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�ansformado

s
por el

Alejandro
Bullón
ALEJANDRO BULLÓN
Índice

1. La resucitada
2. El preconceptuoso
3. La traicionada
4. La patrona
5. El rico infeliz
6. La beata
7. El indiferente
8. La ultrajada
9. El incrédulo
10. La criticona
1

HISTORIA
La resucitada

Cómo una mujer que se consideraba un


cadáver espiritual, recuperó la vida plena en
Cristo, al buscar personas para Jesús.

¿
Alguna vez has creído que la muerte podría ser la
única solución para el drama que vives? A veces los
seres huma- nos reaccionamos así ante las
circunstancias difíciles que
la vida presenta. Pero soy una cristiana y no debería pensar
así, solo que a pesar de ser miembro de la iglesia, mi vida,
hasta aquí, ha sido una historia de hipocresía y mentira.
Cuántas veces pensé que lo más honesto de mi parte,
era abandonar definitivamente la iglesia. Oigo todos los
días, en mi corazón, una voz que me dice:
—¿Por qué no largas todo y te olvidas que un día estuviste
aquí?
Pero yo sé que esa no es la voz de Dios. Creo en la gracia
maravillosa de Jesús, pero últimamente siento que he
llegado al fondo del pozo. No me remuerde más la
conciencia. Vivo en pecado pero me parece natural. Creo
que he cometido el pe- cado contra el Espíritu Santo y para
mí ya no queda esperanza. Mi nombre es Valeria, pero
podría ser cualquier otro, in- clusive el tuyo. Hoy es viernes
de noche y acabo de ver en la televisión una película que
un cristiano jamás debería ver, ni siquiera en un día común
de la semana. Tendría que haberme sentido mal, pero no.
Simplemente me acuesto y duermo sin orar. Hace años que
no oro, ni abro la Biblia. Estoy en la iglesia
5
por costumbre, yo creo. Es como si fuese a un club donde
en- cuentro a mis amigos. Nos reunimos, nos saludamos,
intercam- biamos las noticias de la semana, almorzamos
juntos y después la vida continúa su ritmo normal.
Nací en la iglesia. Haber conocido el evangelio,
desde niña, podría haber sido un privilegio, pero en mi
caso no lo fue. La tragedia de los que un día nacimos en la
iglesia es que no podemos definir con exactitud el
momento en que fuimos convertidos. Pensaba que era el
día de mi bautismo. Pensaba, digo, porque después de mi
bautismo las cosas empeoraron. Me volví indolente frente
a asuntos espirituales, caí en una me- diocridad
arrasadora y creo que me hundí en la arena movedi- za del
cinismo.
Al principio, eso me
asusta- ba, pero hoy ya no me "Si los miembros
preocupa más. Lo peor de de la iglesia no
todo es que, en la iglesia, emprenden
todos creen que soy una individualmente
buena persona. Canto en el esta obra,
coro, presento la carta demuestran que no
misionera e inclusive, dirijo la tienen relación
lección de la escuela sabática viva con Dios". (JT2
en mi clase, de vez en cuando.
Conozco la Biblia muy
bien, sé todas las doctrinas, y si fuere necesario, podría
defen- derlas y explicarlas, pero ¿de qué me sirve? Abro la
Biblia solo cuando me toca dirigir la lección, pero después,
la dejo que se empolve en algún rincón. Menos mal que
ahora existe el iPod, porque así me evito cargar la Biblia y
mientras el pastor predi- ca, yo me conecto a internet
aparentando que estoy leyendo la Biblia.
Pero hoy es un día diferente. Es sábado. Afuera el día
está lluvioso. No hay sol, pero a pesar de eso, la iglesia
está llena. Todos han venido cargando paraguas y sombrillas.
Desde hace
6
La resucitada

varios sábados se ha venido anunciando esta fecha. Hoy


en la iglesia se están organizando parejas de oración y el
pastor ha pedido que cada uno escoja a un amigo de
oración y después que piense en, por lo menos, tres
personas a quienes deseara llevar a Jesús, y empiece a
orar por ellas.
No me siento cómoda con la actitud del pastor,
quisiera salir para no comprometerme. ¿Qué les voy a decir
a las perso- nas si yo misma no siento nada?
Miro para todos lados y veo que cada hermano busca
a alguien para ser su compañero de oración. Trato de
disimular, esperando que nadie me busque pero es inevitable,
veo venir en mi dirección a Betty. La conozco desde que
éramos adolescentes y participábamos en el club de
Conquistadores. ¿Qué hago?
¿Dónde me escondo? Ya es tarde, no hay manera de escapar.
—Hola, ¿quieres ser mi compañera de oración?
—Sin duda.
—¿Ya tienes los nombres de las personas que deseas traer a
Jesús?
—Estoy pensando.
—Bueno, piensa, porque mis nombres ya están aquí.
Me pongo a pensar. ¿Quiénes pueden ser? Ah, ya
sé. Dos amigas del trabajo y un tío, hermano de mi mamá,
con quien no me relaciono bien.
—Ya los tengo.
—Entonces dame tus nombres y toma los míos.
—¿Y ahora?
—Ahora yo oro por los míos y los tuyos, y tú haces lo
mismo. ¿No oíste la explicación del pastor?
No, no la he oído, porque mientras él explicaba,
estaba jugando con el iPod.
Al día siguiente, domingo, Betty me despierta a las
diez de la mañana.
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–Valeria, acabo de orar por ti y por las tres personas
que deseas llevar a Jesús.
–¿Qué? ¿Por qué oraste?
–¿No te acuerdas? Yo te llamo hoy y tú me llamas
mañana.
No me acuerdo. ¿Cómo podría acordarme si mi vida
en la iglesia es puro formalismo? Soy un cadáver
espiritual, no tengo existencia. Los asuntos de la iglesia no
me importan para nada.
—Valeria, ¿estás allí?
—Sí, discúlpame Betty, es que estaba dormida.
—No hay problema, que tengas un buen día.
Cuelgo y sigo durmiendo.
A la mañana siguiente me levanto porque tengo
mucho que hacer, salgo corriendo como todos los días, sin
orar ni es- tudiar la Biblia. Por la noche regreso cansada y
me pongo a ver televisión. En eso, suena el teléfono.
—Hola Valeria, ¿qué te pasa, muchacha?
—¡Cómo que qué me pasa! Nada, estoy bien gracias
a
Dios.
—¿Y por qué no me llamaste?
—¿Tenía que llamarte?
—Chica, despierta, ¿estás durmiendo nuevamente?
—¿Qué quieres decir?
—¡Estás bromeando! ¿No te acuerdas que debías
llamar-
me para decirme que oraste por mí y por los amigos que
deseo llevar a Jesús?
—Betty, discúlpame, me había olvidado.
—Bien lo dijo el pastor que si no nos organizábamos
en parejas de oración, este proyecto no iría adelante.
Así es todos los días. Betty no me deja tranquila y
como me pregunta siempre cómo están las personas con
las cuales estoy trabajando, me veo obligada a hacer alguna
cosa. Así que busco a mis dos amigas en el trabajo, sigo las
instrucciones del pastor

8
La resucitada

de no hablarles de religión, sino de hacerme más amiga de


ellas, de ayudarlas en todo y de conversar de asuntos que a
ellas les interesa.
Para mi sorpresa, siento que me gusta.
Este mediodía, a la hora del almuerzo, Liliana, una de
ellas me cuenta que está con cáncer, que va a ser
sometida a una cirugía y que después le aplicarán
quimioterapia. Ella tiene una niña de tres años y teme
dejarla huérfana. Al ver su dolor, trato de consolarla.
—Confía en Dios, él nunca falla.
Me siento falsa. Mi boca habla pero mi corazón está
au- sente y eso me duele. Ella me mira como si buscase
una tabla de salvación.
—¿Tú eres de alguna iglesia, no?
—Sí, soy adventista.
¡Qué Dios me perdone, pero ella sabe que yo
enamoré con el jefe que es un hombre casado! ¡Qué
vergüenza!
—Pídele a tu iglesia que ore por mí.
—Claro, Lili, te prometo que voy a orar por ti.
Ella está en la lista que entregué a Betty.
Teóricamente yo debería estar orando por ella todos los
días, pero para qué mentir, si no lo hago.
Cuando llega la noche, al dormir, acostada en la
cama, me acuerdo de Liliana y de sus temores. Y
entonces, sin per- cibirlo, me descubro orando por ella.
¿Qué estoy haciendo?
¿Orando? ¿Yo? Repentinamente me acuerdo que hace mucho
tiempo no oro a solas. Y no sé por qué, me da nostalgia del
tiempo en que acostumbraba orar. ¿A dónde se habían ido
esos tiempos? ¿Qué me había sucedido a lo largo del
camino?
Esta noche entiendo por qué, el hecho de trabajar por
otro te ayuda a ti, personalmente, a crecer en la
experiencia cristiana. Si yo no hubiese buscado a Liliana
para conversar, esta noche, como tantas otras, no habría
orado. Pero como

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me interesé en llevar a alguien a Cristo, aunque solo fuese
por causa de la presión de Betty, volví a orar después de
muchos meses.
A la mañana siguiente despierto a Betty muy temprano.
—Disculpa que te despierte, tengo algo maravilloso
que contarte.
—¿Qué fue?
—Liliana, una de las personas por las que te pedí que
orases, está interesada en oír acerca de Jesús.
—¿No es maravilloso?
—Claro que lo es Betty.
La misión no le fue
Este fue el comienzo de
una nueva etapa en mi vida. dada al ser humano
El otro día oí al pastor contar porque Dios no pueda
la historia de un hombre que predicar el evangelio.
es- taba muriéndose Dios es Dios. Él
congelado en la nieve cuando podría hacer que el
encontró a otra persona en mundo entero acepte
peores condiciones que él. a Jesús en un
Pensó que lo más sa- bio instante, pero el
sería continuar su camino Señor me dio la
porque estaba exhausto, misión por mi propio
pero su amor fue tan grande, bien. Es llevando a
que decidió cargar al otras personas a los
extraño. Lo sorprendente es pies de Jesús, lo que
que al esfor- zarse para permite crecer en la
cargar al otro, entró en calor
y ambos se salvaron.
Hoy entiendo que la mi-
sión no le fue dada al ser humano porque Dios no pueda
pre- dicar el evangelio. Dios es Dios. Él podría hacer que
el mundo entero acepte a Jesús en un instante. Los
ángeles del cielo podrían venir al mundo y hacer lo que yo,
como cristiana, no hago, pero el Señor me dio la misión
por mi propio bien. Es llevando a otras personas a los pies
de Jesús, lo que permite crecer en la experiencia cristiana.
10
La resucitada

Antes, orar para mí, era cumplir con un deber. Hoy


con- sidero un privilegio conversar con Dios. Evito
formalismos en mi vida de oración. A veces, despierto a
medianoche o de madrugada y, acostada en mi cama,
converso con Jesús, le cuento mis luchas y mis temores,
le digo a Él lo que no tendría el valor de decírselo a nadie.
He aprendido también que la Biblia es una carta de
amor que Dios me escribió. No la leo más por deber. La
abro y trato de entrar en las historias. Cuando leo la
historia de Zaqueo, yo soy Zaqueo. Me imagino encima del
árbol, mirando a Jesús y pensando que soy indigna de
estar a su lado, después percibo que él se detiene, me
encuentra con la mirada y me dice que, aunque yo no lo
merezca, él desea ir a mi casa.
Esta manera de estudiar la Biblia le ha dado un sabor
es- pecial a mi vida devocional. Ya no vivo preocupada
solo en el hecho de ser buena. Mi preocupación ahora es
buscar diaria- mente a Jesús a través de la oración y del
estudio de la Biblia, y después salir corriendo y contar a
otros acerca de su inmenso amor.
Creo que la vida solo merece ser vivida cuando
existen sueños. El día que dejas de soñar, dejas de vivir.
Así de simple. No hay complicaciones. Los sueños te
motivan a realizar cosas que a simple vista parecen
imposibles. Con Dios no podría ser diferente. Es un Dios de
sueños.
El mundo gemía, envuelto en las tinieblas del
pecado. Hombres y mujeres estábamos condenados a
muerte eterna. El universo lloraba la tragedia humana y,
delante de esa situación catastrófica, el Señor Jesús soñó
con rescatar a sus hijos de las profundidades grotescas del
mal, devolverles la imagen del Pa- dre y en ocasión de su
Segunda Venida, encontrar “una iglesia gloriosa, que no
tuviese mancha, ni arruga, ni cosa semejante, sino que
fuese santa y sin mancha”.
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Pero todo sueño tiene un precio. Y el precio que
Jesús pagó por el suyo fue muy alto, le costó la propia
vida.
En la Biblia encontramos descrito, muchas veces, el
sue- ño de Dios Imagínalo cerrando los ojos y
preguntándose a sí mismo: “¿Quién es esta que se
muestra como el alba, hermo- sa como la luna,
esclarecida
como el sol, imponente como ¡Ese es el reino de Dios!
ejércitos en orden?” ¡El sueño divino! Un
¡Ese es el reino de Dios! pueblo preparado, una
¡El sueño divino! Un pueblo iglesia gloriosa y sin
preparado, una iglesia gloriosa mancha, hermosa como
y sin mancha, hermosa la luna, esclarecida
como la luna, esclarecida
como el sol, reflejando
como el sol, reflejando su
su carácter.
carácter. Una iglesia gloriosa,
sin arruga y sin mancha,
como una novia ves-
tida de blanco esperando a su novio. Una iglesia auténtica,
sin formalismos, que no viva solo preocupada con la
apariencia,
¡Esa es la iglesia de los sueños de Dios! ¡El pueblo que
forma parte del reino del Padre!
El día viene, y no tardará, cuando finalmente Jesús
apa- rezca en las nubes de los cielos, en busca de la
iglesia de sus sueños. Ese día, la pregunta que él me
hará, no será si me porté bien o no, sino ¿aprendiste a
vivir conmigo la más linda historia de amor y contaste
nuestra historia a otros?
A mí me costó años de duro peregrinaje. Había
pasado noches de desesperación y lágrimas, porque antes
de caer en el terreno del cinismo espiritual, vagué en el
valle del dolor de la conciencia. Luché contra la voz de
Dios y, poco a poco, casi sin darme cuenta me fui
endureciendo.
Pero Dios fue bueno conmigo y me enseñó que para
lle- gar al reino de los cielos, no basta nacer nuevamente.
Es nece- sario permanecer fiel hasta el fin. Y la única
manera de hacerlo

12
La resucitada

es buscando a Dios todos los días, en oración, estudiando


su Palabra diariamente para alimentar y fortalecer el alma.
Final- mente, salir en busca de las personas y traerlas a
Jesús.
Yo puedo ser tú. Y tú tal vez seas yo. Eso ya no importa.
Las cosas viejas pasaron. He aquí, todas son hechas nuevas.

¡Esta es mi historia! ¡Este es mi testimonio!

¡Yo fui !
13
2
HISTORIA

El preconceptuoso
Cómo un pastor evangélico fue conquistado
por la iglesia del amor.

L
a vida es una carretera larga y sinuosa que lleva por
lu- gares que uno nunca imagina. De chico oía a mi
padre repetir la frase popular: “Nunca digas de esta
agua no
beberé”. Pero jamás imaginé que ese pensamiento resume
una de las realidades más impresionantes que confronta el
ser hu- mano.
Los primeros recuerdos de mi vida están bañados de
nos- talgia. Éramos una familia feliz. Adolescente aún
andaba can- tando en las selvas frondosas de mi tierra,
con una guitarra en la mano. Dejaba que mi corazón
llorase haciendo música. Era sensible a las cosas de Dios y
me cautivaba su amor expresado en la belleza de la
naturaleza.
Conocí el evangelio de Jesucristo a temprana edad, y
a los 16 años ya estudiaba en la Escuela de Teología. Mi
sueño era ser un ministro de Dios y consumir mis fuerzas en
la salvación de las personas.
Un día conocí a Dalia. Su sonrisa llegó al fondo de
mi alma y despertó la tecla del amor, entonces mi corazón
empezó a latir con fuerza y percibí otra dimensión de la
vida. Nos casamos jóvenes y Dios nos dio tres hijos lindos
que hoy completan nuestra felicidad.
¿Por qué cuento todo esto? No sé, tal vez porque en
la hora del dolor es necesario recordar los momentos de
felicidad
14
El preconceptuoso

para seguir creyendo que la vida es digna de ser vivida a


pesar de las nubes negras que la circundan.
Es medianoche cuando escribo esta historia. En
realidad no es una historia, sino el grito de mi corazón
triste, el dolor de haber herido gente linda, el recuerdo de las
incoherencias de mi vida, pero al mismo tiempo la alegría
de un nuevo amanecer, la liberación de los preconceptos
que me encarcelaban en un mundo de teología mal
entendida.
Mi esposa duerme, o aparenta dormir, mis hijos
reposan tranquilos, ajenos a los pensamientos que se
apoderan de mi mente. Mañana es el día más importante de
mi vida y me emocio- na la manera cómo Dios me condujo
hasta aquí.
Al salir de la Escuela
de Teología, con veinte años
Los adventistas de edad, empecé mi
seguían visitándonos, ministerio lleno de sueños e
pero no nos hablaban ideales como cualquier
de religión, solo pastor. En el salón de clases
nos traían víveres, había aprendido, entre otras
cantaban y oraban con cosas, a defender la fe de
nosotros. los “lobos con piel de ovejas”
que suelen destruir al reba-
ño de Dios. Esos lobos,
entre otros, eran los
adventistas del séptimo día.
En el curso de re-
ligiones comparadas me habían enseñado que ellos no
eran una iglesia evangélica sino una secta que no
aceptaba a Jesús y que depositaban su esperanza de
salvación en la ley y en el sábado.
Gran parte de mi ministerio lo dediqué a perseguir
adven- tistas. No me gustaban, los consideraba “hacedores
de obras”, frutos de la ley y no de la gracia. Lejos estaba yo
de imaginar que Dios los haría cruzarse en mi camino
muchas veces.
En el decimocuarto año de mi ministerio fui trasladado

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como pastor a una ciudad donde había muchos
evangélicos. Al recorrer las calles y conocer mi nueva iglesia,
me desagradó saber que a menos de cien metros, había un
templo adventista.
Un día los vi salir de un culto. Era sábado y los miré
casi con compasión. Parecía ver a un rebaño de ovejas
ingenuas que se encaminaban al matadero creyendo que
el sábado los salvaría. En mi opinión eran peligrosos y mi
deber era proteger a mis ovejas de esos “lobos”.
Algunas veces me encontraba con alguno de ellos en
la calle, o en el mercado. Me saludaban con cortesía, pero
yo fin- gía que no los veía y seguía mi camino. No era solo
indiferente a ellos, sino que me esforzaba para que
supiesen que no los quería cerca de mis ovejas.
Yo soy un entusiasta del tema de la gracia. Jamás
podré agradecer a Dios porque envió a su hijo a morir por
los peca- dores, de los cuales, como dice Pablo, yo soy el
primero. En mis horas de tentación y lucha confío en la
gracia divina. Cuando a veces soy herido por los dardos
del enemigo, confío en su gracia eterna y siento el alivio
del perdón. Por eso no entendía la existencia de gente
capaz de depositar su esperanza de sal- vación en las obras,
por más buenas que estas fuesen.
Las veces que abría la Biblia y encontraba el tema
del sá- bado, mi mente apologética inmediatamente trataba
de buscar argumentos para decir que este era un día de
descanso para los judíos y no más para el pueblo
cristiano, ya que en la cruz Jesucristo había cumplido la
ley. Y era sincero en lo que hacía. Jamás quise ir contra la
voluntad de Dios, al contrario, siempre anhelé andar en los
caminos del Señor y agradarle.
Pero la vida tiene sorpresas, o mejor aún: Dios
aprovecha los caminos misteriosos de la propia vida para
llevarnos final- mente a descubrir el propósito de nuestra
existencia. Podríamos hacerlo sin dolor, pero después de la
entrada del pecado, el dolor es la mejor escuela de
aprendizaje.

16
El preconceptuoso

Mi iglesia florecía en la nueva ciudad. Yo era un


evange- lista de éxito, me preocupaba por las personas,
amaba a los pecadores y les mostraba el camino de
salvación. Mi iglesia era feliz y hacíamos planes de
crecimiento para los años que se aproximaban, cuando de
repente todo se vino abajo. Surgieron problemas
administrativos por causa de la venta de un terreno de la
iglesia. Los líderes nacionales llegaron a la ciudad y en
pocas semanas yo estaba destituido del cargo. Parecía que
un vendaval había arrasado todo lo que construí en la vida.
Mis castillos se derribaron en un segundo.
Al pasar por la noche oscura de las dificultades, no
me preocupaba la manutención de mi familia. Soy fuerte y
tengo condiciones de luchar, pero mis sueños se habían
hecho peda- zos, mi ministerio estaba acabado. Entonces
entré en un estado de depresión y mi familia empezó a sufrir
necesidades.
En las noches no dormía, llorando por las injusticias
hu- manas de las que había sido víctima, y al salir el sol
continuaba acostado sin ganas de luchar y recomenzar.
Era una tarde soleada y calurosa que nunca olvidaré.
Sentado en la sala, con los ojos fijos en un punto
indefinido, me sentía incapaz de levantarme y de hacer
algo. Mi alma llo- raba, mi corazón sangraba y mi espíritu
se rebelaba. Entonces oí la voz de mi esposa.
—Querido, sé que estás pasando por un momento
difícil, yo también sufro por esta situación, pero necesitas
reaccionar. Los niños están con hambre y no tenemos nada.
—Por favor, ahora no. No tengo ánimo para nada,
déja- me tranquilo. Ve lo que puedes hacer.
—¡Ver qué! ¡No hay nada!.
Nuestra discusión fue interrumpida por el ruido de un
ve- hículo que se estacionaba frente a la casa. Mi esposa se
asomó por la ventana y me dijo:
—Son los adventistas.
17
—¡Oh no! —pensé para mí—, solo faltaba eso.
Me levanté furioso, y dispuesto a expulsarlos me dirigí a
la puerta. Eran cuatro personas, un hombre adulto y tres
jóvenes. Traían una cesta de víveres y una sonrisa en el
rostro:
—Hola, pastor— me dijeron.
No supe qué responder, ni cómo reaccionar. Pensé
que habían venido a convencerme del sábado, pero
estaban allí solo para ayudarme. No dijeron nada. Me
entregaron la cesta y se retiraron.
—Gracias, muchas gracias, ¿no desean entrar?— reac-
cioné como un autómata.
—No, otro día, ahora solo vinimos a traerle esta cesta
— respondió uno de ellos.
Luego se marcharon.
Me sentí avergonzado al principio. Miré de un lado a
otro, con miedo de que alguien hubiese percibido situación
tan emba- razosa. ¿Cómo se habían enterado de mi
situación? ¿Por qué me dejaron estos víveres, a pesar de la
manera ruda como siempre los había tratado?
—¡Qué gente extraña!— pensé y entré.
Al abrir la cesta, mi esposa encontró una tarjeta:
“Quere- mos que sepan que los amamos”.
Una semana después, allí estaban ellos nuevamente,
solo que esta vez, además de la cesta, traían una guitarra:
—Sabemos que le gusta la música, ¿nos permitiría
cantar?
La música era mi punto débil. En mis horas de tristeza
y lágrimas, cogía la guitarra y cantaba llorando.
—Esperen un momento, voy a traer la mía— les dije, y
me dirigí al cuarto.
—¿Qué estás haciendo? —te van a convertir— me
dijo mi esposa que estaba sentada a la cama.
—No, ellos solo quieren ayudarnos, tenemos que ser cor-
teses—respondí.
18
El preconceptuoso

—¿Pero no son herejes?


—No importa, ven a la sala conmigo.
Los himnos que ellos can-
taron eran himnos llenos de
No fui convertido por
amor. Hablaban de gracia,
de perdón, del alivio divino causa de una brillante
en la hora del dolor. Tuve exposición bíblica,
que hacer mucho esfuerzo nadie invadió mi
para no llorar. Después de vida trayéndome una
media hora, uno de ellos doctrina extraña. Si
dijo:
lo hubieran intentado
—¿Nos permite hacer
una oración pastor? habrían fracasado, los
Y oramos. Ellos hubiera destruido con
pidieron que Dios aliviara mis argumentos.
nuestro do- lor y nos
ayudase a superar el
momento difícil que
estábamos viviendo. Al
finalizar la plegaria mi
esposa lloraba, yo tenía un
nudo en la garganta y no lograba decir algo. Aquellas per-
sonas nos amaban, lo podíamos sentir. No se
aprovechaban de la fragilidad del momento para intentar
convencerme de su doctrina, simplemente me amaban.
Cuando se marcharon, me quedé mirándolos por la
ven- tana. Mi esposa se acercó, me abrazó, y todavía
emocionada, me dijo:
—¿Cómo decías que ellos no creían en la gracia si
todos los himnos que cantaron hablan de la gracia
maravillosa de Cristo? ¿Cómo decías que eran unos herejes
que solo guardan el sábado y no comen chancho?
—No sé, es lo que aprendí en la Escuela de Teología
— respondí.
—¿Y ahora, qué piensas?
—No sé, no sé.
19
Las semanas siguientes fueron de extremas pruebas en
mi vida. Deberíamos desalojar la casa pastoral y no sabía-
mos a dónde ir. Los adventistas seguían visitándonos pero
no nos hablaban de religión, solo nos traían víveres,
cantaban y oraban con nosotros.
Un día, cuando ellos llegaron estaba en la puerta el
ofi- cial de policía, con la orden para desalojar la casa en
veinti- cuatro horas.
—Volvemos otro día— nos dijeron con delicadeza,
des- pués de entregarnos la cesta.
—No, —les respondí— si en algún momento
necesita- mos que alguien ore por nosotros es ahora.
Estamos desorien- tados, no sabemos a dónde ir.
Después de orar y cantar, se fueron, pero cinco horas
más tarde aparecieron nuevamente, con carros, motos,
triciclos y ca- rretas.
—Tenemos dos cuartos vacíos al fondo de nuestra
iglesia y ustedes pueden hospedarse allí hasta conseguir un
lugar me- jor —nos dijeron— y empezaron a cargar todo.
Cuando la noche llegó, vino una señora de la iglesia
tra- yéndonos sopa caliente.
—Creo que ustedes todavía no están bien instalados,
así que les preparé esta sopita, ojalá que les guste —dijo
— y se fue.
Al agradecer a Dios por la comida, no pude contener
las lágrimas, mi esposa y mis hijos me abrazaron.
—Estas personas son ángeles— dijo ella.
—No, mamita —interrumpió mi hijita— son
adventistas. La noche siguiente ellos tenían culto. Las
notas musica-
les de los himnos que cantaban, llegaron con fuerza hasta
nuestra habitación.
—Creo que debemos ir, por cortesía— me dijo ella.
Y fuimos. Jamás me hubiera imaginado entrando a un

20
El preconceptuoso

templo adventista. Pero allí estaba yo y mi familia,


balbuceando los himnos que ellos cantaban. Era miércoles
de noche y ellos dedicaban el culto completo a la oración.
Pocas veces vi a un pueblo orar con tanta fe. Las personas
testificaban de las obras prodigiosas que Dios había
operado en sus vidas. Una señora anciana, de cabellos
blancos, se levantó y dijo:
—Estoy pasando por un momento difícil, mi hijo está
sen- tenciado a muerte, el cáncer que consume su cuerpo
ya está en fase terminal, pero a pesar de eso, agradezco
al Señor por el dolor, porque es en el dolor que
descubrimos que Dios no es una simple teoría, sino que es
un Padre de amor que se preo- cupa por sus hijos, aunque
no lo podamos ver.
Al terminar el culto, las personas nos abrazaron en la
puerta, nos dijeron que nos amaban y que estaban felices
de tenernos allí. Nosotros no sabíamos qué decir.
El siguiente sábado, después del culto, le dije a un
her- mano que quería estudiar la Biblia.
—Claro —me respondió—, vamos a almorzar a mi
casa y después conversamos.
Aquel hombre respondió todas mis preguntas y esa
tarde comprendí que la salvación tiene dos aspectos: la
causa y el resultado. La causa es la gracia de Cristo. El
ser humano es salvo únicamente por la gracia de Jesús.
Pero si alguien es salvo, aparece en su vida de manera
natural, el resultado. Y la obediencia es ese resultado.
¿Cómo yo podía haber confundido algo tan simple?
¿Cómo podía haber ignorado una verdad tan cristalina
duran- te años?
Y aquí estoy. Es casi medianoche. Mi esposa duerme
o aparenta dormir, mis hijos reposan tranquilos, ajenos al
dolor y a la alegría de mi corazón. Dolor por haber perdido
tantos años de mi vida. Alegría de, finalmente, haber
encontrado el evangelio completo.
21
Mañana es mi bautismo, descenderé a las aguas y
naceré nuevamente para escribir una nueva historia.
No fui convertido por
causa de una brillante
exposi- ción bíblica, nadie No fui conquistado
invadió mi vida trayéndome por la doctrina,
una doctrina extraña. Si lo sino por el amor.
hubieran inten- tado habrían La fuerza del amor
fracasado, los hubiera no
destruido con mis ar- conoce barreras, y si
gumentos o, en la peor de
las encuentra en su
las hipótesis, los habría
camino, las derriba.
echado de mi casa.
No fui conquistado por Nadie se resiste al
la doctrina, sino por el amor. magnetismo del amor.
La fuerza del amor no
conoce ba- rreras, y si las
encuentra en su
camino, las derriba. Nadie se resiste al magnetismo del
amor. Ahora entiendo lo que Juan quiso decir al
afirmar: “No-
sotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida,
porque amamos a los hermanos. El que no ama a su
hermano perma- nece en muerte. En esto hemos
conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros;
también nosotros debemos poner nuestras vidas por los
hermanos. Pero el que tiene bienes de este mundo y ve a
su hermano pasar necesidad y cierra con- tra él su
corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él? Hijitos míos,
no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en
verdad”. 1 de Juan 3:14, 16-18.

¡Esta es mi historia! ¡Este es mi testimonio!

¡Yo fui !
22
3

HISTORIA
La traicionada
Cómo la realidad muestra que la amistad es el
mejor instrumento para alcanzar a las personas.

M
aría tenía treinta años y vivía con sus dos
peque- ños hijos en una casa alquilada ubicada
en la calle Flagler, en Miami.
Silenciosa y transida de nostalgias recordaba al
esposo que había regresado a su país prometiéndole que
volvería. Los primeros meses la llamaba todos los
domingos, pero con el tiempo dejó de comunicarse con la
familia. Después, por los amigos, María se enteró que él
había comenzado a convivir con otra mujer.
Sin documentos y en tierra extraña, ella sabía que lo
me- jor era quedarse en los Estados Unidos donde tendría
mejores oportunidades para mantener y educar a sus hijos.
Por lo me- nos no le faltaría trabajo. Sus posibilidades en
su país, eran más inciertas.
Todos los días, al llegar a casa por las tardes
cansada, recogía a sus niños de la guardería, les servía la
cena y los ha- cía dormir. Después se quedaba horas
mirando la televisión y llorando con las historias de amor
incomprendido que veía. Ese era su mundo. Se perdía en la
trama de esas historias románti- cas y vivía el amor
maravilloso que toda mujer sueña, pero que la vida le
había negado.
Se había casado con Jorge y si aquella relación no
fun- cionó, no fue por falta de consejos. Todos le decían
que a
23
ese muchacho solo le gustaba la buena vida pero que no
le agradaba el trabajo. Ella lo sabía, pero cuanto más la
gente le decía que no debía, ella se empecinaba más, al
punto que un día huyó de la casa de sus padres y se vino
con Jorge a los Es- tados Unidos de Norteamérica, el
sueño dorado de la mayoría de los latinos.
Los años vividos al lado del amado fueron
agridulces. Agrios como el dolor de la traición y el
desencanto, y dulces, porque Jorge era un galán capaz de
hacerle olvidar en un segundo todos los sabores amargos
de la vida.
Pero ahora Jorge había regresado a su tierra bajo el
pretex- to de que su padre estaba enfermo, prometiendo
que tan pronto la situación mejorase, retornaría. Ella, como
siempre, le creyó. Le había creído inclusive cuando un día lo
vio besando a otra chica y él le dijo que era solo una
amiga. A veces pensaba que ella se alimentaba de las
mentiras que él inventaba.
Por eso guardaba esperanzas y de que tal vez él
regre- saría un día y cada vez que veía un avión surcando
los aires, suspiraba con nostalgia imaginando que uno de
esos aviones traía al esposo de vuelta.
La bella dominicana no tenía amigas. El poco tiempo
que le restaba después de trabajar, lo dedicaba a cuidar de
sus dos hijos y a mirar películas románticas en la
televisión. La única persona a quien sentía próxima era
una colega de trabajo. Se llamaba Norma, mexicana de
Oaxaca, casada con un ameri- cano. Sin embargo Norma
tenía un problema: su religión. Era creyente y quería
convencer a María, a cualquier costo, de que estaba
equivocada.
Eso le molestaba porque ella había nacido en un
hogar católico y el día que su madre falleció consumida
por un cán- cer, la había llamado y colocando un rosario en
su mano le había dicho:
—Prométeme que vas a ser fiel a la virgencita.
24
La traicionada

¿Cómo podría no prometerle algo a la madre


agonizan- te? Por eso, cuando Norma en el trabajo se
empeñaba en de- mostrarle con la Biblia que adorar a la
virgen no tenía base bíblica, María se molestaba y dejaba
de hablar con ella, por uno o dos días. Después todo
volvía a la normalidad porque la amistad de aquella
muchacha le hacía bien.
—Solo te ruego que no me hables de religión- le dijo
un día. Me encanta tu amistad, pero tú con tu iglesia y yo
con la mía.
Ella no tenía ninguna
iglesia. Por eso cuando dijo “Solo el método
“yo con la mía” le sonó raro. de Cristo será el
De niña había frecuentado que dará éxito
bastante la iglesia. Su madre para llegar a
iba a misa todos los la gente. El
domingos y le preparó un Salvador trataba
vestido blanco de seda, muy con los hombres
bonito para que haga la como quien
primera comunión. Pero deseaba hacerles
después, al crecer, cono- cer bien. Les
a Jorge, enamorarse de él y mostraba
huir de casa, se olvidó de simpatía,
todo y nunca más pisó una atendía sus
iglesia. Jamás había leído
necesidades y se
una Biblia, sabía que era la
ganaba su
Palabra de Dios pero
pensaba que solo los
sacerdotes tenían la
capacidad de entenderla.
Norma conocía bien a María, sabía las tristezas que
la embargaban, conocía que ella vivía con sus dos
pequeños y que había sido abandonada por el esposo. Al
conocerla, lo primero que pensó fue: “Quiero verla en el
reino de los cielos”. La intención de Norma era correcta.
Ella deseaba tener estrellas en su corona. Le habían
enseñado eso y para cum-

25
plir su misión había participado de un curso para
instructores bíblicos. Sabía cómo presentar las doctrinas
bíblicas y cómo argumentar delante de las objeciones.
Pero, su esfuerzo y sus argumentos no funcionaban con
María. Ella no deseaba hablar de religión. ¿Qué podría
hacer para convencerla de que estaba equivocada y que
necesitaba aceptar a Jesús antes de su segunda venida?
Un día asistió a un campamento. Un pastor dijo en
aquel encuentro:
—Les voy a enseñar cómo traer personas para Cristo
sin hablarles de religión.
Eso le llamó la atención. ¿Cómo alguien podría
aceptar a Jesús sin que se le diese estudios bíblicos?
En su exposición el pastor leyó una cita del Espíritu
de Profecía que dice:

“Solo el método de Cristo será el que dará éxito


para llegar a la gente. El Salvador trataba con los
hombres como quien deseaba hacerles bien. Les
mostraba simpatía, atendía sus necesidades y se
ganaba su con- fianza. Entonces les decía:
Seguidme”. (MC pág. 102).

Aquello la impactó. Norma se dio cuenta de que su


inten- ción de traer a María a la iglesia era buena pero que
el método que estaba siguiendo no era el más adecuado. Las
personas no desfallecen por falta de religión
sino de Cristo. Él es la Las personas no siguen
esencia del amor y traer a a desconocidos, pero
alguien a sus pies significa
van a cualquier lugar
traerlo al amor. El
con los amigos que las
instrumento para eso es tam-
conquistan.
bién el amor y solo puede
ser usado por alguien que ha
na- cido en el amor de
Jesús.
26
La traicionada

Había cuatro pasos que ella debía seguir antes de


invitar a su amiga venir a Cristo. Estos eran: Primero,
aproximarse a ella como alguien que desea hacerle el bien y
no como alguien que desea llevarla a su iglesia; segundo,
mostrarle simpatía y no mostrarle las “verdades bíblicas”;
tercero, atender sus necesida- des, porque el ser humano
solo toma decisiones en base a lo que necesita; cuarto,
como resultado de los tres pasos anteriores, ga- narse la
confianza de la amiga y solo entonces, en quinto lugar,
invitarla venir con ella.
Las personas no siguen a desconocidos, pero van a
cual- quier lugar con los amigos que las conquistan. Un
ejemplo era la propia María, ¿acaso no había huido de
casa con el hombre que la conquistó?
Después del almuerzo en el campamento, Norma se
reti- ró hacia el bosque sola, y se arrodilló debajo de un
pino alto y frondoso. Entonces oró:
—Señor, a partir de hoy no te pido más que me
ayudes llevar a María a la iglesia, sino que me ayudes a
amarla de todo corazón.
El siguiente lunes, al retomar la rutina de la semana,
la actitud de Norma había cambiado radicalmente, tanto
que cierta mañana María la miró extrañada y le preguntó:
—¿Estás enferma?
—No, ¿por qué?— respondió con una sonrisa en el ros-
tro.
—Estás rara.
—¿Rara, por qué?
—Hace varios días que no tratas de convencerme de
nada.
—Ah, disculpa, creo que no tengo el derecho de
invadir tu privacidad. Tú tienes tus convicciones y yo debo
respetarlas, pero te quiero y deseo que sepas que estoy
aquí dispuesta a ayudarte en lo que sea necesario.
27
—Hum, me gusta esta nueva
Norma. Y las dos se carcajearon.
Norma era una cristiana sincera. Había conocido a
Jesús a raíz de un chasco amoroso. Faltando dos semanas
para el matrimonio descubrió que su novio era casado y
tenía dos hijos. Fue un golpe terrible, pensó hasta en
quitarse la vida, pero salió adelante gracias al apoyo de su
familia. Sin embargo, vivió su- mergida en el dolor y en la
depresión por varios meses.
Fue en esas circunstancias que llegó a sus manos el
libro titulado “El Camino a Cristo”. Tal vez en otras
circunstancias ni lo hubiera mirado, pero deprimida como
estaba creyó que necesitaba de Jesús. La lectura de aquel
libro cambió por com- pleto su manera de ver las
circunstancias difíciles por las que atravesaba. Al terminar
la última página vio el nombre de la editorial e
inmediatamente escribió a la redacción preguntando a qué
iglesia pertenecían. No recibió respuesta escrita, pero unas
dos semanas después alguien tocó su puerta.
—Soy el representante de la casa editora a la cual
usted escribió— le dijo un joven risueño, delgado, con un
maletín en la mano.
El visitante trató de
ven- derle otros libros, pero
en esa oportunidad ella Norma se dispuso a
estaba des- empleada y no poner en práctica el
tenía dinero. método de Jesús. En
—Yo solo quiero saber las horas del almuerzo,
más de Jesús, le dijo. escuchaba a la amiga
—Ah, no hay problema, contar las historias
si usted desea yo estudio la tristes de su vida y al
Bi- blia con usted. verla emocionarse, solo
Fue así como empezó le tocaba el hombro con
todo. Ella se apasionó por cariño.
Cris- to, empezó a asistir a la
iglesia y en poco tiempo se
bautizó.

28
La traicionada

Algunos meses después, descubrió que estaba enamorada


del joven vendedor de libros, con quien hoy son esposos y
padres de una preciosa niña. Dos años después se
mudaron a los Es- tados Unidos.
Como miembro de la iglesia, Norma aprendió, entre
otras cosas, que el secreto para conservar una vida cristiana
saludable es compartir el mensaje con personas que todavía
no conocen a Jesús. Ella pensaba que la mejor manera de
hacer eso era dando estudios bíblicos, por eso asistió al
curso de instructores bíblicos y aprendió los pasos para
enseñar la Biblia; pero con María ese método no dio
resultado por un simple motivo: ella no quería cambiar de
religión.
Ahora, Norma se dispuso a poner en práctica el
método de Jesús. En los momentos que compartían juntas al
almorzar, escuchaba a la amiga contar las historias tristes
de su vida y al verla emocionada, solo le tocaba el hombro
con cariño.
Llegó el mes de diciembre. Miami comenzó a
pintarse de alegría preparándose para la Navidad, cuando
María recibió una llamada telefónica de Jorge, después de
muchos meses de silencio.
—Hola mi vida, no sé cómo decirte que estoy
avergonza- do por mi actitud y quisiera que me perdones.
¿Perdonar? ¿Qué deseaba aquel hombre? ¿Hacerla su-
frir nuevamente?
—Cariño ¿estás ahí?
Ella estaba anonadada, sorprendida y confundida.
Que- ría gritar de alegría, correr a sus brazos y decirle que
no podía vivir sin él. Que volviese a ver a sus hijos que lo
extrañaban mucho, pero al mismo tiempo anhelaba decirle
que se olvidara de ella para siempre, que era un padre
desnaturalizado y malo.
¿Quién entiende al corazón?
—Por favor, María, perdóname cariño, sé que no lo
me- rezco, pero te necesito.
29
¿La necesitaba? ¿Para qué? ¿Para engañarla como lo
había hecho tantas veces?
—Déjame ver a los niños, quisiera pasar la Navidad
con ellos, si no lo haces por mí, hazlo por ellos.
—¿Cuándo vienes?
—La próxima semana.
—Pero no vengas por mí, ven solo por los niños. Yo
estoy muy herida, no sé si podré perdonarte.
—Pero ¿me esperas con los niños en el aeropuerto?
Quiero que corran a mí cuando me vean. Deseo
abrazarlos por todo este tiempo que estuve lejos.
Cuando María colgó el teléfono, su corazón parecía un
potrillo salvaje que no paraba de correr enloquecido por las
praderas marchitas de sus recuerdos. Tuvo rabia de sí
misma. Cólera por ser débil, por no saber decir no, por
tener corazón. Sabía que al llegar, él la embaucaría como
siempre y ella caería derretida al ritmo de sus promesas de
amor mentiroso. Pero ya había aceptado ir al aeropuerto a
recibirlo, llevando a los niños.
La noticia fue de fiesta para los dos gemelos. Cada
día que pasaba era un día menos faltante para el
reencuentro. La cuenta regresiva había comenzado. Aquella
semana ella visitó las tiendas buscando adornos navideños.
La casa estaba hecha un primor, el arbolito brillaba
salpicado de luces. La familia iba a reunirse después de
mucho tiempo.
Al recibir la noticia, lo primero que hizo fue contarle a
Norma. La amiga no se entusiasmó tanto como ella.
—¿Ya olvidaste todo lo que te hizo?
—No, pero quiero intentarlo nuevamente, por los
niños. Los niños eran una buena disculpa. Ella lo
sabía. Lo sa-
bían todos. Pero su corazón no lo entendía.
—¿Quién soy yo para juzgarte? -le dijo Norma- Un
día te dije que estaría a tu lado para lo que fuese y viniese,
y así lo haré.
30
La traicionada

El día llegó. Aquel lunes catorce de diciembre


amaneció lluvioso. El cielo oscuro parecía anunciar una
tragedia, pero María estaba demasiado feliz para
vislumbrar cualquier inci- dente triste.
A la hora marcada, estaba ella con los niños en la
puer- ta de desembarque. Ansiosa, colmada de ilusiones
como una adolescente que va al encuentro de su primer
enamorado. Los pasajeros empezaron a salir. En la puerta,
abrazos de nostal- gia, de alegría y de reencuentro. Ella,
casi en la punta de los pies miraba a lo lejos intentando ver
la figura del hombre que la había hecho soñar, pero que
también la había hecho sufrir como nadie.
Y apareció. Empujaba un carrito de mano con dos
male- tas. Vestía camiseta negra de manga corta y bermudas
de color blanco. Usaba un gran bigote, cabello largo y
lentes oscuros. Al verla se quitó los lentes y corrió en
dirección a los niños, los abrazó y derramó lágrimas,
después la abrazó a ella y le susu- rró al oído.
—Gracias, muchas gracias por dejarme ver a los
niños.
—Ellos están felices como nunca, te necesitan.
—Yo sé, me llevó tiempo pero entendí que ellos me
necesitan.
Subieron al carro. Primero él colocó las maletas,
después le preguntó:
—¿Quieres que maneje?
—Si quieres— dijo moviendo los hombros.
Se esforzaba para que Jorge no notase su emoción
re- primida. Estaba feliz. Sabía que al principio haría juego
duro, pero después lo aceptaría de vuelta. Al fin, él era el
padre de sus hijos y ellos necesitaban de una familia
completa.
—¿Antes de ir a casa podríamos pasar por el
departa- mento de un amigo? Solo es para entregarle una
encomienda. Está en la ruta.
31
—Claro, no hay problema.
El carro se estacionó frente a una casa de un barrio
ubi- cado en las afueras de Miami. Jorge sacó una bolsa
de una de las maletas. Una pareja salió de la casa, se
saludaron y en el momento que la mujer recibía la bolsa,
intempestivamente sur- gieron policías armados de todos
lados y en pocos segundos los rodearon.
María no entendió lo que sucedía. Un policía le gritó:
—Salga del carro con las manos arriba.
Los niños lloraban desesperados al ver que los
guardias esposaban a sus padres.
—Soy inocente, no hice nada, por favor, mis hijos, no
les hagan daño— gritaba ella angustiada.
Pero nadie quería escuchar nada.
—Tienes el derecho de guardar silencio y llamar a un
abogado, cualquier cosa que digas será usada contra ti en
el juicio— le dijo un guardia moreno alto, con cara de
bulldog.
Del otro lado, Jorge, pálido, sudando, solo atinó a
decir: “Perdóname”.
Los meses que se siguieron fueron los más tristes de
su vida y no habría podido sobrevivir si no fuese por
Norma. Ella buscó a un abogado, la visitaba, la animaba y
estaba a su lado siempre los días de visitas en el centro
penitenciario.
Cierta mañana del mes de abril, mientras
conversaban, María preguntó:
—¿Por qué no me hablas de Jesús? Creo que solo él
puede ayudarme.
—Claro— le dijo Norma—, solo Jesús puede
ayudarte. Hay circunstancias en la vida en que nos
sentimos como en un túnel sin salida, pero Jesús está
dispuesto a hacer lo que noso- tros somos incapaces de
lograr por nosotros mismos.
Fue así como María comenzó a estudiar la Biblia y a
sor- prenderse con verdades maravillosas que no conocía. Su
ale-

32
La traicionada

gría por el descubrimiento que había hecho era tan grande


que compartía los estudios con un grupo de reclusas.
Dos meses después, a mediados del mes de junio,
María fue liberada por el juez, tras comprobarse su
inocencia. Se le devolvieron los hijos y como consecuencia
de lo sucedido logró los documentos de residencia que tanto
había soñado.
El mes siguiente, descendió a las aguas del bautismo
en una ceremonia emocionante en la que el pastor dijo:
“Esta mujer no fue ganada para Cristo por la doctrina, sino
por el amor”.
Luego llamó a Norma. Ambas se abrazaron y la
túnica mojada de María, mojó la ropa de la amiga que
simplemente la había amado y la había conquistado para
Cristo con el po- der de la amistad.
Jorge cumple una larga condena por tráfico
internacional de drogas en una prisión del estado de
Florida.
Los gemelos estudian el curso secundario.
María se casó con un viudo cristiano, anciano de
iglesia y acaba de tener una niña. Así son las cosas en el
reino de Dios.

¡Esta es la historia de María! ¡Este es su testimonio!

¡Ella fue !
33
4
HISTORIA

La patrona

Cómo una simple joven conquistó el corazón de


su patrona para Jesús, a través de la amistad.

Y
a era tarde y los consumidores habían salido del
café, excepto aquel hombre de saco azul y lentes
oscuros, sentado en una esquina, a la luz de un
viejo lamparín.
Los dos camareros, al notar que el hombre estaba un poco
ebrio, entre ellos entablaron este diálogo:
–La semana pasada trató de suicidarse.
–¿Por qué?
–Estaba desesperado.
–¿Por qué se sintió así?
–Por nada.
–¿Cómo sabes que fue por nada?
–Porque tiene mucho dinero.
–¿Y tú crees que los ricos no tienen problemas?
–Si yo fuese rico no los tendría.
El hombre extraño, que en la misma semana había
lle- gado todas las tardes para sentarse a beber en la
misma mesa era rico. Sí, pero estaba lleno de problemas.
Situaciones estas que nadie entendía porque
aparentemente tenía todo para ser feliz. Sin embargo,
pasaba las noches revolcándose en la cama sin poder
conciliar el sueño y a la mañana siguien- te llegaba
malhumorado a su empresa. El hogar estaba casi
34
La patrona

deshecho por tantas discusiones, al punto que la esposa le


había aconsejado que buscara un psicólogo.
–¿Crees que estoy loco? –gritaba él.
Ella guardaba silencio para no ponerlo más nervioso,
y solo lo observaba de lejos para que él no se sintiera
vigilado. Dos semanas antes el hombre había tomado un
frasco lleno de comprimidos, y si la empleada no lo
hubiese encontrado a tiempo, estaría muerto.
Guillermo López y Carmen Delgado se habían
conocido en un club nocturno de San Telmo, en Buenos
Aires, el año 1978. Ambos habían ido a Argentina para
espectar los par- tidos del campeonato mundial que
consagrara a la selección de César Luis Menotti. Fue un
amor fulminante, y al regresar a los Estados Unidos
contrajeron matrimonio. La vida les dio dos preciosos hijos
que ahora, adultos, vivían en lugares distantes con sus
respectivas familias.
Los hijos ignoraban el drama de sus padres. Los
visitaban en Navidad, llevando a los nietos que constituían
la única ale- gría de la pareja, pero cuando se marchaban,
en Guillermo y Carmen retornaba el mismo clima de
indiferencia y tristeza masacrantes.
Cierta mañana del mes de julio, después de una
discu- sión, Guillermo había ido a la empresa y Carmen se
quedó llorando como siempre, pensando si debería contar
la situa- ción a sus hijos, cuando sus pensamientos fueron
interrumpi- dos por la entrada de la chica del servicio.
—Perdón señora, ¿me permitiría hacer una oración
por usted?
—¿Tú quieres rezar por mí?
—No señora, quisiera orar.
—Orar o rezar, ¿cuál es la diferencia?
—Rezar es repetir una oración aprendida de memoria
pero orar es abrirle el corazón a Dios como a un amigo.

35
—¿Y por qué quieres orar por mí?
—La veo triste y quisiera pedir que Dios coloque paz
en su corazón.
Aquello la conmovió. Ella nunca se había dado el
traba- jo de pensar en Dios. No se podría decir que era
atea, pero para ella Dios era todo y estaba en todo. Creía
en que el ser humano debe ser una persona moral y de
vez en cuando, in- clusive, ayudar a los más necesitados,
pero jamás había sido religiosa ni se había interesado en
algo que tuviese que ver con religión. Tal vez por eso,
aquella mañana, le impactó la fe de su empleada.
—¿Tú eres de alguna iglesia?
—Sí, señora, ¿recuerda que cuando comencé a
trabajar aquí, le pedí el sábado libre?
—¿Es por causa de tu religión?
—Sí, nosotros guardamos el sábado.
—¿Y quieres orar por mí?
—Si usted me lo permite.
—Entonces ora, ¿tengo que
arrodillarme? No, no es necesario, si
de- La única manera de
sea puede permanecer sentada crecer en Cristo es
allí donde está. orando todos los
Susana oró. Ella había na- días, estudiando
cido en un hogar adventista
la Biblia todos los
pero su verdadero encuentro con
días y llevando una
Jesús sucedió cuando un pastor
llegó a su iglesia para dar una persona a Jesús
sema- na de capacitación y permanentemente.
enseñó a los miembros a
testificar de su fe.
—La única manera de
crecer en Cristo es orando y
estudiando
diariamente la Biblia y además llevando, por lo menos, una
persona a Jesús. Si no lo haces serás un cristiano débil, no
36
La patrona

crecerás y con el tiempo te conformarás a una vida


mediocre o abandonarás la iglesia— había señalado el
pastor.
Y Susana tomó el consejo seriamente. Se levantaba
de madrugada para orar y estudiar la Palabra de Dios; y
cuando el pastor pidió que cada uno anotase en un papel
los nom- bres de tres personas que deseaban llevar a
Jesús, ella puso los nombres de sus patrones y, a partir de
ese día, se preocu- pó en ser más amiga de la patrona.
—No tengas prisa en hablarles de religión, toma
tiempo haciéndote más amiga de ellos y Dios te mostrará
el momen- to en que debes invitarlos a orar— le había
dicho el pastor, cuando ella preguntó cómo podía hablar de
religión a perso- nas que no se interesaban en cosas
espirituales.
Ahora, varios meses después, al ver a su patrona
llorosa creyó que había llegado el momento.
—¿Vas a orar?— le preguntó nuevamente doña Car-
men y ella oró:
—Padre querido, bendice a esta hija tuya. Ella es
precio- sa a tus ojos pero está sufriendo y te necesita, por
favor dale paz en su corazón y enséñale a ser feliz.
Al terminar el ruego doña Carmen estaba conmovida.
Aquella muchacha, en su simplicidad, era una mujer
extraor- dinaria. Mientras ella oraba, Carmen sintió como si
una mano invisible tocara su corazón y ahora sentía paz y
unas ganas enormes de abrazarla. Y fue lo que hizo.
La apretó en sus brazos y le dijo:
—Gracias, hija, muchas gracias, eres increíble.
Los días pasaron, se fueron las semanas, una tras
otra. Doña Carmen siempre la buscaba para conversar y
hasta le pedía que orase por ella, pero no hablaba de
religión.
—Espera el momento oportuno, Dios está trabajando
en su corazón y cuando llegue la hora exacta, ella te va a
pre-
37
guntar y tú tendrás la oportunidad de responderle— le
había aconsejado el pastor.
Se aproximaba la Navidad y la casa de los patrones
se vestía de alegría, aguardando la llegada de los hijos y
los nietos. Una mañana mientras Susana le servía el
desayuno en el cuarto, doña Carmen le preguntó:
—Quisiera darte en esta Navidad un regalo que te
sirva,
¿podrías decirme qué deseas recibir?
—No se preocupe doña Carmen.—Me preocupo sí,
¿acaso no eres mi amiga?
—Sí, pero no necesita darme un regalo.
—Dime, chica, ¿qué deseas?
—¿Puedo pedirle cualquier cosa?
—Pide nomás.
—Que me permita llevar su nombre a la iglesia para
que oremos por usted. Todos los miércoles en la noche, la
iglesia se reúne para orar por los amigos...
—¿Y tú quieres llevar mi nombre?
—Si usted me lo permite.
—¿Ese es el regalo que deseas?
—Sí, señora.
Doña Carmen soltó una carcajada agradable. Susana
nunca la había visto reír de esa manera.
—Déjate de cosas, hija, dime qué regalo deseas.
—Entonces, ¿puedo llevar su nombre?
—Claro, mi hija, eso ni necesitabas preguntar.
Susana se llevó la mano al pecho, respiró hondo y
dijo:
—Oh qué bien, usted me quita un peso de los
hombros. La patrona intrigada le preguntó:
—¿Por qué?
—Es que yo ya llevé su nombre al comienzo del año.
—¿Qué? ¿Por qué lo hiciste?
—Yo veía sufrir a usted y a don Guillermo y sé que
solo
38
La patrona

Dios puede ayudarles. Yo los amo y quisiera verlos siempre


felices.
Doña Carmen se dio cuenta de que la chica que tenía
delante de ella nunca dejaba de sorprenderla. Escondió
una lágrima y se retiró.
Una semana antes de Navidad, la patrona la llamó a
su dormitorio y le preguntó:
—¿En tu iglesia oran por personas que no conocen?
—Sí, pero usted no es una persona desconocida,
¿usted no dijo que es mi amiga?
—Sí, claro, lo soy.
Doña Carmen se puso seria. Era una mujer sufrida,
se podía ver arrugas profundas en su rostro, a pesar de
que nunca andaba sin maquillaje y vestía siempre ropas
elegantes. Car-
men sufría por el esposo ag-
Está probado que las nóstico como ella,
personas no buscan desespera- do y vacío. No
sabía la pobre que la
doctrina ni mucho
angustia del esposo pro-
menos cambiarse de venía de una conciencia
iglesia o de religión. ator- mentada. A los sesenta
Las personas buscan años de edad había
amor, amistad sincera, descubierto que tenía un
requieren de alguien vástago y no sabía cómo
en quien confiar y los decírselo a la familia. Los
hijos lo admiraban y no de-
hijos de Dios son esos
seaba frustrarlos pero, por
embajadores del amor. otro lado, no quería
mantener a su nuevo hijo
extramatrimonial en el
anonimato. Eso lo estaba lle-
vando a la locura y una
maña- na mientras la esposa
salió de
compras, tomó un frasco entero de pastillas y casi acabó
con su vida.

39
Doña Carmen sufría debido a la indiferencia del
espo- so. Necesitaba confiarle a alguien lo que le sucedía,
pero no tenía amigas. Su única confidente era esa
muchacha simple de ojos negros y cabello corto, que
trabajaba durante el día y estudiaba por las noches. Es
verdad que era joven, pero era sensata, equilibrada y las
cosas que decía tenían coherencia.
—¿Puedo hacerte una pregunta?- le dijo la patrona
—Hágala.
—¿Por qué te preocupas tanto por mí?
—Yo la amo, señora, porque Jesús un día derramó
su sangre para que usted sea feliz. Yo sé que usted no
cree en estas cosas, pero yo siento que es así.
—Dime, ¿de dónde sacas palabras tan bonitas?
—¿Realmente lo desea saber?
—Estoy esperando la respuesta.
—¿Puedo leerle un versículo de la Biblia?
—Si allí está la respuesta, adelante.
Susana corrió al lugar donde tenía su cartera,
regresó con una pequeña Biblia y leyó: “Yo he venido para
que ten- gan vida, y para que la tengan en abundancia”.
Doña Carmen tomó la Biblia en sus manos y leyó el
versículo una y otra vez. Después se la devolvió y preguntó:
—¿En tu iglesia estudian la Biblia?
—Sí, pero además, yo la leo todos los días.
Llegó la Navidad. La casa se colmó de alegría. La
víspe- ra, antes de ir para casa, Susana buscó a la patrona
y le dijo:
—Le traje este regalo.
Le entregó un paquete y se retiró.
Más tarde, en su dormitorio, ella abrió el obsequio y
vio que era una Biblia. La tomó en sus manos con mucho
cuida- do, casi con reverencia, la besó y la guardó en el
cajón de su mesita de noche.
40
La patrona

Cuando enero llegó, lo hizo también la nieve. Mucha


nieve. Tanta que nadie salía a las calles.
Una noche doña Carmen se acomodó al calor de la
estufa y se puso a leer la Biblia. Leyó todo el libro de
Génesis en una sola noche. No entendió mucho, pero al
llegar al dor- mitorio notó que Guillermo ya estaba
durmiendo, se acostó silenciosamente para no despertarlo,
y antes de dormir, dio un beso en el rostro del esposo.
A la mañana siguiente despertó tarde y sintió que
hacía mucho que no dormía así. Se levantó, se dirigió a la
cocina y al entrar percibió que Susana conversaba con las
otras dos compañeras:
—Así es, queridas, la vida sin Cristo no tiene sentido,
yo no les hablo simplemente de religión sino de Jesús.
¿Por qué no vienen conmigo a la iglesia este miércoles
para pedir que mis hermanos oren por ustedes?
—Yo nunca entré a una iglesia protestante, mi familia
es muy católica— dijo una de ellas.
—Me dijeron que allí piden dinero— añadió la otra.
En ese momento la patrona entró, las saludó, bebió
agua de un vaso, luego se dirigió a Susana:
—Cuando termines, ven a mi dormitorio por favor.
Una vez a solas, doña Carmen le mostró la Biblia.
–Gracias –le dijo– es el mejor regalo que alguien me
ha dado, pero tengo dificultades para entenderla, ¿qué
hago?
–Le voy a traer unos vídeos donde un pastor explica
la Biblia– le prometió la muchacha.
–¿Es tu pastor?
–Sí, es de mi iglesia.
–¿Le puedes invitar mañana?
–Sí, claro que sí.
Al día siguiente Susana llegó con una colección de
ví- deos. Estaba consciente de que no estaba capacitada
para
41
dar estudios bíblicos. Si supiera lo hubiera hecho con
gusto, y entendía que dar estudios bíblicos es un don que
Dios no les da a todos. Sin embargo, había algo que sí
podía hacer, es- coger a una persona, orar por ella todos
los días y acercarse a ella con el vínculo extraordinario de
la amistad.
Está probado que las
personas no buscan doctrina
ni mucho menos cambiarse "Muchos
de iglesia o de religión. Ellas están
buscan amor, amistad sincera,
aguardando
requieren de alguien en
a que se les
quien confiar y los hijos de
Dios son esos embajadores hable
del amor. Susana asumió su personalmente.
responsabi- lidad misionera y En la familia
fue el canal del amor de Dios misma, en el
para su pa- trona. vecindario, en
La siguiente Navidad el pueblo en
Carmen ya estaba que vivimos,
bautizada. Había recibido hay para
estudios bíbli- cos del pastor
nosotros trabajo
y se había pro- puesto llevar
que debemos
a su esposo al conocimiento
del evangelio.
Puso su nombre en el grupo de oración de la iglesia,
escogió a Susana como su compañera de oración y como
resultado del trabajo silencioso del Espíritu Santo, un día
también él le abrió el corazón, confesó su pecado y las
heridas comenzaron a ser cicatrizadas.
El Espíritu de Profecía es claro al hablar del método de
Cristo:

“Son muchos los que necesitan el ministerio de


corazones cristianos amantes. Muchos han des-
42
La patrona

cendido a la ruina cuando podrían haber sido


salvados, si sus vecinos, hombres y mujeres
comunes, hubiesen hecho algún esfuerzo
personal en su favor. Muchos están aguardando
que se les hable personalmente. En la familia
misma, en el vecindario, en el pueblo en que
vivimos, hay para nosotros trabajo que
debemos hacer como misio- neros de Cristo”.
(Conflicto y Valor, pág. 281).

¡Esta es la historia de doña Carmen! ¡Este es su


testimonio!

¡Ella fue !
43
5
HISTORIA

El rico infeliz

Cómo un empleado humilde llevó a su patrón al


encuentro con Jesús, a través de la amistad.

D
on Sebastián acaba de levantarse. La niebla en-
tristece la mañana triste del otoño ya triste de su
triste ciudad. La garúa cae y con ella caen también
las hojas.
Esas hojitas marrones, sin vida, arrancadas por el viento matu-
tino parecen una lluvia fina de ilusiones idas.
Don Sebastián no ha podido dormir. Se ha levantado
tris- te. Mira por la ventana la mañana triste y se angustia.
Camina desde la ventana hacia la chimenea y desde la
chimenea a la ventana. Es su rutina diaria. La monotonía
masacrante de su vida de rico. Porque don Sebastián tiene
mucho dinero, solo que de nada le sirve. Su esposa le ha
pedido el divorcio, su hija es novia de un vividor que la
conquistó solo para aprovecharse del dinero del padre
rico. Y su hijo está hundido en las drogas hasta el cuello.
Don Sebastián piensa en su vida. ¿De qué le sirve el
dine- ro que ha ganado con tanto trabajo, sudor y
esfuerzo? Piensa en su historia. Ha viajado por todo el
mundo, ha tenido mu- chas mujeres, ha disfrutado de los
placeres que el dinero puede proporcionar, pero su vida no
tiene encantos ni atractivos. Está hastiado de este tipo de
vida. Está cansado porque ha vivido mucho, extenuado
porque no ha dormido la noche completa. Se recuesta en el
sillón. Sentado allí, recuerda su niñez distante,
44
El rico infeliz

la casa paterna, las vacacio-


Jesús dijo: nes, la universidad.
“Otra vez os Después, el cáncer asesino
que devoró lentamente la
digo que si dos
vida de su padre y la tristeza
de vosotros se
de su madre viuda, que no
ponen de resistió el dolor de la pérdida
acuerdo en la del esposo y también se fue.
tierra acerca Don Sebastián hoy está
de cualquier solo. Vive rodeado de gente
cosa que pero está solo. La esposa
pidan, les será vive como ausente, los hijos
hecho por mi solo piensan en el dinero.
Hoy es su cumpleaños y
Padre que está
nadie le ha di- cho algo. Ha
cumplido sesen- ta y cinco
años y en cualquier
momento se irá también, se marchará, partirá. ¿Para
dónde? Ni siquiera eso sabe. Sabe ganar dinero pero se
ha olvidado de las demás cosas. ¡Qué vida triste! Está
envejeciendo y morirá cualquier día y, desapareciendo él,
habrá desaparecido todo. No habrá ni rastros de don
Sebastián sobre la tierra. Y enton- ces, ¿de qué le habrá
servido su dinero?
Son las nueve de la mañana y don Sebastián sacude
la cabeza, ahuyenta sus lamentaciones y parte para la
lucha. Des- pués de conducir su automóvil último modelo
por las congestio- nadas calles de la ciudad, en una mañana
de neblina terca que resiste la presencia del sol, llega a su
oficina. Al verlo, todos corren de un lado para otro, fingen
que trabajan, dejan de conversar y se ponen serios. Ha
llegado don Sebastián, el jefe implacable, duro, severo y
prepotente.
Cipriano, el hombre de la limpieza, es el único que no
se preocupa por la llegada del jefe. Sigue su rutina diaria
can- tando como un zorzal mientras le quita el polvo a los
muebles.

45
Él siempre canta. Llega cantando y se va cantando.
Entona canciones que nadie conoce. Cantó inclusive la
mañana en que lo expulsaron de la empresa, acusado de
robo. Dos meses después, al ser descubierto el verdadero
ladrón, se disculparon con él y le pidieron que regresara al
trabajo. Y Cipriano, el salvadoreño que un día llegó a los
Estados Unidos sin docu- mentos, regresó cantando.
Ahora don Sebastián está sentado en medio de su
oficina y la chica de servicios acaba de servirle un café
amargo, sin azúcar.
La secretaria entra y anuncia que Cipriano desea hablar
con
él
. —¿Qué quiere?
—No sé don Sebastián, solo pide treinta segundos.
—Que entre.
El humilde hombre entra. Viste mameluco, trae una
fra-
nela en la mano y sonríe feliz. Aquella sonrisa incomoda al
patrón.
—Te restan veinte segundos.
—Solo vine a decirle que esta mañana le agradecí a
Dios por haberle dado un año más de vida.
Cipriano se disponía a salir, cuando el jefe le dijo:
—Un momento, un momento.
Aquí están dos lados opuestos de la vida. El rico y el
po- bre. El infeliz y el feliz. El patrón y el empleado, frente a
frente, sin pestañear.
Don Sebastián lo mira de pies a cabeza, con
desprecio, admiración, rabia y compasión. Es un coctel de
sentimientos que él mismo no sabe definir. Conoce quién
es aquel hombre. Lo humilló delante de los otros
empleados el día que pensó que él le había robado el
celular, le dijo cosas horribles, y después, cuando se supo
quién era el culpable, mandó que lo emplea- sen
nuevamente pero nunca le había pedido disculpas.
46
El rico infeliz

Sin embargo, ve al empleado siempre con una


sonrisa en los labios, que lo saluda todos los días con
cortesía, dispuesto a caminar la segunda milla, atento a
cualquier necesidad del orgulloso patrón y vive cantando
mientras realiza sus tareas.
Este hombre es feliz. Eso piensa don Sebastián.
Gana el sueldo mínimo pero es feliz, una persona solo
canta cuando se siente feliz. Y la felicidad del hombre
pobre le da envidia.
—Repite lo que acabas de decir ¿Le agradeciste a Dios por
mí?
—Sí, señor.
—¿Por qué?
—Porque usted es una persona que hace bien a
mucha
gente, mire cuántas familias viven gracias al sueldo que
gana- mos en esta empresa.
—¿Por qué te preocupan las otras personas?
—Son hijos de Dios.
—¿Cuánto ganas tú?
—El sueldo mínimo, señor.
—¿Y eso te alcanza para vivir?
—Más o menos, pero soy grato a Dios por lo que me
da. Don Sebastián golpea la mesa con furia y se levanta.
Ci- priano no se intimida, lo respeta pero no le teme. El
patrón se dirige a la puerta y antes de cerrarla, ordena a la
secretaria con
voz áspera:
—¡No quiero ser interrumpido por nadie!
Regresa a su escritorio, se sienta, bebe un sorbo de café y
pre- gunta:
—¿Quién eres?
—Cipriano, señor.
—Ya sé que eres Cipriano, el hombre de la limpieza
que gana un sueldo mínimo, pero yo te pregunto otra cosa,
¿quién eres?
—No le entiendo don Sebastián.

47
Se ve en los ojos de Cipriano una paz que rebalsa.
Es un hombre simple, humilde, trabaja en dos lugares para
mante- ner a su familia. La esposa también hace la
limpieza en casas particulares y con esos tres salarios
logran alimentar, vestir y educar a los cuatro hijos que Dios
les dio. Pero Cipriano se ha dejado encontrar por Jesús y
él llena su corazón de esperanza. Eso le da fuerzas para
vivir.
Un sábado por la mañana, el pastor de su iglesia dice
que para crecer en la vida espiritual es necesario orar
todos los días, estudiar la Biblia diariamente y llevar a una
persona hacia Cristo, entonces Cipriano piensa en su
patrón. Lo ve todos los días y sabe que es un hombre
infeliz. Rico pero triste. No habla con nadie y cuando lo
hace es solo para reclamar y humillar a sus empleados.
Todos le temen, pero a sus espaldas hablan pestes de él.
¿De qué sirve tener dinero si no se tiene paz en el
corazón?
A partir de aquel día
Ci- priano comienza a orar Inútilmente los seres
todos los días por don humanos intentan
Sebastián. Su iglesia está llevar el evangelio
organizada en du- plas de
a las personas sin
oración y Cipriano y su
compañero de oración, An- vivir una experiencia
tonio, claman todos los días profunda de oración.
para que Dios toque el Es mediante la oración
cora- zón del temido patrón. que Dios transforma el
Cipria- no recuerda que carácter del cristiano
Jesucristo mismo dijo un
día: “Otra vez os digo que
y sensibiliza las
si dos de vosotros se ponen cuerdas adormecidas
de acuerdo en la tie- rra del corazón de los
acerca de cualquier cosa incrédulos.
que pidan, les será hecho
por mi Padre que está en
los cie- los”. Mateo 18:18-
20.

48
El rico infeliz

Inútilmente los seres humanos intentan llevar el


evangelio a las personas sin vivir una experiencia profunda de
oración. Es mediante la oración que Dios transforma el
carácter del cris- tiano y sensibiliza las cuerdas
adormecidas del corazón de los incrédulos. Gracias a la
oración el Señor trabaja en el corazón de don Sebastián,
aunque nadie lo sepa. La angustia, el vacío interior y la
tristeza que se han apoderado del hombre rico es una
evidencia de que el Espíritu Santo lo está conduciendo ha-
cia el momento final de su entrega.
—¿Quién eres?
La pregunta sacude el corazón de Cipriano.
—Perdóneme… no le entiendo.
—Yo soy rico, puedo comprar lo que quiera, viajo por
todo el mundo a la hora que me da la gana. Soy dueño de
esta empresa, pero no soy feliz. Tú en cambio, eres pobre,
no tienes nada y vives cantando mientras recoges la
basura, dime ¿qué tienes tú que yo no tengo?
Lágrimas rebeldes se asoman a los ojos del patrón.
Aquel hombre temido por todos, aquel gigante de los
negocios, está delante del cristiano simple, a punto de
llorar. Sufre, sabe que la paz de Cipriano no la puede
comprar a pesar de su dinero. Por eso está a punto de
llorar. Y llora.
—¿Cómo puedes ser feliz sin tener nada?
El hombre de la limpieza no responde. Lo mira con
amor pero calla. Respeta el silencio del hombre rico. En
ese momen- to aquella oficina se ha transformado en un
templo. El Espíritu de Dios está trabajando. Después de
algunos segundos, Ci- priano rompe el silencio:
—Dios lo ama, pero usted necesita aceptar ese amor.
—¡Dios! ¡Dios! ¡No me hables de Dios!
—Está bien.
—No, no está bien. Está todo mal, dime ¿qué puedo
ha-
cer?
49
Silencio. Cipriano solo guarda silencio. Los segundos
transcurren interminables, eternos. Don Sebastián necesita
de Dios pero no lo sabe. O no lo quiere saber. Se recupera
poco a poco y dice:
—Puedes irte.
Cipriano se va. Esta vez no canta. Su corazón llora
en silencio. Se va hasta el depósito de los utensilios de
limpieza, allí se arrodilla y ora. Ora triste, por causa de la
tozudez del hombre rico. El patrón está destruido, pero no
acepta a Dios. No encuentra una salida. Seguirá viviendo,
ganando dinero y un día, se morirá perdido, desaparecerá
en las sombras del ol- vido. Vendrán otros y disfrutarán de
su dinero. Y después otros, y otros, hasta que no quede
más dinero. ¿Por qué el ser huma- no es así? Sería tan
fácil que se rindiera ante Dios para salir de la noche de la
angustia, pero el corazón humano es rebelde.
El reloj marca las doce del día. Los empleados se
retiran para el almuerzo. Cipriano, en el depósito, abre la
marmita y la mira. Está sin hambre. Se esfuerza para
olvidar pero la imagen de don Sebastián derrumbado en
su escritorio, no abandona su mente. Entonces oye pasos.
Se frota los ojos y se acomoda mejor en el banco de
madera.
—¿Puedo hacerte compañía mientras almuerzas?
Es él, el patrón, entra decidido y se sienta frente al
em- pleado.
—¿Necesita alguna cosa, don Sebastián?
—No, solo quiero hablar un momento contigo.
—Sí, bueno, señor.
—¿Cuándo vas a tu iglesia?
—Mañana, señor, mañana es sábado.
—¿Podría acompañarte?
El corazón de Cipriano casi le sale por la boca, tiene
que esforzarse mucho para no demostrar su emoción.
Deja la mar- mita de lado y con una sonrisa, responde.
50
El rico infeliz

—Por supuesto que sí, señor-


—¿A qué hora es la ceremonia? A las once. Creo que
usted puede llegar a esa hora, pero si usted desea yo lo
busco en su casa.
—No, Cipriano, yo llegaré allí.
Es la primera vez que aquel hombre lo llama por su
nom- bre. ¿Qué le habrá sucedido? No importa. Lo que
interesa es que el Espíritu Santo está obrando en el corazón
de don Sebas- tián.
Ahora es sábado de mañana.
La iglesia de Cipriano es una congregación cuyo
propó- sito de existencia en esta tierra es la predicación
del evange- lio. Sus miembros han aprendido que la iglesia
de Dios es la iglesia del amor. Esa gente sabe que las
personas no necesitan de doctrina sino de amor. La doctrina
es un asunto que encaja en la vida del que fue
transformado por el amor. Por eso la iglesia de Cipriano
ama. Los miembros siempre conservan una sonrisa en el
rostro. Buscan saber quién ha llegado a la iglesia
por primera vez y le sonríen, lo
abrazan y le dicen que esa es
La iglesia de Dios es su familia y que no quieren
la iglesia del amor. per- derlo. La iglesia de
Sus miembros saben Cipriano no es una institución.
que las personas no Ellos no van para gozar
necesitan de doctrina solamente de un bonito
programa, sino también para
sino de amor. Por eso,
recibir a las personas he- ridas
ellos siempre tienen que buscan la iglesia an-
una sonrisa en el helando remedio para su dolor.
rostro, mostrando a Hoy es sábado. Un sába-
cada momento el amor do diferente y especial.
de Dios. Cipriano aguarda en la puerta
ansioso. Ha avisado a las
hermanas que trabajan en la
recepción que
51
este día viene su patrón a la iglesia y que su nombre es
Sebastián. Todos están preparados para recibirlo.
Faltan cinco minutos para las once del día cuando
don Sebastián desciende del automóvil. Cipriano corre a
su en- cuentro y con su habitual sonrisa lo saluda y lo
conduce a la puerta. Allí el hombre rico y triste descubre
que hay alegría. Las damas que lo reciben en la puerta
tienen el rostro iluminado. Una muchacha de
aproximadamente veinte años se le acerca y le dice:
—Bienvenido, don Sebastián, qué bueno que esté
con nosotros. Esta es su familia, voy a llevarlo a un lugar
especial preparado para usted.
Y lo conduce.
El hombre rico se pregunta intrigado: “¿Quiénes son
es- tos? ¿Cómo saben mi nombre? ¿Por qué me tratan
con tanto cariño?”.
Solo que eso ya no importa. Nada más importa. Hace
mucho tiempo que no se ha sentido tan bien. De pronto
siente que su tristeza se ha ido. Su corazón canta y, sin
darse cuenta, su boca también entona las letras de un
himno precioso:

A la cruz de Cristo voy.


Débil, pobre y ciego
soy. Mis riquezas nada
son.
Necesito salvación.
Yo confío en ti,
Señor, mi bendito
Salvador,
y me postro ante tu cruz.
¡Salva, oh sálvame, Jesús!

El culto ha terminado. En la puerta, a la salida, todos


lo abrazan, le dicen que lo aman y que lo han esperado
desde hace tiempo. El corazón de don Sebastián parece
que va a explosionar. No conoce a esa gente, nunca los ha
visto pero ellos

52
El rico infeliz

parecen conocerlo de toda la vida. ¿Qué misterio es


este?
Antes de partir, el hombre rico abraza al hombre pobre.
—Gracias— le dice— no sé cómo pagarte esto.
—No, don Sebastián, no necesita pagar, pero tampoco
ne- cesita irse, venga a almorzar a mi casa.
El patrón se siente avergonzado. Mira al chofer que lo
espe- ra con la puerta entreabierta.
—Otro día, Cipriano…otro día.
—Mi esposa preparó el almuerzo con todo cariño,
venga por favor.
Él va. Entra a la casa pobre, ve todo en orden, limpio,
parece una casa de juguete y percibe que para tener un
hogar no se necesita una casa lujosa.
Él posee una mansión pero no tiene un hogar. Ahora
en- tiende por qué Cipriano canta. ¿Quién no cantaría
teniendo una familia unida y feliz?
Tres meses después de recibir estudios bíblicos, don
Se- bastián entra a las aguas del bautismo, y comienza
una vida nueva. En la primera fila está su chofer con toda
su familia. El testimonio de la transformación de su jefe ha
impactado la vida del chofer, y él también ha decidido
estudiar la Biblia y conocer mejor a Jesús.
La esposa de don Sebastián y sus hijos también están
pre- sentes ese día y se emocionan al ver salir al padre de
las aguas bautismales, levantar las manos al cielo y decir:
–¡Gracias, Dios mío!
Ellos no comprenden lo que sucede, pero observan
que su padre luce feliz como hace mucho tiempo no lo
veían.
¡El Espíritu Santo se encargará de abrirles los ojos y
les ayudará a descubrir también lo que el padre ha
descubierto!

¡Esta es la historia de don Sebastián! ¡Este es su testimonio!

¡Él fue !
53
6
HISTORIA

La beata
Cómo una nuera convierte al esposo avaro y a
la suegra gruñona.

R
osario, la viuda de Jacinto Riquelme vivía con su hijo
en una casa de calaminas, en los alrededores de
Tijuana. Los pobladores de esta ciudad fronteriza
comentaban que
su esposo había sido asesinado en un ajuste de cuentas,
como resultado de la vida licenciosa que había escogido al
unirse a un grupo de narcotraficantes. Pero Rosario, la viuda
joven y bo- nita, no se importunaba por esos comentarios; su
única certeza era que su esposo estaba muerto, y que ella
debía luchar para sacar adelante al hijo de cinco años que
Jacinto le dejara.
Tijuana es bañada por el mar en uno de sus cantos y
limi- ta con la tierra de los sueños por el otro. Peregrinos
de muchas partes llegan a su suelo y se quedan
aguardando el momento oportuno para atravesar la
frontera en busca del sueño ameri- cano. Sobre un morro
hay un cúmulo de casas que forma una mancha semejante
a nidos de pájaros salvajes acurrucados sobre la roca. La
casa de Rosario estaba en ese barrio. En rea- lidad, la
vivienda no era suya, se la había prestado un primo,
después que enviudara.
—Vive allí y cuando encuentres empleo me pagas el
al- quiler— le dijo el primo.
Y como Rosario no tenía a dónde ir, aceptó la ayuda
del hijo de su tía Consuelo.
Fue precisamente la tía Consuelo quien, algunas
sema- nas después, le consiguió trabajo como costurera en
la fábrica

54
La beata

de pantalones de don Gilberto. Así llamaban sus


empleados al cuarentón de prematuros cabellos blancos,
soltero, que vivía con su progenitora en una casa cómoda
de dos pisos localiza- da en uno de los barrios
aristocráticos de la ciudad.
Las malas lenguas decían que don Gilberto estaba
como loco por formar familia, pero que su madre no se lo
permitía.
—¿Por qué mi niño tiene que ser atendido por otra
mujer si su madre todavía vive?— decía doña Ramona a sus
amigas, cuando se reunían semanalmente en la parroquia
para planear las obras de beneficencia social.
Doña Ramona era la típica beata que vivía en función
de las obras de caridad de la iglesia. No entendía nada de
Biblia, jamás la había leído, pero siempre la cargaba de un
lado a otro, aparentando ser una profunda conocedora de
los misterios divinos. Era una mujer rolliza, de cabellos
largos y blancos, amarrados con pulcritud. Había heredado
de su es- poso la fábrica de pantalones que ahora dirigía
su único hijo. Era una dama de convicciones profundas,
dominadora, señora de la verdad, autoritaria y ¡ay de aquel
que osara cruzarse en su camino!
Por eso cuando se enteró que su “niño” andaba de
alas caídas por la viuda, sacó a relucir su naturaleza de
leona en defensa de su cachorro.
—¡Sal de mi camino! ¡Deja a mi hijo tranquilo!— le
gritó una tarde en la puerta de la fábrica delante de las
operarias.
Pero ella no conocía a Rosario. Detrás de aquella
figu- ra frágil, se escondía una muchacha empecinada y
valiente. Tan porfiada que se había casado con Jacinto en
contra de la voluntad de sus padres y tan valiente que
estaba dispuesta a retirar cualquier piedra de su camino,
aunque esa piedra se llamase Ramona.
Así empezó la lucha entre las dos mujeres por el
control de la vida de don Gilberto. Doña Ramona esgrimía
el derecho

55
de haberlo engendrado y traído al mundo a “su niño”,
mientras que Rosario la desafiaba diciendo que si don
Gilberto la ena- morase ella aceptaría.
Pero la vida de Rosario no era nada fácil. Cualquiera
se equivocaba a primera vista. Había que conocerla de cerca
para saber que cargaba complejos que la atormentaban
interior- mente. Amaba a su hijo y por él estaba dispuesta
a cualquier sacrificio, aunque ello significara casarse con don
Gilberto.
El galante solterón no era cosa de desecharse, nadie
podría decir que era feo, pero
un hombre que a los
cuarenta años no era capaz Tu primer campo
de indepen- dizarse de la misionero es tu casa,
madre no podía ser un
y las primeras
esposo ideal para nadie,
mucho menos si cargaba el personas con las
te- rrible defecto de la cuales necesitas
avaricia. trabajar son los
Vestía ropas humildes miembros de tu
compradas por la madre. El
único par de zapatos
marrones ya tenían más de
cuatro años de uso, pero
eso ya no era
asunto de la madre sino de él mismo. No escondía sus
mez- quindades, contaba cada centavo y se enfermaba
cada fin de mes cuando debía pagar el sueldo de sus
empleados.
Fuera de eso, don Gilberto era buena persona y por
su dinero, un pretendiente que cualquier mujer aceptaría,
mejor dicho cualquier mujer decidida como Rosario,
porque se ne- cesitaban agallas para enfrentar a la temida
suegra, para que alguien osara colocarse en el sitial de
nuera de aquella temible señora. Pero Rosario era Rosario.
Ella, además de ser valerosa, se consideraba protegida por
la Virgen del Rosario, en cuyo homenaje llevaba su nombre.

56
La beata

Al principio, el pretendido romance entre el patrón y


la empleada no pasó de simples habladurías de las
operarias. Tal vez porque don Gilberto era un soltero
codiciado y Rosario, una viuda joven y linda. Pero con el
tiempo, las habladurías se fueron transformando poco a
poco en realidad. Hasta que un día don Gilberto se
declaró.
—Tú y yo podríamos formar una familia feliz, te
ayudaría a criar a Jacintito.
—Pero don Gilberto, con todo respeto, usted no sale
aún de las faldas de su mamá. Quien tiene que escoger
esposa para usted es ella— le respondió Rosario.
—Yo sé que ella no te quiere, mejor dicho ella no quiere
a nadie, y yo necesito formar una familia. Tú me gustas— le
dijo don Gilberto.
A partir de aquel día, se encendió en el corazón de
Ro- sario la llama de la codicia e inició la conquista
definitiva del corazón del pobre don Gilberto, a tal punto
que el cuarentón enfermó de amor. No comía, estuvo dos
días seguidos en cama sin ganas de levantarse, lo que era
prodigioso porque la única motivación de su vida hasta
aquel día había sido la fábrica.
Doña Ramona, preocupada por la situación de su
hijo, buscó al médico, al sacerdote de la parroquia y hasta
a la curandera de la ciudad, y al enterarse de labios de su
propio “niño” que su mal era mal de amor, exclamó:
—¡Solo sobre mi cadáver y gracias a Dios, todavía
estoy llena de vida!
Aquella fue la sentencia de un amor que todavía no
había nacido, por lo menos en el corazón de Rosario. Ella
solo estaba interesada en el dinero del pretendiente y
soñaba con una vida de comodidades para ella y su hijo.
Por eso un día, a tanta insistencia de don Gilberto le dijo:
—Si realmente me ama, don Gilberto, huyamos para
los Estados Unidos y vivamos allá nuestro gran amor.
57
—Pero ¿cómo?- exclamó sorprendido.
—Venda la fábrica y marchemos a un lugar donde su
madre nunca nos encuentre.
Así fue un día, y otro y otro, hasta que finalmente don
Gilberto sucumbió ante aquellas insinuaciones e hizo lo
que jamás había imaginado hacer. Vendió la fábrica,
abandonó las faldas de la madre y se marchó con Rosario
y Jacintito a los Estados Unidos.
Pasaron tres años, que a Rosario le parecieron
décadas. Don Gilberto le salió peor que la encomienda.
Sus defectos se multiplicaron y a pesar de toda la valentía
y la tozudez de Rosario, ella empezó a marchitarse como
un girasol al caer la tarde. Ella no hablaba inglés y
dependía para todo del
espo- so. Él aprovechaba la El secreto de una
situación para controlar por
vida cristiana
completo la vida de la
victoriosa es Orar al
infeliz mujer. ¡Ah, si el
arrepentimiento matase! Señor, estudiar su
¿Pero qué podía hacer? Se en- Palabra todos
contraba lejos de su tierra, los días, y además
casi en el límite con Canadá. conquistar el corazón
No tenía recursos porque el de alguien para Cristo.
espo- so controlaba cada
centavo y, para remate, les
nació un niño. Fue en esas
circunstan-
cias que la triste mexicana conoció en el hospital a
Margarita, una enfermera salvadoreña. Ella le habló de
Jesús, le regaló sermones grabados y la condujo a la iglesia,
donde después de estudiar la Biblia se bautizó.
Pero la vida que ya era un infierno al lado de don Gil-
berto, se le volvió peor porque el marido empezó a
maltratarla físicamente y a prohibirle ir a la iglesia. Para
colmo de males, una mañana fría de enero, doña Ramona
apareció en la puerta
58
La beata

y armó un escándalo, amenazando con llamar a la policía y


llevarlos presos, de vuelta a México por haberle robado.
Fue terrible. Rosario tuvo que someterse a los
chantajes de la suegra mientras se preguntaba por qué
Dios permitía que todo esto sucediera ahora que había
conocido a Jesús.
—Justamente por eso, Rosario– le dijo el pastor– si esto
te hubiera pasado antes de conocer a Jesús, ¿de dónde
sacarías fuerzas para resistir?
—¿Y qué hago ahora? –dijo ella– usted no tiene idea
de cuán terrible es esa señora.
—Hija, yo creo que tu primer campo misionero es tu
casa y las primeras personas con las cuales necesitas
trabajar son tu esposo y tu suegra.
—¿Mi esposo avaro y mi suegra gruñona?– interrogó.
—Sí, pero el primer paso es mirarlos con otros ojos.
Mien- tras no les quites de la frente el rótulo que les has
colocado, te será difícil amarlos y menos querer verlos en
el reino de los cielos.
—¿Y cómo hago para arrancar de mi corazón el
resenti- miento que tengo?— volvió a preguntar.
—Ora al Señor y estudia su Palabra todos los días. Ese
es el secreto de la vida cristiana victoriosa. Además de
orar, con- quístales el corazón.
—Usted no los conoce, pastor, ellos no quieren saber
nada del evangelio y ahora se han juntado los dos contra
mí. Vivo casi en una prisión, ya pensé en huir y volver a
México pero no tengo dinero y para remate tengo un
segundo hijo. ¿Cómo lo voy a dejar sin padre?— manifestó
Rosario.
Cualquiera podría pensar, desde la perspectiva humana,
que Rosario se había metido en la cueva de los chacales y
que de allí solo saldría muerta. Cualquiera, menos ella. Sin
em- bargo, después de la conversación que tuvo con el
pastor, ella empezó a orar como nunca. Su primera
petición era que Dios
59
le diese un nuevo corazón. A veces tenía ganas de
devolver el vuelto a su suegra con la misma moneda,
como lo habría he- cho en otros tiempos. Pero ahora era
cristiana. Solo que ganas no le faltaban, y eso le
inquietaba.
—Señor –decía en su co-
razón— yo no quiero ser Todos los días,
mansa solo porque sé que mientras el esposo
debo ser así, quiero ser mansa y la suegra aún
de verdad. Por favor hazme dormían, ella pasaba
mansa, saca el re- sentimiento
buen tiempo
y la rabia de mi co- razón y
ayúdame a conquistar el leyendo la Palabra
corazón de estas dos desagrada- de Dios y orando.
bles personas que viven conmigo.
Todos los días, mientras el
esposo y la suegra aún dormían,
ella pasaba buen tiempo leyendo la Palabra de Dios y
orando. Semana tras semana, mes tras mes, hasta que el
milagro em- pezó a suceder. Primero con ella, porque
empezó a ver a su suegra y a su marido, con otros ojos.
Les servía con humildad, no contestaba en el mismo tono,
no pronunciaba más palabras mordaces, ni se mostraba
malhumorada, como antes de cono- cer a Jesús.
Un día el esposo, intrigado, le preguntó:
—¿Estás enferma?
—¿Por qué?
—Últimamente te veo callada, tú no eres así.
—¿Así, cómo?
—Estás cambiada.
—El evangelio cambia, estoy feliz.
Don Gilberto quedó intrigado y habló con su madre.
—¿Ya percibiste el cambio en la vida de Rosario?
—No te quise decir nada, hijo, pero desde que llegué
he notado que Rosario no es la misma, ¿qué le has
hecho?— in- terrogó doña Ramona.
60
La beata

—Nada, eso es lo que me preocupa.


—Cuidado, hijo, esa loca te puede estar engañando
¿Es- tás seguro que ese pequeño es hijo tuyo? Esos
protestantes son terribles, cuidado hijo.
Todos los días se repetía la misma cantaleta.
No hay humano que resista insinuaciones constantes
del mismo tipo y la imaginación de don Gilberto empezó a
crearle amantes a la pobre esposa. Pasó a tratarla peor, y
cuanto así lo hacía, ella respondía con más cariño y
dulzura. Le preparaba los platos que más le deleitaban, se
preocupaba por detalles que sabía que a él le encantaban,
aunque él se esforzara por aparentar que no eran de su
gusto.
Hacía lo mismo con la suegra. El día del cumpleaños
de doña Ramona, Rosario se levantó muy temprano,
preparó una torta deliciosa y cuando la suegra entró al
comedor se quedó sor- prendida y emocionada. Rosario
aprovechó ese momento de sen- sibilidad y preguntó:
—¿Puedo hacer una oración por usted?
Ella asintió con los ojos brillando de emoción y Rosario
oró:
—Padre querido, te agradezco por la vida de doña Ra-
mona, ella es una hija maravillosa tuya, te agradezco
porque trajo al mundo a mi esposo. La has cuidado a lo
largo de su vida y ahora le estás dando un año más de
vida.
Al terminar la oración la suegra corrió al cuarto.
Rosario pensó que la había enfadado, pero después la
mujer salió vis- tiendo una ropa blanca y dijo:
—Esta ocasión merece un vestido especial.
Aquel día comenzaron a cambiar las cosas. Doña
Ra- mona se mostraba menos gruñona y más
comprensiva, por lo menos no le hacía la vida tan difícil
como antes.
En cierta ocasión, la suegra derribó sin querer una
imagen de la Virgen de Guadalupe que había llevado de
México. Lloró,

61
se lamentó, pidió perdón a la virgen y se pasó casi todo el
día rezando arrepentida. Mientras la suegra pagaba sus
peniten- cias impuestas por ella misma, Rosario recogió los
pedazos de yeso y reconstruyó la imagen con tanto cariño
y perfección que nadie podría decir que alguna vez había
estado quebrada. Al salir del cuarto, la suegra miró la
efigie y gritó:
—¡Milagro, milagro!
—No fue un milagro, mamita, fue Rosario quien
recons- truyó a la santa— aclaró Gilberto.
Aquella actitud de la nuera derritió definitivamente el
duro corazón de doña Ramona y buscó inmediatamente a
su nuera. Ella estaba en el garaje, arreglando unas cajas
cuando su suegra entró:
—Hija, perdóname por todo lo que te hice.
—¿Qué fue lo que me hizo?
—Estás diferente, no eres más la muchacha malcriada
que conocí en Tijuana.
—No mi suegra, esa Rosario murió, hoy soy una
nueva criatura, transformada por Jesús.
—¿De qué hablas, hija?
—La Biblia dice que si estamos en Cristo, somos nuevas
cria-
turas.
—¿Dónde dice algo así?
Así fue como doña Ramona y don Gilberto
comenzaron
a estudiar la Biblia, a oír mis sermones grabados y a asistir
a la iglesia.
La prueba más difícil para el esposo avaro fue
devolver el diezmo, y para la suegra gruñona, abandonar
su devoción por los santos y adorar al único Dios
verdadero.
Hoy, ellos forman un hogar feliz. Rosario confiesa que
se enamoró del esposo solo cuando él fue transformado en
una nue- va criatura y que, si fuera necesario, repetiría todo
el dolor del lar- go camino que transitó para tener el amor
del esposo maravilloso que tiene hoy.

62
La beata

Doña Ramona espera en la tumba la mañana


gloriosa de la resurrección. Antes de cerrar los ojos le pidió
a Rosario que entonara el himno:

Cuando suene la trompeta en el día del


Señor, su esplendor y eterna claridad veré,
cuando lleguen los salvados ante el magno Redentor,
y se pase lista, yo responderé.
Cuando allá se pase
lista, cuando allá se
pase lista, cuando allá
se pase lista,
y mi nombre llamen, yo responderé
Resucitarán gloriosos los que duermen en Jesús,
las delicias celestiales a gozar;
y triunfantes entrarán en las mansiones de la luz;
para mí también habrá un dulce hogar.

¡Esta es la historia de doña Ramona y don Gilberto!


¡Este es su testimonio!

¡Ellos fueron !
63
7
HISTORIA

El indiferente

Cómo un miembro de iglesia, tibio y sin vida,


indiferente a la misión de la iglesia, encontró
la plenitud de la salvación en Cristo.

H
abíamos salido por la mañana llevando nuestras
pro- visiones en mochilas. Era un día de primavera,
uno de aquellos en que hasta el aire embriaga.
Parecía que los
pájaros cantaban mejor y volaban con más ligereza.
Habíamos comido sobre la hierba, a la sombra de un
sauce, cerca del agua entibiada por el sol. Era lo que se
podría llamar un día exuberan- te y pleno de vida.
Después de almorzar, mientras el grupo de amigos se
di- vertía, unos nadando en el lago, otros jugando, algunos
can- tando bajo los árboles o simplemente caminando, yo
sentado bajo un sauce me puse a pensar en la vida. Aquel
mundo no era mío. Yo estaba en la iglesia de cuerpo, pero
mi yo verdade- ro, jamás había sido parte de esa iglesia.
En realidad, asumí el bautismo solo para casarme
con una linda muchacha que había conocido en una tienda
de cal- zados. Yo vendía zapatos en aquel tiempo para
ayudarme en los estudios. Mi vida era de una rutina
abrumadora, interrumpi- da solo por los fines de semana
en que bebía, bailaba con mis amigos y me divertía con
las chicas. Pero un día, todo ese ritmo de vida cambió al
conocer a Laura, una morena dominicana que entró en la
tienda buscando unos zapatos blancos.
64
El indiferente

—Tengo la seguridad que este sí te va a gustar– le


dije– trayendo el sexto par.
—No. ¿Sabes?, no es exactamente lo que busco.
—Entonces, dime ¿qué es lo que buscas? Si lo
supiera podría ayudarte.
Ella sonrió y en su rostro se formaron dos agujeros
lindos que me cautivaron.
—En realidad— me dijo—, busco unos zapatos para el
uniforme del grupo musical de mi iglesia.
—¿Tú cantas en la iglesia?— le pregunté.
—Sí — dijo—, soy de la Iglesia Adventista del Séptimo
Día.
Fue así como todo empezó. Nos hicimos amigos, salimos
juntos a comer, nos alegramos, sonreímos y cuando un día
le pedí que sea mi enamorada, me respondió:
—No puedo enamorar contigo. Somos diferentes.
—¿Por qué? ¿En qué somos diferentes?
—Yo tengo una fe y tú otra.
—¿Y cuál es el problema?
—Jamás seríamos felices.
Yo estaba muy enamorado de ella. Laura era la chica
de mis sueños y a fin de conquistarla comencé a asistir a
la iglesia y, finalmente, me bauticé para poder casarme.
El tiempo fue pasando. Mi matrimonio, sin duda, fue
la decisión más sabia de mi vida. Laura y yo nos
amábamos, tu- vimos nuestro primer hijito y yo, hacía lo
que podía por verla feliz, pero no me sentía a gusto en ese
ambiente.
Yo era una buena persona y tal vez un miembro de
iglesia que nunca daría motivos para ser disciplinado, pero
al mismo tiempo era sincero y por causa de mi sinceridad,
me atormen- taba el hecho de estar en la iglesia
simplemente por el hecho de estar.
Aquel día en el campo, cuando todo el mundo se di-
65
vertía, el cielo
repentinamente se puso Es totalmente
negro y en pocos mi- nutos indiscutible la idea
se desató una tormen- ta. de poder enseñar a
Regresamos corriendo a la la feligresía cómo
casa porque esa noche co- llevar a una persona
menzaba en la iglesia la Se- a los
mana de Capacitación Laica pies de Cristo, sin tener
y mi esposa, como siempre, que tocar la puerta de
no se perdería una sola extraños, ni dar estudios
reunión. Aquello me corroía bíblicos, ni dirigir una
por den- tro, pero la amaba y campaña de evangelismo
deseaba verla feliz, así que público.
me preparé para
acompañarla.
En mis años de iglesia
había asistido a muchas pro-
gramaciones. Participé en cursos para instructores bíblicos,
se- minarios de grupos pequeños, clases para parejas
misioneras y tantas otras actividades. Lo que decían me
entraba por un oído y me salía por el otro. Era indiferente a
todo. Mi vida en la iglesia era una obligación, en realidad
una dulce obligación porque la recompensa era ver a mi
esposa feliz.
Hasta que un día, ella me reclamó:
—Creo que estás en la iglesia solo para agradarme.
—¿Cómo para agradarte?
—Yo siento que tú no vas a la iglesia porque
realmente deseas. Si yo no fuese, estoy segura que tú no
irías, ¿no es así?
—Estás engañada, querida. Yo te amo y siempre
haré lo que sea posible para verte feliz.
—¿Te das cuenta? Acabas de confirmar lo que digo.
Ella tenía razón. Era como estaba pensando. Ella no lo
sa- bía, o si lo sabía, no me había dicho hasta entonces. Yo
me había bautizado solo para poder casarme con la niña de
mis sueños. La triste realidad era que yo no conocía la
felicidad. Quiero decir, la

66
El indiferente

felicidad que ella me proporcionaba no llenaba por completo


el vacío de mi corazón. Algo faltaba y no sabía definir lo que
era. En las últimas semanas venía pidiéndole a Dios que me
mostrase lo que faltaba en mi vida.
Ahora creo que la respuesta divina fue aquella
Semana de Capacitación Laica. El título de la semana no
atraía a nadie. Si fuese por el título, jamás habría ido. Yo
pensaba que me iban a enseñar a tocar la puerta de los
vecinos para evangelizarlos, o que me instruyeran en los
“secretos” para convencer a las personas. Pero estaba
equivocado.
El pastor que se levantó para hablar era muy
conocido. Mi esposa leía todos los días la devoción
matutina que él había escrito, me gustaba cómo
presentaba el evangelio, y me alegró saber que sería él el
expositor central.
—Esta semana les voy a enseñar cómo llevar a una
per- sona hacia Cristo, sin tener que tocar la puerta de
extraños, ni dar estudios bíblicos, ni dirigir una campaña
de evangelismo laico— dijo al empezar.
Sus primeras palabras me agradaron, despertaron mi
cu- riosidad y me impactaron. Aquella noche él habló de
Jesús, contó la historia de su vida. Dijo que había nacido
en la iglesia pero que su vida siempre había sido una
rutina masacrante porque no conocía a Jesús. Habló del
amor de Cristo y señaló:
—Dios te ama como eres: Indiferente, frío, haciendo
las cosas simplemente por deber. Te ama con tus
decisiones de arena, con tus promesas no cumplidas y
desea colocarle senti- do a tu vida, no quiere solo que vivas
en la iglesia como si fue- ses un pedazo de madera
llevado por la corriente de las aguas, no, él desea darle
significado a tu existencia. Jesús dijo “Yo he venido para
que tengan vida y vida en abundancia”.
Me pareció que aquella noche hubiese sido la
primera vez que entraba a una iglesia. Vi mi vida, me
contemplé en la miseria de mi propio ser, en la hipocresía
de una vida hueca, en la mediocridad espiritual de mis
mentiras.

67
Al regresar a casa, yo iba en silencio, meditando en lo
que había oído. Me emocionaba saber que Dios me amaba
como era, me sentía indigno de ese amor, pero al mismo
tiempo lo ne- cesitaba.
—¿Te pasa algo, querido?
La voz de mi esposa me sacó de mis cavilaciones.
—¿Te gustó la primera clase?
—¡Fue tremendo!
—¿Volvemos mañana?
—Claro que volvemos, la semana apenas está empezan-
do.
La siguiente noche el pastor dijo que lo más fácil en la
vida era alcanzar la salvación. Y citó el ejemplo del ladrón
en la cruz. Luego concluyó:
—Tú puedes haber entrado aquí esta noche sin
nunca haber pasado por el milagro de la conversión, pero
puedes regresar a tu casa completa-
mente convertido. Conversión
no es convicción. La El secreto de una
convicción cambia tu manera vida victoriosa es
de pensar, pero la conversión orar y estudiar la
cambia tu vida. ¿Has sido Biblia todos los días,
convertido por Jesús? sin embargo esas dos
A la hora del llamado, actividades no ayudan
no pensé dos veces y corrí al mucho si no se incluye
frente. Jamás había hecho eso la testificación.
en mis años de vida en la
igle-
sia. Me parecía ridículo ir adelante. Pero ahora, allí estaba
yo, emocionado y suplicando a Dios que me convirtiese.
Repenti- namente sentí el abrazo cálido de mi esposa y
empecé a llorar.
Durante el viaje de retorno, ella guardó silencio.
Después le agradecí por esa actitud. Creo que ella
comprendía que por primera vez el Espíritu de Dios estaba
trabajando en mi vida.
68
El indiferente

A la mañana siguiente me levanté temprano, antes


que mi esposa lo hiciera, preparé el desayuno y cuando
ella lle- gó se sorprendió al ver la mesa bien arreglada.
Tampoco dijo nada esta vez, solo se acercó y me dio un
beso delicioso con sabor a crema dental de fresas maduras.
Noche tras noche, fui aprendiendo cosas extraordinarias.
Por ejemplo, que el secreto
Cuando tú sigues el de una vida victoriosa es
método de Cristo, en orar y es- tudiar la Biblia
algún momento, las todos los días, pero que
personas te abrirán el esas dos actividades no
ayudan mucho si no se in-
corazón y tendrás la
cluye la testificación.
oportunidad de
Yo tenía miedo de testi-
hablarles de Jesús y de
ficar porque pensaba que
estudiar la Biblia con
eso era abordar en la calle o
ellas.
en las casas a personas que
no cono- cía para intentar
convencerlas de que la
verdadera iglesia era
la iglesia adventista, pero aquella semana entendí que el
instru- mento poderoso para la testificación es la amistad.
—Emplea tiempo en hacerte amigo de las personas—
dijo el predicador— sigue el método de Cristo, mézclate
con las personas como alguien que desea hacerles el bien,
muéstrales simpatía, atiende sus necesidades, gánate su
confianza y solo entonces invítalas a la iglesia. La iglesia de
Dios es la iglesia del amor, porque Dios es amor. No
intentes cambiarles la religión a las personas, simplemente
tráelas a la agencia del amor que es la iglesia y deja que
en la iglesia del amor, ellas lleguen al conocimiento pleno
del evangelio.
Aquella semana fue la más grande bendición en mi
vida. Mi visión del propósito evangelizador de la iglesia
cambió por completo. Entendí que las personas no quieren
cambiar de re- ligión; ellas no buscan ni siquiera una
iglesia, necesitan amor,

69
y nuestra misión en esta tierra es darles amor, aceptarlas tal
cuales son y ayudarlas.
Cuando tú sigues el método de Cristo, en algún
momento las personas te abrirán el corazón y tendrás la
oportunidad de hablarles de Jesús y de estudiar la Biblia
con ellas.
Han pasado seis meses desde aquella semana. Estoy
tra- bajando en este momento con cuatro personas diferentes.
Una es mi jefe de trabajo, un ser humano difícil de
soportar. Cada vez que me acerco a él, me da respuestas
monosilábicas, no me deja entrar en su corazón, pero
estoy clamando todos los días por él, y lo impresionante es
que de tanto pedir por él, mi tiempo de oración aumentó.
Creo que aún no es el momento, pero tengo la seguridad de
que el Espíritu Santo está trabajando en el corazón de ese
hombre duro, porque ayer me preguntó
–¿Eres de alguna iglesia?
Estaba por responderle, cuando me interrumpió y añadió:
—Eres diferente.
Y se fue sin dejarme hablar.
¿No es ya un buen comienzo?
La segunda persona con la que estoy trabajando es
mi suegra. Ella jamás quiso saber nada del evangelio. Peleó
con la hija cuando descubrió que se había bautizado sin su
permiso. Después hicieron las paces pero nunca quiso hablar
de religión ni de iglesia. Es una señora extremamente
católica, devota de la virgen de Fátima. Siempre nos
relacionamos mal y si no dis- cutimos, fue solo porque yo
casi no hablaba con ella, pero el otro día la visité. Mi
esposa quiso ir conmigo, pero le dije que prefería ir solo,
que la había colocado en mi lista de oración y que muy
pronto la veríamos en la iglesia.
—¡Estás loco!— me dijo mi esposa, sonriendo.
—Creo que sí lo estoy— le respondí—, pero loco por
Jesús.
Y me despedí con un beso.
70
El indiferente

Al llegar a la casa de mi suegra, ella me abrió la


puerta y al verme preguntó con formalidad:
–¿Algún problema con Laura?
–No –le dije–, el problema es conmigo.
Entramos a la sala. En el fondo había una imagen; al
otro lado, una cruz de plata y ella traía un rosario en la
mano. Se aco- modó en el sofá y preguntó:
—¿Qué sucede?
—Vine a pedirle perdón.
—¿Por qué?
—Porque nunca fui un buen yerno.
—¿Estás bien?
—Nunca estuve mejor.
—¿Y qué te pasa?
—He encontrado a Jesús, o mejor aun, me dejé encontrar
por Jesús.
—No te entiendo. ¿No eres protestante? ¿Ustedes no
se pasan todo el tiempo pensando en Jesús y hablando mal
de la virgencita?
—Sí, querida suegra, por eso vine a pedirle perdón.
—¿Por hablar mal de la virgen?
—Sí, por eso y por otras cosas.
La mujer levantó los brazos al cielo emocionada, se
hizo la señal de la cruz y exclamó:
—¡Ave María purísima! Finalmente la virgencita está
oyendo mis súplicas y les está abriendo los ojos a estos
tontos, ¿y cómo sucedió eso?
—Lo encontré en la Biblia, allí todo está explicado,
pero yo no sabía.
—¿Pero ustedes no estudian la Biblia todos los días?
Oye, muéstrame dónde está lo que me dices.
—Otro día, mi suegra, otro día, le prometo que vendré

71
una noche solo para estudiar la Biblia con usted, ¿está
bien?
—Claro, mi hijo, claro.
Hoy, mi suegra estudia la Biblia conmigo. Ya retiró las
imágenes de casa y asistió dos sábados seguidos a la
iglesia. Está feliz como nunca, dice que ha ganado un hijo.
La tercera persona por la que oro y trabajo es un
amigo de infancia. Me volví a aproximar a él después de
mucho tiem- po. Nos emocionamos recordando los tiempos
en que jugamos fútbol en la selección de la escuela y nos
peleamos por causa de una chica. Él trabaja de mesero en
un famoso restaurante y el otro día lloró contándome que
su hijo está metido en las drogas y que su esposa es
depresiva. Laura y yo los visitamos y oramos con ellos.
Las puertas están abiertas y sé que con un poco de
tiempo, Dios tocará el corazón de esa familia.
La última persona es mi vecino. No sabía ni siquiera
su nombre, siempre lo veía pero para mí era un ser
humano más en la tierra. Hoy lo veo con otros ojos. Creo
que es un precioso hijo de Dios y que el Señor permitió
que se mude a mi lado para darme la oportunidad de
hablarle de Jesús. Ya hice con- tacto con él, nos
conocemos mejor, y el otro día lo invitamos a almorzar en
nuestra casa. Él y su familia aceptaron felices y a la hora
de servir la comida, cuando les pedí permiso para orar por
los alimentos y por ellos, sucedió algo extraño. Los dos se
miraron entre sí, sorprendidos, y al final de la oración
estaban emocionados.
—¿De qué iglesia son?— preguntó él.
—Somos adventistas.
Los ojos de ella se humedecieron.
El ambiente se puso tenso. Laura y yo no
entendíamos lo que sucedía, pero él nos explicó.
—Nosotros fuimos adventistas y hace cinco años
estamos fuera de la iglesia.
Son cosas como estas las que me hacen temblar.
Gente

72
El indiferente

muriendo espiritualmente a mi lado y yo ni siquiera me


daba cuenta de eso. Viví todos estos años en la iglesia,
indiferente, dejándome llevar por la vida, pero hoy al
testificar del amor de Jesús veo que no hay motivo para
arrastrar un cristianismo formal, mediocre y solo de
nombre.

¡Cristo vive, y yo viviré eternamente con él!

¡Esta es mi historia! ¡Este es mi testimonio!

¡Yo fui !
73
8
HISTORIA

La ultrajada

Cómo una señora simple, a través de un


grupo pequeño, llevó alegría a una familia
destruida por el dolor.

E
s verano en el interior de Guatemala. El sol de
mediodía baña las praderas que se extienden entre
chacras y sem- bríos. Centenos maduros y trigos
amarillentos; avenas,
de un verde claro, y tréboles, de un verde oscuro, cubren el
desnudo vientre de la tierra.
Más allá, a lo lejos, en la cima, se observa una mana-
da de vacas, alineadas como soldados. Unas tendidas;
otras, cerrando y abriendo los ojos bajo la radiante luz,
arrancan y mastican los tréboles.
Y es en medio de este paisaje que dos mujeres,
madre e hija, avanzan por un angosto sendero hacia los
animales. Cada una lleva un cubo de cinc. El metal dispara
una llama deslumbrante y blanca, reflejo del sol en su
esplendor. La pri- mera mujer camina con pasos firmes y
decididos; la segunda en cambio parece un zombi. Se
arrastra, o mejor dicho, su madre la arrastra, porque si
fuera por ella, estaría en la cama durmiendo y llorando,
como lo hace diariamente desde hace dos años.
No hablan. Solo caminan en silencio. Van a ordeñar
las vacas. Esa es su rutina diaria. Julia, la madre, obliga
todos los días a su hija Marcelina a ir con ella. Tiene miedo
de dejarla sola desde la última vez que intentó quitarse la
vida.
74
La ultrajada

Marcelina es bella, una bonita joven campesina de


ca- bellos rubios, descendiente de alemanes que se
instalaron por aquellas tierras, a mediados de los años
veinte del siglo pasa-
do. Marcelina llora la honra
perdida, la inocencia
“Los cristianos marchi- ta después de que
que están fuera vio- lada. Quisiera
creciendo levantar la ca- beza y
constantemente seguir adelante como todo
en el mundo, pero no tiene
fervor, en celo y en fuerzas y se ha hundido en
amor, nunca un mundo oscuro que los
apostatarán. médi- cos llaman depresión.
En ese mundo que es solo
Son aquellos que
suyo, su- fre y se asfixia y
no se hallan
espera que la muerte
ocupados en una
llegue para poner de-
labor abnegada
finitivamente fin a su
los que tienen una historia de apenas veinte
experiencia años.
enfermiza, y Julia, la madre, sufre
llegan a agotarse con la hija pero no puede
por la lucha, hacer nada para aliviar el
dudando, sufrimiento de la joven
murmurando, ultra- jada. Ha buscado
ayuda, la ha puesto en
manos del psi- cólogo, la
ha sacado de los campos
verdes de su tierra y la ha
llevado al mar, que
siempre fue el sueño de la muchacha, pero nada da
resultado. Con impotencia ve apagarse a su linda hija,
como se apaga el día cuando la noche llega.
—¿Te parece lindo el día, Marcelina?
La joven no responde. Nunca lo hace. Solo llora.
Obe- dece las órdenes de la madre, la acompaña
gimiendo. Y si alguna vez responde dice apenas sí, o no.

75
Cuando la noche de ese soleado día llega, Julia
conduce a su hija a un grupo que se reúne en la casa de
una vecina creyente. Ha notado en las dos reuniones a las
que ha asistido que cuando el grupo canta, los ojos de
Marcelina brillan con un resplandor diferente, como si
quisiera agarrarse de cada nota musical y salir con ellas
volando hacia el espacio infinito.
En el grupo pequeño de amigos que congrega en la
casa de doña Alberta, hay un joven de pantalón jean y
casaca de cuero negra. Es vivaz y alegre, toca la guitarra y
dirige los cánticos. Y entre los que se entona aquella noche
hay uno que sacude el alma de Julia:

A Cristo doy mi canto:


él salva el alma mía,
me libra del quebranto
y con amor me guía.
Ensalce pues mi canto
su sacrosanta historia.
Será mi anhelo santo,
mirar, Jesús, tu gloria.
Jamás dolor ni agravios
enlutarán la mente,
si a Cristo nuestros labios
bendicen dulcemente.

Después de cantar el himno, las personas testifican


del amor de Dios revelado en sus vidas. Entre ellas, una
joven de más o menos la edad de Marcelina, dice:
—Agradezco a Dios por el dolor. Ustedes saben que
fui abandonada por mi novio faltando apenas una semana
para el matrimonio. Aquel día pensé que iba a morir, que
no ten- dría fuerzas para seguir adelante. Pasé días terribles
llorando a cada momento, pero ustedes con sus oraciones me
ayudaron a
76
La ultrajada

superar ese momento difícil; y hoy, agradezco a Dios


porque a través del dolor me estoy haciendo fuerte.
Aquellas palabras impactan la mente de Marcelina
domi- nada por la penumbra de la depresión. Julia percibe
el efecto de aquel testimonio en la vida de la hija y le
aprieta cariñosa- mente la mano. Después los
participantes del grupo oran, y lo hacen de manera especial
por Marcelina.
La joven rubia llora.
Mientras regresan a la casa aquella noche, bajo la
luz de la luna, Julia se estremece al oír que su hija tararea
bien suave, casi para ella misma, las notas musicales del
himno.

A Cristo doy mi
canto: él salva el
alma mía, me libra
del quebranto y con
amor me guía.

La madre no dice nada, pero llora en silencio. Lo que


ve es un milagro, la hija está cantando y si hay música en
su cora- zón, la tristeza de alguna manera está arreglando
sus maletas para salir de aquella vida.
A la mañana siguiente, bien temprano, antes de que
el sol brille, Julia se levanta y camina hasta la casa de la
amiga Alberta.
—No sé cómo agradecerte, Marcelina está mejor- le
de- cía emocionada.
—¿Cómo así?
—Mejor… mejor… no sé… está mejor, solo sé que
está mejor.
—¿Por qué lo dices?
—Anoche, mientras regresábamos a casa, ella cantó.
—¿Cantó?
—Sí, yo no le dije nada para no incomodarla pero al
77
llegar a casa se acostó y durmió, estaba diferente, yo sé
que está mejor.
—¡Gloria a Dios, Julia!
—Este grupo de amigos que se reúne en tu casa es
ex- traordinario Alberta, no sabes cuánto te agradezco que
me hayas invitado.
Julia se va. Ya no es una joven, los años y el
sufrimiento la han envejecido pero se va saltando como
una cabrita de monte, va feliz a despertar a su
hija para un nuevo día.
Alberta, por su parte, se “Los cristianos
queda mirándola y se emocio- que no se hallan
na. Ella no sabe dar estudios ocupados en una
bíblicos y tiene miedo de labor abnegada...
tocar la puerta de personas sienten que no
extrañas para hablarles de pueden regresar
Jesús, pero tiene amigos, al mundo, y así se
vecinos y fami- liares y realiza mantienen en los
con ellos un tra- bajo contornos de Sión,
maravilloso: los invita a su albergando
casa donde ha organizado un pequeños celos,
pequeño grupo. Sin embargo, envidias, chascos y
tampoco sabe cantar, ni le remordimientos.
gusta hablar mucho en Están llenos de
público, pero eso no es un espíritu que
problema para ella. Ha busca faltas, y se
aprendido que la iglesia es un alimentan de los
cuerpo y que cada miembro
pertenece a este. No todos
son iguales, pero todos
funcionan
con el mismo objetivo. Por eso ha buscado en la iglesia a un
her- mano que sabe cantar y a otro que sabe hablar, mejor
dicho, predicar. Ellos dirigen el grupo pequeño que se reúne
en su casa, ella organiza todo y se queda tras los
bastidores, observando que todo marche bien.
78
La ultrajada

Alberta es una mujer viuda. Su único hijo se casó y


se fue a la ciudad grande a trabajar. Ella se quedó a cuidar
la chacra que heredó de su esposo. Tiene una vaca que le
da leche, cría muchas gallinas que ponen huevos, planta
verduras y legum- bres y camina cinco kilómetros para ir a
la iglesia. Su esposo, en vida, era anciano de aquella
iglesia, él sí predicaba bien, era misionero y todos los años
conducía muchas personas a Jesús.
Al morir el esposo, ella quedó sumida en el dolor por
va- rios meses, hasta descubrir el secreto del crecimiento
cristiano. Un día leyó la siguiente cita inspirada:

“Los cristianos que están creciendo


constantemente en fervor, en celo y en amor,
nunca apostatarán. Son aquellos que no se
hallan ocupados en una labor abnegada los que
tienen una experiencia enfermiza, y llegan a
agotarse por la lucha, dudando, murmurando,
pecando y arrepintiéndose, hasta que pierden
todo sentido de lo que constituye la genuina
religión. Sienten que no pueden regresar al
mundo, y así se mantienen en los contornos de
Sión, albergando pequeños celos, envidias,
chascos y remordimientos. Están llenos de un
espíritu que busca faltas, y se alimentan de los
errores de los hermanos”. (SC, pág. 136).

Esta cita la estremeció y le pidió a Dios que la


ayudara a sacudir las quejas de su vida y a
comprometerse con la mi- sión. Hoy ella es una cristiana
feliz. Una vez por semana pre- para pan integral y les lleva
a sus vecinos. Todos la quieren y cuando los invita a venir
a su casa para cantar y estudiar la Biblia, ellos no tienen
el valor de rechazar su invitación.
El grupo pequeño de su casa es fruto de mucho es-
79
fuerzo. Al principio, en la iglesia los hermanos más
antiguos pensaban que este plan no funcionaría. Cuando
el pastor les hablaba de organizarse en las casas para
recibir a sus amigos y estudiar la Biblia con ellos, muchos
hermanos lo contrade- cían y se negaban a colaborar.
Alberta, sin embargo, aceptó el plan y dijo al pastor que
aunque la iglesia no quiera, ella personalmente lo haría.
Los meses han pasado y la iglesia hoy está convencida
de que el plan funciona. La mayor prueba, es que Alberta
siempre tiene personas que solicitan el bautismo.
Es mayo. El período de lluvias empieza y Alberta sabe
que les resultará difícil a las personas asistir a su pequeño
grupo. Ella se arrodilla una noche y le pide a Dios que la
oriente. A la mañana siguiente tiene una convicción. La
casa de Julia es la más céntrica y sería más fácil que las
personas asistan allí. ¿Por qué no pedirle a Julia que preste
su casa, una vez por semana?
—Julia, esta es tu oportunidad de agradecer a Dios
por lo que está haciendo en la vida de tu hija.
—¿A qué te refieres?
Alberta le explica el plan y Julia acepta. Ahora el
grupo pequeño se reúne en la casa de la amiga. Pero la
viuda Alberta lleva algo más en la mente. Ella sabe que el
esposo de Julia, que nunca asiste a las reuniones,
escuchará la Palabra de Dios en su casa.
Y las cosas suceden como ella lo ha previsto. Al
principio, Raúl reclama a su esposa por traer gente a la casa.
Se esconde cuando los participantes llegan, pero la casa
es pequeña y no hay cómo no escuchar, desde el cuarto,
lo que sucede en la sala.
Cierta noche el pastor visita el pequeño grupo y
cuando llega su oportunidad de hablar, dice:
—Agradecemos a Dios por la familia que tan
bondado- samente nos presta esta sala para las reuniones
del grupo. No
80
La ultrajada

conozco al esposo de doña Julia, pero tiene que ser una


perso- na extraordinaria para tener este gesto de cariño con
nosotros.
Raúl en el cuarto se remuerde de vergüenza. Él no
es esa persona bondadosa que el pastor menciona. Es un
hombre duro que le ha gritado a la esposa por permitir que
los protes- tantes vengan a su casa. Pero a pesar de su
turbación, le agra- dan las palabras del pastor y presta
mucha atención.
Aquella noche el estudio es acerca de Zaqueo.
—¿Imaginan la emoción de Zaqueo cuando Jesús le
dijo que se iba a hospedar en su casa?- pregunta el pastor.
Y des- pués añade:
—Hoy Jesús está en esta casa. Un día dijo que
donde dos o tres estén reunidos en su nombre, allí estaría
él. ¡Qué privi- legio, don Raúl y doña Julia! ¡Qué privilegio,
Marcelina! Jesús está en esta casa. Si ustedes le dan la
bienvenida, no habrá más tristeza porque él es la alegría,
no habrán más tinieblas porque él es la luz.
—¡Yo quiero!
La voz sorprende a todos. La persona que acaba de
decir “Yo quiero” es Marcelina, la joven que por casi dos
años vive prisionera del dolor y de la amargura. Las
personas se emocio- nan al verla hablar. Se emocionan
más al verla llorar. Y todos lloran con ella.
Tan emocionados están, que nadie percibe la entrada
de Raúl a la sala. El hombre de cincuenta años, fornido,
chacare- ro, no puede contener la emoción y también llora.
Ángeles en el cielo cantan.
Las fuerzas del infierno tiemblan.
Jesucristo ha vencido una vez más en la vida de estas
per- sonas. El enemigo se retira. El evangelio y sus buenas
nuevas entran en la casa de Raúl como el sol cuando el
día nace.
Ya pasaron dos años desde que todo sucedió. Hoy
don Raúl está bautizado y es uno de los líderes en la
pequeña igle-

81
sia que se estableció un su barrio. Doña Julia continúa diri-
giendo el grupo pequeño en su casa. Marcelina está de
novia con el joven de pantalón jean
y casaca de cuero negro, que Colócate en las manos
toca guitarra y canta. de Dios dispuesto a
Alberta sigue con el servir,
gru- po pequeño de su casa. y deja que el Señor
Pade- ce de reumatismo, haga por ti, lo que tú
pero sigue caminando cinco no puedes hacer por ti
kilómetros hasta la iglesia. mismo.
Su esposo fue fundador de
aquella iglesia y
ella desea que la muerte la encuentre allí, donde su
esposo la dejó.
Historias simples, pedazos de vidas, páginas
arrancadas de la experiencia de personas que lloran, ríen,
se alegran, se emocionan; en fin, que viven. Gente por las
cuales el Señor Jesús murió.
Jesús dijo un día: “La mies es mucha y los obreros,
pocos.
¿Quién irá a cegar esos campos maduros para la
cosecha?”.
Esta es tu oportunidad.
Si ellos pueden, tú también puedes. Colócate en las
ma- nos de Dios dispuesto a servir y deja que el Señor
haga por ti, lo que tú no puedes hacer por ti mismo.

¡Esta es la historia de Julia, Marcelina y Raúl! ¡Este es su


testimonio!

¡Ellos fueron !
82
9

HISTORIA
El incrédulo

Cómo un adolescente, mediante el vínculo de la


amistad, logró llevar a su compañero de
estudios a aceptar a Dios.

C
uando marzo llegó, llegaron también las lluvias y
los nuevos alumnos del colegio. Muchachos y
muchachas que se abrían a la vida. Lindos, bonitos
y encantadores;
cada uno con su alforja cargada de sueños. La mayoría,
ado- lescentes intrigados por los misterios de la vida,
mordidos por el insecto de la curiosidad, con sed de
aprender y descubrir. Dispuestos, si fuese posible, a
equilibrarse en el muro peligroso del riesgo para alcanzar sus
objetivos.
Debería ser las diez de la mañana de aquel jueves
prime- ro de marzo. Los alumnos iban y venían de un lado
a otro como un enjambre de abejas. Se saludaban entre
sí, se abrazaban y contaban las aventuras de las
vacaciones pasadas. Era un ambiente de fiesta y alegría
que no combinaba con la imagen triste de aquel muchacho
solitario que se escondía en el mundo de la música.
Sentado en un banco del corredor, Víctor, un
adolescente delgado, ajeno a la alegría que lo rodeaba,
viajaba por algún lugar distante, sacudido por el ritmo
alucinante proveniente de su MP3. Sus dedos nerviosos
acompañaban el ritmo y balan- ceaba la cabeza en medio
de una multitud que su imaginación había creado.
—Hola.
83
El novato de cabello negro y abundante permanecía
su- mergido en su mundo. William le tocó el hombro. Víctor
se quitó el auricular y sorprendido por la actitud del
desconocido disparó:
—¿Qué sucede? ¿Te pasa algo?
—No, nada, solo quería saludarte. El año pasado no
es- tabas aquí. ¿Eres novato?
—Si el año pasado no me viste, claro que soy novato,
¿no?
—Disculpa, en realidad no quise decir eso, solo quería
presentarme. Mi nombre es William, si necesitas algo avísame,
este es mi segundo año aquí y conozco todo.
William se sintió inoportuno, y medio avergonzado
por su actitud se retiró. Era hijo de un pastor, había nacido
en la iglesia y sabía que para crecer en la vida cristiana, es
necesario buscar a una persona y llevarla a Jesús. Pero él era
tímido. Sen- tía que no era capaz de hablarle a nadie del
evangelio.
—¿Por qué en lugar de preocuparte en traer a
alguien para Cristo no empiezas a hacerte amigo, y
cuando ya hayas conquistado el corazón de esa persona, le
hablas de Jesús? — le había dicho su padre.
A William le había parecido una buena idea, pero él no
hacía amigos con facilidad. Aquel año, sin embargo, antes
de partir de casa para un nuevo año escolar, entró en su
cuarto, se arrodilló y oró:
— Señor, tú sabes que deseo traer a un amigo para
ti, pero no sé cómo hacerlo; por favor, ayúdame.
Ahora, en el primer día de clases, por algún motivo
que no sabía explicar, le llamó la atención aquel jovencito
de cabe- llo largo y gorra negra, perdido en su propio
mundo, hundido en la música para evitar a las otras
personas, aparentando que no le importaba nada cuando,
en el fondo, no pasaba de ser un pajarillo herido que
necesitaba de nuevos amigos.
84
El incrédulo

Aquella mañana, en la clase de literatura, el profesor


pi- dió que los alumnos se organizaran en grupos de
trabajo y William percibió que Víctor, sentado en una
esquina de la sala, miraba ansioso a todos los lados,
indeciso.
Se levantó y se dirigió hacia él.
—¿Vamos a formar un grupo?
El muchacho de ojos claros, y con espinillas muy
visibles en el rostro, pareció sorprendido. Miró a los lados
con miedo de que los otros alumnos perci-
bieran su indecisión pero
acep- tó. Después se juntaron ¿Por qué, en lugar de
otros y, en poco tiempo, preocuparte en traer
todos conver- saban como si a alguien para Cristo
fuesen amigos de mucho no empiezas a hacerte
tiempo. amigo, y cuando ya
A Víctor le gustaba an- hayas conquistado el
dar solo. Vivía sumergido en corazón de esa persona,
el mundo que había creado. le hablas de Jesús?
La música era solo un
pretexto para ausentarse de
la vida, o de las personas, o
de las cir-
cunstancias. ¡Quién sabe! Él nunca decía nada pero
observaba todo. Y lloraba cuando estaba solo, pero nadie
lo sabía. Llora- ba apretando un pequeño objeto metálico
que nunca mostraba pero que tampoco abandonaba. Más
de un compañero pensó alguna vez que él tenía algún
defecto en la mano y por ese motivo no la podía abrir.
Un día, en la hora de capilla, el director pidió que los
alumnos se dividiesen en parejas para orar. Víctor se
mostró casi aterrado, no sabía qué hacer, pero entonces
William, al verlo desconcertado, corrió para sacarlo del
aprieto.
—¿Vamos a orar?
—No.
—¿Por qué no?

85
—Soy ateo– dijo y se retiró de la sala, apretando con
fuerza el puño izquierdo donde escondía el objeto.
¿Ateo? ¿Quién lo diría? Nadie es ateo a los dieciséis
años. Esa no es edad para
El cristiano debe cuestiones existenciales, ni
cultivar amistades con filo- sofías. Tampoco alguien
propósito. Aproximarse nace ateo. La vida le va
a las personas, amarlas, quitando la fe a una persona,
extenderles la mano, pero Víctor era demasiado
joven para que hubiese
ayudarlas y ser
perdido la fe. ¿Cómo
sincero en todo lo que
ayudarlo? Él decía ser ateo y
hace, sin embargo
no querer hablar de Dios,
debe tener un propósito
pero lo necesitaba, aunque
final: Conducir a esa
no lo supiese.
persona a Jesús. Ser un cristiano auténti-
co es ser un instrumento
divino para alcanzar
personas y lle-
varlas a Jesús. William era consciente de su misión, sabía
que la amistad era la manera más fácil de conquistar el
corazón de Víctor, pero conocía también que la amistad,
por la sola amis- tad no tiene mucho sentido. El cristiano
cultiva una amistad con algún propósito. Se aproxima a las
personas, las ama, les extiende la mano, las ayuda y es
sincero en todo lo que hace, pero tiene un propósito final:
conducir a esa persona a Jesús.
Esa intención final podría ser apenas un interés
proselitis- ta, si no fuese motivada por el amor y entonces
no pasaría de una acción humana, egoísta y pecaminosa.
Pero William real- mente se preocupaba por el nuevo
amigo. A veces, en la no- che, lo veía andando por el
corredor de su dormitorio. Otras, percibía que había
llorado porque tenía los ojos rojos. Casi nunca recibía
visitas y se aislaba voluntariamente.
Transcurrieron meses y el único trabajo misionero de
Wi- lliam fue ayudar a su amigo en las dificultades y estar
cerca

86
El incrédulo

de él en los momentos duros. Lo ayudaba con las tareas


de la escuela, lo animaba cuando lo veía desanimado y
oraba mucho por él.
Con el tiempo fue notando que cuanto más oraba por
su amigo, tanto más él mismo personalmente, se sentía en
paz con Dios. Recordó que muchas veces estaba cansado y
sin ga- nas de orar, pero desde que había decidido llevar a
Víctor a los pies de Jesús y desde que había empezado a
rogar por su ami- go, le resultaba más fácil orar. De ese
modo entendió que el hecho de traer una persona a Cristo
ayuda al cristiano a crecer en su experiencia espiritual.
Cuando llegó el receso trimestral y los alumnos
regresa- ron a casa, Víctor antes de partir se acercó a
William.
—¿Podrías orar por mí?
—¿Hum? —¿Ah? Por supuesto que sí.
—No, no me he vuelto cristiano, yo no creo en Dios,
pero tú sí crees y creo que Dios te escucha. ¿Podrías pedirle
a tu Dios que me ayude a regresar aquí?
—¿Piensas no volver el siguiente trimestre?
—Yo no pienso nada, yo nunca pienso, mi padre
piensa por mí.
—¿Por qué es así?
—Soy un hijo problemático, solo le doy disgustos a
mi padre, él no sabe qué hacer conmigo y por eso me
internó en este colegio. Al principio pensé que este era mi
castigo, pero aquí encontré amigos como tú y deseo
regresar.
Oraron. Víctor apretaba con fuerza la mano izquierda,
se agarraba al objeto que escondía como si fuese su tabla
de salvación. En los pocos meses en el colegio había
cambiado mucho. Era un muchacho de buen
comportamiento, no daba problemas, alcanzó buenas
notas, un excelente compañero, pero pensaba que Dios no
existe y nadie podía sacarle esa idea. Por lo menos era
eso lo que William pensaba, y en casa se lo dijo a su
padre.
87
—No necesitas cambiar las ideas de nadie —le dijo
su padre— lo que requieres es amar a tu amigo, ayudarlo
en todo, mostrarle que te preocupas por él y aceptarlo
como es.
—Pero ¿cómo se va a convertir si no le hablo de la
Biblia?
—Deja la conversión con el Señor Jesús, tú solo sé
un instrumento del amor. En algún momento, él va a
necesitar de Dios y lo va a buscar y tú estarás cerca para
ayudarle.
Y así fue. Los alumnos regresaron del receso. Junio
apenas comenzaba y, tras unas semanas de sol y calor,
había llegado un invierno prematuro a los campos verdes
del colegio. Víctor tam- bién llegó, pero el ómnibus en el
que venía se había averiado en el camino y llegó tarde. Al
descender del bus, el día ya casi se es- taba yendo. Miró a
todos los lados y no vio a nadie del colegio esperándole.
Cosa extraña, ni en el paradero del ómnibus, ni en sus
alrededores, ni por la calle central. Por la carretera tampoco
se veía un solo carro.
Frente a la estación del bus había una tienda de lápi-
das, curiosamente abierto a esa hora. Allí las cruces,
lápidas y monumentos expuestos a la venta formaban una
especie de cementerio. Pero nada se movía.
—¿Qué hago? —pensó Víctor.
Desde allí hasta el colegio había como tres
kilómetros y él traía la maleta pesada. Podría tomar un taxi
pero las calles estaban solitarias, desiertas, sucumbiendo
ante las sombras de la noche que se apoderaba de la
ciudad.
En ese momento sintió pasos detrás de él y al voltearse
se topó con un hombre de mediana estatura, enjuto,
lampiño y de nariz aplastada. Era pelirrojo y tenía la tez
lechosa y llena de pecas. No podía ser alemán, aunque
abundaban alemanes en las proximidades del colegio. El
sombrero que cubría su cabeza le daba el aspecto exótico
de hombre de tierras remotas. Car- gaba una mochila
sujeta a los hombros por correas, usaba un cinturón de
cuero amarillo, una capa de montaña pendiente de su
brazo izquierdo y un bastón con punta de hierro.

88
El incrédulo

El desconocido llevaba la cabeza levantada y en su


cuello se destacaba la nuez, fuerte y desnuda. Miraba a lo
lejos con ojos inexpresivos, bajo las cejas rojizas que
contrastaban con su nariz aplastada.
Víctor se estremeció. El gesto de aquel hombre tenía
algo de dominante, atrevido y violento. Y sus labios
parecían demasiado cortos y no llegaban a cerrarse sobre
los dientes, que resaltaban blancos y largos, descubiertos
hasta las en- cías. Parecía un vampiro.
—¿Qué hora es?
La voz cavernosa del hombre extraño lo sacudió.
Estaba aterrorizado pero intentó disfrazar esa emoción,
apretando con fuerza el puño izquierdo.
¿Por qué preguntaba la hora aquel hombre, si en la
mu- ñeca cargaba un enorme reloj?
—No sé, tal vez debe ser las seis y media de la tarde.
A lo lejos ladraba un perro. Un poco más allá el
viento gemía al chocar contra los árboles. El cielo
oscurecía con ra- pidez mientras el hombre extraño
aumentaba de tamaño y se volvía un gigante. Víctor
tembló, intentó correr pero sus pies parecían amarrados a
dos columnas de acero. Intentó gritar pero su voz se
ahogó en el pecho y se negó a salir. Sudaba y no sabía
qué hacer cuando le llamó la atención una luz fulgurante
del otro lado de la calle. Allí vio a Jesús con los brazos
abiertos, llamándole con amor.
Víctor despertó asustado y se percató que acababa de
te- ner una pesadilla. A la mañana siguiente, muy
temprano llegó al colegio. Intrigado por el acontecimiento,
buscó a su amigo William y le contó el sueño horrible.
—El Señor Jesús te está llamando— le dijo William.
—¿Por qué, si yo no creo en él?
—¿Sabes lo que yo pienso?
—Dime qué…
—Algo sucedió en tu vida cuando eras niño.

89
El muchacho de cabellos largos se puso nervioso. La
con- versación que hasta aquel momento se desarrollaba en
un tono agradable, se volvió tensa.
–Chao, no quiero hablar más.
–Espera, ¿dije algo indebido?
—No, pero no quiero hablar más— dijo Víctor y se
marchó. Los días pasaron. William no hablaba con su amigo
sobre religión, pero continuaba a su lado, apoyándolo
permanente-
mente, mostrándose amigo en todos los momentos.
Algunos meses después llegó la semana de oración.
Un joven pastor hablaba todas las noches con poder. Su
palabra llegaba al corazón y decenas de estudiantes se
entregaban a Jesús cada noche, menos Víctor. En la hora
de los llamados, William a su lado oraba mientras el pastor
invitaba a las perso- nas, pero no deseaba presionar a su
amigo.
Una noche, a mitad de esa semana, mientras
camina- ban del templo hacia los dormitorios después del
culto, Víctor comenzó a llorar desconsoladamente. La luna
brillaba. Ambos amigos se sentaron en un banco del
camino. Eran demasiado jóvenes para conocer los dramas
de la vida, pero suficiente- mente adultos para encararlos
de frente. Un foco de luz blanca, colgado de un poste
ayudaba a la luna a iluminar el ambiente. Víctor
continuaba llorando. Era evidente que aquel llanto era
resultado del trabajo del Espíritu Santo en el corazón del
joven ateo.
—¿Ves esto?
Víctor abrió el puño izquierdo y por primera vez
mostró lo que siempre había escondido. William miró
sorprendido el pequeño objeto. Era una medalla de la
virgen de Fátima, dimi- nuta, atada a una cadenita de oro.
—¿Qué significa eso?
—Era una noche de luna llena, como esta— dijo
Víctor. Yo tenía apenas nueve años y mi madre agonizaba,
salí al pa- tio y me arrodillé, clamé a Dios, le supliqué para
que salvase

90
El incrédulo

a mi madre, y él no hizo nada. Mi madre murió pero antes


de fallecer me entregó esta medalla.
—Para que te proteja— me dijo y se fue. Dime ahora,
¿cómo puedo creer en un Dios que permitió la muerte de mi
madre, tan joven y llena de sueños?
William no dijo una palabra. Solo colocó su brazo
sobre el hombro de su amigo.
—¡Por favor, ayúdame! —suplicó Víctor.
—Estoy aquí, soy tu amigo…estoy aquí.
El final de la historia es fácil de imaginar. Víctor
estudió la Biblia, descubrió verdades maravillosas y
cuando llegó di- ciembre, antes de regresar a casa,
descendió a las aguas del bautismo y selló su pacto de
amor con Cristo.
Las personas no buscan religión, ni doctrina, por más
bíbli- ca y verdadera que esta sea. Los
seres humanos mueren por
falta de amor. Son como un Las personas no buscan
desier- to sin vida esperando religión, ni doctrina, por
las gotas misericordiosas de más bíblica y verdadera
una amistad sincera como la que esta sea. Los seres
de William. humanos mueren por
Hoy, Víctor trata de falta de amor. Son
hacer- se amigo de otros un desierto sin vida
jóvenes para llevarlos a esperando las gotas
Jesús. William, a su vez, misericordiosas de una
continúa creciendo en su amistad sincera como
experiencia cristiana, buscando la de William.
a más personas heridas y
pre- sentándoles a Jesús, el
único remedio de los
corazones afli- gidos.

¡Esta es la historia de Víctor! ¡Este es su testimonio!

¡Él fue !
91
HISTORIA

1 La criticona
0
Cómo una adventista criticona se
transformó en una extraordinaria
ganadora de almas.

L
a señora Paredes, hija de un carnicero,
era lo que podría decirse una mujer
resuelta y decidida. De armas tomar, como
aseguraría mi padre. Para arreglar sus
cosas se bastaba y se
sobraba sola. Contrajo matrimonio con el
dependiente principal de su papá y abrió otra
carnicería en la plaza de la ciudad.
Decían que quien mandaba en la casa,
era ella. El es- poso era un borrachín, alto,
encorvado, de cara fina y bigote blanco, y
blancas también las cejas dibujadas sobre
sus ojos achinados. El desventurado hombre
se pasaba todo el día sen- tado en la sala
mirando televisión. Pero eso a la señora
Paredes no le importaba mucho, porque al fin
de cuentas quien gober- naba y llevaba el
sustento para la casa era ella. Lo único que
exigía del esposo era que al llegar a la casa,
todo estuviese en el orden debido.
La conversión de la señora Paredes fue un verdadero
milagro.
Se encontraba hospitalizada a raíz de
una agresión en la que un empleado, a quien
ella lo perturbaba a diario con sus
reclamaciones y exigencias, la había
apuñalado varias veces sin piedad.
Interrogado por el alguacil de la ciudad,
el agresor se mostró corajudo:
—Así que usted es el asesino— interrogó la
autoridad policial.
—No soy asesino, señor, porque
desgraciadamente ella todavía está viva-
respondió el acusado.

92
La criticona

—¿Cómo desgraciadamente? ¿Usted quería matarla?


—Esa era la intención, señor, pero la vieja es fuerte y
re- sistió a las siete puñaladas que le asesté.
La señora Paredes no murió, mejor dicho, casi murió.
Pasó días entre la vida y la muerte, agonizando, pero no
falle- ció. Ella dice que en los estertores de la muerte soñó
que un ángel se le apareció y le dijo:
—Te dejo vivir si me entregas tu vida. Has sido una
mujer mala y avara, has maltratado a tus empleados y a tu
esposo. Le has robado a tu padre, que en paz descanse,
pero a pesar de todo te dejo vivir si me entregas tu
corazón.
—Está bien, señor- había respondido la señora Paredes.
—Entonces busca mi iglesia.
—¿Cuál es tu iglesia?
—Yo te visitaré para venderte un libro y entonces
descu- brirás cuál es.
El ángel desapareció y la señora Paredes salió del estado
de coma y en pocos días regresó a su casa.
Aun convalecía cuando alguien tocó a la puerta. El
esposo abrió y he allí un hombre vestido de terno, con un
maletín en la mano. Cuando ella lo vio de inmediato se dio
cuenta que aquel hombre tenía el rostro del ángel. La
señora Paredes empezó a llorar, se llevó las manos al
corazón y abrió los brazos al desco- nocido visitante.
—Adelante, pase usted, ¿dónde está el libro?
—¿Qué libro?
—El libro que usted dijo que me traería.
—¿Cuándo le dije eso?
—No importa, ¿dónde está el libro?
El colportor sacó del maletín un libro sobre salud, y la
mujer, ansiosa, le preguntó:
—¿Dónde está el otro libro?
—¿Cuál?

93
—El de tapa negra.
De este modo fue como la señora Paredes conoció la
Palabra de Dios. Recibió estudios bíblicos del colportor y
en menos de tres meses se bautizó. Demás está decir que
aquel día, su esposo también bajó a las aguas bautismales
y dejó de- finitivamente de beber. Con el tiempo fue
cobrando dignidad. Dicen inclusive que se enderezó
ligeramente del problema de la columna vertebral y hasta
fue nombrado diácono en la iglesia. Si la historia terminase
aquí sería una de esas historias milagrosas del poder
transformador de Dios. Yo he contado tantas de ellas en las
campañas de evangelismo que presento alrededor del
mundo. Los años y la vida me han enseñado que lo que es
imposible para el ser humano, no lo es para Dios. He visto
llorar arrepentidos y rendirse al Salvador a rameras,
ladrones, ateos, incrédulos, drogadictos, en fin, hombres y
mu- jeres que en opinión de los seres humanos jamás se
entregarían
a Dios. La historia de la con-
“El primer impulso versión de la señora Paredes
es una linda historia que
del corazón
muestra la manera “ilógica”
regenerado es el
de cómo el Señor llama a
de traer a otros
sus hijos.
también al
Resulta que nuestra
Salvador”. (SC, pro- tagonista entró a la
iglesia pero parece que su
lengua escapó de las aguas
bautismales. La
esgrimía como espada afilada para destruir la vida de los
her- manos. No había quién la soportase y tampoco quién
escapase de sus críticas. Para ella nada estaba bien.
Desde el pastor hasta el último hermano, pasando por la
Junta de la Iglesia, todos eran en su opinión un bando de
pecadores que si no se arrepentían, se quemarían en el
fuego del infierno. Y cuando estudió el tema del fuego
eterno y descubrió que el temido fue- go, sería eterno solo
en sus consecuencias ni Dios escapó de

94
La criticona

sus críticas, porque en su opinión los pecadores merecían


sufrir eternamente.
Para completar esta enojosa situación, la ahora
hermana Paredes, descubrió el mensaje de la reforma pro
salud y se le dio por ser una apóstol del cuidado del cuerpo.
El primer paso fue vender la carnicería y abrir una frutería.
¿Y no fue que Dios la ben- dijo y se llenó de nueva
clientela? Sufría para devolver el diezmo. Poseía el defecto
terrible de no abrir demasiado la mano, pero era una mujer
sincera y cuando descubrió que ella era una simple
administradora del Señor, fue fiel en devolver a Dios lo que a
él pertenece.
Tal vez por causa de su fidelidad y de la sinceridad
con que abrazaba las verdades que aprendía, se sentía con
el derecho de juzgar y criticar a todo el mundo.
Mas esta actitud, por sincera “Una persona
que fuese, causaba mucho verdaderamente
malestar a la iglesia, hasta convertida no
que más de un anciano llegó puede vivir una
a pensar que de- bería recibir
vida inútil y
una advertencia de la junta.
estéril”. (PVGM,
Solo que eso, a nuestra
pág. 223)
querida hermana, no le impor-
taba mucho porque según ella misma decía, quien la llamó
en el lecho de muerte había sido el propio Dios y no los
hombres.
Los jóvenes de la iglesia huían de ella cuando la
veían. Los niños imaginaban que antes de convertirse había
sido una bruja malvada, porque se paraba en la puerta de la
iglesia mirando con sus lentes gruesos para criticar la ropa de
los pequeños y ad- vertir luego a los padres que deberían
educar mejor a sus hijos. Fue así como las cosas sucedían
y los sábados iban y ve- nían, hasta que cierto día, por
esas formas maravillosas cómo Dios conduce la vida de
sus hijos, cayó a sus manos un vídeo
donde se explicaba el por qué de la misión.
95
Al mirar aquel vídeo, el Espíritu Santo obró en su
corazón. Por primera vez entendió que la conversión
genuina no empieza por fuera sino por dentro, y que la
primera evidencia de la trans- formación de una persona, no
es el simple cambio de su compor- tamiento, sino el deseo
de contar para otros lo que Jesús hace en la vida del
creyente.
En el vídeo observó esta cita inspirada:

“El primer impulso del corazón regenerado es


el de traer a otros también al Salvador”. (GC,
pág. 76)

¿Qué estaba haciendo ella? ¿Hasta qué punto esto


era verdad en su experiencia? Si una persona dice que ha
sido transformada por Jesús y no lleva a nadie hacia
Cristo, algo está fallando en esa experiencia. Algo no encaja.
Es preciso re- visar la “conversión” de esa persona, o
entonces la declaración del espíritu de profecía, sería errada.
La hermana Paredes, mujer firme, decidida, de
cabellos protegidos por una redecilla, se estremeció con la
sola idea de no estar convertida. Siguió observando el
vídeo y se sor- prendió con otra cita:

“Una persona verdaderamente convertida no puede


vivir una vida inútil y estéril”. (PVGM, pág. 223)

La expresión “verdaderamente convertida” la sacudió


como el viento lo hace con las hojas de los árboles. No es
posible relacionar genuina conversión con inactividad o impro-
ductividad. La auténtica conversión genera en el corazón
del cristiano el deseo de buscar a otra persona para
conducirla a los pies de Jesús, pero ella hasta aquel
entonces solo había espantado a las personas con sus
juzgamientos y críticas a su manera de vestir o de comer.
96
La criticona

Entonces intentando calmar su conciencia pensó:


“Traer personas para Cristo es el deber de los
pastores, para eso devuelvo el diezmo”.
Le pareció que en el vídeo se hubiese estado leyendo
sus pensamientos porque ni bien acabó de repetirse la frase
conso- ladora, el predicador presentó otra cita que decía:

“Si los miembros de la iglesia no emprenden indi-


vidualmente esta obra, demuestran que no tienen
relación viva con Dios”. (JT 2, pág. 163).

¡Ah! Esa cita fue un duro golpe en el hígado de la


her- mana Paredes. Conducir una persona hacia Cristo no
era ac- tividad colectiva de la iglesia. Ella no se podía
esconder bajo el pretexto de que su iglesia estaba
evangelizando. Este era un asunto personal.
¿Y qué sucede con al- "Todo verdadero
guien que no tiene una expe- discípulo nace en
riencia viva con Dios? La el reino de Dios
res- puesta es obvia: estará como misionero".
muerta espiritualmente. (DTG, pág. 166)
Podrá ser un buen miembro
de iglesia, cum- plir todas las
normas, ejercer
un cargo, participar en las actividades de la iglesia, cantar
en el coro, lo que fuese, pero si no conduce personas
hacia Cristo, será la evidencia de que “no tiene viva
comunión con Jesús”.
La hermana Paredes detuvo el vídeo. Fue a la cocina
a beber un vaso con agua y notó que sudaba
copiosamente. Ex- traño, muy extraño, porque la noche
estaba fría. Se secó el su- dor con una toalla y con el
corazón palpitando aceleradamente regresó a la sala y
continuó mirando el televisor.
Entonces oyó decir al expositor que un verdadero dis-
cípulo nace en el reino de Dios como misionero. Y si
alguien

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no está comprometido con la misión puede parecer que es
un discípulo, pero no lo es. Todavía no ha nacido en el
reino de Dios. Es apenas un buen miembro de iglesia,
pero jamás pasó por la experiencia de la conversión.
Aquella noche la hermana Paredes casi no durmió.
Dio vueltas en la cama toda la noche. Pensó, pensó y
pensó. La atormentaba el hecho de saber que con
frecuencia hay perso- nas, sinceras como ella, que viven
preocupadas por llevar a la iglesia un nivel de
comportamiento ejemplar. Y naturalmente no había nada
de malo en eso. Pero el problema es que si todo el afán de
la vida cristiana se concentrase en eso y se olvidara que la
testificación es clave en la vida del cristiano, se correría un
terrible peligro.

“Hay muchos que profesan el nombre de


Cristo, cuyos corazones no se empeñan en su
servicio. Sencillamente hacen profesión de
piedad, pero por este mismo hecho han ampliado
su condenación
y han llegado a ser agentes satánicos más
engañosos y que alcanzan más éxito en la
ruina de las almas”. (SC, pág. 121)

¿Agente de Satanás? ¿Ella, la buena señora que en


las horas de agonía había sido llamada por un ángel? No
era posible, pero lamentablemente cuando un cristiano
vive preo- cupado solamente en hacer profesión de
“piedad” y no se em- peña en traer a otros a Cristo, corre
el riesgo de transformarse en un agente poderoso de
Satanás para la ruina de almas.
“¡Esto es estremecedor! —pensó la hermana Paredes—.
No puedo correr el riesgo de ser una piedra de tropiezo
para las personas”.
Lloró aquella noche. Se quebró como una niña
huérfana. Derramó lágrimas por la frustración de sus buenas
intenciones. Y

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La criticona

soñó que el ángel del hospital se le aparecía nuevamente


dicién- dole:
—Busca a las personas, hazte amiga de ellas,
acéptalas como son, no las juzgues ni las critiques y con
amor tráelas a mí.
A la mañana siguiente despertó muy temprano, se
asomó a la ventana y vio el sol brillando
esplendorosamente. El sol siempre brillaba pero ella no lo
percibía. Notó que los pajari- llos cantaban. Esas avecillas
alababan a Dios todas las maña- nas pero ella estaba tan
preocupada en detectar los yerros de las personas y de las
cosas, que no percibía tanto asunto bueno que existía en el
mundo.
Esa mañana, al llegar a la frutería, lo primero que
hizo fue preguntar a uno de sus empleados:
—¿Cómo estás? ¿Amaneciste bien? ¿Y tu familia?
El muchacho la miró extrañado y no respondió.
Siguió acomodando las frutas, pensando para sí:
“La vieja está loca o está enferma. Enferma debe
estar, porque loca siempre ha sido”.
La hermana Paredes no estaba loca ni enferma:
simple- mente había sido transformada por el amor de
Dios.
Ya pasaron dos años. En la iglesia todavía hay gente
que no cree en el cambio operado en la vida de esta mujer.
Pero con- tra hechos, no hay palabras. El último año
condujo a las aguas bautismales a tres personas. Dos de ellas
fueron el empleado que aquella mañana pensó que “la vieja
estaba loca” y su esposa.
Preguntado aquella tarde por el pastor cómo había
co- nocido el evangelio, el recién bautizado respondió:
—Fue la transformación que vi en la vida de mi
patrona. Ella me empezó a tratar con amor, respeto y
cariño. Fui atraído por el amor.
Esta es la historia de una mujer que con su actitud
severa y sus palabras llenas de veneno y amargura solo
causaba pro- blemas a la iglesia, pero que se transformó
en un agente de

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esperanza y amor, y hoy usa la amistad como un
instrumento poderoso para alcanzar a las personas y llevarlas
a Jesús.
La conocí en un festival de laicos. Su testimonio me
im- pactó.
—Hasta mi rostro cambió desde que empecé a
buscar a las personas con amor— me dijo emocionada.
—Lo puedo ver— le respondí.
—Hoy me pregunto, pastor: ¿Cómo pude ser tan
ingenua de pensar que el reino de los cielos era un
derecho que yo ten- dría solo por mi buen
comportamiento?
—La vida es así, mi hermana— le respondí—, todos
ne- cesitamos crecer, la vida cristiana es crecimiento
constante.
—¿Puedo pedirle una cosa?
—Adelante— le dije.
—Siga enseñando como lo viene haciendo. No se
canse de hacerlo. Aunque muchas veces le parezca que
no ve resul- tados, no se desanime. Un día en el cielo verá
a muchas perso- nas como yo, y junto a nosotros, una
multitud de otras personas que trajimos a Jesús.
Nos despedimos.
Tal vez nunca más la vuelva a ver en esta tierra. Pero
tengo la seguridad de que un día la veré en el cielo,
vistiendo vestiduras blancas, con una corona de oro y
muchas estrellas.

¡Esta es la historia de la hermana Paredes! ¡Este es su testimo-


nio!

¡Ella fue !
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