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Del sincretismo religioso al sincretismo estético en el teatro de Carlos Solórzano

Del sincretismo religioso al sincretismo estético en el teatro de Carlos Solórzano.

Ana María Sandoval.

Introducción

El inventario cultural de Guatemala está determinado principalmente por las dos grandes
vertientes que la nutren: la indígena y su herencia ancestral maya-kâiché y la española; a esa
amalgama se refería Cardoza y Aragón al expresar su propuesta: "No busquemos raíces indígenas,
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nos nutren aun cuando las olvidemos" , y en esa idea se encuentra el meollo de nuestro mestizaje:
raíces que nos nutren, que se encuentran tan íntimamente enlazadas que es imposible separarlas.
El mestizaje es una condición a veces latente y otras patente en los guatemaltecos; la
hibridación cultural es el hilo conductor de nuestra historia, su origen y consecuencia: la fuerza que
oprime cuando es dictadura (o sea siempre) y libera cuando es palabra y canto; es la fusión traumática
que proyecta las luces y crea las sombras; la mezcla del agua y el aceite.
Los escritores, poetas, dramaturgos y artistas guatemaltecos han asumido de diferentes
maneras esa polaridad de fuerzas, pero ninguno ha salido ileso del conflicto. El exilio, el destierro
auto impuesto, el distanciamiento y esa relación amor-odio con una Guatemala que sublimizan,
idealizan, destruyen y reconstruyen puede ser el denominador comun de tantos de ellos que debieron
buscar su estatura fuera de las fronteras opresivas y su territorio, paraíso (infierno) perdido, Itaca a la
que algunos no regresaron jamás.
Los creadores que se fueron y los que nunca salieron, llevan por igual la herencia cultural
hecha de mitos, ceremonias, dogmas, cultos, historias, hablas, acentos, oralidades y costumbres. El
peso de la Iglesia Católica, brazo derecho de los conquistadores (el látigo del encomendero tenía en
un extremo el castigo y en el otro la redención por la fe), se hace sombra en Asturias, paisaje y
cuadro en Cardoza y representación teatral en Solórzano. La religión española es el tronco vertical
que abraza la rama horizontal del mito indígena para trazar la cruz americana.
Religión y mito, dos caudales que confluyen en un torrente, corriente poderosa de rápidos y
caídas, de cascadas que no encuentran remansos ni calmas lacustres. La religión católica fundacional
y el mito indígena son las dos polos, los dos elementos que configuran el imaginario del
guatemalteco, que lo respira sin verlo y lo siente sin explicarlo.
En este ensayo me propongo hacer una indagación sobre la conversión de ese sincretismo
religioso (herencia común de los guatemaltecos) en la expresión estética, a su vez sincrética en el
teatro de Carlos Solórzano. Mi punto de partida será una breve revisión de la función del mito en las
comunidades humanas como instrumento para comprender, explicar y sostener el orden universal. El
siguiente paso en el recorrido será la interpretación del papel que el catolicismo ha jugado en la
génesis y configuración social y cultural de nuestro pueblo. Ambas condiciones: mito y catolicismo
establecen el sincretismo religioso. El sincretismo estético en la obra teatral de Solórzano lo abordaré
a través de sus tres principales componentes: el elemento religioso, el social y el dramático.
El sincretismo religioso o plataforma de base:
El carácter sagrado que comparten tanto el mito indígena como los ritos católicos fue un factor
decisivo para que "los vencidos" aceptaran la fe de "los vencedores"; se trata de una
refuncionalización de mitos y rituales, pues la instauración del cristianismo no los erradicó, sino
provocó una reinterpretación de los mismos. Otra condición compartida es el orden universal que
proponen. Fletcher dice que "cada cosa sagrada debe estar en su lugar, inclusive, podríamos decir

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que es esto lo que la hace sagrada, puesto que al suprimirlo, aunque sea en el pensamiento, el orden
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entero del universo quedaría destruido" (25). Es decir que el orden, la estructura se manifiestan
tanto en el ámbito interno (rituales, ceremonias, costumbres, mandamientos, sacramentos) como en el
externo, estableciéndose una relación recíproca con el orden cósmico.
Otro de los rasgos comunes entre los ritos indígenas y los preceptos católicos es que ambos se
desarrollan en lo afectivo y en lo intelectual; Levi-Strauss se refiere a esta condición: "Resta, ahora,
definir sus caracteres y la manera en que se manifiestan en el transcurso de la observación
etnográfica. Esta última los capta en un doble aspecto: afectivo e intelectual (...) creen en un
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universo de seres sobrenaturales" (56)
El carácter sobrenatural de las interpretaciones y explicaciones sobre el origen del universo y
la vida del hombre también vinculan a ambas religiones. La resignación al aceptar los hechos
dolorosos como "la voluntad de Dios", o la interpretación de situaciones trágicas como resultado de
fuerzas sobrenaturales ha determinado poderosamente el imaginario del guatemalteco. Esta última
situación, ha sido descrita por Mario Roberto Morales en el relato testimonial "Señores bajo los
árboles" en donde se hace evidente que a través de la explicación sobrenatural, se justifican hechos
trágicos: "Por eso Corazón del Cielo envió a los hombres barbados a darle el toque final a la
investigación de la tiniebla, y entonces las estirpes fueron condenadas a cinco siglos de
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sufrimiento" (92).
El sustrato mítico nunca es abolido del imaginario indígena, permanece latente, se hibridiza:
"Yo lo que sé es que Dios, Corazón del Cielo, me ama. Que si uno busca la oscuridad encuentra a
Xibalbá en su propio corazón, por eso los soldados son Xibalbá, porque los entrenan para
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engrandecer las tinieblas" (39).
El sincretismo religioso en Guatemala es leitmotiv en la obra de Cardoza y Aragón y en la de
Asturias. En "El señor presidente", que retrata a la sociedad guatemalteca durante el régimen de
Estrada Cabrera, vemos la figura del tirano que se constituye en una especie de dios con culto propio,
dueño de vidas y destinos en un pueblo que sobrevivía aplastado bajo el yugo de la dictadura política
y la religiosa. La Iglesia católica en su función de brazo opresor, aliada del poder político desde la
Conquista, penetró a través de dogmas y mandatos alienantes en lo psicológico, y regulación estricta
de la conducta humana en lo social; pero para cumplir su papel, debía recibir en su seno las
costumbres populares, los ritos ancestrales, los mitos del indio, en una aparente aceptación a cambio
de la alienación de los fieles. Es de este medio cerrado, dogmático y conservador de donde surgen
nuestros grandes escritores, que pudieron trascender sus muros físicamente, pero en el espíritu
llevaron la marca del clericalismo.
Cardoza describe el carácter autopunitivo, ostentoso y popular, de la máxima representación
dramática del catolicismo: las procesiones de Semana Santa:

"En las procesiones, las mujeres toman parte casi siempre como acompañantes de la
Virgen, que, en medio de San Juan y la Magdalena, sigue al Hijo, camino del Calvario.
Se han vestido con sus mejores galas, limpias y almidonadas, el pelo brillante de vaselina
perfumada, ceñida la trenza con cintas de colores. Descalzas la mayor parte, sus pies
anchos, pequeños y gordezuelos bien lavados, el rebozo de colores vivos -negro o muy
oscuro al acompañar a la Virgen tras el Cristo amortajado- les cubre la cabeza: así
desfilan, cirio en mano, gimiendo en falsete cantos religiosos y plegarias (...) Junto a ellas,
las "niñas bien", las señoras acomodadas. Por generaciones han vivido del trabajo de
hormiga de los campesinos. El traje de Nueva York o de Texas las distingue

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inmediatamente. Tocadas con mantilla, llevan un cirio encendido en la mano y rezan


como todas detrás de la Virgen, de la Magdalena, que no han cesado de llorar, y de Juan
juvenil, los ojos al cielo, sobre las andas en hombros de las mujeres: se siente que van
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juntas, pero no revueltas" (53)

Las procesiones de Semana Santa son la expresión máxima de ese fervor religioso que se ha
enarbolado como una característica del pueblo guatemalteco; sin embargo, la descripción de Cardoza
bien podría corresponder a la de una grandiosa representación teatral en la que el pueblo participa
llevando en hombros las andas de Cristo, la Virgen, la Magdalena y Juan. La ceremonia con sus
rituales inmutables, el incienso que adormece los sentidos, los trajes, los cirios, las marchas fúnebres
que acentúan la desolación y el dolor, los cantos, coros y letanías, las alfombras de aserrín que cubren
calles completas, la pompa y el derroche, todos los años provocan en los fieles la ilusión de que la
mezcla del agua y el aceite es posible bajo el mandato católico de la caridad y la hermandad. Se
encuentran en las procesiones varios recursos empleados en el teatro: iluminación, música, vestuario,
estructura, argumento; por eso provocan una ilusión similar, que se percibe como real mientras dura
la representación.
A esta simbiosis conflictiva se refiere Solórzano cuando afirma: "Recuerdo el sentido
panteísta de las ceremonias de los indios frente a los templos católicos. Muchas veces detrás de la
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imagen católica estaba escondida una prehispánica. La adoración era doble".
El sincretismo religioso que Solórzano percibió e interiorizó, constituye el cimiento de varias
de sus obras. La figura del padre, de un padre lejano que se busca y no se encuentra se ha equiparado
con la de Dios padre. El conflicto del hijo que quiere conocer y amar a un padre que no permite el
acercamiento, es comparable al que experimentan los fieles ante la imagen que a menudo se presenta
de un Dios que no escucha, que no atiende las súplicas de sus hijos.
Además del fuerte componente religioso, se hace evidente ese conflicto con el padre: el ser
distante, autoritario y enigmático de quien se supone, se imagina o se sueña lo peor y lo mejor; es un
elemento recurrente en la obra de Solórzano, un peso determinante, como lo fue en Kafka o en
Kierkegaard.
El sincretismo estético en el teatro de Carlos Solórzano.
Etiquetas como "denuncia social", "compromiso social", "literatura de compromiso" o
"literatura de denuncia" han caido en desgracia, probablemente por el uso indiscriminado que se hizo
de ellas, o la tergiversación de llamar arte al panfleto. La obra de Carlos Solórzano rechaza ese tipo
de etiquetas, porque en ella lo social es el hilo de la trama, el elemento cohesionante, la argamasa del
edificio. La armazón: columnas y cimientos es, obviamente, la estructura teatral. Quiero detenerme
en el análisis de lo social ahora, porque me parece interesante la visión que un "burgués" tiene de su
pueblo miserable y explotado; una concepción que evidentemente escapa a cualquier cliché.
Solórzano no cumple el estereotipo del oligarca explotador, a pesar de provenir de una de las familias
más adineradas de Guatemala; para él, la situación es más difícil porque se encuentra del lado de "los
opresores" y le perturba el estado de "los oprimidos". La lucha entre valores éticos y morales, de
clase social y humanismo, se encuentra sintetizada en esta afirmación suya: "Siendo mi familia de
origen mestizo, me asombraba que eran éstos los que oprimían con mayor dureza a los indios,
agotando sus fuerzas en la desnutrición y la muerte, sin emoción alguna. ¿Odio por su propia raíz
tantas veces humillada? ¿Desquite de una raza contra otra, reñidas ambas en el interior, en una
irreconciliable lucha, que es la esencia del mestizo? Herencia siniestra del colonialismo prolongada
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a lo largo de cuatro siglos"(13) . ¿Cuál es la opción ética de Solórzano? pertenece a un mundo que

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se rige por sus propios códigos: la explotación y la opresión del indio; pero un impulso de rebeldía,
de cuestionamiento al orden establecido lo mueve a condenar la injusticia con el arma que posee: la
palabra, la imagen y la acción que se conjugan en la obra dramática. Solórzano intenta caminar con
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un pie en cada mundo, llamarse a la vez Mefistófeles y Galileo.
Define su posición frente a los problemas sociales de Guatemala al hablar de la justicia: "El
imperativo de dar a cada quien lo suyo, que define el concepto de justicia, parecía totalmente ajeno a
ese cuadro de humillación de la dignidad humana que no respetaba ni las ideas ni los cuerpos ni las
identidades: Encarcelados, mutilados, torturados, desaparecidos, eran las noticias de todos los días,
pronunciadas en voz baja, con el temor de una oración dicha en penitencia, con la vaga esperanza
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de una salvación. ¿Salvación de qué? ¿De qué culpa?" (16) En esa afirmación contundente, se
encuentra patente también la contradicción religiosa que es otro rasgo frecuente en su obra.
Educado dentro de los rígidos preceptos católicos, se convierte en el iconoclasta que destruye
las imágenes sagradas para hacerlas humanas, como el Angel que se solaza en un "delirio gozoso y
cruel" como un orgasmo ante el dolor de la penitencia que le impone a la mujer en El sueño del
ángel. Al igual que el Hombre en Mea culpa, transgrede el maniqueísmo rígido de los mandatos
eclesiásticos: "El bien y el mal fueron para mí siempre como el negro y el blanco. Pero desde hace
un año, padre, todo eso me parece confuso... Sé que voy a morir pronto y ahora todo es gris, todo es
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vago."(59)
En Mea Culpa asistimos a un juicio de la Iglesia sobre sí misma, a un golpe de pecho cuando
el confesor confiesa al hombre que sus culpas son mayores, que él es mayor pecador que él. Con esta
parábola Solórzano socava el sacramento de la confesión; a la vez que humaniza la figura del
sacerdote, la desacraliza, la vuelve a la tierra. Solo quien ha vivido y se ha formado entre los muros
de culpa y expiación de la religión católica puede comprender la catarsis implícita en esos actos que
desafían lo que no puede desafiarse, que cuestionan la palabra incuestionable. Solórzano lo hace a
través de la expresión dramática, haciendo que los personajes encarnen en sí mismos los conflictos y
la angustia de los fieles que no encuentra en la Iglesia la respuesta y se sienten culpables por su falta
de fe, por su vacío y su atrevimiento a dudar de sus dogmas. Son personajes tipo que representan un
conflicto que se transmite a través de la actuación y su carga de efectismo, permitiendo que en la
mente del lector-espectador surjan sus propias preguntas. Es un teatro que exige del espectador
renunciar a los prejuicios para participar en la demolición de dogmas y preceptos.
El lenguaje y las expresiones populares (más bien excepcionales en la obra de Solórzano)
refuerzan el patetismo en la farsa trágica El crucificado; cuyo argumento permite aventurar una
asociación entre la borrachera de los personajes, y el efecto de embriaguez que provoca en el pueblo
las ceremonias católicas; al que Solórzano se refirió al relatar que durante su infancia los actos
litúrgicos lo transportaban en una especie de mareo, a un mundo espiritual, en un estado parecido a la
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embriaguez. Ese efecto de enajenación es llevado a su máxima consecuencia en El crucificado,
cuando en medio de la borrachera general, el hombre que hacía el papel Cristo en una representación
popular de la pasión, es realmente vapuleado, crucificado y muerto como el redentor. Traducido al
efecto que la religión tiene en el pueblo, puede compararse con una forma de anestesia, que ayuda a
los pobres a sobrellevar sus miserias prometiéndoles un premio eterno.
La influencia social de la Iglesia queda plasmada en esa especie de mano a mano entre el cura
y el diablo para ganar la voluntad del pueblo en Las manos de Dios; los recursos del cura son el
miedo y el castigo, el diablo intenta razonar, quebrar los argumentos del cura, pero el pueblo alienado
repite mecánicamente las frases del cura y termina autoflagelándose obedeciendo ciegamente el
mandato del sacerdote: "Ahora hay que castigarse, hijos míos. ¡Hay que castigarse! Todos somos

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culpables de lo que esta mujer ha querido hacer. No hemos estado vigilantes. ¡A pagar nuestra
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culpa! ¡A pagar nuestra culpa!" (357).
El sincretismo religioso de Guatemala que Solórzano vivió, se evidencia a través de su obra
dramática, refuncionalizado a través de la expresión estética y reforzado por su interpretación de la
injusticia social de la que es víctima principal el pueblo indígena. Todos esos elementos de la realidad
guatemalteca, del imaginario mestizo, se manifiestan con fuerza argumentativa y expresiva en las
obras de Solórzano; es la urdimbre y la trama del tejido social nuestro, de contrastes, de luces y
sombras; y colorido aparente.
El sincretismo estético conjuga elementos de la representación teatral en los que predominan
la sobriedad y la austeridad. Las indicaciones escenográficas son precisas, siguiendo una línea
coherente con la trama, los escenarios cumplen la función de fondo para destacar la actuación, que
por la fuerza expresiva establecida en las acotaciones evoca por momentos el teatro de Grotowsky. El
montaje no precisa grandes recursos, ya que como se dijo, lo fundamental es la acción de los
personajes. Es un teatro hecho en y para América Latina, por los temas desarrollados y porque la
sencillez escenográfica respeta y reproduce los ambientes a menudo simples y pobres de nuestro
pueblo.
Esta ha sido una breve aproximación a uno de los múltiples aspectos que pueden abordarse en
la producción dramática de Carlos Solórzano; la riqueza de elementos que maneja, ofrece una
diversidad de caminos para ser recorridos.

Notas:
1. Cardoza y Aragón. Miguel Ángel Asturias. Casi novela. México: Era, 1991.
2. Jensen, Ad.E. Mito y culto entre pueblos primitivos. México FCE, 1998.
3. Levi-Strauss, Claude. El pensamiento salvaje. Colombia, FCE 1997.
4. Morales, Mario Roberto. Señores bajo los árboles. Guatemala: Artemis 1994.
5. Op, cit.
6. Cardoza y Aragón. Guatemala las líneas de su mano. México: FCE, 1965.
7. Feliciano, Wilma. Las influencias formativas 1922-1952. México: UNAM: 1995.
8. Solórzano, Carlos. Los falsos demonios. México: Siglo XXI. 1998
9. En este sentido, es significativa la apología del diablo que hace en ãLas manos de Diosä, donde lo
presenta como un ãrebelde, y la rebeldía, para mí es el mayor bienä (315) enunciando un propósito
que supera con creces las atribuciones que generalmente se conceden al demonio: ãQuise hallar para
la vida otra respuesta que no se estrellara siempre con las puertas cerradas de la muerte, de la nadaä
(316)
10. Op cit. pag. 16.
11. Solórzano, Carlos. Teatro breve. México: SEP. 1986.
12. Feliciano, Wilma. El teatro mítico de Carlos Solórzano. México: UNAM, 1995.
13. Solórzano, Carlos. El teatro hispanoamericano contemporáneo. Tomo I. México: FCE. 1997.

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