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EVA CANTARELLA

La calamidad ambigua
Condición e imagen de la mujer en la antigüedad griega y romana

EDICIONES CLÁSICAS
MADRID
«Decir que el estudio de la mujer
en el seno de las grandes culturas que
se asentaron en las riberas del Medi­
terráneo antiguo se ha convertido
desde hace algunos años en un hecho
cada vez más frecuente resulta algo
innecesario por mil veces repetido y
certificado por los resultados. Era,
por lo demás, algo que tema que ocu­
rrir: una serie de siglos, ya muy creci­
da, dedicada a contar la historia de la
humanidad en masculino, resultaba
una situación que atentaba no sólo
contra la necesaria imparcialidad que
debe caracterizar como principio todo
tipo de estudios de índole histórica,
sino fundamentalmente contra algo
más de la mitad de las gentes que
protagonizaron esa Historia, en la
mayoría de los casos de una forma
subalterna y, por lo tanto, relegada al
olvido.» (Andrés Pociña).
A pocos años de su primera apari­
ción, en abril de 1981, el libro L 'am­
biguo malanno. Condizione e imma-
gine della donna nell’antichità gre­
ca e romana se ha convertido en un
clásico sobre el tema de la mujer en
Grecia y Roma, reeditado ya varias
veces en Italia, traducido en Francia,
Estados Unidos, Grecia... Un manejo
hábil y exhaustivo de las fuentes, no
sólo jurídicas, sino también literarias,
unido a una forma de escribir que
conjuga sin problemas la fluidez de la
lengua coloquial y una terminología
tan amplia como depurada, hacen de
esta obra un imprescindible instru­
mento para el investigador y una deli­
cia para el lector en general.
La autora, Eva Cantarella, es en la
actualidad Catedrática de Derecho
Romano en la Universidad de Milán.
Su traductor, Andrés Pociña, es Cate­
drático de Filología Latina de la Uni­
versidad de Granada.

Ilustración de cubierta: Sarcófago de


Cen’eteri (VI clC.). Roma, Museo de
Villa Julia.

EDICIONES CLÁSICAS es un proyecto


editorial al servicio del Mundo Clásico
Eva Cantarella

LA CALAMIDAD AMBIGUA
Condición e imagen de la mujer
en la antigüedad griega y romana

Traducción y presentación de
Andrés Pocifla

EDICIONES CLÁSICAS
MADRID
SERIES MAIOR
Colección Atalanta
Dirigida por Andrés Pociña

Primera edición 1991


Segunda edición 1996

© Eva Cantarella
© Andrés Pociña, de la traducción española
© EDICIONES CLÁSICAS, S.A.
Magnolias 9, bajo izqda.
28029 Madrid

I.S.B.N.-84-7882-017-5
Depósito Legal: Μ-9959-1991
Impreso en España

Imprime: EDICLÁS
Magnolias 9, bajo izqda.
28029 Madrid
ÍN DICE

Presentación........................................................................... XI
Introducción a la segunda edición italian a........................XIX
Introducción................................................................................. 1
Primera parte: Grecia ...............................................................13
I. El matriarcado entre prehistoria, mito eh isto ria............. 15
1. El periodo neolítico...................................................... 15
2. La sociedad minoica: la potnia,
Gran Madre M editerránea........................................20
3. Los reinos micénicos .................................................... 21
4. Los mitos matriarcales: las Amazonas
y las Lem nias.............................................................. 23
5. Problemas de interpretación del mito:
¿historia olvidada o mundo impensable?..................25
6. Las mujeres en el origen de las ciudades:
Caulonia, Tarento y Locros Epicefirios....................28
7. Las iniciaciones femeninas: reproductoras,
tejedoras y panificadoras ..........................................29
8. Conclusiones ................................................................ 33
II. El origen de la misoginia occidental ..............................39
1. Los poemas homéricos ......................... ...................... 39
2. Hesíodo y Semónides....................................................52

V
Eva Ca n t a r e l l a

III. Excluida de la ciudad ................................................... 63


1. Los primeros legisladores. La represión del adulterio
en Atenas, Locros y G ortina..................................... 65
2. La edad clásica. La exposición de las recién nacidas
y su función................................................................70
3. Esponsales, matrimonio y divorcio:
decididos por el p a d re ................................................72
4. La llamada «heredera»: adjudicada como esposa...........76
5. Las tres mujeres del hombre ateniense:
esposa, concubina y h e te ra ........................................78
6. La prostitución femenina ........................................... 80
7. Conclusiones ................................................................81
IV. Los filósofos y las mujeres ............................................91
1. El debate sobre la reproducción de la mujer:
¿contribuye también la mujer? ................................. 91
2. Sócrates y Aspasia: las virtudes de las m ujeres...........92
3. Jenofonte y la esposa de Iscómaco. Los cínicos:
Crates e Hiparquia ...................... .............................95
4. ¿Platón «feminista»? ................................................... 99
5. Aristóteles: la mujer-materia.................................... 101
6. Conclusiones ............................................................ 104
V. Las mujeres y la literatura ............................................ 111
1. Las mujeres en la literatura clásica.......................... 111
2. Las mujeres literatas ..................................................122
VI. Homosexualidad y am or.............................................. 133
1. Difusión o función de la homosexualidad masculina.
Amores homosexuales en el m ito .......................... 133

VI
La c a l a m id a d a m b ig u a

2. Sócrates y Alcibiades. Divinidades bisexuales e


inversión de los papeles sexuales.............. Y........... 137
3. El mito platónico del Simposio:
los sexos eran tres .............................................. ... 141
4. La homosexualidad fem enina....................................146
VII. La edad helenística: nuevas imágenes y
viejos estereotipos...................................................... 155
1. La condición jurídica: hacia la paridad ....................155
2. Las mujeres y el poder político ..................................158
3. Las mujeres en la literatura........................................159
4. Conclusiones ............................................................164
Segunda parte: Roma ............................................................ 169
VIII. La hipótesis matriarcal ............................................ 171
1. La fase protoagrícola, el supuesto poder de las mujeres
en territorio itálico y el mito de Tanaquil.................... 171
2. Las mujeres etruscas. Condición y
sistema onomástico!.................................................. 175
3. Otros argumentos en apoyo de la hipótesis
matriarcal: la couvade, la terminología de
parentesco, el culto de Mater Matuta y
el testimonio de los etnógrafos antiguos ................180
4. Las etapas fundamentales del debate sobre
el matriarcado y su significado político ..................185
IX. La época monárquica y la república ........................ 193
1. La religión, las reglas jurídicas y la estructura
de la familia ro m a n a ................................................193
2. Las esclavas y sus hijos: ¿son «frutos»?..................... 196

VII
E va C a n t a r e l l a

3. Las mujeres libres y los poderes del paterfamilias'.


la patria potestas ayer y h o y ....................................197
4. Esponsales, matrimonio y poderes del marido ............. 200
5. Represión del adulterio y prohibición
de beber v in o ............................................................203
6. La capacidad patrimonial: el testamento de
Acá L arencia............................................................205
7. Las mujeres sabinas....................................................206
8. Bajo tutela de por vida ..............................................208
9. La legislación augustea: disposiciones demográficas
y represión criminal del adulterio............................. 210
10. El sistema onomástico latino: tria nomina
y mujeres sin nombre ..............................................213
11. Descontento femenino, procesos por
envenenamiento y cultos báquicos......................... 216
12. La crisis demográfica y sus causas ......................... 219
13. El modelo y la trasgresión: mujeres «diferentes»
e inscripciones funerarias ........................................ 221
X. El Principado y el Im perio............................................ 235
1. Los siglos de la expansión y las reglas jurídicas:
la patria potestas ......................................................235
2. El matrimonio y el divorcio........................................237
3. La dote, la tutela y el reconocimiento
del parentesco en línea femenina ............................238
4. Los hechos y las ideas. Las mujeres emancipadas
y la actitud de los hombres: Metelo Numidico
y Tito Castricio, Marcial y Juvenal ........................242
5. El aborto y la «custodia del vientre»..........................252

VIII
La c a l a m id a d a m b ig u a

6. Las esposas ejemplares: A r r ia ................................... 254


7. Divinidades y cultos femeninos romanos:
el culto de Vesta ..................................................... 256
8. Los cultos orientales: Isis........................................... 262
9. El cristianismo ............................................................264
10. La decadencia del Imperio y sus causas:
¿culpa de las m ujeres?............................................. 267
11. La política familiar: intervenciones sobre
el matrimonio, represión del adulterio y
criminalización del aborto .............................. ..... 269
12. Excluidas de los virilia o fficia ................................. 276
13. Aspiración a la castidad e hiperdulía
de la V irg en ............................................................. 278
14. Los Padres de la Iglesia y la demonización
de la m u je r................................................................281
XI. El Imperio Bizantino ..........................................295
Conclusiones ..........................................................................303
Nota bibliográfica ..................................................................307

IX
PRESENTACIÓN

Decir que el estudio de la mujer en el seno de las grandes cul­


turas que se asentaron en las riberas del Mediterráneo antiguo
se ha convertido desde hace algunos años en un hecho cada vez
más frecuente resulta algo innecesario por mil veces repetido y
certificado por los resultados. Era, por lo demás, algo que tenía
que ocurrir: una serie de siglos, ya muy crecida, dedicada a con­
tar la historia de la humanidad en masculino, resultaba una si­
tuación que atentaba no sólo contra la necesaria imparcialidad
que debe caracterizar como principio todo tipo de estudios de
índole histórica, sino fundamentalmente contra algo más de la
mitad de las gentes que protagonizaron esa Historia, en la ma­
yoría de los casos de una forma subalterna y, por tanto, relega­
da al olvido.
Semejante situación, contraria por completo a la más estricta
justicia y a los más elementales principios de la investigación so­
bre la Antigüedad, o sobre cualquier época del desarrollo de la
aventura humana, lleva desde hace años, como decía, visos de
cambiar. En las principales Universidades y centros de investi­
gación de Europa y América han surgido voces y plumas que
han comenzado a presentamos las culturas del Mundo antiguo
desde el punto de vista de una de sus partes tradicionalmente
marginadas: la mujer.
No es este el lugar apropiado, por razones fáciles de com­
prender, para traer a colación nombres concretos: señalando
tan sólo el de la autora de una de cuyas obras más significativas
quieren servir de presentación estas líneas, la profesora italiana

XI
E va C a n t a r e l l a

Eva Cantarella, podré disculparme de enumerar una larga serie


de figuras representativas en este campo de estudio en los últi­
mos tiempos.
Éstas son algunas de las razones que nos han empujado a
promover la creación de la Colección Atalanta (La mujer en las
culturas del Mediterráneo), que publicarán Ediciones Clásicas
S.A., una laudable empresa dedicada a propugnar las publica­
ciones sobre el Mundo Clásico bajo la férula propicia del Doc­
tor Alfonso Martínez Diez, ayer profesor de la Universidad de
Granada, en la actualidad de la Complutense de Madrid.
¿Por qué Atalanta en la cabacera de la colección? La elección no
ha resultado fácil: nos salían al paso, agolpándose, una serie de
personajes legendarios (Dafne, Deméter, Dido, Egeria —la ninfa—,
Eurídice, Hersilia, Mnemósine, Polimnia, Sibila...), históricos (As­
pasia, Tanaquil, Lucrecia, Cornelia, Teodora...), literarios (Safo,
Erina, Anite, Hortensia, Sulpicia, Egeria —la monja—, Ana Com-
mena...) y tantos otros nombres de mujer que podrían figurar al
frente de esta colección en la que hemos puesto muchas ilusiones.
Al final, casi por sorteo, le tocó a Atalanta. Recordemos rápida­
mente la historia de esta mujer de la mitología griega, tal como nos
la presenta un estudioso, pionero también en la preocupación por
los estudios de la mujer, Pierre Grimai1:
«Como su padre sólo quería hijos varones, abandonó en
el monte Partenio a la niña recién nacida. Una osa la
amamantó hasta un día en que aparecieron unos caza­
dores y la recogieron y criaron. Convertida ya en mujer,
Atalanta no quiso casarse y se mantuvo virgen, dedicán­
dose, como su patrona Ártemis, a cazar en los bosques.
Los centauros Reco e Hileo intentaron violarla, pero ella
los mató con sus flechas. Tomó parte en la cacería del ja­
balí de Calidón, donde desempeñó un importante papel.
En los juegos fúnebres celebrados en honor de Pelias ob­
tuvo el premio de la carrera —o quizás el de la lucha—
con Peleo como adversario.

XII
LA c a l a m id a d a m b ig u a

Atalanta no quiso casarse, ya por fidelidad a Ártemis,


ya porque un oráculo le había anunciado que, de ha­
cerlo, se convertiría en animal. Por eso, con objeto de
alejar a los pretendientes, habían anunciado que su
esposo sería únicamente el hombre capaz de jtaœrla
en la carrera, con la condición de que si era ella la
vencedora, mataría a su contrincante. Atalanta era
muy ligera y corría velozmente. Dícese que empezaba
dando un poco de ventaja a su rival y lo perseguía, ar­
mada de una lanza, con la que le atravesaba al alcan­
zarlo. Numerosos jóvenes habían encontrado la
muerte de este modo cuando surgió un nuevo preten­
diente, llamado, ora Hipómenes, hijo de Megareo,
ora Melanión (o Milanión), hijo de Anfidamante y,
por tanto, primo hermano de Atalanta (...). El recién
llegado traía consigo las manzanas de oro que le ha­
bía dado Afrodita. Durante la carrera, en el momento
en que iba a ser alcanzado, el joven fue echando, uno
por uno, los áureos frutos a los pies de Atalanta. Ella,
curiosa —y quizá enamorada también de su preten­
diente y feliz de engañarse a sí misma—, se detuvo el
tiempo necesario para recogerlos, con lo que Mela­
nión —o Hipómenes—, vencedor, obtuvo el premio
convenido.
Más tarde, en el curso de una cacería, los dos esposos
entraron en un santuario de Zeus (o de Cibeles), don­
de saciaron su sed de amor. Indignado ante este sacri­
legio, Zeus los transformó a ambos en leones»2.
Una heroína griega que comienza su vida con el injusto,
cruel, y en la realidad frecuentísimo hecho de la exposición al
poco de nacer; que con más éxito que tantas y tantas compañe­
ras mitológicas logra defenderse de la violación eliminando a
los agresores; que no tiene como meta final de su existencia el
matrimonio, con la consiguiente relegación al ámbito angosto
del gineceo; que compite con el hombre en actividades que le
son privativas, como las carreras..., puede ser un bello nombre

XIII
Ev a Ca n t a r e l l a

para encabezar una serie de títulos, que esperamos larga y fruc­


tífera, dedicados por mujeres y hombres del siglo XX al estudio
de las féminas del Mundo Antiguo.
$ f $

A relativamente escasos años de su primera aparición, en


abril del año 1981, el libro L 'ambiguo malanno. Condizione e
immagine délia donna nell’antichitá greca e rom ani de Eva
Cantarella se ha convertido en un clásico sobre el tema de la
mujer en Grecia y Roma. Vuelto a editar en diversas ocasiones
en Italia, traducido en Francia, en los Estados Unidos y en Gre­
cia, tiene valores más que sobrados para que pueda leerse, por
fin, en una de las grandes lenguas de cultura, la nuestra.
Entre tales valores, quisiera destacar al menos tres. En pri­
mer lugar, uno imputable a la dedicación habitual de su autora:
Eva Cantarella es, en la actualidad, catedrática de Derecho Ro­
mano de la Universidad de Milán; ello implica un conocimiento
profundo y una óptima capacidad de interpretación de una de
las grandes clases de fuentes para el conocimiento de la condi­
ción femenina en la Antigüedad, que, como es bien sabido, sue­
len clasificarse en textos literarios, fuentes jurídicas, textos
epigráficos y documentos arqueológicos. El lector que se acerca
por primera vez a La calamidad ambigua, queda sorprendido
por un manejo hábil y exhaustivo de las fuentes jurídicas grie­
gas, latinas y bizantinas, que, en contra de lo que podría temer­
se, no empaña la agilidad del texto ni dificulta para nada su
agradable lectura.
Esto que digo se puede deber en buena parte al segundo mé­
rito que quería destacar, a saber, la gran preparación filológica
de Eva Cantarella. Heredera —y lo digo porque sé positivamen­
te que ha de gustarle que lo haga— del fino sentido de un gran
estudioso de la literatura griega, clásica y bizantina, el profesor
Raffaele Cantarella, nuestra autora sabe que uno de los grandes
defectos en que suelen incurrir los estudios de este tipo estriba

XIV
La c a l a m id a d a m b ig u a

en basarse en un solo tipo de materiales. Al lado de las fuentes


jurídicas, las literarias aparecen a lo largo de toda la obra en
gran abundancia, a la que sólo sirve de límite un acertado crite­
rio selectivo, que pone de relieve mejor que cualquier otra nota
esa profunda preparación en Filología clásica que dignifica a
nuestra autora.
El tercer valor que quiero destacar es la fluidez, casi me atre­
vo a decir la belleza literaria, de este libro. Indica Eva Cantare­
lla que su obra puede leerse de dos maneras: prescindiendo de
las abundantísimas notas, o contando con ellas. Si se hace de la
primera, dejando a un lado la omnipresente discusión científica,
uno asiste al raro milagro de la lectura de un tratamiento serio y
profundo de la problemática de la mujer en Grecia, Etruria,
Roma y Bizancio, en una lengua italiana de aparente estilo co­
loquial, que implica al lector en lo que cuenta, con el recurso
continuo a la oración nominal pura, a la pregunta directa, al
planteamiento diatríbico... Estilo coloquial, tal vez, pero en una
lengua italiana riquísima en matices, con un vocabulario am­
plio, acertado, depurado. Una delicia continua para el lector,
un tormento constante para el traductor, que no siempre queda
muy seguro de haber sabido verter los valores y la gracia del
original.
$ ^ #

Quiero, por último, decir una cuantas palabras sobre mi tra­


ducción. Tal vez sea preciso advertir que no soy profesional de
la versión de obras científicas modernas, cosa que hago ahora
por primera vez, y que no tengo intención de repetir por el mo­
mento. De esta experiencia quizá me va a quedar una lección:
siempre había sentido el mayor de los respetos por los traducto­
res de lenguas modernas, a los que con frecuencia se mira un
poco desde arriba, desde la atalaya de los traductores de len­
guas clásicas. No hay que hacerlo así. La traducción es siempre
difícil, con independencia de la lengua desde la que se parte, y,

XV
E va C a n t a r e l l a

por ende, respetable y digna de encomio. Hay que superar de


una vez por todas la hispana costumbre de relegar al traductor
de lenguas modernas a un mero nombre, con letras de cuerpo
casi imperceptible, en una página par de las de portada interior.
Ahora bien, es preciso señalar igualmente que un texto que
trata sobre un tema que nos lleva al mundo clásico debe ponerse
en manos de un traductor que tenga un mínimo conocimiento de
ese mundo; de lo contrario, podemos pasar de una situación peno­
sa, en que apenas se traducían obras modernas sobre temas de la
Antigüedad, a una proliferación de versiones plagadas de desa­
tinos, que a menudo obligan a tener que remitirse a los origina­
les. Sin pretender ponerme como ejemplo de nada, diré cómo he
actuado ante algunos de los problemas que suelen plantearse al tra­
ductor de libros científicos de tema clásico.
Uno de los más importantes es, sin duda, el de la transcrip­
ción de los nombres propios griegos y latinos. En el caso de los
primeros, es imperdonable que sigan editándose obras plagadas
de transcripciones atrabiliarias, a veces casi irreconocibles, sien­
do tan fácil servirse del precioso libro del Profesor Fernández
Galiano, La transcripción castellana de los nombres propios
griegos, dos veces publicado por la Sociedad Española de Estu­
dios Clásicos4. Con respecto a los latinos, probablemente pueda
ponerse algún orden, o al menos cierta congruencia, por medio
de mi aplicación de los presupuestos de Fernández Galiano en
mi artículo «Sobre la transcripción de los nombres propios lati­
nos», que apareció hace algunos años en Estudios Clásicos5.
Según he señalado más arriba, la obra de Eva Cantarella que
ahora publicamos cita sin descanso fuentes clásicas, con párra­
fos más o menos amplios de autores griegos y latinos. Lo hace
nuestra autora en italiano, cosa plausible, y que sin duda sus
lectores le agradecerán; en la mayoría de las ocasiones, utiliza
versiones italianas de reconocido prestigio; en unas pocas, ofre­
ce traducciones realizadas por ella. Tanto en un caso como en el
otro, al traductor de L ’ambiguo malanno le hubiera sido suma­

XVI
La c a l a m id a d a m b ig u a

mente más fácil y cómodo traducir directamente del italiano: el


resultado, como es obvio, habría sido una auténtica chapucería.
Por tanto, he ofrecido casi siempre versiones españolas, bien sea
de valor probado, bien aquéllas que me parecía que se adapta­
ban mejor a la finalidad documental que justifica las citas. En
contadas ocasiones he preferido ofrecer mis propias versiones,
directas, del griego y del latín, señalando escrupulosamente las
ediciones de que me he valido para hacerlas. Es de justicia indi­
car, en fin, la gran ayuda que me ha prestado José Joaquín Cae-
rols, que hizo una encomiable revisión de la traducción y de las
pruebas de imprenta.
Por último, he de señalar que no he querido interferir para
nada en el contenido de la obra, ni siquiera en la bibliografía, en
la que tan sólo he añadido puntualmente el nombre de los tra­
ductores españoles a cuya labor se deben las versiones utilizadas
para las citas y, contadas veces, he indicado entre corchetes la
existencia de traducciones españolas de libros modernos, así co­
mo unas pocas publicaciones españolas de muy última hora so­
bre los temas tratados por Eva Cantarella.
Alguna vez, en fin, he tenido casi por fuerza (¿o por falta de
capacidad?) que cambiar algún giro, algún período demasiado
complicado, para servir a su fluidez en español. Espero, sin em­
bargo, que a pesar de ello mi traducción no se haya convertido
jamás en una traición a La calamidad ambigua, un gran libro
escrito por una gran amiga, Eva Cantarella.
Andrés Pociña
Granada, Navidad de 1989

XVII
E va C a n t a r e l l a

Notas

1. Director, por ejemplo, de la obra Histoire mondiale de la femme, Paris,


1965, de la que existe una trad. esp. por M a r Ia R osa Bo r r á S, Barcelona,
Grijalbo, 1973, 4 vols. En ella, se debe a Grimai el libro correspondiente a
la mujer romana.
2. P. G r im a l , Diccionario de la mitología griega y romana, trad. esp. por
F r a n c isc o P a y a r o l s , Barcelona, Labor, 1965, s.v. Atalanta, p.58 s.
3. Roma, Editori Riuniti. Ia edición, abril de 1981; 2‘ edición, junio de 1985;
1* reedición, junio de 1986.
4. Madrid, S.E.E.C., 1961 (1* ed.), 1969 (2‘ ed.).
5. Est. C7ás.21(1977)307-329.

XVIII
INTRODUCX3ÓN A LA SEGUNDA EDICIÓN ITALIANA

La ocasión para la segunda edición de este libro, a cuatro


años de distancia de su publicación, me la ha ofrecido la necesi­
dad de actualizar la bibliografía, con vistas a su traducción en
Francia, en los Estados Unidos y en Grecia.
Las más recientes investigaciones sobre la condición femeni­
na en la Antigüedad han explorado, en efecto, aspectos de la vida
de las mujeres que las investigaciones precedentes, orientadas a la
reconstrucción de un primer cuadro de conjunto, habían dejado
inevitablemente en un segundo plano; además, han señalado
nuevos problemas y nuevos campos a tratar; y, sobre todo, han
perfeccionado los métodos de estudio.
Por ello, los resultados de estas nuevas investigaciones son de
tal importancia que no pueden ser relegados a un simple apara­
to bibliográfico. Estimulada por ellos, consideré en un primer
momento oportuno y, más tarde, indispensable proceder a un
ampliación de la primera edición. Y esto por dos razones: la pri­
mera, por la necesidad de dar cuenta de los resultados de tales
novedades de la investigación; la segunda, por el deseo de pro­
fundizar y de reflexionar de nuevo sobre algunos problemas por
aquéllas suscitados.
Al replantearme esta Calamidad ambigua (Ambiguo malan-
no) he desarrollado, en consecuencia, algunos temas, he profun­
dizado sobre algún aspecto, he documentado con mayor detalle
alguna toma de postura; en definitiva, no sólo he ampliado el li­
bro, sino que lo he vuelto a elaborar. Pero, al hacerlo, he inten­
tado respetar la idea que había inspirado la primera edición,

XIX
Eva C a n ta r ella

esto es, la de escribir un libro que pudiese alcanzar también a un


público de no especialistas, lo más claro posible en el lenguaje y
en los contenidos, y que no diese nunca nada por descontado o
por archisabido. Esta es la razón por la que los problemas por
así decirlo más sofisticados, los debates metodológicos o doctri­
nales, las cuestiones sujetas a controversia, la confrontación con
opiniones diferentes a las expresadas en el texto, en una pala­
bra, todo aquello que podría obstaculizar la lectura haciéndola
más difícil, ha sido casi siempre relegado a las notas.
Por consiguiente, el libro puede ahora prestarse (al menos ha
sido pensado para ello) a dos formas de lectura: la primera es la
basada exclusivamente en el texto, encaminada a trazar un cua­
dro de conjunto y a dar una primera información, completa en
cualquier caso; la segunda, en cambio, puede integrar los datos
ofrecidos en las notas, y está dedicada, además de a los estudio­
sos, a quienes deseen profundizar sobre temas diferentes y espe­
cíficos.
Milán, febrero de 1985
Eva Cantarella

XX
INTRODUCCIÓN

¡Oh Zeus! ¿por qué, pues, sacaste a la luz


del sola las mujeres, una calamidad ambigua,
para los hombres?
(Eurípides, Hipólito, w. 616-617)

1. LA TRAMA DE LA DISCRIMINACIÓN

Repasar la historia de las mujeres en la Antigüedad griega y


romana no es simple curiosidad de erudito. Los cambios radica­
les acaecidos en las condiciones de la vida femenina, el recono­
cimiento de la plena capacidad de las mujeres de ser titulares de
derechos subjetivos y poder ejercitarlos, la conquista de la pari­
dad formal con los hombres, todavía no han cancelado por
completo la herencia de una ideología discriminatoria de varios
milenios, de la que solo la historia puede ayudar a comprender
las raíces y señalar las causas.
Observar la vida y seguir los avatares de organizaciones so­
ciales como la griega y la romana ayuda a descubrir, si no el
momento en que nació la división de los roles sexuales, sí aquél
en que tal división fue codificada y teorizada y, en consecuen­
cia, comenzó a ser vista no como un hecho cultural, sino como
la consecuencia de una diferencia biológica, automáticamente
traducida en inferioridad de las mujeres.
La vida de una formación social como la polis griega (pres­
cindiendo por el momento de sus antecedentes) implicaba la

1
Eva C a n t a r e l l a

exigencia de la fijación de roles sexuales rigurosamente determi­


nados e infranqueables, como condición para su supervivencia.
Y no fue casual, por tanto, que precisamente en aquel período
se conformase la teorización sobre la diversidad e inferioridad
«naturales» de la mujer, y que Aristóteles, identificando la mu­
jer con la «materia» (en contraposición al hombre «espíritu» y
«forma»), y en consecuencia excluyéndola del logos, dominio de
la «razón», proporcionase la justificación teórica de la incapaci­
dad de las mujeres tanto en el terreno político como en el del de­
recho privado1.
Y tuvieron que pasar muchos siglos antes de que la «natura­
lidad» de la inferioridad de las mujeres fuese sometida a discu­
sión. El cristianismo (que sin embargo predicaba la igualdad de
todos los seres humanos), no solo no rebatió la necesidad de la
subordinación femenina, sino que exasperó los tonos de una mi­
soginia ampliamente presente ya en la cultura antigua. Mientras
en algunos aspectos contribuía, indiscutiblemente, a modificar
la concepción del matrimonio, visto por primera vez también
como ámbito del amor, la predicación cristiana contenía no po­
cos elementos contradictorios, que remachaban la idea de la in­
ferioridad femenina, y «demonizaban» a la mujer, símbolo e
instrumento de la tentación y del pecado.
Aunque en la Carta a los Gálatas (3.23-28) escribe que ya no
debía haber «ni judío, ni griego, ni esclavo, ni libre, ni mujer, ni
hombre», en la Carta a los Corintios (1.11.3 y 7) San Pablo afir­
maba que «el hombre es la cabeza de la mujer... el hombre es
imagen y gloria de Dios, mas la mujer es gloria del varón». San
Agustín teorizaba la existencia de un orden natural, según el
cual la mujer estaba destinada a servir al hombre (Quaestiones
in Heptateuchum 15), y Tertuliano predicaba que la mujer era
la «puerta del diablo» (De cultu foeminarum 1.1).
Tampoco mejoró la situación después de la caída del Imperio
romano. En los reinos bárbaros, la condición femenina era de
total sujeción. El derecho longobardo codificó, en el 643, el de­

2
La c a l a m id a d a m b ig u a

recho de los machos de la familia a obligar a la mujer a casarse,


a acusarla de brujería y, en fin, a darle muerte, en caso de que se
hubiera unido a un siervo (Edicto de Rotado, 195, 197 y 221).
En la Edad Media, las necesidades de un grupo familiar amplio,
compuesto no sólo de padres e hijos, sino de abuelos, tíos, so­
brinos, cuñados y primos, provisto de armas y de magistraturas
internas, dotado, en suma, de un poder no sólo privado, sino
también político y militar, determinaron una discriminación ca­
da vez más amplia de la mujer. Tomada en consideración sólo
en su papel de reproductora, se veía inexorablemente obligada a
casarse y a pasar de la familia paterna a la del marido, llevando
consigo una dote de la que normalmente se convertía en propie­
tario éste último. En la nueva familia se encontraba sometida al
i us corrigendi del marido, que en sus disensiones podía usar me­
dios de castigo violentos, como la fusta. Tampoco era mejor su
situación si no se casaba, porque en ese caso no le quedaba más
que el convento como única alternativa.
Sólo hacia finales del siglo XVIII comenzaron a aparecer fer­
mentos de renovación, si bien únicamente en el plano teórico.
Locke en Inglaterra, Rousseau en Francia, Cesare Beccaria en
Italia, aunque desde perspectivas diversas, criticaron la concep­
ción de la sociedad entendida como unión de familias, y no co­
mo «unión de hombres» (Beccaria, Dei deJitti e delle pene, pár.
39), y denunciaron los costes individuales de una concepción de
tal naturaleza.
Pero ni siquiera la desaparición de la vieja familia medieval
liberó a la mujer, aun a pesar de que la teorización de su inferio­
ridad empezaba a ser sometida a discusión. Hobbes, en el siglo
XVII, descartaba que entre hombre y mujer hubiese diferencias
«de fuerza y de prudencia» tales como para determinar inevita­
blemente el dominio masculino, aduciendo un ejemplo de muje­
res que no pudieron ser sometidas: las Amazonas, guerreras
que, según la leyenda, habían vivido en los confines de Anato­
lia, es decir, en el límite del mundo conocido2. En el siglo si-

3
E va C a n t a r e l l a

guíente empezaron a conocerse situaciones sociales (y no solo


míticas) en que la posición de las mujeres parecía ser realmente
distinta de la de las mujeres europeas. Lafitau, el famoso misio­
nero explorador, al publicar los resultados de sus estudios sobre
los indios iraqueses en 1724, afirmó que en las tribus de este
pueblo (dónde las mujeres tenían un papel muy importante,
tanto en el ámbito de la familia como en el social) la regla origi­
nal era la descendencia por línea materna; confrotando esta si­
tuación con ciertas afirmaciones de Heródoto, llegó en el colmo
de la fantasía a decir que los iraqueses eran descendientes de los
licios, que habían debido abandonar su tierra (la actual Tur­
quía) como consecuencia de migraciones en cadena provocadas
por la expulsión de los hebreos de Canaán3.
Al margen de esto, el XVIII fue, sin embargo, un siglo nada
benévolo con las mujeres. Fue precisamente en este siglo cuan­
do los medécins philosophes, los médicos que interpretaban la
medicina como ciencia apta para explicar el hombre en su inte­
gridad «física» y «moral», reprodujeron una vez más en térmi­
nos naturalísticos el discurso de la «diversidad» de la mujer, do­
tada de «haces nerviosos más débiles» y «tejido celular más
abundante» que los hombres a causa «del útero y de los ova­
rios», según escribía Cabanis, el más célebre de ellos. Partiendo
de esta diversidad física (opinando que el hombre, en su totali­
dad, era explicable a partir de la anatomía) Cabanis llegaba a la
conclusión de que la mujer era también distinta en lo «moral»,
entendiendo por tal todo lo que tenía que ver con la esfera de la
sensibilidad y del conocimiento: a causa de la debilidad muscu­
lar y de la riqueza de tejido celular, según sostenía, las mujeres
no son autosuficientes, sino que tienen siempre necesidad de en­
contrar protección, de agradar a los otros. «De ahí su capaci­
dad de simulación, sus pequeños manejos, sus buenas maneras,
sus arrumacos, en fin, su coquetería»4.
Fue solamente en el XIX, por tanto, cuando empezaron a
cambiar realmente las cosas. Los exploradores etnólogos, en pri-

4
La c a l a m id a d a m b ig u a

mer lugar, siguieron dando cuenta de la existencia de sociedades


en las que el papel femenino era determinante: entre los baron-
da, en Africa, eran las mujeres las que dominaban. El marido,
en el momento del matrimonio, se trasladaba a la aldea de la es­
posa. Los hijos, en caso de separación, se quedaban con la ma­
dre. Y, además, las mujeres se sentaban en las asambleas al lado
de los hombres5.
Pero lo que resulta más interesante es que por esos años se
planteó la hipótesis de que una situación de «poder femenino»
no solo era suponible entre los llamados «primitivos», sino co­
mo una etapa del desarrollo histórico por la que todos los pue­
blos debían pasar, y por la que lo habían hecho, entre otros, los
griegos y los romanos.
En 1861, en efecto, el historiador suizo J.J. Bachofen sostuvo
esta tesis en su famoso Das Mutterrecht6, y en los años siguien­
tes algunas investigaciones antropológicas parecieron confir­
marla. En 1865, McLennan afirmó, a su vez, la existencia de un
momento de organización matrilineal7. En 1877, Morgan publi­
có Ancient Society, donde comparaba la organización de los
iraqueses con la organización gentilicia de los griegos y los ro­
manos, y formulando la hipótesis de que todas las sociedades
habrían pasado de la fase originaria de la horda promiscua a la
más avanzada de la familia monogámica a través de una fase
caracterizada por una familia matrilineal8.
Aunque los antropólogos, por lo general, hablaban de des­
cendencia matrilineal y no de matriarcado, la hipótesis de Ba­
chofen parecía confirmada. Algunos años después la retomaría
Engels, reproduciendo en el Prefacio a la cuarta edición del Ori­
gen déla familia la interpretación bachofeniana de la Orestía de
Esquilo, vista como la descripción de la lucha entre derecho ma­
triarcal y derecho patriarcal, y como victoria del segundo sobre
el primero9.
La «historización» del concepto de familia quedaba cumpli­
da y, con ella, la «historización» de la condición femenina. Y si

5
E va C a n t a r e l l a

las hipótesis matriarcales han revelado posteriormente su fragi­


lidad frente a indagaciones históricas más avezadas, y tras el
afloramiento de nuevos datos, ello no resta mérito a quien, cen­
trándose en la hipótesis matriarcal, puso en discusión la hege­
monía de un modelo, descubriendo su caracter «cultural» y per­
mitiendo imaginar otros diferentes.
Pero volvamos a Grecia y a Roma.

2. PROBLEMAS DE MÉTODO

Las páginas que siguen no prentenden reconstruir la historia


completa de las mujeres en la Antigüedad griega y romana; se
proponen tratar sólo algunos momentos y aspectos de esta his­
toria, escogidos y destacados por su particular significación. Pe­
ro escribir la historia de las mujeres no es cosa fácil. Una histo­
riografía desde siempre atenta a la política, a los acontecimien­
tos, a las fechas y a los grandes personajes, ha borrado su paso,
conservando, como mucho, el recuerdo de algunas figuras cuya
vida fue excepcional, como excepcional ha sido su entrada en la
historia.
Es difícil, en suma, reconstruir la vida de la mujer griega y
romana que ha permanecido en el anonimato. Quienes se ocu­
pan de otras épocas pueden en ocasiones valerse de documentos
preciosos para este fin: los libros parroquiales de los siglos XVII
y XVIII, por ejemplo, donde se registran decenas de millares de
casos, han permitido escribir la historia demográfica de las mu­
jeres de la época, saber a qué edad contraían matrimonio, cuán­
tas maternidades llevaban a término y a qué distancia unas de
otras, cuáles eran las diferencias entre las condiciones de vida de
las mujeres burguesas y de las proletarias10. El historiador de la
Antigüedad, en cambio, no dispone de documentos de ese tipo.
Exceptuando al historiador del Egipto greco-romano, que tiene

6
La c a l a m id a d a m b ig u a

a su alcance gran cantidad de documentos preciosos como con­


tratos de matrimonio, testamentos, transacciones patrimoniales
de varios tipos o verbales de procesos, el que estudia la edad an­
tigua puede sacar información de fuentes prevalentemente no
objetivas. El que narra los acontecimientos de la época (no impor­
ta si reales o imaginarios) introduce de hecho, inevitablemente, en
el relato sus propias valoraciones, sus sentimientos, su «ideología»:
en cierto modo interpreta los hechos, por más que se esfuerce en
ser objetivo. Y, si es verdad que el peso de la ideología sobre la
condición femenina es tal que no puede haber historia de las muje­
res que no sea al propio tiempo historia de las representaciones
mentales, también es cierto que debemos estar en condiciones de
distinguir estas representaciones de la realidad. Es necesario, en re­
sumen, reconstruir, dentro de los límites de lo posible, las condicio­
nes reales de vida de las mujeres, basándose en documentos que
describen los hechos como son, y no como los ve un intérprete, sal­
vando, además, la lectura inevitablemene subjetiva que hace de
ellos quien los lee hoy.
No es casual, por lo tanto, el hecho de que recientemente los
estudios sobre la condición femenina en la antigüedad hayan
adoptado como campo de investigación de particular interés las
inscripciones funerarias.
Las nuevas investigaciones en este sector han abierto, de he­
cho, perspectivas de gran alcance, que permiten una mejor valo­
ración de las fuentes literarias11. Y, sobre todo, contienen datos
sobre la vida cotidiana de mujeres desconocidas, es decir, de
aquéllas cuyo recuerdo han borrado las otras fuentes12.
Pero, además de esto, otro tipo de fuentes puede ofrecer una
contribución fundamental a la reconstrucción de la condición fe­
menina, a saber, las fuentes jurídicas. Aunque desde una perspecti­
va diferente, también las reglas jurídicas proporcionan indicaciones
objetivas y neutrales sobre la vida de todas las mujeres.
Y, si entre la reglamentación jurídica y la realidad puede
existir, y regularmente existe, un desacuerdo, ello no impide, sin

7
E va C a n t a r e l l a

embargo, que el análisis de las normas del derecho sea el presu­


puesto del que hay que partir para medir su eventual distancia-
miento de la realidad y para establecer cuál es el sentido de tal
distanciamiento.
La costumbre puede ser, de hecho, más o menos rígida que
las reglas del derecho. Según los casos, puede conceder a las
mujeres una libertad y una autonomía mayor o menor que las
que les están reconocidas formalmente: en otras palabras, puede
ser más o menos avanzada que el derecho13.
¿Cómo medir, pues, la entidad y el sentido de ese desacuerdo?
Como ocurre a menudo, la complejidad de los hechos socia­
les no permite una respuesta única.
Incluso en un mismo momento y en un mismo lugar ocurre
que la distancia entre derecho y costumbre puede ser diferente
—en primer lugar— según el tipo de reglas jurídicas que se to­
men en consideración. La práctica cotidiana de las relaciones
familiares, por ejemplo, puede alejarse del rigor abstracto del
derecho con mayor facilidad que lo que suele ocurrir en materia
de derecho público, penal o procesal14.
La distancia con respecto al derecho, además, puede variar
de signo según la condición social de la mujer a cuyo comporta­
miento se haga referencia. Y aún caben otras posibilidades dis­
tintas.
Pero más allá de este problema, lo cierto es que derecho y
costumbre son complementarios, y sólo de su examen combina­
do y de sus interacciones puede surgir un cuadro de la condi­
ción femenina que no sea abstracto, esquemático y, en definiti­
va, descaminado. Y es con esta premisa, por lo tanto, como tra­
taremos de evaluar las informaciones de tipo jurídico: a partir
de ellas, allí donde existan, daremos comienzo a nuestra pesqui­
sa. ¿Por qué razón? Porque, como ya hemos dicho, las reglas del
derecho, en su abstracción y generalidad, permiten reconstruir
la vida de todas las mujeres que han pasado por la historia sin
entrar en ella. Y la vida de estas mujeres o, mejor, los «momen­
La c a l a m id a d a m b ig u a

tos» de su historia que trataremos de reconstruir, tal vez podrán


ayudamos a aclarar las razones que han hecho necesaria su su­
misión, las formas de manifestación de ésta, las construcciones
teóricas que sucesivamente la han justificado, presentándola co­
mo «natural» e inevitable. Todo ello, con consecuencias que se
han hecho sentir bastante más allá de los tiempos de la historia
de Grecia y de Roma.

Notas

1. Véase La donna eiñlosofí. Archeologia di un’immagíne cultúrale, a cura


di S. CAMPESE - S. CASTALDI, Bologna 1977, pp.52ss., así como S. CAMPE­
SE, «Madre Materia: donna, casa, città nell’antropología di Aristotele», en
S. CAMPESE - P. M a n u l i - G. SlSSA, Madre Materia. Sociología e biología
della donna greca, Turin 1983, pp,15ss.
2. T. HOBBES, Leviatán, Π, XX. Cf. además Elementi dilegge naturale e p o ­
litica, Π, cap. IV, 2. Sobre este tema: G. C o n ti O d o sirio , «La teoría del
matriarcato in Hobbes», en DonmWomanFemme (=DWF), I, n.3, 1976,
pp.21ss., y «Matriarcato e patriarcalismo nel pensiero politico di Hobbes e
Locke», en Matriarcato e potere delle donne, a cura di I. M a g l i , Milano
1978, pp.37ss., así como las consideraciones ya antes desarrolladas por mí, y
retomadas aquí, en los «Cenni storici» introductorios de Donne e diritto (=
Lessicopolitico delle donne, 1), Milán 1978.
3. J.T. LAFITAU, Moeurs des sauvages amériquains comparées aux moeurs
des premiers temps, Paris 1724, pp.69 y 89-92.
4. P. G. C a ban is , Rapports du physique et du moral de l ’homme, Paris 1813,
vol.I, p.274, sobre cuyas hipótesis véase S. MORAVIA, La scienza dell’uomo
nelsettecento, Bari 1978, pp.50ss., y con referencia más específica al proble­
ma de las mujeres, I. M a g l i , La donna un problema aperto, Florencia 1974,
pp.9ss.
5. D. L iv in g sto n , Missionary Travels and Researches in Southern Africa,
Londres, 1857.
6. J.J. BACHOFEN, Das Mutterrecht, Sttutgart 1861, parte del cual, junto con
otros pasajes escogidos de las obras del mismo autor han sido traducidos al

9
E va C a n t a r e l l a

italiano por E. CANTARELLA, II potere femminile, storia e teoría, Milán


1977.
7. J.F. M c L e n n a n , Primitive Marriage, Edimbourgh 1865, y Studies in A n­
cient Society, Londres 1876.
8. L .H . M o r g a n , Ancient Society, L ondres 1877; trad. ital. Lasocieti anti­
ca, M ilán 1970.
9. Sobre la Orestia volveremos a hablar en el cap. V.
10. Para un célebre ejemplo de historia demográfica véase P. GOUBERT,
Beauvais et le Beauvaisis de 1600 à 1730, París I960, parcialmente reeditado
en Cent mille provinciaux au X V II siècle, Paris 1968. Sobre este tipo de in­
vestigación y, de forma más general, sobre la renovación de los estudios his­
tóricos, véase el ensayo introductorio de J. LE G o f f a La nouvelle histoire,
París 1980, trad. it. La nuova storia, Milán 1982. Por lo que respecta en par­
ticular a las mujeres, entre las ahora numerosas investigaciones inspiradas en
métodos no tradicionales véase, con referencia a períodos diversos, los vols.
27 (núms. 4-5,1972) y 30 (núm. 4,1975) de Armales E. 5. C!; y de corte dife­
rente, pero no menos interesante, Family and Inheritance. Rural Society in
Western Europe 1200-1800 (edd. J. G o o d y , J. T h ir s k , E.P. T ho m pso n ),
Cambridge University Press 1976.
Para una discusión teórica del problema relativo no sólo a las mujeres,
sino a todos los «marginales», véase por último B. VINCENT (éd.), Les mar­
ginaux et les exclus dans l h’ istoire, Paris 1979; y J.C. SCHMITT, «La storia
dei marginali», en La nuova storia, a cura di J. LE G o f f , cit. Y, en fin, so­
bre la conveniencia de catalogar a las mujeres como «marginales», C. SARA­
CENO, «La condizione femminile come caso specifico di emargmazione?»,
en Quademi di sociología 3(1980-198 l)524ss., con comentario de G. M a r -
TTNOTTI (p.534) y respuesta de C. Sa r a c en o (pp.535ss.).
11. Cf. S. H u m ph r e y s , The Family, Women and Death. Comparative Stu­
dies, Londres 1983, y anteriormente, de la misma autora, «Family Tombs
and Tomb Cult in Ancient Athens: Tradition or Traditionalism?», en Jour­
nal o f Hellenic Studies 100(1980)96ss.
12. C o m o dem uestran las fuentes de este tipo recogidas p o r M. L e f k o w it z -
M. F a n t , Women’s Life in Greece and Rome, L ondres 1982, y com o ha
puesto en evidencia M. L e f k o w it z en Princess Ida, The Amazons and a
Women’s College Curriculum, Times Literary Supplement 27-11(1981)1399-
1401.

13. Para limitamos a dos ejemplos: D.M. SCHAPS, Economic Right o f Wo­
men in Ancient Greece, Edimbourgh 1979, en particular pp.89ss., sobre cu-

10
La c a l a m id a d a m b ig u a

yas hipótesis volveremos a hablar, considera que en la edad clásica la cos­


tumbre era más avanzada que el derecho. S.G. COLE, «Could Greek Women
Read and Write?», en H.P. FOLEY (ed.), Reflections o f Women in Antiquity,
New York/L on d res/Paris 1981, pp.219ss., ha reconstruido, en cambio, la
proporción entre alfabetos y analfabetos en el Egipto griego, y establecido
que las mujeres pertenecían más bien a la segunda categoría, llegando a mos­
trar, por tanto, que la libertad real de las mujeres, en aquel período y en
aquel lugar, estaba más limitada que la teóricamente reconocida por el dere­
cho.
14. Los intentos de demostrar que existía un corte entre posición política y
posición social de las mujeres producen, en realidad, no poca perplejidad.
Pienso particularmente en la afirmación de J. LE GALL, según el cual las mu­
jeres, incluso no siendo ciudadanas, sin embargo eran declaradas por su pa­
dre a la fratría en el momento de su nacimiento (cf. «Un critère de différen­
ciation sociale, la situation de la femme», en Recherches sur les structures so­
ciales dans l ’antiquité classique, Paris 1970, pp.257ss.). Pero como ha señala­
do con precisión J. GOULD, tal afirmación no encuentra ningún apoyo en las
fuentes («Law, Custom and Myth: Aspects of Social Position of Women in
Classical Athens», en Journal o f Hellenic Studies 100(1980)37ss. y en parti­
cular pp.40-42). Diferentes y más difuminadas, en cambio, son las posiciones
de C. MossÉ - R. d i D o n a t o , «Status e/o funzione. Aspetti della condizione
della donna-cittadina nelle orazioni civili di Demostene», en Quademi di sto­
ria 17(1983)151 ss., y la de D.M. SCHAPS, «The Women in Greece in Warti­
me», en CZ.fiM77(1982)193ss., que del examen de la actitud de las mujeres
griegas durante las guerras concluye que «citizen women did not see themsel­
ves as an enterely disfranchised group» (p.213). Circunstancia sobre la cual
yo creo que se puede estar de acuerdo, así como, quizá, sobre la posibilidad
de que «the sympathy between women and men was greater than we might
perhaps have expected from a society so heavily patriarcal». Pero yo creo, sin
embargo, que debemos ser muy cautos en la generalización de estas observa­
ciones, válidas en circunstancias excepcionales, a la hora de extenderlas a los
tiempos de paz y a la vida cotidiana.

11
Primera Parte
Grecia
I. EL MATRIARCADO ENTRE PREHISTORIA,
MITO E HISTORIA

1. EL PERÍODO NEOLÍTICO

Hubo un momento, en la historia de la humanidad, en que


las habitaciones eran cabañas de madera, en que entre las armas
empezó a usarse la honda y entre los instrumentos musicales la
flauta, en que los ríos y los lagos comenzaron a ser surcados por
embarcaciones construidas ahuecando el tronco de un árbol (las
piraguas). Y en que, según una opinión muy difundida en el si­
glo pasado, pero que encuentra todavía defensores, las institu­
ciones estaban caracterizadas por un dominio de las mujeres: en
otras palabras, en que la sociedad era matriarcal1.
Cronológicamente, esta fase habría coincidido con el mo­
mento en el que ocurrió una modificación fundamental en las
condiciones de vida del hombre, es decir, con el paso de la vida
nómada a la sedentaria, y con la introducción de la agricultura,
cosa que ocurre en Asia unos 12.000 años antes de Cristo. Antes
de aquella época, se suele decir que el hombre vivía de la caza y
la mujer contribuía a la búsqueda del alimento recogiendo ba­
yas, frutos y raíces, que completaban y variaban el alimento
procurado por el hombre, pero no en grado de poder sustituirlo.
Cuáles eran las condiciones de vida de estos grupos es cosa
muy discutida. Según algunos, habrían llevado una vida muy
difícil y precaria, debido a la necesidad de continuos y a veces
imprevistos cambios de lugar, a la inseguridad ligada a la difí-

15
E va C a n t a r e l l a

cuitad de procurarse el alimento y, en consecuencia, a la imposi­


bilidad de programar el futuro, ni siquiera a un plazo muy cor­
to. Según otros, en cambio, lo característico del paleolítico no
habría sido la escasez, sino al contrario la abundancia de los re­
cursos. La búsqueda del alimento, en estas condiciones, habría
sido fácil, y habría ocupado sólo una pequeña parte del tiempo,
dejando un espacio amplio al descanso. Trabajar demasiado ha­
bría querido decir, en realidad, acumular riquezas, no sólo inú­
tiles (para quien no tenía ningún sentimiento de posesión), sino
fastidiosas, por difíciles de transportar. El paleolítico habría si­
do, en suma, un período feliz. Sólo en los comienzos del oligo-
ceno, quizá, un período de escasez de la caza habría empeorado
las condiciones de vida. Pero no es éste el problema que nos in­
teresa. Como quiera que sea, en un cierto momento sobrevino
un cambio: en algunas zonas de Asia particularmente favora­
bles (sobre todo, por razones climáticas) las bandas de cazado­
res y recolectores comenzaron a establecerse y a cultivar las tie­
rras que rodeaban la zona de su asentamiento, dando vida a las
primeras organizaciones de aldeas: y la relación hombre-mujer,
que hasta aquel momento había registrado el predominio mas­
culino, habría comenzado lentamente a cambiar.
En efecto, las mujeres, ayudadas por los niños (mientras los
hombres continuaban dedicándose a la caza), se dedicaron con in­
tensidad siempre creciente a la agricultura, adquiriendo competen­
cias y especializaciones que los hombres no tenían, y convirtiéndo­
se en las principales proveedoras del alimento: a medida que iban
afinando las técnicas agrícolas y otras relacionadas con ellas (como
la de la cerámica, necesaria para la conservación de los productos
del campo, y la del tejido, que permitió sustituir las indumentarias
de piel por las obtenidas de hilaturas vegetales), conquistaban, en
consecuencia, también el poder.
Las instituciones sociales y religiosas habrían experimentado
en este momento un cambio, marcado por una tendencia a
transformarse en sentido matriarcal: en el centro de la religión

16
La c a l a m id a d a m b ig u a

vinieron a situarse ritos de fecundidad, como el hieros gamos, la


unión sagrada entre la diosa y su compañero, en la tierra desnu­
da, donde el arado había excavado un surco: los mismos ritos
que aparecen atestiguados, en la mitología griega, por las unio­
nes entre Zeus y Hera, y entre Deméter y Jasón, y de los que
quedan trazas, en época clásica, en los misterios eleusinos. Las
divinidades femeninas comenzaron a tomar la delantera, antici­
pando el culto de la Diosa Madre, la Potnia, que se convirtió en
la figura divina preminente en la religión mediterránea. Las mu­
jeres se convirtieron en detentadoras exclusivas de poderes mis­
teriosos que ejercitaban sirviéndose de «filtros» obtenidos de las
hierbas. Se convirtieron en magas, en suma, como en la leyenda
griega Circe, Medea y Helena. El mundo conoció, según se dice,
un período en el que el poder fue de las mujeres.
Pero un nuevo cambio en las condiciones de vida determina­
ría una ulterior modificación en la relación entre los sexos. Las
labores de la tierra, con el desarrollo de las técnicas, se orienta­
ron hacia el cultivo intensivo. El plantador fue sustituido por la
azada más simple. La necesidad de realizar obras de irrigación y
de mejora se hizo cada vez más acuciante, y creció por ello la
demanda de mano de obra y, en particular, de mano de obra
masculina. El desarrollo de la agricultura trajo consigo el del
comercio, y éste determinó la necesidad de realizar obras de
protección de los pueblos, cada vez más expuestos a las corre­
rías de las tribus nómadas. La nueva riqueza, en fin, determinó
situaciones de conflicto, e hizo necesario que las poblaciones
agrícolas tuviesen un jefe capaz de defenderlas, es decir, capaz
de organizar la guerra: en otras palabras, un jefe masculino. En
tomo a esa cabeza militar muy pronto se colocaron grupos de
personas, parientes y secuaces, que gozaban de una serie de be­
neficios, determinados por la proximidad al poder: es decir, na­
cieron grupos privilegiados, muy interesados en institucionali­
zar y consolidar el poder del jefe. La democracia, que caracteri­
zaba la vida de las aldeas protoagrícolas matriarcales, cedió pa­

17
E va C a n t a r e l l a

so a una sociedad desigual, en la que las mujeres, de forma gra­


dual, pero inevitable, perdieron su poder. Esto es, al menos, lo
que afirman los defensores de la historicidad del matriarcado.
Florecido en Asia aproximadamente entre el 12.000 y el
6.000 a. C., el matriarcado habría sido, por lo tanto, la organi­
zación social característica del período neolítico. Pero en las di­
ferentes zonas de la tierra la humanidad llegó al neolítico en
épocas diversas. En Europa, particularmente (donde en el VI
milenio habitaban todavía grupos de cazadores y pescadores
mesolíticos, y donde, en la zona mediterránea, la cultura neolíti­
ca se difundió por vía marítima, partiendo de centros de difu­
sión identificables con gran probabilidad con Siria y Cilicia), la
civilización protoagrícola se coloca entre el V y el IV milenio, y
ha dejado trazas, entre otros lugares, en las islas de Chipre y de
Creta, en Fócide, en Tesalia, en Argólide, en Beocia y (en el te­
rritorio ahora itálico) en Sicilia, y en el Adriático meridional,
con una particular concentración en Apulia2.
j^á^ues, el poder femenino habría caracterizado las institu­
ciones sociales y religiosas en momentos históricamente diver­
sos y, a veces, muy distantes entre sí. Y en el Mediterráneo, en
particular, habría continuado caracterizándolos, más allá del
fin del neolítico, también durante la edad del bronce, alcanzan­
do los umbrales del llamado Medievo griego: en otras palabras,
habría caracterizado la cultura minoica, la cultura micénica
subsiguiente, y habría dejado trazas, incluso, en la sociedad des­
crita en los poemas homéricos.
Pero en este punto es necesario plantearse una pregunta:
¿cuál es exactamente el significado del término matriarcado!
Los que han hablado y hablan de matriarcado atribuyen al tér­
mino significados profundamente diversos, según los casos.
Uno primero es aquél, etimológicamente exacto, de «poder fe­
menino», en el que por poder se entiende no sólo el poder fami­
liar, sino también, y sobre todo, el político, en concordancia
perfecta, por tanto, con el significado del término griego arche.

18
La c a l a m id a d a m b ig u a

Uno segundo, menos exacto, pero más difundido, es, en cam­


bio, el de «sociedad» o «derecho matrilineal», es decir, sociedad
caracterizada por un predominio de las mujeres en el seno de la
familia; en ella, el matrimonio es matrilocal (es decir, el marido,
en el momento del matrimonio, se traslada a la casa de la espo­
sa) y la descendencia se realiza por línea femenina, y los dere­
chos de sucesión corresponden a las mujeres; en esta sociedad, a
pesar de ello, el poder político puede estar, y regularmente está,
en manos de los hombres. Y un tercer significado es, por últi­
mo, el más genérico de sociedad en la que las mujeres tienen un
puesto de relieve en la religión y en la sociedad.
Según esto, resulta evidente que, según se utilice el término
en un sentido o en otro, la respuesta a la pregunta de si ha exis­
tido el matriarcado puede ser distinta. Cuando por matriarcado
se entienda «podef político femenino» (como lo hacía parte de
la literatura del XIX), la respuesta parece que debe ser negativa.
En otros términos, no existe prueba alguna de la existencia his­
tórica de un matriarcado semejante, ni entre los pueblos de la
antigüedad, ni entre las poblaciones que hasta el siglo pasado
(y, a veces, hasta este siglo, en los límites en que han permaneci­
do indemnes a las profundas transformaciones determinadas
por el contacto con otros pueblos) han mantenido organizacio­
nes de tipo tribal.
Si por matriarcado se entiende, en cambio, «derecho mater­
no», entonces la respuesta puede ser diferente: documentada en­
tre algunos pueblos «primitivos», de hecho, la existencia de un
«derecho materno» en la antigüedad no puede ser probada, pe­
ro tampoco excluida. Y si, por último, se entiende por matriar­
cado una sociedad caracterizada por una fuerte presencia feme­
nina en la sociedad y en la religión, entonces la respuesta puede
ser positiva, tanto en referencia a los pueblos «primitivos», co­
mo a la sociedad mediterránea más antigua3. Pero intentemos
ahora aclarar la situación.

19
E va C a n t a r e l l a

2. LA SOCIEDAD MINOICA: LA POTNIA,


GRAN MADRE MEDITERRANEA

En el Mediterráneo, antes de que llegasen las poblaciones eu­


ropeas del grupo heládico, se había consolidado el culto a una
divinidad femenina, madre y generadora, cuya imagen aparece
en las representaciones minoicas con dos animales rampantes a
sus flancos o (como en una celebérrima iconografía), con dos
serpientes en sus manos alzadas; o, también, sobre una embar­
cación sagrada. Según se deduce de ello, una diosa ya sea de la
tierra, ya del mar, una señora (Potnia) omnipotente, símbolo de
la fuerza generatriz femenina, Gran Madre Mediterránea, única
figura femenina divina de una religión en la cual su esposo, el
paredro (lit. «el que se sienta al lado, compañero»), sería una
imagen totalmente pasiva y exclusivamente ligada a la función
de satisfacer los instintos sexuales de la Potnia. En esto, y sola­
mente en esto (además de ciertas interpretaciones, por otra par­
te discutibles, de algunos mitos, sobre los cuales volveremos) se
basan las hipótesis de quienes sostienen la existencia de un pe­
riodo matriarcal mediterráneo, en particular en Creta durante
la época minoica, es decir, a partir del III milenio4. Pero el do­
minio de una figura femenina en la religión no implica necesa­
riamente el poder femenino. Prescindamos de la consideración
del hecho de que algunos de los principales estudiosos de histo­
ria de las religiones han puesto en duda el monotesímo de la re­
ligión cretense, es decir, han contemplado la posibilidad de que
existieran divinidades masculinas al lado de la Potnia. Aun ad­
mitiendo que la Potnia fuese la única divinidad, ello puede sig­
nificar, como mucho, que las mujeres disfrutaban de una posi­
ción social elevada. Y, en efecto, una serie de elementos puede
avalar esta hipótesis. En primer lugar, en la religión minoica las
mujeres cumplían la función socialmente privilegiada de sacer­
dotisas. En segundo lugar, como muestran los frescos y, en ge­
neral, la iconografía, participaban en los espectáculos y en las

20
La c a l a m id a d a m b ig u a

cacerías. En tercer lugar, la parte destinada a las mujeres en los


palacios no estaba retirada (como ocurrirá en las casas griegas),
sino, por el contrario, estaba en contacto directo con las otras
partes de la casa-fortaleza, señal evidente, por lo tanto, de una
libertad femenina de la que se pierde la pista en épocas sucesi­
vas. Pero no se puede ir más allá de esto y, en particular, es muy
difícil probar (como, sin embargo, se ha sostenido a menudo)
que la sucesión hereditaria se realizase per foeminass.
En apoyo de esta afirmación viene sólo la consideración de
que trazas de descendencia por línea femenina se encuentran en
el derecho de ciudades cretenses como Gortina, sobre el que
volveremos. Pero, dado que las leyes de estas ciudades son de
época muy posterior a la minoica, no es posible decir con segu­
ridad si contienen residuos de una descendencia femenina más
antigua o si, al contrario, señalan la conquista de nuevos dere­
chos femeninos.
Para concluir, no existe ningún elemento que pruebe la exis­
tencia de un matriarcado minoico. Tampoco existe (si bien no
hay igualmente elementos para excluirlo) la posibilidad de afir­
mar que la descendencia se realizaba per foeminas. Existen, en
cambio, algunos elementos que indican una notable libertad,
una cierta dignidad y, en conjunto, una elevada posición social
de la mujer6.

3. LOS REINOS MICÉNICOS

La lectura de los documentos escritos con los caracteres silá­


bicos llamados lineal B (descifrados en 1952 por el inglés Mi­
chael Ventris, que demostró que se trataba de una escritura que
escondía una lengua griega) ha permitido reconstruir la vida de
los reinos en los cuales, a partir del 1400 a.C. (para llegar hasta
el 1230, aproximadamente), las primeras poblaciones griegas se

21
E va C a n t a r e l l a

organizaron bien en la isla de Creta, bien en el continente, y que


se denominan reinos micénicos, a partir del nombre del más po­
deroso de ellos, Micenas7.
La sociedad micénica, a la luz de las informaciones sacadas
de la cantidad, ahora notable, de documentos descifrados, de
los datos arqueológicos y de los iconográficos, era notablemen­
te diferente de la sociedad minoica. En primer lugar, al lado de
las divinidades femeninas, la religión micénica veneraba nume­
rosas divinidades masculinas, como Zeus, Posidón, Ares, Her­
mes y Dionisio.
A pesar de que la iconografía sigue documentando una am­
plia participación femenina en la vida pública, los restos arqui­
tectónicos parecen señalar que las zonas de los palacios destina­
das a las mujeres estaban más separadas del resto del conjunto
del edificio que en época minoica. Las tablillas documentan,
además, la existencia de trabajadoras asalariadas. Y el análisis
del trabajo femenino revela un dato de notable interés. En Mi-
cenas, en efecto, existen trabajos típicos de mujeres y típicos de
hombres. Los hombres, además de ocupar todos los puestos de
mando, desarrollan actividades ligadas al pastoreo y el artesa­
nado, y tienen funciones directivas en los grupos de trabajo fe­
meninos. Las mujeres, en cambio, trabajan en la manipulación
de cereales, en la custodia y distribución de los mismos; están
asignadas a trabajos auxiliares y, en el campo del artesanado,
participan, por último, sólo en las actividades relacionadas con
el tejido. Como se ha puesto de relieve con exactitud, la organi­
zación del trabajo femenino, en Micenas, permite ya distinguir
algunas características del mismo que serán una constante de la
sociedad griega8.
El complicado sistema de concesiones de la tierra revela, ade­
más, la exclusión de las mujeres en líneas generales: si algunas
resultan de hecho concesionarias de parcelas, a veces incluso
amplias, se trata siempre y exclusivamente de sacerdotisas, es

22
La c a l a m id a d a m b ig u a

decir, de mujeres privilegiadas, cuya condición social no permi­


te hacer generalizaciones.
Aun teniendo en cuenta que el desciframiento de ulteriores
tablillas podría modificar el cuadro surgido hasta el momento,
en el estado de nuestros conocimientos parece que se puede con­
cluir que la sociedad micénica (la primera sociedad griega que
conocemos) asignaba a las mujeres un puesto diferente del que
habían tenido en la sociedad minoica. La fuerte presencia de di­
vinidades masculinas indica un cambio del papel femenino, por
lo demás perfectamente adecuado a la organización típicamente
militar de la sociedad. Aunque eran más libres que las mujeres
griegas de la época siguiente, las micénicas empiezan a .corres­
ponder al modelo al que se adecúan perfectamente en el Medie­
vo griego.

4. LOS MITOS MATRIARCALES:


LAS AMAZONAS Y LAS LEMNIAS

Los defensores de la tesis matriarcal han basado a menudo


sus afirmaciones (o, cuando menos, las han apoyado) en la in­
terpretación de algunos mitos, en los que se movería la sombra
del recuerdo de situaciones en que el poder, incluso político, ha­
bría correspondido a las mujeres. Y entre estos mitos figuran,
en primer lugar, los de las Amazonas y las Lemnias.
Las Amazonas, como es sabido, era un pueblo de guerreras,
entre las cuales los hombres eran admitidos tan sólo en condi­
ción de esclavos. Engendraban ellas sus hijos uniéndose a ex­
tranjeros y, en el momento del parto, mataban a los hijos m a­
chos o, según otra tradición, los cegaban. Y a las hijas mujeres
les cortaban un seno, para que pudiesen guerrear mejor, mane­
jando sin dificultad el arco y la lanza: de ahí venía precisamente
el nombre de Amazonas, de a-mazos, sin seno.

23
Eva C a n t a r e l l a

Las Lemnias, en cambio, tenían maridos. Pero, habiendo


ofendido a Afrodita, habían sufrido el castigo de la diosa: afec­
tadas por un mal olor terrible ( dysosmia), habían sido rechaza­
das por sus hombres, que se habían refugiado en los brazos de
jóvenes y más agradables esclavas tracias. Entonces, las terribles
Lemnias, para vengarse, habían degollado a todos los machos
de la isla y, a partir de aquel momento, Lemnos se había con­
vertido en una comunidad sólo de mujeres, gobernada por la
virgen Hipsípila. Sin embargo, un día llegó Jasón en la nave Ar­
go y marcó el fin del poder femenino: los argonautas se habían
unido a las Lemnias, cuyo mal olor había desaparecido en el
momento en que acogieron a los hombres. Jasón se casó con la
reina Hipsípila y, a partir de aquel momento, para recordar el
acontecimiento, en Lemnos se celebraba periódicamente una
fiesta, cuyo ritual reproducía estos acontecimientos.
Pero intentemos leer los hechos con un mínimo de atención:
ante todo, tanto las Amazonas como las Lemnias eran mujeres
muy crueles, las Lemnias salvajes sin más, hasta el punto de de­
vorar «carne cruda». Además, tanto las Amazonas como las
Lemnias eran comunidades de mujeres exclusivamente: en nin­
guno de los dos relatos, por lo tanto, las mujeres reinan en una
sociedad compuesta normalmente por hombres y mujeres, co­
mo quería el matriarcado. Y, además de esto, si el reino de las
Amazonas es indeterminado en el tiempo; el de las Lemnias
queda delimitado en un período por así decirlo patológico de la
vida del grupo y, como tal, destinado a desaparecer tan pronto
se presenta con los hombres la posibilidad de volver a la norma­
lidad.
Más que representar un momento de poder matriarcal, estos
mitos parecen querer, por el contrario, «exorcizar» la idea de un
eventual poder femenino. Y, por lo demás, en época reciente
han sido objeto de interpretaciones muy diferentes de la del si­
glo XIX, que fundamentaba en ellos una reconstrucción históri­
ca. El mito de las Amazonas, en particular, ha sido interpretado

24
La c a l a m id a d a m b ig u a

como la representación monstruosa, hecha por los griegos, de


un mundo bárbaro y salvaje, opuesto a la «cultura»: no es ca­
sual, pues, que esté formado sólo por mujeres9. El rito en que se
representaba el mito de las Lemnias, por ejemplo, ha sido inter­
pretado como una descarga «catártica» de la tensión entre los
sexos, que tendría la función de impedir que tal tensión se trans­
formase en un verdadero y auténtico conflicto10. Por otra parte,
es muy significativo el hecho de que las mujeres de Lemnos es­
tuvieran acompañadas por un mal olor, hasta el momento en
que acogieron de nuevo a los hombres. También durante la fies­
ta de las Tesmoforias, en plena época clásica, en Atenas, las
mujeres, separadas de los hombres, emanaban mal olor: ligero,
en este caso, porque su separación de los hombres era ocasio­
nal. Pero en Lemnos, donde la separación (al menos en la inten­
ción) debía ser definitiva, el olor era realmente nauseabundo.
Tampoco faltan otros mitos que señalan la innaturalidad de la
separación de la mujer del hombre: por ejemplo, el mito de las
hijas de Preto, que habían rechazado casarse, a pesar de haber
sido pedidas en matrimonio por todos los griegos (panellenes).
Y por haber despreciado de este modo a Hera (la diosa protec­
tora del matrimonio) y a Dionisio (el dios iniciador), habían si­
do castigadas con una enfermedad que les hacía perder los ca­
bellos y su piel se cubría de manchas blancas: el mal olor (u otra
sanción) castigaba, por tanto, regularmente, el rechazo del hom­
bre, señalando su aspecto patológico y negativo11.

5. PROBLEMAS DE INTERPRETACIÓN DEL MITO:


¿HISTORIA OLVIDADA O MUNDO IMPENSABLE?

El relato mítico es, pues, susceptible de muchas interpreta­


ciones, diferentes de aquélla según la cual es el recuerdo de una
historia olvidada, aunque, obviamente, esto no significa que no

25
E va C a n t a r e l l a

guarde relación con la realidad social. La polémica sobre el sig­


nificado de los mitos y sobre el método para su estudio tiene
por lo demás varios siglos de existencia.
Bernard Le Bouvier de Fontenelle (el mismo autor que había
publicado en 1686 una Histoire des oracles en que sostenía que
los oráculos paganos no expresaban la voluntad divina, sino la
de los detentadores del poder), en una obra titulada De l ’origine
des Fables, publicada en 1724, había afrontado el problema si­
tuando el mito entre los «errores de los antiguos»: al descubrir
la analogía entre la creencia de los indios de que las almas de los
muertos se encuentran en algunos lagos y la griega, según la
cual andaban por las orillas de la Estigia o del Aqueronte, había
intuido la importancia del estudio comparado del mito, señala­
da también por Lafitau en esos mismos años.
Giambattista Vico, en la Scienza Nuova, había insistido en la
credibilidad histórica del mito, «espejo de la historia», y como
tal indispensable para comprenderla. Voltaire, la figura más fa­
mosa de la Ilustración, había escrito en cambio, en el Essai sur
les moeurs (1758), que para comprender la civilización pagana
no se necesitaba estudiar los mitos, «fábulas absurdas que con­
tinúan infectando a la juventud», sino más bien las sociedades
«salvajes» contemporáneas.
La polémica proseguía en el siglo XIX, cuando Max Müller
se había propuesto explicar el elemento «irracional» y «salvaje»
del mito, en la esperanza de conseguir conciliario con su imagen
ideal de la civilización griega (con la que estaba en contraste in­
salvable), y lo había explicado como una «enfermedad del len­
guaje», nacida de la observación y de la personificación por
parte de los «primitivos» de fenómenos naturales y, en particu­
lar, del sol: producto, en resumen, de una incapacidad de los
«primitivos» para representarse las abstracciones. Y abriendo el
camino para la comparación con culturas diferentes de la grie­
ga, Müller había señalado la vía en que se movería J.G. Frazer,
que, observando los mitos de las poblaciones todavía capaces

26
La c a l a m id a d a m b ig u a

de crearlos, sostendría la posibilidad de que un mito griego fue­


se explicado, por ejemplo, por medio de su comparación con
uno polinésico.
Para llegar por fin a nosotros, ¿cuál es la tendencia que pre­
valece en la actualidad? Aunque no tiene la hegemonía total,
posee amplia difusión en nuestros días el método «estructural»,
según el cual «la mitología de una sociedad está constituida por
un conjunto de relatos que tienen más afinidad entre sí que con
cualquier otro discurso o forma de pensamiento al que hayan
podido asociarlos las astucias de la cronología o la casualidad
de la información»12.
En otros términos, el mito es un discurso autónomo, cuya re­
lación con la realidad (sea natural o social) no es directa e inme­
diata, sino, al contrario, mediata hasta tal punto (para llegar a
nuestro problema) que las instituciones en él representadas pue­
den ser lo contrario de las reales. Aunque a veces va ligado a un
acontecimiento histórico, el mito reelabora ese acontecimiento y
lo re-inscribe en estructuras diferentes: y los mitos matriarcales,
si esto es cierto, pueden significar exactamente lo opuesto de lo
que los estudiosos del XIX consideraban que significaban, de lo
que todavía ahora tiende a atribuirles la literatura feminista.
Pueden describir, en realidad, un mundo «trastocado», «puesto
al revés», justamente opuesto a la realidad. Como se ha dicho,
un mundo hasta tal punto diferente del real que es franca­
mente impensable. Y para confirmar esta interpretación pa­
recen acudir, en efecto, algunos mitos sobre los orígenes de
las ciudades.

27
E va cantarella

6. LAS MUJERES EN EL ORIGEN DE LAS CIUDADES:


CAULONIA, TARENTO Y LOCROS EPICEFIRIOS

El origen de muchas de las ciudades griegas de Italia está li­


gada, en el relato mítico, a mujeres. En primer lugar, Caulonia
habría sido fundada por Caulón, hijo de la amazona Clite, que,
cuando se dirigía a Troya para dar sepultura a su compañera
Pentesilea, muerta por Aquiles, fue alcanzada por una tempes­
tad y arrojada sobre las costas itálicas. Y en Caulonia, en efec­
to, según la literatura del XlX^habria existido el matriarcado.
Tarento sería fundada por ulotas que, durante la guerra de
Esparta contra Mesenia, se habían unido a mujeres espartanas
libres y que, al fm de la guerra, habían sido expulsados.
Locros Epicefirios sería fundada por los esclavos de los lo-
crios de Grecia que, mientras sus amos combatían junto a los
espartanos, se habían unido con las mujeres de Esparta: mujeres
y esclavos, por tanto, en los orígenes de algunas ciudades13.
¿Pero que hay más impensable, para un griego, que el poder
de un esclavo? Diferente del hombre libre «por naturaleza» y,
por tanto, objeto, en vez de sujeto de derecho, el esclavo no po­
día tener, ni haber tenido jamás, poder alguno. La asociación
entre esclavos y mujeres en estos mitos es, en consecuencia, muy
significativa. De hecho, también la mujer estaba excluida de to­
da participación en la vida de la ciudad, un «club de hombres»,
según se la ha definido. Los mitos que representan situaciones
en que el poder está ligado a mujeres y esclavos se refieren por
tanto a la realidad, pero por oposición. Y la moraleja que se sa­
ca de ello es que el poder, por definición, pertenece sólo a los
hombres14.

28
La c a l a m id a d a m b ig u a

7. LAS INICIACIONES FEMENINAS:


REPRODUCTORAS, TEJEDORAS Y PANIFICADORAS

Llegamos de este modo a un último problema, representado


por las ceremonias de iniciación. En las sociedades llamadas
primitivas existen ritos que marcan la entrada del individuo en
la colectividad, y determinan su posición en el interior de ésta.
Rigurosamente regulados por el grupo al que es admitido el ini­
ciado, estos ritos se celebran según normas consuetudinarias de
las que tienen conocimiento solo los miembros del grupo, y re­
presentan un momento fundamental en la vida del individuo:
con más precisión, el momento que simboliza y determina el ac­
ceso a la sabiduría de la colectividad, el reconocimiento de que
forman parte de ésta, y la correlativa certeza de que quien no
pertenece a ella es diferente.
Cuando se trata de ritos de iniciación al grupo político, son
signo del acceso al poder. Su importancia para los fines que nos
proponemos es, en consecuencia, evidente: puesto que también
los griegos, como los «primitivos», celebraban «iniciaciones», la
participación o la exclusión de las mujeres es un indicador nada
desdeñable de la condición femenina. Y es indicador que (anti­
cipando los resultados a que llegaremos) confirma de manera
evidentísima, para toda el área griega, la exclusión de las muje­
res de la vida pública y su destino exclusivo al papel de repro­
ductoras.
De hecho, es cierto que en Grecia existían ceremonias en
las que eran iniciadas las mujeres, pero se trataba de ceremo­
nias separadas y diferentes de las masculinas. Y la razón es
evidente. El ritual iniciático servía, en realidad, para señalar
el puesto que el individuo ocupaba en la comunidad y para
«transformarlo» según la «regla» que la comunidad le propo­
nía o, mejor, le exigía: el puesto de las mujeres, la «regla» de
su comportamiento, en otras palabras, su papel, eran eviden­
temente diferentes del puesto, de la «regla» y del papel mascu­

29
E va C a n t a r e l l a

lino. Pero veamos más exactamente cuáles eran los ritos de


iniciación en el mundo griego.
Comenzamos por las instituciones de las zonas dóricas don­
de, a diferencia de lo que ocurre en las áticas, los ritos iniciáti-
cos permanecieron en vigor incluso en plena época clásica, en
particular, en Esparta. El carácter iniciático de la educación es­
partana es clarísimo: por clases de edad, a partir de los siete
años, los jóvenes espartanos eran introducidos en grupos coetá­
neos y, a través de una serie de experiencias y de ritos, se con­
vertían al final en omoioi (iguales), es decir, en ciudadanos de
pleno derecho, destinados cpmp tales a dominar a aquéllos que
no lo eran, los periecos y lommtas.
MLjjjaes, a los siete años los niños les eran quitados a las fa­
milias y entraban en una «grey» (agela), donde, después de ha­
berles afeitado los cabellos, se preparaban para los problemas
de la vida. A los doce años entraban en una nueva fase, en la
que las dificultades aumentaban: provistos de un solo vestido, el
mismo para todas las estaciones, dormían en una yacija de jun­
cos, que debían hacerse por sí solos. A los veinte años, por últi­
mo, se convertían en eirenes, con funciones de vigilancia y de
educación de los más jóvenes.
Entrar en muchos detalles es superfluo: después de haber vi­
vido una experiencia homosexual (todos los muchachos, en
efecto, eran escogidos en un cierto momento como eromenoi
por erastai adultos, aspecto sobre el que volveremos en el capí­
tulo correspondiente) y haber aprendido a arreglárselas en todo
tipo de circunstancias (su alimento era tan escaso que les empu­
jaba al robo y, si eran sorprendidos, se les castigaba por su inep­
titud), los jóvenes espartanos, al término de la iniciación, esta­
ban preparados para ser aquello para lo que los había educado
la colectividad, es decir, ser guerreros.
Pasemos a los ritos iniciáticos femeninos. En Esparta, ade­
más de las masculinas, existían también iniciaciones femeninas,
pero separadas. Aunque la vida llevada por los hombres redu­

30
La c a l a m id a d a m b ig u a

cía, por su propia naturaleza, dentro de límites estrechísimos


sus funciones de esposas y de madres, las mujeres no eran ad­
mitidas a las iniciaciones masculinas. Y a pesar de estar m o­
deladas según las masculinas, las ceremonias iniciáticas fe­
meninas se diferenciaban de ellas de forma muy significativa.
De hecho, tampoco en Esparta podían participar las mujeres
en el gobierno de la ciudad: aun siendo diferentes de las otras
mujeres griegas, más libres, más adiestradas para las activi­
dades físicas, las mujeres espartanas tenían, sin embargo,
también ellas, una sola función, que era la de engendrar hijos
para la ciudad.
Por ello no es casual que las mujeres, a diferencia de los ma­
chos, no pasasen por muchas clases de edad, sino solamente por
la de parthenoi (vírgenes). En la vida del macho, una serie de
etapas señalaba la conquista de la calidad de ciudadano. En la
vida de la mujer, incluso de la espartana, había una sola etapa
fundamental: el matrimonio.
Las características de las iniciaciones femeninas son cla­
ras. Las muchachas espartanas eran puestas bajo la protec­
ción de Ártemis, la diosa virgen. Al llegar a una edad que no
es posible precisar, pero que presumiblemente se trata de
aquélla en que alcanzaban la pubertad por término medio, se
colocaban bajo la protección de otra divinidad, Helena, a la
que se confiaba la tarea de hacer de ellas mujeres a su ima­
gen. Y el paso de la protección de Ártemis a la de Helena
coincidía con la celebración de un rito iniciático que, a través
de un período de segregación, de desorden y de trastrueque
de las reglas sexuales civilizadas, señalaba su entrada en el
mundo de las mujeres adultas, aptas para el matrimonio15.
Las iniciaciones femeninas espartanas no eran, por tanto,
muy diferentes de las atenienses, que, por fortuna, podemos
reconstruir con mayor amplitud de detalles, gracias al testi­
monio contenido en el coro de las mujeres atenienses en la
Lisístrata de Aristófanes. En este coro, las mujeres manifies­

31
E va C a n t a r e l l a

tan, en realidad, su gratitud a la polis por la educación que


han recibido, e ilustran las etapas de la misma:
«Apenas tuve siete años, fui arrephoros,
después, a los diez, era aletris para nuestra arvheghetis,
después llevé la túnica color azafrán como arktos(osa)
en las Brauronias,
y, al fin, convertida en una hermosa muchacha,
fui kanephoros, con el collar de higos secos»16.
Los versos describen algunas ceremonias religiosas que, a fi­
nales del siglo Y, cuando escribía Aristófanes, eran confiadas a
las muchachas.
Las arréforas, para ser más precisos, eran cuatro vírgenes,
elegidas entre las más nobles de la ciudad, que estaban encarga­
das de tejer el peplo para Atena. Las aJetrides molían el grano
para la hogaza sagrada de la diosa. Las osas eran las sacerdoti­
sas que celebraban un rito destinado a expiar una culpa cometi­
da en relación con Ártemis (una vez, una osa se había refugiado
en el templo de la diosa y se le había dado muerte; la diosa, en­
colerizada, había enviado una carestía, y el oráculo había orde­
nado ofrecer una muchacha como medida expiatoria, cuyo sa­
crificio era recordado por la osa). Y las canéforas, en fin, eran
las muchachas que en las Panateneas llevaban las cestas con los
adornos y las ofertas sagradas17.
Pero si éste es el significado del pasaje con referencia a la
época en que fue escrito, detrás de las palabras del coro no es
difícil descubrir las líneas fundamentales de un antiguo sistema
iniciático, según el cual todas las muchachas, a medida que se
acercaban a la pubertad, pasaban a través de cuatro grados, ca­
racterizados por ritos y funciones particulares y emblemáticos.
Y completando la noticia dada por Aristófanes con otras fuen­
tes es posible describir algunos de estos ritos.
Las arréforas, durante el primer grado, eran separadas por
un cierto tiempo en la Acrópolis, donde, llevando un vestido

32
La c a l a m id a d a m b ig u a

blanco, se ejercitaban en el arte típicamente femenino del tejido.


El segundo nivel de iniciación, que comportaba también un pe­
ríodo de retiro, preveía el aprendizaje de la función femenina
fundamental de preparar el pan. El tercer grado era caracteriza­
do (además de por el usual período de segregación) por un sim­
bolismo de muerte y resurrección, típico de muchas iniciaciones
primitivas; y del estado de muerte salía la muchacha pasando
por una fiesta orgiástica, al término de la cual, preparada por
fin para entrar a formar parte de las mujeres adultas, era admi­
tida de nuevo en la comunidad, cumpliendo los ritos prescritos,
y llevando nuevas enseñas18.
¿A qué momento histórico nos conducen estos ritos de inicia­
ción? Habitada desde el neolítico, el Ática fue después sede mi-
cénica. ¿En cuál de estos períodos hunden sus raíces los ritos
descritos por Aristófanes? Es muy difícil establecerlo. Pero sin
pretender ofrecer respuestas, que serían de cualquier modo azaro­
sas, se puede decir que, hasta donde es posible remontarse a través
de estos ritos en la historia del Ática, resulta que las mujeres no han
tenido un papel dominante. El puesto que la comunidad les asigna­
ba, indicado por los ritos iniciáticos, no era, en realidad, distinto
del que tendrán en época histórica: tejedoras y panificadoras, es de­
cir, organizadoras de la vida familiar, encaminadas desde su más
tierna edad hacia su función de esposas y madres.

8. CONCLUSIONES

Llegamos así a las conclusiones. En todo lo que es posible re­


troceder en la historia del Mediterráneo, no existe posibilidad
alguna de probar la existencia de una sociedad matriarcal, en el
sentido etimológico del término. La minoica era, ciertamente,
una sociedad en que la posición de la mujer era elevada, una so­
ciedad cuya religión reconocía como divinidad suprema una fe­

33
E va C a n t a r e l l a

menina, y asignaba a las mujeres funciones sacerdotales; una socie­


dad en que las mujeres participaban en la vida social. Pero, más
allá de esto, no se puede decir nada. No sólo no hay trazas de po­
der político femenino, sino que ni siquiera existe la posibilidad de
hablar con seguridad de «descendencia por línea materna». Si es
cierto, en realidad, que algunos indicios parecen señalar un sistema
matrilineal, también lo es que se trata de indicios cuya interpreta­
ción es muy problemática. Por lo tanto, el «derecho materno» mi-
noico, si no puede ser excluido, tampoco puede ser confirmado.
Y vayamos al micénico. Superponiéndose a las poblaciones
pre-griegas, los griegos micénicos organizan una sociedad que,
mientras perpetuaba algunos elementos de la minoica, introdu­
cía otros nuevos y diferentes. Al lado del culto a la Potnia se si­
tuó el de divinidades masculinas; las mujeres fueron excluidas
de la administración de los bienes (al menos, a nivel de conjun­
to), si es que se admite que hubiesen participado antes en ella.
Aunque libre en sus movimientos, no del todo' excluidas de
las funciones religiosas y de la vida social, las mujeres micénicas
viveron una situación por así decirlo de transición: la condición
femenina, en perfecta coherencia con el carácter militar de la so­
ciedad, comenzó a registrar una disminución de status. Y la so­
ciedad griega que emergió de la destrucción de los palacios eli­
minó esta doble valencia, escogiendo un camino bien definido,
que intentaremos seguir en el capítulo siguiente.

Notas

1. Prescindimos aquí de la literatura del XIX, a la que hemos hecho alusión


en la Premisa, remitiendo de todas formas, para mayor información, a E.
C a n t a r e l l a , «J.J. Bachofen tra storia del diritto romano e scienze socia­
li», en Sociología del diritto 3(1982)1 llss., publicado de nuevo con algunos
cambios como prefacio de J.J. BACHOFEN, Introduzione al diritto materno, Ro­
ma 1983. Entre los paleontólogos nos limitaremos a recordar G. P atron i , La

34
La c a l a m id a d a m b ig u a

preistoria, I, Milán 1937, y P. LAVIOSA Z a m b o tti , Π Mediterráneo, ¡’E uro­


pa, l ’Italia durante la preistoria, Turin 1954, y Origini e diffusione della civiltà,
Milán 1957. Los historiadores que han creído en el matriarcado en Grecia y
en Roma se citarán más adelante. Para la discusión sobre las condiciones de
vida en el paleolítico, a las que aludiremos en el texto, remitimos por último
a M. Sa h l in s , L 'economía dell’etá della pietra, Milán 1980.
2. Sobre el neolítico, para su situación cronológica y espacial, véase R. Fu-
RON, Manuale di preistoria, Turin 1961, pp,273ss.; F. R i t t a t o r e V onwi-
LLER - V. Fusco, La preistoria in generale, extracto de Preistoria e vicino
Oriente antico (Nuova storia universale dei popoli e delle civiltà), Turin
1969, pp.53ss. Con referencia más específica al neolítico en Italia cf. G. Lu-
RASCHI, Comum oppidum, Como 1974, pp.218ss. Por lo que se refiere más
concretamente a la historia de la agricultura (y por lo que hace a las conse­
cuencias que se pueden sacar sobre el papel de las mujeres en el periodo de su
difusión) señalamos las recientes investigaciones expuestas por D. FORNI,
«Rendiconti delle ricerche condotte da] centro di museologia agraria nel pe­
riodo ottobre 1978 - novembre 1979», en Rivista di storia dell’agricoltura
3(1979)170ss., según las cuales la agricultura derivaría de la ignicultura, es
decir, de la práctica de quemar zonas más o menos extensas de vegetación,
para hacer cláreos y atraer a los hervíboros. Del fuego se derivaría un piroli-
max, matriz de las gramináceas domésticas, posteriormente cultivadas con el
arado: en otros términos, la agricultura habría sido por tanto inventada por
los hombres, aunque más tarde la desarrollaran las mujeres.
3. Sobre las sociedades primitivas con derecho materno véase R. Fox, la pa ­
rentela e il matrimonio. Sistemi d i consanguineitá e affmità nelle societá tri-
bali, trad, ital de B. B e r n a r d i , Roma 1973, y también I. M a g l i , Matriar-
cato epotere delle donne, Milán 1978. Sobre el derecho materno entre los an­
tiguos pueblos del Mediterráneo cf. E. B o u l d in g , The Underside o f His­
tory. A View o f Women through Time, Boulder Colorado 1976, pp,140ss.
4. La hipótesis fue sostenida entre otros por R. Br if fa u l t , The Mothers, 3
vols., Londrés 1927, I, pp.388ss.; G. THOMSON, Studies in Ancient Greek
Sodety. The Prehistoric Aegean, Londres 1949, pp,147ss.; U. P estalo zza ,
Religione mediterranea, Venecia 1954, y Μ. M a r c o n i , «La primitiva es-
pressione dei divino nella religione mediterranea», en Rendiconti Istit. Lom ­
bardo di Scienze c Lettere 79(1945-1946}247ss. Una interesante crítica y dis­
cusión actualizada de la hipótesis matriarcal se encuentra ahora en B.
W a g n e r , Zwischen M ythos und ReaJitát. D ie Frau in der frühgrie-
chischen Gesellschaft, Frankfurt am Main 1982, pp.l3ss.'. Die Frage der
Matriarchats.

35
E va C a n t a r e l l a

5. Así por ejemplo R.F. WILLETTS, Aristocratic Society in A ndent Crete,


Londres 1955.
6. Véase sobre este particular C.G. THOMAS, «Matriarchy in Early Greece»,
en Arethusa 6-2(1973)173ss., que por otra parte concluye declarándose, si
bien dentro de la inseguridad, a favor de una posible existencia del derecho
materno cretense.
7. Para las informaciones fundamentales sobre la sociedad micénica véase J.
C ha d w ick , The Mycenaean World, Londres 1976 [Trad. esp. E lmundo mi-
cénico, Alianza, Madrid 1977],
8. Así P. Di F id io , «La donna e il lavoro nella Grecia arcaica», en Nuova
DWF, DonnaWomanFemme 12-13(1979)188ss. Sobre la condición femeni­
na en Micenas véase además P. CARLIER, «La femme dans la société mycé­
nienne d’après les archives en linéaire B», en La femme dans les sociétés anti­
ques (Actes colloques Strasbourg, mai 1980 - mars 1981, édités par E. Lévy),
Strasbourg 1983, pp.9ss., y J.C. Billig m eier - J.A. T u r n e r , The Socio­
economic Roles o f Women in Mycenaean Greece: a B rief Survey from Evi­
dence in the Linear B Tablets, en Reflections o f Women in Antiquity, cit.,
pp.lss., que, a diferencia de Di Fidio, subrayan la presencia femenina en to­
dos los sectores de actividades, la importancia del papel sacerdotal femenino,
y la participación de las mujeres en la distribución de las tierras.
9. Así R.J. CARLIER, «Voyage en Amaxonie Grecque», Acta Ant.Acad.
Scient. Hung. 27(1979)38 Iss., y la voz Amazones cn Dictionnaire des m ytho­
logies, Paris 1981, pp.9-10. Sobre la inversion mítica, de forma más general,
véase F. H a r t o g , Le miroir d ’Hérodote. Essai sur la représentation de l ’a u­
tre, Paris 1980, pp.225ss.
10. Así W. BURKERT, «Jason, Hypsiphile and New Fire at Lemnos, a Study
in Myth and Ritual», en CÇ20(1970)lss. Sobre las Lemnias (cuyo mito es
narrado en Apoll.Rhod.A/#.I.636ss.) véase además G. D u m éz il , Le crime
des Lemniennes, París 1924, y M. DETIENNE, I giardini di Adone, Turin
1975, pp,117ss.
11. El mito de las hijas de Preto se encuentra en Hesíodo (fr. 26-29 Rz). So­
bre el significado del mal olor y de las enfermedades, véase A. Br e l ic h , Pai-
des e parthenoi, Roma 1969, pp.472-473, y M. DETIENNE, I giardini di A do­
ne, cit..., p.104.
12. Así M. DETIENNE, «Mythes grecques et analyse structural: controverses
et problèmes», en Π M ito greco (Atti convegno intemaz. Urbino 1973), Ro­
ma 1977, y a continuación en Dionisio e la pantera pro fumata, Bari 1981,
pp.9-10, donde se encuentra la bibliografía fundamental. Del mismo autor

36
La c a l a m id a d a m b ig u a

véase también lim ito. Guida storica e critica, Barí 1975; Repenser la m ytho­
logie, en M. I z a r d - P. Sm it h (eds.), La fonction symbolique, Essai d’anthropo­
logie, P a ris 1979, pp.71ss.; y luego L ’invention de la mythologie, Paris 1983.
Aproximación diferente en M. E l ia d e , Aspects du mythe, Paris 1963 y Trai­
té d ’h istoire des religions, París 1968, y en S.G . KlRK, La natura deim itigre-
ci, Bari 1977.
13. Sobre las fuentes véase E. ClACERl, Storia della Magna Grecia, I, Milán
1924, pp.82ss., y J. BÉRARD, La Magna Grecia, T u rin 1963, pp.l46ss.
14. Cf. P. V id a l N a q u e t , «Esclavage et gynécoeratie dans la tradition, le
m ythe, l ’utopie», en Le chasseur noir. Formes de pensée et formes de société
dans le monde grec, P a ris 1983, pp.267ss.; S.G . PEMBROKE, «L ocre et T áre n ­
te: le rôle des femmes dans la fondation de deux colonies grecques», en Annales
E.S.C. 25-4(1970)1240ss.; D . B r iq u e l , «Tarente, lacres, les Schytes, T hera,
R om e: précédents antiques au thèm e de l ’am ant de Lady C hatterley?», en
Mélanges de l'Ecole française de Rome 86(1974)673ss.; R. VAN COMPERNO-
LLE, «L e m ythe e la gynécocratie-doulocratie argienne», en Hommages à C.
Préaux, Bruselas 1975, pp.355ss.
De forma más general sobre el matriarcado (independientemente de la
relación mujeres-esclavos del mito) véanse además los estudios en los que
Pembroke ha demostrado la imposibilidad de documentar su existencia in­
cluso con referencia a uno de los países considerados con mayor frecuencia
«matriarcales», es decir, la Licia: «Last of the Matriarches: a Study in the
Inscriptions of Licia», en Journal o f the Economic and Social History
Orient 8(1965)217ss., y «Women in Charge: the Function of Alternatives in
the Early Greek Traditioin and the Ancient Idea of Matriarchy», en Journal
o f the Warburg and Courtauld Institutes 30(1976)1 ss.
15. Sobre las iniciaciones espartanas, véase A. BRELICH, Paides eParthenoi,
cit., pp.ll3ss., y C. CALAME, «Hélène (le culte d’) et l’initiation féminine en
Grèce», en Dictionnaire des mythologies, cit.
16. Ar.Zy.s.641-645. [Las traducciones de textos griegos y latinos se toman
con frecuencia de las publicadas por prestigiosos filólogos españoles; en
otros casos, han sido realizadas por Andrés Pociña, teniendo presente el te­
nor de las ofrecidas en el texto italiano por Eva Cantarella, sobre todo por lo
que hace a las peculiaridades en razón de la cita. En el caso presente, por
ejemplo, se dejan en forma griega los términos que marcan las etapas de la
educación de la mujer, tal como hace Cantarella en su versión italiana, reali­
zada por ella misma].

37
E va C a n t a r e l l a

17. Cf. de nuevo A. BRELICH, Paides e parthenoi, cit., pp.229ss. Sobre las
iniciaciones masculinas en Atenas véase además G. THOMSON, Eschilo e
Ateiie, Turin 1946, pp,163ss.

38
Π. EL ORIGEN DE LA MISOGINIA OCCIDENTAL

1. LOS POEMAS HOMÉRICOS

Homero, «historiador total» déla Grecia arcaica,


y la condición de la mujer «homérica»

El primer documento que describe con detalle las condicio­


nes de vida de la mujer griega son los poemas homéricos. Y a
nuestros efectos son documento «histórico», con total inde­
pendencia del hecho de que los acontecimientos narrados hayan
realmente acaecido, que los personajes sean verdaderamente
históricos y que la guerra de Troya haya tenido efectivamente
lugar.
Como es sabido, la polémica sobre el asunto ha visto tomar
posiciones a quienes por un lado, considerando la guerra una
realidad, han intentado situarla en el espacio y en el tiempo, y,
por otro, a quienes (como M.I. Finley, uno de los mayores estu­
diosos de la sociedad homérica) han creído y creen, en cambio,
que se trata de una invención poética. Pero, para nuestros efec­
tos, la solución del problema es irrelevante: los poemas no nos inte­
resan como historia de «acontecimientos», sino como documento
que transmite la memoria de una «cultura» en su globalidad.
Por lo menos hasta el siglo VIII, la cultura griega fue en rea­
lidad pre-literaria, es decir, su transmisión no era confiada a do­
cumentos escritos, sino que se realizaba por vía oral. Ni siquiera

39
E va C a n t a r e l l a

es relevante a tales efectos el hecho de que los griegos micénicos


hubiesen utilizado una escritura. De esta escritura (la lineal B,
como es sabido) se habían servido tan sólo para fines adminis­
trativos, limitándose a usarla para registrar las operaciones ne­
cesarias en la compleja organización burocrática de sus reinos:
traslados de tropas, organización de trabajos de utilidad públi­
ca, concesiones de tierras en usufructo a privados, etc. Pero la
transmisión del patrimonio cultural de la sociedad, de su histo­
ria, de sus valores y de sus reglas, no había sido confiada a la es­
critura. La civilización micénica, en suma, era «oral», como
«oral» fue la civilización que, olvidada la escritura micénica, de­
saparecida con la caída de los «palacios», emergió de las ruinas
de éstos y se consolidó en los siglos siguientes. Y en todos estos
siglos (con más precisión, al menos hasta el VIII, cuando los
griegos comenzaron a usar una nueva escritura alfabética, to­
mada de los fenicios) la memoria de los griegos, el recuerdo de
las gestas de sus antepasados, la difusión y transmisión a lo lar­
go de las generaciones de los modelos de comportamiento, de
las reglas sociales y de las religiones fue confiada a la poesía1.
A lo largo de todos los siglos del llamado Medievo griego los
aedos y los rapsojdlé/ cantando las gestas de los antepasados,
desarrollaron junto"a la función recreativa, una importante fun­
ción pedagógica, enseñando a los griegos lo que debían sentir y
pensar, cómo debían ser y cómo debían comportarse. Y así co­
mo los hombres aprendían del epos a adecuarse al modelo del
héroe, al mismo tiempo, las mujeres, escuchando a los poetas,
aprendían qué comportamientos debían tener y cuáles evitar2.
En este sentido, pues, la Diada y la Odisea, en las que conflu­
yeron los cantos aédicos y rapsódicos, son para nosotros docu­
mento histórico. Aunque no fueran verdaderas, en realidad, las
situaciones que los cantores describían, tenían que ser, de todos
modos, verosímiles, y los diversos personajes debían compor­
tarse de acuerdo con reglas y convenciones sociales reales, y la
moral que inspiraba sus actos debía ser la que la poesía, casi

40
La c a l a m id a d a m b ig u a

institucionalmente, enseñaba y transmitía. En conclusión, la so­


ciedad descrita en la Ilíada y en la Odisea es el espejo de la so­
ciedad griega en los siglos que median entre el fin de la civiliza­
ción micénica y el VIH, y la condición femenina que representan
es la real de las mujeres que vivieron en aquellos tiempos.
Veamos, por tanto, cuál era esa condición. Según la opinión
corriente, a diferencia de la mujer griega de la edad clásica (se­
gregada, despreciada y casi incapaz de derechos), la mujer ho­
mérica habría sido respetada y libre.
Hacia fines del siglo pasado, Samuel Butler, traductor inglés
de Homero, llegó a sostener que la atención prestada a los te­
mas femeninos y la profundidad del análisis psicológico de los
personajes de la Odisea eran tales que hacían pensar que había
sido escrita por una mujer, identificada sin rodeos con una no­
ble de Trapani, cuya personalidad estaría descrita autobiográfi­
camente en la de Nausica3.
Sin llegar a estas cimas de fantasía, la idea de una Odisea do­
minada por figuras femeninas de gran relieve, que revelarían la
consideración en que era tenida la mujer homérica, vuelve a re­
hacerse periódicamente, induciendo, por ejemplo, a parangonar
a Atenea, la diosa que protege a Ulises y a Telémaco en su pro­
yecto de reconquistar el poder, con la figura de Beatrice en la
Divina Comedia4, o a sostener que en la edad del bronce exis­
tían comunidades en las que el poder real era confiado a una
mujer, el matrimonio matrilocal y la descendencia por línea ma­
terna5. Para verificar todas estas hipótesis, las confrontaremos
ahora con las situaciones descritas en los poemas y con los «va­
lores» que éstos transmiten, reflejados, por un lado, en las virtu­
des o cualidades que las mujeres debían tener, y, por otro, en las
reglas de comportamiento a que debían atenerse los miembros
de la familia homérica y, en particular, las mujeres.

41
E va C a n t a r e l l a

Las virtudes femeninas y la discutible fidelidad de Penélope:


el modelo y la realidad supuesta

En primer lugar, una mujer debía ser hermosa: la primera ca­


racterística sobre la que se para constantemente Homero cuan­
do presenta a un personaje femenino, es la belleza, que la hace
semejante a una diosa6. Y cuando es semejante a la de Helena,
la belleza hace perdonar todo: por Helena, bella como una dio­
sa inmortal, dicen los viejos troyanos sentados junto a la Puerta
Escea para ver la batalla, «no es vergonzoso que los teucros y
los aqueos de hermosas grebas por largo tiempo pasen penali­
dades»7. Además, la mujer debía cuidar su aspecto físico y preo­
cuparse de su vestimenta: son éstas las cualidades con que una
mujer conquista para sí «fama gloriosa»8. Después, debía sobre­
salir en los trabajos domésticos. Y, por encima de todo, debía
obedecer:
«Conque, vamos, marcha a tu habitación y ocúpate de
las labores que te son propias, el telar y la rueca, y
ordena a tus esclavas que se apliquen a las suyas. El
arco será cuestión de los hombres y, principalmente,
de mí, de quien es el poder en este palacio»9,

le dice a Penélope su hijo Telémaco. Y Penélope obedece. La


misma Andrómaca, uno de los personajes Citados por quien
cree en un antiguo poder femenino10, no está menos sometida a
su marido de lo que lo está Penélope a su hijo durante la ausen­
cia de Ulises. En las relaciones entre Héctor y Andrómaca
emerge, a decir verdad, una concepción de las relaciones conyu­
gales diferente de lo que es normal entre el héroe y su mujer: un
trato más humano, ciertamente inhabitual en los poemas11. Pe­
ro, como recuerda Héctor a su esposa, con la mismas palabras
que dirige Telémaco a su madre, el puesto de Andrómaca es, sin
embargo, siempre la casa, su trabajo es sólo el doméstico y es

42
La c a l a m id a d a m b ig u a

inconveniente que se atreva, simplemente, a pensar en cosas re­


servadas a los hombres, como la guerra12.
Riguroso respeto a la división de los papeles y obediencia,
por tanto, son las virtudes que se esperan de una mujer, junto
con el pudor y la fidelidad: virtudes típicas, todas ellas, de una
mujer subalterna. Y quizá se puede decir más. La mujer homé­
rica no es sólo subalterna, sino también víctima de una ideolo­
gía inexorablemente misógina. Bajo la capa de un afecto pater­
nalista, por lo demás bastante frágil, el héroe homérico descon­
fía de la mujer, incluso de la más devota y sometida.
Ulises, vuelto a ítaca, espera a haber matado a los preten­
dientes antes de descubrirse a su mujer. Revela su personalidad
a Telémaco, a Euriclea, a Eumeo. A Penélope, en cambio, lo
hace tan sólo después de haber cumplido la venganza. No sin
razón,
«por eso ya nunca seas ingenuo con una mujer, ni le reve­
les todas tus intenciones, las que tú sepas bien, mas dile
una cosa y que la otra permanezca oculta»13,

le había aconsejado la sombra de Agamenón en el Hades. Aga­


menón, asesinado por su esposa Clitemestra, tenía, es cierto,
buenos motivos para pensar de este modo. Pero de su experien­
cia personal había sacado una generalización:
«Te voy a decir otra cosa que has de poner en tu pecho:
dirige la nave a tu tierra patria a ocultas, y no abierta­
mente, pues ya no puede haber fe en las mujeres»14.
Por lo tanto ni siquiera Penélope (a quien, sin embargo, ala­
ba Agamenón por su fidelidad) queda libre de sospecha. A Te­
lémaco, que se encuentra en Esparta en busca de noticias de su
padre, Atenea le aconseja volver inmediatamente a casa. El pa­
dre de Penélope y los pretendientes iás^eh para que ella vuelva
a casarse. Pero la razón del apresuramiento no es, como podría

43
E va C a n t a r e l l a

pensarse, la necesidad de ayudar a su madre a evitar la boda. El


peligro es otro:
«Guárdate de que no se lleve de casa, contra tu volun­
tad, algún bien. Pues ya sabes cómo es el alma de una
mujer: está dispuesta a acrecentar la casa de quien la
despose olvidando y despreocupándose de sus prime­
ros hijos y de su esposo, una vez que ha muerto.
Conque ponte en camino, y deja todo en manos de la
esclava que te parezca mejor, hasta que los dioses te
den una esposa ilustre»15.
Débil, interesada, incapaz de sentimientos duraderos. Siendo
el matrimonio su lugar de destino y de existencia, sus intereses y
sus afectos viven sólo en función de aquél: así es la mujer. Pero,
¿por qué sorprenderse de ello? Anteponer el matrimonio a todo,
¿no es acaso lo que se le ha enseñado? Desde luego. Pero las
mujeres, ya se sabe, no tienen sentido de la medida, carecen de
equilibrio. Incluso las mejores de entre ellas, las que han hecho
buen uso de la educación recibida, pueden ser peligrosas: corren
el riesgo de ser más papistas que el Papa. Casadas de nuevo,
pueden olvidar al marido desaparecido, los hijos del primer ma­
trimonio, todo. He aquí por qué, sean como sean, están contro­
ladas.
Las figuras femeninas, admiradas, respetadas, poderosas, de
las que se habla tan a menudo, resultan bastante difíciles de en­
contrar. Las virtudes que las mujeres debían poseer no las con­
vertían en protagonistas, sino al contrario. Sus cualidades eran
de tal manera que podían y debían ser utilizadas exclusivamente
en el interior del limitado círculo de sus atribuciones y de su rol,
sin proyectarse lo más mínimo al mundo exterior.
Una sola figura femenina tiene un papel diverso: Atenea, la
diosa que aconseja a Ulises y a Telémaco en cuestiones típica­
mente masculinas, como son las relativas al poder. No es casual
que sea Atenea la diosa nacida de la cabeza de Zeus, la diosa

44
La c a l a m id a d a m b ig u a

parthenos, la virgen que rechaza la boda y, por tanto, no asume


nunca un papel femenino. Esta consideración no carece de im­
portancia: la única mujer que ejerce un influjo constante y a la
que se le reconoce un papel de consejera y protectora, no es un
mujer verdadera.
Pero, ¿cómo son los otros personajes femeninos? Cuando no
se trata de personajes míticos (en cuyo caso suelen ser insidiosos
y peligrosos, como Circe y la Sirenas)16, son, en realidad, imáge­
nes social e intelectualmente pálidas y subordinadas, excluidas
y, en el mejor de los casos, ignoradas por el mundo masculino.
Ni consoladora ni consejera, la mujer homérica era solo el
instrumento de la reproducción y de la conservación del grupo
familar. Fácil a las lágrimas —como los hombres, todo hay que
decirlo—, llora, sin embargo, lágrimas muy distintas de las mas­
culinas. Las suyas no son lágrimas violentas, manifestación de
un carácter fuerte, enérgico, heroico, como las de los hombres.
Las suyas son prolongados sollozos que consumen, gemidos y
lamentos inútiles, que no conducen a nada. En definitiva, una
prueba más de su impotencia17. Para concluir, relegada ideoló­
gicamente al interior del oikos (a pesar de una cierta libertad fí­
sica del movimiento), y fuera de él inexistente. A la luz de estas
consideraciones tal vez se puedan explicar algunos rasgos, muy
singulares, del personaje de Penélope.
La esposa de Ulises, que entra en la historia por su fidelidad,
se comporta, en realidad, de manera que hace surgir dudas so­
bre esta virtud suya tan alabada. La fidelidad a ultranza es, de
hecho, sólo uno de sus ropajes: más de una vez se revela muy
deseosa de casarse y, sobre todo, se comporta con reprobable
coquetería. Desde hace cuatro años nada menos burla a sus pre­
tendientes, haciéndoles promesas a cada uno de ellos (y son
108) y enviándoles billetes18. Si no se decide a casarse de nuevo,
es porque teme ser criticada por el pueblo, fiel al recuerdo de
Ulises. Además, en varias ocasiones, y por parte de varias per­
sonas, surgen dudas sobre la paternidad de Telémaco. Atenea,

45
E va C a n t a r e l l a

Néstor, el propio Ulises, no están nada seguros a este respecto.


Incluso el propio Telémaco, preguntado por su padre, queda per­
plejo: mi madre dice que soy hijo de Ulises, contesta, pero «yo no
lo sé; nunca nadie pudo por sí conocer su propio linaje»19.
Mater certa, por lo tanto, pater semper incertus: que la afir­
mación de este principio aparezca con tanta frecuencia, y siem­
pre a propósito de Penélope, es cósa verdaderamente extraña. A
menos, tal vez, que se piense en lo qüe sobre las mujeres pensa­
ban los hombres, y no sólo los extraños, sino también sus pa­
dres, sus maridos, sus hijos. Las ambigüedades de Penélope se
deben, quizá, a dos hechos contradictorios. Por un lado, estaba
la necesidad de la poesía épica, dada su función de formación
cultural, de proponer un modelo de mujer que fuera el símbolo
de todas las virtudes que la mujer debía tener. Por el otro, esta­
ba una ideología misógina, que desconfiaba profundamente de
las mujeres20. Penélope, quizá, es el fruto de estos dos hechos
que contrastan: imagen, a un tiempo, del «deber ser» y del «ser»
(a los ojos de los hombres, se entiende) de la mujer homérica.

Las reglas de comportamiento: esposas, concubinas y esclavas.


El adulterio de Afrodita

Después de cuanto hemos visto sobre las virtudes femeninas,


que el primer deber de una mujer fuese el ser fiel a su marido no
puede sorprender lo más mínimo; y, de nuevo, el epos nos hace
saber lo que les ocurríala las adúlteras. En los poemas, además
de Clitemestra, la adultera) por antonomasia, otra mujer, una
diosa, quebranta el vínculo conyugal: Afrodita, tan hermosa co­
mo feo y derrengado era su marido Hefesto. Zeus, su padre, se
había encolerizado un día porque, durante una de las muchas
peleas entre él y su esposa Hera, Hefesto había intentado defen­
der a su madre, librándola de los golpes de su marido; por ello,
cogiéndolo por un pie, Zeus lo había arrojado del Olimpo, pre­

46
La c a l a m id a d a m b ig u a

cipitándolo durante todo un día, hasta que cayó en Lemnos,


donde fue recogido por los sintios.
No debe maravillar, por tanto, que Afrodita, tan hermosa y
dorada que todos los dioses habrían querido acostarse con ella,
tuviese una relación amorosa con Ares, el dios de la guerra. Pe­
ro Hefesto se había enterado, porque el Sol había servido de es­
pía. Simulando ir a Lemnos, Hefesto preparó una red invisible,
sutil como la de una araña, y la extendió alrededor del lecho pa­
ra que los adúlteros quedasen aprisionados al entrar en él. Y
cuando esto ocurrió, y los amantes se encontraron atados, He­
festo, el «cojo glorioso», llamó a todos los dioses como testigos
de la traición. No liberaré a los adúlteros, había dicho,
«hasta que mi padre me devuelva todos mis regalos de
esponsales (eedna), cuantos le entregué por la mu­
chacha de la cara de perra»21.
La sanción que castigaba a la esposa infiel, por tanto, era el
repudio, acompañado de la restitución al marido de los eedna,
es decir, los bienes que, en el momento del matrimonio, había
pagado al que tuviera la potestad sobre la esposa, y que eran al
mismo tiempo señal tangible del nuevo estado de la mujer (so­
cialmente tanto más elevada, cuanto más grandes habían sido
los eednà) y de la adquisición del poder familiar sobre ella por
parte del marido22. En cambio, no hay ninguna referencia al
poder del marido de castigar a la esposa infiel inflingiéndole
una de las penas corporales que el cabeza de familia tenía el po­
der de imponer a todos los que estaban bajo su poder, incluida
la esposa. Tomemos el caso de Zeus, que no sólo golpeaba ha­
bitualmente a su esposa Hera, incluso con la fusta, sino que la
sometía a castigos durísimos, como ocurrió, por ejemplo, cuan­
do la encadenó y la suspendió en el vacío, atándole dos yunques
a los pies23. Obviamente, esto no significaba que colgar a la es­
posa fuese un hábito de los maridos griegos. La relación Zeus-
Hera era de tipo especialmente combativo y violento y, desde

47
E va C a n t a r e l l a

luego, no puede ser tomada como modelo de las relaciones ma­


trimoniales. Pero ello no impide que, más allá de esta caracterís­
tica, represente un cuadro de relaciones conyugales que el públi­
co aceptaba de alguna manera, evidentemente acostumbrado a
considerar los castigos como un aspecto no patológico de la re­
lación. En otras palabras: de los excesos de Zeus el público po­
día reírse, pero no se horrorizaba.
Pero la mujer homérica no tenía que sufrir solamente casti­
gos físicos: debía tolerar que el marido tuviese una concubina y
mantuviese relaciones (aunque con relevancia social diferente)
también con otras mujeres, como las piisioneras de guerra, que
eran asignadas al héroe como parte del botín, y las esclavas de
casa, con las cuales es muy probable que el patrón tuviese rela­
ciones sexuales. Y de estas mujeres el hombre tenía hijos que,
aun siendo espurios (nothoi),no eran, sin embargo, discrimina­
dos con relación a los legítimos (gnesioi ), como en el derecho
clásico posterior. Los nothoi, en efecto, vivían con frecuencia en
casa del padre, y a su muerte participaban en la herencia junto
con los hijos legítimos, si bien en condiciones de inferioridad
con respecto a éstos. En vez de una cuota del patrimonio (que
se dividía en partes iguales entre los hijos legítimos), recibían
uno o varios bienes determinados, por lo demás de valor nada
despreciable, como una casa o una esclava: tenían, en suma, de­
rechos diferentes e inferiores a los de los legítimos, pero dere­
chos a fin de cuentas.
La mujer, pues, frente a sus muchos deberes, no tenía ni si­
quiera el privilegio de asegurar a sus hijos la exclusividad del
patrimonio familiar. Pero esto no significaba que el marido no
tuviese algún deber en sus relaciones. El hecho de que le fuese
concedida una libertad que llegaba al reconocimiento social de
una relación de concubinato al lado de la matrimonial (con las
consecuencias recordadas sobre el estado de los hijos ilegíti­
mos), no impedía que existiese entre esposa y concubina una je­
rarquía de valores, que debía ser, por una parte, bien visible

48
La c a l a m id a d a m b ig u a

desde el exterior y, por otra, perceptible por parte de la esposa


en las relaciones conyugales.
La concubina, en resumen, gozaba de un cierto prestigio o,
al menos, no carecía por completo de dignidad social: si no es
técnicamente exacto, como se ha hecho, hablar de poligamia del
hombre homérico (puesto que la esposa era una sola), el concu­
binato era, sin embargo, un vínculo reconocido. Pero la jerar­
quía era respetada: el hombre homérico debía consentir que só­
lo la esposa compareciera a su lado en la vida social, y no debía
descuidarla por la concubina24.
La no observancia de estos deberes maritales, por otra parte,
no era sancionada con castigos concretos y físicos, como los que
garantizaban la observancia de los deberes de la esposa: de he­
cho, los agravios que el marido hacía a la mujer eran sanciona­
dos sólo a nivel social. Para no considerar, en fin, que, si bien el
hombre tenía deberes, aunque fuesen sólo sociales y morales, en
relación con su esposa, no tenía ningún deber hacia la concubi­
na, ni hacia las otras mujeres con las que mantenía relaciones.
Así, las prisioneras de guerra, amadas y respetadas de palabra,
de hecho no eran ni más ni menos que esclavas. Y las esclavas
de casa, las criadas, eran obligadas no sólo a la obediencia, sino
quizá también a la fidelidad sexual en relación con el patrón,
que, además del poder de inflingir castigos corporales, tenía so­
bre ellas el derecho de vida y muerte, como demuestra el caso de
Ulises que, vuelto a ítaca, mató cruelmente, ahorcándolas, a
doce criadas que lo habían traicionando.
Concluyendo, los intentos de demostrar que los poemas con­
servan trazas de organizaciones matriarcales, así como la afir­
mación de que la mujer homérica disfrutaba de algunos privile­
gios y de una dignidad social mayor que la de la mujer de la
época clásica, aparecen en evidente e insuperable contraste con
los valores y las reglas de comportamiento heroicas.
El hecho de que en los poemas haya algunas referencias a
personajes femeninos dotados de algún poder no significa nada:

49
E va C a n t a r e l l a

se trata de referencias aisladas, absolutamente inconciliables


con el cuadro general de la organización tanto familiar como
política. La posición de la mujer en la edad del bronce, lejos de
ser privilegiada, era, en realidad, de ineluctable subordinación a
un cabeza de familia cuyos poderes, cuando se trataba del mari­
do, estaban limitados solamente por el poder concurrente del
padre. Y es precisamente el examen de la condición de Penélope
(la mujer que debería transmitir el poder real)25 el que revela
cuán fantástica es la imagen de una mujer homérica, si no pode­
rosa, al menos libre.
Penélope, en primer lugar, no puede rechazar la boda con sus
pretendientes: de hecho, no le incumbe a ella decidir si vuelve a
tomar marido o no. A quien correspondía esta potestad no está
muy claro en realidad, puesto que algunos pasajes se lo atribu­
yen a su padre Icario, y otros a su hijo Telémaco. Pero una cosa
es cierta: la decisión no corresponde a Penélope, que sólo pue­
de, cuando otros decidan su boda, escoger entre los pretendien­
tes el que prefiera. En el colmo de la liberalidad, Telémaco llega
en una ocasión a decir que no se atreve a echar a su madre de
casa, obligándola a volver a casarse: con ello demuestra precisa­
mente que, si quisiera, tendría el poder de hacerlo. Y, hay que
decirlo, es éste el único miramiento que tiene para con su ma­
dre, a quien recuerda siempre que es suyo, y solamente suyo, el
mando de la casa durante la ausencia de Ulises.
Ésta es, por consiguiente, la situación doméstica de la mujer
homérica, y no sólo de Penélope, sino de todas las mujeres que
aparecen en el contexto de un grupo familiar26. Distinto es, en
cambio, el caso de figuras como Circe o Calipso, magas y ninfas
«autónomas», con poderes mágicos, personajes —junto con las
Sirenas— de relatos que corrían quizá desde hacía siglos en bo­
ca de los marineros y que habían confluido después en el gran
poema aqueo: según se ha dicho, recuerdo de desaparecidos po­
deres femeninos27. Pero, en cualquier caso, ciertamente no es
sobre ellas sobre las que se puede construir un discurso históri­

50
La c a l a m id a d a m b ig u a

co: las mujeres, las madres, las hermanas y las hijas de los hé­
roes homéricos vivían, en realidad, una condición muy diversa
de la de las ninfas y las magas. La condición femenina homérica
real era ésta: exclusión total del poder político y de la participa­
ción en la vida pública. Ineluctable e indiscutible subordinación
al cabeza de familia, y sumisión a sus poderes punitivos. En fin,
segregación ideológica, si no física. Incapaz de pensar en más
cosas que en las domésticas, aunque libre para salir de casa, no
puede ni siquiera hablar de las cosas masculinas. Infiel, débil,
voluble, la mujer es mirada con desconfianza y suspicacia. Las
raíces de la misoginia occidental se echan en una época bastante
más remota de lo que se suele afirmar, y son bien firmes ya en el
documento más antiguo de la literatura europea28. Y, cierta­
mente, no es posible pensar que los poemas expresen una posi­
ción individual, la misoginia de un personaje (o de dos persona­
jes, para quienes creen en la existencia de dos autores diversos
para la ¡liada y la Odisea).
Incluso prescindiendo de la consideración, por lo demás de­
terminante, de que en los poemas confluyen cantos transmitidos
y reelaborados durante muchos siglos, y que la función didácti­
ca y socializante de la poesía épica requería que los relatos aédi-
cos y rapsódicos expresaran y, al mismo tiempo, contribuyeran
a formar la opinión popular, la desconfianza que expresan con
relación a la mujer encuentra una correspondencia perfecta en
las obras literarias del período inmediatamente subsiguiente:
entre ellas, en primer lugar, la poesía de Hesíodo.

51
Eva C an ta rella

2. HESÍODO Y SEMÓNIDES

Pandora: «dolos améchanos», el «engaño inevitable»

Tanto en la Teogonia como en Trabajos y días, Hesíodo na­


rra la creación de la primera mujer29. Irritado porque Prometeo
había robado el fuego a los dioses, Zeus, para castigar a los
hombres, decidió enviarles una desgracia, Pandora, la primera
mujer ni más ni menos, cuyo nombre venía a significar que cada
dios le había dado un don: belleza, encanto, gracia, habilidad
en los trabajos femeninos, pero «alma de carne, y carácter enga­
ñoso», «embustes y blandas palabras». En consecuencia, cuan­
do Pandora llegó a la tierra, todo cambió. Antes de su llegada
los hombres vivían felices, inmunes a las fatigas y enfermedades,
pero desde aquel momento:
«(...) mil diversas amarguras deambulan entre los
hombres: repleta de males está la tierra y repleto el
mar. Las enfermedades, ya de día, ya de noche, van y
vienen a su capricho entre los hombres acarreando
penas a los mortales en silencio, puesto que el provi­
dente Zeus les negó el habla»30.
Pero lo que es mas interesante, en la historia de Pandora, es
la consideración de su naturaleza. Creada con «tierra y agua»31,
Pandora es un producto artesanal, realizado por Hefesto, «se­
mejante a una virgen casta», y perfeccionado por Atenea, que le
da la capacidad de seducir32.
Por consiguiente, así fue construida Pandora, este «mal tan
hermoso» del que desciende «el género maldito, las tribus de las
mujeres»33. Para llevarles daño a los hombres, usa la capacidad
de seducir. Y no es poco. Seducción y belleza son un poder
enorme, como dice con indiscutible gracia un fragmento conser­
vado en las Anacreónticas·.

52
La c a l a m id a d a m b ig u a

«La Naturaleza cuernos a los toros,


cascos les dio a los caballos,
ligereza de patas a las liebres,
a los leones su abismal dentadura,
a los peces el arte de nadar,
a los pájaros el volar,
a los hombres la cordura;
para las mujeres ya nada tenía.
¿Qué les da, entonces? La belleza
en vez de todos los escudos,
en vez de todas las lanzas;
pues vence el hierro
y al fuego la que es bella»34.
Pero la galantería del desconocido poeta no es ciertamente la re­
gla. Hesíodo veía de manera bien diferente el poder de la belleza:
«Que no te haga perder la cabeza una mujer de trasero
emperifollado que susurre requiebros mientras busca
tu granero. Quien se fía de una mujer, se fía de ladro­
nes»35.
Belleza y encanto, para él, no pueden ser sino peligrosos. El
uso que las mujeres hacen de ellos (dada la razón para la que
fueron creadas) es inevitablemente para daño de los hombres. A
Pandora Afrodita le dio como regalo «gracia», «deseo terrible»
y «afanes que enflaquecen los miembros» (charis, pothos arga-
leosy gyj'okoroj meledonai ). Pero Hermes le dio «mente desca­
rada» (kyneos noos) e «índole ambigua», y en su corazón puso
«engaños» (pseudea) y «discursos arteros» (logoi aimylioi )36.
Provista de estas dotes, Pandora es, por lo tanto, inevitable­
mente, un «terrible azote» {pema mega), un «engaño del que no
se puede escapare ( dolos améchanos)37.

53
E va C a n t a r e l l a

Mujeresy animales: «una viene déla abeja»

Como Hesíodo, también Semónides considera que las muje­


res están hechas de tierra y agua. O mejor, algunas mujeres:
«A otra la moldearon con tierra los Olímpicos
y se la dieron al hombre como embotada; nada malo
ni bueno sabe una mujer de tal tipo;
la única labor que sabe hacer es comer.
Y si los dioses mandan un duro invierno,
tirita de frío antes que acercar su banqueta al fuego.
Otra procede del mar, y se comporta de dos maneras:
se ríe y está contenta un día,
y la elogiaría el huesped que la viera en su casa:
“No hay una mujer mejor que ésta
en toda la humanidad, ni más hermosa”.
Pero al otro día no es sufrible mirarla
ni acercarse a ella, sino que anda enloquecida,
inabordable, como una perra vigilando a sus cachorros,
y resulta áspera con todos y desagradable
tanto para sus enemigos como para sus amigos.
Como el mar muchas veces sereno
se queda calmo y propicio, gran alegría para los marinos,
en la estación del verano, pero muchas veces enloquece,
por olas de sordo golpear arrebatado:
a él es a quien más se parece una mujer así,
por su carácter agitado: también el mar tiene naturaleza
cambiante.»38.
Pero si las mujeres hechas de tierra o nacidas del mar son
una desventura, todavía son peores las otras mujeres que, según
su índole, derivan de animales, de los que tienen todas las carac­
terísticas:
«(...) Una procede de la cochina de largas cerdas,
en su casa todo está lleno de suciedad,
tirado en desorden y rodando por el suelo;
y ella, sin lavarse y con las ropas sucias,

54
La c a l a m id a d a m b ig u a

sentada entre montones de estiércol, engorda.


A otra la hizo dios de la maligna zorra;
es la mujer que lo sabe todo: nada malo,
ni nada bueno le pasa inadvertido,
pues a unas cosas las llama con frecuencia malas,
a otras buenas: pero su disposición es tan pronto
de una manera como de otra.
A otra, hija de la perra, la hizo irritable e impulsiva;
quiere ésta oírlo todo, saberlo todo,
y por todas partes curioseando y dando vueltas
pega ladridos, aunque no vea a persona alguna.
No la puede calmar su marido ni amenazándola,
ni aunque, irritado, le salte con una piedra
los dientes, ni hablándole cariñosamente,
ni siquiera si está sentada en casa ajena;
sino que prosigue sin cesar su inútil ladrido.
(...) Otra procede del asno gris y cosido a palos;
por la fuerza o por las amenazas apenas
lo soporta todo y realiza trabajos ásperos.
Mientras tanto, come en su habitación
toda la noche, todo el día, y come junto al hogar.
No obstante, para el trabajo de Afrodita
acepta a cualquier compañero que se presente.
Otra procede de la comadreja, especie miserable y triste,
pues no tiene nada bello ni deseable,
nada agradable, nada amable.
Y está loca por el lecho de Afrodita,
pero al hombre que tiene le produce náuseas.
Con sus robos causa muchos daños a los vecinos,
y muchas veces se come las víctimas ante de sacrificarlas.
A otra la engendró la hermosa yegua de largas crines,
y huye ante los trabajos serviles y la aflicción,
y no podría tocar la piedra de un molino, ni coger
una criba, ni sacar la basura de casa,
ni sentarse junto al homo para evitar el hollín;
pero enamora al hombre con una fuerza invencible.
Se quita la suciedad todo el día,

55
E va C a n t a r e l l a

dos veces, tres veces, y se unge con perfumes;


siempre lleva bien peinado su cabello,
espeso, adornado con flores.
Un bello espectáculo es una mujer así
para otros, mas para su dueño resulta un daño,
a menos que sea un tirano o un rey
de los que se complacen con semejantes cosas.
Otra procede del mono: ésta es, sin duda,
el mayor mal que Zeus ha enviado a los hombres.
Su cara es feísima; una mujer de éstas
va por la ciudad provocando la risa de todos los hombres;
corta de cuello, le cuesta moverse,
sin nalgas, con la piel en los huesos. Pobre hombre
el que abraza semejante desastre.
Sabe todas las tretas y artimañas,
como el mono, y no le importa que se rían de ella.
Jamás haría el bien a nadie, sino que lo que mira
y lo que delibera todo el día
es cómo hacerle a alguien el mayor mal posible.»39.
Cochina, zorra, perra, comadreja, yegua, mona: cada una
peor que la otra. Solamente una se salva:
«Otra procede de la abeja: dichoso el que la consigue.
Solo ésta no recibe ningún reproche,
y por ella florece y aumenta la vida.
Amada envejece junto a su amante marido,
madre de una prole linda y famosa.
Y llega a ser ilustre entre todas las mujeres,
y le rodea una gracia divina.
No le gusta sentarse entre las mujeres
cuando hablan de asuntos de amor.
Estas son las mujeres mejores y más inteligentes
que Zeus otorga como gracia a los hombres.»40.
Pero, ¿existe de verdad una mujer nacida de la abeja? Si exis­
te, es muy rara, y surge la sospecha de que para Semónides no

56
La c a l a m id a d a m b ig u a

la hay en realidad41. De modo que, concluyendo su catálogo,


puede tranquilamente afirmar sin desdecirse que:
«La mayor calamidad que hizo Zeus fue ésta,
las mujeres. Aunque parezca servir para algo,
para el que la tiene sobre todo es un mal;
pues no pasa contento un día completo
el que vive con una mujer,
ni echará al punto de su casa el hambre,
cruel huesped, dios adverso.
Cuando un hombre cree estar más feliz
en su casa, por disposición divina o por causa de un hombre,
encuentra ella algún reproche y se arma para el combate.
Porque donde hay una mujer, ni se recibe
con agrado a un huesped que llega.
La que parece ser precisamente más sensata,
ésa es la que en realidad más ultraja,
pues, embobado el marido, los vecinos
se diverten viendo cómo también él se equivoca.
Cada uno alabará a la mujer propia
cuando hable de ella, y criticará a la ajena:
no reconocemos que tenemos el mismo lote.
La mayor calamidad que hizo Zeus fue ésta,
e hizo una irrompible atadura de grillos
desde que Hades recibió a aquéllos
que luchaban por una mujer.»42.

Notas

1. Sobre el problema véase L.E. Rossi, «I poemi omerici come testimonian-


za di poesía orale», en Origini e sviluppo délia dttá. Π medioevo greco (Sto­
ria e civiltá dei Greci, 1), Milán 1978, pp.73ss.; los escritos de varios autores
sobre Oralitá, scrittura, spettacoJo, publicados por M. V eg e t t i , Turin
1983, y por último, comprendiendo la lírica, B. G e n t il i , Poesía e pubblico
nella Grecia antica, Bari 1984.

57
E va C a n t a r e l l a

2. Véase sobre todo E.A. HAVELOCK, Preface to Plato, Cambridge Mass.


1978 (trad. ítal. Cultura orale e civiltá della scrítura, Barí 1973), y después
The Greek Concept o f Justice form its Shadow in Homer to its Substance in
Plato, Cambridge Mass. 1978 (trad. itaJ. Dike. La nascita della coscienza,
Bari 1981), según el cual Homero habría tenido un papel «institucional» en
la paideia griega. Y véase también E. CANTARELLA, Norma e sanzione in
Omero, Milán 1979, pp.44ss. (de donde se han sacado, con algún retoque, los
párrafos que siguen, dedicados a la edad homérica), y «La nascita della cos­
cienza», en Labeo 1984.
3. S. B u t l e r , The Authress o f the Odyssey, Londres 1922, reed. 1967 (1* éd.,
1892).
4. G. G e r m a in , Homère, Paris 1953, p. 133.
5. Pero véanse recientemente las justas observaciones de P. DI FlDIO, La
donna e il lavoro..., cit., p.211, donde se pone de relieve la conexión de la
condición femenina con la casa, y la ya evidente subordinación de la mujer.
6. Sobre la belleza de las mujeres homéricas véanse las observaciones de H.
MONSACRÉ, Les larmes d ’Achille. Le héros, la femme et la souffrance dans
la poésie d ’Homère, Paris 1984, en el cuadro de un amplio e interesante in­
tento de difuminar la habitual contraposición entre masculino y femenino, y
de desvelar a diversos niveles las interferencias entre los dos mundos.
7. 773.156-157.
8. CW6.25-30.
9. Od.2l.350-353 (Versión de JOSÉ Luis CALVO, Hom. Odisea, Madrid, Cá­
tedra, 1987).
10. S.B. POMEROY, «Andromaque, un exemple méconnu du matriarcat», en
Revue des études grecques 88(1975)16ss., y Goddesses, Whores, Wives and
Slaves, New York 1975, (pp.22-25 de la trad, ital., Turin 1978). Trad. esp.
por R ic a r d o L ezc an o , Diosas, rameras, esposas y esclavas, Madrid, Akal,
1987.
11. Según M. Ar t h u r , «The Divided World of Iliad VI», en Reflections o f
Women in Antiquity, dt., pp,19ss., el coloquio entre Héctor y Andrómaca
disiparía la oposición entre masculino y femenino, característica del poema,
para dejar lugar a una relación dialéctica entre el mundo de la guerra y el de
las mujeres. Esto, me parece, es de algún modo cierto, al menos por el lugar
donde ocurre el encuentro, es decir, «un lieu frontière où chacun est separé de
la sphère à laquelle il apartient et où s’opère la continuité entre les deux mon­
des», como escribe P. Sc h m it t -P a n tel , Annales E.S.C. 5-6(1928)1017. Pe-

58
La c a l a m id a d a m b ig u a

ro yo añadiría que sólo en parte, porque ocurre sólo en circunstancias excep­


cionales, por más que sean sintomáticas.
12. /7.6.490-493.
13. OdA 1,441-443 (versión de JOSÉ LUIS CALVO).
14. Od. 11.454-456 (versión de J osé L uis C alvo ).
15. CW15.19-26 (versión de JOSÉ LUIS CALVO).
16. Cf. E. C a n t a r e l l a , «Ragione d ’amore. Preistoria di un difetto femmi-
nile», en Memoria l(1981)lss.
17. H. M o n s a c r é , op.cit., pp.,135ss.
18. Od., 2, vv. 90-92. Sobre todo este asunto y, en particular, sobre las dudas
con relación a la fidelidad de Penélope, véase M.M. M ac tou x , Pénélope.
Légende et M ythe (Ann. Litt. Univ. Besançon, 175), París 1975.
19. OdA.215-216. Sobre las dudas de Atena, de Nestor y de Ulises, cf. respec­
tivamente CW.2.274-275, 3.122-123 y 16.300.
20. Sobre la situación de las mujeres «a metà strada tra l’animalesco, il ma-
lanno bestiale contro il quale non c’è nulla da fars, e il sovrumano, oui si ac­
costa la moglie virtuosa», véase E. P ellizer , «La sposa funesta nei racconti
di Ulisse», en ProspettiveSettanta 2(1976)120ss.
21. Od%.318-319 (versión de JOSÉ Luís CALVO).
22. Cf. M.I. F in l e y , «Marriage, Sale and Gift in the Homeric World», en
RID A, ΙΠ serie 2(1955)167ss., y luego W.K. La cey , «Homeric Eedna and
Penelope’s Kurios», en Journal o f Hellenic Studies 86(1966)55ss.
23. 77.15.16-21.

24. Sobre el matrimonio homérico véase E. Sc h eid , «II matrimonio omeri-


co», en Dialoghi di Archéologie, n.s. l(1979)60ss., y M. WEINSANTO,
«L’évolution du mariage de l’Iliade à l’Odyssée», en La femme dans les socié­
tés antiques, cit., pp.45ss., según el cual la Odisea valoraría el matrimonio
más que la Blada y presentaría una situación menos fluida, en la cual los es­
tatutos personales (esposa/concubina; hijo legítimo/espurio) serían más pre­
cisos que en la Diada. Sobre los derechos de los hijos ilegítimos a la luz de los
dos poemas véase, en fin, E. C a n ta rella , Norma esanzionein Omero, cit.,
pp. 175-177.
25. Sobre las mujeres transmisoras del poder véase A. TOURRAIX, «La fem­
me et le pouvoir chez Hérodote», en DiaJ.Hist. 2(1976)369ss., que lee en al­
gunos relatos de Heródoto las trazas de una sucesión matrilineal desapareci­

59
E va C a n t a r e l l a

da, así como, más recientemente, basándose también en Heródoto, considera


que puede remontar a formas familiares diferentes de la patriarcal V. AndÓ,
«La comunanza delle donne in Erodoto», en Philias charin. Miscellanea in
onore di E. Mani, I, Roma 1980, pp.85ss. Pero con argumentos mucho más
sólidos, contra toda posibilidad de encontrar restos de ginecocracia en los et­
nógrafos antiguos, véase S. P em brok e , «Women in Charge: the Function of
Alternatives in early Greek Tradition and the ancient Idea of Matriarchy»,
en Journal o f the Warburg and Courtland Institutes 30(1967)1.
26. M. VORONOFF, «La femme dans l’univers épique (Iliade)», en La femme
dans les sociétés antiques, cit., pp.33ss., considera que la condición femenina
en la Iliada no era tan subalterna y que las mujeres, si bien intervenían rara
vez, tenían un cierto peso en las cosas públicas. Aunque se refiere en particu­
lar a las mujeres troyanas (cuya condición, por otra parte, no parece visible­
mente diferente de la de las mujeres griegas), esta opinión resulta en verdad
muy difícil de compartir.
27. Cf. G. P a t r o n i , Commenti mediterranei all’Odissea di Omero, Milán
1950, pp.322ss. y 41 Iss.
28. La hipótesis de una «gran dignidad» de la mujer homérica vuelve, a me­
nudo, también en las reconstrucciones de quienes, a pesar de conocer bien la
misoginia de los griegos, sin embargo colocan el nacimiento de ésta en época
posterior a la documentada por los poemas: así, por ejemplo, M. Ar t h u r ,
«“Liberated” Women; the Classical Era», en Becoming Visible. Women in
European History, ed. R. BRIDENTHAL & C. K o o n z , Boston 1977, pp.66ss.
29. Cf. J.P. VERNANT, «Le mythe prométhéen chez Hésiode», en M ythe et
société en Grèce ancienne, Paris 1974, pp.l77ss.; N. Lo r a u x , «Sur la race
des femmes et quelques unes de ses tribus», en Arethusa 11(1978)4388., ahora
en Les enfants d ’Athéna. Idées athénienes sur la citoyenneté et 1a division des
sexes, Paris 1981; G. A r r ig h e t t i , «Il misoginismo di Esiodo», en Misoginia
emaschilismo..., Génova 1981, pp.24ss., y M.B. A r t h u r , «Cultural Strate­
gies in Hesiod Theogony: Law, Family and Society», en Arethusa 15.1-
2(1982) ( = Texts and contexts: American Classical Studies in Honour o f J.
P. Vernant),pp.63ss.
30. Op. 100-104, version esp. de AURELIO PÉREZ JIMÉNEZ y ALFONSO MAR­
TÍNEZ DÍEZ, Hes.Oh, Madrid, Gredos, 1978. El episodio ocupa los versos
42-104.
31. Op.61. En la Teogonia «hecha de tierra»: cf. v.571.
32. Sobre el regalo de la seducción cf. 7Ï?.571 -573. Sobre la capacidad de se­
ducir, v.572.

60
La c a l a m id a d a m b ig u a

33. Cf. 7S.585. Sobre este tema véase N. LORAUX, Sur la race des femmes et
quelques unes de ses tribus, cit. Sobre la peligrosidad de Pandora véase ade­
más E. C a n t a r e l l a , Ragione d ’amore: preistoria di un difetto femminile
cit.
34. F r. 24 B ergk {Poetae lirici graed, Π Ι) versión de A n d r é s P o c iñ A sobre
la edición de M á x im o B r io s o Sá n c h e z , Anacreónticas, M adrid C .S.I.C .,
1981, pp.25s.
35. φ .3 7 3 -3 7 5 , version de A u r e l io P é r e z J im é n e z y A l f o n s o M a r t í ­
nez D ie z .
36. (9p.59ss.
37. Respectivamente Th.592 y Op.83.
38. Semon.7.21-42, versión de A n d r és P o c iñ A, sobre la edición de F r a n ­
cisco R. A dr a d o s , Líricos griegos. Elegiacos y yambógrafos arcaicos (si­
glos VH -Va.C), Barcelona, Alma Mater, 1956, vol.I, pp,155ss. Véase H.
LLOYD-JONES, Females o f the Species. Semonides on Women, Londres
1975. Sobre los versos 27-42 en particular véase E. P ellizer , «La donna del
mare. La dike amorosa “assente” nel giambo di Semonide sopra le donne»,
en Quad. Urbin.cult.class. 32, n. s. 3(1979)29ss.
39. Semon.7.2-20 y 43-82, versión de ANDRÉS POCIÑA.
40. Semon.7.83-93, version de A n d rés P oci Na .
41. AsíN. L o r a u x , Sur la race des femmes..., cit.
42. Semon.7.96-118, version de ANDRÉS POCIÑA.

61
ΙΠ. EXCLUIDA DE LA CIUDAD

La ciudad griega representa la realización perfecta de un pro­


yecto político que excluye a la mujer1.
A partir del siglo VII, según se sabe, las ciudades griegas co­
menzaron a darse las primeras leyes escritas, obra de personajes
más o menos legendarios. Y entre estas ciudades, según es tam­
bién sabido, Atenas ocupa un puesto muy particular.
La experiencia jurídia ateniense de hecho siempre se ha teni­
do, y continúa considerándose, como paradigmática de la expe­
riencia jurídica griega por dos razones: la cantidad de documen­
tos que permiten reconstruir su historia institucional, incompa­
rablemente más numerosos que los relativos a otras ciudades, y
el predominio político, militar y cultural ejercido sobre el mun­
do griego.
Y por esta razón, aun señalando la variedad y diversidad de
la experiencia helénica, hablaremos de ahora en adelante de
«ciudad griega» tomando a Atenas como modelo ejemplar,
siempre que, obviamente, no se trate de ciudades dóricas, en cu­
yo caso —cuando las fuentes lo permitan— señalaremos de vez
en cuando las analogías y las diferencias.
A partir del siglo VII por lo tanto, según decíamos, la ciudad
griega se definió a sí misma como comunidad política, por me­
dio de la exclusión de dos categorías de personas, representadas
por los esclavos y las mujeres2. Y si bien las formas de exclusión
de las mujeres y esclavos eran jurídicamente diferentes, no era
diferente la justificación teórica de la misma: la «naturaleza»,
que hacía mujeres y esclavos diferentes del hombre macho y del
hombre (ser humano) libre, respectivamente.

63
E va C a n t a r e l l a

Fue, por lo tanto, una «diversidad» ligada a la pertenencia


sexual lo que impidió a la mujer ser parte de la polis (siempre
que, obviamente, se tratase de una mujer libre). La exclusión de
la esclava, en efecto, no estaba ligada específicamente a su con­
dición de mujer: «objeto» y no titular de derechos, en cuanto
parte del componente servil, estaba señalada por una «diversi­
dad» que la oponía a los Ubres (fuesen hombres o mujeres), y la
incluía en un todo con los esclavos de sexo masculino.
De las condiciones de vida de las esclavas nos limitaremos,
pues, a señalar su dureza: destinadas, entre otras cosas, a satis­
facer las exigencias sexuales de los machos de la familia, podían
ser vendidas en cualquier momento y, por tanto, alejadas de he­
cho de la familia que habían formado eventualmente con otro
esclavo. Sus hijos, naturalmente, pertenecían al patrón. Una vi­
da difícil, en suma, la de las esclavas. Pero ya que lo que nos in­
teresa es el recorrido que llevó a la marginación de la mujer en
cuanto tal, de ahora en adelante nos ocuparemos de las mujeres
libres, y de la codificación de su diversidad. De aquella «diversi­
dad sexual» que los griegos fueron definiendo a lo largo de si­
glos, a partir del momento en que Hesíodo imaginó una prime­
ra mujer hecha «de tierra y de agua», peligrosa e infiel, hasta lle­
gar a la construcción del modelo de la mujer-materia, dotado de
un sólido y por así decirlo imperecedero estatuto teórico por
parte de Aristóteles.
Pero sobre todo esto, es decir, sobre la justificación teórica
de la exclusión, volveremos más adelante, después de haber exa­
minado en su sucesión histórica las reglas jurídicas a través de
las cuales la polis se identificó progresivamente a sí misma co­
mo una asociación de hombres, obviamente destinada, en cuan­
to tal, a responder a exigencias exclusivamente masculinas.

64
La c a l a m id a d a m b ig u a

1. LOS PRIMEROS LEGISLADORES. LA REPRESIÓN DEL


ADULTERIO EN ATENAS, LOCROS Y GORTINA

Como hemos comprobado al ocupamos de la edad homéri­


ca, la idea de que la vida de las mujeres debía estar encaminada
a la reproducción se apoyaba en una sólida tradición multisecu-
lar. Al menos a partir de la caída de los «palacios» (puesto que
para la época micénica la documentación es demasiado escasa
de noticias sobre lo privado como para permitir respuestas se­
guras), los griegos habían elaborado y traducido en rígidas nor­
mas consuetudinarias una ideología que organizaba la vida de
las mujeres en tomo al eje de su función reproductora, pero,
frente a lo que ocurrirá en los siglos sucesivos, con una suerte de
elasticidad que, en los llamados siglos oscuros, les había permi­
tido una cierta libertad de movimiento y el derecho a participar
(no obstante la exclusión de la vida política) al menos en algu­
nos aspectos y momentos de la vida social.
Fue con el nacimiento de la polis cuando cambiaron las co­
sas y se encaminaron por la senda que llevó, en época clásica, a
la total segregación del sexo femenino. Las ocasiones de estar
presentes, de vivir al lado de los hombres en algunos momentos
«extemos», de ver y conocer personas y hechos fuera del círculo
familiar, dejaron de existir a partir del siglo VII, y las mujeres
fueron progresivamente y cada vez más rigurosamente encerra­
das, no sólo en los estrechos confines del papel doméstico, sino
también, materialmente, en las paredes de la casa (o mejor, de
una parte de la casa, el gineceo), consideradas ahora su espacio
vital. Una serie de leyes, lejos de concederles mayor libertad, li­
mitó a partir del siglo VII las pocas libertades antes existentes.
Los legisladores que dieron a los griegos las primeras normas
escritas, se preocuparon, de hecho, de regular, en primer lugar,
el comportamiento sexual femenino, mostrando así que conside­
raban absolutamente imprescindible para la vida de la naciente
ciudad el respeto de aquella regla fundamental que era la orga­

65
E va C a n t a r e l l a

nización de una reproducción ordenada de los grupos familiares


y, por lo tanto, de los ciudadanos. Y para probarlo bastaría el
examen de la legislación de Dracón, el primer legislador de Ate­
nas, durante un tiempo considerado personaje legendario, pero
al que hoy en día se tiende en cambio a creer figura histórica3.
En los últimos decenios del siglo VII, Dracón dio a Atenas
sus primeras leyes, la más importante de las cuales, y en cual­
quier caso la única llegada a nosotros, prohibió a los atenienses
vengarse en privado de los daños sufridos, como hasta entonces
habían hecho, y estableció que, a partir de aquel momento,
quien hubiese matado a un hombre seria castigado con penas
(la muerte o el exilio) inflingidas por tribunales instituidos a
propósito para tal fin, y diferentes según que el homicidio fuese
voluntario o involuntario4. Pero, al hacer esto, estableció una
excepción. En detrimento de los nuevos y fundamentales princi­
pios que señalaban el nacimiento de un verdadero y auténtico
derecho penal, estableció de hecho que no pudiese ser castigado
(porque había cometido un homicidio dikaios, es decir, legíti­
mo) quien hubiese matado al moichos, esto es, el hombre sor­
prendido mientras, en casa de un ciudadano, mantenía relacio­
nes sexuales con la esposa de aquél, concubina (pallake), madre,
hija o hermana, siempre que, como ya en época homérica, el
moichos no hubiese pagado su deuda social ofreciendo una poi-
ne, cuya aceptación por otra parte era dejada a la total discre­
ción del ofendido. En suma, había en ello, para la naciente po­
lis, un comportamiento considerado tan grave e inadmisible co­
mo para inducir a no aplicarle a quien lo hubiese tenido la nue­
va regla, según la cual la culpabilidad debía ser declarada por
un tribunal, y la pena impuesta por el mismo: era la moicheia,
delito de tal gravedad que quedaba excluido del campo de apli­
cación de los nuevos principios. ¿Pero qué era exactamente la
moicheiát No solo en la legislación de Dracón, sino durante to­
dos los siglos de desarrollo del derecho ateniense, fue algo más,
y algo diferente, del comportamiento actualmente definido co­

66
La c a l a m id a d a m b ig u a

mo adulterio. Moicheia era en efecto, cualquier relación sexual


extramatrimonial, no sólo con una mujer casada, sino también
con una mujer núbil o viuda.
Pero hay más, es decir, hay otra característica de la legisla­
ción de Dracón, extremadamente significativa sobre el compor­
tamiento griego con relación a las mujeres. Con disposición a
simple vista singular, la ley sobre la moicheia, mientras que con­
sentía matar al hombre que había cometido adulterio (como,
por razones de comodidad, llamaremos de ahora en adelante al
comportamiento de quien mantenía relaciones sexuales prohibi­
das), no aludía a la posibilidad de matar a la mujer, expuesta a
sanciones de tipo diverso, representadas más precisamente por
el repudio (si estaba casada), y por la prohibición de participar
en las ceremonias sagradas, reforzada por la regla según la cual,
si hubiese participado en ellas, cualquier ciudadano podría cas­
tigarla a su placer, pero sin provocar su muerte5.
¿Por qué este silencio? Porque, a la ciudad, la suerte de la
mujer no le interesaba. Para la ciudad, la mujer no era un sujeto
activo, un ser que razonaba y que quería.
Bien mirado, de Helena a Clitemestra, poco a poco, a través
de los siglos, hasta alcanzar a la mujer de Eufileto (acusado de
haber matado a Eratóstenes, el amante de su esposa, y defendi­
do por Lisias invocando la santidad de la ley sobre el homicidio
legítimo), la mujer que traicionaba a su marido era considerada
seducida, más bien que adúltera. En todo caso, había sido co­
rrompida por el moichos, incluso si, como la esposa de Eufileto,
no sólo había consentido, sino participado activamente en la
preparación de la intriga.
He aquí por qué la ley no se preocupa de la mujer. De esta
eterna niña, de este ser casi irresponsable, debían ocuparse, para
castigarla, los hombres de su oikos6. A la ciudad le interesaba
sólo la suerte de su amante, el ciudadano que había violado las
reglas: expuesto, en el caso de que no hubiese sido sorprendido
en flagrante (y, por tanto, no pudiese ser matado), a una acción

67
E va C a n t a r e l l a

pública, la graphe moicheias, que, en cuanto pública, podía ser


emprendida contra él no sólo por el cabeza del oikos al que per­
tenecía la mujer, sino por cualquier ciudadano, interesado, por
el hecho de ser ciudadano, en que ninguna mujer en la ciudad
infringiese las reglas de la organización y de la moral familiar; y
expuesto, por añadidura, a penas alternativas, infamantes, co­
mo el paratilmos, consistente en el afeitado del pubis (que, por
ser una práctica femenina, era infamante para un hombre), o
bien la raphanidosis; consistente en el sometimiento a una vio­
lencia sexual practicada con un rábano7.
Hasta aquí, Atenas. ¿Pero cómo reaccionaban ante el adulte­
rio las otras ciudades de Grecia? La afirmación, hecha por Li­
sias y Jenofonte, de que la muerte legítima del moichosera regla
general, parece una generalización inexacta8. De hecho, en Lo­
cros, una ley, atribuida a Zaleuco, disponía que el adúltero fue­
se cegado9. En Lépreo el moichosera llevado por la ciudad du­
rante tres días, para ser expuesto al escarnio públióo, y era ati-
mos ya para toda la vida10. Pero lo que se puede decir con seguri­
dad es que todas las ciudades, incluso si no preveían el homicidio
legítimo, consideraban la moicheia delito a castigar con penas
gravísimas. Salvo, quizá, una excepción: Gortina, ciudad dórica
en la isla de Creta, no lejana de Festos, que á partir del siglo VII
se dio un cuerpo de leyes, grabadas en lápidas de piedra. Parte
de estas leyes, datables en el siglo V, dedicadas precisamente a
la represión del adulterio, establecían de hecho que el adúltero
debía pagar una pena pecuniaria, más o menos elevada a resul­
tas de tres elementos diversos, representados por la condición
personal del hombre, la de la mujer y la del lugar en el que el deli­
to hubiera sido consumado11. En Gortina, por lo tanto, el adulte­
rio era castigado con una sanción pecuniaria.
La cuestión, por otra parte, ha sido no poco debatida. Se­
gún algunos, en efecto, también en Gortina habría sido posi­
ble m atar al adúltero, y las sumas establecidas por la ley no
habrían sido penas pecuniarias, sino la medida de la poine fi­

68
La c a l a m id a d a m b ig u a

jada por la ciudad, que habría permitido al culpable evitar la


muerte, dando otro tipo de satisfacción al ofendido12.
Pero aunque fuese de este modo, es preciso observar que ha­
bría una diferencia fundamental entre la ley de Gortina y la de
Atenas: en Atenas, según sabemos, el ofendido podía rechazar
la poine y escoger el dar muerte al moichos. En Gortina, en
cambio, la poine estaría impuesta por la ley.
Mucho más real se presenta, sin embargo, en el estado actual
de los conocimientos, la hipótesis de que en Gortina el adulterio
estuviese castigado con una sación pecuniaria: en perfecta cohe­
rencia, por lo demás, con las características de una organización
como la doria, en que las estructuras familiares tenían un peso
bastante diferente del que detentaban en las ciudades jónicas,
donde era diferente la relación familia y Estado y, en consecuencia,
la condición femenina. Es lo que contribuye a mostrar, aunque
sea con la incertidumbre debida a la poca fiabilidad de las fuen­
tes (que, siendo atenienses, se inclinaban a interpretar tenden­
ciosamente una situación desconcertante a sus ojos), la escasa
pero, sin embargo, significativa documentación sobre las condi­
ciones de las mujeres espartanas.
Educadas fuera de casa, habituadas a vivir al exterior y a fre­
cuentar estadios y palestras13, las espartanas eran consideradas
por los atenienses de costumbres sexuales libres o, sin más, de­
senfrenadas: causa ésta, como dicen tanto Platón como Aristó­
teles, de la decadencia de su ciudad14. Tenían ellas además una
gran autoridad sobre los hijos15 y sobre los maridos, hasta el
punto de ser acusadas en una ocasión, por un extranjero que iba
de paso, de ser las únicas mujeres que mandaban en los hom­
bres: pero también «las únicas —como respondieron con arro­
gancia al extranjero— que engendran verdaderos hombres»16.
Informaciones fragmentarias y parciales, sin duda, episodios
probablemente inventados, pero para nosotros muy significati­
vos. Más allá de las consecuencias y deducciones que sacaban
los atenienses, las espartanas vivían de modo muy diferente a

69
Eva C a n t a r e l l a

las mujeres jónicas, y tenían una relación diferente con los hom­
bres17. No debe extrañar, por lo tanto, que la ley de Gortina,
ciudad dórica, considerase y castigase el adulterio de manera di­
ferente a como lo hacía Atenas. En la ciudad cretense, como
quizá también en Esparta, el adulterio era considerado menos
grave que en Atenas. Era delito, obviamente, pero no lo suficien­
temente grave como para justificar la muerte de un ciudadano.
Éstas son, pues, las primeras normas escritas que regularon
la vida de las mujeres dictando un código de comportamiento
inequívocamente indicativo de la centralidad de su función bio­
lógica, organizada por la polis para garantizar el recambio or­
denado de los ciudadanos.

2. LA EDAD CLÁSICA. LA EXPOSICIÓN DE


LAS RECIÉN NACIDAS Y SU FUNCIÓN

La procreación, señalada por las primeras leyes como la úni­


ca función femenina, con respecto a la cual se orientaba toda la
vida de las mujeres, siguió siendo el punto en tomo al cual la
polis, durante todos lo siglos de su vida, organizó la defensa y el
reforzamiento de su seguridad económica, social y política. Y
teniendo como referencia primera el momento de la procreación
es, en consecuencia, como intentaremos seguir la vida de las
mujeres griegas en la edad clásica, a partir del momento de su
nacimiento, y siempre que escapasen a la suerte, que a menudo
les tocaba, de ser «expuestas».
La exposición, en efecto, era un uso que las leyes consentían
y la conciencia social aceptaba sin problemas, y que (a pesar de
la propuesta de Aristóteles de prohibirla)18 continuó practicán­
dose más allá de la época clásica, incluso en la época helenística.
Como demuestra, entre otras cosas, una observación de Po-
sidipo (autor de la Comedia Nueva, que vivió entre los siglos III

70
La c a l a m id a d a m b ig u a

y II a.C.), según el cual «un hijo macho lo cria el que es pobre,


pero una hija hembra la expone hasta el que es rico»19, las hem­
bras eran expuestas con mucha mayor frecuencia que los ma­
chos. lo cual no puede maravillar a nadie. Para el grupo fami­
liar las hembras, calculándolo todo, no eran una buena inver­
sión. En efecto, después de ser criadas, había que proveerlas de
una «dote» (condición esencial para la conclusión de un buen
matrimonio). Y con esto, es decir, cuando se casaban, eran sus­
traídas al grupo de origen justo en el momento en que resulta­
ban productivas, cumpliendo su función biológica de madres.
Una hija hembra, en suma, no «restituía» lo que se había gasta­
do con ella, si se casaba; y, si no lo hacía, seguía pesando sobre
la balanza familiar como una carga del todo inútil.
Esta es la razón por la que (como por otro lado ocurre en to­
das las poblaciones que practican el abandono de los recién na­
cidos) las hembras fueron, y continuaron siendo durante siglos,
las víctimas preferidas de la exposición. En Grecia se realizaba
colocando a las recién nacidas en una olla de barro (chytra, de
donde el verbo chytrizein, «exponer a un niño dentro de una
olla»), y abandonándolas en la calle, generalmente no lejos de
casa20. Para concluir, en Grecia la exposición de los recién naci­
dos cumplía una función socialmente y, por tanto, políticamen­
te, útil, regulando el número de los miembros del grupo y, sobre
todo, equilibrando la relación entre sexos, de modo que no hu­
biera mujeres en exceso, es decir, destinadas a quedarse solte­
ras21. Y a hacer que no hubiera mujeres núbiles contribuía (al
lado de la actividad de la casamentera, figura muy difundida en
Atenas)22 una práctica que fue vetada por una ley atribuida a
Solón, pero que, por el hecho mismo de que hubo de ser prohi­
bida, se revela evidentemente como muy difundida, y, tal vez,
nunca fue desterrada23: me refiero a la práctica, ciertamente drásti­
ca pero indiscutiblemente eficaz, de vender como esclava la hija
a la que el padre corría el riesgo de ver convertida en una «vir­
gen canosa»24.

71
E va C a n t a r e l l a

3. ESPONSALES, MATRIMONIO Y DIVORCIO:


DECIDIDOS POR EL PADRE

Criadas en casa por las esclavas cuando pertenecían a una fa­


milia acomodada (puesto que en Grecia las mujeres, cuando las
condiciones económicas lo permitían, no educaban a sus hijos,
ni siquiera en la infancia), las muchachas no permanecían mu­
cho tiempo en la casa paterna. Prometidas en matrimonio, en
edad a veces infantil (en un caso famoso, a la edad de cinco
años)25, esperaban la boda, que regularmente tenía lugar en tor­
no a los catorce o quince años, y las unía a un hombre que, re­
gularmente también, estaba en tomo a la treintena26. Y en el
curso de estos años no recibían ningún tipo de educación: ni en
la escuela, a la que no iban, ni en casa, donde pasaban el tiempo
aprendiendo las labores femeninas y (siempre que fuesen de fa­
milia acomodada) dedicándose a pasatiempos que, desde luego,
no contribuían a desarrollar su intelecto, como las muñecas
(que en el momento del matrimonio consagraban ^ y%bmiá)¥,
el aro, la pelota, la peonza y el columpio. ^
Las ceremonias que acompañaban a las bodas (al menos, a
las más fastuosas) se prolongaban por tres días. El primer día el
padre de la prometida hacía ofrecimientos a los dioses, ella ofre­
cía a A ^tem ^ su s juegos infantiles, y los dos novios hacían un
baño nupcial con agua cogida en una fuente o en un río sagra­
do28. El segundo día, el padre de la novia ofrecía un banquete
nupcial, al término del cual la novia, en un carro, era acompa­
ñada a la casa marital29. El tercer día, por último, la novia reci­
bía en la nueva casa los regalos de boda30. Pero ninguna de es­
tas ceremonias tenía valor constitutivo del matrimonio, desde el
punto de vista jurídico. El acto que hacía legítimo el matrimo­
nio en Grecia (a partir de la época de Solón) era de hecho un
acto que, como hemos visto, se celebraba a veces muchos años
antes del comienzo del matrimonio propiamente dicho, es decir,
la eggye (promesa). A la eggye, y no a los ritos nupciales, ligaba

72
La c a l a m id a d a m b ig u a

el derecho el efecto de transformar una simple cohabitación (synei·


nai) en un verdadero y auténtico matrimonio (synoikeinf\ Aun­
que no daba vida a la relación matrimonial (que nacía solamen­
te cuando se iniciaba la convivencia) y aunque no era jurídica­
mente vinculante (en el sentido de que no obligaba a contraer
matrimonio), la promesa era, en suma, «condición de legitimidad»
del matrimonio mismo y constituía, en consecuencia, el acto de cu­
ya celebración dependía la legitimidad de la filiación. Pero, antes
de proseguir, es necesario llamar la atención sobre una particulari­
dad del sistema matrimonial griego o, al menos, ateniense.
En Atenas la existencia de una relación de parentesco entre
los novios no constituía un obstáculo para la celebración del
matrimonio, ni siquiera cuando tal relación era estrecha, como
en el caso de tío y sobrina o, más incluso, hermano y hermana.
Con una distinción, sin embargo: mientras el matrimonio entre
hermano y hermana consanguineos (es decir, del mismo padre)
estaba consentido, el matrimonio entre hermano y hermana
uterinos (es decir, nacidos de la misma madre) estaba, en cam­
bio, prohibido32.
Según algunos, la explicación de esta regla estaría en la histo­
ria. La prohibición de matrimonio entre hermanos uterinos se­
ría de hecho el residuo de una organización matrilineal, en la
que los hijos de la misma madre no habrían podido esposarse
por ser miembros de la misma familia, mientras que no habría
existido ningún obstáculo para el matrimonio entre hermanos
consanguineos, por cuanto pertenecían a familias diferentes.
Pero yo creo que la regla puede encontrar otra explicación.
Dando la hija en matrimonio al hermano consanguineo, en
realidad el padre evitaba sustraer al patrimonio familiar los bie­
nes necesarios para darle una dote, que en este caso se queda­
ban en la familia. Era la ventaja patrimonial que se obtenía de
ello, quizá, la verdadera razón que inducía a superar un tabú
que (en los casos en que tal ventaja no existía) había vivido con
toda la angustia testimoniada por el drama de Edipo33.

73
E va C a n t a r e l l a

La regla y su ratio, en conclusión, son bastante iluminado­


ras. Muy lejos de ser una relación personal inspirada por una
elección afectiva, el matrimonio era determinado, normalmente,
por razones de tipo patrimonial y social: necesidad de mantener
intacto el patrimonio familiar (en el matrimonio entre herma­
nos), deseo de establecer o mantener relaciones con otras fami­
lias (en el matrimonio entre extraños). En todo caso, valoración
de la familia, y no de la novia.
Y vayamos ahora a las condiciones de vida de la mujer casada.
Encerrada en la parte interna de la casa {gynaikonitis), a la
cual no podían acceder los hombres, no tenía ninguna posibili­
dad de encontrar a personas distintas de las familiares. En Ate­
nas, en efecto, las compras las realizaban los hombres34. En los
banquetes, las esposas (como, por lo demás, también las ma­
dres, las hermanas y las hijas) no podían participar35. En los es­
pectáculos teatrales parece que no estaba admitida la presencia
de las mujeres3*’. «Mis hermanas y sobrinas —dice un cliente de
Lisias— han sido tan bien educadas que se sienten cohibidas
por la presencia de un hombre extraño a la familia»37.
Solamente las mujeres de las clases más pobres se movían
con una cierta libertad entre los hombres, yendo al mercado a
vender pan y verduras, o, en los demos del Ática, trabajando la
tierra y llevando los animales al mercado38. Pero para las muje­
res de las clases más pudientes había una sola ocasión de encon­
trarse con extraños: algunas ceremonias (fiestas públicas y fune­
rales) para las que, excepcionalmente, salían de casa, y de las
que se aprovechaban los jóvenes atenienses para organizar en­
cuentros clandestinos como hizo precisamente Eratóstenes, que,
habiendo encontrado a la esposa de Eufileto en los funerales de
la madre de éste, se convirtió en su amante y, como sabemos,
fue muerto por ello39.
AsíyAies, relegada en casa, la mujer griega de la clase alta o
media llevaba una vida vacía, privada de intereses y gratifica­
ciones, que ni siquiera era compensada por la seguridad de que

74
La c a l a m id a d a m b ig u a

su relación con el marido fuese exclusiva. Y esto no sólo por­


que, con bastante frecuencia, el marido tenía relaciones con un
hombre (según un modelo griego muy difundido, sobre el cual
volveremos), sino también porque, igualmente con frecuencia,
mantenía otras relaciones con mujeres, reconocidas socialmente
y, en parte, también jurídicamente, como veremos con detalle más
adelante, después de haber completado estas notas sobre el matri­
monio con la ilustración de las reglas en materia de divorcio.
El sistema matrimonial ateniense contemplaba (además de la
muerte, obviamente) tres hipótesis diferentes de rompimiento
de lazo. El primero, y ciertamente el más frecuente, era el repu­
dio por parte del marido, llamado apopempsis o ekpempsis, al
que recurrían los maridos cuando lo deseaban, sin ninguna ne­
cesidad de justificar la razón, con la única consecuencia de tener
que restituir la dote. El segundo era el abandono del lecho con­
yugal por parte de la esposa, llamado apoleipsis. Pero, a pesar
de estar consentida por la ley, la apoleipsis no solo estaba cen­
surada por la costumbre, incluso aunque existieran graves moti­
vos para ella, sino que a veces era obstaculizada físicamente por
los maridos, como ocurrió, por ejemplo, cuando Alcibiades im­
pidió a su esposa dirigirse junto al Arconte para pedir la autori­
zación necesaria40. Y, en fin, existía la llamada aphairesis pater­
na, es decir, el acto por medio del cual el padre, basándose en
consideraciones propias, casi siempre de carácter patrimonial,
decidía interrumpir el matrimonio de su hija41.
Acto singular, este último, para cuya comprensión es preciso
partir de un presupuesto: en Atenas, lo que marcaba el paso de­
finitivo de la mujer a la familia del marido no era el matrimonio
en sí, sino la procreación. Solamente si le daba un hijo al mari­
do y solamente en el momento en que esto ocurría, por decirlo
de otro modo, la mujer entraba a formar parte de modo irre­
versible del nuevo oikos. Y, por lo tanto, antes de que ocurriese
esto, el padre podía en cualquier momento interrumpir su ma­
trimonio.

75
E va C a n t a r e l l a

Pero hay más: el padre de la esposa no era la única persona,


además de los cónyuges, que podía interrumpir un matrimonio
ya realizado. A veces el derecho de hacerlo, si bien en casos par­
ticulares, correspondía al pariente más cercano de la mujer. Pe­
ro para comprender esta hipótesis es necesario explicar breve­
mente la condición de la llamada heredera (epikleros), es decir,
la mujer que resultaba ser la única descendiente de una familia
donde no había machos (oikos eremos).

4. LA LLAMADA «HEREDERA»: ADJUDICADA COMO ESPOSA

En el derecho sucesorio ateniense, los hombres tenían una


condición privilegiada respecto a las mujeres, puesto que la exis­
tencia de hijos y descendientes machos excluía de la sucesión a
las hijas y descendientes hembras. Todo lo que se le reconocía a
la mujer (llamada, en este caso, epiproikos) era el derecho a una
dote, es decir, a un conjunto de bienes que, en el momento del
matrimonio, se convertía en propiedad del marido. Y el haber
recibido la dote excluía a la mujer de la participación en la he­
rencia paterna42. Pero cuando no existían descendientes ma­
chos, ¿qué ocurría con el patrimonio familiar?
La mujer por sí misma no podía heredar el patrimonio (Ide-
ros) paterno, pero era, sin embargo, el trámite a través del cual
el patrimonio familiar se transmitía a los machos. El interés de
los parientes en que la heredera no se casase con un extraño re­
sulta por lo tanto evidente. En consecuencia, son claras las ra­
zones de la regla según la cual tenía que casarse con su pariente
más estrecho, es decir, las razones, todo menos sentimentales,
por las que a menudo ocurría que una heredera fuese disputada
por varios aspirantes, cada uno de los cuales afirmaba ser su pa­
riente más cercano. Y he aquí la solución, prevista por el dere­
cho ateniense: al término de un juicio a propósito, la heredera

76
La c a l a m id a d a m b ig u a

era «adjudicada» a aquél de entre los litigantes que había de­


mostrado estar ligado a ella por una relación de parentesco más
estrecha. Y ciertamente no carece de interés reflexionar sobre la
naturaleza de este juicio.
En el derecho ateniense, la acción judicial que ponía fin a la
controversia en materia de propiedad se llamaba diadikasia. Y
el juicio que resolvía el litigio entre los diversos aspirantes a la
mano de la heredera no era otra cosa más que una aplicación de
la diadikasia, especialmente llamada epidikasia. Pero hay más:
el interés preponderante del grupo familiar en que el matrimo­
nio no acabase en manos extrañas se revelaba en otra regla, to­
davía más significativa. Si la heredera estaba ya esposada en el
momento en que su padre moría, y si no había tenido todavía
hijos (cosa que, como ya sabemos, la ligaba de modo indisolu­
ble al oikos del marido), el pariente más cercano tenía el dere­
cho de interrumpir su matrimonio, ejerciendo la aphairesis, en
lugar del padre muerto43.
Solamente dos disposiciones, en este conjunto de normas tan
poco respetuoso con los deseos de la mujer, fueron tornaé en fa­
vor de la misma. i /
En primer lugar fue una ley, atribuida a Solón, qúé-se^5reo-
cupó de la suerte de la «heredera» pobre. Privada de padres que
pudiesen darle una dote (condición necesaria de hecho para
contraer matrimonio), la heredera sin dinero corría el riesgo real­
mente de no encontrar marido. Y era tal la gravedad de este pe­
ligro para una mujer, que Solón consideró justo obligar al pa­
riente más cercano a proporcionarle una dote, si no quería ca­
sarse con ella44.
La segunda disposición fue otra ley, atribuida también a So­
lón, que se preocupó en cambio de la epikleros rica (por tanto,
casada por interés), que, después del nacimiento del heredero,
corría el riesgo de ser ignorada por el marido. A éste le vino im­
puesto por ley tener con ella al menos tres relaciones sexuales
por mes45.

77
E va C a n t a r e l l a

De este modo, por tanto, la legislación ateniense respondió a


las exigencias de la epikleros: asegurándole un marido, indis­
pensable para una colocación social digna, y garantizándole
una «ración» de relaciones sexuales con un hombre que, de to­
das formas, ella no había escogido46.

5. LAS TRES MUJERES DEL HOMBRE ATENIENSE:


ESPOSA, CONCUBINA Y HETERA

Dice Demóstenes que el hombre ateniense podía tener tres


mujeres: la esposa (damaro gyne) para tener hijos legítimos; la
concubina (paJJaké) «para el cuidado del cuerpo», es decir, para
tener relaciones sexuales estables; y, por último, la hetera, hedo-
nes heneka, esto es, para el placer47. Esta «tripartición» de las
funciones femeninas en la relación con el hombre (de por sí ex­
tremadamente sintomática de la instrumentalidad de la relación
hombre-mujer), plantea por otra parte algunos problemas, de­
terminados por la necesidad de delimitar los confínes del papel
de concubina. En la costumbre cotidiana, de hecho, la relación
con la pallake (que, a veces, era acogida incluso en la casa con­
yugal) eran sustancialmente idéntica a la que se tenía con la es­
posa, y estaba sometida a una reglamentación jurídica que por
un lado imponía a la concubina la obligación de fidelidad, exac­
tamente como si fuese una esposa (de la cual derivaba el dere­
cho de matar «legítimamente» a su amante, contemplado, según
sabemos, por la ley de Dracón), y por otro reconocía a los hijos
nacidos de la concubina algunos derechos sucesorios, si bien su­
bordinados a los de los hijos legítimos48.
Contrariamente a lo que se ha afirmado con frecuencia, esto
no significa por otra parte que el derecho ateniense autorizase la
bigamia, como sostienen algunos, citando una frase de Dióge-
nes Laercio. En efecto, escribe Diógenes que los atenienses, «a

78
La c a l a m id a d a m b ig u a

causa de la escasez de hombres, deseaban aumentar la pobla­


ción y aprobaron una ley, según la cual un hombre podía casar­
se con una mujer ateniense y tener hijos con otra»49. Y también
recientemente la frase ha sido considerada como prueba de que
el derecho ateniense, si bien de modo temporal y en circunstan­
cias excepcionales, habría admitido la bigamia50. Pero, si se mi­
ra bien, la frase significa una cosa muy distinta. De modo más
preciso, significa que los atenienses reconocieron a los hijos na­
cidos fuera del matrimonio un cierto status51. En otras pala­
bras, reconocieron y regularon jurídicamente la existencia de las
concubinas, al lado de las esposas, pero en posición distinta a
éstas, estableciendo una jerarquía precisa entre las dos relacio­
nes distintas que podía tener el hombre.
Pero la gama de relaciones que un hombre ateniense podía
tener con las mujeres no se agota aquí. Además de la esposa y la
concubina, en realidad podía tener incluso una tercera mujer
que, si bien no estaba ligada a él por una relación estable, tam­
poco era, sin embargo, una acompañante ocasional: esta tercera
mujer era la hetera.
Más educada que una mujer destinada al matrimonio, la he­
tera, destinada, en cambio, «profesionalmente» a acompañar a
los hombres en los lugares en los que no podían hacerlo la espo­
sa y la concubina, era una especie de remedio, organizado por
una sociedad de hombres que, habiendo segregado a las muje­
res, consideraba sin embargo que la compañía de alguna de
ellas podía alegrar las actividades sociales, los encuentros entre
amigos, las discusiones que las esposas, además de no deber, no
estaban en condiciones de sostener.
Y he aquí, por tanto, a la hetera, la tercera mujer, a la que el
hombre remuneraba una relación (también sexual) que, aunque
no era exclusiva, tampoco era meramente ocasional. Una «com­
pañera» por tanto (porque tal es el significado de «hetera»), a la
que el hombre solicitaba (y pagaba) una relación en cierta medi­
da gratificante también bajo el perfil intelectual; y, por consi-

79
E va C a n t a r e l l a

guíente, completamente distinta tanto de la relación con la es­


posa como de la que podía mantener con una prostituta.

6. LA PROSTITUCIÓN FEMENINA

En la mayor parte de los casos de condición servil (pero, a


veces, también nacida libre y, después de haber sido «expuesta»
por su padre, destinada a la prostitución por el que la había re­
cogido para este fin), la prostituta (pome) era una mujer que,
aunque ejercitaba una profesión no prohibida por la ley (que,
como veremos, castiga como delito la prostitución masculina,
pero no la femenina), era objeto de una pesada reprobación so­
cial, y era tomada en consideración por las leyes de la ciudad
solamente por dos motivos: para fijar el límite máximo de su ta­
rifa, y para pretender de ella el pago de un impuesto sobre la
«renta»52.
Muy diferente de la de una prostituta común era, sin embar­
go, la condición de la mujer que, en vez de venderse por las ca­
lles o en los burdeles, lo hacía en los templos. Como en Oriente,
también en Grecia existían en realidad prostitutas «sagradas»
(hierodoulai) que, después de haber sido consagradas a la divi­
nidad, se vendían a los que pasaban, entregando el producto de
su actividad al templo en el que prestaban su servicio.
Cuál era el estado jurídico de las hierodoulai es cosa discuti­
da: consideran algunos que serían esclavas del templo, y otros,
en cambio, que la consagración a la divinidad las hacía libres, si
bien quedaban obligadas a vivir en el templo y a prestar allí ser­
vicio como prostitutas53. Pero a nuestros efectos la cuestión no
tiene una relevancia particular. Como quiera que estaban desti­
nadas a venderse, las hierodoulai eran en todo caso prostitutas
privilegiadas, y no sólo por la protección y las comodidades, cierta­
mente mayores que las que disfrutaban las otras prostitutas,

80
La c a l a m id a d a m b ig u a

que les provenían de su vida en el templo. Su privilegio consistía


también, y sobre todo, en su «sacralidad», que las colocaba en
la escala social en una posición muy diferente de la de las por-
nai, y rodeaba su actividad de un halo que les permitía, como
dice Pindaro en su famoso skolion dedicado a las «muchachas
sagradas» de Corinto, «sin reproche en los amables lechos de la
tierna edad recoger el fruto»54, y que indujo a Semónides a dar­
les las gracias por haber contribuido, con sus oraciones, a la vic­
toria sobre los persas55.

7. CONCLUSIONES

Éstas son, por consiguiente, las posibles colocaciones sociales


de las mujeres: esposas, concubinas, heteras o prostitutas. Una
colocación, como es evidente, determinada exclusivamente por
la relación, estable u ocasional, con un hombre. Y puesto que
esta relación, a su vez, estaba organizada exclusivamente para
la finalidad de responder a las exigencias masculinas, la condi­
ción de las mujeres no podía ser más que lo que era: personal­
mente insatisfactoria, socialmente casi inexistente, y jurídica­
mente regulada por una serie de normas que sancionaban su in­
ferioridad y su perpetua subordinación a un hombre, que antes
del matrimonio era el padre, a continuación el marido y, a falta
de éstos, el tutor.
Por no hablar, obviamente, de la total exclusión de las muje­
res de todo tipo de participación política. El ejemplo de Atenas
es paradigmático: en esta ciudad, de hecho, eran ciudadanos
(politai ) solamente los que estaban en disposición de defenderla
con las armas. Existía una excepción: aquéllos que, habiendo
cometido delitos particularmente graves, eran considerados in­
dignos de hacerlo y, por lo tanto, habían sido declarados ati-
m oi Privado de los derechos políticos, en suma, el atimos era

81
E va C a n t a r e l l a

ciudadano no sólo de segunda, sino de ínfima categoría y, en


cuanto tal, era llamado astos, para significar su pertenencia a la
ciudad en sentido físico (asty), pero su exclusión de la organiza­
ción ciudadana {polis). Y, como el atimos, también la mujer
ciudadana era llamada aste56.
Pero hay más: hasta la época de Pericles, la condición de aste
de la madre no tenía ninguna relevancia a efectos de la transmi­
sión de la ciudadanía a los hijos. La pretendida «potencialidad»
de ciudadana de la mujer, en cuanto transmisora de la ciudada­
nía, de la que se habla a veces, fue por lo tanto completamente
inexistente durante muchos siglos: hasta el año 451-450, en que
un decreto de Pericles estableció que el status de aste de la ma­
dre fuera condición necesaria para que los recién nacidos fuesen
politai, el único elemento que determinaba la ciudadanía, transmiti­
da i uns sanguinis, era la condición de ateniense del padre57.
Para concluir, reglas férreas eran las que la polis impuso a las
mujeres, marginándolas y quitándoles prácticamente todo espa­
cio de libertad: reglas que las consideraban y, al mismo tiempo,
las hacían inferiores. Y hacia el final de la. historia de la ciudad
esta inferioridad, ya expresada en los hechos y firmemente per­
cibida por la conciencia social, encontró un ropaje teórico en la
clasificación aristotélica de una humanidad (la libre, obviamen­
te) compuesta por un lado por los hombres, «espíritu» y «for­
ma», y por otro por las mujeres, «madres» y «materia»58.
Pero si bien fue con Aristóteles cuando la codificación de la
esencia y del papel femenino encontró un estatuto teórico desti­
nado a durar a través de los siglos, fue mucho antes de él cuan­
do los griegos comenzaron a discutir sobre la «naturaleza» y la
diversidad de las mujeres, objeto durante siglos de un debate
que es oportuno repasar ahora brevemente.

82
La c a l a m id a d a m b ig u a

Notas

1. Ciertamente no es posible afrontar aquí el complejo problema del origen


de la polis, objeto de infinitos debates y que, en síntesis, se desarrolla en tor­
no a dos nudos: la relación Micenas/Homero, es decir, la discusión de las
eventuales continuidades entre mundo griego pre- y post-micénico, y el de­
bate sobre la naturaleza de los aglomerados sociales homéricos, considera­
dos por algunos prepolíticos y por otros políticos.
Sobre el primer problema, véase P. Vid a l -N aq UET, «Homère et le monde
mycénien», en Armales ES. C., juin-août 1963, pp.730ss.; G. PUGLIESE CARRA-
TELLI, D al regno miceneneo alia polis, en Scritti su) mondo antico, Nápoles
1976, pp,135ss.; y A.A.W ., Le origini deigrea, edición de D. M u sti , Bari
1984.
Sobre el segundo, cf. V. EHRENBERG, «When Did the Polis Rise?», en
Zur griechischen Staatskunde, hrsg. F. G sc h n h z e r , Darmstadt 1969,
pp.3ss.; W. H o f fm a n n , Die Polis bei Homer, ibid., pp,13ss.; F. G schnitzer ,
«Stadt und Stamm bei Homer», en Chiron l(1971)lss.; y AA.W ., Origini e
sviluppo della città. Π medioevo greco (Storia e civiltà dei greci 1), Milán
1978; B. Q u il l e r , «The Dinamics of the Homerie Society», en Symbolae
Osloenses 56(1981)109ss., y W.C. RUNCIMAN, «Origins of State; the Case
of Archaic Greece», en Comparative Studies in Society and History 24
(1982)351ss.
2. P. Vid a l -N a q u e t , «Esclavage et gynécocratie dans la tradition, le mythe,
l’utopie», en Le chasseur noir..., cit., pp.267ss., y en particular p.269: «la cité
grecque, dans son model classique, se définissait par un double refus: refus de
la femme, la cité grecque est un ‘club d’hommes’, refus de l’esclave, elle est un
‘club de citoyens’». Pero véanse a propósito las recientes observaciones de L.
G a l l o , «La donna greca e la marginalità: a proposito di un dibattito», en
Quademi Urbinati di Cultura Classica 1985, que tiende a una postura más
difuminada, que tenga en cuenta, entre otras cosas, un posible desacuerdo
entre reglas jurídicas y práctica social; la posibilidad de que la relación entre
el espacio doméstico (reservado a las mujeres) y el exterior, reservado a los
hombres, sea tal que no se presuponga necesariamente la discriminación en
oerjuicio del sexo femenino; y, sobre todo, la variedad de la experiencia grie­
ga, que desaconseja todo tipo de generalización de la experiencia ateniense.
Todas estas circunstancias las he tenido obviamente presentes, pero, sin em­
bargo, no me parece que quiten peso a la validez de la hipótesis «exclusión».
3. Véase sobre este particular E. CANTARELLA, Studi sull’omicidio in diritto
greco eromano, Milán 1976, pp.84-85, con bibliografía.

83
E va C a n t a r e l l a

4. El texto de la ley, que se volvió a publicar en el año 409-408 y se grabó en


una estela de mármol, fue descubierto en 1843 durante las excavaciones para
la iglesia metropolitana de Atenas, y se conserva actualmente en el Museo
epigráfico de Atenas, inventariado con la sigla EM 6602. Publicado en las
¿ascriptiones Graecae I2 115, ha sido reeditado por R. St r o u d , Drakon’s
Law on Homicide, Berkeley & Los Angeles 1968.
5. Véase también E. CANTARELLA, Studi sull’omicidio..., cit., pp.l31ss., y en
particular sobre la acción pública p. 154, y sobre las sanciones de la mujer
pp.156-157.
6. Respecto a la primera edición estas paginas han sido modificadas e inclu­
yen las reflexiones desarrolladas más extensamente y con mayor profundidad
en E. Canta rella , «Donne di casa e donne sole: sedotte e seduttrici? Fatto
e diritto nella Grecia arcaica», en Nouva D W F Donna WomanFemme 1985
[una versión ulterior, en curso de publicación, en AURORA L ó pez , Cá n d id a
M a r tín ez y An d rés P ociñ A (eds.), La mujer en el mundo mediterráneo
antiguo, Granada 1990]. Por lo que hace a la esposa de Eufileto, cf. el discur­
so de Lisias De caede Herat.
I. Cf. Ar.M/.1083-1084; PIA 6% y AchM 9, así como Sud. s.u. paratilletaiy
raphanis. Sobre la acción pública por adulterio véase E. R u schenbu sch ,
Untersuchungen zur Geschichte des attischen Strafrechts, Koln 1968.
8. Lys.Zte caede Herat. 2 y X .Hier.3.3.
9. Ael. KH13.24.
10. Heraclid.Pont. apud Arist./v:611-642 Rose. Sobre el pasaje y, más en ge­
neral, sobre las penas para el adúltero previstas por otras ciudades cf. P.
Sch m itt - PANTEL, «L’âne, l’adultère et la cité», en Le charivari, École des
Hautes Etudes/Mouton, Paris 1972, pp.l 17ss.
II. El texto de la ley (descubierto en 1884 por la Missione Archeologica ita­
liana) fue publicado en Inscriptiones Creticae. IV. Tituli Gortynii, Roma
1950, y reeditado por R.F. WlLLETS, The Law Code ofGortyn, Berlin 1967.
La parte dedicada al adulterio es 2.20-28.
12. La hipótesis es de U.E. P aoli , en «La legislazione sull’adulterio nel dirit­
to di Gortina», en StudiFunaioli, Roma 1954, pp.306ss., y «Gortina (diritto
di)», en Novissimo Digesto Italiano. Sobre los diversos y ulteriores proble­
mas planteados por el texto, además del ya citado W ilelts , véase L. Ger-
ΝΕΤ, «Observations sur la loi de Gortyne», en Droit et société en Grèce an­
cienne,, Paris 1955, pp.21ss.
13. X.Lac.1.4. Cf. además E.Au<ár.595ss.

84
La c a l a m id a d a m b ig u a

14. Pl.L¿f.l.637c y Arist./>o/1269b9.


15. Flu.Laced. Apoph.240ss. y Ael. V.H.12.21.
16. Plu.^c.14.8.
17. Un cuadro de conjunto de la condición de las mujeres espartanas en J.
R a e d f ie l d , «The Women of Sparta», en C773(1977-1978)146ss., y más re­
cientemente en P. CARTLEDGE, «Spartan Wives: Liberation or Licence?», en
C<?31(1981)84ss.
18. Arist.Pa/.1334b9.
19. Posidipp./fcm fr.l 1 Kock.
20. Sobre el verbo chytrizeincî. A.Fr.l22, S.Fr.52, Pherecr.147 Kock. Otras
expresiones en A.i?a.ll90; Pl. Afin. 315d.
21. Sobre este problema, y de modo más général sobre el papel de 1.a exposi­
ción en Grecia, objeto en la actualidad de muchas discusiones, véase última­
mente D. ENGELS, «The Problem of Female Infanticide in Graeco-Roman
World», en CPh.75(1980)112ss., que descarta su frecuencia, y W .H . H a r r is ,
«The Theoretical Possibility of Extensive Infanticide in the Graeco-Roman
World», en CQn.s.32(1982)114ss., que sostiene en cambio la tesis de su difu­
sión, relacionada también con la joven edad en que se esposaban las mucha­
chas (sobre lo cual véase, para Roma, K. H o pk in s , «The Age of Roman
Girls at Marriage», en Population Studies 18(1965)309ss.). Entre la biblio­
grafía precedente, por otra parte ampliamente citada por W.H. HARRIS, véa­
se al menos P. A. BRUNT, Italian Manpower 225 B. C. - A.D. 14, Oxford
1971, pp,148ss., y P. SALMON, Population et dépopulation dans l ’Empire ro­
main, Bruselas 1974, pp.70ss.
22. La promnestria o promnestris: cf. A.M/.41ss., X.Mem.2.636 y Pl. Tht.
149d - 150d.
23. Plut.So/23.
24. E./M283.
25. Oem.Aphob.lAss.
26. X.Ctec.7.5. El problema de la edad justa para contraer matrimonio era
muy discutido por los griegos. Según Hesíodo (É?p.695ss.) la mujer debía ca­
sarse en el quinto año siguiente a la pubertad, y el hombre a los treinta años.
Para Platón la edad ideal era de los dieciseis a los veinte años para la mujer, y
de los veinticinco a los treinta para el hombre (Leg.l,772d-c). Para Aristóte­
les, en fin, dado que las mujeres demasiado jóvenes morían con frecuencia de
parto, el matrimonio debían contraerlo una mujer de dieciocho y un hombre

85
E va C a n t a r e l l a

de treinta y siete (Pol. 1135). En la práctica, por lo demás, las cosas eran muy
diferentes y, regularmente, el matrimonio era casi inmediatamente después
de la pubertad que, por término medio, se alcanzaba a los 13 ó 14 años: cf.
D.W. Amundsen - C.J. D iers, «The Age of Menarche in Classical Greece»,
en Human Biology 41(1969)125ss. /-" -λ
27. Cf. por ejemplo ÆP.6.59, 276,277, 280. Sobre el papel de ArtÉçmi^ajen el
paso de la virginidad al matrimonio véase, con planteamiento diVéráo, A.
B re l ic h , Paides e Parthenoi, cit., pp 229ss., y P. Vid a l -N a q u et , «Le cru,
l’enfant grec et le cuit», en J. LE GOFF - P. N o r a , Faire l ’histoire, ΙΠ , Paris
1974, pp.l37ss., y después en Le chasseur noir..., cit., p.177 y en particular
pp.l98ss.
28. Hsch.s.u. Gamoi, A.Zy.s.378, E.Pè.347 y Scholadloc.
29. E.Z4.722, Is.De Cir.bered.9, Poll.10.33; A.i>a* 1316.
30. Hsch. s.u. anakalypterion. Sobre los ritos nupciales, mucho más detalla­
damente, cf. A. R overi , «La vita familiare nella Grecia antica», en Enciclo­
pedia classica, sez. I, v. ΙΠ, SEI, 1959, pp.392ss.
31. Sobre el matrimonio ateniense véase E. H ruza, Beitragezur Geschichte
des griechischen und rômischen Familienrechts, I, Erlangen und Leipzig
1983; W. Erdm ann, Die Ehe ini alten Griechenland, München 1934; U.E.
Paoli, «Matrimonio (diritto greco)», en Enciclopedia italiana 22(1936)
578ss., y «Famiglia (diritto greco)», en Novissimo Digesto Italiano, VIII,
1961; H.J. WOLFF, «Marriage Law and Family Organisation in Ancient Athens»,
en Traditio 2(1944)43ss., ahora en Beitrage zur Rechtsgschichte Altgriechen-
lands und des hellenistisch-rômischen Aegypten, Weimar 1961, pp,155ss.;
M.J. PiNLEY, Marriage, Sale and Gift in the Homeric World, en Seminar
12(1954)lss.; E. C a n ta re lla , «La eggye prima e dopo Solone nel diritto
matrimoniale attico», en Rendic. Istit. lombardo Scienze e Lettere, cl. lettere
98(1964)121ss.; A.R.W. H arrison, The Law o f Athens, I, Family and Pro­
perty, Oxford 1968, y K.W. Lacey, The Family in Classical Greece, Lon­
dres 1968; J.P. V ernant, «Le mariage en Grèce archaïque», en La parola
delpassa to 148(1973)51ss., después en Mythe et société, Paris 1974, pp.57ss.;
E. BlCKERMANN, «La conception du mariage à Athènes», en Bull. Istit. Dir.
romano 3* ser.l7(1976)lss.; J. M odrzejew ski , «La structure juridique du
mariage grec», en Scritti in onore di Orsolina Montevecchi, Bolonia 1981,
pp.231ss., y por último J. R edfield , «Notes on Greek Marriage», en Arethusa
15(1982)1-2.
32. Cf. C. Nep. Gin.I.2-3 y Praefatio, Dem. C,Euboul.20\ Plu. Them.22Λ-2.

86
La c a l a m id a d a m b ig u a

33. Así W. E r d m a n n , Die Ehe..., cit., pp.65-68. Sobre le problema véase


también A.R.W. H a r r is o n , The Law o f Athes, Family and Property, cit.,
que considera que no se ha dado nunca una explicación racional de la ilicitud
del matrimonio entre hermanos uterinos (pp.22-23), y K..W. LACEY, The Fa­
m ily in Classical Greece, dt., p. 106.
34. A.üc.818-822, V. 788-790.
35. Is.Pyrr.Hened.14.
36. Así V. E h r e n b e r g , The People o f Aristophanes, Cambridge Mass.
1951, p.27 n.2.
37. h/s.Sim.6.
38. K. D o v er , Greek Popular Morality in the Time o f Plato and Aristotle,
Oxford 1974, trad. ital. La morale popolare greca all’epoca di Platone e di
Aristotele, Brescia 1983, pp.l86ss. Sobre la segregación como hecho de clase,
basándose en los datos arqueológicos, desarrolla interesantes consideracio­
nes S. W a l k e r , «Women and Housing in Classical Greece: the Archaelogi-
cal Evidence», en Images o f Women in Antiquity al cuidado de A. Ca m e ­
r o n - A. K.UHRT, Londres 1983, pp.81ss.

39. Sobre todo el asunto y sus aspectos jurídicos véase U.E. P aoli, «II reato
di adulterio (moicheia) in diritto'attico», en Studia et Documenta Historiae
et luris 16(1950)123ss., y E. CANTARELLA, «L’omicidio legittimo e 1’uccisio-
ne dei moichos in diritto attico», en StudisulTomicidio..., cit., pp. 128 s.
40. Sobre la reprobación social cf. E.Med.226ss. Sobre el episodio de Alci­
biades, cf. And.AIcib.14, y Plu.A/c.8.4ss.
41. Sobre esta institución véae A.R.W. HARRISON, The Law o f Athens. I.
Family and Property, cit., pp.30ss.
42. Sobre el sistema sucesorio véase U.E. P a o li , «L’anchisteia nel diritto
successorio attico», en SD H I 2(1936)77ss., así como «Successioni (diritto
greco)», en Novissimo Digesto Italiano, cit.; J.W. JONES, The Law and Legal
Theory o f the Greeks, Oxford 1956, p. 191, y A.R.W. HARRISON, The Law o f
Athens, dt., pp,122ss. Sobre la dote véase P. D im akis , «A propos du droit de
propriété de la femme mariée sur les biens dotaux d’après le droit grec an­
cien», en Symposion 1974 (Vortrâge zur griechischen und hellenistischen
Rechtsgeschichte, Kôln 1979, pp.227ss.); D.M. S chaps , Economic Rights o f
Women in Ancient Greece, Edinburgo 1979, pp.74-78 y 99-107; C. L e d u c ,
«Réflexions sur le système matrimonial athénien à l’époque de la cité-état
(VI-IV siècles avant J.C.)», en La dot, la valeur des femmes, Travaux de
l’Université de Toulouse - Le Mirail (série A, XXI, Le Grief), Toulouse 1982,

87
E va C a n t a r e l l a

pp.7ss., y por último C. MOSSÉ, La femme dans la Grèce antique, París 1983,
Appendice I: Hedna, pheme, proix: le problème de la dot en Grèce ancienne,
pp. 145ss.
43. Sobre la condición de la heredera véase L. G e rn e t, «Sur l’épiclerat», en
Rev. ét. gr. 34(1921)337ss.; U.E. Paoli, «La legittima aferesi dell’epikleros
nel diritto attico», en Miscellanea Mercati, V, Ciudad del Vaticano 1946; E.
K arabelias, L ’épiklerat attique, thèse, Paris 1974; Recherches sur la condi­
tion juridique et sodale de la femme unique dans la monde grec excepté Ahtè-
nes, Paris 1980 (dactil.), y «L’epiclerat à Sparte», en Studi Biscardi, Π, Milán
1982, pp.469ss., D.M. ¿CHAPS, «Women in Greek Inheritance Law», en CQ
n.s. 25(1975)53ss. y Economic Rights o f Women in Ancient Greece, cit.,
pp.25ss., según el cual, por otra parte, la legislación sobre el epiclerado po­
dría verse también desde un punto de vista distinto. Puesto que la mujer no
podía casarse sin el consentimiento del tutor, y puesto que el tutor de la here­
dera, en cuanto que era su pariente más estrecho, tenía todo el interés en no
dar su asentimiento (para evitar que, con ello, el patrimonio saliera del grupo
familiar), la ley habría previsto su matrimonio con la epikleros para evitar
que ésta quedase sin marido. Pero la hipótesis, siendo interesante, me parece
difícil de aceptar, entre otras cosas porque el pariente tenía el derecho, pero
no el deber, de casarse con la heredera.
44. Dem. C.Macart.59.
45. Plu.&j/^O^, sobre el cual véase W.K. LACEY, The Family in Classical
Greece, cit., pp.89-90. El pasaje es interpretado de forma errónea por F. LE
CoRSU, Plutarque et les femmes, Paris 1981, p. 13, que considera la ley de So­
lón aplicable a todos los maridos (y no sólo a los que se habían casado con
una epikleros) y partiendo de éste y de otros equívocos concluye, suscitando
cierta perplejidad, que «les lois de Solon, en ce qui concernent les femmes,
semblent tenir compte de leur dignité» (p. 14).
46. Sobre la condición de la heredera en Esparta (donde se le llamaba pa-
trouchoso epipamatis) véase Hdt.6.57.4 y 130 (de donde resulta que los pa­
rientes tenían derecho a casarse con ella solamente si no estaba casada toda­
vía). En Gortina, donde se le llamaba patroiokos y donde su condición era
regulada por la ley ya citada, podía rechazar el matrimonio con el pariente,
dándole la mitad de su patrimonio. Cf. U.E. PAOLI, «Gortina (diritto di)»,
en Novissimo Digesto Italiano, cit. Sobre la heredera en las ciudades de la
Magna Grecia véase D.S.18.3-4, y A. M a f f I, «Le “leggi sulle donne”, IC
IV, 72, Π, 16-20, Plut.5o7.23.1-2», en Studi Guarino, IV, Nápoles 1984,
pp.l553ss.
47. [Dem.] C.NeaerXïl.
La c a l a m id a d a m b ig u a

48. Sobre la coexistencia bajo un mismo techo de esposa y concubina cf. An­
tipho Vencí 17ss.
49. D.L.2.2.6.
50. S.B. P om e r o y , op.dt., p.69 de la trad. ital. Pero en contra véase A.R.W.
HARRISON, The Law o f Athens, cit., pp.16-17; H.J. W o l f f , Marnage
Law..., cit., p.85, n.195, y J.W. F u t o n , «TTiat Was not a Lady, that was...»,
en 0?64(1970)109ss.
51. Sobre la condición de los hijos nacidos fuera del matrimonio véase M .D .
M a c D o w e l l , «Bastards as Athenian Citizens», en C<?26(1976)88ss., y P.J.
RHODES, «Bastards as Athenian Citizens», en C<?28(1978)89ss., con opinio­
nes diferentes. Y últimamente, en fin, C. PATTERSON, Pericles’ Citizenship
Law o f451-450 b.C., Salem, New Hampshire 1981.
52. Sobre el limite de los precios véase Arist./4tó.52.2 e Hyp.£i;A:.3. Sobre el
impuesto véase Aeschin. 7ïm.ll9ss.
53. Véase E. CANTARELLA, «Prostituzione (diritto greco)», en Novissimo
Digesto Italiano, dt., con bibliografía.
54. Fr. 122 Snell.
55. Simon, fr.104 a Diehl: «Y ellas por los belicosos griegos y los belicosos
ciudadanos rogaron a la divina Afrodita; y Afrodita no quiso conceder a los
medos la Acrópolis de los helenos».
56. La expresión politis, mujer ciudadana, no aparece en realidad más que
dos veces en las fuentes, en concreto en Dem. C.EboulA'i, y [Dem.] C.Neaer.
107. Pero sobre este asunto, con opinión diferente a la expuesta en el texto,
véase M.D. M ac D o w el l , The Law o f ClassicalAthens, Ithaca, N.Y., 1978,
p.69, y en CR 34.2(1984)63-64.
57. Sobre la ciudadanía véase U.E. P a o li , «L o stato di cittadinanza in Ate-
ne», en Studi di diritto attico, ΪΠ, Florencia 1930, pp.258ss., y Milán 1974; E.
HlGNETT, A History o f the Athenian Constitution to the End o f the Fifth
Century b. C., Oxford 1952, reed. 1975, con más amplias informaciones so­
bre el decreto de Pericles en pp.343ss., y C. PATTERSON, Pericles’ Citizenship
Law o f451-450 b.C., cit.
58. Vése sobre este asunto el ya recordado S. C ampese - P. M a n u l i - G. Sis-
SA, Mater Materia,.., cit.

89
IV. LOS FILÓSOFOS Y LAS MUJERES

1. EL DEBATE SOBRE LA REPRODUCCIÓN DE LA MUJER:


¿CONTRIBUYE TAMBIÉN LA MUJER?

El debate sobre el misterio del nacimiento dividió desde el


comienzo a los pensadores griegos. ¿El hijo, se preguntaron, na­
ce sólo del padre, o también de la madre? La pregunta, en los
mismos términos en que se planteaba, revelaba una actitud sin­
gular. El dato biológico incontrovertible de que el hijo nacía de
la mujer (que quizá hubiera debido inducir, con más lógica, a
preguntarse si había contribuido en ello también el hombre) se
borraba como punto de partida, a veces de forma radical.
Para Hipón y, más en general, para los estoicos la respuesta
era, en realidad, que el hijo nacía solo del padre. Para Anaxágo-
ras, Alcmeón, Parménides, Empédocles, Democrito, Epicuro y
para el médico Hipócrates, en cambio, nacía también de la ma­
dre. Parménides (nacido en Elea en tomo al 519 a.C.), después
de haber admitido que la mujer producía también ella un se­
men, sostuvo que el sexo del hijo dependía de la posición del fe­
to en el útero: si se encontraba a la derecha, es decir, en la parte
más fría, nacería un macho; si en la izquierda, en la parte calien­
te, nacería una hembra. La idea fue recogida por Empédocles
(nacido en el 488), según el cual, por lo demás, de la zona ca­
liente nacían los machos y de la fría las hembras. Para Demócri-
to de Abdera (nacido en tomo al 470), la diferencia sexual de­
pendía de la relación de fuerza entre el semen paterno y el ma-

91
E va C a n t a r e l l a

temo: si el paterno era más fuerte y prevalecía sobre el materno,


nacía un macho. Si, por el contrario, era más fuerte el materno,
nacía una hembra.
Y vayamos a Hipócrates (nacido en Cos en el 460): todo se­
xo, dijo Hipócrates, produce un semen que puede ser fuerte o
débil. Cuando se encuentran un semen fuerte masculino y uno
fuerte femenino, nace un macho. Cuando se encuentra un se­
men débil masculino y uno débil femenino, nace una hembra.
Si, en fin, un semen débil masculino se encuentra con uno fuerte fe­
menino, o viceversa, si uno fuerte masculino se encuentra con uno
débil femenino, el sexo depende del semen cuantitativamente
más abundante. Si es más abudante el paterno, en caso de
que sea el fuerte nacerá un macho, pero poco viril; en caso de
que sea débil, en cambio, nacerá una hija, pero poco femeni­
na. Si es más abundante el femenino nacerá un macho afemi­
nado, si el semen es fuerte, y una hembra poco femenina, si es
débil1.

2. SÓCRATES Y ASPASIA:
LAS VIRTUDES DE LAS MUJERES

El debate había tocado, por lo tanto, el tema de las «virtu­


des» masculinas y femeninas, planteado desde el comienzo en
los términos de la búsqueda de una «diversidad». Pero sobre es­
te tema había quien había comenzado a dudar sobre la natura­
leza biológica de la «diferencia»; y el primero en hacerlo, por lo
que sabemos, había sido Sócrates, al que Jenofonte, en el Sim­
posio, frente a la habilidad de una prestidigitadora, le atribuye
la afirmación de que lo que la mujer estaba haciendo era «prue­
ba entre tantas de que la naturaleza femenina no es naturalmen­
te inferior a la del hombre, salvo en que carece de sagacidad y
de fuerza física»2. Y puesto que no era solamente la naturaleza

92
L a CALAMIDAD AMBIGUA

lo que hacía a las mujeres inferiores, sino, en medida superior,


la falta de educación, Sócrates consideraba que era deber de los
maridos enseñar a las jóvenes esposas a ser buenas compañeras,
evitando así que fuesen las personas con las que tenían el menor
diálogo3, y permitiéndoles contribuir al lado de los hombres al
bien de la familia, como estaban capacitadas para hacerlo4.
Sócrates, por lo tanto, estaba particularmente bien dispuesto
con relación a las mujeres, y no se limitaba a reconocer abstrac­
tamente sus capacidades, sino que escuchaba sus consejos, lle­
gando a admitir sin dificultad que algunas de ellas tenían una
sabiduría superior a la suya, como dice explícitamente, refirién­
dose particularmente a Aspasia, una figura singular de mujer,
de la que merece la pena trazar su perfil, aunque sea de forma
muy breve.
Hija de Axíoco, nacida en Mileto en Asia Menor, Aspasia vi­
vió con Pericles (después de su divorcio de la primera esposa, de
la que había tenido dos hijos)5hasta que murió éste, para pasar
después a un nuevo matrimonio con un cierto Lisíeles, hombre
rudo e ignorante, que gracias a su influjo se convirtió en el pri­
mer hombre de Atenas6. Concubina, y no esposa de Pericles (en
cuanto que era extranjera), Aspasia era amada por éste de mo­
do tan extraordinario que, como dice Diógenes Laercio7, llega­
ba él al punto de besarla cada día, al salir de casa y al regresar
del agora, hecho singularísimo, evidentemente, y evidentemente
también en contraste con la práctica de las relaciones matrimo­
niales, de las que estaba excluido por regla general, no sólo el
erotismo, sino también el amor8.
Pero no es esto lo que nos interesa, sino la relación de Aspasia
con Sócrates. De hecho, según algunos Sócrates habría aprendido
de Aspasia el método llamado «socrático»9. Y, en efecto, parece
ser que Aspasia dominaba con rara maestría la técnica del dis­
curso.
Esquines de Esfeto, discípulo de Sócrates, había escrito un
diálogo titulado Aspasia, en el que contaba una conversación

93
E va C a n t a r e l l a

entre Aspasia, Jenofonte y la esposa de éste: «Si tu vecina tuvie­


se oro más puro que el tuyo», le había preguntado Aspasia a la
esposa de Jenofonte, «¿preferirías tu oro o el suyo?». «El suyo»,
había sido la respuesta. «¿Y si tuviese joyas más ricas?». «Prefe­
riría las suyas». «¿Y si tuviese un marido mejor que el tuyo?»...
Frente al embarazoso silencio de la mujer, Aspasia había co­
menzado a interrogar al marido, haciéndole las mismas pregun­
tas, sustituyendo caballos en vez del oro, y terrenos en vez de
vestidos, y preguntándole al fin si habría preferido la esposa del
vecino, si hubiera sido mejor que la suya. Y frente al silencio de
Jenofonte había concluido, interpretando el pensamiento de sus
interlocutores: «Cada uno de vosotros querría el marido y la espo­
sa mejores: y puesto que ninguno de vosotros dos ha alcanzado la
perfección, cada uno de vosotros añorará siempre este ideal»10.
Prescindiendo de la habilidad «mayéutica» que le atribuía el
diálogo, es evidente que Aspasia tenía una idea del matrimonio
diferente a la de los atenienses: para ella el matrimonio era un
encuentro de dos personas, cada una de las cuales, en posición
paritaria, debía adecuarse a las exigencias de la otra11. Y Sócra­
tes admiraba sus ideas y su sabiduría hasta el punto de que,
siendo interrogado sobre la cuestión: «si uno tiene una esposa
buena, ¿es él quien la ha hecho así?», había respuesto invitando
a preguntárselo a Aspasia, que sabía mucho más que él sobre
tal asunto12.
Por tanto, no es casual que Aspasia fuese mal vista por los
atenienses. Diferente de las otras mujeres, era una intelectual,
de la cual al menos cuatro discípulos de Sócrates hablan en sus
obras: Esquines de Esfeto, según hemos visto, Antístenes, Jeno­
fonte y Platón, que en el Menexeno hace contar a Sócrates un
discurso fúnebre que habría compuesto Aspasia por los caídos
en la guerra corintia13. Además, como hemos visto, Aspasia
sostenía tesis que en modo alguno eran compartidas por los ate­
nienses sobre el papel femenino y sobre la relación entre sexos.

94
LA CALAMIDAD AMBIGUA

No ha de maravillar, en consecuencia, que se dijeran de ella


cosas infamantes, como que era una hetera, o que favorecía las
evasiones sexuales de Pericles, organizando sus encuentros con
jóvenes y muchachas agradables14. Y si ciertamente el odio de
los atenienses por Aspasia, que culminó con una acusación de
«impiedad», puede interpretarse también como un intento de
dar un golpe al hombre político (igual que fueron intentos de
golpear a Pendes sin duda los ataques contra Anaxágoras y Fi-
dias, unidos a él por una profunda amistad)15, sin duda no hay
que excluir que a aumentar este odio haya contribuido también
la personalidad de esta mujer excepcional, cuyas opiniones no
eran populares ni mucho menos.
Pero prescindamos también de este problema y volvamos a
las relaciones entre Aspasia y Sócrates. Tanto si las había
aprendido de ella como si no, tanto si había aprendido de ella el
«método» como si no, Sócrates compartía las ideas de Aspasia
sobre la «cuestión femenina». Aunque lejos de afirmar la total
paridad entre hombres y mujeres, no era él en modo alguno mi­
sógino, como ocurría, normalmente, con sus contemporáneos.
Pero, ¿y los otros?

3. JENOFONTE Y LA ESPOSA DE ISCÓMACO.


LOS CÍNICOS: CRATES E HIPARQUIA

Aunque recogiendo algunos temas socráticos y, por lo tanto,


admitiendo que la naturaleza había atribuido a la mujer «me­
moria y atención» como al hombre, Jenofonte confirmó de nue­
vo, con seguridad inamovible, la tesis del «natural» destino de
la mujer para los trabajos domésticos. La divinidad, afirmó, ha
dado a los sexos una capacidad igual de dominar las pasiones16.
A pesar de ello, algunas características «naturales» destinan a la
mujer a un papel, a un cierto tipo de vida y a algunas activida­

95
E va C a n t a r e l l a

des, minuciosamente ilustradas en el famoso discurso en el que


Iscómaco, en el Económico, respondiendo a las preguntas de
Sócrates, cuenta cómo ha organizado la relación con su esposa,
educándola para que, joven esposa de quince años no cumpli­
dos, aprendiese a ser como la deseaba él y como era justo que fuese.
«¿En qué puedo ayudarte? ¿De qué soy capaz?», le había pre­
guntado la esposa. «Por Zeus», había respondido Iscómaco,
«de las cosas que los dioses te han hecho naturalmente capaz de
hacer, y que la ley aprueba». Y he aquí la descripción de tales
cosas: ya que en la familia son necesarios trabajos externos y
trabajos internos, «la divinidad ha adaptado desde el comienzo
la naturaleza femenina a los trabajos y a los cuidados internos,
y la del hombre a los externos». A la mujer le ha dado un cuer­
po menos fuerte, y más ternura para los recién nacidos que la
que tiene un hombre. Por tanto, la mujer, además de procrear,
debe controlar la gestión y los bienes de la casa y ocuparse de
los esclavos enfermos17.
Nada de nuevo en Jenofonte, por lo tanto, no obstante la ad­
misión de que la mujer tiene algunas capacidades comunes con
el hombre. Pero otros seguidores directos o indirectos de Sócra­
tes continuaron la enseñanza del maestro, llevándola a conse­
cuencias bien diferentes, y contribuyendo no poco a sensibilizar
sobre el tema a la opinión pública que (por lo demás, sólida­
mente orientada en el modo tradicional) se vio obligada a hacer
frente a opiniones inhabituales: como, por ejemplo, la de Antis-
tenes, el fundador de la escuela cínica, que nació y vivió en Ate­
nas a caballo entre el siglo V y el IV, para el cual hombre y mu­
jer tenían «la misma virtud»18. Y tampoco faltaban, al lado de
los planteamientos de principios, los intentos de ponerlos en
práctica. Considerando que hombres y mujeres deberían reali­
zarse de forma igual por medio del ejercicio de las virtudes co­
munes, los cínicos pusieron en discusión, en primer lugar, la
idea de la centralidad de la relación matrimonial, predicando la
libertad sexual, capaz de liberar al hombre de las ataduras con

96
La c a l a m id a d a m b ig u a

que lo tenía sujeto el matrimonio: como sostuvo, por ejemplo,


Diógenes, discípulo en Atenas de Antístenes, proponiendo la
comunidad de las mujeres19. Y, en segundo lugar, pusieron en
discusión la idea de la inferioridad femenina, de modo que los
griegos asistieron aturdidos a relaciones «alternativas», como,
por ejemplo, la de Crates de Tebas, que, uniéndose a su discipu­
la Hiparquia, pasó la vida viajando, asociándola sin limitación
a sus experiencias, mendigando con ella (según la enseñanza de
la escuela) en los banquetes en los que participaba ella, como si
fuese una hetera20: en suma, viviendo una relación completa­
mente fuera de las reglas con una mujer que, al término de su
vida, confirmó sus creencias, afirmando orgullosamente que no
se había equivocado, en el momento en que había escogido uti­
lizar «para instruirse» el tiempo que hubiera debido pasar te­
jiendo21. Y, como Hiparquia, también Crates (si queremos creer
un relato tal vez fantástico, pero en cualquier caso significativo)
confirmó las creencias comunes, dando su hija durante un mes
a cada uno de sus discípulos, para que después fuese libre y ca­
paz de escoger un buen compañero22.
Otras escuelas, al lado de la de los cínicos, sostuvieron tam­
bién la igualdad de las mujeres: Epicuro, nacido en Samos en el
340 y trasladado a Atenas en el año 309, aceptó entre sus discí­
pulos a Temistia. Pitágoras, que se trasladó a la Magna Grecia
en tomo al 530, había fundado una escuela de la que formaron
parte mujeres significativas como Teano, y en la que habían lle­
gado a plantearse el problema de la capacidad política de las
mujeres, sosteniendo su idoneidad para gobernar24. Hipótesis
ésta, inútil decirlo, en contraste no sólo con la práctica sino con
la opinión de otros doctos, como, por ejemplo, Phyntys, según
el cual las mujeres, incluso teniendo algunas virtudes iguales a
las de los hombres (valor, justicia y reflexión), no poseían ni la
capacidad de hacer la guerra ni la de gobernar, mientras que te­
nían la virtud específica de saber administrar la casa y cuidar el
marido25; o, como Teofrasto (el filósofo peripatético, cuyas opi­

97
E va C a n t a r e l l a

niones coinciden sobre este aspecto con las aristotélicas), según


el cual no era preciso que una mujer supiese «administrar una
ciudad, sino, más bien, dirigir una casa»26, y que consideraba,
todavía más drásticamente, que la educación de las mujeres era
necesaria, a condición de que se limitase «a lo que hace falta sa­
ber para dirigir una casa; una instrucción más avanzada las
vuelve perezosas, más charlatanas e indiscretas»27. Pero nada
hay más edificante, a este propósito, que un relato hecho por
Plutarco, esto es, precisamente por uno de los que, si bien en si­
tuación minoritaria, sostenían que las mujeres podían tener las
mismas virtudes que los hombres.
La cirenaica Aretáfila, cuenta Plutarco, libró a la ciudad del
tirano Nicócrates (sobre los casos de mujeres que mandan en el
ejército, en época helenística, tendremos ocasión de volver más
adelante). Sus ciudadanos, después de la victoria, le pidieron
que participara en el gobierno. Pero Aretáfila, «cuando la ciu­
dad fue liberada, se retiró a su gineceo y, negándose a toda acti­
vidad indiscreta, pasó el resto de su vida tejiendo»28. Ejemplo
brillante de cómo las mujeres, incluso estando en disposición de
comportarse como los hombres, deberían hacerlo solamente en
caso de necesidad, y volver después a sus tareas habituales, sa­
crificando sus capacidades personales a la armonía del conjun­
to, como un buen músico debe ocultar su individualidad en la
orquesta.
Pero esto no quita que, si bien en condición de minoría, algu­
no hubiese continuado la enseñanza de Sócrates, hasta llevarla
a la afirmación de la necesidad de que todos, hombres y muje­
res, buscasen una realización personal propia.
Un filón de pensamiento «avanzado», por lo tanto, que in­
cluso cuando acababa remachando la esencial dedicación do­
méstica de la mujer, no estaba marcado sin embargo por la mi­
soginia, que fue, en cambio, la característica fundamental del
otro filón de pensamiento que recorrió la historia de la polis,
encontrando una amplísima respuesta en la conciencia social.

98
La c a l a m id a d a m b ig u a

Aunque influenciados por la enseñanza de Sócrates, de he­


cho, otros pensadores se plantearon el discurso sobre las muje­
res desde una óptica que los llevó a posiciones muy alejadas del
punto de vista socrático. Y entre ellos está, en primer lugar, Pla­
tón, cuya posición sobre la «cuestión femenina» ha sido objeto
de discusiones muy encendidas, por lo demás muy justificadas
por la ambigüedad y las contradicciones de sus afirmaciones.

4. ¿PLATÓN «FEMINISTA»?

Platón parte de posiciones que pueden parecer y han sido a


veces definidas como «feministas»29. En la República, plantean­
do un Estado ideal, confia el poder a un grupo de «guardianes»
de la constitución, aboliendo la familia y la propiedad. La fami­
lia no debe existir porque, siendo el lugar en que se acumula la
riqueza, si los «guardianes», junto con la fuerza, tuviesen tam­
bién la riqueza, se convertirían en «salvajes tiranos»30. Y las
mujeres deben ser «todas comunes a todos los hombres, y nin­
guna vivirá privadamente con ninguno de ellos; y comunes se­
rán también los hijos, y ni el padre conocerá a su hijo, ni el hijo
a su padre»31. El elemento femenino de la ciudad, liberado de
su papel familiar, debe estar inserto por tanto en la ciudad y
cooperar con los hombres en la gestión del proyecto político.
Educadas como los hombres, después de haber aprendido músi­
ca y gimnasia (como en Creta y en Esparta), las mujeres deben
ser utilizadas exactamente como los hombres, deben cumplir
idénticas tareas, pueden ser médicas, o «amantes de la sabidu­
ría» o, como el hombre, en fin, pueden ser «guardianas»32.
Éste es, por tanto, el «feminismo» de Platón, consistente, ya
se ha dicho, en conceder a las mujeres las mismas oportunida­
des que a los hombres33. Pero si se reflexiona con más atención
sobre el pensamiento platónico no dejan de surgir perplejidades.

99
E va C a n t a r e l l a

Incluso si se quiere prescindir de las dudas suscitadas por la lec­


tura de la misma República, ulteriores motivos de desconcierto
se añaden cuando se pasa a reflexionar sobre la ideología de las
Leyes, en las cuales, como es sabido, Platón propone un modelo
político diferente, todavía inspirado en parte en el modelo co­
lectivista, pero, sin embargo, más practicable.
La ciudad de las Leyes, de hecho, está dividida en 5040 gru­
pos familiares, a cada uno de los cuales le es asignado una par­
cela de tierra (klerosf4: y en ella, con la familia, aparece de nue­
vo la subaltemidad femenina. En el matrimonio (que todos los
ciudadanos están obligados a contraer, y obligados también a
disolver después de diez años de eventual esterilidad), la mujer
debe ser sometida al control del marido35. Pero el control fami­
liar no es suficiente: debe ser puesto al lado del correspondiente
al Estado. Siendo «por naturaleza más inclinadas a esconderse y
a la astucia», las mujeres pueden ser elemento de desviación,
pueden ser causa de disgregación de la disciplina social, como
ocurrió en Esparta —dice Platón—, donde, libres de las funcio­
nes familiares y económicamente poderosas, minaron la solidez
del Estado36. La «diferencia» (vista en la República, al menos en
parte, como fruto de la educación) vuelve por tanto como elemen­
to de discriminación y como justificación de una subaltemidad
que en los Diálogos se convierte explícitamente en inferioridad.
El hombre «que hubiese vivido bien el tiempo asignado», lee­
mos en el Timeo, «vuelto de nuevo a la morada de su astro pro­
pio, llevaría allí una vida feliz y conforme a su condición; pero
el que fallase en la prueba, en su segundo nacimiento cambiaría
su naturaleza por la de la mujer; y si ni siquiera entonces cesase
en su maldad, según la naturaleza de su vicio se cambiaría para
siempre en una bestia de naturaleza semejante»37. Con mayor
precisión: «de los nacidos hombres, cuantos han sido cobardes
o han pasado su vida en la injusticia, según un planteamiento
lógico, se cambiarán en mujeres en su segunda generación»38,

100
La c a l a m id a d a m b ig u a

según el proyecto de «los que nos crearon», que «sabían que de


los hombres nacerían las mujeres y los otros animales»39.
¿Cómo evaluar, en este punto, el alcance de las afirmaciones
platónicas en su conjunto? Ciertamente, la afirmación de la ca­
pacidad de las mujeres para gobernar, en la República, tenía un
potencial revolucionario, así como la abolición de la familia y
de la propiedad. Pero no es menos cierto que el proyecto plató­
nico, mientras liberaba a las mujeres de la servidumbre familiar,
las hacía esclavas del Estado. Igualando a las mujeres con los
hombres, Platón suprimía la diversidad, pretendiendo, como es­
cribió Wilamowitz, «que fuesen hombres, para él hombres im­
perfectos»40.
Teórico de la superioridad de la relación entre hombres por
encima de la relación hombre-mujer (según veremos en el capí­
tulo dedicado a la homosexualidad)41, se puede decir que Pla­
tón, como mucho, concedió a las mujeres, en la República, una
cierta libertad de acción, por lo demás encaminada al único fin
de racionalizar su proyecto político. Pero, más allá de esto, ex­
presó del modo más radical la seguridad de una inferioridad fe­
menina. La misma seguridad que, a continuación, sin más am­
bigüedad ni contradicciones, fue teorizada por quien cerró defi­
nitivamente a las mujeres en la cerca de su «natural diversidad»,
esto es, Aristóteles42.

5. ARISTÓTELES: LA MUJER-MATERIA

Tomando de nuevo un tema, según sabemos, ya muy debati­


do, Aristóteles explicó cuál era la contribución femenina a la re­
producción. En la formación del embrión, afirmó, junto al es­
perma concurre la sangre mestrual, pero el papel de estos dos
elementos es diverso. El esperma es sangre, como la mestrual,
pero más elaborada que ésta. El alimento, cuando no es expul­

101
E va C a n t a r e l l a

sado del organismo, se transforma en sangre, siendo el agente


transformador el calor. Pero la mujer, menos caliente que el
hombre, no puede cumplir la última transformación, que da lu­
gar al esperma; por tanto es el semen masculino lo que, en la re­
producción, cuece el residuo femenino, transformándolo en un
ser nuevo. En otras palabras, el semen tiene un papel activo,
mientras que la sangre femenina tiene un papel pasivo. Aunque
es indispensable, la aportación femenina es la aportación de la
materia, con la que se indentifica la mujer. Y la aportación de la
mujer-materia es pasiva por su propia naturaleza, en contrapo­
sición a la masculina, que, al ser el hombre forma y espíritu, es
en cambio activa y creativa. El macho, en efecto, en la reproduc­
ción «transforma» a través del esperma la materia femenina43.
La demostración de la pasividad en la reproducción es, por
consiguiente, uno de los elementos que consiente a Aristóteles
justificar la subaltemidad social y jurídica de la mujer. El oikos
(elemento central del proyecto político aristotélico) se organiza
en tomo a un cabeza: «el macho es más apto para el mando que
la hembra, exceptuando algunos casos contra natura»44. Sola­
mente a este cabeza se le contempla el derecho de participar en
la gestión de la polis, y a él compete el mando sobre la esposa,
los esclavos y los hijos. El esclavo, de hecho, «no posee en toda
su plenitud la parte deliberante, la mujer lo posee, pero sin au­
toridad, el muchacho, por último, la posee,, pero sin desarro­
llar»45. Estando diferenciada la diversidad de los subordinados,
las relaciones de subordinación en la familia son también dife­
rentes. La relación marido-esposa, en particular, está caracteri­
zada por el hecho de que el hombre tiene sobre la mujer «la au­
toridad del hombre de Estado»4*1. Pero mientras la autoridad
del hombre de Estado (politikos) comporta una alternancia de
mando entre los ciudadanos, en la relación hombre-mujer no
hay alternancia: «en la relación del macho con la hembra el uno
es por naturaleza superior, la otra es mandada, y es necesario
que entre todos los hombres sea precisamente de este modo»47.

102
La c a l a m id a d a m b ig u a

Y henos aquí con las virtudes de las mujeres, con las cualida­
des que les permiten corresponder del modo mejor al modelo
«natural».
En primer lugar, «a la mujer el silencio aporta encanto»: ci­
tando un conocido verso de Sófocles, Aristóteles confirma de
nuevo, por tanto, el acostumbrado modelo femenino48. Dotada
de una razón menor e imperfecta, incapaz de controlar su parte
«concupiscible», la mujer, que no tiene voluntad, debe ser con­
trolada ya por el marido, ya por el Estado:
«La licencia de las mujeres va también contra el pro­
pósito del régimen y la felicidad de la ciudad, pues de
la misma manera que la casa se compone del hombre
y la mujer, es evidente que la ciudad debe considerar­
se dividida en dos partes aproximadamente iguales:
los hombres y las mujeres; de modo que en todos
aquellos regímenes en que la condición de las mujeres
es mala, habrá que considerar que la mitad de la ciu­
dad vive sin ley. Esto es precisamente lo que ha ocu­
rrido en Lacedemonia: el legislador, que quiso que
todos los ciudadanos fueran resistentes, lo consiguió
evidentemente respecto de los varones, pero fue ne­
gligente por lo que se refiere a las mujeres, pues viven
sin freno, entregadas a toda clase de licencia y moli­
cie.»49.
Encerrada en la cerca de su «materialidad», la mujer tiene
por tanto un solo poder negativo: si es cierto que garantiza la
reproducción de los ciudadanos, sin embargo está excluida del
logos', por ello, es un grave peligro si no se la controla. Y tal
permanecerá, como veremos, bastante más allá del cuadro social y
cultural en que su «materialidad» apareció teorizada por primera
vez.

103
E va C a n t a r e l l a

6. CONCLUSIONES

Éstos son, por consiguiente, los dos filones diferentes que


pueden encontrarse en el pensamiento griego con referencia a la
«cuestión femenina»: por un lado, el rumbo que, partiendo de
la idea de una radical diversidad de las mujeres —ya presente
por otra parte en el mito— conduce a la teoría aristotélica de la
madre-materia; por otro, el que, a partir de Sócrates, contempla
la hipótesis de una mujer, si no igual, al menos no inferior al
hombre, y considera posible también para las mujeres una reali­
zación personal e intelectual, no necesariamente o, por lo me­
nos, no exclusivamente identificable con la maternidad.
Pero, ¿cuál de estas dos tendencias encontró mayor corres­
pondencia en la conciencia social? La respuesta no es difícil: la
hipótesis «socrática», por así decirlo, era netamente minoritaria.
Por el conjunto de sus enseñanzas, incluidas aquéllas sobre las
mujeres, Sócrates representaba un elemento de ruptura intolera­
ble. No por azar en las Nubes (año 423), Aristófanes lo escoge
como blanco de su ironía, representándolo como un ridículo
maniquí, instalado en un «pensadero», suspendido del aire, en
un cesto, y dedicado a medir el salto de las pulgas. Ninguno era
más peligroso que Sócrates en cuanto portador de ideas nuevas,
consideradas por Aristófanes, como por muchos otros atenien­
ses, la causa de la crisis en que se debatía la polis.
La condena a muerte de Sócrates, en el 399, acusado en una
«acción de impiedad» {graphe asebeias) de haber «investigado
las cosas que ocurren bajo tierra y las celestiales, intentando
presentar como mejor la razón peor, y enseñando esto a otros»,
y, sobre todo, de ser «reo del crimen de corromper a los jóvenes,
de no creer en los dioses en que cree el Estado, sino practicar
cultos religiosos nuevos y diferentes»50, fue, por tanto, una con­
dena política. Fue la respuesta de Atenas a una enseñanza sub­
versiva, elemento de corrupción y de disgregación de los valores
tradicionales, no sólo, ciertamente, por lo que sostenía sobre las

104
La c a l a m id a d a m b ig u a

mujeres, pero quizá, en parte, también por esto. También sus


ideas sobre la cuestión femenina, en suma, contribuían a poner
en peligro la ciudad. Y los atenienses, en su gran mayoría, no
compartían estas ideas, como contribuye a demostrar con mu­
cha claridad el análisis de lo que recientes e interesantes estudios
definen como la «moral popular»51.
Pero, ¿cómo conocer esta moral, es decir, este sentimiento
común, esta actitud difusa y anónima?
Como es obvio, la opinión pública ateniense no nos es cono­
cida de forma directa. En particular, no tenemos documentos
que nos revelen diretamente qué pensaba el «ciudadano medio»
de las mujeres. Sin embargo, existen fuentes que permiten re­
montarse a sus opiniones: las obras de los intelectuales, cuya
producción estaba destinada a las representaciones públicas; en
otros términos, a una confrontación con el público.
Cuáles son los problemas que plantea el intento de utilizar la
literatura en este sentido es cosa tan conocida que resulta super­
fluo hacer sobre ello largas disquisiciones52. En primer lugar,
¿cómo distinguir la opinión del autor en el interior de las varias y
contrapuestas opiniones expresadas por sus personajes? En segun­
do lugar, una vez aislada esta opinión, admitiendo que esto sea po­
sible (o, al menos, una vez aislada la opinión presumiblemente más
cercana a la del autor), ¿cómo saber qué corresponde a la opi­
nión popular, o si, más bien, expresaba posiciones «avanzadas»,
como tales no compartidas por la masa del público, que por lo tan­
to, en su mayoría, se identificaba con otros personajes?
El problema es todo menos simple. Y, por lo tanto, tenién­
dolo presente, para no caer en valoraciones simplistas, afronta­
remos el análisis de algunos textos de la literatura clásica en el
intento de aclarar (hecho en modo alguno despreciable para la
comprensión de la «cuestión femenina») qué pensaban de las
mujeres los que producían un hecho cultural fundamental, cual
era en Grecia el teatro, y qué pensaban aquéllos para quienes se
producía este hecho cultural.

105
E va C a n t a r e l l a

Notas

1. Véase sobre el tema La donna e i fílosofí, ed. de S. CAMPESE - S. GAS-


TALDI, cit., y J. R o s t a n d , Matemità e biología, Bari 1968, pp.7ss. Sobre la
ginecología griega véase P. MANULI, «Fisiología e patología del femminile
negli scritti ippocratici dell’antica ginecología greca», en Hippocratíca, Ac­
tes colloquehippocratique de París (4-7 sett. 1978), París 1980, pp.393ss.; A.
ROUSELLE, «Observation féminie et idéologie masculine: le corps de la fem­
me d’apres les médecins grecs», en Annales ES.C . (1980)1085ss., y luego
Pomeia, Paris 1983, pp.37ss.; M . L e f k o w it z , Heroines and Hysterics, cit.,
The Wandering Womb, pp.l2ss., y P. MANULI, «Donne mascoline, femini­
ne sterili, vergini perpetue: la ginecología greca tra Ippocrate e Sorano», en
S. C a m p e s e - P. M a n u l i - G . SiSSA, M ater Materia..., cit.
2. X.Smp.2.8-9.
3. X.Ctec.3.12.
4. X.Cte.3.14-15.
5. Plu./ter.24.8.
6. Plu./fej7c/24.6.
7. D .L .6.16.
8. Opinión diversa en G. RAEPSAET, «Sentiments conjugaux à Ahtènes aux
V et IV siècles avant notre ère», en A C 50(1981)677ss., y en C. MossÉ, La
femme..., cit., «Appendice IV: la femme grecque et l’amour». Pero sobre este
problema volveremos más adelante.
9. Así A. Sc h m id t , DasPerikleische Zeitalter, Jena 1877,1, pp.90ss. Sobre el
tema véase ahora M. MONTUORI, Socrate. Fisiología di un mito, Nápoles
1974, pp.263ss., también para una reconstrucción de las relaciones entre Só­
crates y el círculo de los amigos de Pericles. Sobre la relación con Aspasia, en
particular, p.265, n.44.
10. El diálogo se encuentra en Cic,-fov.l.31.
11. Así M.R. FLACELIÈRE, «La féminisme dans l’ancienne Athènes», en
Comptes rendus de l ’Académie des inscriptions et belles lettres, Paris 1971,
pp.698ss., en particular p.702, que por otra parte incluye a Aspasia en el cua­
dro, difícil de aceptar, de una especie de movimiento «feminista» ateniense,
ya expuesto en «D’un certain féminisme grec», en REA 64{1962)109ss.
12. X. Ctee.3.14-15.

106
La c a l a m id a d a m b ig u a

13. Este episodio es muy significativo, aunque sea imaginario, puesto que,
cuando estalló la guerra corintia, tanto Aspasia como Sócrates habían muer­
to ya. Sobre el asunto, con una interesante reconstrucción de la figura de As­
pasia, véase G. DE Sa n c t is , Pericle, Milán 1944, pp,188ss.
14. El rumor lo recoge Plu./ter,13.15. Que Aspasia era una hetera, y además
de ningún relieve, es la opinión de U. VON W il a m o w it z -MO l l e n d o r f f ,
Aristóteles und A then, Berlín 1893, p.263, n.7; II, p.9, n.35, según el cual su
nombre, «la deseada», sería una prueba de ello.
15. De Fidias, en concreto, se sospechaba que favorecía los encuentros de Pe­
ricles con las mujeres, organizándolos en su taller (Plu.Per.13.15), y fue acu­
sado de haber sustraído parte del marfil destinado a la fabricación de la esta­
tua crisoelefantina de Atena. Anaxágoras, en cambio, fue acusado de «impie­
dad» por sus ideas sobre el sol y la luna, incompatibles con la tesis de que
fuesen divinidades. Sobre la evidente relación entre estas acusaciones y las re­
laciones de Fidias y Anaxágoras con Pericles véase G. DE Sa n c t is , Pericle,
cit., pp.243ss.
16. X.Oec.7.26-27.
17. El relato ocupa los cap. VII-X. Sobre los trabajos efectivamente desarro­
llados por las mujeres, en casa y fuera, véase P. H er fts , Le tra vail de la fem­
me dans la Grèce ancienne, diss., Utrecht 1922, y, con especial referencia a la
esposa de Iscómaco, I. SAVALLI, La donna nella société della Grecia antica,
cit., pp.l04ss.
18. D.L.6.12.
19. D.L.6.72. Sobre la frase de Diógenes (referida por Diógenes Laercio
6.52), que, al ver mujeres colgadas de un árbol exclamó: «ojálá todos los ár­
boles tuvieran estos frutos», véase A. Bre lic h , Paides e parthenoi, cit.,
p.444, n.2, y E. CANTARELLA, «Dangling Virgins», en The Female Body in
Western Culture: Semiotics Perspectives: Poetics Today 6 ,1,1985.
20. D.L.6.85ss. [Sobre Hiparquia véase, entre nosotros, J.M" GARCÍA GON­
ZÁLEZ, «Hiparquia, la de Maronea, filósofo cínico», en J. G a r c ía GONZA­
LEZ - A. POCIÑA PÉREZ (eds.), Studia Graecolatina Carmen Sanmillán in
memoriam dicata, Granada 1988, pp,179ss.
21. D.L.6.98.
22. D.L.6.93.
23. D.L.10.5.25.26.
24. Stob.85.19.

107
E va C a n t a r e l l a

25. Stob.84.71.
26. Stob.85.7.
27. Stob. 16.30.
28. Plu.Muí. Virt.19.
29. Cf. D. W e n d e r , «Plato: Misogynist, Paedophile and Feminist», en Are­
thusa 6.1(1973)75ss. Para una exposición más general de las teorías filosófi­
cas sobre las mujeres, B, & G. T o v e y , «Women’s Philosophical Friends and
Enemies», en Social Quarterly 55(1974)589.
30. Pl.i?.3.416a - 417b.
31. Pl.ií.5.457d, versión de An d r é s P o c iñ a .
32. Pl.i?.5.451c - 457b; 466e - 467a. Sobre las mujeres «guardianas» (que Pla­
tón «desexualiza»), cf. A.W. SAXONHOUSE, «The Philosopher and the Fema­
le in the Political Thougth of Plato», en Political Theory 9.2(1976)195ss.
33. Así D. W e n d e r , Plato..., cit.
34. Pl.Le¿r.5.739c - 741a.
35. Pl.Lçg.5.742c, 6.744e - d, 6.773b, 774a - b, 783-785b, 7.720a - d, 808a - b,
9.923c-925d, 930a-d, 937a.
36. Pl.Z^.6.780a - 781d, 7.789e - 790b. /
37. PI. Tim.42b -c, versión de ANDRÉS POCIÑA.
38. Pl. Tim.90c, versión de ANDRÉS P o c iñ a .
39. Pl. Tim.76e, versión de A n d r é s P o c iñ a .
40. U. VON W ila m o w itz -MOl l e n d o r ff , Platon, sein Leben und seine
Werke, Berlín 1959 (5* éd.), pp.312-313 y 573.
41. Véase H. KELSEN, «Die platonische Liebe», en Imago 19.1(1933)34-98 y
19.3(1933)225 -255, trad. ital. L ’amorplatonice, Bolonia 1985.
42. G. Sissa , «Il corpo délia donna. Lineamenti di una ginecología filosófi­
ca», en S. C a m pese - P. M a n u l i - G. Sissa , Mater Materia..., cit., donde se
puede ver también, sobre las consecuencias sociales y materiales de esta «gi­
necología», S. C am pese , Donne, casa, citti nell'antropologia di Aristotele.
Sobre el aspecto «animal», sobre la pasividad y sobre las características ne­
gativas atribuidas por Aristóteles al sexo femenino véase además S. Sa ïd ,
«Féminin, femme et femelle dans les grands traités biologiques d’Aristote»,
en La femme dans les sociétés antiques, cit., p. 93.

108
La c a l a m id a d a m b ig u a

43. kási.G A 728a 17ss. Véase además M. VEGEm, Π coltello e lo stiJo, Mi­
lán 1979, pp,125ss.
44. Arist.Pol. 1254b5*.
45. Arist.Pol. 1260a13.
46. Arist.Pol. 1259b12*.
47. Arist .Pol. 1254b5. Cf. también 1259b12*.
48. Arist .Pol. 1260a13. El verso de Sófocles es Ai. 293.
49. Arist./"o/ 1269b9*, versión española de J u l i An M a r ía s y M a r ía N a ­
(Aristóteles, Política, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1970).
r a n jo

50. Pl.Apo7.19 b- c y 24 b-c.


51. Cf. K J . D o v e r , Greek Popular Morality in the Time o f Plato and Aris­
totle, cit., y W . DEN BOER, Private Morality in Greece and Rome, Leyden
1979.
52. Sobre la relación entre el poeta y su audiencia, es decir, sobre la reacción
del público ante temas que podían comportar un cuestionamiento de la for­
ma de comportarse las mujeres véase ahora M. LEFKOWTTZ, «Influential
Women», en Images..., edición de A. CAMERON - A. KUHRT, cit., pp.49ss.

109
Y. LAS MUJERES Y LA LITERATURA

1. LAS MUJERES EN LA LITERATURA CLÁSICA

La literatura de la edad clásica, que se inicia con las tragedias


de Esquilo, propone a su público personajes femeninos de gran
relieve, imágenes significativas, de carácter fuerte y tempera­
mento fiero, capaces de gestos heroicos y terribles como aqué­
llos de que son protagonistas, respectivamente, Antigona y Me­
dea. Pero cuál era la actitud de los poetas trágicos con respecto a
sus heroínas y, más en general, con respecto al sexo femenino, es
cosa que ha sido y sigue siendo objeto de no pocas discusiones.

La tragedia: Clitemestra, las Danaides, Antígona,


Hipólito y Fedra («la calamidad ambigua»), Medea,
Alcestis, Andrómaca y el <decho»

Para algunos helenistas la tragedia, como por otra parte toda


la literatura clásica, reflejaría un profundo desprecio de las mu­
jeres, mezclado con un miedo invencible a su poder negativo.
Para otros (que parten de una evaluación distinta de la condi­
ción femenina, es decir, consideran que las mujeres gozaban de
un prestigio social elevado) algunos personajes femeninos, co­
mo por ejemplo la Clitemestra de Esquilo, o la Antígona y la
Deyanira de Sófocles, serían en cambio una demostración de la
admiración que los griegos habrían sentido hacia el sexo feme­

111
E va C a n t a r e l l a

nino1. Y todavía según otros (generalmente, según otras), ha­


bría que hacer una neta distinción entre Esquilo y Sófocles por
un lado, y Eurípides por otro: las acciones infames realizadas
por muchas heroínas euripideas, según ha sostenido por ejem­
plo S.B. Pomeroy (citando entre otras cosas en apoyo de su tesis
el hecho de que las sufragistas inglesas acostumbraban recitar
párrafos de Eurípides), revelarían el deseo del poeta de poner en
discusión la moral tradicional y denunciar la difícil condición de
las mujeres en su ciudad2.
La cuestión, hay que decirlo inmediatamente, no es en modo
alguno simple.
La complejidad del significado religioso, ético y político de la
tragedia, unida a la profundidad del análisis psicológico de los
personajes (expresión de la contradicción y del drama de la con­
dición humana) hace muy fácil caer en excesivas simplificacio­
nes y en esquematismos demasiado rígidos. Pero,· planteda esta
premisa, parece sin embargo bastante difícil, a la luz de una va­
loración de conjunto, no seguir leyendo en la tragedia la anti­
gua misoginia y la igualmente antigua idea de la necesaria su­
bordinación femenina. Y para intentar demostrarlo, reconside­
raremos brevemente los personajes de mujer que han sido consi­
derados «feministas» por parte de quienes creen en esta tesis,
comenzando por la Clitemestra de Esquilo.
Representada en el 458 a.C., la trilogía Orestía ( Agamenón,
Coéforasy Euménides), narra, como es bien sabido, los aconte­
cimientos que se desarrollaron después del regreso de Agame­
nón de Troya. Clitemestra, esposa del rey, convertida en su au­
sencia en amante de Egisto, acoge al marido simulando amarlo
y jurándole que ha permanecido fiel y, a continuación, lo mata
a traición, apuñalándolo junto con Casandra, la hija de Príamo,
que se había traído con él a su patria, después de hacerla prisio­
nera, para convertirla en concubina.
Clitemestra sostiene que tiene no una, sino dos justificacio­
nes. Agamenón, antes de partir para Troya, había sacrificado a

112
La c a l a m id a d a m b ig u a

los dioses su hija Ifigenia a fin de tener una feliz navegación,


matándola «como si fuese una oveja». Pero apuñalando al ma­
rido, Clitemestra no sólo venga a su hija, sino que se venga tam­
bién ella misma:
«Yace ya en tierra, vedle, el ofensor de esta mujer, el
encanto de todas las Criseidas de la tierra troyana. Y
con él también ella, la prisionera, la adivina, que a su
lado dormía, la profetisa, la concubina fiel que con él
desgastara los bancos de una nave. ¡Han tenido la
suerte que merecen! Él ha caído así; pero ella, como
un cisne, su postrero lamento de muerte ha modula­
do para yacer junto a él, enamorada. ¡Y ha sido él,
mi esposo, quien aquí la ha traído, para servir de es­
pecia a mi banquete!»3.
El hecho de que Agamenón, en Troya, hubiese tenido como
concubina a Criseida y que al volver a su patria hubiese llevado
con él a Casandra (comportamientos del todo normales para el
hombre griego, según sabemos) es interpretado, por lo tanto,
como un ultraje por Clitemestra, que con ello parece efectiva­
mente poner en discusión la moral tradicional. Pero es el fin del
drama, más que este embozo psicológico, el elemento que revela
la verdadera actitud de Esquilo y su opinión sobre el papel fe­
menino. Orestes, el hijo de Agamenón y de Clitemestra, que ha
matado a su madre para vengar la muerte del padre, es juzgado
por un tribunal de ciudadanos presidido por Atenea, y es defen­
dido por Apolo:
«La madre no es la progenitora del que llamamos hijo:
la nodriza es tan sólo de la semilla que en ella se ha
sembrado. Engendrador es quien la ha fecundado;
ella —cual podría extraña para extraño— conseva-1só­
lo el brote, a menos que los dioses lo marchiten.»4^
La sentencia del tribunal, que con el voto determinante de
Atenea deja absuelto a Orestes, tiene por consiguiente un signi­

113
E va C a n t a r e l l a

ficado preciso. Lo que está en discusión es, en realidad, el papel


materno. Lejos de demostrar la historicidad de un período ma­
triarcal, sustituido a continuación por una organización patriar­
cal (hipótesis ésta que, como hemos dicho ya, no encuentra
apoyo alguno en las fuentes), la Orestía parece mostrar en cam­
bio, en su conjunto, y en particular en su desenlace, la convic­
ción del poeta (que en este caso parece representar la opinión
popular) de que las mujeres tendrían un papel secundario en la
reproducción: la expresión poética, en consecuencia, de la opi­
nión idéntica sostenida por muchos filósofos. Conclusión para
nada «feminista» de una tragedia en la que una mujer tiene sin
embargo una postura de relieve y representa un personaje en
modo alguno indigno5.
Y llegamos a las Suplicantes y a los Egipcios, las dos trage­
dias en las que Esquilo representa la rebelión de las cincuenta
hijas de Dánao (las Danaides) que, después de haber rechazado
el matrimonio con sus cincuenta primos, al ser obligadas a con­
traerlo, durante la noche nupcial matan a los respectivos mari­
dos, a excepción de una, Hipermestra. El matrimonio es visto
por las Danaides como «esclavitud», a la que declaran preferir
la muerte. En su invocación a Zeus para que las salve «de bodas
angustiosas con hombres no amados», describen ellas a los aspi­
rantes a su mano como «turba de machos a nuestra caza, furio­
sa, loca, aullante»6. Pero, aunque parecen reivindicar el dere­
cho a un matrimonio de amor (cosa esta, como sabemos, en
modo alguno usual), las Dainades no parecen rebelarse por otro
lado contra su suerte femenina ni contra el matrimonio. La cir­
cunstancia no es irrelevante en modo alguno. Ellas rechazan un
cierto matrimonio, lo cual, como es obvio, es muy distinto de
rechazar el matrimonio como suerte destinada a las mujeres7.
Esta consideración hace revisar no poco el alcance de su gesto.
El «feminismo» de Esquilo, en suma (no obstante sus puntos
relevantes), es no poco discutible, como también lo es el «femi­
nismo» que algunos encuentran en una tragedia de Sófocles que

114
La c a l a m id a d a m b ig u a

también pone en escena uno de los personajes más significativos


de la tragedia, Antigona, la mujer que se rebela contra las leyes
de la ciudad, que le prohíben dar sepultura a su hermano, y, en
nombre de la «ley natural», cuya superioridad afirma, afronta
con coraje la muerte.
Más allá, también en este caso, de la presentación de una
gran figura de mujer, otros son los elementos de los que parece
emerger la opinión de Sófocles sobre la relación hombre-mujer
y sobre la condición femenina.
Hemón, novio de Antigona, hijo de Creonte, el rey que la ha
condenado a muerte, quiere salvarla e intercede por ella. Pero el
padre lo acusa de ser «esclavo de la mujer», le aconseja «no ha­
cer dejación de la razón por el placer de una mujer», porque «es
mejor, si es necesario, caer de la mano de un hombre». Y He­
món se rinde a la voluntad paterna, declarando que «ningún
matrimonio será estimado por mí más importante que ser guia­
do por ti».
Es verdad (y sería equivocado olvidarlo) que, a continua­
ción, él se suicidará al lado del cadáver de la amada. Pero tam­
bién lo es que precisamente esto ofrece la medida de lo difícil
que era, por no decir imposible, vivir una relación de amor in­
dependientemente de los condicionamientos familiares; de có­
mo era más importante, en la jerarquía de los valores, el respeto
de los deberes familiares; de cómo el amor, en suma, no tenía
derecho de ciudadanía, y no era, ni debía ser de cualquier mo­
do, la razón que inducía al matrimonio.
Pero hay más: la misma Antigona, con todo su coraje y va­
lor, lamenta una cosa, morir «maldita, sin boda», revelando con
ello, a su vez, sin posibilidad de duda, cuál era en definitiva la
única suerte a la que incluso una mujer como ella se sentía desti­
nada, y cuán grave era (hasta el punto de ser considerado una
«maldición») morirse sin haberla cumplido8.
Y llegamos, así, al poeta trágico cuya obra (al margen de al­
gunas contradicciones, cuya razón veremos, y a pesar de la di­

115
E va C a n t a r e l l a

fundida opinión contraria sobre este asunto) parece expresar al


máximo la misoginia griega: Eurípides.
Indiscutiblemente sabedor de los fermentos culturales que,
en la Atenas de su tiempo, ponían en discusión la subaltemidad
femenina (y por ello considerado por algunos portavoz de la re­
belión de las mujeres), Eurípides en realidad remacha con segu­
ridad inamovible el viejo lugar común de la mujer flagelo, géne­
ro infame, desventura inenarrable para quien no consigue sus­
traerse a su influjo maléfico. Y lo expresa, con acentos de vio­
lencia inusual, en la famosa invectiva de Hipólito:
«¡Oh Zeus! ¿Por que llevaste a la luz del sol para los
hombres esa calamidad ambigua, las mujeres? Si de­
seabas sembrar la raza humana, no debías haber re­
currido a las mujeres para ello, sino que los mortales,
depositando en los templos ofrendas de oro, hierro o
cierto peso de bronce, debían haber comprado la si­
miente de los hijos, cada uno en proporción a su
ofrenda, y vivir en casas libres de mujeres. Ahora, en
cambio, para llevar una desgracia a nuestros hogares,
empezamos por agotar la riqueza de nuestras casas.
He aquí la evidencia de que la mujer es un gran mal:
el padre que las ha engendrado y criado les da una
dote y las establece en otra casa, para librarse de un
mal. Sin embargo, el que recibe en su casa ese funesto
fruto siente alegría en adornar con bellos adornos la
estatua funestísima y se esfuerza por cubrirla de ves­
tidos, desdichado de él, consumiendo los bienes de su
casa (...) Mejor le va a aquél que coloca en su casa
una mujer que es una nulidad, pero que es inofensiva
por su simpleza. Odio a la mujer inteligente: ¡que
nunca haya en mi casa una mujer más inteligente de
lo que es preciso! Pues en ellas Cipris prefiere infun­
dir la maldad. La mujer de cortos alcances, por el
contrario, debido a su misma cortedad, es preservada
del deseo insensato. A una mujer nunca debería acer­
cársele una sirviente; fieras que muerden pero que no

116
La c a l a m id a d a m b ig u a

pueden hablar deberían habitar con ellas, para que


no tuviesen ocasión de hablar con nadie ni recibir
respuesta alguna (...) ¡Así muráis! Nunca me hartaré
de odiar a las mujeres, aunque se me diga que siem­
pre estoy con lo mismo, pues puede asegurarse que
nunca dejan de hacer el mal»9.
Los topoi de la misoginia griega vuelven, en la invectiva, con
impresionante constancia: tanto más peligrosa cuanto más se
aparta de la regla que la quiere silenciosa e ignorante, para Hi­
pólito la mujer deber ser además estúpida, porque sólo la estu­
pidez puede reducir los dafios que ella procura en todo caso. La
violencia de la invectiva es tal, que da derecho a suponer una
perfecta identificación de Eurípides con su personaje.
Pero, ¿cómo explicar, entonces, la rebelión de otro personaje
euripideo, Medea, contra la suerte reservada a las mujeres?:
«De todo lo que tiene vida y pensamiento, nosotras,
las mujeres, somos el ser más desgraciado. Empeza­
mos por tener que comprar un esposo con dispendio
de riquezas y tomar un amo de nuestro cuerpo, y éste
es el peor de los males. Y la prueba decisiva reside en
tomar a uno malo, o a uno bueno. A las mujeres no
les da buena fama la separación del marido y tampoco
les es posible repudiarlo (...) Un hombre, cuando le re­
sulta molesto vivir con los suyos, sale fuera de casa y
calma el disgusto de su corazón yendo a ver a algún
amigo o compañero de edad. Nosotras, en cambio, te­
nemos necesariamente que mirar a un solo ser. Dicen
que vivimos en la casa una vida exenta de peligros,
mientras ellos luchan con la lanza. ¡Necios! Preferiría
tres veces estar a pie firme con un escudo, que dar a luz
una sola vez.»10.
Medea no lamenta una infelicidad personal, no llora su suer­
te individual: hablando en nombre de todas las mujeres, por

117
E va C a n t a r e l l a

primera vez en la literatura griega, se rebela contra los sufri­


mientos ligados a la condición femenina.
Posiciones opuestas e inconciliables, por lo tanto, las de Hi­
pólito y Medea. Pero la presencia en Eurípides de dos persona­
jes tan emblemáticos, cada uno a su modo, de posiciones extre­
mas, quizá tiene una razón. La Atenas de Eurípides era la ciu­
dad de Sócrates, en la cual vivía Aspasia, y en la que la «cues­
tión femenina», como sabemos, era objeto de encendido debate.
Sensible a los fermentos culturales, intelectual que no podía ig­
norar cuanto ocurría en tomo a él, Eurípides sabía todo esto, y
a través de Medea muestra su apertura al problema, afrontando
un tema por así decirlo de moda. Pero el personaje femenino en
el que representa la mujer ideal tiene una historia muy distinta
de la de Medea: es Alcestis.
La historia de Alcestis es bien conocida. Admeto, rey de Fe-
ras, en Tesalia, ha obtenido de Apolo poder salvar su vida si al­
guien acepta morir en su lugar, pero nadie está dispuesto a ha­
cerlo, ni su madre, ni su padre. Solamente Alcestis, su esposa,
está pronta al sacrificio, y expira en los brazos de su marido,
que la llora desesperado, porque perder a la esposa es el peor de
los males. ¿Amor conyugal el de Admeto? Ciertamente, pero no
por casualidad tributado a una mujer que, como dice él expresa­
mente, es la mejor de las esposas, ya que se ha sacrificado por él11.
Pero hay más: cuál es la opinión de Eurípides sobre las muje­
res parece resultar (además de la invectiva de Hipólito) también
de las palabras con que Medea justifica el terrible gesto que se
dispone a acometer, matando a sus hijos para castigar a Jasón
por haberla abandonado:
«Una mujer suele estar llena de temor y es cobarde pa­
ra contemplar la lucha y el hierro, pero cuando ve le­
sionados los derechos de su lecho, no hay otra mente
más asesina»12.

118
La c a l a m id a d a m b ig u a

El «lecho» es, por consiguiente, la única fuerza capaz de pro­


vocar la rebelión en las mujeres. Y «lecho» es palabra clave, en
las tragedias euripideas, para entender cómo el poeta y su públi­
co conciben la relación hombre-mujer, como confirma, clara­
mente, otra tragedia euripidea que tiene por protagonistas dos
mujeres, es decir, Andrómaca.
Andrómaca, después de la muerte de Héctor y la destrucción
de Troya, ha sido asignada como botín de guerra a Neoptole­
mo, que la tiene como concubina. Hermione, hija de Menelao y
de Helena y esposa de Neoptólemo, acusa a Andrómaca de ha­
ber provocado con malas artes su esterilidad y, aprovechando la
ausencia de su marido, decide matar a la rival y al hijo que ésta
ha dado a Neoptólemo. Pero el plan fracasa y Hermíorie, para
escapar a la ira de su marido, marcha con Orestes, con el cual
había estado prometida antes de haber sido dada como esposa a
Neoptólemo.
Lo que es más interesante en la tragedia, más allá de la tra­
ma, es la naturaleza de la rivalidad entre las dos mujeres: lo que
ellas se disputan, de hecho, no es el amor o, incluso, el simple
afecto de Neoptólemo, sino precisamente su «lecho». Andróma­
ca no ama a Neoptólemo, y considera siempre a Héctor como
su verdadero «esposo». Hermione, que por celos ha proyectado
dos homicidios, no muestra ninguna preocupación, y mucho
menos ningún dolor, cuando Orestes le informa que ha urdido
una conjura para matar a Neoptólemo.
El «lecho», palabra clave de esta tragedia, que aparece en ella
unas veinte veces, es el único objeto de la contienda. Pero, ¿qué
es exactamente este «lecho»? En primer lugar, es seguridad so­
cial para la esposa y seguridad económica para 1a. concubina.
Pero no sólo esto. Es también el eterno vínculo de las mujeres
con la naturaleza y la animalidad13. Es la única fuerza capaz de
provocar su rebelión, que las induce a las acciones más terribles.
Medea (que mata a sus hijos para defender los derechos del le­
cho), en su feminidad así entendida, no es por tanto muy dife­

119
E va C a n t a r e l l a

rente, para Eurípides, de Fedra, objeto de la execración de Hi­


pólito, a su vez capaz de traer desventura y muerte. Fedra y
Medea son pues siempre —o, al menos, son también— el mal
hesiódico, con todas las características de la «ralea de las mujeres».
La tradición que quería un Eurípides misógino (con inde­
pendencia completa de toda valoración de la pretendida causa
de esta actitud suya, es decir, la infidelidad de su esposa) no es,
quizá, completamente infundada14. Y, por lo demás, de la mi­
soginia de Eurípides tenemos un testimonio en modo alguno in­
significante en Aristófanes.
En Las Tesmoforias, las mujeres atenienses están a punto de
condenar a muerte al poeta, para castigarlo por las calumnias
que ha dicho sobre ellas, pero aceptan perdonarlo después de
hacer un pacto con ellas, según el cual promete respetarlas en el
futuro. Representada en el año 411, cuando Euiïpides vivía to­
davía, Las Tesmoforias son presumiblemente el espejo de lo que
los atenienses pensaban sobre él. Si las sufragistas inglesas ama­
ban a Eurípides, sus contemporáneas atenienses evidentemente
lo hacían mucho menos15.

La comedia: «¡a que disuélvelos ejércitos»y


las mujeres en asamblea

Llegamos, así, a la comedia de Aristófanes. Aludido en Las


Tesmoforias, el tema del «poder de las mujeres» vuelve como
elemento central y como auténtico protagonista de otras dos co­
medias aristofánicas, es decir, la Lisístrata y Las asambleístas,
que han dado lugar a no pocos debates16.
En la primera comedia, las atenienses, capitaneadas por Li­
sistrata (cuyo nombre significa «la que disuelve los ejércitos»),
junto con las representantes de las principales ciudades en gue­
rra (estamos en el 411, después de la derrota de Sicilia), deciden
no tener más relaciones sexuales con sus maridos hasta que no

120
La c a l a m id a d a m b ig u a

termine la guerra. Y los hombres cediendo al chantaje femeni­


no, acaban por hacer la paz.
En Las asambleístas, las atenienses, cansadas del gobierno de
los hombres, deciden hacerse con el poder. Al mando de Praxá-
gora, al alba, camufladas de hombre, con barbas y mantos, se
dirigen a la Asamblea para votar una ley que excluye a los hom­
bres del gobierno de la ciudad17. Y formulan un nuevo proyecto
político: tierras, dinero, todo tipo de propiedad será común; la fa­
milia será abolida; una ley se ocupará de las mujeres viejas y feas,
para evitar injusticias con relación a ellas; los hijos, por último, al
no conocer a su padres, respetarán a todos los ancianos.
A primera vista, desde luego, ambas comedias contienen
puntos que pueden hacer pensar en una valoración de las muje­
res, que, a diferencia de los hombres, ven la guerra como algo
contra natura y quieren mayor justicia social. Pero, bien mira­
do, el mensaje es completamente distinto, y para entender cuál
es, es necesario partir de una consideración indispensable para
comprender la comedia aristofánica: el amor de Aristófanes por
su ciudad.
Cuando joven, Aristófanes había visto Atenas en su máximo
esplendor, grande, rica, feliz y libre. Pero ahora Atenas está de­
rrotada y desbaratada, en vías de una caída imparable. La crisis
de la polis, en suma, es la verdadera inspiradora de la comedia
aristofánica, y en esta clave hay que interpretar la victoria de las
mujeres. Reducidos a pura animalidad, los atenienses olvidan
patria y honor, lo más alto que hay o debería haber para ellos;
con la victoria de las mujeres, la ciudad de la razón desaparece
de la historia. Y Aristófanes, frente a esta tragedia, trata de
exorcizarla con la risa: en Las asambleístas las mujeres, tomado
el poder, deciden abolir la familia, poner en común los bienes,
tierras, dinero, todo tipo de propiedad. ¿Parodia de las doctri­
nas sostenidas por Platón en la República. Aunque la relación
cronológica entre las dos obras es incierta, no es posible excluir­
lo. Como quiera que sea, más allá de esto, se trata de la amarga

121
E va C a n t a r e l l a

reacción de quien ve hundirse todos sus ideales, y a la muerte de


éstos, paradójica y amargamente, contrapone su comunismo y
ginecocrada, es decir, vuelta a las condiciones primitivas y abdi­
cación del hombre ante las mujeres: la imagen trastocada, en su­
ma, de una gran civilización creada por los hombres.
Frente a la notación de la inexistencia de un camino de sali­
da, el ridículo y la paradoja son el arma con que el poeta destru­
ye la Atenas de su tiempo, la Atenas de la decadencia. Y la gine-
cocracia, el poder de las mujeres, es lo más ridículo y, al mismo
tiempo, lo más dramático que se puede pensar18.

2. LAS MUJERES LITERATAS

Safo

Que la literatura griega sea masculina es cosa que no puede


sorprender lo más mínimo, después de lo que hemos visto sobre
la segregación de las mujeres y sobre su incultura. Lo que sor­
prende es, si acaso, lo contrario, es dedr, la consideración de
que en un cuadro social y cultural como el griego algunas muje­
res hayan conseguido romper el muro del silencio y expresar en
la poesía sus sensaciones, sus alegrías y sus dolores, y existir, a
pesar de todo, como individuos. Pero no es casual que estas mu­
jeres, estas poquísimas mujeres, no vivieran en Atenas, sino en
ambientes étnica, social y culturalmente diferentes.
El caso de Safo, la única mujer a la que la fama le ha reserva­
do un puesto de primer plano en el Olimpo de los grandes, es
muy significativo, y sirve claramente para demostrar que la au­
sencia de las mujeres en el panorama de los «intelectuales» no
era desde luego debida a su incapacidad, sino el inevitable resul­

122
La c a l a m id a d a m b ig u a

tado de una exclusión que las condenaba inexorablemente al si­


lencio.
Safo, hija de Escamandrónimo y de Ciéis, nació en Mitilene,
en la isla de Lesbos, hacia el 612 a.C. De familia aristocrática
(de su hermano sabemos que fue copero en casa del pritaneo de
Mitilene), Safo se casó con un tal Cércilas, del que tuvo una hija
llamada Ciéis; y en Mitilene, donde transcurrió gran parte de su
vida (entre el 604 y el 595 vivió en Sicilia), estuvo al cargo de una
de aquellas asociaciones de mujeres jóvenes, llamadas tiasos, cuya
difusión en las ciudades a lo largo de las costas de Asia Menor (y,
en la Grecia continental, también en Esparta) revela claramente
que las condiciones de vida de las mujeres, en estas ciudades, eran
muy diferentes de las atenienses (cf. capítulo IV).
Prescindimos aquí del conocido problema de la homosexua­
lidad de Safo y, de modo más general, del problema de la ho­
mosexualidad femenina dentro del tiaso, sobre el que volvere­
mos en el capítulo dedicado a él. En los tiasos las muchachas
aristocráticas recibían una educación que a las atenienses, inclu­
so nobles, no les era impartida. Una educación «femenina»
(representada en particular por la música, el canto y la danza),
pero de todos modos una educación refinada, que contribuía a
formar su personalidad y, sobre todo, les daba los instrumentos
para expresarla. En consecuencia, no es casualidad que fuese en
Mitilene, y no en Atenas, donde una mujer, Safo, consiguió de­
cir lo que sentía, y decirlo de un modo que no sólo no tiene na­
da que envidiar a la poesía masculina, sino que supera en belle­
za a gran parte de ésta19.
Ligada en la inspiración a la vida del tiaso, la poesía de Safo
canta rivalidad y nostalgia, desespero y dulzura, todos los senti­
mientos ligados al amor..
«... ti prego
Gongila, mostrati nella tua tunica
lattea: a te il Desiderio

123
E va C a n t a r e l l a

vola intomo
a te cosí bella. Codeste veste
mi smarrisce a vederla: e io ne godo»,
es la invitación a una amiga predilecta20.
«Ya se ocultó la luna
y las Pléyades,
y media noche pasa,
y se van las horas,
y yo me quedo
durmiendo sola»

es, en cambio, la vana espera del amor21, aquel amor destinado


a acabar cuando una de las muchachas debe marcharse para
contraer matrimonio:
«De veras, quisiera estar muerta.
Ella, al dejarme,
vertió muchas lágrimas
y decíame esto:
“¡Ay, qué pena tan grande!
Safo, créeme, dejarte me pesa”.
Y yo, contestando, le dije:
“Ve en paz, y recuérdame.
Pues sabes el ansia
con que te he mimado. Y por si no, quiero
recordarte...
... y cuánto gozamos.
A mi lado, muchas coronas
de violetas y rosas ...
... te ceñiste al cuerpo,
y alrededor de tu cuello suave
muchas guirnaldas entretejidas
que hicimos con ... flores.
Y ... con un perfume

124
La c a l a m id a d a m b ig u a

precioso propio de una reina


frotabas el cuerpo ,..”»22.
De nuevo el amor, en el fragmento 47:
«Eros me sacudió el alma
como un viento que en el monte
sobre los árboles cae»23,

o en el fragmento 130:
«Otra vez Eros, el que afloja
los miembros, me atolondra, dulce
y amargo, irresistible bicho»24.
Siempre el amor, en la celebérrima oda recordada por el anó­
nimo Sobre lo sublime, infinitas veces imitada (entre otros, por
Catulo), ciertamente la poesía más famosa no sólo de Safo, sino
de toda la lírica griega. La oda por una amiga que Safo contem­
pla mientras, olvidada de ella, habla con un hombre, quizá des­
tinado a convertirse en su marido:
«Me parece el igual de un dios, el hombre
que frente a ti se sienta, y tan de cerca
te escucha absorto hablarle con dulzura
y reírte con amor.
Eso, no miento, no, me sobresalta
dentro del pecho el corazón; pues cuando
te miro un solo instante, ya no puedo
decir ni una palabra,
la lengua se me hiela, y un sutil
fuego no tarda en recorrer mi piel,
mis ojos no ven nada, y el oído
me zumba, y un sudor
frío me cubre, y un temblor me agita
todo el cuerpo, y estoy, más que la hierba,
pálida, y siento que me falta poco
para quedarme muerta.»25.

125
E va C a n t a r e l l a

Mirtis, Corma, Telesila, Praxila, Erina, AniteyNóside

Si bien es la más famosa, Safo no es, sin embargo, la única


poetisa griega. En el siglo V una mujer, Mirtis de Antedón (de
la que no nos ha quedado nada) habría sido la maestra de Pin­
daro. En la misma tradición beoda, Corina de Tanagra (alum­
na a su vez de Mirtis) habría alcanzado al menos cinco victorias
sobre Píndaro. Y no tiene mayor importancia el que esta noticia
probablemente sea inadmisible, entre otras cosas porque está en
contr^amoción con un fragmento de la propia Corina, el Repro­
che a Mirtis:
«Y yo reprocho también
a la armoniosa Mirtis
porque, siendo mujer,
contendió con Píndaro.»26.
Corina fue, ciertamente, poetisa de fama y de inspiración va­
ria, como muestran los títulos que de ella quedan, es decir, el
Beodo (héroe de Beocia), los Siete en Tebas, la Euonimia (ma­
dre de las Eumenides), Yolao (escudero de Heracles), E l regreso
(de Orión a su tierra), Las hijas de Minia, quizá una Tanagra,
un Qrastes (del que un papiro ha conservado algunos versos), y
dos nomoi (La disputa del Citerón y del Helicón y Las hijas de
Asopo, también éstos restituidos por dos papiros)27.
También en el siglo V vivió en Argos Telesila, poetisa y gue­
rrera, protagonista de un episodio singular, a saber, la organiza­
ción de las mujeres de su ciudad para combatir contra Cleome­
nes, rey de Esparta. Celebrada por sus ciudadanos, que le erigie­
ron una estatua, en la que era representada mientras, arrojados
los libros, se ponía el yelmo para combatir28, Telesila compuso
obras fundamentalmente ligadas al culto, de las que nos han
quedado, nueve fragmentos (quizá parte de Himnos a Apolo y
Artemisa/y es célebre, en particular, por haber usado un verso,
el glicÓniéo acéfalo, llamado por los alejandrinos «telesileo».

126
La c a l a m id a d a m b ig u a

En Sición, cerca de Corinto, en la misma época que Telesila


vivió Praxila, autora entre otras cosas de un ditirambo Aquiles y
de una composición sobre Adonis, de la que han quedado tres
hexámetros.
Personaje de relieve en su ciudad, Praxila fue honrada, en el
siglo IV, con una estatua de bronce. Pero su fama en la Anti­
güedad estaba unida a una expresión muy difusa: «más idiota
que el Adonis de Praxila». ¿Por qué? Porque Praxila, en su poe­
ma sobre Adonis, le había atribuido a éste, preguntado en el
Hades sobre qué era lo más bello en el mundo, la siguiente res­
puesta: «El sol, la luna, y algunos frutos»29. Y la respuesta se
consideró tan estúpida, en opinión popular, que se convirtió en
proverbial.
En el siglo IV, quizá en Telos, vivió Erina, de la que quedan
unos sesenta versos del poemilla La rueca, compuesto con oca­
sión de la muerte de una amiga, y tres epigramas en la Antolo­
gía Palatina, uno de ellos escrito para Báucide:
«¡Oh, sirenas y estela y funérea urna que guardas
para Hades mis exiguas cenizas! Al que cerca
de mi túmulo, sea paisano o venido de alguna
otra ciudad, pasare, saludadle y decidle
que la tumba a una joven casada recubre y que sepa,
explicádselo así, que me llamó Báucide
mi padre y que en Teños nací y que fue Erina, mi amiga,
quien en mi sepulcro grabó este epitafio.»30.
En Esparta, en época imprecisa, habría vivido una poetisa de
nombre Clitágora, a la que alude Aristófanes31.
En época helenística, en fin, encontramos a Anite de Tegea,
en Arcadia, a la que sus ciudadanos erigieron una estatua, lla­
mada por Antipatro de Tesalónica «Homero mujer»32, famosa
por sus epigramas, comparados por Meleagro a los lirios color
púrpura, y, en efecto, autora de versos delicadísimos, como los
escritos para la pequeña Miró:

127
E va C a n t a r e l l a

«Miró, la niña, en común sepultó al saltamontes,


ruiseñor de los campos, y a la cigarra, huésped
de la encina, y gemía con llanto pueril, porque el duro
Hades sus dos juguete le había arrebatado.»33,

y para el pasajero desconocido:


«Bajo el álamo, amigo, reposa tus miembros cansados;
entre sus verdes hojas murmura un dulce aliento;
bebe, pues, en la fuente su frescor licor, deleitoso
refrigerio en verano para el caminante.»34.
Por último, he aquí a Nóside, que vivió a fines del siglo IV en
Locros Epicefiria, la ciudad en que las familias nobles, pertene­
cientes a las Cien Casas, parece que se transmitían el nombre
por línea femenina, como algunos concluyen a partir del hecho
de que Nóside recuerde el nombre de su madre, Teófila, y no el
de su padre. De Nóside (que orgullosamente se parangona con
Safo)35 se conservan doce epigramas, algunos de ellos, dedica­
dos a argumentos literarios, no especialmente felices. Pero Nó­
side, como dice Meleagro, que define sus poesías como «oloro­
sos lirios floridos»36, cantaba sobre todo al amor. Y un epigra­
ma de amor que nos ha llegado revela, en efecto, una genuina y
apasionada vena poética, que es más que literatura:
«Nada excede al amor en dulzura, y no hay dicha ninguna
que aventajarle pueda, ni la miel en la boca.
Tal Nóside dice, y aquel a quien Cipris no ha amado
ignora cómo son sus rosas divinas.»37.
Estas son, pues, las figuras femeninas que consiguieron abrir­
se un espacio y conquistar un puesto de relieve, asegurándose de
esta forma su nombre en la historia, incluso en el cuadro de una
sociedad que tendía a no prestar oído a sus voces, o que, cuan­
do se veía obügada a hacerlo, se lanzaba fácilmente a la crítica o

128
LA CALAMIDAD AMBIGUA

al desprecio (como el intento de ironizar sobre Praxila puede


claramente demostrar).
Pero antes de cerrar este asunto se impone una considera­
ción. Como hemos puesto ya de relieve, en la historia literaria
griega no existen poetisas provenientes del Ática. Ninguna de
las mujeres cuya actividad cultural y literaria hemos contempla­
do hasta el momento proviene de esta región. Y, ciertamente,
no se trata de una casualidad. La única intelectual (no poetisa,
pero mujer de excepcional cultura) cuyo nombre está ligado a la
historia de Atenas es Aspasia; pero, de nuevo, no era una ate­
niense, sino que provenía de Jonia. Todas las demás, según he­
mos visto, actuaron en zonas diferentes, en las que las condicio­
nes de vida de las mujeres eran de cualquier manera más libres.
Si bien en toda Grecia la vida de las mujeres estaba siempre
organizada en función del matrimonio (como hemos tenido
ocasión de poner de relieve a propósito de los ritos de iniciación
de las mujeres espartanas, y como confirma cuanto veremos so­
bre el tiaso sáfico en el cap. VI), en algunas zonas, étnica y cul-
turalmente diferentes de Atenas, las mujeres, al menos en el pe­
ríodo precedente al matrimonio, vivían, en espera de casarse,
una experiencia de vida diferente de la de las muchachas ate­
nienses; una experiencia temporal que, sin embargo, concedía
algún espacio a su preparación cultural y a la formación de su
personalidad. No es casual, pues, que donde esto ocurría algu­
nas mujeres hablasen de sí mismas e interviniesen como prota­
gonistas en el mundo intelectual, demostrando aptitudes no só­
lo iguales a las masculinas sino, a veces (como demuestra el caso
de Safo), inteligencia, sensibilidad y creatividad absolutamente
superiores. Incluso aunque pueda parecer superfluo repetirlo, la
presencia o la ausencia de grandes personajes femeninos, en éste
como en otros campos, es determinada solamente por factores
culturales.

129
E va C a n t a r e l l a

Notas

1. Así A.W. GOMME, «The Position of Women in Athens in the Fifth and
Fourth Centuries», en CPh 20(1925)lss. Sobre posiciones análogas véase
también D.C. R ic h t e r , «The Position of Women in Classical Athens», en
C767(1971)lss. y D.H. K it t o , IG reci, Florencia 1973, pp.255ss.
2. S.B. P o m e r o y , Diosas,.., cit., pp.ll4ss. de la trad. ital.
3. A.Æ1438-1447, versión esp. de JOSÉ A lsin a (Esquilo, La Orestia, Barce­
lona, Bosch, 1979).
4. A .£u .6 5 8 -6 6 1 , versión esp. de JOSÉ A l s in a .
5. Sobre el papel femenino en la tragedia véase M. SHAW, «The Female In­
truder. Women in Fifth Century Drama», en CPh 70(1975)225ss., que ve en
la tragedia una apreciación de los valores del oikos, es decir, de los valores
femeninos, frente a los de la ciudad, representados por los hombres. Pero
véanse también las reservas de Η.Ρ. F o l ey , «The Female Intruder Reconsi­
dered. Women in Aristophanes’ Lysistrata and Ecclesiazusae», en CPh
77(1982)lss,, y también, de la misma autora, «The Concept ofWomen in Athe­
nian Drama», en Reflections o f Women in Antiquity, cit., pp. 127ss. Sobre La
Orestia, más en concreto, véase F.I. Z e itlin , «The Dynamics of Misogyny:
Myth and Mythmaking in the Orestia», en Arethusa 11.1-2(1978)179ss.
6. A.Supp.20-30.
7. Además del clásico E. B enveniste , «La légende des Danaïdes», en Revue
de l ’histoire des religions 135(1949)129ss., véase J.K. M a c K in n o n , «The
Reason for the Danaids’ «Flight»», en CQ29(1978)74ss., donde se exponen
las diversas interpretaciones de la tragedia.
8. S.Ani.806-814, 887-882. Sobre el personaje de Antigona, que «far from
being unconventional or independent... is only doing what her family might
have expected of her», cf. M. L eftkow ttz, «Influentia! Women», en Ima­
ges..., cit., pp.49ss.
9. E.///>. 616-648, version esp. de A lberto M ed in a Go n zá lez y J uan
A n t o n io L ó p e z FÉr e z (Eurípides, Tragedias, I, Madrid, Gredos, 1977).
10. E.Afee/.230-251, versión esp. de A l b e r t o M e d in a G o n z a l e z y J u a n
A n t o n io L ó p e z F é r e z .
11. E.Afc.341-343, versión esp. de A l b e r t o M e d in a G o n z á l e z y J u a n
A n t o n io L ó p e z F é r e z .

130
La c a l a m id a d a m b ig u a

12. E .A fef.263-266, versión esp. de A l b e r t o M e d in a G o n z á l e z y J u a n


A n t o n io L ó p e z F é r e z .
13. Entre las abundantes investigaciones sobre la relación entre la mujer y la
naturaleza, el elemento salvaje, la animalidad, es decir, todo aquello que la
opondría a la civilización, representada por el hombre, véase entre otros S.B
O r t n e r , «Is Female to Male as Nature is to Culture?», en M.L. R osaldo - L.
L a m ph ere (eds.), Woman, Culture and Society, Stanford 1974, pp.67ss., así
como N.C. M a t h ie u , «Home-culture et femme-nature?», en L ’homme,
1973, pp.lOlss. Con referencia al mundo griego véase últimamente J.
GOULD, Law, Custom and M yth., cit., pp.57ss.
14. Para la vida de Eurípides, para una valoración de las fuentes, y también
con referencia a su actitud frente a las mujeres, véase M. L efk o w itz , The
Lives o f the Greek Poets, Londres 1981, pp.88ss., y 163ss.
15. Sobre este argumento véase C. N ancy, «Euripide et le parti des fem­
mes», en La femme dans les sociétés antiques, cit., pp.73ss.
16. Últimamente H.P. F oley , The Female Intruder Reconsidered..., cit.; F.I.
Z e it l in , «Travesties of Gender and Genre and Genre in Aristophanes’
Thesmophorizusae», en Reflections o f Women, dt., pp. 169ss., y M. LEFKO­
WITZ, Influential Women, cit., pp.49ss., en particular pp.54ss.
17. Sobre la inversión de los roles sexuales en la comedia (donde la facilidad
de palabra típicamente masculina aparece separada de la «virilidad»), véase
D. LANZA, Lingua e discorso nell’A tene delle professioni, Nápoles 1979,
pp.40ss.
18. Cf. R. Ca n t a r e l l a , Letteraturagreca, Milán 1972 (12* ed.), pp.29ss.
19. Sobre la poesía de Safo como poesía «femenina», que se distinguiría de la
lírica masculina por una forma muy distinta de sentir el amor y de expresar el
erotismo, véase E.S. STIGERS, «Sappho’s Private World», en Reflections o f
Women..., dt., pp.45ss., y J. W in c k l e r , «Gardensa of Nymphs: Public and
Private in Sappho’s Lyrics», ibid., pp.63ss.
20. Sapph. fr. 36 Diehl2 = Lobel-Page, 22, vv.9-14, trad. ital. de R. CANTA­
RELLA, Poeti Gred, Milán 1961.[Ν. del T.: He preferido dejar el texto de Sa­
fo en su versión italiana, cosa que hago sólo en este caso en mi traducción del
libro de E va C a n t a r e l l a , dado que el estado muy fragmentario del poema
de Safo puede suscitar traducdones muy diversas, si bien en sentido general
más o menos concordantes con la interpretación dada por R a ffaele CAN­
TARELLA].
21. Sapph. fr. 94, versión esp. de A n d rés P ociñ A.

131
E va C a n t a r e l l a

22. Sapph. fr. 96 = 94, w.1-20, versión esp. de JUAN FERRATÉ (Líricosgrie­
gos arcaicos, Barcelona, Seix Barrai, 1968).
23. Sapph. fr. 50 = 47, versión esp. de J u a n F e r r a t é .
24. Sapph. fr. 137 = 130 versión esp. de JUAN F e r r a t é .
25. Sapph. fr. 2 - 3 1 , versión esp. de J u a n FERRATÉ.
26. C orinn. fr. 15 D iehl2.

27. Cf. R. C a n t a r e l l a , litteraturagreca, cit., pp.l42ss.


28. Paus.2.20.8.
29. Sobre Praxila véase A. L esk y , Historia de la literatura griega, versión
esp. de J osé M* D ía z R eg a ñ ó n y B ea triz R o m er o , Madrid 1968,
pp.207-208.
30. A.P., versión esp. de M a n u e l F e r n An d e z -G a l ia n o (Antología Palati­
na, M a d rid , G redos, 1978).
31. K.Lys.MT!. Cf. Vfeyp. 1245-1247.
32. A.P. 60.26.
33. A.P. 7.190, versión esp. de M a n u e l F e r n á n d e z -G a l ia n o .
34. A.P. 16.228, versión esp. de M a n u e l F e r n á n d e z -G a l ia n o .
35. A.P. 7.718. Sobre la escritora y sobre su inspiración poética véase a h o ra
M . G ig a n t e , «C ivilta letteraria in M a g n a G recia», en Megale Hellas. Storia
e civiltà della Magna Greda (en Antica Madre, C o llana di studi sull’Italia
antica a c u ra de G . PUGLIESE CARRATELLl), M ilán 1983, pp.609ss.
36. Æ P . 4.1. 9-10.
37. A.P. 5.170, versión esp. de M a n u e l F e r n á n d e z -G a l ia n o .

132
VI. HOMOSEXUALIDAD Y AMOR

L DIFUSIÓN O FUNGÓN DE LA HCMŒEXUAUDAD MASCULINA.


AMORES HOMOSEXUALES EN EL MITO

El tema de la homosexualidad griega, en un tiempo descuida­


do por los clasicistas, ha sido objeto en los últimos años de in­
vestigaciones cada vez más profundas, y es parte integrante de
la discusión sobre las mujeres. La difusión de relaciones homo­
sexuales, como quiera que supera los límites que en la actual so­
ciedad occidental hacen de ella un comportamiento «desviado»,
es de hecho circunstancia que, como es evidente, puede arras­
trar consigo repercusiones nada desdeñables sobre la concep­
ción de la relación hombre-mujer y, en consecuencia, sobre la
condición femenina.
Por esta razón, aunque sea brevemente, trataremos de averi­
guar ahora, en primer lugar, cuál era la auténtica difusión de la
homosexualidad entre los griegos y, en segundo lugar, cuáles las
características de las relaciones entre personas del mismo sexo.
En otros términos: de qué modo los griegos consideraban y vi­
vían estas relaciones, qué papel afectivo y emotivo les atribuían,
y cuál era, en fin, su función social y cultural.
La primera observación que hay que hacer sobre el tema es
la de la gran cantidad de testimonios que en varias ocasiones y
de modo no sólo inequívoco sino explícito hacen referencia a
tratos, relaciones, afectos homosexuales, correspondidos o no
correspondidos.

133
E va C a n t a r e l l a

La segunda es la comprobación de la singular actitud de los


clasicistas frente a estos testimonios, durante muchos años ab­
solutamente ignorados o interpretados de manera que trastor­
naba manifiestamente su significado.
Aunque ya han pasado casi ochenta años desde el célebre ar­
tículo con el que E. Bethe1imponía el enfrentamiento a una rea­
lidad difícil de negar, la resistencia a admitir que el amor homo­
sexual para los griegos no sólo era normal, exactamente como el
heterosexual, sino social y éticamente más calificado y califica­
dor, no ha sido vencida por completo.
La homosexualidad, se dice a veces todavía hoy, es una prác­
tica importada en Grecia por los dorios, en el siglo XI, descono­
cida por la cultura aqueo-micénica2, «socialmente devaluada y
jurídicamente recriminada))3, y, en fin, escasamente difundida.
En otros términos, un fenómeno de élite, y no de masas4. Consi­
deración ésta última, hay que decirlo, que, a diferencia de las
precedentes, nos pone ante un problema real5, sobre el que vol­
veremos después de haber intentado mostrar lo difícil que resul­
ta probar la tesis «dórica)), y cuán manifiestamente infundada
es la afirmación de que la homosexuaüdad estaba socialmente
reprobada o vedada por la ley.
Comencemos con el primer problema: las características de
las fuente micénicas, formadas, como sabemos, por documen­
tos administrativos y fiscales, y que no presentan el más mínimo
fragmento sobre la vida privada, impiden sacar concluáones so­
bre ésta. Pero ello no impide que otros documentos permitan
remontarse a una época muy antigua. En primer lugar, los nu­
merosos mitos homosexuales o, para decirlo mejor, los numero­
sos amores homosexuales míticos: desde el de Posidón por Pélo-
pe al de Zeus por Ganimedes, desde el de Layo por Crisipo, el
hijo de Pélope, al de Apolo por Jacinto, desde el de Apolo por
Cipariso al de Apolo por Admeto, y muchos más. Mitos que, en
su conjunto, muestran claramente la difusión de la homosexua­
lidad masculina en diferentes zonas de Grecia a partir de una

134
La c a l a m id a d a m b ig u a

época muy antigua; y que, por lo menos, ponen muy en discu­


sión la idea de la inexistencia de este tipo de amor (o mejor, de
su escasa difusión) en edad predórica6.
En segundo lugar, una serie de indicios hace pensar en la po­
sibilidad de amores homosexuales «homéricos».
Aunque no contienen ninguna referencia explícita a estos
amores, los poemas cuentan amistades entre hombres tan inten­
sas afectivamente que dejan, por lo menos, la duda de que se
trataba de relaciones de tipo amoroso, como demuestra, en par­
ticular, la estrechísima y discutida relación entre Aquiles y Pa­
troclo, considerada, por lo demás, amorosa tanto por Esquilo
como por Platón7.
Y vayamos, en fin, a dos bien conocidos e igualmente discu­
tidos testimonios sobre las antiguas costumbres cretenses y so­
bre las espartanas.
Cuenta Estrabón, recordando a Éforo, que en Creta los
hombres adultos llamados «amantes» (erastai) acostumbraban
raptar a los adolescentes que amaban (eromenoi) para llevarlos
consigo fuera de la ciudad, durante dos meses, manteniendo allí
con ellos relaciones minuciosamente reguladas por la ley, que
establecía los deberes de unos y otros8.
En Esparta, además, según el relato de Plutarco, los mucha­
chos de doce años eran confiados a «amantes», escogidos entre
los mejores hombres en edad adulta, y de estos «amantes»
aprendían a ser verdaderos espartanos9.
Pues bien, para comprender estos usos puede ser útil tal vez
alejarse por un momento de la antigüedad griega y abrir un bre­
ve paréntesis sobre la organización de las sociedades que los et­
nólogos definen como sociedades «tradicionales» o «de interés
etnográfico». Esto es, las sociedades organizadas gracias a la di­
visión de la población en clases de edad.
Como es bien sabido, en la sociedad organizada gracias a la
división en clases de edad el paso de un individuo de una clase a
otra va acompañado de una serie de ritos. Son los célebres ritos

135
E va C a n t a r e l l a

de paso, cuya estructura —más allá de las numerosas variantes


locales— es la siguiente: para ser admitido en la clase de edad
superior, el iniciado (los ritos de paso son iniciaciones, exacta­
mente como los ritos «mistéricos») debe pasar un período aleja­
do de la colectividad, viviendo al margen de las reglas de la vida
civil, en un estado natural. En otras palabras, debe pasar por un
período llamado por los etnólogos «margen» o «segregación», y
acompañado por un simbolismo de muerte, más o menos realís­
ticamente representada, que a veces precede a la segregación, a
veces le sigue, y a veces está simbolizada por ella. Y al término
de este período, finalmente, renace a una nueva vida10.
En otras palabras, los ritos de paso tienen una morfología
tripartita (separación-segregación-agregación), cuyo significado
no es difícil de comprender: separándose de la clase de edad de
la que debe salir, el individuo muere para esta clase, y un indivi­
duo nuevo y diferente le sustituye en la clase superior.
Pero volvamos a Grecia: la existencia de ritos de paso en
Grecia arcaica fue puesta en evidencia hace tiempo por estudio­
sos como H. Jeanmarie, L. Gemet y A. Brelich, y ha sido con­
firmada recientemente, al margen de diferencias significativas
de planteamiento y de método, por las investigaciones de P. Vi­
dal Naquet, C. Calame y B. Lincoln11.
Y bien, partiendo de esta consideración, ¿es posible llegar a
suponer que la relación homosexual tuviese un papel institucio­
nal en el conjunto de esos ritos y, en particular, que fuese parte
integrante de la relación pedagógica entre el adolescente y el
adulto?
La hipótesis ha sido planteada12, y además de parecer plausi­
ble, contribuye a clarificar las características sociales y cultura­
les que la relación homosexual sigue teniendo en la edad clásica,
donde, como ya hemos dicho, está muy ampliamente documen­
tada.

136
La c a l a m id a d a m b ig u a

2. SÓCRATES Y ALCIBÍADES. DIVINIDADES BISEXUALES


E INVERSIÓN DE LOS PAPELES SEXUALES

Comencemos por un episodio célebre, el relato del amor en­


tre Sócrates y Alcibiades.
«Desde el momento en que me enamoré de él,» dice Sócrates,
«ya no me es posible ni lanzar una mirada ni conversar con nin­
gún hombre bello, so pena de que éste, sintiendo celos y envidia
de mí, cometa asombrosos disparates, me injurie y a duras pe­
nas se abstenga de venir a las manos (...) su manía y su afecto al
amante me causan gran horror»13.
Y he aquí la versión de Alcibiades: «Estaba con él, ¡oh ami­
gos!, a solas y pensaba que al punto iba a sostener conmigo la
conversación que sostendría en la soledad un amante con el
amado y rebosaba de gozo. Pero no sucedió en absoluto nada
de esto, sino que tras haber charlado sobre lo que corrientemen­
te hubiera hablado y haber pasado el día conmigo, se fue de mi
lado. Después de esto, le invité a que hiciera ejercicio conmigo y
hacía ejercicio con él en la esperanza de que iba a conseguir al­
go. Hacía, es verdad, ejercicio conmigo y luchó conmigo mil ve­
ces sin que estuviera nadie presente. Pero ¿qué debo decir? No
conseguí nada (...) Le invité, por tanto, a cenar conmigo, ente­
ramente igual que un enamorado que pone una trampa al ama­
do»14 (...) «Así, pues, amigos, una vez que se hubo apagado la
lámpara y los esclavos estuvieron fuera (...) le dije entonces, sa­
cudiéndole: “Sócrates, ¿duermes?”. “No, por cierto”, me con­
testó. “¿Sabes lo que he resuelto?”. “¿Qué es exactamente?”, di­
jo. “Tú, me parece —continué yo—, eres el único digno de con­
vertirte en mi amante y veo que no te atreves a declararte a mí.
En cuanto a mi respecta, mis sentimientos son así. Considero
que es una gran insensatez no complacerte a ti en esto y en cual­
quier otra cosa que necesitaras de mi hacienda o de mis amigos,
pues para mí no hay nada más importante que el hacerme lo
mejor posible y opino que ninguno me puede ayudar en esto

137
E va C a n t a r e l l a

con más autoridad que tú”.»15. Pero Sócrates tergiversa estas pa­
labras, y Alcibiades pasa directamente a la acción: «Me levanté, sin
darle ya lugar a que dijera nada, le cubrí con mi manto —pues era
invierno— y arrebujándome debajo del raído capote de ése que
veis ahí, ceñí con mis brazos a ese hombre verdaderamente divi­
no y admirable y pasé acostado a su lado la noche entera (...)
Pues bien, pese a esto que hice (...) sabedlo bien, por los dioses y
las diosas, ¡me levanté tras haber dormido con Sócrates, ni más
ni menos que si me hubiera acostado con mi padre o con mi
hermano mayor!»16.
La declaración de Alcibiades de querer hacerse amante de
Sócrates para ser mejor no es en absoluto marginal, y sirve para
demostrar que los atenienses atribuían al amor sexual una fun­
ción pedagógica fundamental. Pero, más allá de esto, otra ob­
servación se desprende claramente del relato: la absoluta nor­
malidad de las relaciones homosexuales y la evidencia del hecho
de que, regularmente, se trataba también de relaciones físicas.
La única cosa anormal resulta ser, si acaso, la resistencia de Só­
crates.
Pero sigamos: en Aristófanes los relatos de aventuras entre
hombres son completamente usuales17. Jenofonte habla con ab­
soluta naturalidad de Hierón, enamorado de Dialoclo18, y para
alabar la castidad de Agesilao, cuenta que fue capaz de resistirse
a un hombre19. Lisias defiende en un discurso a un cliente acu­
sado de intento de homicidio, por una lucha habida con otra
hombre a causa de un muchacho20. Teócrito, en el segundo Idi­
lio, habla de una muchacha que, abandonada por su amante, se
pregunta si la habrá dejado por un hombre o por una mujer21.
Los ejemplos podrían continuar, pero pasaremos a la religión.
En numerosas zonas de Grecia existían divinidades bisexua­
les y se celebraban cultos en los que hombres y mujeres se cam­
biaban de vestidos y papeles. Ovidio narra la historia de Hermafro-
dito, un bellísimo muchacho que, a la edad de quince años, amado
por una ninfa que no quería separarse de él, se vio unido a ella en

138
La c a l a m id a d a m b ig u a

forma de ser bisexual22. En Amato, en la isla de Chipre (donde se


celebraba precisamente a una divinidad de este tipo), los mucha­
chos una vez al año imitaban los dolores del parto, en recuerdo de
la leyenda según la cual Ariadna habría muerto en aquel lugar, en
ausencia de Teseo, dando luz a un hijo23.
Macrobio habla de una divinidad hermafrodita (Aphrodi-
tos), en cuyo culto los hombres se vestían de mujeres y ¡as muje­
res de hombre24. En Argos, la ciudad que había sido salvada
por la intervención armada de Telesila, cada año se celebraba
una fiesta (Hybrístika) en la que hombres y mujeres se inter­
cambiaban los vestidos25. En Cos, los novios recibían a las no­
vias vestidos como mujeres26, mientras que en Esparta las espo­
sas recibían a los maridos llevando vestidos y calzado masculi­
nos, con los cabellos cortados como los de los hombres27. Ade­
más de otros posibles significados de los ritos de inversión de
los papeles sexuales, son evidentes las trazas de una visión an­
drógina de la vida; al mostrar cómo los griegos eran conocedo­
res de la duplicidad sexual del ser humano, estos ritos parecen
una prueba más de que la homosexualidad era considerada un
hecho natural28.
La tesis según la cual la relación homosexual era poco practi­
cada y además socialmente reprobada es, por consiguiente, des­
mentida por la evidencia. Pero una vez establecido este punto,
quedan todavía dos problemas a discutir. En primer lugar: la
homosexualidad, ¿era valorada positivamente sólo cuando tenía
una función pedagógica (es decir, sólo cuando la relación impli­
caba a un adulto y a un adolescente), o era considerada normal
también entre adultos? En segundo lugar: dado su papel peda­
gógico, ¿el amor homosexual formaba parte de las costumbres
sólo de las clases más elevadas, o era practicada también por los
que estaban excluidos de los valores de la paideiál
Dos problemas ligados entre sí, no fáciles de resolver. Algu­
nos testimonios, en efecto, hacen pensar que el amor entre adul­
tos era visto de modo desfavorable. En las Ranas de Aristófa-

139
E va C a n t a r e l l a

nes, por ejemplo, Heracles pregunta a Dionisio de quién está


enamorado: «“¿Deseo de una mujer?” “No, por cierto”. “¿De
un muchacho?”. “En absoluto”. “¿De un hombre, entonces?”.
“¡Ay de mí!”»29.
Pero otras fuentes aluden a amores homosexuales entre adul­
tos con admiración y respeto. Un ejemplo: el célebre «batallón
sacro» de los tebanos, compuesto por ciento cincuenta parejas
de amantes, invencibles hasta la batalla de Queronea y por tan­
to muertos heroicamente, cada uno de ellos para demostrar al
amado que era digno de su amor30.
Por lo que respecta a la difusión de la homosexualidad entre
las clases más bajas, en fin, una frase atribuida por Platón a Al­
cibiades (en el relato que hace éste de su amor por Sócrates) pa­
rece en efecto indicar que la homosexualidad era típica de las
clases elevadas: «Yo, por lo tanto, sentiría ante los prudentes»,
dice Alcibiades a Sócrates, «mayor vergüenza de no otorgarle
mi favor a un hombre de tal índole, que de otorgárselo ante el
vulgo y los insensatos»31. Pero no es esto sólo: a diferencia de la
relación heterosexual (que a menudo ocurría entre un libre y
una esclava), la homosexual, dada su nobleza, tenía lugar sola­
mente entre libres32. Pero, dicho esto, no significa necesaria­
mente que el «vulgo ignorante» no practicase el amor homose­
xual, incluso sin atribuirle valor pedagógico.
Para concluir, al margen de estas dudas, una cosa parece se­
gura: al menos entre las clases elevadas, la homosexualidad era
una experiencia ampliamente difundida y considerada de alto
valor cultural.

140
La c a l a m id a d a m b ig u a

3. EL MITO PLATÓNICO DEL SIM POSIO:


LOS SEXOS ERAN TRES

Para entender las posibles consecuencias sobre la relación en­


tre hombre-mujer de la concepción griega de la homosexuali­
dad, es necesario leer un famoso texto de Platón, a saber, el pa­
saje en que éste, por boca de Aristófanes, cuenta cómo ocurrió
que la humanidad, en el origen compuesta por tres sexos, llegó
a estar dividida en sólo dos, el masculino y el femenino:
«En primer lugar, eran tres los géneros de los hom­
bres, no dos, como ahora, masculino y femenino, si­
no que había también un tercero que participaba de
estos dos, cuyo nombre perdura hoy en día, aunque
como género ha desaparecido. Era, en efecto, enton­
ces el andrógino una sola cosa, como forma y como
nombre, partícipe de ambos sexos, masculino y feme­
nino, mientras que ahora no es más que un nombre
sumido en el oprobio. En segundo lugar, la forma de
cada individuo era en su totalidad redonda, su espal­
da y sus costados formaban un círculo; tenía cuatro
brazos, piernas en número igual al de los brazos, dos
rostros sobre un cuello circular, semejantes en todo,
y sobre estos dos rostros, que estaban colocados en
sentidos opuestos, una sola cabeza; además cuatro
orejas, dos órganos sexuales y todo el resto era tal co­
mo se puede uno figurar por esta descripción. Cami­
naba en posición erecta como ahora, hacia adelante
o hacia atrás, según deseara; pero siempre que le da­
ban ganas de correr con rapidez hacía como los acró­
batas, que dan la vuelta de campana haciendo girar
sus piernas hasta caer en posición vertical y, como
eran entonces ocho los miembros en que se apoyaba,
avanzaba dando vueltas sobre ellos a gran velocidad.
Eran tres los géneros y estaban así constituidos por
esta razón: porque el macho fue en un principio des­
cendiente del sol; la hembra, de la tierra; y el que par-

141
E va C a n t a r e l l a

ticipaba de ambos sexos, de la luna, ya que la luna


participa también de uno y otro astro. Y circulares
precisamente eran su forma y su movimiento, por se­
mejanza con sitó progenitores. Eran, pues, seres terri­
bles por su vigor y su fuerza; grande era además la
arrogancia que tenían, y atentaron contra los dioses.
De ellos también se dice, lo que cuenta Homero de
Efialtes y de Oto, que intentaron hacer una escalada
al cielo para atacar a los dioses. Entonces, Zeus y los
demás dioses deliberaron qué hacer, y se encontra­
ban en grande aprieto. No les era posible darles
muerte y extirpar su linaje, fulminándolos con el ra­
yo como a los gigantes, pues en ese caso los honores
y los sacrificios que recibían de los hombres se hubie­
ran acabado, ni tampoco el consentirles su insolen­
cia. Con gran trabajo, al fm Zeus concibió una idea y
dijo: “Me parece tener una solución para que pueda
haber hombres y para que, por haber perdido fuerza,
cesen su desenfreno. Ahora mismo voy a coriarios en
dos a cada uno de ellos y así serán a la vez más débi­
les y más útiles para nosotros por haberse multiplica­
do su número. C aminarán en posición erecta sobre
dos piernas; pero si todavía nos parece que se mues­
tran insolentes y que no quieren estar tranquilos, de
nuevo los cortaré en dos, de suerte que anden en lo
sucesivo sobre una sola pierna, saltando a la pata co­
ja ”. Tras decir esto dividió en dos a los hombres, al
igual que los que cortan las serbas para ponerlas a se­
car, o de los que cortan los huevos con una crin. (...)
Mas una vez que fue separada la naturaleza humana
en dos, añorando cada parte a su propia mitad, se
reunía con ella. Se rodeaban con sus brazos, se enla­
zaban entre sí, deseosos de unirse en una sola natura­
leza y morían de hambre y de inanición general, por
no querer hacer nada los unos separados de los otros.
Así, siempre que moría una de las mitades y quedaba
sola la otra, la que quedaba con vida buscaba otra y

142
La c a l a m id a d a m b ig u a

se enlazaba a ella, bien fuera mujer entera —lo que


ahora llamamos mujer— la mitad con que topara, o
de varón, y así perecían. Mas compadeciéndose Zeus
imaginó otra traza y les cambió de lugar sus vergüen­
zas colocándolas hacia delante, pues hasta entonces
las tenían en la parte exterior y engendraban y parían
no los unos a los otros, sino en la tierra como las ci­
garras. Y realizó en esta forma la transposición de
sus partes pudendas hacia delante e hizo que median­
te ellas tuviera lugar la generación en ellos mismos, a
través del macho en la hembra, con la doble finalidad
de que, si en el abrazo sexual tropezaba el varón con
la mujer, engendraran y se perpetuara la raza y, si se
unían macho con macho, hubiera al menos hartura
del contacto, tomaran un tiempo de descanso, cen­
traran su atención en el trabajo y se cuidaran de las
demás cosas de la vida. Desde tan remota época,
pues, es el amor de los unos a los oíros connatural a
los hombres y reunidor de la antigua naturaleza, y
trata de hacer un solo ser de los dos y de curar la na­
turaleza humana.
Cada uno de nosotros, efectivamente, es una con­
traseña de hombre, como resultado del corte en dos
de un solo ser, y presenta sólo una cara como los len­
guados. De ahí que busque cada uno a su propia
contraseña. Así, pues, cuantos hombres son sección
de aquel ser partícipe de ambos sexos, que entonces
se llamaba andrógino, son mujeriegos; los adúlteros
también en su mayor parte proceden de este género,
y asimismo, las mujeres aficionadas a los hombres y
las adúlteras derivan también de él. En cambio,
cuantas mujeres son corte de mujer, no prestan exce­
siva atención a los hombres, sino que más bien se in­
clinan a las mujeres, y de este género proceden las trí­
badas. Por último, todos los que son sección de ma­
cho, persiguen a los machos y, mientras son unos
muchachos, como lonchas de macho que son, aman

143
E va C a n t a r e l l a

a los varones y se complacen en acostarse y enlazarse


con ellos; éstos son precisamente los mejores entre
los niños y los adolescentes, porque son en realidad
los más viriles por naturaleza. Algunos, en cambio,
afirman que son unos desvergonzados. Se equivocan,
pues no hacen esto por desvergüenza, sino por valen­
tía, virilidad y hombría, porque sienten predilección
por lo que es semejante a ellos. Y hay una gran prue­
ba de que es así: cuando llegan al término de su desa­
rrollo, son los de tal condición los únicos que resul­
tan viriles en la política. Mas una vez que llegan a
adultos, aman a su vez a los mancebos y, si piensan
en casarse y tener hijos, no es por natural impulso, si­
no por obligación legal; les basta con pasarse la vida
en mutua compañía sin contraer matrimonio»33.
Al margen de su belleza, el fragmento es extremadamente
instructivo. En efecto, en primer lugar muestra claramente có­
mo la relación homosexual era considerada por los griegos «na­
tural», ni más ni menos que la heterosexual: buscando la propia
mitad (del mismo sexo), quien derivaba del hombre o de la mu­
jer no hacía más que intentar recomponer una unidad originia-
ria, exactamente del mismo modo que quien, derivando del her-
mafrodita, buscaba personas del otro sexo. Y en segundo lugar,
revela una circunstancia quizá todavía más interesante: para
Platón los homosexuales (que derivan de quien, en el origen, era
«todo hombre» o «toda mujer», a diferencia de los heterosexua­
les, que derivan de los hermafroditas) son los «mejores». Los
otros, los heterosexuales, son en su mayoría adúlteros, dice él, y
si son mujeres, «tríbadas». Los homosexuales, en cambio, si son
hombres, son «los más viriles por naturaleza», tienen «naturale­
za fuerte, generosa y viril», y por ello, al llegar a adultos, son los
únicos que «resultan viriles en la política».
Las consecuencias de todo esto en la concepción de la rela­
ción hombre-mujer son evidentes: noble, educativa, vivida por

144
La c a l a m id a d a m b ig u a

los mejores, la relación homosexual es aquélla en que el hombre


griego expresa su parte superior, su inteligencia, su voluntad de
mejorar; en consecuencia, a ella confía su afectividad, al nivel
más alto.
Pero hay más: como hemos tenido ya ocasión de apuntar, los
griegos consideraban lícita la prostitución femenina, mientras
que castigaban como delito la masculina.
Las razones de este tratamiento diferente, a la luz de las con­
sideraciones expuestas hasta aquí, se revelan muy distintas de
las señaladas por quienes creen encontrar en ello la prueba y las
consecuencias del hecho de que la homosexualidad era social­
mente reprobada.
La relación entre hombres era tal que no podía ser comercia­
lizada, porque era el momento privilegiado del cambio interper­
sonal. Los regalos entre los enamorados estaban admitidos, por
considerarlos intento legítimo de conquistar y mantener el amor.
Pero la remuneración era algo muy distinto, que arrebataba a la
unión su caracterísitica de elección libre, hecha con vistas a la
propia formación moral y política. La prostitución degradaba
la relación, privándola de su función pedagógica, y reducía a un
ciudadano a objeto, haciéndolo por tanto indigno de participar
en la ciudad, compuesta por hombres libres, también en sus
elecciones.
Por ello, el que se convertía en objeto de un placer exclusiva­
mente sexual debía ser excluido de la polis, si no físicamente, al
menos con una pena que sancionaba su muerte política, la ati-
mia, el castigo más grave después de la pena de muerte34.
Para concluir, la segregación femenina fue, quizá, una de las
causas que contribuyeron a la difusión de la homosexualidad
griega, como a veces se dice, pero no fue ni la única, ni la más
relevante. Fundada más bien, y de modo primordial, en la idea
de la doble pertenencia sexual del individuo y privilegiada por
su función pedagógica, fue la homosexualidad masculina si aca­
so (dadas sus implicaciones sociales e intelectuales) el hecho cul­

145
E va C a n t a r e l l a

tural que reforzó la segregación femenina. Para el hombre grie­


go, que vivía la relación homosexual como el lugar privilegiado
del cambio de experiencia y que en él encontraba respuesta a
sus exigencias más elevadas, considerar a la mujer como desti­
nada a una función exclusivamente biológica fue, en el fondo,
extremadamente fácil.

4. LA HOMOSEXUALIDAD FEMENINA

Esto por lo que respecta a la homosexualidad masculina. Pe­


ro nuestro discurso no quedaría completo si no nos detuviése­
mos a propósito de la femenina, aunque sea de forma breve.
Sobre el amor entre mujeres las fuentes son menos elocuentes
que sobre el amor entre hombres. Pero la cosa no puede en mo­
do alguno sorprender.
A diferencia de la homosexualidad masculina, la femenina, al
no ser instrumento de formación del ciudadano, era algo que,
en definitiva, concernía solamente a las directamente interesa­
das en ella. Y, de hecho, sobre esta experiencia tenemos sólo un
testimonio femenino: el de Safo. Para comprenderla, por otra
parte, es necesaria alguna alusión a las comunidades de mujeres
(al frente de una de las cuales estaba Safo), documentadas no
sólo en Lesbos, sino también en otras zonas de Grecia, y en par­
ticular en Esparta.
¿De qué comunidades se trataba? Aunque a menudo se las
define así, estas comunidades no eran simplemente «colegios
para muchachas de buena familia». Eran algo más, y más com­
plejo. Se trataba de grupos que tenían divinidades y ceremonias
propias, en los cuales las muchachas, antes del matrimonio, vi­
vían en comunidad una experiencia global de vida que (al mar­
gen de las diferencias debidas a la distinta pertenencia sexual)
era de alguna manera análoga a la experiencia de vida que los

146
La c a l a m id a d a m b ig u a

hombres hacían en los correspondientes grupos masculinos35.


Lo cual no excluye, obviamente, que, en la comunidad, las mu­
chachas recibiesen una educación. Con referencia a Lesbos, en
particular, la Suda nombra tres mathetriai, es decir, tres «discipu­
las» de Safo, calificada como didaskalos, esto es, «maestra»36.
Pero, ¿qué les enseñaba Safo a sus disdpulas? En primer lu­
gar, música, canto y danza: los instrumentos que de jovencillas
incultas (como eran cuando se dirigían junto a ella) las transfor­
maban en mujeres de las que podía querer el recuerdo:
«Cuando mueras, descansarás: ni un solo
recuerdo guardarán de ti futuras
generaciones, pues no tienes parte
en las rosas de Pieria. E ignorada
hasta en la casa de Hades, solamente
con sombras invisibles tratarás
cuando de aquí hayas al fin volado»37,

dice Safo a una rival, que no ha aprendido de ella lo que, preci­


samente, le habría permitido salir de la ignorancia y, con ello,
del olvido. Pero Safo no era sólo maestra del intelecto: de ella
las muchachas aprendían también las armas de la belleza, de la
seducción y del embrujo, aprendían la gracia (charis) que las
convertía en mujeres deseables. Desde esta perspectiva, la defi­
nición del círculo de Safo como «colegio para muchachas bien»
no está equivocada. Pero es ciertamente insuficiente: la educa­
ción de las muchachas de Lesbos (y de otras ciudades, ya que a
la casa de Safo llegaron Atis desde Mileto, Gongila desde Colo­
fón, Eunica desde Salamina, y al lado del tiaso de Safo existían
otros tiasos rivales, como el de Gorgó y el de Andrómeda, tam­
bién éstos presumiblemente frecuentados por muchachas llega­
das de ciudades lejanas) estaba ligada a una experiencia que, a
nuestros ojos, no es en modo alguno para «muchachas bien», a
saber, la relación homosexual.

147
E va C a n t a r e l l a

¿Significa quizá esto que el papel de la homosexualidad fe­


menina (al menos en Esparta y en las otras zonas de Grecia en
que estaban difundidas las asociaciones del tipo de los tiasos
lésbicos) era no muy diferente del de la homosexualidad masculi­
na?
En Esparta, dice Plutarco, las mujeres mejores amaban a las
muchachas, y cuando ocurría que varias mujeres adultas se ena­
moraban de la misma muchacha, trataban todas ellas (aim sien­
do rivales entre sí) de hacer mejor a su amada38. Así como la re­
lación homosexual con un adulto implicaba, con valor fonnati-
vo, una fase en la que el joven aprendía a ser ciudadano, del
mismo modo, en el interior de los grupos femeninos, la relación
con una mujer adulta llevaba aparejada la fase en la que las mu­
chachas se preparaban para convertirse en esposas. Pero sobre
esto volveremos, después de haber intentado comprender si la
relación homosexual era simplemente una relación cultural, o
era una auténtica relación individual, concreta, ya fuese afectiva
o erótica.
Si bien la duda es legítima, la lectura de Safo no parece per­
mitir muchas dudas al respecto. Sus poesías de amor no tienen
nunca como destinatario al grupo: están dirigidas a una sola
muchacha, que en cada ocasión es amada individualmente, co­
mo Gongila, Atis o Anactoria.
Las relaciones homosexuales, en resumen, eran personales y
reales. Tal vez es posible suponer que sólo algunas muchachas,
durante la vida en el tiaso, tendrían relaciones también físicas
con la maestra, y que las otras, en cambio, participarían en este
amor sólo con la recitación de las poesías dedicadas por la
«maestra» a sus amantes. La suposición, por otra parte, parece
apoyada por el paralelo con las iniciaciones cretenses donde, en
el período de segregación con el amante, el joven amado era
acompañado por sus amigos, que participaban en su rapto y en
las ceremonias que marcaban el fin de la segregación, adqui­
riendo así el derecho (aunque no hubiesen tenido relaciones físi­

148
La c a l a m id a d a m b ig u a

cas con el adulto) de entrar legalmente en el número de los ciu­


dadanos39. Pero al margen de esto una cosa parece cierta: la ho­
mosexualidad femenina no era sólo un hecho pedagógico, en el
sentido hasta aquí indicado. Era también expresión de un senti­
miento verdadero y real, de una relación interpersonal vivida a
veces con excepcional intensidad afectiva.
El fragmento 31 de Safo, antes recordado, es inequívoco en
este sentido:
«(...) pues cuando
te miro un solo instante, ya no puedo
decir ni una palabra,
la lengua se me hiela, y un sutil
fuego no tarda en recorrer mi piel,
mis ojos no ven nada, y el oído
me zumba, y un sudor
frío me cubre, y un temblor me agita
todo el cuerpo, y estoy, más que la hierba,
pálida, y siento que me falta poco
para quedarme muerta»40.
Parece interesante, a este propósito, como ejemplo de ex­
traordinaria capacidad de trastonar la realidad, recordar que en
fecha reciente G. Devereux, examinando la actitud de Safo en
este fragmento, ha visto en él síntomas de un «ataque de an­
sia»41. Safo, dice este autor, revela entre otros los siguientes sín­
tomas: respiración irregular e inhibición psico-fisiológica de la
palabra; perturbaciones en la vista (probablemente de origen
vascular) y zumbidos en los oídos; temblores y palidez (causada
por la restricción de los capilares y por el reflujo de sangre hacia
los órganos internos); clínicamente, en resumen, los síntomas de
un ataque de ansia. Pero lo que nos deja todavía más perplejos
que el análisis clínico de los síntomas, son las conclusiones de
Devereux. Es verdad, afirma, que las manifestaciones de ansie­
dad pueden acompañar toda crisis de amor, pero esto no impi­
de que en las fuentes griegas, habitualmente, sean las crisis de

149
E va C a n t a r e l l a

amor homosexual (y no heterosexual) las que provocan ataques


de ansia. Consideración exacta es, en efecto, por una simple ra­
zón: para los griegos el verdadero amor, la pasión, lo que pro­
duce la angustia, era el amor homosexual. Pero Devereux no lo
piensa asi. Lo que haría ansiosas las manifestaciones de amor
homosexüal sería la percepción de la «anormalidad» del propio
sentimiento. Cosa ésta, por otra parte, que no estaría de hecho
en contraste con la hipótesis de que Safo fuese también una
maestra y la cabeza de un culto, siendo bastante frecuente, por
el contrario, el caso de mujeres que, justamente por ser homose­
xuales, «tienden a dedicarse a profesiones que las ponen en es­
trecho contacto con muchachas, cuya parcial segregación y con­
siderable inmadurez psico-sexual —y por ello incompleta dife­
renciación— las convierte en partícipes voluntarias de experien­
cias lesbianas»42. Todo comentario es superfluo.
Y llegamos así, por fin, al problema que más nos interesa:
¿qué papel tenía el amor homosexual en la vida de las mujeres?
A pesar de las analogías que parecen emerger de las conside­
raciones de Plutarco, la homosexualidad femenina parece difí­
cilmente comparable con la masculina.
Ciertamente, para las mujeres que la vivían la experiencia co­
munitaria era también el momento de la vida intelectual, de la
instrucción, de la cultura. Pero, ¿cuántas fueron las mujeres que
vivieron esta experiencia? Es preciso no olvidar en realidad que,
al margen de lo que podamos deducir de Safo, de estas comuni­
dades femeninas sabemos poco o nada. Y, de cualquier modo,
incluso en el interior de estas comunidades, la homosexualidad
parece haber jugado un papel diferente del que tenía en la vida
de los hombres43.
No es quizá casualidad el hecho de que quien enfatiza la fun­
ción pedagógica de la relación entre mujeres sea un hombre,
Plutarco, mientras que Safo —que también insiste sobre el as­
pecto educativo y ennoblecedor de la vida del tiaso— pone el
acento más bien sobre el aspecto afectivo y erótico de la relación.

150
La c a l a m id a d a m b ig u a

De cualquier modo, en resumen, se tiene la sensación de que


la homosexualidad femenina se ha «construido» culturalmente
sobre el modelo de la masculina, y es presentada como un calco
de ésta por las pocas fuentes masculinas que a ella aluden.
Pero, ¿cuál fue, entonces, el papel del amor homosexual en la
vida de las mujeres griegas? Aunque es difícil decirlo con seguri­
dad, no hay que descartar que tuviese la función señalada por
K. Dover: una especia de «counterculture» en que las mujeres
recibían de su propio sexo lo que la segregación y la monoga­
mia les impedían recibir de los hombres44.

Notas

1. E. ΒΕΓΗΕ, «Die dorische Knabenliebe, ihre Ethic, ihre Idee», en Rhein.Mus.


62(1907)348ss.
2. Cf. por ejemplo R. FLACELIÉRE, L ’amouren Grèce, París 1971, p.63. Con
amplia bibliografía véase ahora sobre la cuestión K. DOVER, Greek Homo­
sexuality, Londres 1978 (Préfacé), y críticamente B. S er g en t , L ’homose­
xualité dans la mythologie grecque, Paris 1984.
3. Así G. R aeps AET, Sentiments conjugaux..., cit., p.680, con quien se decla­
ra de acuerdo L. G a l l o , La donna greca e la marginalité, cit., n.76.
Por lo que respecta a la presunta «reprobación juridica», R aepsaet se
refiere a la opinión de W.K. L a c e y , The Family in Classical Greece, Lon­
dres 1968, ρ.158, que por otra parte basa sus afirmaciones en fuentes relati­
vas a la prostitución masculina. Lo cual, como es evidente, y como veremos
más adelante, no tiene nada que ver con la represión de la homosexualidad.
Por lo que hace al juicio social véase lo que se dice más abajo.
4. Así G. R aepsaet , op. y loc.dt., y R. F laciÉRE, op.dt., p.6, según el cual
«les milieux populaires des paysans et des artisans étaient probablement fort
peu touchés par la contagion de ces moeurs, qui semblent avoir été liées à
une sorte de snobisme».
5. Véase sobre este particular K. D over , «Classical Greek Attitudes to Se­
xual Behaviour», en Arethusa 6(1973)59ss.

151
E va C a n t a r e l l a

6. Cf. la reciente investigación de B. SERGENT, L’homosexualité..., cit., don­


de en las pp.300-301 se encuentra un cuadro resumen de todos los mitos de
este tipo, con la indicación de la zona de procedencia.
7. Pl.Sinp.180a. Sobre el argumento véase de nuevo B. SERGENT, op.dt.,
pp.285ss. (con bibliografía en p.286, n.4), y pp.237ss., para las referencias a
Ganimedes en la Iliada y en el Himno homérico a Afrodita.
8. Str. 10.4.21 = Eph. FGrHist. 70 F 149,21. Sobre los regalos que por ley los
amantes tenian que hacer a los amados y sobre la posibilidad (por otra parte
discutible) de relacionarlos con la famosa «tripartición funcional» indoeuro­
pea, véase de nuevo B. SERGENT, op.dt., pp.l5ss.
9. Plu.Zpc.17.1 (cf. Ages.2Λ) y X.Lac.2.12ss., donde leemos que Licurgo ha­
bría regulado por la ley las relaciones homosexuales.
10. Cf. A. VAN G en n ep , Les rites depassage, París 1909, trad. it. Iritidipas-
saggio, Turin 1981.
11. H. J e a n m a rie , Covroi et courètes, Lille 1939; L. GERNET, Anthropolo­
gie de la Grèce andenne, Paris 1968, y en particular Dolon le Loup; A. B re-
LICH, Paides eParthenoi, cit.; P. Vidal-NAQUET, «Le chasseur noir el l’ori­
gine de l’éphébie athénienne», en Le chasseur noir..., cit., pp,151ss., y «Le
cru, l’enfant grec et le cuit», ibidem, pp,177ss.; C. C a la m e , Les choeurs...,
cit.; B. L in c o ln , DiventareDea, Milán 1983.
12. Es la tesis central de B. SERGENT, L’homosexualité..., cit. Y véase tam­
bién J. B rem m er, «An Enigmatic Indo-European Rite: Pederasty», en Arethu­
sa 13.2(1980)279ss.
13. P1.5ïnp.213c-d, versión esp. de Luis Gil F e r n a n d e z (Platón, El ban­
quete, Madrid, Aguilar, 1954).
14. P1.5njp.217b-c, version esp. de Luis GIL FERNÁNDEZ.
15. Pl.&np.218c-d, versión esp. de Luis G il F er n á n d e z .
16. Pl.&np.219b-c-d, versión esp. de Luis G il F e r n á n d e z
17. A.y4u,131-145, Æç.1384-1386, 72.35, K578.
18. X.Hier.ï.33.
19. X.y4gKs.5.4.
20. Lys.Sim.
21. Theoc.2.44-150.
22. Ou.Me/.4.285. De Hermafrodito habla también Theofr., Char., 16.

152
La c a l a m id a d a m b ig u a

23. Plu. 7»<w.20.


24. MacT.Sat.2.%2.
25. Plu.2.245e.
26. Plu.2.304e.
27. Plu.Zyc.15.5.
28. Sobre el significado que hay que dar a la llamada «bisexualidad» de los
griegos, y sobre el modo diferente de vivir y de entender las relaciones homo-
y heterosexuales, véase ahora M. FOUCAULT, L’usage des plaisirs (= Histoi­
re de la sexualité, 2), París 1984, pp.208ss., trad. ital. L’uso deipiaceri, Milán
1984.
29. A.Æa 55-57.
30. Plu.Pe/18.
31. P1.5inp.218d.
32. Cf. A. GoULDNER, Enter Plato, New York - Londres 1965, en particular
pp.62ss. Diferente es en cambio la situación en Roma, donde los ciudadanos
expresaban su virilidad también en la relación homosexual activa con los es­
clavos; pero sobre esto véase P. V ey n e, «L’omosessualità a Roma», en
AA.VY., I comportamenti sessuali dall’antica Roma a oggi, Turin 1983,
pp.37ss.
33. Pl.5mp.189d - 192e, versión esp. de Luis G il FERNANDEZ.
34. La fuente más interesante sobre el tema de la represión penal de la prosti­
tución masculina es el discurso de Esquines Contra Timarco.
35. Véase B. G e n til i, «Le vie di eros nella poesía dei tiasi femminili e dei
simposi», en Poesía epubbliconella Grecia antica, Bari 1984, pp.lOls., y «La
veneranda Saffo», ibid., pp.285ss.
36. Sud.AU. Sappho (S 107 Adler).
37. Sapph. fr. 58 = 55, versión esp. de JUAN F er rat É.
38. PI u . í f c .18.9.
39. C. CALAME, Les choeurs..., cit., pp.428-429.
40. Sapph. fr. 31, vv.7-16, versión esp. de J u a n F er r a t É.
41. G. D e v e re u x , «The Nature of Sappho’s Seizure in fr. 31 LP as Evidence
of her Inversion», en CÇ20(1970)17ss., del cual véase también «Greek Pseu­
dohomosexuality and the Greek Miracle», en Symbolae 0sloenses4l(\9f>7)10ss.

153
E va C a n t a r e l l a

Sobre el fragmento de Safo, y en consecuencia para el debate suscitado por


las tesis de D e v e re u x , véase G.A. P r i v i t e r a , «Ambiguitá, antitesi, analo­
gia nel fr. 31 LP di Safio», en Quad. Urb. Cult. Class. 8(1969)37ss.; F. M a-
NIERI, «Safio, appunti di metodología generale pero un approcdo psichiatri-
co», en Quad. Urb. Cult. Class. 14(1972)46ss., y C. CALAME, I-es choeurs...,
cit., p.31.
42. G. D e v e r e u x , TheNature..., cit., p.31.
43. Plantea el problema también J. BREMMER, en el apéndice «Initation and
Lesbian Love» a An EnigmaticIndo-European Rite..., cit., pp.292-293.
44. K . D o v e r , Greek Homosexuality, cit., p. 181.

154
v n . LA EDAD HELENÍSTICA:
NUEVAS IMÁGENES Y VIEJOS ESTEREOTIPOS

1. LA CONDICIÓN JURÍDICA: HACIA LA PARIDAD

Tradicionalmente delimitada entre la muerte de Alejandro


(323 a.C.) y la conquista romana de Egipto (30 a.C.), la edad
helenística se caracterizó por profundos cambios en las visiones
políticas, filosóficas y científicas, en las formas de la expresión
artística, en las concepciones de vida1. Y, con particular refe­
rencia al problema que nos interesa, se caracterizó por un nota­
ble cambio en las condiciones de vida de las mujeres, que en este
período vieron crecer la estima con respecto a ellas, ampliarse
las posibilidades de participar en la vida social y ensancharse
sensiblemente el campo de sus capacidades jurídicas.
Cuáles fueron las causas de este cambio es difícil decirlo con
seguridad. Quizá fue el fin da la ciudad-estado y su sustitución
como forma política por las monarquías macedónicas: los Anti-
gónidas en Grecia, los Seléucidas en Asia Menor, los Tolomeos
en Egipto. Quizá el influjo ejercido sobre estas monarquías por
los sistemas políticos a los que se superpusieron, algunos de los
cuales, como el de Egipto, habían reconocido desde hacía siglos
capacidades y derechos a las mujeres. Quizá la acción «disgre-
gadora» de los valores clásicos, iniciada por los cínicos y los es­
toicos. Quizá todos estos elementos que, al combinarse, estaban
destinados inevitablemente a producir mutaciones profundas y
a contribuir al nacimiento de un nuevo mundo, como fue preci-

155
E va C a n t a r e l l a

sámente el helenístico. Cualesquiera que hayan sido las causas,


una cosa es segura: la vida de las mujeres cambió, y de manera
sensible2.
Ciertamente, seguían todavía excluidas de la participación en
la vida política. Los casos de participación femenina en la ges­
tión del poder son en realidad excepcionales, y como tales re­
cordados: el caso de Aristodama, una poetisa de Esmima, por
ejemplo, a la que en el año 218 a.C. se le concedió la ciudadanía
por los etolios de Priene3; el caso de una mujer que en el siglo II
fue hecha «arconte» en Istro4; o, incluso, el caso de File de Prie­
ne, que en el siglo I, nombrada «magistrado», hizo construir un
acueducto5. .
Aparte de la exclusión como principio de la participación po­
lítica, las mujeres helenísticas, sin embargo, vieron aumentar no
poco sus posibilidades.
El testimonio de los papiros egipcios, que conservan innume­
rables documentos privados, permite comprobar la existencia
de innovaciones profundas6. Prescindiendo aquí de la condi­
ción de la mujer egipcia, tradicionalmente más libre, como he­
mos dicho, y por tanto capaz de cumplir actos jurídicos sin la
asistencia de un tutor, también la mujer griega (al margen de la
necesidad, que siguió vigente, de obtener el asentimiento del tu­
tor para asumir obligaciones en las formas tradicionales del de­
recho griego) adquirió nuevas capacidades: libremente podía
comprar y vender muebles e inmuebles, realizar hipotecas sobre
sus bienes, conceder y obtener préstamos, asumir obligaciones
de trabajo, hacer testamento, ser instituida heredera y recibir le­
gados y, en fin —aunque rara vez—, cerrar personalmente su
contrato de matrimonio7.
A veces la madre aparece en los contratos de matrimonio
concedido, en unión de su marido, a la hija como esposa8. Si es
viuda y no está legalmente prometida, puede ejercitar sobre los
hijos una materna potestas bastante amplia, que le consiente
(de acuerdo con la suegra) exponer a los hijos nacidos póstumos,

156
La c a l a m id a d a m b ig u a

colocarlos como aprendices o dar a las hijas en matrimonio9.


Exceptuando la incapacidad, que perdura, de ser testigos en los
contratos concluidos por otros y de poseer algunos tipos de tie­
rras, la capacidad de las mujeres es, en suma, prácticamente
completa10. Y con los derechos vienen también las obligaciones,
entre las cuales está la de la madre de proveer al mantenimiento
de los hijos después de la muerte del padre11.
Esto no impide, por otra parte, que la ley continúe previendo
antiguas situaciones de sumisión al poder masculino. Pero la
conciencia social se revuelve ante imposiciones sentidas como
anacrónicas e injustas, y son las propias mujeres quienes se re­
belan en estos casos reivindicando su autonomía.
En el derecho helenístico, por ejemplo, está todavía vigente
la regla según la cual el padre, ejerciendo la aféresis, puede inte­
rrumpir el matrimonio de una hija. Pero en el siglo II, en Oxi-
rrinco, una cierta Dionisia denunció ante el prefecto a su padre,
sosteniendo que «ninguna ley permite quitarles las hijas, en con­
tra de su voluntad, a los maridos»12.
Sociedad y derecho han cambiado profundamente, si bien
persisten prácticas como la exposición, que sigue teniendo como
víctimas predilectas a las hembras: al comienzo de nuestra era,
en Oxirrinco, un marido aconseja a su esposa, explícitamente, y
con un acento que revela la normalidad del caso, que críe al
nascituro si es macho, pero que lo exponga, si resulta hembra13.
El analfabetismo está más difundido entre las mujeres que
entre los hombres, como demuestra el porcentaje de mujeres
que recurren a terceros para escribir. Y esto, como es evidente,
induce a reflexionar sobre el alcance real de sus nuevas liberta­
des, quizá menores —en los hechos— de lo que hacen pensar las
reglas jurídicas14. Pero que en su conjunto la cultura femenina
está en aumento es cosa indiscutible15.
En Alejandría, en particular, la promoción también intelec­
tual de las mujeres es innegable16. En Teos tenemos noticia de
una escuela frecuentada por alumnos de ambos sexos17. Y, para

157
E va C a n t a r e l l a

concluir, no faltan mujeres que, en situaciones diversas, apare­


cen detentando el poder político.

2. LAS MUJERES Y EL PODER POLÍTICO

Olimpíada, madre de Alejandro Magno, tuvo un papel deter­


minante en la corte macedonia: acusada de haber dado muerte
a su marido Filipo II para permitir a su hijo subir al trono (cosa
que, por otra parte, no era cierta, puesto que por entonces, en el
336, se encontraba en el exilio), mientras Alejandro combatía
contra los persas, ejerció de hecho el poder de gobernar, opo­
niéndose al regente Antipatro18.
En el 315, cuando los sicionios mataron a su marido, Crate-
sípolis tomó el poder y gobernó durante siete años haciendo
crucificar a más de treinta ciudadanos que le habían sido hosti­
les19. Én Egipto las mujeres asociadas al poder o detentadoras
únicas del mismo fueron más de una: Arsíone, en primer lugar,
que reinó durante cinco años, hasta el 270 a.C., junto con su
hermano Tolomeo II, al cual había sido dada como esposa se­
gún el uso egipcio20. En el siglo II reinaron Cleopatra II y Cleo­
patra ΙΠ. En el 51 a.C., subió al trono Cleopatra VII, entonces
de diez años, quien, después de haberse librado de su hermano y
marido Tolomeo XIII, con la ayuda de César reinó primero con
su hermano menor Tolomeo XIV, y a continuación con el hijo
tenido de César, Tolomeo XV21.
Sacar de ello la conclusión de que una regla dinástica permi­
tía a las mujeres gobernar sería sin embargo un error. Excep­
tuando las reinas egipcias (cuya sucesión en el trono estaba de
todas formas ligada al matrimonio con su hermano), las muje­
res que en época helenística ejercieron el poder lo hicieron, la ma­
yoría de las veces, como representante de un soberano muerto, o
gracias de abusos y violencias que prevalecieron sobre las reglas

158
La c a l a m id a d a m b ig u a

institucionales22. Pero esto no impide que la existencia de figu­


ras femeninas como las recordadas sea significativa y complete
los contornos de un cuadro muy diferente al de la edad clásica.

3. LAS MUJERES EN LA LITERATURA

¿Ha desaparecido, pues, la antigua concepción de la mujer


inferior, la antigua misoginia? De nuevo, como en la época clá­
sica, para responder a esta pregunta es necesario examinar los
documentos ideológicos, es decir, esencialmente la literatura. Y
que la literatura helenística presenta imágenes femeninas dife­
rentes de las presentadas por la literatura clásica es indiscutible.
La Nea, la Comedia Nueva, es muy significativa en este sen­
tido: ya no héroes míticos, ya no semidioses, los personajes de la
Nea son hombres y mujeres comunes, hombres y mujeres entre
los cuales nacen afectos, que expresan sentimientos de todos. Y
entre estos nuevos personajes las mujeres ya no son, en cuanto
tales, causa de desgracia, sino personas que (como los hombres)
pueden tener defectos y méritos.
Pero, ¿por qué este cambio de temas, esta nueva atención a la
vida cotidiana, a los sentimientos del hombre medio, a sus rela­
ciones privada?]3 El interés por la vida pública y política no ha
desaparecido: Atenas se debate para sobrevivir en un mundo
dominado por lo sucesores de Alejandro; al lado de quienes
quieren la protección macedonia, están los que reivindican el
derecho a la independencia. Pero no es ya la capital de un impe­
rio, sino una ciudad provincial como tantas otras. Su primacía,
incluso la cultural, está en decadencia, a punto de pasar a Pér-
gamo y Alejandría. E igual que Atenas no es ya lo que había si­
do, así el interés por la vida pública y política no es ya lo que da
sentido a la vida de un ateniense.

159
E va C a n t a r e l l a

La comedia busca por consiguiente temas nuevos, observa la


vida de la ciudad y de su gente, describe «tipos» más que perso­
najes. Desarrollando una tendencia ya presente por otro lado en
la comedia dórica de Epicarmo, en la farsa megarense y en las
descripciones caricaturistas de la comedia ática, la Nea presenta
«tipos» diversos: el padre avaro e irascible, el hijo que derrocha
sus dineros pensando sólo en divertirse, el soldado de profesión,
el esclavo bribón. Pólux describe cuarenta y cuatro máscaras
cómicas, nueve de las cuales son de viejos o adultos, once de jó­
venes, siete de esclavos y nada menos que diecisiete de mujeres.
El interés por los personajes femeninos es por lo tanto evi­
dente. La tipificación representa mujeres de toda clase y estado
social, desde la alcahueta atenta a obtener el máximo provecho
a la joven prometida inocente y pasiva; desde la esclava devota
al patrón a la hetera que, en una situación en la que se reivindi­
ca el derecho al amor, se convierte en personaje cada vez más
relevante. La Nea presenta, en suma, una vasta gama de tipos
femeninos, hace conocer las condiciones de vida de tantas muje­
res que, en el cuadro de una nueva libertad, daban vueltas por
las calles de Atenas, frecuentado los negocios y las tiendas24.
En este cuadro podemos encontrar indicaciones preciosas so­
bre el nuevo modo de concebir la relación matrimonial, al me­
nos en parte desligado, incluso en Atenas, de las preocupacio­
nes familiares que lo habían determinado en el período clásico,
y visto también como relación personal basada en una libre
elección afectiva. El «epiclerado», uno de los temas más caros a
la Nea, ofrece pautas muy significativas a este propósito. La
condición de la heredera (que, como sabemos, estaba obligada a
casarse con su pariente más cercano) no había interesado de un
modo particular a los poetas de la Comedia antigua, como de­
muestra el hecho de que Aristófanes aluda a ella sólo en dos
ocasiones, y marginalmente25. Pero ya dos poetas de la Mesé, la
Comedia media (Antifanes y Heníoco), habían dedicado al te­
ma dos comedias, tituladas precisamente Epikleros. Y en la

160
La c a l a m id a d a m b ig u a

Nea, por último, la heredera se convirtió en un personaje muy


popular.
Menandro no sólo titula dos comedias Epikleros, sino que
pone una heredera en el centro de la trama de otras, como en el Es­
cudo en particular26. Dífilo de Sínope, Alexis y Diodoro (otros
tres poetas de la Nea) escriben comedias sobre el mismo tema27.
El argumento se prestaba, evidente y comprensiblemente, a ser
muy explotado, incluso por los recursos cómicos a los que po­
día dar lugar el matrimonio entre una joven muchacha y un
hombre de edad avanzada (a menudo el tío paterno), que en la
tipificación de la Nea es un viejo desagradable, ávido y escorbú­
tico. Y frente a la pretensión de estos viejos de casarse por moti­
vos puramente económicos, la comedia pone en escena persona­
jes que critican violentamente sus decisiones. En el Escudo, ha­
blando del viejo Esmicrino, dispuesto a casarse con la sobrina,
Querestrato expresa su disgusto diciendo que es mejor morir
antes que asistir a una vergüenza semejante28.
Todo lo que limita la libertad en las elecciones personales de
manera más general es considerado ahora con desagrado. Co­
mo en Egipto, también en Atenas el derecho del padre a inte­
rrumpir el matrimonio de las hijas es contestado: «Siendo pe­
queña era cuando debías buscar un marido al cual entegarme.
Entonces te tocaba a ti decidir. Pero ahora que me has dado en
matrimonio, me parece, padre, que me corresponde a mí la de­
cisión», dice una muchacha29.
Las mujeres no son necesariamente personajes femeninos a
causa de su «feminidad». Existen muchachas de nobles senti­
mientos, como la citarista Habrótono, que en el Arbitraje de
Menandro, enamorada de Carisio, es capaz de sacrificarse por
el bien de éste, ocupándose de que se reconcilie con su esposa;
mujeres cuya nobleza consistía en la entrega y el sacrificio, cuyo
amor es devoción que nada pide para sí, que quiere sólo la feli­
cidad del hombre. Mujeres ideales desde una óptica, sin embargo,
siempre masculina, en suma, pero descritas, no obstante, con

161
E va C a n t a r e l l a

acentos delicados, con alguna consideración de sus sentimien­


tos. La situación social es diferente y la antigua misoginia grie­
ga, si no ha desaparecido, parece estar atenuándose. En la poe­
sía helenística la relación hombre-mujer es en cierto modo pari­
taria. La mujer es todavía causa de sufrimiento, pero no por su
naturaleza de «calamidad»: hace sufrir cuando no corresponde
al amor, pero a su vez sufre cuando no es correspondida. Es el
amor, en suma (en la poesía helenística siempre infeliz), lo que
es causa de dolor para todos, hombres y mujeres.
En los Idiliosde Teócrito, Polifemo el Cíclope sufre por Galatea:
«¡Blanca Galatea!, ¿por qué al que te ama lo rechazas,
tú a los ojos más blanca que cuajada, más tierna que un cordero,
más vivaz que una ternera, más suave que una uva en agraz»30.
Pero también Simeta, olvidada por el amado, llora porque él
«ni aun se me acensa, sin saber á estamos muertas o vivas»31.
En la Canción de Grenfe (un paralela usithyron o canto ante
la puerta cerrada, motivo típico helenístico) es también una mu­
chacha quien suplica al enamorado que la reciba:
«Sí, Eros, que ha fundado
el amor, me cogió,
sí, no lo niego.
Estrellas amigas, Noche venerable que sabes
de mi amor, vuélveme al lado de aquel
hacia el cual Cipris me empuja, y
Eros, que me ha cautivado, inevitablemente.
La llama intensa que arde en
mi alma, siempre me acompaña»32.
Hombre y mujer iguales frente al amor, por lo tanto, capaces
igualmente de sufrir y de hacer sufrir.
Pero esto no significa, sin embargo, que en época helenística
hayan desaparecido los temas tradicionales que caracterizan
siempre a -âl mujer (aunque sea con acentos diferentes a los clá­

162
La c a l a m id a d a m b ig u a

sicos) como un ser dotado de cualidades poco apreciables. Y no


sólo porque, regularmente, le falta inteligencia, como dice Me­
nandro, cuando sostiene que «la mujer dotada de inteligencia es
un tesoro de virtud, pero es un caso raro»33. Además de no te­
ner cualidades positivas, las mujeres tienen cualidades negati­
vas, entre las que se sitúan en primer lugar el amor por el vino y
el sexo.
Todavía vistas como pura animalidad, se representan mu­
chas veces entregadas a los vapores del alcohol:
«Yace aquí la vieja esponja de tinajas,
la beoda Marónide, sobre cuya tumba
hay una copa ática bien visible a todos.
Bajo tierra gime, mas no por los hijos
ni el esposo a quien dejó en la indigencia,
mas sólo porque esta copa está vacía».

leemos en un epitafio poco piadoso34. Emborrachándose, son


infieles y, además, mentirosas:
«Ya lo sé. ¿Para qué juramentos si a ti te denuncian
el impúdico rizo bañado aún en perfume
y los ojos que veo cargados de insomnio y las flores
que en forma de guirnalda decoran tus cabellos
y el desorden lascivo del pelo recién despeinado
y el temblor de tus piernas que entorpece el vino?
Yete ya, mujer pública, vete: los crótalos suenan
y te llama la péctide que al festín acompaña»35. ;,< x
Continuamente a la busca de placer, a falta de hombres bus­
can satisfacción recurriendo a los famosos falos de cuero ( olis-
bol), a los que ya alude Aristófanes36, y de los que, en el VI Mi-
miambo de Herondas (E l zapatero) discuten Metro y Corina,
alabando sus cualidades.
Autoritarias y exigentes, consideran ellas a los hombres obje­
tos sexuales: Bitina, la protagonista del V Mimiambo de Hero-

163
E va C a n t a r e l l a

das (La celosa), al sospechar que el esclavo Gastron le es infiel,


se lanza contra él, convencida no sólo de su derecho, sino de la
necesidad de ejercerlo:
«... ¿voy a dejar macharse a ese siete veces esclavo? ¿Y
qué mujer al endjoírarme no me escupiría a la cara
con toda justicia?»37'.
Cuando son ricas, además, las mujeres son una verdadera
desgracia, porque su prepotencia no tiene límites. En una come­
dia de Menandro, titulada Plokion, una heredera obliga a su
marido a vender una esclava joven y bella, y organiza ella per­
sonalmente el matrimonio de su hijo con la joven hija de un ve­
cino pobre. Tiranizado por su esposa en todos los sentidos, el
pobre marido es un personaje destinado a ganarse las simpatías
del público.
Toda medalla tiene su reverso, en resumen: si por un lado es
desaprobado como anacrónico e injusto, por el otro el «epicle-
rado» es considerado un peligro para los maridos, obligados a
ver puesto en discusión su papel masculino. «El que siendo po­
bre se casa con una mujer rica, no tiene una esposa, sino un pa­
trón», dice Anaximandriles38.
Para Alexis, todas las esposas, indistintamente, son persona­
jes temibles, hasta el punto de que ser privado de los derechos
políticos es mejor que ser casado: en efecto, el que es atimos no
puede ser magistrado, ni mandar en otros, pero «si estás casado,
no puedes disponer ni siquiera de ti mismo»39.

4. CONCLUSIONES

De hecho, la mujer griega de la edad helenística es ciertamen­


te más libre que sus antepasadas. Ideológicamente, ya no está
confinada en el ghetto de su «naturalidad»: si bien con no pocos

164
La c a l a m id a d a m b ig u a

contrastes, los filósofos o, al menos, algunos de ellos, le recono­


cen dignidad de individuo. La literatura presenta personajes fe­
meninos nuevos y diferentes, y representa mujeres sensiblemen­
te más independientes, emprendedoras y activas. En algunas zo­
nas, las mujeres reciben una educación no diferente de la de los
hombres. En la escena política aparecen personajes femeninos
de relieve. Además de las reinas existen, aunque sea excepcio­
nalmente, mujeres que participan en la gestión del poder, como
magistrados. Existen poetisas y mujeres de cultura.
Y, sin embargo, en la literatura afloran, a veces, los lugares
comunes de la antigua misoginia. Pero quizá es justamente el
nuevo rostro de las mujeres y su presencia la causa de este as­
pecto de la cultura helenística.
Como ocurre siempre que las mujeres salen de los confines
tradicionalmente asignados a ellas, invadiendo campos conside­
rados dominio masculino y apropiándose de instrumentos inte­
lectuales o de poder, hay quienes reaccionan con los lugares co­
munes del anti-feminismo más fácil. Y, en efecto, la misoginia
helenística es diferente de la de las edades arcaica y clásica: no
es ya expresión de una sociedad que, excluyendo a las mujeres,
subraya su materialidad, pone el acento sobre su poder negati­
vo, teoriza su inferioridad. Es la misoginia más menuda de
quien ve vacilar las propias certezas y se defiende traduciendo
los antiguos prejuicios en una especie de «sabiduría popular»,
en una serie de banalidades y de preceptos de pretendido buen
sentido, que reproducen lugares comunes ya anacrónicos. Es,
en el fondo, la señal y la consecuencia de un hecho completa­
mente nuevo: por primera vez en su historia, los griegos tienen
que contar con la presencia de las mujeres.

165
E va C a n t a r e l l a

Notas

1. Sobre el helenismo véase W.W. T a r n - G.T. G r i f f i t h , Hellenistic Civi­


lization, Londres 1952 (3a éd.), trad. ital. La civiltà ellenistica, Florencia
1978 [Trad. esp. de J u a n JOSÉ U t r i l l a , La dvilizadón helenística, México
1969]; A. M o m ig u a n o , «Introduzione all’ellenismo», en Riv.stro.ital. 82
(1970)781ss. (=Quinto contributo, pp,1026ss), y Sagesses barbares. Les limites
de ¡’hellénisation, Paris 1980; AA.VV, La sodetà ellenistica y La cultura elle­
nistica, respectivamente volúmenes IV y V de Storia e dviltà dei Greci, Mi­
lán 1977; P. LÉVÊQUE, Πmondo ellenistico, Roma 1980.
2. Para una visión de conjunto de la cuestión (además de las contribuciones
más especificas citadas en las notas siguientes) cf. C. P r é a u x , «Le statut de
la femme à l’époque hellénistique, principalmente en Egypte», en La femme
(Recueils de la Sodété J. Bodin, IX), Bruselas 1959, pp.l27ss., y C. V a ttn ,
Recherches surle mariage et la condition de la femmemarié à l ’époquehellé­
nistique, Paris 1970. Más brevemente, pero también para poner de relieve las
nuevas y mejores condiciones, se ocupa del problema también M. A r t h u r ,
«Liberated» Women..., cit., pp.73ss. Sobre la condición de las mujeres en
Egipto, cf. J. PlRENNE, «Le statut de la femme dans l’ancienne Egypte», en
Recueils de la SociétéJ. Bodin, cit., XI, 1,1959, pp.63s.
3. /<7.4.2.62.
4. Cf. G. y L. R o b e r t, Bull. Epigr., 81, insc.170.
5. Inscr. Priene, n.208.
6. Sobre el tema (además de la contribución de la Profesora Préaux citada en
la nota 2) véase V. A ra n g io -R u iz , Persone e famiglia nel diritto dei papiri
(Pubbl. Univ. Cattol. S. Cuore, s. Π, vol. XXVI), Milán 1930; E. ZlEBARTH,
«Ehe im Recht der Papyri», en PWRESuppl., VO, 1940, col. 169, y J. MODRZE-
JEWSKI, «Droit de famille dans les lettres privées d’Egypte», en JJP 9-
10(1955-1956)339ss.
7. BGU 1052 y P. Giessen 2. Sobre el particular cf. R. TAUBENSCHLAG, The
Law of Graeco-Roman Egypt in the Light ofthe Papyri, Varsovia 1955.
8. POxy.1273 (260 a.C.) y P.Eleph 1 (113 a.C.). Cf. J. M o d rz e je w sk i,
Droit de famille..., cit., y R. TAUBENSCHLAG, «Die Materna Potestas im grâ-
ko-àgyptischen Recht», en Opéra Minora, Π, Varsovia 1959, pp.323ss.
9. Cf. C. PRÉAUX, Le statut..., cit., pp,143ss.
10. Ibid., p. 146.

166
La c a l a m id a d a m b ig u a

11. P.Oxy.91 (187 d.C.). Cuando el matrimonio cesa, no por muerte, sino por
divorcio, la obligación de alimentos recae regularmente sobre el padre. Cf.
P.Oxy.491, pp.óss. (Π see. a.C.); P.Oxy.26S. 19-26 (81-95 a.C.).
12. P.Oxy.iyi, col.Vn.1.12. Cf. C. PRÉAUX, Le statut.., cit., p. 63.
13. P.Oxy.744. Sobre el tema véase S.B. P o m e ro y , «Infanticide in Hellenis­
tic Greece», en Images..., cit., pp.207ss.
14. Cf. S.G. C o le , Colud Greek Women Read and Write?, cit., y las obser­
vaciones ya hechas a este propósito.
15. Cf. S.B. P o m e r o y , «The Education of Women in the Fourth Century
and in the Hellenistic Period», en AX4i/2(l 977)5 lss.
16. C. P r é a u x , Le statut..., cit., pp.171-172.
17. D i t t e n b e r g e r , SyUoge1, n.578.
18. Un perfil de Olimpiada aparece en Plu. A/ex2.
19. Cf. D.S. 19.67, y la reconstrucción del personaje hecha por G.H. MA-
CURDY, «The Political Activities and the Name of Cratesipolis«, en AJPh
50(1929)273ss.
20. Cf. G.H. M a c u r d y , Hellenistic Queens, Baltimore 1932, p. 125.
21. Sobre Cleopatra cf. E. W i l l , Histoire politique du monde hellénistique,
Π, Nancy 1967, pp.445ss.
22. D e nuevo G.H. MACURDY, Hellenistic Queens, cit., y también las obser­
vaciones de C. P r é a u x , Le statut.., cit., pp,134ss.; las de S.B. P o m e ro y ,
Diosas..., cit., pp.l31ss. de la trad, ital.; y ahora las de M. LEFKOWITZ, In­
fluential Women, cit.
23. Cf. A.W. GOMME - F.H. S a n d b a c h , Menander, A Commentary, Ox­
ford 1973, pp. 2 Iss.
24. Sobre los personajes de la Nea véase R. CANTARELLA, Letteratura greca,
cit., pp.396ss., y E. FANTHAM, «Sex, Status and Survival in Hellenistic At­
hens; a Study of Women in New Comedy», en Phoenix 29(1975)44ss.
25. A.Au. 1652, y K583ss.
26. Cf. A. KORTE, «Ménandros», en PWRE, XV, 1,1931, col. 720, y H.J. M e t­
t e , «Ménandros», en PWRE, Suppi, XU, 1970, col.854ss; A BORGOGNO, «As­
pis e eplikeros», en Riv. ital. Filol. elstruz. class. 2* ser. 98(1970)275ss.
27. Cf. E. K a r a b e l i a s , L’epiclerat attique, cit., pp.234 ss., y adem ás «L’épi-
clerat dans la com édie nouvelle e t dan s les sources latines», en Symposion

167
E va C a n t a r e l l a

1971, Vortráge zur gríechischen und heUenischen Rechtsgeschichte, Colonia


1971, pp.215ss., donde puede verse también la discusión sobre la posibilidad
de utilizar la Palliata roma como fuente de conocimiento del derecho helenís­
tico (y, en consecuncia, para utilizar sus noticias sobre la condición femenina
en esta época).
28. Men.Se.314-315.
29. Pap.Didot, ed. C. JENSEN, MenandriReliquiae, Berlín 1929, pp.132-133.
30.11.11-13, versión esp. de M áx im o B rio s o S A n ch ez (Bucólicosgriegos,
M adrid, Akal, 1986).
31.2.5.
32. Fragm.Grenfellianum, w.8-16. Sobre las mujeres en Teócrito véase aho­
ra F.T. G r i f f i t h s , «Home before Lunch: the Emancipated Women in
Theocritus», en Reflections..., cit., pp.247ss.
33. Comic. Attic. Fragm. ΙΠ, p. 1691, fr. 1109.
34. A.P. 7.455, versión esp. de M a n u e l F e rn A n d e z -G a lia n o . El autor
del epitafio es Leónidas, nacido en Tarento en tomo al 320-315 a.C.
35. A.P. 5.175, versión esp. de M a n u e l F e r n á n d e z - G a lia n o . Autor de la
invectiva es Meleagro, nacido en Gádara, en Siria, a finales del siglo Π a.C.
36. K.Iys.26-2%.
37. Herod.5.74-76, versión esp. de ANDRÉS POCIÑA. Sobre la misoginia de la
literatura helenística véase C. VATIN, Recherches..., cit., pp. 17ss.
38. Stob.68.1.
39. Stob.68.2.

168
Segunda Parte
Roma
Y in . LA HIPÓTESIS M ATRIARCAL

1. LA FASE PROTOAGRÍCOLA, EL SUPUESTO PODER DE


LAS MUJERES EN TERRITORIO ITÁLICO
Y EL MITO DE TANAQUIL

Se ha sostenido en el siglo XIX, y todavía se sigue repitiendo,


que también en el antiguo territorio itálico habrían existido or­
ganizaciones «matriarcales», situadas en particular en Liguria,
en Etruria y en algunas zonas de Lombardia.
Los argumentos, fijándose bien, no son diferentes de los uti­
lizados por los que defienden el matriarcado en Grecia. Se nos
dice que en la fase postagrícola las mujeres (convertidas en las
principales procuradoras de alimentos y las únicas conocedoras
de las técnicas agrícolas y de las otras técnicas relacionadas con
éstas, como la panificación, el tejido y la cerámica) adquirieron
un papel determinante en la vida de la comunidad, que llevó en
consecuencia a una afirmación de la «matrilocalidad» del matri­
monio, de la «matrilinealidad» de la descendencia y, según algu­
nos, a un auténtico y verdadero matriarcado1.
Pero también para el área itálica hay que repetir, a este pro­
pósito, las consideraciones hechas con relación a Grecia. En
primer lugar, el papel económicamente determinante adquirido
por las mujeres en la fase protoagrícola no está necesariamente
ligado a una presencia en el liderazgo del grupo, incluso conside­
rando las necesidades de defensa del grupo mismo, que por razones
fisiológicas no podían estar confiadas a las mujeres, condicionadas

171
E va C a n t a r e l l a

por su esencial función reproductora. Tampoco puede conside­


rarse prueba del poder social y político de las mujeres el preten­
dido dominio de una figura femenina, que como mucho puede
tomarse como señal de la dignidad social reconocida a la fun­
ción materna.
Pero, hechas estas premisas, intentemos ahora afrontar el
problema desde más cerca, comenzando por el análisis de las di­
vinidades femeninas tradicionalmente consideradas como señal
de una presencia matriarcal.
En los primeros siglos siguientes a la fundación de la ciudad
(que la tradición, como es sabido, coloca en el año 753 a.C.)2, la
religión de Roma honraba a una figura femenina cuya imagen
aparece en una serie de cultos: el de la Mater Matuta de Sátrico
(sobre el que volveremos), el de la diosa Feronia del monte So­
racte, el de Bona Dea, el de la Fortuna de Preneste y, en fin, el
de Tanaquil, por el que comenzaremos3.
¿Quién era Tanaquil? Identificada a partir de Bachofen como
una divinidad detrás de cuyo culto sería posible discernir una
imagen femenina poderosa, detentadora o, al menos, trasmisora
del poder real, análoga por sus características a la Potnia medi­
terránea, en realidad Tanaquil, en época histórica, era venerada
como una diosa doméstica, cerrada en el círculo de sus atribu­
ciones familiares, destinada a servir de modelo y ejemplo a las
matronae romanas.
Pero, según los defensores de la hipótesis matriarcal, esta
apariencia suya no sería más que el final de la transformación a
que la habría sometido la sociedad patriarcal en el momento de
su triunfo, como demostraría su historia, tal como aparece na­
rrada por Tito Livio.
Esposa del etrusco Lucumón, destinado a convertirse en rey
de Roma con el nombre de Tarquinio, Tanaquil era perita, ut
volgo etrusci, prodigiorum mulier*·, sabía, por consiguiente, in­
terpretar los prodigios. Y he aquí dos ejemplos de su capacidad.
Cuando subió al Janiculo con su marido, sentada en el carro a

172
La c a l a m id a d a m b ig u a

su lado, Tanaquil asistió a un prodigio: un águila descendió, pla­


neando sobre la cabeza de Lucumón, y le quitó el pilleum. Revolo­
teando sobre el carro como si cumpliese una misión divina, se lo
volvió a poner sobre la cabeza, y se alejó. Entonces Tanaquil inter­
pretó el prodigio: Lucumón sería rey por voluntad divina.
Segundo episodio. Algunos años más tarde, en la Regia, su­
cedió otro hecho singular. Mientras dormía un niño de la escla­
va Ocrisia (el futuro Servio Tulio), de repente su cabeza fue en­
vuelta por llamas. Acudiendo a los gritos de los que estaban
allí, Tanaquil impidió que se le echase agua para apagar el fue­
go. Y al despertarse el niño desapareció el fuego. De nuevo Ta­
naquil interpretó el presagio: el niño, dijo, será la luz y el sostén
de la Regia en momentos difíciles5.
Prescindamos ahora del otro acontecimiento milagroso, liga­
do a Servio Tulio: su nacimiento de Ocrisia y de un genio fálico,
entrevisto por ella en las llamas del hogar. Interesante para la
reconstrucción del personaje de Servio, el episodio en realidad
no tiene que ver directamente con Tanaquil. Volviendo a la his­
toria de ésta, Tanaquil no se limitó a interpretar los prodigios.
Contando con esta capacidad, tomó también otras iniciativas,
ciertamente desacostumbradas en una mujer.
A la muerte de su marido, víctima de una conjura palaciega,
animó a Servio a ocupar su puesto: «Tuyo es, Servio, si eres
hombre (si vireá), el trono, no de los que han cometido con ma­
nos ajenas el peor de los crímenes. Yérguete y sigue el camino
trazado por los dioses, que anunciaron tiempo atrás con una di­
vina aureola de fuego que sería gloriosa esta cabeza».
Y he aquí, en cumplimiento de su plan, a Tanaquil presen­
tándose al pueblo y arengándolo per fenestras in Novam viam
versas: «El rey —dice ella— no ha muerto. Se recuperará pron­
to. Entre tanto, es preciso obedecer a Servio»6. Así, durante al­
gunos días, Servio confirmó su autoridad. Y cuando la noticia
de la muerte del rey trasciende, toma el poder: praesidio firmo
m unitus primus iniussu populi, voluntate patruum regna vit 6b“.

173
E va C a n t a r e l l a

Prescindiremos de un rasgo muy interesante del relato, que


presenta como un tirano a Servio, el rey popularis por excelen­
cia. Aquí nos interesa tan sólo comprobar si la leyenda puede
considerarse como un elemento a favor de la hipótesis matriar­
cal o, al menos, matrilineal.
Pues bien, por lo que respecta a Tanaquil como matriarca
etrusca, creo que, después de los estudios de Momigliano, es
muy difícil seguir creyendo en ello. Como aquél ha puesto en
evidencia, en realidad Tanaquil no es una diosa, como preten­
día la escuela de historia de las religiones de Frankfurt (recuér­
dese, en particular, a W. Otto y F. Altheim), sino «una figura de
mujer sobre la que la tradición legendaria ha trabajado»: más
precisamente, la figura de una reina etrusca creada por la fanta­
sía romana.
Esto significa que, obviamente, Tanaquil no puede ser utilizada
para reconstruir la condición de las mujeres etruscas y que, por
consiguiente, al margen de sus capacidades adivinatorias, aqué­
llas no son matriarcas ni siquiera en la imaginación romana7.
Y vayamos al problema de la matrilinealidad. La leyenda de
Tanaquil, en particular, se aduce, junto con otras análogas, pa­
ra sostener que en Roma y en el Lacio el poder real se transmiti­
ría por línea femenina. ¿Cuáles son las otras leyendas? La más
conocida es la de Eneas, convertido en rey de Lavinio gracias a
su matrimonio con la hija del rey Latino.
Pero yo creo que, a propósito de esto, es suficiente una consi­
deración: el rey Latino no tenía hijos varones. Como se ha ob­
servado también recientemente, el matrimonio con el extranje­
ro, en estas leyendas, no tiene nada que ver con la «matrilineali­
dad». Como habían puesto ya de relieve los estudios de L. Ger-
net, no se trata de una regla dinástica sino, más simplemente, de
una estrategia matrimonial, puesta en práctica para evitar que
una determinada dinastía real se extinguiese. El papel de las
mujeres, bien mirado, es completamente irrelevante en estos ca­

174
La c a l a m id a d a m b ig u a

sos: en realidad, el poder solo se transmite de hombre a hombre,


en línea directa8.
Ni matriarcado ni matrilinealidad, por consiguiente, en Etru­
ria, por lo menos basándose en el mito de Tanaquil. ¿Debemos
considerar cerrado el tema? A n te de hacerlo, completémoslo
examinando más de cerca, en la medida en que nos es dado co­
nocerla, la condición de las mujeres etruscas.

2. LAS MUJERES ETRUSCAS.


CONDICIÓN Y SISTEMA ONOMÁSTICO

El griego Teopompo, en el siglo IV a.C., habla de la sorpren­


dente libertad de las mujeres etruscas, del cuidado que dedica­
ban a sus cuerpos, de su costumbre de participar en los banque­
tes junto con los hombres, de beber vino y, sobre todo, de criar
los hijos sin preocuparse de saber quien era su padre9, circuns­
tancia ésta última que, si fuese verdadera, podría en efecto ha­
cer pensar en una organización diferente de la patriarcal.
¿Pero qué valor podemos atribuir al testimonio de Teopom­
po? Considerando que el de la mujer griega era el único modelo
femenino posible (o, de cualquier modo, el mejor), se veía inevi­
tablemente arrastrado a interpretar mal lo que observaba o sen­
tía sobre otras mujeres y, por lo tanto, también sobre las muje­
res etruscas, de modo semejante a lo que ocurría cuando un ob­
servador ateniense describía las costumbres de las espartanas.
Todo lo que se puede deducir de su relato es que las mujeres
etruscas tenían una notable libertad de movimiento, por otra
parte claramente confirmada por la iconografía y por los monu­
mentos funerarios, donde aparecen representadas en actitudes
que revelan su papel social, en modo alguno despreciable. En la
familia presumiblemente no estaban sometidas a un poder total

175
E va C a n t a r e l l a

y absoluto como era, según veremos más adelante, el del pater­


familias romano.
A diferencia de las romanas, en efecto, las etruscas participa­
ban en los banquetes, permaneciendo echadas, y no sentadas
como las romanas que, además, eran admitidas sólo a la prime­
ra parte de la cena, durante la cual no se bebía vino; dentro de
poco veremos la razón de ello.
Como prueban los espejos encontrados en los sepulcros fe­
meninos (sobre los cuales se grababan nombres de divinidades y
figuras mitológicas), las etruscas eran, además, cultivadas, y sa­
bían leer y escribir. En resumen, nos hallamos ciertamente fren­
te a una sociedad en la que las mujeres gozaban de una cierta li­
bertad de movimiento y de un cierto prestigio. Pero nada más.
En el conjunto, parece posible concluir que las etruscas vivían
con gran dignidad y con notable libertad un papel que de todas
formas seguía siendo familiar10.
O, dicho de otra manera, compañeras sin duda honradas de
un hombre, estaban, sin embargo, sometidas en alguna medida
a él, como parece mostrar un famoso sarcófago, conservado en
el Museo de Villa Giulia en Roma, donde una mujer etrusca del
siglo VI, representada echada al lado de su marido, a la misma
altura, ofrece, ciertamente, la imagen de una mujer no someti­
da; pero, al mismo tiempo, es la imagen de una mujer devota, a
la cual el marido ofrece protección, ciñéndole los hombros. Y la
protección, como se sabe, es la otra cara del poder, es la recom­
pensa que, en una relación desigual, ofrece el que domina al que
acepta la subordinación.
La leyenda del poder femenino en Etruria parece, en suma,
que debe ser reconsiderada: si ciertamente no era una esclava,
no menos cierto es que la mujer etrusca no era una matriarca.
Descartada la hipótesis matriarcal, ¿es posible al menos en­
contrar trazas de una organización de tipo matrilineal, enten­
diendo por tal, como hemos ya señalado a propósito del proble­
ma análogo en Grecia, una sociedad en la que la pertenencia al

176
La c a l a m id a d a m b ig u a

grupo, el nombre y la herencia se transmitían por línea femeni­


na? La hipótesis encuentra un cierto número de defensores que
sobre todo la basan en la consideración de que los etruscos so­
lían señalar a las personas por medio del matronímico, es decir,
poniendo tras el nombre propio de una persona el de su madre,
en caso genitivo11. Pero, mirándolo bien, el uso del matronímico
no es suficiente para probar la descendencia perfoeminas.
Matrilinealidad significa, en efecto, «descendencia sólo por
línea femenina», así como patrilinealidad significa descendencia
sólo por línea masculina12. Ello conlleva, evidentemente, que en
el plano onomástico el reflejo de una sociedad matrilineal debe­
rá admitirse sólo donde las personas se distingan por medio de su ^
idiónimo y del nombre de la madre exclusivamente, sin referencia
alguna al del padre.
Pero, en Etruria, el matronímico (por otra parte, no siempre
presente) sigue regularmente a la indicación del padre. Un ejem­
plo: larís tam al velus clan ranthasc matunjal haima, donde el
matronímico matunial sigue a la indicación Velus clan, «hijo de
Velus»13. Y no es todo: en Etruria, los gentilicios, a lo largo de
los siglos VI y V, se formaron preferentemente sobre nombres
masculinos14.
Con estas consideraciones, todo argumento a favor de la ma­
trilinealidad basado en el sistema onomástico cae por su peso, y
las rarísimas inscripciones en las que un nombre es seguido sólo
por un nombre femenino en genitivo encuentran una explica­
ción muy simple: Vel Numnal, por ejemplo («Vel de Numni»,
nombre de mujer), querrá decir «Vel, esclavo Numni».
¿Existen además otros posibles argumentos en apoyo de la
hipótesis matrilineal? Entre los usados con más frecuencia está,
de nuevo, una referencia a Tanaquil, casada con Lucumón, hijo
de Demarato de Corinto: hecho éste que vendría a demostrar
que la ciudadanía se adquiría por vía materna.

177
E va C a n t a r e l l a

Ahora bien, la historia de Lucumón no solo no prueba en ab­


soluto esta circunstancia, sino que en su conjunto demuestra
más bien lo contrario.
Para casarse con una mujer etrusca, de hecho, no era necesa­
rio ser ciudadano. Los etruscos concedían con gran facilidad el
conubium a los extranjeros, como revela entre otras cosas preci­
samente la historia de Demarato de Corinto, padre de Lucu­
món, extranjero y prófugo en Tarquinia, al cual le fue concedi­
do casarse con una mujer de la ciudad.
Pero hay más. Después del matrimonio, según sabemos, Lu­
cumón emigró a Roma, y Livio explica las razones: su mujer,
summo loco nata, no se resignaba a ver disminuido su status a
causa del matrimonio, cosa que, evidentemente, ocurre sólo en
una sociedad patrilocal y por tanto patrilineal. Y así llegamos,
una vez eliminado también el pretendido testimonio de Livio, a
una rápida reseña de algunos de los restantes argumentos aduci­
dos por los defensores de la matrilinealidad. ¿De qué argumen­
tos se trata? Comencemos por el episodio de Espurina, joven
etrusco excellentis pulchritudinis. Demasiado bello, cuenta Va­
lerio Máximo, para no atraerse las miradas y los deseos de mu­
chas foeminae inlustres, y para no resultar, en consecuencia,
odioso a los padres y a los maridos de áquellas. Pero Espurina
era tan casto como bello. Para no provocar tentaciones a las
mujeres y no infundir demasiadas sospechas en los hombres, de­
cidió acometer un gesto heroico: si su excesiva belleza era la
causa de estos males, para acabar con todo el problema bastaba
con eliminarla; y he aquí que Espurina, ejemplo brillante de ve­
recundia, afeó con cortes su bellísimo rostro15.
Una historia verdaderamente singular, al menos a los ojos de
un romano. Por un lado, esas matronas emprendedoras, esas
mujeres totalmente carentes de pudor, descaradas hasta el pun­
to de empujar al pobre Espurina a la desesperación; por otro,
ese Espurina púdico, preocupado de no provocar demasiado los
deseos femeninos, ejemplo de aquella verecundia que hubiera

178
La c a l a m id a d a m b ig u a

debido ser, pero evidentemente no era, una virtud femenina.


Ciertamente la historia parece revelar una capacidad de iniciati­
va de las mujeres etruscas desconocida por parte de las roma­
nas. Pero la comprobación de una cierta iniciativa femenina,
como es evidente, no autoriza a suponer la existencia de un sis­
tema matrilineal. Como tampoco autoriza a suponerlo el conte­
nido de la nana que, según Persio, servía para hacer dormir a
los niños etruscos, con estas palabras:
Hunc optent generum rex et regina, puellae
hunc sapiant; quidquid calca verithic rosa fía t16.
Es cierto que a los niños etruscos se les deseaba que se casa­
sen con la hija del rey; pero nada autoriza a interpretar estas pa­
labras en el sentido de que con ello fuesen a convertirse en re­
yes. Lo que se le auguraba al niño, pura y simplemente, era un
futuro feliz. Y si para aumentar esta felicidad se le deseaba que
se lo disputasen las mujeres, todo lo que se podrá deducir de
ello será, de nuevo, y como mucho, que las muchachas etruscas
eran más emprendedoras que las romanas.
Concluyendo, según hemos puesto de relieve, todo lo que se
puede decir de las mujeres etruscas es que participaban de una
cultura social y jurídica diferente de la romana, que les consen­
tía una notable dignidad, una no menos notable libertad de mo­
vimiento y, presumiblemente, les garantizaba una serie de dere­
chos (por otra parte difíciles de precisar) y, probablemente, la
capacidad de ejercerlos libremente. Sin embargo, de matriarca­
do y matrilinealidad no hay traza alguna.

179
E va C a n t a r e l l a

3. OTOOS ARGUMENTOS E * APOYO I® LA fflPÓTEB MATRIARCAL:


LA COUVÁDE, LA TERMINOLOGÍA DE PARENTESCO,
EL CULTO DE MATER MATUTA Y EL TESTIMONIO
DE LOS ETNÓGRAFOS ANTIGUOS

Además del problema del poder femenino etrusco quedan


por examinar algunos indicios más que, de forma diferente y
con referencia a momentos y a zonas diversas, concurrirían a
demostrar la existencia de aquella sociedad matriarcal cuyas
huellas estamos siguiendo y que, a cada intento de verificación,
parece alejarse cada vez más del terreno de la realidad.
¿De qué argumentos se trata?
Comencemos por la couvade, esto es, por la práctica, en uso
entre muchas poblaciones «primitivas» (y, según se dice, entre
los antiguos itálicos)17, según la cual el padre, en el momento en
que la mujer pare, simula los dolores del parto: señal, según Ba-
chofen, de un intento masculino de adueñarse de aquella palan­
ca fundamental del poder que era la maternidad, expropiándo­
sela a las mujeres.
Incluso si se admite que la couvade estaba verdaderamente
en uso entre los antiguos itálicos (y prescindiendo de la dificul­
tad de demostrar la veracidad de una afirmación semejante), es­
to no significa de por sí la existencia de un momento de poder
femenino. De hecho la couvade puede interpretarse de forma
mucho más simple, como la expresión del deseo de participar en
un acontecimiento, cuya importancia fundamental para la co­
lectividad no implica detentación y ejercicio del poder por parte
de las mujeres. No es preciso decir que, actualmente, se conside­
ra generalmente como una de las numerosas prescripciones ri­
tuales y mágicas que en la vida de las sociedades «primitivas»
señalan los momentos de particular relieve18, cosa ésta que, si es
verdad, excluye que la couvade pueda considerarse prueba de la
historicidad del matriarcado. Ello permite, por lo tanto, pasar a
otro argumento con frecuencia invocado por los «matriarcalis-

180
La c a l a m id a d a m b ig u a

tas», representado por el pretendido encuentro de huellas de un


sistema clasificatorio en la terminología de parentesco romana.
Los sistemas de parentesco, como es sabido, pueden ser de
dos tipos: descriptivos o clasificatorios. Son descriptivos los sis­
temas en los que los términos de parentesco indican la relación
existente entre dos individuos. Son clasificatorios, en cambio,
aquéllos en los que la terminología no une sólo a dos personas,
sino un individuo a una serie de individuos, que son hermanos
entre sí. En los sistemas clasificatorios, para poner un ejemplo,
el término «padre» no indica sólo el progenitor, sino, junto a él,
todos sus hermanos (tíos, en el sistema descriptivo), y «madre»
no indica sólo la progenitora, sino todas sus hermanas.
Dicho esto, volvamos a nuestro problema. Los sistemas cla­
sificatorios, se dice, no son el resultado de una lógica abstracta,
sino el reflejo de relaciones sociales concretas, y en particular de
relaciones matrimoniales concretas. En otras palabras, son el
residuo de un sistema en el que, al practicarse el matrimonio co­
lectivo, todos los hermanos de un grupo eran los maridos de
una serie de hermanas, provenientes de un grupo diverso.
La terminología romana de parentesco, aun siendo descripti­
va, guardaría algunos restos de aquél sistema. Limitémonos a
un ejemplo. La lengua latina no conoce un término único para
«tío» y «tía», sino cuatro términos: patruus, matertera, amita y
avunculus. Patruus y marterera son el hermano del padre y la
hermana de la madre, es decir, los tíos paralelos, indicados por
dos términos que son respectivamente el alargamiento de pater
y mater, en el sistema clasificatorio, en efecto, el hermano del
padre es padre también él, y la hermana de la madre es madre
también ella. Amita y avunculus son, en cambio, la hermana
del padre y el hermano de la madre, es decir, los tíos cruzados.
Pero los términos con que se indican no son (como en el caso de
los tíos paralelos) alargamientos de mater y pater. Derivan res­
pectivamente de la raíz infantil ama (amita es, en efecto, térmi­
no de la lengua infantil) y de awos(avus), que indica el abuelo.

181
E va C a n t a r e l l a

Y esto tendría un significado bien preciso. En el sistema clasifi-


catorio, el hermano de la abuela materna (madre de la madre) y
el abuelo son indicados con el mismo término. ¿Por qué? Por­
que en una sociedad caracterizada por el matrimonio entre pri­
mos cruzados, abuelo es, en efecto, también el hermano de la
madre de la madre. Y, en consecuencia, si el hermano de la ma­
dre de la madre es avus, el hermano de la madre (a falta de otro
término de parentesco) puede ser llamado avunculus19.
Pero, ¿es suficiente esta constatación para probar la exis­
tencia de un poder femenino? La cosa es muy discutible. De he­
cho, desde hace tiempo los antropólogos han llegado a la con­
clusión de que no siempre y necesariamente la terminología de
parentesco es un reflejo de las relaciones sociales20.
Sólo en el caso de que tuviésemos otras pruebas del matrimo­
nio colectivo podríamos aproximar a ellas la consideración de
un uso lingüístico, de por sí carente de significado. Pero, bien
mirado, estas otras pruebas no existen.
Para comenzar, tomemos el culto de la M ater Matuta, consi­
derado uno de los indicios más consistentes.
En las fiestas en que se honraba a la diosa de este nombre,
cada mujer rogaba no por sus propios hijos, sino por los de sus
hermanas: señal evidente, se ha dicho, de una primitiva mater­
nidad colectiva de las hermanas, ninguna de las cuales estaba li­
gada a un matrimonio individual (entonces inexistente) y cada
una de las cuales, en cambio, era madre de todos los hijos naci­
dos en el seno del grupo21.
Pero las explicaciones de este rito pueden ser otras, diferentes
y más convincentes. Las mujeres que participaban en las Matra­
lia (fiesta del 11 de junio de cada año, en que se celebraba el cul­
to de M ater Matuta) realizaban en realidad dos ritos distintos:
el primero, consistente en introducir en el lugar del culto a una
esclava, que luego era arrojada a bofetadas y a varazos; el se­
gundo, consistente precisamente en amamantar al hijo de la
hermana.

182
La c a l a m id a d a m b ig u a

Partiendo de la comparación con la religión india, y de la


identificación de M ater M atuta con la Aurora (nótese la deriva­
ción del adjetivo m atutinus de Matuta), G. Dumézil ha inter­
pretado los dos ritos, respectivamente, como la victoria de la
Aurora sobre las Tinieblas, representadas por la esclava, y co­
mo el nacimiento y el crecimiento del sol. Aurora, en efecto, era
hermana de Noche (perteneciente al lado bueno del mundo, a
diferencia de las Tinieblas), y Sol era su hijo, que alcanzaba la
madurez gracias a la leche que le daba Aurora. En el culto de
M ater Matuta, por consiguiente, sería posible descubrir una an­
tigua mitología de la Aurora22. Al lado de ésta, son posibles
otras explicaciones que se han planteado, como, por ejemplo,
aquélla muy simple, pero también muy convincente, según la
cual el rito sería la representación de una práctica social. Siendo
muy frecuentes las muertes por parto, ocurría a menudo que los
recién nacidos, después de la muerte de la madre, eran amaman­
tados y criados por una de las tías maternas, que en consecuen­
cia contraían con el sobrino una relación particularmente afec­
tuosa; y al ser esta relación casi institucional, dada su difusión,
el rito del amamantamiento y la oración a Mater Matuta podría
explicarse, de nuevo, sin necesidad alguna de recurrir a la hipóte­
sis de la maternidad colectiva23.
Y veamos, por último, otro argumento, habitualmente cita­
do por los defensores del matrimonio de grupo, esto es, el testi­
monio de los etnógrafos antiguos.
Al describir los usos matrimoniales de los diversos pueblos,
Heródoto habla, entre otras cosas, de las relaciones entre los
dos sexos entre los masagetas, los nasamones, los agatirsos, los
auseos, los maclos y los gindanos.
De los masagetas dice que, aun siendo monógamos, usan
promiscuamente a las mujeres de otros.
De los nasamones cuenta que, siendo absolutamente promis­
cuos, acostumbran hacer públicas sus relaciones plantando un
bastón delante de la casa de la mujer. Igualmente promiscuos,

183
E va C a n t a r e l l a

dice, son los agatirsos, los auseos y los maclos, los cuales, cuan­
do un niño cumple tres años, deciden quién es el padre basán­
dose en el parecido. Por no hablar de los gindanos, cuyas mujeres
se ponen en el tobillo un anillo por cada hombre con que se aco­
plan y gozan de un prestigio proporcional al número de anillos24.
Pero, ¿es lícito a partir de esto remontar a un hipotético matri­
monio colectivo o, más genéricamente, a hipótesis gineeocráticas?
Bien mirado, los testimonios de los etnógrafos antiguos son
bastante poco merecedores de atención. En primer lugar por­
que, en realidad, son contradictorios.
Nicolás de Damasco, por ejemplo, atribuye a los libumios
los usos que Heródoto atribuye a los auseos, y a los galactófa­
gos (cuyo nombre homérico resulta no poco sospechoso) los
que Heródoto atribuye a los agatirsos25. Y no sólo esto: según
Estrabón, los que plantarían un bastón para dar publicidad a
sus relaciones no serían los nasamones, sino los masagetas y los
árabes26, que, en otro lugar, por lo demás, resultan simplemente
privados de mujeres27.
Como se ha observado con razón, en resumen, la imprecisión
de estas fuentes es tal que no consiente ni la identificación de los
pueblos a que se refieren, ni la certeza de que hayan existido.
Pero hay más: si nos fijamos, la descripción de Heródoto de los
pueblos situados en las costas orientales del Mediterráneo es, en
realidad, una representación simbólica: es la antítesis de Grecia.
No es casual, por lo tanto, que, tomando las relaciones entre
los sexos como parámetro, Heródoto describa emparejamientos
diferentes entre sí, pero reducibles a dos modelos: los empareja­
mientos promiscuos y polígamos por un lado, y los públicos por
otro. Cosa ésta última para un griego no menos «bárbara» que
un régimen de promiscuidad28.
Los usos descritos por Heródoto, para concluir, más que res­
ponder a la realidad, responden al deseo de proponer una ima­
gen de la realidad bárbara exactamente opuesta a la griega en

184
La c a l a m id a d a m b ig u a

suma, algo así como una imagen vista en el reflejo de lo que jus­
tamente se ha definido como «el espejo» de Heródoto29.
Llegados a este punto, ¿cómo valorar los testimonios de los
etnógrafos antiguos?
En primer lugar, es preciso recordar que no hablan jamás de
Roma, lo cual significa que en todo caso no es admisible utili­
zarlas para reconstruir la prehistoria de esta ciudad. Una vez ar­
chivada la idea del XIX de un desarrollo unilineal de la historia,
incluso en el caso de que fuesen dignas de crédito, estas fuentes
solamente podrían valer con relación a los pueblos cuyas cos­
tumbres describen.
Pero al margen de esto, se impone una consideración de ca­
rácter más general. Como escribe Pembroke, si bien en las fuen­
tes griegas aparece la palabra «ginecocracia», bien mirado «no
hay un solo caso en el que lo que los griegos designan con este
nombre —en Grecia o fuera de ella— pueda identificarse como
sistema matrilineal»30.
Para concluir, del llamado matriarcado o del sistema matrili­
neal no existe rastro tampoco en el área itálica. Y con esto po­
dría cerrarse ese tema, si no fuese extremadamente interesante e
instructivo, antes de abandonarlo definitivamente, recorrer al­
gunas etapas de lo que ya se ha convertido en polémica acadé­
mica, para poner en evidencia sus muchas implicaciones y sus
diversas utilizaciones políticas.

4. LAS ETAPAS FUNDAMENTALES DEL DEBATE SOBRE


EL MATRIARCADO Y SU SIGNIFICADO POLÍTICO

La demostración de la historicidad del matriarcado ha sido


considerada por algunos grupos feministas una batalla «políti­
ca» a llevar contra la historiografía y la antropología masculi­
nas, que negarían su existencia por razones de principio. La

185
E va C a n t a r e l l a

ciencia masculina y machista, ha sostenido por ejemplo Evelyn


Reed31, rechaza por principio el admitir que el matriarcado ha­
ya existido realmente, y ha reconstruido la historia antigua y la
realidad de los pueblos primitivos» de manera que no se pusie­
ra en discusión la idea de la sumisión de las mujeres, entendida
por lo tanto como natural, inevitable y eterna. Lo demuestra,
para poner un ejemplo, el caso de Malinowski, que, después de
haber recogido entre los trobriandeses una organización matri-
lineal, se resistió a admitir que esta organización era el residuo
de una sociedad matriarcal en tránsito hada el patriarcado. En
consecuencia, al tener que dar constancia del hecho de que, en­
tre los trobriandeses, el papel paterno no era asumido por el
marido, avanzó la hipótesis de que este papel no correspondía
de todas formas a la madre, sino al tío materno, es decir, siem­
pre, y del modo que fuese, un hombre. Pero esta tesis, sostiene
Evelyn Reed, tiene la finalidad evidente de confirmar la inevita-
bilidad y la eternidad de la opresión sobre la mujer; y, por lo
tanto, hay que rechazarla32.
A mí, sin embargo, me parece que es un error total pensar
que quien cree en la historicidad del matriarcado es feminista, y
quien no cree «machista». Para convencerse de ello bastará pen­
sar que entre los defensores del matriarcado ha habido auténti­
cos «teóricos» de la inferioridad femenina, entre los cuales apa­
rece, en primer lugar, el propio Bachofen.
La hipótesis de fondo del M utterrecht es, de hecho, la si­
guiente: el momento en que las mujeres tienen el poder no es el
más alto de la organización social. Aunque representa un pro­
greso con respecto a la fase precedente del «heterismo» (o «afro-
ditismo»), caracterizado por la total libertad sexual, el matriar­
cado es inferior al patriarcado porque concede la preponderan­
cia al «principio femenino» y no reconoce la superioridad del
masculino. El principio de la maternidad es común a todas las
especies animales: ligado de modo inmediato al nacimiento, re­

186
La c a l a m id a d a m b ig u a

sulta de tipo natural. La paternidad, en cambio, tiene carácter


espiritual, y al tomar fuerza como tal, eleva el espíritu humano33.
Posteriormente, es cierto, hubo quien aceptó la tesis matriar­
cal desde una óptica totalmente diferente. El marxismo (y en
particular Engels) vio la pérdida de poder de las mujeres como
una consecuencia del nacimiento de las clases y del Estado, des­
tinada a ser superada por el desarrollo del comunismo, en el
que la mujer recobraría la dignidad y los derechos perdidos34.
Algunos estudiosos de las estructuras psíquicas, y en particu­
lar Wilhelm Reich, han señalado en la aparición del patriarcado
el momento de paso de una sociedad sexualmente libre a otra
sexualmente reprimida: en otras palabras, han negado que el
patriarcado fuese superior al matriarcado35.
Pero al lado de estas interpretaciones ha habido otras, muy
difíciles de conciliar con una perspectiva feminista, como la de
Emest Jones, por ejemplo, según el cual las sociedades con de­
recho materno (supervivencia de un momento en el que se igno­
raba el papel masculino en la procreación) serían sociedades
que se defenderían del complejo de Edipo negando el papel pa­
terno, desboblando al padre primitivo en un padre tolerante y
en un tío moralista y severo, hacia el que se dirigiría la relación
amor-odio. Las sociedades con derecho paterno, en cambio, no
rechazarían, sino asimilarían, el complejo de Edipo: por lo tan­
to, el paso al patriarcado representaría el progreso más impor­
tante de la historia de la humanidad36. Por último, aceptaron la
hipótesis matriarcal verdaderos y auténticos teóricos del racis­
mo étnico y sexual, como Julius Evola, según el cual el matriar­
cado llevaría a la historia del mundo pre-ario y no ario, y el pa­
triarcado, en cambio, al mundo ario; además, según él, la obra
de Bachofen debería leerse como una advertencia proverbial
contra el peligro de un retomo al matriarcado, cuyas escaramu­
zas podían percibirse: «la nueva mujer masculinizada, deportiva
y garçonne, la mujer que se consagra a un desarrollo unilateral
del propio cuerpo, que traiciona la misión normal que le espera

187
E va C a n t a r e l l a

en una sociedad de tipo viril, que se emancipa, se independiza y


hasta irrumpe en el campo político»37.
Podríamos aportar más ejemplos, pero tal vez sean suficien­
tes los expuestos: sostener la historicidad del matriarcado no es
necesariamente una posición progresista, ni tampoco feminista
en sí misma. Si es de verdad cierto que el debate sobre el poder fe­
menino no ha sido nunca «neutro», sino que ha asumido siem­
pre connotaciones políticas o, en todo caso, manifiestamente
ideológicas, también lo es que estas connotaciones han sido, y
pueden ser, de signo opuesto.
Reconocer que no existen pruebas históricas de la existencia
de un matricarcado en Grecia y en Roma no significa pensar
que la organización patriarcal sea la única posible. Equivale a
decir, de modo mucho más sencillo, que la sociedad griega y la
romana, desde el momento en que es posible reconstruir sus ras­
gos, han sido patriarcales, sabiendo, eso sí (cosa que ya es patri­
monio común), que al ser el patriarcado una de las diversas or­
ganizaciones sociales posibles, la subaltemidad femenina no es
ni inevitable, ni natural, ni eterna.

Notas

1. Además de la bibliografía ya citada sobre el tema, con referencia particu­


lar a la Liguria véase E. SERENI, Comuaitá rurali nell’Italia antica, Roma
1955, y para Etruria el párrafo siguiente.
2. Sobre los orígenes de Rom a, véase A. M o m ig lia n o , «An Interim Report
on the Origins of Rome», en JRS 53(1969)95ss. (= Terzo Contributo, pp.
595ss.); A. A lf Ol d i , Early Rome and the Latins, Arm A rbor, 1965; R.M .
OGILVIE, Early Rome and the Etruscans, Londres 1976, versión esp. de An a
G o l g a r , Roma Antigua y los Etruscos, M adrid 1981. P ara un panoram a de
la literatura más reciente, La dttà antica. Guida storica e critica, al cuidado
de C. AMPOLO, Barí 1980.

188
La c a l a m id a d a m b ig u a

3. Sobre las divinidades femeninas en Roma y sobre sus cultos véase G. DU­
MÉZIL, Déeses latines et mythes vediques, Bruselas 1956, y La religione ro­
mana arcaica, trad, it., Milán 1977, pp.57ss., y 261ss.; J. G a g é , Matronalia,
Bruselas 1963; G. R a d k e , Die GôtterAltitaliens, Münster 1965, y el clásico
G. WiSSOWA, Religion undKultus derRômer, Munich 1912 (2* éd.).
4. Liu.1.34. Cf. D.H.4.47.
5. Liu.1.39. Cf. D.H.4.2.
6. Liu.1.41 (Dionisio se calla sobre el particular).
6 bis. Liu.1.41: «con el apoyo de una fuerte guardia, fue el primero que reinó
sin mandato popular, por acuerdo del senado», versión esp. de ANTONIO
F o n t á n (TitoLivio, librosIyΠ, Madrid, C.S.I.C., 1987).
7. A. M o m ig lia n o , «The figure miüche: Tanaquilla, Gaia Cecilia e Acca
Larenzia», en Quarto contributo alia storia degli studi classid e del mondo
antico, Roma 1969, pp.455ss.
8. Y. THOMAS, «Mariages endogamiques à Rome. Patrimoine, pouvoir et
parenté dans l’époque archaïque», en i?ÆZ3F58(1980)345ss. Vuelve a propo­
ner en cambio la hipótesis de la transmisión del poder real a través del matri­
monio con la hija del rey A. B o rg h in i, «Elementi di denominazione matrili-
neare alie origini di Roma: logica di una tradizione», en curso de impresión
en M.D. Materiali e discussioniper l’analisi dei testi classid, que, partiendo
de la leyenda de Eneas en el Lacio y moviéndose a lo largo de la linea trazada
por J.G. FRAZER, tiene en perspectiva la hipótesis según la cual el grupo que
obtenía mujeres procedentes de otro (ya se tratase de una sola, como en el ca­
so de las hijas del rey, o de un grupo de mujeres, como en el caso de las sabi­
nas) habría renunciado en cambio a su nombre, asumiendo la denominación
matrilineal.
9. Theop. apud Ath.12.5170-5183.
10. Sobre la mujer etrusca véase L. B o n f a n te W a r r e n , «The W omen o f
Etruria», en Arethusa 6.1(1973)9Iss. que, si bien excluye que la sociedad
etrusca fuese «matriarcal» en el sentido que quería Bachofen, pone sin em­
bargo de relieve el alto prestigio social disfrutado por la mujer; y, además, de
la misma autora, «Etruscan Women: a Question o f Interpretation», en Ar­
chaeology 26(1973)242ss., y «Etruscan Couples and their Aristocratic So­
ciety», en Reflexions..., cit., p.323; M. SORDI, «La donna etrusca», en Miso­
ginia emaschüismo in Greda ea Roma, cit., pp.49ss., que, si bien excluye el
m atriarcado, habla de «descendencia matrilineal».

189
E va C a n t a r e l l a

11. Entre éstos me limitaré a citar aquí a S. MAZZARINO, «Le droit des
Etrusques», en Iura 12(1961)24ss., en particular pp.35ss., que, partiendo de
la hipótesis del origen oriental de los etruscos, relaciona sus usos onomásti­
cos con los análogos de los licios y con los testimonios provenientes de la isla
de Lemnos, donde todavía en el siglo IV se solía indicar la descendencia a
través del nombre del tío, y no el del padre.
Pero, prescindiendo de toda discusión sobre el origen de los etruscos,
que ciertamente no es posible afrontar aquí, y admitiendo, incluso, su ori­
gen oriental, la hipótesis de un derecho materno oriental es hoy difícilmente
aceptable. Baste recordar aquí los ya citados estudios de S. P e m b ro k e so­
bre la etnografía antigua, así como sus investigaciones sobre las inscripcio­
nes licias, en las cuales en realidad no es posible encontrar resto alguno de
matrilinealidad: cf. «Last of the Matriarchs: a Study in the Inscriptions of
Lycia», en Journal of the Economic and Social History of the Orient
8(1965)217ss.
De descendencia por línea femenina en Etruria habla también, reciente­
mente, Μ . SORDI, «La donna etrusca», en Misoginia emaschiüsmo in Gre­
da e a Roma, cit., pp.49ss.
12. Cf. R. Fox, Kinship andMarriage(1967), trad. it. Laparentela e il matri­
monio, Roma 1973, p.51.
13. CIE 5904, en Μ. C r is to f a n i , Introduzione alio studio dell’etrusco, Flo­
rencia 1977, p. 126.
14. C om o observa Μ. CRISTOFANI, op.cit., pp. 17ss.
15. Val.Max.55.5ext. 1.
16. Pers.2.37-38: «Que lo anhelen por yemo el rey y la reina, que los mucha­
chos se lo disputen; que dondequiera que pise nazcan rosas», versión esp. de
R o s a r i o C o r t é s (Persio, Sátiras, Madrid, Cátedra, 1988).
17. E. SERENI, Comunitá rurali,.., cit., p.262.
18. Cf. Matriarcato e potere delle donne, al cuidado de I. M a g li, Milán
1978, p.61.
19. Así últimamente G. F r a n c io s i, Clan gentilizio e strutture monogami-
che, Nápoles 1978, pp.239ss. Pero en sentido diferente véase O. SZMERENYI,
«Studies in the Kinship Terminology of the Indoeuropean Languages», Acta
Iranica 16(1977)159ss., y Ph. MOREAU, «La terminologie latine et indoeuro-
péene de la parenté et le système de parenté et d’alliance à Rome: question de
méthode», en REL 56(1978)41ss., según los cuales la terminología latina no
presentaría ningún elemento dasificatorio. Y véanse también mis consideracio-

190
La c a l a m id a d a m b ig u a

nes en «Storia del diritto e antropología della gens romana», en Labeo


28(1982)322ss.
20. Bastará con recordar los nombres de J.F. M c L e n n a n y A. K r o e b e r ,
que se ocuparon del problema respectivamente en Primitive Marriage, Edin-
burgo 1865, y en Classifícatory System ofRelationship (1909) = The Nature
of Culture, Π, 19, pp,175ss., trad. it. La natura della cultura, Bolonia 1952,
pp.311ss.
21. De nuevo G. F r a n c io s i, op.at., pp.222ss.
22. Cf. G . DUMEZIL, Déesses latines et mythes védiques, cit., pp.9ss., y La
religionesromana arcaica, cit., pp.57ss.
23. Cf. Μ. Β ε γ π ν ι, «Su alcuni modelli an tropologici della Roma piú arcai­
ca: designzaioni linguistiche e pratiche culturali«, I y Π, en MD. Materiali e
discussioniper l ’analisi dei testi classici l(1978)123ss. y 2(1979)9ss. Otras ex­
plicaciones en J. G agé, Matronalia, cit., y en F. CASTAGNOLI, «D culto della
Mater Matuta e della Fortuna nel foro Boario», en StudiRomani 27(1979)
145ss.
Sobre la inscripción descubierta el 13 de octubre de 1977 en el santuario
de la diosa en Satrico (y publicada en Lapis satricanus. Arcbaelogical, Epi-
graphical, Linguistic and Historical Aspects of the New Inscription from
Satricum = Scripta minora V del Instituto Holandés de Roma, 1980), véase
M. GUARDUCCI, «L’epigrafe arcaica di Satricum e Publio Valerio», en
Rendic. Accad. Lincei, el. se. mor., stor. efilol. 35(1980)479ss.
24. Cf. Hdt.1.216.1 (masagetas); 4.172.2-3 (nasamones); 4.104 (agatirsos);
4.180 (auseos y maclos); 4.176 (gindanos).
25. Respectivamente FGrHist. 90 F 103 (D), y FGrHist. 90 F 104 (3).
26. Str.7.3.4.
27. Str.7.4.3, para los masagetas, y 16.4.25, paralos árabes.
28. S. P e m b ro k e , Women in Charge..., cit., p.5. Sobre Heródoto y las muje­
res véase también V. A ndÔ , «La comunanza delle donne in Erodoto», en
Pbilias charin, Studi E. Manni, I, Roma 1980, pp.85ss., y C. DEWALD, «Wo­
men and Culture in Herodotus’ Histories», en Reflections..., cit., pp.91ss.
29. F. H a r t o g , Le miroir d’Hérodote. Essai surla représentation de l’autre,
Paris 1980.
30. S. P e m b ro k e , Women in Charge..., cit., p.25.
31. E. R e d d , Sesso contro sesso o classe contro classe?, Roma 1973; «In De­
fence of Engels on Matriarchy», en Feminism and Socialism, Nueva York

191
E va C a n t a r e l l a

1972, y L’evoluzione délia donna, Milán 1980. Entre las defensoras del ma­
triarcado citaremos a E. ACWORTH, TheNewMatriarchy, Londres 1965.
32. El interés político de los grupos feministas por el problema ha llevado a
la creación de centros de estudio como el Matriarchy Study Group (Flat 6,
Guilford Street, London WC 1) y TheFoundation for Matriarchy, P.O. Box
271, Pratt Station, Brooklyn, New York 11205.
33. Véase, con más profundidad, mi «Introduzione» a J. J. B a c h o fe n , Πpo-
tere femminile, cit., pp.lOss., y después «J.J. Bachofen tra storia del diritto
romano e scienze sociali», en Sodologia del diritto 3(1982)11 lss. = Presenta-
ήοηβ di J.J. BACHOFEN, Introduzione al diritto materno (al cuidado de E.
Cantarella), Roma 1983.
34. F. E n g e ls , L’origine délia famigüa, délia propietà privata e dello Stato,
Roma 1963 (4* éd., en particular cf. la «Prefazione», p.41).
35. W. REICH, L’imizione délia morale sessuale coercitiva, Milán 1972.
36. E. Jo n e s, en Saggidipsicoanalisiapplicata, Π, Rimini-Florenda 1972.
37. J. E v o la , Introduzionea. Lemadriela virilità olímpica, Milán 1949, ρ.16.

192
DC LA ÉPOCA MONÁRQUICA Y LA REPÚBLICA

1. LA RELIGIÓN, LAS REGLAS JURÍDICAS


Y LA ESTRUCTURA DE LA FAMILIA ROMANA

A partir del momento en que es posible seguir sus avatares,


la organización familiar romana se presenta como una organi­
zación fuertemente patriarcal, en cuyo interior no es posible
descubrir traza alguna de una condición femenina diferente de
la sujección a un cabeza de grupo masculino, y de un papel fe­
menino diferente del doméstico.
Desde las primeras manifestaciones que nos es dado conocer,
el derecho de Roma está caracterizado por un auténtico super-
poder del cabeza del grupo familiar, al que estaban sometidas
las mujeres del grupo (al igual que le estaban sometidos, por lo
demás, los hijos machos y los esclavos), de manera que, como
veremos más adelante, ni siquiera les estaba garantizado el de­
recho elemental de la supervivencia. Y este poder familiar se
manifestaba, sobre las mujeres, en una serie de imposiciones y
controles a las que estaban sometidas a lo largo de toda su vida,
rigurosamente organizada con vistas al fin primordial de la re­
producción del grupo.
Cuando no era expuesta después de su nacimiento (cosa que,
como veremos, ocurría con frecuencia), la muchacha romana se
destinaba a un matrimonio muy precoz, y, con el matrimonio,
pasaba a la familia de su marido, donde se encontraba de nuevo
sometida a un poder familiar, no menos pesado que el que tenía

193
E va C a n t a r e l l a

sobre ella el pater originario. Pero sobre esto también volvere­


mos en el apartado siguiente. Lo que nos interesaba señalar
aquí es que, antes incluso que por las normas juridicas, el inexo­
rable y exclusivo destino de las mujeres a la reproducción se re­
velaba, en Roma, en algunas de las más antiguas ceremonias de
la ciudad.
¿Cuáles son éstas? En primer lugar, el culto al dios Tutunus
Mutunus (el Príapo griego), durante el cual la esposa debía si­
mular la unión con el dios, cabalgando sobre su fascinus, esto
es, el órgano reproductor. O, también, la ceremonia de los Lu­
percalia (que todavía en época republicana se celebraba cada 17
de febrero), durante la cual hombres desnudos (los Luperci), ar­
mados con correas de piel de cabra, fustigaban a las mujeres pa­
ra combatir su esterilidad1. Y eso no es todo; en realidad, bien
mirado, son precisamente los cultos de las antiguas divinidades
femeninas los que muestran de la forma más evidente cuál era el
papel de la mujer.
Representada con frecuencia en el acto de amamantar, la di­
vinidad femenina era venerada en tanto que representación y
símbolo de la mujer fiel a sus deberes domésticos, como mues­
tra claramente el ya recordado culto de Tanaquil, cuya estatua
estaba expuesta en el templo de Semo Sancus o Dius Fidius, te­
niendo a su lado el huso y la devanadera, instrumentos de la
función típicamente femenina del hilado y el tejido.
La diosa romana, en sus varias formas, era por tanto muy di­
ferente de la Potnia, la Gran Madre Mediterránea, símbolo de
la libertad sexual y del poder de reproducción femenino. Por el
contrario, era la divinización de una imagen en la que la fun­
ción materna (si bien honrada, por su obvia esencialidad) que­
daba restringida a un papel exclusivamente interno en el círculo
de un grupo familiar, sometido al poder ilimitado de un pater­
familias. Y es a partir de las características de este grupo y de la
extensión de los poderes de su cabeza como intentaremos descu­

194
La c a l a m id a d a m b ig u a

brir, por lo tanto, las condiciones de vida de las mujeres roma­


nas en los primeros siglos de la ciudad.
En los siglos iniciales de su historia, el derecho romano con­
sideraba sujetos de pleno derecho sólo a los ciudadanos (ma­
chos) cabezas de un grupo familiar. Las mujeres, incluso cuan­
do no estaban sometidas al poder de un cabeza de familia, te­
nían una capacidad limitada, en primer lugar, por el hecho de
no ser titulares de derechos políticos (hecho considerado tan na­
tural que ni siquiera se recuerda en los tratamientos sobre este
asunto) y, en segundo lugar, por el hecho de poder ejercer los
derechos civiles solamente con el consentimiento de un «tutor».
Pero sobre esto volveremos más adelante, después de examinar
su condición en el interior del grupo familiar.
En el derecho romano, la familia era algo muy diferente del
grupo que actualmente designamos con este nombre. En efecto,
en Roma se llamaba familia a un grupo de personas, para decir­
lo con el jurista Ulpiano, sujetas natura autiursal poder del pa­
ter familias, es decir, un grupo de personas cuya su m isión a un
cabeza común derivaba solo para algunos (hijos y descendien­
tes) de la naturaleza, mientras para otros (esposa y esclavos) de­
rivaba del derecho2. El pater era un señor incontrovertible y
absoluto, titular de un poder cuya extensión era ilimitada, hasta
tal punto que comprendía la titularidad del derecho de vida y de
muerte (ius uitae ac necis) sobre todos los sometidos. Este po­
der paterno (que en los orígenes parece que era unitario y se lla­
maba mancipium ) desde la época más remota estaba articulado
de maneras diversas, denominadas de forma distinta según las
personas sobre las que se ejercitaba: la manus, que atañía al po­
der del pater sobre su esposa o sobre las esposas de los descen­
dientes; la patria potestas, a la que estaban sometidos todos los
descendientes, tanto machos como hembras; y, por último, la
dominica potestas sobre los esclavos y las esclavas, considera­
dos elementos del patrimonio familiar.

195
E va C a n t a r e l l a

2. LAS ESCLAVAS Y SUS HDQS: ¿SON «FRUTOS»?

Es evidente que, entre las mujeres que vivían en Roma, las


que se encontraban en la peor condición, la más dura e inhuma­
na, eran las esclavas.
Jurídicamente consideradas «objeto» y no «sujeto» de dere­
cho (por lo demás, de la misma manera que los esclavos ma­
chos), las esclavas se destinaban a las tareas más pesadas: lim­
pieza, molienda del grano, cultivo de los campos. Pero, en com­
paración con los machos, tenían un deber ulterior: el de estar a
disposición de los miembros machos de la familia siempre que
éstos, como ocurría con frecuencia, prefiriesen mantener sus re­
laciones sexuales extramatrimoniales con las esclavas de casa
antes que con prostitutas.
En este sentido, parece casi superfluo decir que las esclavas
no podían casarse: al no tener el conubium, es decir, la capaci­
dad de contraer iustum matrimonium, su relación con un hom­
bre, aunque fuese duradera y de naturaleza conyugal por sus in­
tenciones, era sólo vina relación de hecho. Cuando estaban uni­
das a un hombre de condición servil también él, como ocurría regular­
mente, su unión (que se llamaba contubernium, y no matrimonium)
podía ser interrumpida en cualquier momento por el patrón, si se le
ocurría vender a uno de los dos convivientes. Y para terminar,
como consecuencia inevitable de cuanto hemos visto, las escla­
vas no tenían derecho alguno sobre los hijos, que estaban bajo
la dominica potestas del patrón, también ellos en condición de
esclavos.
Sintomática, y para nosotros increíble, es la cuestión que los
juristas romanos se plantearon en diversas ocasiones a este res­
pecto: ¿el hijo de una esclava debe o no ser considerado un «fru­
to»? Para comprender el sentido de la pregunta, es necesario
pensar que jurídicamente no son «frutos» solamente los de los
árboles, sino todos los productos autónomos de una cosa, como
la leña de los bosques, la leche, la lana o los hijos de los gana­

196
La c a l a m id a d a m b ig u a

dos, etc. Y los frutos, en el derecho romano, pertenecían al pro­


pietario de la cosa-madre, a menos que ésta hubiese sido dada
en usufructo, en cuyo caso, por el contrario, pertenecían al titu­
lar de éste (usufructuario). La cuestión, por lo tanto, no era sólo
de naturaleza académica. También la esclava, como una cosa,
podía ser dada en usufructo, y sus hijos, en este caso, en cuanto
«frutos», según los principios del ius ciuile corresponderían al
usufructurario. Pero eran «frutos» demasiado preciosos para
que el patrón de la esclava pudiese aceptar el perderlos: he ahí,
por lo tanto, la auténtica razón del debate. En interés de los
propietarios, era mejor establecer que la esclava no era una cosa
fructífera, como hizo, por ejemplo, en el siglo II a.C. el jurista
Bruto. Pero hacer valer este principio fue tan difícil y el debate
que siguió fue tan largo que todavía se encuentra traza de él en
pleno siglo Π d.C., en las obras de Gayo3.
Éstos son, pues, los rasgos fundamentales de la situación ju ­
rídica de las esclavas, por lo demás suficientes, en su esquemati-
cidad, para ofrecer una idea bastante clara de sus condiciones
de vida.

3. LAS MUJERES UBRES Y LOS PODERES DEL PATERFAM ILIAS:


LA PATRIA POTESTAS AYER Y HOY

La condición de las mujeres libres se caracterizaba a su vez


por la sumisión a un hombre que, si no era un patrón en sentido
jurídico, lo era por otra parte de hecho: el pater familias. Pero
para comprender a fondo la amplitud de los poderes que el pa­
ter podía ejercitar sobre la mujer es necesaria una breve digre­
sión sobre la naturaleza de la patria potestas.
Como resulta evidente después de lo que hemos dicho sobre
la familia, la patria potestas romana, a pesar de la identidad del
nombre, era algo muy diferente de la actual potestad que con­

197
E va C a n t a r e l l a

cierne a los padres sobre sus hijos. Y no sólo porque hoy esta
potestad corresponde, en muchos países, a los dos genitores
conjuntamente, y no sólo al padre4, sino también y sobre todo
. porque la potestad de los genitores sobre los hijos es concebida
hoy como una institución de protección, destinada a integrar la
capacidad in fieri del hijo menor de edad. En otros términos,
está establecida en interés de éstos, mientras que la patria potes-
tas era una institución potestativa y perpetua.
Manifestación de una posición de absoluta supremacía del
pater, la patria potestas, por lo tanto, duraba tanto como la vi­
da del pater, con independencia de la edad de aquéllos que esta­
ban sometidos a ella. Al morir el pater, se liberaban de la patria
potestas sólo los descendientes directos, es decir, los hijos y los
hijos de los hijos, si el padre natural de éstos había muerto an­
tes. Todos los demás pasaban a estar bajo la potestas de éstos,
convertidos en nuevos patres familias. En resumen, en Roma
estaba libre de la patria potestas solamente quien no tenía as­
cendentes.
Dicho esto, veamos cuál era la condición de los que estaban
sometidos a la potestad y, en particular, de las mujeres.
Si seguimos en el tiempo la vida de un filius familias, vemos
que el primer poder que el pater podía ejercitar sobre él era el de
«exponerlo». En el momento del nacimiento, con gesto muy sig­
nificativo, los recién nacidos, fuesen machos o hembras, eran
depositados a los pies del pater, que podía a su elección y sin
ninguna necesidad de explicar las razones levantarlos del suelo,
tomándolos en brazos, y con esto aceptarlos en familia (tollere
o suscipere Jiberos), o bien dejarlos donde habían sido puestos,
y por tanto librarse de ellos abandonándolos a su propia suerte,
sobre las aguas del río o en otros lugares en los que estaban des­
tinados a morirse de frío o de hambre. Pero cuando se trataba
de una hija hembra, la ceremonia era diferente, y el padre, si no
quería exponerla, tenía que ordenar explícitamente que fuese
alimentada.

198
La c a l a m id a d a m b ig u a

Por lo tanto, es a partir del momento del nacimiento cuando


las mujeres eran discriminadas: sobrevivir, para una hembra,
era más difícil que para un macho.
La circunstancia (que, por otra parte, se encuentra en todas
las poblaciones que practican la exposición de los recién naci­
dos, como se ha visto ya a propósito de Grecia)5es confirmada
por una disposición de ley atribuida a Rómulo. Los ciudadanos
romanos que exponían a los hijos machos, o también los que
exponían a la hija hembra primogénita, había establecido Ró­
mulo que fuesen castigados con la confiscación de la mitad del
patrimonio6. La razón de esta norma es evidente: el interés co­
lectivo en que la población no se viese diezmada. Pero el límite
puesto al derecho de exponer a las hembras era, en realidad,
muy blando. Dado que la mujer romana, en ausencia de contra­
ceptivos eficaces, a lo largo de su vida paría un número de hijos
elevado, frente a la primogénita, cuya vida era salvaguardada
por esta regla, más de una hija segundona quedaba a merced de
una costumbre que la condenaba a una muerte si no inexorable,
al menos muy probable. E incluso en la hipótesis más afortuna­
da de que salvase la vida, era condenada, sin embargo, a una vi­
da en modo alguno feliz.
La posibilidad de salvación de un recién nacido expuesto, co­
mo es evidente, estribaba en el hecho de que alguien lo recogie­
se. Y, regularmente, esto ocurría por razones no filantrópicas
precisamente. Recoger un recién nacido, sobre todo si era de se­
xo femenino, podía ser una óptima inversión económica. Cria­
da en la casa, y utilizada desde la más tierna edad para los tra­
bajos domésticos, al hacerse joven podía ser vendida, sacando
una ganancia nada despreciable, a quien la comprase para utili­
zarla como esclava, o, con mayor frecuencia, para destinarla a
la prostitución.
Pero veamos ahora cómo era la vida de las ñliae que escapa­
ban a la dura suerte de la exposición.

199
E va C a n t a r e l l a

Prescindamos también del hecho de que los hijos, nietos y ul­


teriores descendientes podían en cualquier momento ser vendi­
dos por el pater, y en este caso se encontraban en casa del com­
prador en una condición formalmente distinta de la esclavitud,
llamada causa mancipii, pero de hecho idéntica a ella. Encon­
trarse en causa mancipii, en realidad, no era una situación caracte­
rística de la condición femenina, sino una consecuencia de la sumi­
sión a la patria potestas, en este aspecto idéntica sobre las hembras
y sobre los machos. Sumisión dura, evidentemente, y sólo en míni­
ma parte mitigada por la disposición de las Χ Π Tablas, según la
cual el padre que vendiese por tres veces consecutivas a un hijo,
perdería la patria potestas sobre él7. Los límites fijados por esta
norma, como es evidente, dejaban en realidad un espacio amplísi­
mo al uso y al abuso de los poderes paternos.
Pero ya que aquí nos interesan las condiciones específicas de la
vida femenina, prescindamos también de esta poco feliz eventuali­
dad, para tratar de recoger los rasgos más relevantes de la vida de
una mujer a través del análisis de sus etapas fundamentales.

4. ESPONSALES, MATRIMONIO Y PODERES DEL MARIDO

Todavía muy joven, la muchacha romana era prometida co­


mo esposa en el transcurso de una ceremonia llamada sponsalia
(de donde el término «esponsales» y otros de la misma familia),
acompañada de una serie de ritos solemnes, entre los cuales era
particularmente importante la entrega de un anillo, que la espo­
sa se ponía en el dedo anular de la mano izquierda (llamado por
esta razón, en la baja latinidad, anularius), del cual creían los
romanos que partía un nervio que llegaba al corazón8. Desde
ese momento quedaba unida al futuro esposo por un vínculo
que, aunque no era todavía matrimonial, le atribuía un papel
social preciso y le imponía, entre otras cosas, el deber de la fidelidad.

200
La c a l a m id a d a m b ig u a

En otras palabras, con los esponsales la muchacha era asig­


nada en realidad y quedaba ligada a un papel al cual ya nunca
le sería posible sustraerse, y que asumiría en toda su plenitud en
el momento de la boda.
Pero, ¿cuáles eran las consecuencias del matrimonio en la vi­
da de una mujer?
En la época más antigua, en primer lugar, pasaba de la fami­
lia originaria a la del marido, donde se encontraba sometida a
un poder familiar (manus), no muy diferente en su extensión y
contenidos de la patría potestas de la que la había sustraído el
matrimonio9.
Lejos de comportar la adquisición de una mayor libertad, el
matrimonio implicaba la única consecuencia de poner a la mu­
jer bajo un nuevo patrón. Y que llamar «patrón» al marido no
es excesivo resulta claramente del paralelismo que existe entre
los modos de adquisición de la potestad sobre la esposa y los
modos de adquisición de la propiedad de las cosas.
Una sola de las ceremonias que transfería al marido los po­
deres sobre la mujer era paritaria, en su estructura formal: la
confarreatio, es decir, el más antiguo rito nupcial del derecho
romano, que consistía en su parte esencial en la partición de un
pan de espelta entre los dos esposos. Pero la confarreatio era
una ceremonia poco difundida, que cayó en desuso bastante
pronto. Como recuerda Gayo en las Instituciones, qued¿> muy
pronto reservada para el matrimonio del Flamen Dialis, uno de
los sacerdotes más importantes; por ello, a efectos de nuestro
estudio, no tiene gran relevancia10.
Mucha mayor importancia tienen, para la reconstrucción de
las condiciones de vida de las mujeres, las dos instituciones de la
coemptio y del usus. La coemptio (la más difundida de las cere­
monias que transferían a la mujer a la nueva familia) era una
aplicación de la más antigua forma de compraventa, llamada
mancipatio, en el curso de la cual la mujer, exactamente igual
que si fuese un objeto, era vendida al comprador en presencia

201
E va C a n t a r e l l a

de un personaje (el libripens) que sostenía una balanza, en la


que el comprador echaba el precio de compra de la cosa (y de la
mujer). Y si bien en época más avanzada esta ceremonia era sólo
ficticia, ello no impide que, en los orígenes, el acto fuese una autén­
tica compra, como por lo demás escribe todavía en el agio Π d.C.
Gayo cuando, al describir el ritual de la coemptio, indica que el
marido em it mulierem, rato es, «compra la mujer»".
Pero la prueba más convincente de que la mujer no era valo­
rada de forma muy diferente a un objeto se encuentra en la con­
sideración de una institución singular del derecho romano de­
nominada usus, para cuya comprensión es preciso hacer una di­
gresión, por pequeña que sea. En el mundo romano (como, por
lo demás, todavía ahora), uno de los modos con que podía ad­
quirirse la propiedad de una cosa era la usucapión, es decir, el
uso de la cosa misma prolongado por un determinado período
de tiempo. Más precisamente, según la Ley de las X II Tablas, el
uso prolongado por un año, cuando se trataba de cosas mue­
bles, y por dos años, cuando se trataba de cosas inmuebles. Y el
usus no era más que la usucapión de la mujer; en el caso de que
no se hubiese celebrado la coemptio, o de que ésta no hubiese
producido los debidos efectos por un vicio de forma, el marido
(o bien su pater) adquiría la manus sobre la mujer después de
haber sido «usada» ésta por un año, es decir, el mismo término
establecido para las cosas muebles12.
Muy interesante es, por otra parte, el remedio pensado por
las Χ Π Tablas para evitar que el marido adquiriese este poder.
Si la esposa, al cumplirse cada año, se había alejado de la casa
conyugal durante tres noches, el marido no habría adquirido la
manus sobre ella. Eso era lo que había establecido la ley13.
El ingenioso remedio (llamado trinoctium, o trinodis usur­
patio) era acordado evidentemente con el padre de la mujer, in­
teresado por razones patrimoniales en no perder el poder sobre
ella, como veremos más adelante.

202
La c a l a m id a d a m b ig u a

Si la ley era dura, se había encontrado el modo de eludirla,


pero no en interés de la mujer, sino en el de su familia de proce­
dencia.

5. REPRESIÓN DEL ADULTERIO Y


PROHIBICIÓN DE BEBER VINO

Ésta es, pues, la condición de la mujer libre en los primeros


siglos de Roma. Con el matrimonio, si salía del poder paterno,
entraba en la esfera de poder del nuevo paterfamilias, en condi­
ciones nada mejores a aquéllas en que había vivido de soltera. Y
como prueba de esta afirmación, bastará recordar la extensión
de los poderes maritales con referencia al castigo de algunos
comportamientos, previstos y penados como delito solamente
cuando fuesen cometidos por una mujer.
El primero de estos comportamientos era el adulterio, consi­
derado tan grave cuando lo cometía una mujer, que se le permi­
tía a su marido darle muerte. Pero sobre esto volveremos des­
pués.
El segundo era un comportamiento para nosotros usual, pe­
ro gravísimo para los romanos: haber bebido vino14.
Han sido muchos los intentos de explicar esta regla. .Según
algunos, los romanos creían que el vino tenía capacidad aborti­
va y su prohibición estaba ligada a la del aborto15. Según otros,
el vino podía inducir a las mujeres a descuidar su necesaria re­
serva y, por tanto, a cometer adulterio16. Y, por último, según
una tercera hipótesis, beber vino equivalía a cometer adulterio.
En efecto, al igual que otros pueblos, los romanos creían que el
vino contenía un principio vital y, por lo tanto, la mujer que lo
bebía daba entrada en ella a un principio de vida extraño, exac­
tamente como hacía la adúltera17.

203
E va C a n t a r e l l a

Al margen de toda duda sobre la razón que inspiró el rigor


de la regla, dos circunstancias quedan de todos modos fuera de
discusión.
La regla estaba inspirada en las necesidades de un control
(del tipo que fuese) sobre el elemento femenino de la población.
Y, además, se aplicaba con todo rigor. ¿Un ejemplo? Cuenta
Varrón que Egnacio Metenio, al sorprender a su esposa bebien­
do vino, la mató a latigazos (quod uinum bibisset, fusti percus­
sam interem it) 18. Y no sólo esto: para estar seguros de que la
mujer no bebiese a escondidas, los parientes más estrechos po­
dían ejercitar el ius osculi, es decir, el «derecho del beso».
¿En qué consistía este derecho? En reconocer a los parientes
más cercanos el derecho de besar a las mujeres de la familia.
¿Para permitirles, tal vez, demostrar su afecto de manera no ad­
mitida entre extraños? En modo alguno. Bien mirada, la regla
sancionaba un poder de control sobre la mujer, pues, al besarla,
se controlaba si había bebido19.
En caso de que sustrajesen las llaves de la bodega (donde se
conservaba el vino) las mujeres podían ser castigadas, incluso
aunque no hubieran bebido. Pero en este caso (a pesar de que
Plinio habla de una mujer obligada a morir de hambre por ha­
ber cometido este delito), parece que, en vez de condenarlas a
muerte, eran repudiadas, al igual que las mujeres que abortaban
o, para ser más exactos, según veremos más adelante, como las
que abortaban sin el consentimiento de su marido20. ’
Éstas son, pues, las normas que regulaban la situación fami­
liar de las mujeres. Para comprender mejor su condición son ne­
cesarias algunas apreciaciones sobre su capacidad patrimonial.

204
La c a l a m id a d a m b ig u a

6. LA CAPACIDAD PATRIMONIAL:
EL TESTAMENTO DE ACA LAJlENCIA

Según la opinión casi general de los historiadores del derecho


romano, las mujeres originariamente habrían sido titulares de
derechos patrimoniales, exactamente como los hombres. A falta
de disposiciones testamentarias (puesto que en el derecho roma­
no la sucesión testamentaria prevalecía sobre la legítima), las hi­
jas sucederían al pater cn situación de paridad con los hijos, y
las descendientes en condición de paridad con los descendientes
del mismo grado. A falta de descendientes, además, cuando la
herencia era devuelta a los colaterales, las adgnatae (es decir, las
parientes colaterales en línea masculina) se encontrarían en la
misma situación que los adgnati, excluyendo a los parientes, in­
cluso machos, de grado ulterior.
Pero, en realidad, la cosa no es demasiado segura.
La regla de las X II Tablas que establecía el orden de los suce-
dibles hablaba de suus y, a falta de éstos, de adgnatus proxi­
m us11: según algunos, haría referencia, originariamente, sólo a
los miembros de sexo masculino de la familia22.
El problema no es ciertamente fácil de resolver.
A favor de la hipótesis de la capacidad originaria está una le­
yenda de la que se suele deducir que, en los orígenes de Roma,
las mujeres no eran sólo titulares de derechos patrimoniales, si­
no que eran capaces, sin más, de disponer libre y plenamente de
estos derechos, incluso por testamento.
La leyenda es la bien conocida de Acá Larencia, la esposa de
Fáustulo, el pastor que tomó a su cuidado a Rómulo y Remo,
los legendarios fundadores de la ciudad, salvándolos de la muer­
te a que los había destinado su madre Rea Silvia al exponerlos.
Acá Larencia —que, según otra versión legendaria, habría si­
do una prostituta (lupa)— se habría hecho muy rica como ama­
da de Heracles, que habría recompensado sus favores con gene­

205
E va C a n t a r e l l a

rosidad. Y, en el momento de su muerte, habría instituido que


fuese heredero de ella el Pueblo Romano.
Incluso si se prescinde de las dificultades habitualmente liga­
das a la interpretación del mito, la cuestión plantea un proble­
ma que, en este caso, sigue sin desenmarañar, por así decirlo, y
estriba en la dificultad de colocar étnicamente a Acá Larencia,
es decir, establecer si puede ser o no considerada el prototipo de
la mujer romana. ¿No es quizá su imagen, como se ha supuesto,
la de una mujer etrusca, esto es, la de una mujer cuya condición,
aunque no fuese la «matriarcal», era de todas formas tal que
podía hacer más aceptable la hipótesis de una capacidad patri­
monial plena23?
Pero prescindamos de Acá. En efecto, el problema es más ge­
neral. Admitiendo que las mujeres romanas, en el momento de
la llamada fundación de la ciudad, tuvieran plena capacidad pa­
trimonial, ¿existe quizá, junto al componente etrusco, otro ele­
mento étnico al que se pueda atribuir eventualmente esta capa­
cidad?

7. LAS MUJERES SABINAS

Aunque se tome en consideración la tendencia actual de la


historiografía o, al menos, de una parte de ésta, a valorar en la
formación de Roma la aportación del componente sabino, es
necesaria alguna precisión sobre este argumento. Pero de nue­
vo, y más que nunca, si nos preguntamos sobre la condición de
las mujeres sabinas, nos encontramos en el campo de la mera
hipótesis. ¿Qué sabemos, en realidad, de estas mujeres?
Alguna noticia nos llega por Plutarco, quien, al contar los
acuerdos de paz entre romanos y sabinos, después del rapto,
enumera los privilegios que los romanos les reconocieron a las
mujeres sabinas, para evitar que en Roma tuvieran ellas un sta­

206
La c a l a m id a d a m b ig u a

tus inferior al que tenían en su patria. En primer, lugar, no se­


rían obligadas a hacer ningún trabajo, pleiQàlèsias, es decir,
salvo los trabajos relacionados con la fabricación de la lana (Ja-
nifidum j2*. Esta regla, según Plutarco, sería una de las posibles
explicaciones del grito nupcial romano thalasios, encaminado
justamente a recordar la tarea de las esposas25.
Pero esta explicación, en realidad, no es muy aceptable, co­
mo no lo son las explicaciones siguientes, dadas también por
Plutarco, del uso de elevar a la novia del suelo en el momento
de su entrada en la casa nueva, interpretado como recuerdo del
rapto, y la de la costumbre de aderezar a la novia con la caeliba-
ris hasta, cuya finalidad, según algunos, sería la de recordar que
el primer matrimonio había sido un acto de guerra.
Pero volvamos a los honores concedidos a las sabinas: en la
calle, tenían precedencia sobre los hombres; en su presencia, na­
die debía pronunciar palabras indecentes; el hombre que se pre­
sentase desnudo ante una mujer sabina sería castigado como ho­
micida; por último, a sus hijos les estaba concedido llevar una espe­
cie de collar, llamado bulla, y un vestido bordado de púrpura26.
Éstas son las escasas noticias que tenemos sobre las mujeres
sabinas, de las que, sin embargo, hay quien saca la conclusión
de que vivían en condiciones de excepcional dignidad, protegi­
das por la costumbre y por el derecho, y que, en el siglo VIII
a.C., gozaban «en la vida pública de la misma libertad que las
artes figurativas documentan para la mujer en la Etruria’del si­
glo VI»27.
Pero que un cuadro tan optimista corresponda a la realidad
lo hacen dudar algunos elementos, bastante más significativos
que los que pueden sacarse de Plutarco. Y pienso, en particular,
en el uso sabino de no pronunciar nunca el nombre propio de
las mujeres. A diferencia de las mujeres romanas, que, como ve­
remos más adelante, parece que no tenían nombre propio, las
mujeres sabinas, por el contrario, lo tenían. Pero no debía ser
pronunciado. Y la razón es muy significativa: el nombre indivi­

207
E va C a n t a r e l l a

dual se consideraba, como entre muchos «primitivos», una par­


te de la persona, al igual que una parte del cuerpo. Conocer y
pronunciar el nombre de una mujer, por lo tanto, era señal de
una reprochable e inadmisible familiaridad28.
Sobre la base de esta consideración, ¿cómo no sentirse indu­
cidos a pensar que se trataba de una población femenina estre­
chamente ligada a un papel doméstico, y sometida al control
masculino? Para volver a nuestro asunto, ¿cómo pensar que las
mujeres sabinas, de las que ni siquiera se podía pronunciar el
nombre, pudiesen tener, no sólo la titularidad, sino incluso el li­
bre ejercicio de los derechos patrimoniales?
Por lo tanto, admitiendo que las mujeres romanas, en el mo­
mento de la formación de la ciudad, tuviesen verdaderamente la
titularidad de los derechos patrimoniales y la capacidad de ejer­
citarlos libremente, es difícil pensar en una influencia sabina. Si
realmente tuvieron estas capacidades, se las deberían en todo
caso a la influencia etrusca. Pero al margen de tbda hipótesis
sobre el tema, una cosa es cierta: al menos a partir de la edad de
las Χ Π Tablas, estas capacidades se vieron limitadas.

8. BAJO TUTELA DE POR VIDA

Hemos visto que la organización familiar era tal, que hacía


que fuesen Ubres de la patria potestas (y, por lo tanto, titulares
de derechos) tan sólo quienes no tenían ya ascendientes. Ahora
es preciso añadir algunas consideraciones sobre la tutela.
La capacidad de ser titulares de derechos (capacidad jurídi­
ca) es una cosa diferente de la capacidad de ejercitarlos (capaci­
dad de actuar). En otros términos, no necesariamente quien es
titular de un derecho es considerado (por el mismo ordenamien­
to que se lo concede) capaz de disponer libremente de aquél. En
efecto, la capacidad de actuar es reconocida sólo a quienes son

208
La c a l a m id a d a m b ig u a

considerados capaces de entender y de querer. Los que, en cam­


bio, son considerados incapaces o no del todo capaces de enten­
der o de querer, son sometidos a tutela, es decir, a la protección
y al control de una persona, a la que corresponde la función de
impedir al «incapaz» la comisión de actos pequdiciales.
En el derecho romano, en particular, los hombres se consi­
deraban en grado de administrarse a sí mismos y sus propios in­
tereses al alcanzar la edad púber. Por ello, aunque estuviesen li­
bres de la patria potestas; estaban sometidos a tutela hasta que
cumplían catorce años. Pero las mujeres —como establecieron
las Χ Π Tablas— estaban sometidas a tutela perpetua.
La razón de esta discriminación, para los romanos (al me­
nos, en los primeros siglos de Roma) era evidente: las mujeres
no estaban en grado de proveer a sí mismas propter leuitatem
animi, es decir, por la ligereza de su ánimo.
Por lo tanto, fuese cual fuese su edad, estaban sometidas al
control de un tutor (regularmente un pariente, otras veces una
persona designada en el testamento por el pater, y otras, en fin,
nombrada por el magistrado). ¿Es exagerado decir que, al im­
ponerles a las mujeres un tutor de por vida, los romanos en la
práctica hicieron vanas sus capacidades? Todo lo contrario.
Aunque reconocidas titulares de derechos, en realidad las
mujeres no podían disponer de tales derechos si no era con la
mediación y previo el asentimiento de un hombre que origina­
riamente era su pariente más próximo por línea masculina, es
decir, aquél que, a su muerte, estaba destinado a heredar sus
bienes. Teniendo esto presente, ¿cómo pensar que una mujer
pudiese obtener sin dificultad la autorización para realizar actos
de disposición que hubieran lesionado, y no poco, las espectati-
vas de aquél que tendría que autorizarlos?
Si luego, con el paso del tiempo, las cosas cambiaron y las
capacidades de las mujeres aumentaron, es otra cuestión, sobre
la que volveremos. De todas formas, hay que recordar aquí que
no siempre los cambios fueron ventajosos para las mujeres.

209
E va C a n t a r e l l a

En realidad, durante los siglos de la República, mientras en


otros aspectos veían mejorar su posición, las mujeres sufrieron,
por ejemplo, notables limitaciones en su capacidad de heredar.
En el año 196 a.C., una lex Voconia estableció que las mujeres
no pudiesen recibir una herencia, como adgnatae, más que has­
ta el segundo grado, es decir, que se admitiesen a la sucesión in­
testada sólo las hermanas, entre las parientes en línea lateral; y
que las mujeres, en general, no pudiesen recibir más de 200.000
ases29. Pero también sobre esto, y sobre la reacción femenina
ante todo esto, volveremos más adelante. Lo que es necesario
recordar ahora, para concluir estas notas sobre la condición ju­
rídica de las mujeres, son las disposiciones legislativas con las
cuales, hacia el final de la República, fueron afianzados los bas­
tiones de la moral familiar.

9. LA LEGISLACIÓN AUGUSTEA:
DISPOSICIONES DEMOGRÁFICAS Y
REPRESIÓN CRIMINAL DEL ADULTERIO

Las disposiciones encaminadas a confirmar la importancia


fundamental del matrimonio y de la ética matrimonial fueron
dadas con dos leyes, respectivamente la lex Iulia de maritandis
ordinibus del 18 a.C., y la lex Papia Poppea nuptialis àû9 a.C.,
después fundidas en un texto único {lex Iulia et Papia).
Estableció Augusto que los hombres entre los veinticinco y
los sesenta años y las mujeres entre los veinticinco y los cincuen­
ta tuviesen la obligación de esposarse con personas en los res­
pectivos límites de edad. Estaban obligados al matrimonio tam­
bién los viudos y los divorciados, salvo, para las mujeres, du­
rante un espacio de dos años desde la muerte del marido, en ca­
so de viudez, y de dieciocho meses después del divorcio.

210
La c a l a m id a d a m b ig u a

Los matrimonios, además, debían ser fecundos, cosa ésta


que, dada la imposibilidad de una imposición jurídica, se incita­
ba con premios para quien procreaba una prole numerosa, y
con sanciones (reducciones de la capacidad de suceder por tes­
tamento y de recibir la herencia) para quien no tenía hijos.
Por último, para las mujeres se establecía el ius liberorum,
que las exoneraba de la tutela siempre que hubiesen parido tres
veces, si habían nacido libres, y cuatro si eran «libertas», esto es,
nacidas esclavas y luego liberadas30.
Además de las disposiciones demográficas, fueron tomadas
otras medidas destinadas a asegurar que la vida familiar se de­
sarrollase según los rigurosos principios de los antepasados. La
fidelidad conyugal había estado siempre en el centro de la orga­
nización y de la ideología familiar. Su importancia fundamen­
tal, durante todos los siglos de la República, resulta evidente si
se piensa en las penas que se inflingían a los adúlteros que esca­
paban a la muerte. Penas de inaudita crueldad, como puede ver­
se en Catulo, que alude a ellas con absoluta naturalidad, ha­
ciendo referencia evidentemente a una práctica bien conocida:
el castigo del rábano y del múgil, que era una especie de «ley del 0
talión» a que se sometía al seductor de una mujer31.
La legislación augustea, aun aportando innovaciones, confir­
mó que el adulterio no debía tolerarse en absoluto. Estimado
hasta entonces como una cuestión exclusivamente familiar, el
adulterio fue considerado por primera vez un crimen, y en con­
secuencia se convirtió en un comportamiento que podría ser casti­
gado (con el exilio), no sólo a instancias del marido, sino también
siempre que un ciudadano cualquiera promoviese la acción cri­
minal, expresamente prevista para este fin.
Al lado de la represión criminal persistió el ius occidendi que
Augusto, si bien poniéndole algunos límites, confirmó por me­
dio de la previsión de una casuística minuciosa, destinada a es­
tablecer las circunstancias que justificaban su ejercicio.

211
E va C a n t a r e l l a

Las leyes de Augusto establecieron que el marido no tenía ya


el derecho de matar a la esposa adúltera, a la que, sin embargo,
estaba obligado a repudiar, so pena de ser acusado de lenocinio.
No obstante, conservaba el derecho de matar al amante de su
esposa, en caso de que lo hubiese sorprendido in flagrante delito
dentro de su casa, y siempre que fuese un esclavo, un infame (gla­
diador, comediante, bailarín, lenón o prostituto) o un liberto.
Diferentes y más amplios eran, en cambio, los poderes del
padre, que, en primer lugar, podía incluso matar a la hija; en se­
gundo lugar, podía matar a su amante, perteneciese a la catego­
ría que fuera; en tercer lugar, podía ejercitar el ius occidendi si
sorprendía a los adúlteros, no sólo en su casa, sino también en
la de su yerno. Y hay una circunstancia particularmente intere­
sante a propósito de los poderes paternos: matando a la hija, el
padre, no sólo ejercía un derecho, sino que ponía en práctica
una condición que hacía legítima la muerte del cómplice. En
cambio, si mataba al cómplice y no a la hija, no ejercía el ius oc­
cidendi, sino que cometía un homicidio normal, como tal sujeto
a represión criminal.
Aparentemente singular, esta regla tiene una lógica propia:
comentando la ley dice Papiniano que al padre se le podía con­
ceder una impunidad más amplia que al marido, en la esperan­
za de que no siempre se aprovecharía de ella; en efecto, para sal­
var a la hija, podía ocurrir que perdonase al cómplice. En cam­
bio el marido, presa de la indignación, muy difícilmente podía
ser retenido por esta consideración; por ello, los límites de su
impunidad debían ser más restringidos32.
Es difícil imaginar disposiciones más explícitas, más clara­
mente indicativas de la «apropiación» por parte del Estado de
una ética familiar, cuya supervivencia era evidentemente funda­
mental en el cuadro de los intereses colectivos. Y los intelectua­
les que, como veremos más adelante, la compartían en gran ma­
nera, contribuyeron no poco a defender y exaltar esta ética33.

212
La c a l a m id a d a m b ig u a

En conclusión, mientras ponía algunos límites al poder pa­


terno y marital, hasta entonces exclusivos y autónomos con res­
pecto a los poderes públicos, la legislación augustea sancionaba
el principio de que el respeto de las reglas familiares era algo
más que un interés privado: era, por supuesto, interés de todos.
Y, en consecuencia, con independencia de su pertenencia a la
familia, todos los ciudadanos tenían el derecho de perseguir al
que las violase, promoviendo su represión criminal.
El cuadro de la vida de las mujeres que emerge del examen de
las principales normas jurídicas parece que queda ya suficiente­
mente claro. Pero, dado que se puede pensar que una cosa es el
derecho y otra los hechos, parece oportuno completar la investi­
gación tratando de señalar, en los límites de lo posible, cuáles
eran las condiciones reales de vida de las mujeres romanas para
comprobar si el rigor de la ley no se veía tal vez mitigado por
una práctica más elástica y más favorable al reconocimiento so­
cial de una cierta libertad.

10. EL SISTEMA ONOMÁSTICO LATINO: TRIA N O M IN A


Y M UJERES SIN NOMBRE

Hemos tenido ya ocasión de aludir a la importancia del siste­


ma onomástico como indicador de la condición femenina. Más
precisamente, hemos hablado ya del sistema onomástico etrus­
co y, en lo poco que de él se sabe, del sabino. Pero el tema mere­
ce un tratamiento más detallado del que hasta ahora le hemos
dedicado.
¿Cómo era, pues, el sistema onomástico romano? Según es
sabido, los romanos tenían tres nombres: el primero, llamado
praenomen, que era el nombre individual; el segundo, llamado
nomen, que era el nombre gentilicio; y el tercero, el cognomen,
que indicaba el grupo familiar a que se pertenecía. Pero las mu­

213
E va C a n t a r e l l a

jeres, a diferencia de los hombres, no eran designadas con tres


nombres, sino con dos solos: el nombre gentilicio y el familiar.
En otros términos, no se las llamaba jamás con el nombre indi­
vidual.
Cornelia, Cecilia, Tulia, los nombres de las mujeres romanas,
no son, por lo tanto, nombres personales, sino nombres gentili­
cios, al lado de los cuales, cuando en un mismo grupo había
más de una y podían surgir equívocos, se solía añadir M aiory
Áfínor(mayor y menor), o bien Prima, Seconda, Tertia, etc.
La observación de esta particularidad del sistema onomásti­
co ha dado lugar a una controversia: las mujeres romanas, ¿no
tenían nombre propio, o bien lo tenían, pero no se usaba?
Según algunos, la falta de nombre propio no sería originaria.
Los nombres propios femeninos, existentes en un primer mo­
mento, habrían desaparecido en una edad «precedente a la his­
tórica»34. Según otros, en cambio, no habrían existido nunca. Y
todavía según otros, habrían por el contrario existido siempre,
pero, como entre otros pueblos (ya hemos visto el caso de los
sabinos), no se pronunciarían por razones de conveniencia36.
¿Cómo resolver el problema? Tomemos como punto de par­
tida un examen, siquiera rápido, de las fuentes, que, correcta­
mente observadas, permiten distinguir tres tipos de onomástica
femenina.
El primer tipo, con mucho el más representado, es el de las
mujeres con un solo nombre: Anicia, Aptronia, Aulia, Rlautia,
Roscia, Saufeia, por poner algunos ejemplos documentados por
las inscripciones de la necrópolis de Preneste; o, en las fuentes
literarias, Ocrisia y Pinaria. Un hombre único, por lo tanto, que
no es más que el nombre del padre o de la gens, en forma feme­
nina. El segundo es el de las mujeres designadas por medio del
gentilicio, acompañado del nombre propio del padre, seguido
de fília\ como ha sido correctamente observado, un sistema que
«expresa a su vez (es decir, como el precedente) la negación de
la identidad y una relación jurídica idéntica a la que resulta de

214
La c a l a m id a d a m b ig u a

la designación primitiva del esclavo como Gaipor (esclavo de


Gayo), Marcipor (esclavo de Marco), Quintipor, etc.»37.
El tercer tipo, por lo demás muy raro, está representado por
algunas mujeres indicadas con un praenomen.
Por lo tanto, existían algunos nombres propios femeninos.
En el liber singularis incerti auctoris de praenominibus, epito­
mado por Julio Paris, leemos que, entre las mujeres «antiguas»,
eran frecuentes los nombres Rutilia, Caesella, Rodacilla, Mu-
rrula, Burra, derivados del color (evidentemente, de los cabellos
o de la piel de la mujer así llamada). Y, además, Gaia, Lucia,
Publia, Numeria, derivados, en cambio, de nombres masculi­
nos38. A ellos hay que añadir Mania y Postuma, recordados por
Varrón, y Cecilia, Taracia y Titia, recordados por Festo39. Y,
en efecto, algunos de estos nombres (para ser precisos, siete),
junto con otros tres, extraños a este elenco, aparecen documen­
tados por las fuentes literarias y epigráficas40.
¿Qué conclusiones se pueden sacar de estas consideraciones?
Evidentemente, el uso de indicar a una mujer por medio de un
nombre propio, si bien aparece atestiguado, era extraño a la
cultura romana. Era una práctica absolutamente excepcional, y
todo induce a pensar que estaba tomada en préstamo de otra
cultura; y de nuevo entran en consideración, a este propósito,
los etruscos, quienes, a diferencia de los otros pueblos, indica­
ban regularmente a las mujeres por medio de su nombre prppio41.
Para concluir: si para Pericles era grande «la gloria de la mu­
jer de cuya virtud se hablaba poquísimo, para alabarla o para
censurarla entre los machos», para los romanos la gloria de las
mujeres exigía que su nombre no fuese ni siquiera pronunciado;
no es casual, por tanto, que se dijese de Bona Dea que «ningún
hombre, salvo su marido, oyó su nombre mientras vivió». Y
tampoco es casual que, todavía en el siglo quinto, Macrobio
alabe como ejemplo de pudor el de una mujer cuyo nombre no
conocía nadie42.

215
E va C a n t a r e l l a

Teniendo presente todo esto, es difícil no compartir la observa­


ción hecha por M. Finley, quien escribe que, al no designar a las
mujeres con un hombre propio, los romanos querían transmitir un
mensaje: que la mujer no era y no debía ser un individuo, sino sólo
una fracción pasiva y anónima de un grupo familai43.

11. DESCONTENTO FEMENINO,


PROCESOS POR ENVENENAMIENTO
Y CULTOS BÁQUICOS

Al menos si juzgamos con nuestros raseros, las condiciones


de vida de las mujeres eran tales que dejaban un amplio margen
al descontento.
Aunque es ciertamente difícil de interpretar, un episodio sin­
gular narrado por Tito Livio es, como quiera que sea, señal de
una cierta tensión en las relaciones entre los dos sexos.
En el año 331, se celebró en Roma un. proceso por envenena­
miento44. Durante el consulado de Marco Claudio Marcelo y
Gayo Valerio Potito habían muerto de forma misteriosa mu­
chos personajes ilustres. Denunciadas por una esclava, algunas
matronae fueron acusadas de haberlos envenenado, y en sus ca­
sas se encontraron uenena, que ellas dijeron que eran medica­
mentos. Retadas a beberlos, las matronae así lo hicieroay mu­
rieron. Al término del proceso fueron condenadas ciento sesen­
ta mujeres45.
Episodio desconcertante, como quiera que se interprete, más
allá del cual otras señales indican, sin posibilidad de duda, la ex­
istencia de un problema.
En tomo al siglo II a.C., las mujeres habían visto empeorar
sus condiciones de vida.
Las mujeres que vivían en el campo habían sufrido la pérdi­
da de los privilegios ligados al papel femenino en la familia

216
La c a l a m id a d a m b ig u a

campesina. Las mujeres de las clases más poderosas habían vis­


to disminuir sus posibilidades de disfrutar los privilegios de la
riqueza: una serie de leyes, en efecto (las leges sumptuariae), ha­
bían establecido rigurosas limitaciones al lujo femenino
Una lex Oppia había prohibido en el año 215 a.C. ponerse
joyas en exceso y vestidos de muchos colores. Veinte años des­
pués, en el 195, las manifestaciones de descontento habían lleva­
do a la abrogación de esta ley. Pero en el 169 una nueva disposi­
ción, la lex Voconia, de la que ya hemos hablado, había establecido
que las mujeres (con excepción de las vestales y la Flaminica Dia­
lis) no pudiesen heredar un patrimonio superior a 200.000 ases, lo
que provocó, como es evidente, una notable irritación entre las
mujeres de las clases más altas46.
A todo esto se habían añadido, para las mujeres de todos los
estratos sociales, las molestias derivadas de las ausencias de los
hombres, empeñados en guerras continuas. No hay que maravi­
llarse si, en este panorama, iban tomando fuerza creciente los
cultos báquicos.
Sobre este fenómeno tenemos preciosas informaciones en Ti­
to Livio. Limitados en un primer momento a las mujeres, estos
cultos se habían difundido enormemente gracias a la interven­
ción y a las innovaciones de la sacerdotisa campana Pacula
Ania (.Paculla Annia), y se habían abierto también a los hom­
bres. Después de danzas orgiásticas en el bosquecillo de Stimu­
la, la diosa de la locura (en cuyo bosque, el lucus Stimulae, al
pie del Aventino, se habrían refugiado las Ménades), los partici­
pantes en el rito corrían hacia el Tiber, donde sumergían antor­
chas, sin hacerlas apagarse47.
¿Cómo interpretar este ritual? ¿Cómo una manifestación de
libertad o, mejor, de desenfreno sexual? En efecto, los compor­
tamientos ligados al ritual eran, por así decirlo, licenciosos. No
sólo se bebía vino (cosa, según sabemos, rigurosamente prohibi­
da a las mujeres), sino que se practicaban acoplamientos, ya he­
terosexuales, ya homosexuales. Pero deducii de esto que la mu­

217
E va C a n t a r e l l a

jer romana gozaba, en la vida cotidiana, de una parte, incluso


mínima, de estas libertades sería ciertamente un error.
De hecho, en primer lugar el ritual, que consentía acopla­
mientos de otro modo prohibidos, estaba justificado por el pre­
texto de la «posesión»; y esto es ya muy significativo. En segun­
do lugar, como hemos puesto ya de relieve a propósito de fenó­
menos análogos en el mundo griego, el ritual, si bien se mira,
ponía en práctica un mundo al revés, una inversión de los es­
quemas de la vida cotidiana, un vuelco de papeles entre otras
cosas claramente reflejado por la circunstancia de que los hom­
bres se vestían de mujer48.
Los ritos báquicos, si bien se mira, indican una realidad so­
cial exactamente opuesta a aquélla en que pueden hacer pensar
a primera vista, y muestran en toda su evidencia la represión se­
xual de la mujer romana, por lo demás perfectamente funcional
para la organización de la familia, cuyo fin era la producción y
la reproducción, y en cuyo interior no quedaba, por tanto, espa­
cio para el erotismo y para el amor49.
Toda manifestación de emotividad, en el interior de la vida
familiar en general, y conyugal en particular, era vivamente re­
probada. «El amor dirigido a la esposa de otro es torpe, dice Sé­
neca, y el dirigido a la propia es excesivo. El hombre sagaz debe
amar a la esposa propia con juicio, no con afecto... Nada hay
más errado que amar a la propia esposa como si fuese una adúl­
tera»50.
Extremadamente significativo a este propósito es un episodio
(no interesa si verdadero o imaginario: lo que importa es que se
recordaba con un fin didáctico) del que fue protagonista el se­
nador Manilio quien, al ser sorprendido besando a su esposa en
público, estuvo a punto de ser expulsado del Senado51.
En este marco se sitúa la enorme difusión de los cultos bá­
quicos, no por casualidad celebrados preferentemente por las
mujeres, y en un primer momento sólo por ellas. El ritual era el
único en el que las mujeres podían expresar una parte de sí mis­

218
La c a l a m id a d a m b ig u a

mas, de la que habían sido desprovistas, y podían manifestar un


erotismo férreamente vetado en la vida cotidiana. Era un mo­
mento en el que encontraban compensación a la insatisfacción
de una vida afectiva y erótica bastante poco gratificante, salvo
algunas excepciones.
En consecuencia, son del todo comprensibles los motivos que
llevaron a la enorme difusión de las Bacanales, e igualmente
comprensibles los motivos de la feroz represión con que se vie­
ron truncadas. En el curso de ésta, de nuevo se puso en litigio la
deplorable tendencia de las mujeres a utilizar venenos.
Siguiendo la huella del escándalo de las Bacanales, se celebró
otro proceso por envenenamiento, ante el cual el precedente del
año 331 asume proporciones de un episodio sin importancia.
Una vez más habían ocurrido muertes misteriosas y, en con­
secuencia, se realizó una investigación especial, celebrándose un
proceso que concluyó con más de dos mil condenas. Entre és­
tas, la de la viuda de una de las víctimas, un cónsul, del que su
esposa había querido librarse, según la acusación, para permitir
el acceso al consulado de un hijo habido en un matrimonio an­
terior52.
Pero al margen de estos episodios, por así decirlo, patológi­
cos, la señal de la crisis proviene de hechos cotidianos, de fenó­
menos sociales nuevos y preocupantes.

12. LA CRISIS DEMOGRÁFICA Y SUS CAUSAS

A partir de la edad republicana, la natalidad empieza a dis­


minuir. ¿Por qué? Las enormes proporciones que el fenómeno
toma en los siglos siguientes han dado lugar a una hipótesis.
Las conducciones de los acueductos que llevaban el agua a
Roma eran de plomo; las damas romanas utilizaban cosméti­
cos, en cuya preparación se utilizaba mucho el plomo; la vajilla

219
E va C a n t a r e l l a

de mesa era, en buena medida, de plomo. Pensar en una intoxi­


cación colectiva provocada por este metal no resulta en modo
alguno insensato; y, en efecto, en los esqueletos se han encon­
trado restos no desdeñables de veneno.
Pero la intoxicación no supuso, sin embargo, la única causa del
fenómeno, si bien fue con toda probabilidad la más relevante.
En efecto, la contracepción había comenzado a utilizarse: al
lado de métodos ciertamente ineficaces (encantamientos y amu­
letos como, por ejemplo, un hígado de gato sujeto al pie izquier­
do o una araña liada en piel de ciervo puesta en contacto con el
cuerpo), se había difundido el recurso a procedimientos todavía
rudimentarios, pero sin duda más eficaces, como una pieza sua­
ve de lana embebida de sustancias capaces de impedir la fecun­
dación. Además, el aborto se practicaba mucho53.
En suma, la disminución de la natalidad se debía en parte, a
motivos ajenos a la voluntad de las mujeres, pero, en parte tam­
bién, a la propia elección de un modelo de vida, debida a diver­
sas causas, que en el caso de las mujeres de las clases más bajas
eran de naturaleza económica; para las otras, las privilegiadas,
eran el deseo de gozar más libremente de las ventajas que per­
mitían las nuevas condiciones de vida y la esperanza de encon­
trar una identidad en algo que no fuese, como había sido siem­
pre, sólo y exclusivamente la maternidad. Y esto no podía con­
sentirse, porque entraba en pugna irreconciliable con la necesidad
de reproducción material de un cuerpo social y de transmisión de
una ideología familiar y política.
Lo que podía hacerse contra este preocupante fenómeno, a
partir del momento en que comenzó a manifestarse, se hizo sin
vacilaciones.
Las disposiciones de la lex Iulia, que hemos examinado en la
sección anterior, se pueden interpretar claramente como una
respuesta a las nuevas tendencias, que resultaban intolerables.
Y las disposiciones legislativas fueron acompañadas por una só­
lida «campaña ideológica», orientada a impedir su trasgresión,

220
La c a l a m id a d a m b ig u a

de cualquier forma que fuera, y a dar fuerza, una vez más, a los
modelos tradicionales. Es lo que muestran claramente, y sin po­
sibilidad de equívocos, las anécdotas sobre algunas figuras fe­
meninas y, de modo más general, las pocas noticias (en su ma­
yoría tomadas de las inscripciones funerarias) relativas a figuras
de mujeres que, a pesar de haber pasado sus vidas en el anoni­
mato, sin embargo fueron recordadas en el momento de la
muerte por sus cualidades «ejemplares».

13. EL MODELO Y LA TRASGRESIÓN:


MUJERES «DIFERENTES»
E INSCRIPCIONES FUNERARIAS

Hasta este momento hemos evitado a propósito toda refe­


rencia a las pocas figuras femeninas de las que no se ha borrado
por completo al recuerdo. Y ello porque lo que nos interesaba
era intentar reconstruir las condiciones generales de vida de las
mujeres.
Pero ahora no parece carente de interés pensar de nuevo en
la historia de algunos personajes femeninos que, de algún mo­
do, han salido del anonimato para convertirse en modelos céle­
bres y ejemplares de comportamiento. Y una primera conside­
ración a hacer sobre estas mujeres es la siguiente: de su vida, li­
gada generalmente a algún acontecimiento político importante,
no conocemos prácticamente más que el momento «heroico», el
gesto ejemplar al que deben la inmortalidad. Al margen de éste,
y no por casualidad, todo es sombra y silencio.
¿Cuáles son, pues, las mujeres cuyo comportamiento (a nues­
tros efectos es del todo irrelevante que haya sido verdadero o le­
gendario) fue considerado digno de exaltación y de recuerdo en
el gran fresco de una historia hecha y escrita por los hombres?
Es casi obligatorio comenzar por Lucrecia y Virginia.

221
E va C a n t a r e l l a

Esposa de Colatino, violada por Sexto, hijo de Tarquinio el


Soberbio, Lucrecia se dio muerte, provocando la reacción del
pueblo, que se levantó contra los reyes extranjeros, expulsándo­
los de la ciudad.
En cambio, Virginia, objeto de los deseos del decemviro Apio
Claudio, no se quitó la vida ella, pero sí lo hizo su padre, y,
también en su caso, la reacción popular llevó a la expulsión de
los decemviros54. La casi total identidad de la estructura sintác­
tica de las dos leyendas es evidente: objeto de deseo ilícito, una
mujer muere para confirmar el supremo valor de la fidelidad
conyugal (Lucrecia) y de la virginidad (Virginia). Y el pueblo,
que encuentra en ese ultraje insufrible la fuerza para reaccionar
contra el poder, confirma este valor, sancionando la importan­
cia fundamental de una regla de la moral familiar que es, evi­
dentemente, una de las bases en que se fundamenta la organiza­
ción social y política.
Igualmente inevitables, e igualmente instructivas, son las his­
torias de Veturia, Volumnia y Cornelia. Veturia y Volumnia, es­
posa y madre respectivamente de Coriolano, salieron al encuen­
tro del traidor, que marchaba contra Roma a la cabeza de los
volscos, y obtuvieron de él lo que no habían conseguido ni los
embajadores, ni los magistrados, ni los sacerdotes: en efecto,
convencido por ellas, Coriolano abandonó las armas55.
La hagiografía de Cornelia, segunda hija de Escipión el Afri­
cano, madre de los tribunos Tiberio y Sempronio Graco? es de­
masiado conocida para precisar muchas palabras. Madre de do­
ce hijos (de los cuales sólo tres llegaron a la madurez: los dos
tribunos y Sempronia, esposa de Escipión Emiliano), después
de la muerte de su marido Cornelia no quiso casarse de nuevo, e
incluso rechazó la oferta de matrimonio de Ptolomeo VIII.
Imagen evidentemente ejemplar de la univira, es decir, de la
mujer que en su vida había tenido un solo hombre (lo que que­
dó como modelo ideal del comportamiento femenino, a pesar
de la evidente contradicción con las exigencias de una política

222
La c a l a m id a d a m b ig u a

fuertemente demógrafica), Cornelia, además, era culta e intelec-


tualmente refinada, hasta el punto de ser admirada por Cicerón
por estilo de sus cartas.
Pero no es a esto a lo que debe su fama, sino a la célebre res­
puesta que dio a quien le preguntaba por qué no se ponía joyas:
«Éstas son mis joyas», dijo, señalando a sus hijos. Y en la esta­
tua erigida en su honor fue recordada lapidariamente con la ins­
cripción «Cornelia, madre de los Gracos»56.
Y, por último, una mujer singular: Marcia, que se casó con
Catón después de haber repudiado éste a Atilia, debido a su re­
probable conducta.
Marcia era una esposa perfecta: cuando el orador Hortensio,
por entonces viejo y solo, le pidió a Catón y obtuvo su consenso
en cederle a Marcia para tener hijos de ella, Marcia, aunque
amaba a su marido, aceptó sus decisiones sin protestar. Al lle­
gar a este punto del relato, las tradiciones divergen entre sí. En
efecto, según algunos, Catón se divorció de Marcia, la cual se
casó con Hortensio. Según otros, en cambio, él simplemente se
la prestó a su amigo. Pero, de cualquier modo que se haya arre­
glado jurídicamente, la historia de Marcia no cambia. Ella
aceptó por amor la decisión de su marido, con el que en reali­
dad volvió a vivir después de la muerte de Hortensio57.
La reacción popular ante este caso fue también discordante. En
efecto, algunos acusaron a Catón de avidez58; otros invocaron pre­
cedentes etnológicos para justificarlo59. En las escuelas, loscétores
se adiestraban discutiendo an Cato itcte Marciam Hortensio tradi­
derit, esto es, «si Catón obró bien al entregar Marcia a Hortensio»,
o bien, de forma más genérica conveniatneres talis bono viro, «si
es o no conveniente un comportamiento semejante por parte de un
hombre de bien»60.
Quizá, según se ha dicho, Catón «prestó» su esposa aplicando
hasta las últimas consecuencias los preceptos de la escuela estoica,
de la que era adepto, según los cuales no era preciso pretender ja­
más poseer una mujer: al estai' destinadas a la procreación, en real i-

223
E va C a n t a r e l l a

dad, las mujeres debían ser comunes61. Pero lo que aquí nos im­
porta, más que las razones de Catón, es la reacción de Marcia:
su obediencia, que le hizo aceptar algo que, no sólo era contra­
rio a sus deseos, sino que estaba en contradicción con el modelo
de la univira.
Sin embargo, en Roma había también mujeres que rechaza­
ban su papel, en nombre de un modelo de vida distinto. Y entre
ellas es célebre una, precisamente por su trasgresión: Clodia,
amada por Catulo, celebrada por él con el nombre de Lesbia, y
no por azar no recordada por los historiadores, sino tan sólo
por quien la había amado u odiado ferozmente.
Clodia era una mujer libre: estamos en el siglo I a.C., cuando
un nuevo tipo de mujer aparece en la escena de Roma, inspira­
do en el modelo de las actrices y de las heteras griegas, que in­
tentan imitar las mujeres romanas o, al menos, algunas de ellas.
En el año 61, a los treinta y tres de edad, Claudia conoce a
Catulo, que tenía entonces veintisiete. En el 59, á la muerte de
su marido, deja a Catulo por el todavía más joven Celio. Pocos
datos, pero más que suficientes para comprender que Clodia es­
taba lejos de los ejemplos a los que servían de propaganda las
anécdotas que hemos recordado: una mujer que escoge y deja a
sus amantes, a los que se propone como una presa que escapa,
que rechaza hacerse objeto de posesión. Una protagonista, cier­
tamente: pero una protagonista todo menos apreciada. Cpando,
abandonada por Celio, lo acusa de no haberle restituido el dinero
prestado, de haberle sustraído joyas y, en fin, de haber intentado
envenenarla, el discurso escrito por Cicerón en defensa de Celio no
le ahorra calificativos: «Clitemestra», la define y, además, quadran­
talia, una Clitemestra de cuatro reales62.
Más que sobre los hechos de que se acusa a Clodio, Cicerón
se detiene sobre la figura de Clodia, una mujer cuya conducta
hacía que sus acusaciones resultasen inatendibles.
Nada más quedarse viuda, sostenía el orador (sin dejar de in­
sinuar que Clodia hubiese envenenado a su marido), se entregó

224
La c a l a m id a d a m b ig u a

a una vida disoluta, entre fiestas orgiásticas, organizadas sin re­


cato tanto en Roma como en su villa de Bayas. Los esclavos, que
habían testimoniado a favor de ella, no tenían credibilidad algu­
na: también ellos participaban en el libertinaje de su ama, que,
por si fuera poco, para comprarse su complicidad, no había du­
dado en liberarlos. Por si no bastaba, Clodia era la amante inces­
tuosa de Clodio, su hermano, enemigo acérrimo de Cicerón.
Ésta era, en sustancia, la defensa de Celio, que resultó ab-
suelto. El caso es sintomático: las acusaciones de Clodia no
podían ser fundadas. Se trataba de una mujer «diferente», y,
como tal, por fuerza tenía que mentir.
¿Cuáles son las conclusiones? A pesar de las claras señales
de descontento y de rebelión que se deslizan por el siglo II
a.C., a pesar de los intentos de «liberación» buscados en las
Bacanales, a pesar de las «Lesbias» (habrá habido otras, no
amadas por Catulo, y por lo tanto desconocidas), la mujer ro­
mana media, la mujer anónima, la mujer de la que no se ha­
bla, no es o, al menos, no debe de ser muy diferente de Lucre­
cia o Cornelia.
Las inscripciones funerarias lo demustran de forma inequí­
voca. Los elogios que se tributan a las mujeres después de la
muerte ponen en evidencia cuales debían ser sus cualidades:
laaifíca, pia, pudica, casta, domiseda son los adjetivos que
aparecen con mayor frecuencia. Pero en particular dos entre
los elogios fúnebres rendidos a las mujeres romanas pueden
resultar ilustrativos: el elogio de una cierta Claudia y la céle­
bre inscripción conocida como laudatio Tunas.
Sobre la tumba de Claudia, muerta en el siglo II a.C., un
epígrafe invita al viandante a detenerse:
«Forastero, lo que digo poca cosa es: detente y M o entero.
Aquí está el sepulcro no pulcro de una pulcra hembra.
Por nombre sus padres le pusieron Claudia.
A su marido lo amó con todo su corazón.
Hijos tuvo dos: de ellos uno

225
E va C a n t a r e l l a

lo deja en la tierra, al otro bajo tierra lo ha colocado.


De conversación agradable, y además de andar
[adecuado.
Cuidó su casi, hiló lana. He tenninado. Puedes irte.»64.
Según el desconocido marido, todo lo que Claudia habría
querido que se recordase de ella eran su devoción conyugal, su
maternidad y su aspecto agradable. Lo que había hecho, al tér­
mino de su vida podía resumirse en dos frases: lanam fecit, do­
mum servavit, todo aquello y sólo aquello que una mujer debía
hacer, si quería que se la recordase con admiración.
Hacia el final de la República las cosas no habían cambiado
mucho: el elogio de Turia, muerta en una fecha insegura entre el
año 8 y el 2 a.C., lo demuestra con toda evidencia.
Raros, dice el marido de Turia, son los matrimonios como el
nuestro, que hayan durado cuarenta y un años, durante los cua­
les una esposa haya sido siempre perfecta.
Para salvar a su marido de las persecuciones políticas, Turia ha­
bía vendido sus joyas. Por no hater tenido hijos y no querer privar
a su marido de la paternidad, le había ofrecido el divorcio para
permitirle que los tuviese con otra mujer, prometiéndole que los hi­
jos que tuviera de este modo los consideraría como suyos. Pero el
marido había rechazado el ofrecimiento, a fin de no cambiar certa
dubiis (es decir, una esposa buena por una desconocida que podía
no serlo): Turia, entonces, se había quedado con su marido65.
No es fácil encontrar ejemplos como éste de total entrega el rol.
Incluso frente a un marido que (de forma totalmente excepcional,
parece querer decir) está dispuesto por afecto (¡y también, como di­
ce él mismo, para no correr demasiados riesgos!) a aceptar una es­
posa que no ha cumplido con su deter fundamental, la esposa
siente este deber como imprescindible, y vive su incapacidad de
cumplirlo como inadecuación imperdonable. En suma, un ex­
traordinario ejemplo de culpabilización y una demostración
irrefutable de la eficacia de un sistema de «condicionamiento».

226
La c a l a m id a d a m b ig u a

Si todas las mujeres no eran como Claudia y Turia, si algunas se


dedicaban a las artes y a la literatura, o proponían de algún modo
una imagen femenina diversa, hacían una elección individual que
la conciencia social no aceptaba: la mujer diferente era degenera­
ción, corrupción, peligro. El modelo seguía siendo el de la matro­
na, esposa y madre, que en el cumplimiento de sus deberes familia­
res se olvidaba de sí misma. O mejor, que, como Cornelia, se reali­
zaba en esos deberes y no pedía como recompensa más que el reco­
nocimiento de hater contribuido a la grandeza de Roma.
A esta altura comienza a perfilarse la diferencia entre la concep­
ción del papel femenino en Greda y Roma. La mujer romana no es­
tá segregada como la griega. Como pone en evidencia Comelio Ne­
pote en el Prefacio de las Vidas de los hombres ilustres, los romanos
consideraban honorable para una mujer un comportamiento que los
griegos no le habrían consentido. No pensaban que la mujer tuviese
que vivir encerrada en una zona especial de la casa, que no pudiese
asistir a banquetes con los hombres o salir libremente a las calles.
En suma, la mujer romana no estaba ligada, como la griega,
a una función puramente biológica. No se puede decir honesta­
mente que los romanos consideraban a las mujeres, tal como
hacían los griegos, simples instrumentos de reproducción.
Las mujeres romanas eran también instrumento fundamental
de transmisión de una cultura, cuya perpetuación les estaba
confiada en una medida nada desdeñable. A diferencia, de las
griegas, las romanas educaban personalmente a sus hijos. A
ellas les correspondía prepararlos para convertirse en cives ro­
mani, con todo el orgullo que ello implicaba. Y si lo hacían, se
veían recompensadas con la atribución de un honor que jamás
se les daba a las griegas.
Tal vez la liberalidad de los romanos con relación a sus m u­
jeres no es completamente casual. Teniendo en cuenta sus debe­
res, tenían que participar en cierta medida en la vida de los
hombres para asimilar sus valores y convertirse en las más fieles
transmisoras de éstos.

227
E va C a n t a r e l l a

Notas

1. Sobre estas ceremonias véase E. PAIS, Storia di Roma, Π, Roma 1926,


pp.357ss., y G. DUMÉZIL, La religioneromana, cit., p.264. Sobre los Luper­
calia, en particular, véase C. U l f , Das Romische Lupercalienfest. Ein Mo-
delfat fur Methodenprobleme in der Altertumwissenschaft (= Impulse der
Forschung, 38), Darmstadt 1982, con amplia reseña de las diversas opinio­
nes al respecto (pp.75ss.), y amplia bibliografía.
2. Dig.SQ. 16.195.2. Sobre la familia romana, asi como sobre los poderes del
pater, cf. el siempre fundamental V. A ran g io -R U IZ , Istituzionidi diritto ro­
mano, Nápoles 1976 (14aed.) pp.426ss., y últimamente L. C a p o g ro ss i, «Pa­
tria potestas», en Enddopedia del diritto 22(1982)242ss. Específicamente de­
dicado a la condición femenina véase además R. VlLLERS, «Le statut de la
femme à Rome jusqu’à la fin de la République», en Recueils J. Bodin, cit.,
XI, 1,1959, pp. 177ss.
3. Di.T.ÏM praet., 22.1.28.1.
4. En Italia, según la reforma del derecho de familia aprobada en 1975, aun­
que con limitaciones en modo alguno desdeñables, como la determinada por
el hecho de que haya en ocasiones que tomar decisiones de grave necesidad y
urgencia, el poder de decidir corresponde al padre. Cf. Códice avile, art. 316.
5. Cf. E.A. HOEBEL, Ώdiritto nelle société primitive, Bolonia 1973, y la biblio­
grafía citada a propósito del mismo problema en el mundo griego.
6. D.H.2.15.
7. Tab.IV. Por lo que hace a las hijas, bastaba con una sola venta Pero no se
trataba de disposición protectora. La norma expresaba simplemente la idea
de que la hembra valía menos que el macho.
8. Gell. 10.10. Sobre los esponsales cf. J. GAUDEMET, «La conclusion des
fiançailles à Rome à l’époque pré-classique», en RIDA l(1948)79ss., y
«L’originalité des fiançailles romaines», en lura 6(1955)46ss., ahora en Etu­
des de droit romain, HT, Nápoles 1979, respectivamente pp.3ss. y 21ss.; E.
VOLTERRA, «Osservazioni intomo agli antichi sponsali romani», en Scritti
C. A. Jemolo, V, Milán 1963, pp.639ss., y voz «Sponsali», en Novissimo Di­
gesto Italiano 18(1971)34ss.
9. Sobre la edad en que eran dadas como esposas las muchachas romanas
hay discusión. Según M. Durry, en muchos casos no se esperaría ni siquiera
al momento de la pubertad. Cf. M. DURRY, «Le mariage des filles impubères
à Rome», en Comptes redus de l’Académie des Inscriptions, 1955, pp.84ss., y

228
La c a l a m id a d a m b ig u a

después «Auto-critique et mise au point», en RID A 3(1956)227ss., ambos


ahora en Mélanges Durry, REL, 47 bis, 1969, respectivamente p. 16 y
pp.27ss.; véase también K. H o pk in s , «The Age of Roman Girls at Marria­
ge», en Population Studes 18(1965)309ss.; D. GOUVERITCH, Le mal d ’être
femme, París 1984, pp. 109ss., y J.P. NÉRAUDAU, Etre enfant à Rome, Paris
1984, pp.256ss.
10. G ù.IustA.W l.
11. Gai./urf.l.ll3.
12. G ai./usí.l.lll.
13. De nuevo Gai.Iust. 1.111. Sobre las relaciones entre confarreatio, coemp­
tio y usus, véase ahora M. TORELLI, Lavinio e Roma, Roma 1984, p. 177,
con conclusiones diferentes de las nuestras, pero en el cuadro de un análisis
muy interesante, que estudia el matrimonio en el ámbito de la historia reli­
giosa del antiguo Latium, y a la luz de los más recientes descubrimientos ar­
queológicos.
14. D.H.2.25.6, que atribuye la ley a Rómulo.
15. Así M. D u r r y , Les femmes et le vin, en REL 33(1955)108ss.
16. Véase L. M in ie r i , «Vini usus foeminis ignotus», en Labeo 28(1982)
150ss., que considera por otra parte que la prohibición, a pesar de que estaba
motivada también por el temor al adulterio, era una prohibición autónoma,
inspirada en la necesidad de un más amplio control preventivo de la moral
familiar. Intersante, aunque no resulta convincente, es la hipótesis de G. PlC-
CALUGA, «Bona dea: due contributi alio studio del suo culto», en SM SR
35(1964)203ss., según el cual el vino vedado a las mujeres seria solo el teme­
tum, es decir, el vino utilizado con fines rituales, y la razón de la prohibición
habría sido el miedo de que, si lo bebían, las mujeres se pusieran a hacer vati­
cinios y, de forma más general, quizá, a hablar de cosas que no debían.
17. Es la hipótesis avanzada en su tiempo por P. NOAILLES, «Les tabous du
mariage dans le droit primitif des Romains», en Fas et lus, Paris 1948, p. 1.
18. En ValMax.6.3.9.
19. Esta es la explicación dada por Gell.10.23.1 y Ψ\.ΗΝ 14.13.89-90. Una
explicación diferente, en cambio, en G. F ra ncio si, Clan gentilizio e strvttu-
re monogamiche, Π, Nâpoles 1980, pp.l32ss., que considera esta usanza resi­
duo de una antigua concesión votiva de las mujeres en el momento del matri­
monio, según una hipótesis ya sostenida por J. J. Bachofen, en el varias veces
citado Mutterrecbt.

229
E va C a n t a r e l l a

20. Plu.i?c>m22.3, y Plin.i/7V39.18.6. Sobre el aborto véase E. NARDI, Pro-


curato aborto nelmondogreco romano, Milán 1971.
21. Tab.VA.
22. Cf. P. BoNFANTE, Corso di diritto romano, VI, Roma 1930, p.96.
23. La leyenda es contada por Liu. 1.4.6-7, D.H.1.84, y Gell.7.7.5-7. La tesis
de que representa la condición de la mujer etrusca ha sido sostenida por V.
SciALOJA, en Rendiconti Lincei, 1905, pp,141ss. La romanidad de la figura
de Acca ha sido en cambio sostenida por E. PAIS, Storia di Roma, I, Roma
1926, pp.311ss.; por E. V o l t e r r a , «Sulla capacitá del populus romanus di
essere istituito erede», en StudiSassaresi 16(1937)203ss. (= ScrittiF. Manca-
leoni) y «Sulla capacitá delle donne di far testamento», en Bull Istit. Dir.
Rom, 48(1942)74ss.; y por A. M o m ig lia n o , Tre figure mitiche..., dt. Más
recientemente sobre este problema véase P. ZANNINI, Studi sulla tutela mu­
lierum, I, Turin 1966, p. 187, y p. 189 nota 14, y L. PEPPE, Posizionegiuridica
e ruolo sociale délia donna romana in età repubbücana, pp.37ss.
24. Plu.i?aml9.7.
25. Plu 15.4-5.
26. Plu.i?«m20.3.
27. E. PERUZZI, Origini di Roma, I, Florencia 1970, p.75.
28. Así E. P e ru z z i, op.cit., pp.49ss.
29. Gai./üii.2.226ss. Sobre el alcance real de la ley, sobre su aplicación y so­
bre sus consecuencias en la historia de la emancipación femenina véase P.
V ig n e r o n , «L’“antiféministe” loi Voconia et les “Schleichwege des Le-
bens”», en Labeo 29(1983)140ss.
30. Cf. V. A r a n g io -R u iz , Istituzionididiritto romano, d t., pp.443ss., y E.
V o l t e r r a , Istituzioni didiritto romano, R o m a 1961, p.715. °
31. Catuli 15.18: quem, attractis pedibus, patente porta, percurrent raphani
mugilesque.
32. Z%.48.5.23(22).4. Sobre la lex Iulia, cf. D. D a u b e , «The Lex Julia C on­
cerning Adultery», en Irish Jurist 7(1972)373ss.; E. CANTARELLA, «Adulte­
rio, om iddio legittimo e causa d ’onore in diritto romano», en Studisull’omi-
ddio, d t., pp.l63ss., y A. REICHLIN, «Approaches to the Sources on A dul­
tery at Rome», en Reflections..., d t., pp.379ss., con particular interés por el
problema de la actitud sodal, la aplicadón real de la ley, y la posibilidad de
evadirla.

230
La c a l a m id a d a m b ig u a

33. Con la sola excepción de los poetas elegiacos, sobre cuya actitud véase F.
D e l l a CORTE, «Le leges Iuliae e l’elegia romana», en Austieg und Nieder-
gang derRomischen Welt Π, 30,1,1982, pp.531ss.
34. Así J. KAJANTO, L’onomastiquelatine, París 1977, pp,184ss.
35. Así G. BONFANTE, «Il nome della donna nella Roma arcaica», en Ren­
día Accad. Naz. Lintxi, d. se. mor., stor. efilol. 35(1980)3ss.
36. Es la hipótesis ya citada de E. PERUZZI, Le origini diRoma, pp.99ss.
37. Así R .L . M é n a g e r , «Systèmes onomastiques, structures familiales et
classes sociales dans le monde greco-romain», en Studia Doc. Hist, e Iuris
46(1980)146ss., a cuyas investigaciones me refiero en el texto.
38. En Julio Paris, donde leemos también que, según Quinto Mucio Escévo-
la, a las mujeres se les ponía el praenomen cuando se casaban (a diferencia de
los machos, que lo recibían al tomar la toga viril). Pero Festo, s.v. Lustríd
dies, Plu.2.288 E y Macr.5a/.l. 16.36, sostienen en cambio que el praenomen
se les imponían en el momento de la purificación, es decir, al octavo día del
nacimiento para las mujeres, y al noveno para los hombres.
39. Respectivamente Varro 2X9.61, y Fest.251.6.
40. Así de nuevo R.L. MÉNAGER, op.dt., p.203.
41. Sobre el sistema onomástico etrusco véase, entre otros, el ya clásico M.
CRISTOFANI, Introduzione all studio del!’etrusco, cit., y el más reciente de M.
TORELLI, Storia deglietruschi, Barí 1981, pp.71ss.
42. La afirmación de Pericles es transmitida por Tuc.2.45. La alabanza de
Bona Dea se encuentra en Varrón (en Lact.2nsí.l.22). Para el ejemplo puesto
por Macrobio véase Sat. 1.12.27.
43. M.J. F inley, «The Silent Women of Rome», en Aspects of Antiquity,
Discoveries and Controversies, Londres 1968, p. 131.
44. Liu.8.18.8.
45. Sobre el proceso véase C. HERMANN, Le rôle judidare et politique des
femmes sous la Républiqueromaine (= Coll. Latomus, 67), Bruselas 1964.
46. Sobre todo véase C. GALUNI, Protesta e integrazione nella Roma antica,
Bari 1970, p.31.
47. Liu.39.13.9.
48. Liu.39.15. 9.

231
E va C a n t a r e l l a

49. Esto no significa, por otra parte, que las Bacanales puedan interpretarse
sólo en clave de revuelta «feminista», según la hipótesis sostenida por C.
H e rm a n n , Le rôlejudiciaire et politique des femmes sous 1aRépublique ro­
maine, cit. Como nota justamente C. GALLINI, Protesta, cit., p. 5, las mujeres
eran sólo uno de los componentes de un movimiento más vasto y complejo
en el cual todas las clases «marginadas» expresaban su insatisfacción. Contra
la hipótesis simplificadora de la revuelta feminista véase además G. F r a n -
Ciosi, Clan gentilizio..., dt., I, pp.51-52, y C. B e ll u , Alcune considerazioni
sulla condizione giuridica délia donna nell’età repubblicana (Studi economi-
co-giuridid dell’Univ. di Cagliari, 49), 1979, pp.lSlss.
50. Cf. Hier. IouinAA9 = PL23.293.5.
51. Plu. CatMin. 7.17.
52. Liu.40.37.4-5.
53. Sobre la crisis demográfica, sobre su larga duración y sus consecuendas
véase M. F in le y , Manpower and the Fall of Rome, Aspects ofAntiquity,
Discoveries and Controversies, Londres 1968, pp,153ss.; P. SALMON, Popu­
lation et Depopulation..., dt.; E. P a r l a g e a n , «La limitation de la fécondité
dans la Haute-Epoque byzantine», en Annales E.S.C. (1969)1353ss., y con
referenda al papel jugado en esta direcdón, en los siglos sucesivos, por el as­
cetismo y la exaltadón de la castidad, sobre el cual volveremos a hablar, A.
R o u s s e l le , Sesso e societá alie origini dell’età cristiana, Bari 1985. Sobre
los sistemas anticonceptivos (a los que, entre otras cosas, para la época repu­
blicana, hacen referencia Lucr.4.1268-1272 y Plin./íA(29.27.85) véase S.B.
P o m e ro y , Diosas.., cit., p. 177 de la versión ital., y ahora D. G o u v e r itc h ,
Le mal..., cit., pp,195ss. Con referenda particular a los siglos del Imperio
véase, además, K. HOPKINS, «Contraception in the Roman Empire», en Stu­
dies in Society andHistory 8(1965-66)124ss.
Sobre el aborto, E. NARDI, Procurato aborto ne1mondo greco e roma­
no, Milán 1971; D. GOUBERTTCH, Lema!..., dt., pp.206ss., y G. PUGLIESE,
«H ciclo della vita individúale nell’esperienza giuridica romana, en Πdiritto
e la vita materiale (= Atti dei ConvegniLincei, 61), Roma 1984, pp.55ss.
54. Para Lucreda cf. Liu.1.58-60; para Virginia Liu.3,44-48. Cf. P. G r im a l,
L’amour à Rome, Paris 1963; trad. ital. L’amore a Roma, Milán 1964,
pp.23ss. Sobre el «mito» de Lucreda, sus orígenes, su fortuna, y sobre el mo­
do en que ha sido interpretado y elaborado a través de los tiempos cf. I. DO­
NALDSON, The Rapes ofLucretia. A Myth and its Transformations, Oxford
1982.
55. Liu.2.40, y Plu.CWo/33-34.

232
La c a l a m id a d a m b ig u a

56. Plu. TG 1.3-7, y CG 4.4 y 19.Een DESSAU, Inscriptiones latinae sdectae,


se ofrece, en cambio, la inscripción «Cornelia, hija del Africano y madre de
los Gracos». Sobre los personajes hasta aquí citados cf. P. G id e, Etude surla
condition privée de la femme, Paris 1885, pp.lOOss., que encuentra en sus his­
torias una prueba de la gran importancia de las mujeres, no solo en el campo
privado, sino también en el público.
57. Sobre este episodio véase H.L. G o r d o n , «The Eternal Triangle, First
Century B.C.», en C/28(1933)574ss.; R. FLACELIÈRE, «Caton d’Utique et
les femmes», en Mélanges Heurgon, I, Roma 1976, pp.293ss., y últimamente
L. Peppe, op.dt., pp.71ss.
58. Plu. Cat.Min.2S.\-\2 y 52.5-6. Sobre la acusación de avidez, cf. 52.6.
59. Stra.11.9.1.
60. QuintJfert. 3.5.11 y 10.5.15.
61. Cf. E. MALCOVATI, Donne di Roma antica, fase. 8,1 (Quademi di storia
romana, Reale Istituto di Studi Romani), 1945.
62. Cic. Cae/20ss. y Plu. Cic. 29. Para un intento de reconstrucción de las re­
laciones entre Cicerón y las mujeres de su familia véase T. CARP, «Two Ma­
trons of the Late Republic», en Reflections..., dt., pp.343ss., con conclusio­
nes tal vez un poco optimistas sobre la condición de las mujeres de la tarda
república, consideradas no «silenciosas» (según la definición de M. F in le y ),
sino capaces de gestionar con decisión las cuestiones que les incumbían per­
sonalmente, a pesar de que eran definidas y se definían «in terms of their
connection with amale figure» (p.353).
63. OrdliA617; 4626-7; 4639; 4644.
64. CIL6.15346 ( = Dessau, loser. lat. Sd., Π, 2, n. 8403). [Véase A PoaÑA, «Hi­
lar, parir y lloran los elogia de Claudia, Hélvia Prima y Eucaris», en Stuéa Grae-
colatina Carmen SanmiHan in memoriam dicata, Granada 1988, pp.349-361, de
donde tomamos la versión castellana del epitafio de Claudia que ofrecemos aquí],
65. Laudatio quae didtur Turiae, en Fontes iuris romani anteiustiniani, TTT
(Negotia), Florenda 1953, pp.209ss. (trad, ital. en L. S to r o n i M a z z o la n i,
Una moglie, Palermo 1982, pp.72ss.). Sobre d episodio, poniendo de relieve
la estima de que gozaba la mujer, y el papel que podía jugar, véase J. GAU-
DEMET, «Le statut de la femme dans l’Empire romain», en Recueils J. Bodin,
dt., XI, pp.l91ss., y en particular p.193; y redentemente, planteando el pro­
blema de la «cesión de la mujer fértil», y valorando el caso para establecer la
relación entre fundón reproductora y papel sodal de la mujer, véase L. PEP-
PE, op.dt., pp.70ss.

233
E va C a n t a r e l l a

66. Cf. D. DAUBE, Civil Disobedience in Antiquity, Edimburgo 1972,


pp.23ss. (The Women o f Rome), que explica en esta clave la diferencia entre
los gestos heroicos de trasgresión de las mujeres griegas, encaminados a po­
ner en discusión los valores masculinos, y los de las mujeres romanas, dirigi­
dos a confirmarlos y defenderlos.

234
X. EL PRINCIPADO Y EL IMPERIO

1. LOS SIGLOS DE LA EXPANSIÓN Y


LAS REGLAS JURÍDICAS:
LA P A T R IA PO TESTA S

Hacia el final de la República, Roma había visto mujeres di­


ferentes, más libres y con más conocimientos. Y el ordenamien­
to jurídico había registrado y en parte secundado estos hechos,
concediéndoles derechos hasta aquel momento negados. La su­
peración del viejo derecho gentilicio (que, según indica Gayo,
había caído en desuso en el siglo II) y el consiguiente resquebra­
jamiento de la patria potestas habían jugado un papel no indife­
rente en este proceso, permitiéndoles a las mujeres nuevas liber­
tades1.
Pero esto no significa que los poderes del pater no fuesen
muy fuertes todavía. Para convencerse de ello basta con pensar
en la persistencia de su derecho a exponer a los recién n’acidos.
Dos cartas de Plinio el Joven ofrecen testimonio de la difusión
de esta práctica. Dirigiéndose a Trajano, Plinio le plantea un
problema que, si bien ya había sido afrontado por Augusto,
Vespasiano, Tito y Domiciano, según recuerda él, sin embargo
todavía no había sido resuelto: el padre que, después de haber
expuesto un hijo, lo reclamaba, ¿tenía la obligación de reembol­
sar al que lo había recogido los gastos causados por su alimen­
tación?2 La exposición, practicada todavía en gran medida, se­
gún es evidente, seguía, como siempre, teniendo como víctimas

235
E va C a n t a r e l l a

fundamentales a las mujeres: en una inscripción de la época de


Trajano resulta que, de ciento sesenta y nueve beneficiarios de
la asistencia alimenticia, ciento cuarenta y cinco eran machos y
sólo treinta y cuatro hembras, lo cual difícilmente puede tener
más explicación que ésta: al igual que en los siglos precedentes,
las hembras eran diezmadas en el momento de su nacimiento.
Y, en los siglos siguientes, la continuación de disposiciones im­
periales sobre el tema muestra que la práctica seguía estando
muy difundida.
En el año 329, Constantino confirmó el derecho de reivindi­
car la libertad del expuesto, tenido en condiciones de esclavitud,
con la obligación de darle a quien lo había recogido el equiva­
lente de su valor, o bien un esclavo3. En el 331 el mismo empe­
rador estableció que quien hubiese criado a un expuesto, podía
a su discreción atribuirle la condición de libre o de esclavo4. So­
lamente en el año 374 una constitución de Valentiniano, Valen-
te y Graciano, conservada en el Código de Justiniano, prohibió
la exposición5; pero, evidentemente, la prohibición no eliminó la
práctica, y Justiniano en el 529 se vio obligado a volver sobre el
tema, confirmado que quien hubiese recogido a un recién naci­
do podía atribuirle la condición que le pareciese bien6.
Por lo demás, esto no quita para que la patria potestas hu­
biese sufrido notables limitaciones con respecto a los siglos pre­
cedentes. El padre, en caso de que no los hubiese expuesto, no
podía ya liberarse de los hijos vendiéndolos en condición de es­
clavos (como podía hacer antes) o dándoles la muerte. En el si­
glo segundo Trajano castigó a un padre, culpable de haber mal­
tratado a un hijo, privándole de la patria potestas y de las ex­
pectativas hereditarias7. Adriano castigó con la deportación a
una isla a un padre que había dado muerte a su hijo, culpable
de haber cometido adulterio con su madrastra8. Y, por último,
Justiniano equiparó el dar muerte a un hijo con un homicidio
de cualquier tipo9.

236
La c a l a m id a d a m b ig u a

2. EL MATRIMONIO Y EL DIVORCIO

La institución que había registrado la transformación más


profunda había sido el matrimonio. En época monárquica y en
los comienzos de la República, según hemos visto, el matrimo­
nio llevaba consigo la transferencia de la mujer a la familia de
su marido. Pero con el transcurso del tiempo este paso se había
visto cada vez de forma menos favorable y, progresivamente, el
matrimonio se había ido desvinculando de la adquisición de la
manus y se había transformado, al menos como principio, en
una relación personal paritaria, basada en la voluntad de los
cónyuges de ser recíprocamente marido y esposa.
Siempre que tuviesen capacidad para ello (llamada conu­
bium,, y ligada al hecho de haber alcanzado la pubertad y ser
ciudadanos romanos), dos personas, en época clásica, se consi­
deraban ligadas por vínculo matrimonial siempre que su convi­
vencia estuviese acompañada de lo que los juristas llamaban af­
fectio maritalis, es decir, de la intención justamente de ser mari­
do y mujer. Las ceremonias que rodeaban el comienzo de la vi­
da conyugal en realidad no tenían valor constitutivo, es decir,
no eran indispensables para el comienzo de la relación. Pero
ello no impide que tuvieran una función: confiriéndole solemni­
dad al matrimonio, servían estas ceremonias, en caso de que na­
ciesen disputas sobre la legitimidad de la unión, para proporcio­
nar una prueba cierta e indiscutible de la existencia de là affec­
tio maritalis·, cosa que, por lo demás, podía deducirse también
de otros elementos como, en particular, el llamado honor matri­
monii, es decir, un determinado comportamiento de los espo­
sos, representado, por ejemplo, por el hecho de que la mujer lle­
vase ciertos vestidos o participase en determinadas ceremonias,
reservadas exclusivamente a las matronae™.
De aquí que no existiesen actos a los que el derecho uniese el
efecto de hacer cesar el matrimonio. Puesto que la intención de
ser marido y esposa debía ser continua, bastaba con que, perdi­

237
Eva C a n t a r e l l a

da esa intención, los cónyuges dejaran de convivir, y el divorcio,


basándose en estas dos circunstancias, era automático, por así
decirlo. No tiene mayor relieve el que, regularmente, se acom­
pañase de declaraciones, como la célebre frase tuas res tibi ha­
beto, «tómate tus cosas», que el marido (el que acostumbraba a
tomar la iniciativa) decía a la esposa. Exactamente al igual que
las ceremonias que acompañaban el comienzo de la conviven­
cia, también estas declaraciones tenían sólo la función de dar
publicidad a su fin y, poder, por lo tanto, ser utilizadas como
prueba11.
En resumen, es muy raro encontrar en la historia una con­
cepción de tan grande libertad, al menos en el plano jurídico.
E igualmente subrayable es, sobre todo si se compara con los
siglos precedentes, el reconocimiento a hombres y mujeres de
derechos formalmente idénticos en materia de divorcio. Que
luego en la práctica social se valorase de modo diferente la deci­
sión de poner fin a la unión cuando la tomaba la mujer, es un
tema distinto, sobre el cual volveremos, y que (aunque no care­
ció de consecuencias) no resta valor al indiscutible progreso re­
presentado por la confirmación de la nueva configuración del
matrimonio, y por la concesión a las mujeres de nuevas liberta­
des, algunas de las cuales no ^ ^ ó l o formales.

3. LA DOTE, LA TUTELA Y
EL RECONOCIMIENTO DEL PARENTESCO
EN LÍNEA FEMENINA

Superado el momento en que las mujeres eran compradas, en


el matrimonio cum manu había nacido la práctica de dar a las
mujeres que se casaban una dote {dos), es decir, una determina­
da cantidad de bienes que, por un lado, compensaba a la mujer
de la pérdida de las expectativas hereditarias en relación con el

238
La c a l a m id a d a m b ig u a

grupo de origen (consecuencia automática de su paso a la nueva


familia) y, por otro, representaba una contribución a su manu­
tención.
Al quedar después en el matrimonio sine manu como una
aportación de la esposa ad onera matrimonii ferenda, es decir,
como instrumento de colaboración económica a la vida matri­
monial, la dote se confirmaba como práctica se puede decir que
sin excepciones. Y si bien no era jurídicamente necesaria para
que una unión fuese un matrimonio, la dote era, además de una
señal de prestigio social, uno de los elementos de prueba que
permitían con mayor seguridad distinguir un matrimonio de un
concubinato12.
Según las reglas del ius civile, los bienes dotales eran propie­
dad del marido (o, si se trataba de un filius familiae, de quien
tuviese la potestas sobre él). Pero a partir de la época augustea
una serie de disposiciones estableció límites cada vez más fuer­
tes a su poder de disponer de tales bienes, y reconoció a la mujer
el derecho de controlar los bienes de su dote.
En el año 18 a.C. una lex Iulia de fundo dotali (en realidad,
un capítulo de la lex Iulia de adulteriis) prohibió al marido alie­
nar los fundos dotales situados en territorio itálico. En el dere­
cho postclásico la prohibición se extendió a algunas propieda­
des inmuebles. Y Justiniano estableció, por último, qué el even­
tual consenso de la esposa en la alienación fuese ineficaz, revelando
claramente con esta norma protectora la dependencia psicológica
de las mujeres, pero interviniendo decisivamente, como quiera
que fuese, en la tutela de sus intereses.
Otras reglas se habían ido uniendo a éstas en el curso de los
siglos, encaminadas a consentir a la esposa recuperar la dote en
caso de disolución del matrimonio. Subordinado en un primer
período a un acuerdo explícito entre los cónyuges, en los últi­
mos siglos de la República el derecho a la restitución se había
convertido en automático. En otros términos, el marido podía
en todo caso ser obligado, gracias a una acción a propósito (11a-

239
E va C a n t a r e l l a

mada actio rei uxoriae), a restituir la dote a su mujer, excep­


tuando, eso si, su derecho, muy significativo, de retener una
parte por «malas costumbres» de ella y, en primer lugar, obvia­
mente, por adulterio.
Y el principio de que la dote debía volver a manos de la mu­
jer en el momento en que cesaba el matrimonio se confirmó ul­
teriormente al establecerse que la restitución implicaba no sólo
al marido que se divorciaba, sino también a sus herederos.
La regla de que el marido era el propietario de los bienes dotales,
aunque seguía subsistiendo en la teoría, quedaba así superada13.
También a partir de los últimos siglos de la República habían
sufrido sensibles modificaciones las normas que regulaban la
sumisión de las mujeres a tutela perpetua. Cambiando de tutor,
con un mecanismo complejo que se denominaba coemptio fidu­
ciae causa, las mujeres podían sustituir su tutor legítimo (según
sabemos, un familiar) por una persona de su confianza, prácti­
camente un testaferro, que en realidad no interferíá en sus deci­
siones, dejándoles completa libertad de determinación.
Ocurría además, de vez en cuando y desde hacía tiempo, que
los maridos, siempre que tuviesen a su esposa in manu y, en
consecuencia, pudiesen hacerlo, en vez de nombrar un tutor pa­
ra la esposa, le dejaban a ella por testamento la libertad de esco­
ger uno de su agrado (tutoris optio), con la posibilidad ulterior
de cambiarlo, en caso de que no les satisficiese su comporta­
miento.
Durante el Principado se admitió que la mujer a la que el tu­
tor no hubiese concedido la autorización para realizar determi­
nados actos, pudiese recurrir contra él.
Bajo Claudio, fue abolida la tutela legítima sobre las mujeres
«ingenuas» (como es sabido, las mujeres nacidas libres), y a la tute­
la quedaron sometidas, por lo tanto, tan sólo las libertas (esclavas
liberadas, sometidas al antiguo patrón). Por último, a partir de la
época de Constantino desapareció la tutela femenina14.

240
La c a l a m id a d a m b ig u a

Si bien con dificultad, en los siglos del Imperio se fue soca­


vando también el antiguo principio de que la tutela, al ser virile
officium, no podía ser ejercitada por las mujeres15. En la prime­
ra mitad del siglo II el jurista Neracio había admitido que las
mujeres que hubiesen hecho una postulatio al Príncipe pudie­
sen, de forma completamente excepcional, ejercitar este munus
masculorum 16.
Admitir la capacidad femenina como regla general (a pesar
del ejemplo de la práctica greco-egipcia, que desde hacía tiempo
conocía mujeres tutoras) fue, sin embargo, difícil. En el 224
d.C., la antigua regla de la exclusión de las mujeres fue confir­
mada por Alejandro Severo17. Pero en el 390 el principio adqui­
rió vigencia, y las viudas fueron admitidas en la tutela sobre los
hijos y los nietos, si bien tan sólo en caso de que faltasen tutores
legítimos y testamentarios, y a condición de que declarasen so­
lemnemente que no se casarían de nuevo18. Por último, en el
año 530 Justiniano extendió el derecho de tutela también a la
madre natural15.
Al mismo tiempo, otra modificación importante del sistema
jurídico había contribuido a mejorar la condición de las muje­
res. Antiguamente, el único parentesco reconocido por el dere­
cho era el de línea masculina (adgnatio) y, por tanto, entre ma­
dre e hijo no existía una relación reconocida y tutelada por el
derecho. Pero, a partir del final de la República, una serie de
disposiciones dio comienzo a una revisión de estos principios.
Gracias a la intervención del pretor, en caso de indignidad
del marido, la mujer podía obtener la custodia de los hijos, y se
estableció formalmente que éstos respetasen del mismo modo a
su padre y a su madre20.
En la época de Adriano un decreto del Senado (senatus con­
sultum Tertullianum) estableció que la madre, siempre que tu­
viese tres hijos (y, por lo tanto, gracias al iusliberorum, no estu­
viese sometida a tutela), pudiese heredar de ellos, si bien des­

241
E va C a n t a r e l l a

pués de los hijos de los hijos, el padre de los mismos y algunos


agnados21.
En el 178 un s.c. Orñtianum estableció que los hijos pudiesen
suceder a la madre con preferencia a los hermanos de ella y a
otros agnados22. Con Justiniano, en fin, la madre fue admitida
en la sucesión de los hijos, con independencia del requisito del
i us liberorum21.
Éstas son, pues, las innovaciones, determinadas en parte por
factores internos y en parte por el influjo del derecho helenísti­
co, que modificaron las viejas reglas del ius civile, favoreciendo
a las mujeres: síntoma evidente e indiscutible de profundos cam­
bios en la sociedad romana, y de coyunturas económicas y cul­
turales particularmente felices, de las que también la población
femenina sacó provecho. Y veamos ahora, más allá de la abs­
tracta afirmación de las reglas jurídicas, cuáles eran las condi­
ciones reales de vida de las mujeres y cuál fue la respuesta mas­
culina a estos cambios, para comprobar si también cambiaron
los hechos y en qué medida lo hicieron.

4. LOS HECHOS Y LAS IDEAS. LAS MUJERES EMANCIPADAS


Y LA ACTITUD DE LOS HOMBRES:
METELO NUMÍDICO Y ΤΓΓΟ CASTRICIO, MARCIAL Y JUVENAL
9

Los siglos entre Principado e Imperio, preparados por los úl­


timos de la República, fueron los de la «emancipación» de las
mujeres romanas. Convertidas en titulares de nuevos derechos
(con excepción, obviamente, de los derechos políticos, que en
Roma, como en Grecia, quedaron siempre reservados a los
hombres), las mujeres, se nos dice, disfrutaron de posibilidades
de instruirse y de cultivarse en el campo intelectual, se aventura­
ron en actividades antes exclusivamente masculinas, usaron am­

242
La c a l a m id a d a m b ig u a

pliamente el derecho de interrumpir matrimonios no gratos y


contraer sucesivas nupcias.
Y no sólo esto: practicando ampliamente la limitación de los
nacimientos, recurriendo al aborto, entablando relaciones amo­
rosas libremente escogidas y vividas fuera del matrimonio, las
mujeres gozaron de una libertad nueva y absolutamente impen­
sable antes: la libertad sexual.
Por lo menos esto es lo que suele sostenerse. Y según el pun­
to de mira en que se colocan los que observan este fenómeno,
las interpretaciones que suelen darse de él resultan diferentes y
discordantes: afirmación y victoria de las mujeres, que conquis­
taron en aquella época libertades en algunos aspectos parango­
nabas con las modernas, según sostienen algunos24. Deplorable
relajación de costumbres, sostienen otros, inmoralidad sin fre­
no, desinterés por la suerte del Estado; y, en consecuencia, cau­
sa no desdeñable, sino al contrario, principal, de la decadencia y
del fin del Imperio25.
Pero, ¿es posible y justo, más allá de las valoraciones que se
pueden dar, aceptar la imagen de una Roma poblada por muje­
res emancipadas, intelectualmente realizadas, libres de la tradi­
cional sumisión al hombre? En efecto, la literatura presenta fi­
guras de mujeres muy diferentes de las antiguas matronae', mu­
jeres que exhiben su cultura hablando en griego26, que frecuen­
tan los baños públicos27, que se entrenan para la lucha y
participan en las cacerías28, beben vino29, se maquillan30, se di­
vorcian como y cuando quieren, llegando, como hizo una de
ellas, a cambiar cinco veces de marido en ocho años31.
A pesar de la prohibición que tenían las mujeres de postulare
pro aliis, tenemos noticia de una abogada, una tal Afrania (o
Carfania), esposa del senador Licinio IBucón32, y de otra mujer,
hija del célebre orador Quinto H o rte n ^ Cátalo, que en el año ^
42 habría pronunciado un discurso ante fes triumviros33.
En edad augustea, Sulpicia escribe elegías, inspiradas en el
amor por un tal Cerinto34. Otra Sulpicia, contemporánea de

243
E va C a n t a r e l l a

Marcial, escribe poesías sobre el amor35. En edad imperial la


poetisa Melinno escribe un poema sobre la grandeza de Ro­
ma34. Muchas mujeres toman parte en los cultos de origen
oriental, y en particular en el de Isis, la diosa que en un papiro
de Oxirrinco (siglo II d.C.) es objeto de agradecimiento por ha­
berles dado a las mujeres fuerza igual a la de los hombres37, y
por cuyo influjo, según Diodoro, las reinas egipcias tenían más
prestigio que el rey y las esposas mandaban en sus maridos, que
en el momento del matrimonio se comprometían por contrato a
obedecer38. En resumen, una diosa cuyo culto (sobre el que vol­
veremos) había contribuido no poco a elevar la condición feme­
nina en Egipto.
Rechazando la idea de la propia inferioridad y, en conse­
cuencia, la de la propia subaltemidad necesaria, las mujeres o,
al menos, algunas de ellas, reivindican mayores libertades. Ha­
bituadas desde siempre a aceptar sin discusión los matrimonios
decididos por exigencias familiares, comienzan a rebelarse con­
tra esta práctica. En la época de Marco Aurelio el número de
mujeres de rango senatorial que quieren casarse con libertos es
tan grande que induce al emperador a establecer que bodas de
este género serán nulas. En el siglo ΙΠ (años 214-218) Calixto,
un ex-esclavo llegado a Papa, autoriza en cambio a las mujeres
senatoriales, que no quieren perder sus privilegios, a vivir en
concubinato con plebeyos y libertos.
En estos años Soemia, la madre siria del entonces jovencísi-
mo emperador Heliogábalo, encabeza un «senadito» de muje­
res, con sede en el Quirinal, cuyo fin es evitar que las mujeres de
rango sentorial pierdan sus privilegios al casarse con un marido
de otro rango39. Y muchas llegan a alcanzar este objetivo: por
algunas inscripciones del siglo III sabemos que Hidria Tertula y
Casia Feretria conservaron su rango, a pesar de haberse casado
con plebeyos40.

244
La c a l a m id a d a m b ig u a

Por lo tanto, queda fuera de discusión el hecho de que a partir


del final de la República había en Roma mujeres «emancipadas», y
que su número creció en gran manera entre los siglos I y Π.
Pero, sobre la base de esta consideración, ¿es posible hablar de
la «emancipación» de la mujer romana como un hecho general?
Las mujeres cuyos hábitos conocemos, las que gozan de los
nuevos derechos y combaten para tener otros (aunque sería más
justo hablar de privilegios antes que de derechos), pertenecen
todas a una sola clase, la aristocracia. ¿Y las otras? De ellas sa­
bemos bastante poco.
En Pompeya tenemos noticia de una tal Aselina, que vendía
bebidas calientes41. En Roma sabemos de mujeres que trabaja­
ban en tiendas, que eran copistas {amanuenses) o sastras (ves-
tifícaé). Algunas eran pedagogas, y existían médicos de sexo fe­
menino42. Pero, ¿la presencia femenina en el trabajo fuera de la
casa puede interpretarse como signo de emancipación?
Para los romanos, el trabajo, cuando servía para procurarse
dinero, era indignQ,de un hombre libre43; por lo tanto, la presen­
cia femenina en e^tS)nundo muy difícilmente puede interpretar­
se como índice de libertad44. El derecho al trabajo no estaba, no
podía estar, entre las reivindicaciones femeninas: era, antes
bien, una necesidad a la que tenían que plegarse algunas muje­
res (así como muchos hombres) y que, si bien llevaba consigo
inevitablemente una mayor libertad de movimientos, sería equi­
vocado interpretar como muestra de realización personal, a la
luz de valoraciones propias de nuestros días.
En resumen, de emancipación se puede hablar sólo a propó­
sito de algunas mujeres, aquéllas que disfrutaban ya desde hacía
tiempo de otros privilegios. E incluso dentro de estos límites y
de esta connotación bien precisa, la emancipación fue un proce­
so difícil, secundado en parte por la legislación, pero aceptado
con enormes dificultades por la conciencia social, como revela
claramente la imagen que de las mujeres «emancipadas» tenían
los hombres.

245
E va C a n t a r il l a

¿Cuál era, de hecho, la actitud masculina con relación a las


mujeres que usaban las nuevas libertades? ¿Cómo consideraban
los hombres la relación entre sexos? ¿Qué era lo que esperaban
de las mujeres?
Incluso sin alcanzar las alturas de la misoginia griega, los ro­
manos tenían desde siempre una idea bien precisa del papel de
las mujeres y una visión que no es precisamente de exaltación de
la relación matrimonial. Como los griegos, también los roma­
nos querían que sus mujeres estuviesen sometidas.
Parafraseando a Platón, en la República de Cicerón, dice Es-
cipión que cuando esclavos y mujeres no obedecen es la anar-
quía45.
Al recomendarles a los romanos la obse vencía de las reglas
de los padres, Livio no había perdido la oportunidad de poner­
les en guardia contra los peligros de las nuevas tendencias: las
mujeres son difíciles de controlar incluso cuando están sujetas
con las cadenas de las reglas del derecho antiguo, había dicho
aquél. Pero, si les damos libertades, si les concedemos derechos
iguales a los nuestros, ¿qué ocurrirá entonces? Cuando sean
iguales serán superiores46.
Pero, incluso sometidas (o quizá porque empezaban a no es­
tarlo de forma suficiente), las mujeres eran motivo de no pocos
enojos.
En el año 131 a.C., el censor Metelo Numidico había pro­
nunciado un discurso: «Si pudiésemos vivir sin esposa, Quirites,
viviríamos todos sin este engorro; pero ya que la naturaleza ha
querido que no se pueda vivir con ellas sin disgustos, ni sin ellas
de ningún modo, hay que preocuparse del bienestar duradero
antes que de un placer pasajero»47.
Cien años después, para animar a los romanos a casarse, Au­
gusto leyó este discurso en el Senado, y lo hizo público para que
todos lo conociesen. Y doscientos años más tarde, el rétor Tito
Castricio se preguntaba si Metelo no se había equivocado ape­
lando a las necesidades de la naturaleza, en vez de ilustrar las

246
La c a l a m id a d a m b ig u a

alegrías de la unión matrimonial. Pero concluyó que Metelo ha­


bía tenido razón. Los rétores, dijo, pueden hacer afirmaciones
falsas, tendenciosas, capciosas y engañosas: pero sólo si son ve­
rosímiles. Al ser los inconvenientes del matrimonio ampliamen­
te conocidos por todos, Metelo había actuado bien, por lo tan­
to, no intentando ocultarlos: de hecho, la necesidad de Estado
era el único argumento que podía convencer a los hombres para
que se casaran48.
Por lo tanto, hay que situar en este cuadro el hecho nuevo de
la «emancipación» de la mujer, a fin de comprender su alcance.
¿Cómo podían reaccionar los romanos ante la asunción, por
parte de las mujeres, de comportamientos que contrastaban con
la vieja regla de la sumisión, que ponían en discusión la idea del
matrimonio como «mal necesario» para el bien del Estado?
Para intentar comprenderlo, partiremos de las opiniones a
este propósito de los poetas de la época.
En la segunda mitad del siglo I d.C., Marcial tiene frente a sí
muchas mujeres cuyo comportamiento y cuya ideología es del
todo incompatible con los viejos modelos.
La «casta» Levina toma baños en las aguas del lago Averno,
o en las termas: y, en consecuencia, «cae en fuego amoroso:
planta a su marido, y se va tras un jovencillo»49. La mujer de
Galo, acusada de avidez, en realidad muy generosa. ¿Qué quie­
re, en realidad? «Dar, darse ella misma»50. Pola manda a sus
siervos vigilar a su marido, pero no quiere ser vigilada': «esto
equivale, oh Pola, a cambiar el esposo en esposa»51. La esposa
de Alauda se lamenta porque su marido hace el amor con las es­
clavas, pero ella lo hace con los litereros: he ahí lo que significa
la «paridad entre los cónyuges»52. La esposa de Caridemo tiene
relaciones con su médico53, y otra mujer casada pide a su mari­
do consentimiento para tener, no uno, sino dos amantes54. La
esposa de Panico se rodea de eunucos. ¿Por qué? Ella «quiere
satisfacer sus caprichos, pero no quiere saber nada de partos»55.
Proculeya abandona a su marido ya viejo, porque ya no es lo

247
E va C a n t a r e l l a

bastante rico, y lo licencia con la frase que en otro tiempo de­


cían los maridos: tuas res tibi habeto, «quédate con tus cosas»56.
Al igual que las mujeres descritas en la literatura helenística,
las romanas se emborrachan57, y cuando son ricas resultan into­
lerablemente despóticas:
«¿Me preguntáis por qué no quiero casarme con una
mujer rica? No quiero entrar en el matrimonio como
esposa de mi mujer. Que la matrona, Prisco, sea
siempre inferior a su marido, de otra forma no puede
haber igualdad entre ellos»58.
Estando así las cosas, ¿hay que maravillarse de que los mari­
dos deseen quedarse viudos?
«Fabiano, Licoris ha enterrado a todas las amigas que
tenía. ¡Qué bien si se hace amiga de mi mujer!»59.
La aspiración a la viudez como medio para liberarse de las
vejaciones de las esposas no aparece sólo en la sátira, sino tam­
bién en otros géneros literarios.
Plauto, en la Cistellaría, de una mujer que había muerto ha­
bía escrito que «por primera vez había tenido una cortesía con
su marido»60. ¿Un golpe fácil, destinado a solicitar la adhesión
del público? Sin duda: pero precisamente por eso resulta muy
significativo.
Pasemos ahora a Juvenal, el más grande poeta satírico de
Roma. En él, la denuncia de las ignominias femeninas recolta fe­
roz. Queda fuera de discusión que Juvenal era despiadado tam­
bién con los hombres, a quienes, corrompidos por las comodi­
dades y por las riquezas, acusaba de haber olvidado las costum­
bres y las virtudes de los antepasados. Pero, entre sus invectivas,
las dirigidas contra las mujeres son ciertamente las más duras y
testimonian una carga de misoginia que, en el furor polémico,
sobrepone al tema de la decadencia de las costumbres el de la

248
La c a l a m id a d a m b ig u a

«natural» corruptibilidad de la mujer, al margen de las caracte­


rísticas particulares de los distintos personajes.
La Sátira sexta, tal vez la más famosa, es una acusación des­
piadada, que no deja lugar alguno a la duda sobre lo que pensa­
ba Juvenal al respecto.
Postumo trata de casarse: «en estos tiempos que corren —le
pregunta el poeta—, preparas el contrato nupcial y los esponsa­
les... pero, ¿de verdad estás bien de la cabeza? Postumo, ¿vas a
tomar esposa? Dime, ¿qué Tisífone, qué serpiente te ha vuelto
loco? Tienes a tu alcance tantas cuerdas para colgarte, se abren
ante ti tantas ventanas altas y mortales, a dos pasos de tu casa
tienes a mano el puente Emilio, ¿y quieres reducirte a servir a
una mujer?»61.
Ursidio quiere un hijo y por ello busca una mujer como las
de los tiempos antiguos: pero ahora «las mujeres que sean dig­
nas de tocar las cintas sagradas de Ceres, las mujeres que no
tiendan trampas con sus besos hasta a su propio padre, son po­
cas»62. Casarse es un riesgo: «tomas esposa, y gracias a tu espo­
sa hete aquí que se convierte en padre el citaredo Equión, o
Glafiro, o Ambrosio el flautista»63.
Juvenal no hace distinción. Las mujeres son todas iguales,
desde las esposas de los emperadores a las más humildes: «Escu­
cha lo que ha debido tolerar el emperador Claudio. Cuando su
mujer (Mesalina) notó que él ya dormía, se atrevió a preferir la
estera de prostituta a su lecho del Palatino. Augusta meretriz,
cogió, de noche, unos capuchones, y se escapó seguida de una
sola esclava. Ocultando su negra cabellera con una peluca ru­
bia, se introdujo en la celda vacía que se le guardaba en un bo­
chornoso prostíbulo de viejos tapices. Allí, desnuda totalmente,
con los pezones adornados de oro, bajo el nombre fingido de
Licisca, prostituyó, oh noble Británico, el vientre del que tú na­
ciste. Recibió halagüeña a los que entraron, y les pidió su paga.
Más tarde, cuando el alcahuete despide ya a las mozas, se alejó
tristemente. Hizo todo lo posible para ser la última en cerrar su

249
E va C a n t a r e l l a

celda. Ardiente todavía por la tensión de sus sentidos vibrantes,


fatigada, pero no saciada, por los hombres, se marchó. Asque­
rosa, negruzcas mejillas, fea del humo de las lámparas, llevó al
lecho imperial el hedor del prostíbulo»64.
Pero la corrupción ha contagiado también a las más humil­
des: «La pasión es la misma tanto en las de alta posición como
en las de baja, y no es mejor la que pisa el sílex negro que la que
es conducida por la cerviz de corpulentos esclavos sirios»65. Las
más pobres tienen, sin embargo, un punto a su favor respecto a
las otras: «Pero éstas, con todo, están sujetas a las molestias del
parto, y soportan las fatigas de la crianza; la pobreza las obliga
a ello. En cambio, en los lechos dorados no yace casi nunca una
parturienta»66. Las damas romanas, en realidad, se solazan con
los eunucos: «...y sus besos suaves, porque la barba no pica. Y
además no precisan de abortivos. El placer es máximo, porque
no se les entrega al médico hasta la plena efervescencia de su ju­
ventud, cuando sus órganos han alcanzado la sazón deseada. Se
ha esperado, se les ha permitido crecer, y Heliodoro los extirpa
cuando ya pesan dos libras; el único perjudicado es el barbero.
Una verdadera y mísera debilidad consume a los muchachos de
los traficantes de esclavos, avergonzados de la bolsa y del gar­
banzo que les han dejado. Éste, que su propia dueña convirtió en
eunuco, ya de lejos es observado por todos, y si entra en los baños,
constituye el centro de todas las miradas. Puede desafiar sin nin­
gún peligro al dios custodio del jardín y de la uva»67.
Pero esto no es todo: sobre todo si son ricas, las mujeres
mandan en casa e imponen sus amantes al marido, compran y
venden a su gusto, son patronas absolutas y despóticas68. Ade­
más, tienen defectos menores, pero igualmente intolerables: son
afectadas, tratan de imitar a las mujeres griegas, «hasta en la ca­
ma grecizan»69. Hay también la que apenas se sienta a la mesa
«ya alaba a Virgilio, justifica a Elisa que se va a suicidar, pre­
senta paralelamente los poetas y los compara: pone a Marón en
un platillo de la balanza y a Homero en el otro. Los gramáticos

250
La c a l a m id a d a m b ig u a

retroceden, los rétores se declaran vencidos, y toda la concu­


rrencia cierra el pico»70. Para concluir, son capaces, por amor al
dinero, incluso de matar a sus propios hijos. Pero son bastante
peores que Medea: «No nos hemos de extrañar tanto de estos
monstruos famosos, siempre que es la ira la que empuja al cri­
men a este sexo, y una rabia que devora sus entrañas las arras­
tra furiosas... Yo no puedo soportar la mujer que calcula y co­
mete fríamente un crimen monstruoso. En el teatro contem­
plamos a Alcestis que muere en vez de su marido. Si a ellas se
les concediera una sustitución semejante, desearían salvar a su
perrita mediante la muerte del esposo»71.
En este punto se podría objetar que el odio de Juvenal por
las mujeres tiene acentos tan feroces que revelan una misoginia
individual y no pueden generalizarse. Pero sólo en parte sería
justo hacerlo. Ciertamente Juvenal expresa una aversión por el
sexo femenino que raya el límite de lo patológico: para él, nin­
guna mujer se salva, todo matrimonio es una unión detestable.
En esto era diferente Marcial, pues consideraba que existían
matrimonios que resultaban bien y estimaba a algunas mujeres:
Nigrina, según recuerda, era muy querida por su marido72;
Claudia Rufina y Aulo Prudente eran felices73; Teófila, mujer
culta y poetisa, era devota esposa74. La poetisa Sulpicia, no só­
lo era fiel a su marido, sino que además en sus obras exortaba a
las muchachas a la fidelidad conyugal75: también entre las doc­
tae puellae, entre las intelectuales ridiculizadas por Juvenal, po­
día haber, según Marcial, mujeres dignas de respeto.
Pero, más allá de esta diferente actitud individual, en los dos
poetas aparecen, y no por casualidad, los mismos temas y las
mismas acusaciones, evidentemente patrimonio del modo de
pensar en su tiempo. Tampoco sería justo objetar que la sátira
es un género literario malévolo por definición. De hecho, tam­
bién las otras fuentes reflejan una actitud todo menos favorable pa­
ra con las mujeres; para convencerse de ello bastará con examinar
los acentos con que hacen referencia a un comportamiento feme­

251
E va C a n t a r e l l a

nino al que ya hemos tenido ocasión de aludir, y que según los


testimonios de la época se había hecho habitual: la interrupción
voluntaria del embarazo.

5. EL ABORTO Y LA «CUSTODIA DEL VIENTRE»

A partir del siglo I d.C. las referencias al aborto se hacen ca­


da vez más numerosas. Cuando en el año 62 d.C. Nerón, para
poder unirse con Popea, decidió librarse de su esposa Octavia,
olvidando que precedentemente la había acusado de ser estéril,
la acusó de haber abortado para eliminar el fruto de una rela­
ción adulterina con Aniceto. La elección de esta acusación no
fue casual: siendo particularmente grave e infamante, habría he­
cho más fácil justificar la drástica sanción que el emperador te­
nía la intención de infligir a su esposa, como hizo en realidad al
relegarla a la isla Pandaría (hoy Ventotene), donde fue asesina­
da más tarde76.
Plutarco denuncia el recurso de fármacos por parte de «mu­
jeres disolutas, que hacen uso de expulsivos y abortivos para ser
embarazadas de nuevo y experimentar placen)77.
Hacia la mitad del siglo I, el filósofo Favorino, retomando
una acusación dirigida a las mujeres ya antes por Ovidio78y por
Séneca79, habla de la locura de las mujeres que no solo no ama­
mantan a su hijos, sino que además abortan para que no se les
afee el vientre80.
La práctica de interrumpir voluntariamente el embarazo es­
taba muy difundida, como demuestra por otra parte el interés
que tienen por el problema médicos como Sorano de Éfeso (que
ejerció en Roma en los primeros decenios del siglo II)81, y astró­
logos como aquel Máximo que, también en el siglo II, se ocupó
del influjo de la luna en el aborto, señalando los períodos favo­
rables y los desfavorables82.

252
La c a l a m id a d a m b ig u a

Pero lo que es particularmente interesante son las reproba­


ciones que suscitaba esta práctica, y las razones de las mismas.
Para conocerlas es bastante útil examinar la respuesta que dio el
jurista Juliano (en tomo al 120 d.C.) a una cuestión que se le
había sometido. Si a la esclava Aretusa se le ha concedido la li­
bertad a condición de que para tres hijos, y si Aretusa no los pa­
re porque es obligada por el heredero a usar anticonceptivos o a
abortar, ¿puede ser considerada libre? La respuesta de Juliano
fue positiva: Aretusa debía ser considerada libre83.
Evidentemente, hacer abortar a una esclava era cosa habi­
tual, que nadie consideraba negativamente. Por lo tanto, el
aborto no era reprobado en cuanto supresión de una vida hu­
mana. Si era decidido por el patrón o por el marido, entraba
dentro de lo regulado, tal como en época más antigua entraba
la muerte de un hijo, siempre que la decidiese el padre.
Se deduce de ello que la razón por la que los romanos se
oponían a la interrupción del embarazo era distinta de aquélla
por la que le eran hostiles los cristianos, según los cuales el feto
era ya un hombre: «A nosotros, una vez vedado el homicidio,
—escribe Tertuliano—, nos queda vedado también matar al
concebido en el útero mientras el ser humano sigue siendo for­
mado por la sangre. Impedir el nacimiento es anticipar el homi­
cidio, y no es diferente arrancar el alma ya nacida o mientras es­
tá naciendo. Es hombre ya el que ha de serlo, igual que todo
fruto está ya en la semilla»84.
Para los romanos, en cambio, como dice el jurista Papinia­
no85, el nascituro homo non recte dicitur, es decir, no es justo
afirmar que el nascituro es un hombre. Para ellos, ligados en es­
to a la cultura estoica, el feto era solo spes animantis, esperanza
de un ser viviente86.
Entonces, ¿por qué eran tan contrarios al aborto, y acusaban
a las mujeres que recurrían a él de hacerlo por razones torpes,
como el deseo de ocultar el fruto de relaciones ilícitas o de no li­
mitar su desenfrenada actividad sexual a causa del embarazo, o,

253
E va C a n t a r e l l a

en el mejor de los casos, por motivos futiles como el miedo a


que se les afease el vientre? Porque del hombre, y sólo del hom­
bre, era y debía ser el derecho de decidir. Y he aquí que hace su
aparición, en el siglo II, una nueva institución jurídica: la custo­
dia del vientre en interés del marido.
Bajo Marco Aurelio y Lucio Vero, un marido, un tal Rutilio
Severo, dado que su esposa, de la que se había divorciado, ne­
gaba estar encinta, mientras que él sostenía que sí estaba, le pi­
dió al Emperador que resolviese el problema. Y los divi fratres
respondieron de este modo: que la mujer fuese a tres comadro­
nas, encargadas de descubrir la verdad. Y en caso de que asegu­
rasen que estaba embarazada, mandaron que se nombrase un
guardián de su vientre, para controlar que no abortase87.
Para concluir, el derecho había cambiado, y con él también
las costumbres de las mujeres, o mejor, de algunas mujeres. Pe­
ro la actitud que existía con relación a este cambio no era favo­
rable en absoluto. Las novedades en este campo se observaban
con recelo, y se desconfiaba de las mujeres emancipadas. Pro­
bablemente algunas mujeres, entre las pertenecientes a las clases
privilegiadas, que habían podido disfrutar de las libertades con­
cedidas, habían abusado, por así decirlo, de tales libertades. Pe­
ro de estos casos el sentir general sacaba reglas generales: toda
libertad se miraba como licencia, señal de disolución, desenfre­
no, egoísmo y lujuria.

6. LAS ESPOSAS EJEMPLARES: ARRIA

Los hombres aceptaban a duras penas la idea de que sus mu­


jeres (hijas, esposas y madres) fuesen diferentes de Virginia y
Lucrecia. Y los modelos que se seguían poniendo, en oposición
a la degeneración que lo inundaba todo, no eran muy diferentes

254
La c a l a m id a d a m b ig u a

de los antiguos. En un epigrama, Marcial recuerda a una mujer


digna de todo elogio:
«Al entregar la casta Arria a Peto el puñal que acaba­
ba de extraer ella misma de su pecho, le dice: “crée­
me, la herida que yo me he hecho no me duele, pero
la que tú vas a hacerte, me mata”.»88.
¿Quién es esta Arria? Además de Marcial, nos hablan de ella
Tácito y Plinio, que recuerda en las Epistulae a mujeres, y en
particular a esposas, merecedoras de alabanza89. A lo largo de
su vida, Arria había dado muestras de su forma de ser en diver­
sas ocasiones. Al morirle un hijo, para no entristecer a su mari­
do, que se encontraba enfermo en aquel momento, le había
ocultado lo ocurrido: entraba sonriente en su habitación para
darle ánimos, y salía para llorar, volviendo a entrar sólo cuando
podía sonreír de nuevo. Pero ésta no fue más que una pequeña
prueba de sus aptitudes. En el año 42 Peto, el marido de Arria,
fue condenado a muerte por haber tomado parte en la conjura­
ción de Escriboniano contra Claudio. Al morir Escriboniano
ajusticiado, Arria le escribió a su viuda, reprochándole no ha­
berse dado muerte junto con su marido, como pensaba hacer
ella, y en efecto hizo. Para disuadirla su yerno le preguntó si se
habría alegrado en caso de que su hija se hubiera suicidado al
saber que tendría que morir él. Pero la intervención del yerno
no valió para nada: «estaría feliz, respondió Arria, si ella hubie­
se sido contigo tan feliz como yo lo he sido con Peto».
Por lo tanto, cuando llegó el momento, Arria no había duda­
do. Ante su marido, para animarlo a hacer lo mismo, se clavó
un puñal en el pecho, diciéndole: «¡Peto, no me duele!» (Paete,
non dolet/).
Por consiguiente, éstas eran las mujeres dignas de respeto: las
que eran como Arria, o como la esposa, también recordada por
Plinio, que se había suicidado arrojándose al lago de Como con
su marido, que padecía una enfermedad incurable90.

255
E va C a n t a r e l l a

Pero antes de concluir estos apuntes sobre el momento de la


máxima expansión de los derechos femeninos, así como sobre la
hostilidad con que fueron recibidos los cambios de costumbres,
es necesario examinar otro aspecto fundamental de la sociedad
romana, es decir, los cultos religiosos.

7. DIVINIDADES Y CULTOS FEMENINOS ROMANOS:


EL CULTO DE VESTA

Ya hemos tenido ocasión de aludir, a propósito de las muje­


res en la edad más antigua, a las divinidades femeninas que te­
nían culto en Roma, y hemos descubierto la analogía entre las
imágenes divinas y la condición femenina. Pero ahora es necesa­
rio volver sobre este asunto, para ver si los cultos de estas divi­
nidades han cambiado, y en qué manera, en concomitancia con
los cambios de las costumbres y de las reglas jurídicas.
En Roma, exactamente como en Grecia, existían desde la
más remota antigüedad cultos femeninos, articulados de acuer­
do con la condición de las mujeres que podían tomar parte en
ellos. Y la primera distinción dentro de la población femenina,
a estos efectos, era la que existía entre vírgenes y mujeres casa­
das (matronae), señalada por la división entre el culto de la For­
tuna virginalis, a la que, al llegar la pubertad, dedicaban las mu­
chachas el vestido llevado durante la adolescencia, y el de la
Fortuna prímigenia de Preneste, protectora de las matronae.
Dentro de la categoría de las mujeres casadas, además, exis­
tía una subcategoría representada por las univirae, las mujeres
que habían tenido un solo marido, a las cuales les estaban reser­
vados cultos exclusivos, como el de la Fortuna muliebris, cuyo
nacimiento estaba unido en la leyenda al episodio de Coriolano;
el de la Pudicitia, reservado a las univirae patricias; y el de Bona

256
LA CALAMIDAD AMBIGUA

Dea, que se celebraba cada año en casa de la esposa del cónsul,


el cual tenía que irse de su casa durante la celebración.
Al lado de la distinción en vírgenes y matronas, otras clasifi­
caciones separaban además a las mujeres, según fuesen libres o
esclavas, mujeres honestas o prostitutas. Y de acuerdo con su
pertenencia a una u otra de tales categorías, participaban en
cultos especiales y reservados: las esclavas celebraban las Nonae
Caprotinae (llamadas feriae ancillarum), una especie de carica­
tura de las fiestas reservadas a las matronas, pero en los oríge­
nes, con toda probabilidad, una celebración semejante a las fies­
tas matronales. Las plebeyas celebraban la Pudicitia plebeya,
análoga a la patricia y surgida, según la leyenda, después de ha­
ber sido expulsada Virginia en el año 256 del culto de las de su
clase, por haberse casado con un plebeyo. Por último, las pros­
titutas participaban en el culto de la Fortuna virilis, semejante
al de la Fortuna muliebris91, que tenía lugar en los baños mas­
culinos.
La separación de los cultos, por tanto, señalaba una serie de
distinciones fundamentales, destinadas a la reproducción de un
orden social y jurídico infranqueable y a la codificación de un
modelo de vida caracterizado por la consideración del matrimo­
nio como momento central de la vida femenina y por la indica­
ción de un código ideal de comportamiento, representado por la
univira.
Tampoco cambiaron las cosas con la progresiva difusión de los
divorcios (regularmente determinados, por lo demás, por la inicia­
tiva masculina), y con la política demográfica augustea, que obliga
a viudos y divorciados a unas segundas nupcias: aunque hubiera
tenido más de un marido por razones independientes de su volun­
tad (esto es, por haber sido viuda o repudiada), la mujer que se vol­
vía a casar perdía los privilegios ligados a la condición de univira y,
por lo tanto, se veía de algún modo penalizada por el hecho, objeti­
vamente considerado, de no responder a un modelo que la praxis
social hace tiempo que había dejado anticuado92.

257
E va C a n t a r e l l a

La articulación de los cultos corresponde, por lo tanto, a una


clasificación muy significativa de las mujeres, e indica con toda
evidencia el papel que se les asigna en la sociedad y el compor­
tamiento que de ellas se esperaba. Y no sólo eso: la simetría en­
tre los ritos patricios y los plebeyos (piénsese en la Pudicitia) re­
vela sin lugar a dudas que la ideología de las clases más bajas no
era diferente de la del patriciado. Al margen de la separación
social que señalaban cultos y ritos, el modelo de comportamien­
to propuesto era el mismo.
Dicho esto, vamos a examinar algunos hechos, con inde­
pendencia de que sean verdaderos o legendarios.
A partir del siglo II a.C., algunos prodigios habían denuncia­
do el comportamiento licencioso de algunas matronae\ y dado
que los romanos consideraban que la prosperidad y la grandeza
del Estado dependían en gran manera del comportamiento de
las mujeres, las culpables habían sido castigadas y se había eri­
gido un templo a Venus Obsequens, la diosa que tenía que re­
cordar a las mujeres cuáles eran sus obligaciones.
En el año 114 a.C. un prodigium singularmente preocupante
señalaba de nuevo las malas costumbres femeninas. Una mu­
chacha de la aristocracia, Elvia, había sido alcanzada por un ra­
yo, que había descompuesto sus vestidos al tiempo que la mata­
ba: señal clarísima de la disolución, no sólo suya, sino de todas
las mujeres y, en particular, de las pertenecientes al estamento
ecuestre. En efecto, Elvia era hija de un caballero, y el rayo la
había alcanzado durante un viaje, después de haberle mandado
su padre montar a caballo, para protegerla de un violento tem­
poral. El Estado había reaccionado con firmeza: se construyó
un nuevo templo, dedicado a Venus Verticordia, la diosa que
inclinaba el corazón de las mujeres hacia la virtud93, y tres vesta­
les (las sacerdotisas de Vesta, sobre las cuales hablaremos pron­
to), acusadas de haber violado el voto de castidad trentenal a
que estaban obligadas, habían sido sepultadas vivas94.

258
La c a l a m id a d a m b ig u a

Pero la situación no había mejorado. En el año 63 a.C., el


culto de Bona Dea fue profanado por Publio Clodio, que había
entrado con vestidos de mujer en la casa de César, en el hogar
de cuya mujer se celebraba el culto en aquella ocasión; César
había repudiado a Pompeya porque debía estar «por encima de
toda sospecha»95. En tiempo de Juvenal, si creemos sus relatos,
los altares de la Pudicitia y de Bona Dea eran profanados por
las mujeres, que sin recato alguno escogían los lugares sagrados
para hacer exhibición de su lujuria: Tulia y Maura, hermanas
de leche, al pasar junto al antiguo altar de la Pudicitia «de no­
che dejan junto a ella sus literas, se mean en este lugar, y llenan
de abundante porquería la efigie de la diosa. Cabalgan mutua­
mente una encima de otra, se zamarrean bajo la mirada de la lu­
na. Después regresan a sus casas, y tú pisas la orina de tu mujer
cuando, vuelto ya el día, vas a visitar a tus nobles amigos. Son
muy conocidos los secretos de la Bona Dea, cuando la flauta
aguijonea los lomos, y fuera de sí, las ménades de Príapo aúllan,
arrebatadas tanto por el vino como por el alarido del cuerno, y
hacen volar sus cabelleras. ¡Qué voluptuoso deseo, entonces, en
sus mentes! ¡Qué gritos, cuando se encabrita la pasión! ¡Qué to­
rrente de vino puro se escurre por sus piernas bañadas! Saufeya
desafía las mozas de los alcahuetes: el premio es una corona.
Gana el concurso de contonear las caderas, pero se ha de rendir
ante los meneos de Medulina. La palma es repartida a ambas
campeonas: virtuosas en este arte lo son ya de nacimiento. En
este lugar no se finge nada: todo es tan verdadero que enardece­
ría al hijo de Laomedonte, rígido ya por siglos, o al herniado
Néstor. Aquí la mujer se muestra tal como es, con un prurito
que no admite demora. Un clamor repetido surge por todo el
antro: “¡Es lícito! ¡Deja que pasen los hombres!”»96.
La descripción de Juvenal ciertamente debe tomarse con cau­
tela: después de lo que hemos recordado sobre su persona, es
muy legítimo sospechar que exagere. Pero, al margen de esto,
no hay duda de que los cultos femeninos han cambiado: o me­

259
E va C a n t a r e l l a

jor, los cultos eran los mismos, pero las mujeres se comporta­
ban de tal forma que eran indignas de tomar parte en ellos. En­
tre ideología y práctica la discrepancia se hacía cada vez más
fuerte y peligrosa: por un lado estaban los viejos principios, que
el tiempo no había cambiado, y cuya importancia seguía siendo
fundamental para el Estado; por otro estaba la actitud de las
mujeres.
Por tanto, el profundo cambio del comportamiento femeni­
no no fue paralelo a un cambio de la ideología y de los modelos
que propugnaban la religión y los cultos antiguos. Fueron las
mujeres, con sus trasgresiones, quienes pusieron en discusión
los principios que la civitas seguían valorando y, en primer lu­
gar, el de la subordinación.
Un solo culto, entre los propiamente romanos, podría pare­
cer a primera vista diferente de los demás, y por su diversidad
ha sido señalado como uno de los hechos que contribuyeron a
la emancipación femenina: se trata del culto de Vesta, cuyas sa­
cerdotisas pueden parecer (y en algunos aspectos lo eran) muje­
res «emancipadas».
Destinadas a servir a la diosa durante un período que en los
orígenes, según Dionisio de Halicarnaso, habría sido de cinco
años97, y elegidas con el sistema que pronto veremos, según Plu­
tarco primero en número de dos, luego de cuatro, y por último
de seis98, las Vestales en época histórica eran consagradas a la
diosa por treinta años, durante los cuales eran obligadas a man­
tenerse castas; gracias a su consagración, quedaban libres de la
sumisión a la patria potestas y exoneradas de la tutela; de este
modo, eran las únicas mujeres que, muchos siglos antes que las
demás, podían hacer testamento sin necesidad de obtener una
autorización masculina. En consecuencia, la figura de la sacer­
dotisa de Vesta habría sido, en muchos aspectos, la de una mu­
jer diferente y más libre, cuya existencia habría contribuido a
allanar el camino hacia la emancipación99.

260
La c a l a m id a d a m b ig u a

Por otra parte, si bien se mira, sobre la emancipación de la


Vestal y sobre la imagen femenina que representa se podría dis­
cutir bastante. Aunque consagrada a la castidad, en primer lu­
gar, la Vestal (como la Diosa cuya imagen representaba) era al
mismo tiempo virgo y mater, fecunda como la tierra y, por ello,
llamada Tellus M ater (tierra madre). En segundo lugar, su ves­
timenta y el aderezo de sus cabellos, divididos en seis mechones
por medio de horquillas curvas, y acomodados con una cinta de
lana tejida con hilos blancos y rojos, eran los de una uxor, sien­
do su condición la propia de las matronas. Además, celebraba
ritos que reproducían algunas funciones típicamente femeninas,
estilizadas en el rito de la stercoratio (acción de la limpieza) y de
la preparación de algunos alimentos, como la mola salsa. Por
último, las Vestales celebraban el fascinus, el órgano reproduc­
tor masculino, es decir, la misma divinidad (personificada en el
dios Tutunus Mutunus) que honraban las prometidas para evi­
tar la esterilidad, en una ceremonia solemne que precedía a la
celebración de las nupcias.
Para concluir, si bien jurídicamente estaban emancipadas del
pater y libres de la necesidad de tener un tutor, las Vestales, al
igual que las otras mujeres, estaban sometidas al poder de un
hombre. En efecto, eran elegidas (a una edad que iba de los seis
a los diez años) por un sumo sacerdote, el Pontifex Maximus,
que las seleccionaba entre las demás candidatas pronunciando
una fórmula solemne (Te, Amata, capio), en virtud de la cual la
muchacha quedaba libre de la sumisión familiar, pero caía bajo
el poder del Pontifex. Y la extensión de este poder era tal que,
en caso de que violase el voto trentenal de castidad, conllevaba
el derecho de darle muerte, sepultándola viva en una solemne
cermonia pública, que servía de lección, no sólo a las otras Ves­
tales, sino también a todas las mujeres que pudiesen tener la
tentación de no cumplir con sus deberes.
j^s^pjles, a pesar de su carácter sacro y de su virginidad, la
Vestal éra una imagen femenina que reproducía el modelo de la

261
E va C a n t a r e l l a

matrona, presentado como universal precisamente en aquello


que presentaba como la única hipótesis de «diversidad».
Por consiguiente, no es en la figura de la Vestal donde pue­
den encontrarse elementos idóneos para promover la emancipa­
ción femenina; y, de forma más general, no era en los cultos tra­
dicionales de la religión romana, defendidos como estaban de
cualquier elemento que tendiese a cambiarlos y a dar lugar a la
nueva actitud de las mujeres. La ideología «oficial» se oponía a
la emancipación, y tendía (encontrando amplia respuesta en la
consciencia social, como ha tratado de demostrar la sección
precedente) a mantener firmes e inmutables los principios y los
modelos de la edad más antigua. Pero esto no impide que otras
religiones hayan contribuido a emancipar a las mujeres, en una
medida en modo alguno despreciable.

8. LOS CULTOS ORIENTALES: ISIS

A partir del siglo III, una serie de cultos de diversa proceden­


cia vino a situarse al lado de los tradicionales de los romanos, o
a injertarse en ellos (y, en consecuencia, a transformarlos), ayu­
dando a las mujeres a salir del encarcelamiento que les señala­
ban como inevitable los cultos antiguos. Prescindiremos aquí
del episodio de las Bacanales, que había señalado ya en época
republicana el desasosiego femenino (aunque sea como parte de
un malestar social más general), y había puesto en peligro los
principios sobre los que estaba fundada la organización familiar
y estatal.
Ya desde el siglo III, el culto griego de Afrodita se había
mezclado con el de la Fortuna romana y era celebrado en las
fiestas Veneralia. En el año 205 a.C. se había introducido el cul­
to de la Gran Diosa de Frigia, señalada en los Libros Sibilinos

262
La c a l a m id a d a m b ig u a

como la única divinidad capaz de salvar a Roma de Aníbal y


venerada en Occidente con el nombre de Magna M aterIdaea.
En las fiestas Vinalia se celebraba el culto de la Venus Ery­
cina (venerada en Erice, en Sicilia). Gradualmente, la Venus ro­
mana se identificó con la siria Astarté y con la egipcia Isis100. Y
el culto de Isis contribuyó particularmente a cambiar a las mu­
jeres de manera sensible.
Isis era una divinidad consoladora de los sufrimientos huma­
nos, que infundía la esperanza en una vida ultraterrena. Para
ella los seres humanos eran todos iguales, fuesen libres o escla­
vos: en efecto, todos tenían un alma inmortal, con independencia
de su condición social o de su sexo. Sus sacerdotes podían ser tan­
to hombres como mujeres, y todas las mujeres, sin distinción al­
guna, podían tomar parte en su culto: de hecho, además de es­
posa y madre, Isis había sido prostituta en Tiro durante diez
años y, en consecuencia, admitía junto a ella también a las mu­
jeres que se vendían. Borrando las diferencias, daba paso a una
mezcla entre personas que en la práctica social estaban destina­
das a no tener relaciones.
Además de esto, el ritual del contacto místico con la divini­
dad implicaba una relación nueva y diferente con el sexo. No es
casual que todos los que frecuentaban los templos de la diosa,
que surgieron en Roma a partir del año 50 a.C., fueran acusa­
dos por la voz del pueblo y de las autoridades de prostituirse.
Los intentos de frenar la difusión de este culto fueron nume­
rosos. Augusto ordenó la demolición del templo de Isis y Sera­
pis, que había sido construido después de la muerte del César;
pero nadie aceptó llevar a cabo la sacrilega orden, con lo que el
cónsul se vio obligado a abatir la puerta del templo personal­
mente, a golpes de hacha101.
En el año 19 d.C. un episodio singular sirvió de pretexto para
una represión. Decio Mundo, para obtener los favores de Pauli­
na, convenció a los sacerdotes de la diosa, corrompiéndolos con
una fuerte suma, para que le dijesen a la mujer que el dios Anu-

263
E va C a n t a r e l l a

bis quería verse con ella en el templo, de noche; se presentó lue­


go disfrazado del dios, y dio satisfacción a sus deseos. Pero Ti­
berio, al conocer el episodio, reaccionó con firmeza: hizo cruci­
ficar a los sacerdotes, demolió el templo y mandó arrojar al Ti­
ber la estatua de la diosa102.
La difusión de los nuevos cultos perturbaba el orden estable­
cido, llenaba de desbarajustes las casas romanas, era considera­
da como causa de una licenciosidad inadmisible: si Juvenal, co­
mo hemos visto ya, describía a dos mujeres que practicaban el
amor homosexual cerca del altar de la Pudicitia103, Minucio Fé­
lix y Tertuliano sostenían que en los templos se cometía adulte­
rio y se ejercitaba la prostitución entre los altares.
Fueran verdaderas o falsas, las habladurías no eran casuales.
En nombre de los nuevos cultos estaban cambiando demasiadas
cosas, demasiados principios se veían sacudidos, demasiadas li­
bertades eran reivindicadas por personas que antes no habrían
pensado jamás en poner en discusión su inferioridad: ahora se
consideraban «personas» esclavos y mujeres, iguales a las demás
personas, es decir, iguales respectivamente a los libres y a los
hombres. Y otro culto, al lado de los que hemos visto hasta
ahora, contribuía de manera sensible a difundir ideas nuevas y
subversivas: el culto cristiano.

9. EL CRISTIANISMO

La predicación de Cristo actuó profundamente, aportando


innovaciones radicales en la relación entre sexos y poniendo en
discusión, al mismo tiempo, las concepciones hebraicas y las ro­
manas.
En los umbrales del Nuevo Testamento, el matrimonio para
los hebreos era sagrado, pero la organización y la ideología fa­
miliar no eran favorables en absoluto a las mujeres. Contempla­

264
La c a l a m id a d a m b ig u a

da solamente como instrumento de la procreación, la mujer es­


taba totalmente sometida al poder masculino y, en particular, al
del marido, que podía tener más esposas y repudiarlas a su gus­
to104. Para Jesús, en cambio, el matrimonio era monogámico e
indisoluble. A los fariseos, que le habían preguntado para pro­
vocarlo si había que consentir el repudio, les había contestado
explicándoles que el hombre, en el momento del matrimonio,
dejaba a su padre y a su madre por voluntad divina, formando
con su esposa «una sola carne»; por consiguiente, nadie debía ni
podía separar lo que Dios había unido105.
También para los romanos (que, a diferencia de los hebreos,
eran monógamos) la predicación de Cristo era revolucionaria:
como sabemos, el divorcio estaba muy difundido, y se admitía
desde una época muy antigua. Pero, además de esto, otro prin­
cipio predicado por los cristianos perturbaba una certeza secu­
lar de los romanos. Hombre y mujer, según Jesús y sus seguido­
res, tenían igual dignidad en el matrimonio. Pablo, en la prime­
ra Carta a los Coríntios, escribía: «El marido otorgue lo que es
debido a la mujer, e igualmente la mujer al marido. La mujer no
es dueña de su propio cuerpo: es el marido; e igualmente el ma­
rido no es dueño de su propio cuerpo: es la mujer. No os de­
fraudéis uno al otro, a no ser de común acuerdo por algún tiem­
po, para daros a la oración, y de nuevo volved a lo mismo a fin
de que no os tiente Satanás de incontinencia»106. Y en la Carta
a los Gálatas, más en general, afirmaba que no debía haber ya
más «ni judío, ni griego; ni esclavo, ni hombre libre; ni mujer, ni
hombre»107.
Que la afirmación de semejantes principios contribuyó, y no
poco, a dar a las mujeres una nueva conciencia de sí mismas y a
enseñar a los hombres un mayor respeto hacia las mujeres resul­
ta indiscutible.
Pero, una vez admitido esto, hay que tomar en consideración
otro aspecto de la predicación cristiana. No sin contradicción,
al lado de la afirmación de la paridad entre los sexos, contenía

265
E va C a n t a r e l l a

aquélla referencias explícitas a la posición de preminencia del


hombre en la familia y, de modo más general, a la superioridad
masculina: «la cabeza de la mujer (es) el varón», escribía Pablo
en la misma Carta a los Corintios108 en que había descrito el
matrimonio como una relación paritaria, y «el varón ... es ima­
gen y gloria de Dios, mas que la mujer es ¿loria del varón»109.
El tema de la subordinación reaparece, por consiguiente,
acompañado de otro tema, que tendrá consecuencias en modo
alguno irrelevantes: el que vive en estado de castidad está más
cerca de Dios que el que vive en estado matrimonial.
«A los no casados y a las viudas les digo que les es mejor per­
manecer como yo. Pero, si no pueden guardar continencia, cá­
sense, que mejor es casarse que abrasarse»110, escribe el propio
Pablo, en la primera Carta a los Corintios. El matrimonio, en
resumen, sirve para evitar las tentaciones de la carne, pero el
que vive en castidad está más cerca del reino de los cielos111. Es­
te principio se irá desarrollando, en los siglos siguientes, en una
óptica cada vez más ginecofóbica. Pero sobre este tema volve­
remos.
La predicación de Cristo introduce de todos modos princi­
pios nuevos y diferentes: las mujeres, a las que bautizaba junto
con los hombres, eran para él interlocutores, al margen de su
pertenencia sexual. Tanto la tradición hebraica como la óptica
con que los romanos miraban al sexo femenino quedaban supe­
radas, en su palabra, en la perspectiva de una nueva relación en­
tre sexos más respetuosa para con la personalidad femenina. Y,
además, en una actitud dispuesta a la comprensión y al perdón
de las debilidades humanas, quedaba incluida también la debili­
dad y la falta más grave de la mujer, a saber, el adulterio, puesto
que, como es bien sabido, fue el propio Jesús, según relata el
Evangelio de Juan, quien salvó a la adúltera que iban a lapidar
los escribas y fariseos112.
En consecuencia, fueron dos las religiones que, de forma
muy diferente entre ellas, contribuyeron a hacer vivir a las mu­

266
La c a l a m id a d a m b ig u a

jeres de una forma nueva, y les ayudaron a superar la imagen


que de sí mismas habían tenido durante siglos: por un lado los
cultos orientales, y en particular el de Isis, por otro la religión
de Cristo.
Las mujeres que vivieron en los siglos en que se difundieron
estas religiones (los siglos de la máxima grandeza de Roma), se
beneficiaron, además de condiciones políticas, económicas y so­
ciales particularmente felices, de transformaciones ideales de no
poca importancia.
Pero en los siglos siguientes, esto es, en los tiempos del tardo
Imperio, las cosas cambiaron de nuevo. La tendencia a la eman­
cipación, ampliamente llevada a cabo, al menos en el plano jurí­
dico, y vivida, aunque con la oposición de la conciencia social,
al menos por un estrato de la población femenina, sufrió no só­
lo un paro, sino una involución. Las mujeres se vieron impeli­
das de nuevo a las condiciones de subaltemidad de las que ha­
bían salido en parte. Cómo y por qué es lo que intentaremos ex­
plicar ahora.

10. LA DECADENCIA DEL IMPERIO Y SUS CAUSAS:


¿CULPA DE LAS MUJERES?

Evidentemente no es éste el lugar apropiado para examinar


las complejas causas que determinaron la decadencia y el fin del
Imperio romano. Pero, ocupándonos de la condición femenina,
tampoco es posible dejar de recordar que, según algunos, las
mujeres habrían jugado un papel nada secundario en la gesta­
ción de ese fin.
Una de las causas fundamentales de la crisis de Roma de he­
cho habría sido la disminución de la natalidad (de la que ya he­
mos tenido ocasión de hablar) que, iniciada en los últimos siglos

267
E va C a n t a r e l l a

de la República, llegó a sus cimas más elevadas en el siglo II


d.C., con consecuencias políticamente desastrosas.
La clase dirigente romana se vio diezmada. Frente a una ma­
sa cada vez mas grande de nuevos ciudadanos (muchos de los
cuales eran esclavos liberados), la aristocracia no estuvo en con­
diciones de asegurarse un recambio, y la progresiva desapari­
ción de los «mejores» trajo consigo una consecuencia fatal, esto
es, la desaparición de los ideales y de las virtudes que habían he­
cho la grandeza de Roma113. Y dado que la disminución de los
nacimientos habría estado determinada por el rechazo de las
mujeres a soportar el peso y las consecuencias de la maternidad,
ahí tenemos la primera de sus responsabilidades, junto a las
cuales habría habido otras, no menos graves ni menos desastro­
sas para el Estado.
Cada vez más ávidas de placeres y de lujo, las mujeres ha­
brían determinado un desequilibrio irremediable en la balanza
de pagos. Las sedas con que se vestían tenían que ser importa­
das de China. Los perfumes venían de Arabia, las joyas de
Oriente. Según había denunciado ya Tiberio, la locura de las
mujeres había hecho que, mientras los romanos se empobre­
cían, sus enemigos se hacían ricos114.
Pero ninguna de las culpas imputadas a las mujeres es sufi­
ciente para explicar las razones de una caída debida a motivos
mucho más complejos, económicos, financieros y militares: esto
es algo tan evidente que no precisa muchas explicaciones. Pero
hay que notar un hecho muy significativo. La disminución de
los nacimientos, que sin duda fue una de las causas (pero no la
única) que determinaron la entrada de clases nuevas en los di­
versos niveles del poder, se debió en parte, como ya hemos se­
ñalado, a una decisión femenina. Pero, ¿en qué medida?
La crisis demográfica golpeó, no sólo a las ciudades, sino tam­
bién al campo, donde los campesinos no podían soportar más el
peso de los tributos. Entre las clases altas, además, la disminución
de la natalidad sólo en parte fue querida. Muchas mujeres que hu­

268
La c a l a m id a d a m b ig u a

bieran tenido todo el interés en tener hijos, no los tuvieron: las


esposas de los emperadores, por ejemplo. Augusto, Tiberio, Ca­
ligula, Claudio y Nerón murieron sin dejar descendientes. Ner­
va, Trajano, Adriano y Antonino se vieron obligados a adoptar
hijos para asegurar la continuidad dinástica.
Frente a las mujeres emancipadas, que rechazaban la materni­
dad como una elección de vida, ¿cuántas fueron obligadas a renun­
ciar a ella por razones económicas o (en el caso de que éstas ya no
existieran, pensando de nuevo en la hipótesis de la esterilidad colec­
tiva) fueron víctimas de una situación ni querida ni deseada? Y
en cuanto al amor hacia el lujo, ¿cuántos hombres gustaban de las
comodidades y las riquezas no menos que sus mujeres?
Si nos hemos detenido sobre este tema, no es para tomarlo
en consideración con detalle, sino para poner de reüeve, como
ya se ha dicho, una circunstancia muy significativa: la actitud de
quienes, ante la crisis de un sistema político y económico creado
en sus aspectos buenos y en sus aspectos malos por los hom­
bres, han creído poder encontrar entre sus causas las opciones y
las debilidades de una minoría de mujeres.

11. LA POLÍTICA FAMILIAR:


INTERVENCIONES SOBRE EL MATRIMONIO,
REPRESIÓN DEL ADULTERIO Y
CRIMINALIZACIÓN DEL ABORTO

Con el cambio de las condiciones políticas, económicas y so­


ciales, con la burocratización del poder y con la militarización
del Estado vinieron a menos, de forma inevitable, las condicio­
nes que habían permitido y favorecido la emancipación. El sec­
tor en el que se ejercieron intervenciones más significativas fue
la política familiar, sobre la que, además de las otras circunstan­
cias, actuó la concepción cristiana del matrimonio.

269
E va C a n t a r e l l a

Por influjo del cristianismo (que, como veremos mejor más


adelante, quería que el matrimonio fuese una elección libre de
las partes), al lado de los matrimonios convenidos, que seguían
existiendo, se situaba un número cada vez mayor de uniones ya
no predeterminantes e impuestas por los padres (y especialmen­
te por el padre), sino decididas por las partes contrayentes. Y
esta nueva consideración de la voluntad confirió al matrimonio
un nuevo y más alto significado ético. Pero el cristianismo actuó
también en una dirección diferente, en cierto sentido restándole va­
lor al papel del consenso de los cónyuges, y transformando, en par­
te con éxito, la antigua concepción de la affectio maritalis.
Hemos visto en el lugar oportuno que para el derecho clásico
la intención de estar casados debía ser continua, es decir, debía
sostener la unión a lo largo de toda la vida matrimonial, y po­
día deducirse de una serie de elementos, ninguno de los cuales,
por otra parte, tenía valor constitutivo.
En cambio, entre los cristianos, para que una uriión fuese un
matrimonio debía manifestarse la voluntad de contraerlo por
medio de formas prestablecidas, en presencia de la Iglesia. Y,
por último, a esta voluntad le atribuían valor constitutivo e irre­
vocable. En otros términos, los cristianos tomaban en conside­
ración sólo la voluntad inicial, fijándola por así decirlo en el
tiempo, y sólo a ésta le atribuían un valor determinante. Y los
emperadores cristianos intentaron de muchas maneras modifi­
car el régimen del matrimonio, para hacerlo más conforme a la
concepción que de él tenía la nueva religión del Estado.
Mientras que en la"época clásica, según hemos visto, la sim­
ple pérdida de la affetiom aritalis en uno sólo de los dos cónyu­
ges acarreaba automáticamente el divorcio, en el derecho post-
clásico prevaleció la práctica de documentar la ruptura del ma­
trimonio en acto escrito a propósito, llamado libellus repudii,
convertido en obligatorio por Justiniano.
Las constituciones imperiales, desde Constantino a Justinia­
no, actualizaron además una política destinada a impedir o, al

270
La c a l a m id a d a m b ig u a

menos, a limitar los divorcios, estableciendo por primera vez


una casuística de circunstancias que los justificaban. Estable­
cían que la ruptura del matrimonio podía ocurrir bona gratia o
ex iusta causa. Bona gratia eran los divorcios determinados por
circunstancias que hacían imposibles la convivencia, aunque no
imputables a las partes, como el voto de castidad o la impoten­
cia. Exiuxta causa, en cambio, eran los provocados por una de
las partes: y las culpas eran obviamente diferentes, según que
fueran masculinas o femeninas.
Al margen de algunos comportamientos que justificaban la
petición de divorcio bien por parte del marido o de la esposa
(como haber atentado contra la vida del cónyuge), se estableció
que fuesen «culpa» del marido sólo comportamientos gravísi­
mos, como, por ejemplo, haber intentado prostituir a la esposa.
Por el contrario, la esposa era considerada culpable no sólo en
el caso de haber cometido adulterio (que no era «culpa» si lo co­
metía el marido, al que se consideraba culpable solamente si te­
nía una concubina), sino también en el caso de que hubiese ido
a banquetes o a los baños con extraños, o hubiese acudido a es­
pectáculos sin el consentimiento de su marido.
Los otros divorcios, los repudii sine ulla causa (es decir, por
iniciativa de una de las partes sin base en la presencia de una de
las circunstancias antes enumeradas) y los divorcios communi
consensu (decididos de común acuerdo por los cónyuges, ba­
sándose simplemente en el deseo de disolver el matrimonio),
fueron obstaculizados por medio de la previsión de penas pe­
cuniarias115.
Sin embargo, estas disposiciones encontraron resistencias tan
fuertes que obligaron a Justino II, sucesor de Justiniano, a abo­
lir las penas para el divorcio communi consensu. Pero, a pesar
de ello, la idea que estaba en la base del matrimonio se había
transformado. El principio de que el comienzo del matrimonio
se basaba en la libre voluntad de los contrayentes se había con­
solidado, pero el principio de que la misma libre voluntad que

271
E va C a n t a r e l l a

había servido para constituirlo podía disolverlo se había anula­


do, al menos en parte.
También a propósito de moral familiar es necesario exami­
nar ahora otro aspecto de la política imperial muy indicativo de
las tendencias de la época. Intentando una recuperación de los
antiguos valores, los emperadores intervinieron asiduamente,
dictando en diversas ocasiones normas rigurosas sobre repre­
sión del adulterio. De nuevo, como en la época más antigua,
consideraron adulterio también la infidelidad de los prometi­
dos. Pero, además el adulterio femenino, en los siglos del Impe­
rio y, sobre todo, en el tardo Imperio, se vio sometido a una re­
presión cada vez más severa.
En este punto es necesario dar un paso atrás y volver a los si­
glos de la emancipación. Durante ellos, al lado de la previsión
de reglas nuevas y del indiscutible esfuerzo de la legislación y la
jurisprudencia para adecuar en alguna medida las rígidas nor­
mas antiguas a las exigencias de una sociedad más abierta y más
evolucionada, había permanecido también la herencia de una
sociedad cuya ideología no daba señales de desaparecer, al me­
nos en un aspecto fundamental.
Con relación a un principio considerado el eje sobre el que
giraba la estabilidad, la seguridad, la misma cohesión social, el
poder político no había podido ni querido transigir: la emanci­
pación femenina, la mayor participación de las mujeres en los
asuntos culturales y sociales se toleraban sólo a condición de
que no pusieran en discusión el respeto a la moral familiar. Y
las reglas en tutela de la moral familiar habían permanecido sin
cambio a lo largo de los siglos.
Las disposiciones que habían seguido durante el Principado
y el Imperio no habían hecho concesiones, no habían mitigado
la antigua severidad con que se había castigado siempre la vio­
lación de estas reglas. Podemos prescindir de la disposición de
un senatus consultum claudiano (en el año 52 d.C.), según el
cual la mujer libre que tenía relación con un esclavo, en caso de

272
La c a l a m id a d a m b ig u a

que no la interrumpiese a consecuencia de tres requerimientos


del patrón, se convertía en esclava de éste, junto con los hijos
que hubiera podido tener116. En este caso estaba en juego un
principio fundamental, de naturaleza económica. El esclavo era
mano de obra, y los hijos que podía tener debían ser propiedad
del patrón. Aunque resulta significativa, la disposición del sena-
doconsulto claudiano, en el cuadro de su época, no puede sor­
prendemos excesivamente. Pero, además de ésta, otras disposi­
ciones revelan claramente la actitud del Estado con relación a
las libertades que, según los testimonios de la época, se toma­
ban las mujeres con frecuencia siempre creciente.
La lex Iulia, según hemos visto, había establecido que el
adulterio femenino, que representaba un peligro para toda la
colectividad, pudiese ser castigado a petición de cualquier ciu­
dadano: y la legislación posterior, lejos de atenuarlos, había en­
durecido los castigos que se le aplicaban.
Juvenal había denunciado como un gravísimo peligro el he­
cho de que la lex Iulia no se aplicase suficientemente. Ubi nunc
Lex Iulia?, «¿dónde estás, ley Julia?», se preguntaba; D orm is!,
«¿estás durmiendo?»111. Pero incluso admitiendo que la lex Iulia
«estuviese durmiendo» (esto es, que los ciudadanos no fuesen lo
bastante celosos en pedir su aplicación), ciertamente no se dur­
mieron los emperadores cristianos, más solícitos en regular esta
cuestión irritante118.
Constancio y Constante, en el año 399, establecieron que la
adúltera y su cómplice fuesen condenados a muerte y quemados
en la pira o, como alternativa, ajusticiados con la terrible poena
cullei, el antiguo castigo previsto para los parricidas, que consis­
tía en meter al condenado en un saco junto con un perro, un
mono, un gallo o una víbora, y arrojarlos al Tiber o a otra co­
rriente de agua119.
Y no sólo esto: mientras que la lex Iulia, a pesar de confir­
marlo, había limitado el i us occidendi del padre y del marido,
en el Imperio se conoció una nueva extensión de este poder.

273
E va C a n t a r e l l a

En efecto, según la ]ex Iulia el marido podía matar impunemen­


te sólo al amante de la esposa adúltera (o mejor, como sabemos,
solamente a algunos amantes) y, por tanto, si mataba a la esposa,
debía ser castigado como homicida. Pero en los siglos siguientes
una serie de disposiciones legislativas modificó la situación.
Antonino Pío estableció que quien diese muerte a la esposa
adúltera no sufriría el castigo previsto para el homicidio, sino
uno menor, diferente según la clase social a la que perteneciese:
si era hum ilis loci, trabajos forzados de por vida, si era hones­
tior, la relegatio in insulam.
Marco Aurelio y Cómodo confirmaron la regla y establecie­
ron que se sometiese a pena más leve también al marido que
diese muerte a la esposa faltándole las circustancias de tiempo y
de lugar que en la lex Iulia justificaban la muerte del cómpli­
ce120. Alejandro Severo estableció que esta pena consistiese en el
exilio121. Y, por último, se volvió a una situación análoga a la
precedente a la lex Iulia, es decir, se volvió a admitir que el ma­
rido pudiese dar muerte impunemente a la esposa.
En el 506, la lex Romana Wisigothorum, destinada a los ro­
manos que vivían en el reino visigodo, estableció que el marido
no fuese castigado, ni por dar muerte al cómplice, ni por dársela
a la esposa122. Los diversos epítomes de la ley, y en particular el
epítome de Egidio, confirmaron esta regla123, quizá inspirada en
el derecho visigodo, que era muy duro con relación a las muje­
res, o quizá influenciada por el llamado derecho vulgar, es de­
cir, el derecho en uso en las provincias; pero, cualquiera que ha­
ya sido su origen, la norma se vio confirmada.
Solamente con Justiniano se restringieron de nuevo los lími­
tes de la impunidad. En la Novella 117, el Emperador recordó
que la impunidad concedida al marido cubría sólo el dar muerte
al cómplice, y no a la esposa, y estableció además que, para ma­
tar impunemente al cómplice, el marido, al conocer la traición,
debía enviar al amante de su esposa tres advertencias escritas,
firmadas por testigos fidedignos124.

274
La c a l a m id a d a m b ig u a

En otras palabras, a partir de esta disposición el marido go­


zaba de la impunidad tradicional solamente si mataba al aman­
te habitual de su esposa, y no al que tuviese una aventura oca­
sional con ella. La nueva regla (cosa significativa) no gustó a los
«doctores» que, para ridiculizarla, inventaron una fórmula en la
que el marido, llamado irónicamente Martino de Comegliano,
intimidaba al amante, llamado Tristano de Brevi, para que no
frecuentase a su esposa125. Mas, a pesar de ello, la ley siguió en
vigor a lo largo de todo el derecho intermedio.
Por último, también gracias a Justiniano la adúltera pudo
evitar la pena de muerte. La esposa culpable, estableció el Em­
perador en el año 556, debía ser encerrada en un monasterio,
del que solamente podía salir si el marido le perdonaba después
de dos años. Si el marido no quería, o si moría antes de este tér­
mino, ella tenía que pasar el resto de su vida en el monasterio126.
La disposición justinianea es muy interesante: movido por
instancias ideales que estaban en litigio con la pena de muerte,
Justiniano consideraba sin embargo el adulterio una falta tan
imperdonable como para establecer, por vez primera en la his­
toria de Roma, una pena de detención. En una sociedad que ha­
bía utilizado la detención sólo como medida preventiva en espe­
ra de un proceso y en la que las penas, aun siendo durísimas, no
habían comportado la limitación de la libertad personal, el adul­
terio fue la primera falta castigada con este tipo de sanción.
Exactamente como en los albores de la historia de Roma, la fi­
delidad de la mujer a sus deberes de esposa era considerada co­
mo su deber fundamental e imprescindible.
A la luz de cuanto hemos visto ciertamente no puede sor­
prender que en los siglos del Imperio, por primera vez en la his­
toria de Roma, el aborto fuera considerado un delito, y como
tal castigado.
Según sabemos, a pesar de considerarse una falta muy grave
si era decidida autónomamente por la mujer, la interrupción del
embarazo siempre había sido estimada como un asunto priva­

275
E va C a n t a r e l l a

do, y, por lo tanto, ajeno a toda intervención estatal, ante el que


incumbía la actuación a los padres y a los maridos, castigando a
las esposas y a las hijas culpables. Pero con un rescrito de los
emperadores Septimio Severo y Antonio Caracala (que reina­
ron entre el 198 y el 211 d.C.) las cosas cambiaron.
La ocasión vino dada por el caso de una mujer que había
abortado después del divorcio: y la sanción establecida, la pri­
mera sanción pública para el aborto, fue el exilio127.
La ratio de la norma es evidente: para los romanos, según sa­
bemos, el nascituro no era una persona y, por tanto, la interrup­
ción del embarazo no era interpretada como supresión de una
vida. Más bien se había considerado siempre inadmisible por­
que entraba en litigio con el derecho del cabeza de familia a to­
mar las decisiones concernientes al grupo sometido a su poder128.
Pero, frente al crecimiento de las trasgresiones, tal como ha­
bía ocurrido en el caso del adulterio, el Estado no había podido
permanecer indiferente. Si la defensa de la moral familiar era
una cuestión de interés público, tanto más debía serlo cuando,
como en el caso del aborto, la violación de esta moral tenía, o se
consideraba que tenía, consecuencias tan inmediatamente de­
sastrosas. Y, en consecuencia, he aquí que también el aborto,
como dos siglos antes el adulterio, de cuestión privada pasó a
convertirse en cuestión pública.

12. EXCLUIDAS DE LOS VIRILIA OFFICIA

^ s í ^ e s , la sociedad romana, incluso en el momento de la


máxima expansión de los derechos femeninos, había mantenido
firmes algunos principios fundamentales, más allá de los cuales
no podía avanzar la emancipación femenina. En primer lugar,
como hemos visto, los principios de la moral familiar. Y, en se­
gundo lugar, el principio que sancionaba la incapacidad «públi­

276
La c a l a m id a d a m b ig u a

ca» de las mujeres, es decir, su incapacidad de participar en el


gobierno del Estado. En efecto, todo lo que tenía que ver con la
administración y el gobierno formaba parte de los virília officia,
las tareas que sólo los hombres, por definición, estaban en dis­
posición de realizar.
Cicerón había dicho, en su tiempo, quanta erít infelicitas urbis
ullius, in qua virorum officia mulieres occupabunt, «cuán grande
infelicidad la de aquella dudad en la que las mujeres realizarán las
tareas de los hombres»129. Las mujeres tendían a emanciparse y el
mero pensamiento de que, una vez saltado el riguroso límite de
los papeles sexuales, pudiesen incluso acceder a los cargos pú­
blicos, permitía hacer funestas previsiones.
Pero el peligro fue evitado: «para garantizar el pudor», se di­
jo, a las mujeres les estaba prohibido postulare pro aliisy tener
a su cargo los virília ofñciam.
Solemnemente se sancionó este principio: Foeminae ab om­
nibus officiis civilibus velpublicis remotae sunt, esto es, las mu­
jeres no pueden acceder ni a los oficios civiles ni a los públicos,
y por tanto no pueden ser jueces o acceder a la administra­
ción131. Excluidas, por consiguiente, y por siempre, de los espa­
cios «masculinos», las mujeres que habían tratado de salir de los
«femeninos» se vieron de nuevo forzadas a mantenerse en éstos.
En concomitancia con el agravamiento de la crisis, el Estado
apretó los frenos, restableciendo reglas antiguas y proponiendo
de nuevo, con fuerza, modelos de comportamiento que se ha­
bían descuidado.
La imagen de la materfamilias, que en los siglos de la eman­
cipación, cuando tendía a desaparecer, se había exaltado en
contraposición a una imagen nueva y escasamente aceptada,
volvía a ser la opción obligada de las mujeres. Y a hacerlas vol­
ver a condiciones de subaltemidad contribuyeron no poco los
éxitos de la predicación cristiana.

277
E va C a n t a r e l l a

13. ASPIRACIÓN A LA CASTIDAD E


HIPERDULÍA DE LA VIRGEN

La enseñanza de Cristo había sido revolucionaria, aunque no


libre de contradicciones. Bastará con pensar en la respuesta que
le dio a María, que le pedía un milagro en las bodas de Canán:
Tiem oikaiso il, había respondido Cristo según el Evangelio de
Juan. En otras palabras: «No te metas en esto». De sus ense­
ñanzas, la sociedad del tardo Imperio exaltó los puntos que, sol­
dándose con la misoginia antigua (que, por otra parte, no había
desaparecido nunca), estaban destinados a crear otra vez situa­
ciones de nueva y pesada subordinación.
Cristo había dicho que no había que repudiar a la esposa;
que casarse después de haberla repudiado significaba cometer
adulterio; y que, igualmente, era adulterio casarse con una mu­
jer repudiada. En un solo caso era consentido el repudio: en el
caso de que la esposa fuese adúltera (en cambio, falta cualquier
alusión al adulterio masculino); en tal circunstancia no resulta
claro si se consentía una segunda boda132,
A los discípulos que le habían preguntado si, siendo así las
cosas, no sería mejor no casarse, Cristo les había además res­
pondido: «No todos entienden esto, sino aquéllos a quienes ha
sido dado. Porque hay eunucos que nacieron así del vientre de
su madre, y hay eunucos que fueron hechos por los hombres, y
hay eunucos que a sí mismos se han hecho tales por amor del
reino de los cielos. El que pueda entender, que entienda»133.
Por tanto, para Cristo la virginidad, que ayudaba a conse­
guir la gracia divina, debía ser una elección. Pero su discurso
fue interpretado de forma distinta. En griego, la frase traducida
«el que pueda entender, que entienda» suena o dunamenos cho-
rein, choreito. Y chorein significa «comprender con el intelec­
to». Pero traducida por Jerónimo, en la Vulgata, qui potest ca­
pere, capiat, fue interpretada en el sentido de «el que sea capaz
de hacerlo (es decir, permanecer casto), que lo haga», y se con­

278
La c a l a m id a d a m b ig u a

virtió así en la base para la siguiente prescripción de la castidad


y del celibato a los sacerdotes. Y no sólo los sacerdotes fueron
exortados a la virginidad: a todos indistintamente les fue pre­
sentada como un estado superior, al que había que aspirar, re­
huyendo las tentaciones de la carne.
A la difusión de esta visión ascética de la vida contribuyeron
muchos elementos. Al lado del influjo de las doctrinas cínicas y
estoicas (que, según sabemos, también consideraban la libera­
ción de los instintos como un objetivo de primera importancia),
jugó ciertamente un papel determinante la tendencia a vivir en
castidad, presente desde tiempo atrás en la cultura y en la prác­
tica cristiana.
Pablo, en la primera Carta a los Corintios, había escrito: «Si
alguno estima indecoroso para su hija doncella dejar pasar la
flor de la edad y que así deba ocurrir, haga lo que quiera; no pe­
ca; que la case. Pero el que, firme a su corazón, no necesitado,
sino libre y de voluntad, determina guardar virgen a su hija, ha­
ce bien. Quien, pues, casa a su hija doncella hace bien, y quien
no la casa hace mejor»134.
Pablo, probablemente, no dirigía sus exhortaciones a los pa­
dres de las vírgenes, como a veces se piensa. Se dirigía a sus no­
vios, y aludía a una práctica ascética que hacía su aparición en
aquel tiempo, pero que se difundiría muy pronto y que, a partir
del siglo II, tendría muchos seguidores, sobre todo en Asia Me­
nor y en África: la práctica de las «bodas espirituales», vividas
en castidad con muchachas vírgenes, llamadas parthenoi synei-
sactoi ( virgines subintroductaê). Práctica que, por lo demás, de­
generó después en uniones en modo alguno castas, y por tanto
fue condenada entre otros por IÍ[ín,éo y Tertuliano.
Pero al margen de las posibles interpretaciones de este pasa­
je, una cosa es segura: el matrimonio esta configurándose clara­
mente como un estado inferior a la virginidad, como remedio
contra los males que derivaban de la tentación de la carne.

279
E va C a n t a r e l l a

En este sentido actuó, de modo importante, el «gnosticis­


mo». La «gnosis» (conocimiento) consentía saber cuáles eran
las razones del mal en el mundo. Los gnósticos (portadores de
este conocimiento) estaban por lo tanto en condición de vencer­
lo y de enseñar a los demás a hacer lo mismo; y puesto que el
mal en el mundo derivaba del pecado de Adán (que había intro­
ducido la bipolaridad entre sexos, antes inexistente), la «regene­
ración» iba ligada a la supresión de la sexualidad. Los encratis-
tas, los satuminianos, los severianos, los naasenos, practicaban
la continencia, y la predicaban con especial vigor: la mujer y el
matrimonio, sostenían, son obra de Satanás135.
En los siglos siguientes, la exaltación de la castidad iba a cre­
cer más todavía. En el siglo IV, Gregorio Nacianceno decía a
las muchachas: «Alaba las nupcias, pero antes que las nupcias
la virginidad: las nupcias son indulgencia a las pasiones, la pu­
reza esplendor», para recomendarles, a continuación, «...vigi­
lias, oraciones, lágrimas, dormir en tierra, todo amor legítima­
mente destinado a Dios, que adormezca todo deseo extraño a
las cosas del cielo»136.
Pero fue especialmente gracias al culto de María, que se di­
fundió rápidamente, sobre todo como consecuencia del recono­
cimiento del cristianismo como culto de Estado por obra de
Constantino, cuando se exaltó la castidad y se presentó como el
modelo mejor de comportamiento.
Sobre el tema de la virginidad de la madre de Cristo se afana­
ron no poco los Padres de la Iglesia que, después de haber ha­
blado de su vulva reserata, pasaron a la teoría del uterus clau­
sus, para llegar, a finales del siglo IV, con Juan Crisóstomo, a
sostener su «virginidad perpetua» (ante partum, in partu y post
partum), destinada a convertirse en dogma en el Concilio de Le-
trán del año 649, y a ser reconfirmado como tal en el de Toledo
del 675.
La hipótesis planteaba algunos problemas que, sin embargo,
fueron resueltos: los hermanos y hermanas de Jesús, de quienes

280
La c a l a m id a d a m b ig u a

hablan los Evangelios, se convirtieron en hermanastros (nacidos


de un matrimonio anterior de José), y después en primos.
La asexualidad de María quedaba así estatuida, pero no bas­
taba con esto. Toda referencia al sexo en relación con su perso­
na estaba destinada a desaparecer. En el siglo XIII surgió una
disputa: en contraste con los dominicos, los franciscanos soste­
nían que María había sido concebida sin pecado por Ana, su
madre. La hipótesis fue acogida por Sixto VI, en el año 1476,
con la bula Cum Praecelsa, se convirtió en dogma en 1854, bajo
el pontificado de Pío IX, y fue providencialmente confirmada,
en el año 1858, cuando en lourdes la Virgen se presentó a Ber­
nadette Soubirous como «la Inmaculada Concepción»137.
Pero volvamos al Imperio romano.
Quizá, como se ha dicho, el éxito de este modelo no se debió
solamente a la predicación cristiana. Quizá la propuesta ascéti­
ca encontró terreno fácil en la práctica cotidiana de las relacio­
nes, en el modo que tenían hombres y mujeres comunes desde
hacía tiempo de vivir sus relaciones con el cuerpo y con el sexo138.
Es seguro, en cambio, que la castidad, tan exaltada, se vivía
como una conquista difícil, pero gratificante. Por todos, hom­
bres y mujeres. Pero sobre la vida de las mujeres la cosa tuvo
consecuencias muy particulares.

14. LOS PADRES DE LA IGLESIA Y


LA DEMONIZACIÓN DE LA MUJER

A la exaltación del modelo ascético y de la castidad sirvió de


contrapunto la demonización de todas las otras mujeres que, a
diferencia de María, eran carne y materia.
Hostiles a todo lo que era instinto y pasión, inmersos en la
cultura platónica y neoplatónica, los Padres exaltaron el recha­
zo del sexo, visto como un mal ligado a la naturaleza humana,

281
E va C a n t a r e l l a

pero para combatirlo y para vencerlo (o, al menos, para contro­


larlo). Y, para este fin, entendieron que había que dirigir el ma­
trimonio: para controlar los impulsos, para canalizar el instinto
en los límites de una unión en cuyo interior, de nuevo, la mujer,
vista como procreadora, volvía a ser inexorablemente sometida,
y definida como ser inferior.
Sería demasiado larga la lista de las invectivas contra las mu­
jeres lanzadas por los Padres de la Iglesia. Será suficiente con al­
gunas referencias. «Mujer, tú eres la puerta del diablo», dice
Tertuliano139.
Para Gemente de Alejandría, «a toda mujer le causa vergüenza
sólo el pensar que es mujer»140, y «las mujeres deben buscar la sabi­
duría, como los hombres, aunque los hombres son superiores y
tienen en todo campo el primer puesto, a menos que sean dema­
siado afeminados»141.
Para Orígenes, «es verdaderamente macho el que ignora el
pecado, es decir, la fragilidad femenina»142, y «la mujer repre­
senta la carne y las pasiones, mientras que el hombre es el senti­
do racional y el intelecto»143.
Según Juan Crisóstomo, «la mente de la mujer es un tanto
infantil»144.
Pero es quizá con Agustín con quien alcanza el cristianismo
la cima de la misoginia. La conversión es vista por Agustín co­
mo liberación del deseo, de las tentaciones de la carne; el estado
de gracia sólo puede alcanzarse exorcizando a la mujer.
«No hay nada de lo que deba huir yo más que del tálamo
conyugal —escribe en los Soliloquios—, nada arroja más tras­
tornos en la mente del hombre que las lisonjas de la mujer y que
aquel contacto de los cuerpos sin el cual la esposa no se deja po­
seer»145.
«Ya que no tenéis otra manera de tener hijos —es la conclu­
sión—, consentid en la obra de la carne sólo con dolor, puesto
que es un castigo de aquel Adán del que descendemos»146. El
antiguo grito de Hipólito («si pudiésemos tener hijos sin recurrir

282
La c a l a m id a d a m b ig u a

a las mujeres») y la idea de Metelo Numidico (el matrimonio


como mal inevitable, puesto que es necesario tener hijos) vuel­
ven una vez más, unidos a la idea de la mujer-tentación, instru­
mento del mal y del pecado.
Los siglos han pasado, las condiciones políticas, sociales y
económicas son diferentes. Jesús ha predicado el amor y la
igualdad, pero la idea de fondo es siempre la misma: basada en
presupuestos nuevos, la misoginia, esa constante de la cultura
antigua, se reafirma en la ideología cristiana. En los siglos si­
guientes sus consecuencias sobre la condición femenina vendrán
sancionadas por el derecho canónico.
En el año 1140 el Decreto de Graciano confirmará que est
ordo naturalis in hominibus, ut foeminae serviant vins: la su­
misión de las mujeres, por lo tanto, se encuentra en el orden na­
tural de las cosas147. El hombre, en efecto, es imago et gloria
Dei, la mujer, en cambio non est gloría aut imago D eim. De
ello resulta: quemadmodum viris foeminas subditas, et poene
famulas esse lex voluerit uxores: esto es, que la ley ha estableci­
do que las mujeres estén sometidas, y las esposas sean casi escla­
vas de sus maridos149.
Pero tomemos de nuevo el hilo de nuestro discurso sobre el
Imperio, para concluirlo con algunas alusiones al Imperio bi­
zantino.

Notas

1. Gai./z?íí.3.17, sobre el fin del derecho gentilicio. Sobre las transformacio­


nes de la familia y sus consecuencias sobre la condición femenina, véase J.
GAUDEMET, «Le statut de la femme dans l’Empire romain», en Recueils J.
Bodin, cit., XI, p. 191.
2. Plin.üp. 10.65 y 10.66. Sobre el tema véase A.M. R abello , Effettiperso­
nali della «patria potestas», I, Milán 1979, pp.220ss.

283
E va C a n t a r e l l a

3. Cod.Theod. 5.10.1.
4. Cod. Theod.S.9.2. Para las provincias, el mismo emperador reconoce la va­
lidez de la venta del expuesto como esclavo {Cod.Theod. 11.27.2, del año
322).
5. Cod.Iust.%.5l(52).2.
6. CodJust.8.51(52).3.
7. Dig31Λ2.5.
8. £>/¿.48.9.5.
9. // kí.4.18.6.
10. Sobre el matrimonio y los muchos problemas con él relacionados cf. J.
G a u d e m e t, «Le mariage en droit romain. Iustum matrimonium», en RIDA
2(1949)309ss., y «Originalité et destin du mariage romain», en Stud'P. Kos-
chaker, LEuropa e il diritto romano, Milán 1954, pp.513ss., publicados de
nuevo en Société et mariage, Estrasburgo 1980, respectivamente pp.46ss., y
pp.l40ss.; R. O r e s ta n o , La struttura giuridica del matrimonio dal diritto
classico al diritto giustiniano, Milán 1951; E. VoLTERRA, La conception du
mariage d’après lesjuristes romains, Padua 1940, y Lezioni di diritto roma­
no, Roma, curso 1960-1961; voz «Matrimonio» (dir. rom.), en Novissimo
Digesto Italiano, X, Turin 1964, pp.30ss.; «La conventio in manum e il ma­
trimonio romano», en y?/56:95(1968)205ss.; «Matrimonio», en Enciclopedia
del diritto 25(1975)726ss.; «Precisazioni in tema di matrimonio classico», en
BIDR 78(1975)245ss., y «Ancora sulla struttura del matrimonio classico», en
Festschr. U. Von Lübtow, Berlin 1980, pp,147ss.; O. ROBLEDA, Elmatrimo­
nio en derecho romano, Roma 1970; D. D a u b e , «Aspects of Informai Ma-
rriage», en RIDA 25(1978); y por último, con importantes consideraciones
sobre el papel de instrumento de solidaridad política y patrimonial asumido
por la institución matrimonial en los últimos siglos de la República, Y. THO­
MAS, «Mariages endogamiques à Rome. Patrimoine, pouvoir et parenté de­
puis l’époque archaïque», en RHDF 5i(\980)345ss.
11. Sobre la formula del repudio, quizá prevista por las XII Tablas, véase A.
WATSON, «The Divorce of Carvilius Ruga», en Tijd. V. Rechtsg. 33(1965)
38ss) cf. Plaut.AropA.928, y 7/7/2.266; Quint£te/262; Apul.M?í.5.26 y Dig.
24.2.2.1 (Gai.2, Aded. prov.).
12. Sobre las relaciones patrimoniales entre cónyuges véase M.GARCÍA GA­
RRIDO,Ius uxorium. El régimen patrimonial de la mujer casada en derecho
romano, Roma-Madrid 1958; H. KUPISZEWSKJ, «Osservazioni sui rapport!

284
La c a l a m id a d a m b ig u a

patrimoniali tra fidanzati in diritto romano classic»: “dos” e “donatio”», en


lura29(1978)114ss.; L. Peppe, op.dt., pp.29ss.
13. Sobre la dote y la evolución véase V. A ra n g io -R u iz , Istituzioni di dirit­
to romano, cit., pp.452ss., y E. VOLTERRA, Instituzioni di diritto romano,
cit., pp.685ss.
14. Para la evolución de la tutela véase P. Z a n n in i, Studi sulla tutela mulie­
bre, Turin 1976.
15. £>/¿.26.1.16,
16.Z%26.1.18.
17. Cod.53Sl.
18. Cod.5.35.2.
19. Sobre todo esto cf. últimamente T. M a s ie llo , La donna tutrice, Ñ ipó­
les 1979, donde véase la bibliografía precedente.
20. Dig.yiAS.X.
21. Cf. .»¿.38.17.
22. D/g.37.17; CodA,Sl\ Inst.lA.
23. /mrf.3.3; Cod.6.56.
24. Así G. FAU, L’emandpation fémine à Rome, París 1978, pp.l95ss. Sobre
este período véase también A. DEL CASTILLO, La mujer romana y sus inten­
tos de emancipación durante el siglo I d. C., Granada 1975; La emancipa­
ción déla mujerromana en el siglo Id. C, Granada 1976; «Apuntes sobre la
situación de la mujer en la Roma imperial», en Latomus 38(1979)173ss., y V.
A. SlRAGO, Femminismo a Roma nei Primo Impero, Catanzaro 1983, que
identifica sin más emancipación y «feminismo», sobre lo cual, como es evi­
dente (al margen de toda valoración sobre la emancipación de las mujeres ro­
manas), habría mucho que discutir. Sobre los límites de esta emancipación, y
sobre los precios que las romanas tuvieron que pagar por ella véanse las jus­
tas consideraciones de D. G o u r e v it c h , Le mal..., cit., pp,19ss.
25. Sobre la tesis de la responsabilidad de las mujeres en la decadencia de
Roma volveremos más adelante.
26. Iuu.l.185-191.
27. Iuu.6.419ss.
28. Iuu.1.23 y 247.

285
E va C a n t a r e l l a

29. Mart.7.67.
30. Iuu.6.464-474.
31. Iuu.6.229-391.
32. Sobre la prohibición cf. Dig.3.1.1.5. Sobre Carfania véase E. C iccom ,
Donne e politica negli ultimi anni della Roma repubblicana, Milán 1985, con
una nota introductoria de E. Cantarella. [También A. LÓPEZ LÓPEZ, «Escri­
toras latinas: las proscritas», en Estudios de Filología Latina en honor de la
Profesora Carmen Villanueva Rico, Granada 1980, pp.49-69; «La oratoria
femenina en Roma a la luz de la actual«, en Actas dé la Universidad de Vera­
no de-Teruel4, Teruel 1989, pp.97-115.)
33. Quint./λΛ. 1.1.6. [Véase A. L ópez López, Escritoras latinas..., cit.].
34. Corp. Z/'é.3.13-18.
35. Cf. Mart.l0.35y38.
36. Stob.3.7.
37. POxy. 1380.9.214-216.
38. D.S.1.27.
39. HA Elag3.
40. Sobre el tema véase S. M a z z a r in o , La fíne del mondo antico, Milán
1959, pp.133-134 [EL fin delmundo antiguo, trad. esp. de B la n c a P.L. d e
C a b a l l e r o , México 1961],
41. Por otra inscripción sabemos de una tal Apuleya, que aparentemente tra­
bajaba con su marido. Cf. ILS 6408a, sobre lo cual M. LEFKOWITZ, Influen­
tial Women, cit., p.59, y más en general E. LYDING W il l, «Women in Pom­
peii», en ArcAaeo^ 33(1979)34ss.
42. Cf. sobre este argumento J. CARCOPINO, La vita quotidiana, cit., p.209, y
G. FAU, L ’émancipation, cit., pp,193ss. Pero más que de médicos (salvo ra­
rísimas excepciones, como una tal Iulia Pieris, de Treveri, en cuyo epitafio,
máximo elogio, se lee que jamás hizo nulli malis, es decir, daño alguno), se
trataba en realidad de practicantes, que ayudaban a las mujeres a parir o a
abortar, y que, además, gozaban de pésima fama. Pero sobre todo eso véase
D. GOUREVITCH, Lemal..., cit., pp.217ss.
43. Cic.De off. 1.42.
44. Véase J. MAURIN, «Labor matronalis: aspects du travail féminin à Ro­
me», en Les femmes dans les sociétés antiques, cit., pp,139ss., con justas con-

286
La c a l a m id a d a m b ig u a

sideraciones sobre la diferente valoración del trabajo masculino y el femeni­


no, a condición de que se entienda matronalis en el sentido de familar. De
hecho, a diferencia de lo que ocurre con los hombres, el otium de las mujeres
se consideraba negativo en cuanto que señal reprochable de descuido de los
deberes femeninos, y posible causa de disolución.
45. Gc.RespA.43.
46. Liu.34.3.
47. Gell. 1.6.2.
48. Gell. 1.6.4-6.
49. Mart. 1.62.
50. Mart.2.56.
51. Mart.2.69.
52. Mart. 12.58.
53. Mart.6.31.
54. Mart.3.92.
55. Mart.6.67.
56. Mart. 10.41.
57. Mart. 1.87.
58. Mart.8.12, versión esp. de JOSÉ G u illé N (Marcial, Epigramas, Zaragoza
1986).
59. Mart.4.24.
60. Plaut. CisteU.nS.
61. Iuu.6.25-32. Tisífone era una de las Furias, con Alecto y Megera.
62. Iuu.6.50-51, versión esp. de M a n u e l B a la s c h R e c o r t (Juvenal, Sáti­
ras, Madrid, Espasa Calpe, 1965).
63. Iuu.6.76-77, versión esp. de M a n u e l Balasch R ecort .
64. Iuu.6.115-135, versión esp. de M a n u e l Balasch R ecort .
65. Iuu.6.347-349, versión esp. de M an u e l Balasch R ecort .
66. Iuu.6.588-590, versión esp., al igual que las siguientes de MANUEL BA­
LASCH R e c o rt .

287
E va C a n t a r e l l a

67. Iuu.6.364-374.
68. Iuu.6.136,141 y 205-212.
69. Iuu.6.183-190.
70. Iuu.6.432-437.
71. Iuu.6.642-650.
72. Mart.4.75,9.30.
73. Mart.11.53.
74. Mart.7.69.
75. Mart. 10.35.
76. Tac. An/j. 14.63.
77. Plut.134 F (Preceptos de higiene, cap. 22).
78. Ou.Am.2.14.
79. S u n . HeiV. 16.3,
80. Cf. Geli. 12.1.8-9.
81. S o r a n o se ocupó del problema en el De anima 25.4-6, en Gynaikeia
19.60-63. Sus tesis fueron tomadas después por Aecio De re medica 16.16-17.
Pero sobre sus teorías, y de modo más general sobre la actitud de los mé­
dicos con relación al aborto, véanse las obras ya citadas de P. M a n u l i , A.
R ou sselle y D. GouREvrrcH.
82. Perikatarchon 145ss.
83. Dig.40.7.3.16 (la opinión es transmitida por Ulpiano). Sobre el problema,
su solución, y de modo más general sobre la actitud del derecho con relación
al aborto provocado véase G. P u g lie s e , Ώciclo della vita individúale..., cit.,
pp.74ss.
84. Tert.Apol 9.8.
85. Dig35. 9.
86. Dig.\ 1.8.2.
87. Dig.lSAX. Sobre el hecho de que el aborto estuviese prohibido solamente
a la mujer casada véase R. C r a h a y , «Les moralistes anciens et l’avorte-
ment», en L’antiquité classique..., cit., pp.210ss.
88. Mart. 1.13, versión esp. de JOSÉ GUILLÉN.

288
La c a l a m id a d a m b ig u a

89. Tac.Ann.6.29 y 16.10; Plin.üp.3.16.


90. Plin.Æp.6.24.
91. Véase J. G a g é , Matronalia, cit., pp.251ss. Sobre los cultos reservados a
las mujeres y sobre los privilegios relacionados con el culto que tenían las
univirae cf. además M. HUMBERT, Le remariage à Rome, Milán 1972,
pp.42ss.
92. Sobre el contraste entre la práctica social, la legislación demográfica y el
persistente modelo de la univira, además del ya citado M. H u m b e rt, Le re­
mariage..., véase Μ. ΡΕΝΤΑ, «La viduitas nella condizione délia donna ro­
mana», en AttiAccademia Napoli, el. scienzemor. epol. 91(1980)341ss.
93. Val. Marx., 8, 15,12. Sobre el episodio de Helvia y sus posibles interpre­
taciones véase de nuevo J. G agé, Matronalia, cit., pp. 264ss.
94. Sobre los procesos a las Vestales véase A. F r a s c h e t t i , «Le sepolture ri­
tuali nel foro Boario», en Le délit religieux dans la cité antique (= Coll. Ec.
Fr. Rome48), Roma 1981, pp.5Iss.
95. La historia es narrada por Plu. Caes. 10.
96. Iuu.6.305-327, versión esp. de M a n u e l Balasch R ec ort .
97. D.H.1.76.3.
98. F]u.Numa 10.
99. Así F. Guizzi, Aspettigiuridici del sacerdozio romano. Πsacerdozio di
Vesta, Nápoles 1968, p.200. Todavía es interesante G. GlANNELLI, Ώsacer­
dozio delle Vestali romane, Florencia 1913. Pero en fecha reciente véase M.
BEARD, «The Sexual Status of Vestal Virgins», en J.R.S. 70(1980) 12ss.; T.
C o r n e l l , «Some Observations on the “Crimen incesti”», en Le délit reli­
gieux dansla dté antique, Roma 1981, pp.27ss., y G. R a d k e , «DieDei Pe­
nates und Vesta in Rom», en Aufstieg und Niedergang..., cit., Π, 17, 1,
pp.343ss.
100. R. S c h il li n g , La religion de Vénus depuis les originesjusqu’au temps
d’Auguste, Paris 1954, reed. 1982. Sobre Isis véase F. DUNAND, Le culte
d’Isis dans le bassin oriental de la Méditerranée, 3 vols., Leiden 1974. Sobre
Cibeles cf. M.J. V e rm a s e re n , Cybele and Attis. The Myth and the Cult,
Londres 1977 (sobre Roma, pp.38ss.). Sobre Fortuna, en fin, véase J. CHAM­
PEAUX, Fortuna. Recherches surle culte de Fortuna à Rome et dans le mon­
de romain des origines á la mort de César (= Coll. Ec. Fr. Rome 64), Roma
1982.

289
E va C a n t a r e l l a

Sobre la difusión del culto de la Magna Mater por último véase J.


B re m m e r, «The Legend of Cybele’s Arrival to Rome», en Studies in Helle­
nistic Religion, Leiden 1979, pp.9ss., y J. G e r a r d , «Légende et politique
autour de la mére des dieux», en REL 58(1980)153ss.
101. D.C.47.15 y 53.2; Val.Max.1.3.4.
102. Cf. L. F r i e d l a n d e r , Roman Life andManners under the EarlyEmpi­
re, I, Londres 1968, pp.225ss.
103. Iuu.6.305-327.
104. J. GEREMIAS, Jérusalem au temps de Jésus, trad, fr., Paris 1967. Sobre
el matrimonio hebraico, más en particular, véase B. COHEN, Jewish and Ro­
man Law. A Comparative Study, Nueva York 1966, I, pp.279ss.; Z.W.
F a l k , Ueber die Ehe in der biblischen Prophetien, en ZSJ, 90, 1973, pp.
36ss., y B. P a t a i , L’amouretle couple au temps biblique, Paris, 1967. Sobre
la mujer, más específicamente, J. PlRENNE, «Le statut de la femme dans la ci­
vilisation hébraïque«, en Recueils J. Bodin, cit., XI, 1959, pp,107ss., y D.
D a u b e , «Johanan Ben Beroqa and Women’s Rights», en ZSS RA 99,
1982ss.
105. Cf. Eu.Ma1.19.3-9 y Eu.Marc. 10.2-9.
106. Paul. Cor.7.3-5, version esp. de E lo în o N A c a r F u s t e r y A l b e r t o
C o l u n g a (Sagrada Biblia, Madrid, B. A.C., 1966).
107. Paul.Ca/.3.28.
108. Paul. Cor. 11.3.
109. Paul.Cor.11.7.
110. Paul. Cor.7.8-9. Sobre la posición de Pablo con respecto a las mujeres
véase A. CUMMING, «Pauline Christianity and Greek Philosophy: a Study of
the Status of Women», en Journal of the Ideas 4(1973)517ss.
111. Sobre la concepción de la mujer y del matrimonio en la predicación de
Cristo y en los Evangelios véase F. BOLGIANI, Il matrimonio cristiano, I, Tu­
rin 1972, pp,136ss.
112. Eu.Joh.7.53 y 8.11.
113. La tesis de la selección natural al revés como causa determinante de la
crisis fue sostenida por O. Seeck , en el año 1984, en la Storia del tramonto
delmondo antico, y es expuesta (y criticada) por S. M a z z a r in o , La fíne del
mondo antico, cit., pp,128ss.
114. Tac.Aon.3.53.

290
La c a l a m id a d a m b ig u a

115. Las disposiciones más importantes a este propósito se contienen en las


Novellae 22 (del año 535) y 117 (del 542) de Justiniano. En la Novella 74,
además, el mismo emperador tiende a considerar la bendición nupcial como
prueba de la existencia del matrimonio.
Sobre la concepción cristiana del matrimonio y su influjo en la concep­
ción y sobre la reglamentación jurídica del matrimonio romano véase desde
una perspectivá diversa, R . O r e s t a n o , La struttura giuridica..., cit.,
pp.258ss.; J. GAUDEMET, «Droit romain et principes canoniques en matière
de mariage au Bas-Empire», en Studi Albertario, Π, Milán 1953, pp,173ss.
(= Sociétés et mariage..., cit., pp,116ss.); L’Eglise dans l ’Empire romain (IV
e V siècles), Paris 1958; «L’interprétation du principe d’indissolubilité du
mariage chrétien au cours du premier millénaire», en BIDR 81(1978)1 Iss.
(= Sociétés et manage..., cit., pp.230ss.); O. ROBLEDA, «Intomo alla nozio-
ne di matrimonio nel diritto romano e nel diritto canonico», en Apollinaris
50(1977) 172ss.; A. MONTAN, «La legislazione romana sul divorzio: aspetti
evolutivi e influssi cristiani», en Apollinaris 53(1980)161ss.; y F.P. C a sa v o -
LA, «Sessualità e matrimonio nelle Novelle gjustinianee», en Mondo classi­
co e cristianesimo, Roma 1982, pp,183ss.
116. Cf. Iust.Ihst.3.12.
117. Iuu.2.37.
118. Todo lo que sigue en el texto a propósito de la represión del adulterio en
la legislación imperial, en las leyes romano-barbáricas y en el derecho inter­
medio está expuesto más ampliamente en E. CANTARELLA, Adulterio, omi-
cidiolegittimo ecausa d’onore..., cit., pp. 183ss.
119. Cod Theod. 11.36.4.
120. 23¡¿.48.5.39(38).8.
121. Cod. 9.9.4.
122. Lex Rom. WJs. = PaulSent.2.21A (Haenel).
123. Ep. Aeg. p.372, ed. Haenel.
124. ΝουΑΠ; cap.15.
125. En G io v a n n i NEVIZZANO D 'a s ti, Silvae nuptialis libri sex, Venetiis,
1573, lib. I, párr.102, p.67.
126. Mw.134.10.
127. El rescripto no nos ha llegado directamente, pero puede reconstruirse a
partir de las referencias de tres juristas, a saber T r if o n in o (en DigA%A9.
39), U lp ia n o (en 48.8.8) y M a r c ia n o (en DigAlA 1.4).

291
Eva C a n t a r e l l a

128. Sobre el hecho muy significativo de que la mujer núbil podía abortar,
además del ya citado C r a h a y , Les moralistes anciens et l ’avortement, véase
ahora D. GOUVERUCH, Lemal..., cit., pp.210ss.
129. Cf. Lact.£p.3(38).5.
130. Digü.XX.S.
131. £>#.50.17.2.
132. Eu.Mat 19.9 y Eu.Marc. 10.11.
133. Eu.Mat.\9.\QA\, version esp. de E lo ín o N á c a r y A lb e r t o C o lu n g a .
134. Paul. 1.7.36-38, version esp. de E lo In o NA ca r y A lberto C o l u n g a .
[N. del T.: dada la interpretación a que da lugar este pasaje en el texto, creo
conveniente reproducir la versión italiana que adopta Eva Cantarella en el
original de este libro: «se qualcuno teme di agiré in m odo sconveniente nei
confronti délia sue vergine, quando sia neî fiore dell’età, ed è necessario che
le cose vadano cosí, faccia quello che vuole: non pecca! Si sposino. M a colui
che h a deciso nel suo cuore, non costretto dalla necessità, m a padrone della
sua volontà, e ha determinato nel suo animo di m antener vergine la sua (fan-
ciulla), farà bene. Cosí chi sposa la sua vergine fa bene, chi non la sposa fa
meglio».]
135. Sobre los «gnósticos» véase F. A d o rn o , Lafílosofía antica, Milán 1972
(3a éd.), Π, pp.440ss. Sobre su continencia, y su relación con el sexo, véase M.
CRAVERI, Vita di Gesú, cit., pp.225ss., y A. Di Ñ o la , Cristo segreto. Asees/e
rivoluzionesessualenelcristianesimo nascente, Roma 1980, pp.55ss.
136. Sobre Gregorio Nacianceno y su obra véase R. CANTARELLA, Poeti ti­
zantini, Milán 1948, Π, pp.54ss. Sobre la exaltación de la virginidad de for­
ma más general, véase J.A. M c N a m a ra , «Sexual Equality and the Cult of
Virginity in Early Christian Thought», en Feminist S/t/afes 3.3-4( 1976) 145ss.
137. Cf. de nuevo M. CRAVERI, La vita de Gesú, cit., pp.28ss., donde pueden
verse ulteriores referencias al proceso de «hiperdulía» de la Virgen, declarada
en el Concilio de Trento (1546) inmune de todo pecado, incluso venial; decla­
rada asunta al cielo en alma y cuerpo (como dogma) por Pío XII, en 1950;
señalada por algunos teólogos en el congreso mariológico de Lourdes de
1958 como «mediadora», es decir, sin cuya intervención Dios no podría con­
ceder gracia alguna a los hombres; y, por último, en 1964, propuesta por el
cardenal polaco Wyszynski (durante el Concilio Vaticano II) como «madre de
la Iglesia».

292
La c a l a m id a d a m b ig u a

138. Es la tesis sostenida por A. ROUSSELLE,Sesso e società..., cit., al que se


añade ahora M. FOUCAULT, Le souci de soi, París 1984 (= Histoire de la se­
xualité, 3), trad. ital. La cura di sé, Milán 1985.
139. TcTt.Cult.foem.l.l.2.
140. PG 8.429 (Paedagogus).
141. PG 8.1275 {Stromata).
142. PG 12.188 {inLevit).
143. PG 12.305 ( Exod.).
144. PG 62.148 (in Epist. ad Ephes).
145. PG 32.878 (Soliloq.).
146. PG 38.347-348 {Sermo LI).
147. Causa XXXIII, quaestio 5, can. 12.
148. Causa XXXIII, quaestio 5, can. 13.
149. Causa XXXIII, quaestio 5, can.

293
XI. EL IMPERIO BIZANTINO

Se ha dicho que en la sociedad bizantina las mujeres, tutela­


das por el derecho como los hombres, si no más que ellos, te­
nían una importancia que en la historia «raramente ha sido su­
perada»1. Pero una verificación de los hechos, aunque sea breve
y por tanto necesariamente sumaria como la que intentaremos
hacer, parece mostrar que, lejos de ser privilegiadas, las mujeres
en este período se encontraban en condiciones de subordinación
particularmente pesadas.
Uno de los elementos que, a primera vista, parece confirmar
la hipótesis de una presencia determinante de las mujeres en la
sociedad es la posición de las emperatrices.
Designada con el título de Augusta, y a partir del siglo VII
cada vez con más frecuencia con el de Basilissa (reina), la empe­
ratriz era coronada, como el emperador, si bien con una dife­
rencia: si recibía la corona junto a él, la ceremonia se desarrolla­
ba en la iglesia; si, en cambio, se convertía en Augusta en fecha
posterior (por ejemplo, porque se casaba con un emperador), su
coronación tenía lugar en el palacio imperial.
Una vez convertidas en «emperatrices», participaban no sólo
en las ceremonias públicas, sino también, en algún modo, en el
gobierno: como muestra, por ejemplo, el caso de Teodora, que
se sentaba en los concilios convocados por Justiniano y tomaba
la palabra en ellos, aunque, como dice Procopio, antes de hacer­
lo acostumbraba pedir disculpas2.
Si el emperador era demasiado joven o estaba de algún modo
impedido, la Augusta ejercía la regencia, como hicieron, por
ejemplo, Pulquería, sustituyendo a su hermano joven (en efecto,

295
E va C a n t a r e l l a

podían ser coronadas emperatrices, no sólo las esposas, sino también


las madres, las hermanas y las hijas de los emperadores), o Sofia, que
sustituyó a su marido Justino II al volverse loco.
Cuando el Emperador faltaba, además, la Emperatriz tenía
el derecho de nombrar a su sucesor, como hicieron Pulquería
designando a Marciano, Ariadna designando a Anastasio, y
Zoé, que hizo emperadores a sus diversos y sucesivos maridos.
Por último, podía ocurrir que, al quedar como única titular del
poder, la basilissa no quisiera renunciar a él, es decir, no nom­
brase a un nuevo emperador: es el caso de Irene que, después de
haber hecho cegar a su hijo, gobernó sola, planteando tales pro­
blemas de etiqueta, dada la excepcionalidad del caso, que se de­
cidió llamarle «Emperador» en los documentos oficiales3.
Pero el escaso relieve que puede tener sobre las condiciones
de vida de las mujeres la presencia de titulares femeninas del po­
der político es cosa que ya hemos tenido ocasión de poner de re­
lieve al hablar de la edad helenística. Y la historia del Imperio
bizantino parece ofrecer una ulterior confirmación de ello.
La legislación de los emperadores bizantinos (al margen de
algunos intentos de innovación debidos a los Isáuricos) se inspi­
ró de hecho en primer lugar, al menos en las cuestiones priva­
das, en el deseo de confirmar los principios del derecho justinia-
neo (que, como hemos visto, quería una mujer estrechamente li­
gada a su papel familiar), adecuándolo ulteriormente al espíritu
cristiano.
Por consiguiente, los emperadores bizantinos tendían a con­
figurar el matrimonio como indisoluble y, por tanto, en un régi­
men en el que, sin embargo, se consentía todavía, intentaron de­
sanimar y limitar al máximo el divorcio.
La familia se defendía contra el peligro de la disgregación y
el valor de la devoción y de la obediencia filial se veía confirma­
do. Y esto, como siempre ocurre en la historia, se tradujo en la
previsión de reglas jurídicas que discriminaban a las mujeres.

296
La c a l a m id a d a m b ig u a

En primer lugar, en el seno del matrimonio (cuya cabeza era


el marido, mientras que la mujer no era más que boethos, es de­
cir, «ayuda») había una sola voluntad que contase, que era la
del marido4. Solamente en la Ecloga de León III y Constantino
V (del año 726) encontramos una disposición que toma en con­
sideración el papel materno, atribuyéndole un valor igual al pa­
terno: también la madre, dice en efecto la Ecloga, debe dar su
consentimiento para el matrimonio de los hijos5. Pero la regla
no iba a durar. Basilio I (867-886), el emperador que anuló el
matrimonio de una muchacha realizado sin el consentimiento
del padre, y declaró que semejante matrimonio era «fornica­
ción», en la obra normativa llamada Procheiros suprimió toda
referencia al consentimiento materno6.
En materia de divorcio y de adulterio es casi inútil decir que
las reglas sobre el comportamiento masculino y el femenino son
diferentes. La esposa (y no el marido, obviamente) es considera­
da culpable si duerme fuera de casa, si frecuenta los baños, el
hipódromo o el teatro: y por estos motivos el marido puede ob­
tener el divorcio.
La esposa, en cambio, no puede dejar al marido condenado
por adulterio7. Pero sobre el término adulterio, referido a un
hombre, es necesario hacer una precisión: «adúltero» no era el
hombre que traicionaba a la esposa (hecho completamente irre­
levante para el derecho). En realidad, a la fidelidad conyugal
era obligada solamente la esposa; y no sólo la esposa, sino tam­
bién la prometida y la concubina. El hombre era «adúltero», en
cambio, si, con total independencia de su estado civil, tenía rela­
ciones con la esposa, la prometida o la concubina de otro8.
León VI (886-912) estableció que las mujeres solamente po­
drían testificar a propósito de cuestiones llamadas «femeninas»
(como el nacimiento de un niño) para no «superar los confines
naturales que separan a los sexos»9.
La Peira de Eustacio Romano (una colección de decisiones
judiciales dadas entre 950 y 1034, que muestra cómo se aplicaba

297
E va C a n t a r e l l a

en la práctica la codificación de León VI llamada los Basilici)


nos enseña que las mujeres no podían entablar acciones judicia­
les a no ser en hipótesis explícitamente previstas10; que las muje­
res simplemente sospechosas de tener un amante no podían dis­
poner por testamento en favor de aquél11; que la madre, con­
vertida en «tutora» de los hijos después de la muerte del mari­
do, perdía esta atribución si volvía a casarse12; y, en fin, que la
falta de virginidad de la esposa daba derecho a pedir el divorcio
al marido que después de la primera noche hubiese informado
de ello a sus amigos13.
A estas normas se añaden las protectoras. A causa de su de­
bilidad e incultura la mujer puede en alguna medida no cumplir
las obligaciones que ha asumido y puede ser excusada por su ig­
norancia del derecho14.
En el conjunto, estamos frente a una serie de disposiciones
difícilmente compatibles con la idea de paridad entre los sexos y
la relevancia social de las mujeres. Y, por lo demás, no es casual
el hecho de que, al margen de las emperatrices, cuyas imágenes
son muy poco representativas de las mujeres comunes, en los si­
glos del Imperio no existen prácticamente figuras femeninas de
algún relieve intelectual15.
Sólo dos mujeres han dejado trazas en la literatura bizantina:
la poetisa Casia (o Icasia), nacida hacia el año 810, y Ana Com-
mena, primera hija de Alexio Commeno, nacida en el 1083, y
autora de una obra en quince libros sobre la vida de su padre.
De la vida de Casia (considerada por Krumbacher «un her­
moso cuento»), esto es todo lo que sabemos: Casia, como todas
las muchachas bellas y nobles de su tiempo, tomó parte en una
especie de concurso, por medio del cual el emperador Teófilo,
según la costumbre, elegiría esposa. Entre las muchas bellezas
presentes Casia era, quizá, la más bella, y Teófilo se paró ante
ella, dirigiéndole la palabra para decirle que las mujeres habían
hecho siempre el mal. «Sin embargo, respondió Casia, también
han sido ocasión para hacer mucho bien». La respuesta, dema­

298
La c a l a m id a d a m b ig u a

siado osada, no gustó a Teófilo, que se alejó de ella, dándole la


espalda; y Casia, humillada, se retiró a un convento, donde pa­
só el resto de su vida16.
El «hermoso cuento» se comenta por sí solo, como por sí so­
las se comentan algunas afirmaciones de Ana Commena, mujer
sin duda de excepcional cultura y nada comunes dotes artísti­
cas17.
Las figuras femeninas, en la obra de Ana (que son siempre fi­
guras imperiales), son alabadas en primer lugar por su entrega a
la función materna: «nada hay igual al amor materno, escribe,
no hay defensa más fuerte que una madre, sus oraciones por el
hijo son sostén y guardianes invencibles»18. Al mismo tiempo,
el mayor elogio que consigue hacer de una mujer es que «no te­
nía nada de femenino, ninguna de las debilidades que en general
manifiestan las mujeres»19. Ana compartía hásta el fondo, es in­
necesario decirlo, la opinión que los hombres de su tiempo te­
nían sobre las mujeres y su papel.
Dice un proverbio de esta época: «El mundo perecía, y mi es­
posa seguía adornándose»20. Como siempre, cuando no son da­
ñinas (recuérdense las palabras de Teófilo a Casia), las mujeres
son futiles, incapaces de comprender los grandes problemas y
de ver más allá de su mundo «femenino», definido por medio de
la connotación negativa que una tradición multisecular le había
atribuido.
En consecuencia, ¿cuáles debían ser las virtudes femeninas?
Según Miguel Psello (1018-1097?), el mejor adorno de una mu­
jer era el silencio (nada nuevo, por consiguiente, desde los tiem­
pos de Pericles): y, por tanto, si realmente tenía que hablar, de­
bía intentar al menos que solamente la escuchase su marido21.
Y esto no es todo: a la percepción social de la inferioridad fe­
menina, reflejada por un derecho que, más allá de las afirmacio­
nes de principio, discriminaba a las mujeres, le hacen eco los
acentos cada vez más violentos de quienes ven en la mujer, to­
davía y siempre, un instrumento del demonio.

299
E va C a n t a r e l l a

San Simeón Estilita (521-596) hizo levantar una barrera alre­


dedor de su columna, para impedir a las mujeres acercarse22.
Nilo de Roxano (muerto en el 1005) declara que es mejor
«conversar con una serpiente, antes que con una mujer»; acusa
a los monjes de su monasterio de haber infectado la iglesia al
consentir la entrada en ella a una mujer; por último, al encon­
trarse un día en un sendero a una monja joven, para evitar cru­
zarse con ella a una distancia demasiado cercana, la golpea con
el bastón, obligándola a huir23·
Sin pretender, obviamente, haber trazado un cuadro ni si­
quiera mínimo de la sociedad bizantina, parece, sin embargo,
que se puede concluir, sobre la base de estos apuntes, que en los
siglos siguientes a la caída del Imperio romano de Occidente la
condición de las mujeres fue empeorando de forma inexorable.
Los siglos de la emancipación estaban lejanísimos. El cambio de
tendencia, que se había determinado en concomitancia con la
crisis del Imperio, había proseguido inevitablemente su curso.
De nuevo, las mujeres habían sido encerradas en los confines de
un papel del que, por un breve momento, habían creído poder
escapar. La familia, la casa, la maternidad (pero sin los dere­
chos que la maternidad debería dar) habían vuelto a ser el único
horizonte de sus vidas. La alternativa (como en el «hermoso
cuento» de Casia) era sólo el convento.

Notas

I. Asi lo afuma de hecho G. B u c k le r , «Women in Byzantine Law, About


1100 a.D.», en Byzantion ll(1936)391ss. (en particular p.393). Sobre el im­
perio y la civilización bizantina, entre la amplísima literatura, nos limitare­
mos a citar a A. A. V a silie v , Histoire de l ’Empire byzantin, trad, fr,, vol.
II, París 1932 (cuyo cap. I, dedicado a la historia de la bizantinística, contie­
ne útiles referencias a las obras en lenguas eslavas); S. RUNCIMAN, La civil-
tá bizantina, Florencia 1960; el vol. IV de la Cambridge Medieval History

300
La c a l a m id a d a m b ig u a

(The Byzantine Empiré), Cambr. Univ. Press, 1966, trad. ital. Milán 1978;
H. A h r w e i l e r , L’idéologie politique de l ’empire byzantin, Paris 1975. So­
bre la condición femenina, con posturas diversas, cf. S. L a m b ro s , «E gyne
para tois byzantionis», en Neos Hellenomnemon 17(1923)259ss., y J. BEAU-
CAMP, «La situation juridique de la femme à Byzance», en Actes du collo­
que sur «La femme dans les civilisations des XI - ΧΙΠsiècles» (= Cahiers de
civilisation médiévale 20.2-3(1977)145ss.; A.E. LAIOU, TheRole of Women
in Byzantine Society, XVI Intemationaler Byzantinistenkongress, Akten, I,
I, Viena 1981 (= JOB 31,1, pp.233ss.); la sección 4, 4, de Akten, Π, está en­
teramente dedicada a la condición femenina; y por último J. H e r r í n , «In
Search of Byzantine Women: Three Avenues of Approach«, en Images, cit.,
pp.l67ss.
2. Procop./teri. 1.230.
3. Sobre todo esto véase S. RUNCIMAN, La civiità bizantina, cit., pp.76ss.
Sobre la lucha por el poder entre Irene y su hijo cf. J.B. BURY, A History of
the Later Roman Empire (395a.D. - 850 a.D.), Londres 1889, y Amsterdam
1966,11, pp.483ss.
4. Así lo afirma varias veces en su legislación el emperador León VI, del que
se pueden ver las Novellae 31, 98 y 112, que, como todas las obras jurídicas
citadas en este párrafo, están recogidas en el lus graecoromanum, editado
po r C.E. ZACHARIAE v o n L in g h e n t h a l , reed. Aalen, 1962.
5. EdAA.
6. ProchA3 y 1.6.
7. Cf. Ed. 2.13 y 17.27 y Ed.privH.2\.
8. Sobre las penas por el adulterio véase F. GORIA, Studi sul matrimonio
dell’adultera nel diritto giustinianeo e bizantino, Turin 1975, pp. 182-185, y
225-228, y J. B eau cam p , Za situationjuridique..., cit., pp,156ss.
9. Cf. NouAi. El tema es desarrollado en Peira 30.11.
10. Peira 64.1-2.8.9-10-11-19-20.
11. Peira 25.30.
12. Peira 16.7 y 25.68.
13. P e ¿ a 49.5.
14. Sobre todo esto de nuevo J. BEAUCAMP, La situation juridique..., cit.,
p. 175, de la cual para una investigación sobre las raíces romanas de la idea
de la debilidad femenina, véase también «Le vocabulaire de la faiblesse fémi-

301
E va C a n t a r e l l a

nine dans les textes juridique^pmains du ΙΠ au VI siècle», en RHDF


54(1976)485ss. Diferente valoía(fón/de la actitud bizantina al propósito en
P.I. Z epos, «Disposizioni e consuetudini bizantine e postbizantine a prote-
zione dell’onore délia donna», en Studi Voltena. IV, Milán 1971, pp.61Sss.
15. Sobre las emperatrices y su papel cf. E.A. F is h e r , «Theodora and Anto­
nina in the Historia Arcana: History and/or Fiction», en Arethusa 11(1978)
255ss., donde se pone en claro cuan diferente era la condición imperial de la
de las mujeres «comunes», segregadas, dice Fisher, no menos de las mujeres
griegas de la edad clásica. Sobre la falta de instrucción de las mujeres bizanti­
nas véase S. R u n c im a n , La civiltá bizantina, cit., p.263.
16. Sobre Casia véase K. KRUMBACHER, Geschichte der byzantinischen Li-
teratur, Munich 1897, 2* ed. (= Nueva York 1959), p.715, y R. CANTARE­
LLA, Poetibizantini, cit., II, p.164.
17. Cf. G. B u c k l e r , Anna Comnena, Londres 1929, y de nuevo K. KRUM­
BACHER, Geschichte..., cit., pp.274ss.
18. Anna Comm.Alex.3.6.4-6,
19. Anna Comm.Afer.15.2.2.
20. K. KRUMBACHER, Sammlug byzantinischer Sprichwôrter, Sitzungsberi-
chte, Munich 1887, II, n.45.
21. Psell. C2z/m7.4.9.
22. Sobre este personaje véase K. KRUMBACHER, Geschichte..., cit.,
pp,144ss.
23. Sobre los episodios citados en el texto cf. A. D u c e l l i e r , Π dramma di
Bisanzio, Nápoles 1980, p.21.

302
CONCLUSIONES

El cuadro de la condición femenina que hemos intentado re­


construir, trazando al menos los contornos y las líneas más sig­
nificativas, quizá puede parecer pesimista, sobre todo si se com­
para con otras reconstrucciones que, dando por descontadas las
discriminaciones, callándolas o minimizándolas, se preocupan
por el contrario de poner en evidencia el papel de la mujer en la
vida familiar, exaltando su importancia y su dignidad.
Pero yo creo que un planteamiento semejante es absoluta­
mente inaceptable, tanto por lo que se refiere a Grecia, como a
Roma.
Con referencia a la historia griega, hablar de reconocimiento
social del papel «femenino» y de un poder de las mujeres, aun­
que sea oculto y meditado, está completamente infundado. La
función de las mujeres, en Grecia, era exclusivamente la de re­
producir ciudadanos, si eran libres, y mano de obra servil, si
eran esclavas.
La tarea, considerada mucho más relevante, de formar las
nuevas generaciones, dada la inadecuación de las mujeres, pri­
vadas de toda instrucción y excluidas del mundo masculino,
quedaba confiada a los hombres. Y puesto que se desarrollaba
de acuerdo con una ideología que consideraba a las mujeres in­
feriores, la paideia griega reproducía una misoginia que excluía
al sexo femenino no sólo de la participación en la vida social y
política, sino también del mundo de la razón, y en consecuencia
del mundo del amor que, siendo comunicación de experiencia,
encontraba en la relación entre hombres su expresión más ele­
vada,

303
E va C a n t a r e l l a

Con el cumplimiento de su función biológica, la mujer griega


había realizado su única forma de participación (mediata) en la
vida de la polis. Y si, bajo esta perspectiva, la condición de las
mujeres romanas era ciertamente mejor, otras y diferentes razo­
nes hacen igualmente inadmisible la exaltación de su papel fa­
miliar.
En Roma, a diferencia de Grecia, la función de las mujeres
no quedaba limitada al momento puramente «natural» del par­
to: la tarea femenina era más compleja y, ciertamente, más rele­
vante en la organización de la colectividad y en la percepción
social.
Encargadas como por delegación de educar a los hijos para
hacer de ellos «ciudadanos», y ligadas a éstos por una relación
muy fuerte, las mujeres romanas desarrollaban un papel cultu­
ral de primera importancia, cuyo cumplimiento exigía que de
algún modo participaran en la vida masculina (de .donde su ma­
yor libertad, por lo demás fundamentalmente encaminada a es­
te fin), y comportaba el reconocimiento de una dignidad queja-
más se le tributó a la mujer griega.
Pero, justamente debido a su importancia, el papel de esposa
y madre, que llenaba sus vidas, impedía a las mujeres romanas
salir de los confines de un rol rigurosamente codificado, y deter­
minaba inflexible e inexorablemente las líneas de su existencia,
llevándoles a proyectar toda expectativa de realización en el
cumplimiento de un deber que, sentido como imprescindible, se
convertía en el instrumento de su anulación como personas.
Esto, me parece a mí, es la primera enseñanza que nos viene
de la historia de las mujeres griegas y romanas. Pero otro aspec­
to de esta historia es muy instructivo: nos muestra, de hecho,
cómo el camino hacia la emancipación no es en modo alguno ir­
reversible.
En concomitancia con una serie de hechos políticos, econó­
micos y culturales particularmente favorables, las mujeres que
vivieron en el periodo de la máxima expansión de Roma obtu­

304
La c a l a m id a d a m b ig u a

vieron el reconocimiento formal de una casi total paridad. Aun­


que obstaculizadas por una ideología que rechazaba la nueva
imagen femenina e interpretaba toda libertad como licencia y
disolución, algunas mujeres (las socialmente privilegiadas) desa­
rrollaron incluso en la práctica un nuevo modelo de vida.
Pero la crisis del Imperio no por azar coincidió con el resur­
gimiento de una misoginia, a cuya recuperación contribuyó de
forma notable la predicación de los Padres de la Iglesia. El te­
rreno ganado se perdió y las mujeres fueron empujadas de nue­
vo a los confines de un mundo «femenino», caracterizado, co­
mo siempre, por la subaltemidad.
Y así llegamos a la tercera enseñanza que nos viene de la his­
toria de la condición femenina en la Antigüedad: esta historia,
en efecto, permite señalar el momento en que una práctica ya
multisecular de discriminación fue racionalizada, y presentada
por vez primera como necesaria, inevitable y eterna.
Fue durante los siglos de la polis griega, según hemos visto,
cuando se codificó la afirmación de la «diversidad» de las muje­
res. Identificadas por Aristóteles con la materia, en oposición a
los hombres, forma y espíritu, las mujeres fueron clasificadas
como «inferiores» a causa de su «natural» diversidad.
Y ha sido precisamente la diversidad, mucho más allá de los
confines de la historia griega, el fundamento teórico que ha jus­
tificado toda discriminación. Recurriendo a la «diversidad» ha
sido como los teóricos de la inferioridad femenina de todos los
tiempos se han opuesto a la entrada de las mujeres en el mundo
el intelecto y de la razón.
Entendida por los griegos como bipolaridad de los sexos de­
terminada a priori y codificada con pretensión de valor univer­
sal; interpretada como oposición entre una naturaleza masculi­
na, única y eterna, y una naturaleza femenina, igualmente única
y eterna, la «diversidad», lejos de inducir a reflexionar sobre la
necesidad de respetar las diversidades individuales, fuesen mas-

305
E va C a n t a r e l l a

culinas o femeninas, ha sido durante siglos, y corre el peligro de


seguir siéndolo, la justificación de toda discriminación.
Por estas razones, en estas páginas, aunque prestando aten­
ción y tratando de recoger, cuando era factible, los posibles mo­
mentos de apertura, los reconocimientos y las conquistas, se ha
considerado justo poner en evidencia los numerosos aspectos de
una historia hecha, en primer lugar, de incapacidades y de ex­
clusiones.
En nombre de su «diversidad», generaciones enteras de mu­
jeres desconocidas han recorrido sin nombre la historia griega y
romana: y no sólo porque, en el sentido más restringido, su
nombre individual no debía ni siquiera ser pronunciado. Anula­
das como individuos, a causa de su pertenencia sexual, estas
mujeres, que han reproducido ciudades e imperios, han sido bo­
rradas de la historia.
NOTA BIBLIOGRÁFICA

Para dar cuenta de la gran amplitud del campo de los proble­


mas planteados y de cuán diferentes entre sí son, al propio tiem­
po, los métodos de investigación y las aproximaciones a estos
problemas, creo que puede ser suficiente la referencia a algunos
de los estudios de más reciente publicación, o actualmente en
curso de publicación, que me limitaré a citar ahora sin entrar en
su valoración.
En los últimos cinco años, pues, se han publicado en Italia
las Actas de las O ttavegiomate fílologichegenovesi, desarrolla­
das en el mes de febrero de 1980 y dedicadas a «Misoginia e ma-
chilismo in Grecia e a Roma» (Génova 1981); L ’immagine della
donna nella cultura greca, de A. GlALLONGO (Rimini 1981);
Camilla Amazzone e sacerdotessa di Diana, de G. A r r i g o n i
(Milán 1982); Donne e amore in Saffoenei tragici, de E. CAVA-
LLINI (Venecia 1982); Femminismo a Roma, de V.A. SlRAGO
(Catanzaro 1982); La donna nella societá della Grecia antica,
de I. SAVALLI (Bolonia 1983); Madre Materia. Sociología e bio­
logía della donna greca, de S.CAMPESE, P. MANULI y G. SlSSA
(Turin 1983); Posizione giuridica eruolo sociale della donna ro­
mana in età repubblicana, de L. PEPPE (Roma 1984). En Turin,
editorial Boringhieri, se encuentra en prensa (1985) La donna
antica, al cuidado de S. H u m p h r e y s ; en Bari, editorial Later-
za, se publicará Le donne greche, al cuidado de G. ARRIGONI,
y también a «Las mujeres griegas» estará dedicado un número
de próxima publicación de Nuova DW F Donna WomanFem-
me.

307
E va C a n t a r e l l a

En Francia han aparecido en el mismo período: Les enfants


d ’A théna. Idées athéniennes sur la citoyenneté et la division des
sexes, de N. LORAUX (Paris 1981); Pomeia. D elà maîtrisse du
corps à la privation sensorielle, II-IVsiècles de l ’ère chrétienne,
di A. ROUSSELLE (Paris 1983, trad. it. Sesso e società aile origi­
n i dell’età cristiana, Bari 1985); La femme dans la Grèce anti­
que, de C. MOSSÉ (Paris 1983). En marzo de 1981, se desarrolló
un coloquio, cuyas Actas —-junto a las de un encuentro ante­
rior, tenido en mayo de 1980— han sido publicadas al cuidado
de E. LÉVY en el volumen La femme dans les sociétés antiques
(Estrasburgo 1983). En septiembre de 1982, en Perpignan, la
«Société internationale F. de Visscher pour l’histoire des droits
de l’antiquité» dedicó su sesión XXXVI a «La condition juridi­
que de la femme dans le monde antique». En junio de 1983 se
desarrolló el Colloque de St. Maximin sobre el tema «Une his­
toire des femmes est-elle possible?», cuyas Actas han sido publi­
cadas por Editions Rivages. Ampliando el campo de investiga­
ción más allá de los confínes del mundo antiguo, pero atribu­
yéndole un peso relevante a este sector, el «Groupe de Recher­
ches interdisciplinaire d’Etude des Femmes» ha cuidado la
publicación de dos volúmenes de los Travaux de l’Université de
Toulouse-Le Mirail, dedicados respectivamente a La dot, la va­
leur des femmes (série A, XXI, 1982) y La femme et la m ort (sé­
rie A, XXVII, 1984). En 1984, por último, en París, D. GOURE-
VTTCH ha publicado Le m al d ’être femme.
En los países anglosajones, siempre en el mismo período, han
aparecido: Heroines and Hysterics, de M. LEFKOWITZ (Lon­
dres 1981); Reflections o f Women in Antiquity, al cuidado de
H .P . FOLEY (Nueva York 1981); Women’s Life in Greece and
Rome, al cuidado de M. LEFKOWITZ y M. FANT (Londres
1982); The Family, Women and Death. Comparative Studies,
de S. HUMPHREYS (Londres 1983) y, por último, Images o f
Women in Antiquity, al cuidado de A. CAMERON y A. KUHRT
(Londres 1983).

308
LA CALAMIDAD AMBIGUA

En Alemania se ha publicado Weiblichkeit oder Feminismus,


Beitrage zur interdisziplinaren Frauentagung, Constanza 1983,
editado por C. ΟΡΓΓΖ, con un artículo de B. WAGNER sobre
«Der Mythologische Dískurz über der Ort der Frauen oder: wie
Athen zu seinem Ñamen kam», y se espera la publicación de
Matríarchatstheoríen der A ntike (Arbeitstitel), en la colección
«Wege der Forschung», editado por B. WAGNER.
En Grecia, en fin, en septiembre de 1984, en Atenas, se desa­
rrolló la sesión XXXVII de la ya recordada «Société internatio­
nale F. de Visscher», dedicada a «Eros et droit», es decir, funda­
mentalmente, de modo directo o indirecto, a los problemas de
la condición femenina en los diversos derechos de la Antigüe­
dad. Para no hablar, por último, de los artículos publicados en
las revistas históricas, filosóficas, filológicas y jurídicas, y de las
referencias a nuestro tema en las obras no específicamente dedi­
cadas a él. Estos trabajos se han tenido en cuenta, y aparecen
indicados en las notas de esta obra.

309

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