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Por otro lado, la política, ha sido un concepto con un sentido muy peyorativo y
despreciativo a nivel general debido al mal referente comportamental con el que se
relaciona cotidianamente, aunque tan alejado de la misma concepción filosófica griega
antigua donde se construyó el concepto y donde significara o hacía referencia a aquella
dimensión, también específicamente humana, que exige reconocer y educar la
competencia relacional de los ciudadanos como sujetos propios de derechos y deberes.
De esta manera, es preciso clarificar que la ética tiene por objeto único el desarrollo de
las competencias que permiten al individuo estar al servicio del interés y los principios
sociales, cuya finalidad es vivir en armonía, o en sentido de la Grecia clásica antigua, la
búsqueda de la felicidad a partir de un comportamiento virtuoso o justo que lleve al
disfrute de una vida buena como ser humano sin excluir a algún semejante (humanidad).
Con estos elementos, es posible retomar a Aristóteles para entrelazar estas dos
dimensiones (hoy reconocidas así), a partir de su comprensión del ser humano como un
“zoon politikon” o animal político, animal cívico, social, ciudadano, de donde se infiere
que la virtud, la felicidad y la justicia se alcanzan en sociedad, en relación con los otros,
es decir, políticamente. Dicho de otro modo y desde este mismo filósofo, si el ser
humano fuese un ser solitario la bastarían las pasiones y no necesitaría de las virtudes
ético-morales para poder desarrollarse como persona y vivir en sociedad.
Todo lo anterior permite, entonces, trazar una línea de correlación entre la ética y la
política, una continuidad al entender que no es posible ser autónomo, virtuoso, feliz,
justo y responsable al margen de la sociedad, del ámbito de la polís, aislado o en
desconocimiento de unos otros semejantes con quienes se habita y convive en búsqueda
de un proyecto vital que a la final tienen las mismas coordenadas o que sin los otros es
imposible realizar. Es más, desde el renacimiento se entendió que no se puede hablar de
vida buena sin una ciudad bien gobernada donde todos sus miembros disfruten de lo
mínimo necesario para sentirse y reconocerse personas libres, capaces de dar solución
de manera razonable si no racional, a los conflictos que surgen de la inevitable
experiencia de vivir en comunidad, pero lo más armónicamente posible.
Sin embargo, si tal relación es tan clara y necesaria, ¿Por qué nuestras sociedades,
llamadas civilizadas y donde sus miembros se reconocen ciudadanos por medio de sus
diversas constituciones políticas, conviven con la vergüenza y el flagelo de ser
instituciones por derecho democráticas aunque de hecho regímenes de fuerza y
autoritarismo disfrazado de muchas maneras para mantener el supuesto orden social que
no siempre concuerda con el bien común?
Porque cuando se ahonda en lo que desde hace más de 30 años se han llamado los
planes de Seguridad Nacional, impuestos y justificados para continentes como América
Latina, se desvirtúa el espacio de la discusión critica argumentada, el derecho a disentir
sin el temor de ser desaparecido y asesinado o por lo menos desplazado por las mismas
fuerzas constituidas del estado o por diversos grupos al margen de la ley a favor o en
contra del mismo o de cualquiera que este o no de su lado. Sería un gran ejercicio ético
y ciudadano mirar con detenimiento el carácter político y moral de tales políticas:
¿Hasta que punto son tan democráticas o promueven el ejercicio democrático, como el
llamado proyecto de Seguridad Democrática impuesto en Colombia por más de cuatro
años y que acrecentó no solo el odio y la división nacional sino el mismo conflicto
armado?
Seria muy interesante ampliar el anterior ejercicio si se mirase con más criticidad, en
aras a compromisos serios y responsables, el escandalizante ejercicio político que se
ejerce a partir del amancebamiento existente entre administración pública y corrupción.
Sólo basta con observar los muchos escándalos e investigaciones que pesan sobre
grandes representantes políticos de la vida nacional involucrados en despilfarros, robos
o el desvío de dineros, como se le suele llamar para ocultar la gravedad ética de tal
actuación. Acciones políticas contra la fama, honra y bienes de la sociedad y en contra
de otros ciudadanos que sí se esfuerza por cumplir con sus obligaciones y son
violentados y vulnerados por estos personajes inescrupulosos que no temen quedarse
con lo que es de todos sin ningún tipo de necesidad porque sus cargos les financia hasta
los lujos en los que viven. ¿Será por eso que hablar de política es un tema de tan mal
gusto para la mayoría de la población por lo menos latinoamericana, que no entiende
como se ocupa un carago de estos para convertirse en experto corrupto que después de
muchas investigaciones sale libre sin devolver sino migajas de lo que se robó o desvió
sin ningún tipo siquiera de necesidad vital?
Más aún, ¿cómo conciliar y justificar proyectos multimillonarios de paz, donde la
impunidad y el olvido se manipulan y confunden con el de perdón (concepto y valor de
ética de máximos o religiosa) y justicia, en medio de conflictos que cuando convienen
se reconocen como estados de guerra y cuando no como sólo alteración del orden
público? Reducir la paz al simple silenciamiento de unas armas o a la militarización de
toda la geografía nacional que incluso le cuesta el dinero de la educación, la salud, el
empleo, la vivienda, en fin, del bienestar público, pareciera que no es otra cosa sino
apostarle a la guerra de nunca acabar pues se convierte en negocio que lucra a unos
pocos y empobrece y hace miserables a muchos, muchos otros ciudadanos. Entonces,
¿Es lícito buscar la paz haciendo de la guerra un negocio donde los violentos ganan por
serlo indistintamente para qué, por qué o con quiénes trabajan?
1
GÓMEZ BUENDÍA, Hernando. Una cuestión moral. En: Revista Semana. Julio 23 de 2001.