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Corporeidad y experiencia musical


Ramón Pelinski

"Es ist mehr Vernunft in deinem Leibe, als in deiner besten Weisheit."
(F. Nietzsche: Also sprach Zarathustra)

“…music heard so deeply


That it is no heard at all,
But you are the music
While the music lasts”
(T. S. Elliot “Dry Salvages” Four Quartets.)

"You are nothing but a pack of neurons"


(F. Crick 1994:2)  .

Resumen:
El objetivo de este ensayo es mostrar cómo nuestra condición humana de seres
corporalizados está imbricada en nuestra práctica musical corriente y en nuestros
discursos musicales. Aunque la percepción sea primariamente un proceso cerebro-
corporal, sus rasgos de preconceptualidad y prerracionalidad se extienden sobre nuestras
prácticas musicales a través de hábitos motores, esquemas corporales de acción,
imágenes auditivas, metáforas, etc., que no dependen de una racionalidad deliberada. La
corporeidad desempeña, a su vez, un papel decisivo en la producción de significados
musicales que, aunque primordialmente vividos en la experiencia musical subjetiva, están
abiertos al entorno social y natural e informados por él.

Abstract
The main goal of this essay is to show how the human condition of embodiment is
implicated in our current musical practices and discourses. They are informed by the pre-
conceptual and pre-rational basis of habits, bodily schemata, auditory images, metaphors,
etc., which in their turn rely on perception as a primarily brain-body involving neural
process. I also intend to show that embodiment plays a decisive role in the production of
musical meanings. Although they are experienced and constituted primarily through the
subjective act of intentional perception, they are open to the social and natural
environment with which they are actively connected.
Conceptos-clave
Corporeidad, corporalidad, percepción, experiencia, lingüisticidad, semántica cognitiva y tango,
neurofenomenología.

1. El giro corporal
Hasta hace algunas décadas hablar de cuerpo en musicología podía ser una
impertinencia: la música era por excelencia asunto de creación, estructura, o
contemplación estética, puestos al servicio de causas tan nobles como su significación en
contextos social, política, y culturalmente situados. [1] Los discursos musicales vigentes
ignoraban o excluían, negaban o reprimían las manifestaciones de la corporalidad y/o
corporeidad inherentes a las prácticas musicales corrientes: aprender a tocar un
instrumento, “musicar”, bailar, improvisar, dirigir, escuchar, eran actividades incorporales,
obviamente controladas por instancias superiores: el espíritu, el alma, la razón (pura, en la
medida de lo posible).

Sin embargo, en esas prácticas juegan un papel importante procesos cognitivos en los
que las capacidades corporales están constitutivamente implicadas. Así, el aprendizaje de
un instrumento musical, más que basarse en la lectura y el estudio de sesudos tratados
teóricos, consiste en buena parte en desarrollar capacidades interpretativas (motrices,
musicales y sociales) a partir de modelos propuestos por un maestro y sostenidos por
prácticas habituales en determinados grupos sociales. Lo mismo podría afirmarse del
aprendizaje de un baile: el entrenamiento permite apropiarse de posturas corporales,
pasos y figuras por referencia inmediata al modelo de un instructor, de la práctica de un
sector social o simplemente de un vídeo. La habilidad adquirida de esta manera permite al
aprendiz lucir con fluida elegancia un cuerpo disciplinado. ¿Y qué decir de los procesos
de improvisación y composición en cuya concretización –actual o diferida por la escritura
– la intuición (preracional) suele desempeñar un papel decisivo? En fin, para mucha gente
la vida tendría poco sentido si no pudiera escuchar música regularmente. Esta actividad
suele suscitar estados emocionales que afectan al cuerpo de maneras muy diversas:
desde su aparente “ausencia” en un estado de “contemplación estética pura” hasta su
presencia ineludible cuando una emoción musical nos sobrecoge físicamente.

Obviamente, esta es una visión ingenua del papel que desempeña el cuerpo en las
prácticas musicales. Desde la corporalidad, i.e. desde el condicionamiento biológico como
condición material de posibilidad de las prácticas musicales, hasta concepciones de la
corporeidad procedentes de la fenomenología, la neurofenomenología y el
(neo)cognitivismo – sin mencionar las posiciones reduccionistas de la neurociencia que no
serán tratadas en este ensayo – el cuerpo ha recorrido un largo camino que está
comenzando a dejar huellas también en la teoría musicológica actual. La prominencia del
cuerpo como foco de atención en los debates teóricos contemporáneos de las últimas
décadas lo transforman en “uno de los principales campos de batalla para forjar una
perspectiva crítica adecuada a los rasgos cambiantes de la realidad contemporánea
social, política y cultural.” (T. Turner, 1994: 31). Entre estos cambios está el rechazo
contemporáneo de los paradigmas, modelos y estructuras de pensamiento
intelectualistas, dominantes en las ciencias humanas antes del torbellino posmoderno:
éste recondujo el énfasis de la reflexión a los contextos experienciales de la práctica
cotidiana, en los que está coimplicada la corporeidad.

Reseñar la historia de este “giro corporal” es tarea que requeriría un estudio separado.
Aquí me limitaré a señalar que, entre los polos del dualismo racionalista (Descartes, Kant)
y del reduccionismo materialista de algunos neurocientíficos (Crick 1994; Bickle 1998,
2003) se extiende una amplia gama de perspectivas teóricas diferentes. Sea como objeto
material, sea como categoría discursiva, el cuerpo se ha prestado a la reflexión en tanto

 plataforma viva para la adquisición de “técnicas,” habilidades y hábitos corporales


(Mauss 1936; Bourdieu 1980; Dreyfus 1996, 1998; Lloyd, 1996; Crossley 2001a);
 objeto dócil configurado por el poder de la disciplina (Foucault 1976);
 dotado de sentidos destinados a usos específicos (Howes 1991);
 portador de simbolismos y lugar de inscripción de la memoria cultural (Blacking
1977; Jackson 1989; Crapanzano 1996);
 base física de una semántica cognitiva (Johnson 1987; Lakoff y Johnson 1980,
1999);
 producto de una construcción discursiva (Butler 1993; Pandolfi 1996);
 lugar para dominios específicos de la cultura, la etnografía, la antropología, la
medicina, etc. (Csordas 1994a, 1994b, 1999; Strahern 1996; De Nora, 2000; Crossley
2001b, 2002; Katz y Csordas, 2003);
 campo de investigación, reflexión e interminables controversias en neurociencia,
neurofilosofía, ciencias cognitivas, filosofía de la mente, etc. (Churchland, Paul S. 1987;
Varela, Thompson, Rosch 1992; Crick 1994; Chalmers 1996; Damasio 1996, 1999;
Petitot, Varela, Pachoud, and Roy 1999; Bickle, 1993, etc.)
 en fin, como objeto de cirugía cosmética (Davis 1997), de cambios transgenéricos
(Foucault 1985), o de potenciación electrónica por incrustación o implantación de chips
que lo conectan directamente con el ordenador (Warwick 2005a, 2005b),
para no citar más que algunos de los aproximaciones teóricas recientes.[2]

La omnipresencia del cuerpo en la teoría y en la vida social contemporánea también ha


tenido una repercusión en la investigación musical. Las neurociencias (neuroanatomía,
neurofisiología, neuropsicología, etc.) y las ciencias cognitivas han hecho en las últimas
décadas una contribución importante al conocimiento de las relaciones entre música y
funciones cerebrales (por ejemplo McAdams y Deliège 1989; Cross 1999; Peretz, 2001,
2002; Clarke 2002). Por otra parte, algunos discursos musicológicos de raigambre
sociológica, posmarxista y feminista han criticado el silencio de la musicología tradicional
sobre la corporeidad de las prácticas musicales por considerarla sea peligrosa debido a
su presunta independencia del control racional, sea simple vehículo material (si no mal
necesario) para los fines musicales más elevados de la creación musical y de la
contemplación estética (Shepherd y Wicke 1997; McClary 1991; McClary y Walser 1994;
Solie 1993). La visión musicológica tradicional contrasta con el desplazamiento del
pensamiento actual hacia un paradigma en el que la corporeidad y su relación con el
entorno natural y social en el “mundo real” de la vida cotidiana con sus ambigüedades,
indeterminaciones, intensidades emocionales, impulsos corporales, y enigmas de la
contingencia juegan un papel decisivo en la experiencia de la cognición (Maturana y
Varela 1990; Varela, Thompson y Rosch 1992; Varela 1996, 1997, 1998, 1999; Núñez y
Freeman 1999). Vistas las cosas de esta manera, la que creíamos ser razón 'pura' está
probablemente “modelada y modulada por señales corporales, incluso cuando realiza las
distinciones más sublimes y actúa en consecuencia“ (Damasio 1996: 189).

2. Objetivos
El objetivo general de este ensayo es mostrar cómo nuestra condición humana de seres
corporalizados está imbricada en diversos aspectos de nuestra práctica y
conceptualización musical corriente. En particular, intento mostrar cómo siendo la
percepción un proceso primariamente cerebro-corporal, las sombras de su
preconceptualidad y prerracionalidad se extienden sobre nuestras prácticas musicales en
forma de hábitos motores, esquemas corporales de acción, imágenes auditivas, etc. que
no dependen de una racionalidad deliberada.

Una buena parte de este texto se inspira en el principio de que

“[l]a consciencia es originariamente no un ‘yo pienso que’ sino un ‘yo puedo’” (Merleau-
Ponty 1997: 154). Esta perspectiva corporal sobre nuestra capacidad de comprensión y
de acción, que, sin control directo de las representaciones racionales del pensamiento,
acentúa la capacidad perceptivo-motora del cuerpo, es particularmente adecuada a una
exploración de prácticas musicales tales como, por ejemplo, el aprendizaje y la ejecución
instrumental.

Con la exploración de estos objetivos se relaciona una cuestión fundamental: la de las


significaciones de la experiencia musical. Mi hipótesis de trabajo es que

 una gran parte de las prácticas musicales posee significados primarios sin
necesidad del vehículo lingüístico del pensamiento racional;
 estos significados son “siempre ya” la actualización de experiencias musicales de
la vida cotidiana y gozan, por lo tanto, de una primacía óntica y epistémica sobre la
producción de discursos musicológicos, científicos, semióticos, culturalistas y
sociologistas, que aspiren a ostentar autenticidad, concreción e inmediatez.
 aunque estas experiencias tengan lugar en la consciencia a nivel subjetivo,
implican una trascendencia hacia el mundo de la intersubjetividad y del entorno natural.
En otras palabras: la corporeidad desempeña un papel decisivo en la producción de
significados musicales primordialmente vividos en la experiencia musical subjetiva de
manera preconceptual y antepredicativa, a la vez que abierta al entorno social y natural e
informada por él.

El papel de la corporeidad en la experiencia musical, y, particularmente en la constitución


de significaciones musicales primeras, no niega la existencia, por demás evidente, de
procesos de racionalización y socialización del material musical que han estado
permanentemente presentes, al menos en la historia de la música occidental (Weber
1992). Nadie osará suponer que el Ars Nova haya podido ser fruto exclusivo de procesos
cognitivos prelógicos, ni que el contrapunto bachiano desdeñe el “oculto ejercicio
aritmético de una mente [aunque sea] inconsciente que está calculando.[3] Tampoco
podemos pensar que la concepción estructural de sustancia musical que ha dominado la
poética composicional del siglo XX (Dahlhaus, 1997: 96), y alcanzado el apogeo en la
utopía del serialismo integral, haya sido motivada por un azar irracional, o quizás, como
hipotetiza Lévi-Strauss , por un empirismo ingenuo:
Dado que las ciencias humanas han descubierto estructuras formales detrás de las obras de arte,
uno se apresura a fabricar obras de arte a partir de estructuras formales. Pero no es nada seguro
que esas estructuras conscientes y artificialmente construidas, en que uno se inspira, sean del
mismo orden que las que uno descubre haber operado posteriormente en el espíritu del creador, lo
más frecuentemente sin que se haya dado cuenta de ello. (1976: 579; véase también Monjeau
2004: 88).

Por otra parte, la exacerbación de la racionalidad estructural en el dodecafonismo y el


serialismo ha coincidido con la aparición de la “escucha estructural” experta, consciente y
analíticamente adecuada a la obra (Adorno 1962: 16-7; Szendy 2003: 219, 155). En
suma, la agencia manifiesta de la “Razón en la Historia” (Hegel) de la música occidental
no debe impedir la exploración de experiencias perceptivas que revelan aspectos
preconceptuales y prelógicos en la práctica musical; en ellas están coimplicados la
sensibilidad y la significación, la experiencia y la representación, la acción y el
conocimiento, de la misma manera que lo están el sujeto y el objeto, el perceptor y lo
percibido (Maturana y Varela 1990). En un plano más general, puede decirse que la
racionalidad no puede funcionar sin concertación con los niveles “más bajos” de la
percepción, la emoción, y “todos estos asuntos débiles y carnosos.” (Damasio 1996: 126).
No hay inteligibilidad sin sensibilidad.

Por razones pragmáticas prescindiré de consideraciones extendidas sobre las relaciones


entre corporeidad y emoción. Aunque se trate de un fenómeno primordial de la
experiencia musical, que precede a la cognición, la emoción musical (“esa cosa que
llevamo muu adentro“, como dirían los andaluces) es terreno tan vasto como
relativamente poco explorado (Meyer 1956; Juslin y Sloboda 2001; Becker 2001; Damasio
1996, 1999; de Sousa 2003; Finnegan 2003: 181-92). Observaciones periféricas sólo
podrían rendir magro servicio a las relaciones fundamentales entre emoción musical y
corporeidad. En particular, Damasio ha insistido en que la razón y la emoción se
encuentran “enmallados en las mismas redes neuronales” y que “determinados aspectos
de los procesos de la emoción y del sentimiento son indispensables para la racionalidad.”
(1996: 10). Tampoco abordaré aquellos aspectos de la experiencia musical que, estando
restringidos por la corporalidad, (esto es, por la constitución neurofisiológica innata del ser
humano), son probablemente universales (Wallin 1991; Wallin, Merker y Brown 2000;
Meyer 2001; Peretz 2001, 2002; Cross 2003). Más bien que compartir la afirmación de
que “la música es primeramente una cuestión de biología” (Wallin 1991: 5), prefiero
apropiarme de la idea de Damasio, para quien
[…] [A]unque la cultura y la civilización surgen del comportamiento de individuos biológicos, el
comportamiento se generó en colectivos de individuos que interactuaban en ambientes específicos.
La cultura y la civilización no podrían haber surgido a partir de individuos únicos, con lo que no
pueden ser reducidas a un subconjunto de especificaciones genéticas. Su comprensión exige no
sólo la biología general y la neurobiología, sino también las metodologías de las ciencias sociales.
(Damasio 1996: 122)

Inversamente, también es razonable pensar que lo “puramente musical“ no está tan


claramente disociado de lo “puramente biológico” como solemos creer (Cross 2003).
[4]
 Para decirlo en términos fenomenológicos: debido al ambiguo entretejido de interior y
exterior, de sujeto y objeto, de sintiente y sentido, la unidad del cuerpo es “siempre
implícita y confusa“ a tal punto que la consciencia encarnada es el fenómeno central del
cual mente y cuerpo son momentos abstractos (Merleau-Ponty 1997: 215).

La discusión de los problemas básicos involucrados en las relaciones recíprocas entre


corporeidad y experiencia musical se realizará de acuerdo al siguiente plan: Antes de
abordar cuestiones relativas a la corporeidad del aprendizaje, ejecución y audición
musicales, me parece necesario desbrozar el terreno conceptual aclarando el sentido de
términos como corporeidad y corporalidad, percepción y experiencia que serán los ejes
entorno a los cuales se articularán estas reflexiones sobre “cuerpo y música.” El presente
texto será, pues, un prolegómeno en el que invito al lector a reflexionar sobre cuestiones
teóricas implicadas en los fenómenos de la experiencia musical corporalizada. Tempore
oportuno será completado con un análisis del fenómeno de la experiencia musical
subjetiva desde la perspectiva de su potencial para proyectarse en el dominio de la
comunicación intersubjetiva y de las ‘provisiones’ (Gibson) del entorno natural. Hay pues
un doble eje virtual que articula la deriva argumental de este ensayo: desde una teoría de
la corporeidad hacia su aplicación a la práctica musical, y desde la subjetividad silenciosa
de la percepción musical hacia su trascendencia social y medioambiental.

3. Mecanismos y palabras
Subjetividad e intersubjetividad.
Entre las varias perspectivas teórico-metodológicas posibles para lograr la realización de
los objetivos arriba mencionados he optado por explorar el fenómeno de la percepción. En
términos generales, mi aproximación está endeudada con la fenomenología de cuño
merleau-pontyano, aunque tomando en cuenta resultados empíricos de las
neurociencias. La naturaleza prelingüística de contenido no-conceptual que se encuentra
en el origen de las experiencias musicales juega un papel estructurante en la
configuración de prácticas musicales (hábitos, habilidades, técnicas) y de sus significados
subjetivos, sociales y medioambientales.

Maurice Merleau-Ponty (1907-1961)


Si lo único que importara fueran los mecanismos neuronales, la descripción
fenomenológica sería un vano juego de palabras. Al dominio del “oscurantismo
anticientífico de la fenomenología“ (Harris 1977). [5] quedarían relegadas cuestiones tales
como el sentido que la gente atribuye a sus experiencias musicales, el contenido vivido de
dichas experiencias y las condiciones para su comprensión, el modo intencional de
existencia de los objetos musicales, lo que significa ser humano a través de la música, la
descripción, libre de presuposiciones científicas, de nuestras percepciones musicales en
lo que tienen de anterracional y antepredicativo, y su interpretación culturalmente situada,
etc. Tampoco tendría sentido ocuparse de la relevancia que los procesos preceptivos
preconceptuales poseen para las situaciones musicales de la vida cotidiana. Las
tendencias reduccionistas de la neurociencia eliminan simplemente estas cuestiones
como irrelevantes para una explicación sistemática de los mecanismos neuronales. Desde
la perspectiva del reduccionismo eliminativista "(e)l mecanismo es lo que importa; el resto
no son más que juegos de palabras." (F. Crick 2005). Pese a la contundencia de esta
afirmación, desde la perspectiva (neuro)fenomenológica adoptada en este texto las
cuestiones mencionadas siguen siendo fundamentales para comprender el significado de
nuestra frecuentación íntima con la música.
Una de las maneras de responder a estas cuestiones es el uso de métodos cualitativos,
en particular, de la descripción fenomenológica. No es mi intención caracterizar aquí los
rasgos de este modo de descripción. Esta tarea ya ha sido realizada por su creador,
Edmund Husserl, y por sus continuadores: Merleau-Ponty (1997), Schütz (1974, 1976),
Ingarden (1986), y otros (Pike 1970, Smith 1979, Ihde 1976, Clifton 1983, etc.), para
nombrar sólo algunos de los fenómenologos que se han interesado particularmente por la
música. Aplicaciones recientes de la fenomenología al dominio musical se encuentran en
Porcello (1998: 486), Berger (1999), Downey (2002) y Iyer (1998). Baste señalar aquí que,
para la fenomenología,

 la base del conocimiento es la naturaleza irreducible de la experiencia consciente,


vivida, como condición de posibilidad de toda predicación;
 La percepción es siempre percepción de un objeto cuya existencia intencional es
función de su relación con el sujeto perceptor;
 el primer paso para acceder a la experiencia vivida es poner entre
paréntesis (epoché), suspender la actitud del pensamiento naturalmente orientado hacia
sus contenidos, para reorientarla hacia el origen y la estructura de los mismos. De este
modo es posible acceder a la experiencia en la inmediatez de intuiciones subjetivas;
 las descripciones de nuestras experiencias conscientes del “mundo de la vida“
preceden a las explicaciones, construcciones y constituciones abstractas y derivativas del
conocimiento “científico.“
Pese a que el fenómeno de la percepción intencional se produce en la soledad
(Einsamkeit) del individuo, su subjetividad es capaz de abrirse a evidencias compartibles
con el Otro. La apertura del yo hacia la intersubjetividad está avalada en la fenomenología
husserliana por la capacidad de la Einfühlung o de la coexistencia como comprensión del
Otro: con él existe una relación de reciprocidad en la cual el sujeto trascendental se
comprende a si mismo como el Otro en cuanto él es un Otro para el Otro (Husserl 1952,
1973; Aguirre 1982: 39-46; Lyotard 1992: 47).[6]

Si efectivamente la experiencia personal vivida está fundada sobre la participación total e


inevitable del sujeto en el mundo de la vida que abre la subjetividad hacia el mundo socio-
cultural y natural del sujeto , la manoseada distinción entre emicidad y eticidad quedaria
neutralizada: tanto la subjetividad del investigador como la del colaborador alocultural
están unidos por su condición existencial compartida de “ser-en-el-mundo: «No hay
hombre interior, el hombre está en el mundo, es en el mundo que se conoce.» (Merleau-
Ponty 1997: 11).

La experiencia musical cotidiana y subjetiva es, a la vez, una realidad social, –la “realidad
suprema” sobre la que se fundan las estructuras intersubjetivas de sentido. En ellas
vivimos y en ellas podemos reinterpretar nuestras interacciones con la música. Según
Schütz, el público de un concierto “afina mutuamente“ sus relaciones sociales en cuanto
comunidad de oyentes, que a través de la música, crea prelingüística y
preconceptualmente un “nosotros” (1976).[7] Estas ideas de la fenomenología encuentran
una coincidencia con la presuposición neurofisiológica, según la cual las posibilidades de
vivencias intersubjetivas se fundan a un nivel básico en principios estructurales comunes
a todos los seres humanos:
Compartimos nuestro concepto del mundo basado en imágenes con otros seres humanos, e
incluso con algunos animales; existe una notable regularidad en las construcciones que individuos
diferentes hacen de los aspectos esenciales del ambiente (texturas, sonidos, formas, colores,
espacio) Si nuestros organismos estuvieran diseñados de forma distinta, las construcciones que
hacemos del mundo que nos rodea también serían diferentes. No sabemos, y es improbable que lo
lleguemos a saber nunca, a qué se parece la realidad “absoluta. (Damasio 1996: 99).

Más aún, la capacidad humana de empatía (Einfühlung) está substanciada por la


presencia en el cerebro de “neuronas-espejo“ cuya función es la de hacernos sentir,
querer y actuar con el Otro (Lohmar 2005: 163-165).[8]

No obstante, las constantes neurofisiológicas genéticas no son completamente


autónomas: existen en relación de reciprocidad con la transmisión de las normas y
convenciones culturales de una sociedad. Por una parte, “las representaciones de la
sabiduría que ellas encarnan y de los recursos para poner en práctica esta sabiduría
están intrínsecamente vinculadas a la respresentación neural de los procesos innatos de
regulación biológica,” y por otra parte, “los mecanismos biológicos de base genética y muy
evolucionados […] se transmiten mediante la educación y la socialización, de una
generación a la siguiente, y requieren para su aplicación consciencia, deliberación
razonada y fuerza de voluntad “ (Damasio 1996: 122).

Una de las consecuencias de las consideraciones precedentes es que las descripciones


fenomenológicas en primera persona de experiencias musicales, a pesar de su apariencia
puramente subjetiva, están ‘siempre-ya’ situadas espacio-temporalmente e inmersas en
una “socialidad viva“ (Husserl), inherente a toda experiencia humana, por más íntima que
ella parezca. Si esto es así, la apertura primordial de la experiencia consciente subjetiva a
la intersubjetividad justifica la utilización de métodos de tercera persona. A menos que nos
encerremos en un solipsismo en el que las diferencias (genéricas, étnicas , identitarias,
etc.) sean una prisión mental insuperable. No parece que haya razones suficientes para
rechazar descripciones generadas por observadores externos que pertenezcan a la
misma tradición cultural: éstas no pueden ser de naturaleza esencialmente diferente a la
de los testimonios procedentes de experiencias otorgadas en primera persona (van Gulick
2004).

En la práctica etnográfica, sin embargo, dicha apertura ‘bio-social’ a la


intersubjetividad, más que una realidad actual, se manifiesta como un horizonte dialógico
de comprensión mutua al que tanto el investigador como sus colaboradores aloculturales
aspiran, a pesar de las barreras culturales que los separan. Este ideal se realiza
compartiendo experiencias, describiéndolas fielmente, interpretando su sentido y
sometiendo la interpretación al consenso negociado de los colaboradores nativos.

Los testimonios a los que acudo en el presente texto provienen de entrevistas y


observaciones etnográficas transculturales realizadas entre Inuit, tangueros y campesinos
valencianos, además de encuestas realizadas con sujetos urbanos en diversos contextos:
conciertos, sesiones de entrenamiento, asistencia a cursos universitarios. En otros casos
me he valido de testimonios por escrito, realizados en primera persona, que se han
llevado a cabo durante un Festival internacional de tango en Granada (1993), en sendas
“milongas” (i. e. clubes de tango porteño) de Oxford y de Londres (1997-98), y entre
estudiantes de la Universidad de Girona (2005).[9]

La perspectiva general que unifica estas encuestas etnográficas es la búsqueda de una


comprensión de cómo las percepciones musicales de gente que aprende, ejecuta o
escucha música son la base de experiencias capaces de conferir sentido y poder a la
gente en sus vidas cotidianas. Asigno a estas experiencias musicales conscientes una
prioridad tanto ontológica como epistemológica con respecto a sus interpretaciones
intelectuales subsecuentes, sean ellas elaboraciones de carácter estético, musicológico,
sociológico, crítico, etc. Mientras que desde la perspectiva ontológica el objeto sonoro se
constituye como objeto musical en el proceso de la percepción intencional, desde la
perspectiva epistemológica, la experiencia inmediata, en primera persona, de la música es
origen y génesis del conocimiento musical.

Esta premisa no excluye que “la música“ pueda ser también otras cosas importantes:
terapia, entretenimiento, expresión emocional, símbolo referencial, texto para la
interpretación, comportamiento social, lugar de construcción social, mercancía, y muchas
cosas más (Rice 2004). Sin embargo, ninguna de estas metáforas de la música serían
pensables, si a la base de ellas no hubiera sonidos y silencios hechos música en la
percepción intencional de un sujeto. En consecuencia, lejos de ser “puramente“ musical,
esta experiencia es la condición de posibilidad para que puedan existir “relaciones
sociales, expresiones culturales y formaciones políticas“ configuradas por la experiencia
de la música.[10]

Como he de mostrar a continuación, la relevancia de la experiencia como tema ineludible


en una reflexión sobre la corporeidad se funda sobre su conexión intrínseca con la
percepción.

4. Corporalidad, corporeidad, música.


La fenomenología ha generalizado la distinción entre cuerpo vivido
– Leib (Husserl) , corps vecu o corps propre (Merleau-Ponty) – por un lado, y, por otro,
cuerpo biológico (Körper, corps), físico u objetivo de las ciencias naturales.

El cuerpo biológico que poseemos es una estructura física, analizada y explicada por las
ciencias empíricas (neurofisiología, neuropsicología, neurociencia, etc.). En tanto que
producto de la evolución, este cuerpo es origen de las restricciones bio-psíquicas, innatas
y universales, del ser humano y, a la vez, base material sobre la que se construye la
diversidad social y la variabilidad histórica de sus manifestaciones (Wallin 1991; Wallin,
Merker y Brown 2000; Meyer 2001; Cross 1999, 2003; Peretz, 2001, 2002). Centro de las
operaciones del cuerpo es el cerebro, cuyo funcionamiento es objeto de la neurociencia
celular y molecular.[11] La condición humana de poseer un cuerpo físico y biológico guiado
por las redes neuronales del cerebro es la condición material que nos hace capaces de
emocionarnos, actuar, pensar, hablar y relacionarnos con otras personas y con el medio
ambiente.

Aunque todos los seres humanos poseen un cuerpo, no todos lo viven de la misma
manera. En efecto, el cuerpo vivido es una estructura experiencial fenoménica, que
funciona como nuestra consciencia subjetiva, sumergida en un mundo diferenciado por
contextos históricos, socio-culturales y medioambientales. El cuerpo vivido es el sujeto de
las acciones habituales que pueden realizarse independientemente de la intervención
iluminadora y explicativa de la razón. El cuerpo vivido no se inscribe ni en el dominio
físico-objetivo de la ciencia empírica, ni en el dominio puramente ideal de las
representaciones mentales (Merleau-Ponty 1997: passim); no es ni material ni mental. Su
modo de existencia es el de un objeto intencional, vivido fenoménicamente como
percepción corporalizada que tiene preeminencia sobre la conceptualización abstracta:
antes de ser pensamiento, idea o concepto, el cuerpo vivido es la experiencia de nuestras
capacidades sensibles, perceptivas y, por lo tanto, preracionales (antepredicativas), y
prelógicas. Lejos de ser una realidad puramente mental, mi cuerpo propio es consciencia
intencional vivida a través del cuerpo físico, pensamiento corporalizado, encarnado, que
no se inscribe en el círculo de mis representaciones intelectuales (Welton 1998: 184;
Crossley 2001a: 101). El cuerpo vivido es el órgano de la percepción y a la vez objeto de
la misma; sin corporeidad no hay ni percepción (Husserl, 1952: 5-7) ni razón, ambas
fundadas en el mundo preracional, prerreflexivo, preobjetivo del cuerpo vivido. [12] El cuerpo
vivido está a tal punto entremetido en la mente y el cuerpo físico que “el mundo no es lo
que yo pienso, sino lo que yo vivo.“ (Merleau-Ponty 1997: 16).[13]

Corporalidad y corporeidad son dos aspectos diferentes aunque interrelacionados de


nuestra condición de seres encarnados: corporalidad es la condición material de
posibilidad de la corporeidad. Entre ambos existe una “circulación“ (Varela 1992: 18) –
fuente de la ambigüedad que desdibuja el dualismo racionalista (Descartes, Kant) entre
mente y cuerpo, sujeto y objeto, y percibido, cultura y biología, experiencia vivida y
conocimiento objetivo. Estas oposiciones estarían resueltas (aufgehoben) en la
experiencia corporalizada, prereflexiva y ambigua del mundo vivido (Lebenswelt) en un
cuerpo que funde y confunde naturaleza y cultura. Merleau-Ponty describe estos procesos
con la imagen de la circularidad: „Ya no hay más lo originario y lo derivado; hay un
pensamiento que se mueve en un círculo donde la condición y lo condicionado, la
reflexión y lo reflejado, se encuentran en relación de reciprocidad, y donde el fin está en el
comienzo como el comienzo es el fin.“(1968: VI, 35).

Estas constataciones han sido corroboradas por la neurofisiología contemporánea:


La naturaleza parece haber construido el aparato de la racionalidad no sólo encima del aparato de
la regulación biológica, sino también a partir de éste y con éste. […] La neocorteza participa junto
con el núcleo cerebral más antiguo, y la racionalidad resulta de su actividad concertada. (Damasio
1996: 126).

El doble aspecto del cuerpo como corporalidad física y corporeidad vivida es el punto de
partida de perspectivas diversas en el estudio de la consciencia perceptiva. Entre ellas
destacan como polos opuestos la fenomenología y el reduccionismo neurocientífico. Entre
ambos existen mediaciones con diversas orientaciones epistemológicas: las ciencias
cognitivas (y neocognitivas) entre las cuales destaca la neurofenomenología que trata de
crear “un puente transitable“ (Varela) entre fenomenología y neurociencia.

La fenomenología ve en la corporeidad la fuente subjetiva e intersubjetiva de nuestras


experiencias vividas en la consciencia cuyas estructuras primarias investiga mediante
descripciones en primera persona de las percepciones intencionales. La oposición entre
cuerpo biológico y mente se resuelve en el fenómeno de la corporeidad como nuestro
modo existencial de estar-en-el-mundo (Dasein). Cuerpo (físico) y mente (ideal) se
entremezclan en el fenómeno de la corporeidad intencional. La corporeidad depende de la
corporalidad (esto es, del cuerpo biológico) para existir y percibir a través de sus sentidos
objetos que están “simplemente allí en el mundo para mí“ (Husserl 1913: 51), como
correlatos de mi percepción.

Por su parte, las neurociencias (neuro-anatomía, -biología -fisiología, -psicología, etc.)


buscan desentrañar las pautas de funcionamiento de los varios miles de millones de
neuronas y de las al menos diez billones de sinapsis y su relación con los fenómenos de
la consciencia. Mientras la fenomenología se interesa por comprender el “cómo“ de la
experiencia vivida, las neurociencias tratan de explicar el porqué del cómo. Donde
aparecen las neuronas termina la fenomenología (clásica) y comienzan las neurociencias.
Sin embargo, la separación entre ambas orientaciones no es tan tajante como pareciera:
pese a su actitud inicial, la fenomenología contemporánea no rechaza en general los
resultados de las neurociencias, mientras que las neurociencias de tendencia más
humanista son conscientes de que “[P]ara comprender de manera satisfactoria el cerebro
que fabrica la mente humana y el comportamiento humano es necesario tener en cuenta
su contexto social y cultural.“ (Damasio 1996: 239; van Gelder 1996; Baumgartner 1996;
Bayne 2004). Entre la fenomenología y las neurociencias de tendencia más reduccionista
(Krick, Koch, Bickle, etc), se encuentran las ciencias (neo)cognitivas que aspiran a
vincular sistemáticamente los resultados neurocientíficos con las intuiciones y métodos de
la fenomenología husserliana.

Una idea central de la fenomenología, particularmente en su vertiente merleau-pontyana,


es que la relación del cuerpo con el mundo no es una relación pensada, abstracta, sino
real y situada:
No decimos que la noción del mundo es inseparable de la del sujeto, que el sujeto se
piense inseparable de la idea del cuerpo y de la idea del mundo, porque si no se tratara más que
de una relación pensada, por este solo hecho, dejaría subsistir la independencia absoluta del
sujeto como pensador y el sujeto no sería situado. […] [m]i existencia como subjetividad no forma
más que una sola cosa con mi existencia como cuerpo y con la existencia del mundo, y que,
finalmente. el sujeto que soy, tomado concretamente, es inseparable de este cuerpo y de este
mundo. El mundo y el cuerpo ontológicos que encontramos en la mismísima médula del sujeto no
son el mundo en idea ni el cuerpo en idea; es el mismo mundo contraído en punto de presa global,
es el cuerpo mismo como cuerpo-cognocente. (Merleau-Ponty 1997: 416-7). [14]

Traducido hiperbólicamente a una perspectiva musical, diríamos que la “única“ manera de


conocer la música es vivirla, confundirse con ella. Como la experiencia musical, la
musicología no debería ser el reflejo de una verdad preexistente, sino primordialmente la
realización de una verdad.[15] La inmediatez, la realidad fenoménica y la situacionalidad
espacio-temporal de la percepción corporal son rasgos de una experiencia musical cuyo
privilegio es el de preceder y fundar el conocimiento musical tanto en su racionalidad
como en su funcionalidad. Si, por ejemplo, en una comunidad rural española, la ejecución
pública, generalmente ritual, de “su danza“ típica es capaz de suscitar un sentimiento de
identidad comunitaria, es porque la experiencia directa de dicha ejecución tiene el poder
de condensar, generalmente de manera tácita, prelingüística, y preconceptual, la
experiencia identitaria que aglutina a audioespectadores y danzantes en una “com-
unidad.“ La producción de este sentimiento está reforzada de manera particular entre
aquellos audioespectadores que en sus buenos tiempos habían sido danzantes: durante
la ejecución reviven especularmente, es decir, corporalmente, como “fantasía débil“
(Husserl 1973, Lohmar 2005) la motricidad corporal exigida por el puesto que entonces
ocupaban en la formación de la danza. Esta manera experiencial de situar en su
inmediatez corporal la significación de un sentimiento de identidad comunitaria se opone a
una manera funcionalista de asignar significados racionalmente mediados por una
operación musicológica, que los sitúa en un dominio ideal, abstracto, derivativo y bien
protegido de la inmediatez vivencial.

Una observación más para señalar la diferencia entre corporalidad y corporeidad en el


dominio de la experiencia musical: La corporalidad acoge, por de pronto, los universales
acústicos del mundo físico y los biopsíquicos innatos que pueden ser procesados por el
ser humano y que, por ende, condicionan sus prácticas musicales. Entre los universales
biopsíquicos se encuentran restricciones neurocognitivas tales como la limitación de la
discriminación auditiva humana para reconocer distancias interválicas, la sobrecarga
cognitiva como función de la cantidad y la velocidad del input informativo, o bien la
necesidad cognitiva de clasificación, jerarquización estructural, información y redundancia,
etc. (Meyer 2001: 233-59). Otros aspectos de la experiencia musical que pertenecen al
dominio de la coporalidad son aquellos fenómenos sonoros que, determinados por las
condiciones biológicas del cuerpo humano, pueden servir de estímulo consciente o
inconsciente para una estructuración musical. Tales son los ritmos corporales del sistema
vegetativo entre los cuales mencionamos las pulsaciones del corazón y la cadencia
respiratoria. Sostiene Lévi-Strauss,
“ todo contrapunto dispone para los ritmos cardíaco y respiratorio el puesto de una parte muda
[…. ] La música explota los ritmos orgánicos y vuelve así pertinentes discontinuidades que de otra
manera quedarían en estado latente y como ahogadas por la duración” (1968: 25-6).

Siendo la interfaz entre corporalidad y corporeidad frágil y permeable, es posible que los
mismos fenómenos puedan pertenecer al mundo de la corporalidad física como al de la
corporeidad (vivida): ello depende de la perspectiva que asumamos en el acto de la
percepción. Si trabajo en una fábrica y oigo de lunes a viernes los ruidos más o menos
estridentes que producen las máquinas, puedo, aparte de taparme los oídos, hacer al
menos dos cosas : oírlos en actitud natural como lo que son, una sucesión más o menos
imprevisible y molesta de ruidos; o bien, puedo escucharlos en actitud estética, como una
sucesión de sonidos con principio, medio y fin (¡aunque no siempre en el mismo orden!),
organizados según alturas, colores, texturas y ritmos determinados. En el primer caso los
ruidos pertenecen al mundo real, objetivo; en el segundo, ingresan al mundo fenoménico
de la percepción intencional en la cual se convierten para mí en fenómeno estético, como
una totalidad organizada, distinta de su materialidad natural. En cuanto objetos de
percepción estética, cesan de pertenecer tanto al mundo físico de los ruidos como a un
mundo platónico ideal en el que se manifestarían como idea pura. Su existencia es
intencional, dado que en dicha calidad sólo existen en cuanto yo los percibo como objetos
de contemplación o placer estético.

Otro ejemplo: cuando en una situación etnográfica de reciprocidad musical intercultural


como la que he vivido durante mi trabajo de campo en Rankin Inlet en el verano de 1975,
hice escuchar a Tautungi, unos compases de la IX sinfonía de Beethoven, ella no hesitó
en calificarlos sencillamente de “ruido“. Por otra parte, al verla danzar al son de uno de
sus cantos personales ejecutado por el coro de ancianas en la danza ritual de tambor,
Tautungi vivía la experiencia de que, de acuerdo a la tradición local, su danza y su
canción eran en ese momento su “alma“ y su “nombre“. Su danza ritual sobre la ejecución
pública de su canto personal no “simbolizaba“ su nombre y su alma, sino que éstos se
manifestaban en cuanto sonido y danza (Véase Friedson 1996 passim). Más aún: el breve
motivo melódico que une el taignirk (estrofa) con el kimmik (estribillo) de su canto no
significaba (no “reenviaba a…”) sino que era en ese evento la realización sonora
perceptivamente vivida de su familia extendida (Pelinski 1981: 31-48). Mientras para ella
Beethoven había sido ruido, la ejecución danzada de su canto personal, eran en ese
momento la experiencia por ella directamente vivida de su identidad.

Estas observaciones nos conducen a explorar más detenidamente las relaciones entre
corporalidad y corporeidad, percepción y experiencia musical.

5. Percepción: vivo, luego pienso


Para comprender mejor cómo participan la corporalidad y la corporeidad en la cognición
musical es necesario precisar las conexiones entre sensación, percepción (o experiencia
perceptiva) y conceptualización. A través de nuestro cuerpo y de sus sentidos obtenemos
informaciones sensoriales bajo la forma de “ representaciones neurales “ que se
distinguen según el sentido que les da origen. La tarea de la percepción es interpretar o
convertir estas informaciones en términos de “ imágenes perceptivas “ (auditivas, visuales,
olfativas, etc.), que son almacenadas en el cerebro no como tales, sino como “
disposiciones “ o potencialidades latentes para reconstruir imágenes. La intervención de la
mente consiste en manipular estas imágenes representándolas internamente para
organizarlas como conceptos y ordenarlas como categorías en el proceso del
pensamiento (véase Damasio 1996: 92-105).[16] De este modo, la participación del cuerpo
(tanto como corporalidad como corporeidad) conduce a vivencias subjetivas y síntesis
perceptivas preconceptuales, que preceden cognitivamente a los procesos racionales
(reflexión, representación, inferencia, síntesis intelectual) cuya base preteórica y prelógica
constituyen. Ello no significa, sin embargo que el proceso que se extiende teóricamente
de la sensación a la síntesis conceptual deba producirse en todos las instancias de la
percepción musical. El caso normal es, según creo, que un proceso de percepción
musical se detenga en la activación de los esquemas prelógicos, imaginativos y
corporales, sin que la intervención del proceso racional de síntesis conceptual sea
condición necesaria para que se produzca la epifanía del goce musical.[17]

Desde la perspectiva fenomenológica, toda percepción, mientras se lleva a cabo, es un


dato absoluto (Husserl 1982: 40). Así, la música que en este momento escuchamos está
aquí, es “algo que es en sí lo que es.” Durante la percepción vivimos en la música
percibida, sin mediación conceptual o racional que separe al sujeto de su objeto, al del
objeto percibido. Si la percepción corporal es fundacional y decisiva en nuestros procesos
cognitivos, el conocimiento musical como derivación lógica de un saber perceptivo,
intuitivo, y vivido es, por naturaleza, secundario (véase Husserl 1982: 50). La música no
es lo que pienso, sino lo que vivo.[18]

Esta afirmación puede esclarecerse si tomamos en cuenta que la relación entre concepto
y experiencia perceptiva no agota la intencionalidad de la experiencia perceptiva: si el
objeto de la percepción pertenece al orden material, su descripción puede hacerse en
forma de lenguaje conceptual asertivo; si, en cambio, pertenece al orden fenoménico,
preconceptual, de la expresión artística o imaginativa, su descripción suele valerse de
conceptos formulados como metáforas (Scruton 1997: 92). Scruton ilustra esta distinción
con un ejemplo musical: mientras los sonidos como hecho físico pertenecen al dominio
material, su descripción en tanto música no puede prescindir de la metáfora, “porque ésta
define el objeto intencional de la experiencia musical“. Aunque el sonido no sube ni baja,
es así como lo escuchamos. (Scruton 1997: 93). Los sonidos pertenecen al orden de la
corporalidad material; la música, al orden de la corporeidad fenoménica.

Las varias modalidades de la corporeidad vivida en la experiencia perceptiva –


temporalidad, espacialidad, perspectivismo, sinestesia, propriocepción, etc. – están
vinculadas por una propiedad esencial de la percepción: la intencionalidad. Según enseña
la fenomenología, “toda percepción es percepción de alguna cosa.“ (Merleau Ponty 1945:
85). La consciencia posee la propiedad distintiva de ser “consciencia de“, esto es, de estar
por naturaleza dirigida a un objeto, puesta en relación con una imaginación,
representación, intuición, fantasía, en una palabra, puesta en relación con el mundo.
Intencionalidad es, pues, la correlación entre la percepción y un objeto, que puede ser
exterior o interior a la consciencia. ¿Cuáles son los objetos intencionales de la percepción
musical? Son los silencios, los sonidos, las melodías, los ritmos, los colores, las armonías,
las formas, en fin, todo material sonoro y su ausencia silenciosa organizados
musicalmente, las emociones, los impulsos propioceptivos asociados a la escucha, y todo
sentimiento de identidad, pertenencia, solidaridad, etc. vividos inmediatamente en la
percepción musical. Estos contenidos se perciben forma de imágenes que eventualmente
pueden ser conceptualizados en la forma de pensamientos.
El principio de la intencionalidad tiene importancia fundamental para una estética musical
concebida desde la fenomenología: una música no concretiza sus posibilidades como
evento musical significativo sino en la medida en que es objeto de una percepción
intencional. En tal caso, la música es inmanente a la conciencia en cuanto objeto
constituido como correlato de la percepción intencional, esto es, de una experiencia
presente, plena y directa, en la que los sentidos, la emoción y la mente participan
solidariamente.

Si bien la música existe fuera de nuestra conciencia, sólo podemos afirmar su existencia
en cuanto tenemos experiencia de ella. La música y la consciencia nos son dadas al
mismo tiempo: exterior por esencia a la consciencia, la música es, por esencia, relativa a
ella (Sartre 1947: 32).

La existencia fenoménica de la música está fundada, pues, sobre la evidencia de una


vivencia inmediata, antepredicativa y prerracional, en la cual mi consciencia y la música
se encuentran vinculadas por un acuerdo primordial. Para comprender el significado de
esta vivencia, tengo que reflexionar sobre ella retrotrayéndome a su estado anterior a toda
racionalización y tematización científica.

Si la intencionalidad es rasgo primordial de la percepción consciente, el modo de


existencia de la música no es ni físico ni ideal. La música, de cuya existencia exterior
objetiva no dudo, existirá para mi consciencia sólo en cuanto correlato (o contenido) de mi
percepción intencional. Por lo tanto, en vez de oposición entre sujeto y objeto, habrá entre
ellos una relación de reciprocidad que los vincula inexorablemente en el acto de la
percepción.

Corolario del principio de intencionalidad es la suspensión de la distinción entre


exterioridad e interioridad. Intencionalidad significa estar enredado en la música de tal
manera que ya no es posible pensar la oposición entre consciencia y música: la una no es
concebible sin la otra; ambas se definen recíprocamente. El yo existe sumergido en la
música y ésta como entorno sonoro percibido por el oyente (o dado para él).

La reciprocidad vivida entre y percibido, entre consciencia y su contenido, libera la


reflexión musical tanto del positivismo como del idealismo. La libera del positivismo,
porque lo que aprendemos de las ‘ciencias de la música’ al recoger, clasificar, transcribir,
analizar, editar y publicar objetos musicales no adquiere sentido a menos que estos
conocimientos científicos reposen sobre la experiencia, silenciosamente vivida y
prelógicamente significante, de la música. Y la libera del idealismo, cuya creencia en la
primacía de la mente, de la idea, de la reflexión, del lenguaje, y del texto sobre la materia
y la experiencia directa de la realidad conduce a crear discursos abstractos, que,
haciendo reposar las funciones de la representación y de simbolización sobre ellas
mismas, las desconectan del orden existencial que pretenden comprender (véase
Merleau-Ponty 1997: 141-2).

Para la fenomenología existencial la percepción intencional es prelingüística,


preconceptual y antepredicativa: nuestra experiencia es fundamento del conocimiento y
de la significación: lo que vivimos en ella lo vivimos como real. Esto quiere decir que la
consciencia, en la correlación vivida con su objeto intencional, es la fuente de todo
sentido. No obstante, aunque nosotros otorgamos su sentido a la música en el acto de la
percepción intencional, ello no sucede sin que la música misma nos lo proponga (véase
Merleau-Ponty 1997: 457): lo hace a través de su génesis socio-cultural y de su
situacionalidad histórica en las que hay siempre ya una codificación cultural latente. Ello
no obstante, toda operación intelectual de atribución posterior de significaciones, inferidas
de la percepción musical originaria, aparece como abstracta, secundaria y derivada en
relación con la significaciones vividas. No se trata, pues, de asignar significaciones
desprendidas de las vivencias musicales inmediatas, porque justamente la significación es
lo que nosotros mismos vivimos cuando estamos tendiendo una experiencia musical.

Llegados a este punto, es oportuno precisar qué entendemos por experiencia musical.

6. Experiencia: existo, luego puedo


Percepción y experiencia son conceptos correlativos. La percepción, consciente o
inconsciente, conceptual o no-conceptual, crea los contenidos de la experiencia. Aunque
podamos hablar de la experiencia que nos proporciona una percepción particular, su
posibilidad y su calidad están, pues, prediseñadas por la historia de percepciones
precedentes. Según una hipótesis neurofisiológica, las percepciones nos proporcionan
fenómenos sensibles, concretos, corporales, cuya repetición se estratifica en forma de
“disposiciones”.[19] vinculadas a determinadas “pautas neurales“ operativas en la memoria.
Estas disposiciones no albergan imágenes perceptivas (percepciones sonoras, táctiles,
visuales, etc.) en sí, sino medios para reconstruirlas (Damasio 1996: 104, 108). La
repetición de estas imágenes produce un proceso de sedimentación cuyo resultado son
nuestras experiencias. Es así que podemos hablar de la experiencia musical como
sedimentación histórica de nuestras sucesivas percepciones musicales.

Las experiencias musicales revisten innumerables formas, según las diferentes culturas y
estilos musicales, la sensibilidad personal del músico u oyente, su edad, condición social,
etc.; pueden ir desde el éxtasis de una escucha profunda hasta el canto masivo en un
estadio de fútbol repleto. Todas ellas están vinculadas a modulaciones particulares de la
corporeidad. Las que serán discutidas aquí son experiencias relativas al aprendizaje y a la
ejecución instrumental que, a través del esquema corporal y de la adquisición de hábitos
musicales involucran al cuerpo como acción, o, para decirlo más finamente, “como
estructura estructurada estructurante“ (Bourdieu 1980: 87-109). Luego me detendré a
examinar un caso de emoción musical en edad temprana cuya intensidad corporalmente
vivida marca la historia de vida de una persona. Comenzaré, pues, describiendo el ritual
típico de las primeras clases de instrumento para un aprendiz de violonchelo. Se trata de
una escena que, aunque tenga por objeto el aprendizaje de música escrita ‘occidental’, se
inscribe en el sistema de transmisión practicado ejemplarmente en la relación maestro-
alumno de las músicas de tradición oral.

Después del saludo de rigor, el maestro[20] coge su violonchelo, se sienta en postura de


ejecución frente al aprendiz, y comienza mostrándole las posiciones correctas del cuerpo
requeridas por la naturaleza del instrumento: cómo sentarse, coger el instrumento y el
arco, mover el brazo derecho, posicionar la mano izquierda y los dedos sobre las cuerdas,
afinar el instrumento, etc. Durante el aprendizaje de las piezas, el maestro corrige tanto
las posiciones corporales como los aspectos musicales: la justeza de la afinación y del
ritmo, la ejecución de las indicaciones dinámicas, etc. Lo hace menos con explicaciones
verbales que con demostraciones corporales, sea ejecutando ejemplos musicales, sea
canturreando o gesticulando. El aprendiz trata de imitar estos modelos buscando la
convergencia de los movimientos habituales de su esquema corporal y un nivel de
musicalidad (al menos) aceptable que la ejecución de la pieza exige. A través de las
correcciones del maestro, aprende a escucharse a si mismo y luego, tocando a dúo con el
profesor aprende a escuchar a los otros. El maestro da la lección por aprendida cuando el
aprendiz ha comprendido e integrado la pieza a la reserva de sus disposiciones motrices
en la forma de un habitus de ejecución que funciona como “disposición transponible“
(Bourdieu 1980: 87-109) a otras piezas del repertorio del instrumento. Al fin de la clase, el
maestro indica las piezas que el aprendiz deberá practicar antes del próximo encuentro.

Podemos preguntarnos ahora, de qué manera está implicado el cuerpo en esta escena
típica de un aprendizaje musical. Lo hace al menos a tres niveles: como esquema
corporal innato, como lugar de desarrollo de hábitos y habilidades motrices, y como sitio
de la emoción musical.

El esquema corporal innato capacita al aprendiz para realizar acciones susceptibles de


ser utilizadas para fines musicales. Su esquema corporal es su manera de expresar cómo
su cuerpo está en el mundo y le permite realizar los movimientos propios de la especie:
sentarse en una silla, coger el instrumento de una manera adecuada a la estructura de su
cuerpo, etc. Mover el cuerpo hacia ciertos objetos o en relación con ellos es dejar que el
cuerpo responda preconceptualmente a sus solicitaciones (Merleau-Ponty 1997: 155-6;
Gibson 1979: cap. 8). Por otra parte, el instrumento está construido y es concebido como
complementario a los aspectos corporales mencionados: se adecua a la estructura innata
del cuerpo, a la posibilidad de que el aprendiz desarrolle sus habilidades técnicas, su
capacidad de apreciación estética y adquiera una nueva relación con los objetos de su
entorno cultural. El instrumento musical se ofrece al aprendiz y éste lo percibe
(inconscientemente) como una provisión (affordance) del entorno cultural (Gibson 1966,
1979) en este caso al servicio de la música. Existe, pues, una correlación entre
corporalidad, corporeidad e instrumento musical de la misma manera que en la
percepción intencional existe una correlación entre el sujeto y el objeto por ella
constituido.[21]

El aprendiz desarrolla hábitos sómato-motrices que le permiten desocultar las


posibilidades musicales del instrumento. Estos hábitos y habilidades se sedimentan por la
práctica en “disposiciones duraderas“ (aunque no estáticas) cuya plasticidad les permite
ser transportables a situaciones musicales semejantes. Son una especie de “gramática
generativa“ que le permite al músico producir actos musicales de manera inventiva y, a la
vez, predecible. Los hábitos de ejecución musical transforman y enriquecen el esquema
corporal. Gracias a ellos el instrumento musical se integra al cuerpo como su
prolongación: el aprendiz ”incorpora“ el instrumento a su esquema corporal como una
extensión “natural“ de su cuerpo. Músico e instrumento pueden fundirse y confundirse
hasta el punto en que, paradójicamente, el ejecutante, en la euforia de la ejecución siente
su cuerpo sin escucharse (Rosen 2005: 15-44). Los hábitos de ejecución musical operan
a nivel subconsciente; a partir de cierto grado de competencia, el aprendiz sabe ejecutar
el instrumento sin saber cómo lo hace: puede ejecutar un pasaje difícil sin saber cómo ha
movido los dedos ni poder decir exactamente dónde se encuentran sobre el instrumento
cada una de las notas ejecutadas. Las notas están “al alcance de la mano.” El aprendiz ha
aprendido un pasaje, cuando el cuerpo lo ha comprendido, esto es, cuando lo ha
incorporado a su mundo. El aprendizaje no se hace pensando sino haciendo.
Conocimiento y comprensión son primordialmente acción. El cuerpo sabe sin necesidad
de pensar(lo); es “la razón disfrazada de naturaleza.“ (Merleau-Ponty 1997: 144, 154-64).
[22]

En fin, el cuerpo se manifiesta como sitio de las emociones musicales, aunque no parece
que éstas tengan un perfil corporal diferente del de otras emociones. Lo cierto es que,
más que otros estados conscientes, las emociones incluyen manifestaciones corporales
(Damasio 1996; de Sousa 2003). Es, por tanto, comprensible que el objetivo de suscitar
emociones entre los audio-espectadores es una aspiración de todo buen intérprete.

Una vez desarrollados sus hábitos motrices (la “técnica“ del instrumento) hasta un nivel
que le permite ejecutar el instrumento sin la supervisión real o virtual del maestro: el
aprendiz está preparado para expresarse creativamente y realizar el objetivo último de
sus fatigas: “iluminar la música desde su propia interioridad. [23] Los esquemas corporales y
habitualidades técnicas pasan ahora a segundo término en la mente, sin necesidad de
que el músico les preste atención; debido a su origen corporal y al entrenamiento del
aprendizaje, funcionan desde ahora como un sistema de códigos cuya significación el
músico no necesita representar conceptualmente para poder realizar una ejecución
musicalmente satisfactoria. La motricidad deja de ser “la criada de la consciencia“
(Merleau-Ponty 1997: 156) más bien, ambas se mezclan ahora en la forma de imágenes
sonoras, sómato-sensoriales y visuales que, sin excluir una posible organización
conceptual, sirven para producir a partir del hábito nuevas respuestas motrices.[24]

El proceso de aprendizaje es, pues, práctico y consiste básicamente en una mímesis


auditiva, visual, y motriz del modelo ofrecido por el maestro. Este rasgo de “mímesis
práctica“ (Jackson 1989: 134-5) se da en todo tipo de actividades cotidianas, en particular
en las sociedades de tradición oral, aunque en las literatas y tecnológicamente
avanzadas: muchos procesos de aprendizaje, entre ellos el musical, requieren
normalmente la guía de un instructor o maestro.

La actualización del esquematismo corporal con sus capacidades neuro-motoras y el


desarrollo de hábitos de ejecución durante el aprendizaje muestra su funcionamiento
pleno en la vida profesional del músico. Un ejemplo de cómo un músico puede realizar
eficazmente acciones musicales habituales en situaciones diferentes es el del organista
que se prepara para ofrecer un concierto sobre un instrumento distinto al que está
acostumbrado a tocar (Merleau-Ponty 1997: 162-4). Gracias a la habitualidad de su
experiencia, el organista no necesita más de una hora de trabajo para orientarse sobre las
disposiciones de los registros y las dimensiones del nuevo instrumento. Es obvio que en
este corto lapso no puede adquirir nuevos reflejos ni diseñar un plan analítico-racional
para controlar el nuevo instrumento. Su pronta acomodación al nuevo instrumento es
posible porque el hábito no reside ni en el pensamiento racional ni en el cuerpo objetivo,
sino en las aptitudes adquiridas a través de una práctica que sedimenta experiencias y
desarrolla esquemas motrices en un cuerpo vivido preconceptualmente. Cuando por fin la
música resuena, el cuerpo del organista y el instrumento ya no son más que “el lugar de
pasaje de una música que existe por sí misma y es por ella que todo el resto existe.“ En
conclusión: el conocimiento del organista radica en un hábito que se manifiesta como
acción musical eficaz. Su conocimiento es acción y su acción, conocimiento. Su
conocimiento es puesta en acción, “enacción“ o “cognición corporizada.“ (Varela 1992:
174-247). Su comportamiento musical no es originariamente un “yo pienso que” sino un
“yo puedo“ (Merleau-Ponty, 1997: 154). Los preparativos del organista, por su carácter de
habitualidad, se asemejan por lo demás a las experiencias preconscientes y no-
conceptuales que constituyen la base del 90% de nuestro comportamiento cotidiano
prerreflexivo (Varela 1998: 109-12).[25]

No puedo entrar a discutir aquí en detalle los gestos con los que el intérprete acompaña
sus ejecuciones musicales. Moción y emoción, música y visualidad están íntimamente
conectados. Ya Darwin había señalado la importancia del movimiento en la expresión de
las emociones de humanos y animales (Darwin [1872] 1965). Y Charles Rosen anota con
su agudeza habitual que “…la música es gesto corporal además de sonido“ (Rosen 2005:
24). En diversas teorías contemporáneas, el gesto y el movimiento en general vuelven a
ser interrogados desde los intereses teóricos de las diferentes disciplinas (Hatten 2004;
Sheets-Johnstone 1999: 259-77; McNeill 1992).[26] Desde el contrapunto entre fenómenos
y neuronas quisiera señalar algunos aspectos de la gestualidad que conciernen
directamente a la música:

 el gesto corporal del ejecutante no “reenvía“ semióticamente a una emoción, sino


que es en si mismo la actualización de la emoción. El sentido del gesto comprendido no
está “detrás del gesto“, sino que “se superpone al gesto,” se identifica con él (véase
Merleau-Ponty 1997: 203);
 entre los gestos del ejecutante y el audio-espectador se establece una relación de
reciprocidad: como el sentido de los gestos no está “dado“ por el ejecutante sino que
emerge de la percepción intencional en cuanto los gestos son “comprendidos“ por el
audio-espectador, puede afirmarse que los gestos del ejecutante dibujan un objeto
intencional cuya comprensión por el audio-espectador (puede) habita(r) a su vez el cuerpo
de ejecutante (Merleau-Ponty 1997: 203).
 cuando el ejecutante (instrumentista, bailarín, cantante) siente una emoción, la
organización neural que vincula el cerebro con el cuerpo induce “respuestas
disposicionales“ dirigidas al cuerpo del ejecutante que suelen externalizarse como gestos
o movimientos específicos del propietario del cuerpo;
 la especificidad de la maquinaria neural que está detrás de las emociones
actualmente sentidas y conscientes, permite también al cerebro “circumvalar” los
procesos neurales de relación cerebro-cuerpo, de tal manera que el ejecutante puede
realizar gestos “como si” sintiera durante la ejecución tal o cual emoción musical. El
ejecutante puede “representar gestualmente la emoción sin “‘sentirla’“ (Damasio 1996:
144);
 las posibilidades de respuesta emocional del audio-espectador frente a los gestos
(¡y a la música!) del ejecutante están presumiblemente avaladas por la actividad de las
neuronas-espejo, cuya función es la de hacernos sentir, querer y actuar con el otro
(Lohmar 2005; Gallese 2001).
Resumiendo en palabras de Rosen, “el cuerpo imita la música […] Los gestos del pianista
son inevitablemente una traducción visual del sentido musical.” (2005: 41).

Más allá del dominio de la ejecución musical, la gestualidad puede asumir en la música
otras manifestaciones: en las músicas de tradición oral los diversos estilos musicales se
distinguen por su repertorio propio de gestos tanto musicales y vocales como
coreográficos; en la composición musical la gestualidad entra en juego sea como
procedimiento estilístico y estrategia composicional de cariz semiótico (Hatten 2004), sea
como material de composición (Berio, Ligeti, Kagel, etc.); en la dirección orquestal se
postula “una correspondencia entre lo que se sabe de la partitura, lo que se quiere oír y el
gesto que debe provocar ese fenómeno“ (Boulez 2003: 146-7). Es de notar, sin embargo,
que el sentido de estos diversos tipos de gestualidad se constituye intencionalmente en
nuestra percepción musical enriquecida por las experiencias vividas en el mundo de la
vida cotidiana.

Contrariamente a la habitualidad del intérprete profesional, la escucha


intrínsecamente musical suele ser una experiencia consciente, aunque sus contenidos no
se puedan identificar conceptualmente.[27] a menos que nos refiramos a ellos en forma
metafórica. No se pueden identificar conceptualmente en particular cuando no podemos
vincularlos a ninguna significación exterior de contenido narrativo, racionalmente
formulable (Scruton 1997: 95).[28] Este rasgo es particularmente evidente en las
experiencias musicales privilegiadas por su intensidad: no poseemos los conceptos
requeridos para especificar cómo la música está representada en el torbellino emocional
que las caracteriza.[29] Ilustro esta instancia con el análisis de una entrevista con C. T.
realizada en Barcelona en diciembre de 2002, cuya transcripción parcial ofrezco:
Yo venía de un pueblito donde había poca música: sólo lo que las abuelas raras veces cantaban…
algunas canciones que aprendíamos en la escuela, o la música que se tocaba en las fiestas del
pueblo : jotas, valses, pasodobles, esas cosas. Sólo un par de vecinos tenía radio. Mi padre había
comprado una, pero era difícil… para poderla escuchar ¡tenía que pedirle permiso!. También
recuerdo lo que cantábamos en la Iglesia, cuando íbamos a misa los domingos, o cuando había
algún funeral, …¡y ese olor a incienso y a cirios! Como parecía bastante piadoso, y bueno en eso
de hacer cuentas, cuando terminé la escuela primaria mis padres me enviaron a un internado para
seguir estudiando. Eso fue en el otoño de 1945; recuerdo que hacía algunos meses había
terminado la Segunda Guerra Mundial. En el internado escuché por primera vez música clásica en
un ensayo del coro de niños. El maestro de música nos trajo por sorpresa una grabación del
comienzo de la Pasión según San Mateo de Bach…Al escucharlo…¡fue como si me hubiera caído
un rayo!. Se me puso piel de gallina, y comencé a llorar. El maestro me preguntó qué me pasaba.
Como se me había hecho un nudo en la garganta, le señalé con el dedo la vieja Victrola. Me
respondió que entonces tenía que comenzar a estudiar piano…Vivía obsesionado por la música.
Por la noche no podía dormirme tecleando sobre las mantas el Hannon y esa piecita de Diabelli, no
recuerdo ahora cómo se llamaba. […] Después de escuchar ese coro de Bach supe que de una u
otra manera dedicaría mi vida a la música […].

En otras partes de la entrevista C.T. nos dice que hay sobre todo momentos de la pieza
que lo conmueven especialmente, como si lo “transportaran a otro mundo: Son, en
particular, la entrada del coro [c. 17], y las voces infantiles entonando las distintas frases
del coral. Añade, en fin, que aquella primera escucha le había producido una “conmoción
tan profunda” que mediante ella “había descubierto la música“ y decidido en ese momento
que de una u otra manera dedicaría toda su vida a la música.[30]

De esta narración quisiera subrayar tres aspectos:

 la emoción musical se ha manifestado en una respuesta corporal particularmente


intensa y visible (lágrimas, efecto sobre la piel, incapacidad de hablar). Aún hoy, después
de muchas décadas, C. T. prefiere no ser locuaz sobre lo que entonces “le ha sucedido.
Nos encontramos, pues, frente a una experiencia emotiva, en extremo intensa, ocurrida
en la infancia, (C.T. debía tener por entonces 11 años) que podemos calificar de
privilegiada, y que se sitúa dentro de los que los psicólogos llaman “emociones musicales
fuertes” o “peak experiences” (Gabrielsson y Lindström 1995; Gabrielsson 2001);
 su experiencia musical emerge de un primer contacto con la “música clásica”: el
maestro de música, sin discursos previos, quiso sorprender a los niños haciéndoles
escuchar un tipo de música que presumiblemente desconocían. Dado que en casa de C.
T. no se solía escuchar ni practicar “música clásica,“ al llegar al internado C. T era
prácticamente una tabula rasa musical, al menos en lo que se refería a la tradición de la
“música culta.” Tampoco conocía la lengua alemana, por lo que no es posible que el texto
literario del coral (Kommt, ihr Töchter, helft mir klagen…) hubiera podido ser el motivo de
su conmoción;
 la “emoción musical fuerte“ producida por la escucha del coro de Bach tuvo una
(con)secuencia existencial: durante los días siguientes al evento, C. T. decidió dedicar su
vida a la música. En efecto, llegado a la adolescencia, y habiendo quitado ya el internado,
C. T. se inscribió en un conservatorio y después en la universidad para estudiar música.
Desde entonces no ha cesado de “ocuparse de música“ de una u otra manera: como
docente, intérprete o compositor.
Parece evidente, pues, que aquella experiencia no se ha agotado en una representación
puramente conceptual: su significado existencial no ha nacido de una reflexión sobre la
naturaleza de dicha experiencia, sino que se ha condensado en el encuentro
profundamente emotivo – y decisivo para su vida – entre su consciencia y un coral de
Bach. Dadas estas condiciones es problemático hablar, en este caso, de “construcción
cultural de la emoción“ (Becker 2001), como suele decirse en el lenguaje académico. Es
cierto que la música de J. S. Bach es patrimonio de la cultura musical occidental y que sin
la existencia de esa cultura no habría tenido lugar la experiencia que nos ocupa. También
es más probable que la música de Bach afecte emocionalmente a un miembro de la
“cultura occidental“ que, por ejemplo, a un Inuit. [31] Pero un niño que viene de un medio
rural, que nada sabe de Bach, ni de canon musical, ni de cultura occidental erudita es
improbable que pueda construir su emoción a partir de realidades socio-culturales o de
una competencia rudimentaria de la música tonal.

Surge entonces la pregunta: ¿en base a qué presuposición lógica se puede interpretar el
caso de esta experiencia subjetiva de una manera que abandone el limbo del “lenguaje
privado“ para integrarse dentro del dominio intersubjetivamente compartido de lo que
pueden representar experiencias musicales intensas? Una respuesta es que, de acuerdo
a un “principio de simetría“(G. Evans 1982: 230) la experiencia musical de una persona
está articulada constitutivamente con su experiencia de lo que sucede en otros sujetos
también usuarios del lenguaje. El Otro es capaz de comprender mi experiencia porque yo
soy capaz de comprender la suya. Esta presuposición es razonable, si aceptamos la
hipótesis de la Einfühlung fundada en la presencia de las mencionadas neuronas-espejo.
Otra respuesta es que, en términos de fenomenología genética, un regreso a los orígenes
de una experiencia como la que hemos descrito, nos lleva a sensaciones preobjetivas de
tonos, melodías, texturas sonoras que en un momento indiferenciado de la vida de C. T.
comenzaron a ponerse en movimiento irracionalmente para diferenciarse de colores,
sabores, etc. En este proceso originario, tanto la diferenciación sensorial como la
intensidad de la percepción emocional aludida quedan inmotivados y sólo pueden ser
comprendidos como una predonación, un poder prereflexivo y prelingüístico de la persona
para donarse cosas, interrumpiendo el regreso sin sentido al infinito (Husserl 1970: 158-
66; Aguirre 1968: 196-9 ).[32]

En ambos casos, sin embargo, nos queda sin resolver la cuestión de la relación entre
experiencia musical y lenguaje: las experiencias musicales conscientes cuyos contenidos
son no-conceptuales gozan de un estatuto de plenitud somática, que nunca puede ser
absorbida sin restos por el lenguaje reflexivo y, en particular, por la objetivación científica,
que, frente a la experiencia corporal de la percepción, aparecen como derivativas y
secundarias (Husserl 1982). ¿Cómo se puede concebir entonces la relación entre
lenguaje y experiencia musical?

7. Lenguaje: hablo, luego pienso


Es bien sabido que las experiencias conceptuales están ligadas a la aparición del
lenguaje, que trae aparejada, a su vez, la aparición (hace cincuenta o cien mil años) de la
capacidad de reflexión y autorreflexión. La fenomenología existencial ha observado, sin
embargo, que el análisis del lenguaje y de la percepción en términos representacionales
tiene sus límites,
porque mucho de lo que sucede en ellos, sucede a nivel preconceptual […] El error de la aserción
representacional es definir la intencionalidad como fenómeno inherente a las afirmaciones del
lenguaje, y no también, y más fundamentalmente, en el comportamiento intencional prelingüístco –
como sucede en la acción habitual del experto. El divorcio entre afirmación y estructuras
prelingüísticas intencionales posibilita un discurso representacional que da cuenta sólo de los
aspectos más derivativos de la fenomenología del lenguaje y da cuenta de este aspecto más
derivativo de una manera que en el mejor de los casos es errónea (Wrathall y Kelly 1996, 4: [28]).

No es sorprendente, pues, que al utilizar el lenguaje conceptual para analizar experiencias


musicales complejas, dejemos inconceptualizados aspectos importantes de las mismas: la
cualidad de la emoción, los gestos interiores que espejan la gestualidad del intérprete, las
finuras inefables de la ejecución, aquel rubato finísimo que nos hace flotar libremente en
el tiempo-espacio, sin hablar de aquellas viejas canciones que impregnan de tristeza,
calor húmedo, y olor a selva virgen los recuerdos de la infancia... Si fijo mi atención en
estas experiencias, compruebo la incapacidad del lenguaje racional para representarlas
en toda su frescura y la riqueza de sus matices, – a menos de acudir al lenguaje
metafórico (véase 8.). Las experiencias perceptivas de contenido no conceptual,
corporalmente vinculadas a la acción y a la emoción, son más finas, detalladas y
complejas que las posibilidades lingüísticas de expresarlas y justificarlas como contenidos
conceptuales (Evans 1982; Peacocke 1992; Bermúdez y Macpherson 1998).

La distinción entre contenido experiencial no conceptual y conceptual puede ser ilustrada


mediante la diferencia existente entre la fina continuidad de una grabación musical
analógica con la perfección discreta de una digital. También se puede visualizar por la
diferencia entre funcionamiento de los relojes digitales y analógicos, o con nuestra
manera de calcular distancias cuando no disponemos de artefactos diseñados
especialmente para medirlas. Estos ejemplos muestran que la relación entre el sujeto de
la percepción y el contenido no-conceptual de su experiencia es tal que posee la
capacidad de proveer información inmediata sobre el entorno sin necesidad de apelar al
conocimiento proposicional. (Bateson 2000:372-4; Peacocke 1983; Bermúdez y
Macpherson 1998; Pitarch 2003)

Si bien la capacidad reflexiva está indisolublemente unida al lenguaje (Varela 1998), ello
no implica que también el contenido de las experiencias musicales, cuya naturaleza es
diferente a la de los contenidos semánticos del lenguaje natural, puedan ser
completamente aprehendidas en su inmediatez vivida por la reflexión lingüística.

Contrariamente a las tendencias que subyugan el “pensamiento musical“ al modelo


lingüístico, sostengo la venerable aunque mil veces atacada tesis de que la música, en el
sentido cotidiano del término usado comúnmente en la tradición occidental, es
primordialmente asemántica, no representacional, porque intrínsecamente carece de
contenido narrativo; su sentido no es dado por convención, sino por percepción
intencional (véase Scruton 1997: 138-40, 210, 223-5, 344-5).

Ello no obsta a que una inagotable variedad de significaciones convencionales (políticas,


sociales, culturales, filosóficas, etc.) le puedan ser asignadas desde el exterior mediante
discursos, por lo demás socio-culturalmente muy relevantes, que pertenecen a un dominio
de conceptualización generalmente exterior y posterior, subsidiario y periférico con
respecto a la experiencia musical vivida. La verosimilitud de esta aserción reposa sobre
hábitos de escucha que por diversos senderos (asociación, historia de vida, compromiso
social, etc.) sitúan la significación de la música fuera o más allá de la experiencia
intencional; aunque suscitadas por la música, no son experiencias “musicales.” Tal es el
caso de los discursos etnomusicológicos sobre las funciones sociales, culturales y
políticas a cuya configuración la música, entre otras actividades humanas, puede
contribuir como mediación sonora. Tal es el caso también de las significaciones que la
“semiología musical“ estructuralista ha ido atribuyendo a la música mediante
representaciones intelectuales.[33]

Por cierto, estas funciones y significaciones son importantes en cuanto la manera más
“razonable“ de atribuir a la música un predicamento socio-cultural, y de construirla, por
tanto, como actividad humana digna mediante el recurso de situarla dentro de los
discursos musicales institucionalizados. Frente a estos discursos, socialmente construidos
y académicamente aceptados, se yergue, sin embargo, un fenómeno que es el
fundamento de la “dignidad ontológica de la música“ (Aguirre): la experiencia musical,
vívida y vivida, del cual los discursos musicológicos –incluso el presente– son “pálidos
reflejos“. En suma, el contenido de la percepción musical es simultáneo e idéntico con su
sentido. Como objeto intencional de la experiencia perceptiva, la música no simboliza, ni
refleja la realidad; es la realidad en cuanto vivida en el fenómeno de la percepción
intencional.

Llegados a este punto, el perspicaz lector puede preguntarse ¿en qué consiste, pues, la
“musicalidad“ de los contenidos perceptivos a los que el autor se viene refiriendo, sin
haberlos especificado hasta ahora?. ¿Qué relación guardan estos contenidos con el
carácter lingüístico del pensamiento humano?

Cuando hablo de contenidos “musicales“ de la experiencia perceptiva, me refiero a todos


los objetos sonoros posibles, encuadrados por sus respectivos silencios (o a todos los
silencios posibles, encuadrados por sus respectivos sonidos) que en mi percepción
intersensorial (particularmente en la aural) se transforman en objetos intencionales. Entre
estos fenómenos tienen un lugar privilegiado los que en la cultura occidental llamamos
convencionalmente “música“ concebida en sentido amplio: desde el ruido del agua en la
fuente del jardín, hasta el inolvidable coro de Bach, sin excluir Mo-No. Música para leer de
Dieter Schnebel, ni fenómeno sonoro o silencioso alguno que decidamos percibir
intencionalmente como “objeto musical.” Su contenido “musical“ es el sonido y el silencio
organizados en la percepción como objetos intencionales según los parámetros corrientes
–altura, duración, dinámica, articulación, timbre, textura, forma, etc.–, la particularidad de
procesos composicionales, las cualidades de la ejecución (brillantez, delicadeza, fuerza,
etc.) y toda la gama de cualidades “musicales“ que seamos capaces de percibir en los
sonidos y silencios del medio ambiente.

En cuanto pertenecientes al mundo intencional de la imaginación, los contenidos


“musicales“ de nuestras experiencias perceptivas son preconceptuales y prelingüísticos,
esto es, “inefables“: no se dicen, se viven. Esta tesis trae consigo implicaciones teóricas
referentes a la relación entre lenguaje y música. En efecto, nuestra experiencia cotidiana
es testimonio de que, a menudo, hablamos de música y de que, para escribir sobre ella
textos verosímiles e intersubjetivamente comprensibles, nos situamos en el terreno de la
racionalidad conceptual. Para resolver esta aparente contradicción, se nos presenta una
alternativa: apelar al “pensamiento no lingüístico,“ o bien valernos de un lenguaje basado
en metáforas conceptuales.

La noción de “pensamiento nolingüístico“ implica que nuestra naturaleza de seres


corporalizados nos permite un comportamiento noconceptual en términos perceptivos
noproposicionales, los cuales, sin embargo, son bien estructurados, capaces de
representar el mundo de manera bien determinada y de aprehender adecuadamente el
mundo circundante. La posibilidad y la existencia de un “pensamiento nolingüístico“ han
sido ampliamente argumentadas por Bermúdez (2003a, 2003b). Sus argumentos
contradicen evidentemente la concepción usual de la naturaleza del pensamiento
protagonizada por Frege, Wittgenstein y los giros lingüístico y hermenéutico de las teorías
contemporáneas, para la cuales la noción de pensamiento sin lenguaje es “impensable”.
Wovon man nicht sprechen kann, darüber muss man schweigen, sentenciaba
Wittgenstein (1964). En el contexto de nuestro discurso, es posible interpretar los gestos
del intérprete y del director de orquesta como una especie de “pensamiento nolingüístico“
que puede ser intersubjetivamente comprendido (McNeill 1992). Los gestos son también
reveladores del significado que posee la escucha musical para el y la comunidad a la que
pertenece. Estos gestos suelen ser culturalmente configurados: giros de cabeza de
derecha a izquierda que en la cultura occidental significan negación, son signos de
emoción musical positiva para un Hindú que escucha un raga.

Sin embargo, nuestra manera más corriente de organizar nuestros discursos sobre la
música es el lenguaje basado en metáforas conceptuales generadas en su mayoría, por
nuestra condición de seres corporeizados. Semejante a la sinestesia la metáfora es,
según la semántica cognitiva, un recurso, del pensamiento para comprender un dominio
de la experiencia en términos de otro dominio (Lakoff y Johnson, 1980; Johnson, 1987;
Lakoff 1993). Más allá de ser una figura poética, la metáfora es, sobre todo, un
mecanismo cognitivo (Núñez 1999: 45). Su uso cognitivo se legitima por ser proyección
de nuestra experienica corporal, biológicamente predeterminada, sobre nuestras
experiencias perceptivas y nuestros pensamientos (Johnson 1987; Lakoff y Johnson
1999).

La metáfora posee la capacidad de mostrar las conexiones del pensamiento racional


lógico hacia atrás, con “el mundo de la vida“ como punto de partida, sostén y motivo de
toda teoría (véase Husserl 1976; Villacañas y Oncina 1997: 15). Por su capacidad de
establecer conexiones entre mundos diferentes – el material y el intencional, el acústico y
el musical – la metáfora es el medio lingüístico más adecuado para hablar de contenidos
musicales y, si fuera el caso, comprenderlos (véase Scruton 1997: 80-96). [34] Fenómenos
musicales intencionales, tales como la densidad, el movimiento, el color, la fuerza, la
textura, etc., pueden ser comprendidos en términos del dominio de experiencia corporal
que les ha dado origen (véase 8.).

Volvamos al problema de la relación entre lenguaje y experiencia musical. Si, como lo


postula la hermenéutica gadameriana, la lingüisticidad es previa a la experiencia del
mundo y, como tal, la condición de posibilidad para poder pensarlo, parecería que las
experiencias musicales prelingüísticas y prerreflexivas serían impensables, esto es,
inexistentes. En efecto, para Gadamer, “[El] pensamiento vive en el lenguaje” y “[l]o
lingüístico es la constitución fundamental del ser humano.” (Gadamer 1997: 115). El
lenguaje condiciona toda comprensión que es la manera de ser de la existencia (Dasein)
misma. “El lenguaje […] es la primera interpretación global del mundo y por eso no se
puede sustituir con nada. Para todo pensamiento crítico de nivel filosófico, el mundo es
siempre un mundo interpretado por el lenguaje” (Villacañas y Oncina 1997: 18). En la
perspectiva fenomenológico-hermenéutica, los conceptos establece(ría)n tanto el
horizonte de la experiencia posible como los límites de la teoría “pensable.”

Pese a su tesis de que el lenguaje sea condición de posibilidad y mediación de nuestra


experiencia del mundo, Gadamer admite que nuestra experiencia del mundo “nunca es
sólo un proceso lingüístico ni se agota en el lenguaje“ (Koselleck y Gadamer 1997: 89).
Habría, pues, dominios de la experiencia humana cuyo sentido escaparía a los rigores de
la razón lógica. Ahora bien, en el caso de la experiencia musical hay procesos
“extralógicos,” corporalizados, que se sustraen a las posibilidades de conceptualización
porque se basan en la imaginación, en la emoción y en los matices infinitos de la
sensibilidad humana. Estos procesos no son transparentes para la consciencia. De la
misma manera que el ser excede a la consciencia y al sentido (Kant), el ser del lenguaje
excede a sus aplicaciones discursivas (Gadamer), y la situación semántica de un acto de
habla desborda al sentido de las palabras empleadas (Austin, Searle, y el segundo
Wittgenstein). El espacio de la experiencia musical, por estar coimplicada en la
corporeidad de la percepción, rebasa las posibilidades de su conceptualización. Situar la
música en el horizonte de una génesis lingüística sólo da cuenta de sus posibles puestas
en discurso, las cuales no pueden agotar el horizonte de las experiencias musicales
posibles. El sentido de la experiencia musical es “siempre algo más que lo dicho y diverso
de todo esto“ (compárese con Koselleck 1997: 41). Este exceso de la experiencia musical
quizás sólo puede ser dicho en términos de metáforas conceptuales irreductibles a la pura
razón lógica.

En suma, hay una asimetría primordial entre la experiencia musical vivida y los intentos de
su conceptualización totalizadora que devuelve los discursos musicales institucionalizados
al sitio que les corresponde: el de fuentes derivadas y complementarias del conocimiento
musical. De la misma manera que la historia, “aunque posibilitada y mediada
lingüísticamente, va más allá de lo asequible con el lenguaje“ (Koselleck 1997: 89, 93),
todo modelo de procesamiento lingüístico-semiológico de la música sufre una
“inalcanzable pretensión de sentido“ debido a la naturaleza fundamentalmente asemántica
de la música y a que la corporalidad prelingüística de la experiencia musical excede todo
esfuerzo de racionalización total (véase también Jackson 1989: 122). Un contenido
preconceptual de la experiencia musical sólo se puede encauzar en el marco de una
consideración racional mediante un proceso adicional de traducción metafórica. Así se
pueden vislumbrar los límites de la preracionalidad, aunque sin la posibilidad de
aprehenderla en su totalidad.[35] Parafraseando a Husserl: ¡Lo menos posible de
entendimiento, pero lo más posible de intuición pura!: el lenguaje de la música deja la
palabra puramente al oído que escucha y desconecta el pensamiento que, entreverado al
escuchar, trasciende, o sea, reifica la experiencia musical.

Más arriba había sugerido que el valor cognitivo de la metáfora conceptual está legitimado
por ser proyección de nuestra experiencia corporal sobre nuestras percepciones y
nuestros pensamientos (Johnson 1987; Lakoff y Johnson 1999). En la sección siguiente
especificaré esta relación. [36]

8. Semántica cognitiva y corporeidad tanguera


Como ya se ha señalado, la percepción musical está estrechamente vinculada al espacio
como acción, orientación y movimientos vividos en su primordial carácter corpóreo. Esta
vinculación remite a los esquemas corporales que subyacen a nuestro modo de estar en
el mundo cotidiano y a nuestras conexiones habituales con el entorno natural (Johnson
1987; Lakoff y Johnson 1999; Núñez 1999: 41-60). Más aún, las percepciones musicales
generadas por nuestra corporeidad se expresan lingüísticamente mediante transferencias
intersensoriales metafóricas.

Nuestras habitudes de comportamiento lingüístico racional tienden a ocultar la


emergencia de estructuras de significación en la profundidad de nuestra experiencia
corporal. Sin embargo, como lo han mostrado Lakoff y Johnson (1980, 1999, Johnson,
1987) la corporeidad está implicada en la mente humana por la fuerte dependencia que
conceptos y razón mantienen con el cuerpo. El cuerpo configura la naturaleza misma de
nuestros conceptos (Lakoff y Johnson 1999:19-20). Las peculiaridades del cuerpo
humano y de las estructuras neurales de nuestro cerebro son el origen de las
experiencias sensorio-motrices de nuestra vida cotidiana de las que, a su vez, mediante
esquemas motrices y de la imaginación, emergen las estructuras conceptuales. La
condición de posibilidad para que tengamos conceptos significativos está intrínsecamente
vinculada a su conexión con nuestros cuerpos y la experiencia corporal.
Conceptualización, categorización, e inferencia nacen en gran parte de la naturaleza de
nuestro cuerpo: de nuestros esquemas de motricidad, de nuestras capacidad de
percepción gestáltica y de formación de esquemas de la imaginación.

Para expresar lingüísticamente esta proyección de nuestro aparato sensorio-motriz a


nuestras experiencias subjetivas y a nuestro juicios nos valemos de metáforas
conceptuales sin apelar directamente a la razón discursiva (Lakoff y Johnson 1999:7, 13).
Las metáforas nos sirven para formular conceptos abstractos sobre la base de patrones
inferenciales usados en los procesos sensorio-motrices directamente ligados al cuerpo. El
papel fundamental de las metáforas es, pues, proyectar inferencias de un dominio (el
sensorio-motriz) a otro (el mental). Por ello, la mayor parte de nuestros razonamientos son
metafóricos (Lakoff y Johnson 1999: 4, 7, 45, 78, 127-9, 134; Núñez 1999: 41-60). El
cuerpo está metafóricamente en la mente, como la mente está metafóricamente en el
cuerpo. Cuerpo y mente son una unidad indivisible metafóricamente.

Metáfora conceptual y experiencia musical prelingüística se encuentran sobre la misma


base: la corporeidad. Por esta razón, no es sorprendente que nuestros discursos
musicales, tanto cotidianos como académicos, hagan uso sobreentendido de metáforas
para establecer una comunicación lingüística sobre la música.

Ejemplificaré este fenómeno con un breve análisis semántico-cognitivo de la estructura y


contenido de conceptos corrientes en el lenguaje de músicos, poetas, y bailarines que
practican el tango porteño. Se trata de mostrar cómo tangueros y tangómanos
conceptualizan su relación con el tango por medio de metáforas conceptuales de
raigambre corporal. Escuchemos a los bandoneonistas:
“(El bandoneón) es para mí la prolongación de mi cuerpo. Tengo el instrumento incorporado a mi
vida (....) El bandoneón tiene un sonido muy sensual.”[37]

“Para el bandoneonista el instrumento pasa a ser una especie de infrapersona, es un poco uno, un
poco la mujer de uno. Hay un componente muy homosexual además. Uno se siente poseído y lo
posee, uno lo acaricia, lo odia, lo penetra, se siente penetrado, lo necesita...” [38]

“El bandoneón es un pedazo de mi cuerpo. Es la prolongación de mis manos, es mi alma, mi


corazón…”[39]

“El bandoneón es la prolongación de mis manos” (....). [40]


Arturo Penón (Montréal, 1983)
De la misma manera, Thomas Bernhard en su novela El malogrado (Der
Untergeher) atribuye a Glenn Gould el deseo incontenible de identificarse con su
instrumento hasta el punto de disolverse en él: “Lo ideal sería que yo fuera el Steinway,
que no necesitara Glenn Gould, decía, que pudiera, al ser el Steinway, hacer a Glenn
totalmente superfluo (…) Despertar un día y ser Steinway y Glenn en uno, decía,
pensé, Glenn Steinway, Steinway Glenn, sólo para Bach.” (1997: 87).

No menos significativas son las metáforas usadas por los poetas del tango mediante las
cuales antropomorfizan el bandoneón hasta identificarlo con el cuerpo humano. Además
de prolongar el cuerpo del músico, el bandoneón sabe, respira, llora, sueña, habla,
suspira, lastima, por cierto, tiene razón…
“…y mientras pierde la vida un tango
que el ronco fuelle rezonga.”[41]

“Bandonéon
porque ves que estoy triste
y cantar ya no puedo
vos sabés
que yo llevo en el alma
marcao un dolor.”[42]

“Buenos Aires, cuando lejos me vi


sólo hallaba consuelo
en las notas de un tango dulzón
que lloraba el bandoneón.”[43]

“Malena tiene pena de bandoneón


[...]
tus venas tienen sangre de bandoneón.”[44]

“Sueña el fueye, la luz está sobrando.”[45]


“Lastima, bandoneón,
mi corazón
tu ronca maldición maleva
[...]
Ya sé, no me digás. ¡Tenés razón!.”[46]

Vemos, pues, que una parte del sentido musical y poético del tango viene de metáforas
proyectadas a partir de la corporeidad. Si analizamos estas metáforas, observaremos que
su estructura básica y sus contenidos se fundan en los conceptos de prolongación e
identificación: el cuerpo se prolonga y se identifica con el instrumento hasta el punto de
desaparecer en él; el instrumento asume ahora las funciones musicales de cuerpo. Estos
testimonios nos muestran que el concepto de instrumento (musical) se infiere a partir del
cuerpo humano y sus funciones. Las metáforas de la prolongación y de la identificación,
emitidas espontáneamente por el músico, provienen de su inconsciente cognitivo del
músico (o del poeta): además de informar la manera en que conceptualiza su relación
entre instrumento y cuerpo, expresa su modo de vivir la música percibiendo
espontáneamente las donaciones culturalmente informadas que le ofrecen las
posibilidades organológicas del instrumento: el timbre tristón del bandoneón y su
capacidad de articulación precisa para marcar el ritmo, la disposición de las cuerdas de la
guitarra que facilitan la posición de la mano, etc. Dicho de otra manera: la metáfora de la
prolongación nos indica que la experiencia proporcionada por la ejecución instrumental
depende de nuestra experiencia corporal, su dominio de origen. La metáfora proyecta el
dominio corporal sobre el dominio instrumental-musical para hacer comprensible el
contenido de la experiencia musical.[47]

Astor Piazzolla, Montreal 1984


(Foto P. Guzmán)
También las encuestas que he ido realizando sobre la utilización de metáforas corporales
en la descripción de experiencias del tango porteño entre bailarines y público de diversos
lugares.[48] han dado por resultado metáforas constituidas a partir del cuerpo, que no por
parecer convencionales y tópicas, dejan de involucrar un sentido cognitivamente
revelador. He aquí algunos ejemplos provenientes del Festival de tango de Granada:
“Yo no pienso en el tango; yo lo siento.”

“El tango provoca un sentimiento desgarrador.”

“Es una música nacida del corazón.”

Otros revelan experiencias de milongueros británicos:


“[A través del tango], mi cuerpo se transforma en la extensión de sentimientos y experiencias. Si
uno vive apasionadamente y emocionalmente, entonces se puede sentir el tango, y quizás el tango
despierta a veces nuestra habilidad de vivir de esta manera.” (Mujer londinense, 43 años)

“El tango es expresivo y pasional. Es una liberación de emociones y emociones físicas.” (Varón de
Surrey, 53 años)

“El tango hace sentir tu cuerpo más listo de lo que realmente es.” (Mujer oxoniense, 44 años)

“[Cuando se baila el tango], escuchar su propio cuerpo es esencial.” (Mujer oxoniense, 36 años)

“[El tango] hace sentir mi cuerpo más sensual. Conecta mi cuerpo con mi alma.” (Mujer oxoniense,
53 años)

Estas metáforas se refieren al cuerpo como expresiones espontáneas del inconsciente


cognitivo que informa nuestra conceptualización de la relación entre cuerpo y tango;
serían incomprensibles sin una experiencia primordialmente corporal y prelógica que
informa la emoción suscitada en este caso por el baile del tango.

En suma, músicos y poetas del tango usan imágenes-esquema (“instrumento”) y


metáforas (el bandoneón antropomorfizado como prolongación o imagen del cuerpo)
fundadas en estructuras preconceptuales de la percepción corporal para otorgar sentido a
su experiencia del tango. Estos testimonios confirman la hipótesis de la semántica
cognitiva según la cual el sentido de una imagen-esquema y la elaboración de una
metáfora dependen, en primer lugar, de nuestra experiencia corporal que hace
inmediatamente comprensible la analogía instrumento-bandoneón-prolongación del
cuerpo, sin necesidad de apelar al recurso de proposiciones lógicas y abstractas para su
comprensión.

En otras palabras, las metáforas y los esquemas de la imaginación reafirman la idea de la


ciencia cognitiva según la cual nuestra manera fundamental de comprender el mundo es a
través de conceptos de nivel básico capaces de generalizar nuestras experiencias
relativas al funcionamiento de nuestro cuerpo en su entorno. Las percepciones,
experiencias, esquemas corporales, y metáforas son el fundamento sobre el que se apoya
nuestro sistema conceptual que nos permite hablar de la música como sistema racional y
simbólico.

9. Neuronas y Fenómenos
En una sección anterior (4.) he aludido a los intentos de mediación epistemológica entre
corporeidad y corporalidad, –una oposición que se plantea sobre el trasfondo de las viejas
distinciones entre pensar nomotético e idiográfico (Windelband), explicación causal y
comprensión del sentido, y que subyace a nuestra discusión disfrazada de neuronas y
fenómenos, neurociencia y fenomenología.

Desde una posición purista, un diálogo fructífero entre la fenomenología como “ciencia
rigurosa” (Husserl) y las neurociencias – sobre todo en su versión más reduccionista
(Churchland 1987; Churchland y Sejnowski 1992; Crick 1994; Koch; Bickle 1998, 2003)
parece imposible. Al fenomenólogo que cree en la vinculación de la mano con la palabra,
o que utiliza todavía su vieja Remington (o su inspirada Parker), y no dispone de conexión
a internet, se le aparecen las neuronas como si fueran el demonio en persona. “La
fenomenología termina donde entran en juego las neuronas“, dice pensativamente,
apoyándose en Husserl quien expresamente combatió “la naturalización de la
consciencia.“ (Husserl 1911).[49]

Edmund Husserl (1859-1938)


Sin embargo, más allá de estas dos soledades, existen[50] intentos de crear puentes
epistemológicamente transitables (Varela 1996; Bayne 2004) entre fenomenología y
neurociencia, protagonizados tanto desde la fenomenología ortodoxa, como desde
diversas tendencias de las ciencias cognitivas, en particular de la neurofenomenología
(véase Petitot et al. 2002)

Desde la fenomenología, su mismo fundador que en 1911 admite la posibilidad de


compatibilizar su proyecto con una teoría científica, realista y causal (Roy, Petitot,
Pachoud, Varela 2002: 61-78). Por su parte, Merleau-Ponty trataba de
“seguir en su desarrollo científico la explicación causal para precisar su sentido y situarla en su
verdadero lugar dentro del conjunto de la verdad. Por eso no se encontrará aquí ninguna
refutación, sino un esfuerzo por comprender las dificultades propias del pensamiento causal.”
(1997: 28-9, nota 1).

Más recientemente, el mencionado fenomenólogo Dieter Lohmar (2005) considera la


apropiación de resultados de las ciencias naturales como una razonable extensión de la
fenomenología. Lohmar se pregunta qué sentido tendría que la fenomenología se
presentase como fundación de las ciencias si después no fuese capaz de utilizar los
resultados de las ciencias para sus propios intereses de investigación. Tal es el caso de
las “neuronas-espejo” del cerebro cortical que nos obligan a repensar –
fenomenológicamente – la manera cómo podemos (con)sentir y (con)vivir en nosotros
mismos al mismo tiempo, o en el modo del “ como si “, los movimientos, acciones
corporales, sentimientos y voliciones de otras personas. Según la neurofisiología, las
neuronas-espejo aseguran la apertura empática de la experiencia individualmente vivida
hacia las vivencias del otro (Lohmar 2005: 163-65; véase también Gallese 2001). Si,
efectivamente, esas neuronas producen el comportamiento que les atribuye la
neurofisiología, no sólo comprenderíamos –en el registro del "como si “– el “ fantasma “ (o
la representación?) que en nuestra consciencia producen los gestos de un intérprete, y las
finuras de su interpretación musical, sino que entenderíamos porqué tal autoafección tiene
lugar. Ante esta hipótesis, podemos hacer dos observaciones: en primer lugar, aunque el
“con-sentir“ es ya un sentir que “espeja“ el sentir del intérprete, nunca sabremos si el
fantasma de nuestra autoafección es tan intenso como su sentimiento (real o producido
en el modo del “como si“). En segundo lugar, el conocimiento del porqué somos capaces
neurobiológicamente de con-sentir el rendimiento musical del intérprete nunca sustituye la
comprensión del cómo, o de la cualidad de nuestra autoafección.

Por otra parte, entre los intentos de acordar neurociencia con fenomenología está la
neurofenomenología propuesta por Varela (en Varela et al.,1992; Varela 1996, 1997,
1998, 1999) y su grupo de investigación (véase Petitot, Varela, Pachoud, Roy 1999).
Situada en el cruce de caminos entre el neuro-reduccionismo (Churchland, Sejnowski,
Crick, Koch, Bickle) que elimina la consciencia y el racionalismo dualista que sostiene la
infranqueabilidad de la brecha entre cognición y experiencia (Chalmers 1996), la
neurofenomenología se propone crear un vínculo entre la experiencia vivida y el
funcionamiento neuronal – silencioso e inconsciente – combinando estrategias
explicativas procedentes de la neurociencia con estrategias comprensivo-descriptivas
provenientes de la fenomenología (Varela 1996). El resultado es un intento sistemático de
naturalizar la fenomenología, acordándola con las perspectivas científicas de la actual
ciencia cognitiva (Petitot, Varela, Pachoud, Roy 1999).
Francisco Varela (1946-2001)
En homenaje a la brevedad, y por exceder los objetivos del presente trabajo, dispensaré
al (ya im)paciente lector de examinar críticamente la recepción de tesis fenomenológico-
hermenéuticas empleadas en el presente trabajo y que con nuevas resonancias teóricas
reaparecen con frecuencia en los escritos de Varela, – quien, por otra parte, reconoce su
deuda intelectual con Husserl, Merleau-Ponty, Heidegger y Gadamer. Sirva de ejemplo el
concepto de enacción como cognición corporizada (Varela et al., 1992: 33-4, 176-178,
202-211, 236-247). Según Varela, la cognición es enacción,[51] esto es, acción guiada por
los recursos sensorio-motrices de nuestro sistema neural en nuestros acoplamientos
corporales con el entorno natural y cultural que hacen emerger un mundo de significación.
Enactuar (hervorbringen) es hacer emerger un sentido a partir de un fondo de
comprensión que depende de nuestro estar en el mundo inseparable de nuestra
corporalidad biológica resultante de la evolución como deriva natural, y, al mismo tiempo,
culturalmente vivida. La cognición enactiva se opone, pues, a la cognición científica como
representación “objetiva“ de un mundo pre-dado, antepredicativo y prerreflexivo,
independiente del conocedor.

Las implicaciones hermenéutico-fenomenológicas del concepto de enacción, tales como


la intencionalidad, la negación de un mundo objetivo preexistente con independencia de la
percepción, la superación del dualismo subjetivo-objetivo en base a nuestra condición
epistemológica y ontológicamente fundante de nuestra condición de Dasein, la
preeminencia del conocimiento como acción, etc., son obvias. Sin embargo, el momento
nuevo, que nos retrotrae al background de la formación de Varela en ciencias biológicas,
es la importancia que cobra el sistema neural, la evolución como deriva natural, y, por lo
tanto, la necesidad de crear modelos para acoplar fenomenología con neurociencia. De
allí que el enfoque enactivo de la percepción presupone “determinar principios comunes
de ligamento legal entre sistemas sensoriales y motores que explican cómo la acción
puede ser guiada perceptivamente en un mundo dependiente del perceptor.“ (Varela
1992: 203).

Para colmar la brecha que separa los estados neurológicos de los estados
fenomenológicos, la neurofenomenología se propone producir una demostración
aceptable de la equivalencia, isomorfismo, analogía o identidad entre la manera en que
vivimos la corporeidad fenoménica y su correlato neurobiológico. Para resolver este
problema, la principal hipótesis de trabajo de Varela es generar
descripciones de la estructura de la experiencia y sus correlatos en la ciencia cognitiva [que estén]
relacionados entre sí por limitaciones recíprocas: La codeterminación de ambas descripciones
permite explorar los puentes, desafíos, intuiciones y contradicciones entre ambos. Ello significa que
ambos dominios poseen igual estatuto en exigir plena atención y respeto por su especificidad.
(Varela 1996: 343).

Este plan de trabajo se traduce, en última instancia, en un vasto intento de naturalizar la


fenomenología, esto es, poner en relación de coherencia sistemática los datos de la
fenomenología con los objetivos científicos de las ciencias cognitivas (Varela en Varela et
al.,1992; Baumgartner 1996; Varela 1996, 1999: 266-314; Petitot, Varela, Pachoud, Roy
1999; Lutz, 2002; Lutz, Lachaux, Martinerie, Varela, 2002; y, en particular, Roy, Petitot,
Pachoud y Varela 1999; Lutz y Thompson 2003; Noë, y Thompson 2004).

El proyecto de actualizar la fenomenología con la incorporación coherente de los


resultados de las ciencias naturales y de la neurociencia no ha quedado sin respuesta por
parte de algunos cognitivistas. Una de las críticas más sagazmente articuladas ha sido la
de Tim Bayne (2004). En relación con el objetivo neurofenomenológico de cubrir la brecha
entre experiencia consciente y actividad neuronal mediante un modelo formal matemático
o pasaje generativo (Varela 1997; Lutz 2002; Roy, Petitot, Pachoud y Varela 1999: 1-80) –
que incluya variables que pueden referirse tanto a los estados fenoménicos como a los
neurofisiológicos, Bayne, entre otras objeciones, se pregunta si un modelo formal
aplicable tanto a eventos fenoménicos como neuronales, si bien puede predecir estados
fenoménicos a partir de datos neuronales y viceversa, es también capaz de cubrir la
brecha explicativa: siempre nos quedaría por explicar por qué estados neuronales
particulares tienen la fenomenología que tienen. La razón por la cual estas relaciones
seguirán siendo misteriosas es que
[L]os modelos formales sólo pueden captar la estructura de un dominio y no su naturaleza
intrínseca”. [...] El carácter fenoménico de una experiencia – el “cómo se siente” una experiencia –
no puede ser completamente comprendido por una descripción estructural matemática […]. [L]a
relación entre vehículo y contenido es contingente, y sólo puede ser descubierta a posteriori.
Estudiar las experiencias en el nivel de los vehículos no le enseñará lo que es su fenomenología.
La neurociencia estudia los estados fenomenales en cuanto vehículos, la fenomenología los
estudia en cuanto estados portadores de contenido. (O, dicho de otra manera, la neurociencia
estudia las experiencias como entidades sintácticas, las fenomenología los estudia como entidades
semánticas).[…] Las propiedades de los contenidos de la consciencia (esto es la parte fenoménica)
no necesitan ser idénticas a las propiedades de los vehículos de la consciencia (esto es la parte
neurocientífica). (Bayne 2004, líneas 486-504).

Traducida esta polémica a términos musicales: el estado neuronal que acompaña (es,
funda, soporta) la experiencia de un acorde dodecafónico no tiene porqué ser isomorfo a
la estructura musical de un acorde dodecafónico. Inversamente, las propiedades
fenoménicas de una experiencia musical no tienen porqué ser traducibles isomorfamente
a las propiedades naturales de los estados neuronales que les son simultáneos. Y ya en
el plano de la ejecución musical: la utilización de las capacidades motoras puestas al
servicio de la ejecución musical no están predeterminadas por el conocimiento de los
procesos neurológicos que la acompañan.[52] Aunque la hipótesis de un isomorfismo entre
datos acústicos y percepción musical es tentadora porque, a partir de la experiencia
musical, abriría el camino a investigaciones explicativas, existen entre ambos procesos
mediaciones categoriales (sin ir más lejos, los hábitos de escucha configurados por el
entorno social) que cuestionan la viabilidad de tal investigación.

Más allá de los meandros de la neurociencia y de las sutilezas fenomenológicas, una


experiencia vivida no es idéntica con los procesos neuronales que la acompañan, como lo
pretende el eliminativismo reduccionista. No vamos a la ópera para ver (o padecer) la
excitación de occitocinas que supuestamente habrían desencadenado el amor fatal entre
Tristán e Isolda; vamos para gozar del placer estético que nos produce escuchar la
música de Wagner y presenciar la representación de una de las más bellas y
emocionantes historias amor (Damasio 1996: 120-1). Frente al reduccionismo
materialista, parece razonable pensar que las experiencias musicales cotidianamente
vividas poseen “restos“ que no caben en las verdades objetivas producidas por los
experimentos con imaginería cerebral de resonancia magnética (IRM) de procesos
neuronales. En su afán de proporcionar explicaciones racionales, la neurociencia tiende a
pasar por alto fenómenos que caracterizan nuestra manera de vivir la experiencia estética
que nos proporciona la música.

Sin menospreciar la relevancia de las contribuciones a menudo fascinantes de la


neurociencia y de las ciencias cognitivas para el conocimiento musical, la explicación
científico-cognitiva, aunque adecuada en su propio nivel de explicación, es, desde el
punto del vista de la comprensión y significación vivida de las experiencias musicales, una
abstracción intelectual: aunque sus explicaciones causales en el ámbito de la corporeidad
neurofisiológica expresan condiciones de posibilidad para la corporeidad experiencial de
la música, no se confunden con las descripciones fenomenológicas que apuntan a la
comprensión de percepciones no-conceptuales, motivaciones, sentidos, y significados
inmediatamente vividos.

Si bien el proyecto neurofenomenológico de tender puentes entre los fenómenos de la


conciencia (percepción, experiencia, emoción, voliciones, deseos, etc.) y sus correlatos
neuronales (CNC), puede ofrecernos explicaciones neurocientíficas capaces de
acrecentar el conocimiento de las relaciones entre mente y cuerpo, siempre nos queda la
pregunta: ¿qué podemos hacer con estos correlatos? Lo que podemos hacer es satisfacer
una motivación científica, proponiéndolos como candidatos para explicar qué condiciones
materiales (neuronales) de posibilidad requieren las percepciones musicales con ellos
correlacionadas. Pero ésta solución vive aún en el limbo de las hipótesis neurobiológicas,
ni es tampoco la cuestión principal que preocupa a un músico. Antes que saber qué
procesos neuronales se dan en el cerebro en relación con tales o cuáles experiencias
musicales, y porqué se dan esos procesos, el primer interés de un músico alerta, después
del de vivir la música, es comprender cómo es o cómo vive aquello cuya causa buscan los
científicos. “La investigación del porqué causal no sustituye la descripción del cómo
experiencial.“ (Clarke 2002: 283)

Aunque la brecha entre fenomenología y neurología se dejara cerrar


epistemológicamente, como lo haría pensar la promesa de su síntesis
neurofenomenológica, desde el punto de vista del interés musical siempre seguirán
existiendo las perspectivas diferentes de quienes prefieren por orden prioritario: vivir la
música en la sencillez profunda de la escucha cotidiana, y, si fuera el caso, vivir de la
música, persiguiendo objetivos profesionales; comprender el sentido de la experiencia
musical vivida y, si fuera el caso, articularlo ligüísticamente; en fin, saber por qué y de qué
manera se produce neuralmente lo que vivimos en la experiencia musical. Si lo cortés no
quita lo valiente, saber lo uno y comprender lo otro no deja de ser una opción fecunda que
merece ser explorada.

10. Conclusión
Las reflexiones precedentes han tenido como objetivo principal mostrar aspectos de la
imbricación de nuestra corporeidad en algunas prácticas y discursos musicales. Para ello,
alentado por tendencias recientes de las ciencias cognitivas, he apelado a argumentos
informados por la fenomenología, la neurofisiología y su intento de mediación: la
neurofenomenología. La hipótesis de trabajo subyacente a este intento ha sido la
convicción de que la corporeidad inherente a nuestras percepciones musicales, por su
doble carácter de motricidad prereflexiva y de intencionalidad preconceptual, es un factor
determinante tanto para las prácticas musicales (aprendizaje y ejecución) como para la
constitución del objeto musical y sus significaciones vividas en la inmediatez de la
experiencia musical.

Las significaciones musicales no se asignan racionalmente desde el exterior de la


experiencia musical: son siempre ya las experiencias vividas en la plenitud de nuestra
interacción perceptiva con la música. Estas significaciones son primeras y gozan de
prioridad frente a las significaciones musicales segundas producidas por inferencias de la
racionalidad abstracta que caracteriza buena parte de los discursos musicológicos.

Por otra parte, he tratado de mostrar que el estado de soledad en el que el oyente
constituye intencionalmente el objeto musical puede ofrecer significaciones específicas,
inherentemente musicales, cuya proyección social es posible por cuanto está
constitucionalmente vinculado a nuestra capacidad de crear comunidad, a nuestras
condiciones neurofisiológicas que nos permiten “acoplamientos estructurales“ (Maturana y
Varela 1990), y, en general, a nuestra condición de seres abiertos al mundo.

Sería erróneo interpretar la insistencia en la corporeidad de nuestras experiencias


musicales como un intento ingenuo de sustituir la razón por el cuerpo, o la racionalidad
intersubjetiva por la experiencia subjetiva. El cuerpo no está en la mente, ni la mente está
en el cuerpo: ambos fenómenos están a tal punto imbricados en la vivencia musical que
es difícil – y probablemente innecesario – crear representaciones “claras y distintas“ del
uno y del otro. Como lo formula Damasio, “[l]a naturaleza parece haber construido el
aparato de la racionalidad no sólo encima del aparato de la regulación biológica, sino
también a partir de éste y con éste.” (1996: 126). Y más adelante, “[P]robablemente la
racionalidad está modelada y modulada por señales corporales cuando realiza las
distinciones más sublimes y actúa en consecuencia.“ (1996: 188-9). Debido a su
coimplicación, del mismo modo que no hay cuerpo puro, tampoco hay “razón pura.”

En un retorno reflexivo, reconozco las limitaciones de este ensayo que termina donde en
realidad tendría que haber comenzado: mostrando con descripciones densas la carga de
corporalidad preconceptual de lo que aparece en la consciencia de quien ejecuta, canta,
baila, improvisa, compone, o escucha música. De ahí su carácter excesivamente
abstracto y su magra base empírica. Ello se muestra particularmente en la ausencia de
descripciones de experiencias interculturales. Es sabido, por ejemplo, que los diferentes
sentidos tienen diferente sentido para gente de diferentes culturas, y que la corporeidad
perceptiva implicada en las prácticas y los discursos musicales pueden ser función del
contexto cultural en el que se producen. A pesar de estas y otras muchas limitaciones,
espero haber podido contribuir con este ensayo a reconceptualizar un aspecto de la teoría
musical hasta ahora poco frecuentado por la musicología en lengua castellana.

Para terminar, una vez más el ritornello: la corporeidad de la experiencia musical como
significación vivida es lo que primordialmente importa. Más allá de ser un juego de
palabras, quizás el (único) mérito de este ensayo es el de haber buscado las palabras
para decirlo.

Agradecimientos
Agradezco los comentarios críticos del Prof. Dr. Antonio Aguirre (Universidad de Marburg,
Alemania) y del Dr. Rubén López Cano (ESMUC, Barcelona). También agradezco a las
Ediciones Akal por haberme permitido utilizar en la sección 8. del presente texto breves
porciones de un texto anterior (Pelinski 2000). Expreso, en fin, mi gratitud a la Prof. Dra.
Pilar Ramos (Universidad de Girona) por proporcionarme ayuda bibliográfica.

[Versión 1ª, abril de 2006. Los comentarios críticos serán bienvenidos:

ramon@pelinski.name o http://pelinski.name

Notas
 [1] Una situación semejante se producía hasta hace poco con respecto al tópico de la
consciencia. Escribía Varela: “Why this current outburst after all the years of silence, when
consciousness was an impolite topic even within cognitive science?” (Varela 1996).
 [2]Véase también Varela, Thompson y Rosch 1992; B. S. Turner 1991; Csordas 1990,
1994b, 1999 ; Welton 1998; Weiss y Fern Haber 1999, etc.
 [3] La idea es de Gottfried Leibniz, citada en la Musikalische Bibliothek de Lorenz Mizler.
 [4]Véase también Jack Reynolds. /www.iep.utm.edu/© 2001  The Internet Encyclopedia of
Philosophy.
 [5] Marvin Harris parece haber hecho una lectura peculiar de Husserl cuando asimila la
fenomenología al idealismo neo-kantiano y la considera como un componente “…of astrology,
witchcraft, messianism, hippiedom, fundamentalism, cults of personality, nationalism,
ethnocentrism, and a hundred other contemporary modes of thought that exalt knowledge gained
by inspiration, revelation, intuition, faith, or incantation as against knowledge obtained in conformity
with scientific research principles. Philosophers and social scientists are implicated both as leaders
and as followers in the popular success of these celebrations of nonscientific knowledge, and in the
strong antiscientific components they contain.” (Harris 1979: 315-24).
 [6] Por su parte, Heidegger propone una apertura hacia la intersubjetividad por la condición
óntica del Dasein, del ser arrojado en el mundo (Heidegger 2003), que vive dentro de una tradición
(Gadamer 1975).
 [7] La obra de Schütz, sociólogo, fenomenólogo y pianista, está situada en el origen de la
etnometodología, del interaccionismo simbólico y del constructivismo, en boga en la teoría social y
(etno)musicológica de las últimas décadas. Véase por ejemplo P. L. Berger y Th. Luckmann (1968),
P. Atkinson (1990), J. Bruner (1991), Th. A. Schwandt (1998). Por otra parte, sobre la escucha
musical en un contexto de Kollektivdasein, véase el trabajo “Grundfragen des musikalischen
Hörens”, de H. Besseler que había sido alumno de Heidegger. Al respecto, véase R. C. Wegman
(1998: 439).
 [8] Agradezco a Antonio Aguirre el haberme dado a conocer el artículo de Dieter Lohmar
(2005), director del Archivo Husserl de la Universidad de Colonia.
 [9] Agradezco la colaboración de John Hounam, tanguero impenitente y director del
conjunto Pasión Canyengue, que ha mediado las entrevistas realizadas en Oxford y Londres. Mi
agradecimiento es extensivo a Pilar Ramos quien ha agenciado las entrevistas escritas por los
estudiantes de la Universidad de Girona.
 [10] Comparar esta formulación con la afirmación de Jocelyne Guilbault (2005: 40): “So, far
from being ‘merely’ musical, audible entanglements through competitions also assemble social
relations, cultural expressions, and political formations.”
 [11] En la perspectiva materialista del neuroreduccionismo, los procesos mentales del ser
humano se identifican en última instancia con el funcionamiento celular y molecular del cerebro
(Bickle 1998, 2003).
 [12] Algunos antropólogos culturales proponen una concepción más abstracta y
constructivista de la corporeidad cuando distinguen entre cuerpo [i.e. corporalidad] como
“fenómeno prediscursivo y nogenérico que desempeña un papel central en la percepción, la
cognición, la acción y la naturaleza” y la corporeidad como “una manera de vivir o inhabitar el
mundo a través de nuestro cuerpo aculturado.“ (Weiss y Haber 1999: xiv)
 [13] En el original: Le monde est non pas ce que je pense, mais ce que je vis (Merleau-
Ponty 1945: xii).
 [14] En el original: Nous ne disons pas que la notion du monde est inséparable du celle du
sujet, que le sujet se pense inséparable de l’idée du corps, et de l’idée du monde, car s’il ne
s’agissait que d’une relation pensée, de ce fait même elle laisserait subsister l’ndépendence
absolue du sujet comme penseur et le sujet ne serait pas situé. Si, réfléchissant sur l’essence de la
subjectivité, je la trouve liée à celle du corps et à celle du monde, c’est que mon existence comme
subjectivité [consciencia] ne fait qu’un avec mon existence comme corps, et à celle du monde, et
que finalement le sujet que je suis, concrètement pris, est inséparable de ce corps-ci et de ce
monde-ci. Le monde et le corps ontologiques que nous retrouvons au coeur du sujet ne sont pas le
monde en idée ou le corps en idée, c’est le monde lui-même contracté dans une prise globale, c’est
le corps lui-même comme corps connaissant (1945: 467)
 [15] Paráfrasis de Merleau-Ponty:”la philosophie n’est pas le reflet d’une vérité préalable,
mais comme l’art la réalisation d’une vérité.“(1945: xv).
 [16] Kant lo veía de otra manera: “Sin la intuición no podría sernos dado ningún objeto, y
sin el entendimiento ningún objeto podría ser pensado. Los conceptos sin contenido son vacíos, las
intuiciones sin conceptos son ciegas” (Kant 1781). En el original: Ohne Sinnlichkeit würde uns kein
Gegenstand gegeben, und ohne Verstand keiner gedacht werden. Gedanken ohne Inhalt sind leer,
Anschauungen ohne Begriffe sind blind. Crítica de la Razón pura, 2ª. Parte, La Lógica
transcendental. Más recientemente, parafraseando a Kant, Hayden White escribía que “las
narraciones históricas sin análisis son vacías, y los análisis históricos sin narrativa son ciegos”
(White 1992: 21).
 [17] Hago esta reflexión en respuesta a una observación del Dr. R. López Cano, según la
cual parecería que la propuesta teórica que expongo se basa en una concepción linear del proceso
de percepción musical que conduciría fatalmente desde el objeto sonoro a procesos de alto nivel
como sería el de la síntesis conceptual. En este contexto, pienso que la propuesta de McAdams y
Bigand (2004: 1-9) para la exploración sistemática de lo cognitivo, expresada en el proyecto de
investigación de los procesos de alto nivel (representaciones mentales, toma de decisión,
inferencia, interpretación) de la audición musical, tiende a pasar por alto los rasgos de corporeidad
y la capacidad de síntesis preconceptual de la percepción auditiva.
 [18] Paráfrasis de “Le monde est non pas ce que je pense, mais ce que je vis, je suis
ouvert au monde, je communique indubitablement avec lui, mais je ne le possède pas, il est
inépuisable.» ( Merleau-Ponty: 1945: xii)
 [19] Conservo la expresión de Damasio “representaciones disposicionales”, aunque
poniendo entre paréntesis la connotación racional-lingüística del término ‘representación’. (Véase
Damasio 1996: 102-4).
 [20] Agradezco a Pau Ferrer, violonchelista y director de la Escola Municipal de Música de
Girona el haberme permitido observar sus clases violonchelo.
 [21] La “teoría de las provisiones“ tiene puntos comunes con la fenomenología, mediados
probablemente por los gestaltistas colegas suyos en Londres que habían sido alumnos de Husserl.
Véase al respecto Sanders (1993, 1996). Con respecto a una conexión con Heidegger (2003:
véase p. 97 y ss.)
 [22] Esta breve descripción de los hábitos musicales está directamente inspirada en los
conceptos de hábito (o habitud) de Merleau-Ponty (1997: 156-64) y en de habitus de Bourdieu
(1980: cap. 3). Para una discusión crítica de la relación entre ambos conceptos, véase Crossley
(2001a). Véase también Wacquant (2004) y la utilización que del concepto de habitus hace
Lehmann (2002) en relación con la influencia de la herencia social en la formación de los músicos
de orquesta sinfónica.
 [23] La expresión, pronunciada en una de sus clases magistrales grabadas para la cadena
de TV Mezzo, es del pianista argentino Bruno L. Gelber.
 [24] Sobre el funcionamiento neurofisiológico de las imágenes sonoras, sómato-sensoriales
y visuales en la producción de nuevas respuestas motrices, véase Damasio 1996: 91-3, 96, 216-7.
 [25] Frente a este tipo de experiencias, existen las experiencias conscientes que suelen
poseer contenidos conceptuales, esto es, responder a una actitud proposicional constitutivamente
vinculada a la capacidad lingüística del ser humano de formular afirmaciones que especifican lo
que se cree, desea, teme, etc. (Bermúdez y Macpherson 1998; Evans 2000; Bermúdez 2003). Las
experiencias conceptuales están ligadas a la aparición del lenguaje, unido a su vez a la aparición
de la capacidad reflexiva, “encarnada en un universo cognitivo complejo“, al interior de la cual
existe la capacidad de autorreflexión (Varela 1998: 109-12).
 [26] Sobre los diversos tipos de gestos relacionados con la música hay proyectos de
investigación en marcha, entre los cuales merece especial atención el emprendido por la
Universidad de Oslo. Véase hf.uio.no/imv/forskning/forskningsprosjekter/musicalgestures/. Véase
también una buena bibliografía en www3.usal.es/~nonverbal/books.htm y el Journal of Nonverbal
Behavior  ed. por H. S. Friedman, en versiones impresa y electrónica.
 [27] Sobre la distinción entre contenidos conceptuales y no-conceptuales de la experiencia
consciente véase Christopher Peacocke (1983).
 [28] Roger Scruton llama la atención sobre la relación entre las formas kantianas de la
sensibilidad (espacio y tiempo) y la preconceptualidad de nuestras experiencias. En efecto, según
Kant, la experiencia incluye una síntesis de intuición (componente sensorial) y concepto
(percepciones); por eso las percepciones son también representaciones. Sin embargo, la intuición
es también el orden preconceptual del espacio y del tiempo que no son conceptos, sino formas de
intuición que ordenan preconceptualmente la experiencia (Scruton 1997: 91-2).
 [29] Sobre la posibilidad del “pensamiento sin lenguaje,” véase Bermúdez y Macpherson
1998; Evans 2000.
 [30] C. T. es un hombre ya jubilado que solía trabajar como profesor de música en un
Instituto de Barcelona.
 [31] La referencia a la cultura Inuit no es arbitraria: en los años cuarenta del siglo XX un
grupo de misioneros introdujo corales de Bach entre los Inuit de la Costa oeste de la Bahía de
Hudson. Estos corales se cantaban sobre textos evangélicos traducidos al Inuktitut. Los misioneros
han grabado ese repertorio en Los Angeles, aunque no he sido capaz de verificar si los cantantes
en esa ocasión eran Inuit o misioneros. En todo caso, estos corales no llegaron a integrar el
repertorio corriente de cantos religiosos de los Inuit.
 [32] Agradezco a Antonio Aguirre la referencia de Husserl y sus comentarios sobre el
problema del regreso a un comienzo atemporal e indiferenciado.
 [33] Este rasgo de la semiología reenvía a un “sesgo visualista“ que implica espacialización
de la consciencia en la cual el conociente y lo conocido están separados el uno del otro y
considerados como esencialmente diferentes, el uno como observador imparcial, el otro sujeto a su
mirada o bien transformado en objeto de la misma (Jackson 1989: 6. Véase también Fabian 1983:
108).
 [34] Lo cual no dispensa de tener que justificar los problemas ontológicos y
epistemológicos implicados en la “naturalización de la fenomenología“ (Roy, Petitot, Pachoud y
Varela 1999: 1-80), tarea que evidentemente excede los objetivos de este ensayo.
 [35] Compárese con Koselleck en Koselleck y Gadamer 1997: 92.
 [36] La presente sección (8.) sobre la relevancia de la semántica cognitiva para la
comprensión de la experiencia corporal de la música retoman secciones más detalladamente
desarrolladas en textos anteriores (Pelinski 2000: 252-81).
 [37] Daniel Binelli en Azzi 1991: 63.
 [38] Rodolfo Mederos en Azzi 1991: 77.
 [39] Osvaldo C. Montes en Azzi 1991: 79.
 [40] Osvaldo Piro en Azzi 1991: 81-2.
 [41]  Bajo Belgrano, 1926, de F. García Jiménez / A. Aieta.
 [42]Bandoneón arrabalero.1928. P. Contursi / J.B. Deambroggio.
 [43]La canción de Buenos Aires. 1932. M. Romero / A. Maizani y O. Cúfaro.
 [44]Malena. 1942. H. Manzi/L. Demare.
 [45]Tal vez será tu voz. 1943. H. Manzi/ S.Piana.
 [46]La última curda. 1956. C. Castillo/ A. Troilo).
 [47] La relación corporal del músico con su instrumento no es análoga a la de la mano con
la máquina de escribir o el ordenador. Para Heidegger (2005), "Sólo de la palabra y con la palabra
ha nacido la mano. El hombre no tiene manos, sino que es la mano la que tiene íntimamente la
esencia del hombre, porque la palabra, como ámbito esencial de la mano, es el fundamento
esencial del hombre.”Servirse de la máquina de escribir, [o bien hoy, del ordenador,] degrada la
palabra a ser un medio de transporte […] En la escritura a máquina, todos los hombres parecen
iguales.”
 [48] Las encuestas a las que aquí me refiero provienen del Festival Internacional de Tango
de Granada, mayo de 1993, de la milonga de Oxford, dirigida en otoño del 1998 por John Hounam,
y de la milonga Caminito de Londres (1999), dirigida por Miguel González. Vaya mi agradecimiento
tanguero a quienes han participado en estas encuestas.
 [49] A lo que Francis Crick, si hubiera sido contemporáneo de Husserl, hubiera respondido
con desenfado: “Tú no eres más que un montón de neuronas. ¡Lo que interesa son los
mecanismos, no las palabras!“ (Crick 1994).
 [50] Ya han existido entre los psicólogos gestaltistas exdiscípulos de Husserl (Dupuy 1999:
539-60).
 [51] Sobre la operatividad de este concepto en la musicología, véase la tesis doctoral de
Rubén G. López Cano, 2004: 424-7, 919-26.
 [52] La búsqueda actual de equivalentes neuronales a las experiencias musicales tiene
precedentes en la búsqueda de correspondencias fisiológicas y musicales que, en torno a 1900,
realizaba la pianista, compositora y teórica francesa Marie Jaëll. Véase su bibliografía en
<http://www.musicologie.org/Biographies/jaell_marie.html#bibliographie. Agradezco a Pilar Valero
el haberme puesto en contacto con la obra de esta artista de espíritu 'extraño y profundo’ (P.
Valéry).

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