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Ros Bazán
Confío ser capaz de aportar en este capítulo unas pequeñas líneas sobre el
tema de lo sutil, que para mí tiene que ver con esos momentos lúcidos y
clarificadores que emergen, como una suave fragancia que calma y nos aporta
puntos de claridad en el aquí y ahora.
Me resulta difícil remontarme al momento en el que empecé a detectar en
los grupos terapéuticos, al igual que ocurre en la vida, la dificultad para aprender a
agradecer; entendiendo lo que este proceso tiene de curativo.
Con frecuencia escucho en terapia una frase nefasta: «No le debo nada a
nadie». Es un convencimiento fatuo y, sobre todo, falso, ya que todos debemos algo
a quien llegó primero, , todos bebimos de fuentes ya vividas o ya escritas, de otros
que hicieron el camino, y pisamos sus huellas recientes o antiguas.
Procuramos inventar el pasado para asegurarnos lo mejor de él. Edificamos,
incluyéndonos a nosotros mismos, sobre falsos recuerdos. Le quitamos el polvo al
ayer, lo ordenamos, lo archivamos muy cuidadosamente… y muchas veces es
mentira. No ya porque las cosas pudieron haber sucedido de otra manera. ¡Es que
casi siempre sucedieron de otra manera!
Confundimos lo que soñamos o imaginamos con lo que vivimos. Preferimos
contarnos nuestra historia como un relato claro. En el intento de conocernos a
fondo, podamos las enredaderas para no ver ese fondo y, así, dificultamos el
hallazgo del tronco.
¿Quién nos asegura entonces que no eliminamos lo único que importaba? Lo
que no osamos sentir ni un minuto de nuestra vida, lo que apenas percibimos, la
amistad, la caricia de un dedo, la simple intención de hacer un gesto de gratitud.
Porque lo único real en estos gestos es lo verdaderamente precioso, y lo
verdaderamente precioso es eternamente bello.
Me viene a la memoria una escena de la película Septiembre, del genial
Woody Allen. Un grupo ha pasado el fin de semana en el campo y, al despedirse de
sus anfitriones, en lugar de agradecer la estancia y lo vivido, les llenan de
reclamaciones y quejas por no haber vivido lo que vivieron otros, y que ellos
quisieran que les hubiera pertenecido.
En un momento, el protagonista, interpretado por Woody Allen, comenta:
«¡Qué frustración! Nadie agradece lo que vive o lo que tiene». La película es del año
87, no sé si la traducción del inglés es exacta, lo que sí sé es que me impactó y de
alguna forma empecé a trabajar conmigo misma sintiendo cómo en el cuerpo se
experimenta esa sensación y el largo tiempo que transcurre hasta que se puede
expresar con palabras y acciones.
Es quizá por eso que escribo estas notas, porque en el proceso de aprender
a agradecer puede parecer sencilla su realización, pero se requieren varios pasos
importantes para reconstruirnos en ese estado de reconocimiento y
agradecimiento de lo que nos pasó en nuestra vida, que a veces fue duro y difícil, y
en el momento en que lo vivíamos parecía casi insondable, algo que nos alertaba;
sus síntomas eran la angustia que nos oprimía el pecho y nos dejaba en estado de
ansiedad permanente, después de recorrer el camino. Cualquier instante fugaz (de
esos que parece que duran menos que un chaparrón) nos puede situar en un
escenario de salida, como una puerta que se abre suave, y se cierra y golpea las
situaciones incompletas, inconclusas, que nos ahogaron en su momento.
Observo esta situación en los procesos grupales: cómo el alumno responde
a un derecho a reclamar y recibir toda la atención y, por el contrario, en muy pocas
ocasiones dice: «gracias» al compaer@ que le escuchó o le apoyó en los distintos
trabajos personales (a veces en silencio, solo con la respiración y la mirada).
Mírame en silencio
En la experiencia con los grupos he ido viendo, con el tiempo, que hay cinco
pasos fundamentales para conseguir llegar a la sutileza del agradecimiento.
Podrían resumirse así:
Quizás este sea el más complejo, porque una vez identificado hay que
permitir que salga, reconociendo primero de qué se trata, cómo es su forma, su
textura y en qué parte de nuestro cuerpo está alojado. Para poder hacerlo, a veces
basta un gesto; otras, hay que crear la palabra, el llanto tal vez, el grito, e intentar
también pasarlo a la escritura.
Este cuarto paso nos puede sonar un poco raro, o con un tinte espiritual o
religioso. Y para muchas personas puede ser imposible liberar todo esto y llegar a
este paso de perdonar. Por eso creo que es importante matizar que el perdón es en
el fondo, para uno mismo. Para poder construir un paso hacia una vida más libre.
No está dirigido a aliviar o excusar al que lo causó. La palabra «perdonar» no se
utiliza en este caso como una disculpa para la persona que nos hizo daño, pero sí
consigue romper internamente un eslabón de esa cadena invisible que nos ata a los
viejos sentimientos y resentimientos, de este enojo y este enfado, y nos puede
iniciar suavemente hacia una parte de la curación. Cuando nos decimos a nosotros
mismos: «Nunca podré perdonar», tendríamos que agregar al otro lado de esta
frase otra que dijera: «Elijo seguir sufriendo». Porque desde esta última frase
emerge una voz interna, que tenemos que escuchar, que dice: «¡¡¡Basta!!!», y que,
en su sola esencia, consigue una liberación y nos otorga la capacidad de soltar.
Cuando nos sucede esto, hay que abrirse al darse cuenta (uno no puede
cambiar más que aquello de lo que se da cuenta) y volver por tanto a los pasos ya
realizados, para poder reafirmarse en la libertad con respecto a ese dolor. Cuando
conseguimos culminar este proceso, de forma grupal o individual, la sensación es
muy gratificante. Podemos deshacernos de esa emoción negativa que impidió
reconstruirnos en el proceso de agradecer. Y una vez logrado, zambullirnos en esa
sensación de plenitud que favorece el estado de placer necesario para el equilibrio
propio y de nuestro entorno más cercano.