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En el caso particular de la escuela primaria, el problema es doble. Por una parte, se trata de
estudiar la medida en que la escuela contribuye a la formación de la personalidad y, por otra, de ver
si existe, en el maestro, la personalidad suficiente para lograrla. Admitamos como indiscutible lo
segundo y ocupémonos de lo primero.
Para que tal personalidad exista es menester que el individuo, que es el ser tomado en su
aspecto biológico y psíquico inicial y dominado por sus necesidades y tendencias, alcance una
conciencia clara de su yo, y se conozca, y conozca el mundo que lo rodea. Además, debe ser
capaz de establecer relaciones de valores con ese mundo, para poder estimar las cualidades puras
del bien, la verdad, la belleza, etc., que deberán servirle como normas en la orientación y la defini-
ción de su vida. Y no basta esto todavía, porque se requiere que esa persona, una vez capacitada
para establecer tales valores, eleve a un alto grado de perfeccionamiento esas cualidades
superiores de su espíritu. Cuando tal cosa ocurre, puede hablarse de la presencia de una
personalidad formada y definida.
La edad de los alumnos de nuestras escuelas comunes no nos permite esperar que logren
ese alto grado de perfeccionamiento antes de retirarse de las aulas. Habrá que esperar hasta la
juventud o el último período de la adolescencia.
No obstante esa dificultad, la escuela primaria tiene, en este punto, una responsabilidad
gravísima, porque si bien no alcanza a ver la personalidad formada de los alumnos, le corresponde
iniciar y caracterizar las bases sobre las cuales ha de formarse más tarde. Su misión se torna más
delicada si pensamos que la labor de integración de la personalidad, iniciada bajo la orientación y
el estímulo de un maestro, es llevada a cabo por la gran mayoría de nuestros adolescentes sin
ayuda escolar de ninguna especie y que el esfuerzo que ellos deben realizar suele verse dificultado
o desviado por las influencias del medio. Baste, para apreciar el problema en toda su importancia,
el recordar que, según estadísticas recientes, más de setecientos mil jóvenes se forman, entre los
catorce y los diecinueve años, sin instrucción escolar y sin tener tampoco la relativa disciplina que
proporciona el ejercicio de una profesión o de un empleo.
La base dada por la escuela primaria debe tener firmeza suficiente como para que la
formación de la personalidad conserve, en tales situaciones, su rumbo inicial y resista a las fuerzas
destructoras que la juventud hallará a cada paso. De ahí lo delicado de la cuestión.
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Las operaciones intelectuales destinadas a proporcionar al niño sus conocimientos
escolares deberán ser, para el maestro, la primera preocupación encaminada hacia la formación de
la personalidad. Esos conocimientos no tendrán que ser meramente objetivos y desprovistos del
interés personal para los alumnos. Habrá que unificarlos, coordinarlos y vincularlos a la acción
futura del niño. Sobre esto, la didáctica contemporánea tiene ya soluciones eficaces y definidas que
nuestra literatura pedagógica ha puesto al alcance de todos los maestros.
Es conocido el predominio que los elementos afectivos ejercen sobre la vida espiritual del
alumno. Toca aquí al maestro aprovechar los sentimientos y emociones infantiles para ponerlos al
servicio de la caracterización de una recia personalidad.
En sus afanes por hallar tal iniciación de la personalidad, tendrá el maestro que recordar el
papel que juega el temperamento del alumno, como así también el valor decisivo que debe
asignarse al carácter como elemento fundamental de la persona. El carácter deberá preocuparle
constantemente. En él procurará hacer afirmar la línea de conducta futura del discípulo y tratar de
que éste lo ponga siempre al servicio de una orientación valiosa y condicionada por una vida
espiritual superior.
Hasta aquí hemos pensado en el niño frente al maestro; pero es preciso recordar que
ambos actúan en una comunidad humana y que ésta puede colaborar o poner dificultades en la
obra de estímulo para la formación de la personalidad. El maestro suele verse frente a problemas
extremadamente difíciles cuando aborda este aspecto de su obra educadora.
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estudiando a sus discípulos, a fin de comprenderlos y enseñarles a comprender a los demás para
poder convivir con ellos sin someter o anular la intimidad del propio espíritu.
En las relaciones con la sociedad, la persona suele adoptar posiciones inconciliables con el
criterio de armonía y equilibrio que debe primar en lo social. Esas posiciones van desde la
absorción total del individuo por la sociedad hasta la soledad hostil del hombre inadaptable. El
maestro deberá vigilar esta faz de la formación de la personalidad del niño para evitar que la
predominante tonalidad afectiva de sus relaciones con el medio lo predisponga a tales actividades
extremas.
Teniendo en cuenta que las relaciones de las personas son indispensables en la formación
de la comunidad, la labor del maestro capacitará al alumno para responder a las legítimas
solicitaciones de su medio, y le prestará el auxilio de sus mejores energías, cada ves que sea
necesario; pero sin dejar, por ello, de conservar sus propias características y de dar a su auxilio el
carácter de un esfuerzo voluntario, vinculado a una convicción personal o a un sentimiento
espontáneamente vivido.
Sólo así será factible su participación eficiente en la mutua formación que se requiere en
toda comunidad organizada.
Además de capacitar al alumno para convivir con otros hombres, el maestro lo preparará
para comprender las manifestaciones del espíritu humano, consagradas en las vastas y complejas
producciones individuales y colectivas que abarcamos bajo la denominación genérica de cultura.
Mucho se ha escrito y disentido acerca del respeto que merece la personalidad del niño. La
didáctica ha consagrado ya ese respeto, pero no siempre logra dar, en sus conclusiones, la medida
exacta con que el maestro debe actuar junto al discípulo. Es explicable tal limitación, si se tiene en
cuenta que cada alumno ofrece, en cada instante de su paso por las aulas, una medida distinta en
lo que respecta a la relación de su persona con la del educador. Por ello toca al maestro graduar su
influjo, para evitar el sometimiento excesivo en que incurren los educadores que moldean
demasiado el alma de sus alumnos, o el abandono, también excesivo, de los educadores que
temen someter a sus alumnos si buscan penetrar en sus espíritus con el propósito de encauzarlos
o rectificarlos. Por lo mismo, este problema no debería ser objeto de recetarios didácticos
detallistas y fijos.
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Que sepa el maestro de las preocupaciones de la pedagogía y de la acción educadora por
la formación da la personalidad; que comprenda el alcance del problema; que haga un minucioso
examen de conciencia y vea si su propia personalidad se halla formada; y que busque, en la
coincidencia de valores con el discípulo, el punto de partida para realizar su labor al servicio de la
personalidad que forma. Con ello y con una sostenida y honesta labor de observación de los
resultados de su obra, para rectificarlos y mejorarlos en la medida de lo posible, harán los maestros
argentinos la obra que el país necesita y espera de la educación de sus nuevas generaciones.
Juan E. CASSANI