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Aquél no fue un viernes más, el sol quemaba distinto. El calor y el frío, como todos
esos viernes de 2012 fueron irritantes. Tal vez por la desforestación del espacio, por tanto
cemento, por tanto barrote.
A lo largo de aquellos meses una imagen se me fue instalando cada vez que atravesaba
el corredor hacia el pabellón escolar: un aula en una cárcel es como un cura ante un
moribundo.
¿Tiene sentido? ¿No hay en ese empeño un algo de locura o aventura quijotesca? En
parte, esa imagen resultaba atenuada por aquello que Mario Alanis, coordinador del programa
Humanidades en la Cárcel, me repetía una y otra vez, es eso o nada… me resonaba también un
viejo e implacable interrogante ¿esta experiencia podría demostrar que, en Catamarca, la
universidad pública se compromete socialmente? Sigo pensando que no…
Aquella siesta volví al penal después de muchos años, con otro encargo. Había que
desarrollar el programa de Metodología de la Investigación Filosófica, correspondiente al
primer año del Profesorado en Filosofía de la Facultad de Humanidades. Esa vez, creí, no sería
oidora de denuncias sobre maltratos a presos, como durante algunos años, entre fines de los
ochenta y mediados de los noventa, cuando integraba la Comisión, Popular de Derechos
Humanos de Catamarca. Me equivoqué, las cárceles siguen siendo el infierno tan temido.
Como el purgatorio de los juzgados, como la cicuta de las sentencias, tiempos en que se
pendula entre el temor y la esperanza de recuperar por fin la libertad o perderlo todo de una
vez.
También me equivoqué.
Creí que no podría asumir aquellas pequeñas resistencias a la vigilancia policial, como
en años anteriores, toda vez que advirtiese la gestualidad de los celadores.
Seguía equivocada.
Como en los viejos tiempos, no pregunté la razón por la que este hombre, está allí,
sino el por qué estudia filosofía.
Lo percibo con voz mesurada, reflexiva. Escoge cada palabra para decirme que esta
elección es una especie de salvoconducto. Solo después de varios meses entendí hacia dónde.
Defino algunos puntos de partida del curso. Al paso de los minutos me devuelve
algunos comentarios con alusiones a literatura universal. Ha leído más de lo que muchos
estudiantes que conozco.
Me enumera sus temores y sus conclusiones después de rendir unas pocas materias. Y
sus sospechas sobre el decurso de la historia de la filosofía. Mientras tanto me inquieta
entender cómo es posible que esté recluido desde hace tanto tiempo.
No podría ciertamente nombrar todas las señales de ésas, mis equivocaciones en este
relato, pero cuando pienso en los meses en que hicimos filosofía con Fausto, digo “hicimos”,
ya que leer y conversar fue una suerte de artesanía y la clase, como forma cifrada en un
repertorio preciso de conceptos y procedimientos, se disuelve en mi memoria. Tal como se
disolvió cada vez que atravesé aquella puerta de la gran sala, donde, durante dos horas
semanales, la pregunta filosófica tomó un giro, felizmente incierto, como lo que digo en estas
páginas en las que hablo y habla su voz.
Abro la pregunta y, como ráfaga aparece la respuesta: para hallarnos en este mundo.
Pongo en la pizarra algunas pocas notas: que los griegos, maravillados al mirar el universo, ya
hablan de los fundamentos.
Que en el medioevo inquietan dios y sus opuestos.
Hacia ahí vamos, emprender la filosofía como ejercicio de estudio, que no es otra cosa
más que hacer la pregunta nietzscheana, por qué y quién dice qué cosa. Eso es genealogía, la
que revisita Foucault para fundar la idea de arqueología.
Hacer filosofía, enuncio, es excavarlo todo, quedarse al lado de la fosa con la pala
viendo el estrago y separar las piezas rotas de las enteras. La imagen no es mía, me ha venido
una y otra vez desde la primera conversación con Fausto. En cada clase, él fue el arqueólogo,
yo apenas pude indicar donde debíamos excavar.
Emprendo entonces la propuesta de la cátedra, ensayar una idea de filosofía a martillazos, que
consiste en machacar la triple pregunta: por qué, quién y qué cosa dice.
- ¿Es suficiente?
El convite es claro: apostar por una filosofía que no tenga la pretensión de decir la última
palabra, que cree artefactos, personajes conceptuales que desempeñen papeles en una trama
abierta. No hay un guión, sino un escenario donde actuar.
Proseguimos con Utilidad de la Filosofía, de la española Victoria Campos, autora que halla
en la soledad de la filosofía, en el concierto del conocimiento, su propia fuente de
significación. La filosofía se pronuncia cuando todos los saberes ya han declarado que no existe
solución a los problemas. También reivindica la libertad irónica con la que, desde los griegos, la
filosofía se va tallando. Si hay alguien que es libre y que, por ello mismo, posee el dominio de
la ironía como crítica refinada, es Sócrates.
Apelo a la idea del lenguaje como espejo quebrado. Insisto en la sospecha de que él pone
en perspectiva algo cual si fuera un reflejo torcido. Hay en todo esto algo que se parece a lo
que pensamos. Maidana señala que Wittgenstein lo sitúa como la maldición o embrujo del que
la filosofía nos rescata. Si no pensamos, no sabremos que no somos apenas animales. El
lenguaje nos aleja de la animalidad, nos pone en el lugar de la simbolización, nos hace sujetos
interpretantes e interpretables, la filosofía puede reparar esa falla original, nos deja en el atajo
hacia la cura, de esa falta.
- Ah mire, vea, y otras condiciones nos igualan a los animales, la violencia, el miedo, la
depredación, se lo digo yo, que hice macanas, por eso estoy aquí…
- Coincido. La filosofía puede servir de fundamento a las formas en que el mundo se
hace. Hay filosofía detrás de todo, ella aparece cuando todo se desmorona.
- Es como la hija y la madre de todas las cosas.
Finalmente recorremos el texto Filosofía y Fin de Milenio, de la salteña Ana Simensen, que
le apunta a un mundo finisecular –dice- lleno de miserias y conquistas, de tantas palabras, de
tanto divorcio ininterrumpido con lo real.
Sin embargo, Nietzsche cobra estatura cuando leemos sus revisores. Deleuze, por
ejemplo, nos pone en aviso de que la no neutralidad es una tesis nietzscheana. Las
nociones de sentido y valor de las ideas son inauguraciones nietzscheanas. El sentido
es una significación que aparece con las cosas, como un síntoma de algo, que es
variable, múltiple. Es decir, se pueden predicar muchos sentidos sobre las cosas.
Cuando Nietzsche dice cosa, dice experiencia, dice fenómenos, dice relación. Entonces
su contribución no solo es a la filosofía sino al gran territorio de las ciencias humanas,
la suya es una crítica a la filosofía de la conciencia, que no es la fuente del sentido. El
sentido es social, aunque Nietzsche no lo dice así, lo dirá Foucault después,
inscribiéndolo en una historicidad, en una relación espacio – tiempo. Y luego Deleuze,
al retomar a Nietzsche, declara que el filósofo tiene tres papeles a desempeñar:
sintomatologista, porque interpreta qué señalizan las ideas; tipologista, porque
identifica qué tipos de voluntad de poder producen los pensamientos y legislador,
porque reconoce dónde radica la voluntad de poder de quien habla.
- Pero esos papeles suenan a que su trabajo es prescriptivo, justamente todo lo contrario
a lo que Nietzsche propone…
- Sí, son las herramientas de la razón las que no pueden deshacerse de la prescripción.
- ¿Entonces no es una búsqueda del origen de las cosas lo que propone, digo, como
fundamento último?
- Claro, la idea foucaultiana que mejor reivindica a Nietzsche remonta la genealogía a un
ejercicio de escudriñar el origen, como el momento en que las cosas comienzan a
adquirir algún sentido, sea por fuerza de las costumbres o de la imposición de una
discusión sobre otra, por ejemplo. Como método investigativo, la genealogía es una
arqueología, que no suscribe a una idea de verdad ni como efecto de la evidencia
empírica ni como fe en un orden metafísico. Foucault afirma que hay una mutua
implicancia entre cuerpo e historia, que la genealogía debe mostrar que es en el
cuerpo que se inscriben los sucesos atravesando una temporalidad, ejerciendo sobre
ellos un carácter destructivo.
- ¿Pero cómo sabremos que el origen de un acontecimiento o una cosa es el que
definimos como origen?
- Según Foucault, ese origen no es develado sino que lo reconstruimos como discurso
que ha producido efectos de verdad. No damos con el origen de las cosas, sino con los
sentidos que ellas poseen en un orden determinado, por ejemplo, el orden jurídico.
- ¿Eso no está en Kant ya? La desconfianza en la existencia de la cosa…
- Está, pero en Kant se debe a su descreimiento en la razón como fuente explicativa
pura de lo que conocemos. En Foucault, porque cree en que finalmente todo se reúne
en el discurso, en lo que se dice y en cómo se dice. La cosa no es, solo predicamos algo
sobre ella.
La cosa no existe
Ahí aparece la Hermenéutica, que nos dice que ese pasaje es una ilusión de la
conciencia, que solo podemos interpretar lo que creemos del mundo y lo que creemos
son siempre pedazos de visiones del mundo. Eso ocurre a través de la relación con el
lenguaje.
- ¿Qué es eso?
- Lo que Heidegger llama interpretar a quien interpreta, que es una tarea un tanto
devastadora, porque supone una pregunta sobre el ser, la que luego toma un giro,
¿cuál es el sentido de la vida? El método que cuenta para trabajar ese interrogante es
la intuición, una contraracionalidad diría. En Carta Sobre el Humanismo Heidegger
avisa que en la poesía se devela el ser, allí donde todo es lenguaje. Esa es una crítica
anticipada a los filósofos frankfurtianos sobre la Ilustración, una conjura de la razón.
- ¿Entonces cuál es el método filosófico para esta visión? ¿De nuevo la intuición?
- Sí, porque ella solo permite aproximarse al ser, no hacerlo presente. El ser no puede
presentificarse, lo que puede tenerse de él es una referencia en el lenguaje. Cuando
nombramos las cosas, algo del ser viene en ello, algo del mundo se nos es informado.
- A mí esto me recuerda a Borges, que pone el mundo en el lenguaje ¿Usted leyó Borges
a Contraluz de Estela Canto? Ella marca eso…Y leo que Gadamer hace una distinción…
- Sí, el arte según él permite una relación de cercanía con las cosas, o mejor dicho, la
única cosa con la que es posible la proximidad es el arte, que produce placer. Sobre esa
experiencia podemos saber sus efectos. Gadamer propone recuperar la relación entre
reflexión y tradición.
- ¿En la experiencia estética sería posible esa relación? No veo cómo…porque es sensible,
¿Qué sería una relación opuesta al ser? ¿Cómo llego al ser por los sentidos?
- Gadamer propone una estética ligada a la verdad. Cuando gozamos ante el objeto
artístico recreamos una idea de verdad ya aprehendida, una especie de resto de verdad
sobre lo bello. Ahí vuelve Kant.
Y luego hallamos en Derrida que solo podemos narrar el mundo, reconstruyendo la
trama de relaciones de sentido. En la escritura es posible una objetivación libre de la
subjetividad viviente.
Y ahí se reconoce la metáfora que es propia de una forma del discurso filosófico, que
acaba con el objetivismo escritural, porque muestra que no es posible decir cómo son
las cosas, sino a través de una o varias claves interpretativas.
- Me hace pensar en la cercanía de Sartre por ejemplo a la literatura. ¿Se podría decir
que él toma esta herencia? Porque según entiendo él piensa que la literatura es como
el reino de la necesidad y también como un efecto de un tiempo que no es individual,
sino social…
- Sí, aunque Sartre distingue entre la escritura poética y la prosa. Mientras que ve en la
poética un lenguaje que crea cosas, en la prosa ve un medio de significarlas, de decir
algo sobre ellas.
En este último sentido hay una relación con el psicoanálisis y el marxismo, que se hacen
las mismas preguntas con otros énfasis. Pero para nuestro acervo interesa destacar la
propuesta metodológica de Benjamin, tal vez el pensador más intenso, de esa época y
cuya importancia para la investigación filosófica me interesa relevar.
Benjamin acuña lo que podríamos llamar – Con Hannah Arendt y otros- un pensar
poético, que descansa en una idea de la filosofía como aventura que va al fondo en pos
de lo que una dialéctica de la mirada como él la define y que consiste en interpretar
imágenes que albergan conceptualizaciones. La más significativa sea quizás la de la
experiencia, que supone un entrecruzamiento de relatos de vivencias personales con
sentidos que ellas abren sobre el lenguaje. Volvemos a la centralidad del lenguaje en la
pregunta por el hacer filosófico.
- Pero entonces la filosofía se parece más con una creación estética, que me imagino se
ve en cómo escribe Benjamin…
- Sí, si por estética entendemos un obra que provoca sensibilidad, además de reflexión…
Aquí debemos agregar que el ensayo se impone como la forma de escritura en la que es
posible combinar distintos recursos expresivos, que permiten este carácter creativo que
Usted dice, en la que tiene cabida la ironía, por ejemplo, como modo de interpelación a
la creencia, al dogma, a la tradición y que es una forma de inteligencia que reconstruye
en cierto modo las conceptualizaciones.
- Hacer filosofía en esa ética -digamos así- es poder leer los autores, criticarlos, en fin,
todo lo que manda el manual de estilo, para decirlo de algún modo. Hacerla como
aporte a una teoría crítica en general, como filosofía que se hace para imaginar un
mundo mejor, con ideas que subviertan lo que ya conocemos, o creemos que
conocemos y que inviertan los modos con que se ha pensado el hombre a sí mismo, al
menos en Occidente.
- Queda entonces una idea complicada de por qué hay que pensar la filosofía como una
práctica de continua investigación. Digamos que se investiga para seguir produciendo
ideas y a la vez las ideas son una renovación de lo que ya se ha dicho filosóficamente…
O sea que quién enseña y quien aprehende filosofía solo estarán haciendo filosofía si es
estudiando los autores y también creando nuevas categorías…
- Sí, pero también si pueden traducir ese estudio, ese aprendizaje, si se prefiere, en una
escritura que atestigüe qué camino se ha seguido para esa producción de ideas, de
conceptos…
- Entonces aquí en este curso solo hemos hecho unos pininos en ese sentido…
- Sí, más yo que Usted, que he tratado de contar lo que debiera hacerse más que
demostrar cómo se hace…
La cárcel de Catamarca es hoy, más que hace diez años para mí, un alegato a lo que
nos resta por hacer en este lado del mundo. La última vez que había estado en ella se
contabilizaban unos setenta presos entre condenados y procesados. Hoy la cifra ha superado
los cuatrocientos.
Mientras cierro estas líneas, pienso en Fausto, una vieja y lejana leyenda, según la cual
un desgraciado hombre hizo un trato con el diablo en busca de la felicidad perdida, la que,
según creía, solo hallaría en el conocimiento ilimitado y los placeres terrenos. Pienso en el
Fausto de Goethe, historia en la cual el demonio promete que hará por él todo lo que desee
mientras esté en la tierra, a cambio que Fausto lo sirva en la otra vida. El trato expresa que si
durante el tiempo que Mefistófeles –así llamado el diablo- estuviera sirviendo a Fausto, éste
quedara complacido tanto con algo que aquél le diera, al punto de querer prolongar ese
momento eternamente, Fausto moriría inmediatamente. Al pedirle el diablo que firme el pacto
con sangre, Fausto comprende que éste no confía en su palabra de honor. Al final, Mefistófeles
gana esta disputa, y Fausto firma el contrato con una gota de su sangre. Y pienso en este
Fausto de treinta y pocos años, que no cree ni en dios ni en el diablo, y que sin embargo,
espera firmar un pacto que le permita asistir a las clases de filosofía en la universidad local, o
bien y mejor aún, dice, para volverse a su pueblo, donde seguir esperando su libertad.
Me pregunto, en todo caso, si estudiar filosofía no es acaso un singular pacto con una
especie de fantasma que promete rescatarnos de la miserabilidad. Digo estudiar como
aprendizaje, no de ideas y sistemas, sino de lectura del mundo a través de los ojos de otros, así
como también de los propios.
Voto en todo caso con esta breve ficción por la libertad bajo palabra, de todos los
Faustos que esperan repararse con y pese a la prisión.