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América Latina: se acortan los ciclos, se agudiza la

crisis

Colectivo Nuestra América


Rebelión

I. El arribo de los gobiernos progresistas

El arribo de los llamados gobiernos progresistas en la primera década del siglo XXI es un
fenómeno que dio lugar una coyuntura nueva para el continente, y es necesario un nuevo
enfoque para tratar de explicarla. Quien esperaba que esos gobiernos se comportaran como
una revolución socialista del siglo XX, o avanzaran en esa dirección, estaba errando desde
el inicio y fácilmente podría perderse en el debate. Una característica de estos gobiernos es
que lograron hacerse de la presidencia y de una parte del aparato de Estado, pero los
poderes reales y fácticos que rigen el capitalismo dependiente latinoamericano no fueron
derrocados. Los poderes mediáticos, económicos, religiosos y militares que sostienen al
capitalismo, siguieron imperando y actuando como antagonistas de los nuevos gobiernos,
imponiendo condiciones que los beneficiaran.
Es importante recalcar que, salvo en el caso de Venezuela, la posibilidad del arribo de los
gobiernos progresistas no se debió a una estrategia electoral, ni a la formación de un partido
político, ni al carisma del líder en cuestión, aunque todo eso contribuyó. La coyuntura en la
que accedieron al poder la mayoría de los gobiernos progresistas estuvo signada por la
lucha de los movimientos sociales y los pueblos organizados que literalmente impidieron,
por la vía de la movilización masiva y sostenida, que los gobiernos neoliberales pudieran
gobernar. La tensión de la lucha de clases después de décadas de neoliberalismo rapaz,
hacía insostenible para el capital mantener la misma política. Por eso caían presidentes
como moscas en Argentina, Ecuador o Bolivia. Pero el mismo movimiento social, la fuerza
popular que le puso un alto a la versión más cínica del neoliberalismo en ese momento, no
podía tomar el poder, no había desarrollado la fuerza, organización y conciencia necesarias
para profundizar los procesos por cauces revolucionarios. Entonces, los gobiernos
progresistas aparecieron como una alternativa aceptable que permitía salir del entrampado
social que significaba ese “empate catastrófico” de fuerzas sociales.
II. El papel de esos gobiernos
Estos gobiernos significaron un respiro, un freno al neoliberalismo rapaz y una momentánea
contención ideológica a la ofensiva conservadora. Después de la larga noche de los noventa,
presidentes, líderes, partidos, organizaciones sociales y la masa integrada a la lucha,
hablaba de nuevo de imperialismo, de socialismo, de marxismo y de integración
latinoamericana. La calidad de vida mejoró con los gobiernos progresistas, salieron de la
pobreza 168 millones de personas (según Rafael Correa). Se renegociaron las condiciones
de explotación de recursos naturales con mejores circunstancias para los países, se
garantizaron derechos como pensiones universales, alimentación, vivienda, se redujo la
brecha de desigualdad, etcétera. Fue sin duda un momento nunca visto en la historia del
continente. Todo eso, que la derecha tacha de populismo, estaba guiado por una forma de
pensar la articulación de la economía en función de los sectores más desprotegidos, que
habían sido vapuleados por la avalancha neoliberal. Un desafío en la práctica, al dogma que
reza que el mercado debe controlarlo todo y el Estado no debe meter la mano en la
economía.
Parecía que se había logrado hackear al sistema: ahora la izquierda ganaba elecciones
imparablemente. Entre 2002 y 2014 se ganaron elecciones presidenciales más de una vez
en Argentina, Uruguay, Brasil, Venezuela, Ecuador y Bolivia, y una vez en Paraguay,
Guatemala y El Salvador. En 2009 había doce países latinoamericanos con gobiernos que
se ubicaban a la izquierda y en contra del neoliberalismo. Chávez, Maduro, Evo, Correa,
lograron sortear intentos de golpes de Estado por fuerzas armadas, o bloqueos y sabotajes
económicos. Se hablaba en esos países del “pasado neoliberal”, y se asumía como
inexorable el camino al posnoeliberalismo. Pero el imperialismo y los poderes oligárquicos
aprendieron también.

III. Los golpes blandos


Entonces vinieron los golpes blandos: en Honduras y en Paraguay, pasaron casi
desapercibidos y parece que se les aprendió poco. Pero en Brasil fue brutal. La destitución
de Dilma y el encarcelamiento de Lula denotaban una ofensiva que superaba el cinismo
jurídico para instalarse de facto en un golpe de Estado (“no tengo pruebas, pero tengo
convicciones”, dijo el juez), sin que ninguna fuerza de las que acompañaron a ese gobierno,
o del movimiento social brasileño, pareciera capaz de detenerlo, a pesar de la efervescencia
social que provocó el hecho. Lo verdaderamente estratégico es que se reimpuso la agenda
neoliberal de un plumazo. Los logros históricos de los gobiernos progresistas se mostraron
endebles. El propio Rafael Correa confesó en entrevista a La Jornada: “Fue una gran
decepción para mí, porque yo creí que habíamos hecho muchos cambios irreversibles. Tuve
exceso de confianza, creía que había cosas irreversibles y gran parte de esas cosas fueron
revertidas rápidamente”.
Correa, Lula, Cristina, Evo, presumían como un logro el sacar de la pobreza a millones de
personas y, al mismo tiempo, incrementar las ganancias del capital. Esta lógica de
conciliación de clases, donde todos ganan y nadie pierde, sólo podía existir
momentáneamente, apoyada en una coyuntura económica favorable y en la incapacidad de
las fuerzas de derecha de reorganizarse. Pero ninguno de los dos fenómenos podía durar
mucho tiempo.
Otro fenómeno que socavó la capacidad de consenso de estos gobiernos está ligado a la
falta de un trabajo de educación y formación política. Sacar a un sector de la pobreza y
colocarlo en la clase media, sin un trabajo ideológico que lo comprometa con el proyecto,
sólo crea una clase media con mentalidad burguesa, que exige más beneficios sin una
contribución social (en trabajo y lucha) acorde a un proyecto no digamos socialista, sino
simplemente posneoliberal o comunitario. En estos países se creó un sector social proclive
a apoyar a la derecha de nuevo, incluso en las urnas, si ésta le ofrece más eficiencia en la
resolución de sus nuevos intereses. El gran talón de Aquiles de los gobiernos progresistas
ha sido la falta de consistencia en una ofensiva ideológica en contra no sólo del
neoliberalismo, sino contra sus bases capitalistas, que permitiera quitarle lo opaco al
sistema, mostrar cómo funciona y proponer una alternativa de desarrollo social y
económico. Una ofensiva por el consenso social en torno a ideas revolucionarias. “Dejamos
huecos en la lucha de ideas, dejamos huecos en la radio, en la televisión, en los periódicos,
y nunca olviden lo siguiente: Toda transformación se gana primero en las ideas, y luego en
los hechos. No descuiden la lucha de ideas, la lucha por el sentido común de una sociedad,”
dijo García Linera en el Centro Ollin Yoliztli. Para afectar los intereses centrales del
capitalismo dependiente latinoamericano se necesita una fuerza descomunal, que sólo el
pueblo organizado y consciente de la obra que está creando, puede ofrecer.
Sin embargo, el neoliberalismo tampoco vive una etapa dorada, su nuevo ciclo tropieza a
cada paso, su desprestigio en el continente es tan grande que los pueblos los rechazan de
facto y se movilizan con más claridad respecto a sus objetivos, como es evidente en Chile.
No hay otra oferta del capitalismo para América Latina (como un new deal o una política
Keynesiana) que no sea el despojo brutal, lo que le impide mantener a sus representantes
en el gobierno y generar un consenso social en torno a su proyecto. El consenso que estos
gobiernos llegan a generar en la vendimia electoral, lo pierden de inmediato en cuanto
vuelven a aplicar el programa neoliberal, que además regresa con un discurso político más
conservador.

IV. Las concesiones a la derecha


Los gobiernos progresistas, por su lógica misma, hicieron concesiones a la derecha y al
imperialismo, que después pasaron factura. Una de las más graves, es calificar al sistema
político liberal, mediante el cual estos gobiernos llegaron al poder, como democrático y no
enfocarse en alterarlo sustancialmente. Los procesos posneoliberales se ven arrastrados a
la lógica electoral, que en América Latina está también asimilada a la lógica comercial, en
la que se trata de vender un producto. Entonces se acumulan fuerzas para la siguiente
elección y no para un cambio más permanente en la correlación de fuerzas entre sectores
populares y oligarquía. Para ganar elecciones hay que hacer concesiones que resultan
contraproducentes para la consolidación de un proyecto alternativo al capitalismo
dependiente. Los gobiernos progresistas no hicieron nada para modificar el sistema político,
buscando hacerlo democrático para los intereses populares, no para los intereses de la
derecha, que mantiene de esa forma una posibilidad permanente de retornar al poder
político con relativa facilidad. La democracia que necesitan los dueños del dinero no es la
democracia que necesitan los sectores populares para ejercer el control efectivo sobre sus
recursos y la forma de explotarlos, es decir, control sobre la producción. El problema de los
gobiernos progresistas de la primera ola es la falta de construcción del poder popular. Por
eso hoy Correa no puede movilizar fuerzas populares en Ecuador para defenderse de la
persecución y no hay alternativa en Brasil y en Argentina que vaya más allá de tratar de
reeditar los procesos anteriores. Estos gobiernos no construyeron un contrapoder popular
al poder de la oligarquía y el imperialismo que sigue ahí. Faltó la organización de los sectores
sociales para ejercer la toma de decisiones de las cuestiones que afectan su vida
directamente y también las cuestiones del proyecto nacional.
Otra concesión a la derecha es no plantearse el escenario del uso legítimo de la violencia
como una necesidad. Porque la derecha, como estamos viendo, no duda en utilizarla para
derrotar a los procesos alternativos al neoliberalismo rapaz. No prepararse para contener
la violencia de la derecha, es un error catastrófico. En los gobiernos progresistas se dejó
intacto el poder militar, no se construyó un poder popular que también asumiera la defensa
del propio proceso. Es por eso que no hubo cómo defenderse en Bolivia ante la traición de
la policía y el ejército que nuca dejó de estar vinculado a las escuelas militares
estadounidenses. García Linera también hace una confesión al analizar “la principal lección”
de la situación en Bolivia: que los avances en la igualdad no pueden dejarse solamente bajo
protección de las fuerzas armadas del Estado. “Lo que faltó fue mayor decisión para haber
creado una fuerza civil de defensa, que proteja las conquistas de la igualdad y los avances
de la democracia, ese fue uno de los elementos que ha permitido el golpe de Estado.” (en
el programa “Cruce de palabras” de Telesur).

V. El escenario actual
El escenario actual es contradictorio: por un lado, vuelve a la presidencia el kirchnerismo y
la liberación de Lula abre posibilidades de enfrentar a Bolsonaro, que se desfonda más
rápido que Macri. Por otro lado, una especie de empate técnico en Ecuador deja para el
futuro saber si en el mediano plazo se recompone el gobierno neoliberal o si hay posibilidad
de que sea desplazado por una nueva oleada popular. También es aún una incógnita la
profundidad del cambio que generará en la sociedad chilena la lucha que se libra
actualmente, pero está claro que la sociedad chilena no volverá a ser la misma. Un fuerte
golpe al optimismo es la situación en Bolivia, pero la posibilidad de que se consolide una
dictadura fascista aún no está definida, no estará mientras el pueblo resista.
Sin embargo, hay una tendencia: los ciclos neoliberales se agotan cada vez más rápido, la
derecha tiene serios problemas para mantener el dominio de los gobiernos, lo que puede
devenir en que se pase a formas más autoritarias de control que el capital necesita para
reproducirse (dictaduras) o una alternancia con gobiernos progresistas, como un empate
de largo aliento. Entonces es imprescindible romper ese ciclo hacia delante, hacia formas
más anticapitalistas de ejercer la vida.
Estamos en el borde de una etapa de definición trascendente. Los enemigos siguen siendo
el imperialismo y sus aliados de las oligarquías nacionales, pero el escenario se convulsiona
y los pueblos van probando alternativas para su liberación. ¿Qué corresponde hacer a los
movimientos y a las fuerzas revolucionarias ante estos escenarios?

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