Вы находитесь на странице: 1из 40

1

LA PENA DEL CONDENADO Y OTROS MUERTOS MÁS

SALALE

2018
2

INDICE

LA PENA DEL CONDENADO . . . . . 3


CARTAS APÓCRIFAS . . . . . . 7
LA LECTORA Y LAS ABEJAS . . . . . 12
CITA SOÑADA . . . . . . . 15
TOROS EN LA PARED . . . . . . 19
EN EL RÍO TE HE VISTO . . . . . . 22
AVES DE RAPIÑA . . . . . . . 24
CUANDO PISAS UN HORMIGUERO . . . . 30
EL ÚLTIMO ADAN Y LA ÚLTIMA EVA . . . . 33
CONFESIÓN . . . . . . . 37
CHICA GÓTICA . . . . . . . 39
3

LA PENA DEL CONDENADO


Nadie preguntó nada cuando Gerardo Muñoz se suicidó a los 23 años, en una edad
en que la mayoría diría que tiene toda su vida por delante. Quizás porque todos
sabían la razón: Gerardo tenía una cara demoniaca en su nuca, ese rostro
inexpresivo soltaba lágrimas de repente sin ninguna explicación, miraba con dureza
a los que se le quedaban viendo y susurraba continuamente palabras de reproche
al pobre Gerardo, quien creía que trataba de volverlo loco.
Su gemelo maléfico nunca hizo nada más que estar ahí. Nunca necesito hacer nada
más que llevar esa existencia a medias a la que la naturaleza lo había forzado, y
nadie nunca quiso preguntarse qué se sentía ser él. El gemelo parásito no tenía
voz, y por supuesto, tampoco tenía voto.
Luego de su muerte el pueblo pareció descansar. Lo que sí sorprendió a la gente
fueron los eventos posteriores a ese suicidio.
Muy pocos lo supieron, pero si Gerardo no hubiera tomado esa decisión se habría
hecho efectiva la conspiración que pesaba contra él. Pretendían acabar con esa
“abominación” que significaba su raro estado. Eran muchos los que pensaban así.
Para empezar la señora rubia que vivía en la esquina de su casa, ella todos los días
pensaba un nuevo plan para envenenarlo. Averiguó en los libros de primeros
auxilios de su esposo el paramédico, que si colocaba cloro en su bebida el
“engendro” como ella lo llamaba, vomitaría sangre y sus entrañas se quemarían
haciéndolo padecer hasta morir. Pero su regordeta mano aún no se atrevía a
combinar el líquido de limpieza con el jugo de toronja que le ofrecía cuando podaba
su prado, tan sólo porque eso no acabaría con ese horrible rostro que emergía -
como por entre las sombras- del largo pelo de su vecino cuando se agachaba a
recoger las yerbas que arrancaba entre el pasto. Ella soñaba con destruirla, quería
ver cómo se deshacía para borrarla de sus pesadillas.
Al otro lado de la calle las personas no eran diferentes. Ese rostro maligno vivía muy
presente en la imaginación de Edgar, quien tuvo que soportar esa pavorosa visión
a la temprana edad de cinco años cuando su vecino de enfrente tuvo la mala idea
de salir a jugar sin la capucha que siempre lo acompañaba. Ambos tenían la misma
edad, ambos crecieron en el mismo vecindario, pero Edgar lo evitaba con todas sus
fuerzas y de todas las formas posibles. La impresión que le causó ver semejante
fenómeno lo condujo a crear una extraña fobia a los rostros, por lo tanto nunca
miraba a nadie a la cara. Al crecer se marchó y su zozobra se tradujo en ate, pintaba,
y sus obras eran reconocidas porque en cada una de ellas se presentaba la figura
de un rostro terrible que parecía acusar a todo el que la veía. Su habilidad con el
pincel llegó a conocerse en el mundo y para los amantes de su arte era todo un reto
encontrar en qué parte o cómo aparecía la presencia de ese rostro en cada uno de
sus cuadros.
Edgar tomaba píldoras para controlar la ansiedad, pero nada de eso lo salvaba de
los sueños delirantes que ese recuerdo le provocaron durante toda su vida. Por eso
un día compró una escopeta y fue a la casa de sus padres con el fin de esperar a
que aquél ser saliera para dispararle directo a la cara, pero no a la que mostraba a
4

todos, sino a la que escondía tras una capucha o entre una larga melena, esa mismo
que dejó crecer para ocultarla. Ese era el plan.
Con Jaime Orozco era diferente, odiaba tener que pasar por esa casa. Nunca lo
trataron mal ni mucho menos, ni siquiera se trataba de que no le dieran buenas
propinas. Él sabía, como todos en el pueblo sabían que en ese lugar habitaba un
hombre mitad demonio. La hediondez de su presencia inundaba todas las
habitaciones. Lo primero que notó Jackson es que no tenían espejos, y lo segundo
que notó, fue que las luces apenas si daban luz mientras que en los días soleados
las ventanas eran cubiertas con gruesas telas que impedía el paso de cualquier
partícula de sol. Llevar la leche y los mandados a esa casa era una especie de
temeridad que ningún otro empleado quiso aceptar. Por mucho tiempo se sintió un
valiente porque era el único capaz de ir y sentarse a comer las deliciosas galletas
que horneaba la señora Muñoz, sin que la esencia del demonio lo afectara.
Todo estuvo muy bien hasta que un día de verano llegó en un momento en que la
señora había salido, como otras veces dejó la puerta abierta para que él pasara a
dejar el mandado. Escuchó un ruido. Todo estaría bien si la curiosidad no lo hubiera
dominado. Se asomó con cautela al segundo piso justo en el momento en que aquél
desgraciado ser salía del baño dándole la espalda. Nunca supo si esa mitad
diabólica lo pudo ver, era objeto de especulaciones si ese rostro adicional tenía la
capacidad de ver o si esas miradas censuradoras eran sólo un fingimiento. Después
de eso enmudeció por un tiempo, se le cayó el pelo, la comida no se le quedaba en
el estómago y ante todo el que lo quiso escuchar, afirmó que lo peor, más que
sentirse observado fue sentirse juzgado, además de sentenciado, por un ser
infernal.
A partir de ese momento Jaime ya no pudo dormir en paz, nunca más. Cada vez
que cerraba los ojos se le aparecía aquella cara de expresión embrutecida que
parecía enumerar todos y cada uno de los errores o pequeñas crueldades que
cometiera en su vida. Desde entonces sólo repasó aquella visión y se cuestionó no
haber llevado un cuchillo, o qué habría pasado si hubiera tenido una pistola o si
hubiera tenido ácido… sopesó miles de posibilidades. Hasta que decidió hacer algo.
Era absolutamente necesario romper el hechizo que lo tenía casi loco y la única
manera era acabando con los ojos del demonio. Compró unas tijeras para cortar el
césped con el fin de agujerear al mismo tiempo esos ojos que causaban tanto caos.
Lo único malo era que tenía que acercarse al monstruo para poderlo cegar.
Aunque en el pueblo todos contaban una historia de horror con respecto a aquél
desgraciado. Ariane sentía que ella era la que más resultó dañada con su existencia.
Por muchos años ganó todos los concursos de belleza que se realizaban en el lugar,
pero no era suficiente, faltaba algo que la catapultara a la fama para que la notara
alguien poderoso y le diera los medios para salir de esa ratonera en que vivía. Así
que se propuso conquistar al fenómeno del pueblo, el hombre de las dos caras. Si
veían que ella poseía las aptitudes para estar con cualquiera sin importarle su
condición, notarían de inmediato que era alguien especial. Recopiló todas las
historias que circulaban sobre él para darse una idea clara de cómo era su
5

apariencia, cuando creyó entender el tipo de aberración que al que se enfrentaría


se le acercó despacio.
Era tímido y hablaba sin mirar a la cara; eso le gustó y se convirtió en un reto
personal hacer que saliera con ella. Se vieron unas cuantas veces, se aseguró de
tener su confianza entonces planeó el modo de enfrentar a la bestia, acostarse con
él sería un acto único de heroísmo. Lo convenció de ir a su casa para ver una
película, comenzaron a besarse, sólo que cuando pasó sus largos dedos con sus
esmaltadas uñas por su cabeza tocó aquella grotesca superficie y esta, molesta
porque un dedo se había posado en su ojo, por primera vez en la historia del pueblo
dijo algo. Y lo que dijo fue un insulto que la desmoronó por completo. Tanto, que le
provocó nauseas todo aquel día y se vio en la necesidad de echar al extraño ser de
su casa y con él se fue su única esperanza de saltar a la fama. Gerardo se fue tan
frustrado que le dijo a todo el mundo que cuando se le propuso él la rechazó, lo que
le costó a ella su reputación.
Después de eso los chicos sintieron asco de alguien que era capaz de dormir con
una persona así, y otros la rechazaron por tratar de burlarse de alguien con esa
condición, por eso jamás la volvieron a invitar. La convirtieron en un paria. Ni logró
fama, ni sostuvo su popularidad, ni tuvo la vida programada de matrimonio e hijos a
la que todos los de ese pueblo estaban condenados. Entonces decidió que debía
vengarse. No de aquel que había besado sino de ese otro extraño que la había
insultado. Lo único que consiguió fue la pistola de bengalas que tenía su padre
guardada de los años en que fue marino, pero esa le serviría para su propósito. Ella,
que por mucho tiempo vivió de su apariencia, entendía la enorme importancia que
tenía un rostro.
Una noche en que los hados malignos se juntaron la conspiración saltó del
pensamiento a la acción. La rubia preparó una jarra de jugo envenenado para su
vecino; Edgar se apostó en la ventana de su casa apuntando directamente a la
ventana donde dormía el engendro, tan sólo esperaba que corriera las cortinas;
Jaime se encaminó con seguridad a aquella casa con las tijeras en la mano y Ariane,
que era más astuta, timbró en el hogar de su antiguo amigo para invitarlo a beber
unas cervezas segura de que podría decir que él la atacó, mientras esperaba que
él le abriera acariciaba el arma dentro de su bolso. Ya estaban listos a realizar sus
respectivos actos de desagravio. Porque para cada uno, matar a Gerardo era una
manera de conseguir que se les resarciera del daño real o imaginario que habían
recibido. Estaban todos listos, Jaime y Ariane que llegaron casi al mismo tiempo,
notaron que la puerta estaba abierta. Ariane se asomó por la rendija sigilosamente
y la puerta cedió, Jaime dio un paso hacia el hall. La vecina llegó con su jarra de
jugo y sin decir nada se fue detrás de Jaime, segura de que algo iba mal en su plan.
Los tres llegaron a la habitación del muchacho cuando unos pantalones que se
agitaban en el aire los asustaron, subieron más la mirada y ahí estaban esos dos
rostros dando vueltas sostenidos por el cuello a una cuerda atada a la viga de la
habitación. Eso fue lo que Edgar también vio desde su ventana.
Dicen las malas lenguas que la rabia fue tanta, que ese mismo día se efectuó un
pacto suicida. Por eso, cada uno, en los días subsiguientes fue cayendo por sus
6

propias manos. Los más cercanos aseguran que murieron víctimas de espantosas
pesadillas plagadas de miradas demoniacas. Otros más imaginativos pensaron que
decidieron irse al otro mundo sólo para poder ejecutar su fallida venganza.
Según las autoridades lo que más impresionó a los que encontraron el cadáver, fue
que ese rostro adicional, que tanto miedo provocó durante todos los años que lo
conocieron, por primera vez tenía una mirada dulce; parecía estar en paz. Mientras
que la faz de Gerardo ahora llevaba una mirada diabólica que a todos aterró.
Cuentan también que en sus manos tenía agarrado un papel que decía: “él es malo”.
Nunca supieron cuál de los dos lo había escrito.
7

CARTAS APÓCRIFAS
El cuerpo sobre la cama se parecía al inicio de una pregunta. Sus ojos muertos no
dejaban de mirar aquellas manos casi cercenadas como si fueran un espectáculo
asombroso. La camisa roja de sangre se pegaba a su cuerpo, pero eran sus rodillas
recogidas las que daban la impresión de que la muerte la hubiera pillado mientras
dormía. El equipo forense destilaba profesionalismo, se movía alrededor de ella en
la estrecha habitación tratando de aprovechar la luz intermitente que proyectaba la
lámpara.
—Qué fastidio –exclamó alguno de ellos-. Abran las ventanas.
Desde la ventana el detective Acero vio a la mujer del aseo que lloraba inconsolable,
decidió ir hasta el estudio.
A quien interese.
He partido por decisión propia. Si me lee es porque quizás usted es un policía o un
paramédico curioso. Si me lee es que vio mi cadáver insepulto sobre un lecho lleno
de sangre y quiere saber qué pasó. Ya que tuvo la paciencia de encontrar este papel
pienso que ha superado el primer arranque de negación, ha aceptado que es posible
darse la muerte a sí mismo como un regalo y no como una salida. La pregunta que
se estará haciendo es porqué. Por qué decidí morir.
¿Debe existir una razón? La verdad es un cúmulo de cosas, de situaciones
adversas, de gente indeseable, inmadura e ingrata que ha entrado y salido de mi
vida por muchos años. Es la sumatoria de muchos malos ratos, de estupideces
cometidas por mí y por otros, estupideces que no soporto.
Muero con las venas rasgadas luego de un día de trabajo, tan normal como todos
los días de trabajo de los últimos veinte años. Esta tarde, al salir de la oficina me
despedí con un “hasta otro día”, como siempre lo hice, porque sé que eventualmente
los veré a todos del otro lado de la existencia. No le dije nada a nadie, no hace falta,
pocos notarán mi ausencia. Dejé todos los documentos listos, las facturas pagas;
cerré todos mis círculos.
No debo nada, no dejo nada, no quiero nada. Es más, no extrañaré nada. Me voy
en paz.

Esta carta encontrada sobre el escritorio de la difunta, escrita a mano, nos invitaba
a cerrar el caso y clasificarlo como un suicidio. Otro más para esta ciudad donde
todos quieren morir. Los jóvenes por culpa de la desesperanza y los mayores
porque ya no soportan vivir. Sin embargo, hubo algo que me inquietó, asumiendo
que era diestra se cortó primero las venas de la mano izquierda. Entonces, cómo o
con qué fuerzas se cortó la otra mano si prácticamente se cercenó la derecha que
seguía adherida al brazo solo por unos fragmentos de hueso. Revisé su
computador, pero no hallé nada en esa primera inspección, necesitaba la clave de
8

su correo para ver sus mails. Escarbando en los cajones encontré un cuaderno con
páginas atiborradas con una letra diminuta de trazos erizados, la misma letra de la
carta. Las primeras hojas fueron reveladoras.

Mi muy querido señor Borges.


Primero que nada reciba un cordial saludo, espero que se encuentre bien donde quiera que
esté a donde quiera que lleguen estas letras. Le debo una disculpa luego de que
seguramente escuchó las palabras impropias conque me referí a usted y a sus escritos.
Fue un momento de debilidad mía en que la bajeza de mi carácter afloró sin recato alguno,
no es cierto que yo crea que es usted un “escritorcillo pobremente libresco”, la verdad creo
que sus cuentos son geniales y esa genialidad es producto de su inmensa sabiduría. Sin
los libros que leyó y sin los autores que inventó el mundo sería más pobre de espíritu, y
más triste que un orfanato en el día de la madre. Yo también escribo, y mis letras inéditas
quedan sólo para usted, para su Libro de Arena, de páginas infinitas sin principio ni fin.

No decía nada más. Tampoco tenía firma ni fecha como las otras, como la de su
muerte. La siguiente era más bien estremecedora. Escrita con tanta fuerza que los
trazos casi rompían el papel.

Señores Editorial Alcántara


A quien corresponda:
Es triste reconocer la ceguera que cae sobre el gremio editorial de nuestro tiempo.
Dedicados al dinero someten la cultura al cáncer intelectual. Cierran las fronteras de las
letras a unas cuantas historias aburridas, llenas de un intenso realismo que sólo repite lo
mismo que la gente vive, y reducen el mundo a malas palabras, prostitutas, narcotraficantes
y políticos corruptos. No ofrecen pensamientos alternativos, sueños místicos, ni fantasías
heroicas que permitan suponer que hay mejores formas de vivir.
Realmente es un error el que hayan despreciado mi libro, ni siquiera lo leyeron porque no
tenía “el aval de un crítico”. ¡Por supuesto que no tenía el aval de un crítico! ¡Ni siquiera el
de mi madre! El de nadie. Es muy simple, ¡soy una escritora inédita, nadie me conoce ni
me ha leído nunca!
Sinceramente, son ustedes unos idiotas.

Esas palabras llenas de frustración eran un indicador de la situación interna que


vivía la mujer en cuestión. Las siguientes páginas estaban escritas sin seguir los
renglones, con letras apeñuscadas y a veces extendidas, parecían escritas con
desasosiego como si estuviera pasando por un trance. Incluso algunas estaban
dirigidas a ella misma. No tengo tiempo de seguir la lectura en orden, mejor abro
páginas al azar.
9

Señor Antonio Cabrales


Mi muy querido señor. Aprovecho este medio para explicarle algunos detalles de nuestro
acuerdo que usted parece no haber entendido. En primer lugar, su relación conmigo, la cual
por supuesto es meramente espiritual no le da permiso de acecharme en cada esquina y
tirar las cosas del estudio o de mi sala. Usted ha espantado a la señora Luz y que conste
que sólo ella es la que sabe dónde están guardadas las bombillas nuevas en esta casa.
Bombillas con las cuales usted se comunica. No bien aprendí ese antiguo código morse
entendí sus necesidades, pero no todo el mundo tiene una mente abierta como yo. Le dije
claramente que no hiciera eso cuando estuvieran otras personas acá. Accedí a contar su
historia para darle vida, pero eso no le da derecho de aislarme de los demás tan sólo para
que me concentre en usted. Ahora, puesto que ya sé que tiene la fuerza para mover cosas,
este será nuestra nueva manera de comunicarnos. Tome el lápiz y escriba cuando se le
antoje.
Cordialmente
Adriana

La primera carta firmada. Sé que la dueña de la casa era Adriana Velásquez, las
fotos del rellano de la escalera confirmaban que era la occisa. Pero el contenido
definitivamente es confuso, ¿alguien la acosaba? O ¿se comunicaba secretamente
con alguien a quien le pide discreción? Miremos… una misiva que se dirige a sí
misma, ¡qué extraño!

Querida Adriana
Ay nena, lamento tanto los desastres que causamos anoche. La velada fue una bella idea,
pero se nos salió de las manos. Ya sabes, hombres y trago no forman una buena mezcla.
Tienes que entender, estábamos tan contentos porque en el último capítulo que escribiste
nos otorgaste el sentido de la diversión… “sentados alrededor de una mesa en una sórdida
cantina, el grupo de rebeldes escuchaba la música vulgar y agreste de la plebe, sintiendo
en su interior una sonrisa…”. Y luego colocaste esa botella de vino y esos vasos en tu mesa,
fue la perfecta invitación para que demostráramos lo que habíamos aprendido.
Lo lamento mucho, no va a volver a pasar.
Raquel Santamaría.

Es la misma letra. Claramente esta mujer alucinaba, esperemos un momento, unas


páginas después hay otra similar con la misma firma, pero hecha con una letra
abigarrada, pegada en sus terminales, la caligrafía de alguien desesperado o que
escribe con extrema rapidez sin poner cuidado.

¡Adriana!
10

Mi querida amiga, te ruego que te cuides. Antonio está imposible, cree que nos has
traicionado. Ha sido en vano que todos le expliquemos tus razones o las razones de los
editorialistas. Dice que no has hecho lo suficiente. Cree que si no permanecemos en la
realidad aún es porque nadie ha leído sobre nosotros, le dijimos que bastaba con que
hubieras escrito nuestras historias, que ya casi éramos sólidos. Fíjate, ya podemos sostener
cubiertos y copas, incluso saborear el vino. Pero él sigue en su obsesión. Ya sabes cómo
es de violento, ten cuidado.
Abrazos
Raquel Santamaría

Ahí finalizaron, cesó de escribir como si de repente se cubriera de silencio.


Aparentemente ella se dijo todo lo que se tenía que decir. Su imaginación era
extraña, apocalíptica, casi paranoide, pero no explicaba nada. Debía investigar más.
La luz del estudio titila, ¿estará dañada? 1..2.2..2.. y otra vez uno. Se prende y se
apaga a intervalos. Estaré loco, pero llevado por la lectura de las cartas creo que
esos centelleos muestran un patrón primero rápido y luego, tres veces, con lapsos
largos. Eso no ocurre al azar. Si es una clave, debe provenir de alguien.
—¿Hay alguien? —les preguntaré, ellos deben saber algo—. ¿Ustedes están
moviendo el interruptor?
Nada. Los forenses han salido, estoy solo. Mejor busco más pistas. En otro cajón
un manuscrito bastante grueso: “La dimensión alterna”.
—Qué es eso.
Una silueta se deslizó por las paredes del estudio. Mis sentidos están alerta, debo
sacar el arma, puede ser el asesino.
—¡Policía! Quién va –exclamo, pero nada se mueve. Quien sea ha
desaparecido.
Camino por toda la casa. Cuando regreso a la sala nuevamente aparece la silueta,
es de un hombre que camina despacio y sale de nuevo. Mi garganta se seca. Si,
estoy nervioso, pero ¡maldita sea si se lo dejo saber! Solo yo sé que una pequeña
gota de sudor baja por mi cuello.
—¡Déjese ver, quien va!
La silueta se da media vuelta y me enfrenta, ya no es una oscuridad vulgar, es una
sombra con ojos. Unos ojos que brillan como si su dueño estuviera loco, o poseído.
Involuntariamente paso saliva, mi arma tiembla entre mis manos, a pesar de eso la
encaro.
—Quién es, deténgase ahí donde está.
Se desprende de la pared como si se tratara de papel pegante y salta sobre mí.
¿Cómo pelear contra lo que no tiene cuerpo? Mis manos lo traspasan, mis puños
no le dan a nada, pero aquel espanto o lo que sea me sacude desde dentro.
11

“Quizás la forense acepte que es posible cortarse las venas con la fuerza que ella
lo hizo y no haya más misterio aquí que la contagiosa locura de una mujer”. Pensó
el sujeto que ahora domina mi cuerpo.
12

LA LECTORA Y LAS ABEJAS


“Alguien dijo alguna vez que hay tres tipos de personas: las que viven la vida, las
que escriben y las que leen”. Héctor Abad Faciolince.
Yo soy de las que leen, leo el mundo. Reconozco el abundante texto que el ser
humano y la naturaleza ha creado. Reconozco que el ser humano y la naturaleza
han escrito a mi alrededor, sin necesidad de usar letras. Por ejemplo, sé que la
presencia constante de abejas en mi apartamento es señal de que hay un apiario
cerca, no sé donde, pero lo suficientemente cerca como para que esos asquerosos
bichos se entrometan en mi vida, se suban al azúcar, pisen la mantequilla y me
obliguen a quedarme como estatua por largos ratos hasta que por fin se van.
El siguiente párrafo de este escrito lo vi en el edificio de enfrente de mi apartamento;
ahí, en el primer piso hay una tienda, un lugar digno de ser leído. Empecemos por
el tendero, un hombre maduro, trigueño, nariz aguileña, ojos almendrados, pestañas
largas y una luenga barba entrecana. Por aquí lo conocen como Osama, ese es su
sobrenombre, se lo ganó sin querer al tener en su rostro los índices de lectura que
ofrece un hombre de la raza árabe, en particular porque se parece a las fotografías
del terrorista. Yo sé otra cosa de él. Su nombre es Raúl y sí, es musulmán, aunque
no sea árabe.
Esto de los índices es muy interesante, porque son huellas de otros signos. Un tipo
particular de signos que remiten a otros, que no se ven, y la tienda está llena de
ellos. Como el pan. El pan es un buen ejemplo, al leerlo nos remite al trigo, a los
huevos, a la margarina y de estos a sus correlatos, la granja en donde están las
gallinas, las vacas y los sembrados, pero en su conjunto nos habla de cultura. El
pan es la representación de un hecho cultural, aquel que nos dice que hemos sido
capaces de amansar y organizar el caos de la naturaleza. Junto al pan se
desarrollan eventos importantes, como el de la comida en familia, como el
considerarlo símbolo del alimento. Esta lectura me llevó a muchas otras lecturas, es
a lo que en semiótica se llama mediación simbólica, es decir, enunciados a los que
la cultura les ha dado valor.
Otro ejemplo de índice son los jóvenes pandilleros que en las noches se estacionan
frente al lugar a beber cerveza, a escuchar música estridente y a comer galguerías.
Ellos son la huella de una generación que prácticamente vivió en el abandono, los
padres no se ocupan de estos casi niños, están enfrascados en el mundo laboral
tan solo para sobrevivir. Sin tiempo de escucharlos no llegan a entenderlos y sólo
en el grupo se sienten a salvo. Su uniforme -pues parecen andar uniformados-
consta de chaquetas de jean desteñidas, viejas y sucias, adornadas con algunos
símbolos de rebeldía social que probablemente ni ellos sepan qué significan. El
atuendo se complementa con jeans ajustados que dejan ver la delgadez de sus
piernas, indicador de que no comen mucho y lo que comen no es alimenticio. A eso
se le suman unas botas militares que son una representación de la acción violenta
del hombre sobre el hombre, capaces de pisotear ideologías y cráneos.
Los símbolos, considerados estos como un sistema de significación socialmente
convencionalizados, es decir, que aquello que representan sólo es leído así gracias
13

a que todos estamos de acuerdo en asignarle ese mismo valor de lectura. Bueno,
estos signos son también una cosa interesante de analizar. En especial si son
personas como yo, solas, aburridas y jubiladas, con bastante tiempo para analizar
el mundo. Lo más notorio de mis lecturas sobre ese texto que encuentro en los
“pandilleritos”, es la manera en que ellos usan los símbolos. Han encontrado la
manera de transgredirlos, corregir la tradición y echarle en cara a la sociedad sus
absurdas creencias al usar cruces en las que no creen combinadas con expresiones
gráficas como la triple espiral celta que implica el ciclo de la vida, la muerte y el
renacimiento. Ellos no temen morir. Yo tampoco. A mi edad la muerte es una aliada.
Los jueves y viernes casi nunca puedo dormir, las pocas horas que generalmente
duermo son entorpecidas por la pandilla. La edad juega sucio y no sólo nos quita la
juventud sino la posibilidad del descanso y las pocas horas de sueño que la
naturaleza nos concede deberían ser objeto de respeto. Por eso ocupo las horas en
leer, cuando los pandilleros llegan a sus reuniones sociales frente a la tienda ellos
son el texto. He notado cosas, cosas que me hacen recordar un artículo sobre la
energía extra que proporciona el dulce, el cual compran en la tienda, lo que
constituye una señal: don Raúl es cómplice de su desorden.
Confieso que soy curiosa, esta mañana de jueves caminé un poco torpemente por
el barrio debido a la falta de sueño y fui al basurero a ver qué comían. Busqué
señales, este tipo de signos que nos indican una dirección, dan una orden, una
indicación de algo que debemos saber, nos dan un camino a seguir. Así en la basura
encontré además de botellas de cerveza, muchos paquetes de turrón hechos a base
de miel marcados con el logotipo de un apiario. Un apiario con una dirección
cercana. Lo que por supuesto trajo a mi mente a las abejas, a mi azúcar lamida por
los insectos, de ahí saltó a mi cuerpo alérgico a su veneno, entumecido, estático
para no llamar su atención en la espera de que los insectos por fin se fueran.
Fue así como mi lectura me llevó a hacer conjeturas, que no son otra cosa que
maneras de adelantarse al final de una historia. Pensé: “todo es culpa de ellas, de
su miel que les da energía a los pandilleritos para que aguanten sin dormir toda la
noche con su música estridente”. Pero, era insuficiente, así que pensé más el motivo
profundo: “los dulces hechos de miel, le proporcionan energía a esos abandonados
de la sociedad, que entregan su dinero a don Raúl y este de paso lucra al apiario
cuando hace sus pedidos”.
Ninguna lectura termina con la superficie del libro, hay que saber llegar al final de la
trama sin quedarse en el nudo. En este caso yo soy la protagonista, por lo tanto,
soy yo quien debo encontrar la solución. No es fácil. Me faltan tantas horas de sueño
que siento mareos y a veces hasta creo que el cerebro no me funciona bien.
De regreso en mi casa busqué los índices de mi antigua profesión, antes de que
estudiara semiótica y literatura. Saqué del clóset el arma que tuve cuando fui policía,
le puse las balas, las mismas que había guardado pensando que nunca las
necesitaría, salí de la habitación y me instalé en el balcón de mi apartamento, el
cual tiene una vista excelente de la tienda y esperé. Esperé…
14

A eso de las once de la mañana llegó un distribuidor en un camión, en él estaba el


logo del apiario. El hombre se bajó del carro con una caja de turrones y justo cuando
tocaba el pomo de la puerta le disparé, en la garganta, señal del alimento del mal
que su empresa produce. Don Raúl, u Osama, como quieran decirle, salió a ver qué
pasó. Fue alcanzado por la bala número dos, justo en medio de la nuca, lo hice
como un símbolo de deferencia para con su familia, para que pudieran verlo a la
cara al momento de enterrarlo.
Ahora sólo me resta esperar. Dar tiempo a que las abejas laman el azúcar con
estricnina que hoy les puse. Aguardar unas horas hasta que vengan los
muchachitos esos de la música estridente y los símbolos contradictorios. A ellos les
dispararé al estómago, el lugar donde se procesa su energía. Entonces, por fin
podré dormir… Sólo me resta esperar…
15

CITA SOÑADA
Eran casi las ocho de la noche cuando Alejandro, un hombre de mediana edad y
electricista de profesión decidió no esperar más. Me plantaron, admitió para sí
mismo algo ofendido. Unas cuadras más allá Jazmín cerró la oficina, su jefe se fue
un rato atrás, después de una semana de trabajo y de una jornada extenuante
merecía descansar el fin de semana.
El electricista se ajustó la raída chaqueta de cuero, era mitad de febrero, en Armenia
el invierno estaba en su apogeo. Recorría las calles rumbo al paradero de buses de
la calle 21 pensó en lo mal que iba todo, los contratos se los robaban las grandes
tiendas y su vida amorosa, ¡qué vida amorosa! El amor era una sombra y las
mujeres esquivas. Jazmín a su vez caminaba por la Plaza de Bolívar en dirección
al paradero, la invadía la soledad, una soledad que le ardía en el pecho, pero
cualquier solución era lejana. Se cubrió los brazos con una pashmina que sacó del
bolso, su mente trajo la imagen del guapo que se encontró alguna vez en la cafetería
a donde solía ir con sus amigas; nunca la llamó. Desilusionada, llegó a creer que no
era lo suficientemente bonita o agradable para ser recordada y luego se odió por
permitir que otros la hicieran sentir de ese modo. De repente la sensación de
soledad la llevó a desear que la llamara, salió de la plaza y caminó a lo largo de la
calle con la imagen de aquel hombre en su mente.
Alejandro consideraba la vida como una red de circuitos, bastaba encontrar uno que
correspondiera para que la máquina se echara a andar, solo que en la práctica no
era tan fácil, con la punzada del menosprecio sufrido sintió que el mundo estaba
mal conectado. Tremendamente mal conectado. Al meter las manos en su chaqueta
se encontró con una vieja servilleta olvidada días atrás, la abrió y encontró un
nombre y un número anotados. A su mente llegó la imagen de la chica sencilla y de
bella sonrisa con la que habló un rato en una cafetería. Miró un rato aquel número
garabateado con lapicero azul, jugó con la servilleta entre sus dedos sopesando sus
probabilidades, apretó los labios como siempre hacía cuando debía tomar una
decisión. Lo haré, pensó. Le marcaría desde el paradero, aún conservaba la
esperanza de que ella se acordara de él. Jazmín llegó por fin al paradero de la 21,
sacó su celular pensando en invitar a su amiga Mirta a tomarse una cerveza. De
repente escuchó un timbre.
El celular la despertó. Estaba sudando. No fue el sueño en sí lo que la agitó, sino la
sensación tan fuerte de realidad que este poseía.
—¿Diga? –contestó casi dormida.
—Doctora Pérez, llamo para avisarle que cambiaron la lectura de cargos del
caso Alarcón para las 9. Me pareció conveniente llamarla antes de que llegara a la
oficina y tuviera que devolverse.
—Gracias Silvia –dijo aclarando su garganta a la vez que se sentó en la
cama-. Me voy a alistar para ir directo a los juzgados, la veo en la tarde.
La ducha le borró el sueño, se puso el maquillaje y desayunó sin prisa alguna. Por
fortuna nadie dependía de ella, era dueña de su propio tiempo y su eficiente
16

secretaría le facilitaba la vida. Como siempre, antes de dar el primer paso a la calle
dijo su mantra personal: “tú puedes, eres mejor que el mundo que te rodea” y salió.
La lectura de cargos fue tediosa, absurdamente predecible. Al medio día almorzó
con Paula a quien le contó el sueño “¡¿y eras una secretaria?! ¿Y el otro un
electricista? Ay no amiga, te noto desesperada. Necesitas un novio, ya.” Fue la
única observación que le hizo. Aún así estuvo pensando en ese sueño por horas.
La tarde fue larga, al llegar a casa tampoco pudo descansar como quería pues le
advirtieron a todos los fiscales que tuvieran cuidado por unas amenazas de un
sindicato de asesinos, se sentó a leer los expedientes sobre esa organización. Llevó
al menos uno de los casos y logró la máxima condena para esos salvajes. No quiso
preocuparse más de la cuenta, al fin y al cabo esos eran los gajes del oficio. Se
puso la pijama azul de encajes, esa que la hacía lucir sensual. Se soltó el cabello,
se lo trenzó y se colocó un lazo muy coqueto. Estaba a punto de echarse un perfume
de gardenias que casi nunca usaba, fue en ese momento que cayó en cuenta de
que se estaba arreglando no para dormir, sino para soñar.
El señor Callejas o “Caremuñeco” como lo conocían sus amigos cercanos también
experimentó un día duro, tumbado en un sucio catre pensó que para muchos la
ciudad era un refugio de tranquilidad, pero era sólo apariencia. Tuvo que correr diez
calles antes de deslizarse por los barrios junto al puente de La María y lograr eludir
a los verdes. Se escondió un rato bajo el puente, el olor nauseabundo de las aguas
residuales no pudo distraerlo de sus pensamientos, durante todo ese tiempo su
mente lo llevó hacia el extraño sueño de la anoche anterior, recordó la sensación
del viento, sintió la chaqueta de cuero sobre el cuerpo y el papel de la servilleta
entre sus dedos. Pero, más que nada lo que recordaba era la sensación de ansiedad
que sintió cuando marcó aquel número y la incertidumbre, ¿ella contestaría? Ya en
el refugio que su amigo Chucho le prestara aprovechó para ducharse, se peinó en
detalle y se colocó una pijama limpia, cuando descorrió las sábanas para acostarse
se detuvo en seco por un segundo, se acababa de dar cuenta de lo que hacía y no
pudo evitar soltar una carcajada.
Alejandro tuvo que buscar en los rincones del ropero para poder vestirse así, como
un galán de película de los años 30, con un breve mostacho sobre su labio superior
y con el pelo engominado. Tenía rasgos fuertes y unos ojos grises pequeños, en los
que se escondía un brillo de picardía. “¡Dios!” exclamó Jazmín para sus adentros
nada más vio que se acercaba el hombre del clavel en el ojal, esa era la señal
convenida para reconocerse. Él se veía guapísimo, sobre todo le encantaba que se
hubiera esmerado en arreglarse para su primera cita. El bar del Club América no
era el lugar más glamoroso del mundo, pero estaba bonito y se podía hablar.
El vestido azul se mecía con gracia al vaivén del viento, era ella, y se veía exquisita.
A pesar de estar seguro preguntó: ¿Jazmín? Y ella respondió con una leve sonrisa
y otra pregunta, ¿Alejandro? Él esbozó una sonrisa y presentó su brazo para que
ella se apoyara en él para entrar, cuando Jazmín se acercó pudo percibir un sutil
perfume de gardenias que le fascinó.
Una vez pasada la incomodidad del primer momento comenzaron a hablar en serio,
ella supo que él estuvo casado y lo abandonaron por otro con mejor suerte.
17

Alejandro por su parte se dio cuenta que ella amaba su libertad, pero no se negaba
a una compañía, era una mujer alegre y optimista. Él era tímido, ella quizá algo
pesimista, pero ambos, sobre todo, eran cariñosos. Conversaron toda la noche y
quedaron de volverse a encontrar.
Parecería una locura, pero la doctora Pérez tuvo una de las semanas más felices
de su vida y todo gracias a un sueño recurrente que la perseguía. Ni siquiera era un
sueño erótico, ni sensual, sólo era encantador. Pensó en contárselo a alguna amiga,
pero debía admitir que para cualquiera sería una ridiculez, también para ella si no
fuera tan real. Cada vez que soñaba sentía la barbilla de Alejandro rozando su cara
cuando bailaban y al despertar notaba el olor de su colonia impregnada en la
almohada. Pero, ¿hasta qué punto era real aquél galán? ¿Era una obsesión y
enloquecía? Esas eran preguntas que la atormentaban.
En cambio, a kilómetros de distancia, en un lado deprimido de la ciudad
Caremuñeco se limpiaba las uñas con la punta de su navaja. Estaba sentado frente
a una puerta en la que se encerraba uno de los guardados de su jefe, no tenía nada
mejor que hacer sino pensar y pensaba en esa mujer de tremendas curvas y
divertida sonrisa. No le daría tanta importancia si no fuera porque cada vez que
tocaba su piel la sentía viva, a su lado, porque su cama ahora inexplicablemente
olía a gardenias. En su interior le gustaba la persona que era en sueños y todo era
por ella, deseaba fervientemente conocerla, estar junto a ella las 24 horas del día
por el resto de su vida. Alguien una vez le dijo que uno sólo se sueña con personas
que ha visto ya sea en la tele o de paso por la calle, por eso ahora se fijaba mucho
más en las personas que pasaban a su lado cuando caminaba por la ciudad o
miraba con atención las series y los noticieros. La buscaba en todos los rostros que
pasaban.
Alejandro miró a Jazmín con amor sincero, y pensó “nos enseriamos ahora sí”. Se
amaban. Se iban a casar. Y los que se casan se cuentan todos sus secretos. Los
grandes maestros dicen que a veces no es tan sabio contarse los secretos, porque
puede ser algo poco creíble que desdiga de la inteligencia del que se revela o que
delate un universo aterrador.
—… Entonces todas las noches sueño que soy un gánster, escondo algo, le
hago daño a la gente. Pero es tan real Jazmín, que a veces no sé distinguir si es en
realidad un sueño.
Ella se quedó mirándolo a los ojos con sus dedos entrelazados en los de él, los
apretó con fuerza tratando de ofrecerle apoyo porque sabía a lo que se refería.
—Te entiendo amor, algo parecido me pasa a mí. Noche tras noche sueño
que soy una mujer rica, bueno eso no es lo malo de mi sueño. Pero igual trato con
criminales y… soy muy mandona. Es tan real que hasta saboreé el spaguetti a la
bolognesa que preparé en mi casa de… de allá, la de esa mujer.
La policía, con los agentes del SMAD entraron como una tromba a aquella casa del
barrio La Grecia. No le dieron tiempo al señor Callejas de reaccionar, aunque trató
de sacar su arma lo derribaron de la silla y le pusieron las esposas en cosa de diez
segundos. De eso se trataban estos operativos: entrar con rapidez y no permitirles
18

reaccionar a los sujetos. En la habitación cerrada estaba el “paquete” al que vinieron


a rescatar, un hombre mayor que era catalogado como la persona que contrataba
los sicarios de una organización y desapareció el día que iba a firmar un trato con
la fiscalía. Todos decían que era un milagro que aún estuviera vivo.
Ese día a la doctora Pérez le llevaron un expediente de última hora, en la repartición
de casos el azar la llevó hacia uno de los más sonados de la historia. Cuando abrió
el folder salió corriendo inmediatamente hacia la zona donde estaban los detenidos.
La doctora Pérez no pudo sino lanzar un pequeño resuello cuando vio al acusado.
Callejas, que era más dueño de sus impulsos, lo único que hizo fue levantar las
cejas en señal de sorpresa. Ella era igual a la mujer con olor a gardenias, él era
idéntico al cálido hombre que conoció en sus sueños.
Jazmín se despertó asustada, a su lado Alejandro, su esposo, también se despertó
de repente temblando. Ambos se apretaron las manos y se volvieron a acurrucar en
la cama. Ya no sólo compartían su lecho.
19

TOROS EN LA PARED
Alonso al verlo quedó totalmente seguro. Lo quería. Lo pondría en la sala de su
nuevo apartamento, justo encima del sofá. Un Arepí era lo que necesitaba para
valorizar su hogar. Combinaría perfectamente con el color de los muebles y del
tapete recién comprado.
Mientras negociaba con el pintor, sintió una ligera vibración que golpeaba en la
ventana. No le hizo caso y se concentró en el cuadro que escenificaba la estampida
de unos toros sueltos en una ciudad. Se veían en primer plano unos edificios
rodeados por un puente elevado. La manada avanzaba desde el fondo de la avenida
con el sol del atardecer como testigo. Los tonos naranjas y rojos, sumados a la
fuerza de los trazos que usó el famoso pintor Nicanor Arepí Caicedo, daban al
conjunto la sensación de que los toros pronto alcanzarían la avenida que terminaba
sobre el marco carmesí.
—Bien, si le baja medio millón se lo compro.
El hombrecito, medio metro más bajo que él, se quedó mirándolo con esos ojillos
de odio de los indígenas más puros. La mirada de aquellos que han recibido toda la
carga de batallas perdidas, de vasallajes insatisfechos y de complejos sociales
asentados en su ADN. En el estudio se alcanzaban a percibir vestigios de su pasado
indígena: un penacho en la pared, unos collares de cuentas y plumas sobre un
escritorio. Al otro lado toda una colección de fotos, en una aparecía el artista al lado
de un hombre mayor que llevaba la cara pintada, parecía su padre y pasaba un
brazo sobre sus hombros sonriendo con evidente orgullo. Se hablaban muchas
cosas del señor Arepí, en las que además de ensalzar su talento se le agregaban
enigmáticas historias de miedo que nadie, con algo de educación, podría creer.
Esperaba una respuesta, y con el propósito de desestabilizarlo no miraba al pintor
a los ojos. No tenía ningún inconveniente económico para pagar el precio que pedía:
era lo justo, pero Alonso consideraba que si no hacía una contraoferta él no estaría
controlando la compra, sino que además lo verían como alguien “fácil” para los
negocios. Un pensamiento que definitivamente no podía permitir que se asociara
con él. A don Nicanor no le gustó que lo manipulara de ese modo, consideraba que
su arte valía y era evidente que el tipo todo lo que buscaba era sacar ventaja de él.
Finalmente accedió, la necesidad estaba por encima de la razón y no había muchas
personas que compraran cuadros de ese tamaño.
Una vez se lo llevaron a la casa y lo instalaron Alonso se quedó mirándolo
embelesado. La sensación era casi hipnótica, incluso los de la galería se demoraron
más de lo normal en la instalación porque no podían dejar de mirarlo. “Esta noche
cuando Claudia lo vea va a quedar deslumbrada”, pensó para sí mismo, sintiéndose
orgulloso de todo cuanto poseía. Consideraba que así la gente podría cuantificar su
mérito personal. “¿Estará embrujado?”, escuchó comentar a los trabajadores.
Alonso sonrió, se decía que Arepí Caicedo antes de emigrar de su tribu había sido
un taimaná, un brujo.
20

La música inundaba la sala con seductores compases. Como lo predijo, a Claudia


le fascinó el cuadro, por eso eligió sentarse en la sala de manera que quedaran
mirándolo directamente.
—Me está empezando un ataque de celos –dijo sonriendo mientras pasaba
los dedos por sus suaves mejillas-. Parece que hoy no tengo tu atención. Si hubiera
sabido que ese Arepí Caicedo te iba a resultar más interesante que yo no lo hubiera
comprado.
—Lo siento Alonso –respondió espabilándose, regresando la mirada a sus
ojos-. No se puede negar que es interesante. Es como si estuviera vivo, como si
pudiera escuchar los cascos de las bestias golpeando el asfalto.
Le gustó la ocurrencia, entonces buscó sus labios.
—Mmm. Asfalto… No. Un asalto era lo que él intentaba hacer conmigo, pero
lo convencí de que cobrara lo justo.
—Ojalá no lo hayas molestado –respondió con tono preocupado-. Se dice de
él que es vengativo.
—No le tengo miedo –siguió besándola deseoso de cambiar el tema.
—¡Ah! ¿Lo sentiste? –Exclamó ella rompiendo el hechizo del beso-. Fue
como un pequeño temblor, creo que las ventanas vibraron.
—No es nada. Estamos en el piso 27. La avenida de abajo es muy concurrida,
es posible que un camión haya sacudido las columnas del edificio.
Lo dejaron así. A la mañana siguiente, luego de que ella se marchara Alonso se
tomaba un café en la sala mientras reparaba en todos los detalles del cuadro. Por
alguna razón le pareció que la manada había avanzado unos pasos con respecto al
día anterior. ¡Era increíble la magia de esa pintura! La ilusión que generaba en
cualquiera que lo mirara.
El día transcurrió con normalidad. Llegó al apartamento entrada la noche, se sirvió
la cena y se sentó a leer una revista. A los diez minutos tuvo que tirarla al suelo, la
sensación del sonido de los cascos era tan fuerte que no podía concentrarse en la
lectura.
Pero lo peor eran las vibraciones del edificio, daba vueltas en la cama desesperado
con el pensamiento de que había hecho una mala compra. El constante pasar de
los carros hacía que se remeciera el piso del apartamento, y la cama. A eso de las
tres de la mañana una serie de movimientos bruscos lo hicieron levantar presa del
pánico y correr hacia la sala, los vidrios habían comenzado a cimbrearse, estaban
a punto de estallar.
—¡Pero, qué diablos es esto! ¿Un terremoto? Si no es un terremoto, juro que
mañana mismo demando a los de la inmobiliaria. Como es que no me avisaron de
este… -se detuvo en medio de la frase, aún en la penumbra se podía ver cómo los
toros avanzaban por la avenida.
21

Se sentía el trepidar de las bestias por la calle, aunque pareciera una locura, ya
habían subido al puente y se estaban acercando al marco del cuadro. Los animales,
enfurecidos y desorientados, emergieron a saltos dándole muy poco tiempo. Alonso
corrió y se tiró atrás del mesón central de la cocina, con la esperanza de que ahí
sus cuernos y sus potentes patas no lo alcanzaran. En pocos segundos todo eso se
desvaneció.
Al día siguiente el noticiero mostraba las imágenes de un grupo de peritos policiales
revisando un lujoso edificio de la ciudad.
—Esta mañana fue encontrado muerto en inexplicables circunstancias, el
señor Alonso Ballesteros, propietario de un apartamento en el piso 27. El hombre,
de 36 años vivía solo y se decía que era muy rico…
El teniente Peláez no podía alejar la mirada del inmenso cuadro de la sala, tenía la
sensación de que adentro los toros corrían. La vibración de las ventanas lo distrajo
de nuevo sobre la escena del crimen. Todo estaba roto en el apartamento. El
muerto, en cambio, no tenía ni un rasguño.
22

EN EL RÍO TE HE VISTO
Son ya dos semanas desde que Beatriz se desliza bajo las aguas del río. Suena
mal, pero no es lo que todo el mundo cree. La gente se ha atrevido a decir que de
alguna manera soy el culpable de su desaparición.
En este pueblo Beatriz Solórzano fue una institución, fue abogada, notaria y ahora
alcaldesa, muchas cosas importantes. Así que sin ser muy mayor ya era una
matrona respetada y querida por muchos. También envidiada, en ocasiones
maldecida por aquellos que consideraban que no estar casada y sin embargo
mantener una atención ilimitada por mi parte, así como la de un par de amigos más,
era un descaro; pero nuestros amigos se fueron y sólo quedábamos los dos.
Con esto quiero señalar que a una mujer como mi amiga la alcaldesa nadie podría
haberla hecho víctima sin que quedara una larga estela de desastre en su casa o
en la alcaldía, ella era una mujer fuerte, capaz de enfrentarse a quien fuera.
Por eso hoy quiero contarlo todo y dejar claro qué fue lo que realmente pasó…
Es difícil de precisar, acaso sería hace unas dos semanas que mi amiga Beatriz se
me acercó con el cuento de que se sentía cambiar.
—Es bueno cambiar Beticita –le dije-, es algo por lo que a todos nos toca
pasar.
—Pero Pablo, no es que haya cambiado mi manera de ver la vida, es otra
cosa. Te digo, estoy cambiando, mi cuerpo ya no es el mismo.
La abracé con algo de ternura, como mucho tiempo atrás lo solía hacer pues creí
entender su preocupación: la menopausia le había llegado y eso era horrible para
alguien tan femenina como ella, pero sobretodo la afectaba en su miedo a la vejez.
Dejé que se fuera, pero los días siguientes se movía intranquila por todo el pueblo.
El siguiente viernes llegó a mi casi al borde del colapso. Su piel sufría de un
resecamiento espeluznante, necesitaba pasar largos ratos bajo la ducha para poder
mantenerla tersa, pero no podía estar así todo el día.
—No sé qué me pasa Pablo. Siento unos antojos de pescado que ni creerías,
y… no sé.
—Pues hagamos mañana una cazuela, hace tiempo que no nos reunimos...
Pero… qué te preocupa –la apremié para que se animara a terminar y que me dijera
aquello que la tenía tan azarada.
—Bueno, es que me siento como enjaulada aquí.
—Ay, Beticita, pues vete de vacaciones por un tiempo. Te presto la finca y ve
a descansar, o da un pase por Bogotá, visita a tu hermana.
—No, no creo que ninguno de esos lugares me sirva –recuerdo con precisión
ese día porque me miró como si estuviera a una distancia de kilómetros y no junto
a mí en la silla, luego añadió tras un largo suspiro-. La jaula es el mismo aire.
23

Así transcurrieron varios días. Beatriz se fue tornado más silenciosa y preocupada.
Tenía miedo de que estuviera entrando en una depresión severa así que intenté
hacer algo para distraerla, le regalé una caña de pescar y la invité al río, cosa que
pareció animarla. La primera visita le encantó, tanto que se volvió su afición, pasaba
tardes enteras junto al río pescando o tratando de pescar porque nunca le vi un
trofeo.
Una tarde decidí asomarme a la rivera del río donde solía esconderse para pescar
y darle una sorpresa. El sorprendido fui yo. Beatriz en ese momento estaba sacando
un bagre de al menos dos kilos, le enterró las uñas para detenerlo, se tiró en cuatro
patas sobre el pasto y se lo comió. Se comía a los peces que sacaba, ahí mismo,
crudos. El asco no me permitió reaccionar rápido, así que pude ver que a
continuación se desnudaba para nadar y me quedé impresionado por la enfermedad
de su piel, no era una resequedad cualquiera, más parecía que le estuvieran
saliendo escamas. Me di la vuelta y regresé a mi casa sin hacer señal alguna. No le
dije a nadie nada, para qué, qué sentido tenía ponerla en boca de todos.
Hace unos días hubo una tormenta. Llegó empapada a mi casa, era de noche y todo
estaba oscuro. Sólo la acompañaban los truenos que dieron pie a su entrada semi
triunfal.
—Ya sé qué debo hacer –me dijo con el rostro iluminado, estaba radiante-.
Sólo vine a despedirme de ti Pablo, mi único amigo, mi confidente.
La hice entrar, y luego nos enzarzamos en una discusión porque no podía aceptar
lo que ella me decía. Faltaba poco para el amanecer cuando me convenció por fin
de que la acompañara hasta el río. Hacía frio, la oscuridad lo invadía todo y mi ropa
empapada parecía pesar una tonelada. Se acercó despacio a la orilla y se comenzó
a desnudar. La pertinaz lluvia y la escasa luz de la luna bañaban su cuerpo, las
gotas acariciaban su blanca piel, su cabello pegado a la espalda parecía una señal
de que algo nuevo iba a pasar. Se fue deslizando suavemente en el torrente, se
hundió frente a mis ojos mientras sonreía, por fin era feliz. Así se fue. Se fue Beatriz
como sirena de río. El mismo que esa noche arrasó las casas de los infelices
pescadores que le roban la sustancia a la corriente. Esa noche supe que las sirenas
de los ríos quizás sean más dulces, pero no por eso son menos irascibles que las
de mar.
No la maté, ella se fue sola y es feliz.
24

AVES DE RAPIÑA
La cadencia del saxofón llenaba cada esquina del recinto, la armonía de aquel
sonido le daba un aire melancólico a ese atardecer que se acercaba al final.
—Esa es la música de un antiguo jazzista llamado Charlie Parker.
Escuchen… Now’s the time no requiere de palabras, es un descanso para el
espíritu. Habla de la sonrisa y de la lluvia. Habla de que podemos ser más de lo que
somos. Piensen cómo era ser negro en una sociedad que odiaba a los negros, no
obstante, él logró amansar sus espíritus con la suavidad de su ritmo —la maestra
mantuvo los ojos cerrados mientras decía esto–. Escúchenlo con el corazón y
podrán entender por qué su música formó parte de la historia de Julio Cortázar. Es
inquietante cuando entendemos que Jhonny Carter, su personaje más insigne
después de la Maga, vive la desolación de las almas sensibles cuando descubren
que están irremediablemente ancladas a la realidad. “El Perseguidor” — la profesora
Lucero por fin pareció salir de su ensoñación—, es una obra maestra tan profunda
como la música que lo originó. Bueno, no es más, se termina la clase. Quería
dejarles este recuerdo antes de que se fueran, en un mes será su graduación y yo
no daré más clases. Con esta canción sólo quería decirles que siempre recordaré
la forma en que sonríen.
Los diez estudiantes, siete mujeres y tres hombres, tomaron sus cosas sin poner
mucha atención a la música que la profesora usó como despedida del curso de
literatura avanzada. Las notas del saxo de Charlie Parker sonaban armoniosas y
alegres sin que ninguno de ellos se conmoviera. Tenían muchos pendientes por
resolver y no sólo se trataba de la graduación, el Estado se ocuparía de celebrarles
ese logro. Era su futuro el que los distraía.
—¿Saben que no hay más estudiantes en la ciudad? Hasta dentro de tres
años, quizás, se vuelva a ocupar este salón. Los únicos alumnos que hay
matriculados apenas van a cursar octavo grado y son sólo cinco adolescentes –
susurró la maestra y agregó con un hilillo de voz—. Hay muy pocos jóvenes a los
que educar.
Los chicos le dieron la espalda, salieron sin cerrar la puerta tras de sí. Atrás quedó
la profesora con su música, sus recuerdos y su melancolía. Quedo sola con sus
recuerdos. Ahora lo más urgente para ellos era consultar los obituarios del día.
Sofia y Manuela se adelantaron al café. Se adelantaron por el pasillo, a esa hora el
único ser diferente a ellos que lo habitaba era el barrendero. Solo un aseador al que
nadie puso cuidado. Mientras caminaban por el pasadizo Manuela, nada más ver a
Sebastián que salía de la clase de física se soltó el cabello consciente de que al
pasar por la ventana el brillo del sol le daría sobre él y destellaría con visos dorados
y rubíes. No pasó desapercibida, aunque no la siguió como lo deseaba, se quedó
atrás con los de su grupo.
—Doña Patricia, dos capuchinos, por favor— pidió Sofia nada más entraron
a la cafetería, sin levantar la mirada de sus apuntes aún no terminaba de copiar la
última idea de lo que dijo la profesora.
25

—Y el periódico de hoy doña Paty –solicitó Manuela, sonriéndole a la


dependienta. Se organizó su roja melena por detrás de las orejas, buscaba a
Sebastián.
La mujer, una anciana, asintió mientras su ceño se fruncía por el esfuerzo que
representaba distinguir las figuras que desde el fondo del pasillo parecían
acercarse. Sus ojos azules estaban casi tapados por los párpados superiores,
¿cómo hacía para ver? Indudablemente necesitaba una blefaroplastia, así se lo
dijeran muchos estudiantes, ella se negaba, aquello superaba su presupuesto.
Lentamente preparó los capuchinos, tomó su bastón con la mano izquierda mientras
que con la derecha llevaba la bandeja hacia la mesa, pero al ver que otros chicos
conversaban en la puerta, se detuvo.
—Doña Paty, ¿le pasa algo?
—No. Estoy esperando que ellos entren y hagan su pedido, para no hacer
dos viajes a la mesa.
Sofía respiró profundamente, desesperada, pasó sus manos por la cara con
brusquedad. Manuela se limitó a sonreír mientras se dirigía al mostrador.
—No se preocupe doña Paty, yo traigo los capuchinos. Y el periódico.
Manuela se sentó junto a Sofía, ante la mirada serena de la anciana. Mientras
endulzaban el café, una de ellas abrió el periódico en la ansiada página. Revisaron
rápidamente rastreando las palabras que buscaban.
—Amado padre…profesión archivista. Querida hermana… florista. Estimado
esposo… constructor, ¡ja! Se nota que la viuda ya no lo soportaba –se burló Sofía—
. Bueno, aquí sigue: desconocido 1… barrendero. Fulano sin familia, tendero.
Floresmira, sin familia también, guardia de tránsito.
—No –exclamó Manuela desilusionada—. Ningún crítico literario, ningún
sociólogo. Así está como difícil que encontremos algo para nosotras.
—Paciencia amiga, apenas empezamos a buscar, todavía tenemos un mes.
—¿Hay algún “sin familia” ahí? –Preguntó Sebastián acercándose a las
chicas, Manuela sintió que su corazón dio un salto. Los demás de su grupo llegaron
después de él, y con su presencia llenaron la cafetería.
—Hay varios, ¿por qué te interesan?
Sebastián, esperó que Teresa se acercara, la tomó cariñosamente de la mano y
ambos sonrieron mirándose a los ojos. Los chiflidos no se hicieron esperar, todos
empezaron a darles palmadas en espalda y cabeza celebrando la decisión. Solo a
Manuela se le desdibujó la sonrisa por un breve instante, se recompuso y con
esfuerzo sus labios formaron un arco, aunque un brillo triste se quedó en sus ojos.
—Ah, si es por eso tenemos que buscar un lugar bonito y grande donde se
puedan hacer reuniones –aclaró Manuela—. Algo así como la casa de un
arqueólogo, esos guardan muchos cachivaches.
26

—Más fácil la de un artista –opinó Nayar, el muchacho hindú.


—Velos –exclamó Teresa sonriente—. Aún no nos hemos mudado y ya
amenazan con invadirnos.
—Admítelo Teresita –agregó Sofia pasando su brazo por encima del cuello
de su amiga—, sin nosotros ustedes terminarían aburriéndose, en un mes no se
soportarían. ¿Te imaginas lo tediosas que se te harán las conversaciones de
Sebas? –juntó sus dedos e hizo un ademán para imitarlo—: “luego del Big Bang el
universo se expande y los hoyos negros se contraen, por lo tanto, si a esto le
aplicamos las leyes del salto cuántico, podremos determinar que…”
—¡Yo nunca diría una sarta de tonterías como esa! –saltó Sebastián
fingiendo que iba a ahorcar a la chica.
Al acercarse a ella el periódico se deslizó de la mesa, sólo Nayar lo notó, había una
vacante en la universidad.
******
La profesora Lucero se agachó para recoger el marcador, lo guardó con el resto de
sus implementos. Dos doctorados en el área de ciencias sociales, decenas de
investigaciones finalizadas, libros publicados, conferencias en todo el mundo y aun
así se sentía abatida, no regresar a un salón de clases le causaba gran desazón.
Salió del aula. Afuera sólo se encontraba el aseador, en otra ocasión lo habría
saludado hoy ni lo notó. Un escalofrío le recorrió el cuello, como quien presiente
algo, y por un instante se sintió viviendo en uno de los clásicos libros de Stephen
King. Era como si de repente un evento fuera a ocurrir. Miró a su alrededor un poco
nerviosa, pero nada digno de admirarse se destacaba. Reanudó su camino.
Siempre le sucedía, se encariñaba con los estudiantes “y cuando creo que por fin
me comprenden, reciben el grado” murmuró. Se iban a buscar mundo, a encontrar
ese esquivo reconocimiento que le era prometido a los pocos, que como ellos,
decidían continuar el crecimiento del potencial humano. “Nunca más regresarán”,
pensó. Ese proceso lo vivían todos los docentes, se convertían en materia de olvido,
pero Lucero no los olvidaba.
En su carrera profesional de más o menos 45 años, su dedicación a la docencia no
sumaba más de unos diez años. De vez en cuando aparecían grupos de
estudiantes, todos inferiores a quince personas. Eran tan pocos los jóvenes que
difícilmente se llenaba un aula. Los recordaba a todos, con nombres y apellidos.
Muchos de ellos llamaban continuamente a la rectoría a preguntar si algún profesor
había muerto. Por eso los demás docentes los odiaban.
“Es que parecen aves de rapiña, Lucerito”, le decía la doctora Lilia cuando se
reunían a conversar. “Nada más están esperando que nos muramos para ellos venir
corriendo a ocupar la plaza”. Entonces le respondía: qué más pueden hacer, desde
que se eliminó la jubilación y se extendió la vida, los jóvenes tienen escasas
oportunidades. “Pues Lucerito, que se empleen como ayudantes de dormitorio en
27

las casas de los docentes. Así empieza la mayoría y van aprendiendo a trabajar al
lado de uno”.
Pero no todos querían ese destino. Su ayudante actual, Octavio Mora, ya tenía 32
años y estaba cansado de limpiar su casa y de hacer tareas menores de
investigación. Ahora mismo realizaba entrevistas para su última investigación. Parte
del crédito era para él, y del dinero, pero era consciente de que eso no resolvía el
problema, si un empleo estable y bien pago era lo que buscaba. Su única opción
era la muerte, la de ella, al fallecer Octavio ocuparía su lugar. Pero Lucero Giraldo
estaba muy bien de salud, no existía la más mínima posibilidad de que fuera a morir
en los próximos años.
Volvió al presente, el solitario y oscuro parqueadero resonaba con cada paso. Un
eco diferente zumbó en sus oídos, dio una vuelta sobre sí misma preocupada ¿qué
podría ser? No obstante, no percibió nada anormal. Al acercarse a su carro, un
BMW plateado, sacó de su bolso los marcadores y el borrador de tablero, e
inmediatamente los tiró a la caneca de basura junto a la pared. Pasaría mucho
tiempo antes de volverlos a necesitar.
Un click muy sospechoso y demasiado fácil de reconocer sonó a su espalda. Sonrió
para sus adentros era la perfecta escena de Dashiel Hammet, oscuridad, sigilo,
sonidos extraños, una de sus favoritas. Inmediatamente la oscuridad del pasillo se
rompió con dos fogonazos.
*****
—¡Bang! Luego hubo otro ¡bang! –explicó Manuela al policía, aún perturbada
por lo ocurrido.—. Eso fue todo, corrimos al sótano a ver y la maestra estaba tirada
en el piso.
El detective escuchó atentamente, tuvo que desajustarse las gafas porque se le
metían entre la arruga del puente de la nariz y la mano le temblaba al tomar las
notas, ese ademán le daba segundos para repasar los gestos de sus interlocutores.
Los demás jóvenes asintieron, así confirmaban no sólo la versión de la estudiante,
sino sus propias coartadas. Después de todo ellos eran unos sospechosos
potenciales.
Rodríguez se sentía desconcertado. En sus muchos años de carrera nunca le tocó
lidiar con un posible asesinato. Éste parecía fácil, pero a la vez no lo era, pues la
mujer agredida no tenía familia, ni esposo o novio conocido, y lo único que alguien
podría desear de ella, era su puesto en la universidad. Cualquier egresado del área
de la señora Giraldo era un sospechoso y por eso los consultó nada más supo que
ella era la víctima; afortunadamente no eran muchos, pero a la vez todos pudieron
demostrar que no estaban cerca en el momento del ataque. Los más próximos
estaban en la cafetería de la universidad; el más lógico estaba a diez kilómetros
efectuando entrevistas; los más necesitados, es decir, los egresados con más años,
o estaban con sus parejas o trabajando en cualquier otra cosa; igual pasaba con los
otros profesionales que podrían estar interesados en “mejorar” sus opciones de
carrera: tenían coartadas.
28

—Detective –su ayudante, un joven de algo más de treinta años se le acercó


con un periódico en la mano.
Él lo miró atentamente, le daba espacio para que hablara. El joven policía lo imitó.
—Hable hombre—, lo apuró.
—Mire este obituario –le enseñó el periódico—, ayer falleció don Benjamín,
de oficio barrendero. Yo lo conocí personalmente. Era el aseador de este edificio.
Un hombre de casi cien años.
— Bueno, y eso qué tiene que ver.
—Sólo quería señalar que hace poco salió un hombre con uniforme de
aseador, cargando una enorme bolsa de basura sobre su hombro –el policía lo miró
sin comprender, el joven suspiró ante la poca suspicacia que mostraba su
interlocutor—. Le recuerdo que por muy bueno que sea el sistema de reemplazo de
vacantes, en un día no se pueden completar ni siquiera los papeles del seguro.
Alguien fingió ser don Benjamin.
*****
—¿Estás seguro de que eso es lo que quieres hacer? ¿Estás seguro que
podrás vivir con eso el resto de tu vida?
La maestra Lucero miró a los ojos al rostro conocido que le apuntaba con una pistola
que parecía sacada de un museo.
—Creíste que estaría indefensa –le respondió con menosprecio sacando de
su bolso una pistola similar—. Llevo un arma, siempre estoy preparada porque no
es la primera vez que enfrento amenazas. Pero, debo admitirlo, sí es la primera vez
que las llevan a cabo.
—Tengo que, lo siento, es la única opción. Mi esposa está embarazada, ¡de
mellizos! — responde Octavio—. Hace diez años empecé a contemplar esta
posibilidad, pero ya no puedo dilatarlo más. Es mi turno de ser el investigador
principal, de presentar conferencias, de dar clases. Yo, que he estado al pendiente
de todo lo nuevo que sale, me lo merezco más que usted.
—¡Por favor! –exclamó ella con cierto desprecio—. ¿Cree que eso le hace
especial?
—¡Por Dios mujer! ¿Acaso se ha escuchado usted misma en los últimos
años? Sigue hablando de Chesterton, de Cortázar, de Borges, de García Márquez.
Para usted nadie que supere el siglo XX es escritor, qué me dice de autores como
Miriam Muñoz, Enrique Alvaro, Jean Carlo…
—¡Bah! Autores menores. Ninguno ha cambiado la literatura.
Quería cortarle la disertación, pues ya empezaba a aburrirla, además nunca ha
tolerado que la contraríen. Disparó. Ni siquiera lo pensó, cualquier jurado fallaría a
su favor. Octavio se fue hacia atrás cuando la bala le tocó el hombro, la sangre
29

empapó la tela prontamente y seguía manando con fuerza, era evidente que iba a
desangrarse.
—Definitivamente disfrutaré matándola –exclamó el ayudante, disparando a
su vez con una mueca de dolor—. Nadie sospechará, de mí.
La mujer se derrumbó de espaldas contra su auto, la sangre salpicó las puertas y
las ventanas opacando la brillantez del metal. Cayó al suelo y el arma resbaló de
sus manos hasta la alcantarilla.
—¿Tendrá mellizos? -susurró en medio del silencio.
Recordó miles de tramas de misterio que había leído en su vida y un dato le vino a
la mente, los embarazos dobles se encuentran dentro de una inscripción en el ADN,
existe la herencia. Octavio sonrió al ver la comprensión en sus ojos.
—Mi hermano está haciendo entrevistas y lleva mi credencial, nadie pondrá
en duda que estuve a kilómetros de aquí. Además, a nadie se le ocurre que hoy en
día pueda tener hermanos.
La dejó en el pasillo desangrándose, tomó una enorme bolsa de basura para ocultar
su cara de las cámaras.
Pero Octavio estaba mal herido, lo evidenciaba la expresión de sus cejas arqueadas
y sus labios apretados, sentía cómo se le iba la vida. No se dio cuenta del momento
en que la parca se enganchó a él cuando la maestra disparó. La huesuda le acaricio
el pecho, las manos, las sienes y sopló sobre sus ojos para que se dispusiera al
descanso. Octavio salió sin que nadie lo notara, trastabillando se fue por los linderos
de la universidad hasta que su cuerpo cedió a la muerte y cayó en el fondo del río
que pasaba cerca. Quedó un investigador para ocupar la ansiada plaza, sin práctica,
sin los mismos conocimientos, pero sí con la apariencia.
30

CUANDO PISAS UN HORMIGUERO


El polvo se levanta con cada paso que doy. El aire está denso, me cuesta respirar,
no puedo ni siquiera pensar bien. Si me hago sombra con la mano así lograré
distinguir a Theresa que debe estar en una esquina… frente a un oficial… Ahí la
veo, tiene la misma mirada de todos, temerosa, sin esperanza; los dedos, esos
deditos largos y delgados, como de pianista, que amé siempre, se pasean nerviosos
por sus mejillas. Así no fue siempre. Antes todo era diferente. Antes yo era
diseñador de zapatos en Berlín, pero llegaron los nazis, llegó el Führer. ¡Maldita
sea, yo antes pensaba, pensaba por mí mismo! Ahora… no sé qué soy. Y digo qué,
porque ya no me siento como un quien. Antes mi mente mantenía una línea de
pensamiento, ahora todo llega junto.
—Saludos Asher, que tengas una buena tarde –casi río cuando Theresa dice
cosas como esa. Son fórmulas aprendidas que no podemos olvidar, así ya no
tengan ningún sentido. A pesar del miedo, eterno y fértil, ella esboza una ligera
sonrisa que va dirigida a mí.
He recorrido este camino miles de veces, ida y vuelta, a todos les he llevado sus
zapatos arreglados, maquillados, embellecidos. He aceptado y acatado las órdenes
siempre. No me queda de otra, a nadie le queda de otra. Regreso a la barraca que
nos han asignado. Martilleo, martilleo, y martilleo todo el día. Sé que si me detengo
me matarán. Me limpió el sudor y Heinman aprovecha mi descuido.
—¡Pero qué pedazo de idiota es usted! ¿¡No ve que estoy arreglando esas
botas!? –grito molesto-. Heiman, no se las lleve.
—Lo lamento –se excusa con un hilillo de voz, agachando la mirada y
apretando los zapatos sobre el pecho-, pero el her teniente las está pidiendo.
—Y que hago si no están todavía. Espérese a que le ponga este pegante y
ruegue porque no se le desbaraten-, se las arrebato, quiero terminar el arreglo.
Pobre Heiman, solo tiembla y gime en silencio.
Pedazo de pendejo. Miserables ratas, qué digo ratas, ¡hormigas! Somos hormigas
que pueden pisotear en cualquier momento. No. Debo concentrarme, una sola idea,
un solo foco de luz debe anidar mi mente. Respira profundo Asher, respira. Vive un
día más, siempre un día más. El terror que siente Heiman, huele, tiene un olor ácido,
casi se puede tocar. Convertirse en el “ayudante” personal de un oficial nazi, no es
mejor destino que la muerte.
Martillea, martillea, suda, suda, martillea. Dieciséis horas de trabajo diario. Hubo un
tiempo en que me ardían los músculos de tanto trabajar en el taller, ahora sólo me
doy cuenta que me arden cuando de repente dejan de doler. Entonces recuerdo que
aún estoy vivo.
El reloj da las tres, miro a los otros y ellos me miran a mí. Tomo mis utensilios y
salgo otra vez al patio, a recorrer el camino hasta la barraca del her comandante.
Los rayos del sol se caen sobre el campamento. Siento que me sale vapor del
cuerpo, me estoy evaporando. 600 seres hacinados en unas tres barracas y una
31

sola barraca para la comandancia. 50 guardias armados en torreones bien


sombreados, y una sola barraca para la comandancia. Camastros llenos de pulgas
para los judíos y una cómoda barraca para la comandancia. Me duele la piel. El sol
casi no me permite ver bien, ¿o será el miedo?
Tengo que concentrarme, es lo único que deseo, tener un solo pensamiento no los
miles que se agolpan en mí ahora. ¡Maldita sea! ¡Maldita sea! ¡Piensa! ¡Piensa! ¡No!
No, verdad que el her teniente ruso me dijo que mejor no lo pensara, que me dejara
llevar. Vivir un día antes de empezar a pensar en el otro. Está bien Asher, ya lo
sabes, no pienses concéntrate en las estrellas, mejor, en el más allá. Más allá de
estos muros donde todo es claridad, donde hay comida y camas blandas y no hay
miedo. Así es, donde algún día, cuando acabe la guerra nos instalemos más allá
del miedo. Theresa, ahí estaremos. Puedo pensar todo esto, puedo pensar muchas
cosas, pero por detrás de mis ojos sólo existe el miedo, no dejo de temblar aunque
haga calor.
—Her comandante, le traigo las botas de montar que pidió.
—Pase.
Entro, la cabaña está fresca. Los dos guardias que están con el comandante se
quedan conmigo mientras él se va a su habitación a medirse las botas. Los siento
a mi espalda, uno a cada lado. Casi los puedo oler, huelen a colonia, a agua, están
frescos y bien alimentados. Sé que el her comandante me va a llamar en cualquier
momento y saco mis útiles de zapatero, un martillo y un clavo. Respiro profundo y
sin pensarlo hundo el clavo en el ojo del que está a mi izquierda y con el martillo le
doy un golpe que le llega hasta el cerebro al soldado nazi de mi derecha. No
alcanzan a decir nada. A pesar de lo mal alimentados, trabajar todos los días da
fuerza. Sostengo los cuerpos antes de que caigan, uno con cada brazo. Los
deposito despacio y en silencio sobre el suelo. Me asomo a la habitación, el her
comandante está sentado en su cama dándome la espalda, yo llevo mi martillo en
alto y…
—Asher –susurran en la puerta, no sé cuánto tiempo ha pasado, ¿minutos?
¿horas?-, ¡Asher!
Theresa ha llegado, está preocupada por mí. Salta entre los dos soldados muertos.
Me mira con sus ojos ensombrecidos y sin decir más me limpia la sangre de la cara
y algo de cerebro que saltó a la camisa.
—Ya es hora, ya mataron a her Gorkshow, Dailide, Kalymon y otros once
más. Se ha corrido la voz y todos se están reuniendo en el patio de atrás. Vamos.
El hormiguero se ha quedado sin su reina. Ni zánganos ni soldados saben cómo
actuar, todo se desborda. Tal vez una hormiga no pueda hacer nada contra el
zapato que la pisa, pero cuando todo el hormiguero se sube al pie de su atacante
hasta el más fuerte león puede perder el dominio.
32

Rompimos la barda de púas, corrimos por entre el bosque perseguidos por las
balas. Algunos, muy pocos, sobrevivimos a la intensa persecución, a las balas; y
por fin, un día, el miedo cedió tanto para Theresa como para mí.
33

EL ÚLTIMO ADAN Y LA ÚLTIMA EVA


Cuánto tiempo ha pasado. ¿Unos doscientos años? Mmm, es difícil decir cualquier
cosa con certeza. Sé esto, desde que las temperaturas comenzaron a subir varios
centenares en distintas partes del mundo decidieron esconderse bajo la tierra.
Luego las cosas se pusieron difíciles, a las sequías las seguían las inundaciones
pero el agua venía turbia, era difícil procesarla. No duró mucho tiempo antes de que
se desataran las guerras por agua. Nosotros nos quedamos aquí, dentro de la
madre tierra y sólo nos dedicamos a mirar a los de arriba, mientras hacemos lo
posible por vivir aquí abajo.
—¿Señorita alcalde? ¿Qué ha pasado con la gente de arriba?
—Es muy triste, quedan muy pocas personas en el mundo, arriba de nosotros
solo quedaban dos. Les voy a contar lo que les pasó:
Por una larga vía, antaño conocida como el camino que da a Mercedes del Norte,
rodeada por los escombros de viejas casas y los restos de árboles ennegrecidos de
la antigua ciudad de Armenia, camina con pasos monótonos y pesados una solitaria
mujer. Sus amplias caderas y sus piernas están cubiertas por una larga falda
oscura; la cabellera negra, desordenada por el polvo acumulado de muchos años
cubre toda su espalda, poco se puede descifrar de ella. Es algo mayor, no tanto
como las ruinas que la rodean, pero lo suficiente para recordar. Si alguien se acerca
podrá ver que delante suyo carga un morral que abraza como si fuera un niño, tiene
los ojos apretados por la tormenta de polvo y las arrugas acentuadas por su gesto
le dan un aspecto de resignación madura, no tiene miedo a caerse pues conoce
bien cada hoyo, el lugar de las lozas levantadas, los pedazos de escombro que hay
en el camino. Ha recorrido por tanto tiempo ese lugar que ya no le ofrece sorpresas.
Por fin llega al rellano, amparada por un enorme muro y los restos de un bosque
coloca en el piso su preciado morral y descansa un poco.
“Si soñamos que estamos vivos, entonces la muerte debe ser un despertar, ¿dolerá
despertar?”. Mira a su alrededor en busca de un interlocutor que le responda, “no
sé, no puede ser más difícil que vivir”. El hombrecito calvo estaba atrás sentado en
un tronco, sacó la punta de la nariz por la bufanda para tentar el aire, y se descubrió
la cara. Sus ojillos azules no funcionaban bien por lo que se acercó el frasco y lo
olisqueó un poco sin poner mucha atención a lo que la mujer decía. “Si aceptamos
que soñamos, entonces eso querría decir que los dos estamos soñando juntos”. Él
sólo se encogió de hombros. “¿Qué encontraste?” “Nada”. “No digas nada, que
tienes un frasco ahí. ¿Qué es, comida?” “No sé, no he podido abrirlo. ¡No lo vayas
a romper! Si es comida se llenará de vidrios.” “Tranquilo, no lo voy a romper, es un
viejo truco calientas un poco la tapa, la golpeas un poquito y… ¡ya! ¿ves? ¡No tienes
que arrebatármelo! Qué son.” “Champiñones, hace tiempo que no veía uno.” “¿No
me vas a dar? Yo te ayudé a abrirlos”. Él la miró de reojo y con la punta de los dedos
sacó una lámina para ella y otra para él. “Los comeremos de a poco”.
No dijeron nada más y se acostaron a dormir en su lecho de hojas secas. Una lámina
hoy y otra mañana, esa era la premisa para sobrevivir. Lograr un poco para cada
día. Lo suficiente para no morir. Él le dijo que morir no podía ser tan doloroso como
34

vivir, pero no creía que fuera cierto. Ella recordaba el día de la gran tragedia y cómo
la gente murió mucha en un solo día, pero las enterraron sin saber que todos
estaban muriéndose un poquito. Empezaban a recoger los escombros cuando la
gente comenzó a sentir dolor, luego una sed intensa que ni toda el agua del mundo
la podía apagar, muchos murieron ahogados en el río buscando mitigarla. Primero
de uno en uno, luego de dos en dos, luego grupos enteros fueron muriendo. Se
hicieron hoyos enormes para ellos, los más enfermos no esperaron a morirse y se
tiraron en esos huecos llenos de inmundicia. Los que quedaron vivos se fueron, lo
abandonaron todo, incluso a los hijos enfermos sin saber que algunos sobrevivirían.
Recordó aquella noche que llegó a la casa y vio a su mamá sentada mirando el
vacío, como tantas veces “mamá, no esperes a papá. Se tiró al hoyo de los muertos,
no volverá”. La esquelética figura de su madre la miró con dolor, pero ni siquiera
lloró.
Esa noche, como muchas otras noches soñó con la vida de antes. Sentía que ese
fue un tiempo en el que estuvo viva y ahora no era algo seguro, quizás estaba
muerta y no lo sabía. Se vio como una niña pequeña paseando a través del verde
de los árboles y el azul del cielo, caminando por calles lizas, vistiendo ropa de
colores, arropándose con la sombra de las ramas. Lo que nunca podía recordar era
lo que se sentía no tener hambre, aún en sueños le pedía comida a su mamá, pero
nunca le veía la cara y ella nunca le respondía.
Nuevamente salió el sol. Un sol ocre, salvaje, y con él se levantó el polvo, eterno y
miserable. Él ya se había levantado, le ofreció un pedazo de pan rancio con una
lonja de champiñón, ella sacó de su mochila una cantimplora y le ofreció un sorbo
de agua. Paladearon su parco desayuno sin decir nada. “¿Hoy recorremos la vía a
Circasia? Hace meses que no vamos por allá”. Él lo pensó un segundo y negó con
la cabeza, “entonces vamos otra vez hacia el centro, busquemos en las viejas
tiendas”. No asintió ni dijo nada, pero se levantó y comenzó a caminar en esa
dirección. A veces le chocaba que fuera así, ella tenía que hablar por él, pensar por
él, pero él sólo le ofrecía cortas frases sin sustancia. Creía que eso era porque sus
padres lo dejaron siendo más pequeño que ella y por eso no tenía suficientes
palabras en su cerebro, pero aún así a veces quería ahorcarlo.
Comenzaron a caminar con su paso cansino, no había nada ni nadie que los
apurara, tenían todo el tiempo para ellos y sólo una meta que cumplir: sobrevivir.
Recordó que antes reía. Eran más y caminaban largas jornadas en las que incluso
reían, pero el hambre y la enfermedad se los fueron llevando, ahora sólo quedaban
ellos que ni siquiera tenían nombres.
El sol rojo del atardecer trajo más viento, los chamizos que aún quedaban en pie se
estremecieron. Los muros comenzaron a crujir. Él se había metido en lo profundo
de un sótano, pero se estaba demorando quitando pedazos de paredes y hierros
retorcidos, seguro de que ahí había un tesoro. “!Sal!”, gritó. No respondió, pero
escuchaba el ruido de las cosas que movía. “!Sal, que esto se está poniendo feo!”
Como siempre respondió con silencio. De repente una carcajada, hacía mucho
tiempo no lo oía reírse de esa manera. Lo vio asomarse con una mirada triunfal
levantando una lata en cada mano. Comenzó a sentirse alegre, pero un rugido seco
35

le advirtió que debía retirarse. Instintivamente dio un salto hacia atrás y el sótano
colapsó. El sonido bestial de los muros quebrándose duró medio minuto. Ella se
quedó en medio de la calle sintiendo como el viento agitaba su cabello. El polvo
tapó su mochila, cubrió su rostro y la pequeña sonrisa que había iniciado en sus
labios como el rastro de un viejo conocido que volvía a tocar a su puerta, murió y
quedó enterrada en ese sótano. Quería quedarse ahí para siempre, pero la tormenta
de polvo ya no la dejaba respirar y se fue a buscar un refugio.
Caminó con esfuerzo, luchando contra el viento, contra el miserable polvo que lo
cubría todo. Este ocultaba todo, incluso a cada uno de los amigos que el clima y la
gran tragedia se había llevado. El sol seguía iluminando con un velo cobrizo esa
ciudad enrarecida por la soledad y el abandono. Pensó “también estoy enterrada,
estoy muerta”, sólo que su tumba no era de tierra sino de aire de polvareda de
hambre de dolor de cansancio de sudor, pero sobre todo, de silencio. Y lo odió por
cubrirla con su silencio. Por más que quiso no pudo acordarse de cómo sonaba su
voz, ni la voz de nadie.
Las lágrimas se volvían grumos que resbalaban por su cara. Vio un espacio en lo
que quedaba de un edificio y corrió hacia él. Se limpió el rostro con la mochila, el
suelo recibió su cuerpo agobiado por el cansancio, no quería pensar en nada. Si
habría silencio en su vida de aquí en adelante, que el silencio poseyera también su
cabeza. Luego hurgó entre sus cosas y gritó. Gritó de dolor, de angustia, de miedo,
pero sobre todo de soledad. Y lo aborreció aún más porque él era quien tenía la
comida, la poca comida que tenían la guardaba él, ella sólo tenía agua y ya estaba
casi lamosa. Furiosa tiró calle abajo la cantimplora.
No quiso quedarse quieta, quería agotar todas sus fuerzas para no tener que pensar
en nada más que en el camino. Anduvo toda la noche, a media noche el viento
había cedido. Al llegar el día un amanecer de lánguida luz grisácea la dejó ver el
corredor de rostros cadavéricos por el que iba. Siguió a pesar de que le ardían los
pies, el estómago le provocaba calambres y la vista se le nublaba. Un pozo de agua
lleno de moscos llamó su atención, la tormenta del día anterior le había dejado la
boca y la garganta seca, se agachó y tomó lo que pudo antes de que el agua se
mezclara con la tierra.
Era medio día, el sol calentaba con fuerza. Su cuerpo hervía por dentro y su piel
parecía latir. Aún así no quiso parar. Algo la hizo detenerse. Una voz. Le pareció
que era el sonido de una voz. Ese recuerdo distante de las palabras se acercó a
ella. Le preguntó algo, al principio no entendió pero aguzó el oído. “¿Qué haces?”
Era una voz suave, dulce. Era una mujer. “¿Qué? ¿Quién anda por aquí?” Y la voz
volvió a preguntar “¿qué haces?” “Camino, ¿no es obvio?” Se sintió avergonzada
por su brusquedad, después de todo ella no podía saber lo que le pasaba. “Quién
es usted, por qué no se deja ver.” Pidió, pero ella, la mujer escondida se rio. Fue
una risa suave, corta, casi de burla pero eso no le molestó. “Tontica, tú sabes quién
soy yo, piénsalo”. Comenzó a girar en redondo, no veía a nadie, ni tampoco un lugar
donde otra persona se pudiera estar escondiendo a menos que estuviera bajo los
escombros o en medio de un muro.
36

“No, no sé quién es”. La mujer volvió a reír en una media carcajada. “Tú sabes quién
soy. Ahora dime, ¿qué haces?” “Nada, camino. ¡Ya se lo dije! Ahora déjese ver,
para qué se esconde.” La polvareda se volvió a levantar y ella continuó su caminata.
La voz pronto fue acompañada por otras, una de ellas con tono chillón le decía “es
una infamia que tengas que vivir así, mejor muérete”, las demás rieron ante la
ocurrencia. Un profundo horror la estremeció. Otra voz añadió “!Oschh! Eso fue
brusco. Déjela ser”. Luego parecieron meditar unos minutos, casi podía sentir sus
pensamientos, los rostros invisibles de estos seres estaban cerca con los ojos fijos
en ella. Tuvo un segundo de agitación, se detuvo con el corazón acelerado. Lo
reconoció, estaba ahí. “Qué haces, porqué estás con ellos, ¿además de morirte
tienes que reírte de mí?”. Estas palabras fueron suficientes para que ellos se
mecieran por las carcajadas.
“Ustedes están muertos. Tan muertos como los muros de esta ciudad. Tan muertos
como el pasado”, ya no rieron tanto, pero algunos tosieron. Caminó un rato más sin
ser molestada.
“Quién soy, vamos tontica, tú lo sabes”, repitió la voz. Ya estaba llorando otra vez,
en esta ocasión de desesperación. “No, ¡no sé!” Para ese momento ya casi no
caminaba, sus pies se arrastraban, el sudor corría por su piel pero a pesar de eso
sentía frío. Cayó de bruces, resollando sosteniéndose con timidez de una pared. La
mirada se le perdía por momentos. “Mira hacia arriba. Quién soy”. Hizo lo que le
pidió. Entonces vio algo que podría calificarse de milagroso en ese tiempo de
abatimiento total. Una mujer de sonrisa amable extendía las manos hacia ella,
parecía invitarla a un abrazo. “¿Mamá? ¿eres tú mamá?” Otra vez las risas azotaron
su lacerado espíritu y una voz la ridiculizó, “Mami, ay mami, ¿eres tú mami?”.
Querían hacerla sufrir, pero ella ya no encontraba razones para sufrir más, era
suficiente. Había visto morir a todos a su alrededor, fue testigo de la caída de una
civilización, estaba sola, enferma y sin alimento. Qué más, pensó. Entonces tuvo
plena consciencia: estaba sola, era la única en el mundo. Sólo ella y nadie más que
ella sabía que el mundo se estaba muriendo. Moría con ella. Entonces se sintió
fuerte, se sintió desafiante y elevó su último grito hacia el universo “¡Y ustedes,
¿saben quién soy yo?!”
El sonido del viento fue el único que respondió, las manos de ella resbalaron sobre
el cartel de detergente que el desastre milagrosamente había dejado en pie. Cayó
al suelo con un último suspiro, al final, había recuperado la sonrisa. FIN.
—Esa es la historia de la gente de arriba y eso nos da la esperanza de que
un día podremos volver arriba.
37

CONFESIÓN

Mire parcero, estar aquí no significa nada, si vine fue por mi vieja. Bueno; si, usted
también tiene razón vine para poder pisarme de los tombos que me la tienen
montada, por allá un mancito me sopló porque quise abrirme del parche… Es que
no, uno tampoco está pa todas las cosas; una vaina es cargarse un muñeco por
unas cuantas lucas, pero ellos querían ya que nos topáramos con un pirobo que le
robó a un duro de Armenia y lo sacudiéramos con un abrelatas hasta que las cantara
todas.
Pero en fin, hablemos. Créame que yo no le critico nada, aquí todos sabemos que
mamá no hay sino una y que papá es cualquier hijueputa, yo sé de eso porque yo
mismo le he hecho la vuelta a un par de peladitas y por ahí de vez en cuando visito
a los chinitos para darles un dulce o acariciarlos un rato, pero al menos ellos saben
quién soy, me han visto; en cambio usted parce, de repente aparece después de
tantos años. Yo sé que usted me habló sólo por lo de la cucha y vea, sabe qué, se
lo agradezco, porque a pesar de todo ella nunca me permitió pensar que no tenía
papá y siempre me contó de usted, por eso quería conocerlo algún día para ver si
era verdad tanta maravilla.
¡Ja! Es que hay que ver cómo mi vieja parecía como si estuviera en medio de un
viajecito cuando hablaba de usted y decía que era el hombre más valiente del
mundo porque la sacó de las calles, también decía que era muy inteligente porque
todo el tiempo le mentaba un montón de tipos que dizque habían escrito libros muy
importantes.
Ella quiso que yo fuera igual, pero vea yo nací negado para el estudio, además esos
profes eran muy aburridos. Conmigo estudiaba El Flechas, mire ese güevón era
todo mosca y se las sabía rebuscar por donde fuera, tenía muchas lucas en el
bolsillo y se conseguía a las chinas más banderas, las más bonitas y por supuesto
yo quise ser como él. Por que mi vieja se la pasaba de buenas intenciones, pero
eso de aguantar hambre no es para nadie, así que aprendí a negociar con las
pirañas y comencé a vender porritos en la escuela, después me ascendieron y
comencé a ser vigía, usted sabe, yo era el que estaba pendiente si llegaban los
tombos mientras los del fierro se encargaban del mandado.
Un día, uno de esos manes lo dejaron tieso en medio de un trabajo, así que yo sin
pensarlo siquiera, y cagándome del susto, cogí el mazo y le di piso al man. Desde
entonces me volví escolta de uno de los duros y la vida mejoró. Bueno, al menos
hasta que el pirobo ese conoció a mi mamá y se enamoró de ella. Estuvo quieto por
un tiempo, pero usted sabe como es uno de macho que quiere algo y lo consigue
como sea; por eso me tocó pisarme de Armenia con mi mamá y venirnos pa acá,
pa Medallo donde la tía, sólo que no me imaginé que le fuera a afectar tanto a la
cucha porque figúrese que de entre tanto barrio preciso llegar al mismo donde usted
estaba.
Antes de saber que usted vivía aquí todo estuvo muy vacano, el lugar, el trabajo y
las peladas, hay que ver lo ricas que son las peladas de aquí y lo fáciles, estas no
38

se andan con tantos remilgos como las de Armenia. Pero las cosas se complicaron,
un man con el que la pasaba por acá se creyó muy abeja y me tocó ponerlo tieso,
porque, mire usted que uno no puede dejarse hacer el tonto, después todos creen
que le pueden hacer a uno lo que sea y quedarse fresco; no, nada vacán, a uno le
toca hacerse el berraquito.
Lo malo es que la cucha se comenzó a enfermar de los nervios, primero porque
usted estaba por acá y por eso dejó de ir a misa, luego supo que yo me había
enfiestado con Maritza, la prima, y eso no le gustó para nada, pero fue peor cuando
le contaron que yo andaba acostando muñecos por el barrio para conseguirme los
quininis que le llevaba. No aguantó, pobrecita, jamás me imaginé que con el mismo
fierro que me ganaba las lucas ella se iba a dar materile. Mire, si yo lo hubiera sabido
jamás me habría ido a probar la matraca que me prestaron y dejado el mazo en mi
cuarto, me lo habría llevado. Tal vez si antes de que todo esto pasó me hubiera
siquiera imaginado que ella haría algo así, jamás me habría dedicado a esto. Bueno,
creo.
Lo curioso de todo fue como se dieron las cosas. Usted tampoco se lo imaginó,
¿verdad? Cuando me llamó aparte creí que me iba a pedir confesión, pero resultó
al revés, usted fue el que me la soltó a mí.
Mire, entre todas las parroquias elegir preciso la suya, bueno, es la principal del
barrio pero había otra, sin embargo, yo quería la mejor para mi viejita.
Nada más me acuerdo la cara que usted puso cuando abrió el cajón y la vio, como
que la reconocía y no la reconocía, ¿no es cierto? Es que claro, 19 años de no verla,
debió haber cambiado mucho. Uf, sisas, ella cambió, jamás se me habría ocurrido
que se juntara con un cura, con lo rezandera que era. Ahora entiendo porqué era
una amante de la iglesia, ¿si me entiende? ¿Amante? Ejem. Si, qué pena padre, o
le debo decir papá.
39

CHICA GÓTICA
Esta no es una historia cualquiera, porque si fuera así les juro que ni me molestaría
en contársela. No, esta es una que se destaca de entre las otras. Comienza en una
noche cálida de verano, hay un viento suave que recorre la calle, la luz de los faroles
apenas si ilumina el lugar, la gente ya se ha ido a sus casas, sólo quedan los vagos,
los ebrios y alguna que otra alma perdida. No me ven a mí, ustedes no me vean a
mí, soy uno de tantos que ya forma parte del paisaje urbano. Los únicos seres que
se mueven por acá son las ratas y eso ya es mucho decir. En fin, de mí no quiero
hablar.
Quiero hablar de ella, nada más mírenla, es imposible pasar de largo con ella, una
jovencita triste de cabello morado y ropa oscura. Son muchas noches que la he visto
pasar. Se oculta en las sombras, lo sé porque he sentido esa necesidad de
ocultarse, camina con la esperanza de no ser vista. Me acerco y se esquiva, no sin
antes mirar con ojos llenos de miedo. Comienza su cadena de susurros. Siempre
es así, si siente que alguien se le acerca o incluso si se choca con algo es como si
se desatara en ella un infierno. Me aproximo de nuevo.
—Hola lindo –me dice susurrando-. No te acerques. ¡Lejos! ¡Hazte lejos!
Da unos pasos más. Mira a lado y lado. Luego llora y otra vez susurra. Levanta los
hombros en señal de derrota, no sabe qué hacer. Entonces voltea y me mira.
—No lo soporto –dice muy quedo-. Hay tanta soledad. Porqué me tenía que
pasar a mí. ¡Mírame! ¿Me veo bien no es cierto? Ni siquiera soy tan repulsiva,
pero… ¡heme aquí! Tengo que hablar contigo porque no tengo a nadie. Cuántas
veces he querido morir, pero ni siquiera eso puedo, tengo la responsabilidad de
seguir con vida. No porque mi vida valga algo, sino por ellos –se señala el pecho,
llora otro poco, quiero apoyarla, pero da un paso hacia atrás-. ¡No! Quieto ahí.
Se queda quieta, yo hago lo mismo. Qué hacer, cómo ayudar a alguien que le tiene
tanto miedo a la vida. ¿Acaso no sabe que hay miles de cosas por vivir? ¿Qué el
hecho de vivir es una aventura? Cada momento es una ventana a nuevas vidas.
—Me repito una y otra vez que no debo morir –continúa en su soliloquio-,
pero me pregunto si vale la pena, si algún día podré solucionar esto que me pasa.
Si podré devolverles la vida que les quité. O si lo que estoy haciendo es simplemente
alargar su condena.
No entiendo nada de lo que dice. Qué extraña es. No tanto como el mundo que nos
circunda, pero ella le da un toque adicional a la rareza. Hay dos tipos que salen de
la oscuridad.
—¡Huy tu tuiiii! Qué tenemos por aquí.
Vagos. Lo único que puede estar despierto en este lugar a estas horas. Me paro
entre ellos y la chica, pero lo que recibo es una patada en el estómago que me hace
aullar.
40

—Mira Juan, una gótica. Con labios negros y ojos remarcados. Todo el
paquete completo.
Ella trata de dar la vuelta pero le cierran el paso.
—Mujer –dice el otro-. Debe tener cuidado, en esta oscuridad y toda vestida
de negro, se puede perder, cualquiera pensaría que forma parte de las sombras.
—Sería muy triste –añade el primer rodeándola-, algo tan bonito no se puede
dejar solo.
—¡Por favor! ¡Por su bien! No me molesten, déjenme ir.
Parece un juego de gatos y ratones, se miran, dan vueltas sobre sí mismos, dan
vueltas a su alrededor como si quisieran marearla.
—Pero, cuál es la violencia, sólo queremos acompañarla… y de paso
divertirnos un poco. Solitos los tres.
—Si, eso no tiene nada de malo. Todos los seres humanos se quieren divertir
–él le intenta coger el brazo pero ella lo esquiva con rapidez.
—¡No me toquen! –grita bastante alterada-. Se los advierto, en serio –suena
más a ruego que a advertencia-, puede ser peligroso para ustedes. ¡No me toquen!
Ellos se muerden los labios de la risa, se ríen y se acercan más. No les importa que
me les meta entre las piernas, sólo me patean y así me obligan a que me aleje.
—Déjese querer.
—¡Que no me toquen!
Se le lanzan encima. Uno la toma por la cintura y el otro le agarra las muñecas
obligándola a levantar los brazos, mientras así puede acercarse a sus labios. Ella
grita. Sabe lo que va a pasar, yo también, pero me siento en la obligación de
ayudarla. Me aproximo y muerdo la pierna de uno de ellos. Entonces, del pecho de
ella sale una luz que lo envuelve todo, se expande y a medida que los envuelve van
desapareciendo. Se van perdiendo en un lugar extraño, lo alcanzo a ver antes de
que se cierre, con árboles que inician por las ramas y terminan en las raíces, hay
una luz oscura que va emergiendo desde el borde del horizonte hasta cerrar sobre
el pecho de ella.
No importa cuánto grite la muchacha lo único que queda en la calle es la noche y
ella, pero ella tiembla. La escucho decir: “tranquilo perrito, mi amigo, mi único amigo.
Tranquilo, allá están papá y mamá que los podrán cuidar. Allá están todos los que
alguna vez he tocado. Cada vez que cierro los ojos los veo, siento sus vidas
agitándose en el mundo que tengo dentro de mí. ¿Ves por qué no te puedes
acercar?”
Un ebrio, atormentado, sale corriendo de una verja oculta por las sombras dejando
atrás su botella.
—Si, corra –susurra-, es mejor que todos se alejen. Lo he dicho siempre.

Вам также может понравиться