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Pedro Finkler

La oración contemplativa
AMAR Y CONTEMPLAR
Era verdaderamente maravilloso el amor que Jesús sintió por María, la
pecadora arrepentida. Y no menos maravillosa fue la correspondencia de
aquella feliz mujer al amor de Jesús.

Hechos semejantes se han visto después, muchas veces, en la Iglesia. Grandes


pecadores arrepentidos que se han transformado en insignes amantes del
Señor.

El fenómeno es relativamente fácil de entender. Nadie experimenta mayor


alegría y se apega más a una persona amada que aquel que vuelve a
encontrarse con el amigo. El mismo Cristo nos confirmó esta verdad claramente
cuando nos expuso en su evangelio la hermosa parábola de la oveja perdida:
"En verdad os digo que habrá mayor júbilo en el cielo por un solo pecador que
hace penitencia que por noventa y nueve justos que no necesitan de
arrepentimiento" (Lc 15,7).

Después de esto, se comprende muy bien la ternura del amor de Jesús por
María y la maravillosa respuesta de esta pecadora arrepentida a quien la recibió
con los brazos abiertos. Es ésta una historia muy seria. El amor de María por el
maestro fue incondicional. Por él, ella renunció a todo aquello que podía
proporcionarle alguna comodidad personal. Y es a ella -a María Magdalena- a
quien vemos llorar desconsoladamente ante la tumba vacía de Jesús en la
madrugada de la resurrección. Solamente ella. Ninguno de los otros discípulos
permanecía junto al sepulcro del maestro para llorar inconsoladamente la
irreparable pérdida. Son los mismos ángeles los que se apresuran a consolarla:
"¿Por qué lloras, María?", le preguntan. Y ella, sin cesar de llorar, les responde:
"Porque se han llevado a mi Señor y no sé donde lo han puesto" (Jn 20,13).

Sólo la explicación de los ángeles de que Jesús había resucitado ya y que se


encontraría con sus discípulos en Galilea podía haberla consolado. Pero ella
siguió llorando a lágrima viva, pues, como mujer amante, no podía contener su
dolor. La sola idea de haber perdido a su Señor era para la Magdalena por
demás dolorosa. Tan turbada estaba a causa de ese sufrimiento que, al ver
inesperadamente, delante de sí, al que ella buscaba, no lo reconoció, sino que
le confundió con el jardinero del huerto. Jesús, dulcemente, le preguntó: "Mujer,
¿por qué lloras? ¿A quién buscas?" Y ella, como respuesta al supuesto
jardinero: "Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo pusiste, y yo lo retiraré".
Díjole entonces Jesús: "¡María!" Y entonces María le reconoció, y exclamó:
"¡Maestro!…" y se arrojó a los pies de Jesús... (Jn 20,11-17).
Como se ve, el amor de María por Jesús era total. Esta conmovedora historia de
amor fue escrita y publicada para provecho de todos los discípulos de Cristo. El
ejemplo de María Magdalena constituye una invitación para todos: el Señor nos
pide el arrepentimiento de nuestros pecados y que entremos en ese maravilloso
juego de amor con él.

Sólo los verdaderos convertidos pueden transformarse en auténticos


contemplativos, capaces de descubrir los amorosos prodigios que encierra esta
historia. Únicamente el contemplativo posee el discernimiento suficiente para
entender el alcance espiritual de esta saga admirable.

Es fácil descubrir, en el amor demostrado por Jesús a la pecadora arrepentida,


el inmenso amor que él siente por todos los pecadores que se arrepienten de
sus pecados y cambian de vida. El amor de Jesús por María Magdalena fue tan
grande que no dudó en defender a esa mujer de mala fama contra las
agresiones de la hermana. Incluso recriminó al anfitrión de la fiesta por el simple
hecho de haber pensado mal de María.

María Magdalena es el modelo del pecador arrepentido y penitente que


recupera la gracia de Dios perdida. Dios defiende a los que vuelven a su
amistad contra los que les atacan y acusan. Ser acusado injustamente y ser
agredido sin motivo alguno es causa de gran sufrimiento. Pero la certidumbre
del perdón y del amor de Dios nos da la fuerza espiritual suficiente para poder
soportar con paciencia cualquier injusticia. Todo el que se entrega
decididamente a Dios debe estar preparado para seguir al maestro hasta el
Calvario.

No es raro que personas piadosas, fieles a Jesús, sean incomprendidas y


ofendidas con observaciones mordaces y humillantes. Pero si estas personas
perseveran animosamente en su generosa dedicación, no podrán ser
destruidas. El Señor las protegerá y les dará fuerza para continuar dando
testimonio de fortaleza cristiana. Un gran amor resiste a todo. Es fiel hasta la
muerte.

La vida contemplativa no es incompatible con cualquier tipo de actividad


profesional. Aquel que se dedica a las cosas de Dios en una obra contemplativa
tiene asegurada la protección de Dios. El Padre celestial no permitirá que le
falte lo necesario para su propio sustento y sus necesidades materiales. A
veces, incluso le multiplica milagrosamente sus pocos haberes pecuniarios.

Una cosa es cierta. A quien lo abandonó todo para seguir a Cristo, el Señor le
promete el ciento por uno. En todo caso, el Señor comunica también una fuerza
muy grande a sus amigos para que carguen con la cruz del sufrimiento y de la
pobreza con ánimo y decisión, sin desalentarse hasta el fin. Precisamente, una
de las pruebas más claras de la autenticidad de una vida contemplativa es
justamente la capacidad de una tranquila y confiada aceptación de la realidad
cotidiana de la vida, sin desanimarse y sin revelarse contra la divina voluntad.
La humilde aceptación de la maravillosa trascendencia de Dios y de su
extraordinaria bondad ayuda más al contemplativo a crecer que la contrita
consideración de sus pecados personales.

A fin de cuentas, en el juego contemplativo lo importante es Dios y no el


hombre. La misericordia de Dios borra y hace desaparecer los pecados del
hombre por repugnantes que sean. Los pequeños y los humildes son
incuestionablemente los más queridos por Dios. Él vela tiernamente sobre todos
ellos. Ellos son sus mejores amigos. Por eso el Señor no permite que les falte
de nada. Pequeño y humilde es todo aquel que reconoce la enormidad de su
culpa y se pone confiadamente a los pies del Padre.

Un verdadero amor contemplativo es siempre auténticamente humilde. Está tan


centrado en Dios que se vuelve ciego para todo lo demás. El contemplativo ama
a Dios por ser quien es, y al prójimo porque éste es imagen de Dios y templo en
que Dios habita. El secreto de ese amor reside en el hecho de que el hombre se
siente naturalmente atraído por Dios por ser quien es. Es un impulso
espontáneo y totalmente desinteresado. La persona ve únicamente a Dios como
el todo de su propia existencia. Como cualquier otro ser vivo, busca
ansiosamente aquello que le asegura su existencia. Casi da la impresión de que
él mismo tiene algo que ver con el instinto de conservación personal. Tiene dos
cosas sin las cuales el hombre no puede vivir: el aire, que le asegura la vida
biológica, y Dios, que le asegura la vida espiritual. Cuerpo y espíritu son una
sola realidad existencial en el hombre.

El verdadero contemplativo tiene también relativa facilidad para cumplir el


mandamiento del amor al prójimo. Considera a todas las personas como
hermanos y hermanas en Jesucristo. Para vivir ese amor al prójimo no tiene
necesidad de muchos contactos y encuentros. Su relación informal y ocasional
se caracteriza siempre por la sencillez y espontaneidad de actitudes. El
contemplativo no tiene enemigos. A todos los tiene por amigos. Cuando reza por
los hombres, no se fija en ninguna persona en particular. Su pensamiento se
ocupa únicamente de Dios. No tiene espacio para otros recuerdos. Pero cuando
reza con otras personas, su devoción y su fervor contagian a las personas del
grupo.

El contemplativo no omite ninguna de sus obligaciones sociales. Cuando es


necesario abandona momentáneamente su contemplación para dedicarse en
cuerpo y alma al servicio del prójimo. Tampoco se muestra indiferente con los
demás. Espontáneamente experimenta emociones afectivas hacia determinadas
personas, sobre todo con relación a las personas que le son más intimas.

Ni siquiera Cristo quiso huir de ese fenómeno humano de la afectividad, sino


que mantenía una relación afectiva especial con los discípulos Pedro, Juan y
María Magdalena.

De un modo parecido, el contemplativo puede alimentar un afecto humano


especial por algunos amigos. Si esta relación es auténtica, no perjudica en
absoluto al amor que debemos sentir por todos los hombres y que el
contemplativo tiene muy presente cuando intercede por ellos delante de Dios.

Su actitud contemplativa es semejante a la de Cristo cuando sufría y oraba a su


Padre por la salvación de la gran familia de Dios. Quien quiere seguir a Cristo
debe, primero, incorporarse a esa gran familia: la humanidad. Debe ser
consciente de que él mismo es un querido hijo de Dios entre otros muchos,
igualmente queridos por el Padre del cielo.

La oración contemplativa es el resultado de un aprendizaje. Se trata de una


gracia especial, ligada al prolongado y perseverante esfuerzo que ha de
hacerse en los ejercicios de oración. Pero no todos la descubren. Dios concede
esta gracia únicamente a aquellos que ya dieron prueba de fidelidad a las
inspiraciones de la gracia.

Todo el que quiera aprender a contemplar debe, por tanto, entregarse a ese
ejercicio con gran generosidad y fidelidad, sin descanso. No siempre es fácil
habituarse a ese esfuerzo constante. Pero la verdad es que únicamente
aquellos que se dedican animosamente a esa tarea podrán llegar a buenos
resultados. El precio a pagar para conquistar ese tesoro inestimable de la vida
espiritual es éste. Cuesta, pero vale la pena disponer de nuestras energías para
adquirir ese tesoro.

Amar no es doloroso. Pero amar contemplativamente no es siempre fácil. Exige


un esfuerzo constante, un esfuerzo que podemos realizar con más o menos
dolor, ya que exige una total renuncia a cosas humanamente muy gratas.

El hombre tiende naturalmente a preferir un placer inmediato a un sufrimiento


también inmediato, aun cuando ese sufrimiento vaya ligado a un valor superior a
medio o largo plazo.

El mayor sufrimiento que causa el aprendizaje de la oración contemplativa está


relacionado ciertamente con la dificultad de mantener el pensamiento y el
corazón fijos en Dios. Las distracciones en la oración debilitan e incluso anulan
la motivación necesaria para el esfuerzo creativo constante del pensamiento, de
la imaginación, de la fantasía... Por tanto, el sufrimiento de que aquí se habla
viene únicamente del hombre. Dios no tiene nada que ver con eso. El sólo
llama, alienta, procura seducir al hombre para el amor. Hace todo lo posible para
suscitar el amor en el hombre. Pero el camino para ir a su encuentro ha de ser
allanado por el hombre mismo.

El Señor, al ofrecernos su amor y su misericordia, nos da también la gracia para


no desanimarnos en la lucha por superar todas las dificultades que se nos
presenten. Lo importante es perseverar en el amor. Dios, por su parte,
ciertamente no nos fallará jamás.

"El que la sigue, la consigue", dicen los cazadores. En este frente, nadie lucha
sólo. El Señor está siempre muy cerca de nosotros, para echarnos una mano
siempre que lo necesitemos. Hasta que no se experimenta, al menos una vez, el
gozo interior en el encuentro con el Señor, todo parece difícil. Un cierto temor
nos acongoja y desalienta. Para vencer esa dificultad es necesario aguantar el
miedo y la duda mientras se persevera en la búsqueda. Pero recordemos una
vez más las palabras de Jesús en el evangelio: "El que busca halla..." Basta la
experiencia de un solo encuentro verdadero con Jesús, tiernamente amado,
para que todo se vuelva más fácil.

Aparte de marcar profundamente y para siempre a la persona que se dispone a


la contemplación, el primer encuentro significa también el descubrimiento del
camino de la contemplación. A partir de ese momento crucial, la motivación para
orar contemplativamente aumenta y la distancia para llegar a la meta se acorta.

Todo se hace más fácil. Ese pregustar el gozo interior por la experiencia del
primer encuentro despierta energías inusitadas para proseguir con redoblado
empeño en los trabajos de aprendizaje del método de oración contemplativa.

En ese momento el Espíritu Santo comienza a trabajar en el alma de aquel que


lo busca con amor. El resultado de ese esfuerzo de búsqueda no se hace
esperar. Insensiblemente, casi sin darse cuenta, el hombre comienza a
transformarse en un verdadero contemplativo.

Pero conviene saber que ese verdadero contemplativo no llega a hacerse nunca
un contemplativo perfectamente acabado. No existe un contemplativo que viva
ininterrumpidamente en permanente estado interior de contemplación de la faz
de Dios. Existen altibajos.

A momentos de inefable coloquio interior con el Señor amado por encima de


todas las cosas suceden períodos de distracción, de alejamiento, de pérdida de
visión interior de Dios. Al tomar conciencia de ese momentáneo desfase
espiritual, el contemplativo generalmente se asusta.

El camino de la espiritualidad nos conduce a través de esas alternativas de


alegría y de optimismo y de sufrimiento y desánimo. A veces, esa alegría puede
ser tan estupenda que el contemplativo llega a pensar que el cielo debe ser algo
parecido a aquello que en aquellos momentos experimenta en la oración. Otras
veces, en cambio, experimenta también sufrimientos y desalientos, que le dan la
impresión de estar en un infierno.

Es importante, pues, no desanimarse. No tendría sentido echarse uno todas las


culpas por causa de esa dificultad natural. Mejor, mucho mejor es dejarse
conducir dócilmente por el Espíritu Santo, que, en realidad, nunca falla al
contemplativo.

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