de lo creado, o sea, como origen indefectible de lo real. La ‘libertad’, en cam-
bio, es propia de la antropología de la intimidad, la cual capta a Dios, mirando hacia
adentro, como ser pluripersonal libre. Si es obvio que la libertad es superior a la ne-
cesidad, es evidente que la antropología de la intimidad es superior a la metafísica34.

b) Exigencias divinas del conocer personal humano. Como no cabe conocer


personal sin tema personal, el tema del conocer personal humano es el Logos divino.
El Logos cognoscente divino y su tema: Dios Padre

Por otra parte, la persona humana a nivel de acto de ser es cognoscente; no es


que ‘tenga’ conocer, luz, sino que lo ‘es’. Cada quien es una luz cognoscitiva perso-
nal distinta e irrestricta, pues no se agota en conocer ninguna realidad creada. Por
tanto, su tema sólo puede ser el Dios cognoscente, el único que le puede manifestar
enteramente el sentido personal a la persona humana. Ahora bien, si Dios es cognos-
cente, es imposible que tal conocer carezca de tema. Con todo, su tema no puede ser
ninguna realidad creada, no sólo porque éstas pueden ser y no ser, sino porque aún
siendo, ninguna realidad creada puede conocer enteramente al Dios cognoscente. Por
tanto, el conocer divino requiere un tema a su nivel, un tema que sea coexistente y
libre con él, un tema que sea réplica cognoscente respecto de sí. Lo que precede indi-
ca que la pluralidad de las personas divinas no pueden ser sino cognoscentes, y que el
tema de cada una es una persona divina distinta, pues la tesis de la ‘reflexividad’ debe
32
“Para el ser personal ser único sería la tragedia pura”. POLO, L., Antropología trascendental, I, ed. cit., 66. “La noción de
persona única es un completo disparate. Por eso, repito, la persona es incompatible con el monismo. Más aún, una única perso-
na sería la tragedia pura”. Ibid., 95. “La tesis que propongo es coherente con que Dios no sea unipersonal. Si Dios fuera una
sola persona, la tragedia afectaría a Dios”, Ibid., nota 101.
33
“El ser personal es incompatible con el monismo. Una persona única sería una pura tragedia, porque estaría condenada a
carecer de réplica. La réplica alude a una dualidad que una persona aislada no es capaz de procurarse (en este sentido co-existir
requiere un segundo con: co-existir-con). Una persona abierta exclusivamente a lo no personal sólo contaría con lo inferior a
ella. Para la persona, lo inferior a ella es menos digno”. Ibid., 165.
34
Cfr. POLO, L., Persona y libertad, ed. cit. “La distinción entre metafísica y antropología”, 25-34.

114
ser excluida en todo nivel noético, ya que es, en todos los casos, aporética35. La teo-
logía cristiana añade a lo que precede que una de las personas divinas –el Padre– es
cognoscente respecto de otra persona divina –el Hijo–, al que por ello llama Logos,
Palabra o Verbo, y que éste es, a su vez, el perfecto conocimiento o imagen de Dios
Padre36. Como se puede advertir, la teología de la fe es compatible con lo que descu-
bre la antropología de la intimidad, pero supone un añadido respecto de ésta.

c) Exigencias divinas del amar personal humano. Dar, Aceptar y Don

Se ha indicado que dos de las dimensiones del amar personal humano, del amar
a nivel de acto de ser, son aceptar y dar. Ahora bien, el aceptar y el dar requieren un
don. En el hombre el don se realiza a través de las obras humanas que manifestamos
mediante en obras (‘obras son amores y no buenas razones’), pues es claro que no
podemos dar origen en nuestra intimidad a un don que sea una nueva persona. Como
se ve, en el hombre las diversas dimensiones del amor son distintas según jerarquía,
siendo superior el aceptar, seguida del dar, y en tercer lugar y de otro plano el don.
En Dios debe existir una correspondencia personal de estas dimensiones del amor
personal humano. Más aún, en él tales dimensiones deben ser personas divinas distin-
tas que no pueden ser de distinto nivel (‘nihil prius aut posterius, nihil maius aut mi-
nus’, dice el Símbolo Quicumque). En Dios el dar se asimila al Padre (‘fons et origo
totius divinitatis’, según la descripción acuñada por la Patrística), el aceptar se aseme-
ja al Hijo (perfecta aceptación de Dios Padre), y el don al Espíritu Santo (‘altissimum
donum Dei’ se lee en la liturgia de la Iglesia).

2. Filiación humana y divina

a) La filiación natural, esencial y personal del hombre. Lo radical en nosotros


es la filiación divina

Si se puede distinguir realmente en el hombre entre ‘naturaleza’ corpórea,


‘esencia’ inmaterial y ‘acto de ser’ espiritual o personal, hay que sentar que a nivel
‘natural’ hemos recibido una filiación natural de nuestros padres, mientras que a ni-
vel ‘esencial’ tenemos una filiación respecto de aquellos hombres que más nos han
educado (padres, profesores, amigos, preceptores, asesores…) y nos han ayudado a
desarrollar nuestra personalidad y nuestras potencias superiores humanas (inteligen-
cia y voluntad). Por su parte, a nivel íntimo o de de ‘acto de ser’, guardamos una fi-
liación ‘personal’ exclusivamente con Dios, pues sólo a él se debe la creación de la
persona que somos y la elevación de la persona estamos llamados a ser. Ahora bien, a
este nivel, si lo superior en nosotros es el ‘aceptar’, hay que sentar que, de las tres
personas divinas, nos parecemos al Hijo, no al Padre o al Espíritu Santo, tampoco a
las tres personas divinas a la vez, lo cual quiere decir que lo radical en nosotros es la
filiación personal divina, no la paternidad, maternidad, o cualquier otro tipo de rela-
ción familiar o social. Que esto armoniza con la revelación judeo-cristiana es palma-
rio, no sólo porque del primer hombre, Adán, se diga que es ‘hijo de Dios’37, sino
35
En efecto, el conocer humano, como todo en el hombre, no es simple, sino compuesto, y su composición radica en que
siempre se da una distinción real entre método o nivel cognoscitivo y tema conocido. Muchos autores recientes han defendido
que el acto de conocer (operación inmanente) además de presentar un objeto o idea es ‘autointencional’, pero si “el acto es
intencional sobre sí” ¿cómo se sabe que el acto es intencional sobre sí?, es decir, ¿cómo se es capaz de formular esa tesis, si el
acto se agota conociéndose a sí a la par que conoce el objeto? Por otra parte, si esa ‘reflexio’ se postula respecto del propio
conocimiento personal humano, si se postula que al finar de la vuelta reflexiva se dará una reflexión personal completa, pero al
principio no conocemos nada de nosotros mismos, ¿no es absurdo educir el saber de la ignorancia? Cfr. respecto de este tema:
SELLÉS, J. F., En defensa de la verdad, Piura, Universidad de Piura, 2011.
36
Recuérdese que el Símbolo de la fe cristiana llama al Hijo ‘lumen de lumine’.
37
Lc., III, 38.

115
porque también se declara de nosotros que podemos llegar a ser “hijos de Dios”38.
Nótese que el hombre no es hijo de Dios ‘a nativitate’, sino que lo puede ‘llegar a
ser’ si acepta la filiación divina que Dios le ofrece.

b) La filiación natural, esencial y personal de Cristo. Convenía que Jesucristo


se encarnase

Por su parte, en la Sagrada Escritura se lee que Cristo es hijo de María según la
carne39, es decir, que tiene una filiación ‘natural’ en parte –sólo por razón de madre–
similar a los hombres. Por otro lado, es asimismo manifiesto en libros sagrados que
Cristo aprendió muchas cosas en su ‘esencia’ humana de su la Virgen y de San Jo-
sé40, así como de las personas que le rodearon (acento lingüístico, modos de decir y
trabajar, etc.) hasta el punto que se le describía por su pertenencia a un pueblo y re-
gión concreta41. Pero la clave ‘personal’ de Cristo, como segunda persona de la Tri-
nidad, es la filiación personal divina. Él es el Hijo unigénito de Dios Padre42. Su per-
sona es enteramente filial; es la filiación divina, pues no existe en él nada que no sea
entera referencia filial al Padre. Como Cristo es la ‘perfecta imagen’ del Padre, en
Dios sólo cabe un Hijo perfecto: Cristo. En cambio, como ninguna de las personas
creadas (humanas y angélicas) llega a ser ‘perfecto hijo’ de Dios Padre, caben irres-
trictas.

De las tres filiaciones de Cristo, la ‘natural humana’, la ‘esencial humana’ y la


‘personal divina’ la radical es, obviamente, esta última. Ésta es, a la par, condición de
posibilidad y fin de las otras. Ahora bien, como lo radical en el hombre es –como se
ha indicado– la ‘filiación divina adquirida’43 que radica a nivel ‘personal’, convenía
que de las personas divinas fuese la persona del Hijo la que se encarnase, pues es el
único que nos puede dar ejemplo o servir de modelo en los tres niveles de filiación,
en especial, en la radical o íntima, la ‘personal’. Por tanto, la filiación personal es el
dato antropológico primario, aunque en nuestro tiempo la conciencia de la filiación
divina se haya debilitado, porque el hombre quiere debérselo todo a sí mismo. No
obstante, lo peor que puede desear una persona humana es no querer ser hijo44, por-
que supone el desprecio de su radicalidad personal, asunto que caracteriza en buena
medida a algunos pensadores contemporáneos45 que siguen influyendo hoy, y a otras
tendencias de pensamiento actuales (evolucionismo, materialismo, pragmatismo,
cientificismo, nihilismo, agnosticismo, relativismo, postmodernidad, etc.). A la vez,
lo peor que le pueda pasar a una persona humana es que no sea definitivamente acep-
tada como hija por Dios.

c) Hijos ‘en’ el Hijo ‘del’ Padre ‘por’ el Espíritu Santo


38
“Los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. Porque no recibisteis un espíritu de esclavitud para
estar de nuevo bajo el temor, sino que recibisteis un espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos ‘¡Abbá, padre!’. Pues el
Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también herederos:
herederos de Dios, coherederos con Cristo”. Rom., VIII, 14-17. “Y yo seré para vosotros Padre, y vosotros seréis para mí hijos e
hijas”, II Cor., VI, 18.
39
Cfr. Mt., I, 18-24; Lc., I, 26-38; Jn., II, 1-7.
40
Cfr. Lc., II, 51-52.
41
Cfr. Mt., II, 23.
42
Cfr. 1 Cro., XVII, 13, Sal., II, 7; Mt., XVI, 16; Ibid., XXVI, 64; Mc., XIV, 61 Lc., XXII, 70; Jn., Prólogo; Gal., I, 15-16;
Hch.,. IX, 20; etc.
43
En nosotros “la filiación tiene un sentido trascendental –aceptar y dar–, y un sentido moral, en tanto que el comportamien-
to filial es de orden esencial”. POLO, L., Antropología trascendental, ed. cit., 228.
44
“La ruptura de la filiación cierra la radicalidad”. POLO, L., La persona humana y su crecimiento, Pamplona, Eunsa, 1996,
158.
45
“Tanto en Nietzsche como en Freud el desprecio de la filiación es patente. Sin embargo, en Nietzsche la pretensión de in-
dependencia es primaria, radical; en Freud esa independencia no se da”. POLO, L., Nietzsche como pensador de dualidades,
Pamplona, Eunsa, 2005, 155, nota 18.

116
La clave de la elevación sobrenatural de la ‘persona’ humana es –como se ha
adelantado– la filiación divina. Si bien en ella nos asimilamos progresivamente al
Hijo46, en dicha labor colaboran el Padre y el Espíritu Santo. El primero atrayéndonos
hacia su intimidad en el Hijo, pues en la medida en que lo hace se emplea respecto de
nosotros como Padre y favorece que seamos mejores hijos. El segundo, tratando que
la persona humana que cada uno somos se asemeje cada vez más al Hijo. Es sabido
por la fe cristiana que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, de los dos, y
que, a la vez, los une. Por eso no es un ‘segundo Hijo’. Por esto se le suele atribuir
nuestra progresiva unión a Dios Padre en el Hijo. Difícilmente podría realizar tal la-
bor si el Espíritu Santo no fuese íntimo a la persona humana. Y porque evita de raíz
la soledad personal es por lo que se le suele denominar Consolador. Por eso decía
Cristo: “conviene que Yo me vaya, para que os envíe al Espíritu Santo. La Iglesia es
Santa porque su vida está animada por el Espíritu”47. En suma, la elevación filial de
orden sobrenatural propia de la persona humana no se realiza sin la acción del Espíri-
tu Santo, por lo cual se puede entender que la Iglesia lo llame desde el inicio ‘Señor y
dador de vida’.

3. Los radicales personales y las virtudes teologales

a) Libre esperanza natural y sobrenatural. Fe natural y sobrenatural. Amor na-


tural y sobrenatural

Se ha indicado que el acto de ser personal está conformado por diversas dimen-
siones: la coexistencia libre, el conocer y el amar personales. Se ha aludido asimismo
a la filiación divina, la cual constituye la elevación de la intimidad personal humana.
Ahora conviene indicar que tal elevación no se realiza, por así decir, en bloque, sino
respetando el modo de ser de cada uno de los radicales del acto de ser personal hu-
mano. Se propone que tal elevación se realiza del siguiente modo: la libertad personal
es elevada por la virtud sobrenatural de la esperanza; el conocer personal por medio
de la fe sobrenatural, y el amor personal por medio de la caridad.

Como también es sabido a las tres virtudes mencionadas se las denomina ‘teo-
logales’ porque tienen a Dios como tema. De manera que carece de sentido decir que
tales virtudes se refieren a asuntos inferiores al ser divino. Ahora bien, es claro que la
inteligencia y la voluntad son facultades que están referidas a verdades y bienes infe-
riores al ser divino. De modo que las virtudes teologales no pueden inherir directa-
mente en tales potencias al menos por su ‘objeto’ o tema. A la par, la doctrina de la
Iglesia católica afirma que con el bautismo de los niños que carecen de uso de razón
y de respuesta voluntaria, éstos están investidos por las virtudes teologales, las cuales
indudablemente son activas. Por tanto, también por su ‘sujeto’ tales virtudes no pue-
den inherir en las potencias inmateriales en estado nativo, puesto que son potencias
enteramente ‘pasivas’, es decir, ‘tabula rasa’ una y pura capacidad de querer otra.

b) La esperanza y Cristo como Camino. La fe y Cristo como Verdad. La cari-


dad y Cristo como Vida

Si se acepta que las virtudes teologales son la elevación divina de cada uno de
los trascendentales personales o perfecciones puras de que está conformado el acto de
ser personal humano, cabe poner en relación cada una de ellas con Cristo, puesto que,
como se ha dicho, éste, por Hijo, es nuestro modelo como hijos, filiación sobrenatural
46
Cfr. OCARIZ, F., Hijos de Dios en Cristo: introducción a una teología de la participación sobrenatural, Pamplona, Eunsa,
1972; SOMME, L. T., Fils adoptifs de Dieu par Jésus Christ. La filiation divine par adoption dans la Théologie de saint Thomas
d'Aquin, Bibliothèque Thomiste, 49, Paris, J. Vrin, 1997.
47
POLO, L., Epistemología, creación y elevación, Pamplona, Eunsa, 2014, 230.

117
que eleva –como también se ha indicado– al acto de ser personal humano, no a algo
inferior del hombre. Tal vez a ello responda el que Cristo diga de sí mismo que es el
Camino, la Verdad y la Vida.

En efecto, el ‘camino’ no sólo designa dirección hacia una meta, sino el lugar
en el que se está. En consecuencia, se puede decir que somos hijos ‘en’ el Hijo, o sea,
que estamos en el Camino, y que tal Camino, por personal, rinde esperanzada la li-
bertad personal humana para que ésta alcance su meta definitiva. Por su parte, la fe
sobrenatural es, ante todo, un nuevo modo de conocer (como advirtieron los grandes
teólogos medievales: San Alberto Magno, Sto. Tomás de Aquino, etc.), no un ‘credo
quia absurdum’ (como postularon otros autores a lo largo de los tiempos (Tertuliano,
Lutero, Kant, Kierkegaard, Barth, etc.). Ahora bien, es claro que el ‘objeto’ propio
del conocer es la verdad, y que un conocer personal como es la fe tiene que corres-
ponderse con una verdad que sea personal. Si se acepta que Cristo es tal Verdad, la fe
es, ante todo, un conocer que busca ahondar cada vez más en la Verdad que es Cristo,
la cual remite intrínsecamente –como se ha dicho– al Padre por medio del Espíritu
Santo. Por otro lado, la caridad sobrenatural que eleva al amar personal humano en
orden a aceptar y darse personalmente a Dios se puede entender, ante todo, como la
vida personal superior, porque el amor es lo más alto del acto de ser humano. Por ello
se puede decir, que si la caridad se refiere a Dios a través de Cristo, tiene a éste como
la Vida.

c) ¿Por qué la Virgen?

Hasta aquí se han explicado las claves nucleares de la persona humana de tal
manera que se ven abiertas al Dios personal. En efecto, por una parte, esto hace pen-
sar a quienes se consideran agnósticos, indiferentes o ateos, porque no se les habla
directamente de Dios, sino que se les pregunta sencillamente quiénes ‘son’, no qué
‘tienen’ o que ‘hacen’, es decir, cuál es su ‘sentido personal’. La respuesta a esa pre-
gunta abre la puerta al Dios personal, porque nadie tiene la respuesta a esa cuestión
en su mano, todo el mundo la busca, y es obvio que no la puede alcanzar en solitario
ni con la ayuda de las demás personas humanas, puesto que a todas les sucede lo
mismo: son buscadoras de su sentido. Por otra parte, lo expuesto indica que la solu-
ción a esa pregunta sólo está en Dios, de modo que las religiones no monoteístas ado-
lecen de suficiente justificación antropológica. Asimismo, se ha advertido que si Dios
es personal, por fuerza debe ser pluripersonal, lo cual es un acicate para que las gran-
des religiones monoteístas (judía y musulmana), que admiten que Dios es persona,
pero no advierten en él pluralidad de personas, ahonden en sus planteamientos. Por lo
demás, se ha añadido que, para quienes acepten la revelación cristiana, existe una
correspondencia entre las tres personas divinas que el cristianismo profesa con las
dimensiones del amar personal humano: dar, aceptar y don. Ahora bien, no todos los
que profesan esta religión aceptan la mediación de María como Madre de Cristo (pro-
testantes, anglicanos…). Por tanto, hay que atender, por último, a este punto, para
ayudar a que éstos ahonden en su fe sobrenatural.

Es claro que todos los cristianos admiten que sólo Cristo es ‘perfecto’ hombre,
porque los demás no lo son según la naturaleza humana debido al pecado original.
Pero a esto hay que añadir que, si el perfecto hombre y perfecto Dios, que es Cristo,
llama ‘mujer’ a la Virgen48, es porque sólo ella cumple acabadamente la naturaleza
humana de mujer. Las demás no, debido asimismo al pecado de origen. De modo que
la antropología que describe al ser humano sólo en su naturaleza corpórea humana,
es una antropología imperfecta. Si además de esto, tal antropología describe las im-
perfecciones que cada persona ha adquirido en su intimidad personal o acto de ser y
aquellas otras que ha añadido a su esencia y a su naturaleza humana, tal antropología
es todavía más imperfecta. Pero de todas estas imperfecciones están libres tanto Cris-
48
Cfr. Jn., II, 4; Ibid., XIX, 26.

118
to como María. Con esto se da cuenta de que, al menos, una persona humana carezca
en todos sus niveles de imperfección: la Virgen, a la par que se afirma que es ella la
que mejor cumple la filiación personal.

Pero con lo que precede no se da cuenta de por qué María es Madre de Cristo y
nuestra. Si la clave de toda persona humana radica –como se ha visto– en la filiación,
y es ésta la que más nos acerca a Dios, en el caso de la Virgen hay que decir que por
encima de su filiación existe una perfección que la vincula más intrínsecamente a
Dios: su maternidad. Si la maternidad en ella es superior a su filiación y lo que nos
caracteriza a todos nosotros es esta última, no podemos ni juzgar ni poner en tela de
juicio la maternidad divina de María, sencillamente porque desborda lo superior en
nosotros (también en los ángeles, puesto que lo nuclear en ellos también es la filia-
ción49). Pero como está revelado que Dios lo ha preferido así, conviene responder a
esa predilección divina con nuestra personal aceptación.

Con todo, tratándose –según la revelación cristiana– de nuestra Madre, que lo


es a la vez de Cristo, nos sentimos más inclinados a indagar en su maternidad: ¿por
qué convenía, además de tener a Cristo como modelo de Hijo, que tuviésemos a la
Virgen María como Madre nuestra y de Cristo? Motivos no faltan: Uno, porque si en
lo humano la madre tiene una relación mucho más intensa inicialmente con su hijo
que el padre, en lo espiritual también convenía que fuese así, de manera que en la
iniciación cristiana –de alguna manera siempre estamos comenzando y recomenzan-
do– conviene acudir a la Virgen. Otra, porque si la mujer reclama más las relaciones
personales que el varón, convenía que en las relaciones personales del hombre con las
Personas divinas mediara una mujer. Si, además, la relación que María guarda con
una las personas divinas, el Hijo, es la de Madre, con ella tenemos más acceso a Dios
que sin ella, porque el Hijo no puede negar una súplica materna. Añádase que la Vir-
gen tuvo que elegir entre la vida de Cristo y nuestra lejanía de Dios o la muerte de
Hijo en la cruz y nuestra redención, y claramente optó por lo segundo, de manera que
eso nos ganó nuestra atracción a Dios a través de su Hijo. Por tanto, la Virgen no
tiene sólo que ver con Cristo en su nacimiento, sino intrínsecamente, y por eso hasta
el final de la vida de Cristo en la tierra y también después; por eso mismo tiene que
ver radicalmente con cada persona humana ahora y siempre.

Conclusiones

1ª) Tanto en el hombre como en Dios hay que admitir una distinción real entre
persona y naturaleza.
2ª) A nivel personal ni el hombre ni Dios pueden ser solos: la noción de persona
sola es aporética. En rigor, no puede existir una persona, sino personas.
3ª) La libre coexistencia personal humana implica que en Dios deben existir al
menos dos personas distintas libremente coexistentes.
4ª) El conocer personal humano implica que esas dos personas divinas deben
corresponderse mutuamente como conocer-conocido.
5ª) El amor personal humano implica que en Dios deben existir tres personas,
que deben corresponderse como dar, aceptar y don.
6ª) Lo radical en la persona humana es la filiación. Por eso, la persona más se-
mejante a nosotros en Dios es el Hijo. Convenía, por tanto, que se encarnase el Hijo
de Dios, porque si la revelación es a la par revelación de Dios y del hombre, el Hijo
nos revela nuestro radical sentido personal: el filial.

49
Cfr. Job, I, 6.

119
7ª) La libertad personal humana es elevada por la esperanza sobrenatural, y nos
permite barruntar al Hijo como el Camino.
8ª) El conocer personal humano es elevado por la fe sobrenatural, y nos permite
conocer al Hijo como la Verdad.
9ª) El amar personal humano es elevado por la caridad sobrenatural, y nos per-
mite amar al Hijo como Vida felicitaria eterna. En las tres virtudes sobrenaturales
media la Virgen como Madre entre el Hijo y nosotros.

120
APÉDICE:

A MODO DE SÍNTESIS ANTROPOLÓGICA

J. F. SELLÉS

Preámbulo. El hombre: una unidad en la multiplicidad

El hombre no es un ser simple, sino compuesto por múltiples dimensiones. La


simplicidad es exclusivamente divina. En una película de animación reciente se com-
para al hombre con una cebolla en la que se pueden distinguir muchas capas, cuya
distinción es, obviamente, según mayor o menor interioridad o exterioridad; las inter-
nas tienen más savia y son más importantes que las externas. Aunque el ejemplo per-
tenece a la filosofía árabe clásica, y fue bien retomado por Nédoncelle en el s. XX,
sirve de modelo comparativo para estudiar al hombre. Con todo, hay un vegetal toda-
vía más apto para dicha comparación: la alcachofa, en la que se puede distinguir, al
menos, entre el corazón y las hojas; éstas, a su vez, divergen entre sí según que unas
son más jugosas o tiernas que otras, lo cual denota que unas están más vivas que las
otras. Es claro que en nosotros no todo vale lo mismo ni está en el mismo plano, sino
que unas dimensiones humanas son más radicales e importantes que otras. Lo neurál-
gico en nosotros es constitutivo, es decir, es lo que es propio de cada uno y nos dis-
tingue de los demás; eso no se pueden perder o dañar sin que comporte una pérdida o
daño irreparable del ser humano; en cambio, hay otras capas son secundarias; de mo-
do que éstas se pueden deteriorar e incluso perder algunas de ellas sin que se anule la
persona.

De entre los diversos compuestos humanos el más básico es el conformado en-


tre el espíritu y el cuerpo. El espíritu es una dimensión más vital o central en hombre
que su corporeidad. A la par, cada una de estas dimensiones es compuesta, y la dis-
tinción entre sus componentes es según niveles. Así, es claro que en nuestro cuerpo
no son tan relevantes, por ejemplo, el pelo o las uñas como el sistema nervioso cen-
tral, hasta el punto que se puede vivir biológicamente sin las primeras, pero no sin el
segundo. De modo semejante, en lo espiritual del hombre, no es tan relevante, por
ejemplo, el conocer personal como el amor personal. De manera que, aunque sea su-
cintamente, debemos sintetizar cuáles son las diversas dimensiones jerárquicas hu-
manas, tanto las corpóreas como las espirituales. Con todo, tras notar la diversidad y
distinción, lo más importante será advertir la unidad. Ésta se lleva a cabo –sirve tam-
bién aquí el aludido modelo vegetal– de manera que lo superior vivifica y unifica a lo
inferior, o si se quiere, no es que los diversos componentes humanos se vivifiquen y
unifiquen entre sí, sino que el superior da vida y engarza, atrae, vincula al inferior.

1. La dimensión vital corpórea del hombre

El cuerpo humano es más complejo que el de los animales, y lo es en mayor


medida en unas partes que en otras, hasta el punto de que las ciencias médicas toda-

Agradezco sinceramente a la Dra. Genara Castillo, discípula predilecta de Leonardo Polo, el que tenga a bien anexar este
sumario antropológico y el precedente artículo a este buen libro suyo, tan sencillo y pedagógico como sugerente y profundo. La
finalidad de este resumen es que sirva a los estudiantes que se adentran en antropología a tener una visión de síntesis de lo que
la autora ha expuesto; también puede servirles de repaso tras la lectura de esta buena obra de la Dra. Castillo.

121
vía se hallan en los prolegómenos de la investigación de alguna de ellas, como es el
caso, por ejemplo, del cerebro. Pero, a la par, es el cuerpo más armónico, y por ende,
el más significativo. Su carácter distintivo respecto del de los animales radica en que
es abierto, es decir, no determinado o especializado para una única función, lo cual se
puede ver de modo claro en las manos, que pueden adquirir multiplicidad de movi-
mientos para emplearse en diversos trabajos y artes; también en la cara, que es enor-
memente plástica, y por eso con ella podemos expresar multitud de estados de ánimo;
asimismo, en la cabeza pues la mayor parte de nuestras neuronas son libres, es decir,
no tienen una función biológica determinada, y, por eso, las podemos emplear en
aprender unos u otros comportamientos, oficios, idiomas...

En los componentes orgánicos del cuerpo humano podemos distinguir diversos


niveles. El más básico –en el sentido de inferior–, es el conformado por las tres fun-
ciones vegetativas: la nutrición, la reproducción y el desarrollo celular, que están
repartidas por toda la corporeidad. La inferior de ellas es la nutrición, la cual se ocu-
pa de la maduración de las células. Ésta da paso a la reproducción celular, pues
cuando una célula está madura se origina la bipartición, en la cual cada nueva célula
contiene el código genético de la precedente. Pero las nuevas células no se desarro-
llan por igual, pues unas inhiben parte del código genético y activan otra, mientras
que otras células proceden de modo distinto: así se logra una pluralidad admirable de
células (óseas, nerviosas, de la piel…) todas compatibles entre sí, hasta el punto de
que si una sola no se supedita a la unidad de orden se origina una enfermedad grave,
el cáncer, que puede acabar con la vida biológica humana. Funciones superiores a las
vegetativas son las que facilitan el movimiento corpóreo, que, claramente, admite
muchas variantes: el de desplazamiento local, el de trabajar con las manos, la danza,
el deporte, el gesticular con la cara, etc.

Superiores a las que preceden son las facultades cognoscitivas y apetitivas sen-
sibles, todas las cuales tienen soporte orgánico en determinados órganos del cuerpo
humano. Si atendemos primero a las cognoscitivas, en ellas podemos distinguir dos
grupos: los sentidos externos y los internos. Se llaman externos porque perciben di-
versos aspectos de la realidad externa (colores, sonidos, olores…), y se denominan
internos porque captan temas que no están en la realidad física, sino que son propios
de nuestra vida sensitiva (nuestros actos de ver, oír, fantasías, recuerdos sensibles…).
Tradicionalmente se distinguen cinco sentidos externos, que de menos a más cognos-
citivos son: el tacto, que capta lo rugoso y lo liso, lo cálido y frío, etc.; el gusto, que
nota los sabores; el olfato, que percibe los olores; el oído, que advierte los sonidos; y
la vista que ve los colores.

Por su parte, se suelen distinguir cuatro sentidos internos. El inferior es la per-


cepción sensible (al que antiguamente se llamaba ‘sensorio común’), el cual siente
los ‘actos de conocer’ de los sentidos externos, es decir, percibe que vemos, que oí-
mos, olemos, gustamos y tocamos. Superior a él es la imaginación (o fantasía), que
nos permite formar nuevas formas con las ya conocidas por los sentidos externos. Por
eso, por ella reproducimos formas, las asociamos entre sí, construimos formas más
proporcionales e incluso geométricas, hacemos otras que son simbólicas, etc. Más
cognoscitivo que la imaginación es la memoria sensible, mediante la cual guardamos
y volvemos a evocar recuerdos sensibles concretos que hemos vivido en el tiempo
pasado. Conoce más que la imaginación porque conoce el tiempo pasado. A este sen-
tido interno lo aventaja otro, que es el superior de la sensibilidad, al cual se le llamó
tradicionalmente cogitativa (estimativa en los animales), pero al que podemos llamar
proyectiva o valorativa, lo primero, porque traza proyectos concretos para ejercer en
el tiempo futuro (por ejemplo: un plan de descanso para el próximo fin de semana en
el caso del hombre, o un plan de huía en el caso de un animal que se siente amenaza-
do); lo segundo, porque valora las diversas realidades concretas como buenas o malas
para la acción. Es más cognoscitivo que la memoria porque conocer el tiempo futuro
concreto, y acertar en él es más difícil que retener un determinado tiempo pasado.

122
Lo distintivo de todos estos sentidos humanos es que son diversos de los anima-
les y no sólo por matices de grado (ver más o menos, tener más o menos memoria…),
sino radicalmente (por ejemplo, el hombre puede formar mediante su imaginación la
geometría; el animal, en cambio, no puede; también puede formar mediante su me-
moria un ‘tiempo isocrónico’, siempre igual, que no es físico; el animal no puede).

Por su parte, es asimismo clásico distinguir entre dos tipos de apetitos sensibles:
el concupiscible o deseo de placer y el irascible o deseo de agresividad. El primero
es la tendencia que sigue al conocimiento de los sentidos externos (el apetito de co-
mer el caramelo que se ve); el segundo es el deseo que sigue al conocer de los senti-
dos internos (el deseo de volver a escuchar una canción que se recuerda). El segundo
es superior al primero, porque lo puede vencer (ej. puedo guardar el caramelo que
veo para comerlo más tarde, al salir de clase).

Por otro lado, hay que distinguir las emociones sensibles de los conocimientos y
apetitos sensibles. Éstas (clásicamente llamadas ‘pasiones’) son los estados en el que
se encuentran las facultades sensibles. Los conocemos al comparar los actos de cono-
cer y de apetecer con las diversas facultades. Es claro que tales potencias no están
siempre igual, porque tiene soporte orgánico, el cual es variable y depende de mu-
chos factores internos (salud–enfermedad, cansancio–reposo, etc.) y externos (calor–
frío, peligro–seguridad, etc.). Por eso, ante los mismos estados externos (una puesta
de sol en un clima templado) unas veces nos encontramos de modo agradable y otras,
lo contrario. Como las emociones nos informan de nuestro estado de ánimo sensible,
nos impelen a ejercer una actividad o a retraernos de ella (si me encuentro bien, tien-
do a salir de paseo; si mal, a descansar en casa).

Si enlazamos las diversas dimensiones sensibles (las cognoscitivas, las apetiti-


vas, y las actividades externas) notamos que el hombre no es un animal más, sino que
actúa de modo inverso a los animales. En efecto, un animal no puede separar el cono-
cer del apetecer y éste de su conducta. Además, conoce para apetecer y tiende para
moverse. En rigor, el animal subordina su conocer a su apetecer, y éste a sus movi-
mientos conductuales, los cuales son comunes a la especie animal y dependen siem-
pre de las circunstancias externas (verano, invierno, noche, día…), en definitiva, del
orden cósmico. En cambio, el hombre puede separar las tres facetas, pues puede co-
nocer y no apetecer, y también puede apetecer y no ejercer la actividad para satisfacer
su apetito. Es más, el hombre inhibe sus movimientos y sus apetitos para conocer
sensiblemente. Esto significa que, también a nivel sensible, el conocer humano es fin
del apetecer y del actuar, mientras que el fin en los animales es el movimiento. Ahora
bien, como todos los movimientos animales están subordinados al orden del universo,
esto significa que el animal ‘es mundo’, es decir, ‘parte del universo’, mientras que el
hombre, también en su comportamiento, desborda el orden cósmico, porque es claro
que puede atentar contra él (préstese atención a los problemas ecológicos).

2. El espíritu humano

‘Espíritu’ se suele tomar como sinónimo de ‘alma’ (que significa vida, es decir,
lo que anima el cuerpo y a otros asuntos no corpóreos). Con todo, la vida personal no
se reduce a vivificar la corporeidad humana, pues el espíritu es equivalente a la inti-
midad, corazón, cada quien; en una palabra, a la persona; y ésta es tal tanto con vida
corpórea como sin ella. Es claro que en el cuerpo tenemos muchos parecidos con los
demás hombres (con innegables matices distintivos), merced a los cuales la medicina,
por ejemplo, se puede desarrollar como ciencia. Sin embargo, en lo más radical del
hombre no hay ni puede haber dos personas iguales. Cada una es distinta, irrepetible,
novedosa. El espíritu es de índole inmaterial. Es claro que hoy en día se pone en duda
en algunos ambientes la dimensión espiritual humana. Por el contrario, tanto para el

123
común de los pensadores clásicos como para la mayor parte de los hombres de todas
las culturas la dimensión espiritual del hombre es innegable. Pero el que hoy algunos
nieguen los espiritual del hombre tal vez sea por olvido o ignorancia, pues bien mira-
do no debería llamar la atención, cuando multitud de asuntos sensibles también son
inmateriales. Así, es claro que el ver no se ve, ni pesa ni mide…, es decir, no es físico
o biofísico; también es claro que un triángulo imaginado no es ni de madera, ni de
aluminio, etc. Con todo, la inmaterialidad del espíritu se ve más clara tras aludir a la
inmaterialidad de sus facultades superiores: la inteligencia y la voluntad.

Pero antes de atender a algunas dimensiones inmateriales que dependen del es-
píritu o persona, en este punto conviene notar que tampoco en lo espiritual humano
todo es del mismo nivel, sino que también en este plano somos compuestos. En efec-
to, en una primera aproximación cabe distinguir entre la persona (el cada quien, la
intimidad), y las facultades inmateriales, las superiores: la inteligencia y la voluntad.
Es manifiesto que nadie se reduce a su inteligencia y a su voluntad ni a la suma de
ellas (tanto si se toman en su estado pasivo originario, como si se las toma muy desa-
rrolladas con multitud de saberes y quereres). Por lo demás, que no es lo mismo la
inteligencia que la voluntad (el pensar que el querer, las verdades conocidas que los
bienes queridos) es manifiesto.

Si centramos nuestra mirada en lo superior a dichas potencias, notamos que


también existen composiciones, pues no es lo mismo la persona que se es, que el yo
(al que también cabe llamar personalidad), pues éste es lo que alcanzamos a saber de
nosotros mismos en la medida en que nos empleamos en dotar de sentido a multitud
de actividades humanas. El yo es el que activa la inteligencia, la voluntad, el lengua-
je, trabajo, etc., y según cómo lo hace, mejor o peor, de un modo u otro, se conforma
una u otra tipología de yo (de las que tratan los psicólogos, si los tipos son normales;
o los psiquiatras, si son patológicos). Pero es claro que una persona no es más o me-
nos persona si activa más o menos su inteligencia, su voluntad, si hace un trabajo u
otro, o no lo hace, si habla mucho o es callado… Por eso no es más persona un an-
ciano de 80 años que un niño de 8 años u otro de 8 meses. Si alguien no fuera persona
desde el inicio, no lo llegaría a ser nunca. Lo superior (el acto) es lo que activa pro-
gresivamente lo inferior (las potencias), si se puede y si conviene; nunca al revés: de
donde no hay no se puede sacar. También por eso, no debemos juzgar a nadie por sus
obras, aunque sí podemos y debemos juzgar sus obras.

Si se pregunta en qué radica la singularidad de cada persona se puede respon-


der, someramente, que cada una es una libertad distinta (lo cual no supone una defen-
sa del libertinaje, porque esa libertad tiene un norte: el sentido personal distinto de
cada quién), que cada una es un conocer personal distinto, es decir, una verdad activa
diferente; que cada una es un amor personal distinto, o sea, un aceptar y un dar dife-
rente en cada caso. No conviene confundir esas dimensiones personales con otras que
son propias de la inteligencia y de la voluntad. Por ejemplo, la libertad personal hu-
mana no se agota en dirigir la inteligencia por unos u otros derroteros (tal o cual ca-
rrera académica, negocio, empresa…), ni en encauzar las elecciones de la voluntad
por unos u otros bienes (tal o cual hobby…), porque en nada de lo menor a la persona
se agota la libertad personal humana. El fin de la libertad personal humana no puede
ser sino una persona que pueda aceptarla enteramente. Tampoco el saber que somos
persona es un conocimiento de la inteligencia, pues la inteligencia ni es persona ni
puede hacerse cargo de que sea ser persona, porque eso es superior a ella. Asimismo,
el amar personal no equivale al querer de la voluntad, pues ésta, por ser potencia,
quiere aquello de que carece, pero el amar personal no es carente, sino efusivo, gene-
roso, desbordante; por eso el que ama se entrega, mientras que el que quiere busca
aquello que le falta. También por eso se puede querer cualquier cosa, pero amar sólo
es respecto de personas.

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3. La dimensión cognoscitiva racional

‘Razón’ es sinónimo de ‘inteligencia’, ‘entendimiento’, ‘pensamiento’. Es una


facultad de la persona; no la persona. Pero es una potencia especial, porque es inma-
terial, ya que tiene diversas vías operativas, en cada una de las cuales puede ejercer
pluralidad de actos inmateriales, por medio de los cuales conoce ideas inmateriales
distintas, y puesto que en tal ejercicio crece irrestrictamente como facultad con la
adquisición de hábitos inmateriales. Su objeto propio es la verdad, que también es
inmaterial.

Su inmaterialidad se suele demostrar, por así decir, por sus manifestaciones.


Por ejemplo: a) Por sus ideas pensadas, las cuales pueden ser ‘universales’ (perro,
gato, mesa, silla…), ‘generales’ (parte, todo, menor, máximo…) e incluso ‘negativas’
(nada, conjunto vacío, números rojos…), y es claro que nada de eso existe tal cual en
la realidad física, donde todo está particularizado y con materia. b) Porque no tiene
límite cognoscitivo, pues a distinción de los sentidos, que conocen dentro de unos
límites (umbral), más allá de los cuales no sólo no pueden conocer, sino que, si se
intenta, se deteriora el soporte orgánico del sentido (como cuando se mira al sol en su
esplendor), la razón puede conocerlo todo, es decir, no sólo unos u otros objetos. Los
‘límites’ para ella son pasajeros, pues los asuntos difíciles, los problemas, por el mero
hecho de pensarlos como dificultades, puede solucionarlos. c) Por su capacidad de
negar. Si los sentidos negaran, no conocerían (si el ver negara el color, no vería). En
cambio, la razón puede negar (si niega al ‘ente’, forma la idea de ‘no ente’), y no por
negar niega su conocer, sino que conoce más (conoce ‘ente’ y ‘no ente’). d) Por su
intrínseco crecimiento irrestricto, es decir, no por la amplitud de las ideas conocidas,
porque todas ellas pueden ser del mismo nivel (por ejemplo, sobre filatelia), sino
porque crece en su capacidad de conocer cada vez más (saber lo que es la vida es un
conocer superior a saber qué es lo inerte). Se trata de la clásica noción de hábitos
intelectuales adquiridos, los cuales son una perfección intrínseca de la inteligencia, y
éstos pueden crecer sin coto, lo cual denota que la inteligencia carece de límite orgá-
nico. En suma, la inteligencia no ‘está’ en el cerebro, soporte orgánico de los sentidos
internos, porque el ‘estar’ en un lugar se predica con propiedad de las cosas físicas,
no de las que propiamente no lo son. Por eso, tampoco las ideas, los actos de pensar,
los actos de querer, las virtudes, la voluntad, la persona… ‘están’ en el cerebro. Inten-
tar buscar las ideas y tales realidades inmateriales en las interconexiones neuronales
(aunque se manifiesten en él) es sencillamente perder el tiempo.

Lo que precede no indica que la inteligencia no tenga nada que ver con los sen-
tidos ni con el cerebro, es decir, que no esté vinculada a ellos, pues es claro que si no
conocemos sensiblemente, la inteligencia no puede sacar de los sentidos sus propios
contenidos (sin ver colores no cabe la noción universal de color); pero vinculación no
significa identificación (la noción de color no equivale a rojo, verde, azul…, ni a la
suma de ellos). Como se puede apreciar, es lo superior, la inteligencia, lo que vincula
o aúna a lo inferior, a los sentidos, pues éstos no pueden incidir en la inteligencia (de
lo particular no surge lo universal; por mucho que se estimulen los sentidos externos,
o el soporte orgánico de los internos –el cerebro–, no surgen ideas, como es claro en
el caso, por ejemplo, de los monos).

La razón tiene diversas vías operativas. Es clásico distinguir entre razón teórica
y razón práctica. La primera es esa operatividad racional que descubre temas necesa-
rios en la realidad física (por ejemplo, que en ella hay materia; que ésta admite plura-
lidad de formas o estructuras internas; que tanto las materias como la formas se mue-
ven incesantemente; que las materias, formas y movimientos tienen una unidad de
orden –cósmico– que vincula a todas las realidades físicas entre sí). Por su parte, la
segunda es esa otra vía operativa de la razón que descubre asuntos contingentes en la
misma realidad física (si una mesa se puede hacer de madera o de aluminio, si con-
viene más decorar una sala de estar de un modo u otro…). En la primera vía se ejer-

125
cen unos actos, que de inferior a superior son el concepto, el juicio y la demostración.
En la segunda se ejercen otros distintos: la deliberación, el juicio práctico y el impe-
rio o mandato. A la par, a la primera vía siguen unos hábitos adquiridos peculiares: el
conceptual, el de ciencia o judicativo y el de los axiomas lógicos. De modo semejan-
te, a la vertiente práctica de la razón siguen los hábitos de saber deliberar (‘eubulía’),
saber juzgar en lo práctico incluso en casos excepcionales (‘synesis’ y ‘gnome’) y la
prudencia o saber imperar las acciones a realizar.

A las que preceden, se puede añadir otra vía operativa de la inteligencia, que
aunque también es clásica, ha sido desarrollada, sobre todo, en la modernidad: la
formal, esa que nos permite, por ejemplo, hacer lógica. También se puede llamar ge-
neralizante, porque su operatividad forma ideas pensadas cada ver más abarcantes
(perro, animal, vivo, existente, posible…). Esta vía cuenta con multiplicidad de actos,
a los cuales se puede llamar generalizantes y, asimismo, con multitud de hábitos ad-
quiridos, a los que también se puede llamar así.

El objeto propio de la razón es la verdad, pero de diversa manera en cada una


de sus vías operativas: en la razón teórica la verdad necesaria, es decir, verdades in-
negables o que no admiten vuelta de hoja (por ejemplo: existe materia en la realidad
física); en la práctica, la verosimilitud, o sea, un más o menos veritativo (si es mejor
comer hoy menestra o paella); en la vertiente formal se conocen verdades formales,
lógicas (si A  B y B  C: A  C).

4. La dimensión volitiva

La voluntad es una potencia inmaterial de la persona humana (no es la persona


humana) cuyo objeto propio es el bien, que tiene pluralidad de actos de querer y asi-
mismo virtudes, las cuales son el reforzamiento de su tendencia. La distinción capital
con la inteligencia es su ‘intencionalidad’, es decir, su referencia.

Se suele demostrar su inmaterialidad por argumentos similares a los aducidos al


tratar de la inteligencia: a) Porque puede querer en universal (por ejemplo, se puede
querer a todos los niños inocentes –pasados, presentes y futuros–, y esto no es querer
a un niño particular y corporal concreto). b) Porque puede querer todas las cosas, no
sólo las sensibles, sino también las inmateriales (ej. los conocimientos adquiridos y
posibles de adquirir por la razón). c) Porque puede querer negarse, es decir, no existir
(el deseo de no ser o anhelo de la nada, propio del existencialismo, lo corrobora). d)
Porque su capacidad de querer puede crecer irrestrictamente merced a la virtud
(siempre se puede querer más a los amigos: virtud de la amistad.

Su objeto propio es el bien, pero éste, a distinción de la verdad (que está en la


inteligencia cuando ésta la conoce), no está en la voluntad, sino en la realidad exter-
na. Por eso la referencia de la voluntad a su objeto propio, el bien, es distinta de la
referencia de la inteligencia al suyo, la verdad. En el caso de la voluntad se habla de
‘intencionalidad de alteridad’, pues esta potencia, mediante sus actos, se dirige a los
bienes reales tal como éstos son en sí, mientras que la inteligencia trae las cosas a sí
cuando forma una idea de ellas mediante sus actos de pensar. Tal idea es puramente
remitente a la realidad de la que se ha formado. Por eso se dice que su ‘intencionali-
dad es de semejanza’. Nótese que en el caso de la inteligencia lo intencional es la
idea conocida por el acto de conocer, no éste; en cambio, como la voluntad no forma
ninguna idea –la voluntad no conoce, y no requiere formar ninguna idea porque ya
cuenta con las ideas formadas por la inteligencia– lo intencional en ella son los actos
de querer.

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Hay dos tipos de actos de querer en la voluntad de acuerdo con los bienes a los
que estos actos de querer se dirigen: los medios o el fin. Es clásico sostener que res-
pecto de los bienes mediales la voluntad puede ejercer los actos de consentir, elegir y
usar. En cambio, respecto del bien final o último, la voluntad puede ejercer los actos
de querer, tender y disfrutar.

En cuanto a las virtudes, éstas son el reforzamiento de los actos de querer res-
pecto de diversos bienes reales. Tal refuerzo implica perfeccionamiento en el querer.
La distinción entre los hábitos de la inteligencia y las virtudes de la voluntad es plu-
ral, pues los unos son cognoscitivos mientras que las otras son volitivas; los unos se
adquieren en algunos casos con un solo acto (cuando se topa con lo evidente), mien-
tras que las otras se adquieren siempre por medio de repetición de actos; los unos no
se pueden perder una vez adquiridos (conocida la verdad la inteligencia no puede
negarla), mientras que las otras sí (los bienes a los que se adapta la voluntad suelen
ser mediales, y si se inclina al último, como no lo adquiere, nunca lo hace de tal mo-
do que esté asegurada su fidelidad); los unos se usan menos, mientras que las virtudes
se usan constantemente, etc. Pero tal vez la distinción capital radique en que los hábi-
tos son más independientes entre sí (se puede saber lógica y no biología; matemáticas
y no geografía…), mientras que todas las virtudes están aunadas (no se puede ser
amigo sin ser justo, ni justo sin ser fuerte, ni fuerte sin ser templado…), lo cual indi-
ca, en el fondo, que el fin de la inteligencia, la verdad, admite muchos campos diver-
sos, mientras que el fin de la voluntad, el rigor bien último felicitario, es uno sólo, y
las diversas virtudes son la mayor o menor activación de la voluntad en su adaptación
a tal fin. De ahí la importancia de mejorar en un pequeño aspecto de nuestro querer
(ej. cuidar la laboriosidad), porque si se mejora en ese, se mejora en los demás (ho-
nestidad, justicia, solidaridad…).

5. La dimensión afectiva

Los afectos son las redundancias en las facultades de los actos que ejercemos
por ellas. Son estados de ánimo en que se encuentran nuestras facultades tras haber
actuado bien o mal. Son siempre consecuencias, es decir, nunca lo primero ni lo más
importante. Por ejemplo, si se ve un bonito atardecer y el órgano de la vista está bien
dispuesto, se produce en la facultad una emoción agradable que impulsa a seguir
viendo. Si, por el contrario, se ve algo bonito pero el órgano de la vista está mal dis-
puesto por cualquier enfermedad o lesión, se produce en la facultad una impresión
desagradable, de modo que se tiende a cerrar los ojos y dejar de ver. De manera que
los afectos pueden ser de dos tipos: positivos o negativos, y admiten tantos niveles
como facultades o dimensiones humanas.

El nivel inferior de los afectos es el que se da en las facultades sensibles huma-


nas. La filosofía clásica los llamaba ‘pasiones sensibles o del cuerpo’ y los distinguía
de las que denominaba ‘pasiones del alma’. A los sensibles se les puede llamar emo-
ciones. A este grupo pertenecen, por ejemplo, los siguientes opuestos: placer–dolor,
aliento–cansancio, atracción–rechazo, ilusión–desencanto, sosiego–temor, amparo–
desamparo, ternura–dureza, frenesí–frialdad o estragamiento, etc. Obviamente,
pueden redundar sobre las facultades de los sentidos externos, como por ejemplo, el
agrado–desagrado (e incluso el asco), que redundan sobre el gusto; o sobre los inter-
nos, como el contento–nostalgia, que lo hacen sobre la memoria sensible.

Tenemos también afectos en las facultades inmateriales, inteligencia y volun-


tad, y a estos se les puede denominar sentimientos. De ese estilo son los siguientes
opuestos que afectan a la inteligencia: admiración–perplejidad, facilidad–
embotamiento, optimismo–pesimismo, entusiasmo–estupor, interés–aburrimiento,
etc., y éstos otros contrarios que atañen a la voluntad: soltura–opresión, fortaleza–

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flojera, calma–terror, exultación–hastío, convocatoria–indignación, seguridad–
incertidumbre, etc.

Superiores a los precedentes son los que afectan a la persona humana, es decir,
a nuestra intimidad. Estos son los más altos del hombre y se pueden denominar afec-
tos del espíritu, porque inciden en la intimidad personal, espíritu o persona. De este
tipo son los contrarios: concordia–resentimiento, serenidad–angustia, humildad–
soberbia, sencillez–vanidad, paz–inquietud, inocencia–culpabilidad, agilidad–
remordimiento, aprecio–desprecio, estima–envidia, misericordia–rencor, esperanza–
desesperación, respeto–desconsideración, compasión–severidad, confianza–
desconfianza, enamoramiento–desamor, alegría o gozo–acidia o tristeza, adoración–
irreverencia, etc.

Como se puede comprobar, la distinción entre los afectos también es jerárqui-


ca. Unos de ellos son más duraderos y otros más variables. Los primeros suelen ser
profundos y los segundos superficiales. Por lo demás, como los sentimientos son
consecuencias, carece de sentido buscarlos directamente como fin, porque entonces
nos volveríamos sentimentales, y acabaríamos siendo en nuestro comportamiento
consecuencialistas, es decir, tenderíamos a medir nuestros actos no tal como son
(buenos o malos), sino según la redundancia positiva o negativa que ellos dejan en
nuestras facultades o dimensiones humanas. Además, el buscarlos como fin, puede
dar lugar al abuso emotivo, sobre todo en los sensibles, porque les pedimos a nuestras
facultades una gratificación felicitaria superior a la que ellas pueden dar; añádase que
al no dar el nivel de agrado que les pedimos, se tiende recurrir a estimulantes exter-
nos (alcohol, estupefacientes, etc.) que inducen a la explotación de nuestros órganos,
tras lo cual aparece el cansancio o –como decía Agustín de Hipona– el ‘estragamien-
to’ emocional, no pocas veces con consecuencias biopsíquicas irreparables. De modo
que lo mejor es subordinar las emociones a los actos de conocer de la inteligencia y
de querer de la voluntad, pues la búsqueda de la verdad y del bien, fines de la inteli-
gencia y de la voluntad, matizan los sentimientos sensibles.

6. La dimensión ética y la libertad

Tras distinguir entre el plano de nuestra intimidad y el de las manifestaciones,


ahora cabe indicar que la ética no pertenece a la intimidad humana, sino que es la
primera y superior manifestación humana, la rectora de todas las demás, lo cual indi-
ca que las restantes se deben subordinar a ella, y no solo las externas, (ej. las artes, el
trabajo, la cultura, la técnica, la economía), sino también las internas, las propias de
la inteligencia y de la voluntad, que son inferiores a la ética (ej. las ciencias teóricas y
prácticas, el derecho, la comunicación). Pero si la ética no radica en la intimidad y,
obviamente, no es principalmente corpórea, ¿dónde radica? Tiene su fuente en lo que
hemos llamado yo o personalidad (los medievales lo denominaban sindéresis) y sus
laderas en la inteligencia y voluntad. Tanto el yo como las dos potencias inmateriales
conforman en nosotros lo que con denominación medieval se puede llamar esencia
humana, la cual se distingue realmente de nuestra intimidad –o con dicha nomencla-
tura– del acto de ser.

Como la ética es del orden de las manifestaciones humanas, debe subordinarse a


la intimidad humana, porque ésta es su fuente y su fin. Su fuente, porque la libertad
personal es la actividad del espíritu que pone en marcha toda actividad manifestativa:
sin libertad no es posible la ética. Su fin, porque la actuación es para la persona, no la
persona para actuar (hacer por hacer carece de sentido); ¿para qué de la persona? Para
que ésta se manifieste como quien es sin inconvenientes, es decir, que no conforme
pantallas o barreras en su yo, en sus ‘saberes’, ‘quereres’, aficiones, etc., que no dejen
manifestar el sentido personal propio e irrepetible.

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La ética no es antropología de la intimidad, es decir, no trata del ser personal,
sino del obrar humano. Como el obrar sigue al ser, la ética sigue a tal antropología.
De otro modo: la ética es de y para la persona, no la persona. Correlativamente, la
persona no es de la ética, ni para la ética. Aunque la persona es en cada caso distinta,
posee unas facultades que son comunes al género humano (las orgánicas y las inmate-
riales). Pues bien, el juego libre de cada persona irrepetible con esas facultades co-
munes de la naturaleza y esencia humanas que ella tiene a su disposición, y a través
de ellas, con la realidad física, conforma la ética. Tanto la realidad física como dichas
facultades tienen un orden, es decir, un diseño originario y un modo perfectivo de
desarrollarse. De manera que si se usa de tales facultades y de la realidad física según
ellas son y en orden a su fin, se actúa de modo ético; si, por el contrario, se usa de
ellas según uno desea, yendo en contra de su modo de ser y de su finalidad perfectiva,
tal actuación es contraria a la ética.

Actuamos porque deseamos ser felices. De manera que la felicidad es lo que


nos mueve a actuar. Ya se ha indicado que todo acto que ejercemos, externo e in-
terno, provoca en nosotros, aún sin quererlo, una redundancia afectiva agradable o
desagradable, feliz o infeliz. También es claro que mientras vivimos no somos com-
pletamente felices, aunque queremos serlo cada vez más. Por eso actuamos y no nos
detenemos. Además, como las dimensiones humanas son distintas según niveles, ca-
be experimentar a la vez placer sensible y tristeza interior, y al revés, alegría interior
y dolor externo. Y como los niveles íntimos son más permanentes y ‘felicitarios’ que
los externos, es claro que hay que subordinar los inferiores a los superiores.

La ética no es la persona, sino que le pertenece. Nace de ese nivel humano en el


que la persona se abre a todo lo inferior a ella y que tiene a su disposición. Como se
ha adelantado, a tal nivel los pensadores medievales le llamaban ‘sindéresis’, una luz
cognoscitiva (habito innato) por la que sabemos cómo están nuestras facultades y
cómo cabe perfeccionarlas; los modernos, en cambio, lo denominan yo. Las dos fa-
cultades superiores, la inteligencia y la voluntad, son las dos aperturas manifestativas
humanas superiores hacia la realidad externa. Todo lo real son bienes, un cúmulo
incontable que se distinguen entre sí según jerarquía. Y nuestros dos accesos a la to-
talidad de tales bienes son la inteligencia, que accede a ellos conociéndolos, y la vo-
luntad, que se adapta a ellos queriéndolos.

En consecuencia, los pilares de la ética tienen que ponerse en esas facetas: los
bienes reales, los actos de la inteligencia que los conocen y los actos de la voluntad
que se inclinan a ellos. En efecto, al tener que ver con unos bienes la inteligencia
forma normas, es decir, manda realizar unas acciones y omitir otras, en orden incre-
mentar los bienes reales; y la voluntad, al adaptarse a ellos, conforma en sí virtudes.
Por tanto, una ética que no tenga en cuenta la jerarquía de bienes reales (ej. la subje-
tiva), que prescinda de las normas intelectuales (ej. la estoica), o que prescinda de la
consecución de virtudes (ej. la hedonista), carece de fundamentación.

Lo ordinario es que esas tres dimensiones de la ética (bienes, normas y virtudes)


se den niveladas es cada persona, de modo que quien busca bienes menores y fáciles
de conseguir suele tener pocas luces en su inteligencia y en su voluntad adolece de
virtudes. Por el contrario, quien aspira a grandes bienes, se traza grandes normas
(grandes ideales a largo plazo) y fortalece su voluntad con unas firmes virtudes.

7. La dimensión social

‘Persona’ significa ‘apertura personal’. Pero una apertura personal sin otra per-
sona a la que tal persona se abra carece de sentido. Según el decir de Polo, la soledad
es la negación de la persona. No es que una persona sola sea aburrida o triste, sino

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que es imposible. En el hombre hemos distinguido el plano de la intimidad y el de las
manifestaciones. La tesis a sentar ahora es que la persona es social en sus manifesta-
ciones humanas porque en su intimidad es apertura personal. Si no fuera abierta per-
sonalmente en su corazón, no lo podría manifestar en su vida social.

La persona es abierta en su intimidad a otra persona, en rigor, al Dios personal,


el Creador de cada persona humana. La naturaleza corpórea, en cambio, la debemos a
nuestros padres biológicos. Las perfecciones adquiridas en la inteligencia, en la vo-
luntad y en el yo, las debemos a nuestros ‘padres intelectuales’ (que pueden coincidir
o no con los precedentes), y también a la persona que somos, pues es ésta la que ha
sacado partido de esas dimensiones humanas. Por su parte, la persona que cada uno
es no la debe a los padres biológicos o intelectuales y tampoco a sí mismo. Nadie es
un invento suyo, sino que es un ‘invento’ irrepetible del Creador (Dios no se repite al
crear, y menos al crear la mayor novedad posible: la persona). Si fuéramos invento
nuestro podríamos decir ‘yo sé quien soy’, pero esta expresión es ridícula, porque la
clave de nuestra vida es la búsqueda y progresivo descubrimiento del ser que somos,
o sea, del propio sentido personal, el cual sólo nos lo revelará enteramente Dios post
mortem, si hemos sido fieles en su búsqueda durante esta vida.

Si la persona es apertura personal, no es extraño que en la primera célula social,


la familia, sea donde más resplandezca el carácter personal. En efecto, en la familia
se acepta a cada persona por ser quién es –por su ser–, no por lo que tiene: cualidades
intelectuales, virtudes, habilidades laborales, deportivas, etc. Por eso la familia es el
lugar privilegiado para vivir la ética, pues ésta es segunda respecto de la antropología
personal o de la intimidad. También por esto, lo más conveniente es que las personas
humanas nazcan, crezcan, se desarrollen y mueran en familia. Por su parte, la educa-
ción depende en primera instancia de la familia, porque consiste en engendrar intelec-
tual, volitiva y afectivamente lo que se ha generado biológicamente.

Tras notar que la sociedad es natural (pertenece a la manifestación humana)


como decían los pensadores clásicos griegos, y no fruto de ‘pactos’, como opinaban
los modernos, hay que decir que muchos sociólogos y politólogos de los últimos si-
glos se han preguntado cuál es el nexo suficiente de cohesión social. Las propuestas
han sido múltiples y diversas: unos, consideran que estriba de la posesión de bienes
naturales y culturales y en su consiguiente consumo; otros, lo ponen en el dinero;
algunos, en la educación; otros, en el lenguaje; unos, en la ‘igualdad’; otros en la ‘to-
lerancia’ (palabras con magia social); algunos, en el progreso científico y técnico;
unos, en la administración central; otros, en las instituciones intermedias; unos en un
gobierno férreo; otros, en políticos con liderazgo; unos, en las leyes; otros, en las
costumbres; recientemente suena que tal vinculo está en la progresiva acumulación
de información y su fácil acceso a través de los medios informáticos, que permiten
convertir al mundo en una ‘aldea global’; etc. ¿Qué decir –desde lo ya indicado– a
estas propuestas? Que todas ellas se pueden usar bien o mal; si bien, se aúna la socie-
dad; si mal; se disuelve. Pero como la única disciplina que conoce de modo objetivo
qué es bien y mal en las acciones humanas (comparándolas con la naturaleza humana
y con la realidad externa) es la ética. Por tanto, la ética es el único vínculo posible de
cohesión social. Por eso, el mayor enemigo de nuestra sociedad es el relativismo éti-
co, demasiado difundido.

La sociedad requiere, obviamente, de unión. La mayor unión la favorece el


amor personal. Por esto, la familia es la primera base de la sociedad. En segundo lu-
gar, la unión la favorece la verdad. Por eso la educación a todo nivel es la segunda
base social; y como la cumbre de la educación es la universidad, ésta constituye uno
de los pilares de lo social. En tercer lugar, los hombres se aúnan bajo un objetivo
productivo común. Por ello la empresa es la tercera base de la sociedad. Familia,
universidad y empresa –por este orden– son los cimientos de nuestra sociedad. Por
tanto, el peor enemigo externo de la sociedad es el que se arroga la autoridad de le-

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gislar contra de la naturaleza de la familia, quien, lejos de favorecer, dificulta la ini-
ciativa privada en la educación (sobre todo la superior, la universitaria) y quien difi-
culta el desarrollo de la empresa: el estado. Pero los peores enemigos de estas tres
columnas de lo social no son los de fuera, sino los de dentro: en la familia, la falta de
filiación y la consecuente la falta de fraternidad; en la educación, la pérdida el amor
a la verdad; y en la empresa, el no fomentar el bien común. Que nuestra sociedad está
aquejada de todos estos males es palmario. Precisamente por eso podemos hablar de
sociedad en crisis.

8. La dimensión laboral

La persona es la realidad superior. La persona acepta a los demás y al mundo y,


en la medida en que los acepta, se da a los demás y da, produce, cosas. Trabajar es el
dar que la persona aporta a lo inferior a ella, porque no se conforma con la perfección
que tiene el mundo, sino que quiere sacarle más partido. Se ha indicado que uno de
los radicales de la persona es el amor personal. Si se engarza el trabajo con el amor
personal, hay que sostener que el trabajo personal nace del amor personal, lo mani-
fiesta y se encamina a ser aceptado por otro amor personal. También se ha indicado
que otro rasgo capital de la persona es su sentido personal. Si el trabajo se enlaza con
tal verdad, un trabajo es personal cuando nace del sentido personal y cuando lo mani-
fiesta. Otro rasgo de la intimidad personal es la libertad. Por tanto, si se vincula el
trabajo con la libertad, un trabajo es personal cuando surge de ella y la manifiesta.

El trabajo es una actividad práctica humana que transforma la realidad física,


pero el mismo hombre que trabaja no es inmune a las acciones que realiza, pues con
ellas mejora o empeora por dentro. En efecto, para trabajar se requiere –previamente,
durante y después– pensar (inteligencia) y querer (voluntad), y éstas facultades supe-
riores se pueden ejercer correcta o incorrectamente. Si se lleva a cabo de modo co-
rrecto, la persona las hace crecer, con hábitos intelectuales y con virtudes en la volun-
tad; si, en cambio, lo realiza de modo incorrecto, tales potencias no crecen, sino que
menguan con la adquisición de errores e ignorancias culpables en la inteligencia y
con vicios en la voluntad. De manera que el más interesado en trabajar, y en trabajar
bien, es cada persona, porque el trabajo redunda en un premio con que tal persona
dota a sus facultades superiores.

La primera actividad práctica que realiza el hombre es el lenguaje, la menos


material y la más significativa entre las sensibles. Por eso el lenguaje es condición
sine qua non de todo trabajo transformador. Pero el lenguaje se puede usar bien o mal
(éticamente o contra la ética), es decir, según veracidad o mintiendo. Según el primer
empleo el lenguaje dota de sentido veritativo a las actividades prácticas; con el se-
gundo, lo contrario. El primero vincula a los hombres en el ejercicio laboral; el se-
gundo, disuelve la vinculación profesional. Hay muchos modos de mentir lingüísti-
camente: mentira, disimulo, simulación, enredo, chisme, calumnia, exageración, adu-
lación, sofística, etc. Y, derivadamente, hay muchas maneras de mentir en las accio-
nes laborales humanas: fraude, corrupción, falsificación, chapuza, no cumplir los
pactos, los plazos, trueque de materiales, etc. Pero sólo hay un modo de corrección
lingüística: la veracidad; y, por consiguiente, uno sólo de corrección laboral: el tra-
bajo bien hecho; como hay una única virtud en la voluntad cuando se trabaja bien: la
laboriosidad. En suma, como advirtió Aristóteles, actuar mal se puede de muchas
maneras; pero bien, sólo de una.

El trabajo no es fin en sí, pues, además del propio progreso humano del que tra-
baja, es servicio a los demás. Con todo, las demás personas humanas aceptan hasta
cierto punto el trabajo que cada quien les ofrece, porque no conocen muchas de sus
acciones laborales y de sus productos. Ni siquiera uno mismo, aunque mejore con su

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trabajo, es el fin último de su actividad productiva, porque también a él se le olvidan
multitud de trabajos realizados y de sus frutos. Lo que precede indica que para que
ningún trabajo humano quede sin sentido, en rigor debe ser ofrecido a Dios y acepta-
do por éste. Y también indica que un trabajo que no pueda ser aceptado por Dios ca-
rece de sentido. Por eso la doctrina cristiana, cuando habla de santificación del traba-
jo, en el propio trabajo y a los demás con el trabajo, pone como último referente al
ser divino.

9. La dimensión religiosa

La religión no es algo que una persona humana ‘tenga’, sino una dimensión que
la persona humana ‘es’, o sea, ser religioso es natural y forma parte de la intimidad
humana. La religión no pertenece al tener, sino al ser humano. Desde luego que mul-
titud de dimensiones humanas están abiertas a Dios. Por eso se puede demostrar la
existencia de Dios por la inteligencia, por la voluntad, etc. Pero lo más importante
radica en que cada persona dice apertura personal al Dios personal, y es en esa inti-
midad humana donde principalmente hay que buscar la imagen divina (en las poten-
cias, sólo derivadamente). En efecto, el sentido personal novedoso e irrepetible sólo
lo debemos a Dios, y sólo en él lo podemos conocer enteramente.

Por eso, negar que el hombre sea religioso y pactar con el ateísmo, agnosticis-
mo, indiferentismo, etc., no sólo supone un rechazo de Dios, sino también una nega-
ción de la propia realidad personal humana. En efecto, quien libremente acepta esas
actitudes no puede saber la persona que es y que está llamada a ser. Desde luego que
podrá dotar de cierto sentido, siempre parcial, a sus actividades políticas, laborales,
económicas, etc., porque todas ellas son inferiores a tal persona y ésta puede con
ellas, pero no podrá saber su propio sentido personal, porque éste sólo Dios lo conoce
de modo completo.

La persona es religión (religación, relación vinculada o dependiente) natural a


Dios y sin él es incomprensible. Nótese que no se está hablando de ninguna religión
‘positiva’ concreta, que puede ser más o menos verdadera, o también, más o menos
errónea, sino de que la persona humana debe su ser personal al ser divino y, por tan-
to, lo debe buscar cognoscitivamente y amar con todas sus fuerzas personales y de
modo libre, porque –ya se ha indicado– la libertad, el conocer y el amar son rasgos de
la intimidad personal.

La iniciativa de toda religión siempre es divina. La natural, porque Dios nos ha


creado para él; la sobrenatural, porque él se ha manifestado públicamente en el histo-
ria y nos ha dicho qué desea de nosotros y cómo lo podemos conseguir. Además,
nunca deja de manifestarse privadamente en el corazón de cada persona si ésta lo
busca y lo acepta libremente. Las religiones positivas manifiestan determinadas bús-
quedas de Dios por parte de los hombres. La sobrenatural, en cambio, es inversa: es
la búsqueda del hombre, de cada uno, por parte de Dios. Por eso, ante ésta, las otras
pierden sentido, pues con ella sabemos cómo debemos buscar a Dios, ya que él mis-
mo nos indica en camino.

Lo que manifiesta la religión sobrenatural lejos de ser contrario a lo que antro-


pológicamente se descubre del hombre, le añade conocimiento. En efecto, al comien-
zo se ha indicado que somos compuestos, y que entre estas composiciones humanas
hay que distinguir lo neurálgico –la intimidad personal– de otras dimensiones huma-
nas naturales menores –las manifestativas–. En rigor, eso indica que en el hombre
hay que distinguir entre ‘persona’ y ‘naturaleza’ humana (como se distinguió en Cris-
to en el Concilio de Calcedonia, o como lo distinguieron en el hombre, por ejemplo,
San Juan Damasceno, Sto. Tomás de Aquino, etc.). La revelación añade que esa dis-

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tinción se da en todos los seres personales (pues en Dios distingue entre tres Personas
y una naturaleza divina; en Cristo distingue entre una Persona divina y dos naturale-
zas –una divina y otra humana–; en los ángeles distingue en cada uno de ellos entre
una persona y una naturaleza distinta; en el género humano distingue entre multitud
de personas con una única naturaleza humana que admite dos tipologías: varón–
mujer). De modo que las nociones de ‘persona’ y ‘naturaleza’ humana no son equiva-
lentes, sino realmente distintas, siendo superior la de persona.

Por otra parte, la persona humana –como toda otra persona– indica relación per-
sonal. Pero a distinción de otras personas, la humana no puede culminar felicitaria-
mente desde sí. De modo que requiere no desligarse del Dios personal. De otro modo:
la clave de la antropología que mira a la intimidad es la vinculación de la persona
humana con Dios. Derivadamente, para dotar de sentido personal a las diversas di-
mensiones humanas (familia, educación, ética, sociedad, historia, lenguaje, trabajo,
descanso, técnica, cultura, economía, etc.), no debe perderse de vista ese vínculo
constitutivo.

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