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Semper dolens.

Historia del suicidio en Occidente


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Hay temas cuyo tratamiento es casi tan importante


como lo que de ellos se diga. De todo es lícito hablar
y comentar, pero siempre se agradece que la
aproximación a determinadas cuestiones sea hecha
con delicadeza y elegancia. Una de esas espinosas
materias es el suicidio, quizás el mayor tabú de la
sociedad occidental. Las cifras son apabullantes: al
año fallecen en España casi el mismo número de personas por accidentes de tráfico que
por muerte voluntaria. El suicidio es la principal fuente de muertes violentas en el
mundo, muy por encima de los homicidios o de los fallecimientos debidos a conflictos
armados.

Más allá de las cifras, acabar con la propia vida comporta unas connotaciones sociales y
morales muy complejas que han fascinado y perturbado, por igual, a la humanidad
desde sus inicios. El suicidio es casi tan antiguo como el ser humano y los motivos que
llevan al hombre a esta radical solución poco han variado desde hace miles de años.
Todavía hoy, no obstante, nos choca leer las (escasas) noticias que se publican sobre esta
cuestión. No es fácil abordar tan controvertido tema al que Ramón Andrés dedica su
obra Semper dolens. Historia del suicidio en Occidente*, un bello y delicado relato que nos
revela la grandeza de la vida, el papel del dolor en la construcción de nuestra identidad y
la transformación de la idea de la muerte en la historia.

¿Por qué una persona toma la drástica decisión de terminar con su vida? No hay una
respuesta clara. Por mucho que la psiquiatría moderna reduzca sus causas a una mera
patología mental, la historia nos muestra cómo los motivos se repiten invariablemente y
van más allá de los factores fisiológicos: la desesperación, la soledad, el tedio, la
vergüenza, la pobreza, la humillación, el honor o la exclusión social han movido a los
hombres de todas las épocas a abandonar este mundo. Ramón Andrés no trata de
entender el suicidio, sino de explorar el encuadre que ha tenido a lo largo de la historia
occidental. Por supuesto, explora las causas que empujan a adoptar esta decisión, pero
la obra va más allá y utiliza el suicidio para construir un lienzo en el que se dibuja la frágil
condición humana y sus debilidades y flaquezas. Como explica el autor, “Dadas sus raíces,
de las que surge un sentido definitivo del mundo, la mentalidad occidental ha cristalizado
como reducto de un ‘yo’ que envejece mal, que no acierta a saber si la muerte es el reverso de
la vida o la manifestación última de poder. Por ello, el suicidio genera sentimientos
encontrados no sólo en quien medita afrontarlo, sino también colectivamente y en aquel que
se detiene a estudiar el proceso de esta radical determinación”.

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La respuesta de cada sociedad al
suicidio ha variado
considerablemente en el tiempo.
En distintos períodos de nuestra
historia el suicidio se ha tratado
como una muerte más, igual que
cualquier otro deceso; en otras,
por el contrario, se ha considerado
una aberración casi imperdonable
y el difunto como una especie de
paria social: algunos pueblos
castigaban incluso al cuerpo del
fallecido (en el siglo XVI no era
extraño que el cadáver, a modo de
escarmiento, apareciese
encadenado en medio de una
plaza o colgado de los pies) o se les
organizaba un ritual funerario
especial (en Roma se evitaba
mover el cuerpo a la luz del día,
por considerarlo contaminante y
de mal augurio). Tampoco se ha
atribuido el mismo significado al
método o al motivo argüido para
cometer el suicidio: darse muerte
para no caer en manos del
enemigo se consideraba como algo noble y honroso, mientras que suicidarse en la
soledad de la alcoba nunca ha comportado grandes elogios, más bien lo contrario.

El viaje comienza en los albores de la humanidad y alcanza nuestros días. Aunque


apenas tengamos noticias sobre el suicidio en las primeras civilizaciones, la muerte
ocupaba ya un lugar primordial en todas sus manifestaciones religiosas o líricas (“El
origen mismo de la religión, al menos en parte, reside en la ilusión de una convivencia con lo
futuro, con lo oculto y trascendente”). Ramón Andrés estudia el corpus de creencias de
estos pueblos y el lugar que ocupó el suicido en ellos. Por ejemplo, en la epopeya de
Gilgamesh, obra culmen de las civilizaciones mesopotámicas, el héroe decide darse
muerte, e incluso en la Biblia son numerosos los casos en que se aceptan las muertes
voluntarias. Para el autor, “A tenor de lo expuesto, los escritos y documentos antiguos
apenas entran en juicios de valor si alguien, bien por una cuestión de honor, bien por
fidelidad religiosas, se daba muerte. La decisión última podía concebirse como un acto
legítimo por quien deseaba evitar caer en manos enemigas, o por aquel que padecía hambre,
también por el enfermo, el desesperado, el ofendido, el solitario”.

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En la Grecia clásica, origen de tantas cosas, la filosofía reflexiona por primera vez sobre
el suicidio. El concepto de muerte voluntaria se va a relacionar, según explica Ramón
Andrés, con la estructura de una organización social “perfecta”. Platón, por ejemplo, la
justificó en sus discursos, siempre que el motivo lo requiriese (de no ser así, el fallecido
debería ser enterrado en un lugar apartado y sin estelas). Tanto los griegos como los
romanos promulgaron leyes que condenaban al suicida, pues consideraban que
atentaba contra sus conciudadanos y contra el orden social. El suicidio sólo estaba
legitimado si lo autorizaba el Estado. Es a partir de entonces cuando aparecen las
grandes figuras de la antigüedad que pusieron fin voluntariamente a su vida: Aníbal,
Demóstenes, Zenón o Lucrecia, por citar sólo algunos ejemplos. La muerte de esta
última, por cierto, ha sido objeto de un sinfín de expresiones artísticas a lo largo de la
historia y es, quizás, el suicidio más representado.

La llegada de la Edad Media y la consolidación del cristianismo en Europa transformó la


visión clásica sobre el suicidio. A juicio de Ramón Andrés, “Se ha dicho que el siglo XII fue el
‘inventor’ de la muerte, o de un sentido de la muerte ligada a un sentimiento de castigo y de
culpa que ha marcado la cultura occidental. Por entonces, la iconografía empezó a reflejar
con crudeza la interpretación evangélica de Mateo, en la cual el Juicio Final, la resurrección de
los muertos y la línea divisoria de los justos y los condenados dibujaban un cielo
intimidador”. Seis siglos antes, no obstante, la Iglesia había ya adoptado medidas que
condenaban legalmente al suicidio (Concilio de Hereford en el año 673, o el Concilio de
Toledo en el año 693). La muerte voluntaria, sea cual fuera el motivo, se convertía en un
acto abominable, castigado con la mayor severidad. La presencia del Diablo en este acto
comenzó a cobrar fuerza y a difundirse.

La recuperación del mundo clásico en el Renacimiento —o, al menos, la idea que los
hombres del siglo XV y XVI tenían de la Antigüedad— trajo consigo una nueva visión del
mundo y obligó a la civilización occidental a replantearse su razón de ser. Ahora bien,
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ese nuevo horizonte hubo de amoldarse a los dictados de la Iglesia, sujeta a un profundo
proyecto de renovación a consecuencia de la eclosión de la Reforma, y a sus postulados
teologales que seguían calificando el suicidio de aberración. Paralelamente, se produjo
una sensación general de desengaño y frustración en la sociedad, con la subsiguiente
“obsesión por el fin de la vida que comportó, paradójicamente, y sobre todo a partir del
último tercio del siglo XVI, un deseo paralelo de inmortalidad, el anhelo, según escribió Walter
Benjamin, de ser cadáver como modo de acceso a una dimensión desconocida”. Será en
estos años cuando empiece a tratarse el suicidio como una cuestión independiente y se
publiquen las primeras monografías (normalmente combatiéndolo).

Poco a poco, y no sin esfuerzo, la razón empieza a iluminar las luces de la mentalidad
occidental. Sin embargo, los motivos que llevaron a los hombres del siglo XVIII, en
adelante, a quitarse la vida fueron, normalmente, los mismos que en las centurias y
milenios anteriores. Así lo expresa Ramón Andrés: “En un mundo afianzado ya en su
propia idea trascendente, en la confianza de un valor puesto en el devenir y no en el ahora, la
muerte siguió cumpliendo la antigua función de acceso a la verdad. De ahí que, en el caso que
nos ocupa, tanto en el espacio religioso como en el laico al reflexionar sobre la mors
voluntaria se formulara un discurso lleno de similitudes y nada casuales coincidencias”. Se
produce un cambio en su tratamiento, que el autor denomina “secularización del
suicidio”. Los castigos o las representaciones artísticas elaboradas hasta entonces dan
paso a una literatura más racional y científica, que aborda sin tapujos este fenómeno y
comienza a estudiarlo y tratarlo como una patología más, visión que predomina hoy.

Detrás del “simple” acto de suicidarse se encierran las ideas de la vida, de la muerte y del
más allá. Resulta raro que quien opte por una muerte voluntaria lo haga en aras de
alcanzar un lugar mejor. Los motivos para abandonar este mundo suelen ser más

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terrenales que celestiales. Sin embargo, la muerte es algo tan esencial para comprender
al ser humano que nos dice más sobre nosotros que la propia vida. Recorrer, como hace
Ramón Andrés, los recovecos del alma y del espíritu, explorando sus rincones más
oscuros y dolorosos, es una experiencia dura y melancólica pero necesaria. La vasta
erudición y la lucidez del autor convierten un relato en apariencia desconsolado en un
extraordinario viaje a través de los cimientos de nuestra civilización, en el que la muerte
y el dolor han jugado un papel fundamental.

Ramón Andrés (Pamplona, 1955) ha escrito numerosos artículos sobre música y


literatura, y publicado libros como el Diccionario de instrumentos musicales. Desde la
Antigüedad a J. S. Bach (1995-2001), W. A. Mozart (2003-2006), El oyente infinito. Reflexiones
y sentencias sobre música (De Nietzsche a nuestros días) (2007), Johann Sebastian Bach. Los
días, las ideas y los libros (2005), El mundo en el oído. El nacimiento de la música en la
cultura (2008), No sufrir compañía. Escritos místicos sobre el silencio (2010), Diccionario de
música, mitología, magia y religión (2012) o El luthier de Delft. Música, pintura y ciencia en
tiempos de Vermeer y Spinoza (2013). En 2015 ha sido galardonado con el Premio Príncipe
de Viana de la Cultura.

*Publicado por la editorial Acantilado, diciembre 2015.

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