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SER HOMBRE DE VERDAD

EN LA CIUDAD DE MÉXICO
NI MACHO NI MANDILÓN

Matthew C. Gutmann

EL CO LEG IO DE M ÉXICO
136.16
G984s
G utm ann, M atthew C.
Ser hom bre de verdad en la ciudad de M éxico :
ni macho ni m andilón / M atthew C. G utm ann.— México
: El Colegio de México, C entro de Estudios Socioló­
gicos, Program a Interdisciplinario de Estudios de
la M ujer : Centro de Estudios Demográficos y de
Desarrollo Urbano, Program a Salud Reproductiva y
Sociedad, 2000.
394 p. : fot. ; 22 cm.
ISBN 968-12-0912-5
1. Machísmo-México (Ciudad). 2. M asculinidad
(Psicología)-México (Ciudad). 3. IIom bres-M éxico
(Ciudad)-Psicología.

Traducción de N air Anaya Ferreira


Portada de Irm a Eugenia Alva Valencia

Prim era edición, 2000


D.R. © El Colegio de México
Cam ino al Ajusco 20
Pedregal de Santa Teresa
10740 México, D.F.
ISBN 968-12-0912-5
Im preso en México / Printed m Mexico
f

I. LOS VERDADEROS MACHOS MEXICANOS


NACEN PARA MORIR

La imaginación no puede crear nada nuevo, ¿o sí?


Tony Kushner, Angeles en Estados Unidos ,
Primera parle: Acercamientos al milenio

D if e r e n c ia s y s im il it u d e s

En este trabajo exam ino qué significa ser hombre p ara los hom bres
y m ujeres que viven en la colonia p o p u lar Santo D om ingo de la
ciudad de M éxico. El enfoque etnográfico de este estudio intenta
com prender la identidad de género en relación con los cam bios en
las prácticas y creencias culturales que han ocurrido en el México
urbano* d u ran te el transcurso de varias décadas de conm oción lo­
cal y global. Al estu diar cóm o se forja y se transform a la identidad
de género en u n a com unidad obrera, constituida.gracias a una in ­
vasión de tierras en la capital m exicana en 1971, exploro ciertas
categorías culturales en varias representaciones, algunas relativa­
m ente fijas, algunas en proceso de Cambio; es decir, analizo la m ane­
ra en que la diferencia y la sim ilitud culturales están conform adas
por actores sociales diversos, los que a su vez lim itan y expanden
los significados de identidad de género.
Si bien es cierto que las cuestiones políticas y culturales que
surgen en este estudio etnográfico son p o r necesidad muy gen era­
les, los acontecim ientos, los sentim ientos y las actividades que aquí
se describen sí h an ocurrido, con bastante frecuencia, en u n a esca­
la más peq ueñ a, com o parte de la vida cotidiana de los residentes
en u n a colonia de la capital m exicana. C om o introducción a lo que
se explorará en los capítulos siguientes, será útil aclarar ciertas cues­
tiones relacionadas con la identidad cultural y de género en M éxi­
co, así com o explicar el m arco teórico y m etodológico en el que se
fundam enta esta investigación.
Si al hab lar de género nos referim os a las form as en que las
sociedades com p ren den, debaten, organizan y practican las dife­
rencias y sim ilitudes relacionadas con la sexualidad física, entonces
debem os esperar en co n trar una variedad de significados, in stitu ­
ciones y relaciones de género dentro de diferentes grupos y entre
éstos. Al m ism o tiem po, más de lo que gen eralm ente se reconoce,
hay que explicar y n o dar por sentado qué es lo que significa física­
mente ser hom bre o m ujer. Com o se verá en el capítulo cinco, es n e ­
cesario exam inar ciertos factores culturales e históricos p ara ten er
u n a com prensión del cuerpo y de la sexualidad, pues no basta con
lim itarnos a u n a descripción basada en los órganos genitales. A
pesar de la im portancia del género y la sexualidad en m uchos aspec­
tos de la existencia hum ana, históricam ente y en la actualidad, la
calificación de género en ¡a vida social nunca es tran sp aren te.1
En m i propio caso, no es tanto que yo m e haya propuesto bus­
car el género com o tem a de estudio; m ás bien, el género m e e n ­
contró a mí. En un principio, la casualidad m e llevó a con sid erar a
los hom bres m exicanos com o padres. En la prim avera de 1989,
m ientras paseaba p o r el centro de la ciudad de México, le tom é
una fotografía a un hom bre que, m ientras atendía a un cliente en una
tienda de instrum entos musicales, estaba cargando a un bebé. La
form a en que mis am igos reaccionaron ante la foto constituyó el
prim er im pulso que m e llevó a estudiar a los m exicanos com o p a ­
dres (regresarem os a la fotografía en el capítulo tres). T iem p o
después, cuan do revisaba la bibliografía de las ciencias sociales
acerca de los hom bres m exicanos y la m asculinidad, el tem a de mi
investigación quedó claro: las generalizaciones, extensam ente acep­
tadas, sobre las identidades de la m asculinidad en M éxico p a re ­
cían a m enu do terribles estereotipos sobre el m achism o, el supues­
to rasgo cultural de los m exicanos que a pesar de ser tan fam oso es
tam bién casi com pletam ente desconocido. Incluso cuando leía acer­
ca de individuos y grupos que, po r alguna razón, no cabían en el
m odelo de m achism o — el que, in dep end ientem en te de cóm o sea
definido en las ciencias sociales, siem pre conlleva connotaciones
peyorativas— , p o r lo general se juzgaba que esos casos eran raros.
1 Para conocer un análisis del "construccionism o social”, incluyendo algunos
com entarios acerca del género, véase di L eo nard o (1991a); véase tam bién Scott
(1988: 2) sobre la definición de género y sexualidad.
Y estas opiniones no provenían sólo del am biente académ ico. En
conversaciones inform ales que tuve en diversas zonas populares
de la ciudad de México d u ran te varios años, a m en u d o se m e d e ­
cía: “Bueno, ya sabe cóm o son los m exicanos, pero m i esposo (o
herm ano, o hijo, o padre) es diferente.” Parecía existir u n a infini­
dad de excepciones a la regla de los m achos.2
En consecuencia, podría surgir la pregunta: ¿se encu entra p la­
nead o este estudio para desconstruir un significado u n itario de la
m asculinidad m exicana en m asculinidades m exicanas m últiples?
En parte tiene tales propósitos negativos y lim itados. Sin em bargo,
m i objetivo general es m ás am plio: el libro sí trata de significados y
entendim ientos, pero tam bién es un estudio de expectativas, ju i­
cios y acciones. Sobre todo, es un exam en de la dialéctica que exis­
te entre los significados que se asocian con el gén ero y el p o d er
social.
Visto desde esta perspectiva, otro objetivo del estudio — más allá
de la desconstrucción de clichés vacíos de la m asculinidad m exica­
na— es contribuir a la reconstrucción teórica y em pírica de las cate­
gorías de género en sus diversas expresiones, que se transform an y
transgreden continuam ente. A unque no se orien ta a estudios de g é­
nero en particular, N éstor García Canclini (1989: 25) infiere la exis­
tencia de dicho trabajo intelectual reconstructivo cuando observa:
“U no puede olvidarse de la totalidad cuando sólo se interesa por las
diferencias entre los hom bres, no cuando se ocupa tam bién de la
desigualdad.” Ciertam ente, las cuestiones de la desigualdad, la iden­
tidad y el poder resultan de interés y son im portantes no sólo para
los científicos sociales e investigadores afines, sino tam bién para la
gente com ún y corriente, aquella que constituye el sujeto de la m a­
yor parte de los estudios etnográficos.3
2 H erzfeld (1987: 172-73) co m en ta que los griegos h acen descripciones sim i­
lares. Para ellos, los m odelos d e “lo g rie g o ” siem pre son los p arien tes d e los dem ás
y, significativam ente, nunca los m iem bros de la p ro p ia fam ilia.
:í A diferencia de la m ayoría de los tem as de estudio d e las ciencias naturales, el
análisis de la sociedad es algo que tanto los expertos com o los legos llevan a cabo.
Además, este análisis puede ten er u na seria repercusión sobre el sujeto de estudio, es
decir, hasta cierto grado, nosotros somos, y los dem ás son, lo que nosotros mism os
pensam os que somos, y los dem ás son. G iddens (1979, 1995) h a resaltado con particu­
lar énfasis lo que él considera com o la “significancia de la rellexividad o conciencia de
sí en la conducta hum ana", a lo que en ocasiones se refiere com o la hermenéutica dublé.
M ientras que ciertas nociones acerca cíe la innata y esencial
sex u alid ad m asculina son desconstruidas to d o s los días en las
colonias populares y los espacios académ icos de la ciudad de M éxi­
co, surgen tam bién significados, relaciones de p o d e r e identidades
sexuales en nuevas configuraciones. U na conclusión fundam ental
de m i investigación en la colonia Santo D om ingo apunta hacia la
creatividad y la capacidad de cam bio en relación con el género p o r
m uchos actores y críticos de la m odernidad, u n a época que, com o
señala G iddens (1993), se caracteriza p o r la socialización progresi­
va del m undo natural. Estas circunstancias hacen que sea im p erati­
vo q u e antropólogos y estudiosos im aginen e inventen nuevas for­
m as de describir, in terp retar y explicar el surgim iento cultural y
sus variaciones.
Para este proceso es necesario conocer las costum bres, los va­
lores y las prácticas culturales, tanto generales com o particulares,
asociadas con las relaciones de género. Por ejem plo, si un hom bre
qu e va cam inando solo po r la calle a m edianoche en Santo D om in­
go oye los pasos cíe alguien que se acerca p o r atrás, po r lo general
le pasará por la cabeza la posibilidad de que se trate de un asalto o
un robo. U na m ujer en las mismas circunstancias se preocupará de
que la asalten, la roben y... la violen. A no ser que se encuentren en
u n a situación específica, com o en la cárcel o en el ejército, los h o m ­
bres de la colonia pocas veces se preocupan de que los vayan a
violar.4 Para todo fin práctico, los hom bres y las m ujeres de Santo
D om ingo com parten m uchas preocupaciones y experiencias, au n ­
qu e al m ism o tiem po existen las propias diferencias asociadas al
gén ero en su vida cotidiana.
N o obstante, incluso cualquier intento p o r form ular este a su n ­
to en térm inos de sim ilitud y diferencia p u ed e llegar a sobrepasar
las identidades superficiales de género en Santo Dom ingo. Si se
preg u n ta a la gente de la colonia sobre las diferencias que hay e n ­
tre hom bres y m ujeres, por ejem plo, invariablem ente ofrecerán
respuestas superficiales, com o para resp on der a u n a encuesta y re­
saltarán, com o era de esperarse, las diferencias entre hom bres y
m ujeres; es decir, si sim plem ente se plantea esta cuestión en estos
térm inos, por lo general se obtienen respuestas predecibles, lo que
4 N o estoy afirm ando que, en este sentido, la colonia Santo D om ingo sea la única.
no significa que estas personas necesariam ente consideren tales
diferencias com o algo interesante o que valga la pen a discutir,
m ucho m enos com o algo de sum a im portancia.
No existe algún sistem a cultural m exicano, latinoam ericano o
hispanoparlante en el que haya consenso sobre significados y ex­
periencias de género. N o sólo hay u n a enorm e diversidad intra-
cultural en lo que se refiere al género en las colonias populares de
la ciudad de México, sino que en el ám bito m ism o de las relaciones
de género, el conocimiento y el poder son increíblem ente disparejos.5
En la colonia Santo Dom ingo, com o en otros lugares, las identida­
des de género son producto y m anifestación de culturas en m ovi­
m iento; no em anan de alguna esencia prim ordial cuya elasticidad
dé testim onio de form as perpetuas de desigualdad.

C o n c ie n c ia c o n t r a d ic t o r ia

Uno de los conceptos teóricos clave que se em pleó a lo largo de


esta investigación es el de conciencia contradictoria. En un intento
por explicar las influencias, a m enu do en oposición, que la activi­
dad práctica y la autocom prensión ejercen sobre el individuo, y
por su p erar el sim ple acto de reconocer la confusión, A ntonio
Gramsci desarrolló el concepto de conciencia contradictoria. A un­
que Gram sci sólo se refirió brevem ente a esta frase, sus escritos nos
proporcionan una noción a p a rtir de la cual se p u ed e llegar a una
com prensión m ás profunda de la form a en que se desarrollan y
transform an las identidades m asculinas en sociedades com o la del
México de hoy. H aciendo referencia específicam ente al “hom bre
activo en la m ultitud”, G ram sci explica:
Casi se podría decir que él tiene dos conciencias teóricas (o una con­
ciencia contradictoria): una implícita en su actividad y que en realidad
lo une con todos sus com pañeros trabajadores en la transform ación
práctica del m undo real; y otra, superficialm ente explícita o verbal,
que ha heredado del pasado y ha absorbido sin discrim inación algu­
na (1981-1984).
5 Sobre el asunto teórico general d e la variedad y el alcance intraculturales,
véase K eesing, 1987.
\
f

En el presente libro, conciencia contradictoria es u n a frase des­


criptiva que se em plea para d irigir nuestro análisis de los entend i­
m ientos, identidades y prácticas populares en relación con enten­
dim ientos, identidades y prácticas dom inantes. Por ejem plo, en lo
que respecta a las prácticas de los hom bres m exicanos com o p a­
dres, m ucha gente sabe de la im agen, que proviene de las ciencias
sociales, del m exicano citadino pobre caracterizado com o el m a­
cho progenitor. Sin em bargo, m ientras que las creencias y prácticas
de m uchos hom bres com unes y corrientes no se ajustan a esta im a­
gen m onocrom ática, los hom bres y m ujeres ordinarios están pro­
fund am ente conscientes de los estereotipos dom inantes —y con
frecuencia “tradicionales”— sobre los hom bres, m ism os que los afec­
tan de u n a form a u otra. En otras palabras, estos ho m bres y m uje­
res de la clase trabajadora com parten, por un lado, u n a conciencia,
aceptada am pliam ente y sin reservas, que heredaron del pasado (y
de los expertos), y po r otro, u n a conciencia im plícita que vincula a
unos individuos con otros en la trasform ación práctica del m un­
do.6 H ab lar de tradiciones y herencia no debe in terp retarse como
si el.m u nd o hubiera perm anecido inm utable hasta la época con­
tem poránea. La tradición y las costum bres del pasado nos plan­
tean preguntas y representaciones a las que cada generación se
enfrenta en form a diferente. M ientras que éstas son facetas históri­
cas, sistémicas y m ateriales del m achism o, saber con exactitud cómo
encajan las piezas es algo com pletam ente diferente. R especto a al­
gunos de los atributos que a m enu do se m encionan com o m anifes­
taciones de m achism o po r p arte de los hom bres — g o lp ear a la
esposa, b eb er en exceso, ser infiel, apostar, a b a n d o n ar a los hijos
y, en general, ser pendenciero— m uchos hom bres y no pocas m u­
jeres de S anto D om ingo han m ostrado ten er algunas d e estas ca­
racterísticas y no otras. Se sabe que algunos hom bres alcohólicos
cuidan y m antienen bien a sus familias; se dice que los niños de
Santo D om ingo reciben m ás golpes de sus m adres que d e sus pa­
dres; u n a gran parte de la violencia pública que ocurre en el área
d ep en d e tan to del desem pleo y la ju ven tud com o del género mis­

6 Para efectu ar un análisis breve d e la noción de conciencia co n tradictoria de


G ram sci, véase tam bién Roseberry, 1989: 46; C om aroff y C om aroff, 1991: 26, y
T h o m p so n , 1993: 10.
m o; el adulterio y la em briaguez de las m ujeres son cada vez m ás
com unes; algunos esposos que se abstienen de beber golpean b ru ­
talm ente a sus esposas, a sus hijos y a otros hom bres, y ap o star no
es una actividad frecuente.
Como parte de los esfuerzos p o r descubrir el significado del
género en ciertas áreas donde el asunto se pasaba p o r álto o había
sido m arginado, u n a de las tareas m ás u rg en tes de las antropólogas
feministas d u ran te los últim os veinticinco años ha sido distin gu ir
la conciencia h e re d a d a de la conciencia transform ativa. M ed ian ­
te la etnografía y el debate teórico, los estudios antropológicos de
género han docum entado los prejuicios m asculinos en los resu lta­
dos de sus investigaciones, que h an precisado en detalle los rasgos
sobresalientes y la naturaleza cam biante del género (definido de
m aneras diversas) en las form aciones sociales a través de la historia
y han desafiado las nociones de la au to rid a d m asculina universal.7
Considerados com o u n todo, los estudios de género de las últim as
dos décadas constituyen el conjunto de obras m ás im p o rtan te en la
disciplina de la antropología en general.
Para el p resen te estudio resulta de p a rtic u la r interés el h ech o
de que —a p a rtir de las generalizaciones iniciales de la m ayor
parte de la antro po log ía fem inista en lo que se refiere al g rad o en
que se podía e n co n trar sim ilitudes en cuan to al estatus d e las
m ujeres, histórica y globalm ente— en tiem p o s recientes se h a h e ­
cho hincapié en el estudio de las p a rticu larid ad es de las d ife re n ­
cias que se asocian con el género en diversos procesos y m edios
culturales. De igual m anera, y d eb id o a la aten ció n que se da aqu í
a la noción de la conciencia co n trad icto ria, el objetivo de este
libro será co n trib u ir a los esfuerzos m ás recientes de la teo ría
crítica fem inista p o r resaltar la v aried ad — co n trap u esta a la h o ­
7 Véase di L eo nard o, 1991a, y M oore, 1991, d o n d e se p resen tan resú m en es
analíticos de los estudios antropológicos d e g én ero realizados en los últim os v ein ­
te años, parte de la seg un da ola de teoría fem inista in iciada hace m ás d e cu aren ta
años con de Beauvoir, 1989. Algunas recopilaciones hechas desde m ed iado s d e los
setenta hasta la Fecha ofrecen excelentes p an o ram a s teóricos y etnográficos d e un
cam po iniciado p o r M ead (1961, 1982), p o r ejem p lo , R osaldo y L am p h ere, 1974;
Reiter, 1975; M acC orm ack y S trathern, 1980; O rtn e r y W h itehead, 1981; C o lliery
Yanagisako, 1987; S trath ern , 1987, y di L eo n a rd o , 1991b. Véase tam bién Sacks,
1979; S cheper-H ughes, 1983; L am phere 1987, y O rtn er, 1989-1990 sobre la tran -
sitoriedad de las categorías de género y las teorías antropológicas sobre ellas.
m og eneid ad— de las m asculinidades en tre los m exicanos de la
clase trabajadora.8
En lo que se refiere al estudio de los hom bres como hombres, a
raíz de la segunda oleada de teoría fem inista, en la década de los
ochenta algunos antropólogos varones com enzaron a exam inar a
los hom bres com o entes culturales que llevan intrínsecam ente el
género, y que a su vez lo crean en varios lugares del m u n d o .9 La
práctica antropológica habitual era que etnógrafos varones se e n ­
trevistaban con inform antes varones, p o r lo que no había nad a sig­
nificativo en el hecho de que algunos h om bres platicaran con otros
hom bres sobre ellos m ism os. Más bien, lo que resultaba novedoso
no era el estudio de los hombres, sino el estudio de los hom bres-
com o-hom bres. Hoy día los estudios de género tienen que incluir

8 C om o quedará m ás claro en los próxim os capítulos, este estudio se basa en


análisis previos de otros tem as prom inentes de la teoría fem inista, com o el que se
refiere a las relaciones en tre género y sexualidad (R ubin, 1975, 1982); n atu raleza y
cultura (O rtner, 1974, 1989-1990; O rtner y W h itehead , 1981; M acC orm ack y Stra-
th ern , 1980); lo público y lo privado (Rosaldo, 1974, 1980); colonialism o (Sacks,
1979; E tienne y Leacock, 1980), y diferencia y d esig uald ad (S trathern, 1987;S cott,
1990; di L eonardo, 199la; Abu-Lughod, 1993).
9 Los estudios antropológicos recientes que tratan sobre la m asculinidad in ­
cluyen a B randes, 1980; H erdt, 1981, 1987;G regor, 1985; H erzfeld, 1985; G odelier,
1986; G ilm ore, 1990; H ew lett, 1991; Parker, 1991; Fachel Leal, 1992; L ancáster,
1992, y W elzer-Lang y Filiod, 1992.
Los enfoques y las conclusiones teóricas d e dichos estudios difieren en form a
notable. En mi opinión, los m ejores formulan p reg u n tas específicas sobre situacio­
nes históricas y lugares m uy específicos. Los que in ten tan hacer generalizaciones
dem asiado am plias para definir “culturas” com pletas ele poblaciones supuestam ente
hom ogéneas inventan de nuevo, inevitablem ente, m uchos clichés con los que los
“h om bres” com o g ru p o biológico, o “los hom bres de x lu g ar”, com o re p resen ta n ­
tes d e u no u otro p aradigm a de las ciencias sociales, h an sido etiquetados. A dem ás,
con excepciones significativas com o la de L ancaster (1992), hasta la fecha los inves­
tigadores que estudian a los hom bres y la m asculinidad h an em p lead o de m an era
insuficiente las contribuciones d e la antropología fem inista a nuestro conocim iento
del género y la sexualidad, y dentro de este discurso no se han incorporado los m ás
im p o rtantes debates.
U na de las cuestiones m etodológicas más difíciles que p lan tean los estudios
etnográficos recientes que se concentran en los h om bres y la m asculinidad es la
relacionada con la form a en que debemos e n te n d e r las relaciones em ocionales (y,
en m en o r grado, lísicas) d e los hom bres con las m ujeres. V inculado con esto, ta m ­
bién está el problem a del “p un to de vista del nativo (varón)”. E xpresado sim ple-
la investigación sobre hom bres y m ujeres com o sujetos asociados a
género, razón por la cual el exam en de la m asculinidad en el México
contem poráneo constituye tanto un asunto m etodológico com o cul­
tural. A unque se necesita contar con más investigaciones y análisis,
se ha progresado sustancialm ente en la realización de los estudios
de género en América Latina, los cuales incluyen, po r ejemplo, estu­
dios sobre m ujeres y trabajo; m ujeres, fam ilia y hogar; m ujeres,
m ente; algunos antropólogos que estu d ian la m asculinidad h an inform ado que las
m ujeres son m uy poco perceptivas resp ecto al desarrollo d e las identidades m ascu­
linas y de las prácticas m asculinas como tales. C om o p ru eb a d e dicha afirm ación,
observan que sus inform antes les h an dicho que ésa era la situación.
C iertam en te, el asunto es com plicado, y uno debe te n e r especial cuidado de
no inferir costum bres o creencias universales que quizá p red o m in en en u no o in ­
cluso varios m edios culturales. Sin em b argo , al m enos en ciertas circunstancias, no
p u ed o evitar p reg u n tarm e acerca del g rad o en que esta falta de percepción p u tati­
va de las m ujeres para la id en tid ad m asculina es reflejo d e los propios prejuicios
del etnógrafo. En el presente estudio de u na colonia p o p u lar d e la ciudad de M éxi­
co he in ten tad o desarrollar u n a com p ren sió n teórica m ás clara d e la relación entre
las m ujeres y los hom bres-com o-hom bres, pues considero q u e este caso lo justifica,
y pienso que cada vez se requiere m ás d e dicha elaboración teórica sobre las rela­
ciones psicológicas (y físicas) en tre los agrupam ientos de g én ero en el cam po d e los
estudios m ultigenéricos.
P lanteo u n a consideración final p ara colocar este libro en el cam po d e los
“estudios del h o m b re” (que no es el m ism o ám bito que cu b ren algunos “estudios
m asculinos” de los “hom bres d e h ie rro ”; véase Bly, 1992). En u n análisis sistem áti­
co del g énero y la sexualidad que h a ejercido una gran in íluencia sobre los estudio­
sos fem inistas d e la m asculinidad en Estados U nidos y A ustralia, C onnell (1987: xi)
argu m en ta que “en general la estru ctu ra social actual le concede la ventaja a los
hom bres, y m ás que a otros, a los h om bres heterosexuales”. La opinión de C onnell
es sum am en te general y libre de contexto, pero dirige nuestra atención a algo que
resulta vital en m uchas ocasiones: la posición de que los hom bres-com o-hom bres-
com o-grupo-social son los beneficiarios d e las desigualdades de género. El hecho
de que dichas ventajas sean m ucho m ás com plejas d e lo q ue sugiere la afirm ación
intercultural d e C onnell no significa que no existan.
A p esar de que desarrollo u n argu m en to a favor de u n estudio etnográfico
específico d e los hom bres y la m asculinidad, debido a que la com plejidad de la vida
es tal que no p erm ite ap re h e n d e rla p o r m edio de generalizaciones sim ples sobre
los hom bres-com o-hom bres o cu alqu ier otra cosa, el h ech o de que la vida y los
hom bres no sean tan sencillos no significa que debam os ab a n d o n ar nuestros estu­
dios etnográficos de g énero a la posición nihilista de que la verdad (y la opresión)
es relativa y sólo existe en la leng u a y en el texto. En otras p alabras, debem os tener
cuidado d e no m atizar la política a tal g rad o que la hagam os a un lado en nuestros
estudios.
etnicidad y clase, y m ujeres en los m ovim ientos sociales.10 Sin em ­
bargo, ¿por qué prácticam ente no existe m aterial académ ico sobre
los hom bres-com o-hom bres en Am érica Latina? En el caso de M éxi­
co, es preciso corregir las descripciones caprichosas y estáticas con
las qu e incluso algunos de los m ejores estudios etnográficos de la
regió n caracterizan, m uy a m enudo, a los hom bres; ya no ocurre lo
m ism o en los estudios sobre m ujeres.
T raslapándose con algunos de estos estudios de género, sobre
to do en lo que se refiere a cuestiones de desigualdad y diferencia,
en las últim as dos décadas ha surgido un nuevo trabajo teórico en
antropología que exam ina las relaciones entre el p o d er y la capaci­
d ad de ser agente, p o r u n lado, y entre heg em on ía y conciencia,
p o r el otro, y que se basa eficazm ente en la previa atención clásica
p restad a p o r la disciplina al ritual de oposición y la organización
po lítica.11 El surgim iento de este tipo de trabajo coincide con un a
cand ente controversia en la disciplina que tiene que ver con críti­
cas textuales de la antropología, y sobre todo de la etnografía, las
cuales han sido form uladas p ara co n trarrestar ciertas nociones
idílicas de la objetividad.12 La m ejor antropología actual navega
exitosam ente en estas corrientes que aunque escalofriantes, tam ­
bién p u eden resultar alentadoras.

10 Para conocer algunos d e los libros m ás sobresalientes sobre las m ujeres en


A m érica Latina, véase C hinas, 1975; A rizpe, 1975; B ou rq u e y W arren, 1981; de
B arbieri, 1984; L ogan, 1984; G onzález de la R ocha, 1986; N ash y Sala, 1986;
G abayet el al., 1988; O liveira, 1989; G oldsm ith, 1990; C h an t, 1991; Jelin, 1991;
S tep h en , 1991; M assolo, 1992a y 1992b; Behar, 1993, y G arcía y O liveira, 1994.
11 S obre las relacio n es an te rio re s, véase esp ecialm en te R oseberry, 1989;
C om arofT y ComarofT, 1991, 1992; Lancaster, 1992; y S cheper-H ughes, 1992 y
R osaldo, 1991. Acerca d e las últim as, m e refiero a obras com o las d eT u rn er, 1969;
Wolf, 1969, y Stavenhagen, 1970.
12 U na gran p arte d e la nueva crítica antropológica p u e d e resultar útil si se
em p lea p ara corregir la an tig u a arro gancia im perial y la p reten sió n de una im p ar­
cialidad benévola. Sin em bargo, en la m edida en que representa un refugio p ara no
ac e p ta r el carácter in h ere n tem e n te parcial del conocim iento ni la responsabilidad
p o r los productos del trabajo antropológico, a la larga no gan arem o s nada. El texto
m ás leído de crítica etnográfica es el de Clifi'ord y M arcus, 1986; véase tam bién
M arcus y Kischer, 1986, y Clifi'ord, 1988.
H om bres de verdad

“La identidad no es tan transp aren te, ni tan poco problem ática
como pensam os”, escribe S tuart H all. Y continúa: “Q uizás en lugar
de pensar en la identidad com o u n hecho consum ado [...] d eb ería­
mos pensar en la identidad com o u n a ‘producción’ qu e siem pre
está en proceso, nunca se term ina y siem pre se constituye den tro, y
no fuera, de la representación” (1990: 222).
El concepto de identidad tiene u n a larga historia académ ica y
ha sido analizado en O ccidente en la época m o d ern a p o r Filósofos
como Locke, H um e y Schelling. Por lo m enos para m ediados del
siglo xix, el térm ino había sido acep tado en círculos intelectuales
más am plios.13 La identidad es u n concepto central en el famoso
prim er capítulo de El capital (1867) de M arx.14 A dopto aquí una
explicación sim ilar a la de M arx, pues considero la id en tid ad co­
mo un proceso interm inable que reside en la abstracción de la equi­
valencia. Puesto que la identidad no perm anece inm óvil ni se sale
de lo que representa en sí m ism a, esta com prensión in d eterm i­
nada de la identidad perm ite que haya u n a apreciación m atizada
sobre la dificultad para definir las identidades de g én ero que se
m odifican constantem ente en térm inos tanto de historia com o de
lugar.
Mi definición de las identidades m asculinas se co n cen tra en lo
que los hom bres dicen y hacen para ser hombres, y no sólo en lo que
los hom bres dicen y hacen. Las identidad es m asculinas, p o r ejem ­
plo, no reflejan diferencias culturales elem entales o etern as entre
hom bres y m ujeres. Si ser valiente es u n atributo que hom bres y
m ujeres estim an en los hom bres, ¿es éste, p o r lo tanto, m asculino?
¿Qué sucede si el ser valiente es tam bién apreciado en las m ujeres,
tanto p o r las m ujeres como los p o r hom bres (o sólo p o r las m uje­
res)? ¿Se debe considerar a las m ujeres valientes com o sim ples
extensiones de sus m aridos? Esto constituiría un grave error.
13 Este avance se m anifiesta en los títulos de dos libros en los q ue Foucault
(1980) basa su estudio sobre un h erm afro d ita francés, H erculine B arbin: Question
d’idenlilé y Question médico-légale de l’idenlité. El p rim ero apareció en 1860.
14 La id en tidad, en el sentido m arxista y d ialéctico, se refiere a la equivalencia,
com o se m anifiesta en el proceso descrito p o r M arx, y co m p ren d id o en el valor de
cam bio, com o aclara Jam eson (1990) en sus co m en tarios sobre A d o rn o (1986).
¿O qué conclusión vamos a sacar del desarrollo histórico por
m edio del cual m uchos hom bres que acostum braban beb er ju n to s
ervrñom entos específicos y en lugares específicos de la ciudad de
M éxico van aho ra acom pañados con m ayor frecuencia p o r m uje­
res y beben, de hecho, sus Coronas, Vickys y Don Pedros ju n to con
estas m ujeres en estos m om entos y lugares? Los aspectos es­
pecíficam ente (y esencialm ente) masculinos de estas actividades y
actitudes pertinen tes habrán cam biado tam bién. C om o verem os
en el capítulo VII, este avance no significa necesariam ente, que tales
patrones en la form a de beber tengan m enos que ver con las id en ­
tidades de género, aunque éste p u d iera ser el caso. Sin em bargo,
con frecuencia sí conduce a cambios asociados al género, tanto en el
carácter com o en la calidad del acto de beber en esos m om entos y
en esos lugares, y conlleva a confusión de los bebedores m asculinos
y fem eninos en cuanto a identidades asociadas al género. De algu­
na m anera, en lo que concierne a la identidad de género, debem os
explicar el cam bio y la p asistencia de lo que significa ser m ujeres
y hom bres, y no caer en el erro r de suponer que adq uirir género es
lo m ism o que adquirir una identidad social ya fija, ni en el de su­
p o n er que no existen categorías sociales anteriores y que el género
se construye de nuevo con cada encuentro social (véase B arrett,
1988: 268.).
Erik Erikson (1973, 1968) introdujo el térm ino filosófico iden­
tidad al discurso de las ciencias sociales m odernas, sobre todo en el
cam po de la psicología. Algunas partes de su análisis de la identi­
dad aún son valiosas, en especial su insistencia en que u n a id en­
tidad sólo p u ed e entenderse en relación con otra, que la identidad
debe considerarse como un proceso y no com o algo p erm an en te y
que la relación entre identidad e historia es fundam ental. Pero
m ientras que para Erikson la identidad era, en últim a instancia,
epigenética, aquí se considera cultural y variable. A dem ás, para
Erikson, la identidad perm anecía relativam ente fija después de un
periodo de “confusión de id en tid ad ” en la adolescencia, m ientras
que para m í puede cambiar y continúa cam biando a lo largo de la
vida personal e histórica de una p erso n a.15 En esta investigación
Para conocer un lúcido análisis de la relación entre id en tid ad y culturas
em erg en tes en M éxico, véase Lom nitz-Adler, 1995. Para lo g rar u n a crítica de las
categorías fijas de género, véase Butler, 1990.
de los significados de la m asculinidad en la colonia Santo D om in­
go sitúo las identidades de género en su contexto histórico, ya sea
para niños de seis años de edad o para abuelos de setenta y seis, y
m uestro que la identidad y el cambio de id entidad (y, tam bién, la
confusión de identidad) desem peñan un pap el significativo durante
la vida de las personas.
No sólo en Estados U nidos, sino tam bién en m uchas otras p a r­
tes del m undo, incluido México, la política de la identidad se torna
cada vez más im portante com o una refutación directa tanto de las
teorías m ás antiguas y eclécticas com o de las nuevas trivialidades
sobre el efecto, po r necesidad hom ogeneizante, de la m odernidad.
Las identidades raciales, étnicas, políticas, sexuales y nacionales se
afirm an con m ucha fuerza en la colonia S anto D om ingo; no sólo
se les im pone desde el exterior. Y estas afirm aciones, en sí, dan
testim onio de la naturaleza com parativa, procesal e histórica de las
identidades culturales. C uando los hom bres y las m ujeres de la
colonia hablan de su interés por aclarar la confusión que sienten
acerca de las identidades de género, expresan los com ponentes
psicológicos de los cam bios culturales que se m anifiestan en situa­
ciones tan variadas com o los m ovim ientos p o r los derechos de los
hom osexuales y las lesbianas, las enseñanzas de la Iglesia acerca
del aborto y las identidades de género que llegan po r m edio de los
program as estadunidenses.
A pesar de que la afirm ación de la identidad puede ser em plea­
da para excluir y controlar a los pueblos oprim idos, éstos tam bién
la pueden usar para contrarrestar dicha dom inación. Mucho d ep en ­
de de dónde proviene la afirm ación de id entidad , si se inicia desde
abajo o desde arriba, lo cual indica la necesidad de una conciencia
crítica que afirm e y desafíe, de m anera sim ultánea, las id entida­
des, en la m edida en que hom bres y m ujeres descubran de nuevo
lo que Gramsci (1981-1984) denom ina “el sentido de ser ‘diferen­
te’ y ‘aparte’ [...] u n a sensación instintiva de independencia”.

D o m in io v a r o n il

La necesidad de dicha conciencia crítica plantea los problem as de


la hegem onía y la ideología, térm inos em pleados hoy día con dife­
rentes propósitos p o r diversas person as.16 Tal y com o se usa aquí,
hegemonía se refiere a las ideas y prácticas dom inantes que prevale­
cen a un grado tal que se to m an algo obvio p ara los m iem bros de
la sociedad, y m ediante las cuales las élites obtienen el consenso
popular necesario para seguir gobernando. Ideología, po r otro lado,
describe el p an o ram a y las creencias conscientes de ciertos grupos
sociales en particular, a diferencia de otros. Com o dicen Je a n y
Jo h n Comaroff:
M ientras que la hegem onía trasciende la argum entación directa, re­
sulta más fhctible que se perciba a la ideología como un asunto de
opiniones e intereses contrarios, lo cual la expone más a la controver­
sia. Por ser n;ás efectiva, la hegem onía es silenciosa, m ientras que la
ideología invita a la discusión (1992: 29).
A pesar de que M annheim (1936), ju n to con m uchos otros teó­
ricos de la sociología, ubica correctam ente los orígenes de la id eo­
logía en la sociedad — con lo cual relaciona de m anera decisiva el
conocim iento con las form aciones sociales— su noción de “relacio-
nism o” (opuesta a la de relativism o) no alcanza a in corpo rar del
todo las luchas de p o d er — y los intentos p o r derrotar las id eolo­
gías de los otros— inherentes al uso que la gente hace de las ideo­
logías. Sin em bargo, estas luchas tienen u n a im portancia fu n d a1
m ental, com o la tiene tam bién la necesidad de discrim inar entre
las ideologías de grupos sociales m ás o m enos poderosos.17
Un com ponente central del argum ento que se desarrollará aquí
es que en varios ám bitos de la sociedad no sólo los individuos dispu­
tan el poder, sino que tam bién lo hacen los grupos dom inantes y
los dom inados, com o sostiene Foucault en su razonam iento en con­
tra de la reificación de las sociedades y las clases (véase, p o r ejem ­
plo, 1978 y 1983). En la sociedad en general, esto sucede en tre las
élites y las clases populares, así com o d en tro de cada u n a de ellas.
Y se encuentra tam bién en los espacios culturales den tro ele los
hogares, entre m ujeres y hom bres, hom bres y hom bres, m ujeres y
16 Mi análisis d e la hegem onía y la ideología se fundam enta en las definicio­
nes' que se en cu en tran en C om aroíFy C om arolf, 1991, 1992.
17 Sobre la h eg em o nía y la ideología, véase tam bién Bloch, 1977; A sad, 1979;
W illiams, 1980, y E agleton, 1991.
m ujeres, jóvenes y viejos, etcétera. Por esta razón no propongo,
p o r ejem plo, que las prácticas culturales em erg entes sean produc­
to sólo de los pobres, puesto que cultura y clase n o coinciden con
tanta claridad. C ontrario al m aterialism o m ecánico, n o existe u n a
correspondencia isomórfica entre clase y cultura, así com o no la hay
entre la realidad m aterial y las ideas; sin em bargo sí existe una
relación clara entre las prácticas culturales d o m in an tes y las em er­
gentes, cuyos com ponentes definidos deben vincularse con form a­
ciones sociales particulares com o las clases y los géneros. Por ejem ­
plo, en la ciudad de M éxico ciertas ideas y prácticas referentes al
papel de los hom bres en la crianza de los hijos se asocian más con
algunas clases que con otras.
Los diferenciales de p o d er em anan de g rup os sociales en g ra­
dos significativos y no sólo se encu entran en las form as capilares
de existencia de Foucault (1978). En breve, “el p o d e r se m ueve en
form as misteriosas en los escritos de Foucault, y la historia, com o
el logro realizado activam ente po r los sujetos hu m anos, apenas
existe” (Giddens, 1995). R econocer el pap el de la com plicidad al
p erp etu ar la subyugación no significa que se p ierd a la habilidad
para distinguir los poderes m ayores y m enores. Individuos y g ru ­
pos no ejercen el po d er de la m ism a m anera, y m uch o m enos con
las m ism as consecuencias. C om o señalan los C o m aroff (1991: 17),
pasar p o r alto dicha verdad ha ocasionado que m uchos académ i­
cos descarten el po d er que “al encontrarse en todos lados, no se
encuentra en ninguno en particu lar”.
La teoría crítica se h a visto beneficiada tan to p o r el renovado
interés en las restricciones im puestas en la acción histórica com o
po r los debates entre la contingencia histórica y la inevitabilidad
evolutiva. Además, en las instituciones de Foucault existe algo p a ­
recido a las m ercancías de M arx, en cuanto a que am bas nociones
pu eden y parecen asum ir u n a vida propia que se vuelve en contra
de sus creadores. Estas son form as sim ilares de poder. Sin em bar­
go, en M arx tam bién encontram os otra form a de poder, la capaci­
dad de ser agente, concepto que nos ofrece u n a m an era de com ­
p ren d er cómo el po d er en la form a de grupos sociales contribuye a
crear cosas que aún no existen. En térm inos de las transform acio­
nes históricas, es verdad que en M arx, e incluso aú n m ás en m u ­
chos m arxistas subsecuentes, el progreso se describe sim plem ente,
en ocasiones, como el sentido quijotesco del desarrollo. N o obstan­
te, en M arx por lo general el progreso aparece sólo com o la m anifes­
tación de la transitoriedad. Con Foucault, en cam bio, a m enudo nos
encontram os en todos los lugares al m ism o tiem po y, p o r lo tanto,
con m ucha frecuencia, nunca en determ inado lugar.
En algunas teorías feministas, se describen los nexos entre p o ­
der, ideología y m asculinidad como una relación d e uniform idad.
Ésta es la razón po r la que, com o señalan Yanagisako y Collier
(1987: 26-27), los m odelos de hom ogeneidad en tre hom bres con­
ducen falsa e inexorablem ente a “la noción de que existe un ‘punto
de vista m asculino’ un itario”, lo que produce confusión cuando se
eq u ip ara la ideología dom inante con el pu nto de vista de los hom ­
bres. Por esta razón, en el caso de Santo D om ingo m e interesa to­
m ar en cuenta, por un lado, las perspectivas de los hom bres en un
m ovim iento procesual y no com o una cosa que ha sido p erm an en ­
tem en te configurada en u n a form a en particular y, p o r otro, los
pu ntos de vista de los hom bres durante un perio d o específico y no,
p o r ejem plo, “desde la conquista de los españoles”.
Mi argum ento no es que dichas circunstancias nos perm itan
sólo u n análisis de hom bres individuales, sino m ás bien que la n o ­
ción d e u n a m asculinidad unitaria, concebida com o algo nacional
o universal, es errónea y dañina. Hay espacios en tre estos dos ex­
trem os p ara ciertas generalizaciones. A unque parezca extraño, fue
D urkheim (1895 [1964]: 6) quien pensó que “los fenóm enos socio­
lógicos n o pueden ser definidos po r su universalidad”. Las expre­
siones m últiples de las identidades del género m asculino en la ciu­
d ad de M éxico contradicen dichas nociones estereotípicas de una
m ascu lin id a d h isp a n o p a rla n te u n ifo rm e q u e atrav iesa clase,
etnicidad, región y edad.
T anto p o r razones m ateriales com o ideológicas, en la actuali­
dad los hombres y los machos son categorías antropológicas válidas en
M éxico. A m enudo, aunque no siem pre, estos térm ino s se conci­
ben popu larm en te en contraste con las mujeres y las mujeres abnega­
das. Si seguim os el llam ado de Behar (1993: 272) a “ir m ás allá de
las representaciones que el prim er m undo tiene de las m ujeres
tercerm undistas com o pasivas, sumisas y carentes d e creatividad”,
debem os reconocer que siem pre hay tanto aceptación com o des­
acuerdo con estos conceptos, y que ninguna categoría se considera
popularm ente — o debería serlo— hom ogénea. El siguiente argu­
m ento tam poco está basado en una oposición binaria estructuralista;
en este caso la de hom bre-m ujer o m acho-abnegada. El “ser h o m ­
bre” y el “ser m u jer” (por no m encionar “la fem inidad”) no son
estados de existencia originales, naturales ni em balsam ados; son ca­
tegorías de género, cuyos significados precisos se m odifican a m e­
nudo, se transform an unos en otros, y finalm ente se convierten en
entidades com pletam ente nuevas.
¿Cuál es la relación entre lo que las personas creen — p o r ejem ­
plo, sobre sus identidades— y lo que hacen? Y eso que hacen las
personas, ¿en qué afecta a lo que creen? Algunas críticas de la no­
ción de la conciencia falsa, por ejem plo, han llegado a la conclusión,
no muy desafiante, de que si los oprim idos se m antienen en silencio,
esto no revela la existencia de una form a de pensar mistificada, sino
una aprensión superior y resignada de su total incapacidad para
hacer cualquier otra cosa que no sea sobrevivir y resistir. A raíz de
esto se puede decir que ya es tiem po de que los intelectuales reco­
nozcan tam bién la verdad de esta realid ad .18 Sin em bargo, se trata­
ría no sólo de ver si los intelectuales aceptan la predestinación de los
oprimidos, sino p o r qué lo harían los intelectuales (véase G utm ann,
1993b). Un problem a im portante para la teoría crítica es superar el
mero reconocim iento de la ilusión con el objetivo de com prender la
poderosa atracción ideológica que p u eden tener esas ilusiones. T an­
to los expertos com o la gente com ún y corriente pueden ser engaña­
dos, estar desinform ados y tener prejuicios.
Estos son tópicos intelectuales antiguos que han sido form ula­
dos, por un lado, com o la m atriz de estructura y “acción” y, por
otro, como las tensiones entre cleterm inism o, voluntarism o y libre
albedrío. En relación con la colonia Santo D om ingo, surgen p re­
guntas fundam entales referentes a la m anera en que las relaciones
de género reflejan o im itan (si es que lo hacen) norm as sociales
más am plias; a las causas de las divergencias que surgen, cuando se
com paran estas relaciones con poblaciones más am plias y dentro
de la colonia, y a la im portancia de la conciencia popular en el fo­
m ento y registro de dichas prácticas y áreas de diferencia contra-
hegem ónicas.
18 Por ejem plo, véase Jam es Scott, 1985.
C r e a t iv id a d c u l t u r a l

Si u n a de las características de la m odernidad es el pluralism o de


las convicciones contradictorias, com o argum enta H aberm as (1985),
el efecto de esta situación sobre la gente que hab ita en la colonia
Santo D om ingo es revolucionario y, ni siquiera en la superficie re­
sulta predecible. En la tensión que existe entre las convicciones
contradictorias y la conciencia contradictoria que se da en la colo­
nia, radica el im pulso para la creatividad cultural, que constituye
el otro concepto teórico fund am ental de este libro (el prim ero es el
de la conciencia contradictoria).
Seguram ente, un factor que determ ina la m archa de los aconte­
cim ientos en Santo D om ingo es la acción consciente e inconsciente
de los hom bres y m ujeres que ahí habitan, lo que R aym ond Williams
(1980) denom ina, respectivam ente, “elem entos de em ergencia” y
“práctica cultural em erg ente”. Para nuestros propósitos esto resul­
ta valioso para identificar los significados y prácticas em ergentes
de género que desafían las estructuras e ideas sociales dom inantes,
en particular los que se refieren al m achism o. M ientras que debe­
m os ten er cuidado en nuestro intento por analizar los cam bios en
las identidades de género, tam bién debem os cuidarnos de la n o ­
ción contem poránea, que con frecuencia resulta m ás débil, de que
nada cam bia, sobre todo en lo que se refiere a la vida entre h o m ­
bres y m ujeres.
¿C uánto espacio existe p ara las ideas y las acciones, m otivadas
conscientem ente o no, que no surgen de las élites y que no las
benefician en form a directa?, ¿y cóm o pueden dem ostrarse dichos
fenóm enos? El análisis de Bourciieu del capital sim bólico es toda­
vía un pu n to de referencia im p ortante para explicar la hegem onía,
el dom inio y la restricción sobre las sociedades p o r las élites. Sin
em bargo, resulta insuficiente p ara explicar el cam bio y, en particu­
lar, la acción desde abajo. Esta es la razón por la que B ourdieu cae
en la conclusión equivocada de que:
Los que creen en la existencia de una “cultura p o pu lar”, una noción
paradójica impuesta, se quiera o no, por la definición predom inante
de la cultura, deben esperar encontrar —si salieran a buscarla— sólo
los fragm entos dispersos de una antigua cultura erudita (como la
medicina popular), seleccionada y rein terp retad a en los térm inos de
los principios fundamentales de los hábitos de dase e incorporada en la
cosmovisión unitaria que ella misma genera, y no la contracultura que
demandan, una cultura erigida verdaderam ente en oposición a la
cultura dom inante y aclamada en form a consciente como sím bolo de
estatus o como la declaración de una existencia separada (1984: 395).
Resulta ten tad or m inim izar la capacidad creadora de las clases
populares, sobre todo en los m om entos de reposo relativo que sólo
son rotos, periódicam ente, po r protestas públicas. N o obstante,
m ientras que reconocem os la invocación persuasivam ente “realis­
ta” de Bourdieu acerca del dom inio de las élites, no debem os sentir­
nos intim idados po r el enfoque obvio que relegaría a las no élites a
una existencia autóm ata y negaría el sentido gram sciano de la ac­
ción em ancipatoria o los com entarios de W illiams acerca de las
prácticas culturales em ergentes.19 Las teorías de las distinciones
nos pueden decir cosas im portantes sobre m uchas diferencias so­
ciales y sobre cóm o las crean y desarrollan grupos dom inantes; p e ­
ro no nos ofrecen, necesariam ente, u n a pista acerca de si p u ed e
darse un cambio, y la m anera en que éste sucedería.20 La dificul­
tad, por supuesto, radica en distinguir hasta qué punto se extiende
el capital simbólico, y con qué exactitud u n a p arte del determ inism o
histórico refleja las vidas de los pobres. T am poco podem os olvidar
que se debe agregar a estos factores el p ap el del accidente en la
historia, pues tanto para los individuos com o para los grupos, las
circunstancias fortuitas contribuyen a d ete rm in a r cóm o sucede el
cambio.

19 Al ubicar estas cuestiones com o p arte d e u n diálogo entre las teorías de


Bourdieu y Gramsci, he aprovechado los argu m en to s d e García Canclini, sobre todo
los de 1988 y 1989, au n qu e mi apreciación de B ou rd ieu es m ucho m enos favorable
que la suya. Acerca d e los nuevos estudios sobre la cultura popular, véase M ukerji y
Schudson, 1991.
20 Véase, sobre todo, Bourdieu, 1984. A p esar de que lo hace con m en o r fre­
cuencia, Bourdieu (1990: 183) reconoce im plícitam ente que existe la creatividad cul­
tural desde abajo, p o r ejem plo, cuando discurre sobre los m ovim ientos d e em an cip a­
ción que “están ahí p ara probar que cierta dosis d e utopía, esa m ágica negación d e lo
real que en cualquier otro lugar sería considerada neurótica, puede incluso co n tri­
buir a crear las condiciones políticas para u na neg ació n práctica de la visión realista
de los hechos”.
En Santo D om ingo el mism o carácter am biguo ele la vida so­
cial ofrece una oportunidad, tanto a los hom bres com o a las m uje­
res, para negociar las identidades m asculinas. Esto ilustra la op i­
nión de Rosaldo (1993: 112) en el sentido de que, en lo que se
refiere a la m ezcla de diversidad, creatividad y cambio, “las fuentes
de indeterm inación [...] constituyen un espacio social en donde
puede florecer la creatividad”.21 Con todo, aunque la creatividad
cultural pueda surgir de una infinidad de fuentes am orfas, es ra rí­
sim o que las cuestiones sean tan am biguas com o para obviar po r
com pleto las diferencias en el po d er consensual y coercitivo.
A pesar de que en Santo D om ingo las prácticas e identidades
de género no son fijas, autom áticas ni predestinadas — m ás de lo
que lo son en la sociedad m exicana en gen eral— la m ayoría de los
hom bres que viven en la colonia continúan beneficiándose — com o
grupo y en form as com unes y corrientes, a la vez que anóm alas—
de ciertos aspectos de la subordinación de las m ujeres. El hecho de
que algunos hom bres de Santo D om ingo suelan com er antes que
las m ujeres, y com an m ejor que ellas, no es necesariam ente un
asunto ele pu ra conveniencia. De m anera similar, aunque en m u ­
chos hogares ciertas decisiones sobre tem as tan diversos com o la
com pra de aparatos de cocina y la elección de m étodos de control
de la natalidad sean com partidas, cuando u n a persona do m ina en
las decisiones, p o r lo general es el hom bre.
Sin em bargo, en la ciudad de M éxico las prácticas e id en tid a­
des de género están cam biando y estos cam bios son, en m uchos
aspectos, característicos de las relaciones de género de m ed ia­
dos de los años noventa. Si sim plem ente reconocem os dichas trans­
form aciones, p o d rem o s com enzar a e x p licar las cam b ian tes

- 1 En volúm enes editados recientem ente se ilustra la (orm a en que la creativi-


d ad cultural, la actuación y la experiencia contribuyen a transform ar la vida de las
personas (véase T urner y Bruner, 1986, y Lavie, N arayan y Rosaldo, 1993). Para
encontrar debates m ás am plios sobre las im ágenes y las invenciones culturales y n a ­
cionales o nacionalistas véase Anderson, 1993; Hobsbavvm y Ranger, 1983, y B artra,
1987. Véase tam bién T sing (1993: 290), quien ap u n ta que “los estudios etnográficos
[...] son un sitio posible p ara llam ar la atención tanto hacia la creatividad local corno
hacia las interconexiones regionales-globales”. [T raducción de la cita en el texto de
YVendy G óm ez Logo. Rosaldo, Cultura y verdad. Nueva propuesta de análisis social,
Grijalbo, C onaculta, M éxico, 1991. Serie Los noventa.]
percepciones y acciones de m uchos hom bres y m ujeres, incluidos
aquellos hom bres (descritos en el capítulo VIII) que, después de
golpear a sus esposas, insisten en que “la cultura m achista m e llevó a
hacerlo”.
Com o en cualquier otro lugar, la m asculinidad en M éxico es
definitivam ente más sutil, diversa y flexible de lo que suele supo­
nerse. Esta evaluación se relaciona, a la vez, con u n a de las conclu­
siones centrales de este estudio: en los lugares de la ciudad de México
donde ha habido cambios en las identidades y acciones m asculinas,
las m ujeres han sido, p o r lo general, las iniciadoras. Es m uy raro
que los grupos sociales que sustentan el poder, sin im p o rtar cuán
acotados estén, renuncien a éste sin op on er resistencia, m ucho m e­
nos cuando esto surge de un sentido colectivo de justicia. En Santo
Domingo las m ujeres desem p eñan un papel m uy serio al confron­
tar las tradiciones y costum bres sobre el género, aun cuando ellas
puedan no estar físicam ente presentes con los hom bres, en el tra­
bajo o en situaciones de entretenim iento.
El hecho de que para m uchos m exicanos el terren o se esté m o­
dificando se debe tam bién a transform aciones socioeconóm icas de
gran escala, las cuales p o r lo general incluyen a las m ujeres, o al
menos atraen su atención: el núm ero cada vez m ayor ele m ujeres
que trabajan fuera de su casa p o r dinero; la proporción equivalen­
te de m uchachas y m uchachos que estudian la secundaria; la drás­
tica caída del núm ero de hijos que las m ujeres han tenido en los
últimos veinte años; el m ovim iento fem inista, y otros cam bios más
(véase los capítulos IV y VI). El proceso que describo aquí no signi­
fica que la iniciativa de las m ujeres haya producido una reacción
autom ática (y predecible) en tre los hom bres. No obstante, si se ve
de form a dialéctica y no com o u n a dualidad, la iniciativa de las
mujeres — que a m enudo tom a form a de discusiones, pláticas p er­
suasivas y am enazas— debe ser considerada com o parte de un pro­
ceso m ediante el cual las m ujeres y los hom bres se transform an
creativam ente y m odifican sus entornos de género en form as nue­
vas y consecuentes. El resultado ele estas confrontaciones y resolucio­
nes ofrece evidencia clara de cóm o la creatividad cultural reper­
cute en el grado de im portancia del género en la vicia social de la
colonia, ya sea creando o elim inando las asociaciones de género.
L a AFINIDAD DE LA ANTROPOLOGÍA CON EL MACHO MEXICANO

M uchas y muy bien logradas exploraciones etnográficas hechas en


M éxico y A m érica L atina han do cum en tado u n a variedad cu ltu ­
ral conform e h an surgido en el interior de las luchas opuestas de
p o d er y deseos de em ancipación, ya sea en las fam ilias, en las
com unidades, regiones o naciones. Al m ism o tiem po, com o reco­
noció hace tiem po Sapir, “la creación es am oldar la form a a la vo­
luntad de uno, no u n a m anufactura de la form a ex nihilo” (1924
[1949]: 321). A pesar de que para Sapir esto quedaba a m enu do
reducido a un a situación en que las culturas nacionales ofrecían
plataform as desde las que podía surgir la creatividad, en M éxico
las tensiones creativas h an aparecido con frecuencia com o co n tra­
dicciones entre lo prehispánico y lo m od ern o, lo m estizo y lo in d í­
gena, la com unidad local y la nacional o global. Los estudios sobre
la fam ilia y la crianza de los niños realizados en M éxico en la déca­
da de los sesenta no im pidieron que se buscaran rasgos nacionales
únicos, pero sí llegaron a proporcionar com plicados análisis de las
m aneras en que las com unidades locales encajan dentro de un co n ­
texto histórico.22
En estas líneas, y debido a su precisión, alcance y fuerza de
presentación, O scar Lewis (1961, 1964, 1968) ha sido un antecesor
antropológico fundam ental de mi estudio de la m asculinidad en
México. A unque en ocasiones se contradice — p o r ejem plo, en lo
que se refiere a los patrones de crianza de niños p o r parte de los
padres en el T epoztlán rural (véase el capítulo III)— , sus descrip­
ciones siguen siendo u n pu nto de referencia p ara todos los estu­
diosos contem poráneos de los cam bios y las continuidades entre
los hom bres y las m ujeres de México (y d en tro de cada un o de los
géneros). Sus fo rm u lacio n es teóricas sig u en sien d o ta m b ié n
encantadoram ente incitantes, aun cuando su desarrollo de ciertos
tem as pudiera p arecer lim itado, incluyendo el del concepto de m a­
chismo.
No obstante, al tra ta r de com prender a los hom bres m exica­
nos, m uchos otros estudiosos han utilizado algunos puntos de las
investigaciones etnográficas de Lewis p ara difu nd ir generalidades
22 Véase From m y Maccoby, 1973, y en m en o r g rado, Rom ney y Romney, 1963.
sensacionalistas que rebasan cualquier cosa escrita p o r el m ism o
Lewis. Por ejem plo, en el tan leído estudio realizado p o r David
Gilmore (1990) acerca del varón “ubicuo”, si no es que “universal”,
el m achism o aparece com o u n a m anifestación extrem a de im áge­
nes y códigos viriles. Los m exicanos urbanos co n tem p o rán eo s le
sirven a G ilm ore, sobre todo, com o arquetipos exagerados yju n to
con otros hom bres latinos constituyen el polo negativo de un con­
tinuo — que va del m achism o a la and ro ginia— de identidad es cul­
turales m asculinas en todo el m un do. Los m achos m exicanos, po r
lo tanto, son em pleados com o la co n trap arte con la que se pu ede
com parar a otros hom bres m enos preocupados p o r la virilidad.
Gilmore cita a Lewis para p ro b ar su argum entación etnográfica
sobre los hom bres mexicanos:
Por ejemplo, en la América L atina urbana, tal y com o la describe
Oscar Lewis (1961: 38 [1964: 36 en español]), un hom bre debe pro ­
bar su hom bría todos los días haciendo frente a retos e insultos, aun­
que se dirija a su propia m uerte “sonriendo”. Adem ás de ser valiente
y duro, de estar listo para d efender el honor de su fam ilia po r cual­
quier motivo, el mexicano u rb an o [...(‘tam bién debe d esem p eñ ar­
se adecuadam ente en cuestiones sexuales y procrear m uchos hijos
(1990: 16).23
Sin duda dicha caracterización del “m exicano u rb a n o ” e n ­
cuentra ecos en la cultura p o p u la r com o, po r ejem plo, en la can ­
ción m exicana de 1948, Traigo mi cuarenta y cinco, que dice: “¿Q uién
dijo m iedo, m uchachos, si p ara m o rir nacim os?”24 A unque las
descripciones etnográficas de Lewis reunidas en los años cincuenta
resultaron igualm ente válidas décadas más tarde, en el libro Los
hijos de Sánchez, el autor no hizo este tipo de generalizaciones
acerca de la vida del padre, Jesú s Sánchez, ni de la de sus hijos. A
m enudo el estudio antropológico de Lewis parecía m uy elab o ra­
do y algunas de sus teorías ingenuas, pero por lo general intentaba
separar al “m ero” rom ance y la im aginación de sus descripciones
23 De hecho, ni siquiera es Lewis q uien describe aquí a los m exicanos urbanos,
sino que está citando a un m exicano u rb an o , M anuel Sánchez. V éase el capítulo IX
p ara h acer un análisis m ás com pleto d e este fragm ento.
24 V éase M onsiváis, 1981: 108.
etnográficas.25 O tro ejem plo de descripciones de h om bres m exica­
nos típicas de las ciencias sociales es la investigación etnográfica
realizada en 1973 p o r Lola Romanucci-Ross en el M éxico rural,
que tiene u n epígrafe, atribuido a un proverbio local, que dice: “El
m acho vive hasta que el cobarde qu iere”. A firm ar que esto es un
proverbio, sugiere la existencia de tradiciones rem otas. Sin em bar­
go, com o verem os más adelante, no sólo esta noción del m acho
que desafía la m uerte es una invención reciente, sino que el uso del
térm ino macho en este sentido es tam bién m oderno.
En u n ensayo sobre el m achism o citado con m ucha frecuencia,
Stevens (1973: 94) considera que la aceptación popular de un m a­
cho latinoam ericano estereotipado “se encuentra en todas las clases
sociales”; tal conclusión ha llevado a varios estudiosos, cuyos intere­
ses geográficos se encuentran fuera de este continente, a em plear el
concepto de m achism o en sus propios estudios.26 En cierto sentido,
las palabras macho y machismo se han convertido en form as de difa­
m ación, en térm inos sucintos em pleados en las ciencias sociales y en
el periodism o para etiquetar u n a infinidad de características m ascu­
linas negativas en diversas culturas del m undo. En 1994, u n a inves­
tigadora del C entro de Estudios de G énero en Moscú le com entó a
una rep o rtera que “[ajntes, la visión de los hom bres nasos [era la de]
criaturas sin fuerza ele voluntad que bebían dem asiado. A hora tie­
nen lá capacidad de hacer dinero y quieren tenerlo todo en la vida.
Se sienten m achos” (citado en Stanley, 1994: 7).27
El últim o ejem plo es indicativo: a los hom bres que beben d e­
m asiado no se les considera m achos, si bien los que tien en dinero
2d A u n q u e Lewis sí incluyó al m achism o en su lista de m ás de sesenta posibles
rasgos ilustrativos de la “cultura de la p ob reza” (véase R igdon, 1988: 114-115), se
m ostraba vacilante en lo que se refiere a la eficacia de em p lear el térm in o , p o r lo
que en sus publicaciones lo insertaba y lo b o rrab a (véase G utm ann, 1994).
2r>Véase, p o r ejem plo, Simic, 1969: 100, 1983; Memissi, 1975: 5, y M arshall, 1979:
90. Fuentes adicionales citadas con frecuencia p o r referirse al m achism o com o una
cualidad particularm ente m exicana incluyen M adsen y M adsen, 1969 y Maccoby, 1972.
27 E n o tra varian te m ás, en su estudio d e la ju v en tu d trab ajad o ra d e G ran
B retaña, W illis (1979: 150) habla del “m achism o del trabajo m an u al” com o una
lógica m asculina co m p ren d id a en la voluntad p ara trabajar v erd ad eram en te y te r­
m in ar u n a faena. Es im p o rtante señalar que la palabra usada tanto en M oscú com o
en In g laterra y otros países es “m acho”. N o estoy traduciendo al esp añ ol otras
palabras locales de aquellas regiones.
“se sienten m achos” con m ás facilidad. En los ejem plos citados con
anterioridad, las conquistas sexuales y la procreación son tem as
fundam entales, com o el desafío a la m uerte y el gusto por fanfa­
rronear. Para algunos, el m achism o es privativo de ciertas clases
sociales, m ientras que para otros se encuentra en todos los niveles.
De una form a u otra, la suposición es que todos sabem os lo que el
m achism o significa y lo que hacen los m achos, d e ahí que la tarea
de los científicos sociales sea, sobre todo, e n c o n tra r culturas en
las que los m achos florezcan en la m ism a m ed id a en que supues­
tam ente lo hacen en M éxico. Q uién llam a m acho a quién, po r qué
y cuándo, constituye, com o verem os en el capítulo IX, una pregun­
ta clave que no tiene respuestas fáciles.
Identificar al m achism o con la cultura m exicana en su totali­
dad ha rebasado los confines de las ciencias sociales; tam bién ha
sido algo com ún en los relatos que los m exicanos se cuentan sobre
sí mismos, tanto en sus discusiones cotidianas com o en las suntuo­
sas proclam as de la élite académ ica. Los estereotipos sobre el m a­
chismo constituyen los ingredientes críticos en el capital simbólico
em pleado por los m exicanos com unes y corrientes. Aun habiendo
sido denigrado verbalm ente p o r m uchos, el m achism o es conside­
rado en México com o u n a parte constitutiva del patrim onio nacio­
nal, de m anera muy sim ilar a los depósitos petroleros que son fuente
de identidad nacional, si no necesariam ente individual. De esta
m anera, el m achism o ha llegado a form ar p arte del ám bito m ás
am plio de la econom ía política de los valores culturales de M éxico.
Antes de que los antropólogos em pezaran a tratar el tem a del
machismo, los hom bres de letras más im portantes en el México del si­
glo xx — Samuel Ram os, Octavio Paz y Ju a n Rulfo entre otros— ya
daban a conocer esta situación y establecían vínculos psicologistas
entre las conquistas españolas de los indios y las conquistas m ascu­
linas de las m ujeres.28 Llerzfeld (1987: 146) señala en su análisis de
la “clisemia” — la disputa entre el discurso oficial y el uso cotidiano
28 C on frecuencia, en el M éxico del siglo xx, al d esarro llar un sentido de
id en tidad nacional co h eren te, si bien no siem pre halagador, se han com prendido
deliberaciones sobre el m achism o. A lgunas obras m aestras d e la literatura m exica­
na h an desem peñado u n p ap el fundam ental en la p op ularización de ciertas nocio­
nes d e m achism o y en este proceso han creado expectativas populares sobre los
hom bres m exicanos. En esencia, estoy de acuerdo con Lom nitz-A dler (1995) en
de la lengua— que con frecuencia el uso m uestra una “subversión
natural y talentosa de los significados aceptados”.29 Así, la coinci­
dencia o superposición parcial del em pleo de los m ism os térm inos
— po r p arte tan to de Paz com o de m is am igos de Santo D om in­
go— no debería conducirnos a pen sar en form a sim plista que sólo
existe un significado de m acho en México.
D escontento con las representaciones de la m asculinidad en
M éxico adoptadas habitualm ente, así com o con los m odelos gene­
ralm ente aceptados de las relaciones entre hom bres y m ujeres en
Am érica Latina, intento com plicar el asunto en este estudio. Al
analizar las cam biantes identidades m asculinas en las colonias p o ­
pulares de la ciudad de México, advierto p o r ejem plo, que las ca­
tegorías que afirm an la existencia de diferencias estáticas en las
poblaciones m asculina y fem enina — los borrachos, las m adres am o­
rosas, los golpeadores de m ujeres, los m achistas, los hom bres abs­
tem ios y apegados a la familia, las m ujeres abnegadas— , m ás que
contribuir a nuestro avance, lo obstaculizan. Identidades, roles y
relaciones de género no perm anecen congelados en un solo lugar,
ni en el caso de los individuos ni en el de los grupos. A quello que

que El laberinto de la soledad (Paz, 1950) y Pedro Páramo (Rulfo, 1955) p u e d e n ser
m ejores libros p ara in trod ucir a los no iniciados al conocim iento de la sociedad
m exicana, que estudios etnográficos novedosos com o Tepoztlán (Lewis, 1968) o
Tzintzunlzan (Foster, 1972). Sin em bargo, esto no significa que Paz y R ulfo sean
necesariam ente m ejores que Lewis y Foster com o guías en los am biguos pasajes de
las culturas m exicanas. Y no se p uede concluir con certeza que escritores fascinan­
tes d eban escapar del escrutinio antropológico. En el presente contexto, Paz a d o p ­
ta un estilo d e “universalidad descontextuada”, en palabras de Rowe y Schelling
(1991: 66), m ientras que yo busco, en cam bio, u na p articularidad m uy co n tex tu ad a
de las id en tidades m asculinas. A dem ás, y especialm ente respecto a la co n tin u a in­
fluencia ejercida p o r el El laberinto sobre las identidades de g énero en M éxico, una
interpretación que teng a una unidad in tern a es un asunto que no se d eb e p asar p o r
alto. En el capítulo IX presento breves com entarios sobre obras im p o rtan tes de
Ram os, Paz y Rulfo.
29 H erzfeld (1987: 133) afirm a de m an era m ás com pleta: “El discurso oficial
crea una retórica de fijeza definitoria y absoluta m o ralid ad y describe al pueblo
com o si no estuviera m uy lejos del ideal abstracto. De m an era inversa, el uso coti­
diano de la lengua — el sentido com ún sem iótico y h erm enéu tico d e la g en te que
intenta co m p ren d er u na burocracia opresiva— erosiona de form a co n stan te a esos
elem entos fijos y rechaza críticam ente las idealizaciones oficiales p o r ser un sustitu­
to inadecuado de la experiencia social.”
constituye la identidad m asculina es m otivo de u n a lucha y u n a
confusión continuas; la identidad m asculina tien e distintos signifi-
cados para diferentes personas en diversas épocas y, en m uchas
ocasiones, se refiere a algo diferente para la m ism a person a al m is­
mo tiem po.30

L il ia n a

No ver, no tocar, no registrar puede ser el acto


hostil, el acto indiferente, el acto del rechazo.
Nancy Scheper-H ughes, M uerte sin llanto
Hay límites para la investigación antropológica, y la o tred ad no es
sólo una ilusión. Sin em bargo, en ocasiones los antropólogos p u e ­
den poner obstáculos en su investigación cu an d o los sujetos de sus
estudios ven más puntos en com ún, incluidos aquellos entre el in ­
vestigador y ellos m ism os, que lo que explicarían las sim ples im á­
genes del nativo y el forastero. C on frecuencia, la form a en que
interpretam os la otredad dice m ás sobre nuestras propias op in io ­
nes (derivadas de la cultura), acerca de la inconm ensurabilidad que
lo que dice sobre los “otros” culturales.31
Pero, ¿qué p uede hacer el investigador en su trabajo de cam po
cuando el padre de la descripción densa, C lifford G eertz, le a d ­
vierte que “[no] podem os vivir la vida de otras personas e in te n ta r­
lo es un acto de m ala fe”, pues, en verdad, la etnografía trata “de
rascar las superficies” (G eertz, 1986: 373)? C u and o G eertz nos ex­
horta a abandonar este tipo de acción, nosotros, los etnógrafos,
nos dam os por aludidos. En otro libro, G eertz es aún m ás co n tu n ­
30 Para consultar un análisis reciente y cuidadoso que deb ate eficazm ente en con-
tra de las generalizaciones sobre los hom bres m exicano-estadunidenses y rastrea las
diferencias existentes entre ellos y otras influencias socioculturales, véase Zavella, 1991.
31 En un texto reciente sobre la cualidad del nativo y el an tro p ó lo g o , N aray an
(1993: 71) argum enta que “en lugar del paradigm a que resalta una dicotom ía en tre
el forastero y el lugareño o en tre el observador y el observado, p ro p o n g o que en este
m om ento histórico considerem os con m ayor provecho a cad a antrop ó lo go en té rm i­
nos de identificaciones cam biantes en m edio de u n cam p o d e co m u nidades que se
com penetran y de relaciones de p o d e r”.
den te: “N o puede situarse la responsabilidad de la etnografía, o su
m érito, en ningún otro cam ino más que en el que inventaron los
rom anceros” (1988: 140). Esta afirmación se relaciona con “el hecho
ineludible de que todas las descripciones etnográficas están hechas
en casa, que son las descripciones del descriptor y no las del descri­
to ” (1988: 144-145).
G eertz tiene razón al señalar que ni la preten sión de “sólo cito
a los nativos” puede absolver a los antropólogos de asum ir su p ro ­
pia responsabilidad en relación con lo que publican y enseñan. Sin
em bargo, la etnografía no es necesariam ente u n a em presa tan soli­
taria com o sugiere Geertz: la buena etnografía contiene de form a
inevitable las influencias de diversas fuentes, incluyendo las de otros
antropólogos y las descripciones de lo descrito sobre ellos mismos,
las cuales surgen en el transcurso de lo que p u ed e denom inarse
am istad y colaboración etnográficas.
M ás aún, el argum ento de que los antropólogos traen consigo
dem asiado bagaje cultural y eso no les perm ite p e n e tra r p o r com ­
pleto la conciencia de los otros está basado en u n a serie de prem isas
im plícitas y sin fundam entos. Después de todo, ¿cóm o puede estar
seguro el etnógrafo de que todo lo que conoce no es m ás que un
fenóm en o superficial? El consejo ofrecido p o r G eertz sugiere, iró­
nicam ente, la existencia de un conocim iento an terio r (y superior),
precisam ente de lo que se dice que no se p u ede conocer. “¿Cómo
sabes que sabes?” es la pregu nta antropológica que G eertz inventa
d e nuevo (1988: 135). “¿C óm o sabes que no sabes?” es la pregunta
que descuida. Finalm ente, y lo que es peor, el consejo de G eertz su­
giere que los inform antes “nativos” no p u eden ver ni com unicar
n ad a significativo sobre ellos m ismos ni sobre sus vidas, a los d e­
m ás, incluyendo a los etnógrafos.
Este enfoque puede tratar a los sujetos de la investigación com o
objetos com pletam ente exóticos y, adem ás, hostiles. Sin em bargo,
n o es necesario que el proceso etnográfico consista en relaciones
m u tu am en te ininteligibles. La investigación etnográfica conlleva,
d e m an era inevitable, contradicciones, si bien éstas no necesitan
ser antagónicas. En efecto, una conciencia de sí p o r los dos bandos
incluidos en la investigación puede revelar no sólo lo que no sabe­
m os sobre el otro, sino adem ás cuánto hay que saber. De igual m a­
n era, la ideología, com o p a rte de la cultura, no constituye au to ­
máticamente un obstáculo para el proceso.32 Lo que G eertz consi­
dera como u na desventaja — es decir, ten er prácticas y perspectivas
híbridas— puede, de hecho, contribuir a la obtención de u n cono­
cim iento sobre los otros que rebase lo superficial. Mi prop io
hibridismo personal y cultural desem p eñó u n papel determ inante
tanto en las preguntas de m i trabajo etnográfico de cam po com o
en la form a en que las planteé. Para em pezar, acababa de ser padre
y mi hija Liliana era m i asistente de cam po inintencional. Para mí,
es imposible diferenciar con claridad m uchas de las em ociones,
tensiones y traum as que experim enta u n pad re durante el prim er
año de la vida de un hijo, de m i labor com o etnógrafo. Mi esposa
Michelle y yo nos convertim os en papas en la ciudad de M éxico. El
que yo estuviera estudiando a los hom bres com o padres tenía todo
y nada que ver con el hecho de que yo acabara de ser padre. C ier­
tamente, com o resultado de estas experiencias particulares, Michelle
y yo somos padres diferentes.
Por ejem plo, es indudable que ahora, después de estar un año
en México, podem os cargar a un infante du ran te horas, en lugar
de dejarlo ju g a r en el piso. N uestros criterios acerca de la ropa
abrigadora h an cam biado de form a radical: ahora, de regreso en
Estados U nidos, instintivam ente nos estrem ecem os aterrorizados
cuando creem os que un niño no está bien arropado. Y en verdad
nos sentim os consternados p o r la hostilidad que tantos adultos y
establecim ientos com erciales de Estados U nidos m anifiestan hacia
los niños ruidosos o llorones. Este últim o ejem plo es un reflejo, si
no de la “cultura m exicana”, sí de la política cultural de clase, pues
en los niveles m ás pobres de M éxico y de Estados U nidos abundan
los niños en las reuniones sociales, tan to en fiestas fam iliares com o
en juntas políticas vecinales. En am bas sociedades, la separación
rutinaria de niños y adultos en u n a variedad de entornos sociales,
constituye u n a prerrogativa exclusiva de los ricos.
Poco tiem po después de que rentam os un dep artam ento en la
colonia, nuestros vecinos de Santo D om ingo nos com enzaron a p re­
32 A unque M annheim sobrestim a la p o stu ra ap artad a de los intelectuales, se­
ñala con exactitud (1936: 168) que “u n a Weltanschauung no constituye p o r necesi­
dad u na fuente d e error, sino que a m en u d o da en trad a a esferas de conocim iento
que de o tra m an era perm anecerían cerrad as”. Véase tam bién el análisis q ue G iddens
hace de este pasaje (1979: 171).
g u n tar p o r qué éram os tan m alos con Liliana. T anto los hom bres
com o las m ujeres m ostraban preocupación p o r lo que considera­
ban u n acto de crueldad de nuestra parte. O, m ás bien, p o r la cruel­
d ad de un a form a particular de inactividad de nu estra parte: ¿por
qué no le habíam os puesto aretes a Liliana? ¿Nos daba pena ten er
u n a niña? ¿Acaso no sabíam os que las hijas eran tan m aravillosas
com o los hijos? Las respuestas que llegam os a considerar — análi­
sis fáciles y descontextuados de lo que la diferencia tiene que ver
con la desigualdad, y si tra ta r a niños y niñas en form a diferente
necesariam ente revela desigualdad—- parecían patéticam ente abs­
tractas e insípidas. Le pusim os aretes a Lili.
Volviendo a m i historia personal, adem ás de m i obstinada con­
fusión en cuanto a m i p o stu ra com o p ad re de L iliana y com o
antropólogo estadunidense de visita en México, no podía y no quería
diferenciar con exactitud los estándares éticos que m e habían lle­
vado a estudiar un aspecto del cambio cultural en los barrios p o ­
bres de la ciudad de M éxico a principios de la década de los noven­
ta, de los estándares que m e condujeron a participar, d u ran te los
años setenta y ochenta, en actividades de organización com unita­
ria y política en Chicago, H ouston y otras ciudades de Estados
U nidos. Al igual que m uchos etnógrafos antes que yo, al ap ren d er
a ser un buen pad re y un buen antropólogo, y al tratar de com ­
p ren d e r m ejor el m un d o p ara poder cam biarlo, he tenido que d e ­
p en d er de la gentileza de m uchos extraños.

F a m a d e l i n f o r m a n t e , in f a m ia d e l in f o r m a d o r

C om o todos los estudios etnográficos, éste se basa especialm ente


en aquellos individuos que m ostraron un a m ayor receptividad y
curiosidad acerca de sí m ism os, de los tem as tratados y del an tro ­
pólogo. Sin em bargo, algunas de las personas a las que in ten té
conocer e in terro gar en Santo D om ingo p ara ap re n d e r algo de
ellas, perm anecieron ocultas. Y, a pesar de que m i intención origi­
nal era em plear m étodos aleatorios de selección p ara m is entrevis­
tas form ales, pronto m e tuve que ap artar del enfoque que tenía
planeado, pues parece que llegué a la colonia poco tiem po des­
pués de que se p resentaran confrontaciones desagradables entre
algunos residentes locales y un g ru p o de evangelistas p ro testan ­
tes estadunidenses, quienes h ab ían g an ad o p ara los grin go s la
reputación de arrogantes, que resultaba aun peo r de la que ya te­
nían. Por lo tanto, m i m étodo p ara conocer y entrevistarm e con la
gente dependió, al principio, de qu e algunos conocidos m e p re ­
sentaran en el área, a m enudo con la frase introductoria de “está
bien, él no es un o de esos evangelistas”. D espués de unos cuantos
meses, dichas presentaciones se hicieron m enos necesarias.
Resulta fatal que el investigador que lleva a cabo u n estudio
antropológico actúe com o una esponja etnográfica — el observa­
dor silencioso— que absorbe toda la vicia que la rodea. Esto no es
más que el lado frívolo de los que q u ieren volverse “com o los n ati­
vos”, de aquellos a quienes se dirigía la advertencia de G eertz. Así,
mi estilo de entrevistar era más el de u n a conversación inform al
que el de una inquisición. No sólo p lan teab a preguntas, sino que
daba mi opinión. Con una o dos excepciones — p o r ejem plo, casi
nunca m encionaba la palabra machismo hasta que los otros la in tro­
ducían, pues yo estaba estudiando el uso del térm ino— m e sentía
con libertad de decirlo que pensaba, de igual m anera que creo que
mis amigos lo hicieron conm igo. Discutir, adular, hacer brom as,
desahogarse de culpas y fanfarronear fueron actos esenciales para
las interacciones cotidianas con m is am igos y vecinos.
Algunos reaccionaron ante m i investigación en son de brom a.
Un día, cuando ya m e conocía m ejor, Lolo, un adolescente, resp on­
dió a mi solicitud de entrevistarlo: “C uando quieras. Pero, ¿y tú
qué, eres policía?” Algunos otros resultaban inesperadam ente calcu­
ladores. D espués de que uno de m is artículos apareció publicado
en el suplem ento cultural dom inical d e La jornada (véase G utm ann,
1993a), cuando iba a la m itad de m i trabajo de cam po, m i posición
como vecino publicado se tornó tem a de discusión de algunos am i­
gos y contactos: yo representaba, potencialm ente, la fam a o la infa­
mia de m uchos. Un am igo m ecánico, G abriel, m e había dicho a n ­
tes de que apareciera el artículo que si no le gustaba lo que yo
había escrito iba a “partirm e la m a d re ”.33 P osteriorm ente, parecía
3S C om o suced e con las m ú ltiples c o n n o ta c io n e s de la p ala b ra verga, jerg a
para “p e n e ” (véase cap ítu lo V), que d e p e n d e n d el co n tex to , el té rm in o madre
puede referirse a algo positivo (a toda madre) o negativo, com o se m u estra en
este ejem plo.
que Gabi y los dem ás consideraban mi investigación de m anera
diferente, com o si pensaran que cualquier cosa que m e dijeran de
ahí en adelante iba a aparecer publicada, lo que acarreó que in ten ­
taran alejar ciertas cosas de mi atención. Sin em bargo, tam bién
hizo que la gen te m e hablara acerca de ciertas experiencias e ideas
que esperaban que yo escribiera p o r ellos. La an tro p o lo g ía ofre­
ce m uchos ejem plos del etnógrafo com o in fo rm ad o r y escritor
anónim o.
Mi intención original había sido inventar otros nom bres para
m is inform antes, e incluso en el transcurso del trabajo de cam po
llegué a p reg u n tar a mis amigos si ten ían alguna petición especial.
N o obstante, com o resultado de m i artículo y mi participación en
el prog ram a televisivo de entrevistas de María Victoria Llamas, mis
am igos m e pidieron u na y otra vez que usara sus nom bres v erd ad e­
ros en todo lo que escribiera. Y p o r lo general así lo he hecho.
C uando se m e pidió que lo cambiara, siem pre lo hice. Para respetar
el deseo de quienes prefieren el anonim ato, tam bién he com b ina­
do detalles y com entarios de sus vidas con el objetivo de crear in­
form antes com puestos. He procurado m an ten er con la m ayor p re ­
cisión posible las citas de conversaciones inform ales y entrevistas
m ás form ales, y sólo he extraído — d en tro y entre párrafos, aun qu e
no en frases individuales— algunas m uletillas que se repetían d e ­
m asiado. A m enos que se aclare específicam ente, todas las fechas
del presente estudio etnográfico se refieren al periodo co m p ren d i­
do entre agosto de 1992 y agosto de 1993. De igual m anera, todas
las fotografías que aparecen en el libro son mías, con excepción de
la que ilustra la página 274.
En las siguientes páginas describo y analizo la form a en que
los diversos aspectos de las vidas de los hom bres — p o r ejem plo la
patern id ad, la sexualidad, el alcohol y la violencia— se h an com bi­
nad o en el proceso de transform ación de las identidades de gén ero
que ocurre en la ciudad de México en las últim as décadas del siglo
xx. C om o p arte de un a sociedad m ás am plia y com o resu ltado de
ciertas condiciones específicas relacionadas con esta com u nid ad
que, en gran m edida, se construyó a sí m ism a, los hom bres y las
m ujeres de la colonia Santo D om ingo dem u estran que — hoy día
y de m aneras sorprendentes y más predecibles— los estereotipo s
del macho mexicano son inapropiados y engañosos. De hecho, es­
tos estereotipos resultan inexactos y de poca utilidad si de veras
deseamos en ten d er a los grandes grupos de hom bres de esta área,
es decir, com prender cóm o se perciben a sí m ism os y cóm o los ven
las m ujeres con quienes com p arten su vida, su historia y su futuro.

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