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por el
Alejandro
Bullón
ALEJANDRO BULLÓN
Índice
1. La resucitada
2. El preconceptuoso
3. La traicionada
4. La patrona
5. El rico infeliz
6. La beata
7. El indiferente
8. La ultrajada
9. El incrédulo
10. La criticona
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HISTORIA
La resucitada
¿
Alguna vez has creído que la muerte podría ser la
única solución para el drama que vives? A veces los
seres huma- nos reaccionamos así ante las
circunstancias difíciles que
la vida presenta. Pero soy una cristiana y no debería pensar
así, solo que a pesar de ser miembro de la iglesia, mi vida,
hasta aquí, ha sido una historia de hipocresía y mentira.
Cuántas veces pensé que lo más honesto de mi parte,
era abandonar definitivamente la iglesia. Oigo todos los
días, en mi corazón, una voz que me dice:
—¿Por qué no largas todo y te olvidas que un día estuviste
aquí?
Pero yo sé que esa no es la voz de Dios. Creo en la gracia
maravillosa de Jesús, pero últimamente siento que he
llegado al fondo del pozo. No me remuerde más la
conciencia. Vivo en pecado pero me parece natural. Creo
que he cometido el pe- cado contra el Espíritu Santo y para
mí ya no queda esperanza. Mi nombre es Valeria, pero
podría ser cualquier otro, in- clusive el tuyo. Hoy es viernes
de noche y acabo de ver en la televisión una película que
un cristiano jamás debería ver, ni siquiera en un día común
de la semana. Tendría que haberme sentido mal, pero no.
Simplemente me acuesto y duermo sin orar. Hace años que
no oro, ni abro la Biblia. Estoy en la iglesia
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por costumbre, yo creo. Es como si fuese a un club donde
en- cuentro a mis amigos. Nos reunimos, nos saludamos,
intercam- biamos las noticias de la semana, almorzamos
juntos y después la vida continúa su ritmo normal.
Nací en la iglesia. Haber conocido el evangelio,
desde niña, podría haber sido un privilegio, pero en mi
caso no lo fue. La tragedia de los que un día nacimos en la
iglesia es que no podemos definir con exactitud el
momento en que fuimos convertidos. Pensaba que era el
día de mi bautismo. Pensaba, digo, porque después de mi
bautismo las cosas empeoraron. Me volví indolente frente
a asuntos espirituales, caí en una me- diocridad
arrasadora y creo que me hundí en la arena movedi- za del
cinismo.
Al principio, eso me
asusta- ba, pero hoy ya no me "Si los miembros
preocupa más. Lo peor de de la iglesia no
todo es que, en la iglesia, emprenden
todos creen que soy una individualmente
buena persona. Canto en el esta obra,
coro, presento la carta demuestran que no
misionera e inclusive, dirijo la tienen relación
lección de la escuela sabática viva con Dios". (JT2
en mi clase, de vez en cuando.
Conozco la Biblia muy
bien, sé todas las doctrinas, y si fuere necesario, podría
defen- derlas y explicarlas, pero ¿de qué me sirve? Abro la
Biblia solo cuando me toca dirigir la lección, pero después,
la dejo que se empolve en algún rincón. Menos mal que
ahora existe el iPod, porque así me evito cargar la Biblia y
mientras el pastor predi- ca, yo me conecto a internet
aparentando que estoy leyendo la Biblia.
Pero hoy es un día diferente. Es sábado. Afuera el día
está lluvioso. No hay sol, pero a pesar de eso, la iglesia
está llena. Todos han venido cargando paraguas y sombrillas.
Desde hace
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La resucitada
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me interesé en llevar a alguien a Cristo, aunque solo fuese
por causa de la presión de Betty, volví a orar después de
muchos meses.
A la mañana siguiente despierto a Betty muy temprano.
—Disculpa que te despierte, tengo algo maravilloso
que contarte.
—¿Qué fue?
—Liliana, una de las personas por las que te pedí que
orases, está interesada en oír acerca de Jesús.
—¿No es maravilloso?
—Claro que lo es Betty.
La misión no le fue
Este fue el comienzo de
una nueva etapa en mi vida. dada al ser humano
El otro día oí al pastor contar porque Dios no pueda
la historia de un hombre que predicar el evangelio.
es- taba muriéndose Dios es Dios. Él
congelado en la nieve cuando podría hacer que el
encontró a otra persona en mundo entero acepte
peores condiciones que él. a Jesús en un
Pensó que lo más sa- bio instante, pero el
sería continuar su camino Señor me dio la
porque estaba exhausto, misión por mi propio
pero su amor fue tan grande, bien. Es llevando a
que decidió cargar al otras personas a los
extraño. Lo sorprendente es pies de Jesús, lo que
que al esfor- zarse para permite crecer en la
cargar al otro, entró en calor
y ambos se salvaron.
Hoy entiendo que la mi-
sión no le fue dada al ser humano porque Dios no pueda
pre- dicar el evangelio. Dios es Dios. Él podría hacer que
el mundo entero acepte a Jesús en un instante. Los
ángeles del cielo podrían venir al mundo y hacer lo que yo,
como cristiana, no hago, pero el Señor me dio la misión
por mi propio bien. Es llevando a otras personas a los pies
de Jesús, lo que permite crecer en la experiencia cristiana.
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¡Yo fui !
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HISTORIA
El preconceptuoso
Cómo un pastor evangélico fue conquistado
por la iglesia del amor.
L
a vida es una carretera larga y sinuosa que lleva por
lu- gares que uno nunca imagina. De chico oía a mi
padre repetir la frase popular: “Nunca digas de esta
agua no
beberé”. Pero jamás imaginé que ese pensamiento resume
una de las realidades más impresionantes que confronta el
ser hu- mano.
Los primeros recuerdos de mi vida están bañados de
nos- talgia. Éramos una familia feliz. Adolescente aún
andaba can- tando en las selvas frondosas de mi tierra,
con una guitarra en la mano. Dejaba que mi corazón
llorase haciendo música. Era sensible a las cosas de Dios y
me cautivaba su amor expresado en la belleza de la
naturaleza.
Conocí el evangelio de Jesucristo a temprana edad, y
a los 16 años ya estudiaba en la Escuela de Teología. Mi
sueño era ser un ministro de Dios y consumir mis fuerzas en
la salvación de las personas.
Un día conocí a Dalia. Su sonrisa llegó al fondo de
mi alma y despertó la tecla del amor, entonces mi corazón
empezó a latir con fuerza y percibí otra dimensión de la
vida. Nos casamos jóvenes y Dios nos dio tres hijos lindos
que hoy completan nuestra felicidad.
¿Por qué cuento todo esto? No sé, tal vez porque en
la hora del dolor es necesario recordar los momentos de
felicidad
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El preconceptuoso
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como pastor a una ciudad donde había muchos
evangélicos. Al recorrer las calles y conocer mi nueva iglesia,
me desagradó saber que a menos de cien metros, había un
templo adventista.
Un día los vi salir de un culto. Era sábado y los miré
casi con compasión. Parecía ver a un rebaño de ovejas
ingenuas que se encaminaban al matadero creyendo que
el sábado los salvaría. En mi opinión eran peligrosos y mi
deber era proteger a mis ovejas de esos “lobos”.
Algunas veces me encontraba con alguno de ellos en
la calle, o en el mercado. Me saludaban con cortesía, pero
yo fin- gía que no los veía y seguía mi camino. No era solo
indiferente a ellos, sino que me esforzaba para que
supiesen que no los quería cerca de mis ovejas.
Yo soy un entusiasta del tema de la gracia. Jamás
podré agradecer a Dios porque envió a su hijo a morir por
los peca- dores, de los cuales, como dice Pablo, yo soy el
primero. En mis horas de tentación y lucha confío en la
gracia divina. Cuando a veces soy herido por los dardos
del enemigo, confío en su gracia eterna y siento el alivio
del perdón. Por eso no entendía la existencia de gente
capaz de depositar su esperanza de sal- vación en las obras,
por más buenas que estas fuesen.
Las veces que abría la Biblia y encontraba el tema
del sá- bado, mi mente apologética inmediatamente trataba
de buscar argumentos para decir que este era un día de
descanso para los judíos y no más para el pueblo
cristiano, ya que en la cruz Jesucristo había cumplido la
ley. Y era sincero en lo que hacía. Jamás quise ir contra la
voluntad de Dios, al contrario, siempre anhelé andar en los
caminos del Señor y agradarle.
Pero la vida tiene sorpresas, o mejor aún: Dios
aprovecha los caminos misteriosos de la propia vida para
llevarnos final- mente a descubrir el propósito de nuestra
existencia. Podríamos hacerlo sin dolor, pero después de la
entrada del pecado, el dolor es la mejor escuela de
aprendizaje.
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HISTORIA
La traicionada
Cómo la realidad muestra que la amistad es el
mejor instrumento para alcanzar a las personas.
M
aría tenía treinta años y vivía con sus dos
peque- ños hijos en una casa alquilada ubicada
en la calle Flagler, en Miami.
Silenciosa y transida de nostalgias recordaba al
esposo que había regresado a su país prometiéndole que
volvería. Los primeros meses la llamaba todos los
domingos, pero con el tiempo dejó de comunicarse con la
familia. Después, por los amigos, María se enteró que él
había comenzado a convivir con otra mujer.
Sin documentos y en tierra extraña, ella sabía que lo
me- jor era quedarse en los Estados Unidos donde tendría
mejores oportunidades para mantener y educar a sus hijos.
Por lo me- nos no le faltaría trabajo. Sus posibilidades en
su país, eran más inciertas.
Todos los días, al llegar a casa por las tardes
cansada, recogía a sus niños de la guardería, les servía la
cena y los ha- cía dormir. Después se quedaba horas
mirando la televisión y llorando con las historias de amor
incomprendido que veía. Ese era su mundo. Se perdía en la
trama de esas historias románti- cas y vivía el amor
maravilloso que toda mujer sueña, pero que la vida le
había negado.
Se había casado con Jorge y si aquella relación no
fun- cionó, no fue por falta de consejos. Todos le decían
que a
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ese muchacho solo le gustaba la buena vida pero que no
le agradaba el trabajo. Ella lo sabía, pero cuanto más la
gente le decía que no debía, ella se empecinaba más, al
punto que un día huyó de la casa de sus padres y se vino
con Jorge a los Es- tados Unidos de Norteamérica, el
sueño dorado de la mayoría de los latinos.
Los años vividos al lado del amado fueron
agridulces. Agrios como el dolor de la traición y el
desencanto, y dulces, porque Jorge era un galán capaz de
hacerle olvidar en un segundo todos los sabores amargos
de la vida.
Pero ahora Jorge había regresado a su tierra bajo el
pretex- to de que su padre estaba enfermo, prometiendo
que tan pronto la situación mejorase, retornaría. Ella, como
siempre, le creyó. Le había creído inclusive cuando un día lo
vio besando a otra chica y él le dijo que era solo una
amiga. A veces pensaba que ella se alimentaba de las
mentiras que él inventaba.
Por eso guardaba esperanzas y de que tal vez él
regre- saría un día y cada vez que veía un avión surcando
los aires, suspiraba con nostalgia imaginando que uno de
esos aviones traía al esposo de vuelta.
La bella dominicana no tenía amigas. El poco tiempo
que le restaba después de trabajar, lo dedicaba a cuidar de
sus dos hijos y a mirar películas románticas en la
televisión. La única persona a quien sentía próxima era
una colega de trabajo. Se llamaba Norma, mexicana de
Oaxaca, casada con un ameri- cano. Sin embargo Norma
tenía un problema: su religión. Era creyente y quería
convencer a María, a cualquier costo, de que estaba
equivocada.
Eso le molestaba porque ella había nacido en un
hogar católico y el día que su madre falleció consumida
por un cán- cer, la había llamado y colocando un rosario en
su mano le había dicho:
—Prométeme que vas a ser fiel a la virgencita.
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La traicionada
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plir su misión había participado de un curso para
instructores bíblicos. Sabía cómo presentar las doctrinas
bíblicas y cómo argumentar delante de las objeciones.
Pero, su esfuerzo y sus argumentos no funcionaban con
María. Ella no deseaba hablar de religión. ¿Qué podría
hacer para convencerla de que estaba equivocada y que
necesitaba aceptar a Jesús antes de su segunda venida?
Un día asistió a un campamento. Un pastor dijo en
aquel encuentro:
—Les voy a enseñar cómo traer personas para Cristo
sin hablarles de religión.
Eso le llamó la atención. ¿Cómo alguien podría
aceptar a Jesús sin que se le diese estudios bíblicos?
En su exposición el pastor leyó una cita del Espíritu
de Profecía que dice:
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¡Ella fue !
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HISTORIA
La patrona
Y
a era tarde y los consumidores habían salido del
café, excepto aquel hombre de saco azul y lentes
oscuros, sentado en una esquina, a la luz de un
viejo lamparín.
Los dos camareros, al notar que el hombre estaba un poco
ebrio, entre ellos entablaron este diálogo:
–La semana pasada trató de suicidarse.
–¿Por qué?
–Estaba desesperado.
–¿Por qué se sintió así?
–Por nada.
–¿Cómo sabes que fue por nada?
–Porque tiene mucho dinero.
–¿Y tú crees que los ricos no tienen problemas?
–Si yo fuese rico no los tendría.
El hombre extraño, que en la misma semana había
lle- gado todas las tardes para sentarse a beber en la
misma mesa era rico. Sí, pero estaba lleno de problemas.
Situaciones estas que nadie entendía porque
aparentemente tenía todo para ser feliz. Sin embargo,
pasaba las noches revolcándose en la cama sin poder
conciliar el sueño y a la mañana siguien- te llegaba
malhumorado a su empresa. El hogar estaba casi
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La patrona
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—¿Y por qué quieres orar por mí?
—La veo triste y quisiera pedir que Dios coloque paz
en su corazón.
Aquello la conmovió. Ella nunca se había dado el
traba- jo de pensar en Dios. No se podría decir que era
atea, pero para ella Dios era todo y estaba en todo. Creía
en que el ser humano debe ser una persona moral y de
vez en cuando, in- clusive, ayudar a los más necesitados,
pero jamás había sido religiosa ni se había interesado en
algo que tuviese que ver con religión. Tal vez por eso,
aquella mañana, le impactó la fe de su empleada.
—¿Tú eres de alguna iglesia?
—Sí, señora, ¿recuerda que cuando comencé a
trabajar aquí, le pedí el sábado libre?
—¿Es por causa de tu religión?
—Sí, nosotros guardamos el sábado.
—¿Y quieres orar por mí?
—Si usted me lo permite.
—Entonces ora, ¿tengo que
arrodillarme? No, no es necesario, si
de- La única manera de
sea puede permanecer sentada crecer en Cristo es
allí donde está. orando todos los
Susana oró. Ella había na- días, estudiando
cido en un hogar adventista
la Biblia todos los
pero su verdadero encuentro con
días y llevando una
Jesús sucedió cuando un pastor
llegó a su iglesia para dar una persona a Jesús
sema- na de capacitación y permanentemente.
enseñó a los miembros a
testificar de su fe.
—La única manera de
crecer en Cristo es orando y
estudiando
diariamente la Biblia y además llevando, por lo menos, una
persona a Jesús. Si no lo haces serás un cristiano débil, no
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La patrona
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Doña Carmen sufría debido a la indiferencia del
espo- so. Necesitaba confiarle a alguien lo que le sucedía,
pero no tenía amigas. Su única confidente era esa
muchacha simple de ojos negros y cabello corto, que
trabajaba durante el día y estudiaba por las noches. Es
verdad que era joven, pero era sensata, equilibrada y las
cosas que decía tenían coherencia.
—¿Puedo hacerte una pregunta?- le dijo la patrona
—Hágala.
—¿Por qué te preocupas tanto por mí?
—Yo la amo, señora, porque Jesús un día derramó
su sangre para que usted sea feliz. Yo sé que usted no
cree en estas cosas, pero yo siento que es así.
—Dime, ¿de dónde sacas palabras tan bonitas?
—¿Realmente lo desea saber?
—Estoy esperando la respuesta.
—¿Puedo leerle un versículo de la Biblia?
—Si allí está la respuesta, adelante.
Susana corrió al lugar donde tenía su cartera,
regresó con una pequeña Biblia y leyó: “Yo he venido para
que ten- gan vida, y para que la tengan en abundancia”.
Doña Carmen tomó la Biblia en sus manos y leyó el
versículo una y otra vez. Después se la devolvió y preguntó:
—¿En tu iglesia estudian la Biblia?
—Sí, pero además, yo la leo todos los días.
Llegó la Navidad. La casa se colmó de alegría. La
víspe- ra, antes de ir para casa, Susana buscó a la patrona
y le dijo:
—Le traje este regalo.
Le entregó un paquete y se retiró.
Más tarde, en su dormitorio, ella abrió el obsequio y
vio que era una Biblia. La tomó en sus manos con mucho
cuida- do, casi con reverencia, la besó y la guardó en el
cajón de su mesita de noche.
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La patrona
¡Ella fue !
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HISTORIA
El rico infeliz
D
on Sebastián acaba de levantarse. La niebla en-
tristece la mañana triste del otoño ya triste de su
triste ciudad. La garúa cae y con ella caen también
las hojas.
Esas hojitas marrones, sin vida, arrancadas por el viento matu-
tino parecen una lluvia fina de ilusiones idas.
Don Sebastián no ha podido dormir. Se ha levantado
tris- te. Mira por la ventana la mañana triste y se angustia.
Camina desde la ventana hacia la chimenea y desde la
chimenea a la ventana. Es su rutina diaria. La monotonía
masacrante de su vida de rico. Porque don Sebastián tiene
mucho dinero, solo que de nada le sirve. Su esposa le ha
pedido el divorcio, su hija es novia de un vividor que la
conquistó solo para aprovecharse del dinero del padre
rico. Y su hijo está hundido en las drogas hasta el cuello.
Don Sebastián piensa en su vida. ¿De qué le sirve el
dine- ro que ha ganado con tanto trabajo, sudor y
esfuerzo? Piensa en su historia. Ha viajado por todo el
mundo, ha tenido mu- chas mujeres, ha disfrutado de los
placeres que el dinero puede proporcionar, pero su vida no
tiene encantos ni atractivos. Está hastiado de este tipo de
vida. Está cansado porque ha vivido mucho, extenuado
porque no ha dormido la noche completa. Se recuesta en el
sillón. Sentado allí, recuerda su niñez distante,
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El rico infeliz
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Él siempre canta. Llega cantando y se va cantando.
Entona canciones que nadie conoce. Cantó inclusive la
mañana en que lo expulsaron de la empresa, acusado de
robo. Dos meses después, al ser descubierto el verdadero
ladrón, se disculparon con él y le pidieron que regresara al
trabajo. Y Cipriano, el salvadoreño que un día llegó a los
Estados Unidos sin docu- mentos, regresó cantando.
Ahora don Sebastián está sentado en medio de su
oficina y la chica de servicios acaba de servirle un café
amargo, sin azúcar.
La secretaria entra y anuncia que Cipriano desea hablar
con
él
. —¿Qué quiere?
—No sé don Sebastián, solo pide treinta segundos.
—Que entre.
El humilde hombre entra. Viste mameluco, trae una
fra-
nela en la mano y sonríe feliz. Aquella sonrisa incomoda al
patrón.
—Te restan veinte segundos.
—Solo vine a decirle que esta mañana le agradecí a
Dios por haberle dado un año más de vida.
Cipriano se disponía a salir, cuando el jefe le dijo:
—Un momento, un momento.
Aquí están dos lados opuestos de la vida. El rico y el
po- bre. El infeliz y el feliz. El patrón y el empleado, frente a
frente, sin pestañear.
Don Sebastián lo mira de pies a cabeza, con
desprecio, admiración, rabia y compasión. Es un coctel de
sentimientos que él mismo no sabe definir. Conoce quién
es aquel hombre. Lo humilló delante de los otros
empleados el día que pensó que él le había robado el
celular, le dijo cosas horribles, y después, cuando se supo
quién era el culpable, mandó que lo emplea- sen
nuevamente pero nunca le había pedido disculpas.
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El rico infeliz
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Se ve en los ojos de Cipriano una paz que rebalsa.
Es un hombre simple, humilde, trabaja en dos lugares para
mante- ner a su familia. La esposa también hace la
limpieza en casas particulares y con esos tres salarios
logran alimentar, vestir y educar a los cuatro hijos que Dios
les dio. Pero Cipriano se ha dejado encontrar por Jesús y
él llena su corazón de esperanza. Eso le da fuerzas para
vivir.
Un sábado por la mañana, el pastor de su iglesia dice
que para crecer en la vida espiritual es necesario orar
todos los días, estudiar la Biblia diariamente y llevar a una
persona hacia Cristo, entonces Cipriano piensa en su
patrón. Lo ve todos los días y sabe que es un hombre
infeliz. Rico pero triste. No habla con nadie y cuando lo
hace es solo para reclamar y humillar a sus empleados.
Todos le temen, pero a sus espaldas hablan pestes de él.
¿De qué sirve tener dinero si no se tiene paz en el
corazón?
A partir de aquel día
Ci- priano comienza a orar Inútilmente los seres
todos los días por don humanos intentan
Sebastián. Su iglesia está llevar el evangelio
organizada en du- plas de
a las personas sin
oración y Cipriano y su
compañero de oración, An- vivir una experiencia
tonio, claman todos los días profunda de oración.
para que Dios toque el Es mediante la oración
cora- zón del temido patrón. que Dios transforma el
Cipria- no recuerda que carácter del cristiano
Jesucristo mismo dijo un
día: “Otra vez os digo que
y sensibiliza las
si dos de vosotros se ponen cuerdas adormecidas
de acuerdo en la tie- rra del corazón de los
acerca de cualquier cosa incrédulos.
que pidan, les será hecho
por mi Padre que está en
los cie- los”. Mateo 18:18-
20.
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El rico infeliz
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El rico infeliz
¡Él fue !
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6
HISTORIA
La beata
Cómo una nuera convierte al esposo avaro y a
la suegra gruñona.
R
osario, la viuda de Jacinto Riquelme vivía con su hijo
en una casa de calaminas, en los alrededores de
Tijuana. Los pobladores de esta ciudad fronteriza
comentaban que
su esposo había sido asesinado en un ajuste de cuentas,
como resultado de la vida licenciosa que había escogido al
unirse a un grupo de narcotraficantes. Pero Rosario, la viuda
joven y bo- nita, no se importunaba por esos comentarios; su
única certeza era que su esposo estaba muerto, y que ella
debía luchar para sacar adelante al hijo de cinco años que
Jacinto le dejara.
Tijuana es bañada por el mar en uno de sus cantos y
limi- ta con la tierra de los sueños por el otro. Peregrinos
de muchas partes llegan a su suelo y se quedan
aguardando el momento oportuno para atravesar la
frontera en busca del sueño ameri- cano. Sobre un morro
hay un cúmulo de casas que forma una mancha semejante
a nidos de pájaros salvajes acurrucados sobre la roca. La
casa de Rosario estaba en ese barrio. En rea- lidad, la
vivienda no era suya, se la había prestado un primo,
después que enviudara.
—Vive allí y cuando encuentres empleo me pagas el
al- quiler— le dijo el primo.
Y como Rosario no tenía a dónde ir, aceptó la ayuda
del hijo de su tía Consuelo.
Fue precisamente la tía Consuelo quien, algunas
sema- nas después, le consiguió trabajo como costurera en
la fábrica
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La beata
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de haberlo engendrado y traído al mundo a “su niño”,
mientras que Rosario la desafiaba diciendo que si don
Gilberto la ena- morase ella aceptaría.
Pero la vida de Rosario no era nada fácil. Cualquiera
se equivocaba a primera vista. Había que conocerla de cerca
para saber que cargaba complejos que la atormentaban
interior- mente. Amaba a su hijo y por él estaba dispuesta
a cualquier sacrificio, aunque ello significara casarse con don
Gilberto.
El galante solterón no era cosa de desecharse, nadie
podría decir que era feo, pero
un hombre que a los
cuarenta años no era capaz Tu primer campo
de indepen- dizarse de la misionero es tu casa,
madre no podía ser un
y las primeras
esposo ideal para nadie,
mucho menos si cargaba el personas con las
te- rrible defecto de la cuales necesitas
avaricia. trabajar son los
Vestía ropas humildes miembros de tu
compradas por la madre. El
único par de zapatos
marrones ya tenían más de
cuatro años de uso, pero
eso ya no era
asunto de la madre sino de él mismo. No escondía sus
mez- quindades, contaba cada centavo y se enfermaba
cada fin de mes cuando debía pagar el sueldo de sus
empleados.
Fuera de eso, don Gilberto era buena persona y por
su dinero, un pretendiente que cualquier mujer aceptaría,
mejor dicho cualquier mujer decidida como Rosario,
porque se ne- cesitaban agallas para enfrentar a la temida
suegra, para que alguien osara colocarse en el sitial de
nuera de aquella temible señora. Pero Rosario era Rosario.
Ella, además de ser valerosa, se consideraba protegida por
la Virgen del Rosario, en cuyo homenaje llevaba su nombre.
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La beata
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se lamentó, pidió perdón a la virgen y se pasó casi todo el
día rezando arrepentida. Mientras la suegra pagaba sus
peniten- cias impuestas por ella misma, Rosario recogió los
pedazos de yeso y reconstruyó la imagen con tanto cariño
y perfección que nadie podría decir que alguna vez había
estado quebrada. Al salir del cuarto, la suegra miró la
efigie y gritó:
—¡Milagro, milagro!
—No fue un milagro, mamita, fue Rosario quien
recons- truyó a la santa— aclaró Gilberto.
Aquella actitud de la nuera derritió definitivamente el
duro corazón de doña Ramona y buscó inmediatamente a
su nuera. Ella estaba en el garaje, arreglando unas cajas
cuando su suegra entró:
—Hija, perdóname por todo lo que te hice.
—¿Qué fue lo que me hizo?
—Estás diferente, no eres más la muchacha malcriada
que conocí en Tijuana.
—No mi suegra, esa Rosario murió, hoy soy una
nueva criatura, transformada por Jesús.
—¿De qué hablas, hija?
—La Biblia dice que si estamos en Cristo, somos nuevas
cria-
turas.
—¿Dónde dice algo así?
Así fue como doña Ramona y don Gilberto
comenzaron
a estudiar la Biblia, a oír mis sermones grabados y a asistir
a la iglesia.
La prueba más difícil para el esposo avaro fue
devolver el diezmo, y para la suegra gruñona, abandonar
su devoción por los santos y adorar al único Dios
verdadero.
Hoy, ellos forman un hogar feliz. Rosario confiesa que
se enamoró del esposo solo cuando él fue transformado en
una nue- va criatura y que, si fuera necesario, repetiría todo
el dolor del lar- go camino que transitó para tener el amor
del esposo maravilloso que tiene hoy.
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La beata
¡Ellos fueron !
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7
HISTORIA
El indiferente
H
abíamos salido por la mañana llevando nuestras
pro- visiones en mochilas. Era un día de primavera,
uno de aquellos en que hasta el aire embriaga.
Parecía que los
pájaros cantaban mejor y volaban con más ligereza.
Habíamos comido sobre la hierba, a la sombra de un
sauce, cerca del agua entibiada por el sol. Era lo que se
podría llamar un día exuberan- te y pleno de vida.
Después de almorzar, mientras el grupo de amigos se
di- vertía, unos nadando en el lago, otros jugando, algunos
can- tando bajo los árboles o simplemente caminando, yo
sentado bajo un sauce me puse a pensar en la vida. Aquel
mundo no era mío. Yo estaba en la iglesia de cuerpo, pero
mi yo verdade- ro, jamás había sido parte de esa iglesia.
En realidad, asumí el bautismo solo para casarme
con una linda muchacha que había conocido en una tienda
de cal- zados. Yo vendía zapatos en aquel tiempo para
ayudarme en los estudios. Mi vida era de una rutina
abrumadora, interrumpi- da solo por los fines de semana
en que bebía, bailaba con mis amigos y me divertía con
las chicas. Pero un día, todo ese ritmo de vida cambió al
conocer a Laura, una morena dominicana que entró en la
tienda buscando unos zapatos blancos.
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El indiferente
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El indiferente
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Al regresar a casa, yo iba en silencio, meditando en lo
que había oído. Me emocionaba saber que Dios me amaba
como era, me sentía indigno de ese amor, pero al mismo
tiempo lo ne- cesitaba.
—¿Te pasa algo, querido?
La voz de mi esposa me sacó de mis cavilaciones.
—¿Te gustó la primera clase?
—¡Fue tremendo!
—¿Volvemos mañana?
—Claro que volvemos, la semana apenas está empezan-
do.
La siguiente noche el pastor dijo que lo más fácil en la
vida era alcanzar la salvación. Y citó el ejemplo del ladrón
en la cruz. Luego concluyó:
—Tú puedes haber entrado aquí esta noche sin
nunca haber pasado por el milagro de la conversión, pero
puedes regresar a tu casa completa-
mente convertido. Conversión
no es convicción. La El secreto de una
convicción cambia tu manera vida victoriosa es
de pensar, pero la conversión orar y estudiar la
cambia tu vida. ¿Has sido Biblia todos los días,
convertido por Jesús? sin embargo esas dos
A la hora del llamado, actividades no ayudan
no pensé dos veces y corrí al mucho si no se incluye
frente. Jamás había hecho eso la testificación.
en mis años de vida en la
igle-
sia. Me parecía ridículo ir adelante. Pero ahora, allí estaba
yo, emocionado y suplicando a Dios que me convirtiese.
Repenti- namente sentí el abrazo cálido de mi esposa y
empecé a llorar.
Durante el viaje de retorno, ella guardó silencio.
Después le agradecí por esa actitud. Creo que ella
comprendía que por primera vez el Espíritu de Dios estaba
trabajando en mi vida.
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El indiferente
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y nuestra misión en esta tierra es darles amor, aceptarlas tal
cuales son y ayudarlas.
Cuando tú sigues el método de Cristo, en algún
momento las personas te abrirán el corazón y tendrás la
oportunidad de hablarles de Jesús y de estudiar la Biblia
con ellas.
Han pasado seis meses desde aquella semana. Estoy
tra- bajando en este momento con cuatro personas diferentes.
Una es mi jefe de trabajo, un ser humano difícil de
soportar. Cada vez que me acerco a él, me da respuestas
monosilábicas, no me deja entrar en su corazón, pero
estoy clamando todos los días por él, y lo impresionante es
que de tanto pedir por él, mi tiempo de oración aumentó.
Creo que aún no es el momento, pero tengo la seguridad de
que el Espíritu Santo está trabajando en el corazón de ese
hombre duro, porque ayer me preguntó
–¿Eres de alguna iglesia?
Estaba por responderle, cuando me interrumpió y añadió:
—Eres diferente.
Y se fue sin dejarme hablar.
¿No es ya un buen comienzo?
La segunda persona con la que estoy trabajando es
mi suegra. Ella jamás quiso saber nada del evangelio. Peleó
con la hija cuando descubrió que se había bautizado sin su
permiso. Después hicieron las paces pero nunca quiso hablar
de religión ni de iglesia. Es una señora extremamente
católica, devota de la virgen de Fátima. Siempre nos
relacionamos mal y si no dis- cutimos, fue solo porque yo
casi no hablaba con ella, pero el otro día la visité. Mi
esposa quiso ir conmigo, pero le dije que prefería ir solo,
que la había colocado en mi lista de oración y que muy
pronto la veríamos en la iglesia.
—¡Estás loco!— me dijo mi esposa, sonriendo.
—Creo que sí lo estoy— le respondí—, pero loco por
Jesús.
Y me despedí con un beso.
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El indiferente
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una noche solo para estudiar la Biblia con usted, ¿está
bien?
—Claro, mi hijo, claro.
Hoy, mi suegra estudia la Biblia conmigo. Ya retiró las
imágenes de casa y asistió dos sábados seguidos a la
iglesia. Está feliz como nunca, dice que ha ganado un hijo.
La tercera persona por la que oro y trabajo es un
amigo de infancia. Me volví a aproximar a él después de
mucho tiem- po. Nos emocionamos recordando los tiempos
en que jugamos fútbol en la selección de la escuela y nos
peleamos por causa de una chica. Él trabaja de mesero en
un famoso restaurante y el otro día lloró contándome que
su hijo está metido en las drogas y que su esposa es
depresiva. Laura y yo los visitamos y oramos con ellos.
Las puertas están abiertas y sé que con un poco de
tiempo, Dios tocará el corazón de esa familia.
La última persona es mi vecino. No sabía ni siquiera
su nombre, siempre lo veía pero para mí era un ser
humano más en la tierra. Hoy lo veo con otros ojos. Creo
que es un precioso hijo de Dios y que el Señor permitió
que se mude a mi lado para darme la oportunidad de
hablarle de Jesús. Ya hice con- tacto con él, nos
conocemos mejor, y el otro día lo invitamos a almorzar en
nuestra casa. Él y su familia aceptaron felices y a la hora
de servir la comida, cuando les pedí permiso para orar por
los alimentos y por ellos, sucedió algo extraño. Los dos se
miraron entre sí, sorprendidos, y al final de la oración
estaban emocionados.
—¿De qué iglesia son?— preguntó él.
—Somos adventistas.
Los ojos de ella se humedecieron.
El ambiente se puso tenso. Laura y yo no
entendíamos lo que sucedía, pero él nos explicó.
—Nosotros fuimos adventistas y hace cinco años
estamos fuera de la iglesia.
Son cosas como estas las que me hacen temblar.
Gente
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¡Yo fui !
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8
HISTORIA
La ultrajada
E
s verano en el interior de Guatemala. El sol de
mediodía baña las praderas que se extienden entre
chacras y sem- bríos. Centenos maduros y trigos
amarillentos; avenas,
de un verde claro, y tréboles, de un verde oscuro, cubren el
desnudo vientre de la tierra.
Más allá, a lo lejos, en la cima, se observa una mana-
da de vacas, alineadas como soldados. Unas tendidas;
otras, cerrando y abriendo los ojos bajo la radiante luz,
arrancan y mastican los tréboles.
Y es en medio de este paisaje que dos mujeres,
madre e hija, avanzan por un angosto sendero hacia los
animales. Cada una lleva un cubo de cinc. El metal dispara
una llama deslumbrante y blanca, reflejo del sol en su
esplendor. La pri- mera mujer camina con pasos firmes y
decididos; la segunda en cambio parece un zombi. Se
arrastra, o mejor dicho, su madre la arrastra, porque si
fuera por ella, estaría en la cama durmiendo y llorando,
como lo hace diariamente desde hace dos años.
No hablan. Solo caminan en silencio. Van a ordeñar
las vacas. Esa es su rutina diaria. Julia, la madre, obliga
todos los días a su hija Marcelina a ir con ella. Tiene miedo
de dejarla sola desde la última vez que intentó quitarse la
vida.
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La ultrajada
75
Cuando la noche de ese soleado día llega, Julia
conduce a su hija a un grupo que se reúne en la casa de
una vecina creyente. Ha notado en las dos reuniones a las
que ha asistido que cuando el grupo canta, los ojos de
Marcelina brillan con un resplandor diferente, como si
quisiera agarrarse de cada nota musical y salir con ellas
volando hacia el espacio infinito.
En el grupo pequeño de amigos que congrega en la
casa de doña Alberta, hay un joven de pantalón jean y
casaca de cuero negra. Es vivaz y alegre, toca la guitarra y
dirige los cánticos. Y entre los que se entona aquella noche
hay uno que sacude el alma de Julia:
A Cristo doy mi
canto: él salva el
alma mía, me libra
del quebranto y con
amor me guía.
81
sia que se estableció un su barrio. Doña Julia continúa diri-
giendo el grupo pequeño en su casa. Marcelina está de
novia con el joven de pantalón jean
y casaca de cuero negro, que Colócate en las manos
toca guitarra y canta. de Dios dispuesto a
Alberta sigue con el servir,
gru- po pequeño de su casa. y deja que el Señor
Pade- ce de reumatismo, haga por ti, lo que tú
pero sigue caminando cinco no puedes hacer por ti
kilómetros hasta la iglesia. mismo.
Su esposo fue fundador de
aquella iglesia y
ella desea que la muerte la encuentre allí, donde su
esposo la dejó.
Historias simples, pedazos de vidas, páginas
arrancadas de la experiencia de personas que lloran, ríen,
se alegran, se emocionan; en fin, que viven. Gente por las
cuales el Señor Jesús murió.
Jesús dijo un día: “La mies es mucha y los obreros,
pocos.
¿Quién irá a cegar esos campos maduros para la
cosecha?”.
Esta es tu oportunidad.
Si ellos pueden, tú también puedes. Colócate en las
ma- nos de Dios dispuesto a servir y deja que el Señor
haga por ti, lo que tú no puedes hacer por ti mismo.
¡Ellos fueron !
82
9
HISTORIA
El incrédulo
C
uando marzo llegó, llegaron también las lluvias y
los nuevos alumnos del colegio. Muchachos y
muchachas que se abrían a la vida. Lindos, bonitos
y encantadores;
cada uno con su alforja cargada de sueños. La mayoría,
ado- lescentes intrigados por los misterios de la vida,
mordidos por el insecto de la curiosidad, con sed de
aprender y descubrir. Dispuestos, si fuese posible, a
equilibrarse en el muro peligroso del riesgo para alcanzar sus
objetivos.
Debería ser las diez de la mañana de aquel jueves
prime- ro de marzo. Los alumnos iban y venían de un lado
a otro como un enjambre de abejas. Se saludaban entre
sí, se abrazaban y contaban las aventuras de las
vacaciones pasadas. Era un ambiente de fiesta y alegría
que no combinaba con la imagen triste de aquel muchacho
solitario que se escondía en el mundo de la música.
Sentado en un banco del corredor, Víctor, un
adolescente delgado, ajeno a la alegría que lo rodeaba,
viajaba por algún lugar distante, sacudido por el ritmo
alucinante proveniente de su MP3. Sus dedos nerviosos
acompañaban el ritmo y balan- ceaba la cabeza en medio
de una multitud que su imaginación había creado.
—Hola.
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El novato de cabello negro y abundante permanecía
su- mergido en su mundo. William le tocó el hombro. Víctor
se quitó el auricular y sorprendido por la actitud del
desconocido disparó:
—¿Qué sucede? ¿Te pasa algo?
—No, nada, solo quería saludarte. El año pasado no
es- tabas aquí. ¿Eres novato?
—Si el año pasado no me viste, claro que soy novato,
¿no?
—Disculpa, en realidad no quise decir eso, solo quería
presentarme. Mi nombre es William, si necesitas algo avísame,
este es mi segundo año aquí y conozco todo.
William se sintió inoportuno, y medio avergonzado
por su actitud se retiró. Era hijo de un pastor, había nacido
en la iglesia y sabía que para crecer en la vida cristiana, es
necesario buscar a una persona y llevarla a Jesús. Pero él era
tímido. Sen- tía que no era capaz de hablarle a nadie del
evangelio.
—¿Por qué en lugar de preocuparte en traer a
alguien para Cristo no empiezas a hacerte amigo, y
cuando ya hayas conquistado el corazón de esa persona, le
hablas de Jesús? — le había dicho su padre.
A William le había parecido una buena idea, pero él no
hacía amigos con facilidad. Aquel año, sin embargo, antes
de partir de casa para un nuevo año escolar, entró en su
cuarto, se arrodilló y oró:
— Señor, tú sabes que deseo traer a un amigo para
ti, pero no sé cómo hacerlo; por favor, ayúdame.
Ahora, en el primer día de clases, por algún motivo
que no sabía explicar, le llamó la atención aquel jovencito
de cabe- llo largo y gorra negra, perdido en su propio
mundo, hundido en la música para evitar a las otras
personas, aparentando que no le importaba nada cuando,
en el fondo, no pasaba de ser un pajarillo herido que
necesitaba de nuevos amigos.
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El incrédulo
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—Soy ateo– dijo y se retiró de la sala, apretando con
fuerza el puño izquierdo donde escondía el objeto.
¿Ateo? ¿Quién lo diría? Nadie es ateo a los dieciséis
años. Esa no es edad para
El cristiano debe cuestiones existenciales, ni
cultivar amistades con filo- sofías. Tampoco alguien
propósito. Aproximarse nace ateo. La vida le va
a las personas, amarlas, quitando la fe a una persona,
extenderles la mano, pero Víctor era demasiado
joven para que hubiese
ayudarlas y ser
perdido la fe. ¿Cómo
sincero en todo lo que
ayudarlo? Él decía ser ateo y
hace, sin embargo
no querer hablar de Dios,
debe tener un propósito
pero lo necesitaba, aunque
final: Conducir a esa
no lo supiese.
persona a Jesús. Ser un cristiano auténti-
co es ser un instrumento
divino para alcanzar
personas y lle-
varlas a Jesús. William era consciente de su misión, sabía
que la amistad era la manera más fácil de conquistar el
corazón de Víctor, pero conocía también que la amistad,
por la sola amis- tad no tiene mucho sentido. El cristiano
cultiva una amistad con algún propósito. Se aproxima a las
personas, las ama, les extiende la mano, las ayuda y es
sincero en todo lo que hace, pero tiene un propósito final:
conducir a esa persona a Jesús.
Esa intención final podría ser apenas un interés
proselitis- ta, si no fuese motivada por el amor y entonces
no pasaría de una acción humana, egoísta y pecaminosa.
Pero William real- mente se preocupaba por el nuevo
amigo. A veces, en la no- che, lo veía andando por el
corredor de su dormitorio. Otras, percibía que había
llorado porque tenía los ojos rojos. Casi nunca recibía
visitas y se aislaba voluntariamente.
Transcurrieron meses y el único trabajo misionero de
Wi- lliam fue ayudar a su amigo en las dificultades y estar
cerca
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El incrédulo
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El incrédulo
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El muchacho de cabellos largos se puso nervioso. La
con- versación que hasta aquel momento se desarrollaba en
un tono agradable, se volvió tensa.
–Chao, no quiero hablar más.
–Espera, ¿dije algo indebido?
—No, pero no quiero hablar más— dijo Víctor y se
marchó. Los días pasaron. William no hablaba con su amigo
sobre religión, pero continuaba a su lado, apoyándolo
permanente-
mente, mostrándose amigo en todos los momentos.
Algunos meses después llegó la semana de oración.
Un joven pastor hablaba todas las noches con poder. Su
palabra llegaba al corazón y decenas de estudiantes se
entregaban a Jesús cada noche, menos Víctor. En la hora
de los llamados, William a su lado oraba mientras el pastor
invitaba a las perso- nas, pero no deseaba presionar a su
amigo.
Una noche, a mitad de esa semana, mientras
camina- ban del templo hacia los dormitorios después del
culto, Víctor comenzó a llorar desconsoladamente. La luna
brillaba. Ambos amigos se sentaron en un banco del
camino. Eran demasiado jóvenes para conocer los dramas
de la vida, pero suficiente- mente adultos para encararlos
de frente. Un foco de luz blanca, colgado de un poste
ayudaba a la luna a iluminar el ambiente. Víctor
continuaba llorando. Era evidente que aquel llanto era
resultado del trabajo del Espíritu Santo en el corazón del
joven ateo.
—¿Ves esto?
Víctor abrió el puño izquierdo y por primera vez
mostró lo que siempre había escondido. William miró
sorprendido el pequeño objeto. Era una medalla de la
virgen de Fátima, dimi- nuta, atada a una cadenita de oro.
—¿Qué significa eso?
—Era una noche de luna llena, como esta— dijo
Víctor. Yo tenía apenas nueve años y mi madre agonizaba,
salí al pa- tio y me arrodillé, clamé a Dios, le supliqué para
que salvase
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El incrédulo
¡Él fue !
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HISTORIA
1 La criticona
0
Cómo una adventista criticona se
transformó en una extraordinaria
ganadora de almas.
L
a señora Paredes, hija de un carnicero,
era lo que podría decirse una mujer
resuelta y decidida. De armas tomar, como
aseguraría mi padre. Para arreglar sus
cosas se bastaba y se
sobraba sola. Contrajo matrimonio con el
dependiente principal de su papá y abrió otra
carnicería en la plaza de la ciudad.
Decían que quien mandaba en la casa,
era ella. El es- poso era un borrachín, alto,
encorvado, de cara fina y bigote blanco, y
blancas también las cejas dibujadas sobre
sus ojos achinados. El desventurado hombre
se pasaba todo el día sen- tado en la sala
mirando televisión. Pero eso a la señora
Paredes no le importaba mucho, porque al fin
de cuentas quien gober- naba y llevaba el
sustento para la casa era ella. Lo único que
exigía del esposo era que al llegar a la casa,
todo estuviese en el orden debido.
La conversión de la señora Paredes fue un verdadero
milagro.
Se encontraba hospitalizada a raíz de
una agresión en la que un empleado, a quien
ella lo perturbaba a diario con sus
reclamaciones y exigencias, la había
apuñalado varias veces sin piedad.
Interrogado por el alguacil de la ciudad,
el agresor se mostró corajudo:
—Así que usted es el asesino— interrogó la
autoridad policial.
—No soy asesino, señor, porque
desgraciadamente ella todavía está viva-
respondió el acusado.
92
La criticona
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—El de tapa negra.
De este modo fue como la señora Paredes conoció la
Palabra de Dios. Recibió estudios bíblicos del colportor y
en menos de tres meses se bautizó. Demás está decir que
aquel día, su esposo también bajó a las aguas bautismales
y dejó de- finitivamente de beber. Con el tiempo fue
cobrando dignidad. Dicen inclusive que se enderezó
ligeramente del problema de la columna vertebral y hasta
fue nombrado diácono en la iglesia. Si la historia terminase
aquí sería una de esas historias milagrosas del poder
transformador de Dios. Yo he contado tantas de ellas en las
campañas de evangelismo que presento alrededor del
mundo. Los años y la vida me han enseñado que lo que es
imposible para el ser humano, no lo es para Dios. He visto
llorar arrepentidos y rendirse al Salvador a rameras,
ladrones, ateos, incrédulos, drogadictos, en fin, hombres y
mu- jeres que en opinión de los seres humanos jamás se
entregarían
a Dios. La historia de la con-
“El primer impulso versión de la señora Paredes
es una linda historia que
del corazón
muestra la manera “ilógica”
regenerado es el
de cómo el Señor llama a
de traer a otros
sus hijos.
también al
Resulta que nuestra
Salvador”. (SC, pro- tagonista entró a la
iglesia pero parece que su
lengua escapó de las aguas
bautismales. La
esgrimía como espada afilada para destruir la vida de los
her- manos. No había quién la soportase y tampoco quién
escapase de sus críticas. Para ella nada estaba bien.
Desde el pastor hasta el último hermano, pasando por la
Junta de la Iglesia, todos eran en su opinión un bando de
pecadores que si no se arrepentían, se quemarían en el
fuego del infierno. Y cuando estudió el tema del fuego
eterno y descubrió que el temido fue- go, sería eterno solo
en sus consecuencias ni Dios escapó de
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La criticona
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no está comprometido con la misión puede parecer que es
un discípulo, pero no lo es. Todavía no ha nacido en el
reino de Dios. Es apenas un buen miembro de iglesia,
pero jamás pasó por la experiencia de la conversión.
Aquella noche la hermana Paredes casi no durmió.
Dio vueltas en la cama toda la noche. Pensó, pensó y
pensó. La atormentaba el hecho de saber que con
frecuencia hay perso- nas, sinceras como ella, que viven
preocupadas por llevar a la iglesia un nivel de
comportamiento ejemplar. Y naturalmente no había nada
de malo en eso. Pero el problema es que si todo el afán de
la vida cristiana se concentrase en eso y se olvidara que la
testificación es clave en la vida del cristiano, se correría un
terrible peligro.
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La criticona
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esperanza y amor, y hoy usa la amistad como un
instrumento poderoso para alcanzar a las personas y llevarlas
a Jesús.
La conocí en un festival de laicos. Su testimonio me
im- pactó.
—Hasta mi rostro cambió desde que empecé a
buscar a las personas con amor— me dijo emocionada.
—Lo puedo ver— le respondí.
—Hoy me pregunto, pastor: ¿Cómo pude ser tan
ingenua de pensar que el reino de los cielos era un
derecho que yo ten- dría solo por mi buen
comportamiento?
—La vida es así, mi hermana— le respondí—, todos
ne- cesitamos crecer, la vida cristiana es crecimiento
constante.
—¿Puedo pedirle una cosa?
—Adelante— le dije.
—Siga enseñando como lo viene haciendo. No se
canse de hacerlo. Aunque muchas veces le parezca que
no ve resul- tados, no se desanime. Un día en el cielo verá
a muchas perso- nas como yo, y junto a nosotros, una
multitud de otras personas que trajimos a Jesús.
Nos despedimos.
Tal vez nunca más la vuelva a ver en esta tierra. Pero
tengo la seguridad de que un día la veré en el cielo,
vistiendo vestiduras blancas, con una corona de oro y
muchas estrellas.
¡Ella fue !
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