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1. EL CIELO Y LA TIERRA
Dios existió siempre, desde toda la eternidad. Fuera de Él no existía absolutamente nada.
Cierra los ojos, no ves nada. Ábrelos y ves todo. Así al principio no había nada fuera de Dios
Cuando Él quiso y cómo lo quiso creó todo lo que hay en el cielo y en la tierra: «Tú creaste
todas las cosas y por tu voluntad existen y fueron creadas» (Ap 4, 11).
Sólo Dios puede crear, es decir, hacer algo de la nada. Por eso, todas las cosas dependen de Él
en su ser y en su obrar, porque no existen por sí mismas, sino que existen porque Dios les da el
ser y la capacidad de actuar, ya que «todo subsiste en Él» (Co 1, 17)
y es Él quien da «el querer y el obrar» (Flp 2, 13). Lo hizo todo con su Palabra, es decir, con su
voluntad omnipotente. Y lo hizo porque quiso.
2. LOS ÁNGELES
Los ángeles son una multitud, un ejército. De entre ellos, los más conocidos son San Miguel,
jefe de todos ellos; San Rafael, protector de los caminantes, San Gabriel, que se le apareció a la
Santísima Virgen; y los santos ángeles de la guarda o ángeles custodios que Dios nos da a cada
uno de nosotros para que nos protejan en la tierra y nos lleven al Cielo. El mismo Jesús dijo
refiriéndose a los niños: «Mirad, no despreciéis a uno de estos pequeños, porque en verdad os
digo que sus ángeles ven de continuo en el Cielo la faz de mi Padre que está en los Cielos» (Mt
18, 10).
Los demonios.
«Dios no perdonó a los ángeles que pecaron, sino que fueron precipitados al Infierno» (2 Pe 2,
4 y Jds 6). Son los demonios o diablos, ellos tienen envidia de que nosotros no queramos ser
como ellos; por eso nos tientan al mal, para apartarnos del camino que nos conduce al Cielo y
llevarnos al Infierno.
Los demonios no pueden hacer todo lo que quieren; no son todopoderosos; únicamente Dios
es todopoderoso. Sólo pueden hacer lo que Dios les permite, y Dios, dice la Escritura, «no
permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas; antes dispondrá con la tentación el éxito
para que podáis resistirlo» (1 Co 10, 13).
Para no caer en la tentación hay que rezarle a Dios, como Jesús nos enseñó a decir en el Padre
Nuestro: «no nos dejes caer en la tentación, más líbranos del mal» (Mt 6, 13); hay que amar a
la Santísima Virgen María, que aplastó la cabeza de Satanás, es decir, lo venció por el hecho de
no haber conocido ni la sombra del pecado; hay que invocar a San Miguel que también lo
derrotó.
«El demonio teme al ayuno, la oración, la humildad, las buenas obras, y queda reducido a la
impotencia ante la señal de la Cruz» (San Antonio Abad).
Si uno cae en la tentación cometiendo pecado es por culpa propia y por haber rechazado la
ayuda de Dios.
A través del relato de la sagrada Escritura de los 6 días en que Dios creo el mundo. La Iglesia da
a conocer el valor y la finalidad de todo lo creado, para el servicio del hombre y alabanza a
Dios.
Todas las cosas deben su existencia a Dios; de quién reciben bondad y perfección, siguiendo
las leyes y lugar en el universo.
Existe entre todas las demás creaturas una interdependencia y jerarquía, queridas por Dios.
Las creaturas son ordenadas por Él mediante: interdependencia y solidaridad, pues tienen el
mismo Creador
Con ésta, de hecho, se inicia la nueva Creación, en la cual todo hallará de nuevo su pleno
sentido y cumplimiento.
4. LOS HOMBRES.
Nuestras almas conocen por medio de la inteligencia, y aman y eligen por medio de la
voluntad. También, para conocer, servir y amar a Dios, para ofrecer en este mundo toda la
Creación a Dios en acción de gracias, y para ser elevado a la vida con Dios en el cielo .
Solamente en el misterio del Verbo encarnado encuentra verdadera luz el misterio del
hombre, predestinado a reproducir la imagen del Hijo de Dios hecho hombre, que es la
perfecta «imagen de Dios invisible» (Col 1, 15).
Debemos utilizar siempre nuestra inteligencia para conocer la verdad, porque sólo «la verdad
os hará libres» (Jn 8, 22). Siempre debemos poner la voluntad al servicio del bien, haciendo el
bien siempre y a todos, el mal nunca y a nadie, para que «ninguno vuelva a nadie mal por mal ,
sino que en todo tiempo os hagáis el bien unos a otros y a todos» (1 Te 5, 15).
Todos los hombres forman la unidad del género humano por el origen común que les viene de
Dios.
Además, Dios ha creado «de un solo principio, todo el linaje humano» (Hch 17, 26).
Finalmente, todos tienen un único Salvador y todos están llamados a compartir la eterna
felicidad de Dios.
Dios nos hace libres para que seamos capaces de amar. Porque si uno «pudo pecar y no pecó,
hacer el mal y no lo hizo» (Sir 31, 10), gana muchos méritos para la Vida Eterna y el premio
será más grande.
Los hombres estamos hechos de materia y espíritu, de cuerpo y alma. Dios creó la criatura
humana «compuesta de espíritu y de cuerpo», de tal manera unidos, que «el alma es, por sí
misma y esencialmente, forma del cuerpo humano».
Tan unidos están el cuerpo y el alma que se separan solamente con la muerte. El cuerpo, por
estar compuesto de partes, se disgrega en cenizas; el alma, que es espiritual, no está
compuesta de partes, por lo cual, no puede morir. Por eso el alma es más noble que el cuerpo:
«No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, que al alma no pueden matarla» (Mt 10, 28).
San Juan Crisóstomo decía que «aún cuando seas dueño del mundo entero, aún cuando seas
rey de toda la tierra y pagues en precio cuanto hay en la tierra, no serás capaz de comprar una
sola alma... el alma es más preciosa que todo el mundo» y Santa María Eufrasia Pelletier: «un
alma vale más que un mundo». De ahí que lo más importante que tenemos que hacer en el
mundo, lo que constituye la meta de nuestra fe, «es la salvación de las almas» (1 Pe 1, 9).
Nuestra alma por ser espiritual es simple, y sin embargo vive, conoce y ama. Con todo, a pesar
de tener distintas operaciones, es una sola. Por eso es imagen de Dios, Uno y Trino espíritu
purísimo, que es Vida, Verdad y Amor, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo en un solo Dios
verdadero. Pero nuestra alma es más que imagen, es semejanza de Dios cuando está en gracia.
La gracia es un regalo que Dios hace a los hombres porque Él quiere y los quiere, para que sean
«hijos de Dios y, por ser hijos, también herederos» (Ro 8, 16-17). Los hombres son hijos de
Dios ya que por la gracia son «partícipes de la naturaleza divina» (2 Pe 1, 4). Por la gracia
participamos de la Vida, de la Verdad y del Amor de Dios.
El hombre ha sido creado a imagen de Dios, en el sentido de que es capaz de conocer y amar
libremente a su propio Creador. Es la única criatura sobre la tierra a la que Dios ama por sí
misma, y a la que llama a compartir su vida divina, en el conocimiento y en el amor. El hombre,
en cuanto creado a imagen de Dios, tiene la dignidad de persona: no es solamente algo, sino
alguien capaz de conocerse, de darse libremente y de entrar en comunión con Dios y las otras
personas.
El alma espiritual no viene de los progenitores, sino que es creada directamente por Dios, y es
inmortal. Al separarse del cuerpo en el momento de la muerte, no perece; se unirá de nuevo al
cuerpo en el momento de la resurrección final.
El hombre y la mujer han sido creados por Dios con igual dignidad en cuanto personas
humanas y, al mismo tiempo, con una recíproca complementariedad en cuanto varón y mujer.
Dios los ha querido el uno para el otro, para una comunión de personas. Juntos están también
llamados a transmitir la vida humana, formando en el matrimonio «una sola carne» (Gn 2, 24),
y a dominar la tierra como «administradores» de Dios.
Al crear al hombre y a la mujer, Dios les había dado una especial participación de la vida divina,
en un estado de santidad y justicia. En este proyecto de Dios, el hombre no habría debido
sufrir ni morir. Igualmente reinaba en el hombre una armonía perfecta consigo mismo, con el
Creador, entre hombre y mujer, así como entre la primera pareja humana y toda la Creación.
5. EL PECADO ORIGINAL
El hombre, tentado por el diablo, dejó apagarse en su corazón la confianza hacia su Creador y,
desobedeciéndole, quiso «ser como Dios» (Gn 3, 5), sin Dios, y no según Dios. Así Adán y Eva
perdieron inmediatamente, para sí y para todos sus descendientes, la gracia de la santidad y
de la justicia originales.
El pecado original, en el que todos los hombres nacen, es el estado de privación de la santidad
y de la justicia originales. Es un pecado «contraído» (adquirido) no «cometido» por nosotros;
es una condición de nacimiento y no un acto personal. A causa de la unidad de origen de todos
los hombres, el pecado original se transmite a los descendientes de Adán con la misma
naturaleza humana, «no por imitación sino por propagación». Esta transmisión es un misterio
que no podemos comprender plenamente.
Dios le dio a Adán, no sólo el alma y el cuerpo, sino sobre todo la gracia, que lo hacía hijo de
Dios y amigo de Él. Cometemos pecado cuando hacemos algo que Dios no quiere. Al no
hacerle caso lo ofendemos. Si se trata de algo grave el pecado se llama mortal, porque da
muerte a la vida del alma que es la gracia de Dios.
Al caer en pecado mortal perdió la gracia para sí mismo, y por ser la cabeza de la humanidad,
la perdió para todos sus descendientes: «Así, pues, por un hombre entró el pecado en el
mundo y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres por cuanto todos
habían pecado...», dice la Escritura (Ro 5, 12).
Por eso todos nosotros nacemos en pecado, «siendo hijos de ira por naturaleza» (Ef 2, 3), o
sea, nacemos siendo enemigos de Dios al estar privados de la gracia, somos criaturas caídas en
el pecado. Por el hecho de que el pecado de Adán fue cometido en el origen se llama: pecado
original. Y sólo se borra por el Bautismo.
Al perder la gracia de Dios, Adán y todos sus descendientes, se salieron del orden, se
desordenaron, ante todo con respecto a Dios. Y como consecuencia de ello, el hombre quedó
también desordenado en sí mismo, o sea, perdió el orden interior, perdió el dominio perfecto
sobre sus pasiones. Quedó también desordenado con respecto a las criaturas inferiores que en
adelante le causan daño y dolor; se desordenaron los hombres entre ellos apareciendo las
rivalidades, las envidias, los celos; y, finalmente, se rompió la armonía íntima del alma y del
cuerpo, introduciéndose la muerte en la historia, ya que «por el pecado entró la muerte en el
mundo» (Ro 5, 12).
Todos esos desórdenes son consecuencias del pecado, castigos por el pecado, como también
lo es cierto dominio que adquirió el Demonio sobre los hombres, por lo que es llamado
«príncipe de este mundo» (Jn 12, 31).
Castigos terribles, sin duda, pero pequeños en comparación con el castigo final que esperaba a
toda la humanidad: el Infierno.
Todos los hombres, por la original desobediencia de Adán, estábamos condenados a esa
terrible herencia. Nacer, sufrir, morir y caer en el Infierno.
¿Por qué el pecado de nuestros primeros padres fue tan grave y tuvo tan terribles
consecuencias?
Pongamos un ejemplo: si un soldado le pega a otro soldado, en castigo le darán algunos días
de calabozo, si le pega a un sargento los días de calabozo serán más, si a un capitán muchos
más y si le pega a un general serán muchísimos más. ¿Por qué a un mismo soldado le dan más
días de calabozo si la ofensa fue siempre la misma? Porque la importancia y dignidad de la
persona ofendida es más grande.
Todo pecado mortal es, en cierto modo, una ofensa infinita ya que la ofensa no se mide por la
persona que ofende sino por la persona que ha sido ofendida, que en este caso es Dios,
infinitamente perfecto.
Por eso sólo Dios podía volver a poner en su lugar lo que el hombre por su pecado había
desordenado; sólo Dios infinito podía saldar la ofensa en cierto modo infinita causada por el
pecado; sólo Dios podía librarnos de la esclavitud del pecado de la muerte, del Demonio y del
Infierno; sólo Dios podía levantarnos del estado caído en que nos encontrábamos
devolviéndonos la gracia perdida.
Así como no podemos levantarnos a nosotros mismos tomándonos de los cordones de los
zapatos y haciendo fuerza hacia arriba, de la misma manera no podíamos, estando caídos en el
pecado, levantarnos a nosotros mismos, con nuestras propias fuerzas, sino que Dios nos tuvo
que dar una mano, desde arriba y desde afuera, para que pudiésemos levantarnos. Esa mano
es la gracia de Dios.
Nuestra naturaleza está totalmente corrompida, se halla herida en sus propias fuerzas
naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al poder de la muerte, e inclinada al
pecado. Esta inclinación al mal se llama concupiscencia.
¿Qué ha hecho Dios después del primer pecado del hombre?
Después del primer pecado, Dios no ha abandonado al hombre al poder de la muerte, antes, al
contrario, le predijo de modo misterioso –en el «Protoevangelio» (Gn 3, 15)– que el mal sería
vencido y el hombre levantado de la caída. Se trata del primer anuncio del Mesías Redentor.
Por ello, la caída será incluso llamada feliz culpa, porque «ha merecido tal y tan grande
Redentor» (Liturgia de la Vigilia pascual).