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COLECCIÓN LOS PEQUEÑOS PLATONES

EL GENIO MALIGNO DEL


SEÑOR DESCARTES
(BASADO EN LAS MEDITACIONES METAFÍSICAS )

Textos de
Jean Paul Mongin

Ilustraciones de
François Schwoebel
Era una apacible noche del invierno de 1629 en Holanda. El señor
Descartes, caballero, soldado y viajero, se encontraba frente a su
mesa de estudio, al lado de una estufa muy caliente, que humeaba
y crepitaba.

Mientras que toda la ciudad, siguiendo el ejemplo de su


loro Baruch, llevaba ya tiempo dormida, el señor Descartes,
descifrando el gran libro del mundo, estudiaba la talla racional
de los cristales y los meteoros.

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De repente la nieve dejó de caer y el claro de luna proyectó
la silueta formidable del loro Baruch en la habitación. Por un
instante, el señor Descartes creyó sorprender en la sombra de
su compañero… ¡a un genio maligno que maquinaba ilusiones!

Aquella habitación, Holanda y el mundo aparecieron entonces


ante el señor Descartes con toda su extrañeza y, quizá, como
engaños del genio maligno. ¿Baruch, el fiel volátil, y el cuerpo
del señor Descartes podían ser sólo quimeras?

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El señor Descartes dudaba:

«¿No será que desde mi infancia he recibido una cantidad de falsas


opiniones y las he tomado por verdaderas, como cuando creía que
el Sol giraba alrededor de la Tierra?».

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«¿No será que alguna vez he notado que mis sentidos me
engañaban? ¿No he utilizado yo mismo esto para inventar
algunas fintas en mi tratado de esgrima?

Pero ¿acaso puedo dudar razonablemente de que estoy


realmente aquí, en mi habitación, cerca del fuego? ¿Y cómo
podría dudar de que estas manos y este cuerpo sean míos?».

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«¿O seré yo como esos insensatos que aseguran constantemente
que son reyes, mientras que son muy pobres; que están vestidos de
oro y púrpura, mientras que están desnudos; o se imaginan que
son cántaros o que tienen el cuerpo de cristal?».

—¡Insensato! ¡Insensato! —chillaba Baruch.

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¿O bien el señor Descartes estaba soñando? ¿Pensaba que soñaba,
o soñaba que pensaba soñar?

«Si el cielo, el aire, la tierra, los colores, las figuras, los sonidos,
si mis manos, mis ojos, mis sentidos no son más que parte
de un sueño, ¿de qué puedo tener absoluta certeza?».

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«¿Puede ser que el genio maligno me
provoque el sentimiento del tiempo, del
espacio y de los números aunque éstos no
existan? ¿Puede ser que 3 más 2 no sean 5,
y que el genio maligno haga que me
equivoque cada vez que hago ese cálculo?».

El señor Descartes decidió que para alcanzar


alguna certeza desconfiaría de las astucias del
genio maligno. Ya no se dejaría imponer
ninguna evidencia, como si nada ni nadie
existiese realmente. Baruch lo miró de soslayo.
El señor Descartes estaba muy solo.

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El señor Descartes recordó entonces a su amigo Anatole
Arquímedes, quien afirmaba que para desplazar el globo
terráqueo y transportarlo a otro lugar bastaba con tener
un punto fijo y estable.

«También yo debo descubrir alguna cosa cierta


e indubitable».

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Ahora bien, una cosa era segura: ciertamente, el genio maligno,
bajo la apariencia de Baruch, se las ingeniaba para hacer que el
señor Descartes se equivocase continuamente y para llenar su
mente de quimeras. Pero el propio señor Descartes, víctima de
estos artificios, existía de verdad, ¡puesto que era capaz de pensar
en todo esto!

«¡Eureka! Pienso, luego existo, ¡esto sí que es cierto!».

Lleno de entusiasmo, tomó su más bella pluma: quizá el genio


maligno creaba la ilusión de que tenía un cuerpo, de que poseía un
loro, de que vivía en el mundo, de que 3 más 2 sumaban 5… A pesar
de todo ello, el señor Descartes podía afirmar con absoluta certeza:

«¡Soy un ser pensante!».


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Sin embargo, si el señor Descartes era tan sólo un ser
pensante, ¿cómo podía conocer el mundo que lo rodeaba?
¿No era ese mundo la ilusión creada por el genio maligno?

El señor Descartes tomó un trozo de cera que había


sobre su escritorio; todavía estaba blando por la miel que
contenía, e impregnado del aroma de las flores. Y a la vez
estaba duro, frío; al dar golpecitos con él producía un ruido
sordo. El señor Descartes lo acercó al fuego de la estufa…

Y entonces el trozo de cera comenzó a calentarse. Empezó


a fundirse, perdió su forma y el señor Descartes, al darle
golpecitos de nuevo, se quemó ligeramente el dedo, pero
ya no se oía ningún ruido.

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«Y, sin embargo, es el mismo trozo de cera. Pero…
entonces la cera no está ni en la blandura de la miel,
ni en este agradable olor a flores, ni en esta forma, ni
en este sonido… Considero que se trata de la misma
cera, pero mis sentidos me dicen lo contrario…
¿Cómo puedo estar reconociendo esta cera si ahora
mismo me parece tan diferente?».

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En la calle, el estallido de las voces de algunos transeúntes
que se habían entretenido en una taberna atrajo al señor
Descartes hacia la ventana.

«Y estos sombreros y estos abrigos que veo pasar por


la calle, en los que yo reconozco a personas, ¿por qué
no estarían cubriendo espectros? ¿Y si, bajo sus plumas,
Baruch no fuera más que un autómata movido por
resortes? ¿Cómo prueban todas estas cosas que están fuera
de mí algo distinto que mi propia existencia, la del señor
Descartes, que las mira o imagina?».

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Al final, el señor Descartes sólo era capaz de conocer su propia
mente. Decidió entonces irse a dormir, y sopló su vela.

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«Ahora cerraré los ojos, me taparé los oídos, detendré
todos mis sentidos, borraré todas las imágenes de mi
pensamiento. A través de mi meditación, me esforzaré
por hacerme más reconocible y familiar a mí mismo».

—¡Tú mismo! —cantó Baruch, que quería dormir.

El señor Descartes, tras encasquetarse el gorro de


dormir, penetró en el interior de su propia mente y
comenzó a buscar en ella cosas ciertas y evidentes.

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Miles de ideas se entremezclaban en su cabeza:
la Tierra, el cielo, los astros, su primera novia,
que bizqueaba un poco, los restos del trozo de
cera y todo aquello de lo que alguna vez había
tenido conocimiento. Pero la cuestión era
asegurarse de que estas ideas correspondían
a cosas verdaderas…

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«Por ejemplo, tengo en mi mente esta
idea del sol tal y como lo veía brillar
ayer, extremadamente pequeño en
el cielo; y esta otra idea del Sol que
me da la Astronomía, según la cual
es varias veces más grande que la
Tierra. ¡Estas dos ideas no pueden
corresponder al mismo sol!».

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«Pero está claro que estas ideas de sol me vienen de algún
lugar: hay al menos tanta realidad en la causa de estas ideas
como en las ideas mismas…».

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El señor Descartes durmió durante mucho tiempo;
soñó que era un obrero afanado en la construcción
de una máquina formidable, concebida gracias a su
propia ciencia y a la ciencia de su loro. Las piececitas
de la máquina eran asimismo ideas extraídas de su
mente. Considerando todas estas ideas, que jugaban
las unas con las otras, creyó entrever en su origen la
idea primera, una idea clara y definida, que contenía
en ella toda realidad y toda perfección.

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Descubrió la idea de una cosa infinita,
eterna, todopoderosa, por la que fueron
creados él mismo y todo el universo.

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El señor Descartes sintió, al contemplar la perfección de esta idea,
una alegría maravillosa, una alegría que nunca antes había sentido.
Llamó a esta idea «Dios».

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«¿Cómo yo, que soy una cosa finita, yo, que no lo sé todo
y que no lo puedo todo, puedo tener una idea clara y
definida de una cosa infinita?».

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«¿De qué manera ha llegado a mi mente esta idea de Dios?
Porque yo nunca he encontrado a Dios mediante los
sentidos y, sin embargo, esta idea tiene que venir de una cosa
verdaderamente infinita…

¿Será que el propio Dios puso esta idea en mi mente cuando


me creó, como la marca del obrero sobre su obra?».

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Despertándose completamente, el señor Descartes analizó
esta idea de infinito que el propio Dios habría puesto al final
de todos los tesoros de su mente.

«Entonces, veamos: Dios es infinito, Dios es todopoderoso,


Dios posee todas las perfecciones. En suma, Dios no carece de
nada. Por lo tanto, no puede carecer… ¡de existencia! De hecho,
la existencia está tan fuertemente ligada a Dios como el valle
a la montaña, o los tres lados al triángulo… Y puesto que Dios
es perfecto, él no podría querer que me equivoque… Entonces
¿por qué las cosas de este mundo me parecen tan dudosas?».

Por su parte, Baruch miraba con el mayor interés a una


mosquita muy mal situada en una telaraña.

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El señor Descartes intentó aislarse de las cosas materiales. Se Incluso si todas estas cosas no eran más que el
metió en la cama, se escondió bajo la almohada, y se cubrió fruto de su imaginación, el señor Descartes no
las orejas, pero le fue imposible no sentir sus manos contra su podía ignorarlas completamente.
cabeza, el peso de las mantas y el olorcillo a pan recién hecho
que subía del puesto de un vendedor bajo su ventana.

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El señor Descartes vivía la unión de su alma y su
cuerpo, pero no conseguía comprenderla: ¿cómo
era posible que una emoción de su estómago, tan
diferente, por su naturaleza, de su mente, le hiciera
desear comer? ¿De qué manera una inclinación de
su cuerpo se ligaba a una representación de su alma?

«Esto sí que es extraño. ¡Yo, cosa que piensa, no


consigo separarme completamente de este cuerpo
al que llamo mío! ¡Y parece incluso que este olor
a pan recién hecho hace nacer en mi mente una
cierta alegría!».

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El señor Descartes recordó una noche de batalla en la que había
visto soldados que, tras habérseles amputado una pierna o un
brazo, seguían sintiendo dolor en la parte que les habían cortado.

—¿Quién sabe lo que puede el cuerpo? —preguntó Baruch.


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El señor Descartes conocía semejantes ilusiones: mientras dormía,
la máquina de su sueño le había parecido tan real como todo lo que
veía ahora. Definitivamente, no podía fiarse de sus sentidos.

«Por tanto, es mejor considerar como separados, por un lado, esta


mente que soy y que puedo visitar, y por otro, el cuerpo, en el que
suceden cosas confusas…».

Deslizándose fuera de la cama, pisó a Baruch, que andaba


de paseo y que le respondió con un picotazo.

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Gravemente herido en el dedo meñique de uno de sus pies,
el señor Descartes se enfrentó a Baruch, que no había
desayunado y que no iba a dejar escapar una golosina
obtenida a tan buen precio.

¡Ayyyy! El señor Descartes comprendió que no habitaba su cuerpo


como un piloto su navío, que estaba unido y mezclado a ese
cuerpo, de manera que si le herían en el pie sentía dolor,
a diferencia del capitán que ve romperse algo en su nave.
Juzgó entonces útil y razonable hacer lo posible para
expulsar lo dañino de su pie.

Teniendo en cuenta su meñique herido, el señor Descartes


comprendió que los sentidos le decían con más frecuencia
verdades que mentiras. Por otro lado, podía utilizar a varios de
ellos para examinar una misma cosa, y unir mediante su memoria
el conocimiento presente al pasado.
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«Si Baruch apareciese y desapareciese de repente, como Baruch iba y venía tranquilamente frente a su amo, y el señor
hacen las imágenes cuando duermo, más que un loro Descartes podía relacionar esta bonita mañana con el resto
auténtico, sería un espectro o un fantasma formado de su vida.
en mi cerebro.
Prestando atención a los ruidos de la calle, disfrutando de la
Pero ahora sé que no estoy soñando, ya que mis tibieza del sol, reuniendo todos sus sentidos, su memoria y su
sueños nunca concuerdan unos con otros, como los entendimiento, el señor Descartes no encontró ninguna cosa que
acontecimientos de mi vida cuando estoy despierto». estuviese mal ligada a las otras, y ya no tuvo dudas de su verdad.

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El genio maligno del señor Descartes
se terminó de imprimir en los talleres de Kadmos
en febrero de 2013.

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