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Las ciencias sociales:

SINRAZÓN Y FILOSOFÍA ROMÁNTICA


Las ciencias sociales:
SINRAZÓN Y FILOSOFÍA ROMÁNTICA

José C. Valenzuela Feijóo


Primera edición: 2004
Las ciencias sociales:
sinrazón y filosofía romántica
Diseño de forros: Julián Hugo Guajardo
Ilustración de portada: DePedro, La jauría (1999).
Técnica mixta sobre tela, 1.80 x 1.75 mts
© José C. Valenzuela Feijóo
© Universidad Autónoma de Zacatecas
© LVII Legislatura del Estado de Zacatecas
© Plaza y Valdés, S. A. de C. V.
Derechos exclusivos de edición reservados para
Plaza y Valdés, S. A. de C. V. Prohibida la reproducción
total o parcial por cualquier medio sin autorización
escrita de los editores.
Editado en México por Plaza y Valdés, S. A. de C. V.
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Teléfono: 9320 63750 Fax: 9328 04934
pyvbarcelona@plazayvaldes.com
ISBN: 970-722-293-X
Impreso en México
Printed in Mexico
Agradecimientos.

El texto que sigue fue escrito al amparo de los estímulos que la


División de Ciencias Sociales de la Universidad Autónoma
Metropolitana, sede Iztapalapa, proporciona a sus miembros.
El autor es profesor titular de ella. También debemos agrade­
cer el interés de la Universidad Autónoma de Zacatecas, en
su Posgrado de Ciencia Política, por publicar el texto. En es­
pecial, al profesor Víctor Figueroa, principal impulsor de esta
edición y con quien el autor siempre ha mantenido muy fruc­
tuosas discusiones.

...y dedicatoria:

Quisiéramos dedicar este libro a un gran colegio: el Interna­


do Nacional Barros Arana, que por estas fechas celebra su
centenario, allá en el lejano Santiago de Chile. Colegio que
nos enseñó a respetar la razón, la disciplina del estudio rigu­
roso y los valores de la dignidad humana. A la vez, a dos
compañeros y hermanos con los cuales hemos compartido
sueños y dolores desde esos lejanos tiempos en que, todavía
niños, corríamos por la legendaria y queridísima casona in-
bana-, Oscar Cuéllar y Federico Schopf.
Índice

Introducción:
VUELVEN LOS ATAQUES A LA RAZÓN
/11/

Los ORÍGENES Y EL FUNDAMENTO


SOCIOECONÓMICO DEL FENÓMENO

/33/

Del grupo primario a la cosificación y burocratización.


Carencias afectivas y culto por el pasado.
El conflicto entre razón y sentimientos
/45/

Fragmentación y aislamiento versus organicidad


/69/

Individuo Versus sociedad


/77/
Las vías del conocer
/ / 83

Libertad de los humanos y leyes de la sociedad


101
/ /

Visión de la naturaleza
/139/
Introducción: vuelven los ataques a la razón

s
ción
uponer que la evolución del pensamiento social es aje­
na al desarrollo histórico de la sociedad, a sus aconteci­
mientos
perfectamente
del objeto
económicos
absurdo.
de
No
estudio
y políticos,
solamente
supone
es
porque
la
algo
la
que
transforma­
correspondiente
parece

ade­
cuación de la teoría. También por el usual cambio que tiene
lugar en la perspectiva u óptica con que se aborda el fenó­
meno social. Esta óptica difiere según la postura clasista en
que se inscribe, postura de la cual los investigadores pueden
estar conscientes o no. Muchas veces, el autor cree que obje­
tividad es algo equivalente a neutralidad clasista y, por lo
mismo, se piensa a sí mismo como estando ajeno o al margen
de la conflictiva política en decurso. Pero tal pretensión no es
más que un cuadrado redondo, un perfecto imposible. Y la
suelen manejar los intelectuales del bando conservador, como
regla interesados en ocultar sus preferencias políticas. Tam­
bién, algunos timoratos piccolo, piccolo borghese, los que
—siempre asustados ante el conflicto social y las decisiones y
tomas de partido que éste exige— se refugian prestos en el
mito de la neutralidad.
Valga agregar que la imposibilidad de una postura políti­
ca neutral no implica la imposibilidad de un enfoque objeti­
vo. La posición del grupo o individuo en la estructura social
puede dificultar o facilitar una aproximación a la verdad en
tales o cuales materias, pero no es una llave o puerta insalva­
ble. En el caso de las ciencias naturales, que no están tan al

11
margen de los conflictos sociales como a veces se cree, la
objetividad es un logro reconocido. En el caso de las ciencias
o disciplinas sociales, también existe por lo menos la posibi­
lidad de una visión objetiva y fidedigna. El problema más
general se podría plantear así: las prácticas sociales que des­
pliegan los grupos sociales del caso (prácticas que no son
arbitrarias sino que, en lo básico, vienen determinadas por
esa estructura social) exigen tales o cuales conocimientos.
Por ejemplo, a la burguesía industrial le resulta imprescindi­
ble conocer a fondo las leyes de la física y de la química: si
no, ¿cómo manejar los metales, cómo darles esa forma o la
otra, cómo asegurar que no se dilatarán o fundirán ante éste
o el otro esfuerzo? ¿Cómo los semiconductores? ¿;Cómo acele­
rar las comunicaciones, la capacidad de computación y cál­
culo, etc., etc.? Esta necesidad objetiva del capital industrial
por conocer y controlar los procesos naturales, no puede
sino derribar al oscurantismo clerical e impulsar el avance de
la ciencia y la tecnología en esos respectos. Asimismo, al
menos en algunos aspectos de la realidad social, esa necesi­
dad también se presenta: ¿cómo manejar al personal de tra­
bajadores en las fábricas, cómo a sus organizaciones sindicales?
¿Cómo motivar a los operarios para que desplieguen un tra­
bajo más intensivo? O bien, ¿cómo proteger a la industria
nacional de la competencia externa: cómo manejar los aran­
celes, el tipo de cambio, la tasa de interés, etc.? ¿Cómo suavi­
zar el ciclo económico si suponemos que las crisis muy agudas
pueden poner en peligro las bases mismas del sistema? Por
otro lado, a ese mismo capital industrial difícilmente le po­
dríamos exigir una investigación despiadada sobre el origen
y fuente de sus ganancias: no es cómodo reconocer que los
ingresos propios se asientan en la explotación del trabajo
ajeno. Así como en el plano más individual existe la llamada
"racionalización" de la conducta personal (es decir, le damos
una explicación "satisfactoria" a lo que suele ser una conduc­
ta objetivamente ajena a los cánones de la moral dominante:
lo que es v.g. un robo lo pasamos a entender como un acto

12
de "justicia", lo que fue un crimen como un "acto en defensa
propia” y así sucesivamente), en el plano sociológico existen
o los "grandes silencios" —hay temas que no se examinan,
que se esconden en lo más recóndito de la conciencia públi­
ca— o las "grandes mentiras": por ejemplo, en vez de hablar
de la plusvalía y la explotación, se nos dice que las ganancias
del capital sólo son la contrapartida de un "costo real": el
sacrificio de consumo (???) que los capitalistas efectúan para
invertir y constituir su capital. O bien, en vez de reconocer
que el Estado es un órgano de dominación clasista se nos
dice que es la institución encargada de velar por los intereses
comunes y generales de la comunidad. En suma, para una
clase como la burguesía industrial, se abren exigencias y res­
tricciones en materias de conocimiento: hay cosas que debe
saber y otras que debe ocultar. Para la clase antípoda, el pro­
letariado industrial, también surgen necesidades objetivas
sobre tales o cuales aspectos del saber. Por ejemplo, si su
afán es reemplazar al sistema capitalista por otro orden social
más adecuado a sus intereses de trabajadores, necesariamente
tendrá que entender a fondo cuáles son los fundamentos de
la plusvalía y el trabajo asalariado (si no, ¿cómo transformar
esa situación de base?), entender a fondo cuál es la verdade­
ra naturaleza de la máquina estatal y así sucesivamente. De
hecho, podemos suponer legítimamente que para una clase
como la mencionada, su interés objetivo le exige un conoci­
miento a fondo de los procesos sociales. Es decir, no hay
restricciones ni temas tabúes. Al revés, la radicalidad de la
práctica política involucrada exigirá una práctica cognitiva
igualmente radical.
En suma: el interés político no elimina el posible acceso a
las verdades objetivas. Lo que sí determina son las facilidades
o dificultades del acceso. Esto, en el sentido socio-estructu­
ral. Pero adviértase: que se ocupe tal o cual posición en la
estructura social, no asegura ese acceso. Salvado el dato so­
cio-estructural, resta la actividad cognitiva concreta con to­
das sus complejas y duras exigencias. Es decir, usted puede

13
situarse en la posición estructural de la clase obrera y reco­
nocer sus intereses históricos objetivos, pero si no es capaz
de respetar rigurosamente las exigencias de la práctica cien­
tífica, a ninguna verdad importante será capaz de llegar. Lo
mencionado también implica: en los períodos de predominio
conservador, podemos esperar un pensamiento social muy
ideologizado y, por lo mismo, deformador de las realidades y
procesos sociales objetivos. Al menos, en lo que se refiere a
los fundamentos de la formación social. Al revés, en los pe­
ríodos históricos en que se agudizan los conflictos y se asiste
a un auge de los sectores populares (del proletariado indus­
trial en especial), lo que cabe esperar es el desarrollo de un
pensamiento social más crítico, más radical y profundo. Tam­
bién más objetivo y certero. Por lo tanto, el avance del saber
en materias sociales no es independiente de los movimientos
en la correlación política, del curso que sigue el conflicto
social.
En la historia del capitalismo podemos observar frecuen­
tes cambios en la correlación sociopolítica. Hay períodos his­
tóricos en que las fuerzas más progresivas crecen en influencia
y poder. Por ejemplo, en la historia de Inglaterra, si nos fija­
mos en los inicios del siglo XIX encontramos una burguesía
industrial en pleno ascenso, tanto en lo económico como en
lo político e ideológico. Autores como David Hume, Adam
Smith, David Ricardo y otros funcionan como portavoces de
ese proceso y en sus indagaciones económicas logran un
nivel de profundidad nunca antes alcanzado. Se trataba de
una práctica ideológica al servicio de una praxis política bas­
tante radical y, por lo mismo —dada la ambición y radicali-
clacl transformadora de esos afanes políticos (algo muy propio
de una clase en ascenso histórico, deseosa de derrocar al
"antiguo régimen" y de imponer y consolidar el propio)—, la
construcción teórica desarrollada necesariamente debía ser
igualmente radical y profunda. Al revés, hay otros períodos
en que ese auge se ve clausurado y se entra a un predominio
abierto y hasta aplastante de las fuerzas más conservadoras

14
del espectro social. Es lo que viene sucediendo aproximada­
mente en las últimas dos décadas, tanto en los países más
desarrollados como en su periferia “tercermundista”. El capi­
talismo, en su modalidad neoliberal dirigida por el capital
financiero trasnacional, ha sido capaz de retomar la iniciativa
y de asestarle durísimos golpes a los movimientos progresis­
tas. En el centro, la clase obrera se ha visto bastante desinte­
grada y ha ido perdiendo una tras otra las conquistas sociales
que había logrado en el período anterior. En la periferia, la
burguesía nacional parece haber desaparecido y los sectores
obreros y campesinos están en abierto retroceso político. De
hecho, en regiones como la latinoamericana parece que hu­
biéramos vuelto a las fases más antiguas del dominio impe­
rial, las propias del siglo XIX. Asimismo, el llamado "campo
socialista" se ha disuelto del todo. Y más allá de su muy
dudosa calidad socialista, lo cierto es que tal bloque —por
sus serios conflictos con el centro capitalista— contribuía a
fortalecer la capacidad de lucha y de avance de las fuerzas
progresivas. En suma, el capital ha pasado a dominar casi sin
contrapesos la escena contemporánea.
En este contexto, el pensamiento social sufre el impacto
y se transforma en consecuencia. Por un lado, constatamos la
creciente marginación de los paradigmas teóricos más afines
a las fuerzas sociales progresistas, como es el caso del mar­
xismo en cualesquiera de sus variantes (hablamos de influen­
cia, no de la calidad de su producción). Por el otro, el
predominio casi absoluto del pensamiento conservador más
retrógrado. En términos de contenidos conceptuales, ese des­
plazamiento implica que en la conciencia social dominante
avanza el espacio de la simple ideología (entendida aquí en
su sentido más restringido, como reflejo alienado de lo real)
y se reduce brutalmente el espacio ocupado por los contenidos
más objetivos y científicos. En suma, en el mundo contempo­
ráneo la ideología dominante nos aleja en vez de acercarnos
a lo real: su función medular es la producción de una situa­
ción de enajenamiento a gran escala. Para lo cual, valga el

15
señalamiento, el control irrestricto de los mass-media consti­
tuye un recurso vital.

La teoría económica conservadora:


los neoclásicos del equilibrio general

En la parte más "académica", lo anotado provoca mutaciones


que conviene al menos indicar. En los términos más genera­
les, constatamos el achicamiento del pensamiento crítico y
un brutal crecimiento de las visiones apologéticas del mundo
social. En el campo de la economía, por ejemplo, se ha recu­
perado la ortodoxia del "equilibrio general walrasiano” bajo
la modalidad de las "expectativas racionales" (Barro, Lucas,
Sargent, et al.). Junto con ello, encontramos el renacimiento
del viejo atomicismo liberal. Por lo absurdo y desprestigiado
de la hipótesis involucrada, este movimiento resulta casi in­
creíble, pero igual se proclama con singular desparpajo. En
un reciente texto de microeconomía, por ejemplo, podemos
leer que “la frontera entre la macroeconomía y la microeco­
nomía se ha difuminado en los últimos años", pues "para
comprender los mercados agregados, hemos de comprender
primero la conducta de las empresas, los consumidores, los
trabajadores y los inversores que lo integran". Más aún, se
declara que “la macroeconomía es, en realidad, una exten­
sión del análisis microeconómico”.1 Otro muy conocido au­
tor declara sin ningún rubor que "podemos usar el modelo
de Robinson Crusoe” y que las deducciones en este contexto
efectuadas resultan útiles y válidas para construir una nueva
macroeconomía.2 En fin, aquello de que "el todo no es igual
a la suma de las partes" y que la parte se ve subordinada a la
estructura o totalidad superior en que se localiza, es un prin­
cipio del todo abandonado por esos "nuevos" economistas.

1R. S. Pindyck y D. L. Rubinfeld, Microeconomía, Prentice Hall, Madrid, 1998, p. 4.


2 Ver R. Barro, Macroeconomía, Interamericana, México, 1989, pp. 9 y ss.

16
Con cargo al mencionado enfoque, también se sostiene
que la economía funciona como si no existieran estructuras
monopólicas (???); que en ausencia de regulación estatal esa
economía asegura la plena utilización de los recursos (fuerza
de trabajo y medios de producción) y que lo hace en términos
tales que es capaz de lograr la asignación más eficiente de esos
recursos. Entre otras moralejas o recomendaciones de política
que se desprenden de este corpus valga mencionar la siguiente:
reducir al mínimo la intervención del Estado en la economía y,
por esta vía, impulsar la completa desrregulación internacional
al movimiento de las mercancías y capitales. Que esto provo­
que el desastre industrial de los países subdesarrollados y que
favorezca en términos grotescos al gran capital internacional,
en especial al financiero, es algo que no parece inmutar al
establecimiento académico. Éste sigue repitiendo el sagrado
ritual así el mundo se le esté derrumbando en sus pies. Es
decir, sigue insistiendo tercamente en la difusión de la ideolo­
gía del gran capital y no parece existir evidencia empírica o
argumento lógico capaz de corregir esos desvarios. En todo
ello se advierte un rasgo que es muy típico de algunos cor­
pus ideológicos: se combina una visión esencialmente defor­
madora de la realidad con una política económica que, inspirada
en esa teoría, resulta singularmente eficaz en el logro de resul­
tados favorables al gran capital financiero internacional. Por
cierto, la teoría nos dice que, si se la respeta, se lograrán tales
o cuales resultados, los que serán útiles para el conjunto de la
población. No hay aquí resultados diferenciales y/o conflicti­
vos: todo se mueve en un mundo perfectamente armónico. El
obrero, en consecuencia, de acuerdo a esta postura, se trans­
forma en una especie de hermano de sangre del capitalista,
pues uno y otro manejan intereses esencialmente similares.
Luego, cuando efectivamente se aplica lo que la teoría reco­
mienda, los resultados son muy diferentes: del todo perjudi­
ciales para las grandes mayorías y sumamente benéficos para
la pequeña minoría ya mencionada. En suma, si bien el argu­
mento anda a contrapelo de lo real, su traducción práctica se

17
ajusta de modo sorprendente a los intereses de un grupo so­
cial específico. Se santifica, por ejemplo, a la libre competencia
y a la vez, en la política económica que se desprende del para­
digma, se favorece descaradamente el avance de las estructu­
ras monopólicas. Es el mundo de la argumentación hipócrita y
del ocultamiento de los procesos e intereses reales en juego. Y
como bien sabemos, es en esta singular combinación de fala­
cias teóricas y beneficios prácticos (para una parte) donde re­
side buena parte del poder de las ideologías conservadoras.
En enfoques como el descrito, y en general en todas las
aproximaciones conservadoras relevantes que se observan en
el campo de la economía, nos encontramos con un rasgo adi­
cional que conviene subrayar. Se sostiene, al menos en las
palabras, que el enfoque desplegado se apega rigurosamen­
te a las normas de la ciencia moderna. Y, como es obvio, se
elogian y cubren de un aparente respeto los métodos y logros
de la ciencia. Para ello, en el caso de la economía, resulta
muy útil un hecho crucial: la vulgaridad de los contenidos se
encubre con cargo a una forma que suele ser muy sofisticada
y que aplica a destajo los métodos matemáticos. Luego, ape­
lando al usual diletantismo de los medios académicos, se di­
funde la idea de que la forma matemática opera como
certificado del carácter científico del sistema. No de casuali­
dad, son los menos versados en matemáticas los que con más
fuerza pisan el garlito. Por el contrario, hay matemáticos y
físicos que pudiendo penetrar sin problemas el velo matemá­
tico, terminan escandalizados al contemplar los auténticos al­
cances de esta teoría económica. Bunge, por ejemplo, en su
interesante examen de la teoría económica, apunta que “los
postulados de las teorías económicas clásicas y neoclásicas,
particularmente las de tipo Walras y Marshall, son improba­
bles en el mejor de los casos, y en el peor carecen de referen­
tes reales. Se han convertido en curiosidades históricas".3

3 M. Bunge, Economía y filosofía, Tecnos, Madrid, 1985, pp. 92 y 93.

18
En suma, la efectiva ideología que se practica, se recubre
y presenta como si fuera el non plus ultra de las disciplinas
científicas que abordan el estudio de la sociedad: lo que es
una representación falsa de la realidad, no sólo es presenta­
da como verdadera sino que, además, sostiene que a esas
hipótesis se ha llegado por métodos estrictamente científicos.

El posmodernismo

En campos diferentes al de la economía, como los de la so­


ciología, política y filosofía, el avance de la componente ideo­
lógica y el retroceso de la científica parece aún más fuerte y
evidente. En estos espacios se han comenzado a perfilar pos­
turas y tendencias que combinan una tremenda pedantería
con una completa falta de rigor y seriedad. Peor aún, en estas
manifestaciones —casi todas inscritas en el llamado “posmo-
dernismo”— se observa una sorprendente ignorancia respec­
to a las normas de la práctica científica y el afán, nada
pudoroso, de brincarse olímpicamente las exigencias del pen­
samiento racional.
La gran mayoría de los autores (o más bien todos) que se
inscriben en las filas del “posmodernismo”, despliegan una
práctica discursiva del todo ajena a los cánones científicos
más elementales. Y lo hacen en términos tan escandalosos
que uno queda atónito: o por la desvergüenza y falta de
pudores; o por la tremenda ignorancia que campea en tales
escritos. Encontramos aquí, como una verdadera “marca de
fábrica", un estilo en que la pedantería y la truculencia resul­
tan sorprendentes. Escuchamos, por ejemplo, expresiones del
siguiente tipo:

¿La ecuación E=Mc2es una ecuación sexuada? Tal vez. Haga­


mos la hipótesis afirmativa en la medida en que privilegia la
velocidad de la luz respecto de otras velocidades que son
vitales para nosotros. Lo que me hace pensar en la posibili-

19
dad de la naturaleza sexuada de la ecuación no es, directa­
mente, su utilización en los armamentos nucleares, sino por
el hecho de haber privilegiado a lo que va más aprisa.4

Otro líder de esta corriente, como Lacan, es un insigne


especialista en trabaneuronas como el que sigue:

[...] es así como el órgano eréctil viene a simbolizar el lugar


del goce, no en sí mismo, ni siquiera en forma de imagen,
sino como parte que falta en la imagen deseada: de ahí que
sea equivalente al √-l del significado obtenido más arriba,
del goce que restituye, a través del coeficiente de su enun­
ciado, a la función de falta de significante: (- 1).5

Como la desvergüenza no tiene límites, también se han


puesto a pontificar en materias de teoría económica. Baudri-
llard y Lyotard nos hablan de "economía libidinal” y son ca­
paces de acumular en una página los desatinos y tonterías
más grotescas. Lyotard, siempre desfachatado, entrega esta
“conceptualización” del capitalismo:

[...] el capitalismo es más propiamente una figura. En cuanto


sistema, el capitalismo tiene como fuente de calor no la fuer­
za de trabajo, sino la propia energía, la física (el sistema no
está aislado). En cuanto figura, el capitalismo deriva su fuer­
za de la Idea de infinitud. Puede aparecer en la experiencia
humana como deseo de dinero, deseo de poder o deseo de
novedad. Todo eso puede parecer muy feo y muy inquietan­
te. Pero esos deseos son la traducción antropológica de algo
que es ontológicamente la ‘instanciación’ de la infinitud en la
voluntad. Esa ‘instanciación’ no tiene lugar en función de la

4 Luce Irigaray, “Sujet de la Science, sujet sexué?", en Sens etplace des connaissances

dans la societé, De Minuit, París, 1987. Citamos según A. Sokal y J. Bricmont, Impostu­
ras intelectuales, Paidós, Buenos Aires, 1999, p. 116.
5 J. Lacan, Ecrits 2, Seuil, París, 1971. Según Sokal y Bricmont, op. cit., p. 42.

20
clase social. Las clases sociales no son categorías ontológicas
pertinentes."6

Luego, a mediados de los noventa del siglo pasado, su­


pera todos los límites y declara que “el triunfo del capitalismo
sobre los sistemas rivales era el resultado de un proceso de
selección natural anterior a la propia vida humana".7 En fin,
confeccionar una antología de los disparates del posmoder­
nismo es muy fácil: es cosa de abrir cualquier página en cua­
lesquiera de sus libros. Pero también es un suplicio. En estos
autores, podemos observar: i) un soberano desprecio a los
preceptos lógicos más elementales; ii) a la vez, un completo
olvido de la dimensión empírica de los fenómenos. Las cons­
trucciones o "narraciones" que se despliegan, se hacen sin la
menor preocupación por su correspondencia con los datos
factuales. En suma, especulación desbordada-, iii) todo, en
medio de una palabrería escandalosamente pedante e inco­
herente, la cual se disfraza o presenta como el non plus ultra
del saber profundo. En palabras de dos críticos, estos autores
se ponen a "hablar prolijamente de teorías científicas de las
que, en el mejor de los casos, sólo se tiene una idea muy
vaga”. Tratan de "exhibir una erudición superficial lanzando,
sin el menor sonrojo, una avalancha de términos técnicos en
un contexto en el que resultan absolutamente incongruentes.
El objetivo, sin dudas, es impresionar y, sobre todo, intimidar
al lector no científico". En este contexto, se "manipulan frases
sin sentido. Se trata, en algunos autores mencionados, de una
verdadera intoxicación verbal, combinada con una soberana
indiferencia por el significado de las palabras".8
Una prueba contundente y espectacular como pocas de
la vaciedad y fatuidad de los posmodernistas la ofreció el

6 F. Lyotard, Tombeau de l'intellectual et autres papiers, París, 1984. Citado por Perry

Anderson, Los orígenes de la posmodemidad, Anagrama, Barcelona, 2000.


7 En la glosa-resumen de Anderson, op. cit., p. 49.
8 Sokal y Bricmont, op. cit., pp. 22 y 23.

21
físico matemático Alan Sokal. Éste escribió un texto que fue
publicado en la Social Text, revista del posmodernismo, en
1996. El ensayo, cuyo título era “Transgressing the Bounclaries:
Toward a Tranformative Hermeneutics of Quantum Gravity”,
estaba orientado a evaluar las hipótesis del posmodernismo
en términos de la física contemporánea.9 En el ensayo, por
ejemplo, se decía que “se ha evidenciado cada vez más que
la 'realidad' física, al igual que la 'realidad' social, es en el
fondo una construcción lingüística y social". Y, en general,
aludiendo a fuentes científicas de "primer nivel", se pasaba a
señalar cómo la física actual "confirmaba" los hallazgos del
posmodernismo (Lacan, Lyotard, Baudrillard, Derrida, Iriga-
ray, etc.). El artículo fue publicado en un número especial de
la revista en que se celebraba el reconocimiento a los "apor­
tes" de la escuela. Lo cierto es que el texto de Sokal era una
simple parodia, en que se mezclan citas de los gurúes con
groseros y muy conscientes errores matemáticos y físicos. Se
alude a hallazgos y verdades que no existen, a hipótesis fal­
seadas, a conexiones absurdas, etc. Como quien dice, una
verdadera antología de incoherencias e ignorancias. No obstan­
te, demostrando el tremendo analfabetismo de los editores, el
ensayo fue publicado y cubierto de elogios: después de todo,
estaba también escrito con el estilo oscurantista que tanto le
gusta a la secta. Pero no era más que una gigantesca tomadu­
ra de pelo. Agreguemos que luego Sokal escribió un corto
ensayo en que confesaba la broma y señalaba todas las in­
coherencias que contenía: pero éste ya no fue publicado.10

9 El texto aparece como apéndice en el ya citado libro de Sokal y Bricmont.


10 En el tercer mundo, donde tanto abundan los remedos, el estilo posmodernista asume

tonos patéticos. Una muestra de degradación extrerna se puede ver en Del vanguardis­
mo a la antipoesía o el pancracio didascálico, de David Wallace. Pocas veces se puede
leer un texto tan imbécil y que, por lo visto, hace de la incoherencia mental una virtud.
Que se gaste papel, en un país pobre, en tales inmundicias, amén de aberrante nos
revela una total falta de pudor. ¿Por qué exhibir públicamente a vagos y retrasados
mentales? También es triste que este delirio acompañe a un libro brillante, el Del van­
guardismo a la antipoesía de F. Schopf, ion, Santiago de Chile, 2002.

22
Un caso no muy diferente lo ha confesado el mismo Lyotard.
Éste escribe su famoso libro La condición posmoderna en
1979, cuya sustancia es un reporte sobre el estado de la cien­
cia que escribió para el gobierno de Canadá. Más tarde, en
1987, Lyotard confesó que para escribir ese libro “me inventé
historias, me refería a una cantidad de libros que nunca había
leído y por lo visto impresionó a la gente; todo eso tiene algo
de parodia...".11 Como dicen los abogados, “a confesión de
partes, relevo de pruebas".
Como una de las a las del posmodernismo, o muy cerca­
no a él, están los grupos que apuntan a un rechazo explícito
de las pautas que tipifican al quehacer científico. Se sostiene
aquí que la ciencia es impotente para captar cierto tipo de
fenómenos y que, en consecuencia, el eventual acercamiento
debería seguir senderos diferentes. Estas “rutas”, como regla,
poseen un muy alto componente subjetivo y se suelen descri­
bir en términos ultra vagos e imprecisos. A veces, pareciera
que se nos remite a los “medium” de las prácticas "espiritis­
tas" y "esotéricas". El investigador debería entrar a un estado
de trance y, por esta vía, comunicarse, compartir y sentir lo
más profundo y esencial (también lo más misterioso) del fe­
nómeno que interesa. Ni qué decir que en esta corriente se
inscribe rápidamente toda la curia eclesiástica, siempre inte­
resada en reservar espacios para sus mitos y brujerías.
La resultante es clara y preocupante: en mayor o menor
grado, con mayor o menor claridad y conciencia, se termina
por rechazar al discurso racional. Es decir, al mismo pensa­
miento. O bien, lo que es equivalente, se nos invita a la
barbarie.12
A simple vista, se podría pensar que la izquierda política
debería estar desplegando un combate frontal en contra del

11 Lyotard, citado por Anderson, en op. cit., p. 40.


12 Lyotard ha escrito: “la razón ya está en el poder del kapital. No queremos destruir el

kapital porque no sea racional sino porque lo es. Razón y poder son lo mismo", en
Deríve à partir de Marx et Freud (1973), según Anderson, op. cit., p. 41.

23
irracionalismo contemporáneo. Después de todo, al menos
en su vertiente marxista, representa la continuación-profun-
dización del pensamiento ilustrado más radical, el de un D'Hol-
bach, un Diderot, un Smith, et al.
Pero no hay tal. Las críticas al irracionalismo moderno
son relativamente escasas, no pocos lo miran con alguna sim­
patía (cuando no condescendencia) y una gran parte de los
segmentos ideológicamente más activos parecen integrados
a esas filas. En breve, el contagio resulta mayúsculo.
Se habla de la necesidad de abandonar modelos y con­
cepciones obsoletas y de la urgencia por abrirse a “lo nuevo”,
entendiendo por “nuevo” las concepciones avanzadas por el
irracionalismo. El "argumento" esgrimido suele ser bastante
singular: primero, se identifican con la teoría de Marx las
versiones más primitivas, burdas y caricaturescas que de ella
se puedan encontrar. Luego, resulta muy sencillo sostener
que ese adefesio se debe rechazar. En otras, el "argumento"
se limita a las "razones de la moda". Que tal categoría o
hipótesis "está pasada de moda", que ya "nadie sostiene esas
hipótesis" y cosas por el estilo. En breve, por el lado del
rechazo, prácticamente nunca se encuentran argumentos o
razones serias. Lo que quizá es aún más curioso es el tipo de
configuración ideológica que se maneja para reemplazar a la
"teoría obsoleta": se trata de las especulaciones desplegadas
por la corriente del posmodernismo.
Es fácil comprender el "efecto de impotencia práctica" que
provoca esta perspectiva. Primero, porque el conocimiento
que es capaz de generar es casi igual a cero: se provoca, por
lo tanto, una esterilidad generalizada en el corpus académi­
co. Segundo, por su carácter especulativo (en el peor sentido
de la palabra, como sinónimo de arbitrarios juegos verbales) y
su expresa ajenidad a lo material-objetivo (condenado como
"deformación positivista"); se trata de un discurso que desde
sus mismos inicios y presupuestos teóricos se autosuprime como
orientador de tal o cual práctica transformadora. De hecho,
provoca un efecto de parálisis política. Lo cual, a su vez, reali-
menta el contenido especulativo y arbitrario del enfoque.

24
El rechazo al realismo científico (o sea, al principio que
señala la existencia de una realidad material objetiva que es
independiente de nuestra conciencia y que la ciencia busca
captar y entender) es algo que se proclama, sin ningún rubor,
explícitamente. A la vez, se rechaza que esa posible realidad
sea unitaria13 y, por lo mismo, se desecha el carácter sistemá­
tico y unificado que busca toda teoría científica seria. Al final
de cuentas, en términos a veces subrepticios, se recupera el
viejo atomicismo de los liberales del siglo XIX. Por ende, sólo
pueden existir constructos parciales cuya posible combina­
ción no es más que un artilugio semántico: "el ámbito de la
historia [...] queda integralmente lleno por el acontecer abso­
lutamente contingente del desordenado destello y desapari­
ción de nuevas formaciones de discursos; en esta pluralidad
caótica de discursos perecederos no queda lugar alguno para
un sentido global".14 Michel de Certeau, historiador inscrito en
esta corriente, señala expresamente: "debemos concebir [...]
la posibilidad de sistemas distintos y combinados sin tener
que introducir en el análisis el soporte de una realidad origi­
naria y unitaria".15 Peor aún, se llega a sostener que las teo­
rías globales (o “metanarrativas”, en la jerga de la escuela)
resultan peligrosas: son una expresión de afanes "totalitarios";
en el comentario de Habermas, renacen con ello los tópicos
de la contrailustración, en tanto se critican las que se creen

13 Más bien, como en estricta lógica no se puede reconocer a la realidad externa (mate­

rial objetiva), lo que se debe suponer es la imposibilidad de teorías (i. e. "discursos")


sistemáticas y unificadas. De aquí el sorprendente recurso a los "aforismos" y la imagen
de “collage”, de superposiciones heterogéneas o de simple "ensalada rusa”, que suelen
dejar los textos de marras.
14 Jürgen Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, Taurus, Buenos Aires,

1989, p. 303. Otro autor nos habla de "una sociedad de la imagen o del simulacro y de
la transformación de lo ‘real’ en una colección de pesudoacontecimientos”. Cf. Fredric
Jameson, Elposmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, Paidós,
Barcelona, 1995, p. 107.
15 Michel de Certeau, La escritura de la historia, Universidad Iberoamericana, México,

1994, p. 126. (El subrayado es nuestro.)

25
inevitables consecuencias terroristas de las interpretaciones
globales de la historia, con la crítica al papel del intelectual
que se ocupa de asuntos generales y se presenta en nombre
de la razón humana [...] La figura del pensamiento es siem­
pre la misma: en el propio universalismo de la Ilustración,
en el propio humanismo de los movimientos de liberación, en
la propia pretensión de razón del pensamiento atenido a
sistema anida una torpe voluntad de poder que, en cuanto la
teoría se apresta a convertirse en práctica, se despoja de la
máscara, tras la cual aparece la voluntad de poder de los
‘maitre-penseurs’ filosóficos, de los intelectuales, de los me­
diadores de sentido, en una palabra: de la nueva clase. Fou-
cault no sólo parece defender este conocido motivo de la
contra ilustración con un gesto radical, sino incluso agudi­
zarlo en términos de crítica a la razón y generalizarlo en
términos de teoría del poder.16

Por cierto, el rechazo a las teorías globales (en que todas


las furias se concentran en la teoría marxista) es una invita­
ción a no entender cuáles son las bases de sustentación o
rasgos más esenciales del capitalismo. A fijar la atención en
sus aspectos de orden secundario o derivados, borrando su
conexión con los fundamentos del sistema, lo cual, de ser
aceptado, sólo puede servir a la preservación del orden capi­
talista.17 Pero hay algo más: cuando se propone diluir la vi­
sión del todo y concentrarse sólo en sus partes, se plantea
—en el espacio del intelecto— algo equivalente a lo que el
economicismo más primitivo impulsa en el plano de la lucha
de clases. Los trabajadores deben centrar sus luchas en el
espacio de cada fábrica y sus reivindicaciones se deben limitar

16J. Habermas,op. cit.,pp. 306-307.


17 "Cuando se comprende la conexión entre las cosas, toda creencia teórica en la necesi­

dad permnanente de las condiciones existentes se derrumba antes de su colapso práctico."


Cf. Marx, en "Carta a Kugelman”, 11/7/1868, en C. Marx/F. Engels, Correspondencia,
Cartago, Buenos Aires, 1973, p. 207.

26
a las económicas: mejorar los salarios, reducir el desempleo, etc.
En suma, luchar por reformas y no por la abolición y supera­
ción del sistema. Además, luchar por separado (como grupo
obrero aislado) y no como conjunto, es decir, como clase.
Después de todo, se nos termina por decir que las clases
sociales son inexistentes, que no son más que un mito creado
por la modernidad. De suyo se comprende: con tales crite­
rios la clase obrera queda completamente desarmada en su
eventual lucha contra la burguesía dominante. Se deslegitima
y desacredita su posible lucha, amén de incitarla a una con­
ducta puramente individual: frente a la clase dominante —de
hecho unificada por su aparato estatal— se pretende que
solamente actúe tal o cual individuo.
La descomposición —primero intelectual, luego políti­
ca— imbricada en tales posturas, se pone de manifiesto en
un señalamiento del checo Vaclav Havel. Para éste, “la caída
del comunismo se puede ver como un signo de que el pensa­
miento moderno —basado en la premisa de que el mundo es
objetivamente cognoscible y que el conocimiento así obteni­
do puede ser generalizado absolutamente— ha llegado a su
crisis final”.18 Otros como Hassan, declaran que términos como
"derecha e izquierda, base y superestructura, producción y
reproducción, materialismo e idealismo" ahora sólo sirven
"para perpetuar el prejuicio".19 Jencks pide desechar “‘polari-
dades pasadas de moda' como izquierda y derecha, clase
capitalista y clase obrera".20 En realidad, el mensaje es muy
claro: el capitalismo ya no existe (o no es lo que fue) y, por
lo mismo, ¿qué sentido puede tener mantener esos viejos y
obsoletos odios y luchas? ¿Acaso no es mejor integrarse a lo
dado? En corto: la antigua lucha que antes quizá pudo tener
algún sentido (cosa que muchos también rechazan), ahora ya
no lo tiene. Insistir en ella, es una pérdida de tiempo y una

18 V. Havel, citamos según Sokal y Bricmont, op. cit., p. 211.


19 Ihab Hassan, según Anderson, op. cit., p. 31.
20 Charles Jencks, según Anderson, op. cit., p. 37.

27
torpeza, propia de personas seniles. Así lo proclama la a ve­
ces llamada “nueva izquierda".
Más allá de lo apuntado, cabe preguntar: ¿en verdad se
trata de gente que todavía es de izquierda? Con semejante
ideología, lo que cabría en realidad esperar —si suponemos
congruencia entre la conducta efectiva y las ideas que se
enarbolan— es una postura política conservadora e inclusive
fascistoide (siempre el fascismo ha ido asociado al irraciona-
lismo). No obstante, para mejor aclarar el punto, olvidemos
de momento el factor ideológico. Es decir, fijémonos exclusi­
vamente en la práctica política que se despliega.
¿Qué encontramos en este caso?
La respuesta es bastante clara. De los que han renegado
de la antigua ideología y se han embutido en las nuevas
calzas, la mitad o más se dedican ahora a una defensa abierta
y agresiva del orden capitalista. Más aún, se han transforma­
do en fervorosos cruzados del capitalismo neoliberal (tal vez
la peor modalidad del capital) y de la pax americana. A sim­
ple título de ilustración podemos recordar algunos ejemplos
más o menos conspicuos. En el caso español podemos men­
cionar, entre otros, a Femando Solana (ahora fámulo de Bush
y de sus expediciones imperiales) y a Felipe González, hoy
activo promotor del neoliberalismo y de las inversiones espa­
ñolas en América Latina. En Francia, encontramos a Regis
Debray, el que intentara ser ideólogo de la Revolución cubana
y "asesor" del Ché Guevara y que ahora, como un vulgar me-
rovingio, reniega de todo lo adorado y sostiene que los mitos
y la religión, amén del mercado, son factores indispensables a
la convivencia humana. En México, un ejemplo conspicuo es
el de Jorge Castañeda. Éste, que antes buscara entrenamiento
guerrillero en Cuba y fuera miembro del Partido Comunista
de México, en la actualidad las oficia de canciller de un go­
bierno de derechas (Vicente Fox) y se ha caracterizado por
un entreguismo y subordinación descomunales ante los inte­
reses de Estados Unidos. En el extremo sur de la región, en
Chile, la lista es muy nutrida: Ricardo Lagos (actual presiden­

28
te), S. Ominamis (ex militante del mir de Miguel Enríquez,
reciente ministro de Economía de la Concertación, actual sena­
dor "socialista"), Nicolás Eyzaguirre (ex militante del Partido
Comunista chileno y actual ministro de Hacienda) son otros
tantos conspicuos personeros que ahora operan como activos
impulsores del modelo neoliberal y de las recetas del fmi. 2 1
Otro porcentaje muy significativo de la antigua militan-
cia, cuadros medios en especial, asume una actitud escéptica
y de aparente apoliticismo. Pero acepta al sistema vigente (i.
e. al capitalismo) y no despliega ninguna actividad a favor
de la superación del orden capitalista. De hecho, mantienen
una opinión del tipo “el capitalismo tiene muchos defectos
pero el socialismo es aún peor". Por ende, o me "abstengo"
(en que esta "abstención" significa cero lucha en contra del
capital. Por ende, aceptación del statu quo) o proclamo un
muy suave apoyo (al estilo papal-jesuítico) a ciertas reformas
en favor de un "capitalismo más humano".
En realidad, no más de un 5-10% (siendo bastante opti­
mistas) de la antigua militancia mantiene una actitud práctica
de rechazo al orden capitalista. Es decir, en este caso —muy
minoritario— sí encontramos una conducta de izquierda aso­
ciada a una ideología de corte posmoderno. Para el caso,
podríamos hablar del "grupo esquizofrénico". Aunque habrá
que explicar, más adelante, el por qué del apelativo.
De la aplastante mayoría, lo que nos muestra la expe­
riencia es muy evidente: ya no existe un comportamiento
político de izquierda (entendiendo por éste una conducta po­
lítica dirigida a remover el orden capitalista). Lo que sí hay es

21 En la lista habría que insertar a casi toda la dirigencia del Partido Socialista y también
a la del ppd, un partido que hace del oportunismo (o "pragmatismo") su principio filosó­
fico de base. En todos estos casos, uno no puede sino recordar los versos de Quevedo:

Vuela, pensamiento, y diles


A los ojos que más quiero,
Que hay dinero.

29
una clara integración al sistema. Y el acceso a la ideología
posmodernista, con el consiguiente rechazo al marxismo clá­
sico, no es sino la expresión, en el plano filosófico, de tal
desplazamiento político. Es decir, la mentada ideología ha
jugado, en la actual coyuntura histórica, el papel de racionali-
zadora de los nuevos comportamientos políticos, del despla­
zamiento hacia la derecha del espectro político de personeros
y grupos que antes funcionaron como críticos radicales. En
este sentido, es también un fenómeno de descomposición,
asociado a las fuertes derrotas que el movimiento progresista
—a escala internacional— ha sufrido en las últimas décadas.
Derrotas que no han sido asimiladas desde una perspectiva
crítica y racional, entre otras cosas por el mismo efecto de
deterioro teórico provocado por el posmodernismo. Es decir,
la respuesta teórica a esos fracasos, más bien por omisión (i.
e. por falta de una teoría rigurosa) ha terminado por impulsar
la integración al sistema.

El romanticismo filosófico

El posmodernismo es tan sólo una variante, bastante aburrida


por lo demás, de un fenómeno más general: el irracionalismo
filosófico y político. Que esta ideología sea manejada e impul­
sada por los grupos más conservadores y por el oportunismo,
es algo que no sorprende: es lo usual. Lo que sí llama la aten­
ción es la extensión que ha alcanzado el irracionalismo filosó­
fico en las filas de la izquierda política. Aunque en este caso,
más que el posmodernismo sensu stricto, la modalidad o va­
riante más atractiva y manejada suele corresponder a la del
llamado romanticismo filosófico.22 La atracción que ejercen los
Lacan, Baudrillard, Derrida y cía., tiene mucho que ver no sólo

22Por derto, en uno y otro caso, nos encontramos con la misma reacción ante los valo­
res de la Ilustración. Se trata, como apuntara Habermas, de la “contrailustración”, ori­
ginal y espontánea en el caso del romanticismo. Por lo mismo, más fresca e inteligible.

30
con cierto desencanto semigeneralizado. También, y mucho,
con la sempiterna pedantería y afición enfermiza a las modas
que suele invadir a los sectores intelectuales: ese moderno
“mal francés" que, a semejanza del primigenio, expande la
impotencia en forma masiva. Por el lado del romanticismo
filosófico encontramos algunos aspectos diferenciadores: en
este caso, la atracción parece más sincera y espontánea. Es
decir, entre algunos segmentos de la izquierda y el romanticis­
mo filosófico, emerge alguna empatia casi inmediata, menos
cribada por las imposiciones de la moda y la pedantería.
El romanticismo, recordemos, se origina como reacción a
la Ilustración, al racionalismo que impulsa la burguesía en as­
censo histórico. Y como veremos en los capítulos siguientes,
adquiere especial fuerza en aquellos países en que el capitalis­
mo no tuvo la fuerza suficiente como para eliminar de cuajo y
rápidamente al viejo orden feudal. Como configuración ideo­
lógica, por este afán crítico (sin dudas muy reaccionario) que
despliega en contra del capitalismo en sus diversos órdenes
(económico, político e ideológico) llama la atención de otros
críticos del capital. En concreto, muchos que se supone ensa­
yan una crítica socialista al capital, se ven atraídos y hasta
obnubilados por la crítica feudal al capital.23
Pero, desde ya, valga advertir: en esa crítica reaccionaria
se encuentran algunos señalamientos bastante certeros. Por
ejemplo, se critica la inhumanidad del mercado. Pero como no
se entiende la dinámica histórica estructural subyacente, rara
vez se supera el tenor de la denuncia moral, por muy certera y
justa que ésta pudiera ser. Es decir, no se logran captar los
términos en que el fenómeno pudiera llegar a ser efectivamen­
te superado en la vida e historia reales. De modo análogo se
confunde la crítica a ciertas modalidades de la ciencia (la física

Más decrépita y a veces hipócrita en el caso de los Lacan y cía. Para éstos, la razón y sus
exigencias se entienden como un poder coactivo y, por lo mismo, desembocan en una
curiosa deducción: la libertad o rebelión frente al poder pasa por sepultar a la razón.
23 Al estilo de la tan brillantemente esgrimida por Leon Tolstoi.

31
mecánica de Newton, por ejemplo) que se pretenden aplicar
indiscriminadamente a otras esferas de lo real —como sería el
caso de los procesos sociopolíticos— con la crítica a la ciencia
per se. Más aún, la crítica justa a las limitaciones de cierto estilo
del pensar-razonar (por ejemplo, las visiones atomicistas y/o
mecanicistas), se confunden o identifican con la crítica a todo
pensamiento racional. Es decir, en vez de exigir más y mejores
razones, se termina rechazando a la misma razón.
De fondo, tenemos un dilema que se repite: ¿se desplie­
ga la crítica para volver al pasado o para superar el presente,
asimilando además sus logros más permanentes? Es decir,
¿nos limitamos a una impotente crítica puramente discursiva
o avanzamos a una crítica que también suponga una crítica
histórica rea? Tales son los términos en torno a los cuales
girará la discusión que sigue.
Para tales efectos, es más pertinente concentrarse en el
examen del romanticismo filosófico. Ello, tanto por la atrac­
ción que espontáneamente ejerce en los grupos críticos como
porque en él se presentan con mayor claridad y profundidad
los puntos más sustantivos de la discusión. En la medida de
nuestras fuerzas, trataremos de desarrollar una crítica dialéc­
tica. Es decir, no nos limitaremos a una negación o rechazo
puramente formal. También trataremos de recoger aquellos
aspectos de la crítica romántica que nos parecen válidos, aun­
que mal encauzados.
La idea central o principio orientador de nuestro trabajo
ya lo hemos indicado pero conviene repetirlo: la superación
del presente y de sus calamidades, exige enarbolar y desarro­
llar a fondo las exigencias de la razón. Es decir, la libertad y
felicidad de los humanos exige más y no menos razón.24

24El siempre agudo Bertold Brecht lo planteaba así: “si queremos aprovechar en forma
humana nuestro conocimiento de la naturaleza, deberemos complementarlo con el
conocimiento de la sociedad humana", en Brecht, Diálogos de refugiados, Cuadern
para el Diálogo, Madrid, 1972, p. 43.

32
LOS ORÍGENES Y EL FUNDAMENTO SOCIOECONÓMICO
DEL FENÓMENO

P
odemos entender la cosmovisión romántica como una
expresión particular de un fenómeno más general: la
del irracionalismo. Se trata aquí de una actitud frente
a la vida y que suele tener un vasto alcance. O sea, abarca
nuestro modo de abordar y sentir los fenómenos naturales,
sociales y personales. Esta actitud se expresa en términos
ideológicos y, aunque tales manifestaciones (en escultura, en
pintura, en poesía, en filosofía, etc.) se refieran a tal o cual
aspecto parcial, suelen guardar una relativa coherencia entre
sí. O sea, estamos en presencia de una visión relativamente
integrada del mundo. Por lo mismo, podemos hablar de una
filosofía general (empleando el vocablo filosofía en términos
muy laxos) o bien, más propiamente, de una determinada
cosmovisión o weltanscbaung.
Esta actitud vital, en ciertos períodos históricos alcanza
una fuerza significativa y hasta puede llegar a ser el “ánimo
dominante" del momento. O bien, cuando se debilita a esca­
la global, igual puede afectar a tal o cual persona o a deter­
minada fase del desarrollo personal. Por ejemplo, muchas
veces se sostiene que la adolescencia es propensa al "roman­
ticismo" y con ello se suele pensar en vidas que se regulan,
casi en exclusividad, por el factor sentimental. Como se acos­
tumbra decir, se vive con el “puro corazón". O bien, con un
agregado nada venial: “mucho corazón, poco cerebro". O
sea, se empieza a manejar la idea de una posible dicotomía
entre el factor racional y el factor emocional. Además, cuan­

33
do se piensa en una conducta que se rige sólo por factores
emocionales y que, por ende, resulta contrapuesta a una con­
ducta determinada por la razón, implícitamente se está tam­
bién pensando en un comportamiento que se propone metas
imposibles. O sea, que no se pueden lograr. De aquí también
una connotación adicional: esa vida, que se propone metas
imposibles, necesariamente será una vida fracasada. Ten­
dríamos, entonces, cinco ingredientes claves en la actitud vi­
tal que designamos como romántica: i) gran peso de los
factores emocionales (sentimentales) en la determinación de
la conducta; ii) en consecuencia, poco o ningún peso del
factor racional; iii) alta propensión a plantearse metas de
vida que son imposibles de lograr. A veces, se habla de "so­
ñadores" o de personas con una "imaginación excesiva", no
sometida al control de la razón; iv) consecutivamente, la vida
se presenta como una sucesión de fracasos y frustraciones; v) a
partir de estas frustraciones, surge en la imaginación un mun­
do ideal, sea en la niñez o en el pasado histórico. Luego,
profunda melancolía por lo que fue: "en gotas de rocío quie­
ro hundirme y mezclarme con la tristeza. Lejanías del recuer­
do, deseos de la juventud, sueños de la niñez [...] vanas
esperanzas se acercan en grises ropajes, como nieblas del
atardecer en las horas del crepúsculo".1
Esta manifestación cultural, más allá de sus pretensio­
nes de operar como una metafísica ahistórica, es un producto
ideológico que es típicamente una resultante de cierta confi­
guración sociohistórica. Se ubica en el seno de la etapa o fase
que conocemos como capitalista y, en sus orígenes, constitu­
ye una expresión del rechazo reaccionario (i. e., conserva­
dor) al avance de la economía y cultura capitalistas. Crítica
que emerge desde los sectores sociales más atrasados, a ve­
ces directamente de la feudalidad clerical y terrateniente, en
otras desde segmentos medios política y culturalmente su­

1 F. Novalis, Himnos a la noche, RBA, Barcelona, 1994.

34
bordinados a la antigua clase dominante, la del anden régi-
me. En países como Alemania e Italia, y también en América
Latina, allí donde el capitalismo encontró serias dificultades
para avanzar e imponer sus cánones culturales, estas mani­
festaciones —casi siempre enarboladas bajo la consigna de
combatir la superficialidad y el positivismo anglosajón— en­
contraron amplia acogida. Inclusive, permearon a vastos sec­
tores que se decían proclives al marxismo y a la revolución
socialista. Por lo común, en estos países atrasados encontra­
mos una intelectualidad de izquierda que suele atacar al ca­
pitalismo desde el pasado. O sea, comparte el anticapitalismo
que emerge desde la cultura feudal (i. e. pre capitalista) y
como no ha asimilado los progresos que el capitalismo pro­
voca (por la muy obvia razón del atraso del capitalismo en
tales países) no es capaz de esgrimir una propuesta efectiva­
mente superadora del sistema y la cultura capitalista. Heine,
el gran poeta alemán, confesaba muy claramente los prejui­
cios típicos de la intelectualidad radical: “lo más peligroso
para mí es aún ese brutal orgullo aristocrático que me arraiga
en el corazón, que todavía no he podido extirpar y que tanto
desprecio me inspira por el industrialismo, hasta el punto de
que podría tentarme a las más elegantes perversiones".2
La ideología romántica —y en general el irracionalismo—
prende con singular fuerza en Alemania. Operan aquí algunos
ingredientes que conviene recoger, entre otras razones por lo
extenso de su influencia y porque en América Latina, en algún
grado, se han dado condiciones análogas. En Alemania, pese a
su auge inicial (Lutero y demás), el capitalismo no logra
consolidarse y se asiste, a partir de las guerras campesinas y
la debacle de las huestes de Thomas Münzer, a una verdade­
ra recomposición del poder feudal. Al finalizar el siglo XVIII
—tiempos de Goethe y de Schiller— el capitalismo había lo­

2E. Heine, “Carta a Varnhagen”, 19/9/1830. Citado en M. Sacristán, Lecturas: Goethe,


Heine, Ciencia Nueva, Barcelona, 1967, p. 85.

35
grado algunos tímidos avances económicos, pero en el espa­
cio de la política se subordinaba totalmente al viejo orden. Ese
mismo atraso se reflejaba en un particularismo extremo (polí­
tico, económico y hasta cultural) y la consiguiente debilidad
de la idea de “lo nacional".3 Como bien se sabe, la misma
realidad de las naciones y el correspondiente volksgeist, son
fenómenos ligados a la emergencia de la burguesía industrial,
la cual, en primera instancia, no puede sino apoyarse en el
más extendido mercado interno que pueda lograr. Algo que
exige romper con los particularismos propios de la feudalidad
y de las corporaciones: borrar peajes, aranceles locales y, en
general, todas las barreras que se puedan poner al libre tránsi­
to interno de hombres (fuerza de trabajo móvil) y de mercan­
cías. En este sentido, lo nacional viene a ser la contrapartida en
el plano político-ideológico, de la expansión del capitalismo y
del mercado interno. A lo cual, valga agregar otro rasgo clave:
en tanto el país que aspira al desarrollo capitalista parte con
cierto retraso y se encuentra con potencias capitalistas ya de­
sarrolladas, debe ineludiblemente proteger la industria inter­
na, por lo menos en una fase inicial, la de su "infancia y
adolescencia".4 En suma, fortalecer el mercado interno para
fortalecer a la burguesía propia, la del país.
Los intelectuales alemanes, no siempre con total claridad
(salvo el caso de List), cultivaron inicialmente ese tipo de
nacionalismo progresista: Lessing, Goethe, en parte Fichte.
Algo después, el movimiento de la Junges Deutschland (Bor­
ne, Gutzkow, Laube, Mundt, Heine, etc.), renovó esta postu­

3 "Alemania era, como había sido siempre, una noción geográfica, más que un concepto
político evocador de unidad, más que una nación. Goethe lo vió claro y no sin amargura.
El poder aparecía atomizado en infinito número de principados, Estados, señoríos y bur­
gos, con pretensiones de soberanos. Las familias gobernantes, igualmente numerosas,
completaban una maraña inextrincable de genealogías y personajes. ” Cf. A. Ramos-Oli-
veira, Historia social y política de Alemania, tomo I, fce, México, 1973, p. 171.
4 El texto clásico es el de Friedrich List, Sistema nacional de Economía Política, publi­

cado originalmente en 1841. En español, versión del fce, México, 1979- Hay algunos
tanteos confusos en G. Fichte, Discursos a la Nación Alemana, de 1807.

36
ra cargándola bastante hacia la izquierda.7 Como sea, el im­
pulso antifeudal más fuerte les llegó a estos países o princi­
pados germanos, más desde fuera que desde adentro: con el
avance de las tropas napoleónicas.
Esto generó una situación un tanto "enredosa" y que dio
lugar a confusiones pues las tareas de liberación antifeudal y
de progreso burgués, se asociaron al dominio de tropas ex­
tranjeras en el territorio propio.6 O sea, surge también cierto
grado de opresión nacional. En este contexto, el nacionalis­
mo se enredó en las patas de la reacción clerical conservado­
ra: la nación y su espíritu se buscan en el pasado medieval y
se asocian a la liturgia y valores cristianos. Por cierto, los ro­
mánticos o quedaron cazados en esta trampa (caso del pintor
Frieclrich) o, lisa y llanamente, fueron sus impulsores (caso de
la corriente pictórica de los llamados "nazarenos"). Pocos, muy
pocos, escaparon a esas opciones: Heine, Marx, Engels, el
primer Ruge, Borne, Weitling y no muchos más. Las conse­
cuencias de este drama fueron terribles y de muy largo alcan­
ce: en Alemania, los valores de la Ilustración burguesa se
adelgazan in extremis y no logran ser asimilados por la cultu­
ra nacional. De hecho, incluso a lo largo del siglo xx y hasta
hoy, se observa una componente místico-irracional de marca
mayor (Heidegger, Gadamer, Apel, etc.) y que ha llegado a

5 En 1835, el Parlamento prohibió publicar a estos autores.


6 Las tropas francesas pemanecen en Alemania desde comienzos de siglo hasta 1813. En
este período, “bajo la dominación francesa, los nobles perdieron en Renania sus derechos
feudales y no pocas propiedades, junto con las eclesiásticas, pasaron a poder de los campe­
sinos [...], las libertades políticas decretadas aquí establecían un violento contraste entre el
sur de Alemania, en plena revolución, regido por un código y un sistema administrativo
francés, y el norte, aun estancado en la servidumbre". Ver Ramos Oliveira, op. cit., p. 200.
Al cabo, en la misma Prusia se intentan algunas reformas liberales "desde arriba" para así
rebajar la presión. Todavía hasta 1813-1814, el movimiento liberador tuvo algún compo­
nente progresista. Pero luego del Congreso de Viena (1815) y de los Acuerdos de Karlsbad
(1819), se impone la reacción conservadora y buena parte de los personeros democráticos
son perseguidos y deben huir al extranjero. Hay cierta reanimación popular hacia 1830-
1832, pero ese auge desemboca en una represión aún mayor.

37
contagiar, en algún grado a veces no menor, a sectores de
oposición, como la escuela de Franckfurt. El sustrato socioeco­
nómico que acompaña a esta ruta es la denominada “vía pru­
siana": es decir, la combinación del latifundio junker con los
grandes monopolios de la industria capitalista (los Krupp,
Siemens, Hósch, et. al). Una combinación explosiva que es­
trecharía los mercados internos y que obligaría a suplirlos por
la ruta de la expansión militar y colonial-imperialista. Algo
que se expresaría en esas consignas de triste recuerdo, como
las del lebensraum y su correlato, el Deutscbland über alies.
En los países atrasados, como lo era la Alemania de la
primera parte del siglo XIX, se da una circunstancia adicional
que conviene mencionar. Para cumplir a fondo sus tareas an­
tifeudales la burguesía nacional debería ser capaz de confor­
mar un amplio frente democrático. O sea, integrar un bloque
con campesinos y obreros, lo que implica tomar en cuenta los
intereses de estas clases y, por ende, radicalizar el programa.
No obstante, esta burguesía también observa, en otros
países, el tenor que a veces asume la lucha de clases entre
burguesía y proletariado. Y con ello, cae en dudas hamletia-
nas: seguir hasta el final con el peligro de ser sobrepasada y
sepultada; o bien, bajar el perfil y acomodarse con las clases
dominantes más retrógradas. Ruta esta que, por cierto, fue la
seguida en el caso alemán.
El romanticismo no sólo emerge en circunstancias como
las mencionadas.
En la fase de decadencia histórica del sistema, digamos en
su fase contemporánea, este espectro cultural suele funcionar
como un artefacto ideológico que el capitalismo recesivo más
retrógrado —por lo común monopólico y especulativo— re-
funcionaliza en su favor y en contra de los grupos sociales que
pretenden superarlo. La ideología romántica, o más en general
el irracionalismo, en parte es asumida por esas fracciones re­
trógradas de la clase dominante, pero —sobremanera— se le
inocula a los estamentos intelectuales (orgánicos o no) y a
ciertos segmentos populares, en especial de la pequeña bur­

38
guesía en descomposición. En cuanto lo asumen los de arriba
(se rechaza o disminuye a Voltaire, se revalúa a Pascal), eso
nos advierte que el sistema empieza a renegar de sus valores
más primigenios: un claro indicador de decadencia histórica.
Por otro lado, en cuanto permea a los de abajo, nos indica
cómo el sistema se defiende inyectando irracionalidad en sus
potenciales opositores y sepultureros. O bien (o a la vez, un
impulso complementando al otro) se nos presenta como ex­
presión, en el espacio de los oprimidos, de la rabia social y de
la impotencia política. Algo que, por cierto, nos recuerda casi al
pie de la letra los contornos del romanticismo alemán, el que
enarbolara un Novalis o hasta un Hólderlin. Es decir, el irracio­
nalismo en ocasiones opera como un arma política conciente-
mente manejada. En otras, como una expresión o manifestación
espontánea de un estado de ánimo vigente en cierto período
histórico y en ciertas clases y capas sociales. Lo cual, se esté o
no advertido del punto, tiene también un obvio impacto polí­
tico. Por lo común, de signo conservador.
En términos muy generales, se puede sostener que el irra­
cionalismo avanza cuando asistimos a un período de estanca­
miento o decadencia histórica.7 En estos períodos se suelen
combinar el estancamiento económico, el debilitamiento de
las formas sociales más progresivas y la derrota política de las
clases sociales populares. En el mundo contemporáneo, del
último cuarto del siglo pasado hacia acá, asistimos a un esta­
dio semejante. El tercer mundo, la clase obrera y los sectores
populares, han experimentado derrotas de largo alcance. Y en
el seno de la dase dominante, la fracción especulativa (la fi­
nanciera, la del capital dinero de préstamo) ha desplazado a la
industrial como fracción hegemónica. Éstos no han sido tiem­

7 Muy justamente, Lukacs ha señalado que “el hecho de si, en una determinada época y
en determinadas capas sociales, reina la atmósfera de una crítica sana, serena y objeti­
va, o el aire viciado de la superstición, la fe en los milagros y la credulidad irracional, no
es un problema de nivel intelectual, sino de situación social". Ver su Asalto a la razón,
Grijalbo, México, 1983, p. 71.

39
pos favorables a la democracia ni a las libertades públicas de-
moburguesas. Tampoco, favorables a la razón. Por lo mismo,
no debe extrañar que renazcan las viejas expresiones del irra-
cionalismo. Se degrada a la Ilustración, se recupera a un Nietz­
che, a un Bergson o Valery y, peor aún, se vuelven a ensalzar
las incoherencias de un Martin Heidegger. De nueva cuenta
alza sus orejas el burro clerical y nos habla de “los límites de la
ciencia", de los "fracasos de la razón", de los "más allá inson­
dables", etcétera. En semejante contexto, ¿podría extrañar la
avalancha de brujos, de vendedores de pócimas y culebras, de
predicadores públicos y de textos de “autoayuda” o sobre ov­
nis y "flujos energéticos"? ¿Acaso estas expresiones vulgares no
son la estricta contrapartida del irracionalismo sólo aparente­
mente más exquisito de los Lacan, Foucault, Baudrillard, Lyo­
tard y otros esgrimistas del “posmodernismo”?
Bunge ha advertido sobre esta marejada irracional:

los oscurantistas hacen caso omiso de la razón, la experien­


cia o ambas. En consecuencia, rechazan el racionalismo y el
empirismo y cualquier combinación entre ellos [...]Lamen­
tablemente, el irracionalismo se está volviendo a poner de moda,
lo cual es tanto un indicador como una causa de la decaden­
cia cultural. [...] Consideremos la siguiente descripción dada
en un curso de la New School of Social Research de Nueva
York: ‘Kierkegaard fue el primero en desconstruir la metafísi­
ca; también fue el primero en darse cuenta de que esto no se
puede lograr. Esto lo hace el primer filósofo posclásico’. En
menos palabras: Kierkegaard se dio cuenta que es imposible
‘desconstruir’ (¿desenmascarar?) la metafísica; sin embargo,
al mismo tiempo, logró esa tarea. Paralelismo: la levitación
es imposible, por supuesto, pero yo la hago todo el tiempo.
Estos son ejemplos de enunciados contradictorios en sí mis­
mos y por lo tanto irracionales.8

8 Mario Bunge, Buscar la filosofía en las ciencias sociales, Siglo XXI, México, 1999, p. 427.

40
En países como Italia y Francia, siempre dispuestos a las
modas y a las chácharas, estas corrientes irracionales también
han resurgido. Y se han apoderado de vastos espacios del
pensamiento social. Éste no sólo ha perdido su filo crítico
racional, también se ha aislado aún más que antes, de la
dimensión empírica y de sus sanos controles. Se vuelve a
hablar de la "unicidad del fenómeno humano", del "tiempo
irrepetible", de lo "imprevisible" y demás. El subjetivismo lle­
ga a ser enfermizo. Paul Veyne, seguidor de Foucault, en un
libro soporífero, especula sobre la historia y, como buen fran­
cés, trata de ser original e ingenioso, habla de todo y no dice
nada que en verdad aporte. Como sea, adviértase el mensaje:
la historia se compone de "tramas", las que son “una mezcla
muy humana y muy poco científica de azar [¿lo humano=el
azar?; ¿el azar=lo no científico?; por ende, ¿lo humano=lo no
científico?; nota de J. V. F.], de causas materiales y de fines".
Luego apunta que “en la trama no reina el determinismo”.9
Además, como en la realidad de lo social “no existe una jerar­
quía" —o sea, “equipotencialidad de las variables" o equiva­
lencia (en cuanto a su poder de determinar el funcionamiento
de la sociedad y por ende de la marcha de la historia) entre
los diversos aspectos de lo real (algo que ningún investiga­
dor serio puede aceptar)— declara que la importancia que se
le pueda conceder a tal o cual aspecto de lo real, "depende
totalmente de los criterios utilizados por cada historiador".10
Por ende, la historia, como disciplina, “es subjetiva".11 Es de­
cir, una pura arbitrariedad.

9 Paul Veyne, Cómo se escribe la historia. Foucault revoluciona la historia, Alianza,


Madrid, 1984, p. 34.
10 Ibid., p. 24.
11 Ibid., p. 32. Con esta confesión se comprende el tipo de "revolución" que se nos propone.

Más bien, habría que hablar de "contrarrevolución" o, lisa y llanamente, del afán por
sepultar o liquidar a la disciplina. De paso, digamos que Veyne, con cierto complejo de
inferioridad muy típico, se apoya en lo peor de Karl Popper. Cuando áte incursiona en la
discusión, bastante ignara, de temas económico-sociológicos, acepta que estas disciplinas

41
En términos análogos se rechaza sin ningún rubor lo que
se califica como "cientificismo", "positivismo", "mecanicismo"
y etcétera. Se nos propone, de nueva cuenta, acudir a la "in­
tuición", a las "revelaciones" y al singular "método" (?) de los
aforismos. El italiano Ginzburg, por ejemplo, tan valiente como
el Duce, nos propone nada menos que un "nuevo paradig­
ma" para las ciencias sociales, lo que llama "paradigma de
inferencias indicíales". Reconoce que este "paradigma" exige
un rigor "elástico" (???) y agrega:

[...] se trata de formas del saber tendencialmente mudas—en


el sentido de que, como ya dijimos, sus reglas no se prestan
para ser formalizadas y ni siquiera expresadas—. [¡Uf! Ginz­
burg nos oferta un "paradigma" que él mismo declara que no
se puede expresar y, por ende, no se puede comunicar. Esto
—el autor que nos comunica lo que él declara incomunica­
ble— no es nuevo. Parece casi una ley de las ideologías
irracionales. J. V. F.j. Nadie aprende el oficio de connaisseur
o el de diagnosticador si se limita a poner en práctica reglas
preexistentes. En este tipo de conocimiento entran en juego
(se dice habitualmente) elementos imponderables: olfato,
golpe de vista, intuición.

Luego nos habla de una "intuición baja" como "órgano


del saber indicial” y que ella se "radica en los sentidos". Con
ello —¡oh, confesión de confesiones!— el paradigma que se
nos oferta "vincula estrechamente al animal hombre con las
demás especies animales".12

descubren leyes objetivas. A la vez, declara que la historia no puede encontrar leyes. 0 sea,
en el presente, en el hoy, sí existen leyes. Cuando el hoy se transforma en ayer, el presente en
pasado, esas leyes ¡desaparecen! Algo francamente fantástico, propio de brujos que sacan y
esconden conejos. De Popper sobre el tema ver The Poverty of Historicism, Routledge and
Kegan, Londres, 1957; y La sociedad abierta y sus enemigos, Paidós, Buenos Aires, 1968.
12 Cario Ginzburg, Mitos, emblemas e indicios, Gedisa, Barcelona, 1989, pp. 163 y 164.

Este verdadero himno a la sinrazón ha contagiado incluso a autores como Adolfo Gilly.
Ver, por ejemplo, Discusión sobre la historia, Taurus, México, 1995.

42
Por cierto, que se defiendan y difundan enfoques como
los que hemos mencionado, es una clara muestra del estado
de descomposición en que ha venido cayendo el pensamien­
to social en las últimas décadas. Respecto a los cánones cien­
tíficos más elementales, se da un distanciamiento cada vez
mayor. No se respeta el rigor lógico y tampoco se maneja con
el debido cuidado la evidencia empírica. Peor aún, se empie­
za a creer que los "aforismos" o "frases ingeniosas" constitu­
yen la mejor ruta o arma del saber. O sea, entender la teoría
social seria como un conjunto sistemático y lógicamente con­
gruente de categorías, conceptos y leyes,13 es algo cjue se
tiende a olvidar o, peor aún, se llega a creer que es simple­
mente un factor perjudicial e incómodo. En España y Améri­
ca Latina, países repetidores por excelencia, esta ola también
ha sido recibida. Algo que a muchos, muy poco acostumbra­
dos a los rigores del quehacer científico, les viene de perlas.
Y también, claro está, a las fuerzas sociales conservadoras
(neoliberales, socialdemócratas de mercado, etc.), siempre
interesadas en preservar y acentuar la falsa conciencia social.
Por lo mismo, en debilitar el papel y los valores de la ciencia
y, más en general, el papel del factor racional en los asuntos
humanos.
Ahora bien, el irracionalismo —si se nos permite la ex­
presión— no es una pura y simple irracionalidad. Al interior
del mensaje funcionan algunas moléculas de verdad. Es de­
cir, se recogen algunos elementos y relaciones que se corres­
ponden con algún aspecto de lo real y que, en esa parte o
espacio delimitado, pudieran ser válidos. No obstante, se tra­
ta de elementos que al estar insertos y en relación con un
cúmulo de otros elementos y relaciones inválidas, se "conta­
minan" y terminan por ser anulados en su eventual valor de
verdad. O sea, aunque algunos ingredientes sean valederos,

15 Como bien apuntaba Vigotsky, “el concepto científico [...] por su propia naturaleza

presupone necesariamente [...] un sistema de conceptos". En su "Pensamiento y len­


guaje", citamos de Lev S. Vigotsky, Obras escogidas, tomo 2, Visor, Madrid, 1993, p. 216.

43
arribamos a una resultante que es falsa. Esto es lo propio de
todas las ideologías eficaces: sus ingredientes de verdad son
el gancho que se usa para introducir la falsa conciencia. Por
lo mismo, el examen crítico de estas configuraciones no pue­
de consistir en su puro y completo rechazo lógico-formal. Se
trata, también, de ensayar una crítica superadora. Para ello,
primero, debemos entender las raíces sociales del fenómeno.
Como se sabe, la crítica real de un discurso ideológico enrai­
zado, tiene que enfilarse a transformar-destruir el fundamen­
to material de ese discurso. Si no, reaparecerá una y otra vez,
cambiando a veces la forma, en mayor o menor grado, pero
siempre conservando el contenido. En cuanto al plano dis­
cursivo, debemos desmenuzar sus planteamientos distinguien­
do el grano descompuesto del que se puede limpiar. O sea,
recoger lo válido que está invalidado por el todo falso y luego
pasar a reinsertarlo en un sistema (o "totalidad" conceptual)
diferente y verdadero. O sea, un conjunto o todo sistémico
que sea internamente congruente (sin infracciones a la lógi­
ca) y, a la vez, congruente con la realidad objetiva. Lo cual
significa aprobación de los correspondientes test empíricos.
En corto: se trata de operar con razonamientos (i. e. razo­
nes) estructurados como sistema y que sean empíricamente
validados.
En lo que sigue, pasamos a examinar los que considera­
mos son los ingredientes fundamentales de la visión román­
tica. Es decir, de la filosofía del irracionalismo. Al hacerlo,
veremos cómo estos criterios siguen impactando en nuestras
ideas de lo humano, de la sociedad y de la historia. Distingui­
remos cinco dimensiones fundamentales: i) la oposición que
se plantea entre razón y sentimientos; ii) fragmentación ver­
sus organicidad; iii) el conflicto entre individuo y sociedad;
iv) el problema de las vías del conocer; v) la visión de la
naturaleza.

44
Del grupo primario a la cosificación
Y BUROCRATIZACIÓN. CARENCIAS AFECTIVAS Y CULTO
POR EL PASADO. El CONFLICTO ENTRE RAZÓN
Y SENTIMIENTOS

a) Del grupo primario a la cosificación mercantil

L
a ansiedad o más bien la angustia, parece ser un rasgo
consustancial del hombre moderno. Algunos filósofos,
amén de reconocer el fenómeno, le han llegado a otor­
gar un rango metafísico, ahistórico. Son v. g., los casos de un
Kierkegaard, un Jaspers y otros. La visión romántica comparte
esta postura. En nuestra perspectiva, más que las disquisicio­
nes metafísicas nos interesa la expresión más directa y espon­
tánea del fenómeno, el modo en que se experimentan y sienten
las relaciones sociales que ordenan el mundo moderno.
Para el caso, podríamos decir que, en el plano psicológi­
co, la vida social moderna se suele sentir como: i) un algo
amenazante, casi siempre triturador. O sea, la aparición del
otro se experimenta como la emergencia de una amenaza-, ii)
las relaciones sociales se ven como faltas de afecto, como algo
frío, como algo que "hiela la sangre"; iii) consecutivamente,
surgen un déficit afectivo y los desajustes emocionales del caso.
Más aún, surge la reivindicación por la vida afectiva y el valor
de los sentimientos-, iv) en este contexto, se suele desembocar
en una actitud muy típica: se comienza a creer que reivindicar
los sentimientos implica rechazar o denigrar al factor racio­
nal. Y viceversa. O sea, se arriba a una dicotomía que se cree
irreconciliable y, dentro de ella, se opta por el polo emocional.

45
Para bien entender el fenómeno y las reacciones que
provoca, necesitamos indagar sus raíces. Para ello, pasamos
a recordar primero los rasgos que tipifican a las relaciones
sociales de los regímenes precapitalistas y, luego, los que
son propios del orden capitalista. Esto nos permitirá identifi­
car las causas del citado malestar.
En las sociedades precapitalistas, nos encontramos con
dos rasgos económicos a retener: i) la economía opera a
partir de fuerzas productivas que se asientan en una base de
pequeña producción; ii) en tales economías, la forma mer­
cantil es embrionaria, como regla sólo afecta al producto
excedente. Por lo mismo, el valor de cambio es un fenómeno
muy poco generalizado y la vida económica y social suele
escapar a su lógica. Lo que aquí impera, como motivo de la
conducta económica, es el valor de uso.
De los dos rasgos mencionados se derivan tres conse­
cuencias claves. Del primer rasgo —base de pequeña pro­
ducción— se deriva el predominio de los grupos primarios
en el sistema social. Del segundo rasgo —-forma mercancía
muy embrionaria— se deriva: i) el predominio de las relacio­
nes sociales directas, no mediadas por las cosas. O sea, el
contacto de los unos con los otros es directo, “cara contra
cara”; ii) lo ya dicho: en lo económico los hombres y grupos
se mueven en función del valor de uso.

¿Qué es un grupo social primario?

Un grupo social, en general, es un conjunto de personas que


interactúan entre sí con una frecuencia relativamente alta y
que, por lo mismo, determina el comportamiento de los indi­
viduos que lo integran. En cuanto al grupo primario, que es
lo que nos interesa, éste tiene lugar cuando se cumplen cier­
tas condiciones: i) proximidad física de los miembros del
grupo. Por ende, relaciones “cara a cara”; ii) el grupo es pe­
queño, se integra con pocas personas; iii) los vínculos son

46
durables, permanecen por un tiempo muy largo. Por lo me­
nos en el mundo contemporáneo, el grupo primario más
importante y conocido es la familia.
Dadas esas condiciones, que funcionan como “marco”,
se suelen desplegar algunos rasgos muy típicos:1 a) identidad
de fines y sentido de “nosotros”. Las partes o personas tienen
deseos y fines similares. Asimismo, cada parte persigue como
fin propio el bienestar de la otra. De aquí el radical sentido
de solidaridad que cunde en el grupo primario; b) las rela­
ciones que se establecen al interior del grupo se consideran
como un fin en sí mismo, no como un medio: la madre no
cuida del hijo para luego obtener un premio o alguna suma
de dinero; lo hace porque piensa que ese cuidado es un “fin
que le es propio", que está en la "naturaleza de su ser-ma­
dre". Si no lo hiciera, se sentiría una madre "desnaturalizada".
Por lo mismo, a esas relaciones se les adjudica un valor in­
trínseco y se reconocen como gratificantes y voluntarias-, c)
las relaciones son personales e intransferibles. El otro se consi­
dera como un valor per se y su posición no puede ser ocupada
por cualesquier otro. O sea, interesa la persona y no el cargo
0 posición. En la fábrica, el cajero que me entrega el salario
mensual puede ser tal o cual persona, lo que no me preocu­
pa mayormente. Aquí, interesa el cargo, no la persona. Pero
si se trata de mi esposa o de mi padre, evidentemente es la
persona la que me interesa; d) las relaciones son concretas y
"totales". El otro funciona como una persona concreta, de
carne y hueso, que se considera en su ser total, en el todo de
su personalidad y no sólo en uno u otro aspecto parcial. En
la gran fábrica, el electricista me interesa por su específica
calificación. Y cualesquier otro rasgo personal —ser poeta,
buen futbolista, gran gourmet, hijo abnegado, etc.— me será
completamente indiferente. De ellos, hago abstracción. Al

1 En este punto seguimos muy de cerca a Kingsley Davis, Human Society, Mac Millan,
Nueva York, 1954.

47
revés, en v. g. el núcleo familiar la madre interesa no sólo
como alguien que cose bien mis calcetines. Me interesa, y me
afecta, en el conjunto de su personalidad. Y lo que vale para
un polo de la relación, también vale para el otro: en este caso
el hijo; e) por lo menos en algunos grupos —como v. g. el
caso de la familia tradicional— nos encontramos con otro
rasgo clave: la estructuración jerárquica del grupo, de las
diversas posiciones sociales (status) que lo componen. En
este caso, los de arriba (o, el de arriba) asumen una actitud
de protección paternalista sobre los de abajo y éstos, por su
lado, de afecto y gratitud hacia los de arriba.
A partir de una perspectiva levemente diferente: las pau­
tas o normas que regulan la acción, autores como Parsons y
otros han expuesto una tipología que conviene por lo menos
recordar. Se trata de comparar a la sociedad burguesa más
moderna (donde los grupos se suelen organizar en términos
burocráticos) con las sociedades tradicionales (donde predo­
minan los grupos primarios) y ver algunos rasgos o propie­
dades que típicamente asume la acción social en dichos
contextos. Designando con T a los sistemas sociales tradicio­
nales y con M a los modernos, nos concentramos en cuatro
dimensiones que puede asumir la acción social del caso. Pri­
mero, los roles en T son difusos: cubren una vasta gama de
deberes y derechos los que, a su vez, también son muy vagos
o difusos. Por el contrario, en M los derechos y deberes son
precisos y limitados. El señor de la tierra —el terrateniente
tradicional— cubre una vasta gama de deberes y aún más de
derechos: derechos a la renta, a los pastos, a la caza, al uso
del molino, derecho de "pernada", etc. Quedando todos ellos,
fuertemente afectados por la personalidad del "gran señor".
Al revés, el gerente de una fábrica capitalista funciona v. g.
con deberes muy precisos, delimitados y que dependen de
normas escritas conocidas por todos, no de la subjetividad
de ese gerente o patrón. Segundo, en T los roles piden o
permiten expresar, con gran fuerza, a los sentimientos. O
sea, el despliegue de la acción exige una fuerte carga afecti­

48
va. Entretanto, en M, el rol exige reprimirlos y operar con la
mayor neutralidad afectiva. En el primer caso, los sentimien­
tos se exhiben, sin pudor, en la misma plaza pública. En el
segundo, aquello se considera de mal tono y la norma implí­
cita sostiene que los sentimientos son un asunto estrictamen­
te privado, que sólo se deben exteriorizar en los espacios de
mayor intimidad. Tercero, en T funciona el particularismo de
la acción: se actúa según la persona, se discrimina. En M,
por el contrario, rige el universalismo de la acción: se aplican
iguales reglas para todas las personas: ante la norma, todos
son iguales. Cuarto, en T las posiciones sociales se heredan o
asumen en función de ciertos atributos sociales: status ads­
critos. En M, no interesa el rango social sino la ejecución que
se despliega: status adquiridos. En una administración tradi­
cional, el cargo tal o cual (por ejemplo, el de recaudador de
impuestos o el de jefe militar) se asigna en función del rango
familiar: conde, duque, etc. En la administración capitalista
moderna, por lo menos se intenta que esos cargos sean asig­
nados a partir de la capacidad técnica (calificación) de la per­
sona, no importando ningún otro atributo.
De lo expuesto podemos deducir las consecuencias bási­
cas que acarrea una vida que se despliega en el seno de grupos
primarios y de sistemas sociales tradicionales (o precapitalis­
tas). Ellas serán: a) primacía del factor emocional. Énfasis en
la componente sentimental de la vida; b) subdesarrollo del
factor racional; c) sensación de "pertenencia", de una vida
que se despliega en un contexto de nexos solidarios.
Si concentramos la mirada en el sistema feudal, conviene
agregar de inmediato un comentario. En este sistema debe­
mos distinguir: a) relaciones de explotación y opresión. Éstas
conectan a la nobleza terrateniente con el campesinado de­
pendiente. No suelen funcionar con total desnudez sino muy
revestidas o enmascaradas. Es decir, se disimulan y legitiman
por dos canales principales: i) la alienación religiosa. De aquí
la vital importancia de la religión y del estamento clerical en

49
estas sociedades;2 ii) el paternalismo de los "señores" para
con sus súbditos. Por estos dos mecanismos, las relaciones de
explotación y opresión se presentan como si fueran relacio­
nes de solidaridad. Cubierta ideológica que suele ser, por lar­
gos períodos, muy eficaz;3 b) relaciones de solidaridad: tienden
a ser relativamente dominantes en el seno de las comunidades
campesinas y de los gremios artesanales. También al interior
de la clase dominante, regida por el modo del vasallaje.
Para terminar este excurso, ensayemos un ejercicio ópti­
co. Borremos los elementos de opresión. Si sale alguno a la
superficie, démosle la categoría de "excepción". Reforcemos
el color de la "solidaridad cristiana" y la visión del terrate­
niente o conde equis como un abnegado pater familias. Nos
van quedando todos, en sus respectivos puestos: los de más
arriba con sus togas de armiño blanco y recamos de oro, y
así, descendiendo, hasta los de más abajo: los que labran la
tierra y los que manufacturan la herradura de los caballos.
Todos cumpliendo su rol, entrelazados por un orden divino y
mirando hacia lo más alto, como en el seno de esas grandes
iglesias góticas que parecen subir al infinito, buscando al "se­
ñor de los señores", al Supremo Hacedor. No es ésta una

2 “Las ideas religiosas son la clave que sostiene todo el arco sobre el cual reposa el anti­
guo régimen." Cf. Albert Matthiez, La Revolución francesa, Letras, Santiago de Chile,
1936, p. 121.
3 A partir de obvios intereses conservadores se ha llegado a idealizar las relaciones feuda­

les de producción, presentando a "caballeros" que se preocupan y socorren a sus sier­


vos, y a campesinos que veneran y quieren a sus señores. Un poco más y se nos habla de
relaciones fraternas y ajenas a toda explotación. La realidad, por cierto, nada tenía
de idílica y, en la fase del feudalismo mercantil, la opresión se torna espantosa: “el señor
disponía arbitrariamente no sólo de la propiedad del campesino, sino asimismo de su
personalidad, de su mujer y de sus hijas. Tenía el derecho de pernada. Podía arrojar en
cualquier momento que se le antojase al campesino a la cárcel [...]. Pegaba al campe­
sino hasta matarlo y, si quería, podía ordenar que lo decapitasen". Entre las ordenanzas
de la “Ley Carolina que hablan de 'arrancar las orejas', 'cortar la nariz', 'sacar los ojos',
'amputar los dedos y las manos', 'decapitar', 'someter al suplicio de la rueda', 'quemar',
'torturar con tenazas al rojo’, 'descuartizar', etc., no hay uno solo que el amable señor
y protector no pueda aplicar arbitrariamente a sus campesinos". Cf. F. Engels, La Gue­
ña campesina en Alemania, Progreso, Moscú, 1981, p. 31-

50
imagen casual. Muchos se la creen y la repiten. De aquí el
punto que nos interesa subrayar: idealizar y mistificar ese
período de la humanidad, no es especialmente difícil. Sobre
todo si nuestro "estado de ánimo” ayuda.

b) El orden social capitalista y el proceso de cosificación

La emergencia y desarrollo del régimen capitalista provoca


tres grandes mutaciones.
Primero, se avanza desde un régimen o base de produc­
ción de pequeña escala hacia una base de producción a gran
escala. Segundo, se avanza desde una economía mercantil
embrionaria hacia una ampliada: la producción de mercan­
cías se unlversaliza. Técnicamente, esto significa un "grado
de mercantilización” igual a uno. Es decir, todo lo que se
produce asume la forma de mercancía. Tercero, la forma
mercancía termina por apoderarse de la fuerza de trabajo.
Ésta, por ende, se transforma en objeto de compra y venta
—la mercancía fuerza de trabajo se vende a cambio de un
salario—, algo que afecta a prácticamente toda la población.
Esas mutaciones, a su vez, provocan consecuencias de
vasto alcance. Uno: se genera una completa cosificación de las
relaciones sociales: se unlversaliza lo que Marx denominaba
"fetichismo mercantil". Los nexos sociales dejan de ser direc­
tos y relativamente transparentes: se tornan indirectos o me­
diados por las cosas y, por lo mismo, se recubren por cierto
velo o máscara. Nos engañan y pensamos que son "opacos".
Dos: surgen y se eleva la importancia de los grupos secunda­
rios. De hecho, podemos decir que bajo esta cubierta —la de
los grupos secundarios— transcurre la mayor parte de la vida
de la mayor parte de la población. Estos grupos, como regla,
se estructuran asumiendo una forma de organización buro­
crática. Tres: la dinámica básica del sistema económico y de
la sociedad en general se subordina a la lógica del valor de
cambio. Más precisamente, a la lógica del capital y de su pro­
ceso de valorización: el famoso D-M-D’ que describiera Marx.

51
En las sociedades contemporáneas, se vive si se participa, de
uno u otro modo, de esa lógica. Si no, sobreviene la margina-
ción y la nulidad o aniquilamiento social.

¿Qué entendemos por cosificación


de las relaciones sociales?

Se trata de un fenómeno que es consustancial a las econo­


mías de mercado. Éstas operan a partir de dos rasgos esen­
ciales: a) el patrimonio productivo global se fragmenta en
diversos centros de decisión económica (o "unidades econó­
micas mercantiles"). O sea, propiedad privada fragmentada; b)
división social del trabajo. Por lo tanto, esas unidades econó­
micas, formalmente autónomas e independientes entre sí, no
son autosuficientes. Este último rasgo implica que la empresa
particular, para poder funcionar, necesita de la producción
de las otras y que estas otras, por supuesto, produzcan con­
forme a esas necesidades. Además, se accede al producto de
las otras unidades por la vía de las compras: gastando dinero.
Y el dinero se obtiene vendiendo: los otros tienen que recono­
cer como útil, para ellos, a nuestra producción. O sea, cada
cual debe producir para los otros pero no se coordinan, di­
rectamente, con los otros. El rasgo b) exige coordinación,
pero el rasgo a) lo impide. En breve, no hay identificación
previa de las necesidades ni, por ende, decisiones producti­
vas coordinadas a escala global, a partir de esa identificación.
Si la producción es o no necesaria sólo se sabe cuando los
productores, después de haber producido, llegan al mercado
a ofrecer sus mercancías. Y éste, por la vía de la fluctuación
de los precios que ocasionan los movimientos de la oferta y
de la demanda, termina por regular la producción y, por esta
vía indirecta, acercarla a las proporciones que exige la re­
producción de cada empresa y de la economía en su conjun­
to. En suma, el nexo social que exige la producción social es,
en principio, eliminado por el rasgo a), el del poder patrimo­
nial privado y fragmentado. Con lo cual, la sociedad misma

52
queda en suspenso. El problema, se resuelve con la emer­
gencia de la institución mercado, lugar donde operan las com­
pras y ventas. Como apuntara Hilferding, “la sociedad basada
en la propiedad privada4 y en la división del trabajo sólo es
posible por la relación de los individuos que cambian unos
con otros. Deviene sociedad mediante el proceso de cambio,
único proceso social que conoce económicamente".5
Éstas son las relaciones fundamentales de una economía
de mercado y, según se puede constatar, no se trata de rela­
ciones sociales directas sino de nexos que vienen mediados
por las cosas, por las mercancías. Éstas, se interponen, entre
grupos y personas. En breve, las relaciones sociales entre per­
sonas y grupos se oscurecen u ocultan, y se presentan como
si fueran relaciones entre las cosas. Esto es lo que se llama
cosificación. En palabras de Marx,

los trabajos privados sólo funcionan como eslabones del tra­


bajo colectivo de la sociedad por medio de las relaciones
que el cambio establece entre los productos del trabajo y, a
través de ellos, entre los productores. Por eso, ante éstos, las
relaciones sociales que se establecen entre sus trabajos pri­
vados aparecen [...] no como relaciones directamente socia­
les de las personas en sus trabajos, sino como relaciones
materiales entre personas y relaciones sociales entre cosas6

¿Qué consecuencias provoca la cosificación?

Primero, las relaciones sociales directas, propias de las socie­


dades precapitalistas, se transforman en relaciones sociales
indirectas, mediadas por las cosas. En este contexto, Marx ha

4Por nuestra parte, hablamos de propiedad privada fragmentenda. Si es privada y única—o


sea, una parte del agregado social controla todo el patrimonio productivo— no hay pro­
ducción mercantil. Esto da lugar a una economía planificada y despótica, a la "asiática".
5 R. Hilferding, El capital financiero, El Caballito, México, 1973, p. 18.
6 C. Marx, El Capital, tomo I, fce, México, 1973, P. 38.

53
distinguido dos tipos de relaciones sociales: las personales y
las materiales. En el primer caso, la relación entre personas es
directa. En el segundo, la relación viene mediada por las co­
sas-mercancías. Éste es un rasgo constitutivo de las econo­
mías de mercado y es el que proporciona la base objetiva de
lo que Marx denominara "fetichismo mercantil". Esta situa­
ción provoca algunos efectos cruciales que pasamos a indicar.
Primero: como la fragmentación económica objetiva
implica el aislamiento de los productores, se genera cierta
sensación de soledad, de separación de los otros.
Segundo: los otros, los que operan en otras unidades
mercantiles, se ven como competidores, como entes peligrosos
y que pueden perjudicar, dañar y, muy a menudo, incluso
aniquilar. Las otras empresas, por ejemplo, pudieran incorpo­
rar nuevas tecnologías capaces de reducir sensiblemente los
costos. Lo cual debe llevar el valor unitario (y el precio que le
corresponde) a un nivel que la empresa propia pudiera no ser
capaz de resistir, viéndose abocada a fuertes pérdidas o, sim­
plemente, a la quiebra. En términos análogos, si v. g. aparecen
demasiados ofertantes de fuerza de trabajo, el salario caerá y me
veré seriamente afectado. En suma, lo que hagan los otros,
me puede perjudicar gravemente. Por lo mismo, los comienzo
a sentir no como fuentes de ayuda solidaria sino, más bien,
como algo peligroso. Peor aún, si los otros me agreden, por
simple precaución paso a tomar la iniciativa en términos de
agresión: "si golpeo primero, esquivo al otro y lo golpeo dos
veces”.7 De este modo, se empieza a configurar aquella ideo­
logía que plantea que el hombre es el lobo del hombre.8
Tercero: la fragmentación, el aislamiento con que funcio­
nan las diversas unidades mercantiles y el modo cosificado

7 "Cuanto mayor y más desarrollado aparezca el poder social dentro de la relación de la


propiedad privada, tanto más egoísta, más asocial, más enajenado de su propia esencia
se hace el hombre". C. Marx, "Extractos de lecturas", en C. Marx, Escritos de juventud,
fce, México, 1987, p. 530.
8 “La condición del hombre [...] es una condición de guerra de todos contra todos". Cf.

Thomas Hobbes,Leviathan, fce, México, 1998, p. 106.

54
según el cual se conectan, da lugar a una extendida sensa­
ción de no pertenencia. Los otros, amén de peligrosos, me
resultan extraños, nada hay en común que nos integre y co­
bije: “... somos extranjeros / donde quiera que habitemos.
Tocio es ajeno / y no habla nuestro idioma".9 En este contex­
to, se expande —más bien como racionalización— la ideolo­
gía del individualismo: “yo por mí y Dios por los otros". Pero
esta y otras reacciones no hacen más que expresar la citada
carencia: el hombre aparece como un náufrago que no en­
cuentra tierra firme, puntos de apoyo que le permitan cami­
nar con seguridad en la vida. En términos estrictamente
mercantiles, no sabe a quién ayudar ni puede esperar ayuda
de nadie. No es parte de nada más que de sí mismo y, hasta
ello, con algunas dudas.
Cuarto: el aislamiento y la soledad, el ver a los otros como
algo peligroso y la sensación de no pertenencia, provocan una
resultante o efecto muy claro: carencias afectivas. El hombre
moderno se mueve en un ambiente gélido, siente que no lo
quieren y también experimenta grandes dificultades para que­
rer. Para el caso, valga recordar un texto de Valéry en que
comenta el impacto de la vida urbana:

el habitante de los grandes centros urbanos (que obviamente


responden al desarrollo de la industria capitalista; J. V. F.] cae
de nuevo en el estado salvaje, quiero decir en el aislamiento.
El sentimiento de estar referido a los demás, antaño siempre
alerta a causa de las necesidades, se vuelve hoy paulatina­
mente romo en el curso sin roces del mecanismo social. Todo
perfeccionamiento de dicho mecanismo pone [...] fuera de
juego ciertos modos de comportamiento, ciertos sentimien­
tos y emociones.10

9 Fernando Pessoa, Poemas, selección y traducción de M. A. Flores, Letras Vivas, México,


1998.
10 Paul Valéry, citado por Walter Benjamín, Poesía y capitalismo, Taurus, Madrid, 1999,
p. 146.

55
Como vemos, Valéry hace referencias a todos los aspectos
que hemos venido apuntando: la soledad o aislamiento, el
otro como indiferente y peligroso, la sensación de no perte­
nencia y las carencias afectivas.
Quinto: en un contexto de relaciones sociales directas, si
se da un poder diferencial, el dominio del otro y la subordina­
ción propia, se experimentan directamente como coacción y,
por ende, como falta de libertad. En el mercado per se, en un
sentido formal, la desigualdad social y la coacción directa des­
aparecen. Expliquemos mínimamente este punto. La igualdad:
cuando los sujetos mercantiles arriban al mercado llevan como
pasaporte de entrada una cualidad: el ser propietarios de mer­
cancías. Sin ellas, no son nada, simplemente no pueden entrar
al mercado y, por lo mismo, ningún contacto pueden tener
con los otros: es como si no existieran. A la vez, el mercado no
exige nada más. Lo único que ve es el ser propietario y hace
total abstracción de cualesquier otro atributo. Usted puede ser
rubia o morena, simpática o desagradable, culto o ignorante,
ateo o creyente, príncipe o mendigo; el mercado olvida —hace
abstracción— todos esos atributos y sólo considera el ser po­
seedor de mercancías. Y, en este sentido, al borrar atributos y
jerarquías, iguala socialmente a todos los sujetos mercantiles.11
En cuanto a la libertad, el punto es claro: las transacciones
mercantiles son formalmente voluntarias. No hay obligaciones
expresas para vender o para comprar: nadie me agarra de las
orejas y me dice “venda”, “no compre", etc.12 Por lo demás, yo

11 “Los individuos o sujetos entre los cuales transcurre ese proceso se determinan senci­
llamente como intercambiantes. No existe absolutamente ninguna diferencia entre ellos,
en cuanto a la determinación formal, que es también la determinación económica,
[...]. Cada sujeto es un intercambiante, esto es, tiene con el otro la misma relación
social que éste tiene con él. Considerado como sujeto del intercambio, su relación es
pues la de igualdad". Ver C. Marx, Elementos fundamentales para la crítica de la
Economía Política (Gründrisse), tomo I, Siglo XXI, México, 1980, p. 179-
12 “La cosa sólo por mi querer puede pasar a otro, del cual además será propiedad sólo
con su querer." Cf. G. F. Hegel, Enciclopedia de las Ciencias Filosóficas, Porrúa, Méxi­
co, 1977, p. 257.

56
no veo a los otros sino a sus mercancías, las que además se
enfrentan no a mí sino a mis mercancías. A primera vista, por
ende, el mercado se nos aparece como un espacio de libertad,
de ausencia de coacciones. Y de la coacción me resguardan
las cosas en su calidad de mercancías. Son como el escudo
que evita que el otro me subordine.
Un rasgo como el comentado es el que, entre otras co­
sas, despierta el entusiasmo de los hombres que se oponen a
la coacción feudal. Como apuntaba el abate Sieyés, en el
viejo orden sólo existen el privilegio y la subordinación. Si­
tuación ésta que resulta congruente tanto con el espíritu mi­
litar (“ve la nación como un gigantesco cuartel") como con el
monacal. Entretanto, nos dice el abate, en las economías de
mercado "todas las relaciones de ciudadano a ciudadano son
relaciones libres. Uno da su tiempo o su mercancía; otro en­
trega, a cambio, su dinero; en ningún caso hay subordina­
ción, sino cambio continuo".13 El abate, como tantos otros
que han sufrido de la coacción directa (propia, v. g., del feu­
dalismo), piensa que el mercado es fuente de libertad. O sea,
en un primer momento ve el avance a la libertad formal como
algo sustantivo. Y no advierte lo que sí señala Marx: en las
economías de mercado, “el poder que cada individuo ejerce
sobre la actividad de los otros [...], lo posee en cuanto es
propietario de valores de cambio, de dinero. Su poder social,
así como su nexo con la sociedad, lo lleva consigo en el
bolsillo".14
Tenemos entonces que el poder social —la capacidad
para imponer comportamientos tales o cuales— no desapa­
rece en las economías de mercado. Lo que sucede es otra
cosa y que se asemeja a un movimiento de ocultamiento: el
poder se pasa a ejercer con cargo a recursos menos visibles
(si se quiere más hipócritas) y que suponen la mediación de las

13 Emmanuel Sieyes, Ensayo sobre los privilegios, UNAM, 1989, p. 159-


14 C. Marx, Elementos fundamentales (Gründrisse)..., op. cit, p. 84.

57
cosas mercancías. Cuando me veo obligado a cambiar de
ciudad o de país para encontrar trabajo, no culpo a ninguna
persona sino a las "condiciones del mercado". Y no me inte­
resa o no me percato de qué personas (agentes mercantiles
concretos) pudieran estar por debajo o por detrás de esas
"condiciones". Yo me limito a ver las cosas (la demanda labo­
ral, el nivel de los salarios) y no las personas o grupos que
pudieran ocultarse tras de ellas. En palabras de Marx, "cada
individuo posee el poder social bajo la forma de una cosa
[léase dinero, J. V. F.]. Arranquese a la cosa este poder social y
habrá que otorgárselo a las personas sobre las personas".15 En
resumen, el poder social para nada desaparece pero sí pasa a
funcionar en términos velados, oculto o enmascarado por el
movimiento y el poder de las cosas. Por cierto, se trata de un
rasgo que provocará grandes confusiones, tanto a nivel de la
conciencia social pública como en los teóricos del sistema.

c) Grupos secundarios y forma burocrática

¿Qué implica el ascenso de los grupos secundarios y de la for­


ma burocrática de organización?
El avance a un régimen sustentado en la producción a
gran escala, da lugar a la emergencia y expansión de los
denominados grupos secundarios. Éstos son grupos sociales
que se caracterizan por rasgos que son prácticamente los
opuestos a los enumerados al describir los grupos primarios.
Muy brevemente, tenemos que el grupo secundario: i) abar­
ca a muchas personas; ii_) entre estas personas, como regla la
proximidad física es mínima; iii) las relaciones que se esta­
blecen al interior del grupo son de carácter contractual, im­
personales y afectivamente neutras; iv) se considera al grupo
como un medio para alcanzar un fin externo a la organiza-

KIbid, p. 85.

58
ción. Por ejemplo, en la fábrica capitalista, los dueños buscan
obtener ganancias y si éstas no se obtienen, cierran la fábrica
sin mayores contemplaciones. Se busca aquí el valor de cam­
bio incrementado o plusvalía. Los trabajadores, por su lado,
no despliegan la correspondiente actividad productiva por el
valor intrínseco que ésta pudiera tener. Trabajan porque han
logrado vender su fuerza de trabajo y, por lo tanto, accedido
a un salario, el cual, a su vez, les permite comprar los bienes
de consumo que les son necesarios. En suma, se trabaja por
el dinero y su poder de compra, por un valor de cambio, no
por la actividad en cuanto tal. La prueba es que el cambio de
trabajo, como regla, no suele ocasionar ningún drama o gran
frustración personal.
Los grupos secundarios se suelen organizar en términos
de un orden burocrático. Se trata de una forma organizacio-
nal que, dentro de los límites que le impone el capitalismo,
busca lograr la más alta eficiencia posible. Para ello, enfatiza
al máximo la racionalidad instrumental y trata de reducir todo
lo posible el impacto de los factores emocionales. En pala­
bras de Weber, “la acción racionalmente socializada de una
estructura de dominación encuentra en la burocracia su tipo
específico".16 Los principales rasgos de un orden burocrático
son: a) los nexos que se establecen al interior del grupo son
de carácter contractual. Se trata de derechos y deberes con­
cretos, explícitos y que se traducen en documentos escritos;
b) las tareas a desplegar son especializadas y precisas. Se
describen ex-ante en términos objetivos y por escrito; c) los
nexos y controles son impersonales. Se dan entre cargos o
posiciones, no entre personas; d) existe un sistema de man­
do vertical, desde arriba hacia abajo. Se trata, en todo caso,
de una autoridad legal-racional. Es decir, no es arbitraria o
discrecional: el jefe también está obligado a cumplir con lo
que su cargo le prescribe; e) al empleo se llega en función de

16 Max Weber, Economía y sociedad, fce, México, 1984, p. 706.

59
las calificaciones logradas o por antigüedad. Se posibilita una
carrera profesional (o administrativa) que tiende a apegarse a
criterios relativamente impersonales y objetivos.
Para nuestros propósitos, los principales puntos a subra­
yar serían: i) el énfasis por apoyar la gestión en criterios ob­
jetivos y racionales; ii) consecutivamente, el afán por desterrar
los factores subjetivos ("dejar fuera del trabajo los sentimien­
tos"). O sea, despersonalizar la gestión y ejecución de los
procesos de trabajo; iii) la planificación de las actividades
que así se logra, funciona como expresión de la voluntad de
los de arriba (de los dueños del capital en el caso de las
fábricas). Pero esta voluntad no aparece personificada; apa­
rece y opera en términos abstractos e impersonales: se ve el
plan o la hoja de trabajo, no al propietario que define esas
actividades. En las fábricas más modernas, el obrero no ve ni
a los propietarios ni al staff gerencial supremo, sólo a los
capataces y supervisores más directos. Y aunque no es el
propósito de estas notas entrar a un examen de la eficacia
real de los regímenes burocráticos, conviene por lo menos
indicar dos salvedades. A partir de cierto nivel de desarrollo,
los elementos contenidos en ii) y en iii), parecen tornarse
disfuncionales. La necesidad objetiva de eliminar los capri­
chos y subjetivismos, se confunde con la eliminación del factor
emocional. Con ello, se termina por eliminar el imprescindi­
ble "combustible" que exige toda actividad humana. O sea,
se cae en la desmotivación. En cuanto a la planificación, como
no toma en cuenta la voluntad de los trabajadores (los que
ejecutan el plan), también termina por provocar apatía, re­
beldías, falta de interés y de compromiso. Por ende, se acaba
por afectar los niveles de la productividad del trabajo. Si se
quiere, por ponerles un techo. Las experiencias organizacio­
nales japonesas se han preocupado justamente de estos pro­
blemas y, en alguna medida, han logrado suavizar esas
deficiencias. Por cierto, una superación definitiva exigiría un
cambio cualitativo en las relaciones de propiedad: por ejem-

60
plo, que fuera la voluntad del colectivo de trabajadores la
que definiera los correspondientes planes de producción.
¿Cuáles serían los efectos más generales que provoca el
predominio de los grupos secundarios y burocráticos en la
vida social? Apuntando sólo a lo más esencial, deberíamos
destacar: i) se impulsan las actitudes objetivas y racionales en
el despliegue de las actividades humanas. Se rechazan los ca­
prichos, se aprende a calcular y a respetar el conocimiento
para así regular las correspondientes actividades. Sin duda,
hay aquí un salto gigantesco y aunque esta actitud dista de
cubrir todos los espacios de la vida social, ya cubre partes tan
básicas como el de las actividades de producción, en su di­
mensión técnica. O sea, de la gestión productiva per se, enten­
dida como "transformación de la naturaleza".La actitud racional,
a su vez, favorece el desarrollo individual y la autoestima. Por
lo mismo, impulsa también los reclamos democráticos (los re­
clamos, no necesariamente la consecución de metas democrá­
ticas); ii) la forma en que operan estas organizaciones, refuerza
el "efecto de carencias afectivas" antes mencionado. Por decir­
lo de alguna manera, el hombre contemporáneo siente que “le
quieren poco"; iii) el carácter despótico que, en su sustancia,
asume la gestión empresarial capitalista, acentúa a su vez la
sensación de llevar una "vida enajenada". O sea, la disciplina
fabril se siente como una obligación externa17 y la regla buro­
crática como un grillete que nos lleva a perder la espontanei­
dad en la vida. En general, ausencia de libertad sustantiva: la
vida —nuestra vida— no la regulamos nosotros sino un cúmu­
lo de fuerzas que normalmente no se identifican con claridad y
que aparecen como grises y oscuras.

17 Como apuntaba el escritor inglés Alan Sillitoe, "todo comienza el sábado". Es decir, la

vida auténtica se puede intentar cuando salimos de la fábrica. Por lo menos en los
buenos tiempos (“old good times") en que el tiempo libre y las diversiones aún no
habían sido atrapadas por el capital. Hoy, al comenzar el segundo milenio, al salir de la
fábrica seguimos atrapados por el capital, el que controla medios, espectáculos, depor­
tes, sitios de recreo, etcétera.

61
d) Desajustes psicológicos: la transición al nuevo orden

Factores como los mencionados van transformando sustancial­


mente el modo de relacionamiento social. Es decir, está prime­
ro el hecho objetivo: se transforma el sistema de status y roles
que tipifica al sistema social. Consecutivamente, los hombres
o actores del drama deben aprender el nuevo libreto, deben
aprender a actuar en las nuevas condiciones. Esto es lo segun­
do. Lo cual, a su vez, implica las correspondientes adecuacio­
nes subjetivas, emocionales. En todo caso, adviértase que se
debe dar toda una muda en las conductas y en las actitudes y
valores que la regulan. Algo que para nada es fácil y que suele
durar un muy largo tiempo. Como regla, se produce un autén­
tico "desquiciamiento moral” (se disuelven las viejas reglas éti­
cas y no se alcanzan a asimilar las nuevas), una gran inestabilidad
emocional (se pierde la "firmeza" de lo ya conocido y se avan­
za prácticamente a tientas a lo nuevo y desconocido) y la con­
siguiente sensación de fragilidad y angustia. En corto, se suele
asistir, en estos períodos de transición mayor, a una seria des­
integración de la estructura u organización de las personalida­
des. Como buen poeta, Novalis es muy expresivo y se queja
de haber perdido "los tiempos en que el hombre conocía el
rostro y la mano del padre". Asimismo, nos dice que:

El hombre abandonó todo lo viejo;


ahora va a estar solo y afligido.
Quien amó con piedad el mundo pasado
no sabrá ya qué hacer en este mundo.
(...)
¿Qué es lo que nos retiene aún aquí?
Los amados descansan hace tiempo.
En su tumba termina nuestra vida;
miedo y dolor invaden nuestra alma.
Ya no tenemos nada que buscar,
harto está el corazón, vacío el mundo.18

18 Federico Novalis, Himnos a la noche, rba, Barcelona, 1994.

62
El problema no se reduce al imbricado en toda fase de
transición. También emerge a partir de las características in­
trínsecas del nuevo orden.

e) Las carencias afectivas inherentes al nuevo orden.


El conflicto que se postula entre sentimientos y razón

Las carencias afectivas que, en un sentido general, tipifican ai


hombre moderno, son una consecuencia de las estructuras
socioeconómicas que dominan en el ámbito contemporáneo.
Pero estas carencias, a su vez, funcionan como causas de
otros procesos que nos interesa destacar. El punto tiene que
ver con el modo según el cual se procesan esas carencias,
por lo menos en el seno del movimiento romántico y de sus
similares.
Un primer momento parte de considerar a razón y senti­
mientos como fuerzas opuestas y conflictivas: lo que gana la
razón lo pierden los sentimientos. Más aún, se tiende a pen­
sar que los avances de la razón provocan el deterioro de la
vida afectiva. Y viceversa: la plenitud emocional se asociaría
a un menor componente racional en la conducta humana.
Al plantear esa relación, los románticos recogen un hecho
real, aunque le endosan una connotación metafísica, ahistóri-
ca. Expliquemos el punto: como antes se ha apuntado, en el
capitalismo emergen y se desarrollan algunas instituciones
absolutamente decisivas, como la gran empresa capitalista
(burocráticamente organizada) y el mercado. En el mundo
de hoy, la mayor parte de la conducta humana queda deter­
minada por lo que esas instituciones exigen. Por lo mismo,
su impacto en las creencias, hábitos, actitudes y valores de la
población (en general, de la conciencia social), es muy fuer­
te. Para nuestros propósitos, dos son las consecuencias a
destacar: a) la neutralidad afectiva que suelen exigir estos
sistemas institucionales; b) la capacidad de cálculo y de com­
portamiento racional que impulsa el sistema.

63
En cuanto al primer punto —neutralidad afectiva— a ni­
vel de la empresa es la organización burocrática la que se
encarga de lograrlo. Y a nivel del mercado, la forma en que
éste opera —relacionando cosas-mercancías y no personas—
y el modo según el cual se contabiliza el valor (precios que
reflejan un tiempo de trabajo social medio y no el particu­
lar)19 son los mecanismos básicos que impulsan la neutrali­
dad. En cuanto al cálculo y la racionalidad —entendida como
adecuación de medios a fines— son rasgos que impulsa, bá­
sicamente, la empresa capitalista y la forma de gestión que le
es típica. Recordemos que es el plan lo que impera al interior
de la fábrica y que éste se concreta y especifica, a nivel de
cada trabajador, en términos de las normas de trabajo que
debe satisfacer y las consiguientes evaluaciones de su des­
empeño. Normas y evaluaciones que son impersonales, cuan-
tificables y, por ende, susceptibles de mediciones objetivas.
Valga precisar: la racionalidad que así se desarrolla es de
carácter instrumental. Es decir, se aplica al problema de la
adecuación más eficaz de los medios a tales o cuales fines. A
estos fines no se les aplica ningún juicio crítico (aduciendo el
principio de la neutralidad valórica) y se consideran como un
dato no cuestionable. De hecho, esos fines pueden ser muy
irracionales, como v. g. la producción de armas en desmedro
de la producción de alimentos, la producción de tabaco y
cigarros, de productos tóxicos y contaminantes, de espectá­
culos (cine, televisión, etc.) alienantes y demás. Peor aún, el
mismo sistema en su conjunto puede ser profundamente irra­

19 En el mercado el comprador paga el valor medio (que refleja el costo social medio) y

para nada le interesa el tiempo de trabajo particular gastado en la concreta mercancía


que está comprando. Tampoco le interesa la concreta persona que lo ejecutó. Esta per­
sona pudiera haber estado pasando por un período muy duro —v. g. haber perdido
esposa e hijos en un accidente, haber sufrido un incendio en su taller o cualesquier otra
catástrofe que lo hubiera obligado a trabajar con gran sacrificio, tal vez poco concentra­
do y empleando bastante más tiempo que el usual. Pero estas circunstancias, el mercado
no las considera, hace abstracción de ellas.

64
cional y destructivo: guerras, expoliación y destrucción de
pueblos atrasados, racismo, etc. Todo lo cual no suele ser
sometido a la criba racional.
En resumen, se impulsa cierto tipo de racionalidad y, a la
vez, se reprimen los factores emocionales. Ahora bien, como
el factor emocional no se puede suprimir surge una obvia nece­
sidad: la de instituciones capaces de canalizar el componente
emocional de la vida humana. Pero el sistema no lo hace. Por
ello, el ser humano busca refugio en el seno familiar (institu­
ción que es históricamente previa al capitalismo, amén de que
en éste se “achica” y se transforma en familia nuclear) o bien,
con menor frecuencia, en otras instituciones de carácter no
mercantil y que, como regla, tienen un peso y una cobertura
muy menores: clubes deportivos, sociales, políticos.
Si lo expuesto es correcto, podemos concluir que la cons­
tatación romántica es en principio acertada: el sistema opone
razón y sentimientos e impulsando al primero reprime a los
segundos. El problema, en los románticos, es el ya advertido:
lo que es una consecuencia de un sistema social específico,
históricamente delimitado, lo transforman en una disociación
metafísica, que creen consustancial a la misma naturaleza
humana. Por lo mismo, en vez de buscar un orden social
capaz de complementar e impulsar a ambos factores (el emo­
cional y el racional), terminan por atacar a la razón con el
afán de recuperar la componente sentimental.
Un segundo paso es casi elemental: se considera que un
mundo irracional que permita vivir con plenitud emocional,
es sinónimo de un mundo feliz. Los problemas que aquí sur­
gen son mayores: asociada a la sinrazón, no hay plenitud
emocional posible y la felicidad, en tales condiciones, es in­
alcanzable.20 En suma, se apuesta por algo imposible y, por
lo mismo, se desemboca en la impotencia.

20 La ignorancia respecto a la naturaleza propia y a la externa que tal situación supone,

debería dar lugar a una inseguridad extrema y la consiguiente angustia que ello aca­
rrea. Aquí, las emociones serían feroces pero la plenitud emocional no pasa por allí, por

65
El tercer momento es engendrado por la mencionada
impotencia: para combatirla, el romántico da un salto mortal
que lo lleva a posarse en un mundo de ensoñaciones míticas.
La primera, muy típica, es inventarse en el pasado más re­
moto una idílica “edad de oro”. En ésta, los hombres más
primitivos y salvajes terminan por alcanzar la felicidad plena.
En otras palabras, el subdesarrollo de la razón, propia de
esos estadios primarios, se asocia a la felicidad y "armonía
interna".
Una segunda mistificación difiere de la primera en cuan­
to empieza escogiendo una fase histórica real. Para el caso,
se elige el período feudal (medieval) para luego proceder a
una impresionante idealización de esa formación social. To­
das las virtudes que se le adscriben a la gemeinschaft (Tonnies,
Simmel, et al.) y, en general, al grupo primario, se creen aquí
encarnadas: señores y campesinos se quieren, cuidan y res­
petan en nombre de Dios; los artesanos y sus gremios asegu­
ran una vida solidaria, de respeto y realización personal
plena.21 En fin, todas las carencias que se sufren en la reali­
dad burguesa cotidiana, se las cree superadas en este mítico
orden feudal. Esta opción por cierto no es gratuita: represen­
ta y expresa la reacción de la feudalidad (y de las capas

el sufrimiento y las angustias que provoca lo incierto. La plenitud emocional que busca el
ser humano debe ser gratificante y no ocasionadora de frustraciones. 0 sea, propia de
seres alegres, seguros, que expanden y enriquecen su naturaleza sentimental. De un
humano deprimido y neurotizado, no podría decirse que expresa, ni remotamente, esa
"plenitud emocional" tan buscada.
21 En el plano filosófico, es Schelling uno de los más elocuentes voceros de esta postura.

Para este autor, “el elemento esencial del presente es el pasado, hacia el cual es menes­
ter remontarse para acceder realmente a la verdad y a la libertad. Ese pasado ideal se
encama para él en el gran período del feudalismo en la Edad Media, época de elevada y
enérgica espiritualidad, en la cual el espíritu penetraba efectivamente todos los elemen­
tos de la vida y del mundo, y en la que la unión del espíritu y la materia había encontra­
do en las obras de arte, en particular en las catedrales, su forma acabada". Cf. Auguste
Cornu, “C. Marx y F. Engels: del idealismo al materialismo histórico", Platina-Stilcograf,
Buenos Aires, 1965, p. 39.

66
intelectuales que le son afines) ante el avance de las relacio­
nes capitalistas.22 O sea, nos topamos con una crítica que se
hace desde el pasado (i. e. desde los intereses de un sistema
que se hunde ante el avance del capitalismo) y que, por lo
mismo, es reaccionaria y, también, impotente.
Una tercera ensoñación opera como nostalgia de la in­
fancia. Como se sabe, el proceso de socialización de los indi­
viduos tiene que realizarse en el seno de grupos primarios
que permitan un contacto personal directo. El citado proceso
(que equivale a la constitución de lo humano, al nivel indivi­
dual) no se puede dar en el contexto de relaciones mercanti­
les pues éstas son indirectas y mediadas por las cosas. Por
ello, la institución familiar no ha desaparecido. Y si bien se
ha visto despojada de casi todas las funciones sociales que
satisfacía en las sociedades precapitalistas, ha conservado la
que le es más propia: la de encargarse del proceso de socia­
lización de los humanos.
Lo indicado provoca un fenómeno muy común: el recha­
zo o la inconformidad con las relaciones mercantiles se ex­
presa como melancolía de la niñez y de la vida familiar 23 O
sea, lo que en algunos aparece como un pasado histórico (la
antigua gemeinschaft de otros tiempos precapitalistas), en
este caso se sustituye por el pasado familiar: la historia per­
sonal sustituye a la historia de la especie, la de todos.
Según se observa, en todos los casos (con mayor fuerza
en los dos primeros, con algo más de realidad en el tercero)

22 Con las guerras napoleónicas la familia de Joseph von Eichendorff cayó en la ruina.
Entre otras, perdió la propiedad de un castillo en Ratibor; donde Eichendorf había pasado
su infancia. El poeta escribe: “¿Te acuerdas aún del castillo sobre la cumbre silenciosa? / El
cuerno suena en medio de la noche, como si te llamase, / junto al abismo pace el corzo/ te
confunde el susurro del bosque desde el fondo / ¡Oh calla, no despiertes! Pareció como si
durmiese / una indecible pena allá abajo”. Citamos a partir de Walter Muschg, Historia
bágica de la literatura, fce, México, 1996, p. 406. Como vemos, aquí se entretejen dos
melancolías: la del tiempo histórico perdido y, a la vez, la de la infancia también ida.
23 Hölderlin, en su poema a la abuela, recuerda la “casa donde crecí con tus bendicio­

nes", allí donde "nutrido de ternuras, el niño floreció mejor".

67
se procede a inventar-idealizar algún pasado, lo cual provoca
dos problemas no menores: si a esos mundos se pudiera
volver, encontraríamos que la realidad poco o nada tiene que
ver con la ensoñación. Pero además, tratándose de pasados,
es claro que a ellos simplemente no podemos retroceder. El
tiempo histórico, como debería saberse, es irreversible.24 La
moraleja es clara: buscando recuperar el "factor emocional"
se hostiliza y reprime a la razón. Con ello, amén de no recu­
perar nada, se desemboca en una situación de impotencia
completa y radical. No en balde se podría hablar de una
"filosofía de desesperados", la que si bien pudiera impulsar
rabias o "rabietas", es totalmente incapaz de promover el avan­
ce hacia un estadio histórico superior, que efectivamente su­
pere carencias como las que hemos venido describiendo.

24 Un angustiado Holderlin se pregunta: No existe ya camino que me lleve alpasa­


do?", en Las grandes elegías, Hiperión, Madrid, 1994.

68
Fragmentación y aislamiento versus organicidad

a) Todos y partes

L
a visión romántica es especialmente sensible al efecto
de aislamiento que se produce en las sociedades mo­
dernas. Asimismo, y con fuerza quizá mayor, combate
a los enfoques mecanicistas y atomicistas que con tanta fuer­
za irrumpen en el siglo XIX.
Primero, conviene por lo menos mencionar la base mate­
rial —o fundamento objetivo— de los fenómenos en cuestión.
En la economía moderna, los sujetos mercantiles funcio­
nan separados entre sí. Para tomar sus decisiones económicas
y llevar adelante sus actividades, inicialmente no toman en
cuenta los propósitos o planes de los otros sujetos mercanti­
les. O sea, no hay una coordinación a priori. Este rasgo, que
es consustancial a las economías de mercado, se une a otro
que no es sino su consecuencia: el contacto con los otros
sujetos no es directo pues viene mediado por las cosas-mer­
cancías. Éstas se interponen entre los sujetos mercantiles y
velan u ocultan a los polos o sujetos de la relación que se
establece en el mercado. En las economías mercantiles (como
la capitalista), el nexo social (y la coordinación posible) sólo
se establece en el mercado, en el momento de las compras y
las ventas. De hecho, la sociedad (entendida como sistema de
relaciones sociales) sólo existe en tanto opera ese singular
lugar de encuentro que es el mercado. No obstante, ese con­
tacto o relacionamiento mercantil, se visualiza como algo ca­

69
sual. Es decir, siempre se debe ir al mercado, pero aquí me
puedo encontrar con cualesquier otro sujeto productor, al cual
por lo demás ni siquiera le veo la cara. Yo compro frijoles o
cemento. Quién pudiera estar detrás —como productor— de
esos frijoles o de ese cemento es algo que no me interesa. Y
lo mismo vale en sentido inverso: me interesa el dinero com­
prador, no quien lo oferta. No es éste un lugar de amistades y
de amores. Consecutivamente, se pasa a considerar como nor­
mal la separación y el aislamiento. Yo me preocupo de lo
mío; de los otros, que se encargue Dios. Por cierto, esto es
una fuerza inmensa a favor de la individuación del agregado
social. O sea, se favorece el individualismo y se desfavorece
el comportamiento comunitario. Este último ve socavadas sus
bases materiales. De hecho, se enfrenta a un vacío y por ello,
al perder sustento, se comienza a diluir más y más.
Los efectos que tal situación provoca son de vasto al­
cance.
Podemos, para nuestros propósitos, distinguir: i) los im­
pactos psicológicos o subjetivos; ii) las consecuencias teóricas.
En la dimensión subjetiva, tenemos primero un efecto de
aislamiento o de soledad. Es decir, se rompen los viejos lazos
de solidaridad —propios de entidades comunitarias— y se
pasa a vivir en ausencia de los otros, al margen de ellos. Esta
ausencia se experimenta como carencia y, a la vez, como
miedo del otro. Es decir, el hombre se siente como necesario
pero también como un agresor potencial, como una fuente
de peligros. En la consigna hobbesiana, el hombre funciona
como el lobo del hombre. Y como ya se ha dicho, la contra­
dicción tiene un origen objetivo, el que se expresa subjetiva­
mente en términos como los indicados.
En segundo lugar, tenemos una profunda sensación de
orfandad. El hombre ya no puede contar con la ayuda o
solidaridad de los otros.1 Éstos le son extraños amén de compe­

1 Si no fuera por la familia, que no es una institución mercantil, el hombre contempo­

ráneo se rompería por completo. Es decir, no sería capaz de resistir las tensiones que

70
tidores en la darwiniana lucha mercantil. Esta soledad y aje­
nidad la recoge así Laura Jensen:

Cuando me siento mal, me pregunto por qué no vienen


a ayudarme, ¿por qué me dejan seguir así?
Pero, ¿quiénes son ellos? ¿Y qué son ellos sino solitarios?
Ahora hay un perro ladrando en la noche,
como si estuviese inquieto por mí.2
La orfandad e impotencia también deriva de un fenóme­
no íntimamente asociado: en las economías de mercado la
lógica del funcionamiento económico global opera a espal­
das de los productores y se le impone a éstos, como si fuera
una fuerza misteriosa e incontrolable. A veces viene la crisis
y el desempleo. En otras el auge y los buenos salarios. Hay
regiones que se degradan y otras que se expanden y el obre­
ro debe viajar y cambiar de lugar de residencia sin que medie
conocimiento de causa y, peor aún, sin que para nada cuente
su voluntad en tales decisiones. Es decir, no hay control de
las actividades comunes, el hombre se ve dominado por fuer­
zas que desconoce y ante las cuales aparece como un ser
huérfano, mostrenco y postrado. En breve, aquí la libertad
sustantiva no existe, no pasa de ser un mito, un slogan pro­
pagandístico.
Veamos ahora lo que hemos denominado consecuencias
teóricas.
Primero, tenemos que a nivel de la nueva ideología do­
minante, la burguesa, emerge y se extiende una visión del
mundo, tanto del natural como del social, que es de corte
atomicista y mecanicista. Atomicista: el mundo se ve como
un simple agregado de partículas, que son independientes

provoca una situación como la descrita. Aunque la familia se ha ido adelgazando más y
más hasta reducirse a su forma nuclear: padres e hijos. Amén de que la lógica mercantil
la permea y penetra con fuerza creciente.
2 L. Jensen, “Here in the night”, en Nuevas voces de Norteamérica, Claribel Alegría y

D.J. Flakoll (compiladores), Plaza y Janés, Barcelona, 1981.

71
entre sí. Por lo mismo, si se analiza la parte, partícula o ele­
mento, ya se conoce al conjunto pues se estima que éste no
es ni puede ser más que la suma de esas partes o elementos.
Como lo apuntara Mill,

los hombres en estado de sociedad son fundamentalmente


individuos [...]. Al reunirse no se convierten en una sustancia
distinta, dotada de propiedades diferentes, como el hidróge­
no y el oxígeno son distintos del agua [...]; los seres humanos
en sociedad no tienen más propiedades que las derivadas de
las leyes de la naturaleza individual y que pueden reducirse
a ésta.3

Como también ha comentado Girbetz,

el atomismo trata el carácter de cualquier entidad como ente­


ramente derivado del carácter de sus partes, consideradas
como existencias independientes, homogéneas y unitarias.
Toda totalidad compleja puede ser desmenuzada o analizada
en sus partes al margen de las demás, siendo la totalidad
únicamente la suma de sus partes.4

Mecanicista: un factor o elemento impacta en el otro


conforme a las relaciones que dibujara Newton para esa par­
te de la física que denominamos mecánica. En esta visión, no
hay más causas que las mecánicas y, por lo mismo, cuando
se habla de causalidad se entiende que es, y sólo puede ser,
una de tipo mecánico.
La homología que se observa entre esta visión del mun­
do y el modo según el cual se nos presenta o aparece la
economía capitalista de mercado, es más o menos evidente.
Las unidades económicas mercantiles, que en términos for­
males aparecen como autónomas e independientes entre sí,

3J. S. Mill, Systeme de Logique, déductive et inductivo, tomo 2, Alcan, París, 1909, p. 468.
4 H. K. Girbetz, The Evolution of Liberalism, Nueva York, 1963, p. 41.

72
se relacionan en el mercado como ofertantes y demandantes.
Y este juego de la oferta y la demanda, muy pronto se pasa a
manejar como un estricto problema de equilibrio mecánico.
En esto conviene distinguir dos aspectos.
Primero: el que es claramente válido y que tipifica a una
porción de lo real. Se trata de la parte más simple y elemen­
tal, y que es la que usualmente consideran las ciencias en sus
etapas más iniciales. Caso de la física (de la mecánica) en su
fase newtoneana.
Segundo, el uso ideológico de esos logros científicos. Con­
viene no olvidar: el impacto intelectual'que provoca la física
de Newton es inmenso, por no decir arrebatador. Y si bien es
cierto que surgen algunas críticas y el afán de seguir una ruta
diferente, en el propio campo físico —casos v. g. de un Goethe,
del mismo Leibnitz y, algo antes, de Descartes— los logros
empíricos y prácticos de la nueva física sepultan rápida y
totalmente a esos afanes. En este contexto, surge espontá­
neamente el afán de la copia. Es decir, se busca aplicar el
método exitoso y de gran prestigio, en otros campos de la
realidad. Por ejemplo, en la psicología, en la sociología, en
la economía. Con ello, se obtiene uno u otro logro pero, en
lo general, se advierte la inadecuación del enfoque. Es decir,
otros campos de lo real (inclusive en el seno de la misma
física, v. g. el espacio de las micropartículas) se estructuran
en términos que no pueden ser adecuadamente aprehendidos
con cargo al citado enfoque. En la biología y en la sociología,
por ejemplo, típicamente la suma simple de las partes no es
igual al todo. Asimismo, hay relaciones de causalidad que no
son de carácter mecánico. Estos tropiezos, en todo caso, sue­
len ser frecuentes en el curso de la ciencia. Y podemos supo­
ner que se tienden a corregir con relativa rapidez.
El "efecto de Contagio" se extiende más allá de las cien­
cias. Muy pronto, el impacto y el prestigio pasan a ser recogi­
dos por ideólogos y filósofos. Y se desarrollan sistemas
ideológicos que pretenden generalizar esos principios en tér­
minos de una "visión del mundo”. Laplace, en ejemplo pa-

73
radigmático, sostenía que a partir de ciertos datos iniciales, se
podía pasar a estimar todo el curso futuro del orden natural y,
en el límite, del mismo orden histórico-social. Todo ello, con
cargo a la visión mecanicista. En este caso y en otros semejan­
tes, más que de "uso ideológico" podríamos pasar a hablar de
un “abuso”. O sea, de una extensión desmedida del campo de
validez de un determinado conjunto teórico. Y de sus conse­
cuencias: un claro efecto de distorsión en la imagen que ma­
nejamos del mundo, del natural y del social.
El afán subyacente se podría plantear así: toda la realidad
funciona de acuerdo a los cánones de la mecánica. Y si en la
apariencia se pudiera pensar que algunas partes escapan a esa
determinación, un examen cuidadoso nos probará que tam­
bién esos órdenes de lo real se pueden reducir a un entrama­
do de "átomos" independientes y de relaciones mecánicas.
Los románticos reaccionan muy vivamente contra seme­
jantes abusos. Suelen tener una especial predisposición a favor
de las realidades orgánicas y, en términos gruesos, suelen si­
tuarse en la perspectiva de la noción hegeliana de totalidad. Es
decir, perciben la complejidad de lo real y por qué su estudio
no puede limitarse al estudio de los elementos que la compo­
nen: entienden, por lo menos en forma intuitiva, que el todo
es mayor que la suma de sus partes. No obstante, en este
plano raramente van más allá de la intuición primaria, pues
puestos a entender esas totalidades complejas, desembocan
en especulaciones gratuitas, cargadas de fantasía y muy poco
apegadas a la lógica y a las realidades que se quiere aprehen­
der. Como les suele suceder, a partir de una intuición atinada,
desembocan en una visión que falsea las realidades objetivas.
Por lo mismo, las críticas teóricas que ensayan carecen de la
consistencia que demanda el quehacer científico cotidiano.

b) Esencia y apariencia

Ya para terminar conviene aludir a otro problema básico: el


de la esencia y la apariencia en los fenómenos. Curiosamen­

74
te, y pese a la coetaneidad de Hegel, en los románticos no se
explícita o discute demasiado el problema. Es más bien en
sus sucesores que se reivindica con fuerza mayor, en especial
cuando luchan contra el positivismo comteano y los fenome-
nismos que le siguen.
Recordemos que en las ciencias actuales se suele enten­
der, o suponer, que la realidad funciona como un conjunto
estratificado en capas de desigual significación. Más precisa­
mente, tenemos los siguientes supuestos ónticos: i) en lo real
se pueden distinguir múltiples estratos: los externos (la "ex­
terioridad" del fenómeno o su "apariencia") y los internos (la
"interioridad" del fenómeno); ii) los estratos internos suelen
quedar "ocultos", si se quiere "invisibles" a simple vista. Y
como regla difieren de los aspectos y estratos más externos;
iii) los estratos internos suelen ser los más determinantes o
decisivos en el devenir del fenómeno. En ellos anida la "esen­
cia" del fenómeno. Es decir, lo que lo hace ser lo que es o, si
se quiere, aquella cualidad que, de estar ausente, elimina el
ser del fenómeno; iv) lo externo opera como manifestación o
"expresión" de lo interno. Aunque la mediación no es directa
ni inmediata pues no hay identidad entre tales estratos. In­
clusive, se suele dar una disparidad, a simple vista, muy ele­
vada.7 Pero sí hay conexión y una causalidad dominante
que va de lo esencial a lo externo.
De donde, la ciencia madura debe: i) identificar esos
rasgos esenciales, no quedarse en lo meramente externo y
superficial;ii) conectar, con rigor lógico, el elemento esen­
cial con el externo, iii) contrastar empíricamente las hipótesis
concretas que se deducen luego de i) y de ii). Este enfoque
es crítico de las diversas variantes del positivismo fenoméni­
co, el que pretende una ciencia que se limita a moverse en el

5 Marx decía que "toda ciencia estaría demás si la forma de manifestarse las cosas y la
esencia de éstas coincidiesen directamente". Ver El capital, tomo III, FCE, México, 1973,
p. 757.

75
plano de las relaciones externas. A éste, por ende, le reclama
por la ausencia de los aspectos referidos a la esencia. Tam­
bién es crítico del idealismo especulativo, el cual habla de lo
esencial pero es incapaz de conectarlo con lo aparente y la
empiria. O sea, a éste le reclama por la ausencia de lo con­
creto empírico.
En los románticos, cuando se habla del mundo esencial,
se habla más bien de "mundos misteriosos", "insondables" y
"oscuros". A ellos, se llega por medio de la "revelación" y,
por supuesto, no se nos deja ninguna posibilidad para una
discusión objetiva y lógica ni —mucho menos— para avan­
zar al decisivo momento de la contrastación empírica. Por lo
mismo, el mundo de las esencias se acerca peligrosamente, si
es que no se identifica, con un mundo mágico y religioso.
Veamos un ejemplo. En su libro sobre los románticos, Béguin
nos habla de una “vida secreta" que el poeta debe captar.
Para ello, se debe admitir “que más allá de su significación
buena para los intercambios de la vida colectiva, las palabras
tienen otra virtud, propiamente mágica, gracias a la cual pue­
den captar esa realidad que escapa a la inteligencia".6 Por
cierto, ante este tipo de posturas, es explicable el cansancio
cuando no la repugnancia de los positivistas —y de los den­
tistas en general— con ese tipo de desvarios. Algo que, mu­
chas veces, termina por contribuir al desarrollo de una visión
puramente fenoménica del mundo material.

6 A. Béguin, op. cit., p. 484.

76
Individuo versus sociedad

E
l aislamiento o soledad, más la orfandad que afectan al
ser humano cuando se va generalizando la lógica del
valor de cambio, desatan una peculiar reacción en la
ideología romántica: la inflación del yo. Novalis, por ejemplo,
apuntaba que “en ningún otro lugar, sino en nosotros, se en­
cuentra la eternidad con sus mundos, el pasado y el porve­
nir".1 O bien, en expresión muy característica, "una cosa es o
llega a ser tal como la pongo o la supongo [...). El mundo debe
ser tal como lo quiero... el mundo tiene una capacidad original
de ser animado por mí [...] de conformarse a mi voluntad".2
Más aún, nos dice que “el mundo interior [...] es una verdadera
patria".3 Otro autor muy representativo, Ludwig Tieck, en una
novela de juventud postulaba que “todo está sometido a mi
capricho... soy la única ley de la naturaleza".4
En el caso del romanticismo alemán, a las causas genera­
les antes mencionadas se une otra, que es específica a la
situación histórica subyacente: la casi “congénita” debilidad
de la burguesía alemana para romper de cuajo con el antiguo
régimen, tanto a nivel económico como político. Y precise­
mos: el avance es lo suficientemente débil como para: i) no

Fragmentos para una teo­


1F. Novalis, "Granos de polen", en Javier Arnaldo (editor),

ría romántica del arte, Tecnos, Madrid, 1987, p. 49.


2 Según Albert Béguin, El alma romántica y el sueño, FCE, México, 1996, p. 253.
3 F. Novalis, en Béguin, op. cit., p. 255.
4 Ludwig Tieck, citado por Béguin, op. cit., p. 282.

77
provocar entusiasmos ni adhesiones sólidas; ii) verse obliga­
do a coexistir con la forma más decadente de lo viejo. Es
decir, se combinan el detritus de lo que ya es cadáver, con
una forma económica nueva de la cual sus beneficios son
casi inaudibles y sus daños sí impactan.
La inflación del yo es la contraparte de una impotencia
real. Como escribiera Hauser, “el sentimiento de su 'inutilidad'
despierta en el artista un exagerado concepto de sí, un afán
febril de originalidad, un subjetivismo excesivo y un narcisis­
mo desmesurado". Los románticos, agrega, “en su desesperado
aislamiento pretendían estar orgullosos de la falta de com­
prensión y del desprecio con que tropezaban: procuraban
aparecer oscuros, misteriosos y extravagantes; querían apa­
recer como los provocadores, cuando en realidad se conta­
ban entre las víctimas más desamparadas del nuevo orden
social burgués".5 Según lo apuntaba el siempre elocuente
Novalis, “mi imaginación crece a medida que decrece mi espe­
ranza [...], mi imaginación será lo bastante fuerte para elevar­
me hasta las regiones en que encontraré lo que aquí pierdo".6
En ocasiones, muy frecuentes por lo demás, el sueño no basta
para ocultar las derrotas. El mismo Novalis, luego de la muer­
te de Sophie," su novia adolescente, escribe en su cuaderno
de notas: “el verdadero acto filosófico es el suicidio [...]. Lo
único que nos hace dignos del Ser Supremo es la muerte".8
En este proceso de inflación del yo, se comienza a creer
que el individuo puede existir al margen de la sociedad. Por
lo mismo, se empieza a hablar de dos entidades indepen­
dientes: el individuo por un lado, la sociedad por el otro. Es
decir, el individuo comienza a creer que puede vivir al mar­
gen de otras personas, sin que necesite entrar en contacto

5 Arnold Hauser, Teorías del Arte, Guadarrama, Labor, Barcelona, 1982, pp. 65 y 66.
6 Citamos según Béguin, op. cit., p. 248.
7 Ésta muere antes de los quince años, de tuberculosis. Novalis muere muy pocos años

después del mismo mal. Se trata de una constante que impresiona (o aterra) en los
románticos.
8lbid., p. 250.

78
con esos otros. En los románticos, típicamente, esta noción
se expresa en la idea de un arte paro, completamente autó­
nomo. Schelling lo ponía así:

la producción estética es, en su principio, una producción


absolutamente libre... Esta independencia de toda finalidad
extraña da lugar a la santidad y pureza del arte; así es que
rechaza toda alianza con lo que sea simple placer, alianza
que pertenece a la barbarie, o con lo útil, que no puede
exigirse al arte sino en un tiempo en que la forma más eleva­
da del pensamiento humano se cifra en los descubrimientos
económicos. Por las mismas razones, repugna toda alianza
con la moral y se muestra alejada hasta de la ciencia que, por
su desinterés, le es más próxima, pero que al tener el fin
fuera de sí misma, debe, en definitiva, servir de medio a lo
que es más elevado que ella: el arte.9

Como vemos, amén de puro, el arte (y, por ende, los


artistas) es lo supremo. En el comentario de Croce, “el ro­
manticismo y el idealismo habían colocado el arte tan alto,
tan en las nubes, que debía terminar por necesidad con el
apercibirse de que, tan en alto, no servía para nada”.10 El
siguiente paso es considerar conflictiva a la eventual rela­
ción. Más aún, se supone que daña al individuo, que lo agre­
de, que le quita o recorta su libertad y, también, le roba o
impide desplegar una vida auténtica.
El conflicto, que dará lugar a disquisiciones intermina­
bles y que invade a filósofos y sociólogos (caso v. g. de Spen-
cer), se plantea entre individuo y sociedad. No entre ésta o la
otra forma de sociedad, sino contra la sociedad en general.
La sociedad —o lo social— se ve como algo que nos agrede,
que nos impide el desarrollo humano deseado. Lo social, se

9 Schelling, Sistema del idealismo trascendental. Citamos según B. Croce, Estética,


Edic. de la Universidad Autónoma de Sinaloa, Culiacán, 1982, p. 326.
10 Benedetto Croce, Estética, op. cit., p. 329-

79
piensa en esta perspectiva, nos oprime y obliga a la falsedad.
Dejamos de ser libres y nos conduce a una vida enajenada.
Digamos que en una perspectiva diferente, hay autores que
aceptan la prelación temporal del individuo y pasan a supo­
ner que la sociedad emerge cuando diversos humanos se
“ponen de acuerdo" para vivir en comunidad. Es decir, "fir­
man" un pacto social que, se supone, puede ayudar a evitar o
regular los enfrentamientos excesivamente destructivos (Locke,
Rousseau, et al.).
El dilema es claramente falso pues el hombre, en cuanto
tal, sólo existe en sociedad: sólo en contacto con otros hom­
bres, deviene hombre.11 Recordemos que el “homo sapiens"
llega al mundo con una determinada dotación biogenética,
lo que le abre ciertas posibilidades, como v. g. las del pensa­
miento y el lenguaje abstracto. Pero éstas se actualizan —ma­
terializan— sólo en cuanto el individuo entra en contacto con
otras personas. El caso de los niños lobos en la India y de otros
infantes que milagrosamente han podido subsistir aislados
de otras personas, comprueba el aserto anterior: hasta la mis­
ma entidad biológica se termina por degradar. La capacidad
para vivir, algo que en otros seres vivos se resuelve con car­
go a la herencia biológica, en el hombre se resuelve con
cargo a la herencia sociocultural. Y ésta sólo funciona por la
vía del contacto social. En suma, el hombre deviene hombre
sólo al vivir en sociedad. Como sostenía Marx, el hombre es
“un animal social [...] que sólo puede individualizarse en la
sociedad".12
La idea de un individuo que puede existir al margen de
la sociedad es del todo falsa y, por lo mismo, sólo sirve para
promover una conciencia alienada. Es decir, es "útil" para no
entender el cómo y el porqué de las realidades en juego,

11 “No puedo / sin la vida vivir, / sin el hombre ser hombre". Pablo Neruda, "Odas

elementales", en Obras completas, tomo II, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 1999-


12 C. Marx,Elementos fundamentales... (Gründrisse), tomo I,op. cit., p.4.
t

80
algo que —entre otras cosas— para nacía ayuda a lograr la
libertad que tanto se reclama.
Pero si no ayuda a esos propósitos, sí es una buena coarta­
da que oculta el problema real: el rechazo que se tiene frente al
actual orden social unido a la incapacidad para transfor­
marlo. Como se sabe, las opciones reales son otras: i) usufruc­
tuar y aceptar el orden vigente. Por lo tanto, luchar por su
preservación; ii) rechazar ese orden y luchar por su transfor­
mación en otro.13 Incluso en términos lógicos no hay más. No
obstante, los románticos se "inventan" una tercera vía: recha­
zar el orden social vigente con palabras y aceptarlo de hecho.
Postura que es, por lo demás, muy frecuente en los estamen­
tos intelectuales de casi todos los tiempos modernos.
La confusión que hemos venido describiendo equivale a
confundir lo particular con lo general. El aire contaminado se
confunde con el aire. Lo esencial, con la forma concreta se­
gún la cual se exterioriza y manifiesta. Ciertamente, si creo
que combatir el aire contaminado me debe llevar a destruir el
aire, el éxito de mis propósitos significará mi muerte. Por ello,
el romántico consecuente desemboca necesariamente en la
muerte. Lo cual, más allá de las máscaras y arrebatos líricos,
no es sino una expresión de cobardía ante el orden social
vigente. A éste no se le asume de frente, ni para rechazarlo ni
para aceptarlo.
La conclusión a la que vamos arribando es más bien pa­
tética: estos seres de orgullo exacerbado hasta el delirio, no
son más que títeres de las fuerzas históricas, las que amén de
someterlos les resultan completamente ignaras. Frente al cam­
bio social que, a veces, piden los románticos (directa o indi­
rectamente, casi siempre como un sueño melancólico sobre
un pasado mítico), constatamos que: a) como individuos,

13 "Nunca sucede que [...] los ciudadanos disuelven la sociedad [...]. Simplemente, cam­
biarán su forma por otra, si es que las desavenencias no se pueden superar manteniendo
la misma estructura de la sociedad." Ver B. Spinoza, Tratado Político, Alianza, Madrid,
1986, p. 123.

81
son obviamente impotentes; b) por su ignorancia sociológi­
ca, son incapaces de identificar las clases sociales progresi­
vas, las reales posibilidades históricas del momento y los reales
sujetos en juego. No saben qué se puede, quiénes pueden y
cómo pueden; c) por su individualismo cerril, no son capaces
de unirse a otros. Tampoco de acercarse a los sectores popu­
lares. De hecho, su eventual unión con clases como la obrera
en una organización política de corte comunista (o socialista)
o cuando menos progresista, la ven, pura y simplemente,
como una aniquilación del apreciado yo, como una destruc­
ción del ser personal en una masa que aparte de anónima, es
vulgar, grosera y plebeya.

82
Las vías del conocer

E
n la postura romántica se da un manifiesto rechazo a
los poderes de la razón. Con cargo a ésta, se sostiene
que el hombre puede conocer una muy pequeña par­
te de lo real. Además, se trata de un saber incapaz de alcan­
zar las profundidades del ser. Y si esto es válido para los
fenómenos naturales, con mayor fuerza opera en el caso de
los asuntos humanos.
Los románticos dicen que se preocupan por la vida (des­
pués, sus sucesores llegarán a hablar de la “razón vital”) y,
que en ésta, lo que importa es su temporalidad o devenir, el
suceso que es estrictamente único e irrepetible. Algo que a la
ciencia no le interesa1 y que no puede captar por la vía que le
es propia: la conceptual. Un siglo después, el famoso Spen-
gler sería muy claro en estos respectos: “la vida es lo primero
y lo último, y la vida carece de sistema, de programa, de
razón, existe por sí misma y para sí misma, y el orden profun­
do en que se realiza sólo puede ser contemplado y sentido, y
si acaso, además descrito". Subrayemos los nudos claves: i)
se nos habla de un “orden más profundo"; ii) este orden más
profundo no es legaliforme y, por lo mismo, no puede ser
aprehendido con cargo a la razón y la ciencia; iii) para aprehen­
der ese “algo”, hay que acudir a procedimientos suigéneris:

1 En realidad, es difícil pensar que a alguien le pudiera interesar. Incluso, que alguien
pudiera llegar a percibir ese suceso “único e irrepetible". En este sentido, la famosa
“razón vital” parece ser muy poco vital, muy ajena a las realidades de la vida.

83
la intuición, el sentimiento, la empatia, etc. En este contexto,
el paradigmático Spengler nos habla de “la oposición entre
historia y naturaleza En su opinión, “la naturaleza es el
”.2
conjunto de cuanto es necesario según leyes. No hay más le­
yes que las naturales".3 Y nos agrega que

lo conocido es intemporal; no es pasado ni futuro; es abso­


lutamente “actual” y, por lo tanto, tiene una validez que per­
dura. Así lo exige, en efecto, la constitución íntima de la ley
natural. La ley, lo estatuido, es antihistórico. Excluye el azar.
Las leyes naturales son formas de una necesidad que no ad­
miten excepciones, esto es, de una necesidad inorgánica.4

En lo expuesto, amén de que se desliza una idea bastan­


te errónea de las ciencias naturales (algo que tocaremos más
adelante), se nos advierte: la historia no funciona con leyes
objetivas y, por lo mismo, no se deja atrapar en términos
conceptuales. Según Spengler, "querer tratar la historia cien­
tíficamente es, en última instancia, una contradicción".5
Más aún, si “la naturaleza debe ser tratada científicamente; la
historia, poéticamente".6 Un ensayista como Béguin no es
muy diferente: “la objetividad puede y debe ser la ley de las
ciencias descriptivas, pero es imposible que rija provechosa­
mente las ciencias del espíritu".7
El recurso a la poesía (o a tal o cual subjetivismo) no es
nuevo: prácticamente todos los románticos originales apun­

2 0. Spengler, La decadencia de Occidente, tomo I, Planeta-Agostini, Barcelona, 1993,


p. 82. La primera edición alemana de este libro, que en su tiempo causara tanto impac­
to, data de 1917. En español, con traducción de Manuel García Morente, apareció en
1922.
3Ibid., p. 139-
4 Idem.

,p. 140.
5 Ibid.

,p. 141.
6 Ibid.

7 Albert Béguin, El alma romántica y el sueño, op. cit., p. 15.

84
tan a lo mismo: el acto poético como el modo de acceder a
esa verdad, bastante inefable y huidiza, que se dice buscar.
Por ello, buscar la "verdad" es equivalente a buscar la "inspi­
ración poética". Y para esto, hay que ir a la noche, al sueño y
al éxtasis. Buscar la "iluminación" y recibir las "auténticas re­
velaciones del espíritu [...] hay estados de alma particular­
mente propicios para esas revelaciones: la mayor parte de
ellas son instantáneas, algunas se prolongan, muy pocas per­
manecen". Un poco más (¿o un poco menos?) y se nos reco­
mienda ingerir alucinógenos. La ruta, en esta atmósfera de
éxtasis místico, es la de la consabida introspección: "todo des­
censo en el yo, toda mirada hacia el interior, es al mismo
tiempo ascensión, asunción, mirada hacia la verdadera reali­
dad exterior".8 Como ya señalamos, en este contexto se pro­
cede a una singular deducción: el acceso a la verdad es un
acto poético. Según Schlegel, “si quieres penetrar al interior
de la física, déjate iniciar en los misterios de la poesía".9 Y el
poeta Novalis, sin rubor apunta que "el verdadero poeta es
omnisciente; es un universo en pequeño [...], mientras más
poética es una cosa, es más verdadera". Además, “el sentido
poético tiene muchos puntos en común con el sentido místi­
co. Representa lo irrepresentable. Ve lo invisible, siente lo
insensible, etc. El poeta es literalmente insensato; en cambio,
todo ocurre dentro de él. Es, al pie de la letra, sujeto y objeto
a la vez, alma y universo".10 Esto recuerda las piruetas de Hei-
degger: se ve lo que no se puede ver, lo que no se puede sentir
se siente y lo que es irrepresentable se representa: lo que es,
no es. Escuchando tamañas estupideces no puede extrañar la
conclusión del mismo Novalis: "toda investigación va a dar
muy pronto a pensamientos oscuros".11 Tampoco nos puede
extrañar el muy justo comentario de Hegel: "nada más expe­
dito y cómodo que la mera aserción de que yo encuentro un

8 F. Novalis, citamos según Béguin, op. cit., p. 256.


9 Friedrich Schlegel, Ideas, en Arnaldo (editor), op. cit., p. 235.
10 F. Novalis, según Béguin, op. cit., p. 259.
11 Ibidem, p. 255.

85
contenido en mi conciencia unido a la certidumbre de su
verdad y que por lo mismo, tal certidumbre pertenece, no a
mí, como sujeto particular, sino a la naturaleza misma del
espíritu". Agregando que “la afirmación de que el saber in­
mediato [la doctrina que impulsa Jacobi, J. V. F.] debe ser el
criterio de la verdad, se sigue [...] que toda superstición y
culto de ídolos es declarado verdad, y que el contenido del
querer, por injusto e inmoral que sea, se encuentra justifica­
do". Así las cosas, “los apetitos y las tendencias naturales in­
troducen sus intereses en la conciencia y los fines inmorales
se encuentran en ella de un modo inmediato".12
Valga agregar que en el plano filosófico es Jacobi el repre­
sentante quizá más típico y extremo de las posturas que he­
mos venido reseñando. Éste, por la vía de la introspección,
pretende acceder al “saber inmediato". Es decir, encuentra o
siente “algo” (la “verdad revelada") en su conciencia. Luego,
supone que esos algos también existen en los otros y que esa
existencia compartida los sindica como verdaderos. El proble­
ma, nada de venial, es que no puede exteriorizar y objetivar
esos contenidos. Por ello, el supuesto es simplemente arbitra­
rio y se transforma en materia de fe. Amén de que una creen­
cia compartida no es prueba de su verdad: en los viejos tiempos
todos creían que la sangre no circulaba y que el infierno sí
existía, pero ello no transformó en verdad a esos enunciados.
En una primera fase juvenil, menos conservadora, Jacobi
por lo menos plantea una duda o dilema: “en mi corazón hay
una luz, pero desaparece tan pronto como quiero llevarla al
entendimiento. ¿Cuál de ambas evidencias es la verdadera?
¿La del entendimiento [...] o la del corazón?"13 La decisión le
toma poco tiempo: "odiarnos esta razón insolente que no
tiene corazón ni entrañas".14 Asimismo, confiesa que “es para

12 G. F. Hegel, Enciclopedia de las cienciasfilosóficas, Porrúa, México, 1977, p. 48.


13 F. H. Jacobi, citad o por J. L. Villacañas Berlanga, Nihilismo, especulación y cristianis­
mo en F.H. Jacobi, Anthropos, Barcelona, 1989, p. 223.
14 Ibid, p. 399.

86
mí cada vez más claro que la mera religión de la razón es una
pura idolatría que se tiene que encaminar necesariamente
hacia el ateísmo".15 También es sincero: "con una fuerza irre­
sistible, lo más elevado en mí me ata a lo incomprensible".16
Y como la razón le huele a demasiado emparentada con la
libertad y la democracia, reclama por un orden jerárquico
irrestricto. En general, postula que “el hombre se pierde a sí
mismo tan pronto se quiere fundamentar exclusivamente en
sí mismo".17 Por ello, plantea la necesidad de un orden social
y constitucional secamente jerárquico:

[...] todas las constituciones derivan de un ser superior [...]. El


sometimiento perfecto a una autoridad superior, a la obe­
diencia estricta y santa, ha sido el espíritu de aquellas épocas
que han producido la mayor cantidad de grandes hazañas,
pensamientos y hombres. El templo más sagrado de los es­
partanos estaba dedicado al miedo.18

Sus ideas sobre la educación no son menos elocuentes:


en el comentario de Villacañas,

la historia es educativa si y sólo si acepta el modelo educati­


vo paterno-familiar típico de las relaciones feudales: el tem­
plo más sagrado debe ser el miedo, la firme creencia en una
autoridad superior, la obediencia incluso sin comprensión
de las intenciones del que manda, la disciplina estricta, la
creencia firme. Estos son los procedimientos educativos.19

Se comprenderá entonces el juicio que emite sobre la Re­


volución Francesa y los ideales ilustrados: “si ésta es la meta

15 Ibid., p. 7.
16 Ibid., p. 484.

17 Ibid., p. 485.
18 Ibid. p. 391.
19 Villacañas Berlanga, en op. cit., p. 301.

87
de la humanidad, para mí es asco y horror".20 Tiempo des­
pués, los sucesores hitlerianos de Jacobi dirían muy conse­
cuentemente eso del “cada vez que oigo la palabra cultura,
echo mano de mi Browning”.
Al comenzar el siglo XIX, en Alemania, aún se conocía
poco de la física moderna21 y, sobremanera, el prestigio de
ésta no era tan alto como para aplastar las rebeldías románti­
cas. Como suele suceder en estos casos, cualquier amateur se
atrevía a proponer nuevas "hipótesis" o "disquisiciones", del
todo desaforadas. De la misma manera, el desparpajo y la
falta de seriedad de los críticos de la nueva ciencia era enor­
me. La llamada "filosofía de la naturaleza" que brota por la
época es un cumplido ejemplo de lo mencionado.22 Casi un
siglo después, a mediados del siglo xx, se observan actitudes
y posturas que implican algún cambio, más bien leve. Los
ideólogos, ya no se atreven a invadir el campo de las ciencias
naturales y a proponerles sus "teorías" e "interpretaciones"
sobre esas partes de lo real. El ataque va por otro lado: se
trata ahora de limitar al máximo el espacio dominado por la
ciencia (para llenar el hueco con la sinrazón) y, a la vez,
sembrar algunas dudas sobre las verdades que maneja. O
bien, insistir en aquella monserga de que “no todo se reduce
a la razón". Karl Jaspers, el filósofo alemán que siguiera de
cerca los pasos de Heidegger y que sólo después de la Segun­
da Guerra Mundial asumiera una actitud claramente antifascis­
ta, es un buen ejemplo de lo señalado. En su Razón y existencia

20 Jacobi, en op. cit., p. 408.


21 Hablamos del hombre cultivado medio. Por supuesto, sí habían especialistas notables
en física y matemáticas. A casi todos ellos se los intentó llevar Napoleón. Éste, con su
gran perspicacia, buscaba a los físico-matemáticos y desconfiaba completamente de
filósofos y publicistas.
22 Observando esas especulaciones desaforadas, Marx advertía sobre la "imposibilidad

de llevar a cabo una concepción dinámica de la naturaleza sin el material que tiene que
suministrar una ciencia natural empírica", en C. Marx y F. Engels, La ideología ale­
mana, Edic. de Cultura Popular, México, 1978, p. 155.

88
de 1937, declaraba que con la proclamación de verdades
objetivas, de validez general, "comienza al mismo tiempo la
mendacidad" P En un texto posterior, de 1949, se pregunta
por el hombre. Reconoce que lo estudian diversas disciplinas
como la fisiología, la psicología, la sociología, la economía.
Pero de inmediato agrega: "nuestros estudios del hombre han
acarreado un múltiple saber, pero no el saber del hombre en
su totalidad".24 En el ser humano, Jaspers distingue un aspec­
to natural-histórico que se puede conocer. Junto a ello, "por
encima de ello", nos dice que existe "una libertad que se
sustrae a todo conocimiento objetivo". Y agrega que “es el
hombre accesible para sí mismo de un doble modo: como
objeto de investigación y como 'existencia' de una libertad
inaccesible a toda investigación".25 Luego apunta: “el hombre
es radicalmente más que lo que puede saber de sí". El argu­
mento es asaz curioso: existe una propiedad o rasgo que no
se puede conocer. Pero Jaspers, ¿por un soplo divino?, sí lo
sabe y tiene la bondad de decírnoslo. Después de este singu­
lar y "profundo" argumento, nuestro autor declara que esa
propiedad inaccesible es la libertad. La cual, a su vez, es algo
que debemos a Dios: "allí donde soy propiamente libre, allí
estoy cierto de que no lo soy por obra de mí mismo [...]; pues
el hombre es el ser referido a Dios". Como vemos, la libertad
que se postula es más bien relativa. El hombre, al final de
cuentas, resulta un esclavo de Dios. La reprimenda o adver­
tencia de Jaspers es significativa: si las ciencias que estudian
al hombre se sienten autosuficientes, "pierden de vista al ver­
dadero hombre [...] porque el ser hombre es libertad y refe­
rencia a Dios”.26 En suma, algunos aspectos de la vida humana

23 Karl Jaspers, Vernunft und Existenz; citamos según Lukacs, El asalto a la razón,
op. cit., p. 422.
24 Karl Jaspers, La fibsofía (Eínfuhrung in die Philosophie, Zurich, 1949), fce, México,

1996, p. 53.
25 Idem.
26 Karl Jaspers, op. cit., p. 55.

89
pueden ser estudiados y conocidos por las disciplinas cientí­
ficas del caso (biología, psicología, economía, sociología, etc.).
Pero “el verdadero hombre permanece radicalmente inacce­
sible a este conocer".27 Conviene subrayar la estrategia implí­
cita: como ya no se puede rechazar la presencia real de las
ciencias que estudian al hombre, se busca delimitar ese cam­
po. O sea, ponerles un límite y así dejar un hueco o espacio
donde se pueda encajar el misterio de Dios.
Bastante tiempo después, cuando se inicia el siglo XXI, se
podría pensar que nadie se atreverá a repetir, por lo menos
literalmente, las antiguas tonterías. Pero la sinrazón no ha
desaparecido y pareciera estar en una actitud de continua
asechanza. En este sentido, es significativo observar cómo se
aprovechan éstas o las otras circunstancias —generalmente
asociadas a grandes saltos en el saber, aún poco o mal asimi­
lados por el gran público— para intentar reducir los espacios
de la razón (de la ciencia) y abrírselos al misticismo.
A veces, a partir de un simple título, como v. g. el de la
teoría de las catástrofes o caos, se deducen las más aberrantes
y cómicas conclusiones: “no hay orden", “no hay leyes", “todo
es relativo", “lo que es verdad para ti, no lo es para mí. Y
ambas posturas son verdaderas". Que la teoría de catástrofes
sea una teoría sólida, que se modele matemáticamente, parece
que ni siquiera se sabe.28 Pero esto no es novedad: a comien­

27 Ibid., p. 55.
28 Hay testimonios patéticos como el de la señorita Roa, una fiel exponente de la actual
"cultura" chilena. Esta “niñita bien" pide que la razón "sea permeada por el azar, la
magia, la intuición, la capacidad de recepción del universo que nos legara Oriente" (¿¿??).
Como si esto fuera poco, agrega que "hoy en día, es desde el ámbito de la ciencia, y del
de la física en particular desde donde comienza a subvertirse esa fe ciega en la razón que nos
acompañó por siglos. Bienvenida, pues, sea esta nueva y gigantesca revolución que deja
espacio al caos y nos acerca quizá a una dimensión más estética de la vida.”. La damisela,
sin duda ferviente lectora del Reader’s Digest, nos dice que la razón destruye a la razón,
que la ciencia ataca a la ciencia. Como quien dice, una "teoría del suicidio" al modo
“post-modern”. Muy útil para viejas ociosas que no saben pensar. El texto citado es de
Natalia Roa Vial, prólogo a Jane Austen, Sensatez y sentimientos, Andrés Bello, Santia­
go de Chile, 2000, p. 11.

90
zos del pasado siglo, con la teoría cuántica de Max Planck
sucedió algo similar.
Hay argumentos que se repiten y llegan a ser típicos.
Uno de ellos se refiere al papel del “azar”. Es decir, de
los sucesos estocásticos. Desde afuera (i. e., desde la ignoran­
cia) se sostiene que el azar va contra los principios más caros
de la ciencia. Pero aquí, los románticos caen en su propia
trampa: reducen la ciencia a la mecánica clásica y descono­
cen completamente los avances actuales. Es decir, no creen o
no saben de las leyes probabilísticas. En ocasiones no cono­
cemos bien el comportamiento de algunas variables determi­
nantes que también son ocasionales y menores. Pero podemos
suponer que aparecen e inciden con cargo a determinadas
funciones probabilísticas. Aquí, el azar es un modo de hablar
(y de tratar operativamente) sobre espacios todavía poco in­
vestigados. O bien, podemos encontrarnos con realidades
intrínsecamente aleatorias (por ejemplo, que en la lotería se
elija un número par o impar), por ende, realidades que exi­
gen por su propia naturaleza un tratamiento probabilístico.
El punto que nos interesa subrayar es: tales realidades sí es­
tán sujetas a ley y estas leyes sí se pueden indagar y llegar a
conocer. Como escribe Bunge, “el procedimiento para domi­
nar el azar consiste en mirarle cara a cara, en vez de negarlo,
y en descubrir sus leyes, reconociendo con ello su existencia
objetiva. El azar es un fantasma dañino sólo en el caso que se
le considere como un caos sin ley o como algo último, como
un modo de ser que se sustrae a todo análisis ulterior".29
Otro punto muy común, se refiere a las entidades indivi­
duales. Como la ley apunta a lo general, se dice que no pue­
de dar cuenta de lo "único", de lo "irrepetible". Y se agrega
que esto es lo que interesa cuando se abordan los fenóme­
nos humanos e históricos. Por ejemplo, se nos recuerda que
la Revolución francesa es una, que Napoleón idem, etc. Algo
que (el que sean uno), por supuesto, nadie podría poner en

29 Mario Bunge, La investigación científica, Ariel (2a edición), México, 1992, p. 367.

91
duda. La constatación es bastante trivial, no así lo que de ella
deducen los románticos.
Aunque sea en términos homeopáticos conviene comen­
tar el punto.
Primero, recordemos algo que suelen ignorar u olvidar los
“vitalistas”: en el mundo natural no encontramos ningún fenó­
meno concreto exactamente igual a otro: ninguna piedra es
exactamente igual a otra, ninguna lluvia, ningún relámpago,
ninguna montaña, etc. Se podrá decir (a "primera vista”) que
un átomo de oxígeno sí es igual a otro, aunque los átomos
como tales, como fenómenos concretos separados e indepen­
dientes, en la realidad natural no existen. Sólo en pruebas de
laboratorio los podemos aislar.30 Pero inclusive en estos casos,
no se logra una completa y estricta igualdad. Según Bunge,

ningún físico concienzudo cree hoy que existan en el mundo


real (a diferencia de los esquemas teóricos) dos fragmentos
de materia (dotadas o no de masa) que se hallen exactamen­
te en el mismo estado y que interactúen exactamente con los
mismos campos. No pueden darse dos sucesos macroscópi­
cos estrictamente idénticos, aunque sólo sea porque la en­
tropía de los sistemas molares nunca se mantiene igual. Todo
objeto físico (sistema material, suceso, o proceso) es un uni-
cum al menos en un respecto. [...). La identidad de los coexis-
tentes y la repetición exacta de los sucesivos son tan ideales
como los círculos perfectos: sólo se los encuentra a menos
que se dé un error que no puede despreciarse por completo.
La identidad total de los objetos concretos es una apariencia
que más tarde o más temprano es corregida por observacio­
nes más refinadas y análisis teóricos más profundos. Sólo la

30 Marx advertía sobre este punto: "en el análisis de las formas económicas de nada
sirven el microscopio ni los reactivos químicos. El único medio de que disponemos en
este terreno es la capacidad de abstracción". A ello se debe agregar el rol de la estadística
y econometría. La cita de Marx, en El capital, tomo I, prólogo a la Ia edición, FCE, Méxi­
co, 1973, p. XIII.

92
identidad parcial puede hallarse al nivel óntico. Si algo hay
que no sea único por lo menos en un aspecto, no pertenece
al mundo exterior.31

Por ello, agrega nuestro autor,

ninguna ciencia del mundo concreto puede aspirar a hallar


repetibilidad completa, es decir, repetibilidad en todos los
aspectos, el tipo de identidad que construimos al nivel del
pensamiento abstracto. Por ello la palabra 'excepción' no es
anticientífica, como suele creerse: las excepciones sólo son
las alternativas menos frecuentes de todas en una colección
de hechos.32

Y subrayemos: lo que vale para la comparación entre


elementos, también vale para el mismo elemento conforme
transcurre el tiempo: como ya lo adelantara el viejo Heráclito,
nunca hay identidad completa.33
Lo señalado, por supuesto, no ha imposibilitado el desa­
rrollo de las ciencias naturales. Por lo mismo, no debería
hacerlo con las sociales. Por lo tanto, el argumento románti­
co aquí no corre. Y valga agregar que esto no significa pen­
sar que las ciencias humanas deban ser idénticas a las físicas.
Sólo significa que las materias humano-históricas sí se pue­
den someter a la indagación científica, que en ellas sí hay
regularidades y relaciones de determinación.
Pasemos a un segundo considerando. ¿Significa lo ante­
rior que la ciencia no estudia las realidades más concretas y

31 Mario Bunge, Causalidad, Eudeba, Buenos Aires, 1978, p. 280.

p . 280.
32 Ibid.,
33 Según lo dice el poeta: “... aquello que vivía / ya no vive: / lo que fuimos no somos".
Es decir, “otro ser ocupó nuestro esqueleto: / aquel que fue en nosotros ya no está: / se
fue, pero si llaman, respondemos / ‘ Aquí estoy ’ y se sabe que no estamos, / que aquel
que estaba, estuvo y se perdió: /se perdió en el pasado y ya no vuelve". Comentemos: con
todo su poder intuitivo, se le escapa aquí al poeta eso de “la unidad en la diferencia",
clave de todo proceso de desarrollo. El texto es de Pablo Neruda, “Plenos Poderes", en
Obras completas, tomo II, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 1999, P - 1 1 2 7 .

93
particulares? Por supuesto que sí.34 Más aún, todas las prácti­
cas tecnológicas y productivas concretas, mientras más com­
plejas y avanzadas, mayormente se apoyan en las ciencias
físico-matemáticas o químico-biológicas. Amén de que tales
actividades comprueban prácticamente la eventual verdad de
las correspondientes hipótesis, nos indican el camino a se­
guir para arribar a lo individual concreto: no menos sino más
conceptos, sintetizados en un todo conceptual complejo, en
que lo concreto material se reproduce, idealmente, como
concreto de pensamiento. O sea, como unidad sintética de
múltiples determinaciones. Esta terminología, que es la de
Marx, no se suele manejar en el ámbito de las ciencias natu­
rales. Pero sí se habla de un proceso de aproximaciones suce­
sivas, el cual —si descontamos algunos vicios (el proceso se
entiende como “ir sumando" rasgos) que asume en ciertas
experiencias— es básicamente semejante a lo indicado.
Sentado lo anterior, conviene retomar el afán romántico,
armarnos de gran paciencia y buscar en él lo que pudiera ser
rescatable. Para el caso podemos aludir a dos consideraciones.
Una, el manejo muchas veces esquemático que se hace
de categorías y leyes del orden societal. O sea, no se avanza
a lo concreto y, por lo mismo, las explicaciones resultan in­
suficientes y excesivamente reductoras. En sus estudios so­
bre Flaubert, Sartre subrayó, fuerte y varias veces, el punto:
decir que Gustave Flaubert fue un escritor pequeño-burgués
es correcto, pero no alcanza para arribar a lo más propio del
autor de Madame Bovary. Después de todo, la cantidad de
escritores pequeño-burgueses que por el mundo han ido y

34 0, por lo menos, facilita su estudio. Por obvias razones, el teórico se concentra en lo


general. No tiene, literalmente, tiempo para dedicarse a examinar los n casos concretos
que se le ofrecen. Suele examinar sólo algunos, lo suficientemente cruciales o "estraté­
gicos" como para probar sus hipótesis y orientarlo en futuras investigaciones. La aplica­
ción concreta masiva es materia de las tecnologías científicamente fundadas. Y estas
actividades se desarrollan conforme se desarrolla y complejiza la producción. Por eso,
en países atrasados, con una muy débil base productiva, se suelen ignorar estas realida­
des más o menos elementales.

94
van, es simplemente descomunal. En breve, hay que delimi­
tar más y más: Flaubert es también francés, vive en el siglo
XIX, posee una determinada biografía familiar, infantil, tales
antecedentes escolares, etc. Al dato socioeconómico más ge­
neral hay que agregar los psicológicos, biofísicos, etc. Ello,
pues la pregunta no es por una clase social sino por una per­
sona concreta. Luego, mientras más negamos, más determi­
namos (Spinoza dixit) y, por esta vía, nos aproximamos más
y más a lo concreto. Pero ¡ojo!, lo hacemos por la vía concep­
tual, no por los senderos de lo irracional.
Dos, los sistemas teóricos se suelen desplegar y exponer
en un plano general abstracto. La teoría, en cuanto tal, no
nos habla de este hombre concreto, aquí y ahora, sino del
hombre en general. El economista, al exponer la teoría de los
precios, no nos habla del precio que ayer tuvieron las patatas
blancas en el mercado X de la ciudad Y; él nos hablará del
precio en general (el "precio natural" de los clásicos). De
igual modo, el anatomista no nos habla del fémur de Pablo
mi sobrino, sino del fémur en general o, “peor aún", de los
huesos en general. Las teorías no se exponen con ejemplos
—éstos, si se usan, es sólo para efectos de ilustración— y,
para el neófito o amateur, eso resulta ser “pura teoría" (se usa
la expresión en sentido peyorativo), algo que siente dema­
siado abstracto y abstruso, muy poco “real”. En suma, algo
poco útil y casi siempre ininteligible: por el nivel de abstrac­
ción y por el lenguaje especializado que se maneja.
En este contexto suele surgir y prender el reclamo ro­
mántico y público. Sobreviene lo que acontece cuando escu­
chamos palabras, que siempre son generalizaciones, para las
cuales no tenemos referentes concretos. En vez de palabras
(segundo sistema de señales) sólo escuchamos sonidos.35 Por
ejemplo, si a un aborigen analfabeto del Amazonas le habla­

35 “Si las palabras no significan nada, es de toda imposibilidad que los hombres se en­
tiendan entre sí; decimos más, que se entiendan ellos mismos", Aristóteles, Metafísica,
L. IV, c.4, Porrúa, México, 1975.

95
mos del planeta Saturno, nada entenderá. Lo mismo le suce­
derá con el vocablo "pingüino". No obstante, si en el primer
caso le mentamos a la luna y al sol, también a las estrellas y
etc. (o sea, cosas semejantes y que él conozca), ya empezará
por lo menos a acercarse al significado ele la palabra "Satur­
no". Algo análogo vale con "pingüino". Y si mostramos una
fotografía o una película, tanto mejor. El problema, en el caso
de las ciencias histórico-sociales, es conocido: los nexos so­
ciales no se pueden fotografiar y, en general, son materias
“no corpóreas". Por lo pronto, interesa subrayar: para com­
prender, el hombre necesita que las palabras (los conceptos)
que se manejan tengan un referente concreto, por lo menos
indirecto y/o en alguna parte del discurso argumental. O sea,
se trata de “ver” lo general en lo particular: ver un planeta,
algún pingüino, etcétera.
La conciencia, entendida como reflejo abstracto de lo
material, opera por medio del lenguaje abstracto o "segundo
sistema de señales". Para mejor aclarar el punto, permítase­
nos citar in extenso a Leontiev:

I...] las palabras pueden actuar sobre el hombre como deno­


minadores de uno u otro fenómeno de la realidad, como
estímulos del segundo sistema de señales, solamente cuando
se relacionen en el cerebro con los estímulos del primer sis­
tema de señales. Estas relaciones pueden ser directas (por
ejemplo, la palabra ‘rojo’ se puede relacionar en el hombre
directamente con la impresión producida por una cosa de
color rojo) o pueden efectuarse por intermedio de otra pala­
bra conceptual (por ejemplo, la palabra ‘animal’ puede de­
terminar el concepto de ‘gato’, que a su vez está relacionado
con la impresión recibida de este género determinado de
animal). De esta manera en el hombre se forman conexiones
temporales no solamente entre los estímulos del primer sis­
tema de señales, sino también entre éstos y los estímulos del
segundo sistema, e incluso entre distintos estímulos del se­
gundo sistema de señales. Pero, a pesar de esto, los estímu­

96
los verbales siempre deben estar relacionados con los del pri­
mer sistema, directamente o por intermedio de otra palabra
que exprese un concepto [en que sí se conozca su referente,
J. V. F.]. Si esto no tiene lugar, las palabras pierden su sentido
y dejan de cumplir su función fundamental de denominar los
objetos y los fenómenos de la realidad.36

Por cierto, de lo expuesto se desprenden por lo menos


dos obligaciones: la ciencia debe aterrizar (al menos de vez
en vez) y los neófitos deben estudiar duramente, conocer ese
mundo que se les escapa y no entienden. A la vez, no reac­
cionar frente a la ciencia con la carga del complejo de inferio­
ridad, tan común en ciertos filósofos alemanes y publicistas
contemporáneos franceses: entrar a ese remedo ridículo del
lenguaje oscuro que se pretende "profundo", no por su rigor
técnico (vicie matemáticas o algunas secciones de la econo­
mía moderna) sino por su incoherencia especulativa (vide
Heidegger, Foucault, Baudrillard, etcétera).
El romántico, en la parte de su reclamo que se puede
recoger, clama por lo particular. Es decir, por ver lo general
en lo particular. Su problema y su absurdo, es el afán por
eliminar lo general; por ello —al margen de lo general, lo
particular o "individual" se nos pierde por completo— cae en
el pozo negro de la sinrazón. Pero adviértase, cuando recla­
ma a favor de la obra poética como "medio del saber”, está
apuntando —sin entender “cómo”, sólo "sintiendo"— a algo
que puede ser muy pertinente: concebir a la obra de arte
como una expresión particularizada y concreta de lo más
universal y abstracto. Como lo apuntara Goethe, "cuando el
poeta representa lo particular, representará, también [...] algo
general".37 Asimismo, nos encontramos con un grito de an­
gustia: el deseo de compartir, de comunicar los sentimientos

* A. N. Leontiev, en Smirnov et al., Psicología, Grijalbo, México, 1960, p. 84.


37 J. W. Goethe, Obras completas, tomo III, Aguilar, Madrid, 1989, p. 87.

97
de un ser que se siente ajeno y agarrotado por la soledad más
radical. En la poesía, medio que no de casualidad interesó
sobremanera a los románticos alemanes, usualmente tenemos
el afán de comunicar ciertas sensaciones, percepciones, emo­
ciones. Algún estado de ánimo. Ahora bien, esta "comunica­
ción" no pretende darnos una descripción objetiva ni tampoco
una explicación racional-conceptual del fenómeno. El punto
es otro: transmitir y, al final de cuentas, compartir esa sensa­
ción y estado de ánimo. Si yo siento "frío en el alma", si me
siento abandonado y perdido en el universo, como poeta no
rescue Servi­
paso a dar mis coordenadas geográficas para el
ce. Lo que hago es buscar esa combinación de palabras (i. e.
combinar el segundo sistema de señales) capaz de provocar
un efecto preciso: que mi emoción se reproduzca en el lector.
El poeta, por ejemplo, puede escribir:

La ventana está azul.


Nuestro amor mira hacia fuera y llena los caminos.38
Un lector pedante o más bien desubicado, podría decir
que “el amor es un sentimiento y no algo corpóreo: no pue­
de llenar los caminos ni tampoco mirar. Mucho menos pintar
de azul las ventanas". Pero el que escribe es un poeta y lo
que busca con esas aparentemente locas asociaciones de pa­
labras (locas sólo en apariencia, pues recurren a un campo
semántico que puede permitir comunicar o compartir la emo­
ción de origen: el azul me evoca los cielos, la vida celestial;
los caminos solos son tristes, los llenos de gente me evocan
alegrías, fiestas, el compartir con muchos otros una ruta) es
transmitir un sentimiento: la sensación de un amor pleno,
ancho, que insufla tanta vida que llega a "pintar de azul las
ventanas", que "llena los caminos" y demás. Una descripción

38 Efraín Barquero, La Compañera v otros poemas, Nasdmento, Santiago de Chile,


1971.

98
objetiva, científica, busca eliminar todas las emociones (en el
estudio de las mismas emociones). Pero aquí el propósito es
otro: transmitir-compartir una emoción, no explicarla. Por
cierto, el hombre necesita compartir sus afectos y emociones
y, para ello, el arte es un medio extraordinario. Esta necesi­
dad es muy sentida por los románticos y sus reclamos por
reivindicarla son muy justos. El problema no reside en ello
sino en la confusión que provocan: creer que una cosa impli­
ca rechazar la otra y, peor aún, creer que la una (v. g. la
poesía) puede sustituir a la otra (la ciencia) en sus funciones
específicas. Se trasluce aquí el equívoco o “pecado original”:
la falsa oposición que plantean entre razón y sentimientos y
el ataque a la primera a favor de los segundos.

99
Libertad de los humanos y leyes de la sociedad

a) ¿Libertad=libre albedrío?

P
ara mejor situar el punto, permítasenos empezar re­
cordando una postura de muy larga raigambre. Un poco
al azar, tomemos a tres autores antiguos. Nicolás de
Cusa, por ejemplo, señalaba que el hombre "está formado
por una sensibilidad y un entendimiento". Además, siendo
éste el punto a subrayar, nos dice que “el entendimiento no
pertenece al mundo, del que es absolutamente independien­
te".1 Antes, el medieval Ricardo de San Víctor distinguía cabe­
za, corazón y pie en el cuerpo humano: “la cabeza corresponde
al libre albedrío; el corazón a la prudencia y el pie al deseo
carnal. La cabeza está por encima de todo el cuerpo y el libre
albedrío preside a toda acción".2 San Agustín, sintetiza con
rara claridad que “el hombre es algo intermedio entre los
brutos y los ángeles".3 Los animales son irracionales y morta­
les. Los ángeles, inmortales y racionales. El hombre es mortal
(por ende, animal) y también es racional (por ende, ángel).
0 sea, estamos a medio camino, con un pie en lo natural y
con el otro en la divinidad: algo así como un ángel caído.
Como el listado o antología de juicios parecidos pudiera ser

1 N. De Cusa, “De docta ignorantia”, en la antología El tema del hombre,]. Marías


(editor), Espasa Calpe, Madrid, 1952, p. 23.
2 R. de San Víctor, “De statutu interioris hominis”, en J. Marías, op. cit., p. 100.
3 San Agustín, “Civitas Dei”, en op. cit., p. 88.

101
interminable, valga con lo dicho. Para nuestros propósitos, los
nudos a subrayar en la citada postura, serían: i) los pensadores
se preguntan por lo peculiar o específico del ser humano, por
su ser más esencial; ii) al encontrarlo como racionalidad,
conciencia, libertad, etc., y de cierta
entender esos rasgos
manera, terminan por situarlo y concebirlo como un ser más
o menos ajeno e independiente (al menos por su especifici­
dad, por su "espiritualidad" o "alma") al orden natural; iii)
dado lo anterior, se rechaza que la conducta humana esté regi­
da por leyes objetivas. Como dirá Julián Marías, el discípulo de
Ortega, “ la vida es [...] en último rigor, imprevisible")
El punto fue comentado por Spinoza. En su opinión, la
mayor parte de los que han escrito sobre

la manera de vivir de los hombres, parecen no tratar de co­


sas naturales que siguen las leyes comunes de la Naturaleza,
sino de cosas que están fuera de la Naturaleza. Más aún,
parecen concebir al hombre en la naturaleza como un impe­
rio dentro de otro imperio. Pues creen que el hombre más
bien perturba que sigue el orden de la Naturaleza; que tiene
una potencia absoluta sobre sus acciones, y que no es deter­
minado por nada más que por sí mismo)
Curioso es el ser humano: empujado por sus miedos y
desamparos, inventa seres todopoderosos: los dioses. Con
ello, confiesa la terrible inferioridad en que se posiciona. Pero
casi de inmediato, recupera algo el aire y pasa a proclamar
que en él también hay algo o mucho de ese dios que previa­
mente se ha inventado. Con ello, se aleja de la "cochina"
naturaleza y se permite observarla con cierta sensación de
superioridad: no porque la controle sino porque en él algo

4 Julián Marías, El Tema del Hombre, "Introducción", op. cit., p. 23. El subrayado es
nuestro.
5 B. Spinoza, Ética, p. 102, FCE, México, 1985, p. 102. Cursivas nuestras.

102
hay, aunque un tanto derrengado, de ese ser supremo. Lo
que no es capaz de lograr en su vida real, ese poder del que
carece, se lo endilga a Dios. Luego, le pide a Él una participa­
ción, ideal y vicaria, en ese poder. El pase mágico, como
pudiera decir un Enrique Heine, es además muy propio de
un filósofo con alma de alemán: lo que Natura non da, Sala­
manca sí lo presta. Y así andemos como el pobre poeta que
dibujara Karl Spitzweg, igual proclamamos nuestro "riguro­
so" albedrío o ajenidad a toda determinación externa.
En el pensamiento romántico primigenio y especialmen­
te en sus sucesores, se repite —con matices diferentes— esa
mencionada noción sobre la condición humana. Se puede
llegar a aceptar, no sin algunos requiebros, que nuestra fisio­
logía sí responde a un orden natural. Pero se rechaza abrup­
tamente cualquier afán de reduccionismo fisiológico. El
hombre, en virtud de su condición de "delegado de Dios” o
de cualesquier otro argumento, es un "ser libre que se auto-
determina”. En suma, se sostiene que no se puede conciliar
la idea de libertad humana con la aceptación de leyes objeti­
vas que regulen el comportamiento humano. Si hay leyes no
hay libertad y si hay libertad no hay leyes. Tal sería, más allá
de matices y de sofisticaciones, la médula del problema.
Dado lo anterior, el romántico debe asumir un proble­
ma no menor: el hombre quiere saber del hombre, necesita
ese saber incluso como condición de vida. ¿Cómo entonces
contestar a tamaña urgencia? La respuesta de los que han
enarbolado lo que llaman "filosofía de la vida" es singular: se
trata, por ejemplo en asuntos de la historia, de "comprender"
el porqué de tales o cuales actitudes y comportamientos. Y
para ello, el investigador debe "participar", o sea "reproducir
dentro de sí” esa situación histórico-personal, "sentir" dentro
de sí el espíritu del otro y, por esta vía, de la famosa verste-
hen en acción, comprender sus actos de vida. En corto: po­
nerse en los zapatos del otro, palpitar con él y así comprender
sus porqués. Según Stegmüller,

103
se puede describir así lo que Dilthey y otros imaginaron:
cuando un historiador quiere explicar la acción de una per­
sonalidad histórica o un acontecimiento que ha sido produ­
cido por la actuación conjunta de muchas personas, debe
intentar ponerse espiritualmente en la situación de esa per­
sona o personas; debe para ello, esforzarse por captar el
sentido de aquella situación en su conjunto lo más exacta­
mente posible; esforzarse por penetrar en el mundo de re­
presentaciones de cada persona, revivir especialmente sus
convicciones fácticas y normativas para vivir [hasta aquí, todo
va muy bien. Pero véase lo que sigue, cómo se busca resol­
ver el problema; nota de J. V. F.]. Para ello debe tratar de
reactualizar en sí los motivos a los que apelan las decisiones
de esas personas. Se trata de un experimento mental de de­
terminado género, de una identificación mental, quizá en
parte revivida del historiador con su héroe, a través del cual
alcanza una explicación adecuada de dicha acción.6
Traduciendo al español, el investigador termina transfor­
mado en un médium que busca “la buena vibra”.7 En reali­
dad, en vez de ir a Heidelberg o Marburgo para descifrar un
lenguaje ultratortuoso, sale más cómodo y barato consultar
con el curandero del pueblo de junto.

b) Libertad formal y libertad sustantiva

Retomemos el problema sustantivo. El del eventual conflicto


entre las leyes de la sociedad y la libertad humana.

6 W. Stegmüller, Probleme und Residíate der Wissenschaft theoríe und Analytischen


Philosophie (Berlín, 1969). Citamos según J.M. Mardones y N. Ursua, Filosofía de las
ciencias humanas y sociales, Fontamara, Barcelona y México, 1995, p. 73.
7 Adviértase además el supuesto Implícito que se maneja: la introspección puede dupli­
carla situación o estado de ánimo del caso. Por ende, borramos otro supuesto previo y
aún más crucial en la visión romántica: la unicidad e irrepetibilidad de los sucesos
humanos históricos.

104
Las leyes objetivas o materiales, entendidas como regu­
laridades que se observan en el comportamiento humano
—regularidades que la ciencia debe primero identificar y
luego explicar— tienen una existencia de hecho que, por lo
menos hoy (comienzos del nuevo milenio), nadie se atreve
a rechazar. Y aunque falte mucho por investigar pues en
muchas zonas de lo humano andamos todavía en pañales,
la evidencia acumulada ya nos proporciona un sinnúmero
de leyes teóricamente recogidas: económicas, sociológicas,
psicológicas, etc. Ello nos ahorra mayores disgresiones para
sostener que sí existen esas leyes. El problema entonces, ante
la disyuntiva que se discute, debería encontrarse en el otro
polo de la relación, el de la libertad. Y es claro que si acep­
tamos la mencionada disyuntiva —o leyes o libertad— de­
beríamos concluir que el hombre no es libre. Algo que a no
pocos les pudiera parecer excesivo.
Pero, ¿qué entendemos por libertad? Para apurar el paso,
pasamos sin mayores rodeos, que pudieran ser necesarios, a
distinguir: a) libertad formal: ausencia de prohibiciones y/o
de obligaciones para desplegar esta o la otra actividad; b) li­
bertad sustantiva: capacidad para desplegar tal o cual activi­
dad. O sea, para traducir la voluntad en acción efectiva exitosa.
La ideología dominante se suele preocupar sólo de la
libertad formal. El muy publicitado Rawls, por ejemplo, apunta
que “las personas se encuentran en libertad de hacer algo
cuando están libres de ciertas restricciones para hacerlo o no
hacerlo y cuando su hacerlo o no, está protegido frente a la
interferencia de otras personas".8 O bien, con otra expresión,
"esta o aquella persona (o personas) está libre (o no está
libre) de esta o aquella restricción (o conjunto de restriccio­
nes) para hacer (o no hacer) tal y cual cosa".9 Examinando
esta postura, Villoro comenta muy justamente: “no veo cómo

8John Rawls, Teoría de la justicia, fce, México, 1999, P-193-


9 Idem.

105
pueda desligarse del concepto mismo de 'libertad', entendi­
do como 'capacidad de realizar lo que se elige', la posibilidad
de su realización".10 El énfasis en el aspecto puramente for­
mal no es casual. Como luego veremos, el análisis de las
condiciones que posibilitan la libertad sustantiva en la socie­
dad actual, pone al desnudo todas sus contradicciones bási­
cas. Más aún, destruye mitos y nos revela cómo el grupo
social mayoritario dispone de poca o ninguna libertad.
La libertad sustantiva supone, como requisito previo, que
existe la libertad formal. Pero la existencia de ésta no asegura
la presencia de la segunda. O sea, la libertad formal es condi­
ción necesaria mas no suficiente de la libertad sustantiva.
Pongamos un ejemplo: hoy, a nadie se le prohíbe viajar
al planeta Júpiter. A la vez, hoy nadie lo puede hacer. O sea,
en este respecto, hay libertad formal mas no sustantiva. Vaya
un segundo ejemplo: en el capitalismo, a los trabajadores
asalariados, nadie los obliga (tampoco hay prohibiciones) a
vender su fuerza de trabajo. Pero, ¿pueden no venderla si así
lo desean? La respuesta es muy clara: están obligados a ven­
derla pues sin lograr el pago salarial, nada podrían comprar
y, por ende, no podrían vivir.11 O sea, en el sistema económi­
co actual, la decisiva clase de los trabajadores asalariados
opera con libertad formal mas no sustantiva. Tercer ejemplo:
esos trabajadores asalariados, ¿se pueden transformar en ca­
pitalistas? En principio, no hay prohibiciones: libertad formal.
Pero también sabemos que en los tiempos actuales esa muta­

10 Luis Villoro, El poder y el valor. Fundamentos de una ética política, fce, México,
1999, P- 298. Pese a esta observación, al profesor Villoro se le escapan las reales condi­
ciones de las libertades sustantivas. Describe muy bien discriminaciones como las étni­
cas, las religiosas, las de género (sexo), etc. Pero casi no alude a la restricción o falta de
libertad que supone la organización social interna de la fábrica capitalista. En el espa­
cio de la economía, Villoro sólo ve las relaciones de mercado (que suelen ser engañosas)
y se le escapa la médula misma de las relaciones capitalistas de propiedad.
11 Si no la venden, no es por voluntad propia —nadie desea la cesantía— sino del

capitalista que no los quiere contratar.

106
ción es lograda, cuando mucho, por menos del uno por mil
de los trabajadores. Suponiendo que a todos les gustaría de­
venir capitalistas, podemos deducir que no existen las capa­
cidades que permitan esa transformación. O sea, se observa
una ley empírico-estadística y por ello —cualesquiera sea la
causa del fenómeno— concluimos que no hay libertad sus­
tantiva en ese respecto.
Preguntemos ahora: ¿cómo se podría conseguir la capa­
cidad necesaria en el tercer ejemplo? Si suponemos, inicial­
mente, que nada se le quita a los capitalistas, tendríamos que
obtener de algún modo una masa suficiente de medios de
producción adicionales a los ya existentes (y en manos de los
capitalistas) para entregárselos a cada trabajador. Además, a
cada cual le debería corresponder una masa lo suficiente­
mente grande como para que no les baste la pura fuerza de
trabajo familiar para ponerlos a funcionar. O sea, para que
les resulte imprescindible contar con fuerza de trabajo ajena.
Pero si esto tiene lugar, ¿de dónde saldría esa fuerza de traba­
jo ajena? Los antiguos trabajadores ahora serían, potencial­
mente, capitalistas y, en vez de ofrecerse como fuerza de
trabajo, serían ahora demandantes. El punto es claro: ni los
antiguos capitalistas ni los nuevos en potencia encontrarían
ninguna fuerza de trabajo en el mercado. Por lo mismo, no
podrían funcionar como capitalistas. Supongamos ahora que
los medios de producción que exigen estos ex obreros y
ahora larvas de capitalistas, le son quitados a los capitalistas
originales. La conclusión prácticamente no se altera pues la
única oferta de fuerza de trabajo provendría de los ex capita­
listas, una magnitud del todo despreciable. Como vemos, la
mencionada transformación es hasta lógicamente imposible.
Precisemos algo más. Si todo el capital (i. e., la masa de
medios de producción) previo está utilizado, tendremos que
en promedio existe un determinado nivel de capital por hom­
bre ocupado: es lo que se llama "densidad de capital". Si
repartimos equitativamente este capital entre los asalariados,
tendremos que ese mismo nivel o masa le corresponderá a

107
cada trabajador. Surgen aquí dos problemas. El primero es
que ese proceso de distribución supone que el acervo de
bienes de capital se puede fragmentar sin que esto interfiera
en las exigencias técnicas del proceso de producción, lo cual,
claramente, no es posible: en las grandes y más avanzadas
empresas, por ejemplo en las constructoras de aviones o de
automóviles, se usan grandes masas de capital fijo. Y si éste
se quisiera repartir a prorrata entre los trabajadores, tendría­
mos una imposibilidad física pues esos acervos no se pueden
descomponer. A menos que se termine por entregarle “peda-
citos” de una máquina herramienta a cada trabajador. Por lo
mismo, de insistirse en tal distribución, se debería volver a
tecnologías antiguas, de carácter artesanal. El propósito, se­
gún se ve, iría asociado a un brutal retroceso en el nivel de
desarrollo de las fuerzas productivas, algo que podemos su­
poner históricamente no factible. Con todo y sólo en loor del
argumento, supongamos que sí desaparece ese problema téc­
nico. Cada trabajador, entonces, recibe una masa equivalente
de medios de producción y esa dotación sí permite llevar a
cabo tareas productivas. Surge aquí un segundo y mayor pro­
blema. Al pasar a ser propietario, el trabajador podría usar
esos recursos sin necesidad de acudir a fuerza de trabajo aje­
na. O sea, desaparecerían a la vez la oferta (pues todos serían
propietarios) y la demanda (pues nadie usaría fuerza de tra­
bajo ajena) de fuerza de trabajo. Y advierta el lector la conse­
cuencia: en este caso, nos quedaríamos sin trabajadores
asalariados y también sin capitalistas. Es decir, sin capitalismo.
En suma, en el capitalismo es imposible que todos (o la mayor
parte) los trabajadores se transformen en capitalistas. Los asa­
lariados no son libres (en un sentido sustantivo) en este res­
pecto y se ven obligados a reproducirse como asalariados.
Como vemos, la transformación de marras no es posible.
Ese paso implicaría un arreglo u “orden social" hasta lógica­
mente imposible. Por lo mismo, en ningún tipo de circuns­
tancias los trabajadores, en tanto clase, podrán transformarse
en capitalistas. Y como no lo pueden hacer no son libres en

108
este respecto. Y valga una observación a subrayar: a esta con­
clusión se llega a través del conocimiento de las leyes objeti­
vas (las económicas y las lógicas); o sea, usando la razón y no
tal o cual caprichoso libre albedrío. De lo expuesto se des­
prende otra conclusión que no por obvia es menos decisiva:
esa finalidad o propósito, es completamente irracional. O sea,
nos está pidiendo un imposible, algo así como un círculo cua­
drado. Y adviértase: junto a la racionalidad instrumental (ade­
cuación de medios a fines) comienza a emerger una racionalidad
distinta, que abarca a los fines. Volveremos a este punto.

c) Propósitos generales y fines determinados

Retomemos ahora nuestro tercer ejemplo. ¿Por qué los obre­


ros querrían transformarse en capitalistas? La respuesta pue­
de ser sencilla: para elevar su nivel de bienestar material. Y
aunque pudieran existir otros factores (que luego veremos),
de momento nos basta el mencionado. Pues bien, si tal pro­
pósito no puede ser alcanzado por la ruta que transforma a
los obreros en capitalistas, se deberá ensayar otra ruta que sí
asegure la consecución de ese anhelo.
Preguntemos: si no pueden transformarse en capitalistas,
¿pueden los obreros dejar de ser trabajadores asalariados al
servicio del capital? Sí podrían, pero sólo si se transforman las
relaciones de propiedad y se avanza a un sistema no capita­
lista. O sea, avanzando a un sistema en que el conjunto de
los medios de producción sean controlados por el conjunto
de los trabajadores. Con esto, podemos suponer, los trabaja­
dores lograrían: a) asumir el poder en los espacios de la
economía y la política. Es decir, pasarían a controlar-regular
el conjunto del desarrollo societal; b) satisfacer sus ya men­
cionados propósitos de mayor bienestar material; c) empezar
a construir y desarrollar un sistema de relaciones sociales
que torne solidaria y mutuamente beneficiosa la vida entre
los humanos. Es decir, avanzar a un sistema social que torne

109
obsoletos los principios hobbesianos. Con cargo al punto a),
se logran b) y c). Y podemos suponer que la conjugación de
un mayor bienestar material (punto b), con relaciones socia­
les armónicas y solidarias (punto c), permite satisfacer, al
final de cuentas, el propósito más fundamental o último: la
felicidad de los humanos. Más concretamente, lo indicado
implica avanzar a una sociedad de nuevo tipo, digamos de
carácter socialista. Es decir, un régimen que posibilite la ple­
na democracia y la plena libertad de los trabajadores. Más
adelante retomamos este punto. Por ahora, conviene adver­
tir: dados los propósitos más generales, los fines deben ser
congruentes con el afán más genérico.

d) Libertades en conflicto

Ensayemos otra pregunta. En un respecto como el aludido


—poder avanzar a una sociedad de nuevo tipo— ¿son libres
los trabajadores?
A primera vista, se podría pensar que la libertad formal
sí existe en este respecto. No obstante, en América Latina y
otras regiones, en las últimas décadas se ha empezado a pro­
hibir expresamente, en el plano constitucional o con cargo a
otras leyes o normas, ese tipo de afanes. Cuando se habla de
"democracia protegida" se está aludiendo claramente a esas
restricciones. Y cuando se habla de “gobernabilidad”, se usa
un tono y un lenguaje más hipócrita pero, al final de cuentas,
se alude a lo mismo.12 En suma, ni siquiera en el plano formal se
les reconocería a los trabajadores la libertad para luchar por
sus intereses objetivos.

12 Sobre el tema ver el excelente trabajo de Beatriz Stolowicz, “Gobernabilidad como


dominación conservadora", en Darío Salinas (coordinador), Problemas y perspecti­
vas de la democracia en América Latina, Triana, México, 1999. La autora cita un
texto muy revelador de la famosa Comisión trilateral: “un exceso de democracia signi­
fica un déficit en la gobernabilidad”, en op. cit., p. 117. En el mismo libro, ver también
los ensayos de Darío Salinas y Jaime Osorio.

110
Supongamos, en homenaje al argumento, que sí existe
libertad formal en el punto que nos preocupa. Surge enton­
ces la pregunta crucial: ¿existe libertad sustantiva? Es decir,
¿tienen los obreros el poder para provocar el cambio que
desean? Si lo tienen o no es algo que pasa a depender de un
complejo de condiciones, objetivas y subjetivas, que aquí no
vamos a discutir. Nos basta, en este momento, sólo una con­
sideración: sí pueden llegar a tener ese poder. El caso, por
ende, difiere del antes examinado y que pedía convertir a
todos los trabajadores en capitalistas. La finalidad que ahora
nos preocupa, en este sentido, no es una sinrazón. O sea,
pudiera ser que ahora no se tenga el poder para satisfacerla,
pero no existe una imposibilidad absoluta o per sécula.
Lo expuesto nos permite avanzar a una conclusión que
no es nada venial: la libertad sustantiva de los trabajadores
asalariados sólo puede residir en su capacidad para avanzar
al socialismo. Per contra, la libertad de los capitalistas sólo
puede consistir en su capacidad para impedir ese avance y,
por ende, para preservar y reproducir el sistema capitalista.
Una libertad contradice a la otra y, por ello, pretender que la
libertad de una clase coexista con la libertad de la otra, es
una pura falsedad.
Hay un segundo aspecto que también conviene remar­
car. Al examinar la libertad sustantiva, hemos visto que es
posible y tiene sentido en tanto no infringe las leyes objetivas
que regulan la realidad. O sea, los fines que se propone el
hombre, tras cuya satisfacción se juega su libertad real (i. e.
sustantiva), no pueden contradecir esas leyes objetivas. De lo
contrario, se caería en un absurdo, en proponer, por capri­
cho o por ignorancia, fines irracionales. Como, por ejemplo,
sería el caso si se pretendiera elevar la participación salarial
(entendida como salarios sobre ingreso nacional) y, a la vez,
elevar la tasa de plusvalía.13 O bien, como también es el caso

15 La participación salarial (=w) se puede definir como igual al cuociente entre capital
variable (salarios) e ingreso nacional (suma de plusvalía y capital variable gastado). La

til
en el ejemplo que se ha venido discutiendo: que todos los
asalariados trataran de transformarse en capitalistas. El punto
es claro: la libertad sustantiva, para funcionar, debe respetar
las leyes o determinaciones que funcionan en la realidad, la
natural, la social o la personal. Retomamos entonces la vieja
hipótesis hegelo-marxiana: la libertad va asociada al conoci­
miento y respeto de la necesidad.
Hemos hablado de propósitos, de fines, de intereses.
Conviene precisar estos puntos para así mejor entender su
relación con el problema de la libertad y el de las leyes mate­
riales u objetivas. Es lo que pasamos a discutir en el siguiente
apartado.

e) Estructura social, intereses objetivos y móviles


(voluntad) de la acción

Los diversos sujetos sociales (grupos, personas), se ubican o


sitúan en diversos lugares de la estructura social. Es decir,
ocupan diversas posiciones. Por cierto, cada persona se desli­
za a lo largo de su vida (o incluso en un día) por una muy
variada gama de posiciones o "status". Pero: i) hay posiciones
sociales que ocupa o "desempeña" con mayor frecuencia y,
por lo mismo, marcan con más fuerza su personalidad; ii) las
diversas posiciones o "status" que conforman la estructura
social poseen una significación global que suele ser muy dis­
par. Por ejemplo, el lugar que se ocupa en el proceso de
trabajo (trabajador o capitalista) es bastante más decisivo que
el lugar que se ocupa en un almuerzo campestre: anfitrión,
cantor, recitador, simple comensal, etc. Combinando ambas
dimensiones: la frecuencia del rol y la significación estructural

tasa de plusvalía (=p), es igual al cuociente entre plusvalía y capital variable. Por lo
tanto, tenemos que w = 1 / (1 + p). 0 sea, si sube la tasa de plusvalía, forzosamente cae
la participación salarial. Y viceversa.

112
del status, se puede llegar a identificar la posición social cen­
tral de la persona. Luego, en función de la comunidad “posi-
cional”, identificamos a los grupos sociales. De éstos, las
llamadas “clases sociales", suelen ser los grupos más decisivos
o importantes para entender la dinámica social general.
De los diversos lugares o posiciones que se pueden ocu­
par en la estructura social se derivan diversos intereses obje­
tivos. Son objetivos en el sentido de que: a) van asociados a
la posición estructural del caso: se deducen de ella y son
congruentes con ella; b) no dependen de la percepción o
conciencia que de ellos tengan los sujetos del caso. Es decir,
si éstos los perciben adecuadamente (por lo tanto, transfor­
mándose la clase “en sí" en clase “para sí") es porque ya esta­
ban allí.
Como las posiciones son diversas, los intereses objetivos
también. Y pueden ser: a) armoniosos y complementarios
entre sí. Por ejemplo, en una economía planeada y ajena a la
explotación, los grupos sociales que operan en diversas ra­
mas de la economía funcionan con intereses complementa­
rios: los unos necesitan de la producción de los otros y
viceversa. Y cuando intercambian los bienes del caso, no sur­
ge ninguna expoliación o drenaje de excedentes; b) contra­
dictorios u opuestos entre sí. Es decir, un interés choca con
otro, tal como hemos visto en el caso de obreros y capitalis­
tas. Cuando David Ricardo decía que “las utilidades depen­
den de los salarios, altos o bajos" y agregaba que "siempre
que se aumente el salario, se reducirán necesariamente las
utilidades", también estaba aludiendo a esos intereses objeti­
vos en conflicto.14 Este conflicto de intereses objetivos, es tam­
bién algo objetivo: existe aunque los actores no lo perciban.
Los intereses sociales se subjetivizan. O sea, penetran o se
instalan en la conciencia de grupos e individuos. Y al hacerlo,

14 David Ricardo, Principios de economía política v tributación, fce, México, 1973,


P- 91.

113
se transforman en móviles de la acción social. De este modo
pasan a moldear la voluntad de los diferentes sujetos sociales
El interés subjetivo, que es el actuante o efectivo, no
necesariamente coincide con el interés objetivo. Los grupos
sociales pueden estar poco claros y confundidos en este res­
pecto. En líneas generales, entre el interés objetivo y el sub­
jetivo no hay ninguna coincidencia automática. Su eventual
convergencia, que supone el desarrollo de una conciencia
social adecuada o verdadera, implica un proceso que puede
ser largo y sinuoso.
Si los diferentes intereses sociales objetivos son armóni­
cos (i. e. son complementarios) entre sí, el desarrollo de la
conciencia social adecuada no encuentra obstáculos estruc­
turales y, por ello, podemos suponer que el proceso de con­
vergencia entre los intereses efectivos y los objetivos es, dentro
de lo que cabe, relativamente más sencillo.
Cuando los intereses sociales objetivos son diferentes y
contrapuestos, se pueden subjetivizar intereses objetivos aje­
nos. Por ejemplo, los campesinos pueden apoyar a los feuda­
les. 15 O bien, los asalariados modernos pueden pensar y actuar
en función del interés de los capitalistas y no del propio. En
estas condiciones el fenómeno de la falsa conciencia social
se torna mucho más complejo. Aquí, la identificación del in­
terés propio no solamente encuentra las dificultades propias
de todo proceso de conocimiento de corte masivo. Junto a
ello, surge un factor bastante más poderoso: el afán y capa­
cidad de la clase dominante para presentar su interés de cla­

15 Durante la misma Revolución francesa, una parte para nada despreciable de los gru­

pos campesinos se levantó contra el proceso. Según leemos en una obra teatral notable:
"porque lo que constantemente se repite / termina por creerse/ y por eso los pobres se
conformaban/ con la estampita o el crucifijo,/ que era la Imagen de su propia impoten­
cia / mientras los sacerdotes les decían: / levanten sus manos al cielo / y soporten sin
quejas el sufrimiento / rueguen por sus verdugos/ amen al enemigo y devuelvan el mal
con bien, / siempre." Ver Peter Wiss,Marat-Sade, Adriana Hidalgo (editora), Buenos
Aires, 1999, P- 45.

114
se objetivo como si fuera la expresión de un interés general
—de la sociedad en su conjunto— y, por esta vía, penetrar y
alienar la conciencia social de la clase subordinada. En las
sociedades clasistas, por lo demás, ésta suele ser la situación
más frecuente o “normal”. Según se ha escrito,

las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en


cada época; o, dicho en otros términos, la clase que ejerce el
poder material dominante en la sociedad es, al mismo tiem­
po, su poder espiritual dominante [...]. Las ideas dominantes
no son otra cosa que la expresión ideal de las relaciones
materiales dominantes, las mismas relaciones materiales do­
minantes concebidas como ideas; por tanto, las relaciones
que hacen de una determinada clase la clase dominante son
también las que confieren el papel dominante a sus ideas.16
Esta dominación ideológica constituye uno de los facto­
res más importantes en el proceso de reproducción global de
las formaciones sociales. Tal dominación provoca una seu-
doidentificación de intereses entre los de arriba y los de aba­
jo, con lo cual también emerge una aparente "voluntad común"
o falsa unificación de voluntades clasistas. Aquí, la domina­
ción ideológica de los de arriba funciona a cabalidad y, por
ello, se habla de la existencia de un "poder hegemónico". Al
revés, cuando observamos la existencia de voluntades opuestas
podemos inferir que las clases opuestas ya se han percatado
cabalmente de sus intereses sociales objetivos. O sea, funcio­
nan como clase “para sí", lo que determina un conflicto so­
cial abierto o , para emplear cierta terminología a la moda,
una "situación de ingobernabiliclad”. En estos casos, al fallar
la dominación ideológica, deben pasar a actuar los mecanis­
mos coactivos más directos. Es decir, el Estado se ve obliga­

16C. Marx y F. Engels, La ideología alemana, Edic. de Cultura Popular, México, 1978,
pp. 50 y 51.

115
do a exhibirse en toda su desnudez: como aparato "especial"
de la fuerza. La implicancia de este "resorte último" de defen­
sa del sistema es sugestiva: cuando la clase dominada va to­
mando plena conciencia de sus intereses objetivos y comienza
a avanzar en pos de su libertad más sustantiva, se encuentra
con una respuesta —la represión o coacción estatal— que
termina por suprimirle incluso su libertad formal.
De lo expuesto, nos interesa subrayar una conclusión
básica: la voluntad que determina los fines está socialmente
determinadaP Y lo está, sea que esa voluntad refleje o no
los intereses objetivos de la clase. O bien, que sean o no
racionales los fines perseguidos.
La libertad, entonces, no supone una voluntad ajena a
toda determinación, del todo autónoma o Lo autosuficiente.18
que tenemos-es una estructura social que determina la existen­
cia de tales o cuales intereses sociales objetivos. Luego, viene
la comprensión o aprehensión (correcta o incorrecta) de esos
intereses. Es decir, su reflejo (adecuado o no) en el espacio de
la conciencia, lo cual termina por configurar la voluntad, pro­
ceso que también viene socialmente determinado.

e) Conciencia y racionalidad de los fines

Nos interesa discutir la siguiente situación: dado que la volun­


tad de la clase expresa cierta visión de lo que cree son sus
intereses, ¿qué sucede cuando esos intereses subjetivos, los que
efectivamente se manejan, no se corresponden con los intere­
ses objetivos de la clase? ¿Podemos, en este caso, hablar de
libertad sustantiva? La clase, supongamos, piensa que su inte­
rés reside en la defensa del sistema capitalista y actúa en

17 “El origen del acto voluntario es la comunicación del niño con el adulto [...]. La esencia

del acto voluntario libre consiste en que su causa se encuentra en las formas sociales del
comportamiento." Ver A. R. Luria, Conciencia y lenguaje, Visor, Madrid, 1995.
18 “La voluntad, como todas las demás cosas, ha menester de una causa que la determi­

ne a existir y obrar de un cierto modo”. B. Spinoza, Etica, fce, México, 1985, p. 38.

116
consecuencia. Por ejemplo, vota a favor de un candidato que
apoya esos intereses y rechaza la candidatura de otro que
postula el avance a un sistema no capitalista. Si se cumple
que: i) no hay restricciones para ese apoyo; ii) el fin sí se
logra: el orden capitalista se salvaguarda, se legitima por la
vía electoral y queda fuera de peligro. Dada esta situación,
deberíamos concluir que la clase está gozando de una liber­
tad sustantiva. O sea, logra lo que se ha propuesto. Además,
adviértase que, en este caso, esta libertad resulta del todo
compatible con la libertad de la otra clase fundamental: la
capitalista, la cual, obviamente también se propone salvaguar­
dar el sistema. Asimismo podemos observar que esta "con­
gruencia de las dos libertades", contradice completamente lo
planteado al terminar el apartado b): que la libertad de una
clase implica la no libertad de la otra. Pero, ¿son así las cosas?
Nos podemos preguntar: ¿cuál es la razón de ese apoyo? Y la
respuesta, con toda seguridad, podría ser que "el régimen
actual me permite mejores condiciones de vida”. O sea, "me
es más favorable que uno de tipo socialista".
En este contexto, conviene recordar la advertencia de
Aristóteles: en la vida de los humanos se puede observar la
operación de una multiplicidad de fines. Además, esos fines
son jerarquizables. En sus palabras, "los fines parecen ser
múltiples". Además,

es evidente que no todos los fines son fines finales; pero el


bien supremo debe ser evidentemente algo final. Por tanto,
si hay un solo fin final, éste será el bien que buscamos; y si
muchos, el más final de todos ellos. Lo que se persigue por
sí mismo lo declaramos más final que lo que se busca para
alcanzar otra cosa; y lo que jamás se desea con ulterior refe­
rencia, más final que todo lo que se desea al mismo tiempo
por sí y por aquello; es decir, que lo absolutamente final
declaramos ser aquello que es apetecible siempre por sí y
jamás por otra cosa.19
19 Aristóteles, Ética nicomaquea, L.I, c.VII, Porrúa, México, 1992, p. 9.

117
Y este bien o finalidad suprema es la felicidad.
En suma, tenemos que los humanos persiguen tales o cuales
objetivos: estamos en presencia de actividades "intencionales".
Pero no se trata de actividades aisladas: ni a nivel del indivi­
duo ni mucho menos a nivel de grupos. Las diversas actividades
hay que verlas como un todo pues las unas implican a las otras
(se exigen entre sí) y cada una de ellas adquiere sentido sólo si
ve la finalidad más global y última del sistema de acciones o
actividades. Por ejemplo, yo construyo una máquina (fin in­
mediato) no como un fin en sí mismo sino para mejorar la
producción de ciertos bienes de consumo personal: máquinas
de coser para producir vestuario. Y produzco vestuario para
asegurar el bienestar material, en materias de abrigo, de la
población. Si visualizamos el sistema en su conjunto, lo que en
una visión parcial aparece como fin se nos transforma en me­
dio. O sea, podemos identificar los fines principales o últimos
(i. e., los de superior jerarquía) y, consecutivamente, los que a
él se le subordinan y el orden en que se estructuran. Algo en
que —valga la advertencia— nos podemos equivocar o acertar.
El argumento o secuencia lógica manejada en nuestro
ejemplo se puede plantear en términos muy sencillos y gene­
rales. Primer momento: "yo quiero vivir mejor. Quiero ser
feliz junto a los míos”. Segundo momento: ese objetivo (o
finalidad última) lo logro mejor con cargo a un orden capita­
lista. O sea, el fin o propósito que en primera instancia cons­
tatábamos, preservar o defender al capitalismo, se entiende
como un medio que me asegura la consecución de un fin más
importante o primario: el ser feliz. El trabajador, al votar por
el capital, de seguro no tiene claro las implicaciones o condi­
ciones socioeconómicas que exige su felicidad. Él, simple­
mente, quiere ser feliz y cree que lo logrará por la vía elegida.
Como apuntaba Aristóteles, los fines de la actividad humana
suponen cierta jerarquía u orden de prelación y si nos equi­
vocamos en captar la prelación, fracasaremos en los objetivos
que se buscaban. Además, “la felicidad es el bien supremo".20

20 Aristóteles, op. cit., p. 9-

118
Pero, ¿qué debemos entender por felicidad? A veces se
sostiene que la felicidad se puede medir como un cuociente
entre los logros y los propósitos; si el cuociente se acerca a
uno, el hombre estará feliz. Pero esto, amén de que acepta
una "felicidad" lograda a cambio de rebajar drásticamente las
pretensiones, es demasiado abstracto. Para nuestros propósi­
tos y situándonos en la perspectiva del trabajo asalariado
moderno, podemos decir que la felicidad21 implica una situa­
ción en que se satisfacen las siguientes condiciones: a) alto y
seguro nivel de bienestar material, para todos los trabajado­
res; b) ausencia de explotación y de otros factores de discri­
minación social; c) presencia dominante de relaciones de
solidaridad y apoyo mutuo que posibiliten y estimulen un
pleno y multilateral desarrollo de cada individuo y grupo
humano. En suma: alto bienestar material junto a relaciones
sociales gratificantes y enriquecedoras de lo humano. Sobre
el punto, Aristóteles decía que “el hombre feliz es el que vive
bien y obra bien".22 O sea, "bellas acciones" o "acciones con­
forme a virtud" más recursos materiales: “la felicidad parece
exigir un suplemento de prosperidad", pues “es imposible o
por lo menos difícil, que haga bellas acciones el que esté
desprovisto de recursos".23 En nuestra óptica, las "bellas ac­
ciones" son las que posibilitan las supresiones indicadas en
b): eliminar explotación y discriminación; a la vez, son las
que determinan las relaciones sociales que exige nuestro punto
c): desarrollar relaciones solidarias y gratificantes. Como es
obvio, no basta pretender la "felicidad" para lograrla. El afán
debe ir acompañado del conocimiento de cuáles son las con­
diciones que pueden dar lugar a esa felicidad: racionalidad

21 Por supuesto, lo que aquí nos interesa son los condicionantes sociales de la felicidad.

Es decir, que en la estructura social no operen factores que la obstaculizan sino al revés:
que la promuevan, lo cual no asegura automáticamente la felicidad de los individuos,
pues a este nivel entran a jugar otros factores más concretos y particulares.
22 Aristóteles, op. cit., p. 10.
23 Ibid ., p. 11.

119
de fines. Y junto a ello, el conocimiento de los medios ade­
cuados y el poder para ponerlos en movimiento. O sea, ra­
cionalidad de medios y poder.
Sentado lo anterior, resulta muy claro que al tener éxito
con el fin subordinado —preservar el capitalismo— se termi­
na por fracasar en el cumplimiento del fin más importante:
ser feliz. Lo que en primera instancia aparecía como libertad
sustantiva, en un segundo análisis se nos revela como falta
de libertad: no he tenido la capacidad o poder para ser feliz.
Y esto va íntimamente asociado a la falsa conciencia de clase.
Es decir, a la no comprensión del interés objetivo de la clase
y de los modos de satisfacerlo. O sea, en primera instancia
hay un problema de conocimiento (de ignorancia de los inte­
reses objetivos), lo cual termina por traducirse en fines no
racionales.24 O bien, si partimos por la identificación del fin
último y básico, también podríamos decir que, para ese fin,
no se han elegido los medios adecuados. O sea, ha fallado
también la racionalidad instrumental. Pero adviértase, deci­
mos que ha fallado la racionalidad instrumental sólo después
que hemos identificado adecuadamente la jerarquía de los
fines (lo que exige conocer el interés objetivo de la clase), es
decir, que hemos verificado la racionalidad de los fines. Se
parte entonces por la crítica de los fines. Una vez que con
ello se ha asegurado su racionalidad, se debe pasar al exa­
men de los medios adecuados (o fines subordinados o de
segundo y tercer orden). De este modo, aseguramos la racio­
nalidad instrumental. Dado esto, podemos recién plantear la
pregunta por el poder o capacidad del grupo para satisfacer
sus propósitos. Es decir, hay que suponer que la voluntad de

24 "Como la razón no exige nada que sea contrario a la naturaleza, exige, por tanto, que
cada cual se ame a sí mismo, que busque lo que es útil para él, lo que es realmente útil,
y que apetezca todo lo que conduce realmente al hombre a una perfección mayor y
sobre todo, que cada cual se esfuerce, cuanto esté en él, en conservar su ser”. Cf. B.
Spinoza, Ética, edic. cit., p. 188.

120
la clase es fiel reflejo de su interés objetivo. Y sólo en este
espacio podemos enjuiciar la existencia o no de una libertad
sustantiva para la clase.
En suma, la libertad sustantiva exige racionalidad en los
fines. Y ésta exige: i) conocer cuál es el fin supremo; ii)
jerarquizar los demás fines y lograr que esta jerarquía sea
congruente. O sea, de nuevo nos topamos con un problema
de conocimiento y, por ende, de conciencia fidedigna o no
alienada.
Hablar de “fin último" o "supremo" pudiera parecer vago
o hasta grandilocuente. Mucha es la hojarasca que se suele
arrimar en torno a este problema, pero se puede y debe asu­
mir con bastante sencillez. Como decía Spinoza, los seres
buscan persistir en su ser natural, en lo que le es más propio:
"la felicidad consiste en que el hombre pueda conservar su
ser".25 Se trata entonces de vivir y hacerlo en términos gratifi­
cantes, lo cual significa que los dos grandes ejes de la vida
humana —la interacción por el trabajo con el entorno natural
y la interacción en el trabajo con los otros humanos— se
estructuren de manera tal que posibiliten esa finalidad bási­
ca. Y por cierto, si vamos a discutir la racionalidad de los
fines, no se puede soslayar este problema. Más aún, debe­
mos asumirlo rigurosamente como el punto de partida de
toda la discusión. Si se quiere, el punto de la felicidad se
puede considerar como el axioma o postulado inicial y prin­
cipal de todo el argumento.

g) Primera recapitulación

En un sentido rápido y más bien superficial, la libertad se


asocia a una conducta más o menos arbitraria (libre arbitrio).
La falacia es aquí mayor: "la representación que más frecuen­

25 Idem.

121
temente se tiene de la libertad es la del arbitrio [...]. Cuando
se oye decir que la libertad en general consiste en que se
pueda hacerlo que se quiera, tal representación sólo puede
ser tomada por total carencia de formación del pensamien­
to".26 En una segunda aproximación, algo más matizada, se
alude a la falta de obligaciones y/o restricciones explícitas.
En este espíritu, Hobbes señalaba que las "libertades depen­
den del silencio de las leyes".27 O sea, de lo que no me pres­
criben o prohiben. Nos situamos, en consecuencia, en el
campo de la libertad formal. Pero a poco que empecemos a
reflexionar, comienzan a aparecer algunas connotaciones que
apuntan a exigencias, determinaciones y necesidades que se
deben satisfacer. Éstas van ligadas a la libertad sustantiva.
En contra de los postulados del libre arbitrio, podemos
ya argumentar: primero, los fines o propósitos de la acción
(lo que la voluntad prescribe), resultan determinados por la
sociedad. Segundo, esos fines no pueden ser arbitrarios. Esto
es, deben ser racionales en un triple sentido: i) deben ser fines
lógica y materialmente posibles; ii) deben ser fines congruentes
entre sí; iii) deben estar racionalmente jerarquizados. Tercero,
deben dar lugar a un comportamiento preciso, racionalmente
planeado. Es decir, coherente con los fines y, por ello, capaz
de satisfacer esos afanes. Si las exigencias segunda y tercera
no se cumplen, los propósitos se frustran y la libertad no
aparece. Y podemos ver que esas exigencias se tienden a
satisfacer según el nivel de conocimiento y el grado de poder
que poseen los agentes sociales del caso. En palabras de
Leibniz, la libertad está en "proporción a nuestras fuerzas y
conocimientos".28

26 G. F. Hegel, Fundamentos de la filosofía del derecho, (edidón de K.H. Ilting y tra-


ducdón de Carlos Díaz), Libertarias/ Prodhufi, Madrid, 1993, p. 126.
27 T. Hobbes, Leviatán, op. cit., p. 179.
28 G. W. Leibniz, Escritos en tomo a la libertad, el azar y el destino, Tecnos, Madrid,

1990, p. 111.

122
h) Opciones y libertad

Si nos situamos en la perspectiva más antigua —la libertad


entendida como libre arbitrio— la libertad se transforma en
una simple ilusión: como tal, no existe. La razón es clara: la
conducta humana está sujeta a leyes objetivas. Según se ha
escrito,

sustituir el problema de la libertad del hombre por el del


libre arbitrio, presupone admitir, implícita o explícitamente,
el dualismo entre lo psíquico y lo físico-material. El libre
arbitrio se enlaza con el indeterminismo y se identifica con la
arbitrariedad. Plantear de esta suerte el problema de la liber­
tad significa no admitir concientemente que sea ésta posible;
la determinación, sujeta a ley, se extiende también a los fe­
nómenos psíquicos, entre ellos a la libertad.29
Cuando nos situamos en el espacio de la necesidad (de
las leyes objetivas reguladoras) surgen algunas interrogantes
no menores. A primera vista, esa regulación legaliforme su­
primiría las opciones en el comportamiento. Por ende, el
hombre no podría elegir y si así son las cosas, hablar de
libertad no parecería correcto.
Conviene examinar este punto con algún cuidado. Por lo
común, se sostiene que v. g. un castigo penal tiene sentido si
los hombres han podido elegir entre diversos tipos u opciones
de conducta. O sea, al poder elegir, el hombre resulta respon­
sable de sus actos. Por lo mismo, si esa elección es considera­
da “dañina” o “incorrecta”, los otros tienen derecho a castigarlo.
El argumento es usual y conocido. Pero tras él se pueden
esconder situaciones muy diversas y también muy engañosas.
Supongamos que alguien empuja a X desde un décimo
piso. Éste cae (por culpa de otro) y al acercarse al suelo

29 S. L. Rubinstein, El ser y la candencia, Pueblos Unidos, Montevideo, 1960, p. 382.

123
choca con dos transeúntes que mueren por el golpe. A la
vez, X se salva de milagro. Obviamente, al venir en "caída
libre", X no tenía ninguna posibilidad de corregir su ruta.
Luego, al no tener opciones, se le juzga no culpable.
Consideremos ahora a la clase trabajadora. A partir de
constatar sus intereses objetivos, ésta debe rebelarse y entrar
en conflicto con los intereses del capital. Pero si lo hace, la
reprimen y castigan: choca contra la ley y recibe todo el peso
de la represión o coacción estatal. Aquí no hay opciones
pero sí hay castigos. Aunque implícitamente, si aceptamos el
argumento usual, se está diciendo que la clase tiene otras
opciones, como la de apoyar al sistema y que puede también
elegir a esta última. Pero esto es bastante absurdo: si la clase
no se rebela y no lucha por sus intereses, se perjudica, actúa
contra sí misma, lo que es algo (visto por el lado de los fines)
del todo irracional. Y en este contexto, podemos ver que las
opciones son sólo aparentes y ninguna elección real está en
juego: la clase (una vez que desarrolla su conciencia verda­
dera) no se rebela o no lucha, sólo en tanto es obligada a
respetar al sistema, i. e., a respetar los intereses del capital. O
sea, en cuanto se le quita su libertad para luchar por sus inte­
reses. Como dice Thiers, refiriéndose a los communards en
una obra de Brecht: "hay que aplastar a esos deslenguados,
en nombre de la civilización. Nuestra civilización se funda en
la propiedad; hay que defenderla a cualquier precio".30 Pri­
mero, el interés propio se identifica con el de la civilización.
Luego —el paso es ineludible— se tiene necesariamente que
reprimir al que intente semejante crimen. De hecho, en la
ideología dominante muy pronto se traza una raya bastante
gruesa que avisa la existencia de un "campo sagrado": el de
las bases del sistema. Y se proclama que no hay libertad para
atentar contra esas bases. Según Hobbes, "nadie tiene liber­
tad para resistir a la fuerza del estado, en defensa de otro

30 Bertold Brecht, Los días de la comuna, Nueva Visión, Buenos Aires, 1981, p. 22.

124
hombre culpable o inocente, porque semejante libertad arre­
bata al soberano los medios de protegernos y es, por consi­
guiente, destructiva de la verdadera esencia del gobierno".31
Ricardo es descarnadamente claro: "tan esencial me parece
para la causa del buen gobierno que los derechos de propie­
dad se consideren sagrados, que estaría de acuerdo en privar
del derecho electoral a aquellos contra quienes pudiera ale­
garse justamente que tenían interés en poner en peligro los
referidos derechos".32 Milton Friedman obviamente no se que­
da atrás: “la libertad económica [el capitalismo, J. V. F.], es un
requisito esencial de la libertad política".33 O bien: “las res­
tricciones a la libertad económica [i. e. al capital, J. V. F.]
afectan inevitablemente a la libertad en general".34 Un autor
contemporáneo a la moda y que pasa por adalid de la demo­
cracia, sostiene que hay igualdades sociales "tranquilas, que
no disturban" y otras que "turban mucho y disturban".35 Entre
estas últimas está “la igualdad económica que se define como
igual en propiedad", la cual, en su opinión, "entra en colisión
con la libertad".36 En suma, atentar contra el capital=atentar
contra la libertad. O bien, proteger la libertad=proteger al
capital.
El problema, según vamos viendo, va cambiando de co­
lor en cuanto lo comenzamos a examinar desde el ángulo u
óptica del capital. Éste considera que: i) la clase obrera sí
tiene opciones; ii) que una de ellas, luchar contra el capital,
es “dañina”. Además, por la inversión ideológica ya comenta­
da, piensa que es dañina no sólo contra el interés objetivo

31 Thomas Hobbes,Leviatán, op. cit., p. 179-


32 David Ricardo, "Observaciones sobre la reforma parlamentaria", en Scotsman (24/
4/1824). Citado por S. Hollander, La economía de David Ricardo, FCE, México, 1988,
p. 526.
33 Milton y Rose Friedman, Libertad de elegir, Planeta-Agostini, Barcelona, 1993, p. 17.

34Ibid., p. 101.
35 Giovanni Sartori, ¿Qué es la democracia?, Nueva Imagen, México, 1999, P.177.
ldem.
36

125
propio sino contra el mismo "interés general" o "bien co­
mún".37 Además, last but not least, piénsese en la siguiente
"posibilidad": que el capital acepte las propuestas obreras a
favor de un régimen no capitalista. En este sentido, hablaría­
mos de que aparecen "opciones" o "alternativas posibles": el
capital puede elegir. La respuesta o reacción es conocida:
nadie apuesta por su suicidio y, por ende, una de las opcio­
nes es falsa y no hay elección posible. En consecuencia, la
clase (la capitalista) se ve obligada a reprimir y castigar a los
alborotados. Y como no tiene opciones —“no hay de otra"—
no hay castigo posible a su accionar. También queda muy
claro: si el capital en este respecto no tiene opciones, lo mismo
vale para la clase obrera. Pero a ésta se le castiga y al capital
no. Como se puede ver, la presencia de castigos no implica,
necesariamente, que hayan existido opciones y elecciones
libres. En muchas ocasiones, por no decir que casi siempre,
los castigos o penas legales se limitan a reflejar el conflicto
social clasista y a imponer tal o cual comportamiento.
Ahora bien, ¿significa lo anterior que el fenómeno de las
opciones y de la consiguiente posibilidad de elegir, es un
simple espejismo? O bien, si pensamos que esa conclusión
pudiera ser demasiado fuerte y, por lo menos en primera
instancia no justificable, ¿dónde y cómo podemos situar esa
posibilidad de elegir? Adviértase además: si la "elegibilidad"
se va a salvar, se tiene que hacer respetando lo ya examina­
do: la conducta humana sometida a leyes. Lo cual no parece
muy sencillo: si las leyes objetivas operan, ¿hay algo que se
pueda elegir?
Podemos partir de algunas constataciones (o hipótesis que
damos por verdaderas) sobre el comportamiento humano.
Primero, recordamos que la actividad de los humanos, en
su rasgo más propio o peculiar, es una actividad consciente.

37 Es decir, cuando el “otro” descubre sus intereses objetivos, se le dice que está engaña­

do. Y cuando está engañado, se le dice que está en lo cierto.

126
Esto significa que el hombre antes de desplegar su conducta
material, se representa en la conciencia tanto el fin persegui­
do (i. e. los resultados que espera) como el conjunto de pasos
u operaciones que va a desplegar para lograr esos resultados.
Como apuntaba Marx,

la construcción de los panales de las abejas podría avergon­


zar, por su perfección, a más de un maestro de obras. Pero
hay algo en que el peor maestro de obras aventaja, desde
luego, a la mejor abeja, y es el hecho de que antes de ejecu­
tar la construcción, la proyecta en su cerebro. Al final del
proceso de trabajo brota un resultado que antes de comen­
zar el proceso existía ya en la mente del obrero-, es decir, un
resultado que tenía ya existencia ideal.38
Segundo, esa actividad también es una actividad racio­
nal. Esto significa que dado el fin perseguido, las operacio­
nes que se despliegan son congruentes entre sí y también
respecto al fin que se persigue. O sea, racionalidad instru­
mental. Además, para situarnos en el caso más fuerte, tam­
bién suponemos racionalidad de los fines.
Recordemos también algo que ya hemos apuntado: en el
ser humano se da una jerarquía de fines. Por lo mismo, en
relación al más importante (el jerárquicamente superior o “fin
supremo" como lo llamaba Aristóteles), los demás pasan a
jugar como medios o factores de mediación. O sea, se subor­
dinan y se ponen al servicio del fin u objetivo más importan­
te. En este sentido, la prelación jerárquica y la congruencia
de fines —que eran exigencias de la racionalidad de fines—
asumen también una connotación instrumental o de "racio­
nalidad de medios".
Tercero, el carácter consciente y racional de la vida hu­
mana hay que entenderlos en el contexto de la vida terrenal

38 C. Marx, El capital, tomo 1, FCE, México, 1973, p. 130.

127
y no en los espacios de la religión, de la metafísica o, más
simplemente, de la imaginación (quizá poética) desbordada.
Es decir, nos debemos preguntar por la función que cumplen
estas propiedades en la vida de la especie.
Para contestar, valga empezar por lo más obvio: los seres
vivos buscan reproducirse como tales. Y para resolver el pro­
blema de la vida despliegan diversos movimientos específicos
o "actividades propias de la especie". Ello, en función de sus
respectivas posibilidades o capacidades biológicas de adap­
tación. En el hombre, el problema no cambia. Sólo cambian
las capacidades o "herramientas" que puede poner en ac­
ción: biológicas y sobremanera, las socialmente determina­
das. O sea, a la herencia biológica se une la "herencia" social.
En realidad, es la aparición de una nueva especie con propie­
dades cerebrales más desarrolladas que permiten el reflejo
consciente y el poder de desplegar y transmitir (vía el len­
guaje) un pensamiento abstracto, las que hacen del hombre
un animal muy peculiar y con una capacidad de adaptación
muy superior.
Revisemos mínimamente este problema.
En los animales más simples y primitivos de la escala
biológica, la respuesta adecuada a las nuevas condiciones
del entorno supone la emergencia de mutaciones genéticas
y que, alguna de ellas, al determinar nuevas y adecuadas
formas de comportamiento, pueda salvar a la especie de la
extinción. Aquí hay que jugar con una probabilidad com­
puesta: primero, la probabilidad de que surja una mutación;
segundo, la probabilidad de que alguna de esas mutaciones
resulte funcional a las nuevas condiciones. Para un período
de tiempo dado, el suceso favorable tendrá una probabili­
dad mayor mientras mayor sea el número de nuevos indivi­
duos que nazcan en el período. Éste, por ejemplo, puede
ser el caso de las moscas: por unidad de tiempo, nacen
miles y miles. Y dada la tasa de natalidad, la probabilidad
de una mutación funcional será mayor mientras más largo
sea el período de espera. También es cierto que mientras

128
más largo sea el período “de espera", más alta será la proba­
bilidad de extinción de la especie.
En el caso del homo sapiens, ese mecanismo no resulta­
ría eficaz: el hombre no se reproduce como las moscas. Es
decir, por el largo período de gestación de cada niño y, más
en general, por la débil multiplicación de los individuos de la
especie, la probabilidad de que surja una mutación genética
funcional antes que la especie desaparezca, es prácticamente
nula. El hombre, acude a otro mecanismo de supervivencia:
inventa nuevas conductas y, en este contexto, crea nuevos
productos que le sean útiles a su vida en las condiciones del
nuevo entorno. Y aunque el ensayo y error juega un papel, la
clave radica en la capacidad creadora del hombre: en su ima­
ginación, en su capacidad de pensamiento, en su conoci­
miento de las leyes objetivas y en su capacidad para usar
esas leyes en beneficio propio.
Para lograr esa conducta adaptativa, el hombre pone en
juego todas sus capacidades: imagina, piensa, reflexiona. Y
antes de actuar, piensa en el objetivo y en todos los pasos a
seguir, en el nuevo contexto, para poder cumplirlo. De este
modo, antes de actuar, puede corregir y alterar su trayecto­
ria. En suma, desarrolla una hipótesis de vida y la lleva a la
práctica, logrando así (si la hipótesis es correcta) adaptarse a
las nuevas condiciones.
Lo mencionado nos está indicando que el hombre puede,
por sí mismo, alterar o cambiar su conducta. Es decir, reempla­
zar una conducta por otra.39 Éste, y sólo éste, puede ser el
sentido de las opciones de vida. Por ende, de la capacidad o
"libertad" del hombre para elegir las conductas que estima más

39 En los animales más simples, la conducta cambia si surge una mutación genética. En
los mamíferos más desarrollados y cercanos al hombre en la escala biológica, se dan
cambios y rodeos que no responden a cambios genéticos. Pero, básicamente, el cambio
tiene lugar por la vía del ensayo y error y la ulterior conducta imitativa que surge si el
ensayo es exitoso. Las propiedades humanas como la conciencia y el lenguaje abstracto
o no se encuentran en los animales o se dan (como la percepción de campo y cierta
inteligencia adaptativa elemental) en términos muy embrionarios.

129
adecuadas a sus propósitos. O sea, el hombre puede cambiar
su conducta si cambian las circunstancias. Su capacidad para
elegir adquiere sentido en tal contexto. Por lo mismo, si el
entorno no cambia y aplicando la cláusula del caeteris paribus,
sería absurdo (i. e. irracional) pensar en cambios: el cambio no
es un juego40 sino una exigencia de la vida ante el cambio del
entorno. La libertad, entonces, en su dimensión de poder ele­
gir, responde también a una necesidad humana. Pero adviér­
tase de inmediato: si el hombre puede cambiar de conducta,
puede también aplicar esta capacidad para hacer las mismas
cosas de otro modo y con mayor eficacia. O sea, introducir
innovaciones en el proceso de trabajo no inducidas por el
cambio del entorno sino por su afán de lograr una mayor
productividad en su trabajo y, por ende, un mayor bienestar.
En suma, la libertad (en su aspecto de poder elegir y cambiar
las conductas que el hombre despliega) adquiere una función
vital y se inscribe no en terrenos metafísicos e ilusorios, sino
en el muy terrenal campo de las necesidades de la vida huma­
na, de su preservación, reproducción y ampliación.
Conviene advertir: esta propiedad o dimensión de la liber­
tad es un rasgo inherente a la especie humana. Por lo tanto, si
sólo en él nos concentramos, deberíamos concluir que el hom­
bre siempre es libre. Por ello, hay que aclarar: esta propiedad
funciona como posibilidad y sujeta a restricciones. Primero,
porque el hombre no puede pretender desplegar cualesquier
tipo de conducta: operan en su vida restricciones lógicas y
materiales que ya hemos discutido. Segundo, porque dentro
de lo ónticamente posible pueden surgir restricciones y pro­
hibiciones. Por ejemplo, en el marco del sistema económico
actual, a los obreros no se les permite dirigir el proceso de
producción. Pero nada hay en la naturaleza genérica de la produc­
ción y de los obreros que torne imposible, en un sentido óntico

40 Aunque el juego sirva como adiestramiento para desarrollar esa inventiva. Por ello,
cuando se habla de homo ludens (Huizinga) también se está hablando de un homo
faber y de un homo creador.

130
abstracto, esa posibilidad. De manera análoga, es claro que no
hay hombres que nazcan para ser esclavos, que por su natura­
leza más intrínseca no puedan ser "libertos". Nadie se siente
oprimido por no tener ojos en la espalda, pero sí alega si otros
le impiden ver la luz del día. Lo primero es ónticamente impo­
sible (va contra natura), lo segundo sí lo es. En realidad, son
este tipo de situaciones, restrictivas del "ser natural", las que
provocan la emergencia del problema de la libertad.
Esta posibilidad de cambiar de conducta, entendida como
exigencia adaptativa vital, nos abre entonces otro campo de
reajustes posibles. El hombre, ya lo hemos visto, puede en­
gañarse respecto a sus intereses objetivos. Puede equivocarse
en cuanto a las prelaciones lógicas y puede optar por propó­
sitos contradictorios. Es decir, pudiera no ser plenamente ra­
cional por el lado de los fines. Y también, se puede equivocar
en cuanto a los medios: usar caminos o rutas poco eficientes
o, simplemente incoherentes. En todo ello, su conciencia pue­
de avanzar y, por lo mismo, acercarse a una conducta más
racional, por los fines y por los medios. De seguro, en térmi­
nos masivos, la conducta social nunca es plenamente racio­
nal: siempre encontraremos en ella determinados "gramos"
de falsa conciencia y de irracionalidad. También es claro que
hay momentos y circunstancias históricas en que la disocia­
ción es alta y otros en que el comportamiento tiende a con­
verger con la racionalidad más plena. Por lo mismo, podemos
decir que hay momentos en que la libertad de la clase (o
grupo) es menos elevada y momentos en que es más eleva­
da. O sea, pareciera que hay "grados" en la libertad de los
humanos y, también, que existe, al menos en potencia, la
libertad para conseguir una mayor libertad.

i) Los sujetos y los espacios de la libertad

¿Cuáles son los sujetos de la libertad?


Una alternativa surge si pensamos en la sociedad como
tal, visualizada como colectivo social. En este caso, la libertad

131
sustantiva implicaría dos rasgos medulares: i) muy altos nive­
les de productividad del trabajo: es decir, la sociedad operan­
do con total capacidad para modificar y controlar, en beneficio
propio, su entorno natural: el hombre, funcionando efectiva­
mente como “dueño y señor” de la naturaleza; ii) capacidad
para autodeterminar el curso del desarrollo societal. O sea,
dirección colectiva y consciente de los procesos sociales, lo
cual, como mínimo, significa una economía democráticamente
planificada, es decir, no mercantil.
Una segunda alternativa emerge si consideramos tal o
cual grupo social significativo. Ésta es la óptica que hemos
venido privilegiando cuando examinamos el problema de la
libertad en el caso de la clase obrera. No tiene caso repetir lo
ya discutido, pero conviene señalar: la clase o grupo particu­
lar no puede ir más allá de lo que la sociedad global puede ir.
Es decir, los grados de libertad que puede ejercer el sujeto
mayor, delimitan el espacio de libertad al cual puede aspirar
el grupo menor.
Una tercera alternativa surge si consideramos a la perso­
na individual. Por lo común, ésta suele ser la óptica con que
el grueso de los analistas examina el problema, con lo cual
dejan en la penumbra sus determinantes más estructurales.
El punto debería estar claro: la libertad del individuo no puede
superar la libertad de la clase. Para decirlo con otras pala­
bras: las libertades que ha alcanzado la clase, determinan el
“techo” de las libertades individuales. Pensemos en el caso
de un obrero individual que le toca vivir en un período histó­
rico signado por una clase obrera que funciona muy frag­
mentada y dispersa, con baja o nula organización política y
baja o nula conciencia de clase. O sea, algo muy parecido a
la situación que se suele vivir en el período neoliberal actual.
En este contexto, es muy claro que los espacios de libertad
para la clase son insignificantes o, simplemente inexistentes,
lo cual afecta decisivamente las posibilidades de vida del in­
dividuo obrero. Que éste, por ejemplo, se plantee como meta
una "república de trabajadores", sonaría hasta ridículo. O bien,

132
que se plantee solo un aumento salarial sin que medie un
sindicato fuerte, pudiera ser algo casi imposible de obtener.
Por cierto, este obrero podrá todavía elegir entre usar una
camisa verde o una roja, entre comer un plátano o una man­
zana, entre usar o no bigotes, pero no es menos cierto que
sus espacios de libertad se verán terriblemente disminuidos.
Al revés, una clase unificada, consciente y fuerte, le abre más
y más espacios de libertad al individuo trabajador. La morale­
ja es clara: el trabajador gana espacios de libertad sólo en la
medida en que los gana la clase, es decir, sólo en la medida
que se une a otros trabajadores y pasa a desplegar una ac­
ción colectiva. Y si Spinoza decía que “nada más útil al hom­
bre que el hombre",41 agregando que "sólo los hombres libres
son muy útiles unos a otros",42 siendo libres los hombres
"guiados por la razón", también nosotros podemos decir: “nada
más útil a un trabajador que otro trabajador", pues la libertad
sólo la alcanzan y expanden como colectivo clasista cons­
ciente. En suma, como "clase para sí”.

j) Recapitulación final

Para terminar, conviene ensayar un ordenamiento y síntesis


de nuestra discusión. Partimos aceptando la existencia de
leyes objetivas (regularidades) que norman la vida social. En
este contexto, nos preguntamos por el sentido de eso que
llamamos libertad.
Nos interesa la libertad sustantiva o libertad para, es decir,
la capacidad humana (i. e. de los grupos sociales) para poder
satisfacer tales o cuales propósitos. Y decimos que esto no
depende de ningún arbitrio (o "libre albedrío"). Para que tal
situación de libertad sustantiva pueda tener lugar, deben sa­
tisfacerse ciertas condiciones que pasamos a enumerar.

41B. Spinoza,Ética, op. cit., p. 189.


42 Ibid., p. 230.

133
Primero, el hombre (el grupo o la clase) debe tener la
posibilidad de modificar su conducta, sea para adecuarse a
nuevas condiciones que surgen en el entorno o, sin que ne­
cesariamente medien estos cambios, poder obtener mejores
logros de su actividad. Es lo que a veces se llama “poder
elegir" o existencia de conductas opcionales.
Segundo, existencia de la libertad formal: ausencia de pro­
hibiciones u obligaciones explícitas y coactivas a favor de tal o
cual comportamiento.
Los requisitos primero y segundo funcionan como "con­
diciones necesarias" (mas no suficientes) de la libertad sus­
tantiva. No son muy difíciles de satisfacer (al menos en los
tiempos actuales) y, por ello, los problemas más duros sue­
len girar en torno a las condiciones que siguen.
Tercero, se debe satisfacer el criterio de racionalidad de
los fines. Esta exigencia se desdobla en otras, que suponen su
concreción: a) los fines o propósitos de la acción deben ser
lógicamente factibles-, b) los fines también deben ser mate­
rialmente posibles. Por materialmente posibles entendemos
metas u objetivos cuya obtención no implique infringir las
leyes objetivas que regulan al mundo natural y social. Por
ejemplo, si me lanzo desde un avión en vuelo, no puedo
pretender ir a mayores alturas y no caer. La ley de gravedad
me dice que eso es materialmente imposible. De manera aná­
loga, la clase obrera no podría pretender que el sector capita­
lista la apoyará si pretende ganar el voto y así llegar al
gobierno. Y si llega a triunfar y busca abolir la propiedad
capitalista, menos podrá contar con la aprobación del capital.
Aquí, son las leyes que rigen el conflicto clasista las que im­
piden que se dé semejante alternativa. En este contexto, con­
viene distinguir entre fines que son posibles a corto plazo
(por ejemplo, lograr algún incremento salarial) y fines que
sólo pueden lograrse en un plazo largo (por ejemplo, instau­
rar una república de trabajadores). Si la clase funciona con
un horizonte de vida muy corto, puede creer que tal o cual
finalidad es imposible. Además, si los fines materializables en

134
plazos largos son más importantes (algo muy frecuente), se
deduce una obvia exigencia de subordinar y acoplar las me­
tas para el plazo corto con la satisfacción de las metas de
largo plazo; c) los fines deben ser congruentes con los intere­
ses sociales objetivos. Por ejemplo, los propósitos o fines que
persigue la clase trabajadora deben ser estrictamente cohe­
rentes (i. e. reflejar adecuadamente) con el interés objetivo de
la clase. O sea, el interés subjetivo debe coincidir con el inte­
rés objetivo; d) los fines deben estar bien y claramente orde­
nados en función de su prelación jerárquica. Por decirlo de
otro modo: no gastar fuerzas en propósitos relativamente se­
cundarios o “no gastar la pólvora en gallinazos"; e) los fines,
siendo múltiples, no deben ser contradictorios entre sí. O sea,
no debe suceder que el buscar cierto resultado provoque la
imposibilidad de otro. Y en el eventual caso de que esto
pudiera suceder, se aplica el criterio anterior, el de la prela­
ción jerárquica de los fines. O sea, buscando la coherencia
de los fines, si se detecta una contradicción se deben preser­
var los más importantes y eliminar los menos importantes.
Cuarto, se debe satisfacer el criterio de la racionalidad
instrumental o racionalidad de medios. O sea, desplegar las
operaciones adecuadas y en la secuencia adecuada. Adecua­
das en el sentido de congruentes con el fin buscado.
Quinto, en la sociedades contemporáneas, si tratamos el
problema de la libertad de las clases sociales fundamentales,
debemos constatar que la libertad sustantiva de una clase,
implica la no libertad sustantiva de la clase opuesta. Es decir,
hay libertades en lucha. Por ende, el gozar de una libertad
sustantiva implica disponer de un adecuado poder político-
social. Esto nos remite a nuestra sexta y última exigencia.
Sexto requisito: contar con los recursos que exige una
actividad libre y exitosa. En breve, el conocimiento es con­
dición necesaria mas no suficiente. Supongamos: se tienen
claros el qué y el cómo. Por ejemplo, buscamos producir
pantalones y ningún secreto encontramos en el proceso.
Pero ese saber no basta: para producir necesitamos recur­

135
sos: trabajadores y medios de producción (máquinas y ma­
terias primas).
Situémonos en la perspectiva de los trabajadores asala­
riados. Suponemos que se satisfacen plenamente los requisi­
tos de la racionalidad de fines y de medios. Es decir, existe
plena y clara conciencia de los intereses objetivos de la clase
y de los pasos a seguir para lograr satisfacer esos intereses. O
sea, en la dimensión del conocimiento que precede a la ac­
ción y que permite planearla (i. e. ejecutarla con total con­
ciencia del fin y de los medios) no existen insuficiencias o
problemas. Por cierto, éste es un supuesto utilitario que ha­
cemos sólo para mejor perfilar el problema: en las realidades
históricas nunca se alcanza esa especie de estado ideal, siem­
pre quedan algunos márgenes de oscuridad. Además, y esto
es mucho más importante, no debemos dar la impresión de
que la acción queda en suspenso hasta el punto en que la
clase alcanza el conocimiento o conciencia perfecta. El pen­
samiento y la acción siempre interactúan. La lucha y la activi­
dad política de la clase no esperan una "conciencia al cien
por cien”: se actúa mucho antes y es la actividad la que im­
pulsa a la conciencia y viceversa: se trata de un proceso que
no es lineal ni mecánico, que se desarrolla en términos dia­
lécticos. Por ello, una conciencia plena es también expresión
de una capacidad práctica ya muy desarrollada. Pero aquí no
nos interesa revisar el proceso sino distinguir los dos mo­
mentos en juego: el ideal (el del saber) y el de la práctica (la
acción).
La plena y adecuada conciencia, de fines y de medios,
resuelve el problema en el plano ideal. Falta, en consecuen­
cia, materializar ese ideal, llevarlo a la práctica. Del plan hay
que pasar a la actividad efectiva. Pero esto implica tener los
recursos que esa actividad exige para ser exitosa. En el caso
que nos preocupa, esto significa que la clase trabajadora debe
disponer de un poder político capaz de vencer al poder políti­
co de la clase dominante. Si lo tiene, puede ser libre. Si no lo
tiene, es la clase dominante la que puede ser libre. Para los

136
trabajadores, entonces, se trata no sólo de contar con el po­
derío ideológico del caso (algo ya contemplado en nuestro
supuesto de plena conciencia), sino que también tener la
capacidad para vencer la acción del aparato estatal y de sus
institutos armados, los cuales son la expresión más concen­
trada del poder (y de la libertad) de la clase dominante. Ello
supone contar con las organizaciones político-militares ade­
cuadas y los correspondientes recursos físico-materiales que
esas organizaciones necesitan para poder funcionar. Éste —el
poder orgánico y material— sería el último de los requisitos a
señalar.
Como vemos, los requisitos de la libertad sustantiva no
son sencillos. Y si nos situamos en la perspectiva de una clase
subordinada, son muy difíciles de satisfacer. Como regla, po­
drá lograr sólo fines relativamente menores y en espacios de
menor significación social. Por lo mismo, escasa o débil será
su libertad. Pero entre el cero y el cien por cien, aparece un
camino que, aunque tortuoso, sí se puede llegar a transitar.
Para terminar este ya largo apartado, valga un comenta­
rio final. En los románticos, el reclamo por la libertad asume
la forma de un "pataleo rabioso". Son completamente incapa­
ces de desarrollar un examen objetivo del problema y mucho
menos son capaces de desplegar una actividad que les permita
acceder o acercarse a una situación de libertad. Su despre­
cio a la razón y su incapacidad para insertarse en movimientos
sociales importantes y efectivamente interesados en ampliar
los espacios de la libertad —al caer en manos de la reacción
clerical-feudal obviamente lo que lograban era alejarse de toda
posible libertad real— los condujo a fracasos y frustraciones.
De hecho, se refugiaron en mundos fantasmales, rigurosa­
mente subjetivos y allí pudieron navegar a su aire: gozando
de "libertades" tan íntimas, tan solitarias y tan secretas que
sólo ellos y sólo en sueños, pudieron "disfrutar".

137
Visión de la naturaleza

E
l acercamiento de los románticos a la naturaleza se da
en términos muy primitivos, del todo ajenos a una
comprensión racional de sus procesos. Primero, se la
ve como casi completamente ajena de las actividades de pro­
ducción. De hecho, el romántico hace abstracción del trabajo
productivo y vive —o pretende vivir— en un mundo del
todo ajeno a éste. Implícitamente, borra nada menos que la
vital interacción, esencial a lo humano, hombre-naturaleza. A
la vez, repite el viejo dogma de los antiguos grecolatinos: el
trabajo productivo es algo indigno, impropio de los humanos.
Consecutivamente, el hombre digno es el que vive del exce­
dente, del trabajo de los otros. Segundo y derivado del punto
anterior, tenemos que la naturaleza no se visualiza como una
fuerza material que el hombre debe pasar a dominar y con­
trolar en beneficio propio. Esa fuerza se queda allí, ignorada,
descontrolada y dominante ante una humanidad que a ella
se subordina. Su función, por ende, se asemeja a una especie
de escenografía, con ciertos valores estéticos y poderes mila­
grosos. Tercero, como no interesa la producción ni interesa
la transformación de la naturaleza, tampoco puede interesar
estudiarla y entenderla en su objetividad. En los fenómenos
naturales no se ven leyes objetivas, regularidades y relacio­
nes objetivas de determinación. En vez de un ser-naturaleza
legaliforme y conocible, se visualiza un entorno natural que
es misterioso y también caprichoso: en él brotan milagros,

139
males y dolores, en él caminan y pululan duendes, hadas,
gnomos y grandes y pequeños dioses.
Lo que Arnold Hauser apuntaba sobre el Sturm und Drang
se aplica del todo a los románticos:

el mundo le parecía a la Ilustración algo plenamente com­


prensible, explicable y fácil de entender; el Sturm und Drang,
por el contrario, lo consideraba como algo fundamentalmen­
te incomprensible, misterioso y [...] desprovisto de significado.
Semejantes concepciones no son mera imaginación desarrolla­
da según reglas lógicas. Una es consecuencia del convenci­
miento de poder conquistar y dominar la realidad, y la otra
es la expresión del sentimiento de estar perdido y abandona­
do en esa realidad.1
Se trata, entonces, de un mundo —el social y el natu­
ral— que me es extraño, ajeno, que además me arrastra y
domina. Frente a él y a la impotencia que le provoca, el
romántico se refugia en su más cara intimidad: “en ningún
otro lugar, sino en nosotros, se encuentra la eternidad con
sus mundos, el pasado y el porvenir. El mundo exterior es el
mundo de las sombras".2
La pintura romántica alemana (Friedrich, Carus, Oehme,
von Schwind, etc.), es singularmente ilustrativa de esta pos­
tura. En ella, encontramos una gran preferencia por los pai­
sajes, las altas y lóbregas montañas, las iglesias góticas en
ruina. Pero nunca vamos a encontrar una descripción realista
de ese entorno natural. El pintor juega con su paleta, con sus
luces y neblinas, con colores que se deslavan y pierden len­
tamente en un horizonte que parece invitar a un más allá

1 Arnold Hauser, Historia social de la literatura y del arte, tomo 2, Labor, Barcelona,
1992, p. 285.
2 E Novalis, "Granos de polen". En J. Arnaldo (editor), Fragmentos para una teoría

romántica del arte, Tecnos, Madrid, 1987, p. 49.

140
demasiado remoto. Por ejemplo, vemos a un monje terrible­
mente solo, frente a un mar inmenso y un cielo, tal vez infi­
nito, y no menos solo. Es el desamparo más radical y también,
como necesaria e inconsciente reacción, la presencia oculta
de un Dios quizá demasiado lejano y quizá demasiado aplas­
tante. Como apunta Honour, “el punto de mira rara vez es el
de un naturalista con los pies en el suelo. Con Friedrich lo
usual es que nos encontremos suspendidos en el aire”.3 El
pintor, en realidad, busca revelar los poderes ocultos de la
naturaleza, el miedo de Dios, su presencia inasible. Pero an­
tes que nada, toma a la naturaleza como pretexto para reve­
lar su propio estado de ánimo, su propio yo. En este sentido,
son paisajes más del alma que de montes o arboledas.
Friedrich, el gran romántico alemán, señalaba que “un
pintor que no ve ningún mundo dentro de sí, debería dejar
de pintar''.4 El decir es curioso en un "paisajista": interesa más
ver "hacia adentro" que hacia fuera. Y lo hacía muy bien: "es
el único paisajista que ha conseguido hasta ahora conmover
todas las facultades de mi alma", decía el escultor D’Angers y
agregaba que Friedrich “ha creado verdaderamente un nue­
vo género: la tragedia del paisaje".5 Otro autor apunta que
Friedrich "nunca ha pintado la naturaleza tal como es. Es
para él un símbolo de su propia actitud ante el mundo: desde
su propia concepción, desde su propia alma”.6 El retrato que
G. F. Kersting hizo de su colega Friedrich, trabajando en su
estudio, es extraordinariamente revelador. Aquí vemos al pin­
tor, paleta en ristre, concentrado en su cuadro. Está en una
pieza semivacía, secamente austera, con dos grandes venta­
nas. Una, ¡completamente cerrada! Y la otra, cerrada a la mi­

3 Hugh Honour, El romanticismo, Alianza, Madrid, 1996, p. 81.


4 Caspar David Friedrich, citado por Norbert Wolf, Painting of the Romantic Era,
Taschen, Köln, 1999, p. 20.
5 David D’Angers, según Honour, op. cit., p. 79-
6 Gustave Barthel, Historia del arte alemán, FCE, México, 1983, p. 176.

141
tad, en términos tales que el pintor nada podrá observar del
mundo exterior. En suma, un "paisajista" que se desinteresa
completamente del paisaje natural, que se encierra entre cua­
tro paredes y lanza sobre el lienzo sólo lo que su alma siente.
Así las cosas, en Friedrich, según lo muestra la aguda visión
de Kersting, el paisaje objetivo nada importa y el que en sus
cuadros aparece es prácticamente inventado. ¿Se trata enton­
ces de un arte falso? Para nada: lo que el autor persigue es
reflejar otra realidad: un estado de ánimo, cierto sentimiento
de soledad y de abandono, del weltschmerz que azota a la
época y, para ello, lo que el artista busca es el medio expresivo
adecuado: no el paisaje que le muestra el geógrafo o el turis­
ta sino el que él se imagina y que cree es el vehículo adecua­
do para trasladar, al espectador, sus sentimientos y emociones
más auténticas. Honour expresa muy bien el punto:

Friedrich trataba de plasmar en sus cuadros pensamientos y


emociones que era incapaz de expresar con palabras. Era
fundamentalmente pintor y su paulatino recogimiento en sí
mismo y en su propio mundo de formas visuales fue quizá el
resultado inevitable de su incapacidad para comunicarse de
otra manera. Lo que más tarde diría de la obra de otro artista
es perfectamente aplicable a la suya: "igual que el piadoso
reza sin pronunciar palabra y el Todopoderoso le escucha,
así el artista con sentimientos auténticos pinta y el hombre
sensible sabe comprenderlo y reconocerlo".7
Caspar David fue un protestante que inicialmente se en­
tusiasmó con los principios libertarios de la Revolución fran­
cesa. Luego, como casi toda su generación (Heine fue de las
pocas excepciones), cayó en las posturas del nacionalismo
conservador, clerical y profeudal. Su mensaje ideológico po­
drá entonces gustar o disgustar. Pero se trata de un arte que,

7 Honour, op. cit., p. 79.

142
por auténtico, es noble y conmovedor. De una forma pictóri­
ca que, por su tremenda capacidad expresiva, es simplemen­
te extraordinaria.
La moraleja es clara y obvia: los sentimientos sí se pue­
den comunicar y compartir. Y el arte —el buen arte— en ello
es irremplazable. Pero, si así son las cosas, ¿por qué el resca­
te de lo afectivo nos debería llevar a combatir el factor racio­
nal? ¿ O por qué el cultivo de la razón debería destruir nuestra
dimensión afectiva? ¿Y por qué aceptar o entramparse en esta
esquizofrenia terrible y propia de un mundo demasiado en­
fermo?

143
Las ciencias sociales:
sinrazón y filosofía romántica
se terminó de imprimir en abril de 2004.
Tiraje: mil ejemplares.

144

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