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SALALE
2018
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INDICE
todos, sino a la que escondía tras una capucha o entre una larga melena, esa mismo
que dejó crecer para ocultarla. Ese era el plan.
Con Jaime Orozco era diferente, odiaba tener que pasar por esa casa. Nunca lo
trataron mal ni mucho menos, ni siquiera se trataba de que no le dieran buenas
propinas. Él sabía, como todos en el pueblo sabían que en ese lugar habitaba un
hombre mitad demonio. La hediondez de su presencia inundaba todas las
habitaciones. Lo primero que notó Jackson es que no tenían espejos, y lo segundo
que notó, fue que las luces apenas si daban luz mientras que en los días soleados
las ventanas eran cubiertas con gruesas telas que impedía el paso de cualquier
partícula de sol. Llevar la leche y los mandados a esa casa era una especie de
temeridad que ningún otro empleado quiso aceptar. Por mucho tiempo se sintió un
valiente porque era el único capaz de ir y sentarse a comer las deliciosas galletas
que horneaba la señora Muñoz, sin que la esencia del demonio lo afectara.
Todo estuvo muy bien hasta que un día de verano llegó en un momento en que la
señora había salido, como otras veces dejó la puerta abierta para que él pasara a
dejar el mandado. Escuchó un ruido. Todo estaría bien si la curiosidad no lo hubiera
dominado. Se asomó con cautela al segundo piso justo en el momento en que aquél
desgraciado ser salía del baño dándole la espalda. Nunca supo si esa mitad
diabólica lo pudo ver, era objeto de especulaciones si ese rostro adicional tenía la
capacidad de ver o si esas miradas censuradoras eran sólo un fingimiento. Después
de eso enmudeció por un tiempo, se le cayó el pelo, la comida no se le quedaba en
el estómago y ante todo el que lo quiso escuchar, afirmó que lo peor, más que
sentirse observado fue sentirse juzgado, además de sentenciado, por un ser
infernal.
A partir de ese momento Jaime ya no pudo dormir en paz, nunca más. Cada vez
que cerraba los ojos se le aparecía aquella cara de expresión embrutecida que
parecía enumerar todos y cada uno de los errores o pequeñas crueldades que
cometiera en su vida. Desde entonces sólo repasó aquella visión y se cuestionó no
haber llevado un cuchillo, o qué habría pasado si hubiera tenido una pistola o si
hubiera tenido ácido… sopesó miles de posibilidades. Hasta que decidió hacer algo.
Era absolutamente necesario romper el hechizo que lo tenía casi loco y la única
manera era acabando con los ojos del demonio. Compró unas tijeras para cortar el
césped con el fin de agujerear al mismo tiempo esos ojos que causaban tanto caos.
Lo único malo era que tenía que acercarse al monstruo para poderlo cegar.
Aunque en el pueblo todos contaban una historia de horror con respecto a aquél
desgraciado. Ariane sentía que ella era la que más resultó dañada con su existencia.
Por muchos años ganó todos los concursos de belleza que se realizaban en el lugar,
pero no era suficiente, faltaba algo que la catapultara a la fama para que la notara
alguien poderoso y le diera los medios para salir de esa ratonera en que vivía. Así
que se propuso conquistar al fenómeno del pueblo, el hombre de las dos caras. Si
veían que ella poseía las aptitudes para estar con cualquiera sin importarle su
condición, notarían de inmediato que era alguien especial. Recopiló todas las
historias que circulaban sobre él para darse una idea clara de cómo era su
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propias manos. Los más cercanos aseguran que murieron víctimas de espantosas
pesadillas plagadas de miradas demoniacas. Otros más imaginativos pensaron que
decidieron irse al otro mundo sólo para poder ejecutar su fallida venganza.
Según las autoridades lo que más impresionó a los que encontraron el cadáver, fue
que ese rostro adicional, que tanto miedo provocó durante todos los años que lo
conocieron, por primera vez tenía una mirada dulce; parecía estar en paz. Mientras
que la faz de Gerardo ahora llevaba una mirada diabólica que a todos aterró.
Cuentan también que en sus manos tenía agarrado un papel que decía: “él es malo”.
Nunca supieron cuál de los dos lo había escrito.
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CARTAS APÓCRIFAS
El cuerpo sobre la cama se parecía al inicio de una pregunta. Sus ojos muertos no
dejaban de mirar aquellas manos casi cercenadas como si fueran un espectáculo
asombroso. La camisa roja de sangre se pegaba a su cuerpo, pero eran sus rodillas
recogidas las que daban la impresión de que la muerte la hubiera pillado mientras
dormía. El equipo forense destilaba profesionalismo, se movía alrededor de ella en
la estrecha habitación tratando de aprovechar la luz intermitente que proyectaba la
lámpara.
—Qué fastidio –exclamó alguno de ellos-. Abran las ventanas.
Desde la ventana el detective Acero vio a la mujer del aseo que lloraba inconsolable,
decidió ir hasta el estudio.
A quien interese.
He partido por decisión propia. Si me lee es porque quizás usted es un policía o un
paramédico curioso. Si me lee es que vio mi cadáver insepulto sobre un lecho lleno
de sangre y quiere saber qué pasó. Ya que tuvo la paciencia de encontrar este papel
pienso que ha superado el primer arranque de negación, ha aceptado que es posible
darse la muerte a sí mismo como un regalo y no como una salida. La pregunta que
se estará haciendo es porqué. Por qué decidí morir.
¿Debe existir una razón? La verdad es un cúmulo de cosas, de situaciones
adversas, de gente indeseable, inmadura e ingrata que ha entrado y salido de mi
vida por muchos años. Es la sumatoria de muchos malos ratos, de estupideces
cometidas por mí y por otros, estupideces que no soporto.
Muero con las venas rasgadas luego de un día de trabajo, tan normal como todos
los días de trabajo de los últimos veinte años. Esta tarde, al salir de la oficina me
despedí con un “hasta otro día”, como siempre lo hice, porque sé que eventualmente
los veré a todos del otro lado de la existencia. No le dije nada a nadie, no hace falta,
pocos notarán mi ausencia. Dejé todos los documentos listos, las facturas pagas;
cerré todos mis círculos.
No debo nada, no dejo nada, no quiero nada. Es más, no extrañaré nada. Me voy
en paz.
Esta carta encontrada sobre el escritorio de la difunta, escrita a mano, nos invitaba
a cerrar el caso y clasificarlo como un suicidio. Otro más para esta ciudad donde
todos quieren morir. Los jóvenes por culpa de la desesperanza y los mayores
porque ya no soportan vivir. Sin embargo, hubo algo que me inquietó, asumiendo
que era diestra se cortó primero las venas de la mano izquierda. Entonces, cómo o
con qué fuerzas se cortó la otra mano si prácticamente se cercenó la derecha que
seguía adherida al brazo solo por unos fragmentos de hueso. Revisé su
computador, pero no hallé nada en esa primera inspección, necesitaba la clave de
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su correo para ver sus mails. Escarbando en los cajones encontré un cuaderno con
páginas atiborradas con una letra diminuta de trazos erizados, la misma letra de la
carta. Las primeras hojas fueron reveladoras.
No decía nada más. Tampoco tenía firma ni fecha como las otras, como la de su
muerte. La siguiente era más bien estremecedora. Escrita con tanta fuerza que los
trazos casi rompían el papel.
La primera carta firmada. Sé que la dueña de la casa era Adriana Velásquez, las
fotos del rellano de la escalera confirmaban que era la occisa. Pero el contenido
definitivamente es confuso, ¿alguien la acosaba? O ¿se comunicaba secretamente
con alguien a quien le pide discreción? Miremos… una misiva que se dirige a sí
misma, ¡qué extraño!
Querida Adriana
Ay nena, lamento tanto los desastres que causamos anoche. La velada fue una bella idea,
pero se nos salió de las manos. Ya sabes, hombres y trago no forman una buena mezcla.
Tienes que entender, estábamos tan contentos porque en el último capítulo que escribiste
nos otorgaste el sentido de la diversión… “sentados alrededor de una mesa en una sórdida
cantina, el grupo de rebeldes escuchaba la música vulgar y agreste de la plebe, sintiendo
en su interior una sonrisa…”. Y luego colocaste esa botella de vino y esos vasos en tu mesa,
fue la perfecta invitación para que demostráramos lo que habíamos aprendido.
Lo lamento mucho, no va a volver a pasar.
Raquel Santamaría.
¡Adriana!
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Mi querida amiga, te ruego que te cuides. Antonio está imposible, cree que nos has
traicionado. Ha sido en vano que todos le expliquemos tus razones o las razones de los
editorialistas. Dice que no has hecho lo suficiente. Cree que si no permanecemos en la
realidad aún es porque nadie ha leído sobre nosotros, le dijimos que bastaba con que
hubieras escrito nuestras historias, que ya casi éramos sólidos. Fíjate, ya podemos sostener
cubiertos y copas, incluso saborear el vino. Pero él sigue en su obsesión. Ya sabes cómo
es de violento, ten cuidado.
Abrazos
Raquel Santamaría
“Quizás la forense acepte que es posible cortarse las venas con la fuerza que ella
lo hizo y no haya más misterio aquí que la contagiosa locura de una mujer”. Pensó
el sujeto que ahora domina mi cuerpo.
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a que todos estamos de acuerdo en asignarle ese mismo valor de lectura. Bueno,
estos signos son también una cosa interesante de analizar. En especial si son
personas como yo, solas, aburridas y jubiladas, con bastante tiempo para analizar
el mundo. Lo más notorio de mis lecturas sobre ese texto que encuentro en los
“pandilleritos”, es la manera en que ellos usan los símbolos. Han encontrado la
manera de transgredirlos, corregir la tradición y echarle en cara a la sociedad sus
absurdas creencias al usar cruces en las que no creen combinadas con expresiones
gráficas como la triple espiral celta que implica el ciclo de la vida, la muerte y el
renacimiento. Ellos no temen morir. Yo tampoco. A mi edad la muerte es una aliada.
Los jueves y viernes casi nunca puedo dormir, las pocas horas que generalmente
duermo son entorpecidas por la pandilla. La edad juega sucio y no sólo nos quita la
juventud sino la posibilidad del descanso y las pocas horas de sueño que la
naturaleza nos concede deberían ser objeto de respeto. Por eso ocupo las horas en
leer, cuando los pandilleros llegan a sus reuniones sociales frente a la tienda ellos
son el texto. He notado cosas, cosas que me hacen recordar un artículo sobre la
energía extra que proporciona el dulce, el cual compran en la tienda, lo que
constituye una señal: don Raúl es cómplice de su desorden.
Confieso que soy curiosa, esta mañana de jueves caminé un poco torpemente por
el barrio debido a la falta de sueño y fui al basurero a ver qué comían. Busqué
señales, este tipo de signos que nos indican una dirección, dan una orden, una
indicación de algo que debemos saber, nos dan un camino a seguir. Así en la basura
encontré además de botellas de cerveza, muchos paquetes de turrón hechos a base
de miel marcados con el logotipo de un apiario. Un apiario con una dirección
cercana. Lo que por supuesto trajo a mi mente a las abejas, a mi azúcar lamida por
los insectos, de ahí saltó a mi cuerpo alérgico a su veneno, entumecido, estático
para no llamar su atención en la espera de que los insectos por fin se fueran.
Fue así como mi lectura me llevó a hacer conjeturas, que no son otra cosa que
maneras de adelantarse al final de una historia. Pensé: “todo es culpa de ellas, de
su miel que les da energía a los pandilleritos para que aguanten sin dormir toda la
noche con su música estridente”. Pero, era insuficiente, así que pensé más el motivo
profundo: “los dulces hechos de miel, le proporcionan energía a esos abandonados
de la sociedad, que entregan su dinero a don Raúl y este de paso lucra al apiario
cuando hace sus pedidos”.
Ninguna lectura termina con la superficie del libro, hay que saber llegar al final de la
trama sin quedarse en el nudo. En este caso yo soy la protagonista, por lo tanto,
soy yo quien debo encontrar la solución. No es fácil. Me faltan tantas horas de sueño
que siento mareos y a veces hasta creo que el cerebro no me funciona bien.
De regreso en mi casa busqué los índices de mi antigua profesión, antes de que
estudiara semiótica y literatura. Saqué del clóset el arma que tuve cuando fui policía,
le puse las balas, las mismas que había guardado pensando que nunca las
necesitaría, salí de la habitación y me instalé en el balcón de mi apartamento, el
cual tiene una vista excelente de la tienda y esperé. Esperé…
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CITA SOÑADA
Eran casi las ocho de la noche cuando Alejandro, un hombre de mediana edad y
electricista de profesión decidió no esperar más. Me plantaron, admitió para sí
mismo algo ofendido. Unas cuadras más allá Jazmín cerró la oficina, su jefe se fue
un rato atrás, después de una semana de trabajo y de una jornada extenuante
merecía descansar el fin de semana.
El electricista se ajustó la raída chaqueta de cuero, era mitad de febrero, en Armenia
el invierno estaba en su apogeo. Recorría las calles rumbo al paradero de buses de
la calle 21 pensó en lo mal que iba todo, los contratos se los robaban las grandes
tiendas y su vida amorosa, ¡qué vida amorosa! El amor era una sombra y las
mujeres esquivas. Jazmín a su vez caminaba por la Plaza de Bolívar en dirección
al paradero, la invadía la soledad, una soledad que le ardía en el pecho, pero
cualquier solución era lejana. Se cubrió los brazos con una pashmina que sacó del
bolso, su mente trajo la imagen del guapo que se encontró alguna vez en la cafetería
a donde solía ir con sus amigas; nunca la llamó. Desilusionada, llegó a creer que no
era lo suficientemente bonita o agradable para ser recordada y luego se odió por
permitir que otros la hicieran sentir de ese modo. De repente la sensación de
soledad la llevó a desear que la llamara, salió de la plaza y caminó a lo largo de la
calle con la imagen de aquel hombre en su mente.
Alejandro consideraba la vida como una red de circuitos, bastaba encontrar uno que
correspondiera para que la máquina se echara a andar, solo que en la práctica no
era tan fácil, con la punzada del menosprecio sufrido sintió que el mundo estaba
mal conectado. Tremendamente mal conectado. Al meter las manos en su chaqueta
se encontró con una vieja servilleta olvidada días atrás, la abrió y encontró un
nombre y un número anotados. A su mente llegó la imagen de la chica sencilla y de
bella sonrisa con la que habló un rato en una cafetería. Miró un rato aquel número
garabateado con lapicero azul, jugó con la servilleta entre sus dedos sopesando sus
probabilidades, apretó los labios como siempre hacía cuando debía tomar una
decisión. Lo haré, pensó. Le marcaría desde el paradero, aún conservaba la
esperanza de que ella se acordara de él. Jazmín llegó por fin al paradero de la 21,
sacó su celular pensando en invitar a su amiga Mirta a tomarse una cerveza. De
repente escuchó un timbre.
El celular la despertó. Estaba sudando. No fue el sueño en sí lo que la agitó, sino la
sensación tan fuerte de realidad que este poseía.
—¿Diga? –contestó casi dormida.
—Doctora Pérez, llamo para avisarle que cambiaron la lectura de cargos del
caso Alarcón para las 9. Me pareció conveniente llamarla antes de que llegara a la
oficina y tuviera que devolverse.
—Gracias Silvia –dijo aclarando su garganta a la vez que se sentó en la
cama-. Me voy a alistar para ir directo a los juzgados, la veo en la tarde.
La ducha le borró el sueño, se puso el maquillaje y desayunó sin prisa alguna. Por
fortuna nadie dependía de ella, era dueña de su propio tiempo y su eficiente
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secretaría le facilitaba la vida. Como siempre, antes de dar el primer paso a la calle
dijo su mantra personal: “tú puedes, eres mejor que el mundo que te rodea” y salió.
La lectura de cargos fue tediosa, absurdamente predecible. Al medio día almorzó
con Paula a quien le contó el sueño “¡¿y eras una secretaria?! ¿Y el otro un
electricista? Ay no amiga, te noto desesperada. Necesitas un novio, ya.” Fue la
única observación que le hizo. Aún así estuvo pensando en ese sueño por horas.
La tarde fue larga, al llegar a casa tampoco pudo descansar como quería pues le
advirtieron a todos los fiscales que tuvieran cuidado por unas amenazas de un
sindicato de asesinos, se sentó a leer los expedientes sobre esa organización. Llevó
al menos uno de los casos y logró la máxima condena para esos salvajes. No quiso
preocuparse más de la cuenta, al fin y al cabo esos eran los gajes del oficio. Se
puso la pijama azul de encajes, esa que la hacía lucir sensual. Se soltó el cabello,
se lo trenzó y se colocó un lazo muy coqueto. Estaba a punto de echarse un perfume
de gardenias que casi nunca usaba, fue en ese momento que cayó en cuenta de
que se estaba arreglando no para dormir, sino para soñar.
El señor Callejas o “Caremuñeco” como lo conocían sus amigos cercanos también
experimentó un día duro, tumbado en un sucio catre pensó que para muchos la
ciudad era un refugio de tranquilidad, pero era sólo apariencia. Tuvo que correr diez
calles antes de deslizarse por los barrios junto al puente de La María y lograr eludir
a los verdes. Se escondió un rato bajo el puente, el olor nauseabundo de las aguas
residuales no pudo distraerlo de sus pensamientos, durante todo ese tiempo su
mente lo llevó hacia el extraño sueño de la anoche anterior, recordó la sensación
del viento, sintió la chaqueta de cuero sobre el cuerpo y el papel de la servilleta
entre sus dedos. Pero, más que nada lo que recordaba era la sensación de ansiedad
que sintió cuando marcó aquel número y la incertidumbre, ¿ella contestaría? Ya en
el refugio que su amigo Chucho le prestara aprovechó para ducharse, se peinó en
detalle y se colocó una pijama limpia, cuando descorrió las sábanas para acostarse
se detuvo en seco por un segundo, se acababa de dar cuenta de lo que hacía y no
pudo evitar soltar una carcajada.
Alejandro tuvo que buscar en los rincones del ropero para poder vestirse así, como
un galán de película de los años 30, con un breve mostacho sobre su labio superior
y con el pelo engominado. Tenía rasgos fuertes y unos ojos grises pequeños, en los
que se escondía un brillo de picardía. “¡Dios!” exclamó Jazmín para sus adentros
nada más vio que se acercaba el hombre del clavel en el ojal, esa era la señal
convenida para reconocerse. Él se veía guapísimo, sobre todo le encantaba que se
hubiera esmerado en arreglarse para su primera cita. El bar del Club América no
era el lugar más glamoroso del mundo, pero estaba bonito y se podía hablar.
El vestido azul se mecía con gracia al vaivén del viento, era ella, y se veía exquisita.
A pesar de estar seguro preguntó: ¿Jazmín? Y ella respondió con una leve sonrisa
y otra pregunta, ¿Alejandro? Él esbozó una sonrisa y presentó su brazo para que
ella se apoyara en él para entrar, cuando Jazmín se acercó pudo percibir un sutil
perfume de gardenias que le fascinó.
Una vez pasada la incomodidad del primer momento comenzaron a hablar en serio,
ella supo que él estuvo casado y lo abandonaron por otro con mejor suerte.
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Alejandro por su parte se dio cuenta que ella amaba su libertad, pero no se negaba
a una compañía, era una mujer alegre y optimista. Él era tímido, ella quizá algo
pesimista, pero ambos, sobre todo, eran cariñosos. Conversaron toda la noche y
quedaron de volverse a encontrar.
Parecería una locura, pero la doctora Pérez tuvo una de las semanas más felices
de su vida y todo gracias a un sueño recurrente que la perseguía. Ni siquiera era un
sueño erótico, ni sensual, sólo era encantador. Pensó en contárselo a alguna amiga,
pero debía admitir que para cualquiera sería una ridiculez, también para ella si no
fuera tan real. Cada vez que soñaba sentía la barbilla de Alejandro rozando su cara
cuando bailaban y al despertar notaba el olor de su colonia impregnada en la
almohada. Pero, ¿hasta qué punto era real aquél galán? ¿Era una obsesión y
enloquecía? Esas eran preguntas que la atormentaban.
En cambio, a kilómetros de distancia, en un lado deprimido de la ciudad
Caremuñeco se limpiaba las uñas con la punta de su navaja. Estaba sentado frente
a una puerta en la que se encerraba uno de los guardados de su jefe, no tenía nada
mejor que hacer sino pensar y pensaba en esa mujer de tremendas curvas y
divertida sonrisa. No le daría tanta importancia si no fuera porque cada vez que
tocaba su piel la sentía viva, a su lado, porque su cama ahora inexplicablemente
olía a gardenias. En su interior le gustaba la persona que era en sueños y todo era
por ella, deseaba fervientemente conocerla, estar junto a ella las 24 horas del día
por el resto de su vida. Alguien una vez le dijo que uno sólo se sueña con personas
que ha visto ya sea en la tele o de paso por la calle, por eso ahora se fijaba mucho
más en las personas que pasaban a su lado cuando caminaba por la ciudad o
miraba con atención las series y los noticieros. La buscaba en todos los rostros que
pasaban.
Alejandro miró a Jazmín con amor sincero, y pensó “nos enseriamos ahora sí”. Se
amaban. Se iban a casar. Y los que se casan se cuentan todos sus secretos. Los
grandes maestros dicen que a veces no es tan sabio contarse los secretos, porque
puede ser algo poco creíble que desdiga de la inteligencia del que se revela o que
delate un universo aterrador.
—… Entonces todas las noches sueño que soy un gánster, escondo algo, le
hago daño a la gente. Pero es tan real Jazmín, que a veces no sé distinguir si es en
realidad un sueño.
Ella se quedó mirándolo a los ojos con sus dedos entrelazados en los de él, los
apretó con fuerza tratando de ofrecerle apoyo porque sabía a lo que se refería.
—Te entiendo amor, algo parecido me pasa a mí. Noche tras noche sueño
que soy una mujer rica, bueno eso no es lo malo de mi sueño. Pero igual trato con
criminales y… soy muy mandona. Es tan real que hasta saboreé el spaguetti a la
bolognesa que preparé en mi casa de… de allá, la de esa mujer.
La policía, con los agentes del SMAD entraron como una tromba a aquella casa del
barrio La Grecia. No le dieron tiempo al señor Callejas de reaccionar, aunque trató
de sacar su arma lo derribaron de la silla y le pusieron las esposas en cosa de diez
segundos. De eso se trataban estos operativos: entrar con rapidez y no permitirles
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TOROS EN LA PARED
Alonso al verlo quedó totalmente seguro. Lo quería. Lo pondría en la sala de su
nuevo apartamento, justo encima del sofá. Un Arepí era lo que necesitaba para
valorizar su hogar. Combinaría perfectamente con el color de los muebles y del
tapete recién comprado.
Mientras negociaba con el pintor, sintió una ligera vibración que golpeaba en la
ventana. No le hizo caso y se concentró en el cuadro que escenificaba la estampida
de unos toros sueltos en una ciudad. Se veían en primer plano unos edificios
rodeados por un puente elevado. La manada avanzaba desde el fondo de la avenida
con el sol del atardecer como testigo. Los tonos naranjas y rojos, sumados a la
fuerza de los trazos que usó el famoso pintor Nicanor Arepí Caicedo, daban al
conjunto la sensación de que los toros pronto alcanzarían la avenida que terminaba
sobre el marco carmesí.
—Bien, si le baja medio millón se lo compro.
El hombrecito, medio metro más bajo que él, se quedó mirándolo con esos ojillos
de odio de los indígenas más puros. La mirada de aquellos que han recibido toda la
carga de batallas perdidas, de vasallajes insatisfechos y de complejos sociales
asentados en su ADN. En el estudio se alcanzaban a percibir vestigios de su pasado
indígena: un penacho en la pared, unos collares de cuentas y plumas sobre un
escritorio. Al otro lado toda una colección de fotos, en una aparecía el artista al lado
de un hombre mayor que llevaba la cara pintada, parecía su padre y pasaba un
brazo sobre sus hombros sonriendo con evidente orgullo. Se hablaban muchas
cosas del señor Arepí, en las que además de ensalzar su talento se le agregaban
enigmáticas historias de miedo que nadie, con algo de educación, podría creer.
Esperaba una respuesta, y con el propósito de desestabilizarlo no miraba al pintor
a los ojos. No tenía ningún inconveniente económico para pagar el precio que pedía:
era lo justo, pero Alonso consideraba que si no hacía una contraoferta él no estaría
controlando la compra, sino que además lo verían como alguien “fácil” para los
negocios. Un pensamiento que definitivamente no podía permitir que se asociara
con él. A don Nicanor no le gustó que lo manipulara de ese modo, consideraba que
su arte valía y era evidente que el tipo todo lo que buscaba era sacar ventaja de él.
Finalmente accedió, la necesidad estaba por encima de la razón y no había muchas
personas que compraran cuadros de ese tamaño.
Una vez se lo llevaron a la casa y lo instalaron Alonso se quedó mirándolo
embelesado. La sensación era casi hipnótica, incluso los de la galería se demoraron
más de lo normal en la instalación porque no podían dejar de mirarlo. “Esta noche
cuando Claudia lo vea va a quedar deslumbrada”, pensó para sí mismo, sintiéndose
orgulloso de todo cuanto poseía. Consideraba que así la gente podría cuantificar su
mérito personal. “¿Estará embrujado?”, escuchó comentar a los trabajadores.
Alonso sonrió, se decía que Arepí Caicedo antes de emigrar de su tribu había sido
un taimaná, un brujo.
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Se sentía el trepidar de las bestias por la calle, aunque pareciera una locura, ya
habían subido al puente y se estaban acercando al marco del cuadro. Los animales,
enfurecidos y desorientados, emergieron a saltos dándole muy poco tiempo. Alonso
corrió y se tiró atrás del mesón central de la cocina, con la esperanza de que ahí
sus cuernos y sus potentes patas no lo alcanzaran. En pocos segundos todo eso se
desvaneció.
Al día siguiente el noticiero mostraba las imágenes de un grupo de peritos policiales
revisando un lujoso edificio de la ciudad.
—Esta mañana fue encontrado muerto en inexplicables circunstancias, el
señor Alonso Ballesteros, propietario de un apartamento en el piso 27. El hombre,
de 36 años vivía solo y se decía que era muy rico…
El teniente Peláez no podía alejar la mirada del inmenso cuadro de la sala, tenía la
sensación de que adentro los toros corrían. La vibración de las ventanas lo distrajo
de nuevo sobre la escena del crimen. Todo estaba roto en el apartamento. El
muerto, en cambio, no tenía ni un rasguño.
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EN EL RÍO TE HE VISTO
Son ya dos semanas desde que Beatriz se desliza bajo las aguas del río. Suena
mal, pero no es lo que todo el mundo cree. La gente se ha atrevido a decir que de
alguna manera soy el culpable de su desaparición.
En este pueblo Beatriz Solórzano fue una institución, fue abogada, notaria y ahora
alcaldesa, muchas cosas importantes. Así que sin ser muy mayor ya era una
matrona respetada y querida por muchos. También envidiada, en ocasiones
maldecida por aquellos que consideraban que no estar casada y sin embargo
mantener una atención ilimitada por mi parte, así como la de un par de amigos más,
era un descaro; pero nuestros amigos se fueron y sólo quedábamos los dos.
Con esto quiero señalar que a una mujer como mi amiga la alcaldesa nadie podría
haberla hecho víctima sin que quedara una larga estela de desastre en su casa o
en la alcaldía, ella era una mujer fuerte, capaz de enfrentarse a quien fuera.
Por eso hoy quiero contarlo todo y dejar claro qué fue lo que realmente pasó…
Es difícil de precisar, acaso sería hace unas dos semanas que mi amiga Beatriz se
me acercó con el cuento de que se sentía cambiar.
—Es bueno cambiar Beticita –le dije-, es algo por lo que a todos nos toca
pasar.
—Pero Pablo, no es que haya cambiado mi manera de ver la vida, es otra
cosa. Te digo, estoy cambiando, mi cuerpo ya no es el mismo.
La abracé con algo de ternura, como mucho tiempo atrás lo solía hacer pues creí
entender su preocupación: la menopausia le había llegado y eso era horrible para
alguien tan femenina como ella, pero sobretodo la afectaba en su miedo a la vejez.
Dejé que se fuera, pero los días siguientes se movía intranquila por todo el pueblo.
El siguiente viernes llegó a mi casi al borde del colapso. Su piel sufría de un
resecamiento espeluznante, necesitaba pasar largos ratos bajo la ducha para poder
mantenerla tersa, pero no podía estar así todo el día.
—No sé qué me pasa Pablo. Siento unos antojos de pescado que ni creerías,
y… no sé.
—Pues hagamos mañana una cazuela, hace tiempo que no nos reunimos...
Pero… qué te preocupa –la apremié para que se animara a terminar y que me dijera
aquello que la tenía tan azarada.
—Bueno, es que me siento como enjaulada aquí.
—Ay, Beticita, pues vete de vacaciones por un tiempo. Te presto la finca y ve
a descansar, o da un pase por Bogotá, visita a tu hermana.
—No, no creo que ninguno de esos lugares me sirva –recuerdo con precisión
ese día porque me miró como si estuviera a una distancia de kilómetros y no junto
a mí en la silla, luego añadió tras un largo suspiro-. La jaula es el mismo aire.
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Así transcurrieron varios días. Beatriz se fue tornado más silenciosa y preocupada.
Tenía miedo de que estuviera entrando en una depresión severa así que intenté
hacer algo para distraerla, le regalé una caña de pescar y la invité al río, cosa que
pareció animarla. La primera visita le encantó, tanto que se volvió su afición, pasaba
tardes enteras junto al río pescando o tratando de pescar porque nunca le vi un
trofeo.
Una tarde decidí asomarme a la rivera del río donde solía esconderse para pescar
y darle una sorpresa. El sorprendido fui yo. Beatriz en ese momento estaba sacando
un bagre de al menos dos kilos, le enterró las uñas para detenerlo, se tiró en cuatro
patas sobre el pasto y se lo comió. Se comía a los peces que sacaba, ahí mismo,
crudos. El asco no me permitió reaccionar rápido, así que pude ver que a
continuación se desnudaba para nadar y me quedé impresionado por la enfermedad
de su piel, no era una resequedad cualquiera, más parecía que le estuvieran
saliendo escamas. Me di la vuelta y regresé a mi casa sin hacer señal alguna. No le
dije a nadie nada, para qué, qué sentido tenía ponerla en boca de todos.
Hace unos días hubo una tormenta. Llegó empapada a mi casa, era de noche y todo
estaba oscuro. Sólo la acompañaban los truenos que dieron pie a su entrada semi
triunfal.
—Ya sé qué debo hacer –me dijo con el rostro iluminado, estaba radiante-.
Sólo vine a despedirme de ti Pablo, mi único amigo, mi confidente.
La hice entrar, y luego nos enzarzamos en una discusión porque no podía aceptar
lo que ella me decía. Faltaba poco para el amanecer cuando me convenció por fin
de que la acompañara hasta el río. Hacía frio, la oscuridad lo invadía todo y mi ropa
empapada parecía pesar una tonelada. Se acercó despacio a la orilla y se comenzó
a desnudar. La pertinaz lluvia y la escasa luz de la luna bañaban su cuerpo, las
gotas acariciaban su blanca piel, su cabello pegado a la espalda parecía una señal
de que algo nuevo iba a pasar. Se fue deslizando suavemente en el torrente, se
hundió frente a mis ojos mientras sonreía, por fin era feliz. Así se fue. Se fue Beatriz
como sirena de río. El mismo que esa noche arrasó las casas de los infelices
pescadores que le roban la sustancia a la corriente. Esa noche supe que las sirenas
de los ríos quizás sean más dulces, pero no por eso son menos irascibles que las
de mar.
No la maté, ella se fue sola y es feliz.
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AVES DE RAPIÑA
La cadencia del saxofón llenaba cada esquina del recinto, la armonía de aquel
sonido le daba un aire melancólico a ese atardecer que se acercaba al final.
—Esa es la música de un antiguo jazzista llamado Charlie Parker.
Escuchen… Now’s the time no requiere de palabras, es un descanso para el
espíritu. Habla de la sonrisa y de la lluvia. Habla de que podemos ser más de lo que
somos. Piensen cómo era ser negro en una sociedad que odiaba a los negros, no
obstante, él logró amansar sus espíritus con la suavidad de su ritmo —la maestra
mantuvo los ojos cerrados mientras decía esto–. Escúchenlo con el corazón y
podrán entender por qué su música formó parte de la historia de Julio Cortázar. Es
inquietante cuando entendemos que Jhonny Carter, su personaje más insigne
después de la Maga, vive la desolación de las almas sensibles cuando descubren
que están irremediablemente ancladas a la realidad. “El Perseguidor” — la profesora
Lucero por fin pareció salir de su ensoñación—, es una obra maestra tan profunda
como la música que lo originó. Bueno, no es más, se termina la clase. Quería
dejarles este recuerdo antes de que se fueran, en un mes será su graduación y yo
no daré más clases. Con esta canción sólo quería decirles que siempre recordaré
la forma en que sonríen.
Los diez estudiantes, siete mujeres y tres hombres, tomaron sus cosas sin poner
mucha atención a la música que la profesora usó como despedida del curso de
literatura avanzada. Las notas del saxo de Charlie Parker sonaban armoniosas y
alegres sin que ninguno de ellos se conmoviera. Tenían muchos pendientes por
resolver y no sólo se trataba de la graduación, el Estado se ocuparía de celebrarles
ese logro. Era su futuro el que los distraía.
—¿Saben que no hay más estudiantes en la ciudad? Hasta dentro de tres
años, quizás, se vuelva a ocupar este salón. Los únicos alumnos que hay
matriculados apenas van a cursar octavo grado y son sólo cinco adolescentes –
susurró la maestra y agregó con un hilillo de voz—. Hay muy pocos jóvenes a los
que educar.
Los chicos le dieron la espalda, salieron sin cerrar la puerta tras de sí. Atrás quedó
la profesora con su música, sus recuerdos y su melancolía. Quedo sola con sus
recuerdos. Ahora lo más urgente para ellos era consultar los obituarios del día.
Sofia y Manuela se adelantaron al café. Se adelantaron por el pasillo, a esa hora el
único ser diferente a ellos que lo habitaba era el barrendero. Solo un aseador al que
nadie puso cuidado. Mientras caminaban por el pasadizo Manuela, nada más ver a
Sebastián que salía de la clase de física se soltó el cabello consciente de que al
pasar por la ventana el brillo del sol le daría sobre él y destellaría con visos dorados
y rubíes. No pasó desapercibida, aunque no la siguió como lo deseaba, se quedó
atrás con los de su grupo.
—Doña Patricia, dos capuchinos, por favor— pidió Sofia nada más entraron
a la cafetería, sin levantar la mirada de sus apuntes aún no terminaba de copiar la
última idea de lo que dijo la profesora.
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las casas de los docentes. Así empieza la mayoría y van aprendiendo a trabajar al
lado de uno”.
Pero no todos querían ese destino. Su ayudante actual, Octavio Mora, ya tenía 32
años y estaba cansado de limpiar su casa y de hacer tareas menores de
investigación. Ahora mismo realizaba entrevistas para su última investigación. Parte
del crédito era para él, y del dinero, pero era consciente de que eso no resolvía el
problema, si un empleo estable y bien pago era lo que buscaba. Su única opción
era la muerte, la de ella, al fallecer Octavio ocuparía su lugar. Pero Lucero Giraldo
estaba muy bien de salud, no existía la más mínima posibilidad de que fuera a morir
en los próximos años.
Volvió al presente, el solitario y oscuro parqueadero resonaba con cada paso. Un
eco diferente zumbó en sus oídos, dio una vuelta sobre sí misma preocupada ¿qué
podría ser? No obstante, no percibió nada anormal. Al acercarse a su carro, un
BMW plateado, sacó de su bolso los marcadores y el borrador de tablero, e
inmediatamente los tiró a la caneca de basura junto a la pared. Pasaría mucho
tiempo antes de volverlos a necesitar.
Un click muy sospechoso y demasiado fácil de reconocer sonó a su espalda. Sonrió
para sus adentros era la perfecta escena de Dashiel Hammet, oscuridad, sigilo,
sonidos extraños, una de sus favoritas. Inmediatamente la oscuridad del pasillo se
rompió con dos fogonazos.
*****
—¡Bang! Luego hubo otro ¡bang! –explicó Manuela al policía, aún perturbada
por lo ocurrido.—. Eso fue todo, corrimos al sótano a ver y la maestra estaba tirada
en el piso.
El detective escuchó atentamente, tuvo que desajustarse las gafas porque se le
metían entre la arruga del puente de la nariz y la mano le temblaba al tomar las
notas, ese ademán le daba segundos para repasar los gestos de sus interlocutores.
Los demás jóvenes asintieron, así confirmaban no sólo la versión de la estudiante,
sino sus propias coartadas. Después de todo ellos eran unos sospechosos
potenciales.
Rodríguez se sentía desconcertado. En sus muchos años de carrera nunca le tocó
lidiar con un posible asesinato. Éste parecía fácil, pero a la vez no lo era, pues la
mujer agredida no tenía familia, ni esposo o novio conocido, y lo único que alguien
podría desear de ella, era su puesto en la universidad. Cualquier egresado del área
de la señora Giraldo era un sospechoso y por eso los consultó nada más supo que
ella era la víctima; afortunadamente no eran muchos, pero a la vez todos pudieron
demostrar que no estaban cerca en el momento del ataque. Los más próximos
estaban en la cafetería de la universidad; el más lógico estaba a diez kilómetros
efectuando entrevistas; los más necesitados, es decir, los egresados con más años,
o estaban con sus parejas o trabajando en cualquier otra cosa; igual pasaba con los
otros profesionales que podrían estar interesados en “mejorar” sus opciones de
carrera: tenían coartadas.
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empapó la tela prontamente y seguía manando con fuerza, era evidente que iba a
desangrarse.
—Definitivamente disfrutaré matándola –exclamó el ayudante, disparando a
su vez con una mueca de dolor—. Nadie sospechará, de mí.
La mujer se derrumbó de espaldas contra su auto, la sangre salpicó las puertas y
las ventanas opacando la brillantez del metal. Cayó al suelo y el arma resbaló de
sus manos hasta la alcantarilla.
—¿Tendrá mellizos? -susurró en medio del silencio.
Recordó miles de tramas de misterio que había leído en su vida y un dato le vino a
la mente, los embarazos dobles se encuentran dentro de una inscripción en el ADN,
existe la herencia. Octavio sonrió al ver la comprensión en sus ojos.
—Mi hermano está haciendo entrevistas y lleva mi credencial, nadie pondrá
en duda que estuve a kilómetros de aquí. Además, a nadie se le ocurre que hoy en
día pueda tener hermanos.
La dejó en el pasillo desangrándose, tomó una enorme bolsa de basura para ocultar
su cara de las cámaras.
Pero Octavio estaba mal herido, lo evidenciaba la expresión de sus cejas arqueadas
y sus labios apretados, sentía cómo se le iba la vida. No se dio cuenta del momento
en que la parca se enganchó a él cuando la maestra disparó. La huesuda le acaricio
el pecho, las manos, las sienes y sopló sobre sus ojos para que se dispusiera al
descanso. Octavio salió sin que nadie lo notara, trastabillando se fue por los linderos
de la universidad hasta que su cuerpo cedió a la muerte y cayó en el fondo del río
que pasaba cerca. Quedó un investigador para ocupar la ansiada plaza, sin práctica,
sin los mismos conocimientos, pero sí con la apariencia.
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Rompimos la barda de púas, corrimos por entre el bosque perseguidos por las
balas. Algunos, muy pocos, sobrevivimos a la intensa persecución, a las balas; y
por fin, un día, el miedo cedió tanto para Theresa como para mí.
33
vivir, pero no creía que fuera cierto. Ella recordaba el día de la gran tragedia y cómo
la gente murió mucha en un solo día, pero las enterraron sin saber que todos
estaban muriéndose un poquito. Empezaban a recoger los escombros cuando la
gente comenzó a sentir dolor, luego una sed intensa que ni toda el agua del mundo
la podía apagar, muchos murieron ahogados en el río buscando mitigarla. Primero
de uno en uno, luego de dos en dos, luego grupos enteros fueron muriendo. Se
hicieron hoyos enormes para ellos, los más enfermos no esperaron a morirse y se
tiraron en esos huecos llenos de inmundicia. Los que quedaron vivos se fueron, lo
abandonaron todo, incluso a los hijos enfermos sin saber que algunos sobrevivirían.
Recordó aquella noche que llegó a la casa y vio a su mamá sentada mirando el
vacío, como tantas veces “mamá, no esperes a papá. Se tiró al hoyo de los muertos,
no volverá”. La esquelética figura de su madre la miró con dolor, pero ni siquiera
lloró.
Esa noche, como muchas otras noches soñó con la vida de antes. Sentía que ese
fue un tiempo en el que estuvo viva y ahora no era algo seguro, quizás estaba
muerta y no lo sabía. Se vio como una niña pequeña paseando a través del verde
de los árboles y el azul del cielo, caminando por calles lizas, vistiendo ropa de
colores, arropándose con la sombra de las ramas. Lo que nunca podía recordar era
lo que se sentía no tener hambre, aún en sueños le pedía comida a su mamá, pero
nunca le veía la cara y ella nunca le respondía.
Nuevamente salió el sol. Un sol ocre, salvaje, y con él se levantó el polvo, eterno y
miserable. Él ya se había levantado, le ofreció un pedazo de pan rancio con una
lonja de champiñón, ella sacó de su mochila una cantimplora y le ofreció un sorbo
de agua. Paladearon su parco desayuno sin decir nada. “¿Hoy recorremos la vía a
Circasia? Hace meses que no vamos por allá”. Él lo pensó un segundo y negó con
la cabeza, “entonces vamos otra vez hacia el centro, busquemos en las viejas
tiendas”. No asintió ni dijo nada, pero se levantó y comenzó a caminar en esa
dirección. A veces le chocaba que fuera así, ella tenía que hablar por él, pensar por
él, pero él sólo le ofrecía cortas frases sin sustancia. Creía que eso era porque sus
padres lo dejaron siendo más pequeño que ella y por eso no tenía suficientes
palabras en su cerebro, pero aún así a veces quería ahorcarlo.
Comenzaron a caminar con su paso cansino, no había nada ni nadie que los
apurara, tenían todo el tiempo para ellos y sólo una meta que cumplir: sobrevivir.
Recordó que antes reía. Eran más y caminaban largas jornadas en las que incluso
reían, pero el hambre y la enfermedad se los fueron llevando, ahora sólo quedaban
ellos que ni siquiera tenían nombres.
El sol rojo del atardecer trajo más viento, los chamizos que aún quedaban en pie se
estremecieron. Los muros comenzaron a crujir. Él se había metido en lo profundo
de un sótano, pero se estaba demorando quitando pedazos de paredes y hierros
retorcidos, seguro de que ahí había un tesoro. “!Sal!”, gritó. No respondió, pero
escuchaba el ruido de las cosas que movía. “!Sal, que esto se está poniendo feo!”
Como siempre respondió con silencio. De repente una carcajada, hacía mucho
tiempo no lo oía reírse de esa manera. Lo vio asomarse con una mirada triunfal
levantando una lata en cada mano. Comenzó a sentirse alegre, pero un rugido seco
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le advirtió que debía retirarse. Instintivamente dio un salto hacia atrás y el sótano
colapsó. El sonido bestial de los muros quebrándose duró medio minuto. Ella se
quedó en medio de la calle sintiendo como el viento agitaba su cabello. El polvo
tapó su mochila, cubrió su rostro y la pequeña sonrisa que había iniciado en sus
labios como el rastro de un viejo conocido que volvía a tocar a su puerta, murió y
quedó enterrada en ese sótano. Quería quedarse ahí para siempre, pero la tormenta
de polvo ya no la dejaba respirar y se fue a buscar un refugio.
Caminó con esfuerzo, luchando contra el viento, contra el miserable polvo que lo
cubría todo. Este ocultaba todo, incluso a cada uno de los amigos que el clima y la
gran tragedia se había llevado. El sol seguía iluminando con un velo cobrizo esa
ciudad enrarecida por la soledad y el abandono. Pensó “también estoy enterrada,
estoy muerta”, sólo que su tumba no era de tierra sino de aire de polvareda de
hambre de dolor de cansancio de sudor, pero sobre todo, de silencio. Y lo odió por
cubrirla con su silencio. Por más que quiso no pudo acordarse de cómo sonaba su
voz, ni la voz de nadie.
Las lágrimas se volvían grumos que resbalaban por su cara. Vio un espacio en lo
que quedaba de un edificio y corrió hacia él. Se limpió el rostro con la mochila, el
suelo recibió su cuerpo agobiado por el cansancio, no quería pensar en nada. Si
habría silencio en su vida de aquí en adelante, que el silencio poseyera también su
cabeza. Luego hurgó entre sus cosas y gritó. Gritó de dolor, de angustia, de miedo,
pero sobre todo de soledad. Y lo aborreció aún más porque él era quien tenía la
comida, la poca comida que tenían la guardaba él, ella sólo tenía agua y ya estaba
casi lamosa. Furiosa tiró calle abajo la cantimplora.
No quiso quedarse quieta, quería agotar todas sus fuerzas para no tener que pensar
en nada más que en el camino. Anduvo toda la noche, a media noche el viento
había cedido. Al llegar el día un amanecer de lánguida luz grisácea la dejó ver el
corredor de rostros cadavéricos por el que iba. Siguió a pesar de que le ardían los
pies, el estómago le provocaba calambres y la vista se le nublaba. Un pozo de agua
lleno de moscos llamó su atención, la tormenta del día anterior le había dejado la
boca y la garganta seca, se agachó y tomó lo que pudo antes de que el agua se
mezclara con la tierra.
Era medio día, el sol calentaba con fuerza. Su cuerpo hervía por dentro y su piel
parecía latir. Aún así no quiso parar. Algo la hizo detenerse. Una voz. Le pareció
que era el sonido de una voz. Ese recuerdo distante de las palabras se acercó a
ella. Le preguntó algo, al principio no entendió pero aguzó el oído. “¿Qué haces?”
Era una voz suave, dulce. Era una mujer. “¿Qué? ¿Quién anda por aquí?” Y la voz
volvió a preguntar “¿qué haces?” “Camino, ¿no es obvio?” Se sintió avergonzada
por su brusquedad, después de todo ella no podía saber lo que le pasaba. “Quién
es usted, por qué no se deja ver.” Pidió, pero ella, la mujer escondida se rio. Fue
una risa suave, corta, casi de burla pero eso no le molestó. “Tontica, tú sabes quién
soy yo, piénsalo”. Comenzó a girar en redondo, no veía a nadie, ni tampoco un lugar
donde otra persona se pudiera estar escondiendo a menos que estuviera bajo los
escombros o en medio de un muro.
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“No, no sé quién es”. La mujer volvió a reír en una media carcajada. “Tú sabes quién
soy. Ahora dime, ¿qué haces?” “Nada, camino. ¡Ya se lo dije! Ahora déjese ver,
para qué se esconde.” La polvareda se volvió a levantar y ella continuó su caminata.
La voz pronto fue acompañada por otras, una de ellas con tono chillón le decía “es
una infamia que tengas que vivir así, mejor muérete”, las demás rieron ante la
ocurrencia. Un profundo horror la estremeció. Otra voz añadió “!Oschh! Eso fue
brusco. Déjela ser”. Luego parecieron meditar unos minutos, casi podía sentir sus
pensamientos, los rostros invisibles de estos seres estaban cerca con los ojos fijos
en ella. Tuvo un segundo de agitación, se detuvo con el corazón acelerado. Lo
reconoció, estaba ahí. “Qué haces, porqué estás con ellos, ¿además de morirte
tienes que reírte de mí?”. Estas palabras fueron suficientes para que ellos se
mecieran por las carcajadas.
“Ustedes están muertos. Tan muertos como los muros de esta ciudad. Tan muertos
como el pasado”, ya no rieron tanto, pero algunos tosieron. Caminó un rato más sin
ser molestada.
“Quién soy, vamos tontica, tú lo sabes”, repitió la voz. Ya estaba llorando otra vez,
en esta ocasión de desesperación. “No, ¡no sé!” Para ese momento ya casi no
caminaba, sus pies se arrastraban, el sudor corría por su piel pero a pesar de eso
sentía frío. Cayó de bruces, resollando sosteniéndose con timidez de una pared. La
mirada se le perdía por momentos. “Mira hacia arriba. Quién soy”. Hizo lo que le
pidió. Entonces vio algo que podría calificarse de milagroso en ese tiempo de
abatimiento total. Una mujer de sonrisa amable extendía las manos hacia ella,
parecía invitarla a un abrazo. “¿Mamá? ¿eres tú mamá?” Otra vez las risas azotaron
su lacerado espíritu y una voz la ridiculizó, “Mami, ay mami, ¿eres tú mami?”.
Querían hacerla sufrir, pero ella ya no encontraba razones para sufrir más, era
suficiente. Había visto morir a todos a su alrededor, fue testigo de la caída de una
civilización, estaba sola, enferma y sin alimento. Qué más, pensó. Entonces tuvo
plena consciencia: estaba sola, era la única en el mundo. Sólo ella y nadie más que
ella sabía que el mundo se estaba muriendo. Moría con ella. Entonces se sintió
fuerte, se sintió desafiante y elevó su último grito hacia el universo “¡Y ustedes,
¿saben quién soy yo?!”
El sonido del viento fue el único que respondió, las manos de ella resbalaron sobre
el cartel de detergente que el desastre milagrosamente había dejado en pie. Cayó
al suelo con un último suspiro, al final, había recuperado la sonrisa. FIN.
—Esa es la historia de la gente de arriba y eso nos da la esperanza de que
un día podremos volver arriba.
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CONFESIÓN
Mire parcero, estar aquí no significa nada, si vine fue por mi vieja. Bueno; si, usted
también tiene razón vine para poder pisarme de los tombos que me la tienen
montada, por allá un mancito me sopló porque quise abrirme del parche… Es que
no, uno tampoco está pa todas las cosas; una vaina es cargarse un muñeco por
unas cuantas lucas, pero ellos querían ya que nos topáramos con un pirobo que le
robó a un duro de Armenia y lo sacudiéramos con un abrelatas hasta que las cantara
todas.
Pero en fin, hablemos. Créame que yo no le critico nada, aquí todos sabemos que
mamá no hay sino una y que papá es cualquier hijueputa, yo sé de eso porque yo
mismo le he hecho la vuelta a un par de peladitas y por ahí de vez en cuando visito
a los chinitos para darles un dulce o acariciarlos un rato, pero al menos ellos saben
quién soy, me han visto; en cambio usted parce, de repente aparece después de
tantos años. Yo sé que usted me habló sólo por lo de la cucha y vea, sabe qué, se
lo agradezco, porque a pesar de todo ella nunca me permitió pensar que no tenía
papá y siempre me contó de usted, por eso quería conocerlo algún día para ver si
era verdad tanta maravilla.
¡Ja! Es que hay que ver cómo mi vieja parecía como si estuviera en medio de un
viajecito cuando hablaba de usted y decía que era el hombre más valiente del
mundo porque la sacó de las calles, también decía que era muy inteligente porque
todo el tiempo le mentaba un montón de tipos que dizque habían escrito libros muy
importantes.
Ella quiso que yo fuera igual, pero vea yo nací negado para el estudio, además esos
profes eran muy aburridos. Conmigo estudiaba El Flechas, mire ese güevón era
todo mosca y se las sabía rebuscar por donde fuera, tenía muchas lucas en el
bolsillo y se conseguía a las chinas más banderas, las más bonitas y por supuesto
yo quise ser como él. Por que mi vieja se la pasaba de buenas intenciones, pero
eso de aguantar hambre no es para nadie, así que aprendí a negociar con las
pirañas y comencé a vender porritos en la escuela, después me ascendieron y
comencé a ser vigía, usted sabe, yo era el que estaba pendiente si llegaban los
tombos mientras los del fierro se encargaban del mandado.
Un día, uno de esos manes lo dejaron tieso en medio de un trabajo, así que yo sin
pensarlo siquiera, y cagándome del susto, cogí el mazo y le di piso al man. Desde
entonces me volví escolta de uno de los duros y la vida mejoró. Bueno, al menos
hasta que el pirobo ese conoció a mi mamá y se enamoró de ella. Estuvo quieto por
un tiempo, pero usted sabe como es uno de macho que quiere algo y lo consigue
como sea; por eso me tocó pisarme de Armenia con mi mamá y venirnos pa acá,
pa Medallo donde la tía, sólo que no me imaginé que le fuera a afectar tanto a la
cucha porque figúrese que de entre tanto barrio preciso llegar al mismo donde usted
estaba.
Antes de saber que usted vivía aquí todo estuvo muy vacano, el lugar, el trabajo y
las peladas, hay que ver lo ricas que son las peladas de aquí y lo fáciles, estas no
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se andan con tantos remilgos como las de Armenia. Pero las cosas se complicaron,
un man con el que la pasaba por acá se creyó muy abeja y me tocó ponerlo tieso,
porque, mire usted que uno no puede dejarse hacer el tonto, después todos creen
que le pueden hacer a uno lo que sea y quedarse fresco; no, nada vacán, a uno le
toca hacerse el berraquito.
Lo malo es que la cucha se comenzó a enfermar de los nervios, primero porque
usted estaba por acá y por eso dejó de ir a misa, luego supo que yo me había
enfiestado con Maritza, la prima, y eso no le gustó para nada, pero fue peor cuando
le contaron que yo andaba acostando muñecos por el barrio para conseguirme los
quininis que le llevaba. No aguantó, pobrecita, jamás me imaginé que con el mismo
fierro que me ganaba las lucas ella se iba a dar materile. Mire, si yo lo hubiera sabido
jamás me habría ido a probar la matraca que me prestaron y dejado el mazo en mi
cuarto, me lo habría llevado. Tal vez si antes de que todo esto pasó me hubiera
siquiera imaginado que ella haría algo así, jamás me habría dedicado a esto. Bueno,
creo.
Lo curioso de todo fue como se dieron las cosas. Usted tampoco se lo imaginó,
¿verdad? Cuando me llamó aparte creí que me iba a pedir confesión, pero resultó
al revés, usted fue el que me la soltó a mí.
Mire, entre todas las parroquias elegir preciso la suya, bueno, es la principal del
barrio pero había otra, sin embargo, yo quería la mejor para mi viejita.
Nada más me acuerdo la cara que usted puso cuando abrió el cajón y la vio, como
que la reconocía y no la reconocía, ¿no es cierto? Es que claro, 19 años de no verla,
debió haber cambiado mucho. Uf, sisas, ella cambió, jamás se me habría ocurrido
que se juntara con un cura, con lo rezandera que era. Ahora entiendo porqué era
una amante de la iglesia, ¿si me entiende? ¿Amante? Ejem. Si, qué pena padre, o
le debo decir papá.
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CHICA GÓTICA
Esta no es una historia cualquiera, porque si fuera así les juro que ni me molestaría
en contársela. No, esta es una que se destaca de entre las otras. Comienza en una
noche cálida de verano, hay un viento suave que recorre la calle, la luz de los faroles
apenas si ilumina el lugar, la gente ya se ha ido a sus casas, sólo quedan los vagos,
los ebrios y alguna que otra alma perdida. No me ven a mí, ustedes no me vean a
mí, soy uno de tantos que ya forma parte del paisaje urbano. Los únicos seres que
se mueven por acá son las ratas y eso ya es mucho decir. En fin, de mí no quiero
hablar.
Quiero hablar de ella, nada más mírenla, es imposible pasar de largo con ella, una
jovencita triste de cabello morado y ropa oscura. Son muchas noches que la he visto
pasar. Se oculta en las sombras, lo sé porque he sentido esa necesidad de
ocultarse, camina con la esperanza de no ser vista. Me acerco y se esquiva, no sin
antes mirar con ojos llenos de miedo. Comienza su cadena de susurros. Siempre
es así, si siente que alguien se le acerca o incluso si se choca con algo es como si
se desatara en ella un infierno. Me aproximo de nuevo.
—Hola lindo –me dice susurrando-. No te acerques. ¡Lejos! ¡Hazte lejos!
Da unos pasos más. Mira a lado y lado. Luego llora y otra vez susurra. Levanta los
hombros en señal de derrota, no sabe qué hacer. Entonces voltea y me mira.
—No lo soporto –dice muy quedo-. Hay tanta soledad. Porqué me tenía que
pasar a mí. ¡Mírame! ¿Me veo bien no es cierto? Ni siquiera soy tan repulsiva,
pero… ¡heme aquí! Tengo que hablar contigo porque no tengo a nadie. Cuántas
veces he querido morir, pero ni siquiera eso puedo, tengo la responsabilidad de
seguir con vida. No porque mi vida valga algo, sino por ellos –se señala el pecho,
llora otro poco, quiero apoyarla, pero da un paso hacia atrás-. ¡No! Quieto ahí.
Se queda quieta, yo hago lo mismo. Qué hacer, cómo ayudar a alguien que le tiene
tanto miedo a la vida. ¿Acaso no sabe que hay miles de cosas por vivir? ¿Qué el
hecho de vivir es una aventura? Cada momento es una ventana a nuevas vidas.
—Me repito una y otra vez que no debo morir –continúa en su soliloquio-,
pero me pregunto si vale la pena, si algún día podré solucionar esto que me pasa.
Si podré devolverles la vida que les quité. O si lo que estoy haciendo es simplemente
alargar su condena.
No entiendo nada de lo que dice. Qué extraña es. No tanto como el mundo que nos
circunda, pero ella le da un toque adicional a la rareza. Hay dos tipos que salen de
la oscuridad.
—¡Huy tu tuiiii! Qué tenemos por aquí.
Vagos. Lo único que puede estar despierto en este lugar a estas horas. Me paro
entre ellos y la chica, pero lo que recibo es una patada en el estómago que me hace
aullar.
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—Mira Juan, una gótica. Con labios negros y ojos remarcados. Todo el
paquete completo.
Ella trata de dar la vuelta pero le cierran el paso.
—Mujer –dice el otro-. Debe tener cuidado, en esta oscuridad y toda vestida
de negro, se puede perder, cualquiera pensaría que forma parte de las sombras.
—Sería muy triste –añade el primer rodeándola-, algo tan bonito no se puede
dejar solo.
—¡Por favor! ¡Por su bien! No me molesten, déjenme ir.
Parece un juego de gatos y ratones, se miran, dan vueltas sobre sí mismos, dan
vueltas a su alrededor como si quisieran marearla.
—Pero, cuál es la violencia, sólo queremos acompañarla… y de paso
divertirnos un poco. Solitos los tres.
—Si, eso no tiene nada de malo. Todos los seres humanos se quieren divertir
–él le intenta coger el brazo pero ella lo esquiva con rapidez.
—¡No me toquen! –grita bastante alterada-. Se los advierto, en serio –suena
más a ruego que a advertencia-, puede ser peligroso para ustedes. ¡No me toquen!
Ellos se muerden los labios de la risa, se ríen y se acercan más. No les importa que
me les meta entre las piernas, sólo me patean y así me obligan a que me aleje.
—Déjese querer.
—¡Que no me toquen!
Se le lanzan encima. Uno la toma por la cintura y el otro le agarra las muñecas
obligándola a levantar los brazos, mientras así puede acercarse a sus labios. Ella
grita. Sabe lo que va a pasar, yo también, pero me siento en la obligación de
ayudarla. Me aproximo y muerdo la pierna de uno de ellos. Entonces, del pecho de
ella sale una luz que lo envuelve todo, se expande y a medida que los envuelve van
desapareciendo. Se van perdiendo en un lugar extraño, lo alcanzo a ver antes de
que se cierre, con árboles que inician por las ramas y terminan en las raíces, hay
una luz oscura que va emergiendo desde el borde del horizonte hasta cerrar sobre
el pecho de ella.
No importa cuánto grite la muchacha lo único que queda en la calle es la noche y
ella, pero ella tiembla. La escucho decir: “tranquilo perrito, mi amigo, mi único amigo.
Tranquilo, allá están papá y mamá que los podrán cuidar. Allá están todos los que
alguna vez he tocado. Cada vez que cierro los ojos los veo, siento sus vidas
agitándose en el mundo que tengo dentro de mí. ¿Ves por qué no te puedes
acercar?”
Un ebrio, atormentado, sale corriendo de una verja oculta por las sombras dejando
atrás su botella.
—Si, corra –susurra-, es mejor que todos se alejen. Lo he dicho siempre.