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Políticas del coronavirus

David Pavón-Cuéllar
Sospecha e inquietud
¿Cómo no sospechar del coronavirus cuando varios de sus efectos coinciden con los
intereses y las orientaciones ideológicas del actual capitalismo neoliberal y
neofascista? El agente viral nos hace compartir la obsesión derechista por la
seguridad. Justifica prohibiciones, vigilancias, controles. Nos compele a elegir entre
nuestra vida y nuestra libertad. Nos hace aplaudir cualquier medida liberticida para
protegernos. Permite excluir a poblaciones enteras y cerrar fronteras nacionales. Nos
encierra dentro de nuestros países, nuestras casas, nuestros lugares de trabajo y de
consumo, de producción y realización del capital. A cada individuo lo confina en sí
mismo, lo hace desconfiar de los demás, verlos con recelo y apartarse de ellos como
posibles portadores del virus. A cada uno lo hace anteponerse a los demás. A todos
nos excusa para que obedezcamos la ley de la selva y la máxima de “sálvese quien
pueda”. Nos pone a competir entre nosotros para comprar artículos de supermercado,
pero al mismo tiempo impide que nos congreguemos para protestar en calles y en
plazas. Nos obliga a vincularnos exclusivamente a través de redes sociales como
WhatsApp y Facebook. Además nos hace abandonar, olvidar o postergar nuestras
luchas más urgentes e importantes, precisamente contra el capitalismo neoliberal y
neofascista, pero también contra el ecocidio generalizado, contra el machismo y el
patriarcado.
Es como si el virus fuera el último recurso para detener las inmensas protestas con las
que estábamos conmoviendo el mundo. Es como si fuera un arma, no un arma
biológica de los estadounidenses o de los chinos, pero sí un arma biopolítica de los
únicos verdaderos enemigos, de quienes personifican al capital, de los beneficiarios y
operadores de lo que nos oprime y nos explota. Lo seguro es que ellos, como
siempre, intentarán sacar provecho de lo que sucede y hacer fortuna con la desgracia,
lo que no significa, por supuesto, que sean ellos quienes hayan creado el virus.
Aunque resistiéndonos a la tentación de la tesis conspiracionista, debemos reconocer
al menos que la pandemia podría contribuir a nuestra dominación e incluso realizar las
más enloquecidas fantasías del poder que nos oprime. Nos encontramos así en el
escenario que Foucault detectó y describió en las viejas epidemias de peste. La
ciudad apestada, como el mundo infectado por el coronavirus, posibilita la realización
de una utopía gubernamental y disciplinaria en la que todo puede al fin mirarse,
vigilarse, controlarse y dominarse.
Desde luego que la situación tiene un carácter excepcional. Sabemos que se trata de
una emergencia y esperamos que sea pasajera, pero entendemos a Giorgio Agamben
cuando se inquieta ya por “lo que luego vendrá”. Lo entendemos cuando nos advierte
que el coronavirus, como el terrorismo en los años pasados, podría acentuar el “uso
del estado de excepción como un paradigma normal para el gobierno”.
Las instancias gubernamentales tendrán buenas razones para normalizar la situación
excepcional generada por el coronavirus, ya sea porque el coronavirus llegó para
quedarse, como piensan algunos, o bien, como piensan otros, porque nos confirma la
creciente proliferación de gérmenes patógenos cada vez más peligrosos, como el
SARS, el H1N1, el Zika y el Ébola. En uno u otro caso, el peligro en el que nos
encontramos hará que nosotros mismos exijamos a nuestros gobiernos que nos
cuiden con medios cada vez más estrictos que servirán de paso para vigilarnos,
controlarnos, contenernos, reprimirnos, perseguirnos, dominarnos. Esto no excluirá
que nosotros mismos nos cuidemos al quedarnos encerrados en casa, reduciendo
nuestras vidas a actividades “esenciales” como producir o consumir, trabajar o ir de
compras, y privándonos de actividades tan “superfluas” como protestar en las calles o
participar en otras actividades que mantienen viva nuestra comunidad y que le
permiten resistir contra el poder. ¿Acaso no es así como estamos procediendo ahora
mismo al cuidarnos mientras esperamos que se nos cuide?
Conspiracionismo y omnipotencia del pensamiento
Ahora bien, si estamos cuidándonos y esperando cuidado, no es porque hayamos
caído en una trampa maquinada por los medios y por los poderes gubernamentales y
empresariales. No podemos estar de acuerdo con Agamben cuando pretende que el
coronavirus es una “gripe normal”, que la epidemia es una “invención” del poder y que
nuestro pánico ha sido artificialmente inducido por medidas “injustificadas” y
“desproporcionadas”. Rechazamos este diagnóstico porque nos parece precipitado e
infundado, porque raya en un conspiracionismo delirante, porque soslaya lo que
científicos autorizados han declarado al respecto, porque delata cierto desdén
aristocrático por las masas, porque no creemos que seamos tan fácilmente
sugestionables y manipulables.
Huelga decir que no estamos imaginando lo que sucede. Las muchedumbres de
enfermos y muertos no están dentro de nuestras cabezas. No se trata de simples
ideas que se nos hayan ocurrido, sino de una realidad material que no podemos
controlar, que nos acecha, nos amenaza y por eso nos aterra.
El coronavirus existe. Lo tenemos ante nosotros. Quizás logremos protegernos de él o
incluso vencerlo con anticuerpos o medicamentos, pero no hay manera de refutarlo
con argumentos, aun cuando sean los mejores argumentos y aun cuando nosotros
seamos pensadores tan agudos y lúcidos como Agamben.
Las ideas no son tan poderosas como lo creen muchos académicos e intelectuales del
hemisferio occidental que viven y elucubran en condiciones materiales de
prosperidad, seguridad y comodidad. Como ya lo notara Plejánov en su tiempo, la
posición de privilegio favorece las concepciones idealistas al hacer que se atribuya a
las mismas ideas, como un poder propio e intrínseco, el poder que reciben de la
posición de privilegio en la que pueden forjarse con libertad y realizarse con relativa
facilidad. ¿Cómo no convencernos de que nuestras ideas son todopoderosas cuando
estamos en condiciones de entregarnos a ellas y vivir de ellas, cuando contamos con
recursos para materializarlas, cuando corresponden a caprichos que podemos costear
o a órdenes que otros deben obedecer? Llegamos así, en las élites económicas,
políticas e intelectuales de nuestro siglo, a esa creencia en la omnipotencia del
pensamiento característica de los infantes y de los pueblos llamados “primitivos”.
Hay algo de primitivismo y de inmadurez en ese adulto del tercer milenio, en ese
heredero de la izquierda posmoderna y de la derecha posverdadera, que no deja de
crear y recrear todo libremente con su mente sin la menor exigencia de racionalidad o
verosimilitud. No hay nada que lo detenga. Incluso cuando se estrella contra una
realidad tan evidente como la del coronavirus, consigue que su pensamiento la
cuestione, la considere una simple construcción y la disuelva en su idea, en su
interpretación, en el significado que le asigna.
Por ejemplo, así como la pandemia era una invención para Agamben, así es una
“farsa” demócrata para Donald Trump, una expresión de “histeria” para Jair Bolsonaro,
una “exageración” en la que se proyecta el “miedo a la muerte” para Mario Vargas
Llosa y una “fermentación de pasiones tristes y mitologías dañinas” para Bernard-
Henri Lévy. Vemos cómo lo psicológico y lo político devoran lo biológico. Lo real es
ideológicamente desrealizado. El virus aparece como rumor, distractor, discurso,
razón, pretexto, estratagema, treta, medio o signo de algo más.
Incertidumbre y esperanza
En lugar de reducir el coronavirus a lo que no es, al significado que se le atribuye o a
la utilización que se le da, podemos reconocerlo sencillamente como lo que es y luego
analizar cómo puede ser utilizado y significado. Esto es lo que han hecho
recientemente Naomi Klein, Panagiotis Sotiris y Slavoj Žižek. Ninguno de los tres ha
necesitado ni negar la pandemia ni atenuar su gravedad para examinar sus
implicaciones políticas e ideológicas. Estas implicaciones se han diferenciado
cuidadosamente del hecho biológico, el cual, en sí mismo, es ideológicamente neutro
y “neutral políticamente”, como bien lo advierte Badiou.
Aunque descarte explícitamente la ideologización-politización conspiracionista del
coronavirus, Naomi Klein está muy cerca de Agamben cuando considera el uso de la
pandemia viral con fines de control social. Podemos inspirarnos de Klein para prever
que la pandemia será en cierto aspecto, sólo en cierto aspecto, como el huracán
Katrina de 2005, como la crisis económica de 2009 o como los golpes de 1973 en
Chile y de 1993 en Rusia. Como todos estos shocks, el del coronavirus será explotado
para atemorizar, desmovilizar, debilitar a las masas, enriquecer a las minorías
privilegiadas y así profundizar la desigualdad.
Lo más probable es que los de abajo pierdan con el coronavirus, mientras que los de
arriba se las arreglen para ganar. Es un desenlace análogo al temido por Agamben.
Sin embargo, para evitar este desenlace, Naomi Klein sigue una vía diferente que la
del autor de Homo Sacer y Profanaciones.
El filósofo y académico italiano intenta primeramente refutar el virus y luego
agazaparse en su yo y deslindarse de una sociedad que “no cree en nada que no sea
la nuda vida”. La periodista y activista canadiense, por el contrario, prefiere asumir
desde un principio la irrefutable existencia del virus para luego incluirse en la
sociedad, en el nosotros, y apostarle a nuestra capacidad de movilización social.
Como ella misma lo dice: “o retrocedemos y nos desmoronamos, o crecemos y
encontramos reservas de fuerzas y compasión que no sabíamos que éramos capaces
de tener”.
La diferencia entre Agamben y Klein ante el coronavirus es una contradicción entre el
aristocratismo intelectual y el activismo social, entre la certeza idealista y la
incertidumbre materialista, entre la desesperanza del yo y la esperanza en
el nosotros. La visión esperanzada y esperanzadora de Klein es por fortuna
compartida por otros autores, entre ellos Panagiotis Sotiris, quien impugna
explícitamente lo planteado por Agamben. Mientras que el italiano pronostica el uso
gubernamental del coronavirus para ejercer un biopoder consistente en la vigilancia, el
control y la dominación, el filósofo y militante revolucionario griego confía en que el
virus posibilite una suerte de socialización o reapropiación popular del biopoder a
partir de la reivindicación de una biopolítica democrática y comunista.
La otra biopolítica defendida por Sotiris está basada en el fortalecimiento de la salud
pública, pero también en la democratización del saber y de las decisiones, en la lucha
común y la organización colectiva, en la solidaridad y el cuidado mutuo. De lo que se
trata, según los términos del propio Sotiris, es de establecer “prácticas colectivas que
realmente contribuyan a la salud de las poblaciones” sin “una expansión paralela de
las formas de coerción y vigilancia”. En lugar de servir para extender y reforzar los
dispositivos disciplinarios-controladores del biopoder, como lo teme Agamben, la
pandemia podría ser la crisis por la que nos liberemos de tales dispositivos, tomemos
el biopoder, tal como se toma el Estado, e instauremos una biopolítica
verdaderamente democrática.
La posibilidad de la revolución biopolítica vislumbrada por Sotiris no dependerá de una
argumentación individual como la de Agamben, sino de la movilización social, de su
estrategia y de su equilibrio de fuerzas en relación con las élites dominantes. Es en el
reino de este mundo, en el campo material de la lucha de clases y no en el campo
ideal-ideológico de la discusión filosófica, en donde se decidirá si el coronavirus tiene
efectos opresivos o liberadores. En la incertidumbre, no pudiendo predecir aquello por
lo que debemos luchar, Sotiris difiere de la certidumbre idealista de Agamben y
adopta una perspectiva materialista como la de Naomi Klein y también como la
de Slavoj Žižek.
El materialismo de Žižek también se manifiesta en la incertidumbre, la cual, en su
caso, reviste una forma dubitativa. Cuestionando las certezas de Agamben con
respecto al interés del poder gubernamental en la pandemia, el filósofo esloveno se
pregunta por qué tal poder estaría interesado en promover un miedo que perturba la
“fluida reproducción del capital” y que viene acompañado por la desconfianza hacia
los gobiernos y por la conciencia de “la necesidad de controlar al poder mismo” al que
se responsabiliza con razón de lo que está sucediendo.  Más que reforzar y expandir el
poder gubernamental, el coronavirus lo exhibe, lo desacredita, lo expone y así lo
debilita. El virus también está provocando a cada minuto pérdidas millonarias al
capital al detener la producción industrial y el transporte aéreo, al cerrar comercios, al
amenazar con quebrar a hoteles y aerolíneas, al derrumbar las bolsas de valores y al
menguar considerablemente las más grandes fortunas.
Los vertiginosos efectos económicos y políticos del coronavirus no se traducirán de
modo automático en la emancipación de la humanidad. Esto lo tiene muy claro Žižek.
De ahí que él también apueste, como Klein y Sotiris, a la movilización social. Es ella la
que escribirá el último acto de la pandemia. De modo más preciso, tal acto dependerá,
para Žižek, de nuestra capacidad para “movilizarnos sin pánico e ilusiones”, en
“solidaridad colectiva”, una vez que hayamos “aceptado” lo que ocurre.
Aceptación y oportunidad
Empecemos por la aceptación de la pandemia. Dejemos de negarla. Ya no tratemos
de refutarla. Entendamos de una vez por todas que no es un mal pensamiento que
podamos disipar con otros pensamientos, como han intentado hacerlo en vano, cada
uno a su modo, los demagogos Trump y Bolsonaro, así como el genial Agamben y los
no tan geniales Vargas Llosa y Bernard-Henri Lévy.
Aunque microscópico, el coronavirus habrá de constituir una catástrofe planetaria sin
precedentes en el último siglo, una hecatombe para la humanidad, una realidad
material enorme, abrumadora, implacable, amenazante y difícilmente pensable.
Primero aceptémosla como tal, sin aminorar ni suavizar nada en ella, y luego veamos
qué pensar y sobre todo qué hacer. De lo que hagamos dependerá nuestro futuro,
como bien lo han comprendido Žižek, Sotiris y Naomi Klein. Al igual que ellos,
conservemos la esperanza y la confianza en todo aquello de lo que somos capaces al
actuar de modo colectivo.
Tan sólo colectivamente podremos impedir que la pandemia viral sirva los intereses y
las orientaciones ideológicas del actual sistema capitalista neoliberal y neofascista. Si
no enfrentamos este sistema con toda nuestra fuerza colectiva, entonces utilizará sin
duda la crisis pandémica para seguir haciendo lo que siempre ha hecho a través de
sus aparatos empresariales y gubernamentales: controlarnos, domesticarnos,
privatizarnos, reprimirnos, dividirnos, atemorizarnos, desmovilizarnos, volvernos
contra nuestros hermanos de otros países, obsesionarnos con la seguridad y
confinarnos dentro de nuestras esferas burguesas nacionales, familiares o
individuales.
Como lo ha notado Naomi Klein, el coronavirus puede sacar lo peor de nosotros, pero
también lo mejor. Puede ayudar a realizar un potencial de fuerza y compasión, de
generosidad y solidaridad, que nunca hubiéramos imaginado albergar dentro de
nosotros. Esto puede transformarlo todo.
Ahora quizás lo más transformador, lo más revolucionario, sea valerse de la pandemia
para volvernos hacia nosotros y recordarnos, recordar lo que somos, redescubrir que
somos nosotros más que yo, que no es mi vida sino la nuestra la que importa, y que
sólo juntos llegaremos a ser todo lo que somos, lo que no hemos querido ser, lo que
estamos inmolando constantemente al capital con su estúpida lógica de acumulación
y devastación. Este redescubrimiento debería permitir, como lo quiere Sotiris, que le
arrebatemos al capital el poder que tiene sobre nuestras vidas y que nos lo
reapropiemos de manera verdaderamente democrática.
La utopía de una biopolítica popular y comunista podría ser posible gracias a la crisis
política y económica suscitada por la pandemia. Esta crisis, comprensiblemente
destacada por Žižek, podría ofrecernos una oportunidad irrepetible para destruir el
capitalismo justo antes de que el capitalismo termine de aniquilarnos. Quizás no haya
otra ocasión de salvarnos. ¿Y si estuviéramos ante nuestra última oportunidad?
¿Y si más bien estuviéramos exagerando? Tal vez nos estemos entregando a lo que
Badiou ha descrito como los “tristes efectos” de la “prueba epidémica”, los mismos
ahora que en la Edad Media: “misticismo, fabulaciones, oraciones, profecías y
maldiciones”. Puede ser, en efecto, que estemos sobredimensionando y
sobreinterpretando algo que sería solamente como la peste negra del siglo XIV. Sin
embargo, aun si así fuera, no hay que olvidar que esa peste contribuyó a liberarnos
definitivamente de la sociedad feudal y de su régimen de servidumbre. Quizás le esté
llegando su turno al sistema capitalista y a sus diversas formas de explotación del
mundo y de la humanidad.

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