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Más vale prevenir....

Terremotos en el Perú

Quien no aprende las lecciones de la Historia está condenado a repetirlas, señala un dicho
célebre, que ojalá no tenga nuevas aplicaciones en nuestra patria. Porque la multiplicidad
de terremotos es notable durante los cinco siglos en que existe memoria escrita sobre el
Perú. Es parte de la agresividad de nuestra geografía, que es de tsunamis, cataclismos,
huaycos, riadas, erupciones y, desde luego, sismos de diversa intensidad. Por lo pronto, el
de Ancash (1970), que se sintió en Lima y todo el centro del Perú, ha sido el mayor del
continente durante la presente centuria. Pero todo esto no debe extrañar. Ya lo decía
Gracilazo con frases elegantes que el Perú era “tierra sujeta a terremotos”... “es apasionada
de ellos” (IX, 142). No se equivocaba. Aun ahora, las dos imágenes más veneradas del país
son de origen sísmicos: el Señor de los Milagros de Lima y el “Taitacha” Temblores del
Cuzco.
La inconciencia de nuestros círculos históricos dominantes ha producido una peligrosa
actitud despreocupada en todo el país. “Dios es peruano”, parecerían creer todos con
Augusto Ferrando. A tan frívola indiferencia se suma la decadencia muy honda de los
procesos educativos, puesto que poco es lo que se pude enseñar dentro de los horarios
lectivos más bajos del mundo. Súmase a cuanto se ha dicho la escasa operatividad de la
“llamada Defensa Civil, que no vigila siquiera la existencia de puertas de escape en lugares
públicos. Y bastaría que ella publicara resúmenes de los pavorosos terremotos que hemos
sufrido para que la gente adoptase sus preocupaciones. Porque las catástrofes en el Perú son
de récords mundiales, caso del volcán Huaynaputina, que reventó en el año de 1600.

Repasando la historia
Lo primero que debemos señalar es que en los registros históricos, hasta el siglo XIX, los
terremotos y sobre todo los temblores fueron mucho más frecuentes. En Lima tenían un
promedio de ocho al año, según, el culto italiano Perolari Malmignati, que escribía hacia
1881. Otro elemento de juicio es su intensidad, antes, bastante mayor. Numerosos
documentos relatan cuanto sucedió y casi podríamos sostener que no hay casi ciudad del
Perú que no sufriera movimientos arrasantes. Esta sismicidad condujo algunas veces a
trasladar del todo a las ciudades afectadas, como en los casos de Ica y Lurín. También
indujo a los Cabildos de Lima y el Cuzco a discutir el traslado de estas ciudades a Chancay
y Urubamba. Un tercer elementos es el de los maremotos a tsunamis. El Callao, Pisco y
otros centros renacieron poco a poco tras ser barridos por gigantescas olas marítimas.

Los sismos de Lima


Imposible nos sería en este espacio mencionar todos los terremotos sufridos por el Perú
(sólo los de Arequipa merecen un libro por su número y fuerza). Nos ceñiremos a Lima,
recordando que aun antes de su fundación, Hernando Pizarro, cuando se aprestaba a saltar
Pachacámac, sufrió con sus huestes un temblor muy recio, que hizo que huyeran todos sus
indios aliados, temerosos de lo que vieron como anuncio de un castigo divino.
Con temblores intermitentes llegó el 9 de julio de 1586. Era Virrey el Conde
Villardonpardo, quien estuvo a punto de morir ese día con un terremoto en la costa del
Perú. Habitaba la Casa Real del Puerto, ya cuarteada por un sismo anterior. Hubo marejada.
Pero en Lima la destrucción mayor; parte de la ciudad se vino al suelo. Se empezaría
entonces a construir una urbe medio morisca, Lima la Bella. La cantada por Lope de Vega
como “el mejor fruto de española empresa”. Tras numerosos temblores llegó lo que Rubén
Vargas Ugarte llama “el terremoto de 1655”, célebre porque durante los remezones se
derrumbó todo el barrio muy modesto de Pachacamilla, habitado por los esclavos y negros
más pobres, pero no se cayó una pared de frágil adobe donde se hallaba pintada la imagen
de una Nazareno, cuya fama crecería entre las negrerías limeñas con el correr del tiempo y
luego pasaría al ser el culto general de la capital de Sudamérica, que lo era Lima.
Varios temblores fuertes se sucedieron, especialmente el sismo del 17 de junio de 1678. Fue
anuncio de otro terremoto, el de 20 de octubre de 1687, con sus tres ondas de “vaivenes
continuos”... “sin que nadie pudiera tenerse en pie. Mucha gente abandonó la ciudad, pero
retornó por temor a los saqueos. El Virrey, por seguridad, durmió en la Plaza oyendo
“alaridos y clamores que parecían el Día del Juicio Final”. El Arzobispo salvó de
casualidad. Las pérdidas de vidas ascendieron a más de seiscientas, entre Lima y El Callao,
urbes por entonces relativamente pequeñas. Los temblores continuaron.

El cataclismo de 1746
El cataclismo nocturno del 28 de octubre de 1746 pasó a la historia con mayor presencia,
pues se registró con más fuerza y registró con más fuerza y con maremoto. Más que Lima,
donde, sin embargo, el sismo duró cuatro minutos, sufrió El Callao, al cual una ola
gigantesca lo cubrió, puerto y ciudad, ahogando a sus cinco mil pobladores; salvaron los
pocos que alcanzaron a subirse a la parte de las murallas de la ciudad. La inmediata aldea
india Pitipiti quedó también sumergida. Luego en Lima y El Callao se sucederían fuertes
remezones y las “réplicas que alejaban a quienes trataban de llevar auxilios; caos que atrajo
partidas de saqueadores.
Durantes estos sismos, las torres y las bóvedas de nido abajo y lo mismo las de varias otras
iglesias. No quedaron habitables sino algunas docenas de casas en una ciudad de casi
sesenta mil habitantes. El propio Virrey, futuro Conde de Superunda, pernoctó durante
varios días en una improvisada barraca de tablas y lona en la Plaza de Armas animado,
además, con su presencia, algunas procesiones porque los males eran varios. Rotos los
servicios y desviadas por el sismo las acequias, las ratas plagaron los restos de las capital,
devorando parte de los cadáveres. No había casi medicinas y había que tomar agua del río.
A todo esto vino a sumarse la “bola” que corrió dos días después, anunciando que “salía el
mar”, de nuevo. Muchedumbres despavoridas huyeron a los cerros, abandonando sus
pertenencias y a los heridos, que eran miles. Ante el pánico, el Virrey en persona y otras
autoridades, con sacerdotes, salieron contener los tumultos. En medio de los griteríos, no
faltaban quienes clamaban que ése era castigo por la liviandad de Lima que, en verdad, era
grande, pues la gente, en todas sus clases sociales, “parecía vivir sólo para el placer”, según
se decía.
Hubo en Lima unos cuatro mil muertos. Cantidad baja, si se quiere, para una ciudad que
albergaba cerca de sesenta mil habitantes y que se explica porque eran raras las casas de
dos pisos, y la enorme mayoría –las de un piso – se construían generalmente de
quincha (caña y barro), donde y palos. La mayoría de los muertos –negros en cantidad –
fueron sepultados precariamente, en los alrededores. Los heridos y contusos fueron también
varios miles.
En El Callao, la ola gigantesca –corrijamos a Julio Kuroiwa – no llegó hasta la plaza, que
poco habría sido. Añcanzó la entrada de Bellavista, una aldea por entonces; y lamentamos
que no sepa o que lo oculte. Cuatro navíos mayores arrastrando sus anchas fueron llevados
por la ola tierra adentro, nada menos que “a la distancia de un tiro de cañón”. Una de
aquellas naves fue la poderosa fragata española San Fermín, de treinta bocas de fuego. Y
hasta los mediados del siglo pasado “un pequeño monumento entre El Callao y Bellavista
marcaba el sitio donde quedó la fragata”. Fue el muy destacado peruanista e historiador
inglés Sir Clements Markham quien lo apuntó (Callao y Lima, p.310). Otro tsunami,
menor, dañando barcos, azotó El Callao en 1806. Así podríamos continuar con esta
enumeración trágica, que termina con el terremoto de Lima, mediando temblores medios,
los que se denomina “silencio sísmico”, que puede ser potencialmente muy grave por
concentración de energía no liberada.
El próximo 13 de octubre es el Día Internacional para la Reducción de los Desastres
Naturales. Ojalá lo adopten algunas medidas precautorias. Por lo pronto veremos mañana
lunes 11, que se anuncia un simulacro de sismo, la forma en que marchan las cosas en
Defensa Civil. Por lo pronto estimamos que debieron reeditar la excelente cartilla
preventiva de 1981, en vez de imprimir a todo color un ingenuo afiche donde sólo se ve
chozas de sierra y cabañas de selva, construcciones en las cuales nada sucederá. Se olvida,
¿olvido?, que en el Perú existen miles de edificios, algunos construidos con alto riesgo y –
bastantes veces – con ladrillos que dejan mucho que desear. Toda esta realidad debe tenerse
presente ahora que parece que los continentes han acelerado su lentísima marcha y las
placas geológicas pueden rozarse con mayor fuerza.

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