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LA PRUDENCIA POLÍTICA

Leopoldo Eulogio Palacios

PRIMERA PARTE

Capítulo Único

La esfera de la prudencia política

1.- La sindéresis, la ciencia moral y la prudencia.

Suele confundirse con asiduidad en castellano el significado de dos palabras: Sindéresis

y prudencia. Sindéresis ha venido a ser sinónimo de discreción, razón, cordura. Y, por

otra parte, la prudencia también parece ser una razón discreta, cuerda y mesurada. El

mismo Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española consagra esta acepción

de la prudencia. Esta no sólo es “una de las cuatro virtudes cardinales, que consiste en

distinguir lo que es bueno o malo para seguirlo o huir de ello”, sino también

“templanza, moderación”, y, además, “discernimiento, cordura”.

Sin embargo, el filósofo no puede contentarse con estas definiciones nominales. En el

sistema del conocimiento humano la sindéresis y la prudencia ocupan un puesto mucho

más determinado y preciso que el que pudieran sugerirnos ellas.

Tanto la sindéresis como la prudencia son dos formas de conocimiento racional, y

además de conocimiento práctico, esto es, referido a la acción humana como algo

realizable y operable por nosotros, y no meramente especulable. La sindéresis y la

prudencia son fuerzas racionales puestas al servicio de la acción humana, o, con


expresión técnica más exacta, virtudes intelectuales prácticas, cuya misión consiste en

dirigir nuestra conducta. Pero sobre el fondo de esta coincidencia resalta su diversidad:

la sindéresis sólo versa sobre los principios remotos que deben inspirar la dirección de

nuestra conducta, mientras la prudencia se ocupa en sacar de estos principios

conclusiones prácticas y hacederas, aplicables a cada caso concreto de nuestra

existencia individual.

La sindéresis es como la ventana que nos abre a un universo de principios necesarios e

inmutables que se refieran al acto humano. De scintilla conscientiae, que significaba en

San Jerónimo, ha venido a precisarse en la filosofía perdurable como la luz suprema que

nos ilumina en el orden del conocimiento práctico, habilitándonos para el

discernimiento del bien y del mal. “Señor, impresa está sobre nosotros la lumbre de tu

faz”, exclamaba el salmista1. Y es una facilidad que tiene el hombre llegado al uso de

razón para abstraer de nuestras inclinaciones naturales las nociones más comunes del

orden práctico, y formular con ellas los primeros principios que guíen nuestra acción.

Estos principios son universalísimos. El primero de todos ellos: “Hay que hacer el bien

y evitar el mal”, tiene para el orden práctico la misma importancia que el principio de

contradicción para el teórico. Otras verdades de esta clase, por ejemplo, que hay que dar

a cada cual lo suyo, o que no se debe dañar a nadie, son ya más determinadas, aunque

todavía generalísimas, y forman el contenido de la ley natural. La ley natural,

participación de la ley eterna en la criatura racional, se distingue de la sindéresis en que

ésta es el hábito de enunciar los primeros principios del orden moral, mientras la ley

natural es el acto realizado por este hábito, el conocimiento mismo que tenemos de

ellos2.

1
Salmo 4, v. 7 (Vulgata)
2
Cf. Santo Tomás, Summa Theologica, I, q. 79, a. 12; I-II, q. 94, a. 1 ad 2; De Veritate, q. 16, a. 1, 2, 3.
Pero el conocimiento de los principios inmutables de la sindéresis es demasiado general

y abstracto para poder hacerse cargo de la dirección de nuestra vida. Esta voz de la

naturaleza racional del hombre es todavía muy genérica, vago silbo desde el trasfondo

del alma, que nos llama desde la lejanía sin pronunciar aún nuestro nombre.

Para guiar nuestra conducta podría acudirse a otro conocimiento de lo práctico: el que la

ciencia moral nos suministra. La mayoría de los autores solventes dicen que la ciencia

moral es práctica, porque no tiene por fin el puro conocer, sino el obrar. Y los que

disienten de este parecer, y afirman que es ciencia puramente especulativa, como hacen

Juan Sánchez Sedeño, Juan de Santo Tomás y José Agustín Greda, no negarían tampoco

que el obrar, como dice explícitamente Sánchez, aunque no sea el fin primario y

esencial de ella, es por lo menos su fin secundario y accidental. De suerte que, en

definitiva, el hombre que se halla en posesión de la ciencia moral goza de unas

motivaciones para obrar de que está desprovisto el profano.

Pero con la ciencia moral no hemos salido aún de la verdad abstracta, universal y

necesaria. El objeto de la ciencia moral está formado por conclusiones, no por

principios, como el de la sindéresis. Pero estas conclusiones son todavía universales y

necesarias, y aunque tienen referencia al acto humano en su relación de conformidad o

disconformidad con la ley moral, y son así concernientes a nuestra vida, captan y

abstraen de ella su último núcleo esencial y necesario, que tiene un ser fijo común a

todos los hombres, a toda la naturaleza humana, perdurable en medio de la contingencia

y la mutabilidad de nuestra existencia individual.

Por eso, a pesar de los resplandores de la sindéresis y de la ciencia moral, nuestras

existencias permanecen todavía en la sombra. Aunque tuviere una visión clarísima de

los primeros principios morales, y aunque fuera además un moralista excelente, no por

eso estas virtudes intelectuales me darían fuerza para sostener mi vida en el nivel que la
razón reclama. Mi vida es contingente y singular y los singulares caen fuera del hábito

de los principios y del hábito de la ciencia, fuera de la sindéresis y fuera de la ética.

¿Es que no puede mi intelecto lograr certeza infalible sobre mi propia contingencia? ¿Es

que no puede haber una virtud intelectual, un hábito de la verdad que no resbale sobre

mi singularidad y pueda regular mi acción humana en medio de las circunstancias

ocurrentes con vistas al bien individual, al bien doméstico o al bien de la nación entera?

Desde siempre se ha preguntado al hombre cómo es posible un conocimiento cierto e

infalible de las cosas contingentes en cuanto tales. La sindéresis y la ciencia moral

suministran un conocimiento de objeto necesario e inmutable, sin duda imprescindible

para nuestra vida, pero sumamente general y abstracto si se compara con la floración

concreta de nuestros actos. Cuando de ellas aprendo, v.gr., que debo ser temperante, no

aprendo a la vez cuántas ni cuáles acciones me reportarán aquí y ahora el bien en que

consiste la temperancia; no me dicen cuáles son los medios de alcanzar ese bien, medios

de carácter personal e intransferible, relativos a mi edad, a mi estado, a mi salud y a las

demás circunstancias que me rodean. Para ser temperante no me basta con el

mandamiento de la sindéresis, diciéndome desde su altura que debo sujetar y medir mis

pasiones concupiscibles, ni tampoco un bello estudio sobre la naturaleza de la

templanza, tejido por los razonamientos de la ciencia moral; es menester que conozca

además las condiciones íntimas en que se desenvuelve mi apetito concupiscible, las

repercusiones que en él produce el bien deleitable, mi estado, mi salud en aquel

momento, las relaciones con mis semejantes, mis experiencias del pasado, etc. y

solamente a la vista de estas circunstancias podré saber cuál es la acción que debo poner

aquí y ahora. Este ejemplo hacer ver palmariamente cómo lo que importa para el caso es

el conocimiento de lo contingente en cuanto contingente, en cuanto particular y variable


con el individuo y con el tiempo, esto es, la acción debida en cada caso, que siendo la

debida es, sin embargo, diversa en cada circunstancia.

Ahora bien; el conocimiento de lo que debo hacer necesita ser prácticamente cierto e

infalible. Sin esta certidumbre práctica no podré, por ejemplo, poner un acto de

templanza que realice en mí los dictados del bien moral. En cada momento debo hacer

esto y no lo otro, lo que la ley obliga desde las alturas de la sindéresis, pero adaptado

aquí y ahora, acoplado a mis intransferibles circunstancias. Y para saber con seguridad

lo que debo hacer en cada momento necesito que me ilustre sobre el caso una fuerza o

virtud intelectual nueva, distinta de la sindéresis y de la ciencia moral. Esta virtud, que

ajusta y amolda la ley moral universal a todos los casos que pueden presentarse, es lo

que llamamos la prudencia.

La acción dirigible por la prudencia puede emanar de una persona sola; pero también

puede ser realizada por una unidad de mayor extensión: una familia, un ejército, una

nación. Para dirigir la acción de cada una de esas unidades se requiere una prudencia

diferente. Esto nos lleva a hablar de distintas clases de prudencia.

2. La prudencia monástica, económica y política.

Existe una prudencia que dirige nuestra conducta en orden al bien humano de uno

mismo. Es la que ejercitaba Robinsón para resolver los urgentes problemas que la

planteaba cada rincón en su desierta isla, y la que deberíamos ejercitar todos, sin ser

Robinsones, en cada coyuntura de nuestro existir privado. Estar prudencia personal, que

no se recata de florecer en el retiro del solitario, ha sido titulada prudencia monástica,

sin que esta denominación aluda necesariamente a monjes o monasterios, sino


simplemente a la vida de cada cual, tuya y mía, donde ella descubre el buen camino y

manda poner en ejecución los medios conducentes al bien privado.

Existen también, en un plano distinto, otras prudencias, que no se detienen o paran en

dirigir la acción humana en orden al bien de uno mismo, sino que miran al bien de los

demás, y que le miran, claro está, no de reojo y con envidia, como para quedarse con él,

sino muy al contrario, para salvaguardarle de todo mal. Con estas prudencias tan

desinteresadas puede el hombre gobernar las dos sociedades naturales en que convive

con sus semejantes: la sociedad doméstica y la sociedad civil. La prudencia enderezada

a asegurar el bien de la familia se llama por eso prudencia doméstica (o, a veces,

económica, esto es, relativa al orden de la casa). La otra prudencia, todavía más

importante, que se extiende al bien común de la sociedad civil para salvaguardarle y

preservarle de todo mal es la prudencia política.

3. La extensión de la prudencia al bien común.

Puede resultar al pronto sorprendente la mera existencia de prudencias que busquen el

bien de los demás, como son la prudencia doméstica y, sobre todo, la prudencia política.

La prudencia propiamente dicha, sin calificativo alguno, es siempre prudencia personal,

monástica, procuradora del propio bien del individuo. Kant definía la prudencia como la

habilidad de elegir los medios conducentes al mayor bienestar propio3. A tal punto

parece que no puede haber más prudencia que la individual, y que incluso cuando se

habla, como Kant hace, de prudencia mundana contraponiéndola a prudencia privada, es

siempre aludiendo a la habilidad de un hombre que tiene influyo sobre los demás para

usarlos en pro de sus propósitos. Una prudencia que salvaguarde el bien de los demás

3
Kant, Grundlegung zur Metaphysik del Sitten, II Parte (moralische Schriften, Leipzig, 1922, págs. 43-44)
parece al pronto chocante, porque resulta contradictorio un concepto de prudencia en el

que no sea requisito esencial buscar el propio bien.

La sorpresa suspende su mágica inquietud en cuanto nos hacemos cargo de que esta

incompatibilidad entre el bien propio y el bien común sólo es aparente. Nadie busca el

bien ajeno tan desinteresadamente que descuide el bien propio. Con esto no llego a

tomar la posición exagerada de quien concibiere la prudencia como la habilidad de

ganarse satisfacciones privadas, a la manera de Kant, y llegase incluso a decir que las

prudencias que miran a los bienes de los demás lo hacen sólo con el fin de convertirlos

en propios. La realidad es que nuestro bien individual está integrado en un bien social, y

que por eso quien busca el bien social se busca a sí mismo en él, como se busca la parte

en el todo, pues sin la perfección de éste no puede existir la perfección de aquélla.

A la prudencia política le atañe principalmente el oficio de hacer armónicas estas

relaciones entre el bien propio y el bien común, entre el individuo y la comunidad. Esto

se basa en la solidaridad misma que existe entre el miembro y el cuerpo social de que

forma parte. Y son precisamente las épocas de crisis, como la nuestra, las que ponen

más de relieve esta solidaridad humana del individuo y la comunidad. Hoy asistimos a

la crisis de la comunidad doméstica que llamamos familia y de la comunidad civil que

llamamos Estado. Nada menos que las dos sociedades naturales están en crisis, en la

medida que una crisis puede afectar a la sociedad natural. Y si perece la sociedad,

naufraga el hombre entero. El bien propio no puede subsistir sin el bien común, ni la

prudencia personal sin la prudencia política. En este punto es inútil que el romántico,

por muy inadaptado que se encuentre a las condiciones de la vida actual, se haga

ilusiones de salvación individualista.

En nuestra época ha sonado por eso más de una vez el grito que mejo pone de relieve

esta dependencia mutua de lo personal y lo colectivo: ¡Antes que nada, política!


Poitique d’ abord! Su busca el cobijo en el bien común, sin cuya ordenación desaparece

el bien propio. A esto nos vemos reducidos: a buscar el bien común a toda costa,

jadeantes, porque sin su sostén caemos. De los antiguos romanos dijo Valerio Máximo

que preferían vivir pobres en un Imperio rico, a vivir ricos en un Imperio Pobre. ¡Qué

lección más jugosa! Para nosotros no se plantea así la preferencia, sino de un modo

mucho más dramático: se trata de elegir entre la vida y la muerte. Y si preferimos vivir

no es ya pobres ni ricos, sino vivir tan solo.

La prudencia política, iluminada por los principios de la sindéresis y de la ciencia moral,

es la única tabla de salvación para el individuo y la sociedad contemporánea. A tal

punto dedicamos hoy la atención a un problema de vida o muerte.

4. La prudencia Militar

La prudencia familiar y la prudencia política, introducidas en el parágrafo precedente, se

refieren a la dirección de una agrupación humana que sea en la sociedad doméstica o la

sociedad civil. Estas son las únicas agrupaciones estables para cuya dirección

necesitamos prudencia. También hay otras agrupaciones cuya buena marcha depende de

la prudencia, pero que no son estables. Nos referimos a aquellos grupos de hombres en

que los individuos tienen que realizar una empresa común, pero transitoria, que una vez

realizada les permite decirse adiós y disolver el grupo; y que no es tampoco una obra de

naturaleza técnica y de procedimiento invariable. De esos grupos, el más característico

es el de un ejército movilizado. El jefe militar no solo debe contar con mucha escuela, v.

gr., con mucha técnica sobre el manejo de las armas y de los procedimientos de

combate, sino también con un discernimiento especial acerca de la oportunidad de la


guerra y de todo lo concerniente a su dirección suprema. Y esta es una virtud única,

llamada prudencia militar.

5. La prudencia política del súbdito y del jefe

Volvamos a las prudencias relativas a la dirección de los grupos estables: familia y

nación, y prescindamos también de la prudencia familiar. Queda entonces

exclusivamente ante nuestra consideración la prudencia política, directiva de las

acciones que miran al bien de la nación. Pero al bien de la nación conciernen tanto

determinadas acciones del jefe como determinadas acciones de los súbditos. La

prudencia política será sobre todo, la del jefe, en el sentido de que tiene más perfección;

pero esto no impide que también pueda hablarse de una prudencia política en el súbdito.

La prudencia del jefe es llamada por Aristóteles arquitectónica. En el ambiente de la

política esta palabra puede parecer desconcertante para el hombre contemporáneo, que

la relacionará en seguida con arquitectura. Y en esto no sufrirá ningún engaño. La

arquitectura como arte de proyectar y construir edificios es un arte principal que dirige

hacia su fin una muchedumbre de artes menores. Los artífices manuales trabajan bajo la

dirección principal del arquitecto, y la arquitectura aparece así como arte superior

respecto de las artes subordinadas a su finalidad.

Los antiguos, ante este proceder de la arquitectura con respecto a sus artes

subordinadas, extendieron el nombre de arquitectónica a todo arte principal a cuyo fin

se subordina el fin de las artes inferiores. Así, el arte de hacer frenos para el caballo está

subordinado al arte de la equitación; y a su vez el arte ecuestre se ordena al arte superior

de la guerra, que será arquitectónica respecto de aquellas técnicas. En el mundo


contemporáneo, cuando ante la inminencia de una guerra las fábricas de automóviles y

aeroplanos civiles se convierten en centros de industria bélica, puede también decirse

que el arte militar es arquitectónica respecto de tales industrias, puesto que las subordina

a su fin.

Lo que es el arte arquitectónica respecto de las artes subalternas es la prudencia política

del jefe respecto de la prudencia política del súbdito. De ahí el nombre que le da

Aristóteles. La prudencia del jefe subordina al fin universal o bien común la prudencia

de los ciudadanos. El que manda pone leyes universales, y el que obedece las cumple y

ejecuta desde su oficio, que es diverso en cada caso.

La prudencia política arquitectónica es la más perfecta especie de prudencia, sobre todo

cuando es un rey quien la ejerce. De ella emanan las leyes de la república. Por eso la

teología ha trasladado a Dios esta perfección, depurándola de todas las imperfecciones

de lo creado para hacer accesible a nuestra inteligencia la noción de providencia divina.

La providencia de Dios responde analógicamente a la prudencia política del rey. En

cambio, la prudencia política de los súbditos no lleva más adjetivo, y retiene para sí el

nombre común de prudencia política.

6. Más sobre la prudencia política del súbdito

Aunque, según se ha dicho, la prudencia política de más realce es la prudencia

gubernativa arquitectónica, y a ella solemos referirnos cuando hablamos de política, en

razón de ser la más perfecta, nada impide que deba reconocerse en el súbdito una

prudencia especial, distinta de la monástica, relativa a la obediencia y cumplimiento de

las leyes. La prudencia individual no basta, porque mediante su dirección puede

conseguir el hombre su bien personal, pero no el bien común. La prudencia política es


tanto de gobernantes como de gobernados, y esto sin menoscabar en un ápice la

integridad de la prudencia gubernativa de los jefes. Muy al contrario, el gobernante

necesita de prudencia en los gobernados para que marche bien la cosa pública. El poder

no es una función unilateral del mando, necesita de prudencia en los gobernados para

que marche bien la cosa pública. El poder no es una función unilateral de mando,

necesita del calor consciente del pueblo. Si tiene sentido hablar de una formación

política del ciudadano –como tanto se dice en nuestros días– es preciso concebirla como

el desarrollo paulatino armónico del discernimiento racional de la persona humana en

orden al bien común de la nación, que solo puede conseguirse, dada la conexión de las

virtudes éticas, por una sólida educación moral. Los hombres –viene a decir Santo

Tomás– se pliegan sin duda al imperio de los demás cuando son súbditos y

subordinados, pero lo hacen libremente. Por lo que se requiere en ellos cierta rectitud de

dirección para dirigirse a sí mismos en el hecho de obedecer a las autoridades. Y esto

le incumbe a la especia de prudencia llamada política4.

No hay una moral de señores y otra moral de esclavos. La prudencia política es un juego

bilateral de regímenes, el del jefe y del subordinado, que participan de idéntico

trasfondo: la ley moral universal, de la que son determinaciones de los dictámenes de la

prudencia gubernativa concretados en las leyes de la nación, y el dictamen de la

prudencia política del súbdito por el que el individuo se rige a sí mismo en su libre y

exacto cumplimiento.

El cuadro de la página siguiente exhibe claramente las divisiones de la prudencia.

4
II-II, q. 50, a. 2, c.
Dentro de cada una de estas divisiones, el objeto de la prudencia consiste en descubrir

en cada caso cuál es la verdad particular operable. La sindéresis descubre esta verdad

también; pero en su altura y a distancia con indeterminación suma, poniendo solo de

relieve cuál es el fin a que debe aspirar el hombre. La prudencia en cambio descubre los

medios acertados, la verdad operable por el hombre en cada circunstancia para llegar a

ese fin. Las conclusiones operables a que llega la prudencia cuando aplica los principios

de la sindéresis a nuestra conducta son por eso las normas o reglas más próximas de

nuestra acción, mientras que los principios de la sindéresis son nada más que normas

remotas.

El objeto de la prudencia política es, según esto, una verdad operable; consistirá en

concluir rectamente cuáles son los medios acertados para que la acción del hombre

como miembro de la comunidad no se desvíe del bien común, que es también su bien

propio. Es decir, que la prudencia política refiere la verdad práctica y operable, esencia

a toda prudencia, al bien común de la sociedad civil, y en esta referencia a la comunidad

política encontramos a su rasgo específico. Podríamos, por tanto, afirmar que el objeto

de la prudencia política es la verdad de las conclusiones prácticas referentes a la

dirección próxima de nuestros actos en orden al bien común de la república.


SEGUNDA PARTE

Capítulo Primero

La Flexibilidad de la Prudencia Política

1. La razón especulativa y la razón práctica

El hombre, puesto a pensar, se encuentra con verdades necesarias, inmutables y eternas,

y a veces se extraña de que él, un gusanillo que no tiene delante ni derás sino una tierra

inestable y precaria, pueda con tanta facilidad evadirse por la abstracción a un universo

donde todo es seguridad y permanencia; donde el ser no es el no ser; donde el dos,

adicionado al dos, produce el cuatro; donde la virtud es siempre eternamente laudable;

donde el acto se superior a la potencia, y no hay efecto sin causa. El hombre sabe que de

él depende poner o no ponerse a pensar en estas o en otras verdades inmutables, pero

que, si se pone, queda prendido en una redecilla invisible, en un aparejo prodigioso que

le levanta de su mundo contingente y corruptible hasta las verdades que nunca mueren.

A esta facultad que tiene el hombre de poseer verdades necesarias y universales le

llamamos razón especulativa.

La misión del intelecto especulativo o teórico es, como su nombre indica, reflejar los

objetos. Semeja un espejo –speculum–, y su objeto se ha llamado por eso especulable.

Pero en el hombre no sólo hay una razón especulativa o teorética. El hombre no está

siempre absorto en la especulación matemática o filosófica. Sería nula entonces su

capacidad de prudencia política y este libro no hubiera sido escrito. Además de la razón

especulativa o teorética, hay una razón operativa o práctica, cuya misión no es ya


reflejar los objetos, como en la vez anterior, sino otra cosa muy distinta: realizarlos.

Esta razón no se distingue realmente de la otra, sino que es una extensión de ella a la

actividad operativa del hombre. La capacidad operativa del hombre es inmensa, y solo

puede llevarla a cabo con ayuda de la razón práctica. Fuera de los fecundos momentos

de ocio en que se da a la contemplación, y en que escapa por la razón especulativa hacia

el mundo de la verdad necesaria e inmutable, todo lo demás es para el hombre negocio,

elaboración de una materia en bruto. El hombre hace aparatos y máquinas portentosos;

hace poemas y cuadros; saja calientes cuerpos. Pero hay algo más importante. El

hombre tiene que realizar a cada instante su propia vida en medio de la sociedad donde

convive con sus semejantes. Sin haber sido consultados, nos encontramos de pronto con

la vida, y con la imponente labor de hacernos cada cual la nuestra bajo los dictados de la

razón práctica.

La verdad de este intelecto operativo o práctico no es, por tanto, reflejo de una cosa que

nos compele desde fuera, sino al revés, norma y medida de una cosa que puede o tiene

que realizarse fuera de él, y su objeto se llama por eso operable.

2. Lo operable

La palabra operable tiene un empleo preferente en el campo de las intervenciones

quirúrgicas. Decimos operar, operación, operable siempre que nos referimos a ciertas

intervenciones médicas en el cuerpo humano. Los médicos declaran si una úlcera de

estómago o una hernia son operables. También se habla mucho de operaciones de Bolsa

y operaciones militares. Y, sin embargo, cuando yo empleaba arriba esta palabra, le

daba un sentido inmensamente más amplio. Es operable todo lo que puede ser

intervenido por un ser para su modificación conforme a los dictados de la razón


práctica. Así es como la filosofía y la Teología emplean el vocablo para designar todo

aquello donde puede intervenir una ser voluntariamente. No sólo es operable una hernia,

sino un túnel, un puente, una máquina, un acto de castidad o de lujuria, una institución

política. El mundo entero es operable por Dios, que lo crea y lo conserva. Todo lo que

puede ser o no ser en dependencia de nosotros o de un ser superior es operable.

No es operable o modificable, en cambio, ni siquiera por Dios mismo, ninguna de las

verdades necesarias que pueda conocer el hombre cuando se entrega a la especulación.

Que el todo es mayor que la parte, que el hombre es un animal racional, que Dios existe,

son verdades intangibles, inquebrantables incluso ante el empuje de la omnipotencia

divina. Vico sostenía que el hombre sólo puede conocer lo que él hace. Bien; pero

siempre que lo que él haga sea ponerse a pensar, aplicar su mente sobre este o aquel

objeto para reflejarle, sin que este objeto haya de ser además, siempre, en su contenido,

un producto libre de nuestra mente. De lo contrario, convertiríamos todos los objetos de

especulación en operables, y caeríamos en ese despótico practicismo que es, en último

análisis, el paradero donde viene a dar alguna de las direcciones de la filosofía actual.

3. La Política, objeto operable.

La política es acción, no especulación. Puede el científico o el sabio teorizar sobre la

política. Hay un derecho político al que se considera como ciencia, y que, de serlo, solo

tiene cabida, en último análisis, dentro de la Ética o de la Teología moral. Y el filósofo

y el teólogo, cuando tratan del fin de la sociedad civil o del origen de la soberanía,

teorizan sobre política. Pero aquí dado su modo de enfrentarse con ella, tratan de la

acción en cuanto especulable. Así, por muy eficaz que ella fuere, el contenido de su

obra responde a su oficio de teóricos. El político, en cambio, que como tal no es un


científico, cuando se dedica a su menester, no teoriza, sino que ejecuta. Y una de las

rémoras que arrastra la actitud doctrinaria de la política es considerarla bajo un cielo

especulativo que solo obtiene en las abstracciones de la ciencia, lo que le conduce d

fracaso en fracaso. No en vano se atribuye a Bismark una sentencia, según la cual en

política lo que no es operable es falso.

Ahora bien; lo operable, por ley común, se puebla de formas diversas a merced del

albedrío humano. Como las formas que a su gusto introduce el alfarero en la arcilla, así

puede el hombre dar forma a sus propios actos, que dependen entonces de su razón no

solo por el lado del sujeto, sino del objeto. Expliquemos por separado esta precisa,

indispensable para llegar, como conclusión, a la flexibilidad de la prudencia política.

4. Parangón de lo operable y lo especulable.

A diferencia de las verdades intangibles del orden especulativo, todo cuanto hace o

ejecuta el hombre en el orden práctico depende de su albedrío. Sus obras son hijas de su

libertad y huellas de su dominio. En ellas ha podido intervenir nuestra elección, como

puede optar el arquitecto por hacer esta o aquella casa, o el hombre en general por

ejecutar esta o aquella acción. Cualquier adán puede someter lo operable a las reglas de

su razón. Dejando en ello la impronta de sus afanes, el timbre de sus ilusiones, el sello

de su deliberación y de su cuidado.

Es de extraordinario interés no pasar por alto pareja condición de lo operable. Resalta,

sobre todo, al ponerlo en parangón con lo especulable, objeto de la razón teórica. Frente

a los objetos de la razón teórica el hombre no elige. Quiera o no quiera, dos más dos

suman cuatro. De nada sirve empeñarse en que ascienda a cinco, ni montar asambleas

deliberativas para lograrlo. La elección y el consejo solo tienen lugar entre cosas
contingentes, que pueden ser o no ser. La verdad especulativa por la que se que las tres

alturas de un triángulo se cortan en un punto es independiente de los cuidados del

hombre.

Clara está que el saber teórico puede considerarse también en su ejercicio, y caer, como

tal, bajo la elección y deliberación del hombre. Que las tres alturas de un triángulo se

corten en un punto es independiente de nuestra elección; pero no lo es el que aquí y

ahora especulemos sobre tal verdad. Elegimos especular, y especular sobre tal verdad,

porque queremos. Mas esto no quita un ápice de razón a cuanto arriba dije. Porque si el

especular nos parece ahora hijo de nuestra elección y libertad, es porque lo

consideramos como acto voluntario. Y como acto voluntario la especulación es un

operable de la misma clase que todos los otros.

Esto nos lleva a distinguir en la especulación dos aspectos: uno objetivo, dependiente

del objeto, y necesario e inmutable como éste; otro subjetivo, dependiente del sujeto, y,

contingente y libre como éste. O, empleando la terminología de la escuela, es menester

distinguir la especificación del acto de teorizar, esto es, su determinación por el lado del

objeto, y el ejercicio de tal acto, el hecho de ser puesto por el sujeto. Cuando pienso en

cualquier materia de filosofía perenne se puede distinguir en mi pensar el contenido que

refleja, cuya estructura inmutables es independiente de mi querer, y el ejercicio mismo

de pensar, que yo pongo en marcha porque quiero.

Pues bien, en la especulación, de estos dos aspectos solo el segundo pertenece a la

libertad del hombre. Este es libre de poner o no poner un acto de especulación, o de

ponerle sobre este o aquel asunto; pero, una vez puesto libremente, queda prisionero de

las leyes esenciales del objeto, que son ya independientes del querer humano.

En cambio –y esto es esencial– en la acción, en la práctica, y, por lo tanto, en la política,

dependen de la libertad humana los dos aspectos. No sólo el ejercicio, sino la


especificación. No solo la posición o no posición del acto, sino su objeto especificativo.

De suerte que no solo ponemos esta o aquella acción, sino que su objeto es como

nosotros queramos que sea, en dependencia de nuestro apetito.

5. Ductilidad de la política como objeto de la razón práctica.

Según esto, las cosas de que se ocupa la razón práctica no son fijas e inmutables, como

los objeto de la razón teórica. Al contrario, son plásticas, dúctiles. Y ella, la razón

práctica, no es un dispositivo de espejear verdades, sino de realizarlas. Es inventiva,

proyectista. Fragua normas de conducta, traza formas de gobierno, arbitra medios para

conseguirlas, planea instituciones, hilvana sistemas. La razón práctica es libre frente a

su objeto, dueña de urdirlo a su gusto, sin verse compelida desde fuera con la rigidez de

un objeto especulable. Desde luego que tal libertad de la razón operativa tiene también

limitaciones, pero ahora me interesa resaltar cuán flexible es su textura en comparación

con la razón teórica.

La política es también una de esas cosas de que se ocupa la razón práctica. De esta

suerte no es fija e inmutable, como los objetos de la razón teórica. Al contrario, es

plástica, dúctil. Y la razón que la dirige no es un instrumento de espejear verdades, sino

de realizarlas. La prudencia política es ingeniosa, y excogita los medios para lograr la

conservación del bien común, urdiendo en todo momento los planes más convenientes a

la salvación nacional, tanteando en cada coyuntura la oportunidad de sacar adelante la

nave de la nación y deshaciendo las asechanzas de sus enemigos para conducirla con

toda celeridad al buen puerto.

La actitud doctrinaria de la política ignora esta posibilidad de cambio e invención que

nos brinda siempre la libertad de la razón práctica, y ante la cual está en guardia
permanente, con los ojos abiertos y en actitud vigilante, la solicitud de la prudencia

política. Para conocer esta posibilidad de nuevos horizontes tendría que reparar primero

en las realidades de la historia y la vida, que nos la dan actualizada. Pero la actitud

doctrinaria es ciega para los problemas de la historia y la vida. Permanece clavada en su

idea, e ignora la posibilidad de crear otra de objeto más congruente con las mudables

aspiraciones de la voluntad humana. Ignora la evolución, el dinamismo, la propulsión

activa que empuja al hombre por los caminos de la historia, haciendo y deshaciendo de

continuo formas de vida política, leyes, ideas y directrices de gobierno y convivencia.

Parece como si en la actitud doctrinaria de la política, la razón práctica yaciese anulada,

por haberse transferido al orden práctico las condiciones de inmutabilidad que gozan en

el orden especulativo los objetos de la razón teórica. Se trataría entonces de un error

inverso, aunque de la misma parcialidad, que el cometido por los que niegan la

existencia de una filosofía perenne, por haber transferido al plano de la pura ciencia, y a

sus verdades necesarias y universales, la historicidad y las contingencias de la vida

práctica.

6. Flexibilidad, oportunismo y política de realidades.

Todo lo que dicta la razón práctica se endereza a satisfacer al hombre concreto,

manifestándole y brindándole medios de conseguir su bien, de realizar su acción

acertadamente.

Pero la acción es siempre concreta, singular. Busca bienes determinados, materiales. La

razón que no satisfaga las exigencias de la acción no es práctica, no sirve.

Mas las exigencias de la acción política son de aquí y de ahora, de la geografía y de la

historia, del lugar y del tiempo. La razón práctica dicta lo que deben hacer hombres
individuales de carne y hueso, no hombres esquemáticos y ficticios; lo que deben hacer

los hombres, españoles, franceses, no lo que debe hacer el hombre.

Citaba no hace mucho Azorín, comentando el Fuero de los españoles, dechado de

Constitución cristiana, una frase de José de Maestre en la que vitupera la Constitución

francesa de 1775. Esa constitución no está hecha para unos hombres –viene a decir De

Maistre– sino para el hombre en abstracto. He aquí un ejemplo de mala constitución,

opuesta a las cualidades que relucen en el Fuero de los españoles, y, añadiremos

nosotros, he aquí un ejemplo de mal empleo de la razón práctica. Una constitución debe

nacer de la acción y desembocar en la acción. La Constitución Francesa de 1775 nace de

la especulación y desemboca en la especulación, porque es inaplicable.

Uno de los aspectos más importante del prudencialismo consiste en considerar que la

política es una acción concreta por la que el hombre trata de satisfacer sus necesidades

apremiantes en el bien común, sin el que no puede realizar su vida ni perfeccionarse; y,

por consiguiente, en afirmar que la norma y dirección de esta acción política no puede

confiarse a la razón especulativa, que sólo concibe un hombre universal y abstracto de

naturaleza inmutable, sino a la razón práctica, una de cuyas cualidades es la prudencia

política, y cuya vara está vuelta al hombre concreto y real, situado en medio de unas

circunstancias punzantes y perentorias que no pueden pasarse por alto.

No es ésta la lección que hoy enseña el mundo, en que bajo la bandera de la actitud

doctrinaria más desmedida y enorme, se pretende la igualación matemática del orbe,

soñándose con la implantación de una Democracia Universal o de un Comunismo

Internacional que ahogue bajo el fetichismo de un credo unívoco las peculiaridades y el

espíritu de las naciones del globo. La monstruosidad del caso no está en que la razón

especulativa haya fingido un ente razón irrealizable en el mundo, y acaricie

morbosamente su Utopía. Esto no sería en realidad nada nuevo. La enormidad consiste


en que los poderosos de la tierra hayan querido levantar como estandarte de las

pequeñas naciones, no una ficción lógica independiente del espacio y del tiempo, sino

un producto de la razón práctica y de la prudencia política –verdadera o falsa, esto

habría que determinarlo en cada caso– que fue útil para aquellos poderosos en un

momento dado, que les sigue proporcionando frutos, pero que es totalmente inservible

para implantarse con bien en otros lugares del globo.

Frente a estos estandartes grisáceos y férreos eleva al prudencialismo la seda ondulante

y viva de su bandera. La realidad es polícroma e indecisa. A cada país y cada época

debe entendérsele desde dentro. Sobre un fondo universal común a todos los hombres,

manifestado por la sindéresis y la ciencia moral, la prudencia es libre par dictar en cada

caso la que debe ejecutarse y omitirse. Toda la abigarrada y multicolor variedad de

razas y países debe ser respetada y conservar sus fueros de acuerdo con la voluntad de

sus miembros y de sus moradores. La ley moral es muy amplia, y no hay que olvidar sus

determinaciones concretas, que son ya fruto de la prudencia, y no de la sindéresis ni de

la ciencia moral universal. Población y costumbres, religión y relaciones políticas,

tradición y riqueza deben estar presentes a los ojos del legislador al promulgar una ley.

De lo contrario no evitará el fracaso.

Este es el oportunismo y la flexibilidad de la prudencia política. El mismo que le hacía a

San Isidoro de Sevilla incluir ya, en la mejor definición de las condiciones de la ley

human, su relación con la idiosincrasia de cada país y con el lugar y con el tiempo. Sit

lex… secundum consuetudinem patriae, loco et tempori conveniens.


Capítulo II

La moralidad de la prudencia política

1. Los dos aspectos de lo operable y el problema de la política.

La política está a merced de la razón práctica y de la libertad del hombre, porque es un

objeto operable. Esta es una de las conclusiones más importantes a que nos llevaban los

fundamentos filosóficos del precedente capítulo. Ahora, con el fin de aclarar todavía

mejor el fenómeno de la política, debemos distinguir dentro de lo operable dos aspectos:

lo factible y lo agible. Los actos factibles y agibles son dirigidos respectivamente por

las dos grandes manifestaciones normativas del pensamiento práctico: el arte y la

prudencia. Y debemos determinar si el fenómeno político es factible o agible, y decidir,

en consecuencia, si su dirección debe confiarse a la virtud intelectual de un arte, como

quiere la opinión moderna adicta al “maquiavelismo”, o si, por el contrario, debe

confiarse a la virtud, no solo intelectual, sino también moral, de la prudencia.

Factible es palabra corriente. No resulta, en cambio, tan clara la palabra agible. No

obstante, la encontramos empleada por algún escritor clásico, por ejemplo, en este

párrafo, uno de los más despejados del conceptuoso Gracián: “Tener un punto de

negociante. No todo sea especulación; haya también acción […]. Sea hombre de lo

agible, que aunque no es lo superior, es lo más precioso del vivir. ¿De qué sirve el saber

si no es práctico? Y el saber vivir hoy es el verdadero saber5.

Como se trata de tecnicismos que no han pasado al acervo común del castellano con su

precisión filosófica, nos debemos detener un momento a examinarlos.

5
Baltasar Gracián: Oráculo Manual y arte de prudencia. Máxima CCXXXII
2. La trascendencia y la inmanencia de nuestros actos.

(Primera distinción entre factible y agible)

Factible y agible, ποιήτόν y πραχτόν, corresponden al facere y agere latinos, o al ποιειν

y πραττειν griegos. En igual relación proporcional están factio y ποιήόιζ, actio y

πραάξιζ. El facere, el “hacer”, es una actividad inteligente que se ejerce sobre una

materia perteneciente al mundo exterior: cortar, pintar, etc. En cambio, el agere, el

“ejecutar”, es la actividad que se ejerce dentro del hombre mismo: querer, odiar, etc.

Aunque muchas veces algunas de estas palabras se usan promiscuamente, Aristóteles ha

tenido extraordinario empeño en delimitar su sentido, con él Santo Tomás de Aquino y

la escolástica6.

Lo factible es, según esto, lo operable en una materia exterior. Y entiéndase bien que

exterior es aquí todo lo que empieza en nuestro propio cuerpo, es decir, todo lo que

pertenece al mundo accesible a los sentidos corpóreos. Es factible que una mujer se

pinte los labios, o que un hombre se afeite, o que se cubra el cuerpo de tatuajes. Y, a

fortiori, es factible el acto de realizar un puente, un cuadro, una mesa, que son artefactos

pertenecientes por completo al mundo exterior.

No se crea que es necesario que lo factible sea permanente o deje huella durable. Andar

es un factible, aunque sea por un alambre. El funámbulo realiza un “hacer”, porque el

andar se ejerce sobre el hilo, que es una materia exterior. También es factible el tocar la

6
Aristóteles, Metaphysica, L. VIII, cap. VIII, 9 (Apud. S. TOM, Lib. IX, lect VIII 1862-1865). Ethica Nicomachea, L. I, 1094.
(Apud S. Thom. Lib. I, lect. 1, 13)
guitarra, porque las notas no son permanentes, pero las arranca la mano de una materia

externa.

Cabe distinguir en lo factible dos aspectos. Factible es lo que se puede manufacturar, y

lo que se puede manejar. Los objetos de ambas clases pueden ser hechos por una

operación que trasciende a una materia exterior (factio, ποίηοί). Pero en el primer caso

la materia exterior se toma para ser transformada, como cuando el escultor toma el

mármol para hacer una estatua. En este caso el fin de la operación es la obra producida o

manufacturada. En el segundo caso se toma la materia exterior, no para ser

transformada, como anteriormente, sino sólo para ser usada, como se monta un caballo

o se maneja un teléfono. Y entonces el fin de la operación (el fin de la operación, no el

fin del operante) es siempre la operación misma, toda vez que no produce

transformación en la materia externa manejada.

Esta última modalidad de lo factible coincide, aunque sólo en parte, con el otro gran

aspecto de lo operable de que debemos ocuparnos: lo agible. Lo agible es lo que puede

ser realizado por una operación cuyo fin no es distinto de ella misma, pero con la

particularidad de que permanece en el mismo operante, sin trascender a la materia

exterior, ni para manufacturarla o transformarla, ni siquiera para manipularla o

manejarla (actio, πράξιζ).

Es lo que sucede con el ver, el entender, el querer. El hombre, para ver, no trasforma la

materia exterior ni tampoco la usa o maneja. Agible es, por tanto, lo que se opera

voluntariamente dentro del hombre mismo.

3. El rendimiento material y el valor moral de nuestros actos.

(Otra distinción entre factible y agible)


Esta discriminación de lo factible y lo agible es primordial. Según ella, es factible todo

acto humano que se ejerce sobre una materia exterior, y agible todo acto humano

considerado en sí mismo, como posición interior del sujeto. Establezcamos ahora una

segunda discriminación que, sin negar nada de lo adquirido en la dilucidación

precedente, sirva para determinarla mejor. Su importancia es extraordinaria para

entender cuanto vamos a decir después.

Hay veces que consideramos el acto humano por el valor de los efectos que deja fuera

de sí, prescindiendo en absoluto de la intención moral, buena o mala, con que son

realizados. Otras veces, por el contrario, consideramos únicamente la moralidad del

acto, fijándonos en el bueno o mal uso de su libertad que hace el sujeto. A los actos

humanos considerados en su aspecto amoral (es decir, prescindiendo de que sean

buenos o malos moralmente) se les llama factibles, y considerados bajo su aspecto

moral se les denomina agibles7.

Esta distinción ha surgido al ver los hombres que nuestros actos pueden ser valorados

diversamente según se aprecien por sus resultados externos o se estimen en sí mismo.

Un acto puede ser juzgado malo en sí mismo y bueno por sus efectos, o viceversa. Y

como la moralidad es una cualidad que afecta propiamente al acto humano como tal y

en sí mismo, y no a sus efectos externos, al acto como agible se le considera

moralmente, lo que no sucede como factible.

La inadecuación entre el acto interior y su efecto externo es patente en muchos casos.

Cuando consideramos el acto del carpintero por la mesa que produce no miramos el

buen o mal uso que hace la libertad, sino la perfección o imperfección de la mesa,

7
La palabra factible, aunque, hablando con propiedad, solo designe un acto externo del hombre, puede también designar ciertas
obras internas, hechas en el interior del intelecto, que se consideran como dotadas de un valor que es independiente del valor que
tenga la intención moral del que las hace. Es el caso de las obras a cuya producción se ordenan las artes especulativas o liberales,
como la lógica. Así cuando hacemos una definición o un silogismo, la bondad de estos artefactos lógicos se juzga con arreglo a las
reglas del arte de pensar, independiente de la buena o mala intención moral del que los hizo. Por esta razón, el silogismo, la
definición, etc., son obras factibles, aunque sean internas.
prescindiendo en absoluto de la intención moral con que es realizado el artefacto. Como

agible este acto de hacer la mesa puede ser pésimo, aunque como factible, desde el

punto de vista puramente técnico, pueda ser óptimo. El carpintero puede ser el mismo

diablo y la mesa un artefacto excelente. ¿No ha fingido la imaginación popular al diablo

como el artífice de los palacios más maravillosos que apenas se explican por el arte

humano? Del acto humano se puede decir a veces lo que José Zorrilla decía del poeta:

Es una planta maldita

Con frutos de bendición

Y, viceversa, puede ser planta bendita y producir furor amargos de maldición, como lo

patentiza el hecho de tantos inventos destructores de prodigioso valor técnico, que

fueron descubiertos con la mejor intención, y que dieron como fruto la desolación de las

modernas guerras.

Y ni que decir tiene que también puede darse una correspondencia y adecuación estricta

entre la perfección física de lo factible y la bondad moral de lo agible, o entre la

imperfección y la malicia de los dos.

La distinción de ambos aspectos de lo operable es de una importancia tan grande, que

solo ella permite adquirir una idea clara del fenómeno político. ¿Es la política –objeto

operable, según vimos– algo factible, que se debe juzgar solo por su rendimiento

externo, sin relación con la perfección moral del que lo hace o con su malicia? ¿O es,

por el contrario, algo agible de valor intrínseco, moral y humano?

Para que nuestra respuesta sea convincente y completa debemos aún delimitar dos

conceptos más en relación con lo factible y lo agible: el de arte y el de prudencia.

Porque a lo factible y a lo agible corresponden el arte y la prudencia, como virtudes


especialmente encargadas de someter ambas materias a sus respectivas normas. Si

resultara que la acción es materia factible, su regulación dependería de un arte, como

quiere el maquiavelismo. Si, en cambio, concluimos que la acción política es materia

agible, la enclavamos en la zona de las realidades morales, y la hacemos depender de la

prudencia. Es inexcusable, por tanto, contraponer ambos conceptos, dilucidando alguna

de sus características.

4. El arte, norma del rendimiento exterior del hombre.

El arte es la virtud intelectual de lo factible, la norma del rendimiento exterior del

hombre. Con esto doy ya a entender hasta qué punto es extensa en mi vocabulario la

significación de esta palabra8.

El arte es una virtud imperfecta, porque no hace bueno al que la posee. Un artífice o un

técnico pueden poseer maravillosa habilidad para hacer cosas y no ser, en cambio,

buenas personas. Un médico puede ser artífice de la salud, un general artífice de la

victoria, un arquitecto artífice del edificio, un ingeniero artífice del barco, de la cosecha,

de la industria, de la pública utilidad, sin ser artífices de sí mismos ni de sus ayudantes,

soldados u operarios. Dicho con frase lapidaria: el arte sirve para hacer cosas perfectas,

pero no para hacer perfecto al que las hace. Porque el arte es norma de nuestros actos

factibles, y éstos son trascendentes, y depositan su bien fuera. ¡Qué desproporción,

muchas veces, entre la bondad del artífice y la bondad del artefacto, entre la bondad del

poeta y la bondad de sus poemas! Tan grande, que no se explica bien por que paran

algunos tanta atención en la vida de los poetas y de los inventores, como si de ella

pudieran siempre sacarse ejemplos morales para la nuestra. El arte (y la ciencia) son

8
El arte, como virtud de lo factible, puede extenderse también a las obras internas, hechas en el interior del intelecto, según dije en
la nota 7.
compatibles con almas de malhechores y ladrones, de lujuriosos e invertidos. La razón

está dicha: el arte dirige nuestros actos “factibles”, que son operaciones que se valoran

por sus resultados externos, por su rendimiento, por su éxito, y no por la perfección

moral y humana de quien los hace. Por eso, aunque concebido bajo el signo de

l’Humanité, carece por completo de sentido humano el nuevo calendario que soñó

Augusto Comete y que perfeccionaron después los positivistas ingleses, poniendo nada

menos como ejemplos de “humanidad”, esto es, de perfección humana, a poetas y

creadores que, a pesar de haber realizado obras artísticas excelsas, fueron en sus vidas

tipos humanos de extraordinaria tosquedad. ¡La humildad de los artistas y de los

científicos se queda muchas veces en sus obras externas! La humanidad de sus vidas es

harto repugnante en muchos casos. Un calendario humano tiene que ser moral, y por eso

no hay más calendario humano que el del santoral católico, donde aparece el nombre de

los únicos hombres a quienes se puede llamar sin restricción grandes: los santos.

Si la política fuera solo un arte, solo tarea poética, no agible, sino factible, como, según

veremos, pretende la corriente del maquiavelismo, se podría dar el caso de que un

pueblo de malhechores, bajo la pauta de un gobernante punible, pudiera crear un Estado

y un “espíritu objetivo” esmerado y perfecto, como un poeta borracho y crapuloso ha

podido producir alguna vez, recostado sobre el busto de amante obscena, la más pura

canción a la templanza.

5. La prudencia, norma del valor moral del hombre

La prudencia es la virtud de lo agible, la norma del bien interior del hombre. Si el arte

puede aún prescindir de la consideración moral, debido a la peculiar índole de lo

factible, y es por eso virtud imperfecta, por no hacer bueno al que la posee, la prudencia
presenta una fisonomía inversa. Es una virtud perfecta, no solo intelectual, como la

ciencia o el arte, sino moral, pues aunque reside en la razón, su materia es lo agible por

la voluntad, y no ningún artefacto factible fuera de ella y de valor independiente. Por

eso no es sólo una de las cinco virtudes intelectuales, sino también una de las cuatro

cardinales.

Lo que más caracteriza a la prudencia es la índole de sus reglas, que son flexibles y

ocurrentes. Sin duda esto proviene de la vida misma, que es un agible ante el que

siempre cabe deliberación. La vida personal, familiar y política se encuentra

constantemente en encrucijadas en las que de nada sirven reglas fijas, como las que

pudiera emplear un técnico para realizar una obra de procedimiento invariable. La vida

no tolera que se la trate con una cuadrícula inflexible. Lo que piden sus situaciones

siempre cambiantes es un golpe de vista, una mano, una pericia y soltura sin las que

fracasa nuestra acción. Este adiestramiento de la conducta humana lo suministra la

prudencia.

6. Solidaridad entre la verdad práctica de la razón y la recta intención de la voluntad.

Ambas virtudes, el arte y la prudencia, son manifestaciones de la razón práctica, y como

hábitos intelectuales deben procurarnos una cosa tan difícil, y que tan pocos logran en

este mundo: la verdad. Verdad práctica, operable; acierto en medio de las inseguridades

de la vida y del mundo que la circunda.

La verdad especulativa se define usualmente como adecuación del intelecto y la cosa.

¿Y la verdad práctica? Aquí no hay cosa acabada a la que deba adecuarse el intelecto o

razón. Según arriba dije, la razón práctica no tiene por oficio espejear o especular

objetos, sino todo lo contrario: producirlos y realizarlos. Y no habiendo posibilidad de


que se acople a una cosa ya hecha (pues ella es la que tiene que hacerlo), su rectitud y

acierto solo puede provenir de su adecuación con su principio directivo, con lo que se

llama el apetito, dando a esta palabra su más noble sentido: el que sirve para designar no

sólo nuestras tendencia sensitivas (el apetito concupiscible movido por el bien deleitable

y el apetito irascible movido por el bien arduo), sino también el apetito racional que

llamamos voluntad, y que domina y racionaliza a los otros dos, haciéndoles posibles

sujetos de virtudes.

Todos los actos agibles o factibles, objeto, respectivamente, de la prudencia y el arte,

dependen del apetito. La razón ve y razona conforme se encuentra la parte afectiva del

hombre. El corazón se mezcla en todos los juicios de la razón práctica. Probablemente,

ningún escritor ha puesto de relieve la influencia del corazón sobre la cabeza tan bien

como Jaime Balmes en El Criterio. De forma popular, con gran maestría literaria para

pintar con ejemplos memorable esta influencia –Eugenio. Sus transformaciones en

veinticuatro horas; Don Marcelino. Sus cambios políticos; Anselmo. Sus variaciones

sobre la pena de muerte–, muestra Balmes hasta qué punto la mudanza de nuestra parte

afectiva, de lo que la filosofía tradicional llama el apetito, influye sobre la cabeza, y

cómo, por ejemplo, “un corazón lleno de amargura derrama su hiel sobre el

entendimiento, y éste, obedeciendo a las inspiraciones del dolor y la desesperación, se

venga del mundo pintándole con los colores más horribles”9.

La prueba de que el objeto de la razón práctica depende el apetito y sufre las vicisitudes

de éste puede presentarse también con carácter experimental. Es un hecho positivo,

experimentable ya por la más tosca introspección. ¿Quién, recordando sus momentos de

cólera, no se da cuenta de que todo lo veía o razonaba a gusto y conformidad de su

propensión volitiva a la venganza? Es decir, que en este caso el apetito de venganza es

el que mueve la razón práctica para que las conclusiones hacederas que ella proponga
9
Balmes, El Criterio, cap. XIX, III.
sean favorables al desquite. De modo semejante, cuando razona el justo, lo ve todo

conforme al apetito racional, es decir, la voluntad de dar a cada cual lo suyo es lo que

mueve a su razón planear y dictaminar conclusiones favorables a la justicia. En ambos

ejemplos la razón práctica está teñida y coloreada por el color del apetito: turbio en un

caso, límpido en el otro. El apetito o afecto mueve a la razón práctica, y de su impulso y

su color no puede ella escaparse. No es que no pueda por su cuenta realizar sus

operaciones; la razón cumple las suyas, que son los actos de razonar. Pero razona a base

del ingrediente volitivo y afectivo que le ha suministrado el apetito. Por eso decía

Aristóteles que cada cual juzga de las cosas prácticas según las disposiciones afectivas

en que se encuentra. Qualis unusquisque est, talis finis videtu ei10.

“Hay que hacerse amar, decía el moralista Joubert, porque los hombres no son justos

más que con aquellos a quienes aman”.

El efecto es para la razón práctica el trasfondo que da sentido a sus operaciones, y que

no solamente le da su ejercicio y la motoriza, sino que además la especifica haciéndola

tal cual es el apetito: si recto, recta; si torcido, torcida.

Cuando lo que inspira el talante a la razón es nítido y armónico, la razón responde

siempre descubriendo los medios adecuados de conseguir el fin que la voluntad

persigue. La razón responde entonces de conformidad con un apetito recto. A este

descubrimiento le llamo verdad práctica11. Puede ser verdad factible, si los medios

descubiertos son acciones dirigibles por el arte, o verdad agibles si los medios

descubiertos son acciones dirigibles por la prudencia.

Como se ve, toda la seguridad y garantía de la verdad práctica afectiva del hombre. Por

eso podemos decir que la razón práctica es “función” de la vida y del apetito, de suerte

que el valor y la verdad de aquella dependa del valor y rectitud de éste. Cuando cambia

10
Ethica Nicomachea, III, 7, 1114 a 32.
11
Recuérdese la expresión usada por Santo Tomás para designar la verdad práctica: verum per conformitatem ad appetitum rectum
(I-II, q. 57, a. 5, ad. 3)
el rumbo del apetito, cambia el curso de la razón; el apetito juega así el papel de un

“argumento”, del que siempre es “función” la razón práctica.

7. La conexión de la prudencia y las virtudes morales.

La rectitud del apetito requerida para la prudencia es mucho más compleja que la

requerida para el arte. El arte es virtud intelectual que no requiere un apetito

moralmente recto en quien la posee, pues esta virtud sólo se interesa por la bondad de

los efectos que produce el artífice –sus artefactos–, pero no por la bondad del artífice

mismo. La prudencia, en cambio, que además de virtud intelectual es virtud moral,

requiere la rectitud del apetito en sí mismo, no en sus efectos; y esto hace que sólo

pueda lograr estabilidad gracias a unos dispositivos especiales, que mantiene el apetito

en constante y habitual disposición para el buen fin. A estos dispositivos rectificadores

del apetito les llamamos virtudes morales.

Esta necesidad de virtudes morales en el apetito da a la doctrina de la prudencia un aire

de austeridad y elevación que no pueden ser olvidados por el prudencialismo. El

prudente no es como el artista o el técnico, que puede realizar obras buenas en pésimas

condiciones morales. El prudente, por enderezar sus actos a la perfección del bien

moral, sólo puede actuar a base de disposiciones afectivas que den entereza al apetito,

para que todo lo que éste inspira a la razón sea armonioso y límpido.

Las virtudes morales son tantas cuantas son las clases de apetito. Hay un apetito

racional, que llamamos voluntad; hay dos apetitos sensitivos, que lamamos

concupiscible e irascible. Al apetito racional le rectifica la virtud moral que llamamos


justicia; al irascible le modera la virtud de la fortaleza. Todas estas virtudes puramente

morales reciben su fin de la sindéresis, y establecen una buena disposición en la parte

afectiva del hombre imprescindible para que opere la prudencia. Esta no tiene fuerza por

sí solo para guiar al hombre sin la ayuda de las demás virtudes cardinales. Necesita

prepararse previamente un mundo de predisposiciones favorables al bien y a la verdad,

dentro de cuyo ámbito venga ella a dictar la última conclusión hic et nunc de lo que

debe hacerse, esto es, la acción concretísima en que consiste nada menos que nuestra

vida plena.

En pago de este servicio imprescindible, la prudencia responde con otro no menos

esencial, manifestando intelectualmente a las virtudes morales, que son hábitos

electivos, cual es el medio que deben elegir. Por tanto, si la prudencia depende de las

virtudes morales, también las virtudes morales dependen a su vez de la prudencia, y esto

sin círculo vicioso ni contradicción. Las virtudes morales, bajo la dirección de la

sindéresis, rectifican el apetito en orden al fin, y lo preparan para que la prudencia

dictamine, en el orden de los medios, cual es la acción que debe ponerse. Una vez que la

prudencia habla, las virtudes morales, en dependencia de ella, elicitan bajo su dirección

el acto moral.

Un ejemplo claro, de máximas consecuencias para la acción política, nos hará ver hasta

que punto es necesaria la previa rectitud de intención creada por las virtudes morales:

justicia, fortaleza y templanza.

Es evidente que el acto principal para un político es mandar. Este acto es también el

principal de la razón práctica y la prudencia, ya que es el más cercano a la acción. No

puede llevarse a cabo acción consciente que no haya sido disparada por un mandato de

la razón. Pues bien, un político desprovisto de las virtudes del apetito –justicia, fortaleza

y templanza– no podría mandar nada justo. Obsérvese que no somos justos por conocer
lo que es debido a cada cual, sino por ejecutarlo, y que el principio próximo de la

ejecución del acto es el apetito. Y sólo cuando el apetito está empapado de justicia,

cuando es constante y perpetua voluntad de dar a cada cual lo suyo, moverá la razón

para que ésta mande conforme a él. Entonces tendremos un acto de imperar emanado de

la razón práctica y la prudencia política, que solo habrá sido posible por la moción

previa de un acto recto de la voluntad. Y así la ley resultante será verdadera

conformidad al apetito recto. Inversamente, si la voluntad no va rectificada previamente

por la justicia, la razón no podrá mandar que se de a cada cual lo suyo, y las leyes que

emanen de ellas serán tiránicas.

El asunto es tan importante que cuando se tuerce la rectitud de la intención y del apetito

por carecer de virtudes morales, sólo queda flotando en la razón un triste remedo de

prudencia política, una parodia o simulacro de habilidad y virtud, sometida a todas las

arbitrariedades y caprichos de nuestras torcidas apetencias. La razón práctica, movida

por éstas, descubre también entonces los medios para alcanzar lo que la voluntad

intenta; pero como la intención del apetito no es justa, sus oráculos se convierten en

cátedra de taimería, enseñoreándose de ella la prudencia de la carne, la astucia, el dolo,

el fraude, la falsa solicitud, es decir, toda la nube de las falsas prudencias.

8. La desproporción moderna entre lo factible y lo agible, o entre el rendimiento

material y el valor moral del hombre.

Hoy, al preguntarnos si el fenómeno de la política es factible o agible, si su valor se

juzga por sus resultados externos y por su éxito material o por su sentido moral y

humano, tenemos que responder de una manera que parecerá pesimista a los defensores

del ideal moral. En la mente de nuestra época ha pasado a segundo término el bien
moral, y se valora más el bien físico y externo, cuya perfección puede juzgarse

abstrayendo de la ley moral.

Lo factible –lo que puede manufacturarse o manipularse– objeto amoral del arte, es casi

lo que únicamente viene interesando al hombre moderno. Hombre práctico es, para la

mayoría de la gente contemporánea, sinónimo de homo faber. No es práctico quien

poner en ejecución los más difíciles mandamientos morales, sino el que fabrica cosas

útiles par su comodidad y regalo, prescindiendo en absoluto de toda consideración

moral. Esta es la amoralidad de la civilización moderna. El hombre que manufactura la

bomba atómica posee un arte prodigioso: también el que sabe manipular y lanzar con

precisión infinitesimal sobre sus objetivos. Y, sin duda, tanto el arte de fabricar armas

como el arte de emplearlas persiguen un bien, un resultado feliz, un éxito, pero que de

suyo hace abstracción de la ley moral y de la moralidad que de ésta deriva sobre el acto

humano. El hombre se ha ido acostumbrando a mirar el bien o el mal de las cosas desde

un punto de vista exclusivamente amoral y técnico, Y esta es también la situación de la

política.

Pero el hombre empieza a sentir la nostalgia de lo humano. Es la ley de su naturaleza,

esencialmente moral, que no encuentra pasto adecuado en una civilización cada vez más

mecanizada y que se devora incesantemente a sí misma. Los prodigios de la técnica son

cada vez mayores, y mayor es aún la prodigiosa indiferencia con que el hombre actual

recibe las noticias de los nuevos descubrimientos. Puede que sobre él pese la mordedura

dolorosa de ver que su vida, a pesar de tanta filigrana con que hoy puebla su mundo,

sigue siendo breve, frágil e incierta, sigue siendo mudable, engañosa y miserable, y que

sobre tan flaco fundamento la gloria del mundo no podrá ser nunca superior al cimiento

que la sostiene. La vida humana se sabe hoy más que nunca insuficiente. No es para

extrañarse. El hombre está hecho para Dios, y de aquí le viene al alma esta maravillosa
capacidad que tiene, la cual es tan grande, que, para decirlo con expresión límpida de

Granada, “todas las criaturas y riquezas del mundo juntas no son más parte para henchir

el seno de su capacidad, que un grano de mijo el espacio de todo el mundo”.

De nada sirve al hombre labrarse la utilidad de su contorno si no sabe, al fin de cuentas,

para que sirve su vida misma. Sería la ocasión de llamar estúpida a nuestra época al

igual que lo hiciera en su tiempo Leopardi:

Stolta, che l’util chiede

E inutile la vita

quindi piû sempre divenir non vede.

Los actos humanos no pueden juzgarse sólo por la perfección o imperfección de sus

resultados externos, por eso que llamamos el éxito. Hay actos de suma imperfección

moral que producen resultados valiosos en tal o cual orden de cosas. El fanático japonés

que se mete en un vertiginoso torpedo y se estrella contra el objetivo militar obtiene un

éxito con su victoria. Pero su acción no por eso deja de ser un espantoso y abominable

suicidio. El acto humano, dijimos arriba, puede ser considerado por sus efectos

externos, como factible; pero también puede considerarse en sí mismo, como agible y

en uno y otro caso las calificaciones no siempre son las mismas.

Pero hay más. El acto humano que calificamos de bueno por sus resultados externos es

siempre, si es humano, es decir, si es puesto con advertencia de la razón y libertad, una

realidad moral, calificable de moralmente bueno o moralmente mala, con arreglo a su

conformidad o deformidad con la ley moral. No hay acto humano individual que sea

indiferente. Todo lo factible, lo que se considera en relación a la obra producida,

manufacturada o manipulada, es susceptible también de consideración moral. Dicho con


otras palabras: todo lo factible es también voluntario, algo agible. Guste o no guste, el

hombre no puede realizar sus actos voluntarios sin que éstos sean conformes o

disconformes con la ley moral, y, en consecuencia, susceptibles de ser cualificados de

moralmente buenos o moralmente malos.

Entonces ya no cabe el consuelo de justificar por sus resultados externos actos que son

buenos bajo el aspecto físico o externo, pero malos bajo el aspecto moral. Ya no cabe

decir que el hombre sea planta maldita, pero con frutos de bendición; sino que es la hora

de recordar la palabra del Evangelio: “Por sus frutos los conoceréis. ¿Se cogen por

ventura racimos de los espinos o higos de los abrojos? Todo árbol bueno da buenos

frutos, y todo árbol malo da frutos malos. No puede árbol bueno dar malos frutos, ni

árbol malo frutos buenos”12. Lo factible se toma entonces también como agible, bajo el

signo moral, como un acto imperado que reviste idéntica moralidad que el acto ilícito. Y

el signo de una civilización que cifra su gloria en los adelantos de una técnica aséptica

de moral, y que da mayor aprecio al bien físico que al bien honesto, pasa entonces de su

amoralidad neutra a la inmoralidad más torcida.

Lo factible está enclavado en los límites de lo agible. Porque lo agible, que es nuestra

vida como tal, tiene límites morales, no es una realidad incondicional e incondicionada,

como, pretende el vitalismo de nuestros días con donosa exaltación de exclaustrado,

sino que está sometida a mensura y a ley, y sólo en relación con ésta puede afirmarse si

una vida es auténtica o inauténtica, verdadera o falseada. De ahí lo escandalosa que

resulta la desproporción moderna entre lo factible y lo agible, cuando se ven cosas

factibles buenas que no lo son como agibles, y se exige a millones de hombres un

rendimiento que les extenúa, que les esclaviza y les hace olvidar a Dios y a su destino,

para conseguir el éxito de la efímera victoria de unos años, o la gigantesca producción

de cosechas y manufacturas que hay muchas veces que destruir antes de usarlas.
12
Mateo, 7, 16-20.
Esta desproporción de que hablamos antes, y que tan claro puso de manifiesto la

distinción de lo factible y lo agible, es palmaria en la mayoría de las manifestaciones de

la vida contemporánea, y hace más que nunca difícil la comprensión de la moral heroica

de los santos. En su tiempo, los médicos aseguraron a San Casimiro que salvaría la vida

si se procuraba una polución voluntaria de semen. La acción era moralmente mala; pero

el éxito era seguro. Casimiro prefirió seguir los dictados de la moral a las enseñanzas de

la técnica. Esta actitud va pareciendo ahora incomprensible.

No sé si terminarán las manifestaciones de amoralidad que ha creado el culto a la

técnica, ni sé si se continuará otorgando durante mucho tiempo mayor estimación al

bien físico y externo que al bien moral. De lo que estoy seguro es de que no perecerá

jamás el sentido humano del hombre, porque nuestra sindéresis es inextinguible. Y entre

el revuelo de las hélices y el trepidar de los motores, cuando el hombre ya apenas pueda

alentar en la nueva atmósfera electrificada y radioactiva, esclavizado por las máquinas

con las que tuvo un día la ilusión de liberarse de sus propias limitaciones, todavía le

quedarán fuerzas, acaso ya las últimas, para sentir desde el hondón del alma la voz de la

sindéresis llamándole a su destino eterno.

El ideal de la producción no solo debe mirar al rendimiento bueno; debe dar todavía

más valora a las condiciones morales en que se hace. Sin duda, se debe atender a la

bondad y valor de lo factible; pero es anterior, con incomparable preeminencia, el

interés que debe despertar la bondad de lo agible. El hombre como tal y su

perfeccionamiento interior es incomparablemente más valioso que el rendimiento

material que produzcan sus actos externos.

9. La política como arte y como prudencia. Maquiavelismo y prudencialismo.


Este es el oficio que debe tener la política dentro de la civilización contemporánea:

lograr que se conceda a lo agible consideración primordial sobre lo factible, conseguir

que se otorgue a lo humano su preeminencia sobre lo mecánico. O, dicho con otras

palabras: la misión de la política actual debe consistir en recordar al hombre la primacía

del bien moral sobre el bien físico.

Se me dirá que hay otras actividades que no son políticas y que parecen más adecuadas

para conseguir este propósito. No se me podrá negar, sin embargo, que existe una razón

decisiva que da extraordinaria firmeza a mi postura: el hecho de que la política tiene

como finalidad la consecución del bien común, y que el bien común no es lo que se

llama en la escuela un bien físico, cuya perfección se considera pasando por alto la

norma de la conducta (abstrayendo a regula forum), sino un bien moral. Las

ordenaciones positivas al bien común que emanan de la autoridad política de un Estado

son, contra lo que opina el positivismo jurídico, concreciones de la ley natural, y ésta a

su vez no es otra cosa que la participación de la ley eterna en la criatura racional

racional. El bonum commune es, por lo tanto, un bonum morale, y no un bonum

physicum que pueda apreciarse abstrahendo a regula forum.

La política es una realidad moral. Primariamente no es otra cosa que el acto humano y

deliberado especificado por el bien común de la sociedad civil. Y como la política es de

suyo una realidad moral, debe moralizar y dar sentido humano a la técnica.

Pero, para colmo de desdichas, la política se nos ha hecho también un arte en la Edad

Moderna. Se ha puesto a buscar un bien ajeno a la consideración moral, y valioso

únicamente bajo el concepto del éxito.

Desde Maquiavelo, la política viene considerándose como una técnica, como un arte.

Según la doctrina del florentino, que sigue vigente en la conciencia de la mayor parte de

los gobernantes moderno, a la autoridad política le son lícitas todas las cosas, con tal de
que contribuyan al bien político temporal de un Estado. Pero un bien público al que

puede llegarse por medio de corruptelas y tropelías no es evidentemente, un bien moral.

¡Y, sin embargo, es un bien! Sólo queda entonces la posibilidad de que sea un bien

físico, que hace abstracción de la ley moral. Y para conseguir ese bien público de valor

independiente a la moralidad de súbditos y gobernantes no es necesaria la prudencia,

que es virtud cardinal: basta con un arte.

En suma, el maquiavelismo concibe el Estado como un artefacto aséptico de moral, para

cuya producción y montaje se puedan transgredir por el estadista las leyes morales, con

tal de que la obra hecha resulte bien. También un poeta puede ser planta maldita y a la

vez producir frutos de bendición, como dijo Zorrilla.

Nunca comprendí tan bien la esencia del maquiavelismo como cuando le puse a danzar

sobre el tablero de lo factible y de lo agible, del arte y la prudencia. Entonces se me

evidenció como el correlato indispensable para dar realce a mi doctrina del

prudencialismo. Vista en el marco aludido, la doctrina de Maquiavelo enseñaría que la

política es algo factible, que puede ser valorada por sus resultados externos con

independencia de la norma de la conducta y de la ley de Dios. Su dirección compete por

eso a un arte, que, según explicamos arriba, es aséptica de moral. Visto también en el

marco aludido, el prudencialismo enseña que la política es algo agible, que no puede ser

valorada solo ni principalmente por sus resultados externos y por su éxito, sino por la

bondad intrínseca y moral que proporciona a los súbditos de la nación. Su dirección

compete por eso a la virtud moral de la prudencia. El bien común al que dirige la ley

civil las acciones de los ciudadanos no es un bonum physicum, sino un bonum morale.

La dirección de la política y la promulgación de las leyes no puede, por eso emanar de

un arte, sino de la virtud cardinal de la prudencia, en estrecha conexión con las demás

virtudes morales, y especialmente con la justicia.

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