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ti ETICA Y ANTROPOLOGIA

fcl Marta García-Alonso


Ética y Antropología

Marta García-Alonso

UNIVERSIDAD NACIONAL DE EDUCACIÓN A DISTANCIA


ÉTICA Y ANTROPOLOGÍA

Q u edan rigu rosam en te p ro h ib id a s, sin la


a u to riza c ió n escrita de los titu la res del
C opyright, bajo las sa n c io n e s esta b lecid a s
en las leyes, la rep ro d u cció n to ta l o
p a rc ia l de esta obra p o r cu a lq u ie r m ed io
o p ro ced im ien to , c o m p re n d id o s la reprografía
y el tra ta m ien to in fo rm á tico , y la d istrib u c ió n
de ejem plares de ella m ed ia n te alq u iler
o p ré s ta m o s p ú b lic o s.

© U n iversid a d N a c io n a l de E d u c a c ió n a D ista n c ia
M a d rid 2016

www.uned.es/publicaciones

© M arta G a rcía-A lo n so

IS B N electrón ico: 9 7 8 -8 4 -3 6 2 -7 1 3 9 -3

E d ició n digital: octu b re de 2 0 1 6


ÍNDICE

1. L a n e c e s id a d d e u n m a rc o é t ic o p a ra l a A n tr o p o lo g ía

2. F u n d a m e n ta c ió n u n iv e r s a lis ta y c r í t i c a c u l t u r a l i s t a d e
l o s D e r e c h o s H u m an o s
2.1. El fundamento naturalista de la moral
2.2. Los críticos culturales del universalismo

3. Los D e r e c h o s H u m an o s com o p r o y e c to p o lític o

4. M u ltic u ltu r a lid a d : p o lític a d e l re c o n o c im ie n to


Y COSMOPOLITISMO
4.1. Política del reconocimiento vs cosmopolitismo: Taylor y
Appiah
4.2. Cuando los derechos chocan: Libertad religiosa vs
igualdad de género
4.2.1. Laicidad e igualdad de género
4.2.2. Laicidad e igualdad de género: el burka
4.3. Hasta dónde tolerar

5. L as d e c la r a c io n e s y có d ig o s d e o n to ló g ic o s : la s
RESPONSABILIDADES ÉTICAS DEL ANTROPÓLOGO

6 . LOS PRINCIPIOS ÉTICOS BÁSICOS DE LA ANTROPOLOGÍA COMO


DISCIPLINA
6.1. No maleficencia (no dañar)
6.2. Autonomía y consentimiento informado
6.3. Beneficencia
6.4. Justicia
6.4.1. El principio de justicia y el tráfico de órganos

Cont. índice
É tica y Antropología

7. C o n f lic to d e p rin c ip io s y d ile m a s e n e l t r a b a j o d e campo.


7.1. Cuando el investigador legitima la comunidad con su
trabajo
7.2. Caso de los bienes «afanados»
7.3. El caso de devolución de máscaras rituales
7.4. Caso en un pueblo mexicano
7.5. El caso de la militancia comunista

8. A MODO DE conclusión : los antropólogos toman la palabra

Referencias bibliográficas

Volver Ant.

Aquí podrá encontrar información adicional y


actualizada de esta publicación.
1
LA NECESIDAD DE UN MARCO ÉTICO
PARA LA ANTROPOLOGÍA1

En la actualidad, las discusiones acerca de los problemas éticos impli­


cados en el ejercicio de disciplinas tan dispares como la medicina, la bio­
logía o la economía —por no mencionar aquellos que vienen de la mano
de la investigación farmacéutica, genética o neurocientífica—, han hecho
de la ética aplicada la protagonista fundamental de la labor filosófica con­
temporánea. En la creación de nuevos fármacos ¿cómo articular el con­
flicto de intereses entre el objetivo de las farmacéuticas de aumentar los
beneficios de sus accionistas y el prioritario de salud pública de los ciuda­
danos? ¿Cómo influye la redefinición de muerte cerebral que ofrece la
neurociencia en el debate sobre eutanasia? ¿Debería considerarse un dere­
cho la financiación de medios de reproducción asistida para aquellas pa­
rejas o individuos que no puedan concebir hijos debido a su orientación
sexual? ¿Deberíamos prohibir el uso de la subrogación de la maternidad
(el llamado vientre de alquiler)? ¿Cómo afecta la proliferación de nuevas
drogas a la redefinición y ampliación de salud mental de los niños? ¿Es
ético permitir que se aplique la ley de propiedad a genes que pueden ser
vitales en el desarrollo de curas de enfermedades graves o crónicas?
¿Hasta dónde puede el Estado imponer límites al desarrollo de la investi­
gación con células madre? ¿Cómo articular la contradicción que supone la
globalización en estos dilemas, cuando lo que en un país se prohíbe puede
ir a buscarse a otro, siempre que los medios económicos lo posibiliten?
Si bien asistimos hoy día a una proliferación de códigos deontológi-
cos que intentan poner marcos y límites éticos a la investigación con se­
res hum anos12, el interés por la ética no es algo nuevo en la disciplina
antropológica. Desde hace varios siglos, los antropólogos han estudiado
1 Este texto está dirigido al alum nado de prim er curso del Grado de Antropología de la UNED
(asignatura de É ticas C ontem poráneas), por lo que los tem as aquí presentados tien en un carácter
m eram ente introductorio. Agradezco a Antonio García Santesm ases, Margarita del O lm o y Amanda
N úñez sus com entarios y su paciente lectura.
2 R ecom end acion es del Com ité de B ioética de España con relación al im pulso e im plantación
de buenas prácticas científicas en España: http://w w w .com itedebioetica.es/docum entacion/docs/
É tica y Antropología

los diferentes valores —éticos, religiosos, médicos, estéticos— presentes


en las diferentes culturas, a lo largo del ancho mundo. Esa exposición a
la diversidad, les ha situado frente a conflictos de valores, les ha obligado
a tomar partido, les ha hecho conscientes de la dificultad de la elección
entre alternativas morales. De esas reflexiones han surgido preguntas
fundamentales: ¿para quién se hace antropología y para qué? ¿La ética
antropológica debe definirse en función de cada generación de profesio­
nales de la disciplina? ¿Hay diferentes éticas aplicables según la diversi­
dad de contextos o un solo marco general?3.
Una respuesta a estas cuestiones vino de la mano de la American
Anthropological Association en 1947, al hacer pública su postura sobre los
Derechos Humanos («Statement on Human Rights»), que hizo llegar a
las Naciones Unidas. En ella recordaba que, para los antropólogos, dere­
chos individuales recogidos en la Carta de Derechos Humanos tenían la
misma importancia que el respeto por los grupos humanos, a los que el
individuo está ligado de modo inseparable. No debería olvidarse —expo­
nía el Comité—, que la identidad individual se configura a través de los
contextos culturales en los que se inscribe el individuo, lo que implica
tomar como punto de partida la diversidad de tradiciones y formas de
vida existentes. Consideraba, de ese modo, que configurar unos valores
útiles para el conjunto de todas las sociedades —no sólo para Europa y
América—, constituía un serio problema. La razón fundamental que es­
grimía el Comité para limitar y matizar la propuesta de Naciones Unidas,
era la propia historia colonial de Occidente, con su conocida insistencia
en suprimir o controlar valores morales, o formas de vida, que no resul­
taban compatibles con su idea de naturaleza humana, de su definición
de libertad, o de raza. Dichas pretensiones han sido desastrosas en la
historia de los pueblos que han sido definidos como bárbaros, inferiores
o salvajes, según criterios propios de la tradición occidental. Por ello, se­
gún el Comité, se debería asumir, en primer lugar, que los individuos
desarrollan su identidad de modo comunitario, por lo que el respeto por
el individuo debe implicar una consideración similar por las diferentes
buenas_practicas_cientificas_cbe_201 l.p df. M ás docum entación en la w eb del Comité: http://www.
com itedebioetica.es. (acceso jun io de 2016).
3 Una com paración sobre el papel de la ética en antropología entre la tradición am ericana y la
británica (desde los años 60 del siglo pasado), en Pat Caplan, «Introduction: A nthropology and
Ethics», en The Ethics o f Anthropology. Debates and dilemmas, Pat Caplan (ed.), USA-Canada,
Routledge, 2003, pp. 1-33.
La necesidad de un marco ético para la Antropología

culturas en las que éste está inscrito. En segundo lugar, habría que resta­
blecer el respeto por las diferencias entre culturas, puesto que no hay
demostración científica de que los valores llamados universales sean ta­
les. En tercer lugar, y como corolario de lo anterior, debería aceptarse
que los valores morales son relativos y remiten a la cultura concreta en
que nacen, por lo que no es posible aplicar de modo universal, códigos
que surgen en contextos diferentes al propio.
La aclamación universal con la que fue recibida la Carta Atlántica,
antes de que se anunciase que sería de aplicación restringida, prueba
que los pueblos de las más diversas culturas entienden y buscan la liber­
tad. Sólo cuando se incorpore a la Declaración propuesta un párrafo
sobre el derecho de los hombres a vivir según sus propias tradiciones, la
definición de los derechos y deberes mutuos entre grupos humanos se
podrá fundamentar sólidamente sobre la base de nuestros conocimien­
tos científicos sobre el Hombre4.
Durante los años 50, las reacciones a este texto fueron numerosas,
aunque podrían agruparse en dos clases bien diferenciadas. En un lado,
se situaban los antropólogos que defendían la cientificidad de la
Antropología y querían eliminar todo rasgo ético-político de sus princi­
pios y objetivos. En el otro, se agrupaban aquellos investigadores que no
creían posible este aislamiento neutral por parte de una ciencia social.
Los primeros, defendían que la ciencia no podía servir de medio para
demostrar la verdad o bondad de ningún tipo de bien político o moral
puesto que, al hacerlo, se adoptaría una posición valorativa concreta y se
convertiría la antropología en parte del problema, no en la solución. Los
profesionales de la antropología debían evitar, por lo tanto, todo tipo de
pronunciamientos políticos o sociales en nombre de la ciencia que dicen
ejercer, ya que todo lo que se defienda, en este sentido, no debería llevar
ningún tipo de sello científico. La ciencia debía ser neutral, no puedía
entenderse como ciencia social y políticamente comprometida, por lo
que no resultaba posible una defensa científica de los Derechos
Humanos5. Y así, para autores como Barnett, uno no puede ser al mismo
tiempo moralista y científico; no hay ninguna solución científica válida
4 The Executive Board, Am erican Anthropological A ssociation, «Statem ent on H um an Rights»
American Anthropologist (N ew Series) 49/4 (1947), pp. 539-543, p. 543.
5 H. G. B a r n e tt «On Scien ce and H um an Rights», American Anthropologist (N ew Series) 50/2.
(1948), pp. 352-355.
É tica y Antropología

al dilema de si hay o no que apoyar la democracia, la libertad y el indivi­


dualismo —como pretende Naciones Unidas—, o debemos contentarnos
con dar cuenta de los sistemas de valores diversos que hay en el mundo,
sin tomar partido por ninguno de ellos. En este mismo sentido, D’A ndrade
defenderá que no debe reducirse la ciencia a moral, a riesgo de eliminar
su objetividad. Lo que estaba en juego no era la negativa de que los pro­
fesionales de la antropología se guiaran por modelos morales, sino la
obligación metodológica de separarlos claramente de los modelos cientí­
ficos que usaban en su trabajo6. Al fin y al cabo, los nuevos datos cam­
bian los modelos científicos, pero la discusión sobre cuestiones morales
y políticas es mucho más compleja y siempre de grado: por ejemplo, el
término «opresión» cambia según a quien se entreviste. Según esto, ¿qué
teoría moral tiene la antropología para definir términos como bien, mal,
poder legítimo, injusticia, desigualdad, etc.? La elección es inevitable: ¿la
prioridad del profesional de la antropología es la de cambiar el mundo o
la de entender cómo funcionan las cosas? Para DAndrade, la antropolo­
gía sólo puede mantener su autoridad moral si continúa ofreciendo ver­
dades que puedan ser empíricamente demostrables7.
Para el segundo grupo de antropólogos, entre ellos Bennet, la pregun­
ta sería más bien si es posible desligar la función del antropólogo, en
tanto científico, de su compromiso como ciudadano. ¿Es viable esa com-
partimentación en las ciencias sociales? ¿Emular a las ciencias naturales
permitiría a la antropología resolver el problema de la implicación y la
responsabilidad con los grupos sociales con los que trabaja?8. Para
Bennet, las proposiciones científicas sobre la cultura y la conducta de
otros no son puras, sino que son observaciones hechas en un marco so­
cial en proceso, y contienen implicaciones para la vida social del grupo
6 «Indeed, I believe that anthropologists should work to develop m ore coherent, clearly articu­
lated m oral m odels. These m oral m odels should, I think, describe b oth the anthropologist's respon­
sibilities and a vision o f w hat the good society and the good culture w ou ld look like. The point has
often been m ade that if anthropologists do not try to influence the ends to w h ich the know ledge they
produce is used, others w ill do it for them . But-the point I am arguing-these m oral m odels should
be kept separate from the objective m odels w ith w h ich w e debate w hat is». Cf. Roy D'Andrade,
«Moral M odels in Anthropology», Current Anthropology 36/3 (1995), pp. 399-408, p. 405.
7 «It com es dow n to a choice: w hatever one w ants in the w ay o f p olitical change, w ill the first
priority be to understand how things work? That w ou ld be m y choice. I believe that anthropology
can m aintain its m oral authority only on the b asis o f em pirically dem onstrable truths». Cf. Roy
D'Andrade, «Moral M odels in Anthropology», Current Anthropology 36/3 (1995), pp. 399-408, p. 408.
8 John W. B e n n e tt, «Science and H um an Rights: R eason and Action Author», American
Anthropologist (N ew Series) 51/2, (1949), pp. 329-336.
La necesidad de un marco ético para la Antropología

que se analiza. Un proceso, por otra parte, que se ajusta y modifica se­
gún el marco en el que se desarrolla. Inevitable que haya disensiones y
diferencias, incluso dentro de ese marco, puesto que un principio funda­
mental de todo grupo es la propia heterogeneidad interna. Y, cómo no,
también puede ser analizada en esos términos la Asociación Americana
de Antropología: un grupo diverso, con posturas políticas divergentes, y
en continuo cambio. Como señala, Bennet, pretender restringir la impli­
cación social de sus miembros en virtud de una ciencia pura y sin impli­
caciones morales y políticas, es una empresa inútil9.
¿La ciencia tiene o no tiene implicaciones morales? ¿Es posible una
ciencia social neutral? No estamos ante problemas exclusivos de la antro­
pología, sino que la discusión afectó también a la ciencia política de su
tiempo. ¿Era la política una ciencia social y, como tal, tenía que plegarse
a los criterios naturalistas de ciencia o, más bien, debía ser entendida de
modo clásico, como filosofía política?10. Los que mantenían lo primero
se inclinaban por hacer de la política una ciencia social empírica —liga­
da a la estadística y a la sociología—, que pudiera servir para controlar la
vida social. En este sentido, la psicología, la sociología y la economía no
dudaron en adjetivarse como políticas. La alianza de esta nueva ciencia
con las grandes empresas era bien conocida: Ford contribuyó con 24 mi­
llones de dólares al presupuesto de las universidades, con el fin de pro­
mover el estudio del conductismo en ciencia política, cifra que se multi­
plicaría por cuatro entre 1959 y 1964. Otro ejemplo: el Center for the
Advanced Study of the Behavioral Sciences de Stanford, donde la neutrali­
dad normativa, el empirismo y el control político, eran los principios rec­
tores de los estudios que allí se desarrollaban. Sus objetivos fundamen­
tales: la eficiencia de la administración pública, así como la planificación
y el control social. En el lugar opuesto se encontraban los que recorda­
ban que la política era una tarea que presuponía un debate histórico-
moral que no cabía trasladar a números y predicciones. Según estos, era
9 John W. B e n n e tt, «Science and H um an Rights: R eason and Action Author», American
Anthropologist, N ew Series 51/2, (1949), pp. 329-336, p. 335. Un debate am plio sobre la vinculación
entre ética y política en antropología (con referencias tanto a la D eclaración de la Am erican
Anthropological A ssociation, com o de la británica A ssociation o f Social Anthropologits), en David
M ills , «“Lilke a H orse in Blinkers". A política history o f anthropology's research ethics», en The
Ethics o f Anthropology. Debates and dilemmas, pp. 37-54.
10 Sobre la discusión am ericana en ciencia política puede verse Víctor R o c a fo rt, Retórica,
democracia y crisis, Madrid, Centro de E studios P olíticos y C onstitucionales, 2010, pp. 44-72.
É tica y Antropología

obligación de los científicos promocionar la justicia y el bien común, re­


tomar la reflexión ético-política y convertir la ciencia política en un pro­
yecto cívico con un compromiso ineludiblemente democrático11. Según
esta nueva revisión de la ciencia política —financiada, en esta ocasión,
por la Fundación Rockefeller—, los juicios de valor resultan ineludibles
en el campo de las ciencias sociales. No es posible una teoría política sin
ética, pues resulta imposible separar hechos y valores y, por lo tanto, no
puede existir una ciencia neutral de la política1112.
En esta línea y con la vista puesta en el riesgo que supone esa supues­
ta neutralidad, es como Nancy Scheperd-Hughes defiende el primado de
la ética en antropología. Más aún, si el trabajo antropológico ha de ser
un proyecto ético, tiene que convertirse en un proyecto de transform a­
ción política. Para ella, no hay que confundir el principio de no malefi­
cencia —no perjudicar o dañar al otro—, con la idea de no registrar los
daños o prejuicios que se conocen; no es posible no dar cuenta de los
hechos injustos de que se es constantemente testigo en el trabajo de cam­
po. Ya no se trata de relativizar nuestros valores occidentales, sino de
trabajar a favor de una antropología más íemenina —en palabras de
Scheperd-Hughes—, concernida no solo por cómo piensan otros, sino
por cómo actúan unas personas en relación a otras.
Este giro hacia la acción, es lo que hace que la antropología entre en
contacto con problemas éticos13. Ahora bien, como señala la misma auto­
ra, señalar la primacía de la ética es reconocer que hay algún tipo de
primeros principios que sirven de marco comparativo entre valores, los
cuales suponen un común denominador por debajo de la multiciplicidad
cultural. Implica, por tanto, aceptar un cierto marco universal precultu-
11 H ablam os de filósofos políticos com o Leo Strauss, H anna Arent, Eric Vögelin, entre otros.
12 La vinculación entre filosofía y ciencia política llevada a cabo por Leo Strauss, Eric Voegelin,
H annah Arendt y Sheldon S. W olin se analiza en el libro anteriorm ente señalado: R o c a fo rt,
Retórica, democracia y crisis, pp. 72 y ss.
13 «While the first generations o f cultural anthropologists were concerned w ith relativizing
thought and reason, I have suggested that a m ore “womanly" anthropology m ight be concerned not
only w ith how hum ans think but w ith how they behave toward each other. This w ould engage
anthropology directly w ith questions o f ethics. The problem rem ains in searching for a standard or
divergent ethical standards that take into account (but do not privilege) our ow n “Western" cultural
presuppositions» (N ancy Scheper-H ughes «The Prim acy o f the Ethical: P ropositions for a M ilitant
Anthropology», Current Anthropology 36/3 (1995), pp. 409-440, p. 418). El adjetivo w om an ly (fem e­
nino) rem ite aquí a la ética del cuidado defendida por Carol G illigan , In a different voice, London-
M ass, Harvard University Press, 1993 (ed.or. 1982).
La necesidad de un marco ético para la Antropología

ra l14. Más aún, es ese marco lo que convierte al antropólogo de especta­


dor neutral en testigo, en alguien que es responsable de juzgar y evaluar
la historia que tiene entre manos. Esta responsabilidad evaluativa del
testigo es lo que hace que el antropólogo no solo se implique ética, sino
políticamente, en el contexto en el que desarrolla su trabajo etnográfico.
Scheper-Huges lo explica con un ejemplo significativo: su transform a­
ción de antropóloga en compañera (companheira). En 1982, mientras tra­
bajaba ayudando a organizar la vida comunitaria de las chabolas de Alto
do Cruzeiro en Brasil —pavimentando calles, recolectando basuras, ayu­
dando en la construcción de alumbrado público, distribuyendo agua lim­
pia, participando en la atención médica, de protección y de seguridad,
así como organizando entierros dignos, etc.—, las mujeres con las que
colaboraba le pidieron que no entrara en sus hogares como antropóloga
sino como compañera porque, al fin y al cabo, la antropología no signifi­
caba nada para ellas, mientras que valoraban enormemente su ayuda
personal. Le hicieron entender que no había demasiada virtud en la falsa
neutralidad con que los antropólogos actúan ante dramas de la vida dia­
ria de la gente con la que trabajan, según la autora. ¿Qué hace que la an­
tropología se pretenda exenta de la responsabilidad ética y política que
les otorga ser testigos de tantas y tantas historias ajenas? En su opinión,
nada justifica dicha neutralidad.
Por estas y otras razones, algunos antropólogos señalan que, de ser
exclusivamente neutral e instrumental, su disciplina no serviría más que
de justificación del statu quo o, lo que es peor, de excusa teórica de todo
tipo de políticas injustas. El proyecto Camelot no dejaba de estar presente
en la mente de todos estos teóricos. Ideado en 1964 por la Oficina de
Investigación de Operaciones Especiales (SORO) de la Universidad de
Washington D. C., y financiado por el Ejército y el Departamento de
Defensa de EEUU, se le adjudicó un presupuesto de 6 millones de dólares
y una duración de cuatro años. El objetivo lo marcó la Junta de la Ciencia
de Defensa, asesora del Secretario de Defensa de EEUU, y no era otro que
el de conocer las razones culturales, económicas y políticas causantes de
conflictos internos que asolaban diferentes países. La finalidad era elabo-
14 «Here I w ill tentatively and hesitantly suggest that responsibility, accountability, answ erabi­
lity to “the other" — the ethical as I w ou ld define it— is precultural to the extent that our hum an
existence as social beings presupposes the presence o f the other» (N ancy S cheper-H u ghes, The
Primacy o f the Ethical: Propositions for a Militant Anthropology, p. 419).
É tica y Antropología

rar políticas de contra-insurrección en países con gobiernos favorables a la


política estadounidense, identificados como abanderados de la democra­
cia. Los científicos sociales fueron reclutados a tal efecto y Chile fue el
país elegido para dar comienzo al experimento social. La polémica estalló
cuando el investigador Hugo Nutini no sólo no hizo públicos los fines del
Proyecto, sino que aseguró a los investigadores chilenos que pretendía re­
clutar, que la financiación provenía de una organización no militar. En
diciembre de 1965 la Comisión Especial Investigadora de la Cámara de
Diputados de Chile exigió que el gobierno elaborara una protesta formal,
dirigida a la ONU, por el intervencionismo que suponía dicho proyecto, y
se elaboró una denuncia firme por la injerencia americana en la soberanía
chilena ante el Parlamento Latinoamericano. La impostura fue sacada a
luz y el proyecto fue cerrado casi al tiempo que daba sus primeros pasos15.
Es sabido que la antropología ha tenido un papel fundamental en la
administración pública desde sus orígenes coloniales, según el dicho de
que no se puede gobernar a quien no se comprende. También es conocido
que los científicos sociales han sido clave para facilitar a los diferentes
gobiernos las formas de actuación, creencias, y formas de pensamiento
de aquellos a quienes se pretendía gobernar, colonizar o vencer militar­
mente. El uso de la información etnográfica facilitada por los antropólo­
gos, ha sido vital para la incursión de EEUU en Vietnam, Irak, Afganistán
o los Balcanes. Es comprensible, por lo tanto, el interés político de EEUU
en la financiación de estos estudios. Sin embargo, dejando al margen el
intervencionismo americano, muchos de los defensores de la antropolo­
gía militar —como Montgomery McFate— no dejan de señalar que las
medidas de contrainsurgencia tienen la paz social por finalidad última.
Muchos antropólogos, sin embargo, no ven esto con buenos ojos, puesto
que las políticas de control político, no les parecen particularmente de­
fendibles. La antropología debería vincularse a proyectos educativos,
médicos o sociales, no militares.
Ahora bien, ¿no deberíamos considerar la antropología militar como
una forma más de antropología aplicada? ¿O es que la antropología apli­
cada debe tener un único sentido político? Para unos, la respuesta de si
15 Un análisis detallado de estas cuestiones en F. J. M anno y R. B ern arcik , «El proyecto
Camelot», Foro Internacional 34 (1968), pp. 206-218: http://forointem acional.colm ex.m x/index.php/
fi/article/view /394 (acceso jun io de 2016).
La necesidad de un marco ético para la Antropología

es o no ético el uso de la antropología con fines militares, depende de


cada antropólogo, pues se trata de una decisión ético-política indivi­
dual16. Otros, sin embargo, consideran que la respuesta debe pasar por la
vinculación de ética y política, la elaboración de un marco desde el que
podamos juzgar, valorar, evaluar la acción: la Declaración de Derechos
Humanos. Otros tantos, como hemos visto, señalan que pretender exten­
der los proyectos ético-políticos (como la Carta de Derechos Humanos)
más allá de las fronteras que les vieron nacer, sería tanto como imponer
un determinado modelo cultural al resto del mundo. ¿Es ético que una
parte de la humanidad imponga un modelo de vida concreto al resto?
El carácter universalista de los derechos humanos ha conducido a
algunos a expresar sus temores ante el imperialismo cultural que podría
suponer. La idea de que los individuos de todo el mundo deben llegar a
un acuerdo sobre sus derechos humanos, podría autorizar a los entusias­
tas de este peculiar desarrollo de la cultura europea para tratar sin mi­
ramientos otras culturas que no compartan esta concepción de la vida
buena y la sociedad justa17.
No obstante, no hay una única forma de entender los Derechos
Humanos y su fundamentación, por lo que no deberíamos pensar que
cabe una respuesta simple a la posible articulación entre sus orientacio­
nes éticas y la Antropología, como veremos a continuación.

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16 «¿Es ético el uso de la antropología para fines m ilitares? La respuesta reside en cada antro­
pólogo, científico y académ ico, y sería absurdo tratar de presentar una con clu sión definitiva respec­
to al debate. Existen argum entos a favor, otros en contra, pero el dilem a sigue vigente; y seguirá así
m ientras no sea un tem a de reflexión profunda tanto a nivel personal, académ ico, científico com o
colectivo en todas las ram as de las ciencias sociales. Ignorarlo por m ás tiem p o no hará que desapa­
rezca el tem a, solam ente postergará lo inevitable: replantear o rectificar el papel histórico de la
antropología para la política pública y el uso de la ciencia para los intereses hum anos»:
J. M. G on zález Dávila, «La antropología militar: ¿aplicación o perversión de la ciencia?», Revista de
Ciencias Sociales de la Universidad Iberoamericana 6 (2008), pp. 58-81, p. 74.
17 Peter Jones, «D erechos hum anos», i.v., en Enciclopedia del pensamiento político, David M iller
(dir.). Alianza D iccionarios, Madrid, 1989, pp. 150 y 151.
2
FUNDAMENTACIÓN UNIVERSALISTA Y CRÍTICA CULTURALISTA
DE LOS DERECHOS HUMANOS

Los Derechos Humanos son una herencia de la Ilustración, un resul­


tado histórico de la modernidad occidental. Sus primeros pasos tuvieron
lugar en un contexto determinado y un tiempo concreto: las revoluciones
burguesas del s. xvm en Occidente. Al menos, esto es válido para la pri­
mera generación de derechos, considerados como defensa de la libertad
individual, entendida como no injerencia de los poderes públicos en la
esfera privada: libertad de expresión, libertad religiosa, derecho de pro­
piedad privada, libertad sexual, libertad de prensa... La libertad es el ele­
mento que define este grupo de derechos. Ahora bien, los Derechos
Humanos no se reducen a esta primera tanda de derechos, sino que han
ido evolucionando y ampliándose históricamente. A estos derechos pri­
marios, se añadió una segunda generación de derechos, los llamados dere­
chos sociales, culturales y económicos, que presuponen una política acti­
va del Estado en su aplicación, a través de servicios públicos, prestaciones
sociales o leyes que permitan implementar medidas de igualdad: dere­
cho a la vivienda, al trabajo, a la protección sanitaria, a la educación... La
igualdad es el valor que aglutina las reivindicaciones de esta generación
de derechos. Con el paso del tiempo, estos derechos sociales han resulta­
do insuficientes, por lo que se ha abierto paso una tercera generación de
derechos, cuyo principio definitorio es la solidaridad: la defensa y promo­
ción de la paz, el medio ambiente, el derecho al desarrollo... También se
han ido añadiendo otros que encajan peor en este marco, por lo que se
habla ya de derechos de cuarta generación: la protección de los consumi­
dores, derechos ligados a las nuevas tecnologías (informáticas o biotec-
nológicas), defensa de la igualdad de género
Libertad, igualdad y solidaridad son, por tanto, los principios éticos
que definen las tres generaciones de derechos en las que el marco de ac­
ción se ha ampliado del individuo al Estado, y de éste al mundo global.
Esta ampliación se hace hoy día poniendo en duda la afirmación general
de que se trata de derechos exclusivamente occidentales. En un artículo
É tica y Antropología

de 1997, el economista Amartya Sen defendía que, elementos como la


discusión pública y la consulta a los gobernados, han sido valores pro­
movidos por otras tradiciones desde antes que lo fueran en Occidente1.
El autor señala que, aunque suelen citarse la disciplina, el orden y el au­
toritarismo como elementos fundamentales del pensamiento ético-políti­
co asiático —para explicar y justificar el éxito económico de países como
China— no hay que perder de vista otros valores que han sido promovi­
dos, desde siempre, en Asia. La tolerancia sería un buen ejemplo. Según
Sen, la defensa de la tolerancia universal se promueve en la India veinte
siglos antes de su aparición en Occidente, de mano del emperador budis­
ta Ashoka (tercer siglo a.n.e.). También el gran emperador Mogol musul­
mán Akbar defendió la libertad religiosa y de culto, durante su reinado
en el siglo xvi (1556-1605). Más aún, la heterogeneidad es el rasgo funda­
mental de esta tradición que, al igual que la occidental, se niega a ser
descrita en términos simples y políticamente unívocos: la India no solo
posee la mayor tradición literaria religiosa del mundo, sino que es la
cuna del mayor volumen de escritos materialistas y ateos de la civiliza­
ción antigua.
Por tanto, carece de sentido la división entre un Oriente despótico y
un Occidente liberal. Lamentablemente, estas dicotomías —nacidas en el
seno de la Ilustración europea12— siguen presentes en nuestros días y no
hacen más que confundir y oscurecer la discusión. Para complicar aún
más las cosas, este debate en torno a la universalidad o relativismo de los
Derechos Humanos, se entremezcló con la discusión sobre la necesidad
de una ciencia objetiva sin implicaciones morales, que comentamos ante­
riormente. Recordemos los términos del problema: la antropología mues­
tra la diversidad irreductible de la variedad cultural y su vinculación a
contextos socio-culturales precisos, diversidad que también afecta a los
valores (morales, estéticos...) que forman parte de dicho marco y que,
por lo mismo, dependen del contexto en el que surgen y que le dan senti­
do. Por esta razón, no sería posible establecer valores morales universa­
les, presentes en toda cultura y marco histórico, sino que la moral, como
cualquier otro elemento socio-cultural, sería relativo al marco histórico-
cultural en que se surge.
1 Amartya Sen, «H um an Rights and Asian Values», The New Republic (1997), pp. 33-40.
2 La discu sión entre un O ccidente liberal o Ilustrado y un Oriente despótico, surge en los
s. xvii-xvm , a raíz de la literatura de viajes.
F undamentación universalista y crítica culturalista de los D erechos H umanos

Ahora bien, como señala Cohen, las diferencias culturales deben ser
analizadas y evaluadas, no simplemente aceptadas por el hecho de ser
variaciones culturales. Hay que explicar no solo su funcionalidad social
sino moral: ¿dichos valores mejoran o degradan las vidas de aquellos que
viven bajo su influencia? El que la comparación entre valores culturales
diferentes sea complicada, no supone que deba ser evitada, como tampo­
co podemos eludir la difícil tarea de analizar si, entre todas las diferen­
cias analizadas —dependientes de su contexto y tradiciones propias—,
se encuentran rasgos comunes que puedan definirse como universales3.
Del mismo parecer es Alison Rentein, cuando dice que la clave del relati­
vismo moral está en responder a la pregunta de si se puede o no estable­
cer universales transculturales4.
Pero la universalidad de los Derechos Humanos no es fácil de funda­
mentar y se defiende mediante dos tipos básicos de argumentos, bien
diferentes: en el primer caso, la universalidad de los valores éticos remi­
tiría a su fundamentación natural, esto es, podrían ser descritos como
derechos universales porque se asientan en un fundamento natural co­
mún al género humano; en el segundo caso, su universalidad implica un
proyecto político, la posibilidad de que dichos derechos sean aplicados a
todo ser humano, sin atender a diferencia alguna. A continuación, vere­
mos ambas propuestas con algo de detenimiento.

2.1. EL FUNDAMENTO NATURALISTA DE LA MORAL

El naturalismo moral contemporáneo defiende que la fundam enta­


ción ética ha de sustentarse en los datos que ofrecen las ciencias5.
Distintas disciplinas científicas (etología, psicología experimental, eco­
nomía del comportamiento, neurociencia, etc.), nos proponen hoy distin­
tas hipótesis sobre los orígenes naturales de nuestras normas morales.
3 Ronald Cohen, «H um an Rights and Cultural Relativism: The N eed for a N ew Approach»,
American Anthropologist (N ew Series) 91/ 4. (1989), pp. 1014-1017, p. 1016.
4 A lison D undes R e n te ln , «R elativism and the Search for H um an Rights» American
Anthropologist (N ew Series) 90/1 (1988), pp. 56-72.
5 Si bien com parten una perspectiva evolutiva, es im portante no confundir el nuevo naturalis­
m o, surgido del estudio de las neurociencias, la psicología o la etología, con las tesis de la sociobio-
logía, que sostiene que todo entram ado cultural —incluida la m oral— puede explicarse con arreglo
a nuestros genes. Una crítica a estas posturas puede verse en Peter R ich erso n y Robert Boyd, Not
by genes alone. How Culture Transformed Human Evolution, University Chicago Press, 2005.
É tica y A ntropología

Según esta tradición filosófica, nuestros principios sobre el bien y la jus­


ticia se asientan en rasgos que nuestra especie desarrolló evolutivamen­
te, por ejemplo, un catálogo de sentimientos morales básicos que dieron
lugar a diferentes normas morales según el contexto 6.
Patricia Churchland supone que es en nuestro cerebro donde debe­
mos buscar las fuentes de una moral común. Un neurotransmisor llama­
do oxitocina es propuesto como razón última de nuestra vida social y
moral, por cuando explica la atención y el cuidado que dedicamos a
nuestra descendencia y pareja algo que, posteriormente, sirve de puente
en la construcción de la cooperación intergrupal. Sin la acción de la oxi­
tocina en nuestro cerebro, la empatia necesaria en el desarrollo social
sería imposible, puesto que la confianza que requiere la cooperación no
podría haber surgido y, sin ella, toda vida moral carecería de sentido67. Si
la oxitocina nos predispone a la confianza y al cuidado, la empatia nos
permite ponernos en el lugar del contrario, gracias a la actividad de las
llamadas neuronas espejo —descubiertas por Rizzolatti—. Las mismas
neuronas se activan cuando llevamos a cabo una acción como llorar,
bostezar, reír, que cuando observamos la misma acción llevada a cabo
por un tercero. Esto hace pensar a los especialistas que pueden estar
vinculadas al reconocimiento de intenciones y objetivos de otros: pode­
mos suponer qué piensan porque vemos cómo actúan (y eso nos recuer­
da nuestra propia acción):
No necesitamos reproducir íntegramente el comportamiento de los
demás para captar su valencia emotiva como, por lo demás, tampoco la
comprensión del significado de las acciones observadas exigía su repro­
ducción. Pese a implicar zonas y circuitos corticales diversos, nuestras
percepciones de los actos y reacciones emotivas de los demás, parecen ir
emparejadas con un mecanismo espejo que permite a nuestro cerebro

6 Lo que presentam os en este apartado no es sino un resum en apretado de algunas de las pro­
puestas de fundam entación naturalista contem poráneas. H em os evitado incorporar las críticas que
se han hecho a cada una de estas propuestas por razones de brevedad y por ser ajenas al núcleo
fundam ental de la m ateria de estudio. Para quien esté interesado en el tem a, recom en dam os los
volúm enes editados por Walter S in n o tt-A rm strong: Moral Psychology vol. 1. The Evolution o f
Morality: Adaptations and Innateness; Moral Psychology vol. 2: The Cognitive Science o f Morality;
Moral Psychology vol. 3: The Neuroscience o f Moralyty: Emotion, Brain Disorders and Development.
Todos editados por el MIT en 2008.
7 Patricia C hurchland, El cerebro moral: lo que la neurociencia nos cuenta sobre la moralidad,
Barcelona, Paidós, 2012.
F undamentación universalista y crítica culturalista de los D erechos H umanos

reconocer inmediatamente todo lo que vemos, sentimos o imaginamos


que hacen los demás, pues pone en marcha las mismas estructuras neu-
rales (motoras o visceromotoras, respectivamente) responsables de
nuestras acciones y emociones [...] La capacidad del cerebro para reso­
nar ante la percepción de los rostros y gestos ajenos y para codificarlos
inmediatamente términos visceromotores, proporciona el sustrato neu­
ral necesario para una coparticipación empática que, aunque sea en
modos y niveles diversos, consolida y orienta nuestras conductas y nues­
tras relaciones interindividuales8.
Y no parece que estas neuronas espejo sean exclusivas del hombre.
De ahí que haya numerosos estudios que reivindican la empatia animal
(referida a chimpancés y gorilas pero también a ballenas). Por ejemplo, el
investigador Gordon Gallup mantiene que el reconocimiento en el espejo
constituye un paso imprescindible hacia la conciencia de uno mismo9.
Por esa razón también, en La edad de la empatia, Frans de Waal defiende
que el fundamento de la moral no es únicamente humano, sino etológi-
co, por cuanto nuestras emociones éticas fundamentales —el altruismo
y el egoísmo— son compartidas con nuestros parientes próximos, bono-
bos y chimpancés, respectivamente101. Más aún, los primates tendrían un
primario sentido de la justicia que se muestra en su rechazo a repartos
de comida no equitativos n. En Primates y filósofos se puede leer:
La moralidad humana puede dividirse en tres niveles distintos [senti­
mientos morales, presión social, juicios y razonamientos] de los cuales el
primer nivel y medio parece guardar paralelismos evidentes con otros
primates. Dado que los niveles superiores no pueden existir sin los inferio­
res, toda la moralidad humana forma un continuo con la socialidad de los

8 G iacom o R iz zo la tti y Corrado Sin igaglia, Las neuronas espejo. Los mecanismos de la empatia
emocional, Barcelona, Paidós, 2006, pp. 182-83.
9 G. G allup, «A favor de la em patia anim al», Investigación y ciencia, Temas 17 (1999), pp. 86-90.
10 Frans D e W aal, La edad de la empatia, Barcelona, Tusquets, 2011.
11 Del m ism o m odo, De W aal tam bién sostiene que la política y la cultura tien en elem en tos
evolutivos sólidos que pueden reconocerse en la conducta de los primates: La politica de los chim­
pancés, Madrid, Alianza, 1993; El simio y el aprendiz de sushi, Barcelona, Paidós, 2002, p. 300:
«Aunque el sim io no cuenta con ninguno de los sím bolos que acom pañan el trabajo del chef, ha
llegado a depender hasta tal punto de los conocim ien tos adquiridos observando a otros que pod e­
m os afirm ar con certeza que am bos han sido culturizados. Y no sólo ellos lo han sido: el m undo está
atestado de anim ales con plum as o pelaje que aprenden de las leccion es que les ofrece la vida, de
los hábitos y cantos de otros individuos. Con tantas criaturas culturales rodeándonos creo que real­
m ente ha llegado el m om en to de enterrar algunas d icotom ías que resultan fam iliares».
É tica y Antropología

primates. El primer nivel, extensamente examinado en mi introducción,


es el nivel de los sentimientos morales, que denomino los componentes
psicológicos básicos de la moralidad. Incluyen la empatia y la reciproci­
dad, así como la retribución, la resolución de conflictos y el sentido de la
justicia, cuya existencia se ha documentado en otros primates12.
A pesar de que continúa abierta la discusión de si nuestros parientes
más cercanos comparten con nosotros los elementos básicos de la moral
y, por tanto, podemos proponer una moral evolutiva, en lo que parecen
estar de acuerdo los neurocientíficos es que se requiere un cerebro intac­
to para que la moral pueda aparecer y desarrollarse correctamente. El
caso de Phileas Gage es paradigmático a este respecto. Phileas Gage era
capataz en la construcción del ferrocarril del Maine, en el Norte de EE.UU.
y, según se cuenta, sumamente metódico, estricto y respetuoso de las re­
glas hasta que, en una explosión en 1848, una barra de hierro le atravesó
el lóbulo frontal del cerebro. Se recuperó (podía andar y moverse libre­
mente, hablar y memorizar perfectamente, leer y comprender igual que
antes), pero sus amigos decían que no era el mismo Gage que conocían.
Y es que, tras el accidente, el hombre tímido y obsesivo que fue, se con­
virtió en alguien desinhibido, irrespetuoso e hipersexual. Cambió de
amigos, de trabajo y abandonó a su familia (o su familia a él) y terminó
instalando un prostíbulo en Chile. Un accidente provocó su conducta
amoral al dañar determinadas áreas de su cerebro. Su historia no fue
única. Los casos estudiados actualmente por Damasio y su equipo son
aún más inquietantes, puesto que se trata de pacientes cuya lesión cere­
bral tuvo lugar en la infancia, lo que les ha impedido llegar a aprender
las convenciones y normas que constantemente violan.
Uno de los casos de los que se ha ocupado Damasio, remite a una pa­
ciente que tenía 20 años cuando comenzó a ser atendida por su equipo13.
La paciente recibió una herida en la cabeza cuando a los 15 meses un co­
che la arrolló, pero se recuperó a los pocos días, sin que se observasen
anomalías. Su familia era prudente y estable y sus padres no tenían histo­
rial alguno de enfermedades neurológicas o psiquiátricas. Sin embargo, la
paciente ya a los 3 años era insensible al castigo verbal y físico y a los 14 su
12 Frans D e W aal, Primates y filósofos. La evolución moral del simio al hombre, Barcelona,
Paidós, 2007, p. 208. Su s prim eras tesis sobre m oralidad natural en Bien natural. Los orígenes del
bien y del mal en los humanos y otros animales, Barcelona, Herder, 1997.
13 Antonio Damasio, En busca de Spinoza, Barcelona, Crítica, 2005, p. 149.
F undamentación universalista y crítica culturalista de los D erechos H umanos

comportamiento era tan destructivo que sus padres decidieron someterla


a tratamiento. Estaba perfectamente capacitada intelectualmente pero no
conseguía terminar sus tareas académicas y su adolescencia estuvo mar­
cada por el fracaso a la hora de obedecer cualquier tipo de norma. Se pe­
leaba con sus compañeros y con adultos, ofendía verbal y físicamente a
los demás, y mentía compulsivamente. Fue arrestada varias veces por
hurto y su comportamiento sexual fue precoz, quedando embarazada a
los 18 años. Su actitud materna estuvo marcada por la insensibilidad ante
las necesidades del bebé. Fue incapaz de conservar ningún trabajo. Nunca
expresó culpabilidad o remordimiento, ni simpatía por los demás. Cuando
el equipo de Damasio hizo una imagen del cerebro de la paciente, se en­
contraron lesiones en el área prefrontal, lo que les permite abundar en la
tesis de que la integridad del cerebro es fundamental para el buen desarro­
llo de la emoción y, por tanto, de la adquisición de normas morales para
un adecuado comportamiento social.
La tesis general se podría resumir así: «en el principio fue la emoción,
pero en el principio de la emoción fue la acción»14. La emoción permite a
los organismos responder de modo efectivo a circunstancias amenaza­
doras o favorables («buenas» o «malas») para la vida; los sentimientos, a
su vez, prolongan el impacto de las emociones, al afectar a la atención y
a la memoria de modo permanente. Según la hipótesis del marcador so­
mático, es la emoción, en cuanto marcador somático (placer/dolor), lo
que fuerza la atención hacia las consecuencias a las que puede conducir
una acción determinada, funcionando como una señal de alarma auto­
mática ante lo inadecuado de algunas decisiones. Esta señal, básicamen­
te emocional, puede llevarnos a rechazar inmediatamente el curso de
acción, con lo que nos guiará hacia otras alternativas. Según Damasio,
son las emociones las que señalan caminos a las decisiones, no los juicios
racionales complejos. Y es que bajo la influencia de emociones sociales
(simpatía, vergüenza, orgullo...), así como de aquellas inducidas por el
castigo o la recompensa (variantes de las básicas, tristeza y alegría), es
como categorizamos las situaciones que experimentamos.
Podríamos acepar que las emociones humanas sean las mismas en su
sustrato básico y neuronal pero ¿son universales sus expresiones? Para el
psicólogo Paul Ekman, las emociones básicas humanas que implican ex-
14 Antonio Damasio, En busca de Spinoza, Barcelona, Crítica, 2005, p. 81.
É tica y A ntropología

presiones faciales concretas (ira, asco, desprecio, miedo, sorpresa, triste­


za, alegría), pueden ser registradas en la mayoría de las culturas y, por
ello mismo, pueden ser llamadas universales. Al mismo tiempo, se trata
de emociones elementales que sirven para articular emociones complejas
(culpa, vergüenza, envidia...). En su estudio transcultural —que incluye
datos tomados en EEUU, Japón, Chile, Brasil, Argentina, Indonesia, la
antigua Unión Soviética y Papúa (Nueva Guinea)—, defiende que las ex­
presiones que pueden registrarse en privado, no están oscurecidas por
conductas culturales que las esconden o exageran, sino que son innatas.
Y eso no sólo se ha probado, dice, estudiando personas que conocen las
expresiones de otros países —debido a su exposición constante a fotogra­
fías o películas procedentes de esos lugares—, sino que es cierto también
para pueblos como los Fore de Papúa o los Dani de Indonesia, que no
tienen contacto con otras culturas. Incluso descontextualizando dichas
expresiones, dice Ekman, son perfectamente reconocibles15.
Recapitulemos. Si para Patricia Churchland la oxitocina es el neuro-
transmisor que permite la existencia de la cooperación y el cuidado, son
las neuronas espejo las que facilitan la empatia y permiten ponerse en el
lugar del otro y, por tanto, permiten la socialización. No obstante, la em­
patia necesaria para toda conducta social y moral no es únicamente hu­
mana, sino que está presente en chimpancés y, sobre todo, bonobos,
como señala De Waal. Los primates exhiben comportamientos que po­
dríamos ligar a la justicia (rechazan repartos injustos de comida), a la
política (desarrollan estrategias y alianzas de grupo) y, por supuesto, a la
moral, puesto que en su conducta están presentes tanto el altruismo
como la empatia. Pero la empatia no es suficiente en la moral humana
sino que, según Damasio, las emociones son impresdindibles en la adqui­
sición y desarrollo de la conducta moral. Si las emociones parecen ser un
sustrato determinante en la elaboración posterior de nuestros códigos

15 El contendido de sus investigaciones, los problem as y evolu ción de las m ism as puede leerse
en Paul Ekman, Emotions Revealed. Recognizing Faces and Feelings to Improve Communication and
Emotional Life, N ew York, Times Books, 2003. Según Ekm an hay m ás de diez m il expresiones facia­
les que pueden ser registradas. En 1978 creó un program a de ordenador de reconocim iento de
expresiones que perm ite registrarlas de m odo autom ático (Facial Action Coding System: FACS).
Este m étodo perm ite m edir microexpresiones , gestos m uy veloces, autom áticos e inconscien tes que
revelan lo que una persona está pensando, a pesar de su interés conscien te por ocultarlo. El trabajo
de Ekm an sobre la detección de m entiras le llevó a trabajar con el FBI, la CIA o la ATF. H ay una
serie de televisión de la FOX basada en sus descubrim ientos, protagonizada por Tim Roth: Lie to
me. http://w w w .paulekm an.com /lie-to-m e (acceso junio de 2016).
F undamentación universalista y crítica culturalista de los D erechos H umanos

éticos que, en el fondo, son una estilización de nuestros sentimientos so­


ciales, sin ellas, nuestros valores morales tal vez no tendrían lugar o sen­
tido. Efectivamente, si aceptamos que las emociones dependen, entre
otras cosas, del buen funcionamiento del cerebro que les sirve de sustra­
to —en sentido físico y bioquímico—, con un cerebro dañado no sería
posible la existencia de seres morales16. Ekman añade que la mayoría de
esas emociones básicas son innatas y, por tanto, universales.
Ahora bien, aceptar que no es posible un comportamiento moral sin un
buen funcionamiento neuronal, no es lo mismo que afirmar que la mora­
lidad se construye exclusivamente a partir del funcionamiento del cerebro.
El problema que se plantea, asumiendo tal perspectiva, es de qué manera
desde fundamentos tan básicos (y necesarios) se construyen ideas tan
complejas como las normas morales que articulan las sociedades huma­
nas 17: ¿Cómo aparecen virtudes como la prudencia o la fortaleza desde el
conjunto de emociones que reflejan las expresiones faciales básicas univer­
sales de Ekman? ¿De qué forma se pasa del cuidado de la prole y de los
más allegados que favorece la oxitocina, a la solidaridad ciudadana, por
ejemplo? Una posible articulación es la ofrecida por Robin Bradley en el
Oxford Handbook of Human Rights, donde propone que la capacidad psico-

16 La discusión sobre el estatuto m oral de los psicópatas no es m ás que un ejem plo lím ite de
los problem as que supondría adjudicar m oralidad a un sujeto perfectam ente racional pero em ocio­
nalm ente lim itado. Se trata de sujetos inm un es al refuerzo negativo im plícito en todo aprendizaje,
incluido el moral. Más aún, si bien son capaces de com prender las em ocion es ajenas, con el fin de
m anipularlas, no sienten la m ás m ínim a em patia em ocional con sus víctim as, no padecen culpa o
arrepentim iento, ni son capaces de distinguir entre norm as m orales y convencionales. Prototipo de
violaciones m orales incluye pegar, empujar, tirar del pelo; violaciones de convencion es incluyen
violaciones de norm as escolares, de etiqueta, de reglas fam iliares... N o obstante, la discusión está
lejos de estar cerrada: «While w e are confident that there is a genetic basis to the em otion al com p o­
nent of psychopathy, w h ich genes are involved and w hat they are specifically affecting rem ains
basically unknow n. W hile w e are confident that there is both am ygdala and orbital frontal cortex
pathology in individuals w ith psychopathy, is the orbital frontal cortex dysfunction caused by the
sam e genetic anom alies that contribute to the am ygdala dysfunction? Alternatively, is the orbital
frontal cortex dysfunction a developm ental consequ en ce o f the am ygdala dysfunction (for exam ple,
due to reduced afferent input)? Alternatively, is the orbital frontal cortex dysfunction a consequ en ce
o f the lifestyle of the individuals w ith psychopathy? Are other neural system s involved, for exam ple
the anterior cingulate? Functionally, is there a difference betw een the ability o f individuals w ith
psychopathy to process punishm ent- and reward-based inform ation? If there is, why?» (Jam es
B la ir , Derek M itc h e ll, and Karina B la ir , The psychopath: emotion and the brain, Oxford-Mass,
B lackw ell Publishing, 2005, p. 155).
17 D os ejem plos en los que se intenta responder a este dilema: Shaun N ic h o ls, Sentimental
Rules: On the Natural Foundations o f Moral Judment, Oxford, Oxford University Press, 2004,
pp. 118-140; P. R ich erson y R. Boyd, The Origin and Evolution o f Cultures, Oxford, Oxford University
Press, 2005.
É tica y Antropología

lógica para identificar obligaciones y derechos es innata y universal, del


mismo modo que lo es el lenguaje: así como se nace con la capacidad de
adquirir lenguaje, y que el tipo de lengua que se desarrolla depende del
contexto en que uno se educa, así también se nace con la capacidad de re­
conocer derechos y obligaciones, eso sí, cuáles sean concretamente sigue
dependiendo del m arco histórico y cultural en que uno crezca18.
Efectivamente, la teoría de la gramática universal de Chomsky es una de
las más atractivas entre los filósofos naturalistas, por las analogías que
posibilita entre el lenguaje y la mente. Stephen Pinker es uno de los autores
que más ha contribuido a popularizar esta tesis en su libro La tabla rasa:
Es posible que todos estemos equipados con un programa que, ante
una afrenta a nuestros intereses o a nuestra dignidad, responde con un
sentimiento desagradable y ardiente que nos lleva a castigar o a exigir
una compensación. Pero qué se entienda por afrenta, en qué situaciones
pensamos que es permisible fruncir el ceño, y a qué tipo de compensa­
ción creemos tener derecho son cosas que dependen de nuestra cultura.
Los estímulos y las respuestas pueden diferir, pero los estamos mentales
son los mismos. [...] Como en el caso del lenguaje, sin algún mecanismo
innato para la computación mental, no habría forma de aprenderse los
papeles de una cultura que realmente haya que aprender.19

2.2. LOS CRÍTICOS CULTURALES DEL UNIVERSALISMO

Una postura diametralmente opuesta a la presentada por los natura­


listas de la moral, es la de la antropóloga Michelle Z. Rosaldo. En su libro
Knowledge and Passion 20, Rosaldo defiende una versión del constructi­
vismo moral, en el que lo relevante de las emociones viene definido por lo
que las diferencia y no lo que comparten, si es que comparten algo. Es el
papel que juegan en un contexto determinado lo que les da sentido, no
una supuesta expresión compartida. Más aún, el sentido de dichas emo­
ciones depende del lenguaje en que se expresan —en su caso, de la lengua
Ilongot— y, puesto que el lenguaje se desarrolla con el tiempo y en con-
18 R. B ra d ley , «The Psychological F oundations o f H um an Rights», en Oxford Handbook o f
Human Rights, Dinah Shelton (ed.), Oxford, Oxford University Press, 2013, cap. 16.
19 S. Pinker, La tabla rasa, Barcelona, Paidós, 2003, p. 71.
20 M ichelle Z. R osald o, Knowledge and Passion: Ilongot Notions o f Self and Social Life,
Cambridge, Cambrige University Press, 1980.
F undamentación universalista y crítica culturalista de los D erechos H umanos

junción con las necesidades, deseos y pensamiento del propio grupo que
lo usa, entender las emociones Ilongot es sinónimo de comprender cómo
se expresan en su propia lengua y en su propio contexto, a quien se diri­
gen y para qué se usan. Los Ilongot toman muchas de sus decisiones en
función de sus emociones: ira, tristeza y pasión son las más importantes.
El problema es la complejidad que cada una de ellas representa. Según
Rosaldo, una sola palabra, liget, se usa tanto para describir una gran
energía, como pasión o ira y en diversos grados, en función del contexto.
Si separas la emoción del contexto (del objeto que la provoca), la propia
emoción desaparece. Es la complejidad que se refleja en el lenguaje lo
que dificulta su traducción exacta y, por tanto, la que impide la equipara­
ción entre emociones que dependen de culturas y contextos diferentes.
Carece de sentido hablar de emociones universales, pues la percepción
de los objetos y situaciones es compleja, igual de compleja es la emoción
que provoca.
Por lo tanto, para Rosaldo, las emociones no son más privadas o indi­
viduales (o presociales) que las creencias. En la misma dirección de
Clifford Geertz, afirma que el sentido de lo que conocemos —emociones
y creencias incluidas—, ha de buscarse en la interpretación social, en los
patrones culturales que les dan forma. Desde su punto de vista, no hay
emoción que no haya sido culturalmente determinada. Para analizar las
emociones debemos poner entre paréntesis nuestras asunciones sobre la
psique o la biología humana y analizarlas de modo simbólico. Más aún,
para Rosaldo, el propio interés en la vida privada de los individuos —in­
terior, al margen de la vida pública—, puede que no sea más que un pa­
trón cultural de pensamiento occidental, no compartido transcultural-
mente. Entre los Ilongot las descripciones personales son raras, lo que el
individuo hace o piensa tiene referentes sociales conocidos y claros, de
modo que no se preocupan por la intencionalidad privada, y calculan la
responsabilidad o culpa en función del conocimiento que tiene el ofensor
del daño que causa a otros con sus acciones: lo que uno es (y su respon­
sabilidad individual) depende de lo que hace a otros. Así señala que, en­
tre los hombres Ilongot, la caza de cabezas es el ritual más intenso, má­
gico y personal que conocen pero, al mismo tiempo, no se trata de una
acción individual sino de una acción social que convierte a los hombres
en iguales y les capacita para la cooperación del mundo adulto. Lo que
É tica y A ntropología

les transforma en autónomos es, simultáneamente, lo que les convierte


miembros del grupo21.
Por lo tanto, según esta interpretación, las emociones son prácticas
sociales y su interés no está tanto en la representación de estados psico­
lógicos universales, cuando en los usos que adquieren en un lenguaje y
contexto concretos. Con estas premisas, el filósofo americano Jesse Prinz
argumenta a favor del progreso moral:
[...] nuestros valores morales son valores emocionales. Los hemos inte­
riorizado aprendiendo a sentimos furiosos cuando son violados, y aver­
gonzados cuando su autoridad se cuestiona. Pero la historia de la cultu­
ra es una historia de transformaciones morales y debe recordamos que
no nos hemos quedado atrapados en los valores que aprendimos en el
regazo de nuestras madres. Junto a nuestras comunidades podemos ex­
plorar la posibilidad de una reforma moral. La flexibilidad de la morali­
dad no nos condena a un nihilismo del todo vale. Nos libera de la into­
lerancia y el estancamiento moral, y nos permite mejorar lo que
tenemos22.
Sin embargo, a diferencia de Rosaldo, señala que reconocer que hay
una parte imprescindible de construcción social en las emociones mora­
les, no supone aceptar todo es una construcción social23. Para Prinz, es
un hecho incontrovertible que la cultura, el lenguaje y la experiencia, son
elementos que influyen y modulan nuestras emociones y formas de pen­
sar, como señalan los antropólogos. Ahora bien, la maleabilidad no es
ilimitada. La socialización puede afectar a la intensidad con la que pade­
cemos o expresamos emociones pero ¿puede crearlas o cambiarlas? Los
naturalistas tienen razón sobre el origen corporal de las emociones, pero
los culturalistas aciertan en recordar su flexibilidad y dependencia de
juicios previos —como pueden ser las expectativas—24.
21 M ichelle R osald o, «Toward An Anthropology o f Self and Feeling», en Culture Theory: Essays
on Mind, Self, and Emotion, Richard A. Sw eder & Robert A. LeVine (eds). Cambridge, Cambridge
U niversity Press, 1984, pp. 141-157.
22 Jesse Prinz, Beyond Human Nature. How Culture and Experience Shape the Human Mind,
Londres-N ew York, W. W. N orton & Company, 2014, p. 329.
23 Una crítica a los problem as que plantea el constructivism o en Ian H acking en su libro Social
Construction o f What?, London-M ass, Harvard University Press, 1999.
24 Jesse Prinz, Beyond Human Nature, pp. 241- 89.
F undamentación universalista y crítica culturalista de los D erechos H umanos

Efectivamente, a pesar de que los naturalistas tienen razón en recor­


dar que no puede tener lugar ninguna emoción que no registre un patrón
correspondiente de respuesta corporal, lo que tal vez sea exagerado es
pretender que las emociones sean universales. Según Prinz, los trabajos
de Ekman no terminan de mostrar que existan emociones básicas o uni­
versales (o innatas). Solo hay que pensar en lo complicado que les resulta
a los americanos reconocer las expresiones de Ekman cuando las ven en
japoneses (sobre todo, ira, sorpresa y asco). Los americanos y los japone­
ses expresan felicidad de un modo muy diferente: aquellos con una exa­
gerada sonrisa y estos enfatizando la forma de arrugar los ojos25.
No resulta sorprendente que la respuesta facial a determinadas emo­
ciones sea aprendida pero, con ello, habría que aceptar que las emocio­
nes podrían ser sentidas de diferente modo según este aprendizaje.
Nuestras reacciones emocionales serían, según esto, una combinación
entre respuestas instintivas (universales) y patrones aprendidos. Si toma­
mos como ejemplo el llanto, podemos aceptar que, cuando tiene lugar
una pérdida, todo el mundo tiene predisposición a llorar, pero también
es un hecho que no se llora del mismo modo en todas las culturas: los
hombres occidentales tienden a suprimir el llanto, los japoneses lloran
sin hacer ruido, los filipinos ruidosamente y, en algunas partes de Papúa,
el llanto es un ritual rítmico de quejas y lamentaciones26. Evidentemente,
estas respuestas aprendidas condicionan la propia reacción corporal,
puesto que la mera expresión de una emoción influye en su aparición.
Por ejemplo, si nos forzamos a sonreír cuando estamos tristes, term ina­
mos viendo cómo el fingimiento afecta positivamente a nuestro ánimo.
Según Prinz, no hay emociones básicas, sino estados emocionales. Al
fin y al cabo, los Ilongot no tienen una palabra que remita a la ira, los
tahitianos no la tienen para tristeza, los Utka inuit no conocen ninguna
que represente el miedo, los Chewong de Malasia no conocen la palabra
felicidad... Y los haluk islandeses (Micronesia) no conocen sinónimo al­
guno para ninguna de las emociones básicas de Ekman:
Estos ejemplos sugieren que las Seis Grandes no son emociones bio­
lógicamente básicas, ni siquiera familias de emociones básicas. Los au-

25 Ibid., p. 259.
26 Ibid., pp. 259-61.
É tica y Antropología

ténticos estados básicos son cosas como la agresión, la indefensión, el


susto y el deseo. Advirtamos que no es ni siquiera obvio que estos térmi­
nos se refieran a emociones en inglés. La agresión se refiere a una clase
de comportamientos, el susto a una respuesta refleja, y el deseo a un
apetito o impulso. Irónicamente, no tenemos en inglés términos emocio­
nales que se correspondan con las emociones básicas. Nuestros términos
emocionales más simples se corresponden con estados que son ya algo
más complejos y se funden entre sí bajo influencias culturales. Las Seis
Grandes surgen de un repertorio universal de ingredientes, pero pueden
ligarse utilizando recetas culturalmente específicas.27
Si esto es válido para los estados emocionales más básicos, imagine­
mos qué puede ocurrir en aquellos que son complejos y duraderos, como
la culpa, el amor, los celos o la felicidad. La felicidad, según Prinz, de­
pende de los valores que establece cada cultura28. Nada hay más cierto
que la cultura es la que determina qué nos hace felices. Los occidentales
hacen depender la felicidad del placer más que los asiáticos, mientras
que para los asiáticos el aquí y ahora es más importante que el futuro;
los asiáticos son más felices cuando realizan conductas altruistas que los
occidentales. Al mismo tiempo, los chinos interpretan la felicidad como
un concepto negativo puesto que las emociones positivas no son acepta­
bles culturalmente29.
No obstante, no hay que olvidar que la felicidad también se asienta en
la diferencia entre experiencia y memoria que elabora nuestro cerebro. Y
esta facultad sí es universal, tal y como demuestran los estudios de Daniel
Gilbert y Daniel Kahneman. Hay una diferencia esencial entre lo que
percibidos como placer o alegría y lo que recordamos que nos provoca
dicho placer o alegría, de ahí que nuestra felicidad dependa, en gran me­
dida, de la estructura cerebral que rige nuestra memoria y que es com­
partida por todo ser humano. Un ejemplo: en un experimento realizado
por Kahneman, se pide a los participantes que mantengan una mano
27 Ibid., p. 266.
28 El problema, a nuestro m odo de ver, es que no hay dem asiados estudios antropológicos que
avalen su tesis puesto que, según los propios antropólogos, la felicidad no ha sido un tópico que tenga
dem asiados estudios etnográficos: N eil Thin «"Realising the Substance of Their Happiness": H ow
Anthropology Forgot About Homo Gauisus » en Culture and Well-Being. Anthropological Approaches to
Freedom and Political Ethics, Alberto Corsin (ed.), London, Pluto Press, 2008, pp. 134-155.
29 Jesse Prinz, Beyond Human Nature , p. 269.
F undamentación universalista y crítica culturalista de los D erechos H umanos

sumergida en agua muy fría, mientras su mano libre pulsa teclas que
registran el dolor que los sujetos estaban experimentando. Cada sujeto
participó en dos sesiones: en la primera, mantenían 60 segundos la mano
sumergida y luego la retiraban y la envolvían en un paño caliente; en la
segunda, que duraba 90 segundos, mantenían la mano sumergida 60 se­
gundos, pero en los 30 últimos, se abría una válvula que dejaba entrar
agua caliente, subiendo un poco la temperatura y haciendo que el dolor
fuera menos intenso. Entre prueba y prueba, se dejó pasar 7 minutos,
tras los cuales se les preguntó a los participantes si, en caso de darse una
tercera prueba, preferían repetir la sesión de duración corta o la de dura­
ción larga (60 o 90 segundos). Desde la perspectiva del yo que experimen­
ta, la prueba larga era peor, puesto que había 30 segundos adicionales de
dolor, por más que su intensidad no fuera exagerada. Sin embargo, en
el 80% de los casos se prefirió esta opción. La razón es que el yo que ex­
perimenta responde a la pregunta ¿duele ahora?, mientras que el yo que
recuerda responde a la pregunta ¿cómo ha sido la experiencia completa?
Y el recuerdo de que el dolor disminuía en los 30 segundos de la última
prueba, fue determinante para interpretar la experiencia completa de
manera menos penosa, por el simple hecho de que termina de forma me­
nos dolorosa que la anterior, al margen de su duración. El recuerdo no se
establece como la suma de momentos de la experiencia, sino mediante
un recuerdo representativo30.
Otro ejemplo: cuando pensamos si nuestras últimas vacaciones de ve­
rano han sido o no satisfactorias, no analizamos día a día lo estupendo o
desastroso que fue nuestro descanso, sino que solemos reconstruirlo en
función de la última experiencia que tuvimos en ellas. Si los últimos dos
o tres días de vacaciones fueron un desastre, interpretarem os que el
tiempo completo lo fue; si terminaron con un sol fantástico, un paseo en
la playa y una buena comida frente al m ar (a quien le guste esto, claro
está), las recordaremos como unas vacaciones maravillosas. Lo que im­
porta no es tanto la experiencia sino cómo la recordamos:
No sólo atesoramos recuerdos, somos esos recuerdos. Y, con todo,
las investigaciones demuestran que la memoria es menos parecida a una
colección de fotografías y más a una serie de cuadros impresionistas
pintados por un artista que se toma unas licencias bastante importantes

30 D aniel Kahneman, Pensar rápido, pensar despacio, Barcelona, Debate, 2012, p. 492 y ss.
É tica y Antropología

con sus temas. Cuanto más ambiguo es un tema, más libertades se toma
el artista, y pocos temas son más ambiguos que la experiencia emocio­
nal. Nuestro recuerdo de los momentos emocionales, recibe la fuerte
influencia de ejemplos poco corrientes, momentos finales y teorías sobre
cómo deberíamos habernos sentido en ese instante del pasado. Todo ello
pone en grave peligro nuestra capacidad de aprender de la experiencia31.
Gilbert señala otro elemento importante que influye enormemente en
la búsqueda de la felicidad: nuestra incompetencia absoluta a la hora de
pensar en el futuro. Tendemos a pensar cómo nos sentiríamos o qué de­
searíamos en el futuro, simplemente extrapolando cómo nos sentimos o
qué deseamos ahora. Se trata de un error porque, en el futuro, el yo que
decide lo hará en función de sus preferencias, que no tienen por qué ser
las mismas de nuestro yo presente. Nuestra mayor debilidad, por tanto,
es no aceptar lo mucho que cambiamos a lo largo del tiempo. Y esto im­
plica que somos lo suficientemente permeables como para no tener los
mismos gustos, efectivamente, pero también que la desgracia no es eter­
na, si bien la contrapartida es que tampoco lo es la felicidad. Lo que nos
hace sentir bien ahora puede no coincidir con lo que nos haga sentir bien
en el futuro. El problema es nuestra tendencia a confundirlo. De ahí que
nos empeñemos en comprar casas de verano frente a la playa, cuando tal
vez en 10 años (con otros 20 de hipoteca por delante) detestemos el sim­
ple olor de las algas; o que nos hagamos tatuajes a los 19 años pensando
que seguirán gustándonos (y quedándonos bien) cuando cumplamos 50;
o que pensemos que nuestra sensación de malestar tras una enfermedad
va a durar siempre. El error de interpretar el futuro en términos de nues­
tro presente es sistemático y estructural y, por tanto, universal: nuestras
limitaciones ante la previsión del futuro son semejantes a las ilusiones
ópticas que muestran las limitaciones de la vista. La articulación entre
cultura o contexto y emociones o patrones instintivos naturales, es un
principio metodológico que deberíamos tener siempre en cuenta.
Terminemos este epígrafe con un experimento psicológico-social que
permite ahondar en problema de la relación entre contexto y principios
morales. Hemos señalado anteriormente, que fingiendo expresiones fa­
ciales de emociones uno puede llegar a provocarlas, de modo que no se
necesita esperar a que se de el contexto adecuado para que aparezcan.
31 D aniel G ilb ert, Tropezar con la felicidad , Barcelona, D estino, 2006, p. 230.
F undamentación universalista y crítica culturalista de los D erechos H umanos

Cuando ocurre una emoción, hay una respuesta cerebral, hay actividad
en las áreas que regulan los cambios corporales que acompañan a las
emociones32. Por eso, reconstruyendo el patrón corporal de la emoción,
uno puede llegar a provocarla: las expresiones faciales de tristeza termi­
nan por provocarla, igualmente ocurre con las de alegría. Siguiendo esta
línea de argumentación, podrían provocarse emociones y conductas an-
ti-sociales con tan sólo recrear el contexto adecuado, al margen del ca­
rácter de la persona implicada y su conducta moral habitual. Este fue el
objetivo de la investigación de Zimbardo, recogida en su famoso libro El
efecto Lucifer. Dicho experimento psicológico tuvo lugar en el Stanford en
los años 70 del pasado siglo, y consistió en convertir un laboratorio en
prisión, para analizar los cambios de conducta que allí se observaran.
Los roles de víctima y carceleros e distribuyeron aleatoriamente entre el
grupo de universitarios que participó en el proyecto. Sin embargo, una
vez asumidos sus papeles, fingir conductas de victima o carcelero, les
transformó en víctimas y carceleros reales. Y ello a pesar de que eran
conscientes de estar realizando un experimento científico. Al menos, al
principio.
Los estudiantes que fueron elegidos para interpretar papeles de vícti­
ma, se volvieron tímidos, asustadizos y term inaron padeciendo depre­
sión y aceptando sus cada vez más míseras condiciones y, a pesar de que
podían haber parado el experimento en cualquier momento, no lo hicie­
ron, no pensaron que verdaderamente pudieran hacerlo, no fueron cons­
cientes de que no estaban viviendo una situación real. Por otra parte,
32 Joshua Green realizó una im agen por resonancia m agnética funcional (RM Nf) m ientras
sujetos resolvían el fam oso dilem a del tranvía y descubrió que las áreas cerebrales asociadas a la
em oción —lóbulo tem poral y el córtex tem poral prefrontal— se activaban m ientras dichos sujetos
tom aban decision es m orales. El dilem a del tranvía tiene dos versiones y consiste en lo siguiente: un
tranvía se descontrola y en la vía a la que se acerca hay una bifurcación. A la izquierda hay cinco
personas cruzando y a la derecha, un operario trabajando. Si tú fueras quien activara la palanca que
perm ite elegir la vía por la que seguirá el tren ¿harías que el tren se desviase a la izquierda, m atan­
do a las cin co personas que cruzan, o a la derecha, atropellando al operario? La otra versión del
dilem a es com o sigue: el m ism o tranvía y el m ism o problem a pero ahora no hay bifurcación sino
sólo cin co operarios en la vía. Puedes optar por dejar que el tren atropelle a esas cin co personas o
puedes pararlo haciendo que descarrile la m áquina tirando a la vía del tren al descon ocid o que está
a tu lado en el puente, desde donde estás observando la escen a ¿Qué harías? La m ayoría de la gente
acepta activar la palanca del prim er caso en la dirección del operario para salvar a los cin co tran­
seún tes pero no acepta tirar a la vía del tren a la persona que tiene al lado para obtener el m ism o
resultado (cin co vidas vs una). Lo m ás im portante: la activación de las áreas era m ás im portante en
el segundo caso que en el prim ero, lo que supone que los sujetos estaban m ás im plicados em o cio ­
nalm ente.
É tica y A ntropología

aquellos que fueron elegidos para interpretar papeles de vigilantes se


comportaron de modo tan cruel con sus compañeros que el experimento
tuvo que ser abandonado: torturaron o abusaron de sus prisioneros de
diversas formas con el fin de evitar la insubordinación: privación o inte­
rrupción del sueño, control de visitas, brom as pesadas... El propio
Zimbardo, como jefe de la prisión —dirección de la investigación— se
volvió inmune a los abusos sistemáticos de sus empleados33. Eso mostra­
ba, según él, que las emociones de odio, miedo, amenaza, culpa, vergüen­
za, los patrones de la indefensión aprendida34, etc., se podrían generar
reproduciendo el contexto adecuado y asignando diferentes roles socia­
les de modo aleatorio. El mal como sistema de dominación, según
Zimbardo, se puede crear en un brevísimo periodo de tiempo, siempre
que el contexto social sea el propicio.
Como vemos, la eterna discusión naturaleza vs cultura {nature vs
nurture)35 está presente actualmente en el debate entre naturalismo mo­
ral vs constructivismo36. Una postura que intente ligar ambas perspecti-
33 P. Zimbardo, El efecto Lucifer, Barcelona, Paidós, 2008. Este experim ento le sirvió a
Zimbardo, posteriorm ente, para dar una explicación al caso de las torturas y abusos en las cárceles
am ericanas en Irak, la triste fam osa prisión de Abu Ghraib, cuyas fotos dieron la vuelta al m undo
entre los años 2004-2006. Se trata de un experim iento que no ha sido replicado, lo que lo hace
m etod ológicam en te débil a efectos de ser un a prueba concluyente, pero es interesante tenerlo pre­
sente por los dilem as de m aleabilidad psicológica que perm ite el contexto.
34 La indefensión aprendida es un concep to acuñado por el psicólogo am ericano Martin
Seligm an para describir el patrón de conducta que un sujeto adopta ante situaciones que no puede
cam biar y que reproduce después en situaciones que sí podría cambiar, pero interpreta com o in con ­
trolables. La im potencia que resulta de la incapacidad de cam biar determ inadas situaciones estre­
santes, term ina generando depresión e inclu so la muerte: «El m ied o de un organism o enfrentado a
una situación traum ática dism inuye si aprende que las respuestas controlan la situación; el m iedo
perm anece si el organism o sigue sin tener la certeza de que la situación es controlable; si el orga­
n ism o aprende que el traum a es incontrolable, el m ied o da paso a la depresión» (cf. M. Seligm an,
Indefensión. En la depresión, el desarrollo y la muerte, Madrid, Debate, 1975, p. 112). P ensem os en el
elefante que de pequeño es atado a una estaca y no es capaz de liberarse porque carece de fuerza.
Cuando crece y su cuerpo es capaz de m over el peso de varias de esas estacas, sin em bargo, perm a­
nece atado y en su sitio: lo que aprendió de pequeño le inm oviliza porque interpreta la situación
com o idéntica y com prende que n o puede hacer nada para cam biarla.
35 Un dualism o que se ha establecido com o si fuera natural, a pesar de que, entre otros, los
Chew ong — pueblo aborigen m alayo— , ni siquiera con ocen las divisiones dualistas entre naturaleza
vs cultura, individuo vs com unidad, m ente vs cuerpo o sagrado vs profano. Cf. Signe H o w e ll
«Nature in culture or culture in nature? Chew ong ideas o f “humans" and other species» en Nature
and Society. Anthropological Perspectives, P. D e sc o la y G. P á lsso n (eds.), London-N ew York,
R outleledge, 1996, pp. 127-44.
36 Para quien esté interesado, una revisión de la etnografía de la em oción puede verse el n ú m e­
ro especial «Bodies o f Em otion: R ethinking Culture and E m otion through Southeast Asia»,
Etnos 69/4 (2004), editado por Tom B o e l l s t o r f f y Johan Lindquist.
F undamentación universalista y crítica culturalista de los D erechos H umanos

vas es, en nuestra opinión, lo más apropiado. Hemos expuesto una pro­
puesta, la de Prinz pero también otros, como Boellstorf, trabajan en la
misma dirección. El proceso de globalización ha acabado con las cultu­
ras homogéneas que permitían, como en el caso de Rosaldo, establecer
cierto isomorfismo entre lenguaje y cultura. Las culturas son más per­
meables de lo que parecen y muchos de sus conceptos son tomados de
tradiciones ajenas.
Sea como fuere, la discusión no tiene una solución clara y evidente,
sino que nos lleva a tomar partido, a optar por privilegiar un lado u otro
del problema o, como es nuestra preferencia, a articularlos, evitando el
dualismo37. Parece ingenuo pensar que se puede hablar de valores mora­
les sin contar con la influencia que la historia y el marco cultural tienen
en ellos. La evidencia antropológica ha dado buena cuenta de ello duran­
te los últimos dos siglos. Pero tampoco nos parece una postura defendi­
ble pensar que en nuestros valores morales, no hay influencia alguna de
nuestras disposiciones genéticas, hormonales, cerebrales o corporales,
aunque sea a niveles básicos. Es difícil defender que todo es construido,
esta vez a la luz de las evidencias de la biología, la psicología, la neuro-
ciencia y la etología.
Otra alternativa es abandonar los problemas de fundamentación y
apelar a la universalización de valores comunes como punto de llegada,
no de partida. Veamos en qué consiste dicha propuesta.

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37 «[...] w e should understand our biological endow m ent as a set o f m echanism s that allow us to
change w ith experience. In this picture, there is no sharp contrast betw een nature and nurture.
Nurture depends on nature, and nature exists in the service o f nurture. This m eans w e m ust give up
on approaches to social science that try to articulate how hum ans act or think by nature» (Prinz, J. J.
Beyond Human Nature, p. 367).
3
LOS DERECHOS HUMANOS COMO
PROYECTO POLÍTICO

La defensa de la universalidad de los Derechos Humanos como punto


de llegada, supone la reivindicación de un proyecto ético-político: hacer
a todo ser humano titular de libertades y derechos. Extender y unlversa­
lizar derechos es un proyecto que acepta los principios con los que nace
la Ilustración, aunque implica, al mismo tiempo, la crítica de sus resulta­
dos. Ciertamente, reivindicar que los niños, mujeres, ancianos, o consu­
midores tengan derechos que han de ser respetados, es tanto como reco­
nocer que previamente no lo eran y que, por lo tanto, el universalismo al
que aspiramos está en constante expansión, no es algo dado de antema­
no. Dichas reivindicaciones, por otra parte, son históricas y concretas, y
se van convirtiendo en derechos a lo largo de un proceso cada vez más
inclusivo: derechos de los animales, derechos del medio ambiente, etc.
Desde esta perspectiva, lo importante no es el punto de partida —una
universalidad formal que supone que todos nacemos libres e iguales—
sino el de llegada, la universalidad histórico-política o material, podría­
mos decir1. Es el objetivo de universalizar derechos lo que supone la mo­
ralidad del proyecto, no la reivindicación de una universalidad humana
previa. Como señala Peces-Barba:
«... la universalidad como punto de llegada distingue claramente entre
el ser y el deber ser. En el ser, en la realidad de muchas relaciones socia­
les, la desigualdad impide que se pueda hablar de universalidad, o, si lo
vemos desde otra perspectiva, que la moralidad básica de los derechos
—libertad, igualdad, solidaridad y seguridad—, de la que se predica la
universalidad racional, pueda afectar a esas situaciones. Lo que se gene­
ra de la comparación entre esa moralidad básica y esa realidad de des­
igualdad de determinados colectivos, es la toma de conciencia de la ne-1

1 Este proyecto p olítico no tiene por qué ser incom patible con la afirm ación de cierto natura­
lism o m oral (aquel que presupone la com binación de ciertos elem en tos instintivos desarrollados
culturalm ente).
É tica Y Antropología

cesidad de acciones positivas para superar esa situación y restablecer el


equilibrio, entre aquellas que pueden, por sí mismos, resolver sus pro­
blemas de educación de salud, de seguridad social, de vivienda, etc., y
que no se encuentran en relaciones sociales de inferioridad (mujeres,
niños, minusválidos, consumidores, etc.), con los que son incapaces por
sí mismos de satisfacer una serie de necesidades básicas o de actuar en
las relaciones sociales en condiciones de igualdad2.
En el mismo sentido, Pérez Luño defiende que la historicidad es un
dato propio de los Derechos Humanos. Si se puede hablar de generacio­
nes de derechos —derechos de primera, segunda y tercera generación—,
es por que aceptamos que los valores que incluimos en dicho marco es­
tán sujetos a evolución y ampliación histórica. Y esto es lo mismo que
reconocer que el catálogo de libertades no es una obra cerrada, sino que
está sujeta a cambios. Más aún, los Derechos Humanos, a pesar de nece­
sitar una implementación jurídico-política concreta para ser defendidos
(su reconocimiento en un ordenamiento jurídico nacional o internacio­
nal), no son meros postulados morales, sino que encierran un proyecto
político emancipatorio: «Faltos de su dimensión utópica los derechos hu­
manos perderían su función legitimadora del Derecho; pero fuera de la
experiencia y de la historia perderían sus propios rasgos de humanidad»3.
La propuesta que Amelia Valcárcel desarrolla en Vindicación del hu­
manismo puede ser leída, desde esa perspectiva, como un proyecto polí­
tico feminista emancipatorio4. Según Valcárcel, el universalismo es la
base del humanismo y éste es condición de una ética global, una ética
que sirva para la mayor parte de situaciones y que se constituya a base de
reglas y principios fáciles de definir, y más aún de aplicar —que no ten­
gan demasiadas excepciones—, y mucho mejor cuanto más generales en
su aplicación: dirigidas a la humanidad en general, como especie, no a
2 Gregorio Peces-Barba, «La universalidad de los derechos hum anos», Doxa 15-16 (1994)
pp. 613-633, pp. 629-30. Pero, por el m ism o hecho de ser un punto de llegada, dice Peces-Barba,
tam poco pueden generalizarse y otorgarse al ciudadano por el hecho de serlo, sino sólo a aquellos
que parten de una situación en la que no pueden conseguirlos por sí m ism os. De ese m odo, el dere­
cho a la educación o la sanidad sólo deberían ser gratuitas para quienes no pueden perm itirse su
co-pago o su pago com pleto, en función de sus recursos. Ibid, p. 632.
3 A ntonio-Enrique Pérez-Luño, «Los derechos hu m anos hoy: perspectivas y retos (XXII
C onferencias Aranguren)», Isegoria 51 (2014), pp. 465-544, p. 492.
4 Am elia V a lc á r c e l, «Vindicación del h u m anism o (XV Conferencia Aranguren)», Isegoria, 36
(2007), pp. 7-61.
Los D e re c h o s Humanos como p ro y ecto p o lític o

las culturas particulares. Los valores de este humanismo que reivindica


Valcárcel son inmanentes —han sido creados en un momento histórico y
están siendo mantenidos por los sujetos históricos—, y sus contenidos
vienen definidos por los Derechos Humanos.
Según la autora, el único marco en el que esta ética humanista puede
llevarse a cabo es la democracia, porque es universalista en su horizonte
y hum anista en sus contenidos, en tanto es salvaguarda de libertades
básicas como la libertad, la igualdad y la solidaridad. Por eso, sólo en un
contexto democrático tiene sentido la reivindicación del feminismo como
humanismo5, por cuanto supone la defensa de los derechos individuales
de las mujeres y la negación de su supeditación a los derechos culturales
y comunitarios que siempre han tenido a las mujeres como víctimas. Las
mujeres no pelean solamente por los ritos o los recursos sino por su li­
bertad, por la igualdad, por eso son el modelo general de humanidad:
Con la familia como principal mecanismo de encuadre de las muje­
res, sometidas a una eticidad diferencial en honor de la decencia grupal,
aceptando y reproduciendo prácticas de minoramiento y exclusión y
todo ello avalado por las instancias religiosas y en bastantes ocasiones
las políticas, la mayor parte de las mujeres del planeta simplemente no
ha adquirido todavía el estatuto de individuos de pleno derecho6.
Como vemos, lo que se pretende es llegar a una moralidad básica y no
partir de ella. Para ello, los derechos y libertades necesitan implantación
jurídico-política para ser efectivos, para ser defendidos y poder ser rei­
vindicados. Más aún, la igualdad como diferenciación necesita de la ac­
ción positiva de los poderes públicos7. Ahora bien, ¿cómo conseguir que
esa igualdad sea efectiva? ¿Cuáles son los mecanismos que permiten su
implantación jurídico política? La filósofa Seyla Benhabib propone que
los Derechos Humanos se definan en términos de derecho a tener dere­
chos, una frase que toma de Hannah Arendt pero a la que le modifica el
5 Am elia V a lc á r c e l, Vindicación del humanismo , pp. 45 y ss.
6 Ibid., p. 55.
7 Otro m odo de llam ar a la discriminación inversa o a políticas de reconocimiento, es decir, la
práctica de políticas públicas que persiguen la rectificación de la desigualdad, atribuyendo derechos
a colectivos específicos que se encuentran m arginados o en situación de discrim inación social, e co ­
nóm ica o de género — com o un sistem a de becas para afroam ericanos en el m edio educativo am e­
ricano, o la paridad exigida en la representación de cargos públicos o em presas o, com o verem os en
este texto m ás adelante, el acom odo razonable en la práctica religiosa— .
É tica y Antropología

rango de acción. Si para la filósofa alemana se trataba de un derecho


político identificado con una comunidad concreta, para Benhabib se tra­
ta de una exigencia de cada persona a ser protegida y reconocida por la
comunidad mundial. Según Benhabib, afirm ar que los seres humanos
como individuos tienen derecho a tener derechos, implica una reivindica­
ción moral, no política, por cuanto dicha afirmación se basa en una ética
discursiva que supone el ejercicio universal de la libertad comunicativa:
libertad de aceptar o negar argumentos comprensibles y en función de
los cuales se puede actuar. Se trata de un derecho que no está dado de
antemano, sino que toma cuerpo en las luchas políticas, reivindicaciones
de clase o de género, en el seno de naciones, grupos étnicos o credos reli­
giosos. El universalismo no surge de la armonía sino que es resultado del
conflicto:
... el universalismo no consiste en una esencia o naturaleza humana que
se nos dice que todos tenemos o poseemos, sino más bien en experien­
cias de establecer una comunalidad a través de la diversidad, conflicto,
división y lucha. El universalismo es una aspiración, un objetivo moral
por el que pelear; no es un hecho, una descripción del modo en que el
mundo es8.
La misma Benhabib se pregunta de qué modo trasladar estas preten­
siones morales abstractas —la libertad comunicativa que supone el dere­
cho a tener derechos— a un marco político dado. O lo que es lo mismo,
de qué modo los principios morales como el derecho a la libertad de ex­
presión, libertad religiosa, de asociación, a la vivienda, a la educación, a
la sanidad... se plasman en marcos jurídicos concretos. Para ella, el dere­
cho de autogobierno es el principio fundamental que explica el trasvase
de derechos morales a legales, por cuanto constituye el cauce que permi­
te ponerlos en marcha. Ese derecho también explica el grado de variabi­
lidad de aplicación entre comunidades políticas. Por ejemplo, la expre­
sión de la libertad religiosa y su tutela jurídica es muy diferente en
Canadá y Francia (luego lo veremos en detalle). La igualdad de género
está mucho mejor recogida en la ley española y sus desarrollos con la ley
de paridad que en EE.UU., por poner un ejemplo, pero peor que en
Canadá. Por tanto, igual de importante que ser sujetos de derechos, es el
8 Seyla B enhabig «Otro universalism o: Sobre la unidad y diversidad de los derechos humanos:
Isegoría 39 (2008), pp. 175-203, p. 191.
Los D e re c h o s Humanos como p ro y ecto p o lític o

reconocimiento de que los seres humanos son creadores de derecho, y


únicos responsables de traducir a sus contextos propios, los principios
morales reconocidos en los derechos humanos. En este sentido, Benhabib
sigue a Jünger Habermas, para quien solo pueden pretender legitimidad
aquellas regulaciones que logran el asentimiento de todos los ciudada­
nos, tras un proceso legislativo discursivo legalmente constituido. O lo
que es lo mismo, las leyes se constituyen tras una discusión previa en la
esfera pública, en la que los ciudadanos son libres de participar y opinar.
El sujeto de derecho no es un sujeto pasivo sino activo, de ahí que no ten­
ga sentido ninguna ley que se haga a espaldas de los ciudadanos. Sin
democracia, sin sociedad civil libre, los Derechos Humanos no serían
posibles, pues su puesta en práctica, sus variaciones culturales, el motor
que impulsa su desarrollo y sus cambios, solo se explican a partir del
principio de autogobierno democrático. En palabras de Benhabib:
Los derechos humanos articulan principios legales que necesitan que
se les dé forma legal. La forma legal de los derechos humanos puede
ofrecer variaciones legítimas en interpretaciones y contextualizaciones
jurídicas y constitucionales siempre que estas variaciones resulten del
ejercicio de la autonomía pública a través de estructuras de autogobier­
no. Sin autogobierno los derechos humanos se quedan vacíos. Existe
una conexión intrínseca, y no meramente contingente, entre los dere­
chos humanos y la autodeterminación democrática. Consecuentemente,
he abogado por contemplar los derechos humanos no sólo como condi­
ciones mínimas de legitimidad en la arena internacional —que segura­
mente también lo son—, sino como condiciones que articulan estánda­
res normativos a los que pueden aspirar los pueblos del mundo9.
Cristina Lafont añade a estas exigencias, la necesidad de que esos
derechos tengan una dimensión global: para que los Derechos humanos
tengan aplicación real y no sean meramente formales, se ha de añadir
9 Seyla Benhabib, «Otro universalismo: Sobre la unidad y diversidad de los derechos hum anos»,
p. 203. En otro texto, la autora señala la raíz republicana de su propuesta: «la defensa liberal de los
derechos hum anos que pone lím ites al ejercicio del poder justificable públicam ente necesita ser com ­
plem entada con la visión cívico-republicana de los derechos com o com ponentes esenciales del ejerci­
cio de la autonom ía pública por parte de un pueblo. Sin los derechos básicos de la persona, la sobe­
ranía republicana sería ciega; y sin el ejercicio de la autonom ía colectiva, los derechos de la persona
estarían vacíos» (Benhabib, S., «El futuro de la soberanía dem ocrática y del derecho transnacional»en
Los desafíos institucionales de la globalización. Cátedra Norbert Lechner (2012-2013), Santiago de
Chile E diciones Universidad Diego Portales, 2014, p. 155).
É tica y A ntropología

una exigencia transnacional a la estatal vigente 10. La defensa de los inte­


reses particulares de los Estados y de sus ciudadanos tienen como límite
los Derechos Humanos, por ello, las instituciones transnacionales
—como el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial o la
Organización Mundial de Comercio (OMC)— deberían incluir entre sus
estatutos el objetivo de hacer respetar y promover activamente los
Derechos Humanos a escala global, puesto que:
[...] En las condiciones actuales de globalización es cada vez más
evidente que las regulaciones económicas globales adoptadas por ciertos
actores no estatales (como la OMC, el FMI o el Banco Mundial) pueden
tener un tremendo impacto en la posibilidad de proteger los derechos
humanos a escala mundial. Ahora bien, si éste es el caso, ¿no es poco
plausible sostener que estas instituciones no tienen ninguna obligación
en materia de derechos humanos? Y lo que es peor, ¿cómo puede la co­
munidad internacional responsabilizar a los Estados de las consecuen­
cias de regulaciones globales que no está realmente en sus manos deter­
minar? ¿No debería la comunidad internacional exigir responsabilidades
a aquellos actores cuyas decisiones y acciones impiden la protección de
los derechos humanos, tanto si son Estados como si no lo son, en lugar
de exigir responsabilidades a los Estados por decisiones y acciones que
no están bajo su control?11.

Volver índice 10

10 En el m ism o sentido, Pilar Allegue se pregunta si es posible m antener hoy una ciudadanía
nacional sin ser injusto, puesto que «la superación del concepto ilustrado de ciudadanía que debe
pasar por el reconocim iento com o personas de todos los hom bres y mujeres con idénticos derechos
fundam entales, entre los que hoy tenem os que contar el de residencia y libre circulación, significa no
sólo reformas jurídicas y políticas, sino tam bién la lucha por una auténtica igualdad en derechos y de
ciudadanía incluidas sus garantías de las que resulte un estatus de ciudadanía auténticam ente inte-
grador (...) Hoy, en alguna m edida, a nivel formal, hem os superado dos de las exclusiones a través de
reivindicaciones —de la disidencia— o incluso, una de ellas, la de las mujeres, ha sido, en palabras de
Norberto Bobbio, la única revolución pacífica de la historia: la de la igualdad de los sexos. Urge vencer
la tercera de las exclusiones: la de los bárbaros/as, para retom ar su carácter em ancipatorio, «la cara
rom ántica de la Ilustración», com o ha subrayado Javier Muguerza. En ello nos jugam os el futuro de
nuestras dem ocracias» (Pilar A lle g u e , «Sobre el concepto de ciudadanía: ¿una senda ilustrada?»,
Jueces para la democracia. Información y debate 41 (2001), pp. 37-42, p. 41-42).
11 Cristina L afont, «Responsabilidad, inclu sión y gobernanza global: una crítica de la con cep ­
ción estatista de los derechos hum anos», Isegoría 43 (2010), pp. 407-434, p. 417.
4
MULTICULTURALIDAD: POLÍTICA DEL RECONOCIMIENTO
Y COSMOPOLITISMO

Como vemos, las tres autoras suponen que la democracia es el mejor


medio político para defender y desarrollar los Derechos Humanos, sea
a nivel nacional o transnacional. Pero los Derechos Humanos no son
un catálogo de libertades uniforme, sino una amalgama de derechos
que, en la práctica, entran en colisión de modo constante. En caso de
conflicto ¿qué derechos son prioritarios, los individuales (libertad de
expresión, religiosa, igualdad de género, derecho de propiedad priva­
da...), los Estatales-comunitarios-culturales (libertad lingüística, reco­
nocimiento político), los supranacionales que persiguen la reducción de
la pobreza o la libertad de fronteras? ¿Es la libertad individual el bien
político por excelencia? Y si la respuesta es afirmativa, ¿deben los indi­
viduos ser protegidos de toda injerencia del Estado o de su comunidad
de origen? En otras palabras: ¿son los derechos individuales —dere­
chos de primera generación— más valiosos que los colectivos o cultura­
les —derechos de segunda generación— o bien, como defienden otros,
es únicamente a través de las comunidades étnicas, religiosas o cultu­
rales como puede el individuo llevar a cabo sus proyectos personales?
Si la respuesta es positiva, si el bien del Estado lo requiere, los derechos
individuales pueden y deben ponerse entre paréntesis, por un bien cul­
tural y social mayor: la comunidad de referencia. Cuando los derechos
de las culturas chocan con los derechos de los individuos ¿qué derechos
son prioritarios?
La diversidad cultural o la multiculturalidad es un hecho incontro­
vertible. Ahora bien, el que esa diversidad cultural deba ser reconocida
como un valor a defender, promover y respetar por los poderes públi­
cos, supone un proyecto político conocido como multiculturalisme). No
hay una sola fórmula teórica para defender este tipo de ideas y reco­
rrerlas todas no es el objetivo de este trabajo. Daremos cuenta de dos de
É tica y A ntropología

las más relevantes en al actualidad: la propuestas de Charles Taylor y


K. Anthony Appiah1.

4.1. POLÍTICA DEL RECONOCIMIENTO VS COSMOPOLITISMO:


TAYLOR Y APPIAH

Según el filósofo canadiense Charles Taylor, la identidad personal no


se construye exclusivamente de modo individual puesto que, del mismo
modo que no adquirimos la lengua que hablamos más que en diálogo
con otros, tampoco nuestros valores, preferencias, gustos o creencias se
adquieren por uno mismo sino de forma social. Las cosas que considera­
mos buenas o valiosas suelen transformarse y determinarse en conjun­
ción a nuestras vivencias, junto a las personas que amamos o con las que
disfrutamos, por ejemplo. En opinión de Taylor:
Es éste un ideal común, pero que en mi opinión subestima grave­
mente el lugar de lo dialógico en la vida humana. Quiere todavía confi­
narlo tanto como sea posible a la génesis. Olvida cómo puede transfor­
marse nuestra comprensión de las cosas buenas de la vida por medio de
nuestro disfrute en común de las mismas con las personas que amamos,
cómo algunos bienes se nos hacen accesibles solamente por medio de
ese disfrute común. Debido a ello, nos costaría un gran esfuerzo, y pro­
bablemente muchas rupturas desgarradoras, impedir que formen nues­
tra identidad aquellos a quienes amamos [...]. Si algunas de las cosas a
las que doy más valor me son accesibles solo en relación a la persona que
amo, entonces esa persona se convierte en algo interior a mi identidad12.
Ciertamente, para algunos este hecho es considerado una limitación
de la capacidad personal pero, para Taylor, al margen de cómo uno se
sienta, la construcción de la identidad personal sigue siendo dialógica.
Por esa razón, el reconocimiento del otro como igual (equal recognition)
es la base desde la cual se deben construir las democracias. En su opi­
nión, la forma de política del respeto igualitario propia del liberalismo
1 Las propuestas de M ichael W a lzer, Charles T aylor y Jünger Habermas están recogidas en
send os capítulos del volum en colectivo Multiculturalism. Examining the Politics o f Recognition, Amy
G utm an (ed.), Princeton, Princeton University Press, 1994. H ay edición española: El multicultura-
lismo y la «política del reconocimiento» , Amy G utm an (ed.), M éxico, FCE, 1993.
2 Charles T aylor, La ética de la autenticidad, Barcelona, Paidós, 1994, p. 70.
M ulticulturalidad: política del reconocimiento y cosmopolitismo

no tolera la diferencia, puesto que insiste en aplicar las reglas comunes


del mismo modo y sin excepción a todo el mundo, además de desconfiar
de políticas que definen objetivos colectivos. Objetivos colectivos religio­
sos, lingüísticos, o culturales, como la defensa de la cultura o lengua
francesa en el territorio de Quebec, dentro de un Canadá mayoritaria-
mente anglosajón. Para el liberalismo, el ámbito público debe estar des­
provisto de contenido político o moral, debe ser neutral, un mero garante
de la igualdad de los individuos. Pero ¿qué ocurre cuando un ciudadano
reclama normas que son ajenas o contradictorias con las normas mayo-
ritarias del Estado en el que vive? ¿Acaso no tiene derecho a reivindicar y
a ver reconocidos el valor de sus tradiciones y creencias, a pesar de que
no sean compartidas por la mayoría?
En las democracias liberales, la esfera pública del reconocimiento del
otro como un igual se refleja en la universalidad de los derechos, hacien­
do tabula rasa de sus diferencias particulares: igualdad en derechos y
deberes sin im portar sexo, etnia, orientación sexual, grupo cultural,
edad... Para Taylor, se trata de un reconocimiento insuficiente y abstrac­
to, puesto que no recoge la unicidad que un grupo o individuo posee. Las
políticas de la diferencia reclaman que se reconozca en los individuos y
grupos su particularidad, lo que les hace únicos y diferentes al resto (lo
que hace diferentes a mujeres, negros, judíos u homosexuales, por ejem­
plo). Y es que, según este autor, son estas diferencias las que dotan de
identidad al individuo que, sin embargo, se pasan por alto, se ignoran o
se aniquilan, en beneficio de la identidad mayoritariamente existente o la
igualdad formal (derechos iguales y aplicación idéntica para todos). La
política de reconocimiento de la diferencia sería, por lo tanto, una fórmula
para defender a las minorías de las mayorías, para evitar la creación de
ciudadanos de segunda clase, para eliminar la discriminación histórica
de determinados colectivos étnicos, religiosos o de género.
... podemos argüir que es razonable suponer que las culturas que han
aportado un horizonte de significado para gran cantidad de seres huma­
nos, de diversos caracteres y temperamentos, durante un largo periodo
—en otras palabras, que han articulado su sentido del bien, de lo sagra­
do, de lo admirable— casi ciertamente deben tener algo que merece
nuestra admiración y nuestro respeto, aun, si éste se acompaña de lo
mucho que debemos aborrecer y rechazar. Tal vez podamos decirlo de
É tica y Antropología

otra manera: se necesitaría una arrogancia suprema para descartar a


priori esta posibilidad. En última instancia, tal vez en todo esto esté in­
volucrada una cuestión moral. Para aceptar esta suposición sólo es ne­
cesario que asumamos el sentido de nuestra propia limitada participa­
ción en la historia humana. Únicamente la arrogancia, o alguna
deficiencia moral análoga; podría impedir que así lo hiciéramos. Pero lo
que esa suposición exige de nosotros no son juicios perentorios e inau­
ténticos de valor igualitario, sino la disposición para abrirnos al género
de estudio cultural comparativo que desplazará nuestros horizontes
hasta la fusión resultante3.
Una respuesta diferente sobre cómo conjugar los Derechos Humanos
con el multiculturalismo, lo universal con lo local, es la de Kwame
Anthony Appiah, un filósofo ghanés, educado en Cambridge y afincado
en Estados Unidos, donde es profesor en Princeton4. El problema de la
política del reconocimiento que propone Taylor es visto por Appiah del
siguiente modo: es cierto que, como dice el filósofo canadiense, elabora­
mos nuestra identidad mediante opciones que se presentan en nuestra
cultura y sociedad, pero no dejan de ser opciones que ya vienen determi­
nadas de antemano, por lo que no se crean de modo dialógico o consen­
suado, como se afirma. Y lo más delicado, éticamente hablando: la pro­
puesta de que las culturas o tradiciones deben sobrevivir a través de
indefinidas generaciones futuras para dar sentido a las vidas de los indi­
viduos, es una exigencia que no respeta la autonomía y libertad de las
futuras generaciones. Imaginemos el caso de los matrimonios concerta­
dos en la India, por ejemplo. O de la educación de un niño en el judaismo
ortodoxo. Al fin y al cabo, el valor de la autonomía es el respeto por las
concepciones del otro, lo que debería incluir a los niños, y no presuponer
que deben adquirir los valores, creencias y costumbres de sus padres,
educadores o comunidades religiosas, con el fin de mantener su cultura.
Más aún, según Appiah, no deberían imponerse modelos de identidad
en absoluto, por muy positivos que nos parezcan. ¿En qué sentido el he­
cho de ser negro y gay —se pregunta Appiah— me obligaría a organizar
mi identidad en torno a la «raza» o a la sexualidad, a pesar de la imagen
3 Charles T aylor, «La política del reconocim iento» en El multiculturalismo y la «política del
reconocimiento», M éxico, FCE, 1993 (últim a reim presión en 2009), pp. 213-232, pp. 231-232.
4 Una breve biografía y resum en apretado de sus tesis fue publicada el 10 de enero de 2008 en
El País: K. A. Appiah, «Llegó la hora del cosm opolitism o.»
M ulticulturalidad: política del reconocimiento y cosmopolitismo

positiva que me ofrezcan esos modelos? Cambiar el mundo del armario


por el mundo de la liberación (gay liberation), o elegir entre la Cabaña del
tío Tom y el Black Power, no sería más que cambiar una tiranía por otra,
si se trata de identidades impuestas y no elegidas libremente5. No sólo ha
de tomarse en serio el valor de la vida humana en abstracto, sino de las
vidas humanas particulares, lo que exige interés y respeto por las prácti­
cas culturales que les dan sentido, pero siempre teniendo en cuenta que
las culturas no son herméticas, cambian, evolucionan, se empapan de
valores y costumbres ajenos, reinventan prácticas y costumbres... Y es la
autonomía individual lo que lo hace posible.
La pureza cultural es un oxímoron. Lo más probable es que, desde el
punto de vista cultural, el lector ya esté viviendo una vida cosmopolita,
enriquecida por la literatura, el arte y las películas que vienen de nume­
rosos lugares y que contienen influencias de muchos más. [...] [L]a
Coca-Cola se consigue en todos los continentes. En Kumasi se sirve en
los funerales, pero no ocurre así, según mi experiencia, en el oeste de
Inglaterra, donde se prefiere el té indio con leche. El punto es que cada
lugar establece sus propios usos, incluso de los productos globales más
famosos6.
El diálogo es, efectivamente, el medio que permite que sea efectivo
ese respeto y conocimiento del otro. Ciertamente, no hay garantía alguna
de que podamos convencer a los demás de que los valores que defende­
mos sean los mejores, pero se trata un límite que nos afecta a todos por
igual, un hecho que debemos aceptar, pues es la existencia de ese límite
lo que permite y promueve la negociación. Ni siquiera nos debemos pro­
poner tener el mismo vocabulario para iniciar ese diálogo, puesto que el
disenso surge en cuanto nos pongamos a discutir sobre su aplicación.
Por mucho que estemos de acuerdo en que es preciso defender la vida, si
un paciente racista se está desangrando y la única forma de recuperarse
es recibir sangre de una persona de color, ¿deberíamos salvarlo contra su
voluntad? El caso del aborto es similar, tanto los anti-abortistas como los
pro-abortistas defienden la vida pero no comparten el sentido y la aplica­
ción de ese valor porque, para unos ya está presente en el momento de la
5 K. A. Appiah, «Identidad, autenticidad y supervivencia. Socied ades m ulticulturales y repro­
du cción social» en El multiculturalisme* y la política del reconocimiento », pp. 213-232.
6 K. A. Appiah, Cosmopolitismo. La ética en un mundo de extraños, Madrid, Katz, 2007, p. 156.
É tica y Antropología

concepción y, para otros, sólo en una determinada fase del desarrollo


fetal. Alcanzar un consenso sobre lo que debería ser universalizable y lo
que debería ser exclusivamente local, no es sencillo, pero en esa conver­
sación está el reto y el valor moral del cosmopolitismo. Por tanto, el obje­
tivo de un cosmopolita no es ponerse de acuerdo en valores —la batalla
está en qué significado y puesta en práctica atribuimos a dichos valo­
res—, sino en la tolerancia y empatia que implica ponerse en el lugar del
otro, a pesar de no com partir sus valores o creencias. No se trata de
aceptar las creencias o valores ajenos, sino de conocerlos y distanciarnos
de los propios, acostumbrándonos a la presencia mutua, con el fin de
respetarnos a la hora de negociar soluciones comunes.
Los elementos esenciales de ese cosmopolitismo que reivindica
Appiah, puede resumirse, por tanto, del modo siguiente. En primer lu­
gar, todos tienen derecho a la salud, alimentación, vivienda, educación, a
buscar la satisfacción sexual consensuada, a tener hijos si así lo desean,
a trasladarse, expresar y compartir ideas, ayudar a administrar su socie­
dad... Todos debemos contribuir, en tanto ciudadanos, a que esos dere­
chos se apliquen y respeten. Y el mecanismo que asegura estos derechos
no puede dejar de ser el Estado nación. En segundo lugar, dicha contri­
bución personal no debería ser excesivamente exigente —obligaciones
inconmensurables—, aunque no resulta fácil definir en qué consiste par­
ticularmente esas obligaciones básicas. En tercer lugar, las obligaciones
básicas que hayamos definido, no impide que seamos más propicios a
ponerlas en práctica con nuestros círculos más cercanos: familia, ami­
gos, nación... La solidaridad con los que están más alejados de nosotros
nunca puede ser tan grande que supere la que siento para con mis ami­
gos, familia y con-ciudadanos. Por lo tanto, para Appiah, no es necesario
crear un gobierno mundial para cumplir con este ideal ético cosmopoli­
ta, sino vivir juntos como una tribu global:
Cuando la idea del cosmopolitismo fue retomada por la Ilustración
europea, su esencia era la misma: interés global por la humanidad sin el
deseo de que existiera un gobierno mundial. Entonces, el cosmopolitis­
mo moderno creció con el nacionalismo, no como alternativa sino como
complemento. Y en el centro no estaba sólo la idea de universalidad
—interés y preocupación por toda la humanidad, es decir, por todos los
conciudadanos—, sino también el valor que comportan las diferentes
M ulticulturalidad: política del reconocimiento y cosmopolitismo

formas humanas de seguir adelante. Es por ello que esta idea no se con­
dice con un gobierno mundial. Porque las diversas comunidades tienen
derecho a vivir de acuerdo con sus propias normas. Porque los seres
humanos pueden prosperar en muchas formas diferentes de sociedad.
Porque hay numerosísimos valores según los cuales vale la pena vivir, y
nadie, ni ninguna sociedad individual, está en condiciones de explorar­
los a todos.7
Como vemos, ambas propuestas plantean ventajas e inconvenientes,
iluminan aspectos importantes que son ignorados u oscurecidos, respec­
tivamente, por una o por la otra, y dejan a la vista nuevas zonas grises.
Pero las propuestas ético-filosóficas, no deberían evaluarse únicamente
por su coherencia interna. El alcance de su razonabilidad tendría que
juzgarse en función de sus respuestas a problemas concretos. Por ejem­
plo: está claro que la mayoría de los autores están de acuerdo en señalar
que los Derechos Humanos han de ser reconocidos como marco moral
principal de nuestro presente. Unos señalan la prioridad del individuo,
otros la primacía de la comunidad. Pero la elección individuo/comuni-
dad no puede analizarse en abstracto y no tiene una única y definitiva
respuesta, sino que ésta dependerá del conflicto que analicemos. Uno de
los ejemplos más evidentes de dicha tensión es el que se da entre libertad
religiosa e igualdad de género. Si ambas tienen el mismo estatuto de li­
bertades fundamentales ¿cómo articular su conflicto? Estos conflictos
han de contextualizarse y son enormemente complejos, de modo que no
es sencilla la respuesta.

4.2. CUANDO LOS DERECHOS CHOCAN: LIBERTAD RELIGIOSA


vs ig u a ld a d d e g é n e r o
Según Charlotte Bunch, toda institución política debe remitir a los
Derechos Humanos, por cuanto vienen reflejados en tratados internacio­
nales, donde la perspectiva de género adquiere nueva dimensión e im­
p o rtan cia8. El Convenio de Derechos civiles y políticos, así como el
7 A. K. Appiah, Mi cosmopolismo, Madrid, Katz, 2008, p. 19.
8 Charlotte Bunch, Peggy A n trob us, Sam antha F r o s t y N iam h R e illy , «International
N etw orking for W om ens H um an Rights», From Global Citizen Action, M ichael Edw ards y John
Gaventa (eds.), Lynne Rienner Publishers, 2001, pp. 373-84. En el m ism o sentido: Bunch, «A Global
É tica y A ntropología

Convenio Internacional de Derechos económicos, sociales y culturales, re­


cogen en su artículo 2 y 3, respectivamente, la no discriminación por
sexo. Por otra parte, los derechos de las mujeres han sido ampliados y
desarrollados en la Convención para la eliminación de toda forma de dis­
criminación contra las mujeres (CEDAW9), adoptada por la Asamblea
General en 1979 y puesta en m archa en 1981. Asimismo, incluye un
Comité que vigila su cumplimiento y se ocupa de las quejas particulares
de los ciudadanos que forman parte de los Estados que lo han ratificado
(Optional Protocol) 101. CEDAW protege los derechos laborales de las muje­
res (art. 11), el derecho a su educación (art. 10), cubre derechos relativos
a la vida pública y política (art. 7-8), derechos económicos (art. 13) y sa­
nitarios (art. 12), e interviene en problemas ligados a la maternidad y al
cuidado de los hijos (arts. 12. 16 y 17).
No existen tratados similares en relación a la libertad religiosa, pues­
to que la Declaración para la eliminación de toda forma de discriminación
de religión o creencias de 1981, no tiene la misma fuerza de ley que un
Convenio11. Por tanto, aunque la libertad religiosa está protegida en la
Declaración de Derechos Humanos, su ejercicio tiene como límite la liber­
tad del otro, e incluso puede revisarse con la finalidad de proteger el or­
den público o la salud (art. 1). Asimismo, los padres y tutores tienen el
derecho de educar a sus hijos de acuerdo con sus creencias, siempre que
no sean perjudiciales física o mentalmente para el niño (art. 5 )12. Como
vemos, los derechos de las mujeres gozan de mayor protección que las
religiones. No obstante, se trata de un reconocimiento meramente for­
mal, ya que la práctica nos muestra algo muy diferente.
Perspective on Fem inism . E thics and Diversity» en Explorations in feminist ethics: Theory and prac­
tice, Cole E. B. y M cQ uinn S. (eds.), Indiana University Press, 1992, pp. 176-185.
9 Committee for the Elimination o f Discrimination Against Women (CEDAW). G. A. Res. 34/180,
34 UN GOAR, Supp. (No. 46), UN D oc A/34/46 (1979): http://ww w.ohchr.org/en/hrbodies/cedaw/
pages/cedaw index.aspx (acceso m ayo, 2016).
10 O ptional Protocol: 2001 CEDAW Report: http://en.wikipedia.org/w iki/O ptional_Protocol_to_
the_Convention_on_the_Elim ination_of_A ll_Form s_of_D iscrim ination_against_W om en
11 Declaration on the Elimination o f All Forms o f Discrimination Based on Religion or Belief. G.
A. Res. 36/55, U. N. GOAR Supp. (No. 51) 171, U N Doc. A/36/684 (1981). http://ww w.religioustole-
rance.org/un_dec.htm (acceso m ayo, 2016).
12 Am anda W hiting y Carolyn Evans «Situating the Issues, Fram ing the Analysis» en Mixed
Blessings. Laws, Religions, and Womens Rights in the Asia-Pacific Region, Am anda W hiting y
Carolyn Evans (eds.), Leiden-Boston, M artinus N ijhoff Publishers, 2006, pp. 1-23.
M ulticulturalidad: política del reconocimiento y cosmopolitismo

La influencia de la religión en la sexualidad o el derecho de familia


no ha dejado de ser uno de los ejes de control de las mujeres desde siem­
pre, si bien ha ido en aumento en los últimos años, tal vez como respues­
ta a los avances del feminismo desde los años 6013. Según la socióloga
francesa Jacqueline Heinen, el nexo entre religión y desigualdad social y
de género es una constante universal que no distingue opciones políti­
cas: la estigmatización de las mujeres está presente tanto en Arabia
Saudita, Polonia, México, Nigeria como en Estados Unidos14. No olvide­
mos que Estados Unidos se negó a ratificar el CEDAW argumentando
que, de hacerlo, se violarían los derechos de todos los americanos al
culto y a su libertad religiosa, pues suponían que ratificar la Convención
implicaba aprobar el derecho a la interrupción del embarazo. Los
Estados islámicos, por su parte, han rechazado aquellos artículos de la
Convención que contradicen o se oponen a la ley islámica (sharia).
También Francia mantiene ciertas reservas en algunos puntos, como
aquellos referidos al derecho m atrimonial, puesto que su legislación
otorga el consentimiento legal a los hombres a los 18 años, mientras que
las mujeres lo obtienen a los 15. Asimismo, en caso de desacuerdo entre
los progenitores, el nombre de familia con el que se inscribe a los recién
nacidos franceses es el del padre, de modo unilateral. También existen
reservas sobre los derechos de nacionalidad (la posibilidad de guardar y
transmitir la nacionalidad para una mujer francesa que se case con un
extranjero)15. Al fin y al cabo, no olvidemos que las medidas que deben
ratificar la Convención en los diferentes Estados signatarios, se aprue­
ban en los Parlamentos y estos, lamentablemente, están aún compuestos
mayoritariamente por hombres, lo que implica que los cambios son len­
tos y complicados.
Por poner un ejemplo no occidental, en Tailandia, los papeles de mu­
jer más respetados son el de esposa y madre —en esto coincide con
Occidente—, ocupando prostitutas y monjas los roles más negativos, en
13 El an tifem in ism o no se reduce a su asp ecto religioso pero es u n o de los m ás significativos:
Anne-M arie D evreu x et D iane Lamoureux, «Les antifém inism es: une nébuleuse aux m anifestations
tangibles», Cahiers du Genre, 1/52 (2012), p. 7-22.
14 Jacqueline H einen, Shahra Razavi (eds), Religion et politique: les femmes prises au piège,
Cahiers du Genre, Hors-série, 2012.
15 Franchise Gaspard, «Sécularisation du droit. Laïcité et droits des fem m es au plan internatio­
nal», en Le pouvoir du genre. Laïcités et religions 1905-2005, Florence R o c h e fo r t (ed.), Toulouse,
Presses Universitaires du Mirail, 2007, pp. 163-181.
É tica y A ntropología

igual medida. En el budismo tailandés (budismo theravada) 16, se descri­


be a la mujer como una tentación constante del hombre virtuoso y casto,
de modo muy semejante a como se describe en la cultura cristiana: la
mujer está atada a este mundo material de sufrimiento y emociones
—samsara—, mientras que el hombre es el más apto para recorrer el
camino espiritual, renunciando y oponiéndose a lo que representa lo fe­
menino: naturaleza, materia, emociones, sensualidad, tentación, concu­
piscencia... No es de extrañar que para los budistas tailandeses nacer
mujer sea equivalente a nacer con mal karma (resultado de acciones de
la otra vida) y que, para evitar renacer de nuevo con sexo femenino, haya
de hacer méritos en esta vida. Uno de los procesos que suponen méritos
y ayudan en la limpieza del karma, es convertirse temporalmente en
monje, cosa que únicamente pueden hacer los hombres, las mujeres es­
tán excluidas.
Son los familiares de las mujeres los únicos que pueden limpiar el
mal karma que presupone el sexo de aquéllas pero, al mismo tiempo, es
su sexo el que las convierte en sostén económico de sus familias, a través
de la prostitución. Paradójicamente, es esa función de sostén familiar
—conseguido mediante la prostitución—, el que posibilita que estas mu­
jeres obtengan algún tipo de mérito religioso por sí mismas (mejora del
karma), disminuyendo el desprecio que originariamente se tiene por lo
femenino en el budismo tailandés. Hoy día, las familias con muchas ni­
ñas se consideran afortunadas, puesto que pueden venderlas a burdeles
para ser explotadas sexualmente. La esclavitud sexual de las niñas y mu­
jeres es la moneda de cambio de la supervivencia económica de la fami­
lia tailandesa y, por medio del turismo sexual internacional, el Estado se
provee de una fuente constante de ingresos, que le reporta una ganancia
de unos 15 billones de dólares anuales17. Como puede verse, es la religión
la que perpetúa los roles de género y la inferioridad de las mujeres tailan-
16 El nom bre theravada significa «la palabra [doctrina] de los antiguos». Es la escuela m ás
antigua del budism o, es relativam ente conservadora y la m ás cercana al bu dism o tem prano, por lo
cual se podría considerar dentro de la ortodoxia: http://es.wikipedia.org/wiki/Theravada (acceso
m ayo 2016).
17 «P rotection Project, «Thailand». A sim ism o, Matt W arren, «Khoung is 14 Years Old,
Enslaved to a Thai Brothel W ith N ow here to Run», The Scotsman, 8 de m ayo de 2001.
M ulticulturalidad: política del reconocimiento y cosmopolitismo

desas, y el Estado el que le imprime carácter legal. Ambas instituciones


sacan buen provecho de la desigualdad de género 18.
Pero no hay que irse a Asia para ejemplificar la influencia de la reli­
gión sobre la merma de los derechos de las mujeres. Sólo hay que pensar
en la discusión sobre el derecho a la interrupción del embarazo que tuvo
lugar en 2013 en España. Al revisar la ley del interrupción del embarazo,
presidente español Mariano Rajoy se apoyó, no sólo en su electorado y en
la Iglesia católica española, sino en el Parlamento europeo que, ese mis­
mo año, había rechazado el informe de la Comisión por los derechos de la
mujer y la igualdad de género (llamado informe Estrela), en el que se de­
fendía la libertad de elección de la mujer, en lo tocante a la reproduc­
ción19. Se pretendía hacer del derecho a la interrupción del embarazo un
derecho europeo, pero Naciones Unidas decidió no incluirlo en la
Declaración de Rio en 2012, lo que fue interpretado como un éxito de las
organizaciones pro-vida (llamadas anti-elección por el feminismo) y, por
lo tanto, constituyó el respaldo que el gobierno español necesitaba. Se
decía que la eliminación del supuesto que permitía abortar cuando exis­
ten anomalías en el feto —propuesta por el ex ministro de Justicia Alberto
Ruíz Gallardón—, suponía una reforma progresista, puesto que protegía
al más débil, el feto. Como es sabido, el gobierno español dio marcha
atrás y retiró el proyecto de ley de Ruíz Gallardón, motivo último de su
dimisión. Actualmente, se han fijado los 18 años como mayoría de edad
para interrum pir el embarazo, de modo que las menores tendrán que
tener permiso de sus padres o tutores. No será necesario informar a los
progenitores si se alega coacción, violencia familiar, malos tratos o des­
amparo. Curiosamente, una adolescente de 16 años tiene derecho a tener
relaciones sexuales y a contraer matrimonio, pero no tiene derecho a in­
terrumpir su embarazo20.
18 Lucinda Peach, «Sex o Sangha? Non-norm ative Gender R oles for W om en in Thai Law and
R eligion»en Mixed Blessings. Laws, Religions, and Womens Rights in the Asia-Pacific Region, Amanda
W hiting y Carolyn Evans (eds.), Leiden-Boston, M artinus N ijhoff Publishers, 2006, pp. 25-60.
19 Llamado así porque su ponente fue Edite E strela : http://www.europarl.europa.eu/sides/getDoc.
do?pubRef=-//EP//TEXT+REPORT+A7-2013-0306+0+DOC+XML+V0//ES (acceso mayo, 2016).
20 Sobre la edad de interrupción del embarazo: Ley Orgánica 11/2015, de 21 de septiem bre,
para reforzar la protección de las m enores y m ujeres con capacidad m odificada judicialm ente en la
interrupción voluntaria del em barazo (acceso junio). Los 16 años son, sin em bargo, la edad del
consentim ien to sexual, según la Ley Orgánica 1/2015, de 30 de m arzo, por la que se m odifica la Ley
Orgánica 10/1995, de 23 de noviem bre, del Código Penal. R ecordem os que, anteriorm ente, estaba
en los 13 años.
É tica y A ntropología

No obstante, y a pesar de ser el cristianismo la religión que más se ha


opuesto a los avances feministas en Europa desde siempre21, es el Islam
el que ha acaparado los debates de los últimos quince años debido, por
una parte, a la influencia de la inmigración musulmana en países como
Reino Unido o Francia y, por otra, al impacto de los ataques terroristas
del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, y del 11 de marzo de 2004
en Madrid. Sólo hay que recordar el debate francés en torno al pañuelo
islámico, que tuvo lugar en Francia en 2003. A raíz de la petición de una
niña musulmana (Fátima) que deseaba ir al Instituto con un pañuelo que
tapaba su pelo (hijab), comenzó una polémica sobre la introducción de
signos religiosos en la escuela pública. Pero la tradición de cubrirse el
pelo, por considerarse éste un atributo erótico que solo puede ser mos­
trado ante el marido, no es originaria de la confesión musulmana, sino
que proviene de Asiria, y data de mil años antes del nacimiento de Cristo.
Por entonces, existía la costumbre de distinguir a las mujeres casadas de
las esclavas y prostitutas mediante el pañuelo, ya que éstas no tenían de­
recho a cubrirse la cabeza. Esta tradición fue retomada en el Antiguo
Testamento (Gen 24, 65) y seguida por la ortodoxia judía que, a su vez,
influye en la tradición cristiana (ICorintios 11, 4-16)22. Es a través del
padre de la Iglesia Tertuliano, que el Corán recogerá esta tradición, se-
21 El papa Francisco ha in sistid o en la im portancia de garantizar protección jurídica al
em brión, sin am enazar con la excom unión, com o hacían sus predecesores Juan Pablo II o
B enedicto XVI. Su posición es com partida por los evangélicos, grupos protestantes con quien ha
unido fuerzas el catolicism o para oponerse al aborto, tanto en Europa, com o en Am érica latina.
Efectivam ente, M éxico y Chile son dos ejem plos im portantes, si bien el ejem plo paradigm ático sigue
siendo Polonia. Sobre el caso polaco puede leerse J. H einen, «Assauts tous azim uts contre le droit
á lavortem en t. La P ologne fait-elle école?» Document de travail, Programme Genre, globalisation et
changements, Instituí de hautes études intemationales et du développement, Genève, 2014. http://
graduateinstitute.ch/genre (acceso m ayo, 2016).
22 4 Todo hom bre que cubre su cabeza m ientras ora o profetiza, deshonra su cabeza. 5 Pero toda
mujer que tiene la cabeza descubierta m ientras ora o profetiza, deshonra su cabeza; porque se hace
una con la que está rapada. 6 Porque si la mujer no se cubre la cabeza, que tam bién se corte el cabello ;
pero si es deshonroso para la mujer cortarse el cabello, o raparse, que se cubra. 7 Pues el hom bre no
debe cubrirse la cabeza, ya que él es la im agen y gloria de Dios; pero la mujer es la gloria del hombre.
8 Porque el hom bre no procede[a] de la mujer, sino la mujer del hombre; 9 pues en verdad el hom bre
no fue creado a causa de la mujer, sino la mujer a causa del hombre. 10 Por tanto, la mujer debe tener
un símbolo de autoridad sobre la cabeza, por causa de los ángeles. 11 Sin embargo, en el Señor, ni la
mujer es independiente del[b] hom bre, ni el hom bre independiente de la[c] mujer. 12 Porque así
com o la mujer procede del hom bre, tam bién el hom bre nace de la mujer; y todas las cosas proceden
de Dios. 13 Juzgad vosotros m ism os: ¿es propio que la mujer ore a D ios con la cabeza descubierta?
14 ¿No os enseña la m ism a naturaleza que si el hom bre tiene el cabello largo le es deshonra, 15 pero
que si la mujer tiene el cabello largo le es una gloria? Pues a ella el cabello le es dado por velo. 16 Pero
si alguno parece ser contencioso, nosotros no tenem os tal costum bre, ni la tienen las iglesias de Dios.
M ulticulturalidad: política del reconocimiento y cosmopolitismo

gún la cual, se exige a la mujer que lleve en su cabeza la marca de la po-


testas de su marido, que no es otra que el pañuelo, añadiendo a dicha
exigencia, la recomendación de taparse el rostro mediante el hiyab23.
A pesar de que Fátima Mernissi abandera una lectura de la tradición
m usulmana en la que puede dar cuenta de mujeres que se negaron a
aceptar el papel que les otorgó la tradición —convirtiéndose así en rebel­
des y dando lugar a una historia alternativa feminista del Islam24—, lo
cierto es que puede afirm arse que tanto el pañuelo que cubre el pelo,
como el velo que cubre el rostro, son símbolos religiosos y no meramen­
te adornos relativos a la vestimenta. Por ello, el informe elaborado por la
llam ada Comisión Stasi —comisión creada por el Presidente de la
República francesa para dar respuesta al problema señalado—, conside­
ró la laicidad como la única respuesta viable al problema identitario re­
ligioso creado, según ellos, por el islam en Francia. El velo o el pañuelo
islámicos son interpretados como símbolos ostentosos que deben ser re­
tirados del espacio público y de la escuela, ya que ésta se concibe como
un lugar de encuentro común y de formación de futuros ciudadanos aje­
na a toda ideología religiosa. Según los franceses, solo desvinculando
ciudadanía y religión puede ser efectiva la separación de Iglesia y Estado,
por lo que la prohibición de símbolos confesionales en el espacio público
es la única respuesta que cabe ofrecer a las demandas religiosas.
Ahora bien, ¿es la laicidad la forma de evitar la contradicción entre
derechos de las mujeres y libertad religiosa?

4.2.1. Laicidad e igualdad de género

Ciertamente, si las religiones son definidas como campos de cultivo


del patriarcado más recalcitrante, no es de extrañar que la laicidad sea
23 Cf. Ghaleb B encheik h, La lai'cité au regard du Coran, Paris, Presses de la R enaissance, París,
pp. 215-227. El hiyab cubre cabeza y cuello; el chador cubre tam bién los hom bros; el niqab cubre
hasta los pies y deja una abertura en los ojos; el burka se llam a velo integral porque cubre la totali­
dad del cuerpo de la mujer, com o el niqab, pero tapa tam bién la zona de los ojos con una rejilla, lo
que no perm ite ver sino precariam ente.
24 Fátim a M ernissi, El poder olvidado, Barcelona, Icaria, 1995. Celia Am orós, sin em bargo,
señala que este «fem inism o islám ico» no es tal, pu esto que rem ite a la conducta excepcional de
m ujeres pertenecientes a la aristocracia y nunca se convirtió en un m ovim iento dem ocrático y nor­
m alizado, el rasgo principal al que aluden las teorías fem inistas: Celia Amorós, Tiempo de feminis­
mo, Madrid, Cátedra, 1997, cap. II.
É tica y Antropología

presentada como condición para el feminismo. Al mismo tiempo, se afir­


ma que ha sido el feminismo el que ha contribuido a la aparición y desa­
rrollo de la laicidad. El feminismo presupone una igualdad política y
moral entre sexos que, según Teresa López Pardina, sólo puede darse en
un Estado laico:

El feminismo es una planta que no puede crecer sino en el bancal de


la laicidad. Sin laicidad no hay auténtica libertad ni igualdad entre hom­
bres y mujeres. No puede haber laicidad sin feminismo; y no es posible
una sociedad plenamente feminista sin laicidad. Desde el punto de vista
lógico podemos pensar la laicidad como una clase más amplia en la que
la clase del feminismo estaría incluida25.

Ahora bien, en la III República francesa, la laicidad se impuso al


mismo tiempo que se negaba el voto a las mujeres y se posponía la refor­
ma del código civil que seguía definiéndolas como menores de edad.
Efectivamente, la educación femenina se consideraba indispensable,
pero comportaba la educación liberal de las mujeres, no profesional,
orientada exclusivamente a satisfacer las necesidades intelectuales y
morales de la vida en pareja. Solo en casos excepcionales, como el
Ferdinand Buisson —uno de los padres de la ley de 1905 que instaura la
separación de Iglesia y Estado en Francia—, se defiende el sufragio fe­
menino. En general, los republicanos estaban convencidos de que las
ideas femeninas estaban tan irremediablemente determinadas por la re­
ligiosidad, que pensar en dar voz política a las mujeres suponía dotar al
enemigo de una fuerza política inusitada. Se consideraba que el cuerpo
de la mujer pertenecía al hombre republicano, pero que su alma compe­
tía aún al sacerdote. Por ello, Jules Ferry mantenía que para que fuera
consideradas sujeto político pleno, la mujer debería antes demostrar que
pertenecía a la ciencia y no a la Iglesia26. De modo semejante, durante
las Cortes Constituyentes de 1931 de la II República española, Victoria
Kent, de Izquierda Republicana, propuso que se aplazara la concesión
25 Teresa López Pardina, «R eflexiones en torno al fem in ism o y la laicidad» en Feminismo y
multiculturalismo, Celia Am orós y Luisa Posada (eds.), Madrid, Instituto de la Mujer (M inisterio de
Trabajo y A suntos Sociales), 2007, pp. 261-269, p. 264.
26 Florence R o c h e fo r t «Am bivalences laïques et critiques fém inistes» en Le pouvoir du genre.
Laïcités et religions 1905-2005, Florence R o c h e fo r t (ed.), Toulouse, Presses Universitaires du Mirail,
2007, pp. 65-82.
M ulticulturalidad: política del reconocimiento y cosmopolitismo

del voto a la mujer, no por incapacidad, sino por una cuestión de oportu­
nidad política:
Por eso Sres. diputados, por creer que con ello sirvo a la República,
como creo que la he servido en la modestia de mis alcances, como me he
comprometido a servirla mientras viva, por este estado de conciencia es
por lo que me levanto en esta tarde a pedir a la Cámara que despierte la
conciencia republicana, que avive la fe liberal y democrática y que apla­
ce el voto para la mujer. Lo pido porque no es que con ello merme en lo
más mínimo la capacidad de la mujer; no, Sres. Diputados, no es cues­
tión de capacidad; es cuestión de oportunidad para la República. (...) Si
las mujeres españolas fueran todas obreras, si las mujeres españolas
hubiesen atravesado ya un periodo universitario y estuvieran liberadas
en su conciencia, yo me levantaría hoy frente a toda la Cámara para
pedir el voto femenino27.
La defensora del sufragismo español, Clara Campoamor, consideraba
que lo único que esos argumentos demostraban, era miedo democrático
y una sospechosa extensión de la vida privada particular a la vida públi­
ca28. El sufragio femenino no debería depender de la religiosidad de las
mujeres o de su irreligiosidad, ni de los resultados políticos que se po­
dían prever a corto plazo, sino que debía ser la puerta a la igualdad polí­
tica efectiva. Sus palabras son elocuentes:
Yo, señores diputados, me siento ciudadano antes que mujer, y con­
sidero que sería un profundo error político dejar a la mujer al margen de
ese derecho, a la mujer que espera y confía en vosotros; a la mujer que,
como ocurrió con otras fuerzas nuevas en la revolución francesa, será

27 Victoria K ent, Discurso de las Cortes Constituyentes. Legislatura de 1931, sesión de 1 de


octubre de 1931.
28 «Eso e s... una ofensa a la mujer; lo que os pasa es que m edís el país por vuestro m iedo; os
ocupáis de lo accesorio y no de lo verdaderam ente sustantivo y englobáis a todas las m ujeres en la
m ism a actitu d... acaso m irándola por la intim idad de vuestra vida, en que no habéis sabido hacer
la separación entre religión y política» (Campoamor, Discurso de las Cortes Constituyentes,
Legislatura de 1931, sesión de 1 de diciem bre de 1931). El sufragio fem enin o fue aprobado el 1 de
septiem bre de 1931 por 161 votos a favor y 141 votos en contra. C am poam or no consiguió conven­
cer a ninguno de sus com pañeros del Partido Radical. También votaron en contra A cción
Republicana y el Partido Radical Socialista. Votaron a favor los diputados de la derecha, los nacio­
nalistas y el Partido Socialista, a excepción de Indalecio Prieto, quien lo consideró una puñalada
para la república. El debate sobre la discusión en las Cortes C onstituyentes en J. C., M o n terd e
García, «Algunos aspectos sobre el voto fem enin o en la II República española: debates parlam enta­
rios», Anuario de la Facultad de Derecho XXVIII (2010), 261-277.
É tica y Antropología

indiscutiblemente una nueva fuerza que se incorpora al derecho y no


hay sino que empujarla a que siga su camino. No dejéis a la mujer que,
si es regresiva, piense que su esperanza estuvo en la dictadura; no dejéis
a la mujer que piense, si es avanzada, que su esperanza de igualdad está
en el comunismo29.
La III República francesa promovió la ley de separación de Iglesia y
Estado en 1905, pero no apoyó el voto de las mujeres (que tuvo que espe­
rar a 1944). Laicidad y feminismo no parecen que vayan tan claramente
de la mano, después de todo30. Tampoco la pareja funciona aplicándola
en la actualidad y cambiando de continente. Ciertamente, la India no
goza de la homogeneidad cultural de la III República francesa, es una
amalgama de culturas y religiones que fue colonia británica hasta 1947.
No obstante, es un estado laico, puesto que no hay ningún tipo de reli­
gión de Estado reconocida oficialmente en su Constitución. Aún así, la
mujer sigue estando bajo el yugo de la religión en todo lo tocante al dere­
cho de familia: matrimonio, divorcio, adopción, tutela y sucesión. La
Constitución india tiene, según esto, dos tipos de artículos diferentes:
unos, se aplican a todos los ciudadanos y se refieren a las libertades indi­
viduales básicas (arts. 14-24); otros, se aplican a las comunidades y remi­
ten a la libertad religiosa, a la educación y a la protección de minorías
(arts. 25-30). Este hecho supone, de facto, que a pesar de haber separa­
ción entre la Iglesia y el Estado, exista la subordinación de los derechos
de las mujeres al código de la familia confesional. No obstante, la elabo­
ración de un código civil único es problemática en un país dividido entre
hinduistas y musulmanes. Como algunas veces se ha denunciado, la uni­
formidad de la ley parece buscar la imposición de una comunidad reli-
29 Campoamor, Discurso de las Cortes Constituyentes, Legislatura de 1931, sesión de 1 de octu­
bre de 1931.
30 Y tam poco fem in ism o y sufragism o van siem pre de la m ano, si nos atenem os a la investiga­
ción actual, puesto que las defensoras de la educación fem enina española, pioneras del fem in ism o
español, com o C oncepción Arenal, no defendieron la participación de la mujer en política:
«Tampoco quisiéram os para ella derechos políticos ni parte alguna activa en la política. (...) Si no
por siem pre, por m ucho tiem po, por m uchos siglos, la política será m ilitante; y si la m ujer tom a
parte activa en ella, podrá verse envuelta en sus persecuciones, y la fam ilia dispersa y los huérfanos
sin amparo» (C. A ren al, La mujer del porvenir, Madrid, Librería F em an do Fé, 1884 (segunda edi­
ción), cap. VIII: 173-74). Más aún, el sufragism o fem enin o español encontró, paradójim anete, en la
dictadura de Prim o de Rivera un aliado histórico: P. Díaz Fernández, «La dictadura de Prim o de
Rivera. Una oportunidad para la mujer», Espacio, Tiempo y Forma, Serie V, Historia Contemporánea
17, (2005) 175-190.
M ulticulturalidad: política del reconocimiento y cosmopolitismo

giosa sobre la otra —la hinduización de los musulmanes—, no la crea­


ción de un código de familia laico e igualitario31.
Tal vez, para que el reconocimiento de los derechos de la mujer sea
efectivo, sea necesario no solo que el estado sea laico, sino de un tipo de
laicidad concreta. ¿Es ese el caso?

4.2.2. Laicidad e igualdad de género: el burka32


Un ejemplo paradigmático de cómo articular la laicidad francesa actual
con los derechos de las mujeres, se encuentra en la discusión sobre el velo
integral o burka33: la prohibición velo integral ¿debe tener por fundamento
motivos laicos o feministas o ambos al tiempo? Para unos, República y laici­
dad se identifican en la versión del presidente de la Comisión sobre el velo
integral, Gerin: el velo integral supone, según él, un problema político puesto
que el integrismo y el fundamentalismo que representa, llevan implícito un
objetivo político, que no es otro que desestabilizar la República francesa y
sus valores. Para otros, como Marc Blondel, presidente de la Federation na­
cional de la libre pensée34, la laicidad no es una filosofía sino un modo de
organización política que incumbe a las instituciones, no a los individuos.
Implica una separación entre las iglesias y el Estado que supone la no inje-
31 Stéphanie Tawa Lama-Rewal, «Les droits des fem m es, otages de la laícité á l'indienne» en Le
pouvoir du genre, pp. 183-200.
32 En este epígrafe, an alizam os el problem a del burka desd e un a perspectiva filosófico-p olí-
tica. La antropología puede tener una form a de abordar el problem a del burka y/o del velo dife­
rente, com o m uestra el trabajo de M argarita del O lm o sobre las conversas esp añ olas al Islam , en
el que se nos presenta la form a en que las propias m ujeres experim en tan la ad op ción del velo y
su s m últiples significados: M argarita del O lm o, «El velo de la discordia. Un an álisis del reflejo de
la socied ad españ ola en el velo de una conversa», Revista Internacional de Ciencias Sociales y
Humanidades 11/1 (2001), pp. 9-22.
33 Las cuatro posicion es m ás relevante en el debate público que com en tam os están recogidas
de la Mission d ’information sur la pratique du port du voile intégral sur le territoire national. M ercredi
16 septem bre 2009. Séance de 16 heures 30. Compte rendu n.° 5 (http://w w w .assem blee-nationale.
fr/13/cr-m iburqa/08-09/c0809005.asp, acceso m ayo, 2016).
34 La Libre Pensée se réd am e de la raison et de la science. Elle vise á développer chez tous les
hom m es, Tesprit de libre exam en et de tolérance. Elle regarde les religions com m e les pires obstacles
á E m a n c ip a tio n de la pensée; elle les juge erronées dans leurs principes et néfastes dans leur action.
Elle leur reproche de diviser les hom m es et de les d étou m er de leurs buts terrestres en développant
dans leur esprit la superstition et la peur de Tau-delá, de dégénérer en cléricalism e, fanatism e, im pé-
rialism e et m ercantilism e, d'aider les p u issan ces de réaction á m aintenir les m asses dans l’ignorance
et la servitude. Dans leur prétendue adaptation aux idéés de liberté, de progrés, de science, de justi­
ce sociale et de paix, la Libre Pensée dénon ce une nouvelle tentative, aussi perfide qu'habile, pour
rétablir leu r d o m in a tio n sur les esprits: http://ww w.fnlp.fr/news/10/17/STATU TS-DE-LA -
FEDERATION-NATIONALE-DE-LA-LIBRE-PENSEE.html (acceso m ayo 2016).
É tica y Antropología

rencia de las concepciones metafísicas en el dominio público, y es garantía


de la libertad de opinión. Según esto, la laicidad permite prohibir todo signo
de pertenencia religiosa en la escuela pública, pero no se ve cómo puede
dictar la vestimenta en el dominio privado o de la sociedad civil, a excepción
de que implique un ataque a la vida de otro, lo que ya está contemplado en el
código penal, y para lo que no se necesita otra ley. Según Philippe Foussier,
del Comité Laicité République —fundado, entre otros, por Catherine Kintzler,
Régis Debray y Alain Finkielfraut—, la laicidad no es el problema central al
que remite el burka, sino la igualdad entre hombres y mujeres. La aparición
del burka indica que estamos ante un problema comunitarista —primacía
de los derechos de las comunidades sobre los individuos—, e ilustra una re­
gresión en los derechos de las mujeres y de su dignidad. Por último, para
Marie Perret de la UFAL (Union des families laïques) no debe prohibirse el
burka en nombre del principio de laicidad, pero sí en nombre de la igualdad
puesto que el velo integral es mucho más que un signo religioso, es el emble­
ma de un proyecto político separatista y símbolo de la sumisión de las muje­
res: debe ser prohibido porque atenta contra las instituciones republicanas y
la igualdad de género.
Como puede verse, la mayoría abogan por una prohibición en nombre
de los principios republicanos, pero no de la laicidad. No obstante, al in­
terpretar el uso del burka como un símbolo de sumisión e indignidad de
la mujer y condenándolo en nombre de la República, hacen de la defensa
de la igualdad de género un principio de la República francesa. Ahora
bien, ¿es del todo cierta esta identificación? Podríamos pensar que si se
trata de un atuendo religioso que debe ser prohibido porque simboliza la
desigualdad ¿por qué insistir en los símbolos islámicos más que en otros?
¿No supone el hábito de monjas católicas el mismo atentado a la igualdad
de género que el burka? Ciertamente, las monjas de clausura cartujas de
la Provenza tienen un hábito similar al de los monjes (hábito blanco y
cogulla con bandas laterales para las profesas), pero en lugar de capu­
cha, como los monjes, llevan toca con velo. Además, toda monja o abade­
sa, según el derecho canónico, está supeditada siempre a la potestad
masculina de un superior (obispo, monje o abad). Tal vez se pueda res­
ponder que, al estar aisladas del espacio público o de la sociedad civil no
suponen problema alguno pero, entonces, ¿la mujer musulmana que lle­
va burka, atenta a la igualdad de género porque se hace visible en el espa­
cio público? Afirmar algo semejante sería, cuanto menos, problemático,
M ulticulturalidad: política del reconocimiento y cosmopolitismo

tanto desde un punto de vista de teoría feminista como de teoría de la


laicidad, como de principios políticos republicanos35.
En base a este tipo de justificaciones de prohibición de signos religio­
sos en el espacio público, las críticas norteamericanas han acusado a la
laicidad francesa de ser antirreligiosa36. Según los norteamericanos, el
Estado debería mantenerse al margen de las opciones de vida buena que
hagan sus ciudadanos, sean éstas las que sean. Por eso, cuando hablan
de eliminar de la escuela los signos religiosos ostensibles, los franceses
deberían pensar que la neutralidad del Estado obliga a éste a no recono­
cer políticamente ninguna confesión como religión oficial, pero no im­
plica que los ciudadanos deban esconder en público sus filiaciones reli­
giosas. No debería prohibirse a las alumnas lucir el hiyab (el velo) ni
siquiera en las escuelas.
De hecho, a mediados de los años 90 del siglo pasado, Quebec adoptó la
resolución contraria a la francesa, aceptando que las niñas usaran el pañue-
35 N o creem os que sea preciso aclarar que toda esta discusión no tiene por sentido m ostrar
nuestro desacuerdo a toda crítica al burka, sino que discutim os los argum entos en los que se funda
la prohibición francesa. Ser crítico con el republicanism o francés actual o su interpretación de la
laicidad y su solución del conflicto con las m inorías m usulm anas, no significa abandonar el repu­
b lican ism o, ni la laicidad, com o m uestra C écile Laborde: «The problem w ith French society (and,
I w ould argue, m any sim ilarly situated societies) is not that it is too republican to accom m odate
cultural and religious m inorities. It is, rather, that it is not republican enough. As the M arquis de
Sade provocatively urged his com patriots as early as 1795, "Frangais, encore un effort si vous voulez
être répuhlicains "» (C. Laborde: Critical Republicanism. The Hijab Controversy and Political
Philosophy, Oxford, Oxford University Press, 2008, p. 257). En el m ism o sentido, A ntonio Garcia-
Santesm ases señala que: «Cabe contestar, por el contrario, que el laicism o republicano es m ás
necesario que nunca, pero que no pervivirá si sigue deteriorándose el m odelo social europeo, si la
desigualdad sigue aum entando, si la exclusión social perm ite que crezca el islam ism o radical, m ien­
tras a la par cerram os los ojos ante la política extrem ista en O riente M edio» (Antonio García-
Santesm ases, «Agnósticos, laicistas y cristianos: entre la confrontación y el diálogo», Iglesia viva
261(2015), pp. 87-100, p. 100).
36 N o obstante, es necesario decir que no hay una única form a de com prender la laicidad.
Según Peña Ruíz, libertad, igualdad y fraternidad son descripciones que se ajustan perfectam ente
al concepto de laicidad, de ahí que laicidad y valores republicanos vayan de la m ano (Henri Peña
Ruíz, La laïcité, París, GF Flam m arion, 2003. pág. 13). Para Jean Baubérot, sin em bargo, la laicidad
no es un m odelo filosófico sino histórico-sociológico, resultado de circunstancias concretas y que
debe ser com prendido en térm ino de gradación. Entre su s libros. La laïcité falsifiée, París, La
Découverte, 2014; Les Laïcités dans le monde, París, PUF, 2007. De hecho, Francia no fue el prim er
Estado en introducir la laicidad entre sus principios constitucionales, sino M éxico. E fectivam ente,
en M éxico la separación de la Iglesia católica y el Estado data de la C onstitución de 1857, y las Leyes
de reform a de 1859-61 perm itieron la creación de cem enterios, m atrim onio y registro civiles. La
Iglesia católica m exicana se convertía, de ese m odo, en una institución jurídica de carácter privado,
constituida com o asociación voluntaria.
É tica y Antropología

lo en las escuelas públicas, con el fin de evitar su marginalización y promo­


ver su socialización. El caso de los funcionarios del Estado sería diferente,
puesto que ejercitan sus funciones en representación de la comunidad en su
conjunto. No obstante, ni siquiera en estos ámbitos debería aceptarse la pro­
hibición, puesto que de lo que se trata es de que el Estado permanezca neu­
tral, pero lo que se espera de sus funcionarios es que sean imparciales en sus
funciones, que no impliquen sus creencias en sus decisiones como maestro,
juez o policía. Según esto, los funcionarios deberían ser evaluados por sus
actos, no por sus creencias o los símbolos externos de éstas, puesto que, se­
gún esta interpretación, un signo religioso no es por sí mismo un acto de
proselitismo37. La verdadera imparcialidad, como señala un decreto del
Tribunal Supremo de Canadá: «... no exige que el juez no tenga ni simpatías
ni opiniones. Lo que exige es que sea libre de albergar y de utilizar distintos
puntos de vista manteniendo una mentalidad abierta»38.
Ciertamente, la doctrina del acomodo razonable que practican los ca­
nadienses, presupone una idea de laicidad muy diferente de la francesa,
según la cual, más que expulsar a la religión de lo público, se acepta la
importancia de la dimensión espiritual del individuo y su necesidad de
expresión social. El acomodo razonable es un procedimiento, según el
cual, se intentan paliar las desigualdades en el reconocimiento de dere­
chos otorgados históricamente a las comunidades religiosas y a sus fie­
les. Es una aplicación de la política del reconocimiento, que hemos visto
defendida por Taylor, al ámbito religioso. Parte de un principio básico: la
historia no es neutral y ha favorecido a unas religiones frente a otras,
según el contexto. Cuando se reconoce el derecho de un judío a descan­
sar en sábado —lo que implica exceptuarlos de la ley común que señala
el domingo como día de descanso—, se acepta que el domingo no es un
día neutral sino que ha sido aceptado en nuestras sociedades, debido a la
influencia de la tradición cristiana.
37 Una aplicación de la teoría de la tolerancia de John Rawls según la cual, es necesario decidir
en cuestiones políticas de m odo imparcial, lo que se consigue evitando justificar nuestras opciones
en fun ción de nuestras concep ciones o creencias sobre el bien (dejar al m argen ju icios m orales). Lo
que debe fundar la tolerancia es que nuestras ideas de bien no sean lo que rija el diálogo político, y
debe prom over que se escuche a los dem ás con el fin de buscar puntos de convergencia entre n u es­
tras creencias y las ajenas. Un m agnífico com entario sobre la tolerancia raw lsiana en Sebastián
Escámez Navas, «El estado de la virtud. Sobre la n oción de tolerancia en el liberalism o político de
John Rawls», Isegoría 31 (2004), pp. 47-78.
38 Citado en Jocelyn M a clu re y Charles T aylor, Laicidad y libertad de conciencia, Madrid,
Alianza, 2011, p. 108.
M ulticulturalidad: política del reconocimiento y cosmopolitismo

Del mismo modo, cuando cambiamos normas alimentarias al tratar


con personas vegetarianas, adaptando el menú general a sus necesida­
des, estamos apelando al mismo derecho. Con esa adaptación, acepta­
mos el hecho de que algunas normas comunes pueden ser discriminato­
rias con las minorías. Por supuesto, se trata de un acomodo razonable, lo
que implica que la obligación de adaptar la ley general a las minorías
para evitar la discriminación, no es absoluta: la petición debe ser since­
ra, es decir, el solicitante debe demostrar que cree que su fe le obliga a
determinada conducta, sin tener obligación de remitirse a la ortodoxia
de su comunidad religiosa o a ningún precepto objetivo. En 2004, el
Tribunal Supremo de Canadá lo expresó del siguiente modo:
La libertad religiosa garantizada por la Declaración de los derechos
y libertades de la persona de Quebec (y la Carta canadiense de derechos
y libertades) se entiende como libertad de entregarse a prácticas y man­
tener creencias que tengan un vínculo con una religión, prácticas y
creencias que el interesado ejerza o manifieste sinceramente, según el
caso, con el objeto de comunicarse con una entidad divina o en el marco
de su fe espiritual, independientemente de la cuestión de saber si la prác­
tica o la creencia está prescrita por un dogma religioso oficial o es con­
forma con la postura de los representantes religiosos. Esa interpretación
es compatible con un concepto personal o subjetivo de libertad religiosa.
En consecuencia, el demandante que invoca esta libertad no tiene que
demostrar la existencia de una obligación, exigencia o precepto religioso
objetivo. Es el carácter religioso o espiritual de un acto el que conlleva
la protección, no el hecho de que su observancia sea obligatoria o se
considere como tal. El Estado no está en condiciones de actuar como
árbitro de dogmas religiosos y no debería convertirse en uno39.

El Estado no juzga sobre el contenido de la petición sino sobre la sin­


ceridad de la misma. Pero añade otra condición: la petición ha de ser ra­
zonada: debe demostrar la importancia que tiene dicha demanda en su
vida y las causas por las que considera que ha de modificarse la ley a su
favor. Dicho lo cual, los tribunales pueden denegarla aludiendo a que
pone en peligro una institución concreta (educación, cuidado, servicios
39 Citado en Jocelyn M a clu re y Charles T aylor, L a ic id a d y lib e r ta d d e conciencia, Madrid,
Alianza, 2011, p. 66.
É tica y Antropología

públicos), porque atenta contra los derechos de los demás, o porque su­
pone un gasto excesivo, o dificultades graves de funcionamiento. En el
primer caso podrían limitarse los derechos de los padres religiosos que
pretendan no educar a sus hijos en asuntos comunes, como la educación
sexual, la educación cívica o la ética, poniendo en peligro la virtud de la
tolerancia. En el segundo caso estarían recogidas peticiones como las de
los Testigos de Jehová, que niegan la transfusión sanguínea a un hijo y
ponen en peligro su vida. En último caso, podríamos incluir peticiones
de comida especial en comedores públicos, cuando el coste de implan­
tarlas es excesivo para los medios de que dispone el colegio en cuestión.
Algunos han bautizado a esta laicidad como laicidad positiva.
En España, según varias sentencias del Tribunal Constitucional, la lai­
cidad a la que remite el Estado es también llamada laicidad positiva40. Así
aparece mencionada en la sentencia sobre la inscripción de la Iglesia de la
Unificación en el Registro de Entidades Religiosas; en otra sentencia sobre
la inhabilitación eclesiástica y despido de una profesora por vivir en con­
cubinato; y en una tercera, sobre el recurso de amparo promovido por un
sacerdote secularizado, ante su despido como profesor de religión41. Si lee­
mos las diferentes sentencias vemos que el Tribunal señala que el principio
de neutralidad exige que el Estado no se inmiscuya en su decisiones confe­
sionales42, de modo similar a la sentencia canadiense:
Sería ciertamente incompatible, tanto con la libertad religiosa colec­
tiva o comunitaria como con el principio de neutralidad religiosa del
Estado, que un Juez o Tribunal del Poder Judicial español pudiera revi­
sar, controlar o modificar la apreciación de un obispo católico o evangé­
lico, de un rabino o de un imán acerca de lo que es o no es la recta
doctrina cristiana (católica o evangélica), judía o islámica, o decidir
acerca de lo que es o no es testimonio de auténtica vida cristiana, cum-

40 La SSTC 128/2007 de 4 de junio, señala: «El art. 16.3 CE recoge, por su parte, el principio de
neutralidad religiosa o aconfesionalidad del Estado, si bien se trata de una neutralidad com p lem en ­
tada con dos m andatos a los poderes públicos: tener en cuenta «las creencias religiosas de la so cie­
dad española» y m antener «relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las dem ás con fesio­
nes». Al citado precepto se ha referido el Tribunal C onstitucional, afirm ando que declara la
neutralidad religiosa del Estado —la cual veda "cualquier tipo de confusión entre fun ciones religio­
sas y estatales— aunque en un contexto de laicidad positiva o cooperativa” (SSTC 42/2001, de 15 de
febrero, FJ 4; 154/2002, de 18 de julio, FJ 6)».
41 R espectivam ente, SSTC 42/2001 de 15 de febrero (FJ4). SSTC 154/2002 de 18 de julio (FJ 6).
SSTC 128/2007 de 4 de junio (FJ).
42 SSTC 128/2007 de 4 de junio.
M ulticulturalidad: política del reconocimiento y cosmopolitismo

plimiento de la Torá o vida conforme al modelo del Profeta. Estas son


materias religiosas inaccesibles para el Juez estatal.

Ahora bien, este argumento se utiliza tanto para justificar el nombra­


miento de profesores de religión de modo unilateral, por parte del obis­
po, como para despedirlos, cuando la jerarquía eclesial considera que no
representan la doctrina católica correctamente43. Si los motivos para re­
tirar la idoneidad necesaria para im partir clases son religiosos44, el TC
avala las decisiones de la curia. La sentencia más reciente (SSTC 128/2007
de 4 de junio), señala:
La apreciación del Ordinario del lugar acerca de si un profesor de reli­
gión católica imparte o no recta doctrina y si da o no testimonio de vida
cristiana es inmune, en su núcleo, al control de los Tribunales españoles.
Pero, lejos de ser contraria a la Constitución, esa inmunidad es mera y ne­
cesaria consecuencia del derecho fundamental a la libertad religiosa y del
principio de neutralidad religiosa del Estado. La libertad religiosa, además
de un aspecto individual, muestra otro que cabría llamar comunitario o
colectivo. En esta segunda faceta son titulares de la libertad religiosa las
iglesias, confesiones y comunidades religiosas (art. 2.2 Ley Orgánica 7/1980,
de 5 de julio, de libertad religiosa —LOLR—; SSTC 64/1988, de 12 de abril,
FJ 2; 46/2001, de 15 de febrero, FJ 5; 128/2002, de 4 de junio, FJ 3).

El Tribunal Constitucional habla de laicidad positiva, queriendo decir lai­


cidad de colaboración, pues interpreta la libertad religiosa en términos católi­
cos. La laicidad de reconocimiento canadiense está creada en beneficio de
las minorías, la laicidad de colaboración española está fundada en los privi­
legios de una mayoría confesional católica. Aquí el Estado español se ve abo-
43 El artículo II del Acuerdo sobre educación, firm ado con la Santa Sede en 1979, establece la
obligación del Estado de incluir la enseñanza católica en todos los centros educativos en condicion es
equivalentes a las dem ás disciplinas fundam entales. Eso sí, sin carácter obligatorio. A sim ism o, el
art. I ll señala que los profesores de religión serán designados por la autoridad académ ica pero entre
aquellos que el Obispo diocesano previamente propone . Y a todos los efectos, se le debe considerar
parte del Claustro de profesores. Y no se trata de enseñan za de la religión en general sino, com o dice
su art IV la enseñanza de la doctrina católica y su pedagogía, doctrina que sólo podrá ser establecida
por la jerarquía eclesiástica, com o señala el art. VI.
44 La discusión sobre la idoneidad es com pleja y ha generado m ucha discusión. Puede verse un
resum en en «Virtualidad de la m otivación religiosa en la pérdida de idoneidad» Ius Canonucum 51
(2011), pp. 627-652 (http://dadun.unav.edU /bitstream /10171/37190/l/201411% 20IC % 20102% 20
(2 0 1 1.2)% 20-10.pdf).
É tica y Antropología

cado a una paradoja: si acepta los Acuerdos firmados con la Santa Sede en
1979, da por bueno que haya despidos por motivos religiosos; si rechaza tales
despidos, debe incumplir los Acuerdos. Hasta el momento, la resolución de la
paradoja ha favorecido a quienes mantienen la inviolabilidad de los Acuerdos.

4.3. HASTA DÓNDE TOLERAR

Según Michael Walzer, las religiones deben ser toleradas en las demo­
cracias liberales, siempre que queden relegadas a la esfera civil: pueden
congregarse, escribir y predicar, pero no pueden tomar el poder político.
Y nosotros añadiríamos, y siempre que no socaven los fundamentos que
hacen posible la convivencia. La tolerancia tiene sus límites:
La marginación es una de las maneras en las que se puede tratar a
los grupos totalizadores. Si ésta tiene éxito, no se les pedirá que se den
leyes (puesto que creen que ya lo hacen), y lo que es más importante, no
se les permitirá que legislen sobre otros ciudadanos. Vivirán en un rin­
cón del Estado democrático igual que si vivieran en un vasto imperio.
(...) si lo que nos jugamos es el poder político debemos inclinar la balan­
za, decididamente, contra los grupos totalizadores. La razón es simple­
mente que su concepción de los «otros» es mucho más dura que la
concepción que tiene el Estado democrático de los miembros de los
grupos. Sin duda, el conflicto hará aflorar cosas feas en los dos lados,
pero la tolerancia liberal democrática, incluso si finalmente es intoleran­
te respecto a las religiones y las etnias totalizadoras, es más amable,
menos humillante, menos terrorífica, que su alternativa45.

Walzer nos alerta sobre la imprudencia de dejar que las religiones se


conviertan en programas políticos, lo que no implica negarles visibilidad
en el espacio civil. Las religiones tienen contenidos que son irremediable­
mente públicos. El culto, su dogmática, sus ritos de paso, sus asociacio­
nes de fieles, sus vestimentas... no son elementos que puedan ser reduci­
dos a la esfera privada, si por ésta entendemos individual. Al margen de
nuestros deseos, las religiones se mueven en el espacio público, de la so-
45 M ichael W alzer, «¿Qué derechos para las m inorías culturales?», Isegoria 24 (2001),
pp. 15-24, pp. 23-24. A sim ism o, M ichael W alzer, On toleration, Yale University Press, 1997, p. 82.
M ulticulturalidad: política del reconocimiento y cosmopolitismo

ciedad civil. Por eso, estamos de acuerdo con Jünger Habermas cuando
señala que, entre el espacio privado y el público-estatal, debe reconocer­
se un espacio público cívico común, en el que actúan los individuos de
forma conjunta, sea a través de movimientos sociales, asociaciones de
vecinos o grupos religiosos46. Por eso, en nuestra opinión, los republica­
nos franceses llevan demasiado lejos la definición de lo público.
Ahora bien, los canadienses extienden excesivamente los límites de la
libertad individual. Si aceptamos que la religión tiene una dimensión pú­
blica, es complicado suponer que lo que se acepte para un individuo (las
excepciones pertinentes en materia de religión) no vaya a influir en su co­
munidad religiosa a la que pertenece, otorgándole derechos suplementa­
rios. Ciertamente, proteger a los heterodoxos de sus comunidades, por la
vía del acomodo razonable, es algo que deberíamos suscribir en algún gra­
do puesto que, en esto, los canadienses protegen mucho mejor la libertad
de conciencia de sus ciudadanos que los europeos. Pensemos que en
Europa, la libertad religiosa está íntimamente vinculada a la libertad de
culto, es decir, está organizada en torno a confesiones religiosas, por lo
que son éstas las únicas que pueden dialogar con el Estado47. Más aún, la
libertad religiosa suele interpretarse jerárquicamente superior a la de con­
ciencia, dejando fuera toda creencia no religiosa48. No obstante, el recono­
cimiento individual de libertades mediante excepciones a la ley, es tam ­
bién una vía por la que los derechos de las comunidades pueden verse
enormemente sobreprotegidos y ampliados, por el simple hecho de aceptar
excepciones a sus miembros. No hay que olvidar que muchas de estas ex-
46 J. Habermas, Historia y critica de la opinión pública, Barcelona, Gustavo Gilí, 1986.
47 En E spaña la Ley Orgánica de Libertad religiosa de 1980 señala: «El Estado, tenien do en
cuenta las creencias religiosas existentes en la socied ad española, establecerá, en su caso. Acuerdos
o Convenios de cooperación con las Iglesias, C onfesiones y C om unidades religiosas inscritas en el
R egistro y que por su ám bito y núm ero de creyentes hayan alcanzado notorio arraigo en España».
H asta ahora se han firm ado los Acuerdos con la Santa Sede (1979) —previos a la Ley Orgánica— ,
A cuerdos con la Federación de Entidades R eligiosas E vangélicas (FEREDE), A cuerdos con la
F ederación Española de Entidades R eligiosas Islám icas (FEERI), los A cuerdos con la F ederación de
C om unidades Judías de España (FCJE): http://w w w .observatorioreligion.es/diccionario-confesio-
nes-religiosas/glosario/acuerdos_de_cooperacion.htm l. Por su parte, m orm on es (Iglesia de Jesucristo
de los Santos de los ú ltim os días), budistas y y cristianos ortodoxos form an parte de la C om isión
Asesora de Libertad Religiosa: http://w w w .m justicia.gob.es/cs/Satellite/Portal/es/areas-tem aticas/
libertad-religiosa/com ision-asesora-libertad/m iem bros
48 D ionisio Llam azares ha encabezado en España la lucha por la prim acía de la libertad de
concien cia sobre la libertad religiosa. Su trabajo ha sido actualm ente en su cuarta edición: D ionisio
Llam azares, Derecho de la libertad de conciencia, 2 vols., Madrid, Civitas, 2014.
É tica y Antropología

cepciones pueden buscarse en relación al código familiar que afecta, sobre


todo, a las mujeres, haciéndolas más dependientes y aumentando la des­
igualdad de base existente en el seno de dichos grupos religiosos, como
hemos visto. ¿Qué ocurriría cuando lo que se pide es que no haya hombres
en un parto en un hospital público de provincias con pocos facultativos?
¿Sería posible aceptar la petición de un hombre a casarse con varias muje­
res o de una mujer a contraer matrimonio con varios hombres? ¿Qué pasa­
ría si se pretende ejercer la medicina o la abogacía tras un burka?
Ahora bien, es complicado prohibir el burka en el espacio público no
estatal o institucional (la calle, el autobús urbano, los parques...), apelan­
do a la laicidad. Y no es fácil hacerlo desde la igualdad de género, sin in­
cluir cualquier otra vestimenta religiosa que, igualmente, señale la subor­
dinación de la mujer por el hombre. El burka añade a la vestimenta
religiosa femenina un problema que no afecta a la laicidad, ni a la relación
entre religión e igualdad de género, en sentido amplio (códigos de familia,
etc.) y es el siguiente: si las emociones parecen ser un sustrato determinan­
te en la elaboración de nuestros códigos éticos que, en el fondo, son una
estilización de nuestros sentimientos sociales; si las emociones (la empa­
tia) son importantes a la hora de relacionarnos con los demás y establecer
vínculos sociales y comunitarios básicos, ¿de qué manera puede estable­
cerse relación alguna con una máscara que impide ver el mínimo gesto del
rostro ajeno? En su libro, Un antropólogo en Marte, Oliver Sacks nos pre­
senta el caso de los autistas, en una preciosa narración en la que dice de la
protagonista, autista e investigadora en zoología:
No se puede decir que Temple carezca de sentimientos, ni que exista
una carencia fundamental de simpatía en ella. Por el contrario, su per­
cepción de los estados de ánimo y sentimientos de los animales es tan
fuerte que éstos casi toman posesión de ella, abrumándola a veces.
Temple cree que puede sentir simpatía por lo que es físico o fisiológico
—por el dolor o el terror de un animal— pero carece de empatia para los
estados de ánimo y puntos de vista de la gente49.

Al margen de que el hábito se haya adquirido por presión o por volun­


tad propia —no negamos la importancia de la diferencia, evidentemen­
te—, el burka imposibilita la convivencia y el trato de igual a igual con
49 Oliver Sacks, Un antropólogo en Marte , Barcelona, Anagrama, 2001, p. 329.
M ulticulturalidad: política del reconocimiento y cosmopolitismo

los demás, negándonos el acceso a una parte importante de la informa­


ción necesaria en toda convivencia: la expresión facial y corporal de las
emociones. Es la carencia de empatia debida a su enfermedad lo que le
impide a Temple relacionarse normalmente con los demás, porque no
sabe interpretar sus emociones. En nuestro caso, la empatia se bloquea
debido al uso del velo integral.
Es sabido que Habermas ha propuesto en los últimos tiempos, no
solo favorecer un entendimiento de la filosofía con las religiones, sino la
traducción de sus éticas en un lenguaje laico y político que pueda ser
aprovechado por las democracias actuales, como fuentes de un sentido
que no terminan de encontrar por sí mismas50. Pero, pedirnos que acep­
temos como ciudadanas en igualdad de condiciones a mujeres que impi­
den cualquier tipo de relación emocional-social mínima con los demás
—al ocultarnos su rostro, sus expresiones emocionales faciales y corpo­
rales básicas en cualquier diálogo—, es tanto como pedirnos que nos
comportemos voluntariamente como autistas. Nadie puede pedir tal
cosa, aunque sea en aras del respeto a la libertad religiosa, pues pone en
entredicho nuestro compromiso cívico básico.
Tal vez debamos pensar con Celia Amorós que, en este tipo de con­
flictos, el objetivo a perseguir no es tanto el consenso, como hacer de la
discusión sobre las desigualdades algo público y permanente, mostrando
las contradicciones que supone el patriarcado en diferentes culturas.
Debemos esforzarnos por desvelar las contradicciones de las culturas
ajenas y aceptar que, del mismo modo, nos hagan conscientes de las con­
tradicciones presentes en la cultura propia: hay que discutir todas las
reglas de todas las tribus, señala Amorós51. Sin duda, un buen consejo.

Volver índice

50 J. Habermas, Entre Naturalismo y Religión, Paidos, 2006. A sim ism o, en diálogo con
B enedicto XVI: Joseph R atzin ger y Jürgen Habermas: Dialéctica de la secularización. Sobre la razón
y la religión, E ncuentro, 2006. A sim ism o, Habermas: «De la tolerancia religiosa a los derechos cu l­
turales», Claves de razón práctica 129 (2003), pp. 4-12.
51 Celia Amorós, «F em inism o y m ulticulturalism o», en Teoría feminista: de la Ilustración a la
globalización. De los debates sobre el género al multiculturalismo, Celia Am orós y Ana de M iguel
(eds), Minerva, 2005, pp. 215-264, p. 234.
5
LAS DECLARACIONES Y CÓDIGOS DEONTOLÓGICOS:
LAS RESPONSABILIDADES ÉTICAS DEL ANTROPÓLOGO

¿Cómo d e fin ir el com prom iso o resp o n sab ilid ad ética del
antropólogo?1¿Habría que juzgarle por lo que hace, por lo que escribe, o
por lo que piensa? El trabajo del antropólogo y su objeto particular de
estudio —sujetos a los que se presupone una autonomía que implica tan­
to relaciones de cooperación, como también de no cooperación, incluso
de abierta oposición al trabajo que se realiza—, plantean problemas éti­
cos, desde los primeros estadios. ¿Cuál es el criterio para seleccionar un
buen director de investigación, el reconocimiento profesional o el moral?
¿Es posible elegir libremente el motivo de estudio, cuando la financia­
ción que permite la investigación delimita previamente las opciones que
uno tiene (que pueden no ser de ningún interés para el investigador, con
la consiguiente desmotivación a la hora de trabajar)? ¿De qué forma pesa
el carácter ético y comprometido del alumno en la elección de discípulos
o futuros investigadores?12. Según Matilde Fernández, la respuesta es cla­
ra: todas estas elecciones y el desarrollo del trabajo futuro depende de la
catadura moral de cada persona:
Una conducta ética es algo que se puede y debe aprender, hay nor­
mas y experiencias ajenas que nos guiarán, pero al final el estar o no
estar a la altura de las circunstancias, con un comportamiento moral­
mente ejemplar, casi siempre es fruto de la improvisación. Y, además de
las circunstancias concretas depende de la calidad humana de cada
persona y esto es algo personal e intransferible3.
Pero esta vía individualista de resolver los dilemas éticos a los que se
enfrenta el antropólogo en su quehacer científico, no es la única opción
posible. Los códigos deontológicos también ayudan en situaciones com-
1 Los ejem plos que aquí citam os rem iten a los diferentes artículos que constituyen el libro
editado por Margarita d e l Olmo, Dilemas éticos en Antropología. Las costuras del trabajo de campo.
Madrid, Trotta, 2010. A partir de aquí, citarem os el libro com o Dilemas éticos.
2 M. F ernández, «Sujetos com o objetos de estudio», Dilemas éticos, pp. 304-305.
3 Ibid., pp. 313-14.
É tica y Antropología

plejas. La Antropología trabaja con personas, presupone diálogo y cierta


reciprocidad y, como toda disciplina que tiene por objeto de estudio a
sujetos humanos, ha de atenerse a determinadas reglas éticas. Estas re­
glas o principios diseñan el marco ético de la investigación. Según el
Código de Nuremberg y el Informe Belmont estos principios se definen
como justicia, autonomía, no maleficencia y beneficencia4.
El Código de Nuremberg fue elaborado a raíz de un juicio contra siete
médicos de la Alemania nazi. En dicho proceso, quedó probado que se
sometió a los «pacientes» a mutilaciones quirúrgicas, esterilización, in­
fecciones, congelación... En 1947 se pronunciaría el veredicto de culpabi­
lidad por crímenes contra la humanidad, donde se señalan los diez as­
pectos que deberían regir, a partir de entonces, toda investigación con
seres humanos:
1. Para que un ser humano sea sujeto de investigación es imprescindible
su consentimiento voluntario. El sujeto deberá tener capacidad legal
para dar su consentimiento, así como conocer y comprender de manera
suficiente la naturaleza de la investigación y los riesgos que podría aca­
rrear, de manera que pueda tomar una decisión bien informada e inte­
ligente.
2. La investigación deberá estar diseñada con el fin de lograr resultados
fructíferos para el bien de la sociedad.
3. La realización de la investigación se deberá llevarse a cabo de manera
que evite todo daño o sufrimiento físico o mental innecesario.
4. El sujeto de estudio debe tener libertad para poner fin a la investiga­
ción en todo momento, es decir, para no participar en ella.
5. Durante el transcurso de una investigación, el científico deberá estar
dispuesto a finalizarla si se dan motivos para pensar que su continua­
ción podría dañar al sujeto de estudio.
4 A delantem os que, a pesar de señalar la justicia com o un concep to entre otros, nosotros enten­
derem os que es un prim us inter pares, en el sentido en que ofrece el m arco sobre y desde el que se
discute. De m odo que es el concep to de justicia que asu m am os en nuestro estudio (conscien te o
inconscien tem ente), el que nos perm ite decidir sobre cóm o distribuir bienes, recursos, derechos,
deberes, oportunidades; es el concep to de justicia que adoptam os el que nos guía a la hora de juzgar
y valorar situaciones, accion es y caracteres. Entendem os, pues, la ética inevitablem ente vinculada a
la política.
Las declaraciones y códigos deontológicos: las responsabilidades éticas del antropólogo

Como complemento de este código se publicó en 1964 la Declaración


de Helsinki. Sin embargo, mientras que el Código de Nuremberg centra­
ba su atención en los derechos del sujeto de investigación, y estipulaba la
necesidad del consentimiento informado como un elemento fundamen­
tal de toda empresa científica con seres humanos, la Declaración de
Helsinki fue exclusivamente elaborada para establecer el marco ético de
la práctica clínica. Años más tarde, en 1978 en EE.UU., la Comisión
Nacional para la Protección de los Seres Humanos como Sujetos de
Investigaciones Biomédicas y de Conducta, emitió el llamado Informe
Belmont, denominado así en nombre del centro de congresos donde se
reunió la comisión. Este Informe señaló como principios básicos para
evaluar el carácter ético de la investigación con seres humanos, los si­
guientes: el respeto a la persona y su autonomía; la beneficencia -que
implica maximizar los beneficios de la investigación y minimizar los da­
ños- y su consecuencia implícita, la no maleficencia; y la justicia, en
cuanto a la distribución entre cargas y beneficios de las investigaciones.
Como vemos, los juicios de Nuremberg están en el origen de un nuevo
modo de comprender la relación entre el sujeto de estudio y el investiga­
dor. Fueron el estímulo esencial en la creación de códigos de conducta
profesional, también en la disciplina antropológica:
En este proceso, «la ética» para los antropólogos se redefinió como
algo que trataba la naturaleza de la interacción entre el trabajador de
campo y los grupos que le acogían y, en particular, temas tales como el
«consentimiento informado» y la posibilidad de que el proyecto pudiera
reportar beneficios (o perjuicios)5.
Las Declaraciones y los Códigos deontológicos son, por tanto, fórmulas
que trasladan los principios éticos generales sobre la investigación con se­
res humanos, al campo antropológico. Aquí, tendremos en cuenta dos de
los más relevantes: la Declaración ética de la American Anthropological
Association (AAA) y las Orientaciones deontológicas de la Federación de
Asociaciones de Antropología del Estado Español (FAAEE)6. De todos mo-
5 M. Wax, «Som e Issues and Sou ces on Ethics in Anthropology», cp. 1, traducido por
N. Konvalinka, «La D eclaración sobre ética de la Am erican A nthopological A ssociation y su relevan­
cia para la investigación en España», Dilemas éticos, p. 19.
6 Sobre la D eclaración am ericana de 2009 (versión anterior a la actual de 2012) y la p osición
sobre asuntos éticos del la American Anthropological Association, puede leerse Handbook on Ethical
Issues, Joan C a s s e ll y Sue-E llen Jacobs (eds.), A special publication of the A m erican Anthropological
É tica y Antropología

dos, estas asociaciones no son órganos colegiados que agrupan a todos los
antropólogos de un país, como puede ocurrir con los profesionales del
Derecho o de la Psicología. Asimismo, las orientaciones que elaboran no
son preceptivas sino orientativas, es decir, que no existe obligación de se­
guir sus consejos o directrices, sino que se trata de guías que señalan unos
principios éticos básicos a seguir en la práctica antropológica. Por lo tanto,
es importante recordar que ninguna de las asociaciones antropológicas
que los han articulado tienen forma de hacerlos cumplir, ni de penalizar a
los miembros que no estén dispuestos a respetarlos7.
La FAAEE lo señala del modo siguiente:
Proponemos, por tanto, más que códigos de conducta, orientaciones
para la toma de decisiones en las diversas disyuntivas éticas a las que nos
enfrentamos, enfatizando la especificidad del trabajo de campo etnográ­
fico y planteando la necesidad de remitir a éste la consideración de los
principios éticos consensuados en el marco asociativo de la Antropología
(FAAEE: Preámbulo)8.

Es sabido que la antropología nace y se desarrolla en un contexto


colonial que, en parte, contribuyó a sostener, como señala el antropólo­
go Talal Asad9. La relevancia del poder europeo en el modo de analizar
los modos de vida de los pueblos colonizados, fue decisiva en el desa­
rrollo de la disciplina. De hecho, la Antropología, en sus comienzos,
perpetuó no pocos mitos imperialistas. Un ejemplo canónico de este
problema es la polémica entre dos célebres antropólogos, Gananath
Obeyesekere y M arshall Sahlins, a propósito de si los habitantes
hawaianos del xvm recibieron al explorador inglés James Cook como
A ssociation num ber 23, 2006. Ciertam ente, entre quienes practican antropología no hay un con sen ­
so universal acerca de cuáles sean las cu estiones éticas fundam entales que se presentan en el traba­
jo de cam po. Y tam poco hay un ún ico código deontológico, si bien las declaraciones de principios
éticos m ás citadas son la am ericana AAA (Am erican A nthropological A ssociation) y la inglesa ASA
(A ssociation o f Social Anthropologist), bastante sim ilares.
7 La AAA señala en su preám bulo: La A sociación A m ericana de Antropología no tiene capaci­
dad para juzgar alegaciones de conductas no éticas. El propósito de estos principios es anim ar a la
discusión, guiar a quien practica la antropología en la tom a de decision es responsables e instruirle.
8 Puede consultarse tam bién en http://faaeeantrapologia.com /acerca-de/orientaciones-deonto-
logicas/
9 Su texto puede leerse en la traducción de Beatriz P ér ez G alán y Aurora M arquina (eds.).
Antropología política. Textos teóricos y etnográficos. E dicion s Bellaterra, Barcelona, 2011.
Las declaraciones y códigos deontológicos: las responsabilidades éticas del antropólogo

una manifestación de su dios Lono (Sahlins) o si, por el contrario, esta


identificación no hace más que reforzar el mito europeo del explora­
dor-dios y, por lo tanto, se construye con hipótesis imperialistas que
están siendo implícita o explícitamente defendidas, al elaborar la inves­
tigación (Obeyesekere). La presuposición en esta polémica es que los
investigadores occidentales no pueden comprender las culturas nati­
vas, puesto que son incapaces de deshacerse de sus marcos imperialis­
tas a la hora de explicarlas. Es decir, los intereses políticos, éticos, de
los colonizadores están dirigiendo la interpretación de tal forma, que al
antropólogo foráneo le resulta imposible comprender y m ostrar las
creencias propias de los nativos. Este problema se ha vuelto a suscitar
con la presencia de los antropólogos al lado de los militares, en Irak y
Afganistán.

Efectivamente, en 2006, el Human Terrain System Project volvió a


situar en primera plana el debate de la relación entre ética y antropolo­
gía. Su finalidad era ayudar a conocer la dimensión hum ana del con­
texto en el que el ejército trabaja. Y así, la polémica volvió a estallar
entre los antropólogos: unos creían que su labor podía ayudar a salvar
vidas, otros pensaban que su mera presencia en el campo m ilitar iba
contra los principios éticos de la disciplina. Los antropólogos críticos
se opusieron a dicho program a porque tem ían que la imparcialidad
científica del antropólogo quedara en entredicho. Según Roberto
González, la consecuencia inevitable de la participación del antropólo­
go en un proyecto m ilitar de este orden, sería su identificación como
espía militar, lo que perjudicaría enormemente la disciplina a largo
plazo. Según los defensores del programa, sin embargo, el objetivo del
proyecto era favorecer una mejor relación con el gobierno local, así
como proteger a los aldeanos contra los talibanes —en el caso de
Afganistán—, y de los criminales —en el caso de Irak. Según estos, el
papel del antropólogo sería muy útil, a la hora de comprender cómo
actúan los talibanes y de qué modo reclutan civiles para su causa, así
como en la labor de identificar las tribus locales que podrían servirles
de contención. Los antropólogos ayudan a definir el problema en su
contexto y no solo a atacar los síntomas, dicen los militares. No se trata
de m ilitarizar la antropología sino de antropologizar el ejército, en pala-
É tica y Antropología

bras de Montgomery McFate, defensor del uso de las ciencias sociales


en las operaciones m ilitares101.
El debate fue lo suficientemente importante como para que, en octu­
bre de 2007, el Comité Ejecutivo de la AAA publicase una declaración
sobre dicho proyecto, en la que muestra su total desaprobación. Según el
Comité, sería imposible evitar dañar a las personas estudiadas, ni respe­
tar su autonomía, pues no pueden prestar un consentimiento libre e in­
formado de su participación en dicha investigación, al ser objetivo mili­
t a r 11. Este es el contexto que nos permite comprender el párrafo de
la AAA cuando señala que:
Los investigadores que engañen a los sujetos de investigación sobre
la naturaleza de su trabajo y/o de sus patrocinadores; quienes omitan
información significativa que podría influir en la decisión de los sujetos
de estudio de involucrarse en la investigación; o quienes de cualquier
otro modo investiguen clandestina o secretamente, manipulen o enga­
ñen a quienes participan en una investigación sobre la financiación,
propósitos, metas o implicaciones de la investigación, no satisfagan los
requisitos éticos de franqueza, honestidad, transparencia y consenti­
miento plenamente informado. La investigación compartimentalizada,
por su propio diseño, no permite conocer el propósito y alcance de un
proyecto, por lo que es problemático en sentido ético ya que, por defini­
ción, quien practica la antropología no puede comunicarse de modo
transparente con los participantes, ni asegurar el consentimiento infor­
mado en sentido pleno (AAA, 2).

Asimismo la FAAEE señala:


III. Como todos los profesionales de la investigación y en otras
áreas de nuestro trabajo profesional, las antropólogas y los antropólogos
establecen compromisos con diversas entidades financiadoras (públicas
o privadas), instituciones contratantes, y con los gobiernos locales y na­
cionales de los ámbitos en que se realizan las investigaciones, que nos
obligan a:

10 Este debate está recogido en el artículo del periodista D. R ohde, «Army E nlists A nthropology
in War Zones», The New York Times, 5 de octubre de 2007.
11 N. Konvalinka: «La declaración sobre ética...», Dilemas éticos, p. 28.
L as declaraciones y códigos deontológicos : las responsabilidades éticas del antropólogo

1. Confirmar la compatibilidad de los propósitos y exigencias de


las instituciones públicas y privadas que nos contratan como profesio­
nales con las orientaciones éticas consensuadas en nuestro colectivo
profesional.
2. Ser claros y rotundos con ciertos aspectos éticos como la transpa­
rencia de la investigación en relación con sus participantes, la valoración
de daños o efectos potenciales del trabajo en su seguridad y bienestar, y
el respecto a la confidencialidad, privacidad y anonimato de las fuentes
de información.
3. Evitar conflictos de interés que comprometan la participación en
el trabajo antropológico y, en caso de conflicto, hacer siempre prevalecer
la responsabilidad con respecto a los participantes individuales, grupos
y comunidades, con especial atención a aquellos situados en posiciones
de vulnerabilidad social.
4. Respetar las leyes y condiciones de acceso de los gobiernos locales
y nacionales, y en particular los usos y costumbres de las comunidades
en las que trabajamos, siempre y cuando ello no implique poner en peli­
gro la integridad y bienestar de los participantes o comprometer los
principios o compromisos éticos de la investigadora o investigador
(FAAEE: III).

Lo que se desprende de estos textos, es que las primeras obligaciones


éticas de los antropólogos son hacia las personas, las especies y los mate­
riales que estudian y con las que trabajan. Estas obligaciones pueden
sobreponerse a la meta de buscar nuevos conocimientos y pueden llevar
a la decisión de no llevar a cabo, o de cancelar, un proyecto de investiga­
ción, cuando esta obligación primaria entra en conflicto con otras res­
ponsabilidades, como por ejemplo las responsabilidades hacia los patro­
cinadores y los clientes:I.

I. El primer y más fundamental compromiso de la práctica antropo­


lógica se establece con las personas con las que colaboramos directa­
mente en nuestro trabajo de campo. Tradicionalmente la Antropología
ha trabajado con grupos minoritarios y/o en sitios periféricos, siendo por
tanto más crucial si cabe preservar la integridad ética del trabajo antro-
É tica y Antropología

pológico realizado. Garantizar el bienestar, seguridad y protección de la


población involucrada en nuestro trabajo es nuestro compromiso más
arraigado y consensuado, y en relación a éste la antropóloga o el antro­
pólogo (FAAEE: I, subrayado nuestro).

No olvidemos, asimismo, el modo de divulgación determina, en par­


te, la repercusión que tiene la investigación y debe ser evaluada. Por
ejemplo, no es lo mismo un reportaje en el National Geographic, una
tesis en la UNED, un program a en la BBC o un manual para uso del
gobierno. Imaginemos que queremos publicar un trabajo realizado so­
bre la Mutilación Genital Femenina (MGF) y que cuenta con el apoyo
del gobierno del país en el que trabajamos para convertirlo en publica­
ción académica. ¿Qué consecuencias puede tener para nuestros sujetos
de estudio dicha publicación? Habrá que preguntarse si repercute en su
entorno de relaciones sociales. Podríamos pensar si la publicación pue­
de provocar problemas en el núcleo familiar de la mujer (padres, m ari­
do o hijos). También deberíamos analizar si participar en el estudio y
exponer su visión sanitaria y religiosa sobre la MGF, le puede acarrear
problemas con los líderes religiosos que conocerán los resultados, tras
la publicación. Asimismo, el alcance de la publicación es también rele­
vante: no tiene el mismo efecto una publicación en una editorial de
rango restringido que una de prestigio, en el mundo académico y/o po­
lítico nacional o internacional.
Por lo tanto, hay que tener en cuenta el impacto de las publicacio­
nes etnográficas, lo que implica informar de modo transparente sobre
los riesgos del estudio tras su publicación. Habría que recomendar o
sugerir activamente que los participantes nos informen de modo anó­
nimo y/o confidencial, si puede haber algún daño previsible tras la
aparición pública del trabajo. Los aspectos relacionados con la confi­
dencialidad de los informantes deberían suponer un punto obligatorio
del consentimiento informado que ofrecemos a nuestros sujetos de es­
tudio, a no ser que ellos mismos muestren su deseo de que sus datos
personales aparezcan de modo explícito, por alguna razón (reivindica­
ción, denuncia...). Y aún así, el antropólogo debe analizar su repercu­
sión en el grupo.
Las declaraciones y códigos deontológicos: las responsabilidades éticas del antropólogo

En definitiva, son los sujetos de investigación los que suponen el eje


desde el que se definen y articulan las responsabilidades del antropólo­
go y que, por lo tanto, remiten a los cuatro principios éticos que están a
la base de toda investigación con seres humanos: no maleficencia, auto­
nomía, beneficencia y justicia. Veámoslos con algo de detenimiento.

Volver índice
6
LOS PRINCIPIOS ÉTICOS BÁSICOS DE LA ANTROPOLOGÍA
COMO DISCIPLINA

6.1. NO MALEFICENCIA (NO DAÑAR)

El principio de no maleficencia obliga a no hacer daño intencionada­


mente, insta a no someter a los demás a riesgos inaceptables. Hay que
asumir que, en cualquier tipo de trabajo con seres humanos, hay riesgos.
Estos riesgos, pueden ser sociales (ponen en cuestión sus relaciones con
la comunidad), psicológicos (como le afecta la información que le damos
o la que nos ofrece), familiares (complicaciones con el entorno inmedia­
to)... Efectivamente, hay que tener siempre en cuenta el contexto en el
que se mueve el trabajo y analizar cuáles pueden ser las posibles conse­
cuencias, en los más variados ámbitos en los que creamos que pueden
verse afectados, pero resultaría excesivo proponernos dar respuesta a las
consecuencias indeseadas que ni siquiera son previsibles. La omniscien­
cia y la presciencia son imposibles. Más aún, la definición de daño no es
unívoca. Por ello, no se obliga a emprender únicamente trabajos de cam­
po que impliquen grado de riesgo cero, sino que se recomienda que los
riesgos sean asumibles y que no supongan daño para el sujeto de investi­
gación. Si se llega a la conclusión de que se pone en peligro o se daña a la
persona que participa en el estudio o a la comunidad implicada, el traba­
jo debería reformularse para que esto no ocurriera o, si es imposible,
anular dicho trabajo. El principio de no maleficencia es insoslayable, se­
gún la AAA:
La obligación ética principal compartida por los/las antropólogos/as
es no dañar. Antes de que se emprenda cualquier trabajo antropológico
—ya sea en comunidades humanas, con primates no-humanos u otros
animales, en yacimientos arqueológicos y paleoantropológicos—, es in­
dispensable que el investigador piense en los posibles daños que la inves­
tigación puede causar. Entre los daños más serios que los/las antropólo­
gos/as tienen que evitar, están los causados a la dignidad, al bienestar
corporal y material, especialmente, cuando la investigación se lleva a
É tica y Antropología

cabo en poblaciones particularmente vulnerables. Asimismo, no deben


únicamente evitar causar daño directo e inmediato, sino que también
tienen que sopesar cuidadosamente las potenciales consecuencias y el
impacto involuntario de su trabajo. Cuando la obligación de no dañar
entra en conflicto con otras responsabilidades, esta obligación principal
puede primar sobre el objetivo de buscar nuevos conocimientos, hasta el
punto de llevar a la decisión de no emprender o de suspender un proyec­
to. Añadamos que, dada la naturaleza irremplazable del registro arqueo­
lógico, su conservación, protección y custodia es obligación fundamen­
tal de todo arqueólogo. Definir y evitar daños en cualquier situación,
tiene que ser una constante que debe ser mantenida a lo largo de cual­
quier proyecto (AAA, 1).

La FAAEE recoge:
I. El primer y más fundamental compromiso de la práctica antropo­
lógica se establece con las personas con las que colaboramos directa­
mente en nuestro trabajo de campo. Tradicionalmente la Antropología
ha trabajado con grupos minoritarios y/o en sitios periféricos, siendo por
tanto más crucial si cabe preservar la integridad ética del trabajo antro­
pológico realizado. Garantizar el bienestar, seguridad y protección de la
población involucrada en nuestro trabajo es nuestro compromiso más
arraigado y consensuado, y en relación a éste la antropóloga o el antro­
pólogo (FAAEE: I).

Uno de los ejemplos clásicos de investigación maleficente se conoce


como el experimento Tuskegee o estudio Tuskegee sobre negros, estudio
que dio origen al Informe Belmont, anteriormente citado. Hace referen­
cia a un estudio clínico llevado a cabo por el Servicio Público de Salud
de EEUU en Tuskegee (Alabama), entre 1932 y 1972, en el que participa­
ron 399 varones negros. En dicha investigación no solo no hubo ningún
tipo de consentimiento informado, sino que se engañó a sabiendas a los
participantes. Se les comunicó que tenían mala sangre (término que se
usaba para referirse a la fatiga, anemia y sífilis), y que podían ser trata­
dos gratuitamente durante la investigación. Lo que ocurrió, sin embar­
go, fue que se infectó de sífilis a todo participante, con el fin de determi­
nar los tratamientos que podían aplicarse en las diferentes etapas de la
LOS PRINCIPIOS ÉTICOS BÁSICOS DE LA ANTROPOLOGÍA COMO DISCIPLINA

enfermedad, objetivo real del trabajo. Por esa razón, durante 40 años no
fueron tratados contra la infección, ni siquiera cuando la penicilina se
generalizó como tratamiento, puesto que se les aconsejó que evitaran su
uso. De los 399 infectados murieron 28, 100 tuvieron complicaciones
médicas, 40 mujeres fueron infectadas y 19 niños contrajeron la enfer­
medad al nacer.
Otro ejemplo: en 2010 ha visto la luz un estudio sobre la conducta
ética de los experimentos realizados por americanos en Guatemala en
los años 40. Entre 1946 y 1948, científicos americanos infectaron con
enfermedades venéreas a pacientes de instituciones mentales, prisione­
ros y prostitutas, con el fin de investigar los efectos de la penicilina. De
los 1300 infectados, solo 700 recibieron tratamiento y 87 murieron. La
conducta fue maleficente y éticamente censurable, como indica este es­
tudio: Ethically impossible.

6.2. AUTONOMÍA Y CONSENTIMIENTO INFORMADO

El principio de autonomía atribuye al sujeto libertad y responsabili­


dad, en un sentido amplio. Una persona autónoma debe ser capaz de
ejercer el autogobierno, lo que supone la comprensión, razonamiento,
reflexión y elección independiente. No nos detendremos en lo complica­
do que es definir claramente estos términos en un sentido estricto y no
meramente abstracto. La historia de la Filosofía tiene 2500 años, y ya
desde sus orígenes viene ofreciendo diferentes versiones de lo que enten­
demos por libertad, sus límites y sus condiciones de posibilidad —re­
flexiones ligadas a la ciencia y al contexto jurídico político del momen­
to—. Para simplificar, supondremos que el principio de autonomía está
presente cuando el sujeto actúa de modo intencional, sin coacción y con
consciencia de lo que hace. En función de lo bien o mal que se cumplan
estas condiciones, así será el grado de autonomía presente en nuestras
decisiones.
No obstante, la disciplina antropológica no se preocupa en igual me­
dida de la autonomía ética o política del investigador (aunque también
veremos su importancia), y de la autonomía del sujeto de estudio que, en
su caso, llamaremos sujeto que participa en la investigación. Por esa ra­
zón, en los códigos deontológicos y declaraciones éticas se liga la autono-
É tica y Antropología

mía al consentimiento informado (CI)1. No hay que olvidar que en


Antropología —como en el caso de la investigación clínica o de la psico­
logía—, los agentes morales son, al mismo tiempo, objetos de estudio, lo
que explica los problemas peculiares que enfrentan estas disciplinas.
Más aún, la observación participante supone un tipo de relación con el
sujeto que participa en la investigación, que va mucho más allá de las
establecidas en el resto de ciencias sociales, creando vínculos emociona­
les que complican muchas de las decisiones éticas que se presentan en el
trabajo de campo. Quien practica la antropología no es únicamente in­
vestigador, sino amigo y compañero, de los miembros de la comunidad
con la que convive y trabaja.
La importancia del consentimiento informado viene recogido por la
FAAEE, del modo siguiente:
1. Informará a los participantes en su trabajo de los objetivos de su in­
vestigación y de sus posibles impactos y riesgos, con claridad y adap­
tado al contexto educativo y lingüístico de las personas participantes,
evitando cualquier tipo de trabajo encubierto.
2. Solicitará el consentimiento informado de los participantes en el tra­
bajo antropológico, aún sin la necesidad de un formato escrito firma­
do, en cuyo caso debe justificarse la idoneidad del consentimiento in-
form ado o ral, muy com ún en el tra b a jo e tn o g rá fic o . El
consentimiento informado deberá obtenerse antes de comenzar el tra­
bajo con los participantes, y se deberá respetar su derecho a retirarlo
a posteriori.
3. Se comprometerá explícitamente a guardar la debida confidenciali­
dad sobre los datos personales de los participantes y sobre cualquier
otro dato o testimonio que éstos consideren privado o confidencial.
También se garantizará el anonimato de los participantes y, si esto no
fuera posible, se avisará de esta circunstancia. Se consensuará con
estos modos y ámbitos de identificación e información de naturaleza
1 La necesidad del consentim ien to inform ado no es un deber exclusivo de la antropología, sino
com ún a las disciplinas que trabajan con seres hum anos. En m edicina e investigación clínica, el
consentim ien to inform ado ha sido objeto de discu sión por su m al uso, puesto que ha sido aplicado
com o un escudo de la práctica m édica, invocando la m áxim a del derecho rom ano volenti non fit
injuria, no hay injuria para el que consiente.
LOS PRINCIPIOS ÉTICOS BÁSICOS DE LA ANTROPOLOGÍA COMO DISCIPLINA

personal o privada y se apoyarán relaciones constructivas de investi­


gación y toma de decisiones.
4. Garantizará que esta información sea accesible a los participantes du­
rante todo el trabajo antropológico y se asegurará de incluir siempre
las fuentes de financiación del trabajo, los posibles impactos o riesgos
que pudieran desprenderse de su participación, y la libertad para no
contestar o interrum pir su colaboración sin necesidad de justifica­
ción.
5. Evaluará de antemano los posibles riesgos e impactos y tendrá la res­
ponsabilidad de poner los medios para evitar que su práctica profesio­
nal pueda causar, siquiera potencialmente, riesgo o daño a la seguri­
dad, dignidad o privacidad de las personas y com unidades
participantes.
6. Garantizará la apropiada custodia de información, fotografías, vi­
deos, entrevistas o notas de campo, informando explícitamente a los
participantes en la investigación sobre el destino de este material y el
uso del mismo en la divulgación del trabajo. Los archivos o registros
que contengan información sobre personas deberán obtenerse y al­
macenarse de modo que se pueda garantizar el cumplimiento de la
Ley de Protección de Datos.
7. Promoverá y hará honor a la reciprocidad y confianza mutua entre
investigadores y participantes, reflexionando explícitamente sobre las
relaciones de poder establecidas en el trabajo antropológico, poten­
ciando unas relaciones lo más igualitarias y participativas posible.
8. Defenderá el derecho a la propiedad intelectual de la sociedad donde
realizamos nuestro trabajo, consensuando el reconocimiento explícito
en el mismo de su parte de colaboración en el trabajo.
9. Valorará cuidadosamente el potencial impacto de la difusión de infor­
mación, utilizando los resultados de su trabajo de una manera respon­
sable y primando siempre la seguridad y bienestar de los participantes
(FAAEE: I).

Se puede definir el consentimiento informado como una autoriza­


ción autónoma que el sujeto de investigación otorga al investigador, en
É tica y Antropología

la que acepta participar en su proyecto en determinadas condiciones.


La autonomía supone tanto la libertad en sentido negativo (ausencia
de coacción), como la libertad en sentido positivo (capacidad de ac­
tuar). De ese modo, para que haya un consentimiento informado ple­
no, el investigador deberá facilitar a los participantes en su investiga­
ción, todos los datos necesarios que se le requieran para llevar a cabo
el objetivo prioritario: la protección e información del sujeto de inves­
tigación.
Los com ponentes de dicho consentim iento p odrían resum irse
en 5 puntos: competencia para entender y decidir; exposición de la in­
formación; comprensión de la información; voluntariedad al decidir;
consentimiento o autorización. El prim er punto alude a la competen­
cia, a las capacidades que debe tener el individuo a quien se solicita el
consentimiento. El tercero señala que es im portante que se de una
comprensión de lo que se le pide, de facto. Es decir, no debemos única­
mente suponerle al sujeto que participa en la investigación su capaci­
dad, sino que tenemos que comprobar que la ejercita correctamente y
que ha comprendido perfectamente en qué consiste su participación
en el estudio.
Asimismo, es im portante señalar que el consentimiento inform a­
do no tiene siempre la forma de un documento escrito. Puede no ser
prudente o, simplemente, resultar innecesario, exigir un formato tan
rígido y estático. Del mismo modo, el consentimiento informado no
tiene por qué ser completado de una vez por todas. Se debe huir de la
rigidez que supone un consentimiento no fundado en la propia diná­
mica del trabajo de campo. El consentimiento requiere, por lo tanto,
una elaboración dinám ica y procesual, puesto que si los objetivos del
proyecto pueden ir cam biando (y lo hacen) en el propio transcurso
del trabajo, las condiciones del consentim iento lo h arán al mismo
tiempo:

Las/los antropólogos tienen la obligación ética de considerar el im­


pacto potencial de su investigación y de comunicar y difundir los resul­
tados de la misma. También deben considerar este asunto como priori­
tario, tanto antes de comenzar su trabajo, como a lo largo de todo el
proceso de investigación. Antes de decidir emprender la investigación,
podría ser necesario negociar explícitamente con los socios y participan-
LOS PRINCIPIOS ÉTICOS BÁSICOS DE LA ANTROPOLOGÍA COMO DISCIPLINA

tes en la investigación acerca de la propiedad y el acceso a sus datos


personales y de la divulgación de los resultados (AAA, 2).

No obstante, no se debe descartar ninguna de las posibilidades (escri­


to, grabado, oral), y éstas deben adaptarse al contexto en el que se trabaja
y a sus participantes. El contexto y experiencia del antropólogo modula­
rán las decisiones que haya de tomar, en un sentido u otro, con el fin de
conseguir el objetivo fundamental: informar convenientemente a la per­
sona con la que se trabaja sobre los objetivos de la investigación y su de­
sarrollo, así como explicitar tanto el papel que juegan dichos sujetos en la
consecución de dichos objetivos, como los apoyos financieros o académi­
cos de que depende dicho trabajo. No debe tampoco olvidar proteger los
datos e información facilitada por los participantes, así como informar
de la forma en que se va a hacer pública la información que han consen­
tido publicar.
Un consentimiento informado consta de una parte dedicada a la
información, en la que se deben incorporar los datos del proyecto nece­
sarios para que el sujeto comprenda qué es lo que se va a investigar, en
qué consiste su participación, de qué modo se van a proteger sus datos
personales (grado de confidencialidad), cuáles son los objetivos del
proyecto, quien financia la investigación y en qué condiciones... Cuanto
mayor sea el detalle de la información y su relevancia, mejor será la
calidad del consentimiento que el sujeto de investigación otorgue al
proyecto. No hay que olvidar tampoco que hay sujetos considerados
particularmente vulnerables, y que la ley exige que deben ser especial­
mente protegidos: los menores de edad (son sus padres o tutores los
que deben dar el consentimiento); las personas incapaces (el consenti­
miento depende de sus padres o sus representantes jurídicos). En cual­
quier caso, los datos personales de todos los sujetos deben ser rigurosa­
mente confidenciales y, en el caso de que lo requieran, completamente
anónimos.
Como ejemplo, el Comité de Bioética de la Universidad Nacional de
Educación a Distancia señala como modelo básico de consentimiento
informado, el siguiente2:

2 h ttp ://p o r ta l.u n e d .e s /p o r ta l/p a g e ? _ p a g e id = 9 3 ,5 5 9 4 6 3 ,9 3 _ 2 0 5 4 6 1 7 6 & _ d a d = p o r ta l&


schema=PORTAL
É tica y A ntropología

Hoja de Información sobre participación en proyecto de investigación y/o experimentación

Título del Proyecto..........................................................................................................

Autorizado por el (Ministerio, Comunidad, e tc .)............................................................................

La legislación vigente establece que la participación de toda persona en un proyecto de investiga­


ción y/o experimentación requerirá una previa y suficiente información sobre el mismo y la presta­
ción del consentimiento por parte de los sujetos que participen en dicha investigación/experimen-
tación. A tal efecto, a continuación se detallan los objetivos y características del proyecto de
investigación arriba referenciado, como requisito previo a la prestación del consentimiento y a su
colaboración voluntaria en el mismo:

1. OBJETIVOS:

2. DESCRIPCIÓN DEL ESTUDIO:

3. POSIBLES BENEFICIOS:

4. POSIBLES INCOMODIDADES Y/O RIESGOS DERIVADOS DEL ESTUDIO:

5. PREGUNTAS E INFORMACIÓN:

6. PROTECCIÓN DE DATOS (Este párrafo debe figurar sólo en los supuestos en los que el pro­
yecto afecte a datos de carácter personal): Este proyecto requiere la utilización y manejo de
datos de carácter personal que, en todo caso, serán tratados conforme a las normas aplica­
bles garantizando la confidencialidad de los mismos.

La participación de este proyecto de investigación es voluntaria y puede retirarse del mismo en


cualquier momento.

Y para que conste por escrito a efectos de información de los pacientes a los que se solicita su par­
ticipación voluntaria en el proyecto antes mencionado, se ha formulado y se entrega la presenta
hoja informativa

En ............................. a ... d e ............................ de

Nombre y firma del Investigador/a principal


LOS PRINCIPIOS ÉTICOS BÁSICOS DE LA ANTROPOLOGÍA COMO DISCIPLINA

Hoja de Consentimiento Informado

D./D.a ...................................................................................................................................................................

He leído la hoja de información que se me ha entregado, copia de la cual figura en el reverso de este
documento, y la he comprendido en todos sus términos.

He sido suficientemente informado y he podido hacer preguntas sobre los objetivos y metodología
aplicada en el proyecto de investigación (título del proyecto)

............................................................................................................................ que ha sido autorizado por


(Ministerio, Comunidad, etc.)

y para el que se ha pedido mi colaboración.

Comprendo que mi participación es voluntaria y que puedo retirarme del estudio,

• cuando quiera;

• sin tener que dar explicaciones y exponer mis motivos; y

• sin ningún tipo de repercusión negativa para mí.

Por todo lo cual, PRESTO MI CONSENTIMIENTO para participar en el proyecto de investigación


antes citado.

E n .............................................. a ...... d e ...................... d e ......................

Fdo.

Como vemos, el Consentimiento Informado es un pilar esencial del


trabajo con sujetos humanos. No obstante, no siempre ha sido así. La acu­
sación de Patrick Tierney al médico y genetista James Neel y al antropólo­
go Napoleon Chagnon, ha sido recientemente motivo de discusión sobre si
se vulneraron tanto el principio de autonomía como el de no maleficen­
cia, en su trabajo con los Yanomami3. Tierney acusó a Neel y a Chagnon
de experimentar con los Yanomami durante los años 60, y mantuvo que
se les vacunó en varias ocasiones, bajo el pretexto de curar supuestas en­
fermedades cuando, en realidad, lo que guiaba dicha práctica era la cu-

3 Un am plio análisis de las tesis de T iern ey (Darkness in El Dorado: How Scientists and
Journalists Devastated the Amazon, 2000) en Stephen N u gen t, «The Yanomani. Anthropological
discourse and ethics», en The Ethics o f Anthropology. Debates and dilemmas, Pat Caplan (ed.), USA-
Canada, Routledge, 2003, pp. 77-95. A sim ism o, D. G lenn , «Anthropological A ssociation s Report
Criticizes Yanom ani Researchers and Their Accuser», Chronicle o f Higher Education, 2 (2002).
É tica y Antropología

riosidad científica. Para el periodista, los investigadores no dudaron en


olvidar sus responsabilidades para con los Yanomami en pos del éxito
académico. Esta acusación fue analizada por la AAA, que reconoció que
los investigadores no explicaron suficientemente algunos aspectos de su
trabajo, como el hecho de que ciertas donaciones de sangre no tendrían
un efecto positivo para la salud de los donantes. Es decir, el consentimien­
to informado fue insuficiente. No obstante, la asociación mantuvo que no
había pruebas reales que sustentaran las acusaciones de conductas no
éticas graves, como pretendía Tierney, quien acusaba a los investigadores
de asesinato, a consecuencia de la práctica médica realizada durante el
trabajo de campo4. Como vemos, la mediación de la AAA muestra lo grave
del caso, puesto que la acusación de una experimentación con seres hu­
manos no regulada, ni consentida, implica que se está incumpliendo el
principio básico del marco ético de todo antropólogo: proteger y no dañar
la comunidad estudiada (no maleficencia). La puesta en cuestión de la
autonomía, se discute únicamente en segundo lugar, en tanto necesidad
de introducir el consentimiento informado en el trabajo de campo.
Ahora bien, el principio de autonomía también se aplica al investigador,
no solo al sujeto que participa en la investigación. Es decir, hemos de reco­
nocer que el antropólogo, en la práctica de su trabajo, también ejerce su
autonomía, independencia de juicio y elección —no nos referimos aquí al
antropólogo como sujeto ético, sino como miembro de una disciplina que
debe someterse a principios éticos concretos—. Hemos de suponer que el
antropólogo tiene una responsabilidad con su trabajo, y que esa responsabi­
lidad descansa en la decisión autónoma sobre qué principios asumir como
directrices de su investigación, o sobre quienes y de qué forma influyen en
su trabajo, si nos referimos a sus fuentes de financiación. Según la FAAEE:
Los profesionales de la Antropología o quienes se adhieran a la
disciplina reivindican que en la práctica específica de su profesión:
1. Se respete su capacidad de definir libremente y sin censura insti­
tucional, política, ideológica o programática, el enfoque temático,

4 R ecientem ente, el portal Edge ha preparado unas entrevistas/discusiones sobre la obra de


N ap oleon Chagnon y su trabajo con los Yanom am i, en las que el autor discute su trabajo con Steven
Pinker (profesor del Dpto de P sicología de Harvard), Richard W rangham (profesor de Antropología
biológica en Harvard), Daniel D ennet (profesor de F ilosofía y Co-director del Center for Cognitive
Studies-Tufs University) y David H aig (Profesor de B iología en Harvard). Están en inglés y hay trans­
cripción escrita: Blood is their argument.
LOS PRINCIPIOS ÉTICOS BÁSICOS DE LA ANTROPOLOGÍA COMO DISCIPLINA

los planteamientos teóricos-metodológicos y la orientación bási­


ca, aplicada y activista. Al mismo tiempo, los antropólogos y las
antropólogas se comprometen a que dichas elecciones temáticas,
teóricas, metodológicas y de orientación consideren y den priori­
dad a la protección y el bienestar de los individuos y colectivos
que son sujeto de la investigación.
2. Se respete su compromiso de confidencialidad y anonimato de las
personas con las que trabaja.
3. Se preserve el derecho de autoría y publicación de los hallazgos
de investigación, aún cuando el trabajo constituya un encargo de
organismos públicos o privados o sea parte de una investigación-
acción. (FAAEE: Preámbulo).

En el mismo sentido, puede decidir si diseñar su investigación de un


modo más neutro o más política y socialmente comprometido. En este
caso, tendrán que lidiar con un nuevo principio, el de beneficencia.

6.3. BENEFICENCIA

La antropóloga Margarita del Olmo, siguiendo a Sonyini Madison


(Critical Ethnography), se pregunta:
¿Cómo puede contribuir nuestro trabajo de manera más significativa
a la equidad, a la libertad y a la justicia en términos de en qué lugar y
con qué propuesta de intervención?5.

Según la mayoría de los autores, a diferencia de la no maleficencia, la


beneficencia supone una acción positiva. No se trata sólo de evitar el
daño, sino de promover el bien. Es obligatorio actuar de modo no malefi-
cente (no dañar) con el sujeto de investigación, pero no es exigible que
actuemos de m anera beneficente, favoreciéndoles de algún modo.
Ciertamente, la Antropología aplicada propone una mayor implicación
5 M. d e l O l m o , «Conflicto de intereses. Una reflexión en el curso de un trabajo de cam po en la
escuela», Dilemas éticos en Antropología, p. 92.
É tica y Antropología

socio-política del investigador y, por tanto, una mayor generalización de


dicho principio cuando afirma que:
El compromiso ético de la investigación-acción implica el cambio
social democratizante y la investigación es distinta en países pobres y
empresas multinacionales. Así, la meta de la investigación-acción no es
construir feudos académicos y consultorías, sino promocionar el cambio
social democrático y sustentarlo6.

En el mismo sentido, la FAAEE señala este compromiso de un modo


muy genérico, puesto que el beneficio social al que aluden no es fácil de
definir:
[L]os y las antropólogas consideran que su trabajo y sus prácticas de
investigación deben siempre y, por encima de todo, redundar en un bene­
ficio social lo más amplio posible. El trabajo antropológico se comprome­
te a la defensa de la integridad profesional, independientemente de que
ésta se contextualice en una posición de ‘neutralidad valorativa’ o bien
desde un trabajo comprometido en la transformación social. En ambos
casos, el rigor y la honestidad serán principios inexcusables, haciendo
siempre explícitas las limitaciones de nuestras metodologías e interpre­
taciones, e interviniendo contundentemente ante posibles falsificaciones
o banalizaciones de nuestro trabajo que puedan tener implicaciones
para la Antropología y los participantes de nuestro trabajo (FAAEE, IV).

Pero definir en abstracto el principio de beneficencia es complicado.


Lo que entendemos por hacer el bien, lo que creemos que favorece a una
persona o grupo, depende de la idea de bien que manejamos y, por tanto,
de la doctrina ética y política que se asuma. Según esto, ¿habría que pre­
guntarle a la persona o comunidad lo que consideran un bien para ellas
y actuar en consecuencia? ¿O sería mejor establecer algún bien que se
pueda generalizar y aplicar a todo el que se encuentra en circunstancias
parecidas? Más aún, podríamos pensar que nuestra propuesta no debe­
ría ser del todo ajena a la idea de bien y a la interpretación del beneficio
6 M. J. B uxó Rey, «Antropología aplicada», en Introducción a la antropología social y cultural.
Teoría, método y práctica, C. Lisón Tolosana (ed.), Madrid, Akal, 2007, pp. 339-355, p. 346.
LOS PRINCIPIOS ÉTICOS BÁSICOS DE LA ANTROPOLOGÍA COMO DISCIPLINA

que tenga el sujeto que participa en la investigación o comunidad. En


este sentido, la AAA señala:
Los/las antropólogos/as pueden elegir vincular su investigación a la
promoción del bienestar, a la crítica social, o a la denuncia. Como ocurre
en todo trabajo antropológico, las decisiones acerca de qué ha de hacer­
se para mayor beneficio de terceros, o qué tipo de esfuerzo es necesario
para mejorar el bienestar ajeno, están valorativamente cargadas y deben
surgir de una discusión constante con las personas involucradas.
Asimismo, el trabajo antropológico debe ser consecuencia de un análisis
prudente y meditado acerca de las consecuencias e impactos no inten­
cionados y a largo plazo sobre individuos, comunidades, identidades,
patrimonio tangible y no tangible, así como sobre el entorno (AAA, 1).

El recordatorio que hace la AAA sobre la necesidad de negociar con la


comunidad que se estudia sobre los beneficios implicados en el trabajo,
supone admitir que el antropólogo no debe suponer que sabe mejor lo
que conviene a la comunidad que el grupo mismo. A pesar de sus buenas
intenciones, esa actitud también implicaba una carga considerable de
autoritarismo y paternalismo que, hoy día, la disciplina pretende corre­
gir. La conocida investigación de J. Spradley nos sirve para ilustrar esta
idea. En su trabajo comenzó por interesarse por el estudio del Centro de
Tratamiento del Alcoholismo de Cedar Hill, en Seattle, Washington, en el
que se trabajaba con algunos de los alcohólicos que eran detenidos por
embriaguez, con el objetivo de reinsertarles y ayudarles a eliminar su
adicción. Por esa razón, se contaba con la participación del sheriff que
custodiaba dichos presos. La idea básica del proyecto consistía en probar
que la cárcel no ayudaba a frenar la adicción al alcohol, como presupo­
nía la ley por la que, invariablem ente, se detenía y condenaba a
unos 10.000 alcohólicos al año en Seattle. Esta ley trataba el síntoma, no
la causa, según el autor. Sin embargo, el trabajo realizado durante meses
con los propios alcohólicos, cambiaron los objetivos del trabajo de modo
radical. Las quejas de estos hombres sobre las condiciones de su encarce­
lamiento y detención, hicieron que la investigación se concentrase en los
problemas que conllevaba el cumplimiento de la condena: los detenidos
se quejaban de que les robaban el dinero con el que ingresaban en la cár­
cel, denunciaban malos tratos, e insistían en las pésimas condiciones de
las celdas en las que los hacinaban. Este hecho, hizo que el antropólogo
É tica y A ntropología

trasladara el interés de su investigación desde la reinserción y el trata­


miento, a la encarcelación y sus consecuencias. La propia redefinición
del beneficio se reorientó en relación a los propios intereses de los afecta­
dos, como vemos.
Más aún, para Spradley, su trabajo conllevaba no solo redefinir los
objetivos sino la propia publicidad que se diera a los mismos: si se entre­
gaban los resultados a la comunidad científica y se publicaban en una
revista especializada, su repercursión sería mínima; si, por el contrario,
se publicaban en un periódico, su impacto social sería inmediato y mu­
cho más beneficioso para el grupo estudiado. Spradley estaba convendi­
do de que, únicamente modificando la opinión pública, podría esperarse
que se declararan inconstitucionales las leyes que perjudicaban a los al­
cohólicos e impedían su reinserción. En sus propias palabras:
Lo que está en disputa es si la cárcel es terapéutica o no; la decisión
del Tribunal Supremo se basó, en parte, en la asunción de que encerrar
a un borracho tiene un valor terapéutico para él. En vista de esta opi­
nión, y del hecho de que mucha gente pretende que las cárceles son te­
rapéuticas, creí que deberíamos escuchar a quienes han sufrido repeti­
damente la encarcelación por embriaguez pública7.

Por tanto, el principio de beneficencia depende del marco de justicia


(y su aplicación política y legal) que adoptemos y, además, debe ser arti­
culado siempre con el principio de autonomía del sujeto estudiado.
Aunque dicha articulación no siempre es posible y es más compleja de lo
que podemos pensar. El ejemplo de Wendy James, en relación a los Uduk
de Bonga, nos ayudará a comprender esta dificultad. Los Uduk fueron
desplazados a campos de refugiados en Etiopía durante la guerra civil
que asoló Sudán en los años 80. Con este desplazamiento, Naciones
Unidas quiso asegurar comida y refugio a esas gentes, en función de dos
los principios básicos que animaban su programa de justicia: la priori­
dad de la dignidad de la persona y la creencia en la capacidad de mejora.
Como consultora y antropóloga, el papel de James consistió en intentar
arm onizar los deseos de Naciones Unidas y de los refugiados, que no
siempre eran coincidentes. Por ejemplo, para Naciones Unidas —y para
7 Cf. J. Spradley, «Jaleo en la celda. Ética en el trabajo de cam po» en Lecturas de Antropología
social y cultural, H. Velasco (com p.), Madrid, UNED, 1995, pp. 199-213, p. 213.
LOS PRINCIPIOS ÉTICOS BÁSICOS DE LA ANTROPOLOGÍA COMO DISCIPLINA

el gobierno etíope— era primordial el control de la natalidad, pero no así


para los Uduk, que aducían que ya habían perdido mucha de su gente en
la guerra como para ahora controlar el nacimiento de nuevos miembros.
Otro aspecto aún más delicado era la propia guerra: ¿cómo hablar de
bienestar o mejora personal a gentes que han perdido a sus seres queri­
dos, a sus compatriotas, a los que se les ha privado de su derecho a vivir
en su tierra?
El discurso de los «derechos humanos» es más obviamente aplicable
y pertinente en situación de grandes contrastes y, por supuesto, se vuelve
en ellos más transparentemente político y conectado a una versión de la
teoría social. De hecho, sin «derechos», que, por definición, tienen que
ser garantizados por algún tipo de «todo social», ¿es razonable seguir
hablando de la posibilidad del bienestar?8

Como vemos, el marco que da sentido a estos proyectos beneficentes


es el de justicia. Pero ¿de qué forma definir la justicia? ¿Cómo decidir si
algo es una virtud o un vicio? ¿La definición de justicia debe ser conse­
cuencia de una esencia natural, de una negociación colectiva o de una
decisión individual?

6.4. JUSTICIA

Una forma rápida de describir el objetivo de la teoría de la justicia, es


en función de los criterios de redistribución de bienes, ingresos, dere­
chos, deberes u oportunidades que establece. Así, unas doctrinas propo­
nen una igualdad sin determinaciones o diferencias, otras definen la jus­
ticia en relación a la necesidad (a cada cual según sus necesidades), hay
quienes la ponen en relación con el mérito, o quienes lo hacen en relación
al esfuerzo. Tampoco hay un única versión de la instancia en la que recae
llevar a cabo esta redistribución. ¿El Estado debería promocionar ciertas
virtudes (consensuadas conjuntamente por sus ciudadanos), o debería
dejarse a cada cual la libertad de elegir por sí mismo qué idea de vida
buena practicar? ¿No sería más razonable dejar que el propio mercado
8 W endy J a m e s , «Well-Being: In W hose O pinion, and W ho Pays?», en Culture and Well-Being.
Anthropological Approaches to Freedom and Political Ethics, Alberto Corsin (ed.), London, Pluto
Press, 2008, pp. 69-79, p. 78.
É tica y Antropología

«decida» cuál es la redistribución más adecuada (a cada cual según la


oferta y la demanda)? Como hemos dicho, no hay una única forma de
entender el bien, la igualdad o la felicidad, pero es inevitable decidir so­
bre cuál es la mejor manera de vivir conjuntamente. Las teorías de la
justicia más extendidas actualmente son las utilitaristas, libertarias,
igualitaristas y las republicanas. Veamos un poco detenidamente qué
propone cada una de ellas9.
Fundado por Jeremy Bentham (1789) y popularizado por John Stuart
Mill (1861), el utilitarismo defiende que, en todas nuestras decisiones, he­
mos de buscar la máxima felicidad para el mayor número de personas
posibles. De ese modo, las acciones, las políticas y las instituciones no se
juzgan en función de su naturaleza (de lo que supuestamente son), de las
intenciones que las inspiran, o de los deberes que cumplen, sino que son
evaluadas en función de las consecuencias que se derivan de ellas. Así, el
bien de los individuos es identificado con su nivel de bienestar —la única
consecuencia que debe ser tenida en cuenta— que, a su vez, se define en
términos psicológico-hedonistas: toda persona busca maximizar el pla­
cer y evitar el dolor. Dicho de un modo contemporáneo: toda persona
busca la satisfacción de sus preferencias.
Para los utilitaristas, no existe ninguna diferencia cualitativa entre
preferencias, toda elección es defendible y valiosa en sí misma, sin im­
portar el contenido a que remita. Esto significa que los derechos funda­
mentales son justos sólo si las consecuencias de la defensa de dichos de­
rechos (libertad religiosa, igualdad de hom bres y m ujeres, no
discriminación en función del color de la piel, prohibición del trabajo
infantil...), maximizan el bienestar general, nunca por sí mismas.
Ahora bien, ¿estaríamos de acuerdo en emplear cualquier medio para
conseguir el fin de la mayor felicidad para la mayoría? ¿Aceptaríamos
como bueno cualquier cosa por ser preferida por la mayoría? Imaginemos
que la policía ha capturado a un terrorista cuyos planes consistían en
poner cargas de dinamita en Toledo en plena Semana Santa. Sabemos
que no actuaba solo. ¿Aceptaremos emplear la tortura para conseguir
para que revele el paradero de sus compinches y así salvar a cientos de
9 En las conferencias de M ichael S a n d el se encuentran explicaciones m ás detalladas y ejem pli­
ficadas sobre las distintas propuestas de justicia actuales y sus puntos débiles. Un desarrollo en
español en su libro Justicia, Barcelona, D ebolsillo, 2012.
LOS PRINCIPIOS ÉTICOS BÁSICOS DE LA ANTROPOLOGÍA COMO DISCIPLINA

personas? El dolor de una sola persona contra cientos de vidas. Si pudié­


ramos hacer que confesara torturando a sus hijos, ¿lo haríamos o con­
trataríamos a alguien para que lo hiciera? Solemos imaginar que estas
acciones esconden venganza o la imposición de modelos alternativos (re­
ligiosos o políticos), pero ¿y si el terrorista lo que pretende es que el país
a quien destina sus bombas, deje de m andar soldados a su tierra para
masacrar a sus compatriotas o a sus correligionarios?10.
Por su parte, la doctrina libertaria (liberal) considera que la idea fun­
damental que rige un sistema justo, es la libertad en sus dos acepciones,
personal y de mercado, ambas ligadas al concepto de propiedad. En pri­
mer lugar, la libertad personal supone que toda persona tiene un derecho
de propiedad sobre su cuerpo y, en función de esto, puede vender o alqui­
lar sus talentos, arruinar su salud o poner fin a su vida. Suponen que
proteger a las personas de sí mismas es puro paternalismo; están en con­
tra de la legislación moral que promueve determinadas virtudes o con­
vicciones, mediante la fuerza coercitiva de la ley (no hay justificación
contra las leyes anti-droga); y condenan de plano los impuestos, excepto
para financiar instituciones mínimas (como los tribunales de justicia o
el ejército). Los impuestos son considerados como coacción, pues impli­
can que el Estado tiene derecho a obligar a sus ciudadanos a trabajar
gratis para él: si soy mi propio dueño, también debo serlo del fruto de mi
trabajo. Además, entienden que el Estado deberá ser mínimo, su único
papel no iría más allá de garantizar que los bienes que las personas de­
sean (salud, educación, protección...) estén disponibles, sin asumir que
debe administrarlos por como institución.
Para el igualitarismo, no obstante, un sistema es justo siempre que haya
igualdad en la libertad. Según el igualitarismo, la desigualdad es el punto
de partida de toda comunidad humana, es decir, partimos del hecho de
que no todo el mundo es libre en el mismo grado y, algunos, no lo son en
absoluto: unos pertenecen a la etnia dominante, otros son enfermos cróni­
cos; unos son religiosos, otros son pobres; unos son políglotas, otros anal­
fabetos. Sabemos, por lo tanto, que somos diferentes, por lo que una socie­
dad justa no debería fundarse en nuestras preferencias o convicciones
(como pretenden los utilitaristas), ya que estas se apoyan en esas diferen-
10 Una película que recorre estos dilem as de u n m od o m uy gráfico es Unthinkable (Amenazados)
de 2010.
É tica y A ntropología

cías de partida. Ahora bien, ¿cómo remontar estas diferencias para ofrecer
igualdad de oportunidades para todos? Un sistema justo debería partir de
una negociación en la que nadie esté en peor situación que otro, algo que
no ocurre en los intercambios reales. No obstante, es posible pensar de
modo teórico un pacto originario en que eso sí podría ocurrir, o poner ese
criterio como marco desde el que medir cualquier negociación o contrato.
Esta es la función de la teoría del pacto clásica.
Una propuesta actual pactista es la de John Rawls, que propone pen­
sar la negociación política bajo un velo de ignorancia, según el cual, na­
die conoce su posición social, familiar, económica, o cuál es el talento
que le define y, por lo tanto, negocia desinteresadamente una idea de
bien común para todos. Puesto que nadie sabe qué lugar ocupa en la
sociedad, lo lógico sería que todos actuasen racionalmente, eligiendo
principios que sirvan para proteger a las minorías más desfavorecidas,
puesto que uno puede encontrarse entre ellas. O lo que es lo mismo, lo
racional sería elaborar un sistema que corrija tanto el azar que guía la
distribución injusta de la renta —fruto azaroso de la mano invisible del
mercado—, como el azar que presupone la meritocracia —fruto de la
lotería genética—. Si este fuera el modo de proceder en la negociación
del reparto de bienes, se puede contar con que se establezcan acuerdos
lo suficientemente imparciales como para poder llam arse justos. La
equidad, la igualdad en la ignorancia del lugar que ocupamos cuando
negociamos (si somos ricos o parados, mujeres, hombres o ancianos...),
determina la imparcialidad del resultado. La justicia es consecuencia de
la combinación entre equidad e imparcialidad.
Muchos aceptaríamos remediar las desventajas sociales y económicas
ofreciendo correctivos, como una educación primaria y secundaria uni­
versales, o una sanidad con una cobertura lo más amplia posible, por
ejemplo. Ahora bien, una cosa es corregir la desigualdad material que pro­
voca el contexto social y el mercado, y otra corregir las diferencias genéti­
cas, como ser más alto, tener más capacidad pulmonar o un oído absoluto.
Corregir estas ventajas ¿no implicaría castigar a la gente que nace con de­
terminados talentos? La respuesta de Rawls pasa por alentar el desarrollo
de los talentos con los que cada uno nace (no igualarlos por abajo), a con­
dición de que la comunidad disponga de medios con los que exigir a los
más favorecidos que compartan sus resultados con aquellos que lo son
LOS PRINCIPIOS ÉTICOS BÁSICOS DE LA ANTROPOLOGÍA COMO DISCIPLINA

menos. ¿Pero no es esto injusto? Si alguien se ha esforzado en desarrollar


su talento musical hasta convertirse en un violinista virtuoso ¿es justo que
ahora se le pida que comparta los frutos de ese esfuerzo? Sí, hasta cierto
punto, puesto que no hay que olvidar que parte del esfuerzo está influido
por componentes de partida que, de nuevo, son azarosos. Si uno nace en
una familia de grandes chefs será más fácil que termine cocinando mejor
que la media. Muchas de nuestras capacidades se desarrollan únicamente
si hay un contexto adecuado para ello. De poco servirá que un niño mues­
tre interés por la lectura, si vive en una casa sin libros y sus padres no le
animan a visitar las bibliotecas públicas. Pero si nace en el seno de una
familia de ávidos lectores, su capacidad e interés se multiplicarán, lo que
influirá en su rendimiento escolar general. De igual modo, los méritos se
ven influidos por la sociedad, por lo que ésta decide premiar o ignorar. Si
los futbolistas de élite o los propietarios de emporios de moda ganan for­
tunas, ¿es exclusivamente por su propio esfuerzo y valía, o porque la socie­
dad en la que viven premia de modo desmesurado el fútbol, y promociona
en exceso el consumismo (la ropa de usar y tirar, de temporada)? Al acep­
tar que nuestro éxito no es solo nuestro, nos sentiríamos más responsables
de aquellos que se quedan fuera del reparto, y alentaríamos la solidaridad,
la redistribución de una parte de nuestros ingresos entre los más desfavo­
recidos, mediante un adecuado sistema fiscal.
La justicia para los igualitaristas es, por lo tanto, el principio que ha
de regir las instituciones, que busca corregir las desigualdades y redistri­
buir oportunidades y riqueza. Ahora bien, ¿qué virtudes ciudadanas son
las más adecuadas para sostener el compromiso socio-político? El repu­
blicanismo entiende que hay que favorecer la aparición o consolidación
de virtudes personales, que perm itan que los ciudadanos propicien la
creación de leyes que favorezcan la libertad para todos. Otros prefieren
que dichas virtudes sean incentivadas por las instituciones, pues es la
escuela, el Estado, los tribunales los que deberían enseñar de qué modo
ha de comportarse un ciudadano. Félix Ovejero, por ejemplo, insiste en
la participación política y la democracia directa, como garantía de la
elaboración de la ley justa, pilar de la libertad:
La ley (justa) es la garantía de la libertad, de que nadie estará some­
tido a la voluntad arbitraria de nadie. Ley justa que sólo puede ser el
resultado de una democracia máximamente participativa embridada
É tica y Antropología

—en sus posibles derivas tiránicas— por una deliberación que, a su vez,
requiere de la virtud cívica. Para el republicanismo, muy sumariamente,
la democracia no deriva en tiranía cuando es resultado de un proceso
deliberativo que sólo es realmente correcto cuando se asegura la máxima
participación, que, a su vez, requiere de la virtud ciudadana. Una demo­
cracia de esa naturaleza asegura una ley justa que es la que impide la
dominación arbitraria de la voluntad de los otros, el valor más importan­
te para el republicanismo".

Javier Peña, sin embargo, no considera la participación política como


suficiente, a la hora de definir la virtud republicana. La virtud cívica no
sólo implica que se desarrolle la libertad a través de una ciudadanía acti­
va —que se concreta históricamente en diferentes formas de participar
en la vida pública—, sino que supone una opción moral previa: la toma
de partido consciente por el autogobierno, la defensa del control sobre la
propia vida, sobre nuestros proyectos vitales. Si bien solo en convivencia
podemos garantizar la seguridad necesaria para llevar a buen términos
nuestros proyectos personales, éstos cobran sentido a través de la elec­
ción autónoma y consciente de nuestras propias metas. La virtud cívica
debe interpretarse como verdadero fundamento de la autonomía moral:
La libertad política republicana está ligada al gobierno de sí mismo:
la libertad como no dominación, como autogobierno en la esfera públi­
ca, es realmente apreciada por quien estima el gobierno de su vida. La
libertad interior, el gobierno de sí mismo, nutren el amor a la libertad
que sostiene la república112.

Muchos señalan que, para que esta libertad sin dominación sea efecti­
va, tiene que estar basada en una igualdad material real (capacidades y
recursos), por lo que insisten en que la única forma de que la ciudadanía
republicana sea real, es que tenga alguna base económica asegurada, de
ahí que promuevan el salario mínimo universal. Como vemos, el republi­
canismo, como no podía ser de otro modo, no se define de forma unívo­
ca. Ahora bien, sea que quieran hacer ciudadanos virtuosos para conso­
lidar instituciones justas, o que sean las instituciones las que modelen
11 Félix O vejero, «R epublicanism o com o virtud», Isegoría 33 (2005), pp. 99-125, p. 121.
12 Javier Peña, «Ciudadanía republicana y virtud cívica»en Republicanismo y democracia, A.
D om énech, María Julia B ertom eu y Andrés de Francisco, M iño y Dávila, 2004, pp. 231-256, p. 251.
LOS PRINCIPIOS ÉTICOS BÁSICOS DE LA ANTROPOLOGÍA COMO DISCIPLINA

ciudadanos virtuosos, el objetivo del republicanismo no implica elaborar


un elenco de virtudes que tengan por única finalidad hacer ciudadanos
más felices o satisfechos, sino favorecer la creación de virtudes públicas.
El bien y la felicidad se entienden vinculados a lo social, no de modo ex­
clusivamente individual.

6.4.1. El principio de justicia y el tráfico de órganos

Las teorías sobre la justicia pueden resultar un tanto abstractas cuan­


do únicamente mencionamos sus modelos filosófico-políticos. La mejor
forma de ver cómo se comportan en la práctica es someterlos al mismo
ejemplo. Hemos elegido uno particularmente importante para el trabajo
antropológico actual: el tráfico de órganos13.
Los defensores de la liberalización del mercado de órganos, alegan lo
siguiente: si es posible vivir sin determinados órganos, y si está permiti­
da la donación, ¿por qué razón prohibir su venta, cuando la demanda es
mucho más alta que la oferta? Si pensamos que podemos estar atados a
una máquina de diálisis durante más de 10 años, sin posibilidad de reci­
bir un riñón ¿no haríamos uso del mercado (sea o no negro) para conse­
guirlo? Válvulas, huesos, corazones, riñones, hígados, tendones... Todo es
reutilizable y, por lo tanto, vendible. Ante este panorama, un liberal (uti­
litarista) diría que el vendedor de dichos órganos, tejidos o válvulas tiene
derecho a decidir qué quiere con su propio cuerpo y, además, lo haría
por un fin tan noble como salvar vidas. En el camino, añadiría a su vir­
tud un premio en metálico. Imaginemos ahora que el órgano comprado
no tiene por finalidad salvar otra vida, sino hacer las delicias de un gour­
met tan particular como Hannibal Lecter, y que el vendedor está comple­
tamente de acuerdo en ello ¿nos parecería bien ese contrato?14 Un liber­
tario no tendría argumentos para negarse: uno es propietario de su
propio cuerpo y puede hacer con él lo que se le antoje. Pero no hace falta
radicalizar los ejemplos. Pensemos que la persona que necesita el órgano
es un industrial alemán que tiene sus dos riñones enfermos, y que la ven­
dedora del riñón que le puede salvar, es una mujer del sudeste asiático,
13 Un interesante docum ental de National Geographic sobre el tráfico de órganos, pinchando en
el enlace.
14 N o es un caso m eram ente teórico, sino que recoge la historia del llam ado caníbal de
Rotemburgo: https://es.wikipedia.org/wiki/Arm in_M eiw es
É tica y A ntropología

sin dinero para comer o vivir bajo techo. ¿Estaría asegurada la libertad
de ambos sujetos en este intercambio?
La antropóloga Nancy Scheper-Hughes es una de las más acérrimas
detractoras de la concepción liberal del tráfico de órganos que, como he­
mos dicho, defiende que debe dejarse al individuo decidir sobre su propie­
dad (que incluye su cuerpo: sexo, órganos, genes), a lo que añade que debe­
ría ser el mercado el que fije el alcance y las condiciones de esos
intercambios. Directora de Organs Watch, Scheper-Hughes sostiene que el
mercado de órganos funciona como una especie de apartheid médico glo-
balizado, dividiendo el mundo en donantes y receptores de órganos15. El
problema ético de fondo, se define en base a dos afirmaciones: que todo
puede ser objeto de copra-venta, y que el mercado produce, por sí mismo,
un intercambio justo: uno recibe el dinero que requiere, y el otro el órgano
que necesita. Sin embargo, el contexto en el que se intercambian órganos
por dinero, no tiene nada de equitativo, ni de elección voluntaria. En
Sudáfrica las unidades de investigación de las Universidades públicas de
medicina, retiran válvulas coronarias de los cadáveres de los negros po­
bres para enviarlas a Alemania y Austria. En Estados Unidos se aprovecha
todo de los cadáveres: válvulas de corazón, córneas, fragmentos de hue­
so Cualquier cosa que pueda ser reutilizada y vendida. En Israel, se sigue
la misma práctica con los palestinos: sin pedir el consentimiento informa­
do a los pacientes, se les hace donantes implícitos y se reutiliza o vende
todo lo servible. La excepción a la regla son los cadáveres de los soldados
israelíes, que se devuelven intactos a sus familias (por motivos religiosos).
Por otra parte, si pensamos que en Estados Unidos un trasplante de
corazón supera los 300.000 dólares, y que la lista de pacientes es cada vez
mayor, podemos entender la proliferación de este tipo de mercado y la
aparición de intermediarios. Por ejemplo, la empresa Livers-4-You se
anunciaba en internet del siguiente modo: ¿quiere un donante vivo la se­
mana que viene o un órgano de la morgue en cinco años? Esta empresa
trabajaba en Filipinas y otros países sin designar. Si pueden elegir, los
receptores ya no quieren órganos de gente muerta —no confían en su
15 Medical human rigths project Organs Watch es un grupo vinculado a la Universidad de
Berkeley en California, form ado por antropólogos, m édicos, juristas y un am plio voluntariado,
m onotoriza el m ercado de órganos en el m undo y analiza sus m ecan ism os. N ancy S ch eper-H u ghes
Global Traffic in H um an Organs», Current Anthropology 41/2 (2000): http://pascalfroissart.free.fr/3-
cache72000-scheperhughes.pdf.
LOS PRINCIPIOS ÉTICOS BÁSICOS DE LA ANTROPOLOGÍA COMO DISCIPLINA

buen funcionamiento o les repele la idea de que provenga de un cadá­


ver—, los prefieren frescos, sanos y jóvenes16. Y la búsqueda de esa nueva
mercancía se dirige, como siempre, hacia los países más pobres: en la
India y Brasil, la gente más desesperada vende sus riñones por menos de
1.000 dólares. En Brasil, sólo una declaración formal escrita que señale
que no se es donante de órganos y tejidos, puede evitar que uno se con­
vierta en donante voluntario. Lo más grave es que, en ocasiones, si una
pasa por quirófano para quitarse un quiste en un ovario, puede salir del
hospital sin un riñón. En la India, se piensa ya en términos de órganos
sobrantes, aquellos que pueden ser vendidos para pagar deudas familia­
res: uno puede vivir sin un pulmón o un riñón, por ejemplo17. En
Argentina se roban órganos, sangre y tejidos a personas enfermas que
están recluidas en sanatorios mentales, pero también a los reclusos. En
el psiquiátrico de Montes de Oca, los enfermeros explican que se trata de
una forma de que los internos paguen al Estado por sus cuidados, con­
vencidos de que es así como ocurre en otros hospitales18.
El caso de China es tristemente conocido. Como sus habitantes se
resisten a donar órganos (la creencia en la reencarnación está muy ex­
tendida en determinados lugares de China), la demanda de trasplantes
no puede ser atendida con donaciones voluntarias. Hasta ahora, los do­
nantes han sido forzados: los condenados a muerte. En 2012, Huang
Jiefu, viceministro de Sanidad, se comprometía a que China dejara de
usar los órganos de los condenados a muerte como fuente para trasplan­
tes de órganos. Al fin y al cabo, decía, estas donaciones no son ideales
porque las infecciones por hongos y bacterias de sus órganos son muy
altas, lo que hace que las tasas de supervivencia de los pacientes recepto­
res disminuyan19. En Kosovo, tras la guerra de los Balcanes, se creó una
red que reclutaba a personas en diferentes países y los llevaba a una clí­
nica llamada Medicus, para extraerles órganos a cambio de enormes su­
mas (hasta 130.000 euros), que nunca com partían con los donantes.
16 Aquí un anuncio actual que pide donantes vivos de órganos: http://www.livingdonorsonline.org
17 Las dificultades que supone continuar con el trabajo cotid ian o (agricultura, construcción,
cuidado de hijos) y sus repercusiones en la vida social y la salud del donante son norm alm ente
ignoradas.
18 N ancy S cheper-H u ghes, «The Ends o f the Body: C om m odity F etishism and the Global
Traffic in Organs» SAIS Review 22/1 (2002), pp. 61-80.
19 «China pondrá fin a los trasplantes de órganos de ejecutados en cin co años», El Pais, 23 de
m arzo de 2012.
É tica y Antropología

En 2013, el director de la clínica, su hijo, médicos y anestesistas fueron


condenados a 20 años de prisión por tráfico de órganos, crimen organi­
zado y fraude. La primera sentencia en el mundo que condena a médicos
por estas prácticas20.
Sin embargo, España es líder mundial de trasplantes, con 36 donantes
renales por millón de habitantes y 4.360 pacientes trasplantados, según el
Registro Mundial de Trasplantes21. La lista de espera, sin embargo, es de
más de 5.000 personas. El Código penal español tiene tipificado el tráfico
ilegal de órganos como delito, y lo condena con 12 años de prisión22. El
problema es que el Código señala que es delito traficar con órganos ajenos,
no poner en venta los propios, algo que está considerado una simple in­
fracción administrativa y que, por lo tanto, no impide que, en tiempos de
crisis, aumenten a diario los anuncios de ofertas de órganos en internet23.
Al tráfico de órganos hay que añadir la expansión y aceptación públi­
ca de la medicina turística. Por ejemplo, el Centro Médico de la Universidad
de Maryland anuncia su programa de trasplante de órganos en chino,
hebreo, árabe y japonés y asegura a sus pacientes órganos made in USA.
El dinero no tiene fronteras y constituye el único criterio de la ciudada­
nía médica. Tanto judíos ortodoxos como musulmanes, rechazan los
trasplantes de personas muertas por motivos religiosos, pero aceptan en­
cantados las donaciones en vivo, de ahí que en Israel apenas un 7% de los
ciudadanos sean donantes (frente a un 20-30% estadounidenses). Por
esta razón, el Ministro de Sanidad israelí aprobó la medicina turística
pero en un único sentido: los ciudadanos israelíes pueden ser receptores
de órganos pero no venderlos. En ese país, la compañía que lidera el sec­
tor es Beilinson Medical Center, con contactos en Turquía, Rusia, Moldavia,
Estonia, Georgia, Rumania y Estados Unidos. El coste de un trasplante
de riñón ha pasado de los 120.000 dólares en 1988 a 200.000 en 2001.
Esto incluye el trasplante y el pago a los médicos israelíes, las noches de
hospital, el traslado en avión, y las noches de hotel para la familia acom­
pañante. El donante cobra menos de 5.000 dólares. En 2012, el órgano
20 «El tráfico ilegal de órganos se ceba con K osovo», El País, 4 de m ayo de 2013.
21 España tiene un núm ero de donantes altísim o y es líder m undial desde hace 14 años: http://
w w w .ont.es/D ocum ents/B alance_A ctividad_2015 .pdf
22 h ttp ://w w w .o n t.e s/p r e n sa /N o ta s D e P r e n sa /In tr o d u c c io n % 2 0 e n % 2 0 e l% 2 0 C 0 d ig o % 2 0
Penal% 20del% 20tráfico% 20ilegal% 20de% 20órganos.pdf.
23 «Vendo m i riñón por 8000 euros», El Pais, 31 de julio de 2011.
LOS PRINCIPIOS ÉTICOS BÁSICOS DE LA ANTROPOLOGÍA COMO DISCIPLINA

más valioso era el riñón, que en Estados Unidos se valora en 262 mil dó­
lares, mientras que un hígado se consigue por 157 mil dólares. Un par de
globos oculares se cotizan a 1.525 dólares, y una mano a 385 dólares.
Una arteria coronaria vale 1.525 dólares, un intestino 2.519 dólares y la
piel se vende a diez dólares la pulgada cuadrada24. La opinión de los re­
ceptores encaja perfectamente con las teorías liberales y utilitaristas:
¿Por qué tendría que esperar durante años por un riñón de alguien
que haya sufrido un accidente de tráfico, que quedase atrapado durante
horas bajo un coche, sufriendo luego durante días en una unidad de
cuidados intensivos para, finalmente, después de todos estos traumas,
recibir un trasplante de ese mismo riñón? ¡Ese órgano no va a ser bueno!
O peor aun, podría recibir el órgano de un anciano o un alcohólico, o de
alguien que haya muerto de un infarto. Ese riñón ya ha hecho su traba­
jo. No, obviamente, es mejor recibir el riñón de una persona sana que
pueda beneficiarse del dinero que le pague. Créanme, fui a lugares don­
de la gente era tan pobre que no tenía ni pan para comer. ¿Tienen idea
de lo que un dólar, o 5.000, pueden significar para un campesino? El
dinero que le pagué fue «un regalo de vida» igual al que yo recib í25.

El problema es que ese regalo es, muchas veces, el precio que tiene que
pagar a la mafia un aldeano moldavo por la promesa de un trabajo en
Estambul. Unos 2.000 dólares es su billete de vuelta al pueblo del que le
arrancaron con falsas ofertas laborales. Moldavia es el país más pobre de
Europa y, según su servicio de inteligencia, todos los días hay un moldavo
que vende un riñón a cambio de unos dólares. A quienes han caído en la
trampa de verse obligados a vender sus órganos, sus vecinos no les dan
trabajo y caen en mayor desgracia que las mujeres jóvenes que se dedican
a la prostitución porque consideran que, junto con su riñón, han vendido
su alma. Kuwait, Ornan y Arabia Saudita siguen las mismas prácticas que
los israelíes y envían pacientes a Ttirkia, Irán, Irak, Rumania El tráfico de
órganos sigue la misma ruta que el dinero, que protege a la élite médica de
cirujanos que actúa al margen de la ley con toda impunidad y, por supuesto.
24 http ://in form e21 .com /m ercad o-n egro/12/04/26/cuanto-vale-cad a-parte-de-tu-cuerp o-en -el-
m ercado-negro
25 O pinión de Avraham R., un abogado judío de 70 años, a quien entrevistó Sheper-Hughes:
N ancy Sch ep er-H u gh es «Parts unknown: Undercover ethnography o f the organs-trafficking
underworld» Ethnography 5 (2004), pp. 29-73, p. 46-47. Este artículo supone un resum en m agnífico
de su trabajo y su m etod ología en este cam po.
É tica y Antropología

oscurece el padecimiento de los donantes. Con esto a la vista, es difícil no


estar de acuerdo con los objetivos de Sheper-Hughes:
Al abordar el lado más oscuro del turismo de trasplantes rompo un
largo tabú contra la posibilidad de «conocer» al donante del órgano o re­
conocer el sacrificio invisible de aquellos cuyos órganos, donados, cam­
biados o vendidos, han dado nueva vida o incrementado la vitalidad a
otros. Los donantes de órganos, vivos y muertos, representan un cero so­
cial, político y semiótico, un lugar ideal para que la antropología médica
comience. Al tomar posición en el «otro lado» de la ecuación del trasplan­
te para representar a los donantes silentes o silenciados, intento reconsti­
tuir a los donantes vivos como individuos con derechos, personas más que
proveedores o vendedores de órganos, o cadáveres médicos y material
médico para trasplantes. Ejercitando una opción preferencial por los do­
nantes y vendedores de órganos del mundo, no niego los dilemas de alar­
gar la listas de espera de pacientes que aguardan trasplantes, a los que se
los médicos les han prometido una especie de inmortalidad26.

Como vemos, los datos que hemos presentado, al igual que los argu­
mentos de Sheper-Hughes, se dirigen contra la desigualdad en la que
tienen lugar estos intercambios de libre mercado. Ahora bien, el proble­
ma ético que presenta el tráfico de órganos ¿desaparecería con un con­
trato que fuera equitativo? Recordemos que para los igualitaristas
(Rawls) lo importante es que todo intercambio se de en condiciones de
equidad e imparcialidad. Dejemos de lado la pobreza, la ignorancia, las
prohibiciones religiosas ¿Aceptaríamos que los órganos pueden ser ven­
didos, a condición de que el contrato se estableciera en términos de justi­
cia? Es complicado que la realidad se acomodara a esa posibilidad pero
lo cierto es que, en este caso, al menos teóricamente, los defensores de la
igualdad de oportunidades y del intercambio justo, no tendrían muchos
argumentos para negarse. Sin embargo, la crítica de algunas versiones
del republicanismo, como la de Michael Sandel, señala que, aún en esas
condiciones, deberíamos rechazar ese tipo de intercambios como no éti­
cos. No es únicamente que sean injustos, es que la mercantilización de
nuestro cuerpo supone una corrupción de costumbres, una degradación
de aquello que se vende. ¿Tendrían los donantes de órganos o de sangre
26 N ancy Scheper-H u ghes, «Parts unknown: U ndercover ethnography o f the organs-trafficking
underworld» Ethnography 5 (2004), pp. 29-73, p. 64.
LOS PRINCIPIOS ÉTICOS BÁSICOS DE LA ANTROPOLOGÍA COMO DISCIPLINA

las mismas razones o motivación para llevar a cabo su dación gratuita,


cuando esos mismos bienes se intercambian por dinero? Para Sandel, la
mediación del dinero puede corromper los valores morales, las costum­
bres o las instituciones comunitarias y, por esa razón, debe evitarse mer-
cantiliza determinados bienes, al margen de la equidad e imparcialidad
del contrato que los sujetos establezcan.
Puede que, al estar en España, hablar de corrupción o degradación
de las normas morales por el mercado nos parezca una exageración, pero
en EEUU todo se compra y se vende. Uno puede alquilar la fachada de su
casa o su propio cuerpo (en forma de tatuajes) para anunciar productos;
las novelas o las películas utilizan sus páginas o pantallas para anunciar
los más diversos productos de modo explícito (perfumes, vehículos, pro­
ductos alimenticios, ordenadores...); los estadios públicos de béisbol o
baloncesto están repletos de grandes carteles de publicidad y cambian
sus nombres por los de grandes corporaciones, del mismo modo que
ocurre en las estaciones de metro más concurridas (como en Madrid se
hizo con la estación Sol). El negocio de la publicidad municipal ha pasa­
do de 10 millones en 1994 a 175 millones en 2002. Por ejemplo, en 2003,
Nueva York concedió a Snapple el derecho a vender en exclusiva, durante
cinco años, sus zumos y agua en las escuelas públicas, así como sus bebi­
das calientes (chocolates y tés) en edificios públicos de la ciudad, por 166
millones de dólares. Puesto que ya se ha aceptado la introducción de
corporaciones en escuelas, prisiones o playas (han impreso anuncios so­
bre la propia arena con pintura especial), ahora se están planteando po­
ner vallas publicitarias en parques naturales, puesto que ya se ha hecho
en parques municipales (North Face en Virginia y Maryland o Coca-Cola
en California). Son contextos perfectos, dicen, porque las personas están
en un momento ideal de atención cuando pasean por la naturaleza. Las
instituciones políticas no se libran tampoco del mercado: los grupos de
presión pagan a las personas sin techo de Washington para que hagan
colas por ellos los días de puertas abiertas del Congreso (entrada gratuita
pero limitada de aforo), con el fin de que acaparen entradas en su nom­
bre, dejando fuera al resto de ciudadanos o grupos que, debido a ello, no
consiguen presentar sus propuestas a los senadores.
Pero pensemos en algo que compartimos americanos y europeos: la
mercantilización de los regalos. El regalo implica varias normas morales
É tica y Antropología

como generosidad, reciprocidad, consideración por el otro, esfuerzo, co­


nocimiento de los deseos ajenos, empatia Todas ellas están quedando di­
sueltas o degradadas por la puesta en práctica de la tarjeta regalo. Uno ya
no tiene que perder tiempo pensando qué puede gustarle a su padre para
el día de su cumpleaños, puesto que ya las corporaciones nos señalan
qué oferta cubre una tarjeta regalo concreta. Según los utilitaristas, es
una buena estrategia puesto que todos ganan: el que compra lo hace sa­
biendo que su regalo va a gustar y no va a term inar en el cubo de la ba­
sura o revendido o vuelto a empaquetar como nuevo regalo; el que lo re­
cibe, puede elegir algo que le resulta agradable, dentro del marco fijado
por el precio de la tarjeta. El resultado es que, en conjunto, esas tarjetas
son más eficientes, producen un mayor bien para un mayor número de
personas. Pero ¿realmente es así? ¿Sigue siendo un regalo, en el sentido
que lo entendíamos, como un obsequio que uno no solo paga sino busca
y piensa, en función de lo que espera agrade al otro?
Para los republicanos, las reglas del mercado reemplazan las de la
moral y las hacen menos gratificantes y las corrompen. Si todo se puede
comprar, no solo los más favorecidos tendrán mayor acceso a unos bie­
nes que los menos favorecidos, sino que el propio sentido del bien desa­
parece si es susceptible de compra y venta. Algunos economistas (utilita­
ristas) defienden que la empatia, la generosidad, el altruismo nuestras
normas morales más preciadas, son bienes muy raros y escasos y, por
ello, suponen una reserva moral que debe gastarse (practicarse) exclusiva­
mente entre amigos y familia y no extenderse más allá de ese círculo. La
solidaridad queda reducida a un contexto muy próximo y privado. No
obstante, como señala acertadamente Sandel, las virtudes morales no se
gastan sino que se refuerzan con el uso. Como un músculo que se atrofia
si no se utiliza, las virtudes morales desaparecen de no practicarse27.
No hace falta ser republicano para defender que el dinero corrompe
nuestras normas morales. También el economista conductual Dan Ariely,
analiza en sus trabajos de qué forma el intercambio mercantil no puede
reemplazar ciertas costumbres sociales y, si lo hace, las corrompe. Un
ejemplo del propio autor: cuando un amigo nos invita a cenar, solemos
27 La revisión de M ichael Sandel sobre la m ercantilización de la m oral y su reivindicación del
argum ento de la corrupción frente al de m era justicia para hacerle frente, está recogida en su libro
Lo que el dinero no puede comprar, Debate, 2013.
LOS PRINCIPIOS ÉTICOS BÁSICOS DE LA ANTROPOLOGÍA COMO DISCIPLINA

llevar un vino, un postre, o un pequeño detalle para agradecer la invita­


ción y corresponder a su generosidad. Ahora pensemos en cambiar ese
detalle por un pago en metálico. Lo cierto es que la sorpresa de nuestro
amigo sería mayúscula. No sólo empezaría a preguntarse si realmente la
relación de amistad es lo que era, puesto que pretendemos pagar en me­
tálico su generosidad, sino que, de ser un buen utilitarista, podría pre­
guntarse si lo que pagamos es justo en relación a lo que nos ha ofrecido,
de modo que analizaría en términos mercantiles su invitación, en origen,
altruista. Lo lógico, sin embargo, es que nuestra amistad se debilitara
por corromper la generosidad presente en ese tipo de invitaciones.
Más aún, investigaciones recientes m uestran que el dicho según el
cual el dinero no da la felicidad, es más cierto de lo que pensábamos: lo
que aumenta nuestra vida buena está más ligado al tiempo que pasamos
con amigos, al que dedicamos a nuestra familia, o a labores de volunta­
riado que a los bienes que poseemos. La socialización y la reducción de
horas de trabajo, son indicativos más fiables de felicidad que nuestras
adquisiciones, por muy valiosas que sean en térm inos monetarios.
Además, el dinero que gastamos en experiencias (viajes, aprendizajes de
lenguas, instrumentos musicales, jardinería ) es mucho más satisfacto­
rio que el que destinamos a comprar objetos (coches, casas...)28.
Como vemos, los problemas que presenta la mercantilización de la
vida cotidiana y la moral son innumerables y no se reducen a la discu­
sión sobre el tráfico de órganos, la prostitución o la maternidad subroga­
da (el llamado vientre de alquiler). La teoría de la justicia que uno asu­
ma, modula las respuestas que demos a estas y otras cuestiones. Hemos
de tener esto siempre presente cuando nos enfrentemos a dilemas éticos
en el trabajo de campo.
28 Cassie M ogilner, «The Pursuit o f H appiness: Time, Money, and Social C onnection»,
Psychological Science 21/9 (2010), pp. 1348-1354. Adem ás, la satisfacción o felicidad depende de la
com paración que hagam os con nuestro entorno m ás próxim o, de m odo que nuestra satisfacción no
está causada ún icam ente por nuestra capacidad adquisitiva sino por la m eror capacidad de nuestro
entorno: J. B oyceI, G ordon D. A. B rown I, and Sim on C. M oore, «M oney and H appiness: Rank of
Incom e, N ot Incom e, Affects Life Satisfaction» Psychological Science 21/4 (2010), pp. 471-475. Estos
debates están recogidos en los tres libros que se han traducido de Dan Ariely al español: Las tram­
pas del deseo: Cómo controlar los impulsos irracionales que nos llevan al error. Grupo Planeta (2010);
Las ventajas del deseo: Cómo sacar partido de la irracionalidad en nuestras relaciones personales y
laborales. Grupo Planeta (2011); Por qué mentimos... en especial a nosotros mismos: La ciencia del
engaño puesta al descubierto. Grupo Planeta (2012).

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7
CONFLICTO DE PRINCIPIOS Y DILEMAS
EN EL TRABAJO DE CAMPO

Los principios de no maleficencia-beneficencia, autonomía y justicia,


no siempre pueden ser defendidos al mismo tiempo y en el mismo grado.
Pero tampoco puede darse una única jerarquización entre ellos, que nos
sirva de receta a la hora de enfrentarnos a los distintos dilemas éticos
que presenta el trabajo de campo (a excepción de la primacía de la no
maleficencia, que siempre hay que respetar). Estos principios serán
jerarquizados en función del contexto, del material estudiado y de opcio­
nes ético-políticas del propio antropólogo. Así, algunos m antendrán
opciones más distantes y otros más comprometidas sin que estas tomas
de partido puedan ser completamente explicables en función del objeto
de estudio. Margarita del Olmo nos ofrece un ejemplo en su trabajo1: allí
donde las normas de los alumnos y las de los profesores están en cons­
tante conflicto, ello le supone un problema al antropólogo que estudia el
marco escolar, pues se le suele exigir una toma de postura constante a
favor de unos u otros. Si consideramos que su estudio no trata sobre la
situación de los alumnos en particular, sino sobre las consecuencias de
las políticas de integración en sus vidas, ¿con quién sentirse responsable,
con el alum no, con el profesor, con la Com unidad de M adrid?
Evidentemente, podría hacerse un estudio en el que se barajaran todas
estas responsabilidades al tiempo, pero tal vez el resultado fuera como
un cuadro cubista, donde todas las perspectivas están representadas
pero cuyo resultado no es precisamente comprensible o agradable, según
los casos. Por eso mismo, para Del Olmo, la valoración y el enjuiciamien­
to son inevitables en disciplinas que tratan con sujetos humanos y, por
eso mismo, el conflicto ético está siempre presente. Lo que debe hacerse
no es negarlo o intentar buscar atajos o plantillas para resolverlos, sino
identificar dichos conflictos lo más correctamente posible:
1 N os referim os a su trabajo «Conflicto de intereses. Una reflexión den el curso de un trabajo
de cam po en la escuela», Dilemas Éticos, pp. 77-92.
É tica y Antropología

Pero el hecho de que los dilemas éticos sean contextúales y dependan


de la relación que en cada caso se establece y como consecuencia no
existan respuestas universales para ellos, no nos exime de la
responsabilidad de plantearlos, sino justamente al contrario: tenemos
que hacerlo porque no se pueden anticipar y tampoco presuponer que
están resueltos2.

La Declaración de ética de la AAA, señala:


Los/las antropólogos/as deben sopesar el conflicto ético entre sus
obligaciones (con los participantes en la investigación, estudiantes, cole­
gas, empleadores y patrocinadores, entre otros), aunque, normalmente,
sus obligaciones primarias recaen sobre los participantes en la investiga­
ción. En este sentido, los deberes respecto a poblaciones vulnerables son
especialmente importantes. Estas diferentes relaciones pueden entrar en
conflicto, competir o suponer obligaciones éticas transversales, lo que
refleja tanto la vulnerabilidad de diferentes individuos, comunidades o
poblaciones —asimetrías de poder implícitas en un rango concreto de
relaciones—, como la diferencia de marcos éticos entre colaboradores,
pertenecientes a otras disciplinas o prácticas (AAA, 4).
Veamos algunos ejemplos de dilemas de principios.

7.1. CUANDO EL INVESTIGADOR LEGITIMA LA COMUNIDAD


CON SU TRABAJO

En casos en que el antropólogo pretenda con su trabajo legitimar al­


gún aspecto de la comunidad que estudia, podría decirse que los princi­
pios de beneficencia y autonomía del investigador están articulados de
antemano, sin que existan desacuerdos apreciables, puesto que asumen
que los objetivos del proyecto son compartidos tanto por investigador
como por el sujeto que participa en la investigación y, de algún modo,
suponen cierto marco compartido de justicia (aunque sea de modo implí­
cito). La práctica ética de beneficencia para con el grupo puede interpre­
tarse como la asunción o legitimación de los objetivos del grupo. En legi-
2 «Introducción», Dilemas éticos , p. 10.
Conflicto de principios y dilemas en el trabajo de campo

timación se justifica o explica mediante el procedimiento metodológico y


político del concepto de implicación, cuya consecuencia es la crítica a la
antropología neutral y el rechazo de la distancia exigida por un análisis
positivista clásico, donde la objetividad venía definida por la no implica­
ción del observador con el sujeto que participa en la investigación, como
hemos visto más arriba. Elisabeth Lorenzi lo resumen del modo siguien­
te: «Si al principio el cuestionamiento era ¿está bien participar en estas
dinámicas que observo?, ahora la pregunta cambia ¿estaría bien no par­
ticipar de estas dinámicas que observo?»3.
Dicho de otro modo, ¿hasta que punto es ético mantenerse en el refu­
gio de la imparcialidad? Ciertamente, la pregunta de Lorenzi ya implica
una toma de partido previa en la que se entiende que la distancia, la no
implicación ético-política o la ausencia de intervención social pueden
ser, en determinados casos, una debilidad más que una fortaleza del tra­
bajo realizado. El distanciamiento, el no tomar una posición de forma
explícita, es realmente lo que hubiese creado un verdadero dilema ético a
Lorenzi. De la misma opinión es Alicia Re cuando dice que
La experiencia antropológica con los mayas de Yucatán y con los
inmigrantes mexicanos en Texas me señalaba la necesidad de utilizar
paradigmas alternativos en el ejercicio etnográfico, más acordes con la
praxis social. Efectivamente, la antropología aplicada presenta una for­
ma diferente de pensar y de ejercer nuestra profesión. Responde a las
necesidades de la práctica profesional que requieren de la intervención
para el cambio social y cultural4.

Sin embargo, no hay que olvidar que esta empatia con el objetivo del
grupo es una decisión ético-política personal, no es algo que pueda ser
definido previamente y para todo campo. La no maleficencia, el no per­
judicar al grupo estudiado, es el principio básico que toda antropología
debe sostener, como hemos venido repitiendo. Además, no hay que per­
der de vista que puede darse un conflicto de intereses entre el antropólo­
go y el grupo en relación al objetivo propuesto y, por tanto, la beneficen­
cia puede resultar complicada de llevar a la práctica. Por ejemplo, ¿qué
3 E lisabeth Lorenzi, «La posición del antropólogo en la revalorización del patrim onio»,
Dilemas éticos, p. 161.
4 Alicia R e Cruz, «De responsabilidades, com prom isos y otras reflexiones que llevan a la antro­
pología aplicada», Dilemas Éticos, pp. 171-186, p. 179.
É tica y Antropología

ocurre cuando el grupo estudiado critica los resultados de la investiga­


ción por injustos? O, lo que es lo mismo, ¿que ocurre cuando el objetivo
del antropólogo no coincide con los de la comunidad en la que está desa­
rrollando su trabajo? En este caso, el principio de autonomía y el de be­
neficencia no se arm onizan de modo inmediato y hay que establecer
prioridades que no son sencillas pues, si el investigador opta por defen­
der su autonomía (la definición de su trabajo y sus objetivos), su postura
puede ser interpretada por el grupo estudiado como un caso de malefi­
cencia. Un ejemplo: el estudio de Virtudes Téllez sobre personas estigma­
tizadas5. Su trabajo se realizó en el seno de una asociación musulmana
que tenía por objetivo discutir la asociación entre religión musulmana y
terrorismo. Señalados por el resto de la sociedad como potenciales terro­
ristas, por el simple hecho de ser musulmanes, decidieron adquirir un
papel social y político activo para contrarrestar esa imagen, informando
a la población acerca de sus creencias y distinguiendo su Islam del profe­
sado por los terroristas. El trabajo de Téllez pretendía, en primer lugar,
reflexionar sobre la propia definición de colectivo estigmatizado, así
como sobre la validez y eficacia de las formas de eliminación de dicho
estigma, mediante una campaña de educación social sobre sus creen­
cias. Sin embargo, el trabajo no gustó al grupo. ¿Qué hacer? ¿Cómo ges­
tionar los resultados de un trabajo de campo cuando los informantes no
están de acuerdo en el modo en que se les presenta? Si el grupo estudia­
do atribuye a la antropóloga una política que perpetúa el estigma que
quieren evitar ¿cómo ha de reaccionar el antropólogo? ¿Es el conflicto
algo a evitar, en estos casos, o hay que asumirlo como parte de la investi­
gación y asumir los costes de nuestras tomas de partido, aunque vayan
contra lo que el grupo espera? El dilema, por lo tanto, se plantea como
un conflicto entre la autonomía del investigador y la beneficencia exigida
por el grupo estudiado. ¿Cómo resolverlo? No hay una respuesta clara.
¿Actuaría igual un antropólogo m usulmán que uno ateo o cristiano?
¿Sería semejante la decisión de un antropólogo francés a la de uno cana­
diense (vistas las diferentes formas de comprender la relación entre reli­
gión y política que tienen esos países).

5 V. T éllez, «"No estamos de acuerdo con algunas de tus interpretaciones”. Gestión de la infor­
mación en el trabajo de campo con personas estigmatizadas», D ilem a s é tic o s , pp. 187-201.
Conflicto de principios y dilemas en el trabajo de campo

Es imprescindible tener este tipo de cuestiones presentes al comenzar


el trabajo, puesto que la actitud de partida se puede modular o cambiar
(o permanecer inalterada), a medida que el trabajo ofrece nuevos datos.
Un caso que muestra cómo el resultado se modula al tener presentes
perspectivas que no se tuvieron en cuenta al comienzo, es el trabajo de
Nancy Scheper-Hughes sobre la tasa de hospitalización por enfermeda­
des mentales de los irlandeses y su vinculación con la herencia, presenta­
das en su libro Saints, Scholars and Schizophrenics: Mental Illness in
Rural Ireland (1979)6. Según la autora, los padres del pueblo católico ir­
landés que estudió en los años 70, tenían la tendencia de sacrificar la
autonomía de uno de sus hijos, por el medio de convertirles en herederos
de sus granjas y, con ello, en sus cuidadores personales. Ello suponía,
dice Scheper-Hughes, que los individuos elegidos nunca maduraban (se
les trata siempre como a niños), no tomaban decisiones por sí mismos,
no conseguían tener una vida sexual norm al... El resultado de su trabajo
se resume del siguiente modo: el sistema de herencia del pueblo, creaba
los futuros inquilinos de hospitales mentales de la región. La reacción de
la comunidad fue así de elocuente:
Está claro que nadie es perfecto. No somos ningunos santos, todos
tenemos defectos, pero tú nunca has escrito sobre nuestras virtudes, no
has hablado de lo bonito y ni de lo seguro que es nuestro pueblo.
Tampoco has mencionado la vista que tiene el pueblo sobre el mar hacia
el desfiladero de Conor. Ni has contado nada de nuestros músicos y poe­
tas o de los bailarines que se mueven en el aire con la gracia de un hilo
de seda. Además, hoy día no estamos estancados, hay mucha gente edu­
cada en el pueblo. Vale que hayas escrito sobre nuestros problemas, pero
nunca te has ocupado de nuestras virtudes. ¿Por qué te has olvidado de
hablar sobre la hospitalidad de los vecinos?, ¿y qué hay de nuestro amor
a la madre patria que es Irlanda o del orgullo de defenderla?» Cuando yo
protesté diciendo que no había escrito nada sobre las actividades radica­
les del pueblo por temor a que hubiera represalias desde el exterior,
Martín me contestó «¡Ah, pero en este caso te estabas protegiendo a ti
misma!» ¿Hay algo que pueda hacer? pregunté yo. «Deberías haberlo

6 N. Scheper-H u ghes, «Ira en Irlanda», D ile m a s é tic o s , pp. 203-228.


É tica y Antropología

pensado antes. Mira hija, el problema es que no nos has dado ningún
reconocimiento7.
Ante esta reacción, la autora se justifica y explica que no era su inten­
ción culpar a los padres o estigmatizar a los herederos, sino iluminar un
aspecto inconsciente de la Irlanda rural que sirviera para liberar al hijo
que se había menospreciado. A pesar de no haber incumplido el princi­
pio de no maleficencia, ese conflicto le llevó a preguntarse sobre las leal­
tades del antropólogo y decide rectificar su estudio con datos comple­
mentarios que muestran una sociedad relativamente igualitaria, exenta
de diferencias de clase y de género, que valoraba la amistad y el trato
social en mayor medida de lo habitual. Según Sheper-Huges, durante la
publicación de los resultados de su trabajo, el antropólogo debe a los su­
jetos de estudio el mismo grado de cortesía, empatia y amistad que les
presta cara a cara en el campo, cuando aún no se han convertido en da­
tos, sino que es la gente sin la cual, literalmente, el antropólogo no haría
su trabajo, ni podría, en muchos casos, sobrevivir.
Ciertamente, no siempre es posible hacer trabajos que repercutan en
alguna ventaja para la comunidad que se estudia porque, en ocasiones, lo
único que busca el antropólogo es obtener datos para que la comunidad
científica tome en cuenta determinados aspectos de un grupo (para se­
guir estudiándolo, para dar a conocer sus tradiciones, para intentar me­
jorar posteriormente algún aspecto de sus rutinas...). El mero registro es
un objetivo tan legítimo como la búsqueda de la mejora de algún aspecto
concreto de la comunidad estudiada. Es el antropólogo quien decide qué
orientación dar a su trabajo, como hemos repetido en varias ocasiones.
Además, el principio de no maleficencia (no dañar al grupo) no presupo­
ne que siempre haya que llevar a cabo trabajos con los que los sujetos de
estudio se sientan identificados. No estar conforme con los resultados no
supone, per se, daño alguno, sino conflicto de intereses. De otro modo, la
autonom ía del grupo elim inaría la autonom ía del investigador.
Armonizarlas es complicado pero debería ser el objetivo primordial de
un trabajo de campo éticamente consistente, puesto que el holismo es
uno de los pilares de la disciplina. A pesar de lo cual, hay que recordar
que el principio de beneficencia no es obligatorio, según las declaracio­
nes éticas analizadas.

7 N. Scheper-H u ghes, «Ira en Irlanda», Dilemas éticos, pp. 205-206.


Conflicto de principios y dilemas en el trabajo de campo

7.2. CASO DE LOS BIENES «AFANADOS»8

Rose Stone se mudó a un gueto urbano con el propósito de estudiar


las estrategias de supervivencia de los residentes con bajo nivel de ingre­
sos. Durante los seis primeros meses de investigación, Stone se fue inte­
grando gradualmente en la comunidad a través de las invitaciones que
recibía (y aceptaba) para asistir a bailes, fiestas, reuniones en la iglesia
y excursiones familiares. También se dejaba caer por servicios comuni­
tarios tales como lavanderías, ambulatorios, centros de ocio, etc. Stone
pudo distinguir así dos importantes tácticas de supervivencia usadas por
la comunidad en las que ella, sin embargo, no podía participar. La pri­
mera consistía en un sistema de reciprocidad en el intercambio de bie­
nes y servicios (Stone consideraba que no tenía nada que ofrecer); la
segunda, consistía directamente en robar bienes fáciles de empeñar o
vender (ropa, joyería, radios, televisiones, etc.) Una noche, un amigo de
la comunidad se pasó por casa para tomar un café y charlar. Después de
hablar durante un par de horas, el amigo de Stone le dijo que tenía algo
que quería darle. Se fue a su coche y volvió con una caja de ropa (de la
talla de Stone) y un tocadiscos. Stone se sintió un poco abrumada por la
generosidad del regalo y protestó, queriendo rechazar regalos tan caros.
Su amigo se rió y le dijo: «No te preocupes, no sale de mi bolsillo». Y
poniéndose más serio, añadió: «O bien eres uno de nosotros, o no lo eres.
No hay término medio».

El informador da entender a la antropóloga que, o participa personal­


mente de las costumbres de la comunidad, o está fuera de ella, por lo que
amenaza con que su trabajo quede en suspenso. A pesar de que la antro­
póloga conoce desde el principio (según el texto), que una de las prácticas
de supervivencia de la vida de la comunidad es el robo, nunca ha pensa­
do en compartir dicha costumbre: «Stone pudo distinguir así dos impor­
tantes tácticas de supervivencia usadas por la comunidad en las que ella,
sin embargo, no podía participar» (subrayado nuestro). Es esta indepen-
8 Este caso está sacado del Handbook on Ethical Issues (A special publication o f the A m erican
A nthropological A ssociation, num ber 23) Joan C a s s e ll y Sue-Ellen Jacobs (eds.), 2006: «Hot Gifts».
En el m ism o libro puede leerse la d ecisión tom ada por la propia antropóloga así com o alternativas
a cóm o analizar el caso. N uestro com entario se articula en torno al m aterial y criterios establecidos
en esta asignatura.
É tica y Antropología

dencia la que está en peligro. Y la ausencia de coacción es una de las ca­


racterísticas del principio de autonomía (libertad negativa): una persona
autónoma, se dice, debe ser capaz de ejercer el autogobierno, lo que supo­
ne la comprensión, el razonamiento, la reflexión y la elección indepen­
diente. Por tanto, el problema no alude a una discusión sobre la justicia:
si el ladrón comete algún tipo de injusticia con aquel a quien ha robado o
si el robo, en sí mismo, es una acción condenable jurídica o éticamente.
El problema es más concreto y pasa por la redefinición del lugar de la
antropóloga en la comunidad: de investigadora, a participante. La pro­
puesta que le hace el amigo que tiene en la comunidad es coactiva por­
que le deja claro que o está con ellos (acepta el regalo robado) o está
fuera (supuestamente, dejará de ser aceptada en la comunidad y, por lo
tanto, pondría en peligro su trabajo de campo). Es esa amenaza implícita
la que define el principio ético que está en peligro: su autonomía, su in­
dependencia como investigadora. Este caso no supone un dilema (no im­
plica elegir o jerarquizar principios éticos), sino la puesta en cuestión de
un principio ético concreto y único.
Una posible resolución del conflicto, pasaría por establecer un con­
sentimiento informado amplio y claro sobre el trabajo en dicha comuni­
dad, donde no solo se presenten claramente los límites de participación
de los informantes en el estudio, sino que se detalle hasta dónde puede
llegar el compromiso del trabajo de la antropóloga con las costumbres de
la comunidad. Esta información dada de antemano a los informantes,
podría evitar complicaciones futuras, en casos en los que las costumbres
de la comunidad sean incompatibles con las posiciones éticas personales
del antropólogo, o de su trabajo de investigación. Por más que la recipro­
cidad sea fundamental en el trabajo etnográfico, no puede ser ilimitada
y debe estar bien definida, para no poner en peligro la autonomía del in­
vestigador.

7.3. EL CASO DE DEVOLUCIÓN DE MÁSCARAS RITUALES

El Museo X es propietario actual de unas máscaras ceremoniales que


pertenecían a una sociedad indígena Z. Su adquisición por el Museo fue
perfectamente legal, sin embargo su venta se hizo sin el consentimiento
de todo el grupo: fue uno de los indígenas quien vendió, por su cuenta,
Conflicto de principios y dilemas en el trabajo de campo

las máscaras. La comunidad supo de esta venta, a raíz de la publicidad


de una exposición de las mismas en el Museo. Las máscaras se usaban
en unas ceremonias religiosas que se celebran cada cuatro años. Los
indígenas las ven como una forma de garantizar el equilibrio y la armo­
nía en el seno de la tribu, de toda la humanidad y del mundo natural.
Los indígenas atribuyen las guerras y cataclismos de los últimos 100
años a no haber podido celebrar esas ceremonias, por carecer de dichas
máscaras. La comunidad indígena reclama dichas máscaras y el Museo
se niega a devolverlas puesto que se considera su propietario legítimo.
Las máscaras no sólo tienen un valor arqueológico considerable para el
museo, sino que valen una fortuna.
(Caso ficticio sacado de la novela de Preston & Child, La danza de la
muerte: Pendergast 6, cap. 17)

El problema se podría resumir del modo siguiente: la comunidad in­


dígena recuerda al museo que las máscaras referidas se adquirieron sin
tener en cuenta el parecer de toda la comunidad. Por lo tanto, ¿es ética­
mente defendible que el museo sea el propietario de dichas máscaras?
Ciertamente, el propio texto afirma que el museo compró las máscaras
sin contar con la comunidad o, en nuestros términos, sin contar con el
consentimiento informado de la comunidad. Es, por tanto, la autonomía
de los sujetos de la comunidad, del grupo propietario originario de las
máscaras, lo que se ha puesto en peligro. La autonomía es sinónimo de
libertad, tanto en sentido negativo (ausencia de coacción), como en senti­
do positivo (capacidad de actuar), por lo que, para que haya un consenti­
miento informado, el objetivo fundamental será facilitar al sujeto que
participa en la investigación, los medios para que éste actúe de forma
consciente y tome decisiones de forma voluntaria. Nada de esto se ha
respetado en el caso que se presenta. Por otra parte, al vulnerar su auto­
nomía, y visto que la comunidad no estaba de acuerdo con la venta de las
máscaras, estamos ante una situación maleficente, ya que se ha perjudi­
cado a la comunidad, al desposeerla de unas máscaras rituales impor­
tantes en sus tradiciones.
Sería un error señalar que el museo es propietario legítimo de las
máscaras porque su compra fue legal. No importa que la compra fuera
legal y formalizada a través de un contrato, puesto que lo que estamos
É tica Y A ntropología

valorando es si puede considerarse ética. Es sumamente importante no


confundir ética y derecho pues, por más que la intención general del le­
gislador es que vayan unidas, no siempre lo hacen. Por lo tanto, aunque
la compra fuera legal, no es éticamente defendible que el museo sea pro­
pietario de dichas máscaras, puesto que la compra se hizo a través de un
particular que no contó con el consentimiento de la comunidad (tal y
como se describe en el texto). Aún con todo, en este caso no se juzga la
conduzca ética del indígena que vendió las máscaras (sin contar con sus
vecinos), sino la legitimidad del museo como propietario de las piezas.
Ciertamente, el patronato del museo insiste en que el valor de esas más­
caras trasciende la función ritual que cumplen en la sociedad indígena,
de modo que deberían ser compartidas con el resto de la hum anidad
(labor que desarrollan los museos). Sin duda, las máscaras tienen un
sentido que trasciende el uso particular que se les da en la comunidad
indígena puesto que, como el Partenón-templo griego o la Gran Pirámide-
tumba sagrada, pueden considerarse patrimonio común. Uno de los filó­
sofos actuales que defienden que la diversidad tenga cabida al lado de la
universalidad es Appiah:
El cosmopolitismo es universalista: cree que todos los seres huma­
nos importan y que compartimos la obligación de preocupamos por los
demás. Pero también acepta que la diversidad humana constituye un
amplio y legítimo abanico. Y ese respeto a la diversidad surge de algo
que también se remonta a Diógenes: la tolerancia hacia las opciones vi­
tales que toman los demás y la humildad respecto a las nuestras pode­
mos sacar buenas ideas de todas las partes del mundo, no sólo de nues­
tra propia sociedad. Merece la pena escuchar a los demás, porque quizá
tengan algo que enseñamos; merece la pena que ellos nos escuchen,
porque quizá tengan algo que aprender9.
En este sentido, podría afirmarse que los museos son un lugar privi­
legiado en el que lo local se vuelve universal, puesto que dan a conocer
las tradiciones locales a mucha más gente de la que originariamente pue­
de participar en ellas. Más aún, en muchas ocasiones, son el único modo
de preservarlas. No obstante, el propio Appiah recuerda que hay objetos
que por su valor ceremonial o cultural son importantes para la sociedad
local y que, por ello mismo, deben permanecer en su lugar de origen. Y
9 K. A. A ppiah, «Llegó la hora del cosm opolitism o». El País: 10 de enero de 2008.
Conflicto de principios y dilemas en el trabajo de campo

este es el caso que nos ocupa: las máscaras no tienen un valor estético
sino una función ritual importante en la comunidad101.
Una posible respuesta a este dilema pasaría por que el museo se que­
dara con las máscaras adquiridas —con el fin de preservarlas y darlas a
conocer al resto del mundo—, pero que negociara con la comunidad una
devolución temporal para que las ceremonias rituales se puedan llevar a
cabo. Evidentemente, se trataría de un acuerdo bilateral, no una decisión
unilateral del museo. Esto, siempre y cuando, la comunidad expoliada
aceptara el acuerdo. De ese modo, se respetaría la autonomía de la co­
munidad y se evitaría el riesgo de maleficencia. Para un antropólogo, su
deber principal no debería ser el de defender los intereses particulares
del museo (de aquellos que financian la investigación o le dan trabajo),
por encima de la protección de los intereses de las comunidades que es­
tudian y con quienes trabajan codo a codo.

7.4. CASO EN UN PUEBLO MEXICANO11

Una mañana, acude a mi casa en un pueblo mexicano, una mujer


llorando preguntándome si voy a ir en coche a la ciudad a la mañana
siguiente. Cuando le digo que sí, pregunta si podría llevarle conmigo en
coche para irse de casa. Su marido era un maltratador alcohólico, cuyas
palizas eran cada vez más violentas. Recientemente, en pleno ataque de
rabia, no sólo la hirió sino que destrozó toda su ropa. Me dijo que sus
suegros, con los que vive la pareja, no le ofrecen protección alguna. Teme
que si intenta marcharse en autobús su marido, o alguno de sus parien­
tes, la verían y la devolverían a casa a la fuerza. A pesar de su alcoholis­
mo, su marido era muy influyente en la comunidad mientras que ella no
tenía parientes viviendo allí. Durante nuestra charla esa noche, la mujer
estaba tan asustada que corría a esconderse, cada vez que llamaban a la
puerta. Quería ayudarla pero temía que el trabajo de meses que había
dedicado a consolidar mis relaciones en la comunidad se viera compro-

10 K. A. Appiah, Cosmopolitismo. La ética en un mundo de extraños, Madrid, Katz, 2007, p. 168 y ss.
11 Este caso está sacado del Handbook on Ethical Issues (A special publication o f the Am erican
Anthropological A ssociation num ber 23) Joan C a s s e ll y Sue-E llen Jacobs (eds.), 2006: «The
Runaw ay Wife». En el m ism o libro puede leerse la decisión tom ada por la propia antropóloga así
com o alternativas a cóm o analizar el caso. N uestro com entario se articula en to m o al m aterial y
criterios establecidos en esta asignatura.
É tica y Antropología

metido o destruido por hacerlo. Conocía muy poco a esa mujer y no


podía juzgar cuál sería la reacción de la comunidad cuando supiese que
la había ayudado. Su suegra, que yo consideraba una amiga, tenía a su
nuera por una mujer descuidada, insolente y perezosa. Además, la auto­
ridad masculina era normalmente incuestionada en la comunidad y el
maltrato no era raro; se pensaba que lo que pasaba entre las paredes de
una casa sólo concernía a sus miembros. Acepté llevarla en coche a la
ciudad, a la mañana siguiente, aunque pasé toda la noche sin descansar
pensando si habría tomado la decisión correcta. Tal vez debería haber
hablado con el marido de la mujer, o haber estudiado mejor la situación
antes de actuar. Tal vez debería haber anulado mi viaje y evitar así verme
involucrada en esa situación.

Este caso nos parece un tanto especial porque no remite directamen­


te a un problema en el trabajo de campo de la antropóloga, no implica
problemas generados por el tema de su investigación, o de su forma de
trabajar. Sin embargo, resulta un dilema interesante puesto que la mujer
se dirige a la antropóloga, no por amistad, sino por reconocer en ella a
alguien con autoridad y recursos, que puede ofrecerle ayuda. Según lo
presenta el texto, no puede decirse que la antropóloga haya recibido pre­
siones explícitas por parte de la mujer. No obstante, la petición de ayuda
hace previsible que la continuidad del trabajo de la antropóloga se vea
afectada por dicha petición, como ella misma reconoce. La toma de par­
tido entre la mujer que solicita ayuda y la comunidad con la que trabaja,
supone un conflicto que afectará a su trabajo y a sus relaciones con la
comunidad. Ella misma lo dice explícitamente.
No obstante, no ayudar a mujer supone una actitud maleficente por­
que sabemos las consecuencias personales que ello conlleva. Y, en esta
ocasión, la ayuda no se justifica por la no maleficencia a la que está obli­
gada por su trabajo, sino por un principio ético más general, de amparo
a quien sufre violencia de género. No hay que olvidar que, por muy arrai­
gadas que estén culturalmente, hay prácticas que pueden (y deben) valo­
rarse como disfuncionales, teniendo en cuenta el bienestar humano. En
palabras de Brown:
Todas las sociedades poseen algún grado de diversidad interna en ma­
teria de comportamiento e ideología. Recíprocamente, ninguna sociedad
Conflicto de principios y dilemas en el trabajo de campo

carece de algún grado de tensión interna a lo ancho de sus líneas de frac­


tura en términos de género, rango, orientación sexual o devoción religio­
sa. Los etnógrafos deben resistirse a aceptar sin más la pretensión de que
una costumbre dada, por el hecho de haber sido asumida durante largo
tiempo, es parte incontestable de la sociedad en cuestión o que las prácti­
cas dominantes expresan las normas culturales de modo transparente12.

Por lo tanto, y dando por cierto que las palizas eran reales y la mujer
no miente, no se debe apelar al relativismo cultural para aceptar la con­
ducta del marido y no ayudar a la mujer. Tampoco a la no relación entre
el trabajo de campo y la petición de ayuda. Los Derechos Humanos son
unos mínimos morales que están por encima de las costumbres de los
pueblos o culturales y, según Valcárcel, su expresión más universal se
encuentra en el feminismo:
Con la familia como principal mecanismo de encuadre de las muje­
res, sometidas a una eticidad diferencial en honor de la decencia grupal,
aceptando y reproduciendo prácticas de minoramiento y exclusión y
todo ello avalado por las instancias religiosas y en bastantes ocasiones
las políticas, la mayor parte de las mujeres del planeta simplemente no
ha adquirido todavía el estatuto de individuos de pleno derecho13.

7.5. EL CASO DE LA MILITANCIA COMUNISTA14

En An Irish Working Class recogí (Marilyn Silverman) la historia de


la militancia en políticas radicales entre los trabajadores entre 1930
y 1940 [en un pueblo irlandés]. Entre los activistas había algunos que
eran comunistas. En aquel tiempo, la estigmatización era intensa. Los
adultos eran amenazados y excluidos, sus hijos insultados, sus familias
denunciadas desde el púlpito. En el libro, cambié los nombres de las
familias. Sabía que la gente mayor del pueblo sabría quienes eran pero

12 M. E B row n, «Relativism o cultural 2.0» en Textos de Antropología Contemporánea , F. Cruces


y B. Pérez Galán (com ps.), Madrid, UNED, 2010, p. 49. Se encuentra tam bién en la w eb del autor:
http://w eb.w illiam s.edu/A nthSoc/brow n.php.
13 Am elia Valcárcel, «Vindicación del hu m anism o», p. 55.
14 Este caso se corresponde con el caso 6, presentado por M arilyn Silverm an en The Ethics o f
Anthropology. Debates and dilemmas, Pat Caplan (ed.), USA-Canada, R outledge, 2003, p. 126.
N uestro com entario se articula en to m o al m aterial y criterios establecidos en esta asignatura.
É tica y Antropología

pensé que mantendría en la ignorancia a la gente joven y, especialmente,


a los extranjeros. La reacción: los miembros de la presente generación
de dichas familias estaban divididos. Aquellos que veían el pasado como
algo heroico querían que se mencionara a sus padres; aquellos que veían
el pasado como algo que comprometía su respetabilidad actual, no.

Lo particular de este caso, es que el problema ético no se presenta ni


antes, ni durante el trabajo de campo, sino una vez publicados los resul­
tados de la investigación. Es debido a la decisión de la antropóloga de no
mencionar públicamente a los protagonistas de su trabajo, que sus here­
deros le plantean la queja que vemos reflejada en el texto. Por más que la
antropóloga tenía por objetivo evitar la estigmatización de una parte de
la población y, por lo tanto, evitar la maleficencia, el descontento es evi­
dente. La discrepancia de opiniones entre los aquellos que interpretan la
acción política de sus padres como «héroes», y aquellos que pueden te­
mer que sean vistos como «bandidos», divide las opiniones sobre el estu­
dio. Evidentemente, si los hijos consideran positiva la conducta de sus
padres, querrán que sus nombres aparezcan reflejados en el texto —como
una especie de reconocimiento postumo— y, por tanto, podría reinter­
pretarse esta toma de postura como reivindicación a la antropóloga para
que actúe de modo beneficente (favoreciendo esta interpretación). Si, por
el contrario, los hijos sienten vergüenza de la acción de sus padres, no
querrán que sean nombrados y se relacione su vida actual con la de aqué­
llos, de modo que optarán por quedar en el anonimato y pedirán a la
antropóloga que no les perjudique, por lo tanto, en nuestros términos, le
exigen que respete el principio de no maleficencia.
No existe, a nuestro modo de ver, un conflicto entre autonomía de la
antropóloga y la reclamación de beneficencia de los hijos de los protago­
nistas que buscan reconocimiento para sus padres. El texto recoge las
preferencias de los herederos, en uno y otro sentido, pero no señala nin­
gún tipo de coacción. Más aún, no se trata de un conflicto entre la comu­
nidad de estudio y la antropóloga, puesto que los protagonistas de la his­
toria ya están muertos. Es cierto que tampoco se dice si fueron informados
de los resultados y dieron su visto bueno a la publicación, de modo que no
hay mención alguna a algún tipo de consentimiento informado. No obs­
tante, de lo que no cabe duda, es que el consentimiento debería ser de los
sujetos que protagonizaron el estudio y no de sus herederos.
Conflicto de principios y dilemas en el trabajo de campo

En conjunto, entendemos que la antropóloga tomó una buena deci­


sión optando por priorizar la no maleficencia como salida lógica ante la
situación de partida, que suponía una posible estigmatización del grupo.
Dicho esto, también debería haber solicitado el consentimiento informa­
do de los sujetos participantes. Una posible solución actual podría pasar
por la revisión del texto para llegar a un acuerdo con los herederos de los
primeros informadores, citando a aquellos que sus familias quieren ver
reconocidos sobre el papel, y evitando nombrar a los que no quieren apa­
recer de ningún modo, pasando a ser protegidos por el anonimato.
Añadamos para finalizar este epígrafe, otros seis dilemas que cinco
antropólogos españoles han considerado los más relevantes de su expe­
riencia profesional reciente.
La profesora del Departamento de Antropología Social y Cultural
(UNED), María García Alonso, nos ha presentado dos dilemas que pue­
den verse, pinchando en el siguiente enlace: El problema de las distintas
versiones y La información éticamente comprometida15.
La profesora M argarita del Olmo, investigadora en el Centro de
Ciencias Humanas y Sociales del Consejo Superior de Investigaciones
Científicas (CSIC), nos ha remitido el siguiente caso: Conversas españolas
al Islam16.
El profesor de Antropología Social de la UNED, Julián López, señala
como caso paradigmático de su experiencia Entre la pena y el castigo:
cómo decidir más allá de las lógicas culturales17.
Francisco Cruces, profesor en el Departamento de Antropología
Social y Cultural de la UNED, nos ha ofrecido el dilema Pinchar o no
pinchar18.
La investigadora científica en el CSIC Matilde Fernández Montes, ha
elegido un dilema que lleva por título Conflicto de intereses en un centro
escolar19.

------------ Volver índice


15 https://canal.uned.es/m m obj/index/id/13626
16 https://canal.uned.es/m m obj/index/id/13627
17 https://canal.uned.es/m m obj/index/id/13625
18 https://canal.uned.es/m m obj/index/id/13749
19 https://canal.uned.es/m m obj/index/id/13748
8
A MODO DE CONCLUSIÓN:
LOS ANTROPÓLOGOS TOMAN LA PALABRA

Como hemos visto a lo largo de los temas anteriores, el antropólogo


no puede evitar valorar y juzgar. Y lo hace en todas las fases de su traba­
jo: en el momento inicial de elaboración de su proyecto; en el transcurso
del trabajo de campo, donde los dilemas éticos son constantes; así como
en la redacción final de su estudio. Por lo tanto, los antropólogos se en­
cuentran con que la toma de partido, la valoración ética, el juicio moral,
forma parte de su día a día de modo inevitable. No está de más term inar
este trabajo con una serie de entrevistas que les den voz, que nos permi­
tan conocer su opinión sobre el lugar ocupa la ética en su trabajo. Las
preguntas que les hemos hecho son las mismas en todos los casos: les
hemos pedido que se presenten y nos hablen, brevemente, de su trayecto­
ria, a fin de que se pueda contextualizar su trabajo; les hemos pregunta­
do su opinión sobre la presencia de una asignatura de Éticas contempo­
ráneas en el Grado de Antropología en la UNED, y sobre el papel que
ocupa la ética en su trabajo; hemos solicitado su posición respecto a las
declaraciones y códigos éticos de la disciplina, en concreto, la AAA; les
hemos interrogado sobre el papel del consentimiento informado en su
investigación; y, finalmente, les hemos pedido que nos mencionen el dile­
ma ético más importante con el que se han encontrado en su trayectoria.
Podéis ver los videos pinchando en los enlaces de las entrevistas.

Entrevista a Nancy Konvalinka1.


Entrevista a Margarita del Olmo12.
Entrevista a Carmen Osuna3. Volveríndice
Entrevista a Ángel Díaz de Rada4.

1 http s://canal .uned. es/m m obj/index/id/3 527


2 http s://canal .uned. es/m m obj/index/id/3 529
3 http s://canal .uned. es/m m obj/index/id/3 528
4 http s://canal .uned. es/m m obj/index/id/3 530
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