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COLECCIÓN

LOS POLIOFTÁLMICOS
TRADUCCIÓN DE ESTHER GAYTÁN FUERTES
Índice

Prólogo de Pere Portabella 7

mutaciones del cine contemporáneo

Prefacio 25
Mutaciones del cine contemporáneo. 35
Cartas de (y para) algunos hijos de los años sesenta
Espacios abiertos en Irán. 87
Una conversación con Abbas Kiarostami
Occidente y Oriente… aquí y allí. 99
Ensayo sobre el cine de Tsai Ming-liang
Crónicas de Róterdam 113
En japonés no existe el plural. 127
Viaje de ida y vuelta de Masumura a Hawks
Mutaciones musicales. 177
Antes de Hollywood, más allá de Hollywood y contra Hollywood
«Ellos y nosotros». 201
El cine político en Irán y la cuadratura de El círculo
El futuro del estudio académico del cine 217
Las luces de Taiwán. 239
Notas para un resumen de la poética de Hou Hsiao-hsien
Tras el 11 de septiembre de 2001. 251
Reflexiones sobre la multinacionalización del cine
África y Latinoamérica. 265
El cine y sus migraciones circunatlánticas
Mutaciones del cine contemporáneo. 291
Segunda ronda de una correspondencia
Nota sobre los colaboradores 327
Nota sobre el texto 331
Prólogo
Pere Portabella

Durante un periodo de seis años, Jonathan Rosenbaum coordinó


un grupo de analistas, críticos e historiadores cinematográficos con
la idea de lanzar una investigación a través de diálogos, textos, cru-
ces epistolares y encuentros personales. Los integrantes de este in-
teresante proceso, ya convertido en libro, han enhebrado un cúmu-
lo de observaciones, han manejado información contrastada y han
llegado a conclusiones que nos permiten ver y comprender el cine
desde una perspectiva actualizada y solvente. Todo empezó como
un fenómeno generacional y se convirtió en algo más, en una re-
flexión más amplia y colectiva sobre diversas formas de «mutación»
que afectan al cine y a la cultura cinematográfica en la actualidad.
La mutación tecnológica: «la era digital», que lleva consigo una
nueva definición de la imagen fílmica. Así, por ejemplo, si el cine
que conocimos en el pasado se basaba en el registro fotográfico del
mundo —un concepto muy apreciado en su momento por André
Bazin, su mentor—, ahora, con la imagen digital, podemos falsear
ese mundo. ¿Qué significa esto para los cinéfilos?
Sin embargo, y de forma paralela, surge algo parecido a una
reinvención del neorrealismo italiano a través de la Nueva Ola Iraní

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y en relación a algunos de los conceptos del grupo Dogma. Se po-
dría pensar, por tanto, que no toda la concepción baziniana de
realidad en relación al medio fílmico ha quedado desfasada. Que-
dan sin duda restos de eso que podríamos llamar el humanismo
de Bazin.
Los autores reunidos en este volumen insisten en que hay que
estar muy atentos al mapa cambiante del cine mundial, y ello pre-
supone que nuestras percepciones y explicaciones de este fenóme-
no deben seguir el ritmo de las más diversas mutaciones. Así, por
ejemplo, al tiempo que se descentraliza geográficamente la pro-
ducción cinematográfica, muchas películas provenientes de Asia y
Oriente Medio, que presentan narrativas ajenas al «canon» occiden-
tal, han conseguido a lo largo de la pasada década una preeminen-
cia en la cultura cinematográfica mundial impensable hace veinte
años, transformando nuestra idea de lo que es y puede ser un relato
trenzado con imágenes y sonidos. El cine cambia, muda, muta. Y,
así, internet legitima la existencia y constante construcción de co-
munidades horizontales donde la imagen fílmica se dispersa y se
construye con criterios no sospechados hace apenas unos años. Y
hay que pensar, claro, esos criterios. Tal vez por ello, a nivel mun-
dial, han proliferado los departamentos universitarios dedicados a
los estudios fílmicos y a la creación de nuevas estrategias teóricas
y académicas para entender el presente del cine. Hay que pensar,
quizás en este tiempo más que nunca, lo que está ocurriendo en las
pantallas: cómo se transforman los géneros tradicionales, cómo se
relacionan la ficción y el documental, cómo ambos dejan de ser una
cosa distinta, o cómo, ahora, se diría que, de repente, descubrimos
que siempre fueron esa única cosa. Aún estamos muy lejos de co-
nocer la verdadera amplitud y diversidad de la producción fílmica
en muchos países del mundo.
Otro aspecto que nos invita a una reflexión urgente es el surgi-
miento de las nuevas pantallas de cine: en el teléfono móvil, en el
Iphone, en el Ipad, en la Play Station Portable, por supuesto, pero
también en el museo y en la galería de arte. Y además, tal vez, ha-
bría que volver a pensar los motivos para que otra vez se hable,
ahora que todos somos ya mutantes y mutados, de la muerte del
cine, como si eso fuese posible, como si el cine no fuese por su pro-
pia naturaleza la incesante mutación de una imagen en otra, de un
discurso en otro.

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La convergencia de reflexiones sobre todas estas cuestiones de-
terminantes (y otras muchas) en un único libro ha convertido las
ediciones anglosajonas de Mutaciones del cine contemporáneo en una
suerte de clásico prematuro, o en un libro de culto para muchos lec-
tores y cinéfilos. Se trata de un libro «raro», si me permiten el epíte-
to, o, si lo prefieren y para ser más exacto: un libro excepcional, una
excepción editorial. Pues no es fácil ni común encontrar este tipo de
publicaciones. Más que un libro, Mutaciones del cine contemporáneo es
un escenario, un lugar donde se acumulan propuestas, sugerencias,
caminos abiertos al pensamiento, a la polémica y a la provocación.
Mutaciones del cine contemporáneo perfila un horizonte de reflexión
pero, convenientemente, no lo define ni, mucho menos, lo clausura.
No se trata aquí de constituir en ningún momento un Movimiento o
una Nueva Vía. Pues el origen de este proyecto no tiene que ver tan-
to con un Grupo, escrito con mayúsculas, como con un simple gru-
po de amigos. Y con el deseo de uno de ellos, Jonathan Rosenbaum,
que vive en Chicago, de saber más sobre las inquietudes, intereses
y gustos de los otros: Adrian Martin en Melbourne, Kent Jones en
Nueva York, Alexander Horwath en Viena, Nicole Brenez en París y
quienes se fueron sumando poco a poco al grupo.
Desde este origen, Mutaciones del cine contemporáneo se presen-
ta como un libro de una atractiva estructura formal: un bloque de
cartas de estos amigos abre el libro, otro bloque lo cierra y, entre
ambas correspondencias, unos cuantos años, el atentado del World
Trade Center de Nueva York y diez sólidos capítulos con un sinfín
de intuiciones y reflexiones sobre todo aquello que algunos llaman
el «post-cine» y al que la mayoría nos seguimos refiriendo como el
presente y el futuro del cine. Verdadero diario colectivo de muta-
ciones y mudanzas.
Entre todas estas mutaciones, una enormemente presente es la
relativa al Nuevo (o no tan nuevo) Cine Asiático, o tal vez a su re-
novada presencia en nuestras pantallas occidentales (en las viejas
y en las nuevas). Varias partes del libro abordan, a través de artícu-
los, entrevistas e incluso un delicioso intercambio de faxes, las obras
de cineastas referenciales del actual cine iraní, como Abbas Kiaros-
tami y Jafar Panahi —así como las dificultades que se interponen para
que estas películas ingresen en un circuito de distribución como el
norteamericano, unidas a las dificultades, quizás aún mayores, para
que sus directores ingresen en este país por el mero hecho de tener

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un pasaporte iraní; otra forma de abordar la realidad política del
cine actual—. Encontramos también varios textos sobre cineastas
asiáticos (chinos, taiwaneses, japoneses…) como Tsai Ming-liang,
Hou Hsiao-hsien o Yasuzo Masumura, que, teniendo en cuenta la
escasez de bibliografía referencial en castellano sobre estos autores,
pueden conformar un auténtico arsenal para el francotirador-ciné-
filo y puntos de partida para la investigación o el cultivo de nuevas
pasiones por la imagen en movimiento. Y es interesante a este res-
pecto, además, la (auto)crítica que el propio libro aloja, recordando
cómo el acercamiento tradicional de los críticos occidentales al cine
oriental no termina de abandonar cierto paradigma cercano al «exo-
tismo» y al «orientalismo» tradicionales, preservando casi siempre,
y casi siempre inconscientemente, esa amable distancia que refuer-
za la supuesta extrañeza del objeto de estudio, que lo hace, paradó-
jicamente, más maleable a los meneos de la razón ilustrada.
A estas reflexiones se unen otras propuestas relativas a otras
mutaciones y sobre las que trato en desorden, tras la lectura de este
libro que no rehúye la fragmentación. Para empezar, la transfor-
mación acelerada de esa operación estética y crítica que llamamos
«visionado», cuyos cambios afectan tanto al espacio y al tiempo
de visionado como al propio mecanismo, tal y como lo describe
Jonathan Rosenbaum, utilizando como excusa sus trasiegos por el
Festival de Cine de Róterdam. También se recoge en este volumen
una serie de intercambios reveladores entre Catherine Benamou y
Lucia Saks en torno a la relación entre identidad y cine en un con-
texto de navegación circunatlántica de las imágenes, desde África a
América Latina o viceversa. Pero, además, en este diálogo se aborda
la transformación sufrida por la imagen —su formalización, su con-
texto productivo, su destinatario— en el nuevo contexto político de
Sudáfrica tras el final del Apartheid y su relación con la memoria
y el futuro (lo que inevitablemente me lleva a pensar en nuestra
propia Transición).
Me resulta igualmente imprescindible, pues creo que podría ser
uno de los textos más lúcidos del volumen, un conjunto de consi-
deraciones, propuestas por Nataša Durovičová, sobre la necesidad
concreta y presente de enfocar la teoría y la práctica cinematográfi-
cas desde una perspectiva definitivamente global. Un texto que cier-
tamente da que pensar, un tipo de donación que, en última instan-
cia y siendo rigurosos, es poco habitual.

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También querría anotar la importancia de las colaboraciones de
otro de los editores del libro, Adrian Martin. En una de ellas, Mar-
tin deconstruye de forma ecléctica y brillante la americanización
que soporta la teoría fílmica, incluso aquélla producida fuera de
Estados Unidos, a la hora de abordar determinados géneros (como
es el caso de la película musical que analiza aquí Martin), pero que
bien podríamos extender a otros dominios cercanos dentro del te-
rritorio de los estudios fílmicos. Igualmente, es el propio Martin
quien dialoga con James Naremore sobre el futuro del estudio aca-
démico del cine, perfilando un paisaje que a algunos les podría pa-
recer grisáceo, pero que en realidad alienta una crítica contra las
instituciones pedagógicas que, según la consideración lapidaria de
Martin —a la que no me costaría demasiado unirme—, «promo-
cionan una segura consolidación del conocimiento existente como
forma de afianzamiento del consenso».
Finalmente, me parece importante destacar el interés de Jona-
than Rosenbaum por «una docena de nuevas revistas en Francia,
como Balthazar y Exploding, que exploran nuevos métodos de aná-
lisis (como la crítica “figural”) y establecen conexiones interesantes
entre, por ejemplo, películas de terror “basura” y los experimen-
tos más radicales de la vanguardia. Todas estas nuevas publicacio-
nes han creado un contexto que es descaradamente intelectual en
vez de rendirse a las defensas anti-intelectuales, muy extendidas
desde distintos frentes, y hemos intentado ser testigos de este com-
promiso en el libro». Lo que le interesa aquí a Rosenbaum, y me
parece destacable, es que cada revista parece tener un pie en su
propia cultura nacional y el otro en un nuevo tipo de espacio in-
ternacional compartido —son nuevas formas de hacer comunidad
que Rosenbaum no puede dejar de comparar con las antiguas co-
munidades cinematográficas, a cuya fundación asistió en Nueva
York, Los Ángeles, Londres, París o Roma a principios de los años
sesenta—.
Del mismo modo, gran parte de este libro toma la forma de diá-
logos, cartas o intercambios de correos electrónicos. Todos estos
tipos de escritura comunitaria pueden crear una forma diferente
de hablar y pensar sobre los objetos cinematográficos. Se mezclan
modos y tonos, la digresión tiene su espacio y se valora la voz per-
sonal. Por ello, este libro ofrece su propio mapa de una cultura
cinematográfica cambiante, pero no pretende hacerlo definitivo

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o exhaustivo. Se trata, más bien, de un ejemplo extenso de los ti-
pos de exploraciones y conexiones que se pueden realizar en la ac-
tualidad.
Para Adrian Martin, Mutaciones del cine contemporáneo es una
manera de mostrar cómo se puede conjurar una comunidad para
compartir información e invitar a la reflexión mutua.
Para Jonathan Rosenbaum es importante destacar que gran par-
te del material que incluye este libro se concibe como una obra en
progreso. Se puede, y se debe, ampliar más allá de los parámetros
de un proyecto o publicación únicos.
Y, como apunta Rosenbaum en su último comentario, no se
puede obviar que la aceleración de este cambio sigue en aumento,
pues en los pocos años que han transcurrido desde que el crítico
norteamericano firmara su texto hasta hoy, no son pocos, por ejem-
plo, los nuevos dispositivos de visionado de los que disponemos y,
de forma paralela, las nuevas experiencias estéticas y críticas que
esos dispositivos permiten (u ocluyen).

* * *

La era digital

Es evidente que para Rosenbaum y los demás componentes de


este proyecto-libro, es fundamental que la red y el alcance de las
reflexiones sobre las mutaciones del cine se amplíen. Así, considero
oportuno exponer algunas consideraciones que entroncan directa-
mente con ese mismo devenir mutante de la imagen-movimiento
en nuestros días. Y querría empezar recordando que, ya desde su
inicio, la revolución digital apuntaba consecuencias de igual o ma-
yor impacto que la Revolución industrial hace más de un siglo. Los
nuevos formatos de emisión en la sociedad cambiaron el mapa de
los medios de comunicación frente a un proceso destinado a confi-
gurar una nueva entidad individual y colectiva.
Hoy ya no es posible obviar las pautas de representación de nues-
tra época y, en lugar de resistirse ciegamente, conviene estar atentos
a los nuevos procesos culturales que se están abriendo. Pues el in-
dividuo, aun desde su aparente mudez, en ausencia de un compro-

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miso efectivo, ocupa un espacio desde el que está constantemente
apuntando nuevos datos, ideas, situaciones. Mientras, el espectador
atento se emancipa de los mecanismos de la comunicación tradicio-
nal y se convierte en ejecutante de los contenidos a los que accede.
Y el ciudadano desarrolla de forma imparable una «mirada digital»
que afecta al ámbito general de la estética y los contenidos, expre-
sando su deseo de una mayor participación en todo lo que hace,
si bien desde una actitud adolescente ante todo lo que se le viene
encima.
Así pues, se transforman el trabajo, el lenguaje, la percepción,
la memoria y la escala de las cosas como consecuencia de los pro-
cesos de virtualización y, por tanto, de implantación de una nueva
realidad, irreal. No parece que falte mucho tiempo para que la idea
tradicional del estado se vea transformada como consecuencia del
impacto tecnológico y la creación de empresas-estados. Y en todos
estos procesos, el valor de la simultaneidad en tiempo real de cual-
quier gesto desde cualquier lugar conlleva una nueva manera de ver,
una necesidad de recibir y escuchar la información de otro modo.
En definitiva, está apareciendo un individuo que se organiza de
forma diferente, que es invitado constantemente a implicarse en los
procesos de comunicación y que está impulsando la revolución di-
gital en cada uno de sus actos de consumo. No es tanto que este in-
dividuo se mueva con extrema precisión en los límites de lo global,
como que él, en sí mismo, es global y local. Como consecuencia,
parecería que el doble fenómeno de la globalización y del mante-
nimiento de la identidad de lo local no conlleva excesiva contradic-
ción en el seno del individuo —a diferencia de lo que ocurre en el
ámbito industrial, económico o cultural de los estados y empresas—.
Los contextos multimedia son un mundo interactivo con usua-
rios participativos y polivalentes a través de ordenadores que reci-
ben y transmiten mensajes digitalizados, más reales que la realidad.
La aparición y el uso de la informática permiten desarrollar muchos
proyectos con intereses y objetivos tan dispersos como contradicto-
rios, y no faltan ejemplos recientes.
El profesor Giovanni Sartori define la edad multimedia como un
tiempo regido por un elemento, el ordenador, que unifica la pala-
bra, el sonido y las imágenes, y, lo fundamental: que introduce en
lo visible realidades simuladas, virtuales, imágenes imaginarias, y de-
ja para la televisión las imágenes de las cosas realmente existentes.

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Dicha realidad virtual es una irrealidad creada que sólo es real en la
pantalla. Lo virtual y las simulaciones amplían de forma desmedida
las posibilidades de lo real… pero no es lo real.
Las consecuencias de los cambios estructurales que en los años
ochenta ya exigía la mundialización de la economía, favorecida por
la aparición de la informática, han producido efectos devastadores.
Las llamadas «ingenierías financieras» son una irrealidad que sólo
es real en las pantallas de los ordenadores: «finanzas imaginarias».
Los efectos de estas simulaciones han ampliado de forma desco-
munal las posibilidades de la economía productiva real, llevándola
hasta límites insostenibles. Al estallar la burbuja no ha llovido nada,
y hoy todavía nadie sabe si hemos o no tocado fondo, sumergidos
en una crisis sistémica y global que nadie parece estar dispuesto a
afrontar. Se intenta encubrir el fiasco con planes de ajustes exclusi-
vamente económicos y financieros, cuando en realidad se trata de
la urgente necesidad de cambios estructurales políticos, económi-
cos, sociales y culturales, a corto y largo plazo, tan indispensables
como obligados por la globalidad de las crisis energéticas anuncia-
das reiteradamente. Desde criterios científicamente contrastados,
se trataría de pasar del consumismo desaforado, vinculado al su-
puesto aumento del nivel de vida, a una razonable calidad de vida
de bajo consumo, sostenible y equitativo. Un cambio de raíz de
los modelos de desarrollo y crecimiento actuales de consecuencias
imprevisibles. Un esfuerzo que genera vértigo por su desmesura
y estupor por la envergadura de dichos cambios, de un efecto pa-
ralizante para el poder político ante la agresividad de los poderes
económicos. Pero no podemos dejar de pensar que, sin el uso ins-
trumental y desmedido de «los hiper-medios globales», no hubiera
sido posible semejante descalabro.

La condición postmedia

En un congreso aún reciente, titulado «La condición postmedia


en el contexto español», se trataba de discutir si esa supuesta «con-
dición postmedia» delimitaría el estado inminente del arte en un
nuevo contexto caracterizado por la desaparición de los medios ar-
tísticos tradicionales y la aparición de un nuevo «hiper-medio» o «sú-
per-medio global». Éste sería, por supuesto, el medio informático,

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a través de cuyo lenguaje computacional fluirían todos los antiguos
medios: pintura, escultura, fotografía, cine; todos ellos cada vez
más dependientes del sistema binario que soporta todo el ámbito
informático.
Lo que propone la idea de la condición postmedia es un nuevo
modelo narrativo para la comprensión de la historia del arte actual
y, por lo tanto, de la historia del cine que estamos construyendo. Es
decir: una nueva historia o una nueva fábula del arte contemporá-
neo. La condición postmedia otorgaría al arte, la pintura, el cine,
la fotografía, la escultura, la música, etc., armado de los poderes
que le confiere el actual proceso tecnológico vinculado al ámbito
informático, la misión de hacer de la práctica artística un nuevo
espacio democrático y global, donde el espectador se convierta en
usuario activo, y donde el arte, a través de la supuesta globalización
del espacio cibernético, se convierta en un «mecanismo de emanci-
pación» al alcance de todos los individuos.
Esta fábula nos recuerda otras bien conocidas: por ejemplo, la
fábula de la filosofía racionalista ilustrada (Kant) que hizo del arte
el espacio privilegiado para la emancipación del sujeto moderno.
También nos recuerda la otra gran fábula, de corte marxista, que
propuso el avance tecnológico como gran camino de acceso a la
utopía social. Sin embargo, ya se sabe cómo el racionalismo y la téc-
nica se aliaron a mediados del siglo xx, de forma brutal y perversa,
en una mezcla explosiva: la instrumentalización de la razón y la
alienación tecnológica para perpetrar una de las mayores tragedias
vividas por la humanidad. Por lo tanto, parece al menos legítimo, a
estas alturas, sospechar de todas aquellas fábulas que nos proponen
un espacio general de libertad y creación estrictamente derivado
del progreso técnico del hombre.
El derrumbe del paradigma esencialista moderno (es decir, la
progresiva desaparición o contaminación de los medios artísticos
tradicionales: pintura, escultura, arquitectura, fotografía, etc.) no
acontece, por tanto, como consecuencia de la promiscuidad efec-
tiva de esos medios, sino a raíz de un pensamiento teórico que
propone la co-pertenencia de esos mismos medios desde su propio
origen.
De este modo pasamos de la crítica al modernismo llevada a
cabo por el pensamiento postestructuralista, que planteaba la afir-
mación de una diferencia esencial arraigada como única identidad

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posible de los distintos medios, a la nueva propuesta de la condición
postmedia, que implica una negación esencial de los propios me-
dios como nueva identidad neo-esencialista del arte «postmedial».
Si pensamos en el contexto de la nueva realidad social y política
que vivimos al final de esta primera década del siglo xxi, así llamada
«sociedad del conocimiento», ésta se fundamenta en la explosión
de las nuevas tecnologías, la democratización de la información y la
socialización de la producción. La importancia de la información y
nuestra capacidad para gestionarla se convierte ahora en la punta de
lanza. La facilidad para relacionar información y acceder a los datos
se impone con rotundidad por delante del propio conocimiento.
El entorno que nos ofrece este nuevo espacio parece generar la
democratización del conocimiento, al igual que la condición postme-
dia estaría democratizando la experiencia del arte y sus estrategias
emancipadoras: la información sería ahora más libre y más variada,
se diversificaría y multiplicaría. El conocimiento, por tanto, sufre
una mutación constante, fruto de una «inteligencia colectiva» que
permite elaborar nueva información, alterar los datos existentes,
modificar los contenidos, evaluar… Esta constante mutación infor-
mativa nos obliga a desarrollar lo que conocemos como «metaha-
bilidad»: la habilidad para adquirir nuevas habilidades, provocando
consecuentemente un aumento de nuestra «adaptabilidad». Tene-
mos que pensar y resolver diferentes temas a la vez, rápidamente,
de forma casi intuitiva. Nuestra capacidad para asimilar los cam-
bios constantes que se producen a nuestro alrededor debe llevar
implícita la capacidad para conocer y aprovechar el entorno. Cam-
bia nuestra percepción y nuestra demanda. Como consecuencia de
esta constante mutación, encontramos con frecuencia estrategias
orientadas a enriquecer esa «sociedad del conocimiento» que re-
sultan poco rigurosas, banales, desactualizadas o fragmentarias. La
clave reside en la capacidad de gestión de la información, de los da-
tos, que nos ha de permitir seleccionar y sintetizar los contenidos
que recibimos para convertirlos en conocimiento útil. Y, para no
sucumbir al bombardeo informativo y sin sentido, requerimos una
base formativa consolidada, «multidisciplinar». Esta formación,
lejos de ser elitista, no sólo no se fundamenta en el conocimien-
to académico, sino que en muchos casos queda sustentada por la
curiosidad autodidacta, condicionando así nuestro acercamiento y
nuestra percepción.

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Del mismo modo, se crean nuevos espacios colaborativos for-
mados por multiusuarios que participan de un sentimiento comu-
nitario, activo y enriquecedor, espacios que nos permiten disponer
de datos a nivel global.
Un espacio tan etéreo como frágil plagado de navegantes, de bus-
cadores, de redes sociales, de apoyo, de opinión, etc. Lugar de en-
cuentros y hallazgos, alterados por el azar, sin líneas delimitatorias
(mapeos). Nuevos espacios públicos de alcance imaginario, inimagi-
nables hace tan sólo un par de décadas.
Muchos de estos espacios se conforman a través de una multitud
de lenguajes orientados no sólo hacia la comunicación, sino tam-
bién hacia el pensamiento. Allí conviven tanto el lenguaje concep-
tual como el emotivo, el lenguaje lógico, el científico y también el
de la imaginación poética. Cada uno por sí solo y permeables entre
sí, forman un magma, un núcleo con una enorme capacidad para
impulsar un potencial imaginativo expansivo. Un lenguaje eminen-
temente audiovisual que puede utilizar todo tipo de recursos mul-
timedia. Además de mutable, en constante cambio, se fundamenta
en una estructura contradictoria que disfruta de una armonía apa-
rentemente invisible. Un lenguaje eminentemente intuitivo, atem-
poral, que diluye los márgenes establecidos entre ficción y realidad.
Un lenguaje donde el conocimiento es obsoleto casi en el momen-
to en que se genera. Sensorial o emocional, sin límites más allá de
los sentidos. También un lenguaje adaptativo que tiene en cuen-
ta los requerimientos de los diferentes usuarios. Y, por qué no, al
límite: un tipo de «código abierto» que permita intervenir directa-
mente sobre él, manipularlo, retocarlo, complementarlo individual
o colectivamente… que pueda ser viable durante un instante de la
realidad ficcionada.
Blogs, wikis, redes, podcasts, realidad virtual… todos estos es-
pacios de nueva generación nos permiten crear mundos virtuales
paralelos que sustituyen la realidad física que nos rodea.
En definitiva, hablamos de un «nuevo» sistema de comunica-
ción interactivo específico que permitirá a cada usuario percibir
una misma «realidad» de forma individualizada y participar en ella
tantas veces como quiera con un registro personalizado que, si fue-
ra necesario, lo identificará automáticamente.

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Mutaciones cinematográficas

No olvidemos que el cine es la última de las artes «renacentistas»,


la séptima, que nace pegada a la tecnología. La fotografía y las vein-
ticuatro imágenes por segundo hicieron posible la ilusión de vi-
sualizar imágenes reales en movimiento reflejadas en una precaria
pantalla, lo que por cierto provocó grandes dosis de hilaridad y ri-
sas. El cine, gracias a su vinculación de origen, tiene la oportunidad
de progresar cómodamente, con fluidez y cierta naturalidad, de la
mano de las nuevas y más avanzadas tecnologías.
Pero, ¿qué ha pasado con la industria del cine? En su primera
etapa, ésta generó un cine intensamente comunicativo y atractivo.
El espectáculo más popular del siglo xx. Paradójicamente, fue esa
misma industria la que impidió que el cine pudiera explorar to-
das sus posibilidades narrativas, como hizo el resto de las artes del
momento en el período de transición de la modernidad a la post-
modernidad. Su anclaje en los modelos narrativos de la novela y el
teatro decimonónico, esa milenaria «herramienta perfecta» aristo-
télica, lo convierte en el arte más joven y el que más rápidamente
ha envejecido, secuestrado por sus propias cotas de audiencia y exi-
gencias de éxito. En plena decadencia de las salas de cine, éstas son
incapaces de «contener» las nuevas estrategias narrativas altamente
vinculadas a la transformación acelerada de la tecnología y de la
propia realidad. Sin embargo, tratan de reciclar las salas con re-
transmisiones en directo de acontecimientos deportivos, musicales
y mediáticos, o proyectando en 3D para jóvenes y no tan jóvenes.
El mercado sigue controlando, aunque sea a trancas y barrancas,
lo que llega o no a las salas. Y para ello, como siempre, dispone
de los filtros necesarios para garantizar el diseño y los límites del
«producto»: una cadena de producción estandarizada para homo-
geneizar los productos culturales requeridos por las distribuidoras
y exhibidoras.
Por otra parte, hace ya tiempo pasamos de una política dirigi-
da hacia los creadores a otra dirigida hacia las empresas culturales
(bajo el subterfugio de que la política dirigida hacia los creadores
acaba siendo dirigista e intervencionista). Esta transformación per-
mitió que las políticas de los distintos gobiernos en materia cultu-
ral se limitasen a la potenciación del hecho industrial de la cul-
tura, la defensa de la identidad, la consolidación de la lengua, la

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conservación del patrimonio simbólico popular y arquitectónico…
dejando la creación en la periferia y a la intemperie. En definitiva,
las ayudas económicas de las instituciones se destinan en relación a
los resultados, cuando en realidad debería invertirse en el proceso.
Hoy el proceso es el único resultado.
Por otro lado, se está produciendo un proceso que anuncia el
final definitivo de la hegemonía de las redes comerciales y sus prin-
cipales empresas. Tanto las discográficas como los grandes grupos
editoriales, audiovisuales y cinematográficos están en plena crisis,
y en algunos casos sus planteamientos han quedado obsoletos. Y
si nos detenemos en el ámbito cinematográfico, más allá del cie-
rre de las salas y del agotamiento de determinadas estrategias de
comercialización, es importante decir una vez más que el modelo
estándar narrativo del cine está agotado. Son, sin duda, las novísi-
mas tecnologías aplicadas a este entorno las que le están permi-
tiendo al cine avanzar y afrontar los cambios estructurales que se
avecinan con un carácter radical. La imagen fílmica está sometida
hoy a un proceso de mutación que afecta no sólo a la producción,
la distribución y la comercialización de cada película, sino a su pro-
pia naturaleza fílmica. Ésta se halla ya en un estado permanente de
mudanza desde un restrictivo y cerrado círculo viciado amparado
aún por las grandes industrias cinematográficas, pero en plena de-
cadencia.
No son tiempos para el reciclaje de aparatos, artilugios y mode-
los que han devenido tan inútiles que su sola presencia nos molesta.
La última generación de dispositivos electrónicos hace que los ado-
lescentes, por ejemplo, usen más su móvil para conectarse a inter-
net (con todas las posibilidades que eso conlleva) que para hablar
por teléfono. Pantallas múltiples (smartphones, tabletas, iPods, etc.),
aparatos autónomos que hacen innecesario acudir a los lugares
tradicionales donde era depositado el saber. Es posible, sencillo y
barato acceder a todo ese conocimiento sin pisar un cine o una bi-
blioteca, ni siquiera debemos cargar ya con un libro o un CD para
nuestro próximo viaje. En definitiva, el valor de la posesión está cam-
biando por el valor del uso, y esto puede ser una noticia muy buena.
Estaríamos hablando de la pantalla global.

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Producción

Otra mutación fundamental que no podemos olvidar es la reduc-


ción, a pasos agigantados, de la distancia entre el mundo audiovi-
sual profesional y el doméstico. Hoy en día, gracias a las nuevas
tecnologías, está al alcance de muchos la posibilidad de realizar
proyectos audiovisuales de alta calidad técnica sin necesidad de en-
trar en el circuito industrializado de la creación cinematográfica. La
industria audiovisual ya no puede ser reconocida como marca de
calidad exclusiva, pues, en gran medida, ha desaparecido el trecho
que hasta hace no mucho mediaba entre los proyectos profesio-
nales y las «buenas intenciones de los domésticos» o, incluso, las
maneras del underground. Nos dirigimos hacia un territorio donde
la calidad creativa será la única diferencia entre unos y otros. El
propio mercado garantiza hoy la posibilidad de producir y realizar
audiovisuales «sin salir de casa» (salvo para rodar y sólo cuando sea
necesario).
En este sentido, las nuevas cámaras han revolucionado el mer-
cado audiovisual no sólo por su calidad y sus prestaciones, sino
también por su precio. Una realidad que ha hecho que muchas pro-
ductoras profesionales y colectivas hayan adquirido estos aparatos
de forma particular para realizar sus proyectos. Uno de los aspectos
más importantes de la última generación de cámaras cinematográ-
ficas es su funcionalidad para la «captura de imágenes», que cons-
tantemente pueden ser actualizadas con mejoras en sus prestacio-
nes de forma instantánea vía internet, pensadas y preparadas para
facilitar y mejorar los procesos de postproducción de la imagen. Si
se cuenta con buenos técnicos, actores y actrices, sólo es necesario
un potente ordenador, un programa de edición de vídeo y audio
y una cámara para obtener resultados con alta calidad, utilizando
presupuestos bajísimos y equipos reducidos a las necesidades rea-
les. Al fin y al cabo, los que verdaderamente estorban aquí son los
nombres mediáticos, tan buenos profesionales como el que más,
pero con sueldos inasumibles para un nuevo modelo productivo
en el campo del cine que tiende a la socialización de los medios
de producción y la democratización de la distribución, es decir: la
quiebra de la hegemonía de las estructuras clásicas de Producción,
Distribución, Exhibición y el auge de nuevas formas de difusión a
través de la Red y las Pantallas Globales.

20
Post-media y Post-cine

Se puede pensar, por tanto, que este nuevo contexto post-cinema-


tográfico, que se extiende desde las nuevas pantallas y dispositivos
de reproducción hasta la inmensidad del ciberespacio, contribuye
a un acceso prácticamente generalizado a la creación y a la recep-
ción de ficciones y documentales. Hay quien habla, incluso, de la
supresión de elementos de estratificación social gracias a la interac-
tividad telemática que ofrecen los nuevos usos y manipulaciones
de las imágenes en movimiento. Sin embargo, parece importante
anotar también que, a pesar de todas estas transformaciones, sin
duda positivas, el poder sigue estando de forma fundamental del
lado de aquellos que crean, distribuyen y comercializan estos apara-
tos y softwares, imponiendo aún una multitud de restricciones tan-
to ideológicas como prácticas para su uso, y que muchos de ellos
están fuertemente vinculados. La batalla para la regulación y con-
trol de las redes e internet no ha hecho más que empezar.
Tampoco se presta la suficiente atención, en muchas ocasiones,
al desarrollo real y ordinario de estos procesos: por ejemplo, que
para poder hablar estricta y consecuentemente de la aclamada in-
teractividad que pudiera ofrecer una obra (por ejemplo, cinema-
tográfica o videográfica) debería existir siempre una comunicación
de doble vía entre el usuario y el dispositivo, algo que muy pocas
veces ocurre.
La condición post-media y el fenómeno del post-cine constitu-
yen, por tanto, un interesante campo de reflexión y también, desde
luego, un mar de dudas teóricas e ideológicas. La crítica radical de
estos nuevos fenómenos y discursos es, sin duda, una de las princi-
pales tareas que nos competen si queremos entender de qué habla-
mos a comienzos del siglo xxi cuando utilizamos la palabra «arte» o
la palabra «cine».
En relación a estas cuestiones, Andreas Broeckmann distingue
más claramente entre el arte en la red y el arte de la red. El arte en la
red utiliza internet como un medio de distribución: para ser accesi-
ble y estar en la red. El arte de la red está hermanado con el medio
de las redes electrónicas, juega con sus protocolos y sus particula-
ridades técnicas, saca partido de los virus y aprovecha el potencial
del software y el hardware: resulta inimaginable sin su medio, sin
internet. Al mismo tiempo, el arte de la red se muestra receptivo

21
no sólo con los factores tecnológicos de internet, sino también con
los sociales y culturales que de allí se derivan, y juega con ellos
mediante estrategias artísticas híbridas, tácticas de intermediación.
El problema clave de la presentación del arte de la red es que no
existen distinciones entre el artista y el público, entre la producción
y la recepción. Se percibe a través de la participación. El arte de la red
es en línea y para quienes están en línea.
Se puede concluir que el audiovisual es el medio que mejor se
adapta y con más fuerza se expande en este espacio digital. En nues-
tras sociedades contemporáneas, la cultura tiende a ser consumida
o demandada a través de la imagen, lo que permite entender cómo
lo audiovisual ocupa y se adueña de la red en proporciones muy
considerables a través de diversas herramientas multiusos.
Pero las nuevas tecnologías no nos aportan nada significativo si
no prestamos una especial atención al porqué y al para qué de la ex-
celencia en el uso de estas herramientas, así como a los criterios
éticos de control de las técnicas con las cuales la estética se materia-
liza. No disociar el reto de los nuevos lenguajes de ruptura artística,
que operan radicalmente en los códigos lingüísticos, de las expecta-
tivas de cambio más amplias y generales, es un planteamiento irre-
nunciable para cualquier movimiento social que busque transfor-
mar las cosas. Articular el arte y la política.
La realidad parece evidenciar que con el siglo que apenas co-
mienza han nacido también nuevos recursos narrativos, nuevas
fronteras para los «géneros» tradicionales, nuevas técnicas para la
creación de la imagen fílmica, nuevos espacios geográficos de pro-
ducción y nuevos contextos y formas de visionado, así como una
incesante demanda de imágenes por parte de nuestra sociedad. En
este nuevo universo audiovisual, el cine se mueve a sus anchas en un
estado permanente de mudanza y periodos mutantes: la produc-
ción cinematográfica ha explotado.

Pere Portabella
Diciembre de 2010

22
Mutaciones del cine contemporáneo
En memoria de

Serge Daney
(1944-1992)

Raymond Durgnat
(1932-2002)
Prefacio
Jonathan Rosenbaum y Adrian Martin

ADRIAN MARTIN: El proyecto Mutaciones del cine contemporáneo


se presentó al público por primera vez en uno de los números de
1997 de la revista francesa Trafic, en una serie de cartas recopiladas
en el capítulo primero de este libro. ¿Por qué comenzaste ese inter-
cambio epistolar, Jonathan?

JONATHAN ROSENBAUM: El proyecto empezó realmente con


la grabación de una conversación entre tú y yo, en un barrio a las
afueras de Melbourne en 1996. Yo estaba tratando de resolver un
enigma que había surgido de algunos de mis viajes previos y mis
contactos internacionales, como aquella primera carta y el paquete
con tus dos primeros libros que me habías enviado inesperadamen-
te en 1995. Lo que despertó mi curiosidad fue el haber conocido a
cuatro cinéfilos profesionales sumamente cultos y muy activos, que
vivían en diferentes partes del mundo, habían nacido alrededor de
1960 y tenían gustos cinematográficos muy similares, gustos que no
eran los míos. El hecho de que ninguno de vosotros os conocierais
(salvo Kent Jones en Nueva York y Alex Horwath en Viena) fue lo
que más me intrigó, porque a los cuatro, incluida Nicole Brenez en
París, os interesaba el mismo grupo de directores de cine. ¿Cuáles
eran las circunstancias generacionales de esta unión inconsciente

25
entre desconocidos, que atravesaba tantas fronteras nacionales y
lingüísticas? Esto es lo que yo quería investigar en nuestro diálogo
y, por razones prácticas, se acabó convirtiendo en una serie de car-
tas, que pedí a los editores de la revista francesa Trafic que consi-
deraran para su publicación. El hecho de que Trafic (fundada por
el difunto Serge Daney, que me invitó a ser uno de los primeros
colaboradores) fuese ya muy internacional, el que se basara en la
cinefilia y estuviese a favor de formas de expresión muy personales,
tales como diarios y cartas, la convirtieron en una elección obvia.
Además, el hecho de que estas cartas provocaran discusiones
incluso en otros países, como Holanda e Italia, en las que estaban
involucrados cinéfilos más jóvenes que vosotros cuatro, sugería un
desarrollo en cierto modo diferente del proyecto inicial: una explo-
ración de lo que los cinéfilos (y, en algunos casos, los cineastas) en
todo el mundo tienen en común y lo que pueden generar, impulsar
e investigar al unirse de maneras distintas. A pesar de que comen-
cé queriendo explorar el fenómeno de una cierta simultaneidad
«global» inconsciente, que encontré no sólo en los gustos de deter-
minados cinéfilos remotos, sino también en los estilos y temas de
ciertos directores alejados entre sí (lo que se convirtió en mi punto
de partida en el capítulo quinto, comparando a Yasuzo Masumura
con varios directores norteamericanos), los intercambios interna-
cionales y las colaboraciones que tuvieron lugar a continuación son
ejemplos de simultaneidad deseada y deliberada. En otras palabras,
el reconocimiento de intereses comunes, lo que incluye hacer de-
terminadas películas y posturas críticas más accesibles y mejor co-
nocidas. Una forma de ampliar la gama de alternativas.
El resto de este libro sigue más o menos ese desarrollo, paso a
paso. Algunos de los capítulos iniciales, como las conversaciones
con Abbas Kiarostami en Chicago en 1998 y con Shigehiko Hasumi
en Tokio en 1999, seguidas del intercambio de varios correos elec-
trónicos entre otras personas a lo largo de los tres años siguientes,
se elaboraron específicamente para el libro, mientras que otros, co-
mo el ensayo de Kent sobre Tsai Ming-liang, artículos míos sobre el
Festival de Cine de Róterdam y The Circle [El círculo], así como tus
propias reflexiones sobre musicales internacionales, se pusieron en
marcha independientemente del libro, pero finalmente se convier-
ten en integrantes del mismo al sugerir caminos nuevos, aunque
relacionados, por los que proseguir.

26
AM: Por supuesto, algunos de los capítulos se desarrollaron al mis-
mo tiempo, pero su orden, principalmente cronológico, refleja el
proceso general a través del cual este libro se fue definiendo a sí
mismo, una especie de narrativa en curso que en ocasiones nos lle-
vaba en direcciones impredecibles, y que se vio influida por suce-
sos contemporáneos, desde el ataque al World Trade Center a la
muerte de Raymond Durgnat. Todo esto culminó en una segunda
serie de cartas, cinco años después de la primera, provocada por la
invitación de Quintín, un crítico de cine y director del Festival de
Buenos Aires. Así que existe una cierta ampliación de la difusión
geográfica, y también un desarrollo cronológico que se reflejan en
la estructura del libro.
De este modo, lo que comenzó como tu investigación de un
fenómeno generacional fascinante se convirtió en otra cosa, una
reflexión colectiva más amplia sobre los muchos tipos de «muta-
ción» que afectan al cine y a la cultura cinematográfica hoy en
día. Vamos a comenzar con la mutación tecnológica que aparece
en el primer capítulo: esta cosa misteriosa popularmente llamada
«cine digital», que lleva consigo una nueva definición de la imagen
fílmica.

JR: Daney fue el primero en plantear este tema a principios de los


noventa. Para él, el cine que una vez conocimos se basaba en el
registro fotográfico del mundo, una noción a la que tenía cariño
su mentor, André Bazin, perteneciente a una generación anterior.
Pero con la imagen digital podemos simular el mundo, pintar la
imagen. Así que, ¿qué significa esto para nuestra fe y creencia cuasi
religiosas en el cine? Por otra parte, nos encontramos con algo pa-
recido a la reinvención del neorrealismo italiano en el nuevo cine
iraní y en algunos de los conceptos del cine Dogma, de manera que
no es que las ideas de Bazin sobre la realidad estén completamente
pasadas de moda. Todavía existe una cierta permanencia de la idea
de Bazin como un tipo de humanismo. Quiero decir, ¿para qué era
el cine, según Bazin? Era una forma de que el mundo permanecie-
ra en contacto consigo mismo, y claramente eso sigue siendo un
asunto a debatir hoy en día, incluso de forma urgente cuando nos
enfrentamos con las consecuencias, por ejemplo, del aislacionismo
norteamericano.

27
AM: El aislacionismo es lo opuesto al otro tipo de mutación que
este libro persigue: el trazado de un mapa cambiante del cine mun-
dial y cómo nuestras percepciones y consideraciones al respecto
deben mantener la paz con esa transformación. El cine de Asia y
Oriente Próximo ha adoptado durante la pasada década una pro-
minencia en la cultura cinematográfica mundial inimaginable hace
veinte años. Muchos de nosotros nos encontramos todavía lejos de
conocer la amplitud o profundidad de la producción y el pensa-
miento cinematográfico en la mayoría de países del mundo. Pero
los antiguos prejuicios y suposiciones están cediendo el paso. Este
libro examina a un número de «maestros» de este nuevo mapa del
cine mundial, como Kiarostami, Hou y Tsai, lo cual quizá cons-
tituye una forma de proceder anticuada y «de autor», pero que
resulta absolutamente necesaria cuando al abrir la última edición
de The New Biographical Dictionary of Film de David Thomson, aún
se lee la queja, mal informada, de que «quedan ahora tan pocos
maestros»1.

JR: Sí, resulta alarmante cómo se valora a determinados críticos


precisamente por su capacidad para mantener cerradas ciertas
puertas, haciendo que sus colegas más perezosos funcionen de for-
ma mucho más fácil; lo que inevitablemente da lugar a mutaciones
en la misma crítica cinematográfica, en los modos de escribir, de
publicar y en el estado de ánimo o en la forma de ser que denomi-
namos cinefilia. Durante el periodo en el que hemos trabajado en
este libro, han aparecido varias revistas que tienen una relevancia
explícita para nuestra tarea: la revista en internet, con sede en Mel-
bourne, Senses of Cinema, en la que estuviste involucrado durante
sus primeros dos años y medio; Cinema Scope, de Mark Peranson y
publicada en Toronto, la cual empezó poco después de la anterior;
y ahora Rouge, otra publicación internacional en internet, que estás
ayudando a fundar y editar, y que se lanzará en 2003. Y hay ahora
al menos una docena de nuevas publicaciones en Francia, como
Balthazar y Exploding, que exploran nuevos métodos de análisis
(como la crítica «figurativa») y establecen conexiones interesantes
entre, digamos, películas de terror «malas» y los experimentos de
vanguardia más radicales. Todas estas nuevas publicaciones han

1
Thomson, David, The New Biographical Dictionary of Film, Nueva York, Knopf, 2002, p. 22.

28
propiciado un contexto abiertamente intelectual, en vez de satisfa-
cer la posición anti-intelectual de la mayor parte de la cultura «fan»
de hoy en día, y hemos intentado dar fe de este compromiso en el
libro.

AM: A mí me llama mucho la atención cómo estas revistas (pode-


mos citar también El amante y Otrocampo en Argentina, Schnitt en
Alemania y De Filmkrant en Holanda) tienen todas algún tipo de pá-
gina web, incluso sin ser principalmente revistas de internet. Y to-
das han sido creadas por personas que tienen auténtica curiosidad
por las cosas que ocurren en otros países. Así que, por primera vez
según mi experiencia, estamos logrando un sentido auténtico de
internacionalismo en representaciones tan humildes de la cultura
cinematográfica como las pequeñas publicaciones, que ya no se ven
limitadas por la cultura cinematográfica en la que se encuentran, y
que toman parte en el esfuerzo por compartir el conocimiento a
través de otros países. Otrocampo y Senses of Cinema, por ejemplo,
han adoptado la política de publicar artículos en sus idiomas origi-
nales, siempre que sea posible, acompañados de su traducción al
inglés.

JR: Lo que resulta interesante es que cada revista parece tener pues-
to un pie en su propia cultura nacional y el otro en un nuevo espa-
cio compartido, internacional; el tipo de espacio donde, por ejem-
plo, gracias a los reproductores multirregionales de DVD, puedes
comprar fácilmente películas en otras partes del mundo en vez de
esperar a que lleguen a los cines locales. Es una comunidad en cre-
cimiento que realmente me interesa, en parte porque me recuerda
a la comunidad cinematográfica que vi formarse entre Nueva York,
Los Ángeles, Londres, París y Roma durante los primeros años se-
senta; y soy ya una persona lo suficientemente chapada a la antigua
como para sentir nostalgia de aquellos lazos. La amistad entre de-
terminados directores de la nouvelle vague proporcionó un modelo
para esa estrategia de capacitación mutua. Y en Nueva York, donde
yo vivía en aquel momento, la comunidad era lo suficientemente
nueva como para ser realmente plural, por lo que te podías encon-
trar a Stan Brakhage, Manny Farber, Pauline Kaen, Jonas Mekas,
Andrew Sarris, Jack Smith y Parker Tyler escribiendo todos en los
mismos números de Film Culture. Y poco después hubo un intento

29
efímero por sacar la edición en inglés de Cahiers du cinéma, algo que
se ha hecho más recientemente en países como Japón.

AM: Y con la comunidad viene el diálogo, el debate. Ésa es la razón


por la cual gran parte de este libro toma la forma de diálogos, cartas
o intercambios de correos electrónicos. Todas estas clases de escri-
tura colectiva pueden dar lugar a una manera diferente de hablar y
pensar sobre los objetos cinematográficos. Se mezclan los modos
y los tonos, hay digresiones, se valora la voz personal. Pero nuestro
objetivo no es meramente personal, ¿no es así?

JR: A menudo digo que una de las funciones clave de la crítica ci-
nematográfica es, o debería ser, la información, y uno de los impe-
dimentos de Occidente para acceder a cierto tipo de información
sobre el cine es la escisión radical de la cultura cinematográfica,
provocada por el desarrollo del estudio académico del cine. Consi-
dero que lo que causó una enorme desviación en este estudio fue
el modo en que las llamadas ciencias sociales se apoderaron de él,
convirtiendo al arte mismo en un concepto sospechoso, como Gil-
berto Pérez ha señalado, por lo menos en las vertientes académi-
cas anglosajonas2. Y a causa de su base institucional, esta orienta-
ción empezó también a evitar determinadas ideas políticas, pese a
que en algunos casos pudiera parecer lo contrario. Aun así, resulta
igualmente reprensible que la corriente crítica dominante ignore
a la academia, una actitud no menos estrecha de miras.
Me inquieta mucho una cuestión que concierne tanto a la aca-
demia como a la crítica dominante, la disponibilidad: cuándo están
disponibles las películas, o si permanecen inaccesibles, donde quie-
ra que uno se encuentre. Éste es un asunto que siempre se da y es
particularmente grave en Estados Unidos. Creo que, generalmen-
te, allá donde haya un conjunto de cinéfilos que se conocen entre
sí a través de los diferentes grupos de una comunidad cinemato-
gráfica, este problema se da en menor medida. Pero yo diría que,
por ejemplo, en un lugar como Nueva York o incluso Los Ángeles,
donde tienes grupos completamente autónomos compuestos de
estudiosos académicos del cine, gente de la industria y periodistas,

2
Pérez, Gilberto, The Material Ghost: Film and Their Medium, Baltimore, Johns Hopkins Uni-
versity Press, 1998.

30
se trata de un gran problema. Se pierde mucho tiempo porque la
gente duplica el mismo trabajo, la misma investigación, discuten los
mismos temas pero por separado, cuando podría haber una pues-
ta en conjunto de todo esto. En realidad no existe nada que pudiera
denominarse una única comunidad cinematográfica.

AM: Mutaciones del cine contemporáneo es, entonces, nuestra forma


de mostrar cómo podría formarse una comunidad semejante, a
través de lo que este libro lleva a cabo: compartir información y
reflexionar en común. Sin embargo, hay aquí una trampa, que es
la clásica dominación imperialista: tomar una película asiática (por
ejemplo), extraerla de su contexto específico, nacional y cultural,
fantasear sobre ella, traerla a Occidente y escribir una crítica sobre
ella. Nuestra esperanza es que, a través de las colaboraciones que
pongamos en marcha, podamos ir más allá de ese tipo de miopía
hacia un entendimiento intercultural. Pero también tratamos de
permanecer abiertos a las emocionantes oportunidades que pue-
den surgir de no permanecer siempre atados a lo «culturalmente
específico»: siempre que podemos, intentamos lograr ciertos cono-
cimientos de nuestras propias circunstancias, en el proceso que Bé-
rénice Reynaud ha denominado la utilización del espejo de otra cul-
tura para lograr el «efecto de extrañamiento».

JR: Mi interpretación inicial del cine taiwanés era como la expresión


de una cierta crisis existencial de Taiwán con respecto a la historia,
lo que resultaba instructivo por sus similitudes y diferencias respecto
a determinadas cuestiones sobre la identidad norteamericana. Pero
ése debería ser sólo el primer paso. Tal y como señalé en mi con-
versación con Hasumi, hay un rasgo norteamericano desagradable
que consiste en considerar interesantes otras culturas sólo si repiten
o imitan a la estadounidense, y sospecho que versiones alternativas
de este rasgo pueden encontrarse (digamos) en Francia, Inglaterra y
China. Por otra parte, en mi aprendizaje sobre Irán ha tenido gran
protagonismo la enseñanza de Mehrnaz Saeed-Vafa sobre cómo
Bresson podía hablar directamente de la experiencia del Irán pos-
revolucionario, no solamente en Un condamné à mort s’est échappé ou
Le vent souffle où il veut [Un condenado a muerte se ha escapado] (1956),
que trata directamente de la Ocupación Francesa y la Resistencia, sino
de forma más general a través de la idea de almas escondiéndose.

31
Lo que intento decir es que las identidades nacionales son, en
general, útiles y las discusiones que las abordan pueden resultar inte-
resantes en un primer momento; pero al final acaban por convertir-
se en un estorbo, ya que se vuelven obsoletas. Es decir, obviamen-
te somos de donde somos cuando estamos en internet debido al
bagaje cultural que llevamos con nosotros, pero en otros aspectos
intuimos la ausencia virtual del Estado, el sentimiento de que todos
somos ciudadanos del mundo (lo cual George W. parece empeña-
do en negar). Está desarrollándose una nueva cultura internacional
a partir de esta percepción compartida y de algunas de las distin-
tas formas de capacitación que puede acarrear. Esto forma parte
de lo que hace tan apasionante la obra de Naomi Klein, No logo3,
traducida ya a varios idiomas, y creo que resulta significativo que
haya sido escrita por una canadiense. Los países más grandes son
normalmente los últimos en darse cuenta de lo que está pasando,
y de que cuanto más tiempo sigan las multinacionales haciendo lo
mismo en todo el mundo, más tendrá en común la gente de todo el
mundo, así como una razón para unir fuerzas. Me gusta pensar que
la reacción en cadena de la plaza de Tiananmen en 1989 entre los
hablantes de chino alrededor del planeta fue un arrebato de energía
que fue posible y se hizo manifiesta gracias al fax, y que la organi-
zación World Trade Organization, que se levantó una década después
en Seattle, se había gestado en gran parte a través de internet. Las
posibilidades son, de hecho, ilimitadas y en este momento apenas
han sido exploradas.

AM: Tal y como Ray Durgnat ha escrito, se aplican las «exenciones


de responsabilidad» habituales: este libro ofrece su propio mapa de
una cultura fílmica cambiante, pero no pretende ser exhaustivo ni
ejercer una autoridad mayor. Es más bien una muestra ampliada,
un «rizoma» de los diferentes tipos de investigaciones y conexiones
que pueden llevarse a cabo hoy en día.

JR: Algunas de las partes de este libro se plantearon en un momen-


to u otro pero nunca se materializaron. Son las discusiones con el
director de cine Richard Linklater sobre su largo trabajo con la Aus-
tin Film Society; con Edward Yang sobre cómo los espectadores

3
Klein, Naomi, No logo: el poder de las marcas, Barcelona, Paidós, 2009.

32
asiáticos interpretan las películas occidentales recientes y, a la inver-
sa, cómo los occidentales interpretan las últimas películas asiáticas;
y una conversación entre dos historiadores de cine, el francés Ber-
nard Eisenschitz y el ruso Naum Kleiman, sobre películas soviéti-
cas censuradas. Es de gran importancia resaltar que gran parte del
material de este libro está concebido como un trabajo en pleno de-
sarrollo. Puede y debe ampliarse más allá de los parámetros de un
único proyecto o publicación.

Entre Melbourne y Chicago, diciembre de 2002

33
agradecimientos
Nuestro agradecimiento a: Grant McDonald y Helen Bandis, por su ayuda
sin límites con el manuscrito. Por la ayuda con la investigación Masumu-
ra, a Chika Kinoshita, Mikiro Kato, The Japan Foundation, Tokyo’s Na-
tional Film Centre, Pacific Film Archives, Bernard Einsenschitz y Adriano
Apra. Por su trabajo en Movie Mutations. Cartas de cine, a Flavia de la Fuen-
te, Marta Álvarez, Lisandro A. de la Fuente, Gabriela Ventureira y Javier
Porta Fouz. Y a Quintín, Lynne Kirby, Muhammed Pakshir y Bérénice
Reynaud.

34
Mutaciones del cine contemporáneo
Cartas de (y para) algunos hijos de los años sesenta
Jonathan Rosenbaum, Adrian Martin, Kent Jones,
Alexander Horwath, Nicole Brenez y Raymond Bellour

Chicago, 7 de abril de 1997

Querido Adrian:

Ha pasado casi un año desde que escribí en Trafic sobre «el gusto
de una generación de cinéfilos en particular: un conciliábulo in-
ternacional e inconsciente de, sobre todo, críticos, profesores y pro-
gramadores, todos ellos nacidos alrededor de 1960, todos con una
especial pasión por la investigación (tanto bibliográfica como cine-
matográfica), y, (aquí está lo que quizá más los distingue) una fas-
cinación por la corporalidad de los actores vinculada a un interés
especial por las películas de John Cassavetes y Philippe Garrel (así
como Jacques Rivette y Maurice Pialat)»1. Yo nombraba a cuatro
miembros de esta generación: Nicole Brenez (Francia), Alexander
Horwath (Austria), Kent Jones (EE UU) y tú, Adrian Martin (Aus-
tralia). A cada uno de vosotros, debo añadir, lo conocí por separa-
do, al principio por correspondencia (salvo a Kent), aunque Kent y
Alex ya se conocían. Me alegra decir que ahora los cuatro ya os co-
nocéis, bien por carta o bien en persona, lo cual ha generado múl-
tiples oportunidades para poner a prueba mi hipótesis y, más aún,
ampliarla, pulirla, modificarla y entenderla mejor. He observado,

1
Rosenbaum, Jonathan, «Comparaisons à Cannes», Trafic, n. 19, 1996, p. 11.

35
por ejemplo, otro entusiasmo común a la mayoría o a todos vo-
sotros, que comienza con Jean Eustache, Monte Hellman y Abel
Ferrara. Y diferencias que normalmente están relacionadas con tu
(y mi) distinta nacionalidad: Kent y yo somos más indiferentes a
Brian De Palma que el resto de vosotros, y Nicole es la única entre
nosotros cinco que no se ha entusiasmado por el reciente trabajo
de Olivier Assayas.
Lo que más me fascina de esta «agrupación» de la que hablaba
antes (Nicole se opone al uso del término «conciliábulo» por sus
connotaciones de derechas) es cómo llegó a formarse. Después de
todo, el principal mensaje que alguien de mi generación (nacido en
1943) escucha casi diariamente es que la cinefilia, tal y como la co-
nocemos, está desapareciendo; es decir, la cinefilia que arraigó en
la nouvelle vague más o menos al mismo tiempo que vosotros cuatro
nacíais. Especialmente en la prensa norteamericana mayoritaria, los
artículos de (entre otros) Susan Sontag, David Thomson y David
Denby sobre la «muerte del cine» y/o la cinefilia se han convertido
en moneda corriente; una postura desde luego fácil de sostener en
un país donde todavía no se ha distribuido adecuadamente ni una
sola película de Hou Hsiao-hsien, Edward Yang, Abbas Kiarostami
o Mohsen Makhmalbaf, y donde las películas europeas (y en al-
gunos casos norteamericanas) más importantes (como Dead Man
[1995] y Les voleurs [Los ladrones] [1996]) tan sólo son reconocidas
normalmente en la prensa alternativa o underground.
Aunque está claro que mis gustos no coinciden con los tuyos,
aun así creo que tu generación ha sido, desde los años setenta, la
primera en rebelarse contra esa amnesia que atenta contra el cine y
contra la crítica y que, en última instancia, afecta a casi todos los de-
más, lo que hace que me resulte relativamente fácil comunicarme
con todos vosotros. Me recuerda a una novela estupenda de 1936
de mi escritor de ciencia ficción favorito, Olaf Stapledon, Odd John
[Juan Raro], sobre un grupo de mutantes sobrehumanos repartidos
por todo el mundo que poco a poco van conociéndose, y lo hacen
en secreto, por supuesto, porque el reconocimiento público de sus
talentos extraordinarios asustaría a la mayoría de la gente y sería
una amenaza para las instituciones existentes.
Lo que a mí me parece peligroso de vuestra sensibilidad colecti-
va (si se puede describir como tal) es la familiaridad con los paradig-
mas y principales teorías del pasado, combinada con una voluntad

36
de actualizarlas y cambiarlas de acuerdo a las necesidades actuales.
Durante demasiado tiempo, los espectadores de la generación de
Sontag y mía han sostenido que si no estabas aquí en los sesenta,
cuando Jean-Luc Godard, Michelangelo Antonioni y otros estaban
cambiando la cara del cine, no se puede esperar que entiendas en
qué consiste la técnica del morphing2 (lo que el cambio de un píxel
significa como acontecimiento en la pantalla), por lo que no se
puede esperar que entiendas la relevancia (o irrelevancia) actual de
las teorías de André Bazin sobre el plano-secuencia y la profundi-
dad de campo. Es más, si uno es incapaz de comprender el aspecto
cambiante de la comercialidad cinematográfica a partir de la era de
Bazin (un asunto que reúne elementos tan dispares como la finan-
ciación estatal, la propiedad corporativa, el cine en casa y la publi-
cidad) será imposible que comprenda la estética cinematográfica
actual y la formación de sus cánones.
Para que luego se hable de la necesidad de nuevos paradigmas
y modelos teóricos. ¿Pero cuáles eran las necesidades específicas
de vuestra generación que dieron lugar a una rama de la cinefilia
en particular? Tal y como tú señalaste cuando hablamos de esto en
Melbourne, el año pasado, el atractivo explícito del minimalismo,
tal como se puso en evidencia en películas de Garrel y Chantal Aker-
man y en La maman et la putain [La madre y la puta] (1973) de Eus-
tache, fue una respuesta histórica a un cierto exceso de referencias
intertextuales surgidas de la nouvelle vague. Entonces el sentido de
cada texto era hasta cierto punto una antología de remisiones a tex-
tos previos, un palimpsesto de historia del cine que, a partir de un
punto determinado, se volvía tan codificado en su propio proceso
textual que se hacía deseable una simplificación de temas y afectos.
Y, como tú has señalado, esta simplificación adoptaba diferentes for-
mas: Cassavetes, al salirse del habitual proceso de relación intertex-
tual, estaba inyectando en el cine una versión nueva de vida «pura»
y experiencia vivida, y lo mismo estaba haciendo Garrel de una
forma distinta. Akerman, cuyo minimalismo se derivaba en parte
de la pintura, estaba sacudiéndose las telarañas de una manera dis-
tinta aunque afín, y Hellman, que puede que haya tomado alguna
de sus ideas del teatro de Samuel Beckett, tenía su propia manera

2
Morphing es un efecto especial utilizado para modificar el rostro de la persona que aparece
en pantalla hasta transformarlo en el de otra distinta (N. de la T.).

37
de agotar significados pasados de moda. Este proceso puede quizá
verse más claramente en La maman et la putain, en la que Eustache
tomó deliberadamente algunos de los emblemas más queridos de
la nouvelle vague ( Jean-Pierre Léaud, largas conversaciones en cafés
de la Rive Gauche, aforismos literarios, cinematografía en blanco y
negro) y mostró su desencanto porque ya no se pudieran defender
o sostener las ideas utópicas de amor y libertad propias de aquella
época; cómo, de hecho, se habían convertido en un disfraz seguro y
una tabla de contención de la desesperación. El hecho de que esto
también implicara un cierto derrotismo y conservadurismo, en el
que la «necesidad» católico-burguesa se convierte implícitamente
en una especie de verdad biológica, sobre todo en el largo y lloroso
monólogo de Françoise Lebrun, constituyó para mí la limitación
de esta propuesta.
Una ilustración aún más clara de lo que le estaba ocurriendo
al cine en este periodo puede encontrarse siguiendo la carrera de
Jacques Rivette a principios de los años setenta. Intenta cruzar
de dos formas distintas la misma frontera: la primera vez en Out 1,
Noli me tangere (tanto en su versión de 1971 como en la de 1972),
quedándose más o menos a medio camino; la segunda entre Céline
et Julie vont en bateau [Céline y Julie van en barco] (1974) y Duelle [Dua-
lidades] (1976). Soy consciente de que tú no has podido ver ningu-
na de estas películas, salvo Céline et Julie (tales son los caprichos de
la distribución australiana, por no mencionar la distribución de la
obra de Rivette en general), así que espero que puedas soportar mi
interpretación, en cierto modo abstracta, de lo que ocurrió, lo que
en ambos casos implicó un vaciado de significado. Es un proceso so-
bre el cual Roland Barthes discutió con Rivette y Michel Delahaye
muchos años antes: «Las mejores películas [para mí] son aquellas
que ocultan mejor su significado. La suspensión del significado es
una tarea extremadamente difícil que requiere al mismo tiempo una
técnica magnífica y una lealtad intelectual absoluta»3.
El modelo de Barthes para esta delicada operación era El ángel ex-
terminador (1962) de Luis Buñuel. Sin embargo, a mí me parece que
se puede encontrar un ejemplo aún más claro una década después
en la narrativa magistral de Out 1, que comienza acumulando todo

3
Barthes, Roland, Le grain de la voix: entretiens 1962-1980, París, Ed. du Seuil, 1981. En un
principio la entrevista apareció en Cahiers du cinéma, n. 147, septiembre de 1963.

38
tipo de significados; significados relacionados con conspiración, tea-
tro, con toda clase de interacciones e intercambios humanos (im-
plícitamente incluyendo la acumulación de significados en torno a
sueños como los de la nouvelle vague, los de la contracultura y los de
Mayo del 68; en resumen, los sueños utópicos de los sesenta sobre
el esfuerzo colectivo) y luego filma inexorable el agotamiento de
esos significados y conexiones, la fragmentación gradual de la mis-
ma idea de colectividad hasta la soledad, en puzles insolubles, la pa-
ranoia, locura. A lo mejor se trata solamente de otra versión de la
dialéctica que Rivette experimenta (como muchos otros cineastas)
entre la aventura colectiva de rodar y la actividad más solitaria del
montaje, pero en este caso proporciona un modelo mítico y formal
para el Zeitgeist artístico y político de los propios años sesenta y se-
tenta, por lo menos en aquel rincón del mundo en concreto.
A través de Céline et Julie vont en bateau y Duelle se atraviesa una
frontera semejante. La primera de estas películas representa para mí
un florecimiento final (¿o es el último suspiro?) del aspecto referen-
cial de la nouvelle vague, aspecto en el que se ve más claramente la ca-
rrera previa de Rivette como crítico cinematográfico: una explosión
de referencias a musicales de Hollywood, seriales de Louis Feuillade,
thrillers de Alfred Hitchcock, otras películas de la nouvelle vague,
etc. Todas estas referencias podían relacionarse con ciertas locali-
zaciones, actrices y actores, estados de ánimo cotidianos y detalles,
realzándolos. Pero en Duelle, que puede que tenga la misma canti-
dad de alusiones a otras películas (especialmente del cine negro de
Hollywood como The Seventh Victim [La séptima víctima] [1943], The
Big Sleep [El sueño eterno] [1946], The Lady from Shanghai [La dama de
Shanghai] [1948] y Kiss Me Deadly [El beso mortal] [1955], pero tam-
bién a fantasías de Jean Cocteau y Georges Franju), las referencias
ya no están vinculadas de la misma manera con la realidad mate-
rial. El mundo de los personajes parece petrificado, como puesto
en una vitrina, desvinculado de las localizaciones naturales y hasta
cierto punto también de los actores y actrices; un mundo privado y
más obsesivo, poblado más por los cuerpos de los actores que por
sus rostros o almas.
Esto es, en todo caso, una versión de lo que ocurrió entre la
nouvelle vague y el periodo posterior: la versión de alguien diecisie-
te años mayor que tú que tiene la tendencia a ver la nouvelle vague
como una especie de melancólica hacienda familiar que ha sido

39
nivelada para levantar otra planta más. Pero existen otras, y estoy
seguro que más fructíferas, formas de ver esta evolución. Estoy de-
seando escuchar la tuya.

Tu amigo,
Jonathan

Melbourne, 30 de junio de 1997

Queridos Jonathan y Kent:

Aunque técnicamente es cierto que soy hijo de los años sesenta


(nacido el 16 de septiembre de 1959, el día después de que Godard
finalizara el rodaje de À bout de souffle [Al final de la escapada]), no
tengo la misma relación mágica con el cine de esa época que tie-
nen Jonathan y otros de su generación. Como un niño que creció
en los años sesenta (que es una forma más mundana de describir
la situación), mi recuerdo más intenso del cine de los años sesenta
mientras éste se desarrollaba fue el soñar, con una claridad perfecta
y con todo detalle, cuando tenía siete años, varias escenas de Planet
of the Apes [El Planeta de los Simios] (1968) muchos meses antes de
que supiera siquiera que dicha película existía.
En realidad, hoy en día, mi relación con los sesenta tiene su
imagen perfecta en el sueño o mito de aquella década que creo
que anima Irma Vep (1996) de Assayas: una amalgama de vestigios
culturales, Franju y Serge Gainsbourg y Chris Marker y la nouvelle
vague, vista a través de un filtro velado de nostalgia y fascinación
desde nuestro presente confuso y desesperado. En cuanto a las afi-
ciones que me colocan junto a mis hermanos y mi hermana en
este conciliábulo que nos traemos entre manos, puedo determinar
más sinceramente ese momento de ruptura y auto-identificación
en una etapa concreta de los años setenta. Es el tiempo en que las
grandes teorías estaban en pleno apogeo: Louis Althusser, Jacques
Lacan, la semiótica fílmica de Christian Meltz, Stephen Heath y la

40
pandilla británica de la revista Screen, los análisis feministas en los
primeros números de Camera Obscura en Estados Unidos, el «nuevo
cine sonoro» de Wollen y Mulvey o películas de ensayo obedien-
temente interpretadas (y enseñadas) de acuerdo a la plantilla de la
teoría. Además de las distintas avanzadas australianas de este mo-
vimiento amplio, difuso pero poderosamente influyente. Recuerdo
esta época como la de las duras palabras, de sectas intelectuales ra-
dicalmente exclusivistas, de la «necesaria destrucción del placer» y
el neo-puritanismo, de la corrección política antes de su tiempo y el
anti-humanismo, de signos y significados, plantillas interpretativas
y santos griales vanguardistas.
Si ahora caricaturizo este movimiento para poder ponerlo por
escrito, en aquel entonces lo satirizaba aún con más rabia a través
de la fuerza pura de mi pasión airada, cabreada. Los setenta, al
menos en este circuito que tuve que aguantar en las universida-
des, no eran ni el tiempo ni el lugar para un cinéfilo iluminado
como yo. Tampoco era el tiempo para ninguna clase de poesía
o lirismo o simplemente diversión ni en el cine ni en la escritura
crítica; había un trabajo programático que realizar. Cuando yo
era joven e impresionable, escribí también brevemente bajo la in-
fluencia de la teoría, hasta el día que un amable y sabio amigo
me dijo: «Adrian, ¿por qué no escribes tus artículos de la misma
forma que escribes tus cartas?». Y eso es lo que, en cierto sentido,
he intentado hacer desde entonces: escribir cartas de amor al cine,
si recordamos incluir en nuestra hipotética definición de amor a
todo tipo de pasión y necesidad y exasperación y exigencia rigu-
rosa y crítica.
Me gusta el modo en que el estudio de Nicole Brenez, «The
Ultimate Journey: Remarks on Contemporary Theory» [El Viaje
Final: Comentarios sobre la Teoría Contemporánea], esquiva edu-
cadamente todo este desagradable legado de los años setenta y
comienza su historia con los movimientos intelectuales más libres
y creativos de los ochenta: para ella, esto significa Gilles Deleuze,
Serge Daney, Jean Louis Schefer… y también algunas viejas glorias,
hábilmente desenterradas, reinterpretadas, traducidas e insertadas
en el tiempo presente, como Vachel Lindsay4. Desde mi particular

4
Brenez, Nicole, «The Ultimate Journey: Remarks on Contemporary Theory», Screening the
Past, n. 2, 1997. http://www.latrobe.edu.au/screeningthepast/reruns/brenez.html.

41
rincón del mundo, sentí la necesidad de seguir un trazado similar:
unir a Manny Farber, Raymond Durgnat y otros del pasado con
viajeros paradigmáticos del presente como Bill Routt y Stanley
Cavell.
Pero fue el propio cine el que guió mi camino desde principios
hasta mediados de los ochenta. Es difícil recuperar, describir ade-
cuadamente, la abrumadora impresión que supusieron hechos ci-
nematográficos fundamentales de aquel tiempo como Sans soleil
[Sin sol] (1983) de Marker, Der Stand der Dinge [El estado de las co-
sas] (1982) de Wim Wenders, Passion [Pasión] (1982) de Godard,
Toute une nuit [Una noche entera] (1982) de Akerman y L’hypothèse
du tableau volé [La hipótesis del cuadro robado] (1978) de Raúl Ruiz.
De pronto estaban ahí las películas que se movían justo fuera de
los mapas teóricos de los setenta: películas libres, líricas, tiernas,
poéticas, pero también duras, salvajes, crueles, perversas, a veces
violentas; películas que eran diagramas abiertos, sin vergüenza de
unir fragmentos puros de experiencia humana (o humanista) con
los experimentos más rigurosos o exhaustivos con la forma. Estos
descubrimientos conllevaron también un giro histórico enriquece-
dor: de pronto mis amigos y yo estábamos viendo de nuevo las
películas de Jean Vigo, Humphrey Jennings y especialmente a esa
figura única pre-nouvelle vague, Jean Rouch.
Más tarde, mi amor por un cine sin límites, por el ideal de una
forma de cine verdaderamente abierta, global y sobre todo impu-
ra, se cristalizó en mis descubrimientos personales de Cassavetes
y Garrel: considero las únicas proyecciones en mi ciudad natal de
Melbourne de Love Streams [Corrientes de amor] (1984) en 1985 y Les
baisers de secours [Besos de emergencia] (1989) en 1994 como escenas
clave en mi vida de cinéfilo. Cassavetes y Garrel representan un tipo
de extremismo que me encanta y aprecio en el cine: una especie de
arte povera centrado en las fluctuaciones mínimas de la vida íntima,
en la efervescencia del estado de ánimo y la emoción, y la inestabili-
dad de todo significado vivido. Un cine que es una especie de hecho
documental en el que las energías de la representación corporal, del
gesto y la expresión y el movimiento, chocan de cualquier manera,
de forma no siempre prevista o proscrita, con el trabajo dinámico,
formal, figurativo, de rodar, encuadrar, montar, grabar el sonido.
Un cine abierto a la energía e intensidad de la vida, y continuamen-
te transformado por ellas.

42
Siempre he buscado en el cine una energía e intensidad que afir-
men y den realce a la vida. Pero soy consciente de que las energías
que me gustan, las que me alimentan, no vienen en una única for-
ma, ni de una sola fuente. El arte povera de Cassavetes y Garrel me
proporciona una intensidad callada, clara, minimalista. Pero obten-
go un tipo diferente de energía, no menos necesaria para la super-
vivencia del alma, de un cine absolutamente comercial, un cine de
espectáculo menospreciado todavía hoy por tantos con una incli-
nación ligeramente situacionista. Me refiero a un tipo de cine po-
pular que incluye Mission: Impossible [Misión imposible] (1996) de De
Palma, las películas de Tim Burton, Gremlins 2 (1990) de Joe Dante;
películas parecidas a veces a los dibujos animados, extremadamente
artificiales y alteradas tecnológicamente, sin la más mínima reivin-
dicación de ser el lenguaje cinematográfico del futuro. He cultiva-
do mi particular y, en cierta forma, gusto menor (en el sentido de
la idea de Deleuze y Guattari de una literatura menor, modesta)
dentro del ámbito del cine popular contemporáneo; un gusto por
las películas adolescentes, desde Ferris Bueller’s Day Off [El día de pe-
llas de Ferris Bueller] (1986) hasta Romy and Michele’s High School Re-
union (1997), películas que consisten totalmente en citas populares,
clichés y estereotipos, pero que están dotadas de la voluntad y el
ingenio necesarios para dar vida a estos símbolos, combinarlos y
reanimarlos y revolverlos a un ritmo vertiginoso.
Jonathan habla de cómo el cinema povera, tan querido para no-
sotros, los hijos de los sesenta, llega como una especie de reacción
o correctivo de un legado de la nouvelle vague sobresaturado de re-
ferencias cinematográficas y culturales. Pero el cine íntimo, mini-
malista, que yo aprecio está realmente sólo en un interregno, o un
intersticio, dentro de una historia fílmica que reencuentra su in-
clinación referencial, auto-reflexiva, referencial de verdad en la era
posmoderna; lo cual también empieza, creo, a principios de los
ochenta. Todos los géneros y subgéneros en proliferación del cine
popular son parte de este movimiento, como también lo son al-
gunos éxitos de taquilla posmodernos como Brazil (1985) y Blade
Runner (1982), y también películas de cine de autor posmodernas
sobre «identidades como simulacros en un mundo desquiciado y
confuso», empezando por Paris, Texas (1984) y Diva (1982). Algunos
importantes directores actuales, como Assayas y Léos Carax, en-
cuentran sus ricas y distintivas formas híbridas al cruzar elementos

43
del enérgico estilo norteamericano (el estilo de Francis Ford Cop-
pola o Martin Scorsese) con los elementos miniaturistas y minima-
listas de Garrel o Hellman.
Creo que soy más o menos producto de lo que fue denomina-
do a finales de los setenta (por Louis Skorecki) la nueva cinefilia.
En realidad, las primeras preocupaciones por una nueva cinefilia se
expresaron ya a mediados de los sesenta, cuando los jóvenes empe-
zaron a ver las grandes obras de cine por primera (y a veces única)
vez en televisión, en vez de en las pantallas de cine. Pero la nueva
cinefilia realmente comienza con la era del vídeo en casa. La im-
plantación del vídeo alteró por completo el carácter de la cultura ci-
nematográfica en todo el mundo. De repente, había en todas partes
especialistas autodidactas en áreas anteriormente elitistas como el
cine B, el cine de explotación y el llamado cine de culto (y también,
por supuesto, mil y una campañas que pretendían organizar y guiar
las preferencias de semejantes nichos de mercado).
Donde yo vivo, directores como Abel Ferrara, Larry Cohen e
incluso gente de extrema izquierda como el olvidado erotomania-
co Walerian Borowczyk, figuran como directores de videoclub. La
cultura de los aficionados al vídeo a veces puede resultar algo ex-
traño, propio de gente rara, exasperante y limitado de una forma
decepcionante, pero no considero que esto sea algo malo, porque
ha permitido nuevas intensidades, nuevas corrientes para la circu-
lación y la apreciación del cine. Y eso resulta especialmente valioso
en una época en la que (ciertamente en Australia) el una vez santo
(y a menudo inspirador) ideal del «cine de autor» ha degenerado
hacia el muy limitado acceso al cine mundial proporcionado por el
circuito del «cine de arte y ensayo» comercial.
Así que todo lo que necesitamos ahora es una forma de rescatar
a artistas como Raúl Ruiz, Manoel de Oliveira, Béla Tarr y tantos
otros casos límite del olvido al que han sido desterrados por esas
«salas de cine de arte y ensayo» despiadadas; una forma de resca-
tarlos es llevarlos a los vastos y caóticos mercados del vídeo, lige-
ramente democráticos, cuyos aficionados sólo necesitan extender
su definición provisional de lo que es raro y maravilloso en el cine.
Porque lo que es democrático en esta cultura del vídeo es preci-
samente la capacidad (o al menos el potencial) de suspender los
juicios normativos sobre el cine, lo que me recuerda a uno de mis
lemas favoritos de la crítica, la actitud atribuida por Louis Seguin a

44
Ado Kyrou de buscar la «sorpresa en vez de satisfacción» y preferir
el «descubrimiento a la certeza»5.
Mi propio gusto cinematográfico, decididamente dual (ya que
hoy en día me encanta el cine experimental «duro» de Martin Ar-
nold tanto como el cine popular de John Hughes, y nunca dejo de
buscar conexiones profundas y secretas entre ambos), me lleva a
la meditación sobre varias paradojas. Por ejemplo: las películas de
Garrel y Cassavetes anuncian una especie de retorno principal, fun-
damental, al cuerpo, al cuerpo como el único escenario que queda
de autenticidad, de experiencia vivida y verificable, de sensación
y deseo. Esto ha llevado a los directores y guionistas de cine a de-
sarrollar notables elogios de la carne, el rostro, el cuerpo mortal
y vulnerable capturado por medio del celuloide, dolorosamente
perecedero… Aun así, el cine del artificio de alta tecnología, de
los efectos especiales, de la digitalización y la técnica del morphing,
nos lleva a contemplar una clase de cuerpo cinematográfico radi-
calmente distinto, un cuerpo creado en y para el cine: el cuerpo
totalmente sintético, protésico, retocado, el cuerpo de acción o de
terror, el cuerpo hiper-sensible, súper-resistente, inmortal e impe-
recedero. Como explica el teórico de la cultura australiano Philip
Brophy, todos los cuerpos cinematográficos son, a cierto nivel,
pornografías6: cuerpos totalmente elaborados, diseñados, por los
artífices del medio; y de esta manera todos los populares éxitos de
taquilla son (y digamos esto sin la habitual condena moral) nuestra
pornografía desquiciada, delirante, moderna.
En buena parte de la crítica cinematográfica actual, incluso en
alguna de la más avanzada, se recurre a razones de alta moral, y a
un cierto purismo lamentable. Leemos u oímos demasiado a me-
nudo que solamente hay media docena de directores trabajando
hoy en día que alcancen (o que puede que lo logren algún día, si
tienen suerte) el potencial, la promesa de este medio deslumbran-
te. Seguimos sacando cánones familiares de los cien grandes títulos
que merece la pena conservar, incluso cuando pretendemos haber
ido más allá de todos los cánones, jerarquías y evaluaciones. Se-
guimos buscando voces personales y auténticas en el cine, el ver-
dadero poeta solitario, el vidente maldito y el rebelde rechazado,
5
Kyrou, Ado, Le Surréalisme au cinéma, París, Ramsay, 1985, prólogo.
6
Brophy, Philip, «The Body Horrible», http://media-arts.rmit.edu.au/Phil_Brophy/
BDYHRBLartcls/BodyHorrible.html.

45
décadas después de que las películas nos hicieran saber que incluso
las fantasías más sórdidas, o aquellas propuestas más comprometi-
das ideológicamente de Blake Edgard, son también (¿y quién pue-
de dudarlo?) hermosos, conmovedores y lúcidos testamentos auto-
biográficos.
Herética como suena, incluso dentro de este mismo contuber-
nio, me gusta la opinión expresada a la ligera en el comentario in-
troductorio de Deleuze en La imagen-movimiento: «El cine siempre
es tan perfecto como puede ser»7. Lo que significa que su poten-
cialidad, su realidad virtual, de alguna manera está teniendo lugar
aquí, ahora mismo; si sabemos dónde buscarla, cómo maximizarla,
por qué importa y cómo hacer que baile para nosotros y en noso-
tros, como la figura de Rouch, privilegiada, chamánica, del Sócra-
tes bailarín.

Tu amigo,
Adrian

Nueva York, 7 de julio de 1997

Queridos Alex, Adrian y Jonathan:

El otro día recordé que, cuando Alex y yo nos conocimos, fui-


mos «emparejados» por una amiga común que es más o menos vein-
te años mayor que nosotros. Su intuición fue correcta, ya que ahora
somos muy amigos, pero evidentemente nos había calado a ambos
como miembros jóvenes de esa especie supuestamente extinta: el ci-
néfilo. Ahora, otro amigo común y mayor nos invita a hablar para
definir nuestra versión particular de la cinefilia. Jonathan está fasci-
nado, no por lo que comparte con Alex, Nicole, Adrian y conmigo
mismo, sino más bien por lo que le separa de nosotros. Para muchos
miembros de la generación de Jonathan, la cinefilia es algo tan del

7
Deleuze, Gilles, La imagen-movimiento: estudios sobre cine 1, Barcelona, Paidós, 2003.

46
pasado como lo puedan ser los discos LP o el teléfono de disco,
una pasión de su juventud vehemente y ardiente que ahora ha
desaparecido, malograda por la televisión y el vídeo (y en Estados
Unidos, como señala Jonathan, por la desaparición de las salas de
cine independientes). Pero Jonathan, como devoto de Thomas Pyn-
chon y Rivette, lo sabe todo sobre las prácticas y rituales que se
siguen llevando a cabo en secreto, mucho tiempo después de que
la chispa primera se haya consumido.
No voy a dedicar tiempo a las lúgubres predicciones de Sontag,
Thomson y Godard sobre la muerte de la cinefilia, todas llenas de
rabia apenas contenida, aunque simpatizo con esa rabia. Desde
1982 a 1984 trabajé en uno de esos videoclubs en Manhattan, y nun-
ca olvidaré la conmoción que me causó un cliente cuando me pi-
dió «algo grande y de lujo en lo que realmente pueda sumergirme,
como las películas de The Godfather [El Padrino]». En aquel preciso
instante y lugar me di cuenta de que el vídeo en casa estaba dando
lugar a una nueva forma de apreciar el cine, antitética a todo lo que
yo conocía, en la que cada película podía utilizarse como un meca-
nismo terapéutico que recetarse uno mismo. El vídeo en casa ha-
bía convertido las películas en productos de consumo y en fetiches
potenciales, que podían pararse, empezarse, rebobinarse, repetirse
o abandonarse a voluntad. Éste era el comienzo de un mundo abso-
lutamente nuevo, el mundo en el que actualmente vivimos.
Resulta interesante que en la diatriba de Sontag sobre la muerte
de la cinefilia, Quentin Tarantino se convierta en lo que curiosa-
mente ahora se denomina una ausencia estructurante: obviamente
para ella el problema no es tanto que él no sea un cinéfilo sino que
sea la clase equivocada de cinéfilo. El pasado de Tarantino como em-
pleado en un videoclub se ha convertido en un chiste, y me temo
que es un chiste despreciativo y esnob (cuando le conté a un amigo
mío de lengua afilada que Tarantino era fan de Eric Rohmer, él
replicó: «Debe haberlo descubierto en la sección de “cine extran-
jero”»). Como señala Jonathan, el vídeo en casa puede que haya
convertido en objetos de consumo a las películas pero también ha
extendido y popularizado la cultura cinematográfica, lo que es in-
finitamente preferible a las formas más extremas de cinefilia, que
tienen una terrible tendencia a degenerar en disputas académicas
satisfechas de sí mismas. Por supuesto, ahora ya la cultura del vídeo
se ha infectado completamente de la cultura empresarial. Pero, a

47
lo largo del camino, la ingravidez de usar y tirar de la experiencia
del vídeo ha revelado al cine algunos tipos de contaminación muy
interesantes.
La aparición de los videoclips y la revolución del vídeo domésti-
co constituyeron fenómenos paralelos que influyeron y repercutie-
ron uno en el otro. He leído un montón de teorías inútiles sobre los
videoclips, por un lado despotricando nerviosamente sobre cómo
han destruido la coherencia narrativa y, por otro, afirmando equivo-
cadamente que su estética tiene precedentes históricos tales como
Bruce Conner, Kenneth Anger y Un chien andalou [Un perro andaluz]
(1928). Pero a mí siempre me ha parecido evidente que el videoclip
tuvo su origen en otra tecnología anterior. Una de las experiencias
clave de los adolescentes norteamericanos de mi generación fue
conducir con la radio puesta sintiendo el efecto embriagador pro-
ducido por la unión de la música rock y el paisaje que pasaba. Este
ritual poético, tecnológico, de un avance sin rumbo, que las más
de las veces iba acompañado de hachís o alcohol, es festejado en la
canción de Jonathan Richman «Roadrunner», que termina con la ex-
tasiada consigna, «Radio on!» [¡La radio encendida!]. También en-
cuentra su perfecta cristalización cinematográfica en Dazed and
Confused [Aturdido y confuso] (1993) de Richard Linklater, una pelí-
cula que mejora cada vez que la veo.
Un tipo de realidad virtual fabricada en secreto, que producía
misteriosas epifanías cuando la imagen borrosa a través de la ven-
tanilla del coche se mezclaba con el sonido de cualquier cosa que
viniera a través de las ondas. La experiencia de música/movimien-
to pronto se perfeccionó con la aparición de la grabadora, lo que
permitía escoger la música para que encajara con el paisaje, interior
o exterior (siempre se mezclaban bien), convirtiéndose así en una
auténtica banda sonora. El walkman fue un perfeccionamiento aún
mayor, que permitió liberar la experiencia de los límites del coche y
le otorgó el potencial de la privacidad total y un impacto físico más
directo. Los videoclips de rock fueron una consecuencia intuitiva de
este nuevo tipo de experiencia, engrandecida monumentalmente
por la producción en masa. Para alguien como Sontag, una pro-
puesta verdaderamente aterradora.
Creo que la sensación de «fundirse» con la música (ya que bajo
circunstancias teóricamente ideales debería sonar como si viniera
del interior de tu cabeza; las primeras paradas de este viaje son el

48
equipo de estéreo doméstico y el añadido posterior de auricula-
res), la sensación de conducir y ser conducido simultáneamente, ha
dado lugar a una nueva forma de hacer cine que se arriesga a caer
en la ligereza, para crear a partir de este nuevo género de experien-
cia moderna. Está presente en las dos últimas (y muy impopulares)
películas de Edward Yang, A Confucian Confusion [Una confusión con-
fuciana] (1994) y Mahjong (1996); en Chunking Express (1995), Fallen
Angels [Ángeles caídos] (1996) y Happy Together [Felizmente juntos]
(1997) de Wong Kar-wai; en Irma Vep y en todas las películas de
Atom Egoyan. En muchos sentidos, su manifestación más extrema
puede encontrarse en Breaking the Waves [Rompiendo las olas] (1996),
una película que a mí me da la impresión de ser la realización per-
fecta de la fusión música/paisaje en la cabeza de Lars von Trier, que
ha guardado preciosamente desde sus años de adolescente hasta su
edad adulta.
Muchos amantes del cine que conozco tienen un montón de
problemas con estas películas. Si tuviese que adivinar por qué, diría
que probablemente se debe a que reflejan la infiltración de una sub-
cultura matriz por parte de fuerzas externas. Para mí, cuanto más se
arriesgan estos directores a la complicidad con el sentido del movi-
miento perpetuo que intentan retratar, más emocionantes son. Pero
también comprendo que estas películas representan el final de un
precioso momento en la cultura cinematográfica que comenzó con
la nouvelle vague, y que cuando Godard dijo (en la presentación de su
Histoire(s) du cinéma en el Museo de Arte Moderno en los noventa)
que el cine, «al menos un cierto tipo de cine, el cine de Rossellini y
Rivette», está llegando a su fin, es evidente que éste es el cine que él
teme que esté reemplazándolo. Sólo sé que este nuevo cine (si éste
es, después de todo, el término correcto) a mí me llega.
Cine, cine, cine. Delante del televisor, o en una sala de cine, prime-
ro con nuestra madre o nuestro padre o hermano o hermana, lue-
go con amigos o amantes, después quizá solos. Y para nosotros, los
hijos de los sesenta, el cine ya era el arte del cine: esa batalla ya la
habían librado y ganado nuestros predecesores. Así que, aunque
nunca olvidaré la emoción que sentí la primera vez que vi The Crim-
son Kimono [El kimono carmesí] (1959) o Psycho [Psicosis] (1960), fue
mi deseo posterior de aclarar la diferencia entre un corte de Samuel
Fuller y otro de Hitchcock, y luego entender cada corte por sepa-
rado como un hecho único, lo que fue un impulso generacional.

49
Mientras que los que nos precedieron se habían centrado en aislar
y definir las herramientas del cine, nosotros nos centramos en cada
película como un hecho singular, con una lógica y un conjunto de
reglas únicos. En este sentido, resulta imposible sobrevalorar la im-
portancia que Manny Farber tuvo para mí como crítico. Más que
ningún otro, él describió lo que él veía en la pantalla: aclaraba si le
gustaba o no la película con extrema precisión. De hecho, creo que,
a su manera, Farber describió perfectamente la ruptura movimien-
to/tiempo de la posguerra, tan importante en los libros de cine de
Deleuze.
Pero aparte del hecho de que éramos una nueva generación
en busca de nuevos descubrimientos e influencias, debo volver a
la tecnología del sonido para llegar al núcleo de nuestra cinefilia.
La nuestra fue una generación para la cual escuchar música era una
experiencia fundamental y obsesiva, recalco la palabra «escuchar» a
diferencia de bailar, tocar o cantar. Y al escuchar las mismas cancio-
nes una y otra vez, nuestros oídos se compenetraron con cada una
de ellas como eventos sonoros únicos. En otras palabras, no se tra-
taba de la canción sino de la grabación. Los procedimientos de gra-
bación aplicados por Phil Spector y Brian Wilson por primera vez,
promovidos por los Beatles después de que dejaran de tocar en di-
recto para concentrarse exclusivamente en hacer discos, y después
afinados y articulados teóricamente por Brian Eno, convirtieron a
la propia radio en una herramienta de composición. La música no
era simplemente la melodía o la estructura sino el timbre de la voz,
el tono de la instrumentación, la textura del sonido, el menor rasgo
propio de la interpretación, mucho más allá de las fronteras del tér-
mino «fórmula». Un solo de guitarra ya no era la simple grabación
de una elección posible entre varias en un momento concreto del
tiempo, sino un componente estructural de un hecho único.
En su forma más extrema, este cambio de percepción incorpora
al acontecimiento sonoro todo aquello que pudiera parecer ajeno o
accidental: imperfecciones en la grabación, incluso un disco rayado
de tanto ponerlo (en mucha de la música techno actual se vuelve
a la mezcla de los pitidos y rayadas de la cinta). La organización
«cinematográfica» de la música rock y nuestras relaciones adoles-
centes obsesivas con esa música crearon un paradigma que ahora
se refleja en la forma de hacer cine, alcanzando un extremo fetichis-
ta con Breaking the Waves (donde se exagera el grano de la imagen

50
retocándola en el vídeo, y los innumerables saltos de imagen infi-
nitesimales, así como la incesante cámara en mano, se convierten
en una evocación estética de la idiosincrasia común del rodaje de
documentales en los setenta) y convirtiéndose en locura con Guy
Maddin, cuyas películas evocan a la perfección las rayadas graba-
ciones televisivas en 16 mm de las películas sonoras a principios de
los años treinta.
Veo un reflejo de este cambio en nuestra transformación de la
cinefilia, en especial tal y como fue realzada por el vídeo. Creo que
ha sido lo que nos ha permitido ver belleza plástica en un director
como Cassavetes. En su ensayo sobre Germania anno zero [Alema-
nia, año cero] (1947), Nicole señala que para Bazin o Amédée Ayfre
no fue posible entender la interpretación de Edmund Moeschke
en esta película: las preferencias de ambos se habían gestado en un
momento muy particular de la historia mundial8. De igual modo,
mientras que por una parte parece absurdo que nadie pudiera ha-
ber creído jamás que las películas de Cassavetes se improvisaran
en el momento, por otra es comprensible que así fuera. Creo que
la generación anterior había supuesto sin ningún género de dudas
que «la dirección» era una fuerza externa, organizadora, que se des-
plegaba sobre la acción. Para nosotros, la dirección se convirtió en
una cuestión de compromiso con la vida de la película; no la vida
capturada por la película sino la materia viva creada en el encuen-
tro entre cámara, realidad y equipo de montaje.
Jonathan ha escrito acertadamente que todos nosotros sentimos
una afinidad especial con cineastas como Ferrara, Garrel, Hellman
y Eustache. Pero yo me aventuraría a decir que el director que
realmente ocupa el centro de nuestros corazones es Cassavetes.
En Ferrara, Garrel, Hellman y Eustache existe todavía una mano
dominante del exterior sobre la acción. En Cassavetes, la mano del
director parece como si viniera de lo más profundo de la acción.
Cuando Cassavetes rehízo el montaje de Opening Night [Noche de
estreno] (1977) porque era «demasiado buena», sospecho que le pa-
recía que el flujo de acción y emoción no estaba suficientemente
en primer plano, que todavía se podía reconocer una estructura
generada desde fuera de la vida del filme. En The Killing of a Chinese

8
Brenez, Nicole, «Acting. Poétique du jeu au cinéma: 1. Allemagne année zéro» en Cinémathè-
que, n. 11, 1997.

51
Bookie [El asesinato de un corredor de apuestas chino] (1978), la forma
en que el viejo chino (Soto Joe Hugh) cierra fuertemente los ojos y
la boca, eleva la barbilla y sacude la cabeza con un sentimiento de
incredulidad, extrañamente parecido al de los dibujos animados, es
un hecho tan estructural en Cassavetes como lo es un cambio de
ángulo en Hitchcock. Para muchos antes que nosotros, y muchos
otros más, Cassavetes es una alternativa auténtica al cine. Para no-
sotros, él es el cineasta esencial porque conoce mejor que ningún
otro la diferencia entre la vida real y la cinematográfica, y sabe que
a ésta no hace falta diferenciarla con artificios ya que se distingue
por sí misma suficientemente bien.
Es cierto que la experiencia comunitaria, acogedora, de ir al
cine se ha desvanecido para siempre, por lo menos aquí en Estados
Unidos, y que ya nada la podrá devolver. Creo que si estamos de
acuerdo sobre Assayas o Wong es menos importante que el hecho
de que nuestras respectivas reacciones sean apasionadas y estén
bien fundadas. Al final, eso es lo que distingue al cinéfilo del afi-
cionado, el académico o el carca. Y ahora que hemos llegado al
momento de multiplicidad deleuziana, en el que se ha cumplido la
predicción de Robert Fripp de una «unidad móvil pequeña y muy
inteligente», realmente nos hemos convertido en nuestras propias
islas. Que es por lo que escudriñamos el mundo y nos animamos
al reconocer en otros algo que nosotros, como amigos de Jonathan
Rosenbaum y admiradores de John Cassavetes, reconocemos en no-
sotros mismos: amor verdadero.

Kent

Viena, 5 de agosto de 1997

¡Querida Nicole, querido Jonathan, querido Adrian, querido Kent!

Os escribo en alemán. Vosotros leeréis tan sólo la traducción de


esta carta. Estoy preocupado: ¿extraeréis de esta carta exactamente

52
lo que yo he puesto en ella? Creedme, sé por qué estoy preocupado:
en la cultura cinematográfica de habla alemana, las películas extran-
jeras no se ven a menudo en su idioma original. Hasta hace muy
poco tiempo, solamente las filmotecas y algunos cines de arte y
ensayo en las ciudades principales ofrecían películas en versión ori-
ginal. Antes de que yo cumpliera los dieciocho, diecinueve años, el
95% de todas las películas que yo había visto estaban sincronizadas:
ésa es la palabra que se utiliza aquí para el doblaje, sincronización.
Esta palabra tiene mucho que ver con el modo en que la gente
percibe la cultura del cine, que se basa en algunas concurrencias y
muchas dislocaciones. La misma idea de nuestra generación, la de
los hijos de los sesenta, es un tipo de sincronización. Queremos
descubrir los aspectos comunes de cómo nos formamos cinemato-
gráficamente, y con motivo, pero en este proceso necesariamente
se resaltarán las diferencias también. La ruptura entre las líneas do-
bladas de un actor y el movimiento de sus labios.
Compartimos un entorno determinado en el que pelean por
la hegemonía tres actitudes respecto al cine: pesimismo cultural,
afirmación del mercado e ironía. De forma sucinta, los pesimistas
culturales creen que el cine «de verdad» está más o menos muerto
y enterrado, cien años después de su nacimiento, y que los pocos
«grandes maestros» que existen todavía se alzarán automáticamen-
te por encima de la marisma (de acuerdo al modelo del genio del
siglo xix). La segunda actitud es la de los portavoces de la industria
de los medios de comunicación, repitiendo las órdenes del mercado
en voz alta. Los «irónicos» se diferencian de la corriente dominan-
te haciendo alarde de su modernismo: siempre están un paso por
delante del mercado, para ser alcanzados tan sólo en cuestión de
meses (han acuñado el término «independientes»).
Yo creo que cualquier escritura o trabajo con películas hoy en día
corre el riesgo de caer en una de estas posturas. Pero también pienso
que el tipo de cinefilia que nos ha reunido está bien equipado para
evitar este triángulo. Jonathan nos pregunta: «¿Cuáles eran las ne-
cesidades concretas de vuestra generación que dieron lugar a vues-
tra rama de cinefilia particular?». Creo que se trató de una necesi-
dad en concreto: la de hacerse suficientemente flexibles, ser capaces
de actuar, de reaccionar rápidamente y con conocimiento, para así
minar posturas firmemente establecidas. Convertise en las «peque-
ñas unidades móviles, de gran inteligencia» de las que habla Kent.

53
Móviles también en un sentido físico. Viajamos mucho, vamos a
las películas si no las trae el mercado; somos cazadores-recolectores
de información (ya la intercambiamos). Procuramos observar de
cerca lo pequeño y regional en el cine, lo que Deleuze denomina
una literatura menor. Jonathan dice que somos rebeldes contra la
amnesia. Pero yo pienso que también intentamos resistir el proceso
de globalización económica y cultural (otro tipo de sincronización),
que constituye la causa principal de esta amnesia. En el contexto de
la globalización cinematográfico-cultural se han desarrollado dos
falsas alternativas a Hollywood: el concepto de películas «indepen-
dientes» norteamericanas de Miramax y la reducción del cine euro-
peo y asiático a unos pocos maestros que pueden traspasar todas
las fronteras nacionales y moverse en todos los mercados (Krzysztof
Kieslowski y Zhang Yimou serían dos buenos ejemplos). A mí me
interesan mucho más los cineastas que hablan con palabras y voces
concretas, desde un lugar concreto, sobre lugares y personajes con-
cretos. Me gusta la imagen de Jean-Pierre y Luc Dardenne (La pro-
messe [La promesa] [1996]) parados en algún lugar de los alrededores
industriales belgas, mirando alrededor y diciendo: «Todos estos pai-
sajes construyen nuestro propio lenguaje». Además de los directores
sobre los que hemos hablado a menudo (Ferrara, Assayas, Egoyan,
Kiarostami, Wong y otros) hay muchos otros ejemplos, menos co-
nocidos, de este tipo de cine. Sus dialectos son demasiado específicos
como para poder insertarlos en el comercio mundial de bienes. Por
ejemplo, en Austria: Wolfgang Murnberger (actualmente) y John
Cook (en los setenta); en Alemania: Michael Klier, Helge Schneider.
O en Kazajistán: Darezhan Omirbaev. E incluso en Hollywood: Al-
bert Brooks. Cada uno de nosotros podría pensar en otros veinte.
Al mismo tiempo, la necesidad de «ponerse al día» difiere bastan-
te de un país a otro (y así mismo, por tanto, diferirán nuestras nece-
sidades estratégicas al escribir sobre cine marginal o al programar
películas). El año pasado, Film Comment publicó una lista bien es-
cogida de las treinta películas en habla extranjera más importantes
y que no habían sido distribuidas en Estados Unidos. En Austria,
sorprendentemente, catorce de esas treinta películas se habían exhi-
bido en el circuito comercial.
Yo también soy demasiado joven como para haber sido testigo
contemporáneo de los movimientos innovadores del cine europeo.
Incluso el último de estos movimientos, el Nuevo Cine Alemán,

54
prácticamente había acabado cuando mi pasión por las películas y
mi «investigación» comenzaron (alrededor de 1980). Pero al mismo
tiempo, también soy demasiado mayor como para pertenecer a una
generación posterior, que crecía de forma muy «natural» con el ví-
deo doméstico, los videoclips, videojuegos y ordenadores. Esto po-
dría constituir una parte importante de cómo yo me formé (cómo
nosotros nos formamos): el aura de las películas en primera persona
del singular (como idea predominante en el cine) estaba todavía en
el aire, como una imagen residual, y todavía no era completamente
tangible la cosificación del cine en el contexto de la explosión de
las industrias del entretenimiento (como idea predominante en el
cine). Nacido en este intervalo, sin un principio cinematográfico
guía, mi perspectiva era inestable: iba a la vez hacia delante y hacia
atrás. Y tengo la misma experiencia que Kent: el único principio a
seguir en aquel tiempo, para definirte como persona joven, era la
música pop.
Para mí, en Austria, el intervalo o espacio intermedio duró más
o menos desde 1980 hasta 1986; como un espacio auténtico en la
historia del cine, puede que haya durado desde 1975 hasta 1983,
desde Saló [Saló o Los 120 días de Sodoma] a Flashdance. Me imagino
que también fue la etapa formativa de muchos de los cineastas a
los que apreciamos hoy en día.
(Al principio, quería seguir aquí con una de las grandes muta-
ciones cinematográficas en los países de habla germana: cómo ha
cambiado en los últimos diez años la ideología de las subvenciones
cinematográficas, cómo el Estado y el mercado han convergido en
un mismo objetivo: «¡Dejad de miraros el ombligo!». La sutileza de
tales políticas cinematográficas recientes encuentra su equivalen-
cia en la bronca de un joven periodista durante una entrevista con
Maggie Cheung en Irma Vep. Pero debido a que el Nuevo Cine Ale-
mán no ha producido ni una sola película memorable, comparable
a Irma Vep en género y calidad, me abstendré de la digresión y os
ahorraré la depresión).
Sin embargo, los setenta me atraen, el espacio de esa nueva sim-
plicidad, el tipo de minimalismo que habéis asociado con Eustache,
Garrel y Cassavetes, entre otros. Para la cultura cinematográfica
alemana, este momento está, por supuesto, vinculado con Wim
Wenders, Werner Schroeter y, de forma decisiva, con Rainer Wer-
ner Fassbinder. En Alemania, no hacía falta romper con un cine

55
interminablemente (auto) referencial a lo nouvelle vague (ya que no
existía como tal). Wenders y Fassbinder fueron los primeros en in-
troducirlo, más bien calladamente (y haciendo referencia a películas
clásicas de Hollywood, y de forma secundaria a la nouvelle vague).
Al mismo tiempo ya habían reconocido la necesidad de un vaciado
completo; su inter-textualidad nunca es lúdica sino un eco desespe-
rado de John Ford, Douglas Sirk o Jean-Pierre Melville, relacionada
con las deprimentes circunstancias posteriores al 68.
La descripción de Jonathan del mundo de Duelle («petrificado,
tras una vitrina, desconectado… un mundo privado y más obsesi-
vo») se corresponde precisamente con mi experiencia de la Chine-
sisches Roulette [Ruleta china] de Fassbinder, del mismo año (1976).
Fassbinder había llegado a un punto en el que el pensamiento pro-
gresista y la acción en grupo parecían llegar a su fin (tanto artística
como políticamente); en el que el discurso público se había vuelto
empalagoso, atascado en un punto muerto entre el terrorismo y el
estado policial. Las distintas variaciones de esta emoción se repre-
sentan en su episodio para Deutschland im Herbst [Alemania en otoño]
(1978) y Die Dritte Generation [La tercera generación] (1979). El mo-
mento está marcado por la desesperación (otra película de Fassbin-
der a finales de los años setenta lleva incluso ese título) y drogas e
impulsos suicidas. En este contexto resulta magnífica la película In
einem Jahr mit 13 Monden [Un año con trece lunas], de 1978 (en la que,
con Jerry Lewis/Dean Martin en la pantalla de televisión, la refe-
rencialidad misma es llevada al nivel de la desesperación).
He visto la mayoría de las películas de Fassbinder, Pialat, Eus-
tache, Cassavetes y Garrel, cinco o diez años después de que se es-
trenaran, pero el profundo dolor que expresaban se convirtió en
una sensación conmovedora y hermosa; este dolor siempre parecía
haber sido experimentado de primera mano, y mantenía un senti-
miento de vida incluso en la muerte o la locura. Me ayudó a perder
finalmente toda creencia en la mejora históricamente predetermi-
nada del mundo. Yo no me consideraba a mí mismo apolítico, más
bien lo contrario, pero con estas películas sufría de buen grado una
derrota simbólica. Creía que me sentiría más a gusto así de lo que
los ganadores pudieran sentirse en su victoria codiciosa y oportunis-
ta. El hecho de estar interesado en el dolor constituía más o menos
un avance en el conocimiento respecto a los amigos más frívolos.
Y la autenticidad del dolor (en la pantalla) estaba garantizada por

56
el hecho de que muchos directores de aquel momento se dirigían a
sí mismos, grababan sus propios cuerpos. Cuando hablamos de la
importancia del cuerpo en las obras de estos artistas, puede resultar
relevante señalar que a menudo querían sentir su propia carne de-
lante de la cámara; y hacérnosla sentir a nosotros en la imagen en
movimiento (por ejemplo: Garrel, Fassbinder, Akerman, Cassave-
tes, Jacques Doillon, Nanni Moretti).
Debo retrotraerme aún más para esbozar mi formación como
cinéfilo de forma cronológicamente exacta. Yo soy, como la ma-
yoría de nosotros, un hijo del cine popular norteamericano. La
transición de la etapa inocente a la reflexiva está ligada a películas
como Alien [Alien: El octavo pasajero] (1979), The Shining [El resplan-
dor] (1980), Escape from New York [1997: Rescate en Nueva York] (1981)
y Apocalypse Now (1979), las cuales le dieron un giro intelectual a mi
ansia de espectáculo. Se encuentran a mitad del camino que recorrí
desde Star Wars [La guerra de las galaxias] (1977) a Blade Runner. A lo
mejor la debilidad de Nicole y Adrian por De Palma deriva de una
experiencia similar. (Aunque estoy de acuerdo con Kent y Jonathan
sobre las limitaciones del cine de De Palma, probablemente yo de-
fendería a Coppola, Paul Schrader o Scorsese de sus objeciones).
El comienzo de mis estudios universitarios en el otoño de 1983
(teatro y comunicación, no existen estudios de cine en Austria) es-
tuvo profundamente relacionado con el descubrimiento del cine de
autor europeo y con el lanzamiento de una revista de cine llama-
da Filmlogbuch (Cuaderno de bitácora de cine). En un corto periodo
de tiempo el cine explotó para mí. Vi Klassenverhältnisse [Relaciones
de clase] (1983) de Straub y Huillet, Toute une nuit, L’enfant secret [El
hijo secreto] (1983) de Garrel, À nos amours [A nuestros amores] (1983)
de Pialat, Le pont du nord [El puente del Norte] (1980) de Rivette,
Sans soleil, L’argent [El dinero] (1983) de Bresson, Stalker (1979) y
Nostalgia (1983) de Andrei Tarkovsky; The Draughstman’s Contract
[El contrato del dibujante] (1982) de Peter Greenaway, Die Macht der
Gefühle [El poder de los sentimientos] (1983) y poco después Paris,
Texas de Wim Wenders; Stranger than Paradise [Más extraño que el
paraíso] (1984) de Jim Jarmusch (y su Permanent Vacation [Vacacio-
nes permanentes] [1980]); así como la trilogía de Godard Passion,
Prénom Carmen [Nombre: Carmen] (1983) y Je vous salue, Marie [Yo te
saludo, María] (1985) poco tiempo después. El descubrimiento de
las conexiones secretas entre Straub y Huillet, Wenders, Jarmusch

57
y Nicholas Ray hizo posible también la apreciación de The Lusty
Men [Hombres errantes] (1952) y muchas otras «películas malditas»
procedentes de los Estados Unidos. La máxima de Godard sobre
los «aliados exiliados» del cine (Wenders, Akerman, Rivette) dio
legitimidad a mis inclinaciones (en otro momento también rindió
tributo a Straub y Huillet, Pialat y Garrel).
En la revista tratamos de hacer un nuevo tipo de crítica de auto-
ría colectiva. Todos los miembros del grupo se involucraron en la
escritura de hipertextos enormemente complicados sobre películas
importantes a las que entonces denominábamos «discursos». Pero
muy pronto surgieron dos bandos opuestos entre los editores: aque-
llos que se centraban en lo que llamaban un «cine de teoría fílmica»,
que tenía como referencia a Godard, Kluge, Marker y Gabor Body
(su principal enemigo era Hollywood); y los que estaban fascinados
por David Cronenberg y David Lynch, que hurgaban en la escena
(del vídeo) y el cine norteamericano de segunda para abonarlo de
nuevo (su principal enemigo era el «árido» cine de autor europeo).
Para este grupo (y para la revista también) esta polarización resultó
ser fatal, pero, de forma indirecta, resultó bastante productiva para
mí: parecía totalmente lógico y natural incluir ambos intereses en mi
relación con las películas. El choque de ideologías se me antojaba
inútil y casi incomprensible. Después de todo, yo me sentía igual-
mente fascinado por Peter Kubelka, Godard y The Texas Chain Saw
Massacre [La matanza de Texas] (1974); principalmente debido a su
poder «gestual», que convertía mis encuentros con ellos en aconteci-
mientos casi corporales. Supongo que mi cinefilia, que me arrastra
hacia cualquier cine más allá de todo, tiene sus orígenes en la mezcla
y contaminación conscientes de varias doctrinas puras. Al primero
de los dos bandos le debo mis lecturas de Theodor Adorno y Ro-
land Barthes. (La teoría cinematográfica pura y dura no constituía
una amenaza para la cinefilia en aquel tiempo en Austria: los textos
en otros idiomas apenas se habían aprovechado todavía, y la teoría
cinematográfica en lengua alemana era empleada mayoritariamen-
te por semióticos que conocían muy pocas películas nuevas y no
tenían relación con la crítica de cine). Al segundo grupo de nuestra
revista le debo mi re-encariñamiento con la cultura popular. Recuer-
do mi lectura febril de la novela gráfica de Alan Moore, Watchmen,
que evoca todo el potencial irrealizable del cine. Al igual que el libro
favorito de Jonathan, Watchmen también trata de superhéroes. Pero

58
la metáfora era distinta para mí: el círculo íntimo de los amigos su-
perhéroes se rompe por el peso de las utopías opuestas y las circuns-
tancias sociales (como ocurrió con Filmlogbuch).
Moore incluso coincidía con mis gustos musicales: al final de
Watchmen, cita la canción de John Cale, «Santies»: «Sería un mundo
más fuerte, un mundo fuerte pero adorable en el que morir». To-
davía no he comprendido exactamente esta poderosa frase (quizá
porque se me escapan algunos matices de la lengua inglesa), pero
me encanta porque contiene tanto el eco del dolor como el presen-
timiento de un futuro asombroso. Experimenté esta misma mez-
cla en el cine cuando conocí por primera vez a mis «propios» cineas-
tas en 1985-86 (aquellos que no había «heredado»): descubrí a Carax
y Assayas, y fue como si descubriera todo a la vez: el cine y la músi-
ca y las dificultades de hacerse mayor. En ambos casos, fueron des-
cubrimientos románticos y apasionados. Era un nuevo cine porque
hacía muchas cosas al mismo tiempo, era referencial en un sentido
cinéfilo, compartía los placeres y el carácter de la música pop anglo-
norteamericana y decía sin rubor «yo»; aunque, como yo mismo,
podía transmitir la desesperación de una generación anterior sólo
mediante citas. Yo ya sabía que Cale algún día compondría música
no sólo para Garrel sino también para Assayas o Carax.
En una de mis primeras cartas a Kent, ocho años después, en-
cuentro todavía vivo este sentimiento; creo que forma una parte
importante de nuestro común entusiasmo. En Cannes 1994, había
visto Pulp Fiction, Exotica, Caro diario [Querido diario] y Cold Water
[Agua fría] (y me había quedado maravillado por los múltiples usos
de las canciones de Leonard Cohen). A Kent le comenté sobre estas
películas:

[Assayas] muestra cómo se utilizaban los platos y discos en las fies-


tas, una melodía arrancada de la banda sonora, la aguja chirriando,
otra melodía, aguja, la misma melodía de nuevo para sentir los efec-
tos, parecidos a una droga, de repetir una y otra vez tu subidón…
No a causa de algún efecto nostálgico, sino porque estos directores
actúan/se mueven/piensan en términos musicales y cinematográ-
ficos al mismo tiempo. Producen sensaciones al ponerlos juntos, no
ilustran, ni prostituyen uno en favor del otro; no pueden hacer más
que sentir a uno en el otro.

59
Esta imagen-música en el cine (¿L’image-musique?) ha cambiado to-
talmente el sector establecido desde principios hasta mediados de
los ochenta (interconectando las industrias de la música y el cine)
y se ha convertido en uno de los aspectos más emocionantes del
cine de autor. Incluso nos sorprende en lugares extraños como la
reciente comedia Nothing to Lose [Nada que perder] (1997), en la que
de pronto la música extra-diegética se convierte en la «autora» de
escenas enteras, por ejemplo redirigiendo algo verdaderamente es-
calofriante (la araña en la cara de Tim Robbins) hasta convertir-
lo en una loca actuación de baile. En películas como Lost Highway
[Carretera perdida] (1997), Illtown (1998) o The Blackout [Oculto en la
memoria] (1997) tenemos una vasta narrativa que parece moldeada
a semejanza de la música electrónica. (Y es exactamente ahí, curio-
samente, donde Nick Gómez y Ferrara encuentran una renovada
«relevancia social», al dibujar el Sueño del Estado Norteamericano
como un tapiz descentrado: historias de drogas, pérdida de identi-
dad y un Miami nubloso). Aunque muchos en nuestra generación
ya tenían que esforzarse mucho para llegar a conocer el ambiente
de los noventa y la música dance, creo que es un componente esen-
cial de la caracterización de la narrativa contemporánea en el cine.
No es sólo que los artistas de música pop se sientan inspirados por
el paisaje cinematográfico, sino que, a la inversa, dichas experiencias
musicales, cada vez más y más, son importantes en el nuevo cine.
(Sólo tengo que añadir un pequeño detalle, propiamente cen-
troeuropeo, a la precisa genealogía de Kent sobre la relación entre
la música pop, la imagen y el movimiento en Norteamérica. Debi-
do a la falta de una cultura de coche-autopista-adolescente propia,
nosotros jamás escuchamos a Creedence Clearwater Revival o a
Van Morrison mientras conducíamos a través del país. Pero hemos
visto y oído cómo, desde el comienzo, Wenders y Peter Handke
postulaban esta experiencia como mitológica, importada, en una
pequeña película con el revelador título de Three American LPs [Tres
LPs norteamericanos] [1969]).
Otra de las transformaciones de nuestra generación parece ser
el trabajo y la revisión obsesivos de la textura de la imagen; las alte-
raciones deliberadas del color, la definición y el grano que derivan
del dominio de los medios electrónicos y la mezcla actual de tecno-
logías digitales y analógicas. Nacido de las experiencias visuales que
abarcan desde la imagen televisiva del primer hombre en la Luna

60
hasta los efectos de alienación moderna en los videoclips, una espe-
cie de hongo o virus se ha estado comiendo la otrora transparente
imagen cinematográfica. Se ha convertido una ventana al mundo
en una tela que el espectador sigue tejiendo incluso sin estar en ab-
soluto interesado en el mundo que queda detrás de ella (desde The
Element of Crime [El elemento del crimen] [1984] de Von Trier hasta la
«pixelegancia» de Michael Almereyda).
Adrian ya ha señalado la tensión entre los cuerpos radicalmen-
te auténticos y los radicalmente sintéticos en «nuestras» películas.
Tengo que admitir que considero la mayoría de éxitos populares de
taquilla (que buscan una virtualización y desmaterialización comple-
tas) como genuinamente inhumanos. Independence Day (1996), The
Rock [La roca] (1996), Con Air (1997) y Batman & Robin [Batman y
Robin] (1997) honran a nuevos cuerpos e identidades solamente en
un sentido fascista; reducen estas posibilidades a aburridos e impasi-
bles fantasmas de una sociedad esclava. Pero sí que creo que existen
ejemplos potencialmente liberadores de cómo tratar la corporalidad
en el cine comercial actual, que me fortalecen y estimulan como es-
pectador: en las películas de acción asiáticas, en Babe [Babe, el cerdito
valiente] (1995) o en las comedias de Jim Carrey. En Escape from L.A.
[2013: Rescate en L.A.] (1996), de John Carpenter, el uso consciente
de efectos de baja tecnología (la ilusión «inverosímil») ayuda a ha-
cer de nuevo más presentes a los cuerpos. En la visión de Cronen-
berg de una «Nueva Carne» todo el potencial de nuestros intereses
parece por fin hacerse realidad: se trata de cuerpos mutados de for-
mas variopintas, futuristas, pero las películas los representan como
radicalmente auténticos. (No obstante, nadie debería sorprenderse
de que, como movimiento en contra, intentemos seguir la tradición
viva del neorrealismo y promocionemos apasionadamente películas
como La promesse, Kardiogramma [Cardiograma] [1995] o Y aura-t-il
de la neige à Noël? [¿Nevará en Navidad?] [1996]).
Casi me olvido de otro significativo interés común: el cine de
vanguardia. ¿Acaso no es éste el lugar donde es más tangible el
peso de lo corporal, el uso material/manual del cine? Gracias a
este interés, de forma bastante obvia, nos volvemos también en
contra de la especialización (el cine de vanguardia siempre ha su-
frido por el hecho de habérsele considerado un campo hecho por
y para especialistas). En los setenta mucha gente se lamentaba del
agotamiento del cine de vanguardia y la segregación de la cultura

61
cinematográfica; Andrew Sarris, Peter Nidal y Christian Metz no
tienen prácticamente nada que decirse. Creo que mi generación,
desde comienzos hasta mediados de los ochenta (sin haber sufri-
do esta historia o sin habernos enfrentado a una historia aparen-
temente cerrada), pudo ver las opciones de la vanguardia con nue-
vos ojos. El primer boom del vídeo musical y el florecimiento de
películas hechas con metraje encontrado (revisando así imágenes
cinematográficas ya existentes) fueron parcialmente responsables
de esto. Por lo tanto, yo también soy hijo de Anger-Brehm-Conner-
Deren-Gehr-Kren-Rimmer-Sharits-Snow, etc. (¿Por qué tienen to-
dos nombres tan cortos, claros, nítidos e intensos? Suenan como
sus películas).
El público ciertamente ha cambiado con nuestra generación,
debido a los cambios en la distribución (y las películas que este cam-
bio trajo consigo). El historiador William Paul describe cómo el cine
en la era del vídeo tuvo que establecerse primero como un pro-
ducto de consumo, junto a otros muchos, antes de que pudiera vol-
ver a ocupar de nuevo un cierto centro, donde ahora congrega a
otros productos de consumo a su alrededor. Las grandes películas
hoy en día se hacen y comercializan para cumplir esta función fun-
damental: no son sólo responsables de sí mismas y de sus audien-
cias, sino de otros numerosos procesos de consumo. (A menudo
parece que han sido dirigidas con la mente puesta en su aparición
final en formatos domésticos).
Ya que nosotros mismos vamos a estos lugares, ya que también
vemos muchas películas en vídeo, porque pertenecemos a una
generación intermedia que ha tomado parte tanto en los rituales
anteriores como en las nuevas formas de consumo; debido a estas
mismas razones, deberíamos rechazar una retórica que habla de la
audiencia como un rebaño de ovejas o que le asegura a la audien-
cia que forma parte, inevitablemente, de ese rebaño. (El mercado
dice: «Eso es lo que quiere la audiencia». El pesimista cultural dice:
«La audiencia es una masa de voluntad débil dirigida por el siste-
ma»). El fetichismo de los grandes números (ingresos en taquilla,
medidas de audiencia televisiva, los sueldos de los actores, etc.),
que domina el discurso público sobre las películas, a veces se nos
contagia también a nosotros. Nos vestimos de luto si la retrospec-
tiva reciente sobre el western clásico atrae tan sólo a una décima
parte de los espectadores que atrajo hace quince años. ¿Pero no

62
es más importante que estas pocas personas tuvieran todavía la
oportunidad y la elección de ver películas del Oeste en una sala
de cine?
A riesgo de parecer un esencialista, me pregunto por qué toda-
vía creemos en este tipo de cine; por qué no basta con ver «nues-
tras» películas en vídeo. El ver una película en el cine significa no
ser capaz de tenerla a nuestra disposición. Se desarrolla sin que
yo sea capaz de acceder a ella; se me escurre entre los dedos. Por
otra parte, el espectador en el cine tampoco está a disposición de la
película; ésta no puede hacerme hacer nada, se me ofrece a sí mis-
ma. Es un encuentro que yo he escogido, pero ambos quedamos
a la misma altura. Pago una cuota de entrada para hacer contacto
con la película. La película en vídeo, sin embargo, está dominada
por el espectador; se forma, utiliza, desgasta y rompe a voluntad,
según la libre organización temporal y espacial del espectador. La
película en vídeo se hace pequeña, no sólo en términos del tamaño
de la imagen (pantalla), sino también en su relación conmigo como
espectador. No me encuentro con ella, le ordeno existir, y voy hacia
delante y hacia atrás, avanzo rápido y despacio. Pago la cuota de
alquiler o el precio de compra que me permite hacerla pequeña.
Quizá fue también una forma de pensar esencialista la que me
impidió durante largo tiempo ir a ningún cine con pantalla IMAX
(«todos estos chismes nuevos»). Hace unas pocas semanas fui al
cine IMAX por primera vez. Vi la película Mountain Gorilla (1992),
cuarenta y dos minutos de un simplista documental de naturale-
za. Pero lo que realmente vi fue la perspectiva de un nuevo medio
artístico con inmensas posibilidades. Si el cine muestra imágenes
en movimiento, IMAX muestra diapositivas en movimiento. Me
acordé de las enormes y brillantes transparencias de Jeff Wall, uno
de mis artistas favoritos, y tenía en la cabeza una película IMAX
imaginaria, dirigida por Wall y Antonioni, una nueva categoría de
narrativa visual sobre gente en espacios (no habiendo visto en todo
el rato más que unos pocos simios y selvas tropicales africanas).
Frente a este muro de imágenes, me di cuenta de que puede que
nos estemos exponiendo a todo tipo de contagios. Si creemos en
el cine, debemos creer también que siempre encontrará un bonito
anticuerpo para cada virus.
Esta carta se ha vuelto muy (quizá demasiado) biográfica. Sche-
fer escribe: «La subjetividad (mi autobiografía) permanece en ella

63
más que como un rasgo, como un mecanismo»9. Por lo tanto, una
nota privada más sobre nuestra conspiración no puede hacer más
daño. En mi cultura, se le pide a cada alumno que lea una conocida
obra de Friedrich Schiller del siglo xviii. Su título es Kabale und Liebe
(que en alemán quiere decir «Intriga y Amor»). Pero Adrian y Kent
ya han firmado sus cartas respectivas con «intriga»10 y «amor». Así
que yo quedaré como el que os ha encasquetado la mitad de su
autobiografía sin pediros permiso…

Vuestro Chico del Cable,


Alex

París, 18 de agosto de 1997

Querido Jonathan, querido Adrian, querido Kent, lieber Alex:

Después de todo lo que había escrito sobre mutaciones cine-


matográficas —el trauma que surge de la hipertrófia teórica (tal y
como lo describió Serge Daney), las maravillas de la aculturación
del vídeo, la necesidad de hacer ciertos cambios conceptuales para
realmente ver las películas modernas, el rol estructurante de la mú-
sica popular en la narratividad contemporánea, una confianza ge-
nuinamente grande en lo que el cine se está convirtiendo… y tantas
otras cosas sobre las que, salvo una excepción importante, estoy de
acuerdo— me gustaría volver al origen de estos intercambios, la
carta de Jonathan, que nos ha dirigido amablemente como a perso-
najes de Rivette, pero en la realidad.
Al haber vivido la mayor parte de mi cinefilia adolescente bajo
los auspicios de la «muerte del cine», creo que entiendo lo que Jo-
nathan tiene en mente cuando lo convierte en una piedra de toque
9
Schefer, Jean Louis, «Journey», http://osf1.gmu.edu/~psmith5/parcours.html.
10
Juego de palabras imposible de traducir: en el inglés original los autores emplean la palabra
cabal (parecida a la alemana Kabale) para referirse al «conciliábulo» o grupo conspirador que
ellos forman (N. de la T.).

64
para la reflexión. Pero el hecho es que, en ese periodo, nadie lo
creyó ni por un momento; para nosotros la muerte del cine repre-
sentaba simplemente un tema melancólico y grandilocuente que
ciertos cineastas necesitaban para hacer sus películas. Era un tema
encantador, eso es cierto: cuando lo abandonaron, las películas de
Wenders se volvieron de una alguna forma insoportables de ver, y
cuando Godard quiso hacer de nuevo una película sobre (o con) la
juventud, una obra que era crítica pero sin melancolía, hizo la que
es, a mi parecer, su primera y única película mala, For Ever Mozart
[Para siempre Mozart] (1996). Creo que entendí completamente el
carácter dinámico de la muerte del cine tan sólo cuando tuve que
explicárselo a otro. Todavía recuerdo a este hombre jovencísimo
(el hijo del dueño de un cine de Marsella, apunto para Jonathan11)
saliendo con lágrimas en los ojos de una presentación increíble-
mente brillante de Daney, su ídolo entonces y ahora, preguntándo-
me: «Daney ha dicho que el cine va a morir, así que ¿qué podemos
hacer?». Tuve que consolarle diciéndole, aunque yo misma estaba
impresionada: «No, el cine no va a morir, no te preocupes; si tú lo
creas, entonces por propia definición no muere». Después de lo cual
puse en orden mis vagos recuerdos de Saturn and Melancholy12, le
conté los cuentos y leyendas de la cinematografía moderna y, unas
pocas limonadas después, estaba más animado. (Lo último que he
oído es que se dedicaba al teatro y a la fotografía). En resumen, la
muerte del cine duró bastante como una fórmula ingeniosa, y su
aspecto productivo se hizo evidente en cuanto se desvaneció como
un tema estético, para ser sustituido por películas de buenas inten-
ciones, muy logradas y oscuras.
De igual modo, yo sostendría que mientras que la cinefilia clá-
sica tenía sin duda una razón de ser, la cinefilia moderna se ha con-
vertido en una forma de vida. Veo a mis amigos y estudiantes más
jóvenes, que sólo piensan en el cine, esperando el estreno de las
películas de sus autores favoritos de la misma forma que uno es-
pera a su novia: con tanto amor, esperanza y fervor que, al final, a
veces acaban por no verlas siquiera, del mismo modo que uno no
11
Tal y como vuelve a relatar Rosenbaum en Moving places: A Life at the Movies, Berkeley &
Los Ángeles, University of California Press, 1995, su abuelo y su padre dirigieron una cadena
de salas de cine en Alabama.
12
Klibansky, Raymond; Panofsky, Erwin; Saxl, Fritz, Saturn and Melancholy, Nueva York, Basic
Books, 1964.

65
se atreve ni a mirar fijamente a la criatura de la que está locamente
enamorado. (Es un fenómeno que entendí mejor cuando lo expe-
rimenté yo misma: me había gustado tanto Carlito’s Way [Atrapado
por su pasado] [1993] que no pude soportar Mission: Impossible y tuve
que volver atrás para descubrir cuál era el problema). Sueñan con
ellas de noche; uno de ellos soñó una vez con The Addiction [La
adicción] (1995) meses antes incluso de que fuera estrenada, y su
sueño («apenas se ve a Christopher Walken y hay que esperar un
buen rato para ello») demostró ser cierto, tanto como el sueño pre-
monitorio de Adrian sobre Planet of the Apes, que se parece a una
memoria proyectada y muestra ante todo la intimidad e intensidad
de la relación de la cinefilia con las prácticas de la imagen en gene-
ral: son como avezados arqueólogos, que necesitan tan sólo de la
sombra de una imagen para reconstruir una película entera.
Se levantan por la mañana (sobre las doce), ven películas duran-
te el desayuno (en vídeo), luego se van a verlas en salas (en formato
cine), unas pocas las exhiben de noche (en formato cine), luego se
van a verlas todos juntos (toda la noche); ellos las hacen (en todo
tipo de formatos); las comentan en diarios y cartas privadas y, sobre
todo, hablan sólo de cine. (Así entiende uno que el cine nos libra
de hablar de nosotros mismos; la única intimidad que toleramos
es imaginaria, y el único imaginario que toleramos es compartido.
Todo lo demás es extremadamente secreto). ¿Les convierte esto en
consumidores? No, tiene que haber una pequeña curiosidad, una
virtud que prevalece entre ellos, para que salgan de las películas
de género y se conviertan rápidamente en expertos. ¿Les convierte
eso en criaturas apolíticas, desgajadas del mundo? Por el contrario,
se sumergen en los pensamientos histórico-críticos, pasan por Pier
Paolo Pasolini, Fassbinder y Godard en vez de Hegel o Marx (a los
que descubren a continuación) y, en mi opinión, esto les proporcio-
na una versatilidad mayor. Christian Metz nos enseñó que el santo
patrón de la gente del cine no era el señor Sony sino san Agustín,
porque él había concebido el cine mucho antes de su existencia
(«Un sistema donde la realidad fuera el símbolo de la propia reali-
dad»). Después de la carta de Adrian, tengo la impresión de que el
santo patrón de los cinéfilos es Artemidoro, el antiguo autor de La
interpretación de los sueños: principalmente debido al trabajo de pre-
cisión que requiere la interpretación de imágenes, pero también,
tal y como Michel Foucault recuerda en El cuidado de sí, porque «el

66
análisis de los sueños era una de las técnicas de la existencia»13. Para
esta generación de cinéfilos, la imagen, en cualquier caso, no repre-
senta un reflejo o una sustitución del mundo. Es una materia, una
sustancia, algo que subsiste y con lo que uno puede trabajar como si
fuera arcilla; las imágenes no están vivas, pero son algo concreto.
(Las imágenes vivas pertenecen a la siguiente generación, las del
Tamagotchi). Realmente es por esa razón por la que nos hace tanta
falta no sólo Godard sino también De Palma: porque, el primero en
la forma de ensayo y el segundo en el ámbito de la ficción, han ex-
plorado a fondo la economía de imágenes. Han mostrado a través
de las propias imágenes cómo éstas parecen limitadas, cómo difie-
ren unas de otras en el contexto de una misma película y, a conti-
nuación, los modos lógicos en que uno puede descubrirlas, compa-
rarlas, completarlas, transformarlas, agotarlas, convertirlas… En los
casos tanto de Godard como de De Palma, no se trata ni de una so-
brecarga referencial ni de un abandono de la realidad y la vida, bajo
mi punto de vista, sino de dos iniciativas críticas trabajando juntas
que, en sí mismas, son necesarias y vitales para la comprensión de
los poderes del cine.
Lo que amenaza con desaparecer en semejante cultura es, más
bien, la lectura. Pero no parece que sea así, a juzgar por el ejemplo
de mis amigos, que tiene un parecido familiar a los personajes de
Tesis (1996)14: antes de ver Drugstore Cowboy (1989) se leen las obras
completas de William Burroughs; y como por encima de todo les
encantan las películas de fantasía, se saben a Edgar Allan Poe de
memoria; Maurice Blanchot les ayuda a entender Body Snatchers
[Ladrones de cuerpos] (1994) (¡uno de ellos subrayó en La comunidad
inconfesable los mismos pasajes que Jacques Aumont!)15; y supongo
que también leerán textos sin conexión directa con el cine. Por otro
lado, algo que a todos nos gustaría que desapareciese es el vídeo
doméstico, esa muleta frágil, fea, pesada y torpe: esperamos im-
pacientes la próxima tecnología, en la que las películas se reconsti-
tuirán en brillantes discos fáciles de usar y de intercambiar y enviar
alrededor del mundo. (El que haya magníficas películas de vídeo,
13
Foucault, Michel, El cuidado de sí. Historia de la sexualidad, volumen 3, Madrid, Siglo xxi edi-
tores. Cf. también Artemidoro, La interpretación de los sueños, Madrid, Gredos, 1989.
14
Un thriller de terror del director español Alejandro Amenábar, ambientado en una escuela
de cine, que trata sobre el rodaje de una película snuff.
15
Aumont, Jacques, «Leçon de ténèbres», en Cinémathèque, n. 10, 1996.

67
como The Giant [El gigante] [1983] de Michael Klier, o grandes obras
en vídeo, como las de Bill Viola, tan sólo demuestra el genio de los
artistas que se han impuesto a la tecnología mediocre).
Sin duda Jonathan escribió con el espíritu de provocar y como
un desafío que debía ser contestado: yo no comparto en absoluto
su visión del cine después de la nouvelle vague. A medida que yo iba
poco a poco descubriendo el cine, percibí que, aparte de los noven-
ta, que prometen ser magníficos, ha habido tres grandes décadas
en las que los autores, conjuntamente, estaban inspirados (aún no
sabemos qué los inspiró): la década de 1890, cuando todas las pe-
lículas eran estupendas, debido quizá a la cualidad artesanal de la
ayuda al cine, pero lo más seguro es que se debiera a que la larga
batalla entre Étienne-Jules Marey y Georges Demeny alimentó la
historia de las formas; la década de los veinte, gracias a la invención
sin igual del material de montaje; y la de los setenta, debido a la
libertad formal que triunfó entonces. En cualquier caso, no pue-
do considerar los setenta como unos años de estancamiento y de
suspensión del significado: desesperación histórica, sí; petrificación
estética, desde luego que no. Fue con desesperación que Fassbinder
hizo de cada una de sus películas un tratado sublime sobre la vio-
lencia; fue con desilusión que Godard y Jean-Pierre Gorin dieron
lugar a sus panfletos más hermosos; con tristeza que Eustache rodó
sus obras maestras, La maman et la putain y Mes petites amoureuses
(1975); con desencanto que Akerman pudo llegar a la crudeza de
Jeanne Dielman (1975)…
En los años setenta, que por supuesto me perdí en su momento
y ahora apenas estoy empezando a descubrir, se rodaron las pelícu-
las más bellas de Pialat, Garrel, Jean-Daniel Pollet, Jacques Rozier,
Bresson… Éstas fueron (siendo un poco flexibles) Tom, Tom the Pi-
per’s Son [Tom, Tom, el hijo del gaitero] (1971), Two-Lane Blacktop [Ca-
rretera de dos carriles] de Monte Hellman (1971), casi toda la obra
completa de Paul Sharits, Berlin Horse [El caballo de Berlín] (1970)
de Malcolm Le Grice, la película más hermosa de Straub y Huillet
(Trop tôt, trop tard [Demasiado pronto, demasiado tarde] [1981]), Remi-
niscences of a Journey to Lithuania [Recuerdos de un viaje a Lituania]
(1972) de Jonas Mekas, Badlands [Malas tierras] (1973) de Terrence
Malick, Free Radicals [Radicales libres] (1979) de Len Lye, Les doigts
dans la tête [Los dedos en la cabeza] (1974) y la primera película de
Ferrara, The Driller Killer [El asesino del taladro] (1979) que es puro

68
Bataille sin adulterar… El año pasado, Kent organizó en Nueva
York un festival de películas norteamericanas de los setenta; veinte
películas, veinte obras maestras, desde Cockfighter [Gallos de pelea]
(1974) hasta Dog Day Afternoon [Día de perros] (1975). Podría hacerse
lo mismo con películas de Francia, Alemania, Japón… El pasado
viernes puse en el programa de la Cinémàtheque Der Tod der Ma-
ria Calibran [La muerte de María Calibrán] (1971) de Schroeter. En el
auditorio, que estaba lleno hasta las tres cuartas partes de su capa-
cidad, había casi exclusivamente gente joven que tenía curiosidad
por este cine legendario e invisible; salvo unas pocas excepciones,
estaban asombrados, abrumados, entusiasmados por tanta libertad
formal unida con semejante amor a la belleza. En cierto modo, el
cine de Schroeter convierte al cine actual en algo pasado de moda,
al parecer más nuevo que la mayoría de las películas acartonadas
de hoy en día. A lo mejor les habría gustado menos si Wong Kar-
wai no les hubiera acostumbrado a la contemplación de rostros, al
estudio del color y la destrucción narrativa. Pero el ver películas de
Garrel, Eustache y Hellman, ya sea en la Cinémathèque o en copias
malas de vídeo, produce invariablemente el mismo efecto.
Hace no mucho tiempo, Jonathan y Kent me llevaron aparte y
me explicaron que Pialat no era en absoluto conocido en Estados
Unidos; para Norteamérica, el cine francés se acaba con la nouvelle
vague y, necesariamente, nada le sigue. No resultaría difícil demos-
trar lo contrario: después de la nouvelle vague vino lo esencial, un
cine que, en su totalidad, estaba impregnado de una necesidad vital
de experimentar, de permitir a los autores ejercitar su inventiva has-
ta el extremo, de no recurrir a ninguna solución simple, de formular
cada pregunta hasta el extremo del delirio (como en The Last Movie
[La última película] [1971] de Dennis Hopper) y lo inadmisible. Alex
ha citado uno de los momentos emblemáticos de todo esto, por una
coincidencia que ya no me asombra pero me sigue encantando, una
secuencia que también me ha ocupado durante meses: la del baile
del capitalismo en In einem Jahr mit 13 Monden cuando, en lugar de
una esperada explicación narrativa, Fassbinder se arriesga al infier-
no de la pérdida formal, gracias a lo cual puede elaborar una teoría
pasmosa sobre la renuncia humana. Aquello que inspiró colectiva-
mente el cine de los setenta (que ya nunca podré llamar post-nouvelle
vague porque es algo muy rico y autónomo): se trata obviamente de
un impactante cuidado formal relativo a la figuración de la historia,

69
e incluso si no todos los autores son tan brillantes como Fassbinder,
pocos son los que no son presa de esta preocupación.
Lo único en lo que estoy en desacuerdo contigo se refiere al
trauma teórico sufrido durante ese periodo: eso se debe a que, a
diferencia de Alex, Adrian y Kent, yo no hice estudios de cine. El
resultado es el mismo, pero el impacto emocional muy diferente.
Yo estudié literatura; cuando, saturada (pero no enfadada), decidí
cambiar de campo y centrar mi investigación en el cine, los instru-
mentos y conceptos que estaban muy en activo en este otro campo
me parecieron muy familiares: eran inevitablemente los mismos,
Barthes, Gérard, Genette, semiología y psicología. De este modo,
todo lo que yo quería aprender, lo que no pude estudiar en literatu-
ra y que me interesaba del cine, tuve que descubrirlo por mi cuenta:
la dimensión figurativa del cine (en aquel tiempo ni siquiera sabía
ponerle nombre), el tratamiento del cuerpo, el gesto, la interpreta-
ción, los efectos de la presencia, velocidad… A diferencia de Adrian,
a mí la teoría de los setenta no me había decepcionado porque no
me gustara, sino porque me parecía una cosa tan completa en sí
misma que no tenía sentido volver a ella. Para abordar el cine como
un campo de mediación figurativa, se necesitaban otros instrumen-
tos diferentes que uno podía idear a partir de textos más antiguos
(Vachel Lindsay, pero también Visible Man [El hombre visible] de Béla
Bálazs, los textos críticos de Jean Epstein, Sergei Eisenstein, Paso-
lini…) y, sobre todo, de las propias películas; comenzando con The
Killing of a Chinese Bookie, para mí el mejor tratado de todos los tiem-
pos sobre formas cinematográficas. Desde entonces, el único mé-
todo posible ha sido el empirismo de los principios: el poner siem-
pre tu confianza en la película, asumiendo siempre que una película
puede pensar tan bien como un texto teórico; lo que se convierte
en un maravilloso y exigente desafío cuando piensan exactamente
lo mismo. (Durante los últimos meses he estado trabajando sobre
Lon Chaney, y las conexiones con el psicoanálisis han demostrado
ser fuertes y bastante delicadas: ¿cómo se puede explicar que las
herramientas del psicoanálisis, tales como la castración y la asimi-
lación, no abarquen las invenciones de Lon Chaney, sino que más
bien Chaney abre un nuevo campo en las cuestiones de la com-
prensión del cuerpo?). Este método es una protección: el principio
básico es que el cine no es ilustrativo sino que tiene sus propios
poderes figurativos, que resulta necesario seguir sus propuestas tan

70
lejos como sea posible y que éstas no son «justificables» por ninguna
otra disciplina, al menos de momento. Al leer la carta de Kent, me
he dado cuenta de que este principio de «análisis libre», si lo puedo
llamar así, constituye nada menos que la otra cara del momento
en el que, como él escribió en una ocasión, «el cine tuvo que ser
invalidado por algo externo a él». Pero para mí la consecuencia es
que nada aclara tanto una imagen como otra imagen, nada analiza
una película mejor que otra película. Muchos otros cinéfilos han
realizado el mismo esfuerzo, una ruptura (más o menos dolorosa)
seguida de una renovación, en cuestiones de historia, estética, de
método: revistas como Meteor en Austria, Close Up en Italia, Cinéma-
thèque y Trafic en Francia resuenan unas en otras. ( Jonathan y Kent
no podían pensar en ningún equivalente en los Estados Unidos, lo
cual me sorprendió).
Por lo tanto, no siento ninguna animosidad hacia las teorías de
los setenta. Por el contrario, cuanto más tiempo pasa, más las veo
como una protección. Foucault y Adorno siguen siendo puntos
de referencia incuestionables y me parece que su lectura (yo fui
precoz, pero al principio realmente no entendí nada) me ha impe-
dido subscribirme a reflexiones burguesas (para siempre, espero).
Por ejemplo, me asombra cómo la mayoría de críticos de cine, con
algunas felices excepciones, rechazan las películas más importan-
tes. Ni siquiera estoy hablando de las películas de Rose Lowder o
Cécile Fontaine (que ni siquiera ven) sino de películas incontesta-
bles como The Blackout o Ma 6-T Va Crack-Er [Mi ciudad va a hacer
«crack»] (1997), de Jean-François Richet. En ambos casos, para evi-
tar la contemplación de la violencia, recurrieron (tal y como es-
cribió Adrian, que debía tener otros ejemplos en la cabeza) a una
espantosa vuelta a criterios morales, a un moralismo sin ningún
sentido político o ético (para Richet, que hizo una película indis-
pensable sobre la desgracia y la sublevación, sin concesiones) y con
ninguna discriminación formal (para Ferrara, que realizó la ele-
gía a la imagen más hermosa que el cine ha producido en mucho
tiempo, una elegía profundamente amable). En este momento, me
temo que lo mismo le ocurrirá a Docteur Chance [Doctor oportuni-
dad] (1997) de F. J. Ossang, por su exceso de belleza y poesía, sus
imperfecciones demasiado conmovedoras, y su espíritu, que parece
demasiado poderoso para el criterio de hoy en día, que son siem-
pre construcciones puramente realistas. (Yo también tengo mis

71
propios límites: jamás se me ocurriría ir a ver películas que mucha
gente me ha asegurado que son magníficas. Inmediatamente me
repelen, y preferiría ir a ver The Blade [La espada] [1995] de Tsui
Hark por décima vez).
También formaban parte del legado de los setenta muchas cosas
inaceptables, tanto grandes como pequeñas; por ejemplo, los ecos
de la excomunicación sectaria y las eternas polémicas que Adrian
menciona en su carta, escuchadas en la retórica de nuestros profe-
sores. Un profesor mío, por ejemplo, comenzaba compulsivamente
cada frase con las palabras: «Quería decir que…» seguidas de la ase-
veración de que, en general, no había nada que decir (un verdadero
logro, en el caso de Rimbaud). Debido a esto, me enseñé a mí mis-
ma a no dudar nunca antes de afirmar algo firmemente, y no tomar
nunca la más mínima precaución retórica. Mejor estar equivocada
que estar segura. A un nivel más serio, para aquellos que, como yo,
habían progresado en su cinefilia a través de la lectura de Cahiers du
cinéma a lo largo de los setenta, el interés por el cine norteamerica-
no tenía un aspecto de deliciosa transgresión.
Un día, en 1978, la víspera de mi examen de Filosofía, mi herma-
na menor (mucho más a la moda que su ortodoxa hermana mayor)
me llevó a ver Saturday Night Fever [Fiebre del sábado noche] (1977),
para «distraerme». ¡Menuda sorpresa fue el comprobar que sí, el ci-
ne norteamericano era muy bueno mostrando a gente y sencillos
sentimientos! Y uno de los espectáculos cinematográficos más con-
movedores de toda mi vida sigue siendo el ver a mi hermana peque-
ña y sus amigos bailar siguiendo los pasos de la canción Night Fever
en el garaje familiar. ¿Cuántas veces habían visto la película, hasta
aprenderse esos pasos de memoria? Bailaban para sí mismos, por
placer, pero era tan hermoso como las procesiones funerarias en los
acantilados de Bandiagara. Durante mucho tiempo, mis prejuicios
habían impedido que me gustara nada aparte de Bresson, Carl Dre-
yer y Godard, pero, de repente, cuando defiendo Mission: Impossi-
ble, frente a Jonathan y Kent, me parece que no lo hago a ciegas. La
otra consecuencia es que comencé a descubrir todo aquello de lo
que Cahiers du cinéma no hablaba, empezando por el cine experi-
mental, cuya ausencia en la cultura cinematográfica francesa sigue
siendo un malentendido nefasto.
Para decirlo claramente: los setenta fueron años de división y
«duras palabras» (como ha escrito Adrian), años en los que se llevó

72
a la práctica la consigna de Godard: «La televisión une a la gente,
mientras que el cine la divide». Ahora, y para mí ésta es la más pre-
ciosa mutación cinematográfica, hoy en día somos testigos de una
especie de expiación, no tanto una reconciliación (con todo respeto
hacia Adorno) como un rechazo de los límites establecidos y un sen-
tido más amplio de lo que constituye el arte cinematográfico por
parte de los cinéfilos. Hubo un tiempo en que el cinéfilo amaba un
género o «campo» (tal y como lo define la politique des auteurs) en
particular; hoy es posible amar tanto a Hark y Sharits (dos grandes
directores de la crueldad), John Woo y Le Grice (la obra respectiva
de cada uno sobre la velocidad explica la del otro). Conozco unos
pocos precedentes, además del libro de Amos Vogel Film as a Subver-
sive Art16. Hoy en día, sin embargo, es un hecho obvio tanto como un
deseo, algo que nuestras cartas demuestran y que la Cinémathèque
Française ha puesto en práctica cada día que ha programado pelícu-
las «impuras» de Dominique Païni y Jean-François Rauger, y que las
nuevas revistas de cine como 101 o Episodic reflejan cada mes. En el
cine, puedo encontrarme por casualidad una noche en la proyección
de la obra de Stéphane Marti al mismo tipo que al día siguiente en
Pazeekah [Corazón puro] (1970), una maravillosa comedia musical in-
dia. Los mismos jóvenes hacen retrospectivas tanto de Hark como
de los éxitos de Bresson, mientras que otros vuelven cada viernes
para ver tanto obras experimentales como películas de explotación.
Me entró curiosidad por ver las películas de una joven cineasta de la
que nunca había oído hablar, Anne Benhaïem, cuando leí la lista de
las películas que le habían inspirado, que incluía Blow Job [Felación]
(1963) de Andy Warhol, Les enfants desacordés [Los niños mal aveni-
dos] (1964) de Garrel y The Act of Seeing with One’s Own Eyes [Ver con
tus propios ojos] (1971) de Stan Brakhage17. Y a pesar de todo ello,
no es una cuestión de ecumenismo, ni de una súbita reintegración
de cines opuestos dentro de la cultura cinematográfica ortodoxa,
ni un aspecto derivado del centenario: se trata fundamentalmente
de rechazar todas las barreras dominantes, de criticar lo que nos
han enseñado, de no creer nunca ni una palabra de la comunicación
cultural estándar sobre ninguna película. Y otra ventaja es que eso
puede servir en la creación de una verdadera historia de las formas.

16
Vogel, Amos, Film as a Subversive Art, Nueva York, Random House, 1974.
17
Benhaïem, Anne, «Le court métrage n’est pas un genre en soi», en Positif, n. 432, 1997, p. 87.

73
Durante varias semanas puedo ver The Inspector [El inspector]
(1988) de Arthur Omar en la sección de Cine Experimental del catá-
logo del Museo de Arte Moderno, y Marquis de Slime [El marqués de
Slime] (1997) de Quelou Parente en una sesión alternativa de la Ci-
némathèque: dos películas asombrosas, obviamente rodadas bajo
unas difíciles condiciones de financiación y, aún así, más suntuosas
que nada de lo que hizo Cecil B. DeMille. Dos películas, sobre todo,
que pertenecen a la misma historia formal, un tipo de historia que con-
sidera el cine como una mezcolanza heterogénea, que se perpetúa
a sí misma, de teatro, cine, fotografía, tiras de cómic, arte informá-
tico... en ambos casos, un cine que es irregular y deliberadamente
pródigo. Los orígenes opuestos de estas dos películas (la primera
un panfleto político, un panegírico del cine de explotación en el
segundo caso) son obviamente menos importantes que el hecho
de que se mezclen. Entre estas dos películas, que a priori no tienen
nada que ver una con la otra, existe una relación: al compararlas
con otras obras parecidas, como las investigaciones de Jean-Michel
Bouhours o My Own Private Idaho [Mi propio Idaho privado] (1991), se
observa que desde Emile Cohl el cine es ante todo un conjunto de
técnicas variadas, y también que la técnica de morphing es una mu-
tación cinematográfica falsa, pero, aun así, una evolución normal
del sistema, que exacerba ciertos fenómenos de artificio sin recu-
rrir siquiera al procedimiento real de rodar. (Según Alain Bergala,
Rossellini inventó el morphing en la versión francesa de India [1958],
para los pasajes de transición entre los capítulos de la película, cuan-
do los animales se metamorfosean rápidamente).
Jonathan y Alex están siempre a la vanguardia y llevan a cabo el
trabajo más importante: ver películas procedentes de todo el mun-
do, distinguiendo unas de otras, y dar cuenta inmediatamente de
ellas, librando una batalla cotidiana contra las fuerzas de la indus-
tria. Ahora mismo, estoy protegida por mi fortaleza universitaria,
así que el trabajo que realizo aquí es del tipo que uno sólo puede
llevar a cabo en un lugar que está felizmente aislado del mundo
económico: ver películas sin tener que tener en cuenta sus orígenes
industriales ni sus legitimaciones culturales, no para privarlas de su
historia sino para entender, lo más claramente posible, tomando el
tiempo que sea necesario (dos años para una hora de Chinese Bookie,
pero incluso entonces íbamos muy rápido), qué es lo que realmen-
te están diciendo. Para ver que Cassavetes es uno de los grandes

74
artistas plásticos del siglo. Para comprender que Body Snatchers, que
procede del escalón más bajo de la industria de Hollywood, es una
obra mucho más experimental que las de aquellos que imitan las
magistrales películas de Jürgen Reble. Para ver que Sharits y Hell-
man lograron al mismo tiempo las mismas formas de destrucción
plásticamente hermosas, pero con fines radicalmente distintos.
Para comprobar cómo Al Razutis y Godard pensaron al mismo
tiempo en crear una historia del cine en su propio medio, sin saber
el uno del otro. ¿A qué fin sirve esto? E incluso si yo no creyera
en la posibilidad de una historia formal objetiva (pero creo firme-
mente en ella, ya que las palabras «obra abierta» se repitieron sin
cesar durante los setenta, y el pensamiento dio forma y extendió la
idea de que en una obra de arte podía decirse cualquier cosa y que
todo era correcto), al menos sirve para demostrar que las películas
son hermosas e interesantes, siempre más ricas de lo que uno pien-
sa que son y no necesariamente en la forma en que uno había creí-
do que lo serían, para encontrar más placer y encontrarlo en todas
partes, tanto en la fascinante V.W. vitesses women [V.M. velocidades
mujeres] (1972-74) de Claudine Eizykman como en la muy emotiva
Dans les coulisses du clip «California» [Detrás de las cámaras del videoclip
«California»] (1996), un documental sobre el rodaje de Ferrara de un
videoclip de Mylène Farmer.
No creo que se trate de un tema de eclecticismo. Creo que el
cine, para nosotros, es, ante todo, un conjunto de experiencias psí-
quicas y que así es como se relaciona con lo real. Está la experiencia
del cliente de Kent en el videoclub («Algo grande y lujoso en lo
que pueda realmente sumergirme»; personalmente lo encuentro
encantador); están las experiencias de las que Jonathan habla en su
libro Moving Places, en particular el conjunto formidable de distintas
descripciones de On Moonlight Bay [En la bahía a la luz de la luna]
(1995), vista en diferentes momentos de su vida.
Este año, un inquieto estudiante me planteó una pregunta preo-
cupante: «¿Qué hay que hacer para analizar una película?» (preocu-
pante porque la pregunta habitual suele ser «¿Cómo analiza uno
una película?» o «¿Cómo puedo hacerlo?»). Al menos tal y como
yo puedo explicarlo, en mi caso hago dos cosas: primero, tengo
confianza en la película (lo cual es fácil); luego, intento reconocer
lo que no entiendo (lo cual es muy difícil). Así, las películas más
importantes para mí siguen siendo aquellas que no comprendí

75
cuando las vi por primera vez, las películas que exigían de mí un
gran esfuerzo antes de poder amarlas: películas «strombolianas»,
ya que la primera de éstas fue Stromboli [Stromboli, tierra de Dios]
(1949), al principio imposible de ver debido a mi pasado anticleri-
cal y porque en aquel tiempo, confundiéndola con La Terra Trema:
Episodio del Mare [La tierra se mueve: episodios del mar] (1948), no
entendía realmente cómo la divina gracia podía resolver los pro-
blemas de los pescadores… Éstas son películas que resisten, que
uno debe superar al modo que Ingrid Bergman escaló su volcán, y
esto te cambia para siempre: Stromboli, Mission: impossible, Nice: À
Propos de Jean Vigo [Niza: a propósito de Jean Vigo] (1983) de Oliveira.
Hay también películas apetitosas, que te permiten descubrir, de
forma inesperada, todo un mundo: Saturday Night Fever en el cine
comercial norteamericano, Schwechater (1958) del cine experimen-
tal, Hard-Boiled (1992) en el cine de Hong-Kong. Están las películas
que te acompañan a lo largo de tu vida (L’atalante [1934], Fran-
cis, God’s Jester [Francisco, juglar de Dios] [1950], By the Bluest of Seas
[En la orilla del más azul de los mares] [1936]; la película con la que,
instintivamente, comparas todas las demás (Adebar [1957]); la pe-
lícula que permanece en tu cabeza como una canción popular y en
la cual las imágenes familiares vuelven una y otra vez del mismo
modo que tarareas un estribillo (King of New York [Reyes de Nue-
va York] [1990]); aquellas que no puedes volver a ver de lo mucho
que te han encantado (Le Mépris [El desprecio] [1963]); aquellas que
entiendes en fragmentos, poco a poco, a lo largo de toda una vida
(Faces [Rostros] [1968]); aquellas que esperas entender algún día
(Cockfighter); aquellas que debes esperar a que cobren más fuerza
(Epileptic Seizure Comparison [Comparación de ataques epilépticos]
[1976]); aquellas que te dan de pronto todo lo que necesitabas (Ani-
mated Picture Studio [Estudio de imágenes en movimiento] [1904], The
Killing of a Chinese Bookie)… Sin embargo, nunca me he encontrado
con una película que me hiciera alejarme del cine. Y Adrian tie-
ne absolutamente toda la razón, luego están las películas de Jean
Rouch, en las que uno encuentra todas las otras. Y tantas, tantísi-
mas otras experiencias, porque, en definitiva, a mí el cine me pare-
ce inagotablemente generoso.
También debería decirse que hoy en día hay muchas otras for-
mas y prácticas más allá de las de nuestro grupo (marginal) dentro
de la cultura de la cinefilia, que casi siempre es contracultural ya

76
que sigue siendo una tribu de criaturas muy diferentes y a menudo
inadaptables al mundo social; que la idea de generación es útil en
lo que pueda ayudar a definir qué es lo que nos determina, quera-
mos o no, pero que esto también constituye un tipo de técnica fácil
que uno debe refutar. Queridos amigos, disculpadme, esta carta es
demasiado larga: quiero que veáis aquí sólo vuestras reflexiones y
la afectuosa atención que han suscitado. Desde que os conozco, me
encuentro en el mismo estado que Tom Courtenay, el personaje
principal de The Loneliness of the Long Distance Runner [La soledad
del corredor de fondo] (1962), quien quema los pagarés que le habían
dado a cambio del amor de su padre: «He aprendido mucho últi-
mamente… Pero no sé exactamente el qué». Por ésta y tantas otras
cosas, os mando un beso fuerte.

Nicole

París, 25 de septiembre de 1997

Para los Cuatro Mosqueteros de la nueva generación, y para mi


viejo amigo Jonathan:

Sumergirse en vuestras cartas es como forzar la entrada de una


casa. Incluso si al principio soy vuestro partidario más devoto (y
de hecho soy la siguiente entrega en la serie comenzada por Jona-
than y seguida por cada uno de vosotros), las cartas me provocan
angustia. Esta angustia nace de la lógica imposible de gustos, senti-
mientos y circunstancias personales (una vez, eso sí, que propongo
las mías para tratar mejor las vuestras). ¿Cómo puede uno conju-
gar, por ejemplo, la lista de Adrian con las películas de los ochen-
ta más importantes para él (Sans soleil, The State of Things, Passion,
Toute une nuit, L’hypothèse du tableau volé; ésta podría ser mi lista,
especialmente en lo que se refiere a Marker y Godard) con el riesgo
lógico que Kent corre al unificarlo todo finalmente en Cassavetes
(aquí, de pronto, me siento excluido, y esto no es un juicio sobre

77
la obra)? ¿Cómo te ubicas a ti mismo en la corriente que atraviesa
las cartas de Alex, generosa y que lo abarca todo, y aún más las de
Nicole, que te desorienta, no porque no sepas cómo amarlas, sino
porque realmente es demasiado, el entender la ley o el deseo (es
todo una misma cosa), el credo político o artístico, que gobierna
esas olas afectuosas de nombres y títulos?
Como Nicole, no me gustaría dar demasiado crédito a la idea
de las generaciones, incluso si no puedo olvidar la convicción de
Serge (lo siento, «Daney» es demasiado) de que nuestra generación
(suya y mía) no ha hecho realmente su trabajo en lo que se refiere
a la nouvelle vague y las grandes obras intelectuales que le fueron
contemporáneas. Así que, de todos modos, estamos limitados por
generaciones, a pesar de la soledad de cada uno. Creo, por ejemplo,
que nunca he entrado en un videoclub para comprar una película.
En realidad, sólo ocurrió una vez: hace muchos meses, corrí a una
tienda FNAC para buscar Miss Oyu (1951) de Kenji Mizoguchi, que
nunca había sido emitida por televisión. Tenía que presentar la pri-
mera secuencia de la película en la Cinémathèque Française, y te-
nía que repasarla de nuevo, con paciencia, plano a plano, lo mismo
que cuando uno se sienta a trabajar18. Pero comprar una película,
simplemente para verla, jamás. Compras una entrada, un asien-
to en la oscuridad, pero no una película. Aunque yo fuera el pri-
mero en decidirme a estudiar películas en vídeo, y en comprar uno
de los primeros reproductores VCR que llegaron a París, al menos
según el mito, éste fue solamente un instrumento de trabajo, para
la crítica y la teoría. La televisión no es visión. Marker lo dice muy
bien en su CD-ROM Immemory [Inmemoria] (1997), citando y am-
pliando a Godard: «El cine es aquello más grande que nosotros; tie-
nes que alzar tus ojos hasta él… En televisión puedes ver la sombra
de una película, el rastro de una película, la nostalgia, el eco de una
película; pero nunca una película». Eso no significa que no puedas
llorar delante del televisor, pero se llora en primer lugar en el cine,
en su inmensa sombra. Kent me aclara algo sobre Tarantino: su
cine es verdaderamente el cine de la peor amnesia, que cree que
está siendo visto por primera vez, y que no conoce el peso real de
una imagen, lo que explica su llamativa irresponsabilidad ética.

18
Véase Bellour, Raymond, «Figures aux allures de plans» en Aumont, Jacques (ed.), La mise
en scène, Bruselas, De Boeck, 2000, pp. 109-126.

78
Otro mal a mis ojos (y oídos) comenzó en el cine casi desde el
momento en que se «petrificó», como Jonathan dice a propósito
de otra cosa totalmente distinta, en el ámbito de la música. La
línea divisoria que Kent traza aquí es implacable. Naturalmente,
no estoy hablando de Straub y Huillet, ni tampoco de los montajes
de Godard, intolerablemente bellos, ni de Cassavetes, en el que la
música está tan viva porque forma parte del cuerpo de la imagen y
de la historia de los cuerpos que la motivan. Me refiero a todas esas
películas que llegarán después de ellos en las que la secuencia del
título sirve como anuncio para las compañías de discos; un digno
reconocimiento, ya que la música acaba adquiriendo a la imagen.
Siento nostalgia de aquellas películas en las que el sonido se atrevía
a aparecer sin música (o casi): La mort en ce jardin [La muerte en este
jardín] (1956), donde Buñuel nos hace escuchar un bosque, y The
River [El río] (1997) de Tsai Ming-liang, tan atrevida en su carencia
de música diegética, y donde, sin embargo, el sonido imbuye al
fotograma y da lugar a una película brillantemente desprovista de
acontecimientos externos. Sin embargo, confieso que sí me com-
pré un Mustang en los años setenta, en Estados Unidos, para ha-
cer la carretera, como en las películas, especialmente las películas
norteamericanas, y copiar la música ubicada, cantada y entregada
a cada toma, antes de que las películas se identificaran a sí mismas
con los actores que encarnan el sonido.
Otra brecha generacional, sin duda la más evidente. Hacia el
final de los sesenta, se dio la mera ilusión de que el cine no era
tan vasto, ni en su historia ni en su geografía. En los cincuenta, un
adolescente intrépido y obsesionado todavía podía creer, de forma
inocente, que era posible «conocer el cine», ser capaz de hacerse
con un amplio terreno en este mundo infinito en el que la cinefi-
lia podía regir como una conspiración. Serge lo expresó muy bien:
«Existe el cine norteamericano, y luego está el resto». También
dijo: «El cine norteamericano, menuda redundancia». Escribió, por
ejemplo, en las primeras anotaciones recogidas en L’exercise a été
profitable, Monsieur:

Los actores son la carne y el hueso del cine. Pero también son la
realidad suprema de la sociedad norteamericana. Es en este sentido
que el cine es, en cierta forma, espontáneamente norteamericano,
de igual modo que muchos de los actores que acabo de citar son

79
norteamericanos. Son también sus nombres los que uno cita hoy
en día, entre amigos, como si América, a finales del periodo de la
posguerra, se hubiera adueñado del secreto definitivo de nuestra
identidad19.

De esta forma, la cinefilia francesa fue norteamericana desde


el principio. «¿Cómo puede uno ser Hitchcock-Hawksiano?». Es una
cuestión teórica, pero, aún más, territorial. Esto es lo que me dife-
rencia necesariamente de Jonathan, para el que la cinefilia nació, co-
mo en todos los demás, a través de la nouvelle vague, pero quien,
como norteamericano, toma la propia nouvelle vague como un ob-
jeto de la cinefilia; mientras que el cinéfilo, en el sentido histórico
y francés del término, educa su mirada en el cine norteamericano
como un mundo cerrado y encantado, un sistema de referencias
suficiente para interpretar el resto. «Cuando Mel Ferrer se apoya en
el balancín, ¡es sensacional!». Cuando conocí a Patrick Brion, en la
época en que hicimos nuestro libro sobre western de los años sesen-
ta, él veía casi exclusivamente cine norteamericano. Pero veía todas
las películas, lo sabía todo de cada una de ellas. Más allá, diría uno,
del amor, el conocimiento, la pasión, el pensamiento, la cultura del
cine; quizá de la cinefilia, en el propio sentido de la palabra. Aunque
tal vez existan dos cinefilias, del mismo modo que he propuesto
recientemente (con motivo de la conferencia en la que proyecté
Miss Oyu) que hay dos mises en scène, que deben ser diferenciadas.
Por un lado, está la mise en scène que corresponde tanto con una
época como con una visión del cine, un determinado tipo de creen-
cia en la historia y la trama, una mise en scène que debe distinguirse
claramente de otras formas de ordenar las imágenes que a menudo
se confunden con ella y fluyen a través de ella (mise en plans [plani-
ficación], mise en place [localización], mise en pages [puesta en pági-
na], mise en phrases [diálogos], mise en images [puesta en imágenes]
y especialmente mis en plis [escenografía]). Luego la mise en scène
es como un término general que abarca el mundo escenográfico
común a todas las películas de ficción.
Mi cinefilia, que no tiene nada de original, consistía, en un prin-
cipio, en rastrear los alrededores de Lyon buscando cines donde pu-
sieran películas norteamericanas horriblemente dobladas (lo que

19
Daney, Serge, L’exercise a été profitable, Monsieur, París, P.O.L., 1993, p. 15.

80
también me permitió descubrir L’amour est plus fort [Te querré siem-
pre], como se tradujo Viaggio in Italia [1953]). Ésta es la razón por
la cual me cuesta imaginar una cinefilia totalmente ilimitada, que
tome el mundo entero de la cinefilia como su ámbito, la cinta de
vídeo como su herramienta cómplice (por lo menos hasta que apa-
rezca algo mejor), la televisión como su espacio de tránsito, y el
museo como su referente ideal. Como de costumbre, Godard lo
definió cuando dijo de la nouvelle vague que, de principio a fin, había
convertido el cine en historia del arte de forma definitiva.
Pero ésa no es realmente la esencia de lo que tus cartas quieren
decir, y de lo que uno podría responderles (tomándolas insultan-
temente como un conjunto cuando son tan singulares). Debería-
mos volver al pasaje de Nicole que Jonathan citó en «Comparai-
sons à Cannes» [«Comparaciones con Cannes»], cuando formuló
por primera vez la idea de vuestro conciliábulo, encontrando en él
«una formulación reciente de lo que creo que son los gustos de este
grupo»:

Si Warnung vor einer heiligen Nutte [Atención a esa prostituta tan que-
rida] (1970) de Fassbinder, a pesar de ciertos esquemas y motivos
comunes, no constituye un eslabón entre Le Mépris y The State of
Things [El estado de las cosas] se debe, fundamentalmente, a que no
se trata realmente de una película reflexiva. En ese aspecto está más
cerca de Elle a passé tant d’heures sous les sunlights [Ella ha pasado tan-
tas horas bajo el sol] (1985), su tema no es el cine sino el cuerpo, su
material no es una imagen sino el actor, su problema no es la repre-
sentación sino el poder 20.

Esto me ayuda a comprender en vuestras cartas (a pesar de Alex)


una cierta exclusión, o por lo menos una subordinación, de todo un
cine que no sé realmente cómo denominar. Llamémoslo, chapuce-
ramente, un cine de la palabra, del discurso, del intento crítico, de la
disociación, el pensamiento, el aparato crítico, el cerebro, como di-
ce Deleuze (tengo que citarle ahora, como veis). Las grandes ausen-
cias (o casi) de su lista de éxitos son, por ejemplo, Alain Resnais,
Marker (incluso si Sans soleil alcanza dos veces una buena posición,

20
«L’acteur en citoyen affectif», en Brenez, Nicole, De la figure en général et du corps en particu-
lier. L’invention figurative au cinema, Bruselas, De Boeck, 1998, pp. 243-252.

81
gracias a Adrian y a Alex), Marguerite Duras, Hans-Jürgen Syber-
berg, Straub y Huillet (la tríada ejemplar de Deleuze al final de La
imagen tiempo). Resulta llamativo que, de las películas de Eustache,
ninguno escojáis las películas incluidas en su aparato crítico, como
Une sale histoire [Una historia sucia] (1977) o Les photos d’Alix [Las
Fotos de Alix] (1980); en vez de eso escogéis su película más corpo-
ral, Mes petits amoureuses [Los pequeños enamorados] (La Maman et la
putain se mueve en un doble registro). Lo mismo ocurre con el mi-
nimalismo de Akerman: vuestras elecciones no hablan de sus pe-
lículas más discursivas. Y mientras que mencionáis tantas películas
y directores, Stanley Kubrick no está nunca entre ellos, ni João Cé-
sar Monteiro, y apenas Tarkovsky, Moretti o Kiarostami. Y Godard
asume el papel de Dios presente/ausente en vuestro intercambio
(a pesar de Nicole…). En resumen, es un poco como si hubierais
partido por la mitad el capítulo titulado: «Cine, Cuerpo y Cerebro,
Pensamiento», de La imagen tiempo. Si miráis más de cerca el rasgo
característico, como Kent se atreve a hacer por el bien de la clari-
dad, y si tomáis como guía la fórmula de Nicole, se roza una espe-
cie de punto ideal, el del cine de los cuerpos. Éste sería entonces el
garante del cine, con Cassavetes como protagonista, y el corredor
de apuestas chino21. Lo que me cuesta entender, o quizá admitir,
no es tanto este gusto violento (yo también lo comparto, ya que en
nuestra cinefilia sin límites todos compartimos prácticamente todo)
como la tendencia a erigirlo como una referencia-preferencia inte-
lectual y apreciable. Yo me aventuraría a decir que, aunque no sea
obvio de forma inmediata, esto concuerda perfectamente con el tan
legítimo, y en cierta forma militante, deseo de reinsertar el cine de
vanguardia (Alex) o el cine experimental (Nicole) en la cultura cine-
matográfica mundial. Su ausencia en la cultura cinéfila francesa fue
un «malentendido nefasto», como dice Nicole. Es escandaloso, pero
tiene una explicación. Se debe a que en el cine se han demandado
mucho más una visión del mundo y un tipo de comportamiento
que no están satisfechos ni con las hechuras características del arte
ni con un sentido demasiado purificado de la corporalidad.
Curiosamente, me viene a la mente la palabra «civilización».
Una palabra mucho mayor que el cine, su vida o muerte, pero que,

21
Chinese bookie en el original, aludiendo así al título de la película Killing of a Chinese bookie
(N. de la T.).

82
en sí misma, es también interior. Hay un nombre que acompaña
esta palabra: Manoel de Oliveira. Lo mencionáis poco: Adrian una
vez, por la necesidad de salvarle como artista (pero qué suerte, si
es en vídeo); Nicole también, en la lista final de sus películas indis-
pensables (pero sin verdaderas consecuencias, si no es para hacer
referencia a la mirada documental, tan poco presente en vuestras
cartas). Como sabéis, es el cineasta de mayor edad que sigue traba-
jando hoy en día; en este mismo momento, está terminando una
difícil película compuesta de tres historias (Inquiétude [Inquietud],
1998). Podría ser el mejor, si es que esta palabra significara algo. Re-
cuerdo que cuando entrevistamos a Oliveira para Chimères, Serge
llegó y dijo, medio en broma y medio en serio, antes de hacerle los
honores: «Mirad, el más grande cineasta vivo». La preocupación de
Oliveira es, por decirlo simple y llanamente, el destino del mundo,
cómo vivir y morir, sobrevivir en armonía con la lógica de un país
antiguo y con prestigio, que tuvo la suerte de descubrir el mundo
cuando merecía la pena ser descubierto, y el extraño destino de
haber escapado a los peores conflictos de este siglo, en parte gra-
cias a una dictadura vil y cruel. Él es, creo, el único director que
sabe cómo contar, en una sola película, la historia de su país desde
su fundación, a través de un mito melancólico, hasta el final de su
imperio (Non ou a vã glória de mandar [No o la vana gloria de mandar],
1990). Para Oliveira es su país; basta con ver O pintor e a Cidade [El
pintor y la ciudad], un corto de 1956, para entender lo que significa
vivir en una ciudad en la que uno ha nacido (Oporto), y compren-
der el verdadero límite entre los juegos del arte y los de la vida.
El saber cómo correr un gran riesgo, con una maestría disparatada
pero discreta, a través de unos cincuenta planos de la vida cotidiana
en un documental sobre una figura menor del Neoimpresionismo:
esto denota una sensibilidad y un humor formalmente seguros.
Además de la enorme belleza de las imágenes y de una impresio-
nante visión de las capacidades del plano y del montaje, Oliveira
muestra en todas sus películas un profundo sentido de la cultura
y el arte, de su lugar en la vida cotidiana, así como en la memoria
colectiva. En pocas palabras: es un gran artista, inmenso, y, sobre
todo, un hombre profundamente civilizado, que es hiperconsciente
y está aterrado porque su civilización se está acabando, su país está
sucumbiendo ante Europa, y Europa es el camino más corto hacia
América (acordaos del monólogo de la vieja campesina en Viagem

83
ao princípio do mundo [Viaje al principio del mundo] [1996], o el cómico
montaje teatral de una representación del «Misterio de la Pasión»
en un pequeño pueblo en Acto de primavera [1963]). Mientras que en
Godard la civilización se alcanza mediante la cultura, en Oliveira la
cultura surge, de manera natural, de la civilización. A propósito,
Godard, el provocador par excellence, se mostró incómodo en el cur-
so de una entrevista que había solicitado con un Oliveira divertido e
inalterable. Extraño al mundo del trabajo intelectual profesional, a
Oliveira, sin embargo, sí que le importa lo que tantos cineastas ne-
garían: nuestra entrevista tuvo lugar a causa de su deseo expreso de
conocer a Deleuze (que ya estaba en franco declive), para entender
así lo que él pensaba del Tiempo, y cómo esto podría relacionarse
con su cine.
Ya no sé exactamente qué estoy tratando de decir al seguir ha-
blando de Oliveira. Simplemente, que es alentador que haya existi-
do y exista todavía, y que uno siente con él, como con la mayoría de
los grandes directores, que el cine es al mismo tiempo mucho más
y mucho menos que él. Respecto a Rossellini se siente lo mismo,
pero de forma bastante diferente, lo que explica por qué él podía
creer que el cine no era la cumbre de la civilización y por qué prefi-
rió renunciar a él por la pedagogía de la televisión.
A diferencia de la vida real, la vida del espectador, o incluso del
crítico, no te obliga realmente a elegir. Pero si realmente tuviera
que hacerlo, me quedaría con Oliveira antes que con Cassavetes; la
civilización y su malestar por encima del cuerpo y sus deseos. Por-
que el cuerpo permanece en el corazón de la civilización (no puede
evitarlo), pero eso mismo no ocurre a la inversa.
Tuve la suerte de pasar tres días en el escenario real, impresio-
nantemente hermoso, de la película de Oliveira O Convento [El Con-
vento] (1995). Pensé mucho en lo que había logrado realizar allí,
incluido el hacer creíbles a dos estrellas de renombre internacional
(Catherine Deneuve y John Malkovich) en una película absoluta-
mente local. Mientras estuve allí, releí vuestras cartas por primera
vez, lo que sin duda explica todo esto.
Podría haberlo abordado de forma diferente. Podría haberos
contado, por ejemplo, los varapalos que ha sufrido mi antiguo amor
por el cine de Hollywood al ir viendo las nuevas nuevas películas
norteamericanas, más abiertas, que se producían. El periodo de los
estudios, entre el final de la conquista del Oeste y el comienzo de

84
la guerra de Vietnam, debió de ser el único momento en que Esta-
dos Unidos fue un país civilizado, cuando todavía podía afirmarse
a sí mismo, a pesar de toda su carga ideológica, como un país entre
los demás, antes de convertirse, insufriblemente, en la ley para to-
dos los demás. El cine norteamericano reina hoy de forma suprema
en virtud tan sólo de la tecnología y el capital, a pesar de Hellman,
de Ferrara, de Burton, de Dead Man (a la que Jonathan hace bien en
mencionar). Podría haberos preguntado cuánto y, especialmente,
cómo esta lógica de las nuevas pasiones cinematográficas que in-
tentáis evocar afecta (o no) a vuestra imagen de aquellos cineastas
que yo llamaré, a pesar de todo, trascendentales; aquellos que han
alcanzado el nivel de figuras supremas e inigualables, y a los que
mencionáis tan poco, como si ya no pertenecieran al mismo mundo
(yo mismo tengo a veces esa horrible impresión): Murnau, Dreyer
(desde Vampyr [1932] hasta Gertrud [1964]), Buster Keaton, Lang,
Hitchcock, Von Sternberg, Ozu, Mizoguchi, el Bergman de Persona
(1966), Ghatak, Bresson (a pesar de Kent, a pesar de Nicole…). Po-
dría haberos repetido cómo siempre me he sentido muy unido al
cine que asume la tarea de hablar de los estados del mundo, como
gran parte de la civilización: desde Nuit et brouillard [Noche y niebla]
(1955) a Straub y Huillet, desde el cine-ensayo de Marker hasta Le
gai savoir (1968), desde Le camion (1977) hasta Ludwig’s Cook [El coci-
nero de Ludwig] (1974) o Puissance de la parole [El poder de la palabra]
(1988). Estoy pensando en la verdad y la ficción documentales, que
hoy en día se reinventan constantemente a sí mismas frente a los
silencios parlanchines de la televisión. Necesitamos el texto tanto
como la imagen, la voz tanto como el cuerpo. Juntos, componen
una figura. Quizá la imagen de Rouch, presentada tan vívidamen-
te por Adrian y evocada de nuevo por Nicole, servirá a través de
vuestras cartas para compensarlo, para envolver el mismo cuerpo
informado en y por el discurso. Finalmente, podría haberos dicho
cómo hoy en día encuentro increíblemente interesante, estética y
antropológicamente, todo el «cine de pasajes» (que he denominado
«entre-imágenes»), que reconoce no sólo la impureza esencial del
cine, sino también una impureza mucho mayor que puede llegar
tan lejos como para transformar la misma idea del cine, y que, lejos
de la muerte del mismo, lo pone en el futuro del pasado, entre la
fotografía, la pintura, la literatura y la música (que es donde se en-
cuentran ciertas obras experimentales, especialmente el videoarte,

85
y los nuevos usos tecnológicos de las grandes películas norteameri-
canas, como la animación por ordenador; admito que me emocio-
nó la carta de Alex cuando menciona, casi al final, el IMAX, y hace
referencia a Jeff Wall, que es testigo de esos estados inciertos que
están por venir). Immemory, como dice Marker; toda la memoria
del mundo, sin fin y en todas partes, da siempre más y menos que
el cine.
Os confío estos fragmentos de historia personal. Es una forma
de deciros que vuestras cartas me han llegado tanto como me han
intrigado. Conozco a Jonathan desde hace veinte años, a Nicole
desde hace ya mucho tiempo, a Alex y Kent de forma más reciente,
y a Adrian sólo a través de textos intermitentes. Está claro que este
tipo de ejercicio, con la excusa de dirigirse uno mismo a los demás,
termina por obligarnos a nosotros mismos. Cada uno de los que
estamos en el comité editorial de Trafic podría haber escrito una
carta a su manera, que sería, creo, al mismo tiempo tan y tan poco
considerada como la mía. Con gran afecto, os agradezco por estar,
a través de nosotros, «entre-escrituras»22, y a Jonathan, nuestro fiel
traficante, por haber iniciado este movimiento.

Raymond

22
El juego de palabras entre «cine de pasajes», «entre-imágenes» y «entre-escrituras» se apre-
cia teniendo en cuenta que, en 1989, Bellour dirigió un espectáculo llamado «Passages de
l’image», basado en las conexiones y contaminaciones entre distintos tipos de imágenes y,
posteriormente, publicó una colección de ensayos sobre cine, vídeo y fotografía titulada
L’Entre-Images: photo, cinéma, video [Entre-imágenes: fotografía, cine, vídeo], París, La Diffé-
rence, 1990; a la que siguió L’Entre-Images 2: mots, images [Entre-imágenes 2: palabras, imáge-
nes], París, P.O.L., 1999 (N. de la T.).

86
Espacios abiertos en Irán
Una conversación con Abbas Kiarostami
Jonathan Rosenbaum (con Mehrnaz Saeed-Vafa)

El protagonista de Abbas Kiarostami en Taste of Cherry [El sabor de


las cerezas] (1997) es un hombre de unos cincuenta años llamado
señor Badii que está pensando en suicidarse por motivos descono-
cidos, que conduce alrededor de las colinas que hay a las afueras de
Teherán buscando a alguien que le entierre si logra su propósito
(su plan es tomar somníferos) y que le saque del agujero en la tierra
que ha escogido, en el caso de que falle. A lo largo de una tarde,
recoge a tres pasajeros y le pide a cada uno que realice esta tarea a
cambio de dinero: un joven soldado kurdo, un seminarista afgano
algo mayor que él, y un taxidermista turco aún mayor. El solda-
do huye asustado, el seminarista intenta convencerle de que no se
suicide y el taxidermista, que también intenta hacerle cambiar de
opinión, accede a su pesar, ya que necesita el dinero para cuidar a
su hijo enfermo. El terreno que el Range Rover de Badii atraviesa
repetidamente, en círculos, está reseco, lleno de polvo y sembrado
de feas obras y ruidosos bulldozers, aunque el lugar que ha escogi-
do para ser enterrado está relativamente tranquilo, limpio y desha-
bitado. Deciden que el taxidermista acudirá a la ladera designada
al atardecer, llamará dos veces a Badii, lanzará un par de piedras

87
al agujero para asegurarse de que Badii no está dormido y, si en-
tonces no hay ninguna respuesta, echará tierra sobre su cuerpo y
recogerá el dinero que Badii le habrá dejado en su coche aparcado.
Esa misma noche, más tarde, Badii sale de su apartamento, se
dirige en medio de la oscuridad al lugar designado y se tumba den-
tro del agujero, desde donde oímos el ruido de una tormenta y los
aullidos de los perros callejeros. La pantalla funde a negro. A con-
tinuación, en un epílogo, vemos a Kiarostami en el mismo lugar,
a plena luz del día, con su equipo de cámara y sonido grabando a
unos soldados haciendo footing y coreando canciones en el valle.
Homayoun Ershadi, el actor que interpreta a Badii, enciende un
cigarrillo y se lo tiende a Kiarostami justo antes de que éste anuncie
que la toma se ha terminado y que están listos para la toma de soni-
do. La cámara se entretiene con el viento en los árboles, que están
en flor, y con los soldados y el equipo de rodaje, antes de alejarse
para enfocar a un coche que desaparece por la carretera. Al son
de Louis Armstrong interpretando una versión instrumental de St.
James Infirmary aparecen los créditos finales.

Fax enviado por Jonathan Rosenbaum a Abbas Kiarostami


18 de noviembre de 1997

Querido Abbas (si me permites):

Me he decidido a escribirte esta carta a causa de la inquietante


noticia, que hace poco he escuchado, de que has decidido borrar la
secuencia final de Taste of Cherry en la versión de la película que se
va estrenar en Italia. También he oído que existe el peligro de que
cortes la misma secuencia cuando la película se estrene en Estados
Unidos. Debo confesar que cuando oí esta noticia sufrí un profundo
sentimiento de pérdida; como si algo que amara me hubiera sido
arrebatado repentinamente. Y me gustaría intentar persuadirte de
que no toques ni un fotograma de tu obra maestra.
He visto Taste of Cherry tres veces (dos en Cannes [en mayo de
1997] y una en Nueva York [en octubre de 1997]) y aunque la consi-

88
dero una de tus mejores obras, con o sin el final en vídeo, creo que
tan sólo con el final tal y como está ahora puede calificarse como tu
mejor película. No pretendo explicar en una carta todas las razones
por las que me siento así; aunque intentaré hacerlo cuando la pe-
lícula llegue a Chicago y escriba sobre ella en mi periódico. Por aho-
ra, sólo puedo recalcar que considero el final como un regalo muy
especial para la audiencia; un regalo que tiene consecuencias com-
plejas y profundas en cuanto a cómo cada espectador acepta todo
lo que precede en la película a ese final. Sin que éste empobrezca
el resto de la película, le permite resonar en un mundo más am-
plio, más libre, y permite al espectador percibirla de una forma más
completa. Debo añadir que no creo que esta opinión sea una in-
terpretación meramente «norteamericana» u «occidental»; [la pro-
fesora, escritora y cineasta iraní, residente en Chicago] Mehrnaz
Saeed-Vafa, por ejemplo, está completamente de acuerdo conmigo
sobre la importancia absolutamente vital del final en vídeo. (Acabo
de hablar con ella por teléfono, y me ha pedido que te diga que ella
opina tan fervientemente como yo sobre este tema).
Sé que Taste of Cherry es una obra profundamente personal para
ti, y no me atrevería a suponer las razones por las que el final en
vídeo te preocupa. Pero sí creo que muchos de los grandes artistas
son capaces de producir obras que «comprenden» más de lo que
a veces ellos mismos entienden como individuos; supongo que es
por eso por lo que Gógol destruyó la segunda parte de sus Almas
muertas después de escribirla, porque su novela, de una forma mis-
teriosa, sabía más que él. Sería estúpido por mi parte, sin conocerte,
especular por qué estás reconsiderando el final de Taste of Cherry.
Pero creo que algo sé sobre tu obra, y sigo prestando atención a la
sabiduría que imparte. Humildemente te pido que escuches a esta
misma sabiduría, y que permitas que le hable a otros.

Atentamente (y con esperanza):


Jonathan Rosenbaum

89
Fax enviado por Abbas Kiarostami a Jonathan Rosenbaum
20 de noviembre de 1997

Querido Jonathan (si me permites):

Acabo de volver de un largo viaje y he recibido tu fax. Aprecio


tu preocupación y también tu opinión sobre el cine y sobre yo…1
Respecto a la secuencia final, tienes toda la razón y tengo que
decir que no se supone que deba cortarlo o cambiarlo para nada, ni
en mi país ni en ningún otro lugar. Acabo de ver la versión doblada
de mi película en Italia y he decidido proyectar en varias ciudades la
versión con y sin el final en vídeo. Algunos cines exhiben la pelícu-
la con el final en vídeo y otros sin él. Se trata sólo de una especie de
juego, hecho a partir de la película… un juego con el que puedes
ver las reacciones del público después de dos finales distintos… ha-
blando con franqueza, me gusta este juego… es muy interesante,
como el cine…
La vida hace valer la pena experimentar todo una vez. Si alguna
vez pudiéramos conocernos, te contaría más a este respecto.
Así que, aseguro de nuevo, el final será el mismo.
Gracias por tu interés.

Atentamente,
Abbas Kiarostami

Recuerdos a Mehrnaz

Unas breves palabras sobre lo anterior: mi carta no fue pensada pa-


ra ser publicada, sino que surgió como respuesta a mi preocupación
por haber escuchado, en primer lugar, que muchos críticos (tan-
to iraníes como norteamericanos) estaban tratando de convencer

1
En la traducción al español se han respetado en lo posible los errores gramaticales de la
carta original en inglés (N. de la T.).

90
a Kiarostami de eliminar el final original de Taste of Cherry (que a
veces llevaba por título The Taste of Cherry cuando se proyectaba en
festivales) y, en segundo lugar, que Kiarostami acababa de hacerlo
en Italia; lo que para mí implicaba que podría hacer lo mismo cuan-
do se estrenara la película en Estados Unidos. Me pareció extraor-
dinario que los críticos que habían visto la película sólo una o dos
veces pudiesen terminar siendo los árbitros últimos de obras en las
que los cineastas trabajan durante años. De hecho, los recientes y
perjudiciales cambios de montaje de otras películas, motivados por
las críticas en revistas del gremio, demostraban que esta práctica
iba en aumento.
Merece la pena añadir que las proyecciones en Italia de la pelícu-
la sin el final demostraron ser más populares que las proyecciones
con dicho final, y después de que Kiarostami se marchara de Italia,
a pesar de su deseo de que la película se proyectara en ambas ver-
siones, el distribuidor optó por exhibir sólo la versión sin el final.
(Por lo que yo sé, esta versión más reducida no se ha proyectado en
ninguna otra parte del mundo, pero es difícil estar seguro de ello)2.
Antes de nuestro intercambio epistolar por fax, apenas conocía a
Kiarostami. Saeed-Vafa (una cineasta que le conocía desde que asis-
tió a la proyección de su primer largometraje, Report [Informe], en
Teherán en 1977) nos había presentado y nos había servido de in-
térprete durante una breve conversación en el Festival de Cine de
Toronto de 1992 y, posteriormente, tan sólo nos habíamos saludado
en otros dos o tres festivales, y después hablamos de nuevo breve-
mente (con Mehrnaz de nuevo como intérprete) en el Festival de
Cine de Nueva York en octubre de 1997. (Mehrnaz y yo habíamos
colaborado, junto a algunos otros, en la elaboración de los subtítu-
los en inglés de la única película de Forugh Farrokhzad, The House
Is Black [La casa es negra], que se exhibió junto a Taste of Cherry en
el festival).
El 28 de febrero de 1998 Kiarostami presentó dos proyeccio-
nes de Taste of Cherry en el Chicago Art Institute Film Center. En-
tre estas dos proyecciones, cuando asistí a una cena en honor de
2
Varias copias en vídeo de Taste of Cherry, compradas a un distribuidor británico, aparecie-
ron en Australia sin la escena final. Éste parece ser un caso no ya de censura sino de una
confusión de doblaje o de laboratorio, como ocurrió con Irma Vep (1996) en la televisión
de pago australiana. Ambos finales estaban rodados como material distinto al resto de la
película (Adrian Martin).

91
Kiarostami, me preguntó si podía traducirse mi carta para publicar-
la en una revista de cine iraní, y acepté, sugiriendo que a lo mejor
también podría traducirse y publicarse su carta también. Después
me enteré de que mi carta (aunque no la suya) había aparecido
traducida al persa en Film Monthly, y me he tomado la libertad de
reproducir aquí la carta de Kiarostami palabra por palabra, porque
creo que lo que logra comunicar es mucho más relevante que su
dominio de la gramática inglesa (que ciertamente es muy superior
a mi prácticamente inexistente conocimiento del farsi). El hecho
de que fuéramos capaces de comunicarnos de esta manera resulta
fundamental para mi visión de lo que este libro trata; en concreto,
el sentido del aprendizaje en común que puede brotar de semejante
intercambio.
El 1 de marzo, la mañana después de que Kiarostami presentara
Taste of Cherry en el Chicago Art Institute Film Center, organicé un
encuentro con él y Merhnaz durante el desayuno, con la idea de
grabar la conversación para este libro, gracias a la interpretación
simultánea de Mehrnaz. Muhammed Pakshir, otro iraní residente
en Chicago, tuvo la gentileza de llevarnos en coche al restauran-
te y participó en parte de nuestra charla. Aunque en un primer mo-
mento mi intención era, sobre todo, tratar asuntos generales sobre
nacionalidades y audiencias, Kiarostami acabó explicando bastante
sobre sus métodos de trabajo (más de lo que había hecho en otras
entrevistas suyas que yo había leído por entonces) y he decidido
mantener partes de ese material aquí.
Después de este encuentro, Mehrnaz y yo le realizamos dos en-
trevistas posteriores para un libro sobre Kiarostami que escribimos
juntos. La primera se realizó en San Francisco en la primavera de
2001 y giró en torno a The Wind Will Carry Us [El viento nos lleva-
rá] (1999); la otra tuvo lugar en la primavera siguiente a través de
faxes entre Chicago y Teherán, y abordó ABC Africa (un documen-
tal que realizó Kiarostami en 2001 sobre los huérfanos de víctimas
del sida en Uganda, rodado en vídeo digital). Para esta ocasión,
Mehrnaz tradujo al persa nuestras preguntas y al inglés sus res-
puestas escritas a mano (incluyendo su burla del garabato con el
que yo firmaba en persa), y la entrevista terminó con el siguiente
intercambio memorable que de alguna manera se quedó fuera de
nuestro libro:

92
MEHRNAZ SAEED-VAFA: ¿Los ugandeses que conociste sabían de
ti o de tus películas antes de que fueras allí? ¿Cómo reaccionaron
ante ti?

ABBAS KIAROSTAMI: No creo que ni yo ni ningún otro que estu-


viera en ese extraño ambiente pudiera recordar que era un cineas-
ta. No me conocían y yo no me reconocía a mí mismo. Estábamos
presenciando escenas que nos impresionaron profundamente. Era
algo parecido al Día del Juicio Final. En ese Día del Juicio, ¿quién
puede recordar a qué se dedica en la vida?

Nuestras esperanzas de volver a entrevistar a Kiarostami con moti-


vo de su última película, Ten [Diez] (2002) (que finalmente logramos
ver gracias a un vídeo que él mismo le entregó a Martin Scorsese en
Cannes, cuya oficina en Nueva York nos reenvió a Chicago), se frus-
traron definitivamente debido a las crecientes dificultades puestas
por el Departamento de Inmigración y Fronteras estadounidense
a los iraníes que querían entrar en Estados Unidos después del 11
de septiembre de 2001 (que fueron incluso más allá de las descritas
en el capítulo 7 de este libro), y comprensiblemente hicieron que
Kiarostami cancelara su visita prevista para abril.
Lo que sigue es un fragmento de aquella primera entrevista rea-
lizada en el Chicago Art Institute Film Center:

MEHRNAZ SAEED-VAFA: Jonathan está preparando un libro y


parte de él será esta conversación contigo.

JONATHAN ROSENBAUM: Su título provisional es Mutaciones del


cine contemporáneo. Una mutación implica una transformación bio-
lógica, y aquí la idea básica es que en todo el mundo se están pro-
duciendo cambios en las comunicaciones, la tecnología y la econo-
mía que alteran la forma en que pensamos y escribimos sobre cine.
Queremos tener apartados en el libro sobre el cine iraní y taiwanés,
y cuando Edward Yang estuvo en la ciudad hace unos pocos meses,
ya empezamos a discutir algunos de los temas que quiero tratar
aquí. Para mí, lo que une al cine taiwanés con el iraní es, en parte,
una cierta resistencia a los valores occidentales.

93
AK: ¿Por qué Edward Yang y no Hou Hsiao-hsien, cuyo estilo es
más característico?

JR: Porque estaba aquí. Por supuesto, también me gustaría incluir a


Hou en nuestra discusión.

MS: Jonathan quiere hacer hincapié en cómo las audiencias están


ávidas de una alternativa, de una visión diferente.

JR: Y es una paradoja interesante que en la mayor parte del mundo


se te considere un cineasta iraní, mientras que en Irán te consideran
en gran parte como un director occidental. ¿Cómo te sientes al res-
pecto? ¿Cuáles son las diferencias entre la idea que tienen en Irán de
tus películas y cómo éstas se interpretan en otros lugares? A mí me
llamó mucho la atención algo que me dijo en Chicago un crítico de
cine peruano, hace más o menos un año: hacía poco que había visto
Goodbye, South, Goodbye [Adiós, Sur, adiós] (1996) de Hou, y le pare-
cía que le decía más sobre lo que está ocurriendo ahora en Perú que
cualquier otra película rodada en cualquier otro sitio.

AK: Yo pienso igual. Nuestro idioma, el de Hou y el mío, es un


idioma universal. Y si el cine no atraviesa las fronteras geográficas,
¿qué otra cosa puede hacerlo? Todo lo demás sirve para mantener
las fronteras y las separaciones de culturas, costumbres y nacionali-
dades. El cine es la única forma de examinar las culturas desde una
perspectiva menos prosaica.

JR: Sí, pero siempre que uno atraviesa una frontera, aparece la idea
de nacionalidad. A lo mejor el aspecto económico importa más que
los asuntos nacionales, que es por lo que el crítico peruano se sintió
conmovido por la película de Hou: porque ver a gente enfrentándo-
se a diversas manifestaciones del capitalismo le importaba más que
las diferencias nacionales entre Taiwán y Perú.

AK: Yo también creo que Taiwán y Perú tienen mucho en común;


tienen unas similitudes extraordinarias. Y las más importantes son
las económicas. Por supuesto, Irán está relacionado con otros paí-
ses debido a su situación económica, relacionada a su vez con la
situación política, la cual refleja la situación social. Así que todos los

94
países con semejanzas económicas tienen problemas similares, lo
que les lleva a un idioma común. Tenía un amigo en Irán que se su-
ponía que iba a rodar una película en Estados Unidos, y tenía miedo
de que si le daban un gran presupuesto no iba a saber cómo gastar
el dinero y no sabría hacer una película de acuerdo a su propio
criterio. Por otra parte, en Irán hay veces que no tenemos dinero
suficiente para rodar películas. Este tipo de diferencia es la discre-
pancia más importante entre el cine de Irán y el de Estados Unidos.
Por ejemplo, si me invitaran a hacer una película aquí y me asigna-
ran un gran presupuesto y un equipo de rodaje numeroso, tendría
muchos problemas para rodar a mi manera una película.

JR: Raúl Ruiz odió rodar The Golden Boat [La barca dorada] (1990)
en Nueva York, debido a que muchos estudiantes de cine querían
colaborar con él como asistentes y su equipo se hizo demasiado
grande. Pero parte del sistema en Estados Unidos funciona a través
de sindicatos. ¿Existen sindicatos parecidos en Irán?

AK: Sí, en todos los ramos de la profesión, pero no exigen un cum-


plimiento tan estricto de su reglamento, así que todavía puedes
tener un equipo de menos de diez personas. Creo que este gusto
cambiante en el cine de todo el mundo es, en parte, el resultado de
factores económicos, pero también existen otros factores impor-
tantes. Uno de los más importantes es una audiencia participativa,
que es activa, no pasiva. Los propios cineastas no son los únicos
portavoces; los espectadores tienen también el rol y el derecho de
crear parte de la película. Simplemente porque no tienen acceso al
negativo y al equipo cinematográfico, no significa que no se merez-
can ser considerados como parte de la película. Creo que la actual
distancia entre el cineasta y la audiencia es enorme, y mi forma de
hacer cine pretende reducir esa distancia. No me cabe duda de que
hay personas en la audiencia que tienen tanto talento como yo o
más incluso, y debería concedérseles la oportunidad de ser creati-
vos y formar parte del trabajo en cine.
Creo que, dondequiera que voy, existe una única audiencia y
he aprendido mucho de esta importante similitud entre públicos.
Me parece como si siempre estuviera en la misma situación con la
audiencia, y que existe una semejanza en sus reacciones, a pesar de
las diferencias de nacionalidad, religión, origen, cultura e idioma.

95
Por ejemplo, cuando estuve presentando Through the Olive Trees [A
través de los olivos] (1994) en Taipéi, me olvidé completamente de
que la audiencia no era iraní. Tuve una experiencia similar en Ró-
terdam con Homework [Deberes] (1989), una película aún más local.
Al principio pensé que se debía a que había algunos iraníes entre el
público, pero cuando se encendieron las luces me di cuenta de que
no había ninguno. Creo que el cine impresiona a todo el mundo
por igual.

MUHAMMED PAKSHIR: Creo que lo que intenta conseguir es eli-


minar la separación entre un cineasta y miles de espectadores, y
esto es un gran logro.

JR: Sí, y en parte logras esto en Taste of Cherry siendo multicul-


tural. Alguien señaló anoche en el Chicago Art Institute Film Cen-
ter que los tres personajes principales, aparte del protagonista, son
un afgano, un kurdo y un turco y, como tú has observado, eso se
debe a que el propio Irán es multicultural. Esto constituye ya un
paso en el sentido de lo que comentabas, porque lo que llamamos
«Irán» es, de hecho, varias culturas; de igual modo que lo es «Nor-
teamérica».

AK: Y ninguna de esas diferencias culturales impide que se entienda


la película. Los espectadores dejan su lastre cultural en la puerta an-
tes de entrar al cine; ésta es la forma en que los públicos se parecen
entre sí.

JR: Parece que parte de lo que hace tus películas tan interactivas es
el hecho de que casi siempre faltan partes de la narración; éstas son
lagunas que la audiencia debe rellenar de alguna manera.

AK: Mi película ideal es una especie de crucigrama con huecos en


blanco que el público puede completar. Algunos describen las pe-
lículas como perfectas, sin grieta alguna, pero para mí esto significa
que la audiencia no puede meterse dentro de ellas.

MS: ¿Les decías a los actores de Taste of Cherry cuándo estabas gra-
bando y cuándo estabas sólo ensayando?

96
AK: No. No había ningún equipo de rodaje. Colocaban la cámara
para mí dentro del coche, porque yo era el único que estaba allí
aparte del actor [esto es, haciendo de doble del personaje al que el
actor estaba hablando o escuchando].

JR: ¿Los actores memorizaban su papel?

AK: No había nada escrito, todo era improvisado. Yo controlaba


ciertas partes y les hacía decir algunas frases, pero básicamente era
improvisación.

JR: ¿Entonces, todos estos actores hablaban por sí mismos?

AK: No exactamente. El actor que interpretaba a un soldado no era


un soldado; le indiqué de antemano la localización del campamen-
to militar, por ejemplo. Era una combinación de lo real y lo irreal.
Por ejemplo, pedí algunas pistolas, para que creyera que tendría la
oportunidad de disparar una después, cuando estuviésemos rodan-
do, y no se dio cuenta de que esta especie de instrucción era el
auténtico rodaje. Incluso se ponía nervioso y preguntaba cuándo
iba a empezar el rodaje. Hasta le hice creer que estaba pensando en
suicidarme. Me recuerda a unos versos del poeta Rumi:

Eres mi pelota de polo,


corriendo delante del palo bajo mi mando.
Siempre corro detrás de ti,
aunque sea yo quien hace que te muevas.

JR: Parece tener algo en común con el jazz. Quizá es por esto por lo
que me gusta tu utilización de Louis Armstrong interpretando St.
James Infirmary en la secuencia final.

AK: Exactamente. Porque aunque estés siguiendo determinadas


notas, también estás siguiendo el sentimiento que transmite la pie-
za, por lo que la actuación que realices esta noche será diferente de
la actuación de mañana.

JR: Se trata de tocar juntos.

97
AK: Sí, pero los actores no pueden dialogar entre sí porque siempre
hay un papel interpretado por mí.

JR: Exacto; tú eres el compositor y el director de la banda.

AK: En un momento determinado, quise que el personaje del sol-


dado expresara asombro, pero ya que no podía pedírselo, empecé a
hablarle en checo. Dijo que no entendía de lo que le estaba hablan-
do, y eso lo utilicé en la película. En otro momento puse una pistola
en la guantera y cuando quería que pareciera asustado, le pedí que
la abriera para buscar un bombón.

JR: Una cosa que Taste of Cherry transmite nítidamente es la expe-


riencia de estar solo, y tu forma de rodar agudiza ese sentido de
aislamiento.

AK: Hay algunas señales en la película que a veces me hicieron


pensar que el hombre no quería realmente suicidarse, que estaba
buscando una especie de comunicación con los otros personajes.
Quizás sea ése uno de los trucos de su aislamiento, el involucrar
a la gente en sus propios problemas emocionales. No recoge, al
principio, a una pareja de trabajadores que estarían dispuestos a
matarle con sus palas; escoge a otras personas con las que proba-
blemente cree que puede mantener una conversación. Esto nos da
una señal de que seguramente no está buscando a alguien que le
ayude a suicidarse.

JR: Resulta también interesante cómo tus imágenes reproducen


metafóricamente la situación del espectador que ve la película. En
muchas de tus películas, la vista a través de la ventanilla del coche
reproduce esta situación; la de estar buscando algo pero también la
de sentirse separado de aquello a lo que se está mirando.

AK: Eso viene de mi experiencia conduciendo alrededor de Tehe-


rán en mi coche, a veces, fuera de la ciudad; mirando a través de
las ventanillas delanteras, laterales y trasera, que se convierten en
mis encuadres.

98
Occidente y Oriente... aquí y allí
Ensayo sobre el cine de Tsai Ming-liang
Kent Jones

Que los hombres son hombres dondequiera que estén es algo que
podríamos haber previsto; el que nos sorprenda tan sólo nos dice
algo sobre nosotros mismos. […] Si la música es un lenguaje univer-
sal, también lo es la mise en scène: es este idioma, y no el japonés, el
que hay que aprender para entender «Mizoguchi»1.

Jacques Rivette comienza su elogio, con tintes de polémica, a Kenji


Mizoguchi, con una advertencia sobre la doble trampa del huma-
nismo y la especialización que aguardaba a los occidentales que
se enfrentaran a cineastas de culturas «exóticas». Casi medio siglo
después, el fenómeno del especialista occidental en cine chino está
muy en auge. Son los guardianes de la puerta al Oriente, una abiga-
rrada pandilla que al confundido espectador le hace pensar en una
variación, esparcida por todo el mundo, de los reporteros en His
Girl Friday [Luna nueva] (1940), sólo que mucho más frenéticos en
sus esfuerzos por proteger su territorio, y con parlamentos más de-
cepcionantes y pesimistas. Con su oreja colectiva apretada perma-
nente y ansiosamente contra el pecho de Asia, intentan escuchar
las señales más leves de formas de vida sin descubrir, siempre dis-
puestos a ser los primeros en anunciar la buena nueva a sus amigos
y competidores occidentales.
1
Rivette, Jacques, «Mizoguchi Viewed From Here», en Hiller, Jim (ed.), Cahiers du cinéma:
The 1950s – Neo-Realism, Hollywood, New Wave, Cambridge, Harvard University Press, 1985,
p. 264; originalmente en Cahiers du cinéma, n. 81, 1958.

99
Nadie que esté involucrado en el ámbito de la crítica o de la pro-
gramación cinematográficas está exento del fanatismo territorial;
una vez se refirieron a mí como un «especialista en cine francés»,
hasta el punto de que escribí un montón de artículos para revistas
norteamericanas sobre cineastas franceses cuyo trabajo había sido
pasado por alto o ignorado hasta ese momento (mediados de los
años noventa). De esto me confieso culpable. Ninguno de nosotros
es inmune al encanto de la propiedad, y muchos hemos cruzado
la línea entre la crítica y la promoción sin ni siquiera habernos
dado cuenta. No es que haya nada malo en el hecho de ser devoto
del cine de una región en particular, especialmente cuando es tan
apasionante como los varios cines regionales que denominamos, a
grosso modo, «cine chino».
Sin embargo, me resisto a la idea de un lenguaje crítico que se
estanca en la contextualización regional. Me parece el fruto de ideas
imperialistas, que, por consiguiente, desdibuja todos los sistemas
de valores fuera de lo culturalmente correcto. El antiguo tópico del
significado universal ha sido sustituido por un nuevo tópico del sig-
nificado localizado, en el que una gran cantidad de historia nacional
y regional acompaña a cada película y amenaza con enterrarla de-
finitivamente; en el mejor caso, un tema de auto-evaluación crítica,
en el peor, de auto-validación crítica. Este éxtasis de la comunica-
ción ha ayudado de forma definitiva a levantar los pocos velos de
exotismo del cine asiático, pero también ha fracasado al suscitar un
sentimiento de ansiedad (¿Sé lo suficiente de la historia de Hong-
Kong/Taiwán/el continente, como para seguir en lo más alto?) y a
veces ha dado lugar a lo que el crítico asiático Stephen Teo ha de-
nominado el síndrome «T. E. Lawrence», es decir, útiles sugerencias
de expertos occidentales respecto a qué película refleja con mayor
exactitud una determinada tradición o circunstancia histórica local,
nacional o regional.
«La mentalidad de descubrimiento de la crítica cinematográfi-
ca occidental», escribe Teo, «puede que esté actuando ahora con-
tra su propio desarrollo. Ha sentado cátedra sobre el arte en el cine
pero no puede hacerlo en cuestiones de interpretación cultural»2. Es
una declaración, engañosamente sencilla, que lo dice todo sobre la
2
Teo, Stephen, «The Legacy of T. E. Lawrence: The Forward Policy of Western Film Critics
in the Far East», en Williams, Alan (ed.), Film and Nationalism, New Brunswick y Londres,
Rutgers University Press, 2002, pp. 181-194.

100
cuestión de escribir sobre cualquier objeto artístico desde cualquier
posición de ventaja. El hecho es que cualquier escala de valor, cuida-
dosamente equilibrada, casi siempre queda relegada a un segundo
plano en la crítica cinematográfica, y cada uno reclama su territorio
como si fuera un minero en plena fiebre del oro. Justo cuando uno
cree que ha logrado acabar con cualquier rastro de certeza sin fun-
damento, ésta vuelve a manifestarse. En cierto sentido, esto es na-
tural: la certeza es la posición desde la que nos dirigimos al mundo
que mejor conocemos. Pero, aún así, el lenguaje crítico sigue estan-
do infectado hasta el tuétano de nociones imperialistas, y la contex-
tualización se ha convertido en su herramienta peor utilizada.
Tomemos el caso de Edward Yang y su película taiwanesa
Mahjong (1996). En Taiwán, la película comenzaba y terminaba en
un abrir y cerrar de ojos, y muchos de mis amigos asiáticos estaban
consternados ante lo que consideraron su vulgaridad general. Esta
opinión siempre me ha dejado perplejo. Yo veía que Yang estaba
buscando un estilismo uniforme entre sus actores, con más agre-
sividad incluso que en su anterior A Confucian Confusion (1994). Y
reconozco que hay una cierta estridencia en el tono de Mahjong.
Pero nunca sería «vulgar» el adjetivo que me vendría a la mente.
Más aún, muchos de mis amigos asiáticos consideran absolutamen-
te inverosímiles las travesuras y chanchullos de los veinteañeros y
aprendices de capitalista de Mahjong.
Esta última crítica me ha recordado muchas situaciones que
me he encontrado a lo largo de los años. Un amigo europeo esta-
ba emocionado con películas norteamericanas como Little Odessa
(1994), The Crossing Guard [El guardia del cruce peatonal] (1995) o Hard
Eight3 [Sidney] (1997), películas que para mí, como estadounidense,
funcionaban como si estuvieran hechas de la misma materia que la
realidad, cuando de hecho eran abstracciones vagamente míticas,
sutilmente encubiertas por una superficie sintéticamente «real».
Quizá había algo en esas películas que le decía algo a la cultura euro-
pea, o que llenaba un vacío en el cine europeo; estoy seguro de que
para un cinéfilo francés resulta siempre refrescante encontrar una
estética basada en el género, en contraposición a la basada en el
documental.

3
En el libro aparece el título con el que se estrenó la película, Hard Eight, pero en Estados
Unidos se cambió posteriormente este título por el de Sydney.

101
Por mi parte, me infunde ánimo cualquier película que trate sin
vergüenza, desde un punto de vista crítico, el capitalismo tardío,
tal y como hizo Mahjong, un punto de vista prácticamente inexis-
tente en el cine norteamericano (visto desde otro ángulo, creo que
la desilusión occidental con Mahjong proviene de la ausencia de una
sensibilidad «contemplativa» en la película, algo que se espera del
cine chino en general y que explica la relativa popularidad en Occi-
dente de la siguiente película de Yang, Yi Yi: A One and a Two [Yi Yi]
[2000]). Mientras estaba sentado en el antiguo Zoo Palast viendo
Mahjong con la traducción simultánea martilleándome los oídos, no
estaba diciéndome a mí mismo: «¡Vaya, qué representación tan sor-
prendentemente exacta de Taipéi!», ya que nunca he estado allí. A lo
mejor a un nivel inconsciente estaba diciéndome: «¡Vaya, qué repre-
sentación tan sorprendentemente exacta de cómo Taipéi debe de
ser!». Por encima de todo, lo que me conquistó fue la osada unión
de distancia intelectual y proximidad propia de un cómic, y aunque
me pueda imaginar que un espectador nativo busque algo más mo-
derado y menos evidente, estoy seguro de que hasta los más escép-
ticos consideraron Mahjong como la obra de un verdadero artista.
¿Habría cambiado mi opinión si hubiera tenido un conocimiento de
primera mano de Taipéi, o si hubiera sabido más de la historia
de Taiwán? Lo dudo.
Si somos realmente honestos con nosotros mismos, deberíamos
admitir que siempre que nos sumergimos en la contemplación de
cualquier cine extranjero, tenemos un interés por preservar su cua-
lidad de extranjero, logrando así que el conocimiento rutinario y
la certeza de nuestras realidades cotidianas no lo toquen; creo que
todo ese conocimiento especializado entre los expertos occiden-
tales tiene el efecto paradójico de preservar, e incluso aumentar,
dicha cualidad de extranjero, en vez de neutralizarla. Puede que
los espectadores sensibles ajusten su medida de la realidad con la
que normalmente ven su propio cine nativo para acomodarla a una
realidad supuesta o propuesta, pero creo que también mantendrán
intacto su sentido del exotismo sobre lo que están viendo; si la rea-
lidad está ocurriendo siempre en otro lugar, ¿dónde podría estar ese
«otro lugar» si no en un lugar «extranjero»?
En la obra de un gran cineasta como Tsai Ming-liang los occi-
dentales tenemos lo mejor de ambos mundos: nos sentimos cómo-
dos con la contundencia de la mise en scène (y, en el caso de Tsai, con

102
la agradable sensación de confianza que proporciona la extraordi-
naria homogeneidad de su universo narrativo); pero, a un tiem-
po, disfrutamos de nuestro viaje como extranjeros en un espacio
regido por rasgos culturales ajenos. Estamos familiarizados con la
realidad filmada, y al mismo tiempo, nos resulta extraña; en ella
descubrimos simultáneamente semejanzas y diferencias con nues-
tro propio mundo. De hecho, la película más reciente de Tsai, What
Time Is It There? [¿Qué hora es ahí?] (2001) trata sobre esa dialéctica,
tan humana, de lo propio/lo ajeno, lo familiar/lo extraño.
La obra de Tsai despierta una emoción singular, como resultado
de la extraña mezcla de observación penetrante, fría fascinación y
mitología exclusivamente personal. En cada una de sus cinco pe-
lículas, y también en sus primeros trabajos en televisión, cada ele-
mento es invariable, y permanece en la misma rígida relación con
los demás elementos: la tonalidad emocional (como un malestar
grisáceo), la gama de usos y costumbres (apartamentos pequeños
y de construcción barata, centros comerciales, restaurantes de co-
mida rápida, lugares públicos como parques o las riberas del río), el
telón de fondo psicológico (adaptabilidad natural a la vida urbana,
salpicada de súbitos impulsos sexuales salvajes), la acción (vagar sin
rumbo, comer vorazmente, actividades para matar el tiempo como
la masturbación, saltar en una cama o torturar bichos), la organiza-
ción espacial (una cámara fija puesta en el centro de una habitación
y grabando una esquina desde un ángulo discretamente bajo, tra-
vellings impecables de gente en moto), el sonido (silencios salpica-
dos con los sonidos más obsesivamente leves, como el nudillo de
un masajista golpeando la piel de su paciente, y otros cómicamente
fuertes, como el del agua siendo succionada por un sumidero atas-
cado) y sus temas favoritos (guerras silenciosas entre padres e hijos,
interpretados por Miao Tien y Lee Kang-sheng, respectivamente;
madres débiles, frustradas, como meros testigos; agua corriendo o
desbordándose; triángulos amorosos, siempre una de las partes sin-
tiéndose frustrada o no correspondida; pasajes al despertar homo-
sexual difíciles y cargados de tensión). Lo único que ha cambiado
en la obra de Tsai es la paleta, que ha pasado naturalmente del des-
lucido quehacer cotidiano de su primera obra televisiva (All Corners
of the World [Todos los rincones del mundo] [1989], Youngsters [Jóvenes]
[1991]) y sus primeras películas, a los brillantes focos de luz y color
en The River y What Time Is It There?

103
Se produce aquí una extraña y misteriosa unión, no muy distan-
te del universo, absolutamente coherente y en buena parte privado,
de un Kenneth Anger o de un Wes Anderson. Pero lo que resulta
raro y completamente excepcional sobre Tsai es que, quizá mucho
más que cualquier otro director moderno, ha logrado realizar en
el cine lo que muchos de los que vivimos en ciudades experimen-
tamos, pero pocos comprendemos de forma consciente, que es la
fusión de lo público y lo privado. Aquellos de nosotros que camina-
mos por las mismas calles, vemos las mismas caras y nos movemos
de un sitio a otro mediante los mismos medios de transporte, es-
cuchando los mismos sonidos y sintiendo las mismas vibraciones y
respirando el mismo aire viciado todos los días, no podemos evitar
el convertir en algo privado los rituales asimilados a partir de esta
parte aparentemente neutra, pero aún así importante, de nuestras
vidas, y adaptar a su ritmo nuestros deseos y rituales de descubri-
miento y pérdida. Tsai es el primer cineasta que de alguna manera
logra transmitir el patetismo antiséptico de la vida urbana moder-
na, su multiplicidad de subjetividades circunspectas, cautelosas, que
pueblan un paisaje diseñado para la «funcionalidad». No tiene nada
que ver con las viejas ideas de impersonalidad y alienación urbanas.
No hay ninguna realidad preexistente, como la de un paraíso per-
dido, que la gente corriente de Tsai recuerde con nostalgia. Éste es
su mundo y todo ese hormigón, asfalto y formica forman parte de
él. Como Nueva York y Tokio, el Taipéi de Tsai parece funcionar
de acuerdo a una nueva física, en la cual la propia ciudad funciona
gracias a las obsesiones privadas y las peculiaridades biológicas de
los individuos que viven en ella, y en los que ella vive; el reverso
de las películas urbanas de la época muda.
Debido a que Lee Kang-sheng interpreta más o menos el mismo
personaje autobiográfico en Youngsters, Rebels of the Neon God [Los
rebeldes del dios Neón] (1992), Vive l’amour [Viva el amor] (1994), The
River, The Hole [El agujero] (1998) y en What Time Is It There?, resulta
tentador imaginárselo como el «Antoine Doinel asiático». Pero eso
podría inducir a error, ya que el ingrediente que le da el toque de
gracia a su experimento estético, de una singularidad esperanzado-
ra, es la equidistancia que Tsai mantiene respecto a todos sus per-
sonajes, incluido el de Lee. La cámara parece observar cada escena
desde una distancia que es, sucesivamente (o, a veces, al mismo
tiempo) discreta, respetuosa, empática y voyerista. Tsai tiene una

104
habilidad especial para llevar al cine comportamientos íntimos que
pocos de sus compañeros soñarían jamás con rodar (como cuan-
do Lee Kang-sheng se levanta de la cama en mitad de la noche y
orina en una bolsa de papel que hay cerca, porque tiene miedo de
encontrarse con el fantasma de su padre de camino al cuarto de ba-
ño). Cada personaje es su propia isla, que no sabe mantener una
conversación: hay tanto diálogo en todas las películas de Tsai jun-
tas como en una sola escena de Eric Rohmer. En esta obra, pro-
fundamente perturbadora y extrañamente hilarante, uno tiene la
impresión de que cualquier vida, mostrada durante un determina-
do periodo de tiempo, revelará demasiado dolor escondido bajo la
superficie. Incluso los números musicales fantaseados en The Hole,
en los que Yang Kuei-mei recita las letras de los éxitos de Grace
Chang enfundado en fantásticos vestidos de lentejuelas con un Lee
Kang-sheng de esmoquin como compañero ocasional, parecen ser
más prolongaciones de la realidad interiorizadas que espectaculares
escapadas de la misma. Son muy divertidas, pero también son tan
melancólicas como cualquier otra escena de Yang o Lee lavando los
platos o viendo la televisión, acumulando provisiones en previsión
de la plaga apocalíptica que se aproxima.
¿Qué comparte Tsai con los otros dos maestros indiscutibles del
cine taiwanés, Yang y Hou Hsiao-hsien? Todos poseen una cuali-
dad que durante un tiempo ocupó el epicentro del cine de autor
taiwanés en general: una actitud apesadumbrada respecto al tur-
bulento pasado del país y a su presente cruel, desmemoriado. En la
propia existencia de este cine existe un tono de profunda tristeza,
elegíaco; lo cual no resulta sorprendente, dado el estatus tan ambi-
guo, cultural y emocionalmente, de Taiwán respecto al continente
chino. Quizá sea este desequilibrio lo que le proporcione al cine
taiwanés su suspensión única entre la dura realidad y la realidad de
lo etéreo. De los tres cineastas, Hou sigue siendo el más interesado
en la historia de Taiwán. Yang es el que está más enfadado y es más
mordaz políticamente, con una atrevida visión de los personajes
y una inusual tendencia a las narrativas complejas. Si Yang tiene
una sensibilidad cercana a la de un director como André Téchiné
(ambos se ocupan del mundo primero intelectualmente antes de
tratarlo emocionalmente), y si Hou está cerca de John Ford (ambos
son autores de elegías circunspectas, en busca del punto medio jus-
to entre la experiencia personal e histórica), Tsai está más cerca de

105
la tradición de la comedia, en especial de Buster Keaton y Jacques
Tati. Cada escena se estructura en torno a las personas y sus rela-
ciones, alternativamente satisfechas e indiferentes, con el mundo
que les rodea.
Este callejón sin salida explica los muchos momentos de disgus-
to, aparentemente sin motivo, en la obra de Tsai. El episodio de
llanto prolongado con el que termina Vive l’amour (el personaje
de Yang Kuei-mei camina a lo largo de un parque público feo y en
obras, se sienta en un banco y empieza a llorar desconsoladamente)
recuerda, desde luego, al famoso paseo de Jeanne Moreau en La
notte [La noche] (1961), pero hay una diferencia crucial: esa triste-
za no tiene nada que ver con el hecho de sentirse perdido o fuera
de lugar en la sociedad moderna, sino más bien con el de sentir-
se demasiado parte de ella. Es uno de los momentos más fascinan-
tes, quijotescos, del cine moderno, extraña pero maravillosamente
fuera del resto de la película. Vive l’amour es como una cancioncilla
pseudorromántica, que va alternando entre las acciones aparente-
mente más casuales y ligeras, realizadas por los tres protagonistas,
pillados a menudo en momentos de profundo ensimismamiento.
Puede que esta película sea el principal ejemplo del esfuerzo de Tsai
por relacionar poéticamente la acción humana con la de las má-
quinas (la escalera mecánica con la que empieza The River, los vi-
deojuegos en Rebels of the Neon God, el jacuzzi en Vive l’amour) o
con objetos inanimados, a los que la cámara observa durante tanto
tiempo que su movimiento parece inmanente. En este proceso, la
humanidad, las máquinas y la materia sólida se confunden entre
sí, con un matiz frío y espeluznante. A Tsai se le ha criticado por
el final de Vive l’amour , pero es una elección osada el acabar una
película, elaborada a partir de acciones insignificantes, frustradas, la
mayoría de las cuales se desarrollan en interiores y en las que resal-
ta el malestar, con una larga caminata alrededor de un parque que
termina con un arrebato de emoción inesperado e imprevisto. Esto
produce un doble efecto: obtenemos tanto una vista panorámica de
la propia ciudad que ha albergado este extraño comportamiento,
como un alivio catártico de dicho comportamiento. La excelente
interpretación de Yang no ha recibido los elogios que merece, al
saber representar de la forma más incisiva posible a una persona
de imaginación limitada que aún así es consciente de que vive una
vida de satisfacciones fáciles.

106
En la misma película, el personaje de Lee (con su violenta corte-
sía, su aceptación, de mala gana, de su insignificancia en el mundo,
su delicadeza como de cera y su vulnerabilidad adolescente) ocupa
el apartamento vacío donde Yang y Chen se citan para: a/ intentar
suicidarse y, entonces, después de que se haya cortado las venas,
salir corriendo avergonzado cuando oye a Chen abriendo la puerta
principal; b/ vestirse de mujer y hacer volteretas; y c/ hacer tres
agujeros con un cuchillo en un melón (cuando hace el primero,
piensas que lo va a usar para masturbarse, de lo densa que es la at-
mósfera de deseo acumulado), hacerlo rodar por el suelo como una
bola de bolos y comérselo después. Es un tipo de actividad íntima
habitual en el cine norteamericano y, normalmente, forma parte de
un momento de autoliberación en un montaje musical. Pero con
Tsai, ese momento pierde su vaguedad, la sensación de flotar libre.
La holgazanería y el aburrimiento están trazados tan minuciosa-
mente en esta película de un modo que raramente aparece en el
cine: un ego incompleto en acción. Cuando Lee hace rodar el me-
lón y ve cómo hace «plaf» al estrellarse (el sonido es perfecto), es
como un súbito intento de plenitud, conocido para cualquiera que
haya sido adolescente. Creo que el logro profundo de Tsai como ar-
tista es presentar la mezcla psíquica de complacencia y malestar en
un tono de cómica melancolía. En todas sus películas, la liberación,
el terror y una tregua con la vida, adormecida y satisfecha, están a
una distancia mínima entre sí.
Un sentimiento de constante irritación, compartido por todos y
cada uno de los personajes, es común a todas las películas de Tsai.
Todos están atrapados en habitaciones estrechas, cerradas, y el es-
pacio físico equivale al psíquico (The Hole sería la expresión última
del malestar espacial/psíquico de Tsai). Es especialmente duro con
padres e hijos. En Rebels of the Neon God y The River, Miao Tien y
Lee Kang-sheng se cruzan en silencio en el pequeño apartamento
familiar, y ceden de mala gana cualquier lugar que ocupan antes de
retirarse a sus habitaciones, pequeñas como cajas de cerillas. Cada
uno reafirma una supremacía diferente: el hijo es incapaz de expre-
sarse, está atormentado y a la defensiva; el padre es silencioso, re-
plegado en sí mismo, reacciona de forma impertinente, buscando
un statu quo ilusorio (What Time Is It There?, más lastimera, empieza
y termina con un eco inquietante de estas interacciones dolorosa-
mente mudas). La figura materna está siempre al margen, haciendo

107
algún comentario supersticioso y disparatado, preparando comida
que nadie quiere o haciendo sugerencias que son ignoradas al ins-
tante. Esta configuración de familia triangular parece ser el núcleo
del pensamiento de Tsai.
La trayectoria profesional de Tsai es interesante. Sugiere los
túneles subterráneos alrededor de una central eléctrica, o la red
de arterias que llevan al corazón. Pensemos en la evolución de su
trabajo desde sus intervenciones en televisión hasta la abstracción
mayor de Rebels of the Neon God, en la que la homosexualidad de
Lee Kang-sheng parece estar latente pero lista para florecer (un he-
cho que quizá sea más evidente para nosotros que para él) y en
la que las escenas, aunque en su mayoría transcurren en silencio,
todavía están estrechamente relacionadas con los mecanismos de
la narrativa habitual (la venganza de Lee en nombre de su padre;
los problemas de Chen con la mafia por haber robado el cuadro de
mandos de un videojuego) y pierden menos tiempo. Y después del
paso a Vive l’amour, en la que desaparecen los padres, Lee tiene un
conocimiento pleno, aunque frágil, de su sexualidad en su primer
florecimiento, y la uniformidad de la acción proporciona a la pe-
lícula una estructura musical (como una pieza interpretada por La
Monte Young o Terry Riley). Sin olvidar la abstracción aún mayor
de The River, en la que cada rincón sombrío y cada mancha de luz,
late con el deseo absorbido de sus personajes. Y así llegamos al uso
de la vida en espacios reducidos, funcionales como una metáfora
virtual de la propia existencia en The Hole. Si Vive l’amour parece
contar de nuevo la historia de Rebels of the Neon God (en ambas pe-
lículas Lee está obsesionado con Chen, que tiene una relación sin
incidentes con una mujer), a continuación The River toma elemen-
tos de ambas películas y los modifica hasta convertirlos en algo in-
quietantemente nuevo; entonces dichos elementos se reorganizan
y reconfiguran con un telón de fondo apocalíptico (The Hole) y me-
tafísico (What Time Is It There?).
Mientras que The Hole y Vive l’amour constituyen las películas
más atrevidas de Tsai, y What Time Is It There? la más puramen-
te bella y exquisita (aunque el ritmo es más suave de lo habitual,
la perspectiva sobre la humanidad es más grandiosa), The River es
probablemente la mejor: una película que se vuelve más admirable
con cada visionado. La figura de la mujer es ahora una dulce joven
(Chen Chiyang-chiyi) que tiene una aventura con Lee, y, dada la

108
consistencia del universo de Tsai, podría decirse que después ella se
transforma en la madre frustrada y completamente ignorada (Lu
Hsiao-ling). La interminable reserva de agua en Rebels se convier-
te aquí en un elemento extrañamente simbólico. Chen Chao-jung
interpreta a un chapero que patrulla un centro comercial, en el que
es recogido por el padre de Lee, una escena extraordinaria. Cuando
el padre se sienta detrás de un cristal en un restaurante de comida
rápida, sorbiendo un refresco, mira pasar a Chen, mostrando sutil-
mente su mercancía en los ceñidos vaqueros, para alejarse despa-
cio por el pasillo después de haber hecho contacto visual. El padre
se levanta y abre la puerta, dejando que se escuche ligeramente la
conversación dentro del restaurante. Tsai mueve la cámara lenta-
mente hacia la izquierda para abarcar el extraño ritual de evitarse
y reconocerse, y de paso obtiene una buena vista de las superficies
inhumanas de los centros comerciales modernos.
Al comienzo de The River, Lee es abordado por una directora
(Ann Hui), que no está satisfecha con el maniquí que ha estado
intentando utilizar para que parezca un cadáver flotando, y se tira
al (inmundo) río del título para hacerle un favor y así hacer un poco
de dinero extra. Un rato después, empieza a tener un dolor en el
cuello tan fuerte que no puede mantenerlo derecho, y se ve obli-
gado a soportar todo tipo de curas, desde un espiritista (un tema
recuperado de Rebels, repetido en What Time Is It There? y en el
extraordinario corto en vídeo digital de Tsai A Conversation With
God [Una conversación con Dios] [2001]) hasta un acupuntor, un
masajista y un vibrador para uso doméstico. Cuanto más aumenta
el dolor, la necesidad de satisfacer su deseo crece proporcionalmen-
te y deambula hasta una sauna gay que (sin que él lo sepa) también
frecuenta su padre. Ya hemos visto a su padre en acción, pero este
patriarca algo antipático utiliza su autoridad para ocultar su sexua-
lidad, mientras que su mujer se queda en casa, frustrada, haciendo
comida y viendo porno. En el clímax de la película, profundamen-
te desconcertante, pero innegablemente liberador, que se extiende
hasta un infinito dramático, padre e hijo vagan por el mismo cuarto
oscuro en la sauna y hacen el amor hasta que se reconocen el uno
al otro y el padre le cruza la cara a Lee. Después de este suceso, el
padre sigue a lo suyo, intentando fingir que no ha pasado nada.
The River es, sin lugar a dudas, la película de Tsai más siniestra,
una larga y cómicamente incómoda preparación para lo Inespera-

109
do y lo No-experimentado. También resulta extrañamente mágica,
con el agua como un potente elemento simbólico: Lee se tira al
agua «sucia», seguramente la causa de su infección, que saca a flote
su propio deseo y también el de su padre, tan oculto; porque la pe-
queña y sucia habitación del padre, en la que duerme solo, se está
inundando debido al agua que se desborda, primero de una bañe-
ra en el piso de arriba (entonces apaña un elaborado mecanismo
para desviar el agua, es decir, la verdad) y luego a causa de una tor-
menta (esta vez es la madre la que evita que entre el agua). Mien-
tras tanto, en la sauna, fluye una corriente de deseo. La forma en
que Tsai planifica y rueda esta escena es como si se hubiese estado
preparando toda su vida para ella. El hijo desnudo descansa en los
brazos de su padre, sus rostros y sus cuerpos cuidadosamente ilu-
minados en la oscuridad para evocar la Piedad, y el cuello estirado
de Lee es el foco de atención mientras se retuerce de dolor y gi-
me de placer al mismo tiempo, como un niño pequeño. Es una
imagen impresionante, su efecto es aún más devastador que el mo-
mento en The Last Temptation of Christ [La última tentación de Cristo]
(1988) en que el ángel le quita los clavos a Jesús y le ayuda a bajar de
la cruz: en ambos casos, se borran siglos de memoria cultural en un
instante. Sólo que en la película de Tsai Ming-ling el efecto es aún
más impactante, pues el momento se extiende tanto en el tiempo
como en el espacio. Supera el aspecto sexual y se convierte en la co-
munión de dos almas incapaces de alcanzar jamás una auténtica
unión, aunque estén siempre a punto de lograrlo; en otras palabras,
la expresión última de una relación padre/hijo.
Tsai es tan hábil manejando estos elementos simbólicos que no
se hacen evidentes hasta mucho después de que la película haya
terminado, y su maestría es total. A primera vista, la fuerza de la
película parece existir tan sólo dentro de los restringidos límites del
universo de Tsai, pero una vez que caes en la cuenta de que The
River trata más sobre la relación entre padres e hijos que sobre la
ruptura de los tabúes, se vuelve grandiosa. Y en los momentos fi-
nales de la película, cuando el padre pretende que el suceso jamás
ha ocurrido, el efecto es igualmente grandioso; se levanta un muro
de represión y se reconstruye a sí mismo a partir de sus propios
escombros como una fotografía trucada.
What Time Is It There? termina también con una imagen magní-
fica de un padre, esta vez pasando de la muerte a otro mundo que

110
es, al mismo tiempo, imaginario y real. Es un momento de mági-
ca calma, que habla de algo difícil de alcanzar pero esencialmente
humano: esto es, la idea, la realidad del «allí», queriendo decir, sim-
plemente, «no-aquí». Esto quiere decir cualquier sitio en el que uno
no está: otra habitación, otra casa, otra ciudad, otro país, otro mun-
do. E imaginemos como imaginemos estos lugares, sabemos que
contendrán normas y acontecimientos y costumbres que no po-
demos imaginar. Podemos deducir lo que ocurre allí a partir de lo
que conocemos de aquí, pero en el fondo es lo que no conocemos
lo que más nos intriga y cautiva. Esta imagen final de armonía late
con la tensión entre lo conocible y lo incognoscible. Se dirige a lo
que es común, y a lo que no lo es, entre la vida aquí y la vida allí. Y,
de alguna manera, en ella se concentra el gesto lleno de gracia que
es la obra de Tsai Ming-liang.

111
Crónicas de Róterdam
Jonathan Rosenbaum

El Festival de Cine de Róterdam de este año [1998] tuvo lugar du-


rante doce días a finales de enero y principios de febrero. Sin em-
bargo, sólo pude asistir a la primera mitad; cinco días además de la
noche de estreno. Y gracias a una videoteca que había en el festival,
con copias de la mayoría de las películas que se iban a proyectar,
incluidas muchas programadas para la segunda mitad del festival,
me encontré alternando la mayoría de los días entre las proyeccio-
nes en el Pathé y el Lantaren, los dos cines multisala del festival (en
los que siempre había público, entre veinte y varios cientos de per-
sonas), y sesiones solitarias con cascos en la videoteca (que se en-
contraba en la planta baja del Hotel Central y que se utilizó como
cuartel general de la Gestapo durante la guerra).
Algunos otros hechos de interés: 1/ conseguí ver unas cuarenta
películas (en pantalla grande y en vídeo); 2/ sólo diez de esas pelícu-
las llegué a verlas enteras; 3/ de entre aquellas películas de las que
me salí o que sólo «caté», cinco se proyectaban en los cines multisala
y otra, que vi en la videoteca, acabé rebobinándola hacia delante:
era el documental The Voice of Bergman [La voz de Bergman] (1997)
de Gunnar Bergdahl, y yo buscaba el momento en que Bergman

113
descarta a Dreyer como un cineasta que tan sólo ha hecho dos pe-
lículas de valor, La passion de Jeanne d’Arc [La pasión de Juana de Arco]
(1928) y Vredens Dag [Dies irae] (1943). (Resulta que Bergman ni si-
quiera se molesta en respaldar esta opinión con ningún argumen-
to, excepto la insistencia en la inmensa superioridad de Jan Troell,
director de películas como Utvandrarna [Los emigrantes] [1971] y
Nybyggarna [La nueva tierra] [1972]).

Doy este tipo de datos para hacer algunas consideraciones impor-


tantes:

1. Actualmente, en todo el mundo, los críticos, profesores y estu-


diantes ven, a menudo, las películas en vídeo solos y luego escriben
o hablan sobre ellas como si las hubieran visto de forma colectiva
en una sala de cine. Es una de las consecuencias de vivir un pe-
riodo de transición, y a menudo implica una cierta imprecisión e
impostura en lo que se refiere a nuestra propia relación con estas
películas. Es decir, cuando decimos qué es una película o cuando
intentamos describirla, generalmente la consideramos un objeto
desligado de su forma de presentación y recepción. Sin embargo,
las circunstancias de esa presentación y recepción a menudo mol-
dean nuestra percepción de la película como objeto.

2. Todo espectador en un festival de cine tiene un itinerario, ya sea


determinado por cuestiones temperamentales o profesionales (lla-
mémosle un patrón del deseo o, al menos, una línea de investiga-
ción) y mi propio itinerario en Róterdam, que toma forma durante
los dos primeros días, consiste principalmente en buscar las dife-
rencias y las relaciones entre dos periodos del cine experimental: el
presente (es decir, los pasados años) y el pasado (fundamentalmen-
te los años sesenta y los setenta), utilizando el término «experimen-
tal» de la forma más general posible. Al menos ésta es mi línea de
investigación consciente la mayor parte del tiempo; lo cual explica,
en gran medida, por qué veo tantos cortos y tan pocos largometra-
jes. Pero, tras mi diario ir y venir entre el visionado colectivo y el
solitario, finalmente decidí que no podía ignorar por completo las
consecuencias de estas dos formas de ver una película, que afectan
al estatus de estas obras como objetos.

114
3. Podría decirse, en pocas palabras, que mi modo de recepción
(y percepción) tiene más cosas en común con «el muestreo» de la
música popular: la forma en que un d.j. va pasando entre fragmen-
tos de distintos discos, utilizando transiciones que, por analogía
cinematográfica, abarcan desde el corte repentino hasta un enca-
denado.

4. Una consideración más general: cada viaje que realizo desde Es-
tados Unidos a Europa, hoy en día, me proporciona el placer de
sentir la liberación de las profecías egocéntricas y de autocumpli-
miento del comercio norteamericano, especialmente las que se re-
fieren al cine y lo que podría denominarse como «corrección narra-
tiva». Algunas de estas fórmulas simplistas son: «Hollywood le da
al público simplemente lo que éste quiere». (Primera mentira: que
Hollywood sabe lo que el público quiere. Segunda mentira: que se
pueda medir lo que el público quiere atendiendo a cómo gasta su di-
nero). O bien: «El público sólo quiere películas de género al estilo de
Hollywood». (Ver lo anterior). Ergo, todo lo que no pueda clasifi-
carse como película de género de Hollywood tiene una importan-
cia y un interés menores.
La peor consecuencia de la «corrección narrativa» al introdu-
cirse en el discurso crítico es su identificación con productores y
distribuidores, más que con directores, de forma que ahora los crí-
ticos son propensos a recomendar el mismo tipo de retoque del
montaje, perjudicial desde el punto de vista artístico, que a veces
los productores llevan a cabo. De hecho, conozco a dos respetadí-
simos críticos en Estados Unidos (uno norteamericano y el otro
iraní), que han tratado de convencer a Kiarostami de que elimine la
secuencia final de la sublime Taste of Cherry (1997); y en el caso de
The Apostle [El apóstol] (1997) de Robert Duvall, las críticas, después
de su proyección en festivales, sugieren que podría «mejorarse» me-
diante varios cortes que llevaron a Walter Murch a suprimir dieci-
siete minutos antes de que la película se estrenara comercialmente.
Y aunque el retoque del montaje realizado por Murch fue sensible y
considerado, de alguna forma alteró el estilo de la película; lo que
en un principio recordaba a un documental de Jean Rouch se ha
«narrativizado» por completo; una corrección narrativa vengativa,
derivada en última instancia de la mitología de ese «darle al público
lo que quiere».

115
Así que para mí uno de los placeres de asistir, año tras año, al
Festival de Cine de Róterdam (y éste es el decimotercer festival
al que he asistido desde 1984) es el de ver reiteradamente cómo se
frustran las creencias del comercio norteamericano. Por lo visto,
existe un ansia de obras experimentales que productores, distribui-
dores y la mayoría de críticos establecidos ignoran por completo,
y que me proporciona una fe renovada en las capacidades de los
espectadores.
El difunto Huub Bals, que fundó el festival y definió su espíritu
hasta su muerte en 1988, ciertamente estaba abierto a la mayoría de
variedades del cine transgresor, pero la tradición del cine no-narra-
tivo representada por figuras como Ernie Gehr, Ken Jacobs y Rose
Lowder se le escapaba. Bals, un visionario apasionado, que no exac-
tamente un intelectual, se parecía a Henri Langlois en su confian-
za en la intuición y en su querencia por la noción francesa de una
vanguardia que, en aquel tiempo, le tenía más simpatía a Philippe
Garrel y Raúl Ruiz que a Michael Snow y Hollis Frampton.
Marco Müller, el primer sucesor de Bals (1990-91) —un auténti-
co intelectual y académico con una amplia variedad de referencias,
y el único director del festival de Róterdam, hasta la fecha, con un
marcado interés por la publicación de libros y monográficos para
acompañar sus programas (un proyecto que mantiene ahora en
Locarno)— cambió esta prioridad al invitar a Róterdam a directo-
res de cine experimental norteamericanos como Leslie Thornton y
Laurie Dunphy. Sin embargo, Emile Fallaux (1992-96), un director
de documentales con más interés en el contenido que en temas for-
males o históricos, tendió a evitar o marginar obras «difíciles». (De
forma significativa, y a diferencia de sus predecesores y sucesores,
excluyó sistemáticamente las películas de Straub y Huillet de sus
festivales).
Posteriormente Simon Field —quien, como Fallaux, ha sido pre-
sidente durante la fase de expansión del festival— combina algu-
nos de los intereses de sus predecesores. Como especialista en el
cine experimental, fundó y coeditó la irremplazable Afterimage en
Londres (quizá la revista de cine experimental más interesante que
jamás ha tenido Inglaterra a lo largo de sus aproximadamente doce
números y quince años de publicación [1970-85]), y este año ha te-
nido un éxito sin precedentes al popularizar el cine experimental
en Róterdam. En buena medida, esto se ha producido gracias a la

116
apertura en 1997 del Pathé (el cine multisala más grande de Ho-
landa y probablemente el mejor diseñado que conozco, que rápi-
damente se convirtió en el centro del festival el año pasado) y a la
decisión de Field de programar ahí un buen número de películas
experimentales.
En algunos aspectos, el cine Pathé recuerda a un aeropuerto o
una estación de tren en la que las muchedumbres aparecen y desa-
parecen periódicamente, de acuerdo a los horarios de salida; en
otros, se parece a las grandes tiendas como Virgin o FNAC (o, en Es-
tados Unidos, librerías como Borders y Barnes & Noble) que se
han convertido en los sustitutos capitalistas de los centros artísti-
cos estatales o las bibliotecas públicas. El rasgo inquietante de es-
tas tiendas es la consiguiente desaparición de cualquier distinción
entre cultura y publicidad, que ya caracteriza a la sociedad urbana
en general. Pero también podría darse un aspecto positivo en tér-
minos de comunidad y emociones colectivas.

París, flash-back n. 1: Gracias a que conservo todas mis agendas,


puedo decir con exactitud que la Noche en blanco dedicada al Nuevo
Cine Norteamericano en el cine Olimpia comenzó en la mediano-
che del 4 de diciembre de 1971, y que, de alguna forma, logré ver allí
tan sólo tres películas: Back and Forth [Atrás y adelante] 1969, Hold Me
While I’m Naked [Abrázame mientras estoy desnuda] (1966) de George
Kuchar, y Mass for the Dakota Sioux [Misa por los Sioux de Dakota]
(1963-64) de Bruce Baillie. No logré ver las películas que allí se exhi-
bieron de Ron Rice, Jonas Mekas, Peter Kubelka, Ken Jacobs, Hollis
Frampton, Stan Brakhage y Kenneth Anger porque la experiencia
en conjunto, tal y como hoy la recuerdo, fue más parecida a la par-
ticipación en un motín; quizá lo más parecido que he visto nunca al
legendario estreno de L’Âge D’Or [La edad de oro] (1930), salvo que
los ofendidos espectadores no eran miembros de la alta burguesía
sino hippies franceses, tan indignados con el rigor no-narrativo de la
película de Snow que estuvieron abucheando y silbando durante
toda la película; incluso hubo alguien que lanzó un sujetador con-
tra el proyector, acto que fue recibido con un rabioso aplauso. Por
consiguiente, tuve que ver la mayoría de las otras películas expe-
rimentales norteamericanas de esta época en mis viajes a Nueva
York, la mayor parte de las veces en los Anthology Film Archives, y
terminé por perderme todas las primeras películas de Ernie Gehr.

117
París, flash-back n. 2: Durante los cinco días que paso en París, antes
de aquellos cinco días en Róterdam, veo a Noël Burch, que tiene
pensado dar una conferencia en Róterdam poco después de que yo
vuelva a los Estados Unidos, una ponencia en la que está trabajando
actualmente («La estética sádica: una consideración crítica») y me
da un primer borrador para que lo comente. La conferencia sur-
gió como respuesta a una invitación para participar en «La máquina
cruel», una serie de películas, vídeos y conferencias programados por
Gertjan Zuilhof sobre la que Noël tiene serias dudas. Zuilhof define
la crueldad cinematográfica en relación a tres películas que consi-
dera clásicas: Peeping Tom [El fotógrafo del pánico] [1960] de Michael
Powell, Mondo Cane [Este perro mundo] [1963] de Gualtiero Jacopetti
y Pentimento [Penitencia] [1980] de Frans Zwartjes; y la intervención
de Burch pretende criticar «lo que considero la relación social funda-
mental entre el poder demiúrgico, megalómano y, en última instan-
cia, sádico, de la Gran Mente Creativa y el masoquismo estoico del
aficionado corriente, halagado por compartir los gustos austeros de
una élite»1. Un intento radical y, en mi opinión, utópico, quijotesco
incluso, de reconciliar sus tendencias sexuales masoquistas con sus
opiniones políticas marxistas y sus discrepancias con el modernismo
francés; el proyecto de Noël está claramente plagado de trampas
(especialmente porque la estética sádica y la masoquista, tal como
Noël las define, están tan estrechamente entrelazadas con el hecho
de ser francés y ser norteamericano que dan forma a su misma bio-
grafía), pero tampoco puedo evitar verlo como una empresa noble
y heroica. (Se da la casualidad de que recientemente se ha puesto
en cuestión en Estados Unidos el encumbramiento contemporáneo
de Sade —de forma exhaustiva y en mi opinión muy convincente—
por parte de Roger Shattuck en Forbidden Knowledge: From Prome-
theus to Pornography2, y es una pena que Noël todavía no haya tenido
acceso a este libro). Lo cierto es que, a pesar de sus dificultades, es
una empresa tan ambiciosa e instructiva que mantengo un diálogo
silencioso con ella cada día que paso en Róterdam.
Por una parte, la defensa actual que hace Burch del masoquis-
mo dominante (es decir, Sternberg), por encima de lo que considera
1
Burch, Noël, «The Sadeian Aesthetic: A Critical View» en Beech, David y Roberts, John
(eds.), The Philistine Controversy, Londres/ Nueva York, Verso, 2002, p. 179.
2
Shattuck, Roger, Forbidden Knowledge: From Prometheus to Pornography, Nueva York, Dutton,
1968.

118
la estética sádica del cine experimental contemporáneo (Brakhage,
Gehr, Snow, etc.) evita los temas que a mí más me interesan. Pero,
por otra parte, nadie más intenta realmente conciliar su sexualidad,
sus ideas políticas y su estética de una forma tan decidida, y tanto si
esto es lo que pretende como si no, de nuevo encuentro estimulan-
tes sus argumentos, como una especie de meta-ciencia-ficción.
Hoy en día, Noël cree que tiene que rechazar su propia Praxis
du cinéma como una validación elitista de todo lo que representa
la estética sádica actual. Sin embargo, este libro tuvo para mí un
gran valor en los años setenta, no como ninguna suerte de modelo
político o social, sino como una guía sobre la variedad de formas de
hacer cine y analizar películas sobre las que todavía estaba apren-
diendo. Para mí dio lugar a una dialéctica esencial con The American
Cinema3 de Andrew Sarris, como una especie de catálogo de lo que
debía ver y cómo debía verlo. Como si fuera un carroñero y un bri-
coleur, tengo la tendencia natural de pervertir los programas estéti-
cos y políticos de otros, y creo que todos los espectadores (incluido
Burch), en cierta medida hacen lo mismo. De forma consciente o
inconsciente, todos reinventamos compulsivamente las películas y
programas estéticos según la forma de nuestros deseos, haciendo
mucho más difícil la crítica sincera y práctica.
Tal y como descubrí en la universidad, se puede coger cualquier
verso de la poesía inglesa, poner a continuación uno de T. S. Eliot
(«Como un paciente eterizado sobre una mesa»4) y esperar confia-
damente que encajen juntos e incluso que tengan un significado co-
herente. ¿Qué tiene este verso de The Love Song of J. Alfred Prufrock
[La canción de amor de J. Alfred Prufrock] que lo hace tan versátil y fácil
de usar? Sospecho que se trata del hecho de que el paciente eteri-
zado no es otro que nosotros mismos, espectadores posmodernos,
empeñados en seguir a nuestra propia conciencia dividida a donde-
quiera que nos lleve, que casi siempre es lejos de la sociedad.
Pero también merece la pena señalar las excepciones a esta re-
gla. El ensayo personal de Stephen Dwoskin, Pain Is… [El dolor es…]
(1997), incluido en «The Cruel Machine» y que he visto en vídeo
(una mezcla de autobiografía, investigación y reflexión filosófica),
es, con mucho, la película más emocionante que encontré en este
3
Sarris, Andrew, The American Cinema: Directors and Directions 1929-1968, Nueva York, Dut-
ton, 1968.
4
«Like a patient etherised upon a table», en el original en inglés (N. de la T.).

119
programa, ya que lleva a la esfera pública el sadismo y el masoquis-
mo (entre otros temas relacionados) de una forma lúcida, como
algo que debe estudiarse y no sólo experimentarse o convertirse
en algo mitológico. Realizada por un director de cine experimental,
que se ha pasado la mayor parte de su vida en una silla de ruedas
a causa de la polio, contiene el tratado sobre el dolor más comple-
jo y lleno de matices de todas las películas que conozco, ya que,
como Zuilhof señala en el catálogo del festival, no distingue entre
el dolor deseado y no deseado. La película abre con un plano subje-
tivo desde una silla de ruedas avanzando a través de los pasillos de
un hospital, hasta que la intensa luz del día hace que la imagen se
vuelva completamente blanca, y por encima de la última parte de
este viaje, la voz en off de Dwoskin comienza a plantear cuestiones
sobre el dolor, de las cuales tan sólo unas pocas reciben respuesta.
(«¿Es posible hacer una imagen del dolor? Cuando frotas un dedo
contra la madera, sientes la madera. Si te clavas una astilla, sientes
tu dedo. Así es como funciona el dolor. Se desplaza del exterior al
interior»).
La película está plagada de primeros planos de gente discu-
tiendo, experimentando, infligiendo y representando dolores de
diferentes clases; primeros planos agresivos y extremos que a me-
nudo justifican el término que se utiliza para describirlos: planos
«ahorcados»5. A pesar de todo, la mayoría de las palabras emplea-
das para describir el dolor en cuestión son relativamente objetivas
y desapasionadas, manteniendo la distancia con las respuestas de
cada cual. En la secuencia más notable de la película, Dwoskin gra-
ba en primer plano a una dominatrix mientras ésta le azota con una
correa, tarea de la que ella claramente está disfrutando, y, después
de la sesión, cómo él le realizaba una entrevista, tranquilamente,
sobre su trabajo. Es un modo de abordar la cuestión que de alguna
manera recuerda tanto a Brecht como a Montaigne, y para mí pro-
porciona la respuesta dialéctica (y contemporánea) precisa al ata-
que de Burch a la estética sádica, al desplazarse del interior al ex-
terior. ¿El hecho de que vea esta película en vídeo, a solas con mi
propia sexualidad y mis propios fantasmas, resalta o contradice
este logro? Al no tener la ventaja de poder hacer la comparación

5
«Choker» en el original en inglés; la palabra técnica que se utiliza en español para este tipo
de planos es «primerísimo primer plano» (N. de la T.).

120
con cómo funciona frente a un público, tan sólo puedo hacer con-
jeturas sobre la respuesta.
El jueves por la tarde asisto al primer programa de la retrospec-
tiva sobre Gehr en el Lantaren (Shift [Cambio] [1972-74], This Side of
Paradise [A este lado del paraíso] [1991] y Side/Walk/Shuttle [Lateral/
paseo/lanzadera] [1991]) junto a otros veinte espectadores, la mayo-
ría holandeses veinteañeros, y la respuesta en este caso parece ser
de perplejidad e indiferencia; la primera pregunta planteada a Gehr
después de la película es: «¿Es usted una especie de fetichista del
16 mm?». Aunque me fascinan sobre todo los movimientos de cá-
mara y el rigor estructural de Side/Walk/Shuttle, ésta es una expe-
riencia solitaria, más que colectiva, que contrasta llamativamente
con lo que he compartido con cientos de embelesados espectadores
(de nuevo, la mayoría de ellos era holandesa de unos veintitantos
años) en parte del programa de vídeo llamado «City Sounds» en el
Pathé, unas horas antes.
En teoría, es posible que, habiéndome fumado un porro antes
del programa a primera hora de la tarde, haya idealizado las buenas
vibraciones en «City Sounds», pero no lo creo. Por una parte, la
primera obra del programa, Abducted [Abducido] (1996), de Jason
Spingarn-Koff (un vídeo de veinte minutos procedente de Alema-
nia, rodado en Berlín, Providence y Nueva York), comienza en el
contexto explícito de la televisión: se ve un monitor de televisión
sobre señales pulsantes (incluidas algunas en rojo y verde) en un
panel inferior, y en la pantalla de televisión aparecen imágenes mu-
das, descoloridas, de paisajes urbanos. Por otra parte, la presencia
de la música (la música «industrial» de percusión se atribuye a DJ
Fresh Blend) sitúa este trabajo de Gehr en un universo separado del
resto de su obra. Una imagen de vídeo en blanco y negro ocupa por
completo la pantalla después de que se ha establecido el contexto
televisivo inicial, y se establece una rudimentaria y seductora na-
rrativa: una figura femenina que recuerda a Maya Deren se levanta
de la cama en un soleado desván y camina hacia la ventana; a con-
tinuación se la ve moviéndose a través de las imágenes de fondo de
una ciudad, como dibujadas con lápices de colores, mientras que,
de vez en cuando, unos intertítulos en alemán nos van contando
cosas de su viaje: «Una torre de televisión se alza por encima de la
ciudad». «¿Ha ocurrido algo? Quizá algo terrible». «¿En el Ministe-
rio del Aire del Reich?». «Aquí solían estar unos grandes almacenes

121
judíos». En efecto, el vídeo cuenta un viaje a través de la tenebrosa
e insondable historia que abarca desde el comienzo de siglo hasta
el Berlín contemporáneo, mientras que, al mismo tiempo, resuci-
ta recuerdos del cine mudo alemán y del Holocausto que parecen
sueños recordados a medias, y la experiencia global resulta tan cau-
tivadora que acabo viendo Abducted por segunda vez en vídeo en el
Cine Central pocos días después.
¿Implica esto que los placeres más solitarios de las exploraciones
de Gehr son algo del pasado? Quizá sea así, pero sólo para algunos
espectadores. Cuando el sábado por la noche vuelvo al Lantaren
para otro programa sobre Gehr, que consiste exclusivamente en
películas mudas (Serene Velocity [Velocidad tranquila] [1970], Table
[Mesa] [1976] y Eureka [1974]), en esta ocasión hay al menos sesen-
ta personas en el auditorio, y prácticamente ninguna abandona la
proyección. Así que parece que ha habido algún tipo de educación
del público entre el martes y el sábado; una iniciación al modo de
ver y reflexionar sobre imágenes cinematográficas que puede desa-
rrollarse sólo a través de la experiencia.
Por otra parte, dudo que el público de las películas de Gehr pue-
da alcanzar jamás la compenetración colectiva de la que soy testigo
y que comparto cuando veo Abducted por primera vez, y sospecho
que el uso de la música tiene mucho que ver con ello. Experimen-
to la misma diferencia cuando veo Blight [Ruinas] (1996), un vídeo
grabado en Londres, realizado por John Smith en colaboración con
el compositor Jocelyn Pool; una obra fascinante que es al mismo
tiempo un documental sobre la construcción de la carretera de
enlace a la M2 en el este de Londres, que provocó una prologada
campaña por parte de los residentes locales para evitar que sus ca-
sas fueran demolidas, y con un tratamiento de los improvisados dis-
cursos de algunos de estos residentes que los convierte en la base
de una especie de musique concrète (las distintas voces acompañadas
por unos acordes de piano y maravillosamente enlazadas con el
montaje, tanto que me lleva a escribir en mi cuaderno: «Como
Frank Zappa, pero mejor»).
La cuestión es: ¿la compenetración colectiva que provoca Blight
se traduce en algún tipo de compromiso social con el tema del ví-
deo? De esto estoy ya menos seguro, aunque sólo sea porque el
compromiso social colectivo (incluido el que rechazó a Michael
Snow en el Olympia en 1971, así como otras formas más positivas

122
de participación) es mucho más difícil de encontrar actualmente
en el cine que en otros contextos de emoción colectiva. Segura-
mente esto se deba, en parte, a que la utópica visión de los sesenta
ya no absorbe a la audiencia actual; hay demasiado escepticismo
respecto a la cultura y los medios de comunicación y a la posible
toma de conciencia revolucionaria, como para considerar dicha po-
sibilidad.
Esto se hace aun más evidente cuando asisto a un concierto de
David Shea, la noche del viernes, que acompaña en directo el largo-
metraje en vídeo de Johan Grimonprez Dial H-I-S-T-O-R-Y [Marque
H-I-S-T-O-R-I-A] (1997). El vídeo es una recopilación de material
encontrado de informativos de televisión sobre actos terroristas
(principalmente secuestros de aviones a lo largo de los últimos
treinta años) así como dibujos animados, anuncios y películas edu-
cativas: una celebración posmoderna de la banalidad, la incohe-
rencia y el miedo, que me recuerda a recopilaciones parecidas de
Craig Baldwin. Podría decirse que Grimonprez escapa a la perspec-
tiva nihilista de Baldwin al incluir algunos pasajes con inteligentes
y provocadores comentarios sobre el terrorismo extraídos de dos
novelas de Don DeLillo, Ruido Blanco y Mao II, pero considero que
esta distinción es sobre todo académica, ya que Grimonprez elige
el comentario de otro en vez de ofrecer el suyo propio. Asimismo, el
acompañamiento de Shea incorpora elementos de la banda sonora
de Alphaville, une étrange aventure de Lemmy Caution [Lemmy contra
Alphaville] (1965) y de algunas películas del cine hongkonés; además
de algunas apropiaciones posmodernas que no siempre saben dis-
tinguir entre texto y comentario.
Desde la perspectiva política de la década de los sesenta, todo
esto resulta muy dudoso y claramente «irresponsable». Aun así, sim-
patizo e incluso comparto en parte la experiencia colectiva cuasi-
eufórica que ofrece esta combinación de elementos, una experiencia
que combina los placeres de la sorpresa y la aventura con el derro-
tismo político en un discurso muy propio de los noventa. El encon-
trar placer en fuentes de dolor, tales como la «renovación de zonas
urbanas» y el terrorismo, ciertamente requiere una fuerte dosis de
alienación. ¿Se trata del mismo placer amargo que experimenta un
animal enjaulado haciendo sonar los barrotes de su jaula? Si es así,
quizá estos barrotes deban golpearse antes de que se puedan echar
abajo o eliminarlos por completo.

123
Durante dos días seguidos, domingo y lunes, en la videoteca,
veo dos películas norteamericanas de media hora de duración, reali-
zadas en el medio-oeste del país (What Farocki Taught [Lo que enseñó
Farocki] [1998] de Jill Godmilow y Shulie [1997] de Elisabeth Subrin),
dos remakes minuciosos de documentales políticos hechos en los
años sesenta: la película de Godmilow es un remake, en color y en
inglés, de un documental alemán en blanco y negro dirigido por
Harun Farocki en 1969 sobre la producción y los efectos del napalm,
Nicht löschbares Feuer [El fuego inextinguible]; y el de Subrin de un re-
make de un documental de 1967 realizado por Jerry Blumenthal,
Sheppard Ferguson, James Leahy y Alan Rettig sobre Shulamith
Firestone, futura autora de The Dialectic of Sex: The Case for Feminist
Revolution [La dialéctica del sexo: estudio para la revolución feminista]
(1970)6, un libro que recuerdo que me impactó cuando era un es-
tudiante en el Instituto de Arte de Chicago. What Farocki Taught
se presenta como una película de no ficción; Shulie termina con la
leyenda: «Ésta es una obra de ficción»7. Las dos películas hechas en
los años sesenta son obras de investigación radicalmente compro-
metidas, y lo mismo puede decirse de las dos películas de los años
noventa, a pesar de las marcadas diferencias en temas y estilos.
¿Por qué surgieron estas dos nuevas versiones, más o menos al
mismo tiempo, cuando ninguno de los dos cineastas sabía que el
otro proyecto se estaba llevando a cabo? El impulso de hacer un
remake de una obra de protesta de los años sesenta parece proceder
de otro deseo posmoderno, el de «abrir un túnel de salida desde
dentro»: reconfigurar el pasado según los términos de un presente
petrificado, golpear los barrotes de otra manera. ¿Volver a pensar
los años sesenta es un preludio y un requisito previo para repen-
sar los años noventa, o se trata quizá de algún sustituto de ese difícil
proceso? Dentro de los confines semiclandestinos de la videoteca,
no puedo estar seguro.
Debo confesar que prefiero Shulie de Subrin a la película de la
cual se realiza el remake, aunque sólo sea porque el complejo pathos
histórico que se esfuerza en presentar proporciona mucha más in-
formación sobre los años noventa que todo lo que la película ori-
ginal podía decirnos sobre los años sesenta, entonces o ahora. Sin
6
Firestone, Shulamith, The Dialectic of Sex: The Case for Feminist Revolution, Nueva York, Mo-
rrow, 1970.
7
Este rótulo se quitó posteriormente.

124
embargo, prefiero Nicht löschbares Feuer a What Farocki Taught, ya
que las motivaciones políticas de la primera son mucho más claras
y directas. Mis preferencias tienen poco que ver con la habilidad
técnica o el ingenio de Subrin o Godmilow; se establecen, por el
contrario, en relación al valor político que ostenta una obra en su
época correspondiente.
La sabiduría popular, haciendo una cierta justicia, considera que
los años sesenta fueron una época mucho más libre que la de ahora,
por lo que Subrin muestra cierta osadía al centrarse en un momen-
to de aquel periodo en que la conciencia feminista todavía estaba
luchando por definirse a sí misma. La paradoja es que incluso el más
nítido de los espejos retrovisores de la historia resulta insuficiente
para darle a una actriz, treinta años después, el tipo de urgencia
conmovedora que Firestone expresaba en la película original a tra-
vés de su confusión y timidez; Kim Stross, la actriz que interpreta a
Shulie, refleja el tipo de indiferencia contemporánea que tendemos
a ver como normal. Sin embargo, sólo a través de esta yuxtaposi-
ción empezamos a atisbar el miedo paralizante que define nuestro
presente; el tipo de miedo que hace que la idea misma de un remake
parezca una respuesta lógica.
El lunes, durante mi última tarde en el festival, asisto en el Pa-
thé a una proyección de la película taiwanesa Blue Moon [Luna azul]
(1997). Escrita y dirigida por Ko I-cheng (miembro de la Nueva Ola
Taiwanesa que es más conocido fuera de Taiwán en su faceta de
actor, sobre todo por sus papeles en las películas de Edward Yang),
esta película consiste en cinco bobinas, de veinte minutos cada una,
que deben proyectarse en distinto orden cada vez, de forma que
son posibles hasta ciento veinte versiones distintas. Las cinco bo-
binas presentan más o menos los mismos personajes y escenarios,
incluyendo, entre otros, a una joven, un escritor, un productor de
cine y el dueño de un restaurante, todos residentes en Taipéi y per-
tenecientes al mismo círculo de amigos y conocidos; y en cada bo-
bina la mujer está liada con un hombre distinto. A partir de ahí uno
puede construir una narrativa continua al colocar algunas bobinas
como flash-backs, saltos al futuro o como acontecimientos que su-
ceden en un universo paralelo.
Más allá de esta construcción única (Ko explica, después de la
proyección, que escribió las cinco partes a la vez, en hojas de papel de
distintos colores) Blue Moon es una película narrativa convencional,

125
incluso «comercial», y uno de mis colegas norteamericanos, que ha-
bía visto la película antes, la rechazó por esta razón, tachándola de
banal y decepcionante. Pero para mí resulta fascinante precisamen-
te por la misma razón: porque exige la participación creativa del es-
pectador al mismo tiempo que pretende satisfacer sus expectativas
convencionales. Y hay otras agradables recompensas también: por
ejemplo, siempre he deseado ver algún día una película que, de for-
ma poco convencional, incluya los créditos más o menos a la mitad
de metraje, y esta particular configuración de Blue Moon cumple ese
sueño al mostrar al productor de la película viendo una secuencia
de créditos, en una sala de proyecciones, al final de la segunda bobi-
na; una secuencia de créditos que, estoy seguro, son los créditos de
Blue Moon. De forma más convencional, la primera bobina de esta
proyección explica el significado del título.
En resumen, las posibilidades de satisfacer algunos de los deseos
del espectador y frustrar otros son infinitas, y estoy completamen-
te de acuerdo con la directora Jackie Raynal, con la que he asistido a
esta proyección, cuando me dice, después de la misma, que querría
ver de nuevo la película inmediatamente, con las bobinas en distin-
to orden. Está claro que no se pueden resolver todos los misterios
de la narrativa múltiple de esta manera, pero indudablemente sur-
girán nuevas pistas, de igual modo que aparecerán otros misterios.
En cierto sentido, es como la experiencia de ir de cata a un festival
de cine condensada en una sola película, obligando a cada especta-
dor a hacer su propia síntesis de las partes dispares pero interconec-
tadas. ¿Lo convierte esto en una película tanto política como expe-
rimental? En la medida en que trata e intenta cambiar la relación
del espectador con el aparato cinematográfico, no puede tratarse de
otra cosa.

126
En japonés no existe el plural
Viaje de ida y vuelta de Masumura a Hawks
Shigehiko Hasumi y Jonathan Rosenbaum

Primer movimiento. El cine dislocado de Yasuzo Masumura

Voy a comenzar citando el ensayo de Andrew Sarris, The American


Cinema, para decir que Yasuzo Masumura (1924-1986) es un «tema
para seguir investigando». Mi primer encuentro con su obra fue
hace casi treinta años en París, donde su Chinjin no Ai [Amor a un
idiota] (1967), una adaptación actualizada de la novela de Junichi-
ro Tanizaki, Naomi, de 1924, se proyectaba bajo el título La Chatte
Japonaise [La gata japonesa]. (Tal y como descubrí mucho después,
existen otras dos excelentes adaptaciones de la obra de Tanizaki:
Manji [Esvástica] [1964] e Irezumi [Tatuaje] [1966]). Un especial de
doce páginas en el número de octubre de 1970 de Cahiers du cinéma
(quizá el reconocimiento crítico más extenso que ha recibido en
Occidente hasta la fecha) espoleó mi interés; me impactó y fascinó
su representación del delirio erótico de un obrero de mediana edad
por su mujer, mucho más joven que él, a la que adiestra, con la que
se casa y a la que pierde. Una imagen: enloquecido por el recuerdo
erótico de las ocasiones en que llevaba a su mujer montada a caba-
llito, intenta imitarlo a solas en su apartamento.
Pasaron veintisiete años hasta que volví a ver otra película de
Masumura, y fue gracias a un ciclo de doce películas organizado

127
por Kyoko Hirano, de la New York’s Japan Society, que llegó a
Chicago en 1998. Desde entonces existen tres razones concretas
y distintas por las cuales me siento impelido a continuar con esta
investigación.

1. La curiosidad por el misterioso fenómeno que denominaría «sin-


cronicidad» mundial: la aparición simultánea de los, aparentemen-
te, mismos gustos, estilos y/o temas en distintas partes del mundo,
sin ninguna señal de que estos rasgos comunes y sincrónicos se
hayan influido mutuamente; todo lo cual sugiere una experiencia
mundial común que todavía no ha sido definida adecuadamente.
Fue este tipo de curiosidad el que motivó el intercambio de cartas
con el que comienza este libro: el hecho de que unos cuantos cinéfi-
los, de distintos países, la mayoría de los cuales no se conocían entre
sí, compartiesen más o menos el mismo criterio especializado. Y
fue la curiosidad por otro tipo de sincronicidad la que, en parte,
provocó mi interés por Masumura: cómo un director japonés de
los años cincuenta y sesenta, cuyas películas en muchos aspectos re-
cordaban tanto estilística como temáticamente a las películas nor-
teamericanas del mismo período dirigidas por Samuel Fuller, Ni-
cholas Ray, Douglas Sirk y Frank Tashlin, había acabado rodando
sus filmes sin ninguna influencia aparente en uno u otro sentido.
No puedo afirmar que haya llegado a ningún resultado con-
cluyente en mi investigación, salvo la impresión de que probable-
mente haya mordido más de lo que puedo masticar. Las complejas
relaciones entre las culturas japonesa y norteamericana, fraguadas
durante la ocupación estadounidense (incluidas las distintas for-
mas de censura practicadas en ambos países durante aquel pe-
riodo), no son un tema que me sienta capacitado para tratar de
forma exhaustiva. Sin embargo, cualquier estudio serio de la sin-
cronicidad entre Hollywood y las películas de Masumura durante
la posguerra debe, sin duda, tener este factor en cuenta. E incluso
una investigación mucho más concreta y delimitada (como las de-
finiciones de locura que vemos en Bigger Than Life [Más poderoso
que la vida] (1956) de Ray, Shock Corridor [El pasillo del miedo] (1963)
de Fuller y The False Student [El falso estudiante] (1960) o Sex Check
[Chequeo sexual] (1968) de Masumura) tendría que tener en cuenta
las diferentes estrategias estéticas que operan en estas películas, así
como el papel que desempeña la alegoría en la película de Fuller,

128
lo que hace que sea difícil proponer una metodología crítica que
resulte eficaz para las cuatro películas.

2. No es difícil toparse con la melancólica convicción de que ya se


han realizado todos los descubrimientos importantes en la historia
del cine (un amigo japonés ha propuesto una variante de esta pro-
posición: que de hecho Masumura es el único gran descubrimiento
significativo que queda por hacer, por lo menos en el cine japonés).
Francamente, esta creencia siempre me ha parecido presuntuosa
y un tanto arrogante; sugiere una cierta capitulación frente a las
prácticas habituales de marketing que pretenden que todos los pro-
ductos que merece la pena consumir son ya conocidos, teórica-
mente accesibles, si no disponibles. Este rasgo es particularmente
pronunciado en Estados Unidos, donde la mayoría de editores de
libros y revistas cree que los lectores no deben encontrarse con
demasiadas referencias a películas que no conozcan y/o que sean
difíciles de encontrar. Así que un encanto especial que ostenta el
estudio de una figura como Masumura es que la posibilidad de
dar a conocer su obra en Occidente sería prácticamente nula: una
obra de cincuenta y ocho películas (cincuenta y cinco largometra-
jes y tres cortos), ninguna de las cuales entró en el circuito de dis-
tribución1.
El desafío de llegar a conocer su obra bajo tales circunstancias
está, por tanto, motivado por el deseo de convencerme a mí mismo
y a otros cinéfilos de que los objetos de estudio «imposibles» no son
tan imposibles de estudiar como a veces pretendemos perezosa-
mente. Y, en gran medida, este proyecto dio frutos. En un momen-
to dado, cuando me esforzaba por encontrar los vídeos de algunas
de las películas de Masumura subtitulados al inglés, por ejemplo,
me alegró descubrir que al menos un par de ellos procedían del
contacto de un amigo en Israel. De una forma muy parecida a
cómo una reciente conferencia sobre Philippe Garrel se ha celebra-
do en Dublín y ha sido organizada, en su mayor parte, a través de
aficionados a la obra de Garrel que escribían para una revista digital
de cine con sede en Melbourne2, parecía que el correo electrónico
constituía una ayuda potencial para la cinefilia y la investigación
1
Después de concluir este artículo en 2001, una empresa llamada Fantoma comercializó en
DVD Blind Beast, Giants and Toys, Afraid to Die, Manji, The Black Test Car y Red Angel.
2
www.sensesofcinema.com

129
a la que apenas se está empezando a recurrir. Y, entre tanto, ha
resultado que mi investigación llegaba en el momento apropiado,
ya que, recientemente, Masumura está empezando a obtener más
atención que nunca. Al igual que mi tercera razón para emprender
este estudio (ver abajo), ésta indicaba que la sincronicidad era mu-
cho más fácil de ubicar en relación a la cinefilia que al cine per se.

3. Una investigación de determinadas cuestiones sobre diferencias


culturales. Al leer el libro de Shigehiko Hasumi sobre Yasujiro Ozu
en su traducción al francés3, me fascinó comprobar cómo las estra-
tegias interpretativas de Hasumi rompían, o al menos desafiaban,
muchos de los estereotipos (tanto occidentales como orientales)
sobre la «japonesidad» esencial de Ozu; estrategias que, de hecho,
tenían muy en cuenta las diferencias culturales pero sin permitir
su mitificación en nombre del exotismo. Y debido a que Hasumi
resultó especialmente instructivo sobre el modo en que el cine nor-
teamericano marcó las películas de Ozu, empecé a pensar que él
podía ser el interlocutor ideal en mi investigación sobre lo que era
específicamente japonés (o no japonés) en la obra de Masumura.
Además, sabiendo del entusiasmo personal de Hasumi por Hawks,
comencé a pensar que podía resultar provechoso explorar no sólo
lo que de «norteamericano» tenía mi interés en Masumura, sino
también cuánto de «japonés» había en su interés por Hawks.
Finalmente, resultó en nuestra conversación que sólo llevamos
a cabo esta última exploración de forma intermitente, y no apare-
ció en ningún momento en los ensayos posteriores de Hasumi so-
bre Hawks, pensados y realizados independientemente de nuestra
discusión. Aun así, su ensayo aporta una dimensión inestimable al
tema transcultural que yo quería abordar, enfocando de forma muy
distinta la aceptación internacional de Hawks, a través de modelos
formales con implicaciones relacionadas con el género, el cuerpo y,
más en general, con los principios de inversión.
Al analizar hasta qué punto los enfoques formales y estilísticos
pueden unir y reconciliar tradiciones culturales muy divergentes
(una tarea que también llevaron a cabo Viktor Shklovsky, con su
comentario estilístico sobre Tristram Shandy, y François Truffaut,
en su análisis de las imágenes que se multiplican y riman en Shadow

3
Hasumi, Shigehiko, Yasuhiro Ozu, París, Editions de l’étoile/Cahiers du cinéma, 1998.

130
of a Doubt [La sombra de una duda] [1943]), Hasumi logra que resulte
más fácil entender exactamente por qué Hawks puede narrar me-
diante los géneros clásicos de Hollywood en vez de a pesar de los
mismos. En efecto, las enseñanzas de Hasumi tuvieron una influen-
cia decisiva en la generación de cineastas japoneses conocida como
la «Nueva Nueva Ola» que incluye a Shinji Aoyama (Eureka, 2000),
Nobuhiro Suwa (2/Duo [1996], H Story [2001]) y Kiyoshi Kurosawa
(Cure [La cura] [1997], Pulse [Pulsación] [2001]). Kurosawa todavía
se acuerda vívidamente del principio que Hasumi impartía en su
clase: «Tanto en una imagen de Robert Aldrich como en una de
Jean-Luc Godard podéis encontrar las claves de las preguntas: ¿Qué
es una película? y ¿cuál es su lugar en la historia del cine?»4.
Es en parte gracias a esta lengua franca que el lenguaje formal
de Kiarostami, Panahi, Hou y Tsai puede entenderse fácilmente y
ser apreciado en todo el mundo, proporcionando así una guía a sus
significados culturales, que serían más difíciles de aprehender desde
perspectivas exclusivamente sociológicas, filosóficas o basadas en
el género. El hecho de que la educación formal de Hasumi esté
basada en la literatura francesa resulta especialmente obvio en su
sensibilidad hacia una determinada concepción de la forma fílmica,
esa misma que empieza a ser reivindicada desde Cahiers du cinéma
en los años cincuenta, y que desafiaba los cánones tradicionales
de la estética cinematográfica francesa en el momento en que ésta
adoptaba los géneros tradicionales y populares de Hollywood. De
hecho, se podría argumentar que, de igual modo que la forma cine-
matográfica en Hou y Kiarostami consigue comunicar algo, tanto a
través de sus respectivas culturas nacionales como más allá de ellas,
la atención que Hasumi presta a la forma en Hawks acaba diciéndo-
nos de manera indirecta algo sobre la cultura japonesa, la francesa
y la angloamericana, así como algo más explícito aún sobre una
corriente internacional que une estas y otras tradiciones.
El azar quiso que mi primera visita a Japón, en diciembre de
1998, fuera para participar en un simposio organizado por Hasumi
en la Universidad de Tokio y titulado «Yasujiro Ozu en el mundo».
Poco después de esta visita, pedí a la Japan Foundation una beca
de investigador visitante para el año siguiente y, cuando me fue

4
Citado en Stephens, Chuck, «Another Green World», en Film Comment, septiembre-octubre
2001, p. 68.

131
concedida, empleé parte de mi visita de dos semanas a Japón, en di-
ciembre de 1999, para proseguir mi investigación sobre Masumura
viendo ocho de sus películas con un intérprete en el Centro Cine-
matográfico Nacional y grabando una conversación con Hasumi,
en la Universidad de Tokio, sobre Masumura y Hawks. Además, en
mi primer día en Tokio, la Japan Foundation organizó un almuer-
zo con Sadao Yamane, quien acababa de publicar un libro con un
completo estudio crítico de Masumura5, y pude después fotocopiar
material relevante en inglés en la Fundación Cinematográfica en
Memoria de Kawakita. También pase un día agradable con Mikiro
Kato, un profesor asociado de la Universidad de Kioto, quien, ade-
más de llevarme a la tumba de Kenji Mizoguchi, generosamente
me organizó una visita al museo de arte local que alberga los cua-
dernos de producción de todas las películas de Masumura roda-
das en Daiei, que constituyen alrededor del ochenta por ciento de
su obra.
La investigación posterior fue posible a través de distintas vías.
Chika Kinoshita (una antigua estudiante de Hasumi que investiga
sobre Mizoguchi y es estudiante de posgrado en la Universidad de
Chicago) me ayudó generosamente al proporcionarme las pelícu-
las de Masumura en vídeo, así como sinopsis detalladas, escena por
escena, de la mayoría de las mismas, lo que me permitió verlas
sin subtítulos. También me tradujo partes de las críticas cinema-
tográficas de Masumura y otros materiales, obtenidos de un libro
japonés indispensable sobre este cineasta que Hasumi fue tan ama-
ble de regalarme6. En la primavera de 2000, pude ver otras nueve
películas de Masumura en los Pacific Film Archives de Berkeley,
California7. Sumando otras que he logrado ver en vídeo a través
de distintas fuentes, hasta ahora he podido ver treinta y ocho de
las cincuenta y ocho películas de Masumura, todas, salvo unas po-
cas, con algún tipo de traducción. Lo que sigue a continuación son
algunas reflexiones que resultan de este trabajo que está en pleno
desarrollo.
5
Yamane, Sadao, Masumura Yasuzo: Ishi to shite no erosu [El Eros como Voluntad], Tokio,
Chikuma Shobo, 1992.
6
Fujii, Hiroaki (ed.), Eiga kantoku Masumura Yasuzo no sekai [El mundo de Yasuzo Masu-
mura, director de cine], Tokio, Waizu Shuppan, 1999.
7
Le estoy especialmente agradecido a Mona Nagai, Edith Kramer, Jason Sanders y Nancy
Goldman por su ayuda en esta labor.

132
Masumura nació el 24 de agosto de 1924 en Kofu, en la isla de
Honshu, y desde una edad muy temprana empezó a ir al cine, ya
que en el jardín de infancia se hizo amigo del hijo del dueño de una
sala de cine. En el instituto descubrió a Jean Renoir y después de
un breve periodo en el ejército al final de la II Guerra Mundial, se
inscribió en la Universidad de Tokio para estudiar Derecho y Lite-
ratura. Allí se hizo amigo de Yukio Mishima, uno de sus compañe-
ros de clase, quien más tarde protagonizaría su película Karakkaze
yaro [Miedo a morir] (1960). Dejó los estudios dos años después y
encontró trabajo como asistente de dirección en el estudio Daiei de
Tokio, donde ganó lo suficiente para volver a la universidad y obte-
ner la licenciatura en Filosofía con una tesis sobre Kierkegaard. Al
año siguiente, consiguió una beca del Centro Sperimentale Cine-
matografico en Roma, donde se dice que Michelangelo Antonioni,
Federico Fellini y Luchino Visconti estuvieron entre sus profesores.
(El primero de ellos, el único que aún vive, todavía se acuerda de él,
y recientemente se presentó en una retrospectiva sobre Masumura
en Roma).
Una vez terminados sus estudios, Masumura trabajó de asisten-
te en una versión italo-japonesa de Madame Butterfly (1954). Des-
pués volvió a Japón, en 1954, donde trabajó como asistente de Mi-
zoguchi en Princess Yang Kwei Fei (1955) y Street of Shame [La calle
de la vergüenza] (1956) en el estudio Daiei de Kioto. Después de la
muerte de Mizoguchi se convirtió en el asistente de Kon Ichikawa
en otras tres películas antes de rodar sus primeros largometrajes:
Shokei no heya [El cuarto de los castigos] (1956), Nihonbashi (1956) y
Man’in densha [El tren está lleno] (1957). Hasta que Daiei cayó en la
bancarrota en 1971, siguió trabajando allí, a menudo haciendo tres
o cuatro películas al año, casi siempre aceptando encargos y a ve-
ces adaptándolos a su forma característica y rebelde. Después, a lo
largo de los últimos once años de su carrera como director, hizo
una media de una película por año; una producción irregular que
incluyó muchas de sus peores películas, pero al menos dos logros
encomiables: Daichi no komoriuta [Canción de cuna de la tierra] (1976),
quizá su producción independiente más importante, y Sonezaki
shinju [Doble Suicidio en Sonezaki] (1978), una adaptación de una obra
de teatro Bunraku. (Por el contrario, sus dos últimas películas, que
sólo he podido ver sin traducción, parecen tener pocos defensores:
Eden no sono [El jardín del Eden, 1980], su única película hecha en el

133
extranjero, una versión italiana de The Blue Lagoon [El lago azul]; y
In Celebration of this Child [Como celebración de esta niña], un thriller
detectivesco). También escribió mucho para la televisión japonesa
(parece que sobre todo después de abandonar Daiei), pero que yo
sepa esta obra es mínima. Todo lo que sé de su vida privada es que
se casó con una peluquera y que no tuvo hijos8.
Precursor de la llamada «Nueva Ola japonesa» que tuvo su ori-
gen a principios de los años sesenta, más o menos al mismo tiem-
po que la nouvelle vague francesa, Masumura fue considerado por
primera vez como referente por parte de Nagisa Oshima en 1958,
antes de que éste se embarcara en la producción de sus propias pe-
lículas. En efecto, Masumura, el director Ko Nakahita y el guionista
Yoshio Shirasaka (quien escribió al menos diez de las películas de
Masumura, incluida Giants and Toys [Gigantes y juguetes] y The False
Student) fueron presentados por Oshima en 1958 en un ensayo titu-
lado «¿Se trata de una ruptura? (Los modernistas del cine japonés)»
y Masumura fue descrito como «poseedor de las percepciones so-
ciológicas más agudas de los tres»9.
En este momento, todavía faltaba un año para el estreno de la
primera película del propio Oshima, y lo que él celebraba de este
trío era un gusto por la irreverencia juvenil, una metodología de-
liberada y una llamada a la libertad y la innovación. En el caso de
Masumura, parte de lo que su desafío implicaba no era la aplicación
de los principios del neorrealismo italiano (que es lo que se podría
haber esperado de su educación formal) sino, como trataré breve-
mente, más bien lo contrario.
Oshima se volvió contra el que había sido su modelo tan sólo
dos años después, expresando sus reparos contra Afraid to Die (en
mi opinión, no es una de las mejores películas de Masumura). En
esencia, denunciaba a Masumura como modernista (que en térmi-
nos japoneses significaba rendirse a los gustos occidentales) y jamás

8
Un ensayo de Masumura, «Kon Ichikawa’s Method» (traducido al inglés por Michael Raine
e incluido en Quandt, James [ed.], Kon Ichikawa, Toronto, Cinémathèque Ontario, 2001, pp.
95-103), muestra una gran ambivalencia hacia su mentor. Cuando en cierto momento Masu-
mura señala que «el asistente de dirección, encargado de los trajes históricamente inexactos
preparados para Nihonbashi, protestó enérgicamente pero fue totalmente ignorado», uno se
pregunta si se refería a sí mismo.
9
Oshima, Nagisa, Cinema, Censorship and the State: The Writings of Nagisa Oshima, Cam-
bridge, MIT Press, 1992, p. 30.

134
se retractó. Quizá este tipo de disputa era inevitable, dado el perfil
de Masumura como un director de estudio influido por Occidente,
aunque esto apenas explica que mucha de la obra de Masumura
parezca tan transgresora hoy en día, sobre todo desde el punto de
vista norteamericano.
Masumura, que como crítico de cine es autor de una bibliografía
tan extensa como la de Jean-Luc Godard, escribió un manifiesto pu-
blicado en Eiga hyoron, en 1958, en el que replicaba a las críticas que
le acusaban de hacer películas deprimentes y de mal gusto, faltas
de sentimiento y que presentaban a personajes cómicamente exa-
gerados e inverosímiles, sin describir su entorno o ambiente. Ma-
sumura, reconociendo básicamente que era culpable de todas esas
acusaciones, contraatacó con los siguientes argumentos:

(a) En las películas japonesas, sentimiento significa compostura, ar-


monía, resignación, pena, derrota y huida, y nada tiene que ver con
dinámica vitalidad, conflictos, lucha, placer, victoria y búsqueda…
Yo sólo tengo en cuenta la expresión directa y cruda, ya que creo
que los japoneses contenemos tanto nuestro deseo que tendemos a
perder de vista nuestra verdadera opinión.

(b) No existe el deseo no-reprimido como tal. Una persona que da


rienda suelta al deseo solamente puede ser considerada como fuera
de sus cabales… Y lo que a mí me gustaría crear no es una persona
estable que tiene calculada inteligentemente la realidad y expresa
su deseo de forma segura dentro de ese cálculo. Yo no quiero crear
un ser humano «humano». Yo quiero crear a un loco que exprese su
deseo sin vergüenza, sin que le importe lo que piensen los demás.

(c) Lo que me interesa en el enfrentamiento entre dos deseos al des-


nudo es que el ambiente no puede apaciguar10.

En las películas de Masumura, esta locura puede abarcar desde las


delirantes campañas promocionales, a la manera de las películas de
Frank Tashlin, de tres compañías de caramelos rivales en Giants and
Toys, hasta la enfermera militar de la desternillante, cercana a la es-
tética de Fuller, Akai tenshi [Ángel Rojo] (1966), que realiza favores

10
Traducido al inglés por Chika Kinoshita a partir de Fujii, Hiroaki (ed.), op. cit.

135
sexuales a un soldado al que le han amputado ambos brazos y a un
médico drogadicto. Es la locura de la misma guerra chino-japonesa
la que aparece en Heitai Yakuza [Soldado Yakuza] (1965), en la que la
única violencia que se ve en su retrato de la II Guerra Mundial es
la que tiene lugar entre los propios soldados japoneses, y la deser-
ción es considerada una muestra de cordura y buena salud; o en Ri-
gukun Nakano gakko [La escuela Nakano de espías] (1966), en la que las
traiciones personales y sexuales dentro del mundo del espionaje ex-
cluyen cualquier coartada patriótica. Se puede encontrar también
esta locura en el torpe joven de The False Student que se hace pasar
por un estudiante universitario, se une a un grupo de estudio de
ideas radicales y se vuelve literalmente loco cuando le confunden
con un informante de la policía; y en el maestro de té que de forma
metódica empieza a acostarse con las antiguas novias de su padre
(en la relativamente mediocre Senzaburu [Las mil grullas] [1969],
adaptación de la famosa novela de Yasunari Kawabata). También
se puede encontrar en la modelo secuestrada que se somete vo-
luntariamente, por motivos «artísticos», a que un escultor ciego la
descuartice en un almacén en Moju [La bestia ciega] (1969). (Pero
éste no es el único ejemplo de esencialismo que se puede encontrar
en los excéntricos retratos de la sexualidad de Masumura, un rasgo
que o bien pone en entredicho su ambivalente feminismo o bien
lo contradice por completo, como la espantosa Goyokiba-kamisori
Hanzo Jigokuzeme [Las torturas del infierno] [1973], que muestra a un
detective de policía que ha transformado su pene, duro como el
acero, en un instrumento de tortura que emplea con las sospecho-
sas femeninas).
Masumura afirmaba que las típicas películas de problemática
social, incluidas las del neorrealismo italiano, fomentaban la resig-
nación al dotar al ambiente de una fuerza determinista. Al mismo
tiempo, mientras que insistía en que él no consideraba que la socie-
dad europea fuera superior a la japonesa, mantenía que «se puede
experimentar de verdad al “hombre bello y poderoso” una vez que
se llega a Europa»:

Sus museos están llenos de pinturas y esculturas en donde se plas-


man la belleza y el poder humanos que los europeos han estado des-
cubriendo y creando a lo largo de dos mil años; sus calles están lle-
nas de personas cuya osada mirada, paso firme y porte desenfadado

136
transmiten su orgullo y su confianza como Hombres. En Europa, el
«hombre» es real11.

El crítico Tadao Sato, que le encargó este artículo de 1958 (y quien


se adjudica el mérito de haber descubierto a Masumura como di-
rector) me dijo que Masumura fue el primer miembro de su gene-
ración que veía con cierta irreverencia a maestros como Mizoguchi,
Ozu y Kurosawa12. Un radical cuya estrategia era exclusivamente
la de llevar a cabo la revolución desde el interior, trabajando con
cualquier cosa que tuviera a mano (incluidos los géneros ya exis-
tentes, así como guiones y actores). Supuestamente, le disgustaba
incluso el estilo llamativo que el cineasta Kazuo Miyagawa llevó a
Tattoo, con sus hermosas composiciones dípticas. «Algunos creen
más en la imagen, otros creen en la historia», confesaba en una en-
trevista. «Personalmente creo en la historia. Porque las imágenes
no son absolutas, uno no puede expresarlo todo con ellas». Tam-
bién afirmaba:

Jamás utilizo primeros planos. Los detesto. ¿Para qué hacer un pri-
mer plano del rostro de un actor o una actriz? Estoy de acuerdo en
hacer un primer plano si se trata del rostro auténtico de un campe-
sino, por ejemplo… [pero] la interpretación de los actores no tiene
ningún interés, porque es, en definitiva, una mentira y no va más
allá de un cierto «parecido»13.

Aunque esto suene como un menosprecio hacia los actores en ge-


neral, a Masumura debe reconocérsele que perfeccionó las inter-
pretaciones de Ayako Wakao, una de las mejores y más sensuales
actrices de cine japonesas, y fomentó una clase de feminismo vincu-
lado a la autodeterminación de sus personajes femeninos, muchos
de los cuales fueron interpretados por ella.

11
Ibid.
12
Conversación mantenida con Tadao Sato en el Hotel Tokyu Capitol, en Tokio, el 11 de
diciembre de 1999. Una conversación anterior en Tokio con Donald Richie en la Japan Foun-
dation (el 29 de noviembre de 1999) fue también de gran ayuda, y James Quandt (director de
la Cinémathèque Ontario y seguidor incondicional de Masumura) me ha hecho más fácil el
trabajo de numerosas maneras. Michael Raine también me ayudó con sus consejos, resulta-
do de su propia investigación sobre Masumura.
13
Fujii, Hiroaki (eds.), op. cit.

137
Lo que es constante en la obra de Masumura, a veces acompa-
ñando sus fructíferas colaboraciones con Wakao y otros actores,
es un cierto compromiso ético con el mundo, y un conjunto de es-
trategias cuyo fin es buscar y mantener ese compromiso, como el
de privilegiar y exagerar formas de comportamiento obsesivas. En
parte es por esta razón por la que muchas de sus películas son pro-
fundamente eróticas. Porque la sexualidad a menudo ha servido a
las mujeres como moneda de cambio en la sociedad japonesa: la
forma en que se ahorra, se gasta o se despilfarra la «fortuna» de es-
tas mujeres, dentro de esa economía, sigue siendo un asunto ético
serio, y puedo pensar en pocos directores además de Masumura, de
su mentor parcial Mizoguchi y su discípulo parcial Oshima, que ha-
yan hecho tantas películas eróticas acompañadas de la franqueza de
sus preocupaciones políticas. En Estados Unidos, el erotismo tiende
a estar más asociado con el extremo derecho del espectro político
que con el izquierdo: figuras como Ayn Rand, Josef von Sternberg,
Leni Riefenstahl y King Vidor, por ejemplo. Pero si se quiere com-
prender por qué El imperio de los sentidos (1976) de Oshima consti-
tuye una película profundamente izquierdista (y antibelicista), la
obra de Masumura y todo lo que implica nos marcan la dirección
adecuada.
Además, puede decirse que el deseo de Masumura de «represen-
tar exageradamente» ciertas formas aberrantes de comportamiento
social procede del mismo tipo de impulso que llevó a Oshima a
excluir sistemáticamente el color verde en Cruel Story of Youth
[Historias crueles de juventud] (1960), su primera película en color y
segundo largometraje. Para Oshima, el verde simbolizaba la casa
típica japonesa con su jardín vallado y su habitación del té, y «creo
firmemente que, a menos que se destruya la siniestra sensibilidad
que esos objetos engendran, no podría aparecer nada nuevo en
Japón»14. Para Masumura, la fatalidad del realismo social, que im-
plica la imposibilidad del cambio, resultaba tan fatal como el color
verde para Oshima. En su lugar, él quería erigir un universo ficticio
al que la libertad y la individualidad pudieran huir, libres de inhi-
biciones; en muchos casos, esto implicaba un cine sobre fanáticos
nada sentimental. Tal y como lo ha expresado el crítico canadiense
Mark Peranson: «Las películas [de Masumura] tratan de la libertad

14
Oshima, Nagisa, op. cit., p. 208.

138
de hacer cualquier cosa que te dé la gana, y las consecuencias de
esta actitud cuando la sociedad no la acepta»15. Esto a menudo lo
representa en distintos grupos de películas que pueden clasificar-
se, sin excesivo rigor, como películas antibelicistas, anticapitalistas,
pervertidas, sobre la juventud, y películas con heroínas fuertes;
aunque, como ocurre con las obsesiones de Fuller con la guerra,
el periodismo y el crimen, estas categorías, aparentemente no rela-
cionadas entre sí, a menudo acaban interactuando entre sí hasta el
punto de que terminan por ser indistinguibles.
Un buen ejemplo de ello es la delirante Sex Check, que abarca
las cinco categorías. Tan sólo unas cuantas pinceladas de los prime-
ros cuarenta minutos: una vieja y disoluta estrella del deporte (Ken
Ogata) adiestra y entrena fanáticamente a una chica de dieciocho
años (Michiyo Yasuda), que trabaja para una compañía eléctrica,
para que se convierta en una deportista olímpica, mientras que al
mismo tiempo abandona a la mujer con la que vive e ignora al resto
de atletas femeninas del equipo. La ambiciosa compañía, que ansía
el prestigio de tener una campeona olímpica, accede a regañadien-
tes a su enfoque decidido, que incluye darle frecuentes masajes ín-
timos. Después de que años atrás le dijeran que los deportistas te-
nían que convertirse en bestias para salir adelante, puso a prueba su
teoría durante la II Guerra Mundial (tal y como vemos en un breve
flash-back) yendo como una fiera con su bayoneta contra sus enemi-
gos y violando a muchas mujeres, e intenta impartirle la misma sa-
biduría a su protegida. Durante su primera comida juntos, le tiende
una cuchilla de afeitar y le dice: «Aféitate cada día para que puedas
convertirte en un hombre; tienes que superar las limitaciones de las
atletas femeninas», y poco después ya viven y se acuestan juntos.
(Más tarde se plantea la cuestión de si ella es una hermafrodita, lo
que complica considerablemente este escenario psicosexual).
Ya se apuntaba algo en Kiss [Beso] (1957), el primer largometraje
de Masumura, cuando los jóvenes héroes (un repartidor de pan y la
modelo de un artista) se conocen durante la visita a sus respectivos
padres en la cárcel. El padre de él cumple condena por una «viola-
ción del día de las elecciones», el de ella por haber robado dinero pa-
ra pagar las facturas médicas de su madre. Para que su madre no se
entere de que su marido está en prisión, la modelo está planteándose

15
Peranson, Mark, Now, 12 de febrero de 1998.

139
seriamente la prostitución para juntar el dinero de la fianza de su
padre, para que así éste pueda ir a visitar a su mujer al hospital.
Decisiones morales de este tipo, retorcidas pero sutiles, desta-
can aún más en la extraordinaria Ángel rojo; una de las películas de
Masumura más conocidas en Occidente, aunque aparentemente
no tuvo muy buena fama en Japón. La heroína, una enfermera de
guerra que ha sido violada, intercambia posteriormente favores
sexuales por una pinta de sangre que podría salvar la vida de su
violador; aparentemente no quiere que muera porque podría creer
que ella se está vengando.
Algunas otras generalizaciones. Muchas de las películas de
Masumura pueden agruparse en unas pocas categorías super-
puestas. Para dar una lista no exhaustiva, ésta incluye: películas
anticapitalistas (Giants and Toys, Hanran [Inundación] [1959], Tada-
re [Inflamación] [1962]), películas antibelicistas (Soldado Yakuza, La
escuela Nakano de espías, Ángel rojo, Onna no issho [La vida de una
mujer] [1962], Seisaku no tsuma [La mujer de Seisaku] [1965]), pelícu-
las pervertidas (Manji, Ángel rojo, Amor por un idiota, Sex Check, La
bestia ciega, Thousand Cranes, Torturas del infierno), películas sobre
mujeres fuertes (Aozora musume [Una chica brillante] [1957], Tsuma
wa kokihaku suru [Una esposa se confiesa] [1961], Majin, Tatuaje, Amor
por un idiota, Seishu no tsuma [La mujer de Seishu Hanaoka] [1967],
Denki kurage [Medusa eléctrica] [1970], Shibire kurage [La medusa pa-
ralizante] [1970]), películas sobre la yakuza (Miedo a morir, Oda a la
Yakuza, Medusa eléctrica, Nawabari arashi [Luchas territoriales] [1974])
y películas sobre la juventud (Beso, El falso estudiante, Asobi [Juego]
[1971]).
Salvo algunas notables excepciones (La mujer de Seishu Hanaoka,
Tatuaje, Doble suicidio en Sonezaki, las películas bélicas), las mejores
películas de Masumura son aquellas que se desarrollan en escena-
rios contemporáneos. Sus películas menos interesantes, según mi
experiencia, en general, son las que tratan del crimen/la yakuza;
la peor de todas, con diferencia, es Las torturas del infierno (irónica-
mente la única que está disponible comercialmente en Estados Uni-
dos con subtítulos en inglés, por lo menos en vídeo, en el momento
en el que escribo este artículo).
En parte como una respuesta a la sumisión de Japón posterior
a la guerra y la ocupación, el cine de individualistas enloquecidos
de Masumura mantiene una contradicción que se podría decir que

140
forma parte del propio idioma japonés. Al darme cuenta de que la
primera película de Masumura, Kuchizuke, se había traducido por
Beso y por Besos, le pregunté a una amiga japonesa cuál era la tra-
ducción más acertada. Me explicó que no había forma de saberlo
ya que en japonés no existe diferencia alguna entre el singular y
el plural. Además de obligarme a repensar a fondo el sentido que
le había dado a los títulos de las películas japonesas, esta idea me
sirvió para darme cuenta de que la noción misma de individualidad
en japonés es, en cierta forma, lingüísticamente abstracta.
Sin duda, esto constituye tanto una fortaleza como una limi-
tación; los norteamericanos que se quejan de que no encuentran
personajes «con los que identificarse» en algunas películas (algo
que, en mi opinión, preocupa menos a los espectadores japoneses),
puede que sufran de un exceso de «yo». También indica una clase
de ambigüedad que da forma al lenguaje como conjunto. El falso
estudiante proporciona una fascinante remisión a La Chinoise de Go-
dard (1967), una mirada en cierta forma más comprensiva, aunque
ambivalente, hacia los estudiantes maoístas siete años más tarde. Y
el falso estudiante del título (que termina en un manicomio, des-
potricando de una manera que parodia a los ideólogos marxistas y
recuerda a Shock Corridor de Fuller) es un buen ejemplo del prota-
gonista loco característico de Masumura. Sin embargo, en el mo-
mento en que uno cae en la cuenta de que el título puede ser tanto
El falso estudiante como Los falsos estudiantes, la crítica al marxismo
se amplía un poco más.
Masumura, un defensor de la individualidad y la libertad que
acabaría, paradójicamente, asociando estos valores con la locura,
resultaba aún más contradictorio al ser él mismo el hombre de em-
presa por excelencia en Daiei. Para entender contra qué se rebelaba,
hay que ver Bigger than Life de Ray como lo más cercano a una pelí-
cula de Masumura en Hollywood, en la que se considera la locura
como la alternativa al conformismo. Pero también es importante
tener en cuenta que algunos de los rasgos que Masumura desafiaba
en un contexto específicamente japonés, como el respeto a los pa-
dres, son menoscabados en Bigger than Life pero de manera distinta.
La mayor parte de La doncella del cielo azul, su segunda película, se
parece a uno de esos retratos de Sirk de adolescentes malcriados,
ricos (las hermanastras que se encuentra la joven heroína del título
cuando se muda del campo a la ciudad en busca de su verdadera

141
madre), de acuerdo al estilo, los colores pastel, la iluminación, el
comportamiento, la dirección de actores y la colocación de la cá-
mara propios de los años cincuenta. Pero lo que le proporciona un
punto de inflexión propiamente japonés, y muy transgresor, es el
clímax en el que la protagonista denuncia a su padre en su lecho
de enfermo y le obliga a admitir que él es el culpable de todos los
problemas de la familia. Aún más chocante resulta la rabia de la he-
roína de Medusa eléctrica, una chica de alterne que va ascendiendo
en la empresa yendo de cama en cama, contra su padre alcohólico y
mujeriego, al que golpea hasta casi matarlo por causarle problemas
con los yakuzas.
De hecho, tanto si se traduce Kuchikuze como Beso o Besos, era
un título provocador en japonés y en aquel tiempo (1957), tenien-
do en cuenta que no se pudieron enseñar besos en el cine japonés
hasta después de la II Guerra Mundial (cuando los censores de la
ocupación norteamericana los fomentaron enérgicamente). Beso
es una historia de amor adolescente, fotografiada de forma emo-
cionante, que recuerda a Nicholas Ray, a pesar de su relativa cor-
dura, pero resulta más característica del estilo de Masumura para
los espectadores que hablan japonés debido a su inusual velocidad
y la entonación de los diálogos (aunque puede que su fracaso en
taquilla se debiera a la dificultad del público para acostumbrarse
a este estilo). Sato, al escribir sobre esta película, sugiere de forma
vaga que el problema fue el contenido implícito de este estilo: los
críticos ignoraron la película cuando se estrenó debido a la presunta
similitud con otras películas sobre la juventud del mismo periodo,
y sólo más adelante se hizo evidente que Masumura rechazaba mu-
chas de las convenciones del género:

Su protagonista no era apacible, romántico ni especialmente atrac-


tivo, sino más bien atrevido, y estaba siempre enfadado. No era la
primera versión japonesa del joven enfadado (antes que él la juven-
tud rica y libertina ya había protestado hasta cierto punto), pero era
el más significativo porque era un chico pobre del montón. A di-
ferencia de anteriores protagonistas jóvenes, él da rienda suelta a
sus frustraciones a través de acciones exageradas, en vez de langui-
decer melancólicamente, ya que lo último que quiere es despertar
simpatía. De esta forma, no hay un atrezo que cree un ambiente
nostálgico ni efectos sentimentales en Besos, y el joven protagonista

142
logra cumplir sus necesidades frustradas únicamente a través de la
acción16.

No obstante, no deben pasarse por alto las implicaciones del pro-


pio estilo. Según las declaraciones de Yoshio Shirasaka durante una
entrevista, el objetivo de Masumura al adaptar la novela en la que
se basó La doncella del cielo azul era eliminar buena parte del senti-
mentalismo. Al realizar esta obra, Shirasaka (que ya había estado
trabajando en el guión durante algún tiempo, antes de conocer a
Masumura) había calculado a partir de los diálogos que la película
duraría unos cien minutos, pero, en cuanto descubrió que el estilo
acelerado de Masumura le quitaría media hora, añadió algunas es-
cenas más.
Creo que teniendo en cuenta todos estos factores se puede va-
lorar hasta qué punto mi hipótesis sobre la sincronicidad de las pe-
lículas de Masumura de los años cincuenta y sesenta, y algunas
películas norteamericanas de los años cincuenta, puede ser un
trampantojo basado en mi ignorancia de determinados aspectos de
la lengua y la historia social japonesas. ¿Es posible que mi hipótesis
refleje la desagradable tendencia de los norteamericanos a encon-
trar aceptables e interesantes ciertos rasgos en otras culturas tan
sólo cuando se asemejan a rasgos propiamente norteamericanos?
Para protegerme de este posible peligro voy a tener en cuenta
algunas otras formas en las que la sincronicidad que me interesa
es, en el mejor de los casos, una aproximación y, por tanto, po-
tencialmente engañosa. La tercera película de Masumura, Danryu
[Corriente cálida] (1957), un remake de una película de 1939 que en
parte transcurría en un hospital, está ambientada, de forma más
genérica, entre la clase alta, al estilo de la ambientación de las pe-
lículas de Sirk. Pero, en este caso, los rasgos occidentales de este
ambiente, vistos a menudo en la película anterior como una es-
pecie de elegancia modernista (como por ejemplo, cuando el her-
manastro de la protagonista toca jazz al estilo Dixieland), se ven
reflejados con mayor frecuencia como una especie de decadencia,
se trate de reproducciones de Chagall o de un andrógino número
musical francés visto en televisión. (Otro elemento relativamente
no propio de Sirk es una frase, que no se encuentra en la versión

16
Sato, Tadao, Currents in Japanese Cinema, Tokio, Kodansha International, 1987, pp. 210-211.

143
de 1939, que se hizo famosa en Japón: «Te esperaré, aunque me
conviertas en tu amante o tu concubina»). Es posible, por supuesto,
que yo malinterprete las connotaciones culturales de los elementos
occidentales de ambas películas, pero mi tesis principal es que los
escenarios de clase alta, que tienen un doble cariz tanto en Sirk
como en Masumura (son atractivos pero siniestros), obviamente no
tienen el mismo doble cariz en lo que se refiere a la visión japonesa
con respecto a Occidente.
Giants and Toys, la película de Masumura cuyo estilo se parece
más al de Tashlin de las que he visto, se distingue de éste por la de-
liberada y absoluta fealdad de la fotografía de colores chillones, así
como por el tratamiento misántropo de muchos de los personajes;
esto último parece aun más característico de Masumura. Aunque
la vulgaridad de la que acusan a menudo a Tashlin sus detractores
podría achacársele también a Giants and Toys. El argumento de la
película (una pobre chica con una dentadura impresionantemente
fea, que se convierte en la mascota de una compañía de caramelos,
después de un fenómeno mediático gracias a los esfuerzos de un
fotógrafo de una revista pornográfica) aspira a ser desagradable y
negativo de una forma que no podría haber sido minimizada ni
siquiera por Tashlin, que tendía a disfrutar de los excesos culturales
sobre los que satirizaba. De hecho, se podría replicar que las cuali-
dades «tashlinescas» de una farsa en color y CinemaScope, medio-
cre y anacrónica, ambientada en la época Edo, Koshoku Ichidai Onna
[Vida de un Don Juan] (1961), podrían describirse más bien como el
equivalente japonés de las comedias de Bob Hope realizadas duran-
te la misma época.
Más aún, la película que yo señalaría como la obra maestra su-
prema de Masumura (un diestro melodrama en blanco y negro y
en CinemaScope, Una mujer se confiesa) no encuentro que tenga pre-
cedentes en las obras de Ray, Fuller, Sirk o Tashlin. En realidad, la
película demuestra la influencia directa de Hiroshima, mon amour
(1959) de Alain Resnais en su uso sorprendente de la continuidad
para introducir los sucesivos flash-backs, confirmando así la creencia
habitual de que las afinidades más importantes de Masumura se es-
tablecen con los cineastas europeos contemporáneos. Se trata de un
thriller existencial cuidadosamente estructurado y espléndidamen-
te dirigido, que se centra en el juicio por asesinato de una mujer de
veintiocho años (Wakao) cuyo marido, un profesor universitario

144
grosero y de mediana edad, muere como consecuencia de un acci-
dente mientras hace montañismo, después de que ella se vea forza-
da a cortar la cuerda que los mantiene unidos. Para complicar aún
más su decisión, tomada en cuestión de segundos (el argumento de
toda la película) se añade el hecho de que la misma cuerda soste-
nía en el otro extremo a un atractivo y joven vendedor, con el que
su marido mantenía relaciones comerciales, y del que ella estaba
enamorada, y de no haber cortado la cuerda que la ataba a algu-
no de los dos hombres, probablemente hubieran caído los tres y
habrían muerto. Esta cuerda que mantiene unidos los miembros
de un triángulo amoroso, una poderosa metáfora de la interdepen-
dencia japonesa, podría decirse que también está vinculada al tema
principal de Masumura: la tragedia, la persistencia del deseo y la
necesidad de la elección individual en una sociedad enormemente
interactiva.

Segundo movimiento. Coloquio sobre dos autores

Tokio, 3 de diciembre de 1999

JONATHAN ROSENBAUM: ¿Cuándo escribió usted por primera


vez sobre Howard Hawks?

SHIGEHIKO HASUMI: En 1977, justo después de su muerte. En


aquella época Hawks estaba tan poco considerado en Japón que
ninguna revista de cine quería un artículo sobre él. Lo publiqué en
una revista literaria.

JR: ¿Y hay alguna etapa concreta de su trayectoria que prefiera?

SH: Sí, desde Bringing Up Baby [La fiera de mi niña] (1938) a His Girl
Friday (1940). Por supuesto, sus dos películas de cine negro con
Lauren Bacall y Humphrey Bogart, To Have and Have Not [Tener y no
tener] (1944) y The Big Sleep (1946) me impactaron profundamente.

145
Pero las comedias de ese periodo me parecen el mayor logro de su
mise en scéne. Para mí, Hawks es esencialmente un director de co-
media. En este sentido, podría decir también que mi preferido es el
periodo que abarca Twentieth Century [La comedia de la vida] (1934)
y Monkey Business [Me siento rejuvenecer] (1952). Pero me gustan mu-
cho también sus tres últimas películas del Oeste con John Wayne:
Río Bravo (1959), El Dorado (1967) y Río Lobo (1970).

JR: Puede que sea más corriente entre directores japoneses como
Ozu hacer remakes de sus propias películas, pero creo que Hawks es
de los pocos norteamericanos que lo ha hecho ¡dos veces!

SH: Todos sabemos que His Girl Friday fue un remake de The Front
Page [Primera plana] (1931). Pero, en este caso, ¡la copia es mucho
más original que el modelo en el que está basada!

JR: ¿Cuáles fueron las primeras películas de Hawks que vio usted?

SH: Sergeant York [El sargento York] (1941) y Red River [Río rojo] (1948),
más o menos al mismo tiempo, cuando estaba en el colegio. Pero
no podía ponerlas en el contexto adecuado porque en Japón no se
pudieron ver las películas norteamericanas producidas entre 1939
y 1945. Y justo después de la guerra, ésas no fueron las películas
de los grandes estudios escogidas por el ejército estadounidense
durante la ocupación de Japón. Fort Apache (1948) de John Ford, por
ejemplo, estuvo prohibida, incluso después de la guerra, porque
mostraba la derrota del ejército norteamericano. Air Force (1943) no
tuvo oportunidad de estrenarse en Japón debido a la presencia de al-
gunos soldados japoneses. Y por alguna razón, Ball of Fire [Bola de
fuego] (1942) tampoco se estrenó hasta después del remake que hizo
el propio Hawks, A Song is Born [Nace una canción] (1948). Descubrí
estas películas en París durante mi primera estancia en Francia, en-
tre 1962 y 1965.

JR: Para mí, el rasgo más japonés que puede encontrarse en Hawks
es un cierto estoicismo masculino, sobre todo en relación a una
moral de grupo. Pero el tratamiento de la violencia en Río Bravo
(donde ésta parece empezar y acabarse muy rápidamente) también
me parece que es bastante japonés.

146
SH: Río Bravo fue un enorme éxito en Japón. Pero, desafortunada-
mente, en aquel momento no existía el lenguaje crítico necesario
para apreciar esta película, a la que se consideró demasiado comer-
cial. Resulta extraño, porque Only Angels Have Wings [Sólo los ángeles
tienen alas] (1939), la última película de Hawks que se estrenó en
Japón antes de la guerra, fue muy apreciada por los críticos y ci-
neastas japoneses.

JR: ¿Es cierto que usted dijo una vez que lo que más le gustaba del
cine japonés era su parecido con el cine norteamericano?

SH: Sí, el cine japonés anterior a los años setenta era esencialmente
el cine de los grandes estudios, como el cine norteamericano. Incluso
Mizoguchi, Ozu y Mikio Naruse eran simplemente directores con-
tratados. Estaban más próximos a los cineastas norteamericanos por-
que habían visto más películas norteamericanas. No sólo los directo-
res, también los directores de fotografía habían aprendido su oficio
viendo muchas películas de Hollywood. Cuando entrevisté a Yuharu
Atsuta, el director de fotografía de Ozu, me sorprendió mucho que,
a la edad de ochenta años, nombrara a los directores de fotografía
más eminentes como Charles Rosher, Lee Garmes, William Daniels,
George Barnes, Gregg Toland... como si fueran viejos amigos.

JR: Parece que lo que el cine japonés y el cine norteamericano tie-


nen más en común son los géneros y los remakes. Y también las sagas,
pero en el caso del cine japonés parecen estar más desarrolladas.

SH: En realidad, hubo muchos remakes de películas estadouniden-


ses que no se acreditaron como tales. Por ejemplo, Tsuruhachi Tsuru-
jiro (1938) de Naruse fue un remake no reconocido de Bolero (1934)
de Wesley Ruggles. Éste es un ejemplo típico del remake que es mu-
cho más interesante que el original. Masahiro Makino, durante la
guerra, adaptó las historias detectivescas de la saga de The Thin Man
[La cena de los acusados], protagonizada por William Powell y Myr-
na Loy, a la época Edo en Kino Kieta Otoko [El hombre que vino ayer]
(1940) y Matteita Otoko [El hombre que yo estaba esperando] (1942).
Ambas fueron grandes éxitos. También intentó hacer un remake de
Orphans of the Storm [Huérfanos de la tormenta] de Griffith con Ahen
Senso [La guerra del opio] (1943). Aceptó rodar esta película sobre las

147
guerras del opio para contentar a los militaristas, pero, de hecho,
hizo una especie de homenaje a Griffith. El público japonés no po-
día ver este aspecto de la película, pero se entusiasmaron con la
victoria local contra la ocupación inglesa de China. Así que es una
situación complicada.

JR: En su libro sobre Ozu, usted sostiene muy convincentemen-


te que la mayor parte de su formación provino de las películas de
Hollywood. ¿Qué cree usted que sabía Masumura sobre directores
como Nicholas Ray y Samuel Fuller?

SH: Después de la guerra, los directores japoneses estaban menos


interesados en las películas norteamericanas. Por una parte, el im-
pacto del neorrealismo italiano fue muy profundo. Por otra, los
intelectuales y artistas japoneses tenían una cierta tendencia anti-
norteamericana y, en cambio, idealizaban los valores europeos. Ma-
sumura fue uno de esos artistas-intelectuales proeuropeos. Escribió
un artículo sobre Au-delà des grilles [Demasiado tarde] (1949) de René
Clément cuando solicitó ser estudiante extranjero en el Centro Spe-
rimentale en Roma en 1952, en el que estuvo tres años. No creo que
Masumura estuviera interesado en los directores de Hollywood de
los años cincuenta. No tengo ni idea de qué tipo de película vio en
Italia, pero antes de dejar Japón, de la obra de Ray solamente se ha-
bían estrenado Knock on Any Door [Llamad a cualquier puerta] (1949) y
Flying Leathernecks [Infierno en las nubes] (1951). Y películas de Fuller
tales como The Steel Helmet [Casco de acero] (1951) o Fixed Bayonets!
[¡A bayoneta calada!] (1951) en aquel tiempo tuvieron una proyec-
ción tan limitada en Japón, básicamente en cines de muy mala cali-
dad, que dudo que Masumura las hubiera visto.

JR: Por otra parte, cuando vi Una mujer se confiesa, me convencí de


que Masumura debió de tener influencias de Resnais. Su montaje
en continuidad a partir de una mano sangrando, moviéndose súbi-
tamente del pasado al presente, era tan sólo dos años después de
Hiroshima, mon amour.

SH: Sí, es cierto. Hiroshima, mon amour fue coproducida por Ma-
saichi Nagata, presidente del Estudio Daiei, en el que Masumura
estaba contratado. Y Hiroaki Fujii, director de producción de todas

148
las películas de Masumura, estuvo involucrado en la producción
de la película de Resnais.

JR: También me impresionó lo cerca que La doncella del cielo azul


estaba de Sirk en su crítica de los adolescentes ricos y mimados. Por
otra parte, cuando al final de esta película la protagonista le dice a
su padre que está equivocado, y él admite que lo está, claramente
resultaba una provocación mucho mayor en Japón que nada que
Sirk hiciera respecto a los Estados Unidos.

SH: Su idea de una sincronicidad mundial en el cine me interesa


mucho. En este sentido, algunas de las películas de Masumura (es-
pecialmente las que critican el capitalismo y el poder político, como
Inundación, El coche de pruebas negro y Black Super Express) me recuer-
dan en algunos aspectos a Body and Soul [Cuerpo y alma] (1947) y All
the King’s Men [El político] (1949) de Robert Rossen. En mi opinión,
Force of Evil [El poder del mal] (1948) de Abraham Polonsky muestra
también una actitud similar a la de Masumura respecto a los pro-
blemas sociales. Huelga decir que jamás vio estas películas, pero,
tal y como tú sugieres, la coincidencia (en tema, estilo y ambiente)
es flagrante. Debo añadir que, de las películas italianas que pudo
ver durante su estancia en Roma, Ossessione (1943) de Visconti fue
la que despertó en él una mayor admiración, tal y como señaló en
una entrevista17. Resulta interesante que su admiración no se exten-
diera a Roberto Rossellini o Vittorio de Sica, sino a esta historia de
Visconti bastante melodramática, adaptación de una película norte-
americana. ¿Acaso no podríamos establecer un cierto paralelismo
entre la situación de la esposa en Una mujer se confiesa (matando por
necesidad a su marido anciano, al que detesta) y la historia original
de James Cain en la que se basó Ossessione (y que, por supuesto, fue
posteriormente adaptada por Tay Garnett en Hollywood), The Post-
man Always Rings Twice [El cartero siempre llama dos veces]?

JR: Sí, tiene razón. Pero me llama la atención la diferencia genera-


cional entre nuestros puntos de referencia: todos los míos son de
los años cincuenta y los suyos de los cuarenta.

17
Yasuzo Masumura entrevistado por Toru Ogawa en Eiga geijutsu [Arte cinematográfico],
n. 326, 1978.

149
SH: Vi las primeras películas de Masumura cuando se estrenaron,
cuando yo era estudiante de bachillerato, y me sorprendió mucho
el tono neutral de su mise en scène. Aquello no era nuevo para mí,
sino que era totalmente diferente. Tiene que entender que para la
industria del cine japonesa de aquel tiempo, la idea de una buena
película era The Third Man [El Tercer Hombre] (1949) de Carol Reed.
Aquél era el modelo para el montaje y el efecto visual en su con-
junto; todos los jóvenes directores japoneses trataban de imitarlo,
consciente o inconscientemente...

JR: Creo que ése habría sido el modelo también en Estados Unidos.
O por lo menos un modelo…

SH: ... y Masumura estaba completamente libre de esa influencia,


ya que utilizaba pocos primeros planos psicológicos. Tampoco ha-
bía planos líricos de paisajes, lo cual era verdaderamente excepcio-
nal en el caso de un director japonés.

JR: Me pregunto si la principal diferencia que él representaba era


una especie de bricolaje: empezar con géneros y estilos que ya exis-
tían en el cine japonés para luego destruirlos desde dentro, decons-
truyendo las posturas y clichés establecidos. Besos y La doncella del
cielo azul, por ejemplo, fueron intentos de dar un cambio radical al
cine que se hacía en el imperio del sol naciente. En cierta forma, no
era tan distinto de lo que estaban haciendo Ray, Fuller, etc., aunque
en aquella época nadie en Estados Unidos consideraba radical su
obra. Salvo algunas excepciones, el reconocimiento de lo que esta-
ban haciendo vino primero de Francia. Y debo admitir que a ellos,
y también a Masumura, los descubrí en las páginas de Cahiers du
cinéma. ¿Ocurrió lo mismo con usted y Hawks?

SH: No, para nada. En Japón, justo antes de la guerra, por ejemplo,
Mizoguchi apreciaba mucho Only Angels Have Wings. Y Ozu dijo en
una entrevista (cito de memoria): «La película es muy buena (de he-
cho, está demasiado bien hecha; en resumidas cuentas, no me gus-
ta) pero aprecio mucho la calidad de la mise en scène». En mi casa,
antes de la guerra, había una gran colección de revistas de cine (no
sé a quién pertenecían). Solía leerlas cuando estaba en el instituto.
Así que ya sabía que Hawks era un nombre de muchas campanillas.

150
Y puesto que acababa de ver Sergeant York, no podía entender por
qué Ozu y Mizoguchi le tenían tanto aprecio a Hawks, porque Only
Angels Have Wings no se estrenó en Japón después de la guerra. Así
que tardé diez años en descubrir a Hawks. Cuando vi Río Bravo por
primera vez en Japón, no me pareció una obra maestra, pero enten-
día por qué en Japón se apreciaba ese tipo de mise en scène, incluso
ya antes de la guerra. Y puede que yo fuera una excepción, pero
por aquella época yo odiaba High Noon [Solo ante el peligro] (1952) y
agradecí descubrir que Hawks sentía lo mismo.

JR: Sí. Pero claro, se podría decir que parte del odio de Hawks tenía
un matiz político encubierto. Porque High Noon era una película
sobre la lista negra, del mismo modo que lo era On the Waterfront
[La ley del silencio] (1954).

SH: En aquel contexto político en Hollywood, la única película que


me encantó fue Johnny Guitar (1954). Para mí, en aquella época, el
problema era cómo podían gustarle a uno al mismo tiempo Hawks
y Ray. Esta cuestión fue el punto de partida de mi carrera como crí-
tico de cine. Posteriormente, formulé esto de otra manera, diciendo
que es posible disfrutar de Jean-Luc Godard y de Masahiro Makino.

JR: Resulta interesante cómo Hawks siempre pareció considerarse a


sí mismo como apolítico, lo que finalmente produjo una disputa con
Cahiers du cinéma en los años setenta, cuando les contó que planea-
ba hacer una película sobre la guerra en Vietnam. Sin embargo, si
uno tuviera que sostener que era un director conservador, Sergeant
York serviría como la primera prueba. En cambio, Masumura debió
molestar tanto a la derecha como a la izquierda, en los años sesenta,
al no ser políticamente correcto en ningún sentido. El falso estudian-
te, como una crítica a los estudiantes radicales, tiene una semejanza
fascinante con La Chinoise, aunque la película de Godard se rodara
siete años después y sea algo más condescendiente con los estu-
diantes radicales. Y, de hecho, mi reciente descubrimiento de que el
plural y el singular no se distinguen en japonés hace que surja una
ironía literaria completamente nueva para mí, ya que el título de
esta película podría ser también Los falsos estudiantes, refiriéndose
así no sólo al chico con el falso carnet de estudiante sino también
a los estudiantes radicales de la película. Esta película se rodó el

151
mismo año que Oshima atacó a Masumura en la prensa, tan sólo
dos años después de haberle alabado. ¿Siguió oponiéndose a Masu-
mura después de esto?

SH: Sí, creo que seguiría pensando igual incluso ahora. Lo que real-
mente quería decir Oshima cuando criticó a Masumura era que lo
veía como un cineasta moderno, en el sentido occidental del tér-
mino. No creo que eso sea verdad, pero es lo que pensaba Oshima.
Para Oshima, Masumura resultaba demasiado distante, y a veces
desarraigado, cuando criticaba la situación política y cultural japo-
nesa. Y para Oshima este tipo de modernidad era cuestionable por-
que, después de la II Guerra Mundial, no podía explicarse la cultura
japonesa desde semejante punto de vista.

JR: Resulta curioso que los dos libros en japonés sobre Masumura
hayan aparecido en los noventa: el Eros as Will de Sadao Yamane,
hace unos pocos años, y la colección de los escritos de Masumura y
varias entrevistas sobre él este año. ¿Por qué han tardado tanto?

SH: Esto indica precisamente la inopia de la crítica cinematográfica


en Japón. Hasta los años ochenta, no hubo ningún estudio serio so-
bre cineastas japoneses contemporáneos. Fue nuestra generación
(Sadao Yamane, Koichi Yamada y yo mismo) la que comenzó a es-
cribir sobre ellos. El público japonés ya ha olvidado por completo el
nombre de Yasuzo Masumura después del hundimiento de Daiei,
a pesar de nuestros esfuerzos. Ya había muerto cuando Yamane es-
cribió su libro. Para nosotros es difícil hablar de él porque resulta
complicado elegir una única película. En el caso de Kurosawa, te
guste o no la película, siempre puedes citar The Seven Samurai [Los
siete samurais] (1954). Es fácil. Pero no hay ninguna película repre-
sentativa de Masumura.

JR: Supongo que no. Pero al menos hay unas pocas e imprecisas ca-
tegorías: las películas antimilitares, como Soldado Yakuza, La escuela
Nakano de espías y Ángel rojo o las anticapitalistas como Giants and
Toys o Inundación.

SH: Comprendo su punto de vista. Me gustan esas películas y creo


que la mise en scène de Masumura en Ángel rojo es extremadamente

152
radical. Pero en aquel tiempo, esta película se consideró simple-
mente como una película porno. Soldado Yakuza, igual que La es-
cuela Nakano de espías, no era más que un capítulo dentro de una
serie. La película de Masumura más conocida para los japoneses
puede que fuera La mujer de Seishu Hanaoka, pero tan sólo debido
a la exitosa novela en la que se basó la película. La gente consumía
cada película de Masumura simplemente como otra producción
Daiei. Fue ya en 1969 cuando Yamane y Yamada, ambos miembros
fundadores de las nuevas revistas trimestrales Cinema 69 y Film Art,
trataron por primera vez seriamente a Masumura y a Seijun Suzuki
como cineastas y autores. Las primeras entrevistas con ellos las tu-
vimos en aquellas revistas. Pero en 1969 Nikkatsu despidió a Suzuki
y en 1971 Daiei se hundió. Durante los años setenta no fueron tan
productivos como lo habían sido en los sesenta. Me alegra mucho
que, gracias a los dos libros sobre Masumura que se han publicado
recientemente, las nuevas generaciones hayan empezado a descu-
brir su obra.

JR: ¿Cree que hay algún parecido entre Masumura y Suzuki en lo


que se refiere al sistema de estudios?

SH: Sí y no. Como usted ha señalado, ambos intentaron decons-


truir los géneros que ya había en el cine japonés. En este sentido,
hay un cierto paralelismo entre los dos. Pero Suzuki ya era cono-
cido como un director de culto desde los años sesenta. Masumura
no era en absoluto un cineasta de culto. La experiencia occidental
de Masumura coloca a su obra en una categoría totalmente distin-
ta. Suzuki es apreciado en Occidente, pero él es esencialmente un
japonés tradicional que considera unos bárbaros a los occidentales,
en el sentido tradicional japonés del término; acuérdate del prosai-
co título de la película de John Huston, The Barbarian and the Geisha
[El bárbaro y la geisha] (1958)... Pero para Masumura existe una espe-
cie de universalidad: claro que existen diferencias, pero en definitiva
todos los seres humanos somos iguales.

JR: Resulta interesante cómo, a pesar de toda su sincronicidad con


la obra de Fuller, Sirk, Ray y Tashlin, las influencias occidentales de
Masumura parecen ser estrictamente europeas. Ya he mencionado
a Resnais como un ejemplo, y la última escena de Inundación es

153
puro Antonioni, de igual modo que lo son las últimas tomas de la
fábrica en Amor por un idiota.

SH: O la forma de hablar de los personajes de las películas de Ma-


sumura. Especialmente en su primera época, todos hablan sin nin-
guna entonación. Y en este aspecto, hay cierta similitud con las pe-
lículas de Antonioni. A lo mejor una semejanza entre Masumura
y Hawks es el rechazo de un cierto sentimentalismo dramático.
Quizá podría decirse que el sentimiento no es importante en sus
películas.

JR: Desde luego que en las películas de ambos se encuentran me-


canismos sociales que intentan evitar el sentimentalismo, como en
Only Angels Have Wings y Soldado Yakuza. Pero también podría de-
cirse que Masumura es más distópico y Hawks más utópico.

SH: Sí, Masumura es un pesimista. Debió considerarse a sí mismo


como un extraño en su propia tierra, como algunos de los prota-
gonistas de Ray, porque para él la sociedad japonesa no se había
modernizado lo suficiente, sobre todo al nivel de la conciencia in-
dividual. Sus personajes masculinos aceptan este falso sistema mo-
derno en Japón; a veces lo aceptan con una fidelidad absurda, como
en el caso de La escuela Nakano de espías. Pero sus personajes feme-
ninos se niegan instintivamente a integrarse en él, como vemos en
la violencia solitaria que exhuma la actriz Ayako Wakao en una
obra tan importante como Una mujer se confiesa...

JR: El final trágico de esa película es para mí el perfecto ejemplo de


las tendencias distópicas de Masumura. En cambio, una de las pe-
lículas más utópicas de Hawks es The Big Sky [Río de Sangre] (1952).
De adolescente me encantaba esa película.

SH: Es cierto, una película espléndida. En mi opinión, Kirk Douglas


no encajaba en el papel protagonista de una película de Hawks,
pero me gustó mucho su compañero, Dewey Martin.

JR: Quizá sea porque Douglas es demasiado individualista; no puedes


verle como miembro de ningún grupo. El espíritu colectivo es funda-
mental en Hawks, incluso en una película como His Girl Friday.

154
SH: Sí, incluso cuando significa compartir el mismo problema con
los propios enemigos. Por ejemplo, los viejos periodistas: son terri-
bles, pero también forman más o menos una comunidad. En Red
River, cuando comienzan a arrear al rebaño, Hawks los muestra
a todos en un plano completo distinto. Y en Air Force, cuando el
avión está a punto de salir del aeropuerto por primera vez, Hawks
nos muestra a todos, sin distinguir al capitán o al sargento. No hay
ninguna jerarquía.

JR: Eso es cierto, pero no se puede decir lo mismo de Río Bravo.


Aquí no se puede encontrar ningún plano similar entre Pedro Gon-
zález-González y John Wayne. De hecho, incluso en Red River...
¿está Wayne incluido en el montaje de los rostros?

SH: No, está aparte.

JR: Así que es como un rey y sus súbditos, y son los súbditos los que
son iguales entre sí. Sin embargo, lo que encuentro fascinante es
que, incluso cuando Hawks es más conservador que nunca, podría
decirse que estéticamente es aún un socialista. Y se da una paradoja
comparable en Masumura: incluso aunque favorezca la individua-
lidad, no puede evitar verla como una especie de infierno y de tor-
mento. Y, paradójicamente, Masumura es el hombre de empresa
por excelencia, cuya carrera comenzó a decaer tan sólo después del
hundimiento del estudio Daiei en 1971. De hecho, en Rio Lobo en-
cuentro difícil la pérdida de la camaradería. Aquí se hace evidente
la amargura que uno asociaría con El Rey Lear y que se ve reflejada
en la violencia. Y me acordé de ese sentimiento en Oda a un Yakuza
de Masumura: un tipo de frustración política y sexual que se refleja
en la furia como intensificación de la violencia. Sin embargo, aun-
que el incesto entre hermano y hermana en esta película recuerda
a Scarface, no soy capaz de imaginarme una versión de Scarface en
la que Tony termine suicidándose para que su hermana pueda ca-
sarse. Ese tipo de negación de uno mismo, como acto sacrificial, se
convierte en un final japonés típico.

SH: Tiene razón, el final de Oda a un Yakuza parece típicamente


japonés. Pero, según Hiroaki Fujii, director de producción de las
películas de Masumura y su verdadero amigo, fueron los jefes

155
ejecutivos de Daiei, a los que no les gustaba el incesto entre los
hermanos, los que impusieron el final sentimental. Si Masumura
hubiera tenido completa libertad, el final de esta película hubiera
sido distinto. Ya que estamos hablando de este tema, debo confesar
que no me entusiasma demasiado Scarface. Es cierto que, compa-
rada con otras películas de gánsteres de aquella época de Mervyn
LeRoy, Roy Del Ruth o incluso William Wellman, Scarface resulta
totalmente moderna, tal y como Henri Langlois califica la obra de
Hawks en general. Pero me disgusta el efecto de las imágenes en
algunas secuencias, con demasiadas sombras. Y no puedo negar mi
impresión de que el deseo de poder de Camonte y su trágico fra-
caso tienen algo anti-hawksiano. Por la misma razón, no me gusta
mucho el personaje de Wayne en Red River. Su personaje en Rio Bra-
vo es totalmente distinto. Por ejemplo, en la secuencia en que Dean
Martin, Walter Brennan y Ricky Nelson están cantando canciones
en el despacho del sheriff, la postura de Wayne observándoles con
una sonrisa y una taza de café en la mano no es la postura de un rey.
Se le excluye de la escena y tan sólo se le muestra un par de veces,
al comienzo y al final. Creo que hay algo femenino en su postura;
les mira como si fuera su madre...

JR: ¿En Japón, Hawks todavía pertenece a un conocimiento espe-


cializado, o se ha vuelto más popular?

SH: Podría decirse que, en cualquier caso, no hay una época «hawk-
siana» en la historia de la asistencia al cine en Japón. Se le aprecia,
pero no se le considera una gran figura o un director importante.
Espero que la retrospectiva de Hawks que el Centro Cinematográ-
fico Nacional de Tokio está preparando para el año que viene cam-
bie la situación.

156
Tercer movimiento. Inversión, intercambio, repetición. La co-
media de Howard Hawks.

Introducción

A lo largo de su carrera como director, que abarcó más de cuatro


décadas, Howard Hawks probó suerte con casi todos los géneros de
Hollywood, salvo el drama sentimental. Y con muy pocas excep-
ciones, como el musical Gentlemen Prefer Blondes [Los caballeros las
prefieren rubias] (1953), realizó obras maestras en cada género, in-
cluida la película de gánsteres Scarface, la película de aviación Only
Angels Have Wings, la película de cine negro The Big Sleep, el western
Red River y la película de aventuras Hatari! (1962). Air Force es, indis-
cutiblemente, una de las mejores películas bélicas de la historia, y
His Girl Friday es, por supuesto, una comedia magnífica. Por tanto,
resulta díficil, en términos de calidad, probar que las comedias de
Hawks son superiores a sus trabajos en otros géneros. Por ejemplo,
sería imposible decir cuál es mejor: la comedia Ball of Fire o To Have
and Have Not. Así que, en lugar de la calidad, vamos a fijarnos en la
cantidad.
Desde la película muda Air Circus [Circo aéreo] (1928) hasta Air
Force, rodada durante la II Guerra Mundial, Hawks dirigió muchas
películas de aviación. El propio Hawks era piloto, y durante un
tiempo los pilotos ocuparon un lugar privilegiado como héroes de
sus películas. Después de la guerra, sin embargo, estas películas
de aviación desaparecieron de su obra, y los escenarios de sus pe-
lículas bélicas se trasladaron de los cielos al salvaje Oeste. The Out-
law [El forajido] (1943) (atribuida a Howard Hughes pero que en su
mayor parte fue dirigida por Hawks) afianzó el marco de trabajo
para sus westerns, que alcanzó su cumbre creativa con Río Bravo.
Concluyó su carrera con Río Lobo. Debido a que hizo muchas de
sus películas del Oeste con John Wayne, Hawks llegó incluso a ser
considerado, erróneamente, como un especialista del género.
Por lo tanto, en términos estrictamente cuantitativos, entre las
más de cuarenta obras que hizo a lo largo de su carrera, las come-
dias de Hawks no superan en número a sus películas de aviación ni
del Oeste. Sin embargo, hay algo que resulta innegable: aunque las
comedias de Hawks no predominan ni en calidad ni en cantidad, el
director sí que trabajó en este género a lo largo de toda su carrera,

157
antes, durante y después de la II Guerra Mundial. En este sentido, la
comedia fue la forma dominante para él. Desde una de sus prime-
ras obras de cine mudo, Fig Leaves [Hojas de parra] (1926), hasta una
de sus últimas películas, Man’s Favourite Sport? [¿Cuál es el deporte
favorito de un hombre?] (1964), Hawks dirigió comedias de una buena
calidad constante. Hoy me gustaría examinar algunas de las carac-
terísticas de las comedias de Hawks, según les fue dando forma a lo
largo de su carrera. El director francés Eric Rohmer dijo que uno
no puede entender el cine si no entiende a Hawks18. Mi postura es
que no se entiende a Hawks si no se entienden sus comedias.

1. El engaño de la semejanza

El propio Hawks decía que las películas de aventuras y las comedias


eran, en esencia, lo mismo. La única diferencia, decía, es que el pe-
ligro que aparece en las de aventuras es sustituido en las comedias
por la vergüenza19. Este comentario sugiere que él consideraba que
el género de una película tenía una importancia secundaria. O pue-
de ser que creyera que todas sus películas formaban una única obra
que trascendía cada obra particular.
Las películas de Hawks tienen semejanzas significativas que se
extienden a lo largo de su carrera y en cada género en el que tra-
bajó. Por ejemplo, las últimas escenas de Only Angels Have Wings y
El Dorado muestran situaciones casi idénticas. En Only Angels Have
Wings, los dos pilotos heridos intentan volar sus respectivos aviones,
ambos con un brazo en cabestrillo. En El Dorado, los dos sheriffs
malheridos deben mantener la paz en la ciudad apoyados en sus
muletas. Puede que el espectador se pregunte si los pilotos que
necesitan ayuda para ponerse el abrigo serán capaces de llevar los
mandos del avión, pero eso, en realidad, no importa. El obstáculo
que suponen sus heridas aumenta el sentido de su misión y dota
a la escena final de la adecuada tensión. En cambio, en la última
escena de El Dorado los dos sheriffs cojos ya han derrotado a sus ene-
migos, y es ese ambiente despreocupado el que lleva a la risa.
18
Schérer, Maurice (conversación con Eric Rohmer), Cahiers du cinéma, n. 29, diciembre de
1953.
19
Becker, Jacques; Rivette, Jacques ; Truffaut, François, «Entretien avec Howard Hawks»,
Cahiers du cinéma, n. 56, febrero de 1956.

158
Es difícil no reírse al ver a ese par de estrellas de cine cojeando
en sus muletas. Ningún otro director se atrevería a dar semejantes
papeles a John Wayne y Robert Mitchum. Pero el parecido entre las
escenas finales de ambas películas, separadas tres décadas entre sí,
no es una coincidencia. De hecho, es un retorno por parte de Hawks
al tema de la incapacidad física. Empezando con el dedo herido de
Robert Armstrong en A Girl in Every Port [Una novia en cada puer-
to] (1928), Hawks hace que sus protagonistas repetidamente sufran
algún tipo de impedimento. En Tiger Shark [Pasto de los tiburones]
(1932), el capitán del barco (Edward G. Robinson), que corteja a
una bella mujer, tiene un garfio de hierro en vez de su mano, que
se comió un tiburón. En Today We Live [Hoy estamos vivos] (1933),
Robert Young trepa a un torpedero a pesar de que no puede ver. In-
cluso las gruesas gafas de Cary Grant en Bringing Up Baby y Monkey
Business son una prolongación del tema de la incapacidad física.
Otro ejemplo más es la embriaguez de Dean Martin y Mitchum en
Río Bravo y El Dorado. Incluso un western en el que Wayne interpreta
a un sheriff parapléjico no resulta sorprendente tratándose de una
película de Hawks. De esta forma, las últimas escenas de Only An-
gels Have Wings y El Dorado son sólo otro ejemplo de la repetición
hawksiana del tema de la debilidad masculina.
Es típico de Hawks que dos personas compartan la misma de-
bilidad. De hecho, Only Angels Have Wings y El Dorado se parecen
tanto en este sentido que ésta parece casi una copia de aquélla. En
Only Angels Have Wings, Cary Grant resulta herido accidentalmente
con una pistola por su novia ( Jean Arthur) y, poco después, tam-
bién su compañero (Allyn Joslyn) queda imposibilitado para usar
el brazo. Hawks emplea la lógica de esta repetición como un giro
casi mecánico, los dos hombres con sendos brazos dañados de la
primera película son sustituidos por dos hombres con sendas pier-
nas heridas en la película posterior. El concepto es esencialmente
formalista en el sentido de que la situación sigue siendo la misma a
pesar del cambio de piernas por brazos.
Pero, en este intercambio de miembros malheridos, El Dorado no
está conectado tan sólo a Only Angels Have Wings. También hay un
gran parecido con Gentlemen Prefer Blondes, donde el intercambio se
extiende a través de las fronteras de género. En vez de dos sheriffs,
hombres, apoyados en sus muletas, vemos a dos bailarinas ( Jane
Russell y Marilyn Monroe) manejando sus bastones con destreza.

159
El póster del club nocturno en donde actúan muestra una fotografía
de las dos, en medias, con los bastones en sus manos. Los bastones
y las muletas se parecen porque están hechos de largas y finas piezas
de madera, pero su función es claramente distinta para hombres y
para mujeres. Para los hombres de El Dorado, las muletas son un sím-
bolo de su incapacidad, mientras que para las mujeres en Gentlemen
Prefer Blondes, los bastones son una señal de libertad física. La debili-
dad masculina se transforma en fortaleza femenina. Las mujeres de
Hawks son capaces de responder mucho mejor que los hombres a
la repetición de elementos semejantes. Estos parecidos repetidos lo-
gran tan sólo confundir a los hombres. Por ejemplo, en Come and Get
It [Rivales] (1936), Edward Arnold está confundido por el parecido
entre una madre y su hija. Frances Farmer interpreta ambos pape-
les. Cuando escucha a una joven cantar una canción que su antigua
novia solía cantar, le grita que se calle. La hija se parece tanto a la
madre que él es incapaz de quitársela de la cabeza, y pone su propio
matrimonio en peligro. Incluso un próspero hombre de negocios es
incapaz de escapar a la trampa de los parecidos de Hawks.
En Gentlemen Prefer Blondes se representa una situación casi idén-
tica con un toque cómico. Russell se tiñe su pelo castaño de rubio
para fingir que es Monroe, y canta la canción de Monroe para que la
detengan en su lugar. Aunque el baile de Russell está plagado de su-
gerentes movimientos que tan sólo ella podría interpretar, ninguno
de los hombres en el juzgado la reconoce a través de su disfraz.
Igual que el hombre de negocios de Come and Get It, el juez
(Marcel Dalio) intenta detener a Russell, pero ella sigue con su se-
ductora imitación de Monroe mientras los hombres la contemplan
estupefactos. A diferencia del tono serio, melodramático incluso,
de Come and Get It, el intercambio de papeles entre las dos amigas
en Gentlemen Prefer Blondes se convierte en un alegre número mu-
sical que parece probable que enfurezca a las autoridades. Lo que
hace posible este giro del control femenino sobre el engaño de los
parecidos y su eficacia.
Lo mismo ocurre al final de Only Angels Have Wings. Cuando
al personaje femenino le dan una moneda que es igual por ambas
caras, en vez de sentirse confundida por esta semejanza, ella lo in-
terpreta correctamente como un signo de amor. La moneda perte-
necía a Kid (Thomas Mitchell), que ha muerto en un accidente. So-
lía utilizarla para engañar a sus amigos y conseguir así dinero para

160
bebida. La mujer juega con ella y la convierte en un símbolo de
buena fortuna; para los hombres, la semejanza tan sólo había sido
un truco. Esta diferencia en la respuesta de hombres y mujeres re-
vela la lógica hawksiana del intercambio. En las historias de aventu-
ras y las comedias, el intercambio es entre el peligro y la vergüenza;
en los melodramas y musicales, entre la debilidad de los hombres
y la fuerza de las mujeres. Parece que Hawks creía que siempre en-
contraría el marco para una nueva película, bien dándole la vuelta
a una situación para crear otra similar, o bien intercambiando un
elemento por otro semejante.
Eso es precisamente lo que Hawks hizo en His Girl Friday. En lu-
gar del papel protagonista masculino interpretado por Pat O’Brien
en The Front Page de Lewis Milestone, Hawks convirtió ese papel
principal en femenino y se lo dio a Rosalind Russell. La hábil ma-
nipulación de semejantes inversiones, intercambios y repeticiones
por parte de Hawks es aún más diestra en sus comedias. En Ball
of Fire, puso a Gary Cooper en un papel basado en el personaje
de Blancanieves y, menos de una década después, volvió a hacer la
película con el título A Song is Born con Danny Kaye como prota-
gonista. Inversión, intercambio, repetición: éstas son las claves de
Howard Hawks.
No voy a entrar en el tema de todas las inversiones hawksianas
de hombres obligados a vestirse con ropas de mujer o papeles de
adultos adjudicados a niños o animales, porque el tema realmente
importante en Hawks no es el resultado de sus inversiones e inter-
cambios, sino el proceso mismo. Debo decir primero, sin embargo,
que tratar a Hawks a través de los temas de la inversión, el intercam-
bio y la repetición no es en modo alguno original. Muchos críticos
han señalado estos aspectos de su obra ya desde el famoso ensayo
de Jacques Rivette publicado en 195320. También hay un breve pero
perspicaz ensayo de V. F. Perkins sobre las comedias de Hawks21. Lo
que pretendo explicar es que Hawks incorporó estos temas no sólo
en situaciones dramáticas, sino también en acontecimientos sorpren-
dentemente pequeños que suceden en la pantalla. A lo largo de sus
películas, semejantes inversiones y giros son captados como imáge-
nes visuales claras. Esto es lo que quiero demostrar a continuación.
20
Hillier, Jim (ed.), Cahiers du cinéma: The 50s-Neo-Realism, Hollywood, New Wave, Cambridge,
Harvard University Press, 1985, pp. 126-131.
21
Perkins, V. F., «Comedies» en Movie, n. 5, diciembre 1962, pp. 21-22.

161
2. Coincidencia e inversión

Las inversiones hawksianas22 suceden con fiabilidad mecánica, pero


nada en la historia hace que se puedan presagiar. Una coinciden-
cia llevará, de pronto, a una inversión inesperada de las relaciones
de superioridad e inferioridad, siendo la acción tan rápida que no
tendremos tiempo para pensar. Pero, de nuevo, los personajes fe-
meninos, sin pretenderlo, salen victoriosos de la coincidencia. El
mejor ejemplo es la secuencia en el hotel en Ball of Fire. Un acciden-
te inesperado obliga a Barbara Stanwyck a quedarse en el motel de
una pequeña ciudad. Cuando cierra, de un portazo, la puerta de su
habitación, el número 9 se da la vuelta y se convierte en el 6. Gary
Cooper, sin haberse dado cuenta de este cambio fortuito, entra por
error en la habitación de ella para hablar con su compañero, que se
supone que está en la habitación 6. Acaba por confesarle su amor
a Stanwyck. (Voy a dejar de lado el plano fantástico de los ojos de
Stanwyck brillando en la oscuridad mientras le escucha, y tan sólo
voy a señalar que el plano del 9 convirtiéndose en el 6 se repite fiel-
mente en A Song Is Born).
En la lógica de Hawks, los números 9 y 6 son morfológicamente
equivalentes. Pero para darse cuenta de esa equivalencia, el tornillo
que se supone que mantiene la parte superior del número sujeta a
la puerta debe soltarse por casualidad, y la coincidencia tiene lugar
tan sólo gracias a la acción del personaje femenino. Las beneficiarias
de la coincidencia son Stanwyck, en Ball of Fire, y Virginia Mayo, en
A Song Is Born. En el mundo de Hawks, en el que la inversión, el
intercambio y la repetición aseguran siempre el predominio de las
mujeres, el asunto clave es quién controlará las coincidencias y no
se dejará engañar por los parecidos. En casi todos los casos, son los
hombres los que están en la posición débil y las mujeres en la po-
sición de fuerza. Para confirmar eso, vamos a considerar el efecto
definitivo de la inversión de los números.

22
Tal y como he mencionado anteriormente, muchos críticos han tratado el tema de la in-
versión desde diversos puntos de vista. Por nombrar tan sólo a dos: Gili, Jean, Howard Hawks,
París, Seghers, 1971, p. 31; y Simsolo, Noël, Howard Hawks, París, Edilig, 1984, p. 108.

162
3. Números y cuerpos

Una inversión de números tiene un importante papel en Monkey


Business, en la que la confusión de un asistente de laboratorio entre
los monos jóvenes y viejos acarrea algunas consecuencias inespe-
radas. Esto ocurre cuando Cary Grant y Ginger Rogers, que han
rejuvenecido notablemente después de tomar algunas sustancias
químicas, aparecen en el despacho donde se han reunido los jefes
del laboratorio. Debido a que el mono que sostienen entre los dos
está cabeza abajo, el número 3 en la espalda del mono aparece in-
vertido. A diferencia del 9 y el 6, el número 3 no puede invertirse
para convertirse en otro número, pero su inversión en esta escena
sí que hace aún más extrema la transformación de los dos adultos.
El comportamiento de niña malcriada de Rogers resulta especial-
mente sorprendente. Pero en lo que yo me quiero centrar aquí es
en el fenómeno mecánico de la inversión de algo a lo largo de su eje
vertical. En una comedia de Hawks, hay una escena en la que un ser
humano realiza la misma inversión cabeza abajo que la del número
9 en la puerta en Ball of Fire. La escena transcurre en Man’s Favourite
Sport?, cuando Rock Hudson se cae al agua llevando puestos los
pantalones impermeables que él mismo ha inventado. Para Hawks,
el cuerpo humano imita a la materia física. En esta película, Hud-
son interpreta a un especialista en pesca que jamás ha ido a pescar.
Le invitan a un campeonato de pesca, donde se mete en muchas
situaciones embarazosas; la única manera en que logra salir de ellas
es poniéndose cabeza abajo.
Éste es un ejemplo perfecto del fenómeno cabeza abajo. En las
comedias de Hawks, los hombres frecuentemente son víctimas de
este fenómeno en vergonzosos episodios que dejan al descubierto
su debilidad. Hay otro ejemplo en I Was a Male War Bride [La novia
era él] (1949). Cuando Cary Grant trata de recoger algo que se le
ha caído a una soldado (Ann Sheridan), una barrera elevadiza
le levanta en el aire y queda colgado cabeza abajo a la vista de todo
el mundo.
En esta comedia, el absurdo reglamento militar obliga a un
hombre a vestirse con ropa de mujer, así que resulta natural que
se repita muchas veces el tema de la inversión. Pero un concep-
to abstracto sólo tiene efecto real cuando se convierte en una ac-
ción visible en la pantalla. El formalismo morfológico de Hawks se

163
expresa a través de hechos concretos. Una inversión física parecida
tiene lugar en Monkey Business. La víctima de nuevo es Grant. Su
mujer, convertida en una niña malcriada, le rompe las gafas y ella
sale de su habitación del hotel persiguiéndole. Mientras él busca a
tientas el camino de vuelta a la habitación, acaba cayendo cabeza
abajo por el túnel de la ropa sucia hasta el sótano. (Estas situaciones
tan embarazosas no les ocurren sólo a científicos cortos de vista. En
Ball of Fire, el jefe de los gánsteres [Dana Andrews] da un tropezón
y se le cae la pistola de la chaqueta).
Aparte de las slapstick comedies23 de la época muda, ninguna
otra película muestra a los hombres tan a menudo cabeza abajo
como las de Hawks. Los hombres en sus películas son incapaces
de evitar verse metidos en situaciones embarazosas. En Gentlemen
Prefer Blondes, el detective privado (Elliott Reid) está atrapado entre
dos mujeres y se deja caer cabeza abajo sobre una silla. Se rasga
los pantalones y se queda con las piernas desnudas pataleando en
el aire.
Debo señalar que, en el caso de los protagonistas de las pelícu-
las de aviación de Hawks, la postura invertida se emplea como un
símbolo de valentía. En un vuelo de prueba en Only Angels Have
Wings, Grant evita valientemente que su avión dé la vuelta. Y en
Ceiling Zero [Águilas heroicas] (1936), James Cagney aparece, de
hecho, volando cabeza abajo para demostrar sus extraordinarias
habilidades como piloto. En The Dawn Patrol [La escuadrilla del ama-
necer] (1930), un avión cae en picado detrás de las líneas enemigas.
El impacto hace que el cuerpo del avión quede del revés. A pesar
del accidente, los dos pilotos se alejan sin un rasguño y pueden es-
capar de allí y volver a territorio seguro. En estos casos, el género
de la película es diferente, por lo que una situación similar da lugar
a un resultado completamente opuesto.
Fijémonos ahora en otra película bélica, Sergeant York, protago-
nizada por Gary Cooper. En una escena de batalla, se puede ver la
cara de Cooper al revés, cuando está cabeza abajo con las piernas
estiradas sobre la pared. El efecto es cómico, lo cual no resulta
sorprendente, ya que esta escena tiene lugar en un momento de
la película en el que su personaje todavía es un tipo duro y no
23
Se suele emplear esta expresión inglesa (literalmente quiere decir «comedias de bufona-
das») para designar a las películas mudas en las que se exageraba cómicamente la violencia
física para provocar la risa del público (N. de la T.).

164
ha abrazado la religión. De hecho, la historia misma de Sergeant
York es un cuento irónico en el que un joven despreciable da un
giro radical y se convierte, finalmente, en un héroe en el campo
de batalla.

4. Femineidad contra masculinidad

Las comedias de Hawks están llenas de confusión, originada por la


debilidad de los hombres que son incapaces de adaptarse al nuevo
orden en el que arriba y abajo están invertidos. Su debilidad aparece
sobre todo cuando sus piernas quedan al descubierto y las muje-
res lo descubren. Las mujeres de Hawks casi siempre apuntan a las
piernas de los hombres cuando los atrapan en situaciones de mayor
vulnerabilidad.
El arqueólogo de Bringing Up Baby es un experto en la inversión
en cada faceta de su vida. Se cae por todas partes, incluso se des-
ploma desde su sala de estar y cae en el jardín de una anciana a la
que ni siquiera conoce. En Río Bravo, Wayne parece haber heredado
los genes inferiores de este arqueólogo. Cuando queda atrapado en
una trampa del enemigo, se cae al suelo cabeza abajo.
Esta escena sugiere que, en las comedias, las mujeres, incluso
sin pretenderlo, cumplen la misma función que los malos en las pe-
lículas de aventuras. Dependiendo del género, la cooperación y la
intromisión tienen un valor equivalente. Sin embargo, la pérdida de
coordinación física que padecen los hombres no se aprecia tan sólo
en la inversión física. En Monkey Business, Grant pierde también su
capacidad de caminar. Una escena muestra a un hombre incapaz
de realizar la sencilla acción de abrir una puerta y salir fuera. Esto
ocurre no sólo porque sea corto de vista. No logra hacerlo preci-
samente porque su mujer le da instrucciones detalladas de cómo
cerrar la puerta y salir fuera. Por supuesto, ella no se da cuenta de
que su intento de ayudarle es, de hecho, una intromisión. Éste es
un espléndido ejemplo del dilema freudiano.
Una escena parecida con Grant aparece en I Was a Male War Bri-
de cuando se cae el picaporte de la puerta de la habitación de She-
ridan. No se da cuenta de que puede salir simplemente empujando
la puerta, así que se pasa la noche nervioso sin poder dormir, cre-
yendo que está atrapado en el dormitorio de ella. La clave aquí es

165
que Sheridan está tendida en la cama. Está agotada y suena como si
estuviera dormida, así que, a diferencia de Rogers en Monkey Busi-
ness, no puede decirle qué hacer. Pero, aun así, el silencio de ella
actúa como una orden para él, de modo que es incapaz de irse de la
habitación. Incluso una mujer dormida es capaz de destruir la co-
ordinación corporal de un hombre. En las películas de Hawks, tales
fallos sólo les ocurren a los hombres. Sus mujeres nunca fallan. Y
mientras que las inversiones demuestran la inferioridad de los hom-
bres, colocan a las mujeres en la posición dominante.
Esto se demuestra en la asombrosa inversión de Katharine Hep-
burn en Bringing Up Baby. Sus delgadas piernas, colgando a lo largo
del grueso tronco de un árbol, son un ejemplo casi perfecto de esta
inversión. Pero para Hepburn esto no significa un fracaso. De he-
cho, el accidente redunda en su beneficio. Grant acaba de decirle
que quiere romper con ella, pero ahora, mientras trata de soste-
nerla, está tan sorprendido que olvida por completo lo que estaba
diciendo. La lógica hawksiana triunfa de nuevo: cuanto más caen
las mujeres, más fuerte es la posición que adquieren.
Esto recuerda a otra escena de Bringing Up Baby en la que Hep-
burn utiliza una caída para atraer a un hombre. Tal como demues-
tra esta escena, las comedias de Hawks no confían únicamente en
que los hombres caigan delante de las mujeres, que permanecen
de pie. Las inversiones les ocurren a unos y otras, pero el efecto es
distinto según el género. En sus películas, las mujeres a menudo
realizan acciones que son muy similares a las llevadas a cabo por
los hombres. Por ejemplo, en Gentlemen Prefer Blondes, Monroe in-
tenta escapar a través de una portezuela y queda atrapada con su
cabeza abajo y las piernas en el aire. El niño (George Winslow)
habla como un adulto, lo que da un toque cómico. Pero comparado
con la incapacidad de Grant para abrir siquiera una puerta, la hui-
da de Monroe por esta portezuela, aunque no precisamente hábil,
muestra claramente la superioridad de su competencia física. Las
mujeres son expertas en mantener su cuerpo en armonía con el eje
vertical.
Otro buen ejemplo de esto tiene lugar en A Girl in Every Port
cuando la acróbata (Louise Brooks) se lanza de cabeza a un tanque
de agua. Igual que el protagonista de una película de aviación, fá-
cilmente invierte su orientación vertical y cae en el aire totalmente
cabeza abajo. Pero ése es su trabajo; lo hace para ganar dinero y

166
para atraer a los hombres. Después de que la chaqueta de Victor
McLaglen se salpique, él va a verla entre bastidores. Debemos tener
cuidado de no interpretar que la atracción que ella despierta en él
se basa únicamente en la estrategia sexual femenina de exponer
su figura a través del traje de baño. Como en los ejemplos de las
comedias de Hawks que he citado hasta ahora, en éste una mujer
imita exactamente la postura que para los hombres representa la
inferioridad física. Sin embargo, en el caso de la mujer, la repetición
de esa postura tiene un efecto radicalmente distinto.
Deberíamos adoptar la misma perspectiva para ver la famosa
escena en Ball of Fire en la que Stanwyck tiende sus piernas desnu-
das hacia Cooper. Esta escena muestra una acción provocativa, al
echarse la mujer hacia atrás en la silla con sus piernas al descubierto
y sus pies apuntando al hombre atontado. Para los hombres, sin
embargo, semejante postura sería muy humillante. De hecho, es la
misma postura en la que Reid cae en Gentlemen Prefer Blondes cuan-
do se rasga los pantalones y deja sus piernas desnudas al descubier-
to. La lógica cómica de Hawks es consecuente: una posición de in-
ferioridad para un hombre es de superioridad para las mujeres. Tal
como muestra Hepburn al caerse en Bringing Up Baby, las piernas
de las mujeres son mucho más expresivas que las de los hombres.
Una vez que las piernas de un hombre quedan colgando al revés,
ya no sirven para nada más. Las piernas de las mujeres, levantadas
hacia lo alto, pueden convertirse en un gesto defensivo efectivo.
Un ejemplo excelente de una mujer utilizando sus piernas con
buen resultado es Carole Lombard en Twentieth Century (1934) pa-
teando al coprotagonista. Esas piernas son demasiado incluso para
el veterano John Barrymore. Otro ejemplo lo encontraremos en
His Girl Friday, en la que la astuta reportera, de pronto, se sube la
falda, se mueve más deprisa de lo que ningún hombre sería capaz
de correr y arremete contra un hombre como un jugador de rugby
para lograr la primicia.
Para que un hombre maduro pudiera llevar a cabo un truco se-
mejante, tendría que haber tomado alguna droga que le devolviera
su juventud. De hecho, Grant, en Monkey Business, intenta una es-
tratagema parecida, haciendo una voltereta lateral para demostrar
que ha perdido su torpeza, cuando cree que su experimento quími-
co ha tenido éxito. Por supuesto, tan sólo es una victoria temporal.
Como hemos visto, pronto se hundirá más y más. Después de todo,

167
las comedias de Hawks están construidas alrededor de la pérdida,
por parte de los hombres, de sus facultades físicas debido a la útil
intromisión de las mujeres. Nadie puede violar este principio.

5. «¿Quién es usted?»

Para los hombres, que se ven constantemente colocados en situa-


ciones de inferioridad debido a la inversión morfológica que hace
que el 9 sea equivalente al 6, solamente existe una forma de mante-
ner el control: hablando. Ésta es la fuente de mucha de la verborrea
en las comedias de Hawks. De hecho, el único hombre que logra
evitar la inversión, Grant en His Girl Friday, mantiene su puesto
como redactor jefe dando una constante sarta de órdenes por te-
léfono. Utiliza su capacidad retórica para intentar comprobar las
relaciones con su esposa Russell, de la que está separado, al mismo
tiempo que no hace nada por ocultar su propósito de aprovecharse
de sus habilidades como reportera. A sus reporteros les dice por
teléfono que utilicen cualquier medio, salvo el asesinato, para con-
seguir noticias.
Él sabe bien que el teléfono es un magnífico instrumento para
ocultar su propia identidad y confundir a otros. En The Big Sleep, el
detective privado Marlowe (Humphrey Bogart) manipula a la po-
licía de forma parecida, al mismo tiempo que intenta atraer el in-
terés de una mujer. En Ball of Fire, Andrews engaña al profesor por
teléfono pretendiendo ser el padre de Stanwyck. Sin embargo, des-
pués de colgar, los hombres empiezan a perder su superioridad.
Tal y como hemos visto anteriormente, los antiguos compañeros
de Cooper atacan a Andrews y le hacen pasar por una inversión
incómoda. Y una vez que el redactor jefe de His Girl Friday deja su
oficina, debe enfrentarse con un maremagno de nombres y perso-
nas. Termina planteando la pregunta: «¿Quién es usted?», casi como
si quisiera empezar una discusión.
A lo mejor, la pregunta debería habérsela hecho Grant a Hep-
burn en Bringing Up Baby. Pero semejantes palabras no habrían te-
nido efecto alguno en una mujer. De hecho, puede que empeoren
la situación, como cuando se encuentra con una anciana vestida
con un albornoz de mujer. Aquí la pregunta: «¿Quién es usted?»
es pronunciada por ambos personajes casi simultáneamente. La

168
imitación da lugar a una repetición mutua, casi mecánica, que des-
truye el propio significado de la pregunta. Para los hombres, que
han empezado a temer por su propia identidad y que se sienten
abrumados por la verborrea de las mujeres, incluso el ladrido de
un perro añade más confusión en la escena posterior. Grant ha
perdido, sin darse cuenta, su propio nombre y ahora todo el mun-
do le llama de forma distinta. Está aturdido, pero no hay nada que
pueda hacer al respecto. Cuanto más habla, tanto más confusa se
vuelve la situación. (La misma situación alcanza el clímax hacia el
final de I Was a Male War Bride: en esta ocasión Grant sabe quién
es, en qué situación se encuentra, y qué es lo que debería decir,
pero cuando explica que él es la novia, tan sólo logra enredar aún
más el galimatías).
Otro ejemplo de una situación derivada en una confusión aún
mayor, causada por la repetición de la pregunta: «¿Quién es usted?»
aparece en la escena, en la comisaría de policía, al final de Bringing
Up Baby. Aquí, ninguno es capaz de demostrar quién es, así que les
encierran. La única que consigue quedar en libertad es Hepburn,
quien de repente se inventa una excusa.
Así que, ¿cómo es posible cerrar el interminable círculo de las
preguntas de: «¿Quién es usted?». O, por decirlo de otra forma:
¿por qué se repite esa pregunta película tras película, personaje
tras personaje, sin llegar a resolverse nunca? La razón es que, en
realidad, no es una pregunta, sino que la cuestión se emplea para
expresar dudas sobre una persona sospechosa, para mostrar dis-
gusto por otra persona, para amenazar a alguien con el arresto, o
incluso como excusa para esconder responsabilidades. No obstan-
te, a los hombres de Hawks les cuesta dar una respuesta razonable,
y cuanto más tratan de explicar la situación, tanto más lo compli-
can todo.
Cuando Grant va a una carnicería en Bringing Up Baby, le pre-
ocupa parecer un tipo raro por comprar tanta carne, así que aclara:
«Es para Baby»24. Para el carnicero, que no sabe que el leopardo
que Grant tiene como mascota se llama Baby, es un comentario
absurdo e incomprensible. Como resultado, Grant acaba parecien-
do extraño de todos modos y únicamente consigue aumentar la

24
Juego de palabras imposible de traducir. En inglés «Baby» significa «bebé» y también es el
nombre del leopardo que aparece en la película (N. de la T.).

169
desconfianza de la gente. Grant se encuentra en una situación pa-
recida en I Was a Male Bride War: cuanto más trata de explicar su
situación, tantas veces más le encierran en el cuartel. No sólo las
acciones, también las palabras ponen a los hombres en las comedias
de Hawks en situaciones de inferioridad. Pero cuando las mujeres
hacen las mismas afirmaciones absurdas, no salen perjudicadas de
la misma manera.
Pensemos en la escena de Monkey Business en la que Rogers se
dirige a toda prisa al hospital en un taxi. Cree que su marido se ha
convertido, de nuevo, en un niño pequeño, debido a las sustancias
químicas que ha ingerido. Rogers está aquí tan obsesionada con
una cosa, que habla de forma que no le preocupa si las otras per-
sonas la entenderán. Pero su precipitado error, al creer que el niño
sentado junto a ella es su marido, es una estrategia cómica típica-
mente hawksiana. Así que, ¿cuál es la solución para estos hombres
que intentan responder con seriedad a la pregunta de «¿Quién es us-
ted?»? La solución parece encontrarse al final de Monkey Business. El
efecto de las sustancias químicas, que habían convertido a Grant en
un chico, ya se ha disipado y se despierta. Se pone las gafas y señala
al niño que duerme junto a él. Le pregunta a su mujer: «¿Quién es
éste?». La respuesta de su mujer prolonga la confusión, pero la clave
aquí es que su pregunta se dirige ahora a un tercero. Marido y mu-
jer por fin se ven liberados del círculo interminable de preguntas:
«¿Quién es usted?».

Conclusión

Estudiando las comedias de Hawks desde los ángulos de inversión,


intercambio y repetición, podemos confirmar que se muestra a las
mujeres desde una posición superior. Incluso cuando se ven enfren-
tadas a la misma trampa que ha cazado a los hombres, ellas no que-
dan atrapadas. Incluso cuando se ven colocadas cabeza abajo, no
se vuelven inferiores. Incluso cuando no dejan de irse de la lengua,
evitan la confusión. Siempre mantienen su ventaja sobre los hom-
bres. Pero, aunque Hawks represente a las mujeres como ajenas a
la derrota, incluso cuando cometen errores, muchas veces se le ha
considerado un cineasta masculinista. De hecho, incluso ha sido
clasificado como misógino. La biografía de Todd McCarthy sugiere

170
que puede haber cierta verdad en esas afirmaciones25. Sin embargo,
yo no querría interpretar el significado de las obras de Hawks a
partir de su biografía personal. Por el contrario, quiero hacer hin-
capié en que Hawks le asigna un papel secundario al «significado»
mismo. Lo que a él le atrae no es el significado, sino el interminable
intercambio y repetición de elementos para crear situaciones dispa-
ratadas que no tengan ningún significado definitivo.
Hawks animaba sus obras con repeticiones que trascendían las
fronteras del género. Cuando estudiamos estas comedias de nuevo,
podemos ver un fuerte deseo formalista, no tanto de contar una
historia como de jugar con la estructura narrativa. En cada pelícu-
la, intentó aplicar la misma estructura narrativa de nuevo, para ver
por sí mismo cómo de bien podría funcionar. Por supuesto, esa
estructura narrativa era el colmo de la sencillez. Por un lado, hay
una persona intentando alcanzar un objetivo. Por otro, hay otra
tratando de impedirlo. Y en el medio, hay una categoría vaga, re-
presentada por una mujer, en un papel intercambiable. En las pe-
lículas de aventuras de Hawks, tipificada por Lauren Bacall en The
Big Sleep, la mujer es una acompañante entrometida que, al final,
ayuda al protagonista a alcanzar su objetivo. En casi todas las co-
medias, sin embargo, la función de la mujer no es la de ofrecer una
ayuda entrometida, sino una útil intromisión. Arrastra al hombre
a una zona difusa de acción, que no es intromisión ni cooperación,
un lugar en el que su objetivo inicial se vuelve irrelevante. Sin exa-
gerar el significado de la falta de sentido, la mujer varía de muchas
maneras el proceso basado en el principio de inversión, intercam-
bio y repetición, impidiendo así que se cree cualquier significado. A
menudo se oyen discusiones sobre la «transparencia hawksiana». La
fuente de dicha transparencia es la ausencia de significado. Como
director/autor, Howard Hawks desaparece detrás de las historias
que crea. Es como una mano invisible que manipula las historias,
una mano cuya estructura y función no pueden ser analizadas.

25
McCarthy, Todd, Howard Hawks: The Grey Fox of Hollywood, Nueva York, Grove Press,
1997.

171
Cuarto movimiento. Epílogo

Intercambio de correos electrónicos entre Chicago y Tokio, verano de 2002

JR: En los dos años y medio que han transcurrido desde nuestra
primera charla, el Centro Cinematográfico Nacional de Tokio ha
celebrado importantes retrospectivas, dedicadas tanto a Hawks
como a Masumura, y siento curiosidad por saber si han traído con-
sigo algún cambio notable para los japoneses en su comprensión
y apreciación de ambos directores. Para mí resulta significativo
que Hawks no fuera reconocido de verdad por los críticos de cine
norteamericanos hasta principios de los años sesenta, cuando An-
drew Sarris empezó a escribir sobre él como un director de cine de
autor. Hasta entonces, tal y como Peter Bogdanovich y otros han
señalado, casi todo el mundo había visto y valorado algunas de las
películas de Hawks, pero los críticos no las consideraban realmente
como una obra coherente en su conjunto (a diferencia, digamos,
de Ford y Hitchcock, que ya habían llamado mucho la atención en
los cincuenta). Respecto a Masumura, el reconocimiento en Esta-
dos Unidos está empezando a ser posible gracias al lanzamiento
en DVD de algunas de sus películas. Hasta ahora se han comercia-
lizado La bestia ciega, Giants and Toys, Manji y Miedo a morir, todas
en color; en este momento, todavía están pendientes de salir a la
venta dos títulos en blanco y negro, Black Test Car (otra película
de espionaje industrial, como Giants and Toys) y Ángel rojo (para
mi gusto, la mejor del lote). Una posible distinción, que ya pue-
do percibir entre las percepciones japonesa y norteamericana de
Masumura, es que el solapamiento entre películas de explotación
y películas de arte y ensayo en Estados Unidos constituye una ca-
tegoría genérica imprecisa, sobre todo aplicable a La bestia ciega y
Manji, y que se complica aún más debido a la desafortunada idea
de que cualquier película de habla extranjera (salvo algunas raras
excepciones, como Crouching Tiger, Hidden Dragon [Tigre y dragón]
[2000]) automáticamente es considerada de arte y ensayo debido a
su distribución marginal.

SH: La retrospectiva sobre Hawks en Japón, organizada por el Cen-


tro Cinematográfico Nacional de Tokio desde diciembre de 1999
hasta febrero de 2000, con la colaboración de Asahi Shinbun, fue, por

172
lo que yo sé, la más completa, abarcando sus treinta y ocho pelícu-
las. Asahi Shinbun es un periódico japonés de calidad y la tendencia
de su sección de cine ha sido más bien conservadora. Por lo tanto,
para este periódico, colaborar en la organización de la retrospectiva
sobre Hawks era realmente una iniciativa novedosa y sorprenden-
te. Hace dos décadas hubiera sido absolutamente inconcebible ver
juntos los nombres de Hawks y Asahi Shinbun. Así que está claro
que algo está cambiando en Japón. Incluso se proyectaron las dos
versiones distintas de The Big Sleep (la versión de estreno y una ver-
sión de preestreno restaurada recientemente por el archivo fílmico
de la Universidad de California en Los Ángeles). La mesa redonda
organizada para la ocasión, titulada «Reconsiderando a Howard
Hawks», en la que participamos Geoffrey Nowell-Smith, Peter Wo-
llen, Anne Friedberg y yo mismo, atrajo a más de trescientas per-
sonas. Personalmente, fue un verdadero placer para mí redescubrir
en Tokio algunos de sus primeros trabajos, tales como Fig Leaves,
Paid to Love [Amor comprado] (1927) y Fazil (1928). En la proyección
de estas películas, el aula magna del NFC (310 asientos) estaba com-
pleta. Junto a esta retrospectiva, se publicó la traducción al japo-
nés del libro de Todd McCarthy Howard Hawks (Hawks on Hawks
de Joseph McBride ya se había traducido al japonés en 1986). Así
que fue una oportunidad excepcional para la generación más joven
para descubrir la obra de Hawks al completo. Desafortunadamen-
te, no hubo una buena reacción por parte de los jóvenes críticos de
cine. En términos estadísticos, la retrospectiva sobre Jean Renoir
organizada en 1996 por el NFC atrajo a más espectadores. Com-
parado con Renoir, que es oficialmente considerado como un di-
rector/autor, me temo que a Hawks todavía no se le considera un
«autor artístico» en Japón.
A ese respecto, recuerdo que en los años sesenta y setenta había
dos famosos cines de arte y ensayo en Tokio, en los que se proyecta-
ban principalmente películas europeas: Bergman, Bresson, Buñuel,
Godard, Losey (las películas que rodó en el Reino Unido), Truffaut,
Munk, etc. Es importante señalar que tan sólo se estrenaron tres pe-
lículas norteamericanas en estos cines de prestigio: The Sun Shines
Bright [El sol siempre brilla en Kentucky] (1953) de John Ford, Citizen
Kane [Ciudadano Kane] (1940) de Orson Welles y Shadows [Sombras]
(1960) de John Cassavetes. Cuando yo empecé a escribir sobre cine,
ésa era la imagen típica de películas de arte y ensayo en Japón.

173
No se consideraba como directores/autores ni a Hitchcock ni a
Hawks. Es por esto por lo que decidí poner una imagen de Bringing
Up Baby en la cubierta de mi primer libro sobre cine, Eizo no Shigaku
(Poetics of Image, 1979), como un acto de provocación. Estos cines
de arte y ensayo, que conformaban la Asociación de Cines de Arte y
Ensayo (ATG), también coproducían y distribuían películas japone-
sas, principalmente los trabajos de cineastas independientes como
Nagisa Oshima, Kiju Yoshida y Shuji Terayama, entre otros. La úni-
ca película de Masumura que se pudo ver allí fue Ongaku [Música]
(1972). Rodó esta adaptación, relativamente floja, de la novela de
Mishima justo después de que Daiei se hundiera. Masumura era
esencialmente un director del sistema de estudio, y casi todas sus
películas eran adaptaciones de novelas. Ésta es la razón por la cual,
comparado con Oshima, Yoshida y Terayama, Masumura jamás
fue considerado un director/autor en los sesenta y setenta.
La retrospectiva sobre Masumura se organizó en una pequeña
sala de cine llamada Euro-space (120 asientos) de noviembre de
2000 a enero de 2001 y comprendió cincuenta películas. Este cine es
conocido por ser uno de los cines de arte y ensayo más importantes
de Tokio desde los ochenta, después de que fracasara la ATG, y a él
acuden principalmente estudiantes y jóvenes cinéfilos. Actualmen-
te se están proyectando allí For Ever Mozart (1996) y JLG/JLG (1995)
de Godard. Así que puedo decir que la retrospectiva sobre Masu-
mura tuvo lugar en un espacio de prestigio y, afortunadamente, fue
un auténtico éxito. Debido a esto, Euro-space decidió, inmediata-
mente, organizar una segunda retrospectiva justo después de la pri-
mera. Importantes museos y bibliotecas municipales en todo Japón
acogen ahora la retrospectiva sobre Masumura. Y al mismo tiempo
que descubría a Masumura, la generación más joven también des-
cubrió a la excelente actriz Ayako Wakao, que jamás había apareci-
do en televisión. Gracias al inesperado éxito de la retrospectiva, las
principales películas de Masumura han salido en vídeo y en DVD.
Cualquier videoclub importante de Tokio tiene ahora un rincón
dedicado a Masumura, donde fácilmente se pueden encontrar al
menos veinte de sus obras, lo cual era inconcebible hace diez años.
El joven e influyente director Shinji Aoyama (Eureka, 2000) declaró
que Masumura es el director más importante en la historia del cine
japonés de posguerra. Masumura se está convirtiendo ahora en un
director mítico para las generaciones más jóvenes de Japón, quince

174
años después de su lamentable desaparición a la edad de sesenta y
dos años. Diría que este lapso de tiempo no es extraordinariamente
largo, ya que en Japón se tardó lo mismo en reconocer a Ozu como
un director/autor. La primera retrospectiva completa sobre Ozu
no se organizó hasta 1981, dieciocho años después de su muerte.

175
Mutaciones musicales
Antes de Hollywood, más allá de Hollywood y contra
Hollywood
Adrian Martin

1. Obertura

La película tiene una belleza que es insolente y patética, como un


cristal de colores fragmentado, fragmentos que de alguna forma
componen un dibujo al mismo tiempo que se niegan a permanecer
unidos: musical, triste, estrepitosa, definitivamente frágil. Es esta ce-
lebración simultánea de la belleza y su fragilidad, de lo efímero de la
alegría, de la naturaleza pasajera de toda emoción, la que revela en
Une femme est une femme [Una mujer es una mujer] (1961) una actitud
romántica peculiar, reservada y abnegada, que quizá sea el único
romanticismo posible para una sensibilidad contemporánea.

Edgardo Cozarinsky
The Films of Jean-Luc Godard

Jacques no era un cineasta radical. Lo que era radical era su deseo


de llevar música, canciones y baile a cosas que parecían fuera de ese
ámbito; como la lucha de clases.

Agnès Varda sobre Jacques Demy


Eye on the World

177
En un solo día espero llorar, reír, bailar, cantar. Puede incluso que
me encierren en prisión. Una película debería contener todas esas
cosas.

Youssef Chahine1

ANDRÉ LABARTHE: ¿Te gusta el jazz?


JOHN CASSAVETES: Sí, me gusta toda la música. Es buena. Te da
ganas de vivir. El silencio es muerte.
AL: ¿Te apetece hacer un musical?
JC: Sí.
AL: ¿Sí? ¿Con bailes y todo?
JC: Sí, un musical. Sólo uno.
AL: ¿Sólo uno? ¿Ya has escrito la historia?
JC: No, no la he escrito. La escribió Dostoievsky: Crimen y castigo.
Me gustaría convertirla en un musical.

Cinéastes de notre temps


(Documental para televisión)

Todavía está por hacerse el amargado musical que tanto me gusta-


ría ver.

Raymond Durgnat2

Aunque se ponga a menudo a cantar, el personaje de Björk, una


obrera industrial acosada, sufre terriblemente en Dancer in the Dark
[Bailando en la oscuridad].

Karen Durbin3

1
Citado en Rosenbaum, Jonathan, «Echoes of Old Hollywood», en Chicago Reader, 2 de abril
de 1999. http://www.chireader.com/movies/archives/1999/0499/04029.html.
2
Durgnat, Raymond, «Film Favourites: Bells Are Ringing», en Film Comment, marzo-abril 1973,
p. 49. Reimpreso en Rickman, Gregg (ed.), The Film Comedy Reader, Nueva York, Limelight,
2001, pp. 230-236.
3
Durbin, Karen, «Every Dane Has His Dogma», en Good Weekend, 17 de junio de 2000, p. 32.

178
Y cualquier combinación que mezcle a Judy Garland con Jean-Luc
Godard seguro que dejará una huella imborrable.

Geoff Pevere4

2. La misma vieja canción

En caso de que hiciera falta una prueba del imperialismo nor-


teamericano (no sólo en la cultura popular, sino también en el
pensamiento crítico sobre la misma), la enorme montaña de lite-
ratura dedicada a ese género cinematográfico conocido como el
musical ofrece una evidencia deprimente. Esta afirmación puede
parecer extraña o perversa, porque el fenómeno ha sido asimilado
de una manera tan perfecta en la cultura cinematográfica mundial
que casi nunca llama la atención. Sin embargo, la verdad se man-
tiene: «el musical» en esencia se identifica, en los debates sobre el
género en todo el mundo, con «el musical norteamericano»; una
suposición normalmente hecha sin conocimiento y sin aclaración
ninguna. La influyente antología de Rick Altman, Genre: The Musi-
cal, emplea indistintamente los términos musical, musical de Ho-
llywood y musical norteamericano; su recomendación final de las
«áreas que necesitan ser estudiadas más a fondo» no sugiere nin-
guna ampliación geográfica del terreno5. Su libro posterior, The
American Film Musical, es más específico, pero no explica por qué
debe limitarse geográficamente el tema de esta forma6. El estudio
Comédie Musicale elaborado en 1981 por Alain Masson (él mismo
criticaba la fijación aparentemente patriótica de Altman con el
homo americanus7) también trata únicamente sobre musicales de
Hollywood.
Y así sigue la canción. Un ensayo de Marc Miller sobre los musi-
cales de cine en los años noventa dentro de la antología Film Genre
2000 menciona tan sólo un puñado de musicales, todos ellos pro-
ducciones norteamericanas de renombre y grandes presupuestos;
4
Pevere, Geoff, «Naive Revisionary», en Cinema Scope, n. 4, 2000, p. 41.
5
Altman, Rick (ed.), Genre: The Musical, Londres, British Film Institute, 1981, pp. 216-219.
6
Altman, Rick, The American Film Musical, Bloomington, Indiana University Press, 1987.
7
Masson, Alain, «Notes de lecture» en Positif, n. 329-330, 1988, pp. 124-125.

179
y, de forma nada sorprendente, considera que el género se encuen-
tra en un estado lamentable8. El ilustrativo A Song in the Dark: The
Birth of the Musical Film de Richard Barrios, aunque reconoce obras
magníficas hechas en Francia, Alemania y Gran Bretaña en los años
1931-1932, con sinceridad se considera a sí mismo «chovinística-
mente enfocado hacia los progenitores yanquis»9. Incluso cuando
se tratan los musicales procedentes de otros países, invariablemen-
te quedan marginados en relación al modelo norteamericano. Por
ejemplo, Brian McFarlane cree necesario comentar al comienzo de
la entrada correspondiente a Star Struck [Tocado por las estrellas]
(1982) del Oxford Companion to Australian Film: «El musical es un gé-
nero cinematográfico que Estados Unidos ha hecho propiamente
suyo»10. Ciertamente esto es propio del cine estadounidense.
En el contexto de una cultura cinematográfica mundial tan mio-
pe, es una gran sorpresa encontrarse con un comentario como éste
de Paul Willemen al final de un ensayo escrito en 1980 sobre el
porno: «¿Quizá hay material aquí para un estudio comparado de
los musicales egipcios, indios y norteamericanos?»11. Más de dos
décadas después, este hecho resulta aún más asombroso: no existe
ningún libro de referencia que siquiera esboce una historia del mu-
sical satisfactoriamente internacional. De vez en cuando, un resur-
gimiento, una restauración o una recopilación documental (como
los musicales yídish de Edgar Ulmer producidos en los años treinta;
el guiño a los musicales comunistas en East Side Story [1997], que
ha sido un éxito en los festivales donde se ha proyectado; o —para
espectadores que no son indios— el extravagante collage de docu-
ficción Cinema Cinema [1979]) nos obliga a prestar atención a una
variedad aberrante del género musical. Pero incluso el hablar de
alternativas a Hollywood no siempre resulta pertinente, ya que, a
pesar de todo, se acaba por restablecer la predominancia del mode-
lo norteamericano.

8
Miller, Marc, «Of Tunes and Toons: The Movie Musical in the 1990s», en Dixon, Wheeler
Winston (ed.), Film Genre 2000, Nueva York, State University of New York, 2000, pp. 45-62.
9
Barrios, Richard, A Song in the Dark: The Birth of the Musical Film, Nueva York, Oxford Uni-
versity Press, 1995, p. 10.
10
McFarlane, Brian; Mayer, Geoff; Bertrand, Ina (eds.), The Oxford Companion to Australian
Film, Melbourne, Oxford University Press, 1999, p. 468.
11
Willemen, Paul, Looks and Frictions: Essays in Cultural Studies and Film Theory, Londres, British
Film Institute, 1994, p.123.

180
Y, sin embargo, probablemente cada país con un cine propio
tenga una historia, sea grande o pequeña, del musical local y, a me-
nudo, muy popular. Nuestra comprensión de los musicales y, an-
tes que eso, nuestro acceso más básico y material a los mismos, se
encuentra obstaculizado por un simple hecho: de todos los géne-
ros, los musicales son los que peor viajan al extranjero (ya que no
responden bien ni al subtitulado ni al doblaje). Una excepción: las
tiendas étnicas de vídeos y DVDs para las comunidades emigrantes
en todo el mundo.
Una verdadera historia del musical (si alguna puede escribirse o,
más probablemente, recopilarse como parte de un proyecto colecti-
vo, internacional12) tendría que reconocer, de una vez por todas, que
el modelo tomado como paradigma dominante del género (aque-
llos musicales de Hollywood hechos en los años cuarenta y cincuen-
ta, principalmente los relacionados con la MGM) está lejos de ser un
punto de referencia absoluto y determinante. Hay musicales más allá
de Hollywood (la tradición india, sobre todo, que es mayor en nú-
mero y ha perdurado más) y anteriormente también. Tanto en Es-
tados Unidos como en cualquier otro sitio, los musicales rodados
por Ernst Lubitsch y King Vidor, en la década de los años treinta,
resultan ahora tan ajenos a muchos estudiosos del género como las
producciones musicales independientes de hoy en día, tales como
Manhattan Merengue! (1995). También hay muchos casos extraños
dentro del sistema de los estudios de Hollywood; aquellas pelícu-
las con elementos de canción y baile como las comedias de Dean
Martin/Jerry Lewis y las películas de rock’n’roll para el lucimiento
de Elvis Presley, como Twist All Night [Baila toda la noche] (1961) con
Louis Prima, o fantasías para niños como The 5.000 Fingers of Dr. T
[Los 5.000 dedos del Dr. T] (1953).
La especulación teórica (en diversos idiomas) sobre el musical
(que se centra en las películas canónicas norteamericanas de los
años cuarenta y cincuenta) se ha ido restringiendo a múltiples va-
riaciones de un pequeño número de postulados derivados, a su vez,
de un puñado de textos: The American Film Musical de Altman, el bri-
llante ensayo de Richard Dryer «Entertainment and Utopia» y The

12
Un intento reciente en este sentido es Marshall, Bill y Stilwell, Robyn (eds.), Musicals: Holly-
wood and Beyond, Exeter, Intellect Books, 2000.

181
Hollywood Musical de Jane Feuer13. De estos textos (cuya influyente
contribución a los estudios de cine no deseo subestimar), procede
una serie limitada de elementos que ahora constituyen un verdade-
ro dogma del género musical: canción y baile como utópica libera-
ción emocional; la relación sintáctica de los números cantados con
las tramas que los contienen; el entretenimiento metalingüístico.
El hecho de asumir este conjunto de elementos como doctrina lle-
va, inevitablemente, en muchos casos, a rechazar todo aquello que
opera fuera de esas reglas tan particulares.
Una de las pruebas más contundentes de que generalmente
trabajamos con un modelo de musical extremadamente limitado
aparece en el nivel más básico, sobre la premisa de la trama y la
situación dramática o cómica. Esperamos, como si tal cosa, que
los musicales traten de mundos de fantasía (Brigadoon [1954]), del
mundo del espectáculo (Singin’ in the Rain [Cantando bajo la lluvia]
[1952]) o sobre pequeñas ciudades, agradables y nostálgicas (Meet
Me in St. Louis [Cita en San Luis] [1944]). En pocas palabras, que
apenas tengan que ver con el realismo. Cuando un musical aborda
elementos naturalistas (como en el estupendo y máximo ejemplo
de West Side Story [1961]) o toma prestados elementos de un géne-
ro de acción (como en las referencias al western de Seven Brides for
Seven Brothers [Siete novias para siete hermanos] [1954]), éstos deben
intensificarse y abstraerse lo suficiente para llegar a ser argumen-
tos o escenarios apropiados para un musical. Así, imaginar formas
absurdas como el musical de terror (The Little Shop of Horrors [La
pequeña tienda de los horrores] [1986]), el musical de espionaje (Aweso-
me Lotus [El loto alucinante] [1981]), el musical de ciencia-ficción (The
American Astronaut [El astronauta norteamericano] [2001]) o el musi-
cal sobre el Holocausto (la célebre incongruencia del número de
«Primavera para Hitler» en The Producers [Los productores] [1967]), lo
convierten automáticamente en chistes teatrales.
Pero este rasgo anula inmediatamente muchas de las manifesta-
ciones propias del género: principalmente, los musicales cuasi-trá-
gicos de Jacques Demy que tratan temas como el suicidio, conflic-
tos laborales, asesinatos en serie e incesto, y todos esos musicales
modestos, extravagantes, que tratan de la vida cotidiana y de los
13
Dyer, Richard, «Entertainment and Utopia» en Altman, Rick (ed.), Genre: The Musical, pp.
175-189, publicado originalmente en Movie, n. 24, 1975; Feuer, Jane, The Hollywood Musical,
Londres, British Film Institute, 1982.

182
espacios de trabajo; ésta parecería una forma que define a los musi-
cales de Hollywood de segunda fila, de peor calidad (películas como
I Love Melvin [Quiero a Melvin] [1953] o Give a Girl a Break [Tres chicas
con suerte] [1953]) así como también musicales británicos protagoni-
zados por Arthur Askey (Band Wagon [El vagón de la banda] [1939]) o
Cliff Richard (Summer Holiday [Vacaciones de verano] [1963]).
El enfoque crítico habitual del musical tiende a ser implacable-
mente normativo: habiendo definido como modelo, de forma redu-
cida, la forma norteamericana más perfecta, lujosa y lograda, juzga
cualquier desviación de esa norma como mala, torpe, risible, un
esfuerzo en vano. Esta pesimista falta de generosidad llega muy le-
jos, condenando musicales como Guys and Dolls [Ellos y ellas] (1955),
Yentl (1983), Popeye (1980), The Wiz [El mago] (1978), Pennies from
Heaven [Dinero caído del cielo] (1981), Absolute beginners [Principian-
tes] (1986) y Jeanne et le garçon formidable [Jeanne y el chico formidable]
(1997). Por supuesto que se debe admitir y tener en cuenta la impor-
tancia del musical de Hollywood como referencia o piedra de toque
para cineastas de todo el mundo, tal y como Youssef Chahine, por
ejemplo, ha atestiguado afectuosamente y como demuestran sus
películas, incluida Silence... on tourne [Silencio… se rueda] (2001).
De todos modos, todo lo que se considera una desviación del
modelo norteamericano comprende, en definitiva, a la mayoría de
los musicales hechos en el mundo. En contra de la opinión de Pau-
line Kael de que las películas de Demy demuestran «cómo incluso
un francés con talento que adora los musicales norteamericanos
malinterpreta sus convenciones», Jonathan Rosenbaum prefiere
considerarlas como «inspiradas apropiaciones» de los elementos de
una determinada «época dorada» de Hollywood14; y, como ocurre
en toda apropiación cultural, aquello que se toma resulta transfor-
mado, se personaliza, se combina, se orienta a las intensidades y
sensibilidades específicamente «locales».
Desde esta perspectiva, una forma de calibrar la multiplicidad de
formas musicales regionales es abordar estas manifestaciones cine-
matográficas a través de sus raíces en el teatro. El cine nunca ha de-
jado de absorber una amplia variedad de formas musicales teatrales
(ópera, opereta, sprechgesang, la épica de Brecht, el café-teatro, el

14
Rosenbaum, Jonathan, «Not the Same Old Song and Dance» en Chicago Reader, 24 de no-
viembre de 1998. http://www.chireader.com/movies/archives/1998/1198/11248.html.

183
eisteddfod15 escolar, etc.), cada una de las cuales tiene sus historias
e inflexiones nacionales específicas. Tanto si hablamos de la ópera
maoísta The Red Detachment of Women [El rojo desapego de las mujeres]
(1970), como del irónico musical de salón Von Heute Auf Morgen
[Desde hoy hasta mañana] (1997) de Arnold Schoenberg, tal y como
lo rodaron Jean-Marie Straub y Danièle Huillet; del atrevido musi-
cal social de Fritz Lang y Kurt Weill You and me [Tú y yo] (1938) o del
australiano Bootmen (2000), adaptación del fenómeno teatral de los
Tap Dogs, estamos a muchos kilómetros de distancia del modelo
de espectáculo musical definido por Broadway.
En un gesto revelador, muchas recopilaciones críticas o teóricas
del musical se basan en una exclusión dramática de ciertas formas ci-
nematográficas próximas que no son consideradas musicales, como
la película-concierto o la llamada «película MTV». Rick Altman, por
ejemplo, declara:

Si el musical pretende sobrevivir más allá de la segunda mitad del


siglo xx, en vez de sucumbir a sus primos hermanos, MTV y la
película-concierto (como en una monarquía, los primos hermanos
siempre son los rivales más peligrosos), entonces tendrá que volver
la mirada a su pasado; y a la tradición del musical norteamericano
en su conjunto16.

A fin de cuentas, esto no resulta de gran ayuda. ¿Para qué querría-


mos o necesitaríamos una teoría del musical que excluye con des-
dén a Phantom of the Paradise [El fantasma del paraíso] (1974), Purple
Rain [Lluvia púrpura] (1984), Flashdance (1983), Sign o’ the Times [El
signo de los tiempos] (1987) o The Year of the Horse [El año del caballo]
(1997)?
El hecho es que apenas hemos comenzado a trazar el mapa del
ámbito estético más amplio del cual el musical realmente es tan
sólo una subcategoría dentro de la película-música, que yo defino
como cualquier película que parece ser conducida por la música (ins-
trumental o lírica), es decir, en la que el papel de la música como
guía de la imagen ocupa un primer plano. Éste es un campo muy
amplio que debe incluir desde películas en las cuales las canciones

15
Festival de música, teatro y poesía de origen galés (N. de la T.).
16
Altman, Rick, The American Film Musical, op. cit, p. 363.

184
revisten la acción de forma destacada (que es a lo que generalmente
se refiere el término «película MTV»); hasta las películas de Martin
Scorsese, Emir Kusturica, Federico Fellini, Terrence Malick, Miklos
Jancsó, Michael Mann, Glauber Rocha, Werner Schroeter, Sergei
Paradjanov o Jon Jost, en las que las partituras o collages musicales
parecen dirigir, dictar o sugerir, de forma muy teatral, los ritmos
de montaje o mise en scène; sin olvidar las películas-balada en las
que las canciones de la banda sonora se convierten en la narración
esencial, como en The Tracker [El rastreador] (2002); o películas ani-
madas modernas de Disney o Dreamworks en las que en mitad de
una estrofa las canciones pasan de ser cantadas por los personajes
a convertirse en una narración lírica externa (como en The Road to
El Dorado [La ruta hacia El Dorado] [1999]); o bien obras extraordina-
rias y únicas que crean un híbrido entre el documental musical y la
ficción musical, como Latcho Drom [Buen viaje] (1993) y Buena Vista
Social Club (1999); incluso películas experimentales como Alone. Life
Wastes Andy Hardy [Solo. La vida echa a perder a Andy Hardy] (1998).
Actualmente existe un numeroso grupo de musicales que es, sen-
cillamente, demasiado llamativo como para pasarlo por alto. Son las
películas que toman el modelo de Hollywood, en modos y grados
diversos, como un tótem del que burlarse, al que desafiar o atacar:
mutaciones musicales obvias como los musicales gays militantes
(Zero Patience [Paciente cero] [1993], Highway of Heartache [La carre-
tera de los corazones rotos] [1994] y The American Astronaut); también
encontramos los anti-musicales posmodernos (Pennies from Heaven
[1981]; All That Jazz [Empieza el espectáculo] [1979]), los pastiches
traviesos (Tano Da Morire [Morir por Tano] [1998] y South Side Story
[2000]), los experimentos vanguardistas (Haut Bas Fragile [Alto, bajo,
frágil] [1995] o The Long Day Closes [El largo día acaba] [1992]), los de-
safíos al género despiadadamente excéntricos, enloquecidos (como
Popeye), los musicales que son deliberadamente sencillos y poco
profesionales (Awesome Lotus) o «feos» y desconcertantes (Dancer in
the Dark [Bailando en la oscuridad] [2000])... ¿Por qué, para variar, no
pueden ocupar estas películas el centro, en vez de la periferia, de
nuestro pensamiento sobre el musical?

185
3. Rompiendo a cantar

Hoy en día, la referencia al musical (o más bien lo que Jean-Luc


Godard definió una vez como «no un musical» sino «la idea de un
musical»17) está omnipresente en la cultura popular. En televisión,
comedias de situación como Ally McBeal introducen habitualmente
cortes de canción y baile, y series (desde Taxi en los años setenta has-
ta Buffy, the Vampire Slayer [Buffy, la Cazavampiros]) han tenido capí-
tulos especiales enteramente musicales. Bret Easton Ellis alardea del
insólito final que escribió para la adaptación cinematográfica de su
novela American Psycho (1999): una secuencia musical que muestra a
unos yuppies en lo alto del edificio Empire State. Vincent Gallo anun-
cia que está a punto de rodar un «musical sobre Charles Manson».
Incluso el cine comercial, en ocasiones, tiene sus estilismos mu-
sicales insólitos e ingeniosos: en los incesantes números simula-
dos de las comedias pastiche (como Life Stinks [¡Qué asco de vida!]
[1991]) o las sátiras adolescentes horteras de John Walters; en pie-
zas «conceptuales» como Little Voice [Pequeña voz] (1998) o Duets [A
dúo] (2001)); en la obra posmoderna, majestuosamente teatral, de
Baz Luhrmann (desde Strictly Ballroom [El amor está en el aire] [1993]
a Moulin Rouge [2001]); en las películas de los hermanos Coen cada
vez más orientadas hacia la música (The Big Lebowski [El gran Le-
bowski] [1998] o O Brother, Where Art Thou? [O brother!] [2000]); y
en las sofisticadas farsas de romanticismo y buenos modales cons-
truidas según los principios de Gershwin o Porter (Everyone Says I
Love You [Todos dicen I love you] [1996], Love’s Labours Lost [Trabajos
de amor perdidos] [2000]).
El cine de arte y ensayo también tiene sus sueños musicales. Ang
Lee está preparando un remake americanizado de la obra maestra
de Alain Resnais, On Connaît la Chanson (1998). Magnolia (1999), que
homenajea a películas anteriores como Welcome to L.A. [Bienvenido
a Los Ángeles] (1977), Last Chants for a Slow Dance [Los últimos acordes
de un baile lento] (1977) y Light Sleeper [Posibilidad de escape] (1992),
está concebida en relación a un relato compuesto por canciones
de Aimee Mann, hasta llegar a un momento central en el que cada
personaje, en distintas situaciones, canta algunas frases. Gouttes
d’eau sur pierres brûlantes [Gotas de agua sobre piedras calientes] (2000),

17
Milne, Tom (ed.), Godard on Godard, Londres, Secker and Warburg, 1972, p. 182.

186
adaptación de una obra de Rainer Werner Fassbinder, contiene un
impresionante interludio musical. Caro Diario (1994) primero intro-
duce el chiste, repetido a lo largo de la película, del director Nanni
Moretti (¿o se trata de un deseo más inocente, más serio?) sobre
un musical que quiere hacer sobre un pastelero trotskista; Aprile
[Abril] (1998) termina con un hermoso fragmento de ese sueño-
película. Y, una década y media antes de este resurgimiento actual,
John Cassavetes llegó a rodar no un musical de Crimen y castigo sino
una fantasía extraordinaria de ballet y canción insertada en la cum-
bre emocional de Love Streams (1984).
Podemos arriesgarnos a reivindicar el universalismo (como
opuesto al imperialismo) de la forma del musical: tal como lo ex-
presa Masson, el musical puede entenderse «como un arte soberano
y la realización del genio cinematográfico»18: no el genio de ningún
cineasta, sino el genio inherente al propio medio. El musical, igual
que el ideal platónico, encarna todo aquello que es teatral, artificial
y puramente expresivo en el cine como lenguaje estético, como
gesto artístico. Cualquier cosa puede ocurrir; todo canta. Aquí, en
el ámbito de los conceptos amplios pero esenciales, el musical se
alinea con el melodrama y el expresionismo en la definición de una
esencia del cine como medio. Godard, con toda seguridad, tenía en
mente esta esencia cuando expresó (en una reseña de The Pajama
Game [Juego de pijamas] [1957]) que el musical «es en cierta forma la
idealización del cine»19.
El musical depende del artificio, y también de la magia de un
cierto misterio. El resorte fundamental de cualquier número mu-
sical en el cine es que la música no está fuera de la película (extra-
diegética) ya que la gente se mueve al son, y tampoco dentro de la
misma (diegética), ya que físicamente no se la escucha en su ple-
nitud. Rick Altman denomina a esto el mundo de la «música tras-
cendente, supra-diegética»20 a la que, como señala Tom Gunning,
«el propio mundo reacciona», en «un encantamiento gradual del
mundo diegético [...] como si se hubiera contagiado del ritmo o la
melodía, entregado a la pura expresividad»21.
18
Masson, op. cit, p. 125.
19
Milne, Tom (ed.), op. cit. , p. 87.
20
Altman, Rick, The American Film Musical, op. cit., p. 70.
21
Gunning, Tom, The Films of Fritz Lang: Allegories of Vision and Modernity, Londres, British
Film Institute, 2000, p. 265.

187
De nuevo aquí rozamos la noción de la película-música, más am-
plia y extensa que el musical per se. Siempre que los elementos esti-
lísticos del cine (color, movimiento, ritmo, sonido, cuerpos) se unen
en una intensidad sincrónica, nos sentimos al borde de un musical,
casi un musical. Este súbito, a veces fugaz, florecimiento de imagen
y sonido en una fusión mágica puede ocurrir en los lugares más in-
sospechados: en el plano aéreo de unos coches de brillantes colores
arrancando en un cruce en perfecta orquestación en Carlito’s Way
(1993); cuando, en dos ocasiones, la banda sonora con el saxofón en-
trecortado de Barney Wilen armoniza con el canto casual de Brigitte
Sy, en un plano secuencia de Les baisers de secours (1989); o el inolvi-
dable momento en el que Jeremy Irons grita una y otra vez, en tono
lastimero, el nombre de su hermano gemelo sobre los acordes de la
partitura de Howard Shore, que suben y desaparecen en Dead Rin-
gers [Inseparables] (1988). Quizá la mejor secuencia de este tipo, deli-
rantemente estilizada, sea el despertar por la mañana de un ejército
de robustas mujeres en The Ladies’ Man [El terror de las chicas] (1961).
Entre la música de Walter Scharf, la coreografía de Bobby Van y la
mise en scène de Jerry Lewis, resulta una deslumbrante declaración
del poder y la elegancia del artificio y de su libertad expresiva.
Existe un umbral supremo, un punto sin retorno, ante el cual
el casi-musical se convierte en un musical de verdad; y también,
ineludiblemente, entabla un diálogo con la historia del género. Es
el momento en el que los personajes, como se dice tan a menudo,
se ponen a cantar. Es este preciso momento (con su promesa, su
potencial, sus connotaciones, su carga de historia) el que es, al mis-
mo tiempo, el más atractivo y el más difícil para los cineastas con-
temporáneos. La atracción es la emoción del ideal: la posibilidad de
llegar hasta el final mismo de las energías expresivas, intensivas, del
cine. Sin embargo, lo que resulta difícil es negociar la contradicción
entre esta emoción estética, sentida, y el impresionante peso inhi-
bidor del gusto cultural que prefiere, y proscribe, códigos y proto-
colos más realistas o naturalistas. Es revelador que solamente en el
campo de la animación infantil (en el que el artificio completo no
supone un problema para nadie, en donde se rebaja el listón del
gusto para los más pequeños) el musical pueda manifestarse sin
cortapisas como un género popular.
Más allá de la presión del gusto cultural, la historia también
interviene implacablemente. Entre su entusiasmo por The Pajama

188
Game en 1958 y el rodaje de su tercera película, Une femme est une
femme, tres años después, algo cambió profundamente en la actitud
de Godard respecto a la promesa de los musicales; por fin se afianzó
el desencanto.

En cualquier caso, el musical ha muerto. Adieu Philippine [1963] es


un musical en cierto sentido, pero el género mismo ha muerto. In-
cluso para los norteamericanos sería inútil volver a hacer Singin’
in the Rain. Hay que hacer algo distinto: mi película también expresa
esto. Es nostalgia del musical22.

Éste es un punto inflexivo histórico, ya que Godard no era el úni-


co que sentía este desencanto. Entre 1958 y 1961, la nouvelle vague
francesa irrumpía con fuerza, y se extendió rápidamente la impre-
sión de que había terminado toda la época clásica marcada por el
sistema de los estudios de Hollywood, o al menos que éste estaba
agonizando.
Es en este momento, en todo el mundo (con el aparente naci-
miento de un nuevo cine y la aparente muerte del antiguo), cuando
surge una compleja nostalgia del musical. Le sucede como a la co-
media romántica, el melodrama o el western: ya no se hacen de la
misma forma que los hacían los antiguos maestros. La naturalidad
e inocencia, la profesionalidad y la fluidez, han desaparecido; se ha
perdido un secreto. De ahí la reacción horrorizada y melancólica de
Terence (cuyas películas son todas musicales mutantes) ante la su-
gerencia de que hiciera un «verdadero» musical: «La piedra de to-
que es Singin’ in the Rain, que vi cuando tenía siete años. Nada es
tan bueno. No importa cuánto se intente, jamás se logrará»23.

4. Dos tradiciones

Una vez que, para muchos directores de cine desde principios de los
años sesenta, el musical se convirtió en un sueño perdido, surgió
el gesto posmoderno por excelencia: el de citar o apuntar hacia el
musical en sus propias obras. Lo que siempre está en juego con este
22
Milne, Tom (ed.), op. cit., p. 182.
23
Boorman, John y Donohue, Walter (eds.), Projections, n. 6, Londres, Faber and Faber, 1996,
p. 174.

189
gesto es la marca de un intervalo entre, por un lado, el mundo de
ficción en el que viven los personajes (invariablemente caracteriza-
do como gris, plomizo y triste, o simplemente, insulso y prosaico)
y, por otro, el mundo del musical, que está en un lugar completa-
mente distinto, normalmente encerrado en un sueño gestionado
por Hollywood.
Rosenbaum localiza con exactitud la línea divisoria en la que tie-
ne lugar este drama socio-cultural de nostalgia, anhelo, amargura
y pérdida: esos momentos que Rick Altman denomina fundidos de
audio y vídeo que sortean los cambios «hacia delante y hacia atrás
entre el argumento (diálogo hablado) y los números de canción y
baile, provocando, a menudo, transiciones incómodas justo antes
o después de estos cambios, cuando no estamos seguros de dónde
nos encontramos estilísticamente»24.
Manejar o sortear esa incomodidad es el gran desafío estético
y profesional del musical clásico de Hollywood y de todas aquellas
películas, de otros países, que intentan emularlo en mayor o menor
grado. Para las mutaciones musicales, esa incomodidad también es
el tema principal, pero da lugar a diferentes soluciones y respuestas.
Existen fundamentalmente dos formas de respuesta moderna, que
dan lugar a dos tradiciones.
La primera respuesta consiste en fortalecer la distancia o el sal-
to entre el mundo real de la ficción y el mundo del musical, dis-
tinguiéndolos claramente. Solamente un corte directo, un salto
desconcertante que puede estar lleno de ilusión, angustia o ironía,
puede meternos o sacarnos de la canción. Esta tradición musical
mutante florece de la mano de Dennis Potter, escritor de series de
televisión tales como Pennies from Heaven (1978), The Singing Detec-
tive [El detective cantarín] (1986) y Lipstick on Your Collar [El carmín en
el cuello de tu camisa] (1993), entre otras.
La segunda respuesta formal es eliminar, en la medida de lo po-
sible, la distinción entre el mundo real y el mundo del musical, o
entre canción e historia. Esta tradición comienza con Demy, cuya
larga y fructífera trayectoria como director de musicales (siete en
total) merece ser conocida en todo el mundo más allá del hito inau-
gural que supuso Les parapluies de Cherbourg [Los paraguas de Cher-
burgo] (1964).

24
Rosenbaum, Jonathan, «Not the Same Old Song and Dance», op. cit.

190
Vamos a analizar más de cerca la primera de estas tradiciones.
Potter empleó con rigor, en su trabajo para televisión, la técnica del
play-back: los personajes mueven los labios pretendiendo cantar can-
ciones ya existentes, normalmente canciones populares de la época
anterior. La brecha entre los sueños de Hollywood, Broadway o el
music-hall y el deprimente realismo británico es abismal y, normal-
mente, apabullante. Siempre resulta ser una yuxtaposición irónica:
gente cantando «We’re in the Money» [Tenemos dinero] cuando es-
tán arruinados; cantan sobre el amor cuando están hundidos en el
fango de la frustración y el desengaño; cantan sobre la felicidad y los
sueños mientras caminan hacia la horca. Potter y los directores con
los que trabajó en televisión inventaron entradas nuevas, abruptas,
para los números musicales: una luz coloreada cubre la escena y
de pronto empieza la canción. Los escenarios siguen siendo depri-
mentemente sórdidos y mugrientos, antes, durante y después de
las canciones: un dormitorio, una cafetería, un bar. El mundo que
estas canciones evoca no sólo es irreal e inalcanzable, también es
superficial y narcisista: un mundo donde los deseos se cumplen de
forma desesperada. Casi todas las canciones en una obra de Potter
son una fantasía, en su sentido más negativo.
Una escena de la versión cinematográfica de Pennies from Heaven,
construida en torno a la canción «It’s a Sin to Tell a Lie» resume el
modelo de estilo de las interpolaciones musicales de Potter. En esta
escena, el vendedor (Steve Martin) acaba de volver con su mujer
( Jessica Harper), a la que le ha sido infiel. La mise en scène de Her-
bert Ross funciona magistralmente con una noción casi brechtiana
del encuadre visual: en cuanto la esposa se sumerge en su fanta-
sía de venganza conyugal, los bordes mismos de la pantalla quedan
marcados como el espacio puro, como de dibujos animados, de una
fantasía irreal; la utopía sólo puede existir en esos estrechos már-
genes artificiales, en esas burbujas narcisistas. El cerrado encuadre
de Ross sigue el movimiento de Harper y prepara el terreno para
el momento sorpresa en el que, de repente, ella saca un cuchillo
de la zona que queda debajo de la pantalla; no hace falta decir que
todo el retrato de alegre rencor se esfuma en un segundo, cuando
la escena devuelve abruptamente a esta mujer a su postura original,
pasiva en la cama.
¿Resulta simplista eliminar el glamour, la energía y el arte, de
una escena típica de musical y después declarar, retóricamente, que

191
está vacía y es falsa? Ésta es la trampa en la que caen muchas de las
obras televisivas de Potter. La falta de ambigüedad (de humor, emo-
ción, significado y asociación), que a veces encuentro en la obra de
Potter, es restituida por una de las películas más claramente deudo-
ras con su legado: The Hole (1998) de Tsai Ming-liang.
Esta película recurre a un corpus concreto de viejas canciones
pop de Grace Chang, una estrella de los musicales glamurosos del
Hong Kong de los años cincuenta, conocida en todo el sudeste asiá-
tico. En unas secuencias de fantasía, estas canciones las cantan ha-
ciendo play-back los dos protagonistas, Yang Kuei-mei y Lee Kang-
sheng, habituales de Tsai. Si se eliminaran estas escenas, The Hole se
parecería más a obras anteriores de Tsai como Vive l’amour (1994)
y The River (1997): películas minimalistas, casi mudas y lúgubres, al
estilo de Antonioni, sobre la represión emocional, la desconexión
existencial y la crisis social. Pero The Hole, rodada como parte de
un conjunto de películas sobre el año 2000, posee un elemento ex-
tra, futurista, transformador. Narra principalmente el apocalipsis
del milenio, en el que un virus mortal, transportado por el agua de
lluvia (el agua nunca deja de caer) barre Taiwán y reduce a las per-
sonas a un estado parecido al de un insecto, hasta que finalmente
mueren. Más allá del contexto puramente argumental, contempla-
mos principalmente a dos personas distintas en dos apartamentos,
uno encima del otro, y el agujero en el suelo que de alguna manera
podría conectar a estos dos jóvenes profesionales que, presumible-
mente, están viviendo sus últimos días. Tal y como preguntó Robin
Wood: «¿Es éste el primer (y quizá último) musical sobre el fin del
mundo?»25.
¿Son realmente fantasías las canciones? Tsai no nos proporciona
nunca mucha información sólida. Pero dos cosas están claras. Pri-
mero, que Tsai ha hallado el punto de intersección perfecto entre
la forma y el contenido de un musical, y su propio universo cine-
matográfico: ambos (igual que dice Rosenbaum de Haut bas fragi-
le) intentan explorar «las alegrías y penas de estar solo y de estar
con alguien»26. Segundo, que estas canciones y bailes, alegres en la
superficie y puestos en escena con tanto entusiasmo e invención,
contienen muchos ecos y reversos lúgubres de todo aquello que
25
Wood, Robin, «Singin’ in the Rain: The Hole» en Cinema Scope, n. 2, 2000, p. 29. Publicado
originalmente en CineAction, n. 48, 1998.
26
Rosenbaum, Jonathan, «Not the Same Old Song and Dance», op. cit.

192
vemos en el mundo en el que transcurre la historia de la película.
La ambigüedad de esta yuxtaposición de mundos, incomparables
entre sí, es desgarradora para el espectador y la remata, en los cré-
ditos finales, un epílogo firmado por el director: «Se acerca el año
2000. Estamos agradecidos por tener todavía con nosotros las can-
ciones de Grace Chang».
En una escena, Yang Kuei-mei está metida en la bañera y estor-
nuda, señal de que tiene el virus y también de que va a comenzar
una ácida canción, una melodía maravillosa titulada «Achoo Cha
Cha» (de Yao Ming, coreografiada por Joy Lo)27. En este número,
Tsai reinvierte ingeniosamente los elementos del estilo de Potter.
El lugar (en este caso, el bloque de apartamentos) permanece in situ
durante todas las canciones, jamás cambiamos este mundo físico
por otro. Aquí, sin embargo, al menos se disfraza y embellece el
escenario sombrío, mundano. ¿Pero de qué se disfraza? Todos los
objetos (materiales que cuelgan y ondean y rollos de tela) recuer-
dan a los motivos y al atrezo del mundo en el que transcurre la
historia: los papeles con los que la mujer no deja de intentar limpiar
su espacio, o el papel de las paredes que está cayéndose.
El ensayo pionero que escribió Richard Dryer en 1975, «En-
tertainment and Utopia», proponía que los musicales evocaban la
abundancia (abundancia física, material) cuando en la realidad sólo
hay escasez. Tanto Potter como Tsai le dan a este aspecto de la for-
ma musical un nuevo y malicioso giro. En Pennies from Heaven o Gol-
den Eighties (1986) de Chantal Akerman, los problemas, preocupa-
ciones y obsesiones respecto al dinero están en todas partes, tiñendo
todas las huidas a la fantasía. El mundo es un lugar ceñido. Así que
en las canciones de The Hole todo es abundante, desbordante, una
fantasía de consumo: hay un exceso y derroche de materiales, ade-
más de coros de adoradores, hombres y mujeres intercambiables,
tan distintos de ese otro mundo real en el que ni siquiera un hom-
bre y una mujer pueden conectar.
La puesta en escena, el encuadre y la edición que de «Achoo Cha
Cha» hace Tsai son todo cosa suya: ni comprensiva (como en Do-
nen) ni indiferente (como en los números musicales de Godard en
Pierrot le fou [Pierrot, el loco] [1985]), la mise en scène está llena de vida
y de alegría en la interpretación, pero también resulta insuficiente,

27
Esta canción se conoce a veces como «Sneezing (Da Penti)» [Estornudando].

193
esquemática, casi geométrica en sus cambios de dirección (graban-
do hacia arriba de las escaleras, luego hacia abajo), movimientos de
cámara aislados y súbitos cambios de escenario (como cuando el
protagonista entra en un campo de gastadas serpentinas blancas).
De nuevo, los bordes del encuadre forjan una unidad estática de ma-
gia frágil, efímera.
¿Cómo acaba Demy, y cualquiera que trabaje en la segunda
tradición mutante del musical, con estas distinciones fatales, pesi-
mistas, entre canción e historia? En Les parapluies de Cherbourg, se
propuso rodar un musical completo, sin pausas, que dura toda la
película, en el que jamás para la música y cada frase, cada escena,
cada interacción, son cantadas. Otros orientan este extravagante
deseo hacia el descubrimiento de caminos distintos. En Haut bas
fragile, Jacques Rivette toma ese momento de transición suspendi-
do justo antes de que comience o termine una canción, y lo con-
vierte en el principio guía de su mise en scène, extendiéndolo a toda
la película: ésta está repleta de andares, gestos y movimientos que
son casi como un baile; y se necesita ver una hora de película antes
de que aparezca la primera canción.
En Nuit et Jour [Noche y día] (1991) de Akerman, Julie (Guilaine
Londez) se pasa toda la película paseando por París y canta para sí
sobre su vida cotidiana, esté o no su ensoñación sincronizada con
las notas de la banda sonora en ese momento. La película juega al
escondite, sólo ocasionalmente se da un momento mágico de sin-
cronía o coincidencia entre este personaje, su mundo y el de la mú-
sica supra-diegética. En On connaît la chanson, un trabajo que com-
bina brillantemente los legados de Potter (al que está dedicado) y
Demy, Resnais hace que los personajes, cuando no están cantando
canciones en play-back, hablen a veces con letras de canciones.
En Les demoiselles de Rochefort [Las señoritas de Rochefort] (1967)
Demy recurre constantemente, entre los grandes números de can-
ción y baile, a personas tarareando, cantando para sí, enredando en-
tre instrumentos musicales; de modo que estas acciones invaden to-
dos los aspectos de la vida cotidiana, igual que en The Tango Lesson
[La lección de tango] (1997) el baile lo impregna todo (como por
ejemplo en la hermosa secuencia en la que Pablo Verron baila en
la cocina mientras prepara la comida). Siguiendo la técnica de Min-
nelli en Meet Me in St. Louis, en la que interpretaciones chapuceras
de la canción del título, solapándose unas con otras, nos conducen

194
al mundo del auténtico musical, la película de Demy comienza con
distintos arrebatos cortos de música y baile (visitantes que llegan,
clases de piano y de baile) en vez de entrar inmediatamente con un
número a gran escala. En el plano técnico, ese gesto hacia el musical
total a menudo da paso a bandas sonoras completa o parcialmente
sincronizadas a posteriori: de esta forma, la palabra y la canción ar-
monizan maravillosamente, sin ninguna transición incómoda entre
ellas, al oído o para los actores. Esta post-sincronización total ocu-
rre en Golden Eighties y la mayoría de películas de Demy.
En Les demoiselles de Rochefort, todos caminan sin cesar: una
extensión delirante de lo que Eric de Kuyper (crítico/teórico y
guionista de Akerman) denominó una vez el principio del «paso
a paso»28. Casi la mitad de la película de Demy transcurre en las
calles, entre encuentros de los muchos y variados personajes. El
principio de diseño espacial, arquitectónico, de la película, es el de
los espacios abiertos: todo son patios, plazas, enormes ventanas y
vistas. Todo el mundo está constantemente en tránsito, circulan-
do, chocándose o a punto de chocarse con los otros peatones. Para
Demy, el mundo (en este caso, la ciudad de Rochefort al comple-
to) es realmente un escenario, un desarrollo radical del espíritu de
Minnelli. Y este escenario no tiene límites, ni espaciales ni tempo-
rales. Los movimientos de cámara y encuadres panorámicos son
asombrosos. Puede que éste sea el único musical que encaje en la
teoría favorita de André Bazin del encuadre cinematográfico como
una ventana móvil a una realidad abundante, ya que el baile está
constantemente pasando de dentro a fuera de campo, atravesan-
do esta ventana rectangular, como si estuviera ocurriendo en todas
partes al mismo tiempo, podamos verlo o no. Finalmente, Demy
entremezcla el simple caminar con el baile, con algunos participan-
tes deslizándose casi imperceptiblemente desde lo más alejado del
fondo hasta la acción en primer plano.
Algunos caminan y otros bailan, pero todos están hechizados
por igual, lo que recuerda a la idea de Rosenbaum sobre aquellos
musicales (de Demy, Lubitsch/Mamoulian y Milestone) que se ca-
racterizan por un «impulso metafísico que percibe la forma del mu-
sical como un estado de ánimo en permanente delirio en vez de

28
De Kuyper, Eric, «Step by Step: Reflexions on the “Dancing in the Dark” Sequence from
Vincente Minnelli’s The Band Wagon», en Wide Angle, vol. 5, n. 3, 1983, pp. 44-49.

195
una historia tradicional con estallidos musicales»29. Este estado per-
manente ofrece una gran capacidad de libertades estilísticas; una
libertad imprevisible en lo que se refiere al concepto de punto de
vista cinematográfico, de forma que, por ejemplo, en la primera
aparición de Gene Kelly (una mutación musical mágica en y de sí
misma), se alcanza un punto álgido de delirio cuando, inesperada-
mente, empieza a cantar directamente a cámara. De forma similar,
Golden Eighties cambia, en broma, entre distintos puntos de vista,
hasta el punto de que, durante un dueto, el personaje femenino
flirtea con la cámara y su interlocutor se limita a mirar alrededor,
confundido y perplejo.

5. La oscuridad

Coincidiendo con el cambio de milenio, la controvertida Dancer


in the Dark (2000) de Lars von Trier fue un bombazo dentro de la
cultura cinematográfica mundial. Aquí tenemos un ejemplo de
mutación musical tan audaz y descarada que, prácticamente de la
noche a la mañana, reactivó el discurso crítico en todas partes, alte-
rando suposiciones superficiales, cómodas, y obligando a la gente
a plantearse la pregunta: «Al fin y al cabo, ¿qué es exactamente un
musical?»30.
Dancer in the Dark ha gozado del paradójico honor de haber sido
considerada como una obra perteneciente a la tradición de Potter
(para David Jays, Von Trier intenta «hacer resaltar las contradiccio-
nes, echar por tierra las relucientes obras de Busby Berkeley»31),
mientras que su distribuidor en Australia la publicitó como un «ho-
menaje parcial a los euro-musicales de Jacques Demy». En cierto
sentido, ambas afirmaciones son ciertas. Por una parte, la película
hace hincapié en la deprimente separación entre las fantasías es-
capistas del musical y la realidad triste, oscura, de lo cotidiano, a
través del instrumento estilístico estándar de Potter: así se entiende
el corte repentino antes de que se haya terminado la canción, tra-
yéndonos de vuelta a las escenas de la vida cotidiana, descriptivas,
29
Rosenbaum, Jonathan, «Not the Same Old Song and Dance», op. cit.
30
Véase Arroyo, José, «How Do You Solve a Problem Like Von Trier?» en Sight and Sound,
vol. 10, n. 9, 2000, pp. 14-16.
31
Jays, David, «Blues in the Night», Sight and Sound, vol. 10, n. 9, 2000, p. 19.

196
en las que estas fantasías han surgido. Pero, por otra parte, a los nú-
meros musicales en sí mismos les falta la intensidad y virtuosismo
de la tradición de Potter.
La verdadera fusión de las canciones y la trama dramática en
Dancer in the Dark tiene lugar al nivel de una lógica formal de com-
plementariedad, ingeniosa y cuidadosamente elaborada. Resulta fá-
cil tomar las escenas no-musicales como las habituales formaciones
libres no rigurosas tan apreciadas por Von Trier en su fase Dogma:
cámara en mano, jump-cuts constantes, imágenes digitales turbias,
improvisaciones libres, una mise en scène inacabada (descuidada in-
cluso). Pero, de manera excepcional en su filmografía, este método
existe tan sólo como contrapunto a otro método que lo desdice en
casi todo.
Al igual que The Hole, Dancer in the Dark contrapone una fanta-
sía de abundancia a una realidad de mísera escasez, económica y
material. Pero su salto más brillante es localizar esa abundancia en
un plano formal y estilístico. Tal y como se publicitó repetidamen-
te, cien cámaras digitales grabaron las secuencias musicales, pensa-
das como tomas únicas, y éstas fueron posteriormente montadas
en una sucesión rápida. Esto no es mero capricho, exhibicionismo
o perversidad, por parte de Von Trier. El método de filmación es-
cogido tiene tres importantes recompensas. Primero, cuando las
escenas dramáticas son inexorablemente discontinuas en su repre-
sentación formal, las canciones son casi mágicamente continuas;
la continuidad (el montaje en movimiento) rara vez ha tenido una
emoción tan palpable. Segundo, mientras las escenas dramáticas
se vuelven densas, agobiantes, debido a que hay una única cámara
en mano yendo y viniendo monótonamente de uno a otro actor
(como si los actores fueran insectos puestos bajo una lente para su
inspección mórbida o sádica) las escenas musicales resultan aparen-
temente ilimitadas en su extensión espacial... Tercero, este estimu-
lante efecto plástico queda garantizado por las cien cámaras, mu-
chas de las cuales están colocadas en ángulos extraños, no-clásicos:
en una auténtica orgía de abundancia formal, esta multiplicidad de
puntos de vista garantiza que jamás se emplee dos veces el mismo
ángulo.
De todas estas maneras, Von Trier ha abordado literalmente
y ha hecho explícita la estética sutil utilizada en los musicales de
Hollywood como Singin’ in the Rain, en la que, como demuestra

197
Masson, «el espacio es transparente, el área fílmica ilimitada […]
inaugurando una visión del espacio abstracta, definida únicamente
de acuerdo a su propio criterio, como si fuera independiente de
cualquier ubicación»32. De forma más completa, estos instrumen-
tos formales se coordinan para construir una imagen del mundo
expresiva: Selma (Björk) nunca canta para nosotros, jamás se libera
de la diégesis hasta ese punto, como hace Gene Kelly en Les de-
moiselles de Rochefort. Por el contrario, sus fantasías musicales cons-
tituyen débiles y desesperados intentos de reunir a su alrededor un
grupo intersubjetivo de almas compasivas y en armonía; y las cien
cámaras rodean, cercándola, la burbuja de este sueño.
Éste constituye un enfoque radical de la mise en scène del mu-
sical. Un enfoque que se enfrenta a las protestas de aquellos que
piensan que los números musicales en la película están interpre-
tados perezosamente o con poco entusiasmo, como si hubieran
sido realizados como una broma ácida, posmoderna, referencial, o
como si simplemente reciclaran la estética MTV. Resulta evidente
que hay mucho trabajo detrás de la concepción y planificación de
estas escenas y en la rigurosa combinación de todos sus elementos
(puesta en escena, producción sonora y coreografía), como para
que dichas quejas tengan algún valor. Se puede decir que Von Trier
experimenta con lo que podría denominarse un enfoque agresivo
de la interpretación de las canciones de Selma (tal y como acertada-
mente se queja Paul Willemen: «Las posiciones de la cámara están
siempre separadas de la lógica narrativa» y «se destruyen el espacio
y tiempo cinematográficos»33). ¿Pero nos encontramos, así, tan ale-
jados del tipo de fracturas escenográficas que Godard explora en
Une femme est une femme y Pierrot le fou? Robert Altman llevó a cabo
un experimento similar en Popeye, en el que los elementos típicos
de su estilo (uso constante del plano general, murmullo de voces y
sonidos, cortes encadenados, escenas que transcurren en distintos
lugares, y lo que Leonard Maltin considera una «puesta en escena
desordenada») se emplearon tanto en las «canciones presuntamente
interpretadas de Harry Nilsson»34 como en las escenas normales,
con las consiguientes confusiones, sorprendentes y emocionantes.
32
Masson, Alain, «An Architectural Promenade», en Continuum, vol. 5, n. 2, 1992, pp. 164-165.
33
Willemen, Paul, «Note on Dancer in the Dark», en Framework, n. 42, 2000. http://www.
frameworkonline.com/42pw.htm.
34
Maltin, Leonard, Movie and Video Guide, Nueva York, Signet, 2000, p. 1091.

198
Otra diferencia formal entre las escenas dramáticas y las musica-
les en Dancer in the Dark tiene lugar a nivel del diseño. Aquellas del
campo sonoro se mueven en un rango de sonidos estrecho, restrin-
gido; éstas estallan en un Dolby con muchos bafles. Esto es un índi-
ce de la atención que Von Trier presta al sonido y a su lógica formal
a lo largo de la película. Cada canción está compuesta e interpre-
tada en torno a un tipo concreto de fundido sonoro: un sonido
real (como el ruido de las máquinas de la fábrica, por ejemplo) que
proporciona el ritmo para que comience la canción propiamente
dicha. La música de Björk, sin embargo, va más allá de los límites
del fundido del audio, ya que la repetición de determinados frag-
mentos compone gran parte de la textura de cada canción. Por su
parte, Von Trier compone los bailes en su extensión espacial, para
permitir así filtrar constantemente los sonidos no musicales que
al mezclarse se convierten instantáneamente en musicales, como
la rueda de bicicleta a la que da vueltas Gene (Vladica Kostic) y el
sonido metálico del asta de la bandera al ser azotada por el viento
en el número de la resurrección de Bill (David Morse) después de
haber sido asesinado.
La película avanza hasta el momento magistral en el que la or-
den un tanto cursi de Kathy (Catherine Deneuve), «¡Escucha a tu
corazón!», asume su lógica formal al completo: en ese momento,
en sonido directo, Selma canta al ritmo (amplificado para nosotros)
de su propio corazón, todo el sonido que le queda una vez que
toda indicación externa del fundido sonoro le haya sido cruelmente
arrebatado (la cárcel, se nos dice, es un lugar de infernal silencio).
Se traza así el curso de desintegración musical que conduce hasta
este momento: la fase clave es la inquietante interpretación de «My
Favourite Things» de The Sound of Music [Sonrisas y lágrimas] (1965)
cantada por Selma (la primera de las dos canciones grabadas en
sonido directo) en su celda, por encima de la repetición de unos
sonidos determinados pertenecientes al canto coral que se escucha
por las tuberías y a través de las rejas de su celda. Antes de esta
desintegración, toda la música de Selma ha sido como una música
interna en gran escala, proyectada a un mundo externo (ésta es
la capacidad sensorial de su mundo ciego, semejante a la condi-
ción de Juliette Binoche en Les amants du Pont-Neuf [Los amantes del
Pont-Neuf] [1991]). Ahora ha quedado reducida a pedazos de sonido,
como los pasos que la llevan a la horca. Dancer in the Dark desmonta

199
de arriba a abajo las canciones, pero también incluso a su prota-
gonista. Su experiencia de una plenitud psico-acústica expresada,
luego desmontada y finalmente suspendida en el momento de no-
cierre, anticipado (al principio casi con indiferencia) por la película
en su sueño de una eterna «penúltima canción».
Una de las razones por las cuales la película de Von Trier ostenta
semejante fuerza cultural es el modo riguroso en que desnaturaliza
el origen norteamericano del género del musical. En esta historia
norteamericana, ninguna localización y pocos de los actores son
auténticamente norteamericanos; en cambio, la película da la im-
presión (como lo expresó John Caughie en una ocasión) de estar
«jugando a ser norteamericana» para nuestro divertimento ator-
mentado y embelesado35. Y es un juego inflexible, ya que, en el pla-
no dramático, la película evoluciona hacia una crítica sin rodeos del
sistema norteamericano de la pena de muerte. Una atrevida am-
pliación del contenido genérico convencional que, de nuevo, está
en deuda con el legado de Demy.
Las definiciones y representaciones de la nacionalidad constitu-
yen otro elemento principal, cautivador, de Dancer in the Dark. Resul-
ta característica la existencia de un personaje que es una estrella del
musical checo, muy querido en la memoria popular de su país; tan
querido que, en la fantasía de Selma, él representa a su padre imagi-
nario. En un giro final, vertiginoso de anti-verosimilitud, esta estre-
lla checa es interpretada al final por Joel Grey de Cabaret (1972).
La perversidad de Von Trier aquí se halla en estado de gracia.
Lo que hace que este personaje, extrañamente extranjero, sea al
mismo tiempo tan estrambótico y tan mágico, casi extraterrestre:
solamente dentro de un mundo completa y desesperadamente
imaginado podría prevalecer por encima de destinos sentimentales
y sociales un musical que no sigue el estilo de Hollywood. Pero
puede que éste sea, después de todo, un mundo real para muchos
espectadores en tierras remotas y en reductos subterráneos de la
cultura mundial. O una utopía musical en verdad digna de conside-
rarse en el futuro.

35
Caughie, John, «Playing at Being American: Games and Tactics» en Mellencamp, Patricia
(ed.), Logics of Television: Essays in Cultural Criticism, Bloomington, Indiana University Press,
1990, pp. 44-58.

200
«Ellos y nosotros»
El cine político en Irán y la cuadratura de El círculo
Jonathan Rosenbaum

Nota: El siguiente artículo fue escrito en 2000 para el Chicago Reader,


para que coincidiera con el estreno de The Circle [El Círculo] de Jafar
Panahi (aunque se publicó una versión distinta) y se ha dejado que perma-
nezcan muchos de los rasgos que delatan su origen periodístico.

El mes pasado me sorprendió un correo electrónico de un compa-


ñero (no de un chiflado desconocido) que me esperaba, desde pri-
mera hora de la mañana, en la bandeja de entrada de mi ordenador.
Decía: «Me pareció que, como presunto defensor de la República
Islámica de Irán, deberías leer esto». Antes incluso de que pudiera
acceder al enlace adjunto (una noticia de Associated Press sobre
una mujer que había sido lapidada hasta la muerte, por orden ju-
dicial, por haber aparecido en películas porno) le contesté que me
sentía ofendido por la insinuación de que considerar a los iraníes
seres humanos significara apoyar a un régimen totalitario. Rápi-
damente me envió una disculpa, pero añadió: «Es sólo que a veces
parece como si consideraras su régimen “mejor” que el nuestro. A
lo mejor te he malinterpretado».
Se podría preguntar: ¿«mejor» para quién? ¿Y por qué poner co-
millas a esa palabra y no a «su» o «nuestro»? Pero me estoy adelan-
tando. A decir verdad, este segundo correo me molestó aún más
que el primero, y no sólo porque hablara de una malinterpreta-
ción. Si el primer correo podía explicarse racionalmente como una

201
broma pesada (un poco como si me llamaran «amante de los ne-
gros» cuando era adolescente en Alabama, epíteto que a veces era
seguido de un «¡es broma!»), los pronombres personales en el se-
gundo me helaron la sangre, retrotrayéndome a la mentalidad de lo
uno o lo otro, nosotros/ellos, que seguramente sea lo más primiti-
vo y lo más peligroso de todo lo que hemos heredado de la Guerra
Fría. Me asusta aún más cuando pienso adónde nos llevará el ais-
lacionismo actual de este país, y lo que estos pronombres pueden
acabar haciendo a los cuerpos vivos así como a las mentes que de-
sean crecer.
Supongo que esto debe sonar como una reacción exagerada.
Pero tengo que admitir que aquellas palabras y lo que implicaban
me persiguieron durante el resto de la semana. Resonaban en mis
oídos como la orden de la tribu, diciéndome de forma implícita
que mi compañero y yo (junto con Timothy McVeigh, Janet Reno,
Jeffrey Dahmer y cualquier otro norteamericano que pueda con-
siderarse un asesino en serie) compartíamos algo inapelable en
cuanto a nuestras identidades que no podía ser reemplazado por
nada que yo tuviera, o creyera tener, en común con nadie más en
el mundo. Implicaban que incluso aunque yo no hubiese tenido
elección al nacer hombre, norteamericano, blanco, judío o sureño,
aun así, eran estos mismos atributos los que me permitían utilizar
los pronombre «mi» y «nuestro» (a diferencia de los atributos más
existenciales que sí elegí para mí, como el de seguir siendo norte-
americano pero no sureño, seguir siendo judío pero no practicante,
o, lo más importante, considerarme a mí mismo como una parte
del mundo). Guste o no, nosotros —mi compañero, yo y los demás
que he mencionado— somos miembros del mismo club, al que no
tiene por qué pertenecer necesariamente otra gente.
De todas formas, ¿qué quiso decir exactamente mi compañero
con «su» régimen? ¿De verdad podía identificarse a la mujer que
había sido lapidada hasta su muerte con ese régimen? De ser así,
¿cómo podría explicarse su aparición en películas porno, algo que
no es para nada el tipo de cosa que «ellos» harían? Incluso los iraníes
que conozco en Irán son personas a las que no se me ocurriría insul-
tar identificándoles con la opresión que todos ellos deben soportar,
del mismo modo que me sentiría ofendido si alguien insinuara que
George W. Bush es «mi» líder personal. ¿Ese tío, al que ni yo ni la
mayoría de mis conciudadanos hemos votado siquiera? Después de

202
todo, son él y sus patrocinadores, no «nosotros», los que están rom-
piendo todos esos tratados internacionales y contaminando nues-
tro planeta a cambio de dinero. ¿O sería más apropiado, llegados a
este punto, llamarlo «su» planeta? Una razón por la que de verdad
me gusta seguir siendo norteamericano es que no hay tantas leyes
aquí que me obliguen a atribuirme la culpa o el mérito de alguien
como Bush.
La única vez que he estado en Irán (el pasado febrero, para for-
mar parte del jurado de un festival de cine) me trataron con gran
cordialidad y hospitalidad personas que yo no consideré totalita-
rias, quizá porque Irán y el islamismo están lejos de ser la misma
cosa. Pero con todo, mis anfitriones y yo estábamos sujetos a unas
leyes totalitarias, en un país en el que, por ejemplo, es ilegal que
un hombre y una mujer que no sean matrimonio se toquen en pú-
blico, incluso para darse la mano. Esto no significa que no se to-
quen en la intimidad; de hecho, las fiestas a las que asistí en casas
particulares eran bastante relajadas. Pero sí significa que no puedo
contarte todo lo que vi y oí en Irán sin causar problemas a algunos
amigos; y ni siquiera puedo decir esto sin dar la falsa impresión de
que es una especie de chiste verde. Uno de los mayores problemas
de las sociedades totalitarias es la limitación de la comunicación de
todos en general, incluidos los pronombres personales, tribales y
la paranoia de la Guerra Fría. Durante la única tarde que pasé en
Berlín Oriental antes de que cayera el muro, lo más inquietante de
los bares y cafés a los que fui era el silencio sepulcral que reinaba en
ellos, las voces apenas se elevaban por encima del susurro.
Éste no era el caso en los cafés y restaurantes iraníes (no hay
bares en Irán). Pero en los lugares públicos a veces a uno le preocu-
pa estar siendo observado, y el cineasta Belá Tarr, un compañero
del jurado en Teherán, me dijo que la ciudad le recordaba a su in-
fancia en Budapest. Parte de la singularidad de The Circle (2000) de
Jafar Panahi (e indicadora de la valentía y la perspicacia del hombre
que la hizo) es que es, casi con seguridad, la primera película iraní
que retrata su miedo cotidiano y lo convierte en parte de la textura
emocional. Es muy distinta y supone un salto espectacular respecto
a The White Balloon [El globo blanco] (1995) y The Mirror [El espejo]
(1997) (las dos películas anteriores de Panahi, siendo ambas pelícu-
las relativamente desenfadadas). Pero The Circle también hace que
quiera ver de nuevo esas películas, porque claramente tiene ciertos

203
vínculos estilísticos y temáticos con ellas. Para empezar, estas tres
películas presentan a mujeres yendo solas por las calles de Teherán
y juegan con la noción del tiempo real. Pero es con The Circle, en
cualquier caso, con la que Panahi demuestra completamente sus
credenciales como un maestro, un hombre que claramente conoce
al dedillo el oficio de cineasta.
Panahi es, probablemente, de todos los discípulos de Kiarostami,
el de mayor talento (trabajó como ayudante de director en Through
the Olive Trees [A través de los olivos] (1994) y Kiarostami escribió para
él la historia de The White Balloon). Se le puede reconocer el méri-
to de haber ido más allá que su mentor en, al menos, un aspecto
fundamental: por haberle dado una fuerza política determinada al
mismo tipo de elipsis narrativa y construcción formal deliberada
por las que Kiarostami se ha hecho famoso. Mostrar cómo el radi-
calismo formal y político pueden funcionar juntos constituye, por
sí mismo, un logro considerable, teniendo en cuenta que general-
mente se considera que semejantes proyectos están enfrentados
entre sí, sobre todo en este país.
Veamos un ejemplo de lo que quiero decir. Algunos de los per-
sonajes femeninos principales en la película acaban de salir de la cár-
cel, pero no llegamos a averiguar nunca por qué fueron a prisión
en primer lugar, y, en algunos de los casos, nuestra comprensión de
si se han escapado, están en libertad condicional o simplemente
han cumplido sus condenas, queda aplazada o incompleta. Vamos
dándonos cuenta, gradualmente, de que esta información no im-
porta, dada la historia que Panahi cuenta, y que nuestra falta de cer-
teza sobre estos detalles añade, incluso, una ventaja especial de ca-
ra a la implicación del espectador con la narración. Es una ventaja
que funciona como una inflexión ideológica una vez que nos damos
cuenta de que ésta es una película que se niega a explicarnos racio-
nalmente, con ayuda de excusas o coartadas, el modo en que estas
mujeres son tratadas por la sociedad. No hay villanos o héroes en la
película, en el sentido habitual del término, porque todos los prota-
gonistas tienen una mezcla verosímil de virtudes y defectos. Pero
desde el principio es obvio que lo que estas mujeres deben soportar
es intolerable y en todo momento Panahi nos niega la posibilidad de
creer, por cualquier motivo, que cualquiera de ellas está «recibiendo
lo que se merece». Como ocurre con Kiarostami, los saltos narrati-
vos constituyen una forma de respeto para con el espectador, pero

204
en este caso el respeto no es sólo a la imaginación del público sino
también a su ética, su sentido innato de la dignidad. Es una sensibili-
dad que acabamos compartiendo con Panahi y, por tanto, nos senti-
mos con derecho a llamarla «nuestra»; queriendo decir, en este caso,
«suya y nuestra», no «nuestra» a diferencia de «la de ese iraní».
El momento en el que The Circle realmente comienza para mí es
cuando el personaje adolescente, llamado Nargess, intenta sin éxito
una y otra vez subirse a un autobús que debe llevarla de vuelta a su
ciudad natal, Raziliq. Sabemos que quiere irse desesperadamente,
pero algo se lo impide. Panahi y Nargess Mamizadeh, la actriz no
profesional maravillosamente expresiva y espontánea que interpre-
ta el papel, crean una sinfonía virtual con todo aquello que sabemos
y no sabemos de ella, que encaja perfectamente con todo aquello
que ella sabe e ignora, así como con los horarios de salida de los
distintos autobuses. Al igual que el banquete de bodas que aparece
continuamente en distintos momentos de la película, su personaje
es constante e impredecible, y su desorientación mientras vaga por
la terminal de autobuses pronto se convierte en la nuestra. Luce
un enorme moratón en su ojo derecho y nunca averiguamos su
causa. Está convencida de que una reproducción de un paisaje de
Van Gogh que ve en la calle representa su ciudad natal, aunque el
pintor haya olvidado incluir ciertos detalles. Sospechamos también,
pero sin poder confirmarlo, que su amiga Arezou (Maryiam Parvin
Almani), mayor que ella y cuyo nombre significa «esperanza», se
ha prostituido para conseguir el dinero para su billete de autobús,
y tampoco se nos cuenta por qué al final Arezou decide no irse con
ella tampoco. Lo que poco a poco descubrimos es que el hecho
de que Nargess no logre subirse al autobús puede deberse a una
reacción fóbica y, suponiendo que en algún momento podamos in-
terpretar su causa, no será hasta casi al final de la película (cuando
vemos a otra mujer subiéndose a un vagón policial) que logremos
comprender su origen.
De hecho, forma parte de la arriesgada estrategia global de esta
película, poéticamente interactiva, tomar la historia continuada de
una mujer por la historia de otra. Un procedimiento muy artificial
que la película consigue milagrosamente llevar a cabo haciendo que
todos los fragmentos que vislumbramos sean tanto extremadamen-
te verosímiles como congruentes unos con otros. Este método pue-
de ser una especie de unión forzosa entre el formalismo y el realis-

205
mo, poesía y propaganda agitadora, pero Panahi la lleva a cabo con
tanta gracia que a veces parece una unión perfecta.
Ésta es la primera película de cine negro iraní que he visto1. Y
uso aquí el término «cine negro» para referirme a un estilo que no
es «nuestro» sino del mundo. Después de todo, el nombre original
«noir» es francés y hay que añadir que Francia ha influido en Irán
tanto como lo ha hecho en nosotros. (La forma más habitual de
decir «gracias» en Teherán, tal como se oye en The Circle, es «mer-
ci»). Miedo y cine negro habitualmente van de la mano. Y la más
aterradora de las películas de cine negro serie B de Val Lewton,
The Leopard Man [El hombre leopardo] (1943), tiene una estructura
narrativa un tanto parecida, un relevo de la narración que va pasan-
do de un personaje a otro (también la tienen Le fantôme de la liberté
[El fantasma de la libertad] [1974] de Luis Buñuel y Slacker [Gandul]
[1991] de Richard Linklater, entre otros ejemplos de cine de arte y
ensayo).
Me vienen a la cabeza otros ejemplos del cine comercial. En mu-
chos más aspectos de los que puedo dar cuenta, The Circle es tam-
bién como una ácida comedia de protesta obrera de la Warner de
los años treinta, con presidiarios rudos; una prostituta testaruda,
contenta consigo misma, que podría haber sido interpretada por
Joan Blondell; unos extras irascibles y un ritmo narrativo (el modo
en que los personajes entran y salen de la narración) que evoca el
de los peatones de las concurridas aceras de la ciudad. (Pregunta
entre paréntesis: ¿las películas que se hicieron antes de que noso-
tros naciéramos son «nuestras» o «suyas»? Respuesta: creo que pue-
den ser nuestras si decidimos adoptarlas).
La película comienza y termina con dos planos secuencia ma-
gistrales, dos panorámicas de 360 grados que definen los límites
poéticos y metafóricos del universo de Panahi y que están tan so-
brecargados que amenazan con reventar la estructura de la pelícu-
la. En el primero, un bebé está naciendo, fuera de campo, en un
hospital, su madre aúlla de dolor, y cuando la enfermera anuncia a
través del cristal de la puerta que es una niña, la abuela, hablando
desde el otro lado, se muestra claramente disgustada («¡Pero la eco-
grafía decía que sería un niño!»), y, mientras se dirige al piso inferior
1
Coletilla: de 2002 añadiría otro título, la notable y hermosa película de Ebrahim Golestan,
Brick and Mirror [Ladrillo y espejo] (1965), aunque puede considerarse como perteneciente
tanto al neorrealismo como a la Nueva Ola.

206
y habla con otra hija, le preocupa el previsible enfado de la familia
política. Esta segunda hija se va del hospital y pasa junto a tres mu-
jeres que están muy cerca de una cabina de teléfono: todas antiguas
reclusas que rápidamente se adueñan de la narración. En la últi-
ma toma, una prostituta entra en una celda de la cárcel en la que,
mediante un largo barrido circular, se descubre que están también
casi todos los personajes principales de la película, salvo la abuela.
Cuando suena un teléfono en la cercanía, y un guardián aparece
por la ventanilla que da a la celda preguntando por una mujer que
no se encuentra allí, pero que al parecer está en la celda contigua,
el nombre es el de la madre a la que oímos dando a luz en el plano
inicial de la película.
Dicho simplemente, la película de Panahi trata de mujeres ira-
níes que no son libres: libres para subirse a un autobús o alojarse en
un hotel sin un carnet de identidad, libres para caminar solas por las
calles o entrar a algunos lugares sin el chador o para hacer autostop
o fumar en público o para abortar o ser madres solteras o que la
policía las deje marchar sin problemas (a diferencia de algunos de
los hombres que vemos). Y a pesar de la artificialidad de los encua-
dres y todos los recorridos circulares trazados entre medias (y los
vistazos a través de las mirillas de las puertas), por no mencionar
el catálogo completo de excesos narrativos, las apariencias superfi-
ciales de esta película son tan reales e inmediatas como las de The
White Balloon y The Mirror. Es más, el hecho de que sea tan directa
y eficaz enfurece a algunos, iraníes y no iraníes por igual, porque
es axiomático que las provocaciones políticas tienden a ponernos
en un aprieto y a hacer que nos enfademos o nos pongamos a la
defensiva, a veces las dos cosas a la vez.
El propio Panahi afirma que The Circle no es en absoluto una
película política y que esta historia podría estar ambientada en cual-
quier lugar. Me insistió en ello cuando lo conocí en el Festival de
Cine de Toronto el pasado mes de septiembre y es lo que ha dicho
en muchas otras ocasiones. Para mí, calificar de apolítica a The Cir-
cle equivale a decir que el cerdo es una verdura, pero, teniendo en
cuenta todo a lo que Panahi se ha tenido que enfrentar para rodar-
la, resulta difícil culparle por decir algo así, como también es muy
poco probable que él mismo se lo crea.
Puede que sea tan sólo una cuestión de semántica: si el humanis-
mo puede calificarse o no como un tipo de ideología. «Un cineasta

207
político se compromete con una ideología determinada, intenta di-
fundirla a través de su obra y ataca a las ideologías opuestas», dice
Panahi. Y también:

En The Circle, no ataco ni apoyo a nadie. No digo quién es el bueno


y quién el malo. Intento mirarlos a todos desde un punto de vista
humanista y poner un espejo que refleje la realidad social. Es deci-
sión del público interpretar esa realidad en términos políticos si así
lo desean. Yo he hecho un cine de arte y ensayo con un mensaje de
protesta, no una película política subversiva2.

Panahi luchó durante años para lograr que el gobierno iraní le apro-
bara el guión y parece probable que jamás lo hubiera logrado de no
haber sido por el prestigio de sus dos películas anteriores. La pe-
lícula aún no tiene el permiso de exhibición en Irán y se dice que
tan sólo ha sido proyectada allí una vez, en una proyección clandes-
tina pensada para veinticinco estudiantes, aunque según Panahi «se
presentaron cuatrocientos y su respuesta fue muy positiva». Recha-
zó la propuesta de proyectarla el año pasado en el Festival de Cine
Fajr en Teherán, sin los dieciocho minutos finales, pero acabó por
poner un vídeo de la versión sin censurar en su casa para invitados
extranjeros. Esto ha provocado que algunos iraníes, incluidos al-
gunos de ideas muy liberales, le acusen, airadamente, de hacer sus
películas a la medida occidental y de reforzar los estereotipos de
Occidente respecto a los iraníes.
Éste es, en parte, el núcleo central del ataque de dos profesoras
de Estudios de la Mujer en el número del pasado marzo de The
Montreal Gazette, Roksana Bahramitash y Homa Hoodfar, quienes
definen «tres clases distintas de problemas a los que nos enfrenta-
mos los que intentamos familiarizar a la gente con la realidad de la
situación de las mujeres en el mundo musulmán»:

Primero, se ignora por completo la multiplicidad de actos de resis-


tencia y de subversión de las mujeres contra las prácticas de opre-
sión. Segundo, se presenta la historia de las mujeres iraníes como
una derrota continua. Como resultado, parecen estar en desesperada
necesidad de un caballero blanco que venga cabalgando desde Occi-

2
The Gazette, Montreal, 15 de marzo de 2001.

208
dente, tal y como hicieron los cruzados, para rescatarlas. Tercero, se
compromete la situación de las mujeres musulmanas y se envenena
el ambiente entre la familia, amigos y la comunidad. Cuando una de
mis hijas adolescentes vio la película, susurró: «Jamás volveré a Irán»,
debido a que se avergonzaba de ser iraní.

Esto parece otra variedad del discurso de «ellos» y «nosotros» al que


me he referido anteriormente, una parte del cual puede parecer
inevitable, aunque debo decir que me sigue dando escalofríos. Pero
si la gente va a lanzar acusaciones como ésta contra Panahi, po-
drían también ser más concretos y decir que The Circle está hecha
a la medida de los occidentales que toleran el tabaco y el aborto.
¿Pero cómo de en serio nos tomaríamos a alguien que acusara, di-
gamos, a William Faulkner de escribir Luz de agosto para intelectua-
les yanquis y franceses? Supongo que debe valer también para los
iraníes, porque me han dicho que es más fácil encontrar muchas
de las novelas de Faulkner en persa (incluida ésta) de lo que resulta
encontrar cualquier novela iraní en inglés. Ya que es mi novela fa-
vorita en cualquier idioma, tengo el sueño de que a algunos iraníes,
a otros tantos norteamericanos y a mí nos guste por las mismas
razones, a pesar de todas las demás diferencias entre nosotros. Y ése
es un «nuestro» que, a diferencia del que proponen Bahramitash y
Hoodfar, respaldo y respeto plenamente.
Espero que me perdonen si digo que las respuestas problemá-
ticas a The Circle que citan son, precisamente, lo que las obras de
arte complejas tienden a provocar. Detestaría ver el linchamiento
al que los críticos someterían a El Rey Lear, a la que podrían acusar
de ser injusta con los hijos agradecidos y los patriarcas humildes,
entre otros personajes a los que Shakespeare pasó por alto. Pero
me parece impensable que el mismo Panahi diga jamás que se sien-
te avergonzado de ser iraní, tenga las peleas que tenga con la Re-
pública Islámica, y muy improbable que ningún caballero blanco
(una versión estereotipada de la imagen ética de mí mismo que me
resulta aborrecible, se pueda aplicar o no a otros hombres blancos
occidentales) pudiera ofrecer la brillante luz que proporcionan el
prudente distanciamiento y la rabia de Panahi. Además, sugerir que
todas las mujeres que él muestra están «derrotadas» es una forma
reduccionista de sintetizar una historia en la que la solidaridad en-
tre mujeres, mostrada en distintos grados a lo largo de la misma,

209
seguramente importa algo, junto a indicios muy claros de orgullo y
desafío. (Una de las primeras cosas que vemos en la película es una
mujer reprendiendo duramente a un transeúnte por preguntarle a
ella y a su amiga: «¿Vosotras dos estáis solas?», lo que no es exacta-
mente el comportamiento de una víctima pasiva). Y me temo que
estas dos académicas se delatan al añadir: «Es interesante que la pe-
lícula la haya hecho un hombre, evidentemente en busca del triun-
fo en Hollywood». No voy a esperar sentado a que DreamWorks le
ofrezca un contrato exclusivo a Panahi, pero dado que no habla ni
una palabra en otro idioma que no sea el farsi, no alcanzo a imagi-
nar qué querría hacer con semejante contrato si se lo ofrecieran.
«Hay muchas otras películas iraníes, técnica y estéticamente de
mayor calidad, que dan una imagen mucho más fiel de la realidad
y que no han tenido ningún reconocimiento en Occidente». Ya que
rehúsan proporcionar ni un solo título, haciendo así que su argu-
mento sea imposible de rebatir, pecaré de presuntuoso y citaré una
yo mismo, que da la casualidad de que se va a proyectar gratuita-
mente en el campus noroeste este miércoles (Divorce Iranian Style
[Divorcio al estilo iraní]) destinada a ocupar el cuarto lugar en mi
lista de las diez mejores películas de 2000. Yo no la calificaría como
«técnica y estéticamente de mayor calidad», ni diría que queda aún
más descalificada al haber recibido, al menos, un mínimo recono-
cimiento en Occidente. Pero por el mero hecho de que se trate de
un documental magistral hecho por dos mujeres, una de ellas iraní,
no veo razón para ponerlo al mismo nivel que la magistral obra
de ficción de Panahi, como si fueran comparables. Baste con decir
que presta una atención exquisita a la «multiplicidad de actos de
resistencia y subversión de mujeres contra los actos de opresión»,
presenta la historia de las mujeres iraníes como un triunfo habitual
(si no constante) contra obstáculos imposibles y complementa fan-
tásticamente a The Circle sin desafiar o negar en manera alguna lo
que ésta tiene que decir.
Está claro que Panahi no ofrece el retrato completo de las mu-
jeres en la sociedad iraní. ¿Quién podría… y quién querría? Luz de
agosto no da cuenta de la variedad completa dentro de la sociedad
de Misisipi y su propia protesta airada contra el racismo (que debe
proporcionar un cierto consuelo injustificado a los yanquis charla-
tanes) debe también ser valorada en relación a las emociones que
despierta en el resto de nosotros. Los sureños que consideran derro-

210
tistas esos sentimientos, provocando así una humillante vergüenza
para sus hijos, resultan tan provincianos como el resto; incluido yo
mismo, que la encuentro dignificante y trágica, hermosa y com-
prensiva, comedida e irreconciliable. Como muchas obras de arte,
puede y debe afectar de forma distinta a muchas personas.
Como ya no estamos en la Guerra Fría, espero que todavía se
pueda criticar al gobierno de este país sin ser considerado un terro-
rista en potencia. Esto debe sonar hiperbólico, pero sólo porque
tengo la suerte de no ser iraní. Según nuestra Secretaría de Asuntos
Exteriores, el simple hecho de ser iraní te convierte automáticamen-
te en un potencial terrorista fundamentalista, independientemente
de que uno sea o no crítico con este país; e incluso de que uno sea o
no fundamentalista. En este aspecto, al menos, se debe admitir que
tal vez «su» régimen sea mejor que el «nuestro», porque, aunque los
iraníes sepan de norteamericanos como McVeigh y Dahmer, por
no hablar de innumerables adolescentes con pistolas dispuestos a
dispararlas por cualquier motivo, «sus» funcionarios son lo suficien-
temente confiados y respetuosos (es decir, civilizados) como para
no tomar las huellas dactilares y hacer una ficha con fotografía a
todos los visitantes norteamericanos que llegan a Irán.
Pues eso es lo que los funcionarios de aduanas estadounidenses
hacen a todos los iraníes que cruzan nuestras fronteras. Cuando
una película de Majid Majidi fue nominada al Óscar, le tomaron sus
huellas dactilares y le hicieron una fotografía al venir a la ceremo-
nia de los Óscars a la que había sido invitado. (A lo mejor temían
que disparase a Billy Crystal si no ganaba). Ese mismo año, Darius
Mehrjui, uno de los pioneros de la Nueva Ola iraní, sufrió la misma
humillación junto a su esposa, educada en Harvard, y su hijo de
dos años, cuando se dirigía a una retrospectiva de su propia obra
en el Lincoln Center al que había sido invitado conjuntamente por
el Festival de Cine de la ONG Human Rights Watch y Naciones
Unidas. Todavía en estado de shock, él y su mujer decidieron volar
de vuelta a Irán. Pero les dijeron que no podrían hacerlo a menos
que primero les tomaran las huellas dactilares y las fotografías para
ficharlos. ¿Por qué? Porque, les explicaron, ya estaban en territorio
norteamericano y sujetos a las leyes norteamericanas.
¿Por qué nuestros funcionarios de aduanas (o, para ser más pre-
cisos, los charlatanes que dictan sus normas) insisten en ser tan desa-
gradables? No me puedo creer que siempre haya sido así o que no

211
sea un embrutecimiento de la conducta provocada por el creciente
aislacionismo de la cultura norteamericana, en gran parte impues-
to por el mercado. Últimamente, tal y como escribió Gore Vidal en
Vanity Fair en 19983:

He estado repasando unas estadísticas sobre terrorismo (normal-


mente respuestas directas a crímenes que nuestro gobierno ha co-
metido contra extranjeros, aunque, recientemente, están aumen-
tando los crímenes federales contra nuestra propia gente). En doce
años, únicamente dos aviones comerciales norteamericanos han
sido destruidos por terroristas en pleno vuelo, ninguno de los cuales
había partido de Estados Unidos. Sin embargo, para evitar que se
repitan estos dos crímenes, cientos de millones de viajeros deben
someterse a registros, detenciones, retrasos.

Y parece que se trata a los iraníes y cubanos con especial rudeza.


La crisis de los rehenes iraníes que tuvo lugar durante la adminis-
tración Carter es, probablemente, la razón principal de esta actitud.
Una crisis que, siguiendo el razonamiento de Vidal, en parte fue
una respuesta de los fundamentalistas al golpe de estado orquesta-
do por la CIA que derrocó al primer ministro Mohammed Mossa-
degh en 1953.
En cualquier caso, Panahi se cansó de que le trataran como a un
criminal cada vez que venía aquí (y ha venido aquí muchas veces
con sus películas). Finalmente decidió dejar de venir si tenía que
pasar por lo mismo de nuevo. Esto dio lugar a algunas excepciones
de esta regla cuando asistió al Festival de Cine de Nueva York con
The Circle el pasado otoño y a la National Gallery un poco después,
pero no ha vuelto a venir desde que George W. Bush subió al poder,
ni siquiera para hacer escala. No es broma. Recientemente, cuando
Panahi volaba desde Hong Kong a Sudamérica para asistir a un par
de festivales de cine, y tuvo que hacer escala en el JFK, United Air-
lines le aseguró que no tendría que sufrir la afrenta que «nosotros»
impartimos de forma imparcial a todos los iraníes, independiente-
mente de su raza, credo o color. Pero United Airlines se equivocaba
y cuando Panahi se negó a cooperar, le mantuvieron esposado a

3
Vidal, Gore, «Shredding the Bill of Rights» en Vanity Fair, noviembre de 1998; reimpreso en
The Last Empire: Essays 1992-2000, Nueva York, Doubleday, 2001, pp. 399-400.

212
un banco, durante más de doce horas, en una habitación llena de
inmigrantes ilegales, sin permiso para usar el teléfono, y luego le
mandaron de nuevo a Hong Kong con las manos y pies encadena-
dos, incluso después de haber enseñado las pruebas de quién era y
adónde se dirigía. Al fin y al cabo, el hecho de que The Circle ganara
el León de Oro en Venecia el año pasado no significa que no se las
hubiera apañado para pasar a escondidas una granada de mano por
el detector de metales en Hong Kong.
Se podría decir que Panahi, un hombre con un evidente comple-
jo de mártir, tendría que haber soportado las molestias menores y
no haber sido tan intransigente. Aunque, de haberlo hecho, no es
probable que los demás nos hubiéramos enterado jamás de estas
historias (de las que ha informado recientemente Jamsheed Akrami,
profesor en Estados Unidos y cineasta). Imagino que Bahramitash y
Hoodfar no aprobarían lo sucedido, pero sí que resulta irónico que
el hombre que supuestamente satisface los prejuicios norteameri-
canos sobre los iraníes, y «evidentemente en busca del triunfo en
Hollywood», de pronto sea tratado como un perro cuando pasa por
uno de nuestros aeropuertos. Sin embargo, también parece algo
terriblemente coherente, porque aquellos que condenan a Panahi
por armar jaleo, ya sea con The Circle o en la aduana norteameri-
cana, están diciendo esencialmente lo mismo: «Deja ya de causar
problemas». O: «¿Quién te crees que eres, un norteamericano?».
Así que, ¿qué deberíamos hacer? ¿Deberíamos aplaudir a Panahi
por denunciar la injusticia allá donde la encuentra? ¿O deberíamos
tacharlo de gilipollas por protestar cuando la encuentra aquí? ¿Y
cómo deberíamos sentirnos cuando nos obliga a darnos cuenta de
una práctica de la que muchos de nosotros sabemos menos que
sobre los chadores que las iraníes tienen que llevar? Puede que este
hombre sea un terrorista, después de todo: un terrorista emocional
cuyo afán es alterarnos, y al que, como consecuencia, la mayoría de
nosotros está decidido a ignorar.
Soy consciente de que los referentes de ese «nos» y ese «noso-
tros» en el parágrafo anterior no dejan de cambiar, refiriéndose a
alguien distinto cada vez. Pero yo diría que eso es lo que a menu-
do ocurre cuando empleamos esas palabras, especialmente cuando
tienen referentes nacionales, raciales y étnicos, y solamente cuando
aparecen agitadores como Panahi empezamos a darnos cuenta de
algunos de los problemas y engaños que entrañan. Si simplemente

213
somos unos occidentales contemplando a los iraníes en The Circle
(«nosotros» mirándoles a «ellos») no podemos prestar mucha aten-
ción a lo que de verdad trata la película, que tiene que ver también
con un iraní contemplando a los iraníes, entre otras cosas.
Uno de los festivales a los que se dirigía Panahi, al que nunca
llegó, era uno al que yo asistí en Buenos Aires, y cuando su propio
relato de los hechos apareció en inglés en internet pasé un rato en
el ciber-café del festival con Mark Peranson, el director de la revista
canadiense CinemaScope, buscando lo que los periódicos norteame-
ricanos habían tenido a bien informar del incidente, si es que algu-
no lo había hecho. En aquel momento, ninguno había informado
al respecto, aunque LA Times y Village Voice contaron la noticia un
poco después. Como cabía esperar, The New York Times decidió,
más o menos a esa hora, que los apuntes jocosos de Harvey Wein-
stein, de Miramax, sobre Exodus [Éxodo] (1960) de Otto Preminger,
era lo que sus lectores interesados en el cine realmente necesita-
ban saber.
Volviendo a los pronombres personales, merece la pena pregun-
tarse, por último, a quién pertenece The Circle. Aunque puede que
en parte fuera autorizada (y con dificultad) por la República Islámi-
ca de Irán, evidentemente no se puede afirmar que la película sea
suya, sobre todo si «ellos» no permiten su exhibición. Y tampoco
se puede decir que sea una película del «pueblo iraní», sobre todo
si muchos de ellos la rechazan tan enérgicamente. ¿Es una pelícu-
la de los occidentales para los que algunos iraníes (y occidentales)
afirman que fue hecha, la mayoría de los cuales no la ha visto? ¿O
es una película de los iraníes que no pueden verla, a algunos de los
cuales, en el caso de que pudieran, no les gustaría?
El problema, sin embargo, no es tan grave como estoy presen-
tándolo. De hecho, en todo el mundo hay mucha gente a la que
le gusta mucho The Circle, y su número se hace aún más evidente
una vez que dejamos esta anticuada jerga nacionalista llena de con-
signas tribales ridículas y reconocemos que algunos están en Occi-
dente, algunos en Oriente, algunos en Oriente Próximo (incluido
Irán) e incluso algunos están en el Medio Oeste. También conoz-
co a algunos iraníes en Estados Unidos a los que les gusta. Puede
incluso que más o menos formemos una comunidad, aunque pue-
de que algunos de nosotros no lo sepamos todavía. Me atrevo a de-
cir que existe un número significativo de nosotros en el mundo que

214
se alegraría de llamar a este objeto encantador y misterioso nuestra
película, al menos si otros nos dejaran. De hecho, aunque no hablo
ni una palabra de farsi, no puedo pensar en ninguna otra película
que haya visto en el último año, en ningún sitio, que me haya llega-
do de una forma tan directa o poderosa. Ciertamente, no he visto
ningún plano de una belleza tan espectacular o tan dramáticamen-
te satisfactorio como el plano secuencia de la prostituta (Mojhan
Faramazi) sentada sola en el furgón policial después de que otro de-
tenido, hombre, haya ofrecido tabaco, con éxito, a los dos policías
sentados en la parte delantera, uno de los cuales le había ordenado
a ella, previamente, que apagara el cigarro que iba a encenderse.
(Aparentemente es fácil fumar en casi todas partes en Irán si eres un
hombre). Echando una mirada furtiva a su alrededor, y cayendo en
la cuenta de que por fin puede encenderse el cigarro en paz, porque
ya nadie va a meterse con ella o le va hacer caso siquiera, mira a la
oscuridad a través de la ventana y da una calada mientras la noche
pasa ante ella.
Quizá sea un factor importante que Panahi, yo y muchos otros
tengamos una película en común, y ciertos sentimientos sobre la
misma, incluso aunque no compartamos un país, un gobierno, un
idioma, un conjunto de leyes, un concepto de la política, o incluso
el mismo tratamiento a manos de los funcionarios de aduanas nor-
teamericanos. En este momento concreto de la historia, en el que
se supone que este país, según algunos de «nuestros» líderes, es el
único que de verdad existe o importa, yo diría que es un comienzo
positivo, incluso si todavía no alcanzamos a ver la continuación o
el final.

215
El futuro del estudio académico del cine
Adrian Martin y James Naremore

Creo que el problema es que hay demasiada información, un exce-


so de conocimiento. Ya no se duda lo suficiente sobre los procesos
creativos, dudas sobre qué busca el pintor o el director de cine. Es
terrible que se den con tanta facilidad cierto lenguaje y cierta capa-
cidad para emitir juicios. Debería resultar difícil escribir sobre estas
películas. Sea cual sea la película, constantemente nos dicen plano
a plano, escena a escena, qué es bueno o malo. Es una locura, una
completa locura. Me gustaría que se aplicara ese método crítico a
Cézanne o a Mozart, diciendo a cada paso qué es lo que funciona
o lo que no. Ni siquiera estoy hablando de Hitchcock o Hawks. En
resumen, la resistencia a la crítica planteada por el material artístico
ha desaparecido; se ha convertido en un pastel que los críticos rápi-
damente se han repartido.

Manny Farber1

1
Gorin, Jean-Pierre et al., «Manny Farber: Cinema’s Painter-Critic», en Framework, n. 40,
1999, p. 49.

217
PREGUNTA: ¿Qué papel tiene la evaluación en tu trabajo crítico?

MANNY FARBER: Prácticamente nulo. Lo último que quiero sa-


ber es si te gustó o no: los problemas de la escritura son posteriores.
Creo que no tiene ninguna importancia, es uno de esos apéndices
de la crítica ya abandonados. La crítica no tiene nada que ver con
las jerarquías.

Manny Farber 2

15 de agosto de 2001

Querido Adrian:

Tengo sentimientos encontrados respecto a estas citas de Far-


ber, como quizá también te ocurra a ti, aunque en cualquier caso
creo que se dirigen al meollo de toda la escritura sobre cine. Mi
primera reacción a sus afirmaciones es que parecen poco sinceras,
ya que todo lo que he leído de Farber a mí me parece valorativo. De
hecho, son precisamente sus peculiares juicios de valor y su conti-
nua batalla con un determinado gusto medianamente culto lo que
hace tan divertidas sus críticas de las películas de los años cincuenta
y de los sesenta.
Pero volveré a él más tarde. Creo que en parte es cierto que la
crítica (y puede que incluso el cine) ha languidecido durante la úl-
tima década más o menos debido a una falta de evaluación. Tal y
como yo lo veo, nos hemos visto atrapados en una situación en la
que, en un extremo, tenemos a académicos anticuados que por una
u otra razón creen que no es su trabajo hacer juicios de valor; y en
el otro extremo tenemos a críticos populares que funcionan sim-
plemente como guías de la economía de consumo y que creen que
su trabajo consiste en dar o no su aprobación. La mejor escritura

2
Farber, Manny, Negative Space: Manny Farber on the Movies, Nueva York, Da Capo, 1998, p. 365.

218
ha estado siempre entre dos extremos, en donde una cierta pers-
pectiva histórica y una apertura a la experimentación se unen a un
reconocido amor por el objeto de discusión.
En verdad no creo que sea posible escribir nada sobre historia,
teoría o crítica de cine sin entrar en algún juicio de valor. La pro-
pia elección de escribir sobre «a» en vez de sobre «b» entraña una
decisión sobre su valor. Y creo que los autores deben ser honrados
en relación a este hecho. Pero también deben ser conscientes de
una cuestión importante: al fin y al cabo, ¿qué es «bueno»? Algunas
respuestas a esta cuestión (por ejemplo, en tu propio trabajo) im-
plican tanto habilidad formal como complejidad emocional. Pero
claro que hay otras formas (algunas más políticas) de resolver esta
cuestión, y aquí es donde surgen los problemas.
Puedo probar esta tesis con mi propia historia. Cuando recuer-
do los movimientos intelectuales que han determinado mi carrera
y que todavía funcionan en mi conciencia como una especie de pa-
limpsesto, me doy cuenta de que cada uno de ellos, implícitamente,
defendía determinados géneros o tipos de arte (aunque yo en aquel
momento no lo supiera). Aquí están, en el orden en el que yo los
descubrí.

1. New Criticism3. Este tipo de educación literaria se ha ganado mala


fama, por lo que yo sé, ya que a menudo se la describe como elitista
y de derechas. En realidad, los Nuevos Críticos originales traba-
jaban en universidades públicas, y crearon un tipo de crítica que
resultó reveladora para los chicos que jamás habían leído otra cosa
que el catálogo de Sears-Roebuck4. Su idea básica era, en palabras
de Eliot, que se debería estudiar la literatura como literatura y no
como ninguna otra cosa. (Lo cual da por sentado qué es la litera-
tura). Para hacer esto, uno sólo tiene que mirar de cerca el objeto
artístico y su funcionamiento interno. En otras palabras, cualquier
persona corriente tendría la capacidad para comentar un texto si le
dedicara la suficiente atención. Claro está que los Nuevos Críticos
siempre escogieron un tipo de texto determinado. Lo que ellos más
3
En español se traduciría como «Nueva Crítica», aunque se emplea su nombre original en
inglés para referirse a un grupo de críticos, norteamericanos y británicos, cuyo enfoque se
oponía al del formalismo ruso aunque, a diferencia de éstos, no llegaron a formar una escue-
la propiamente dicha (N. de la T.).
4
Cadena estadounidense de grandes almacenes, parecida a El Corte Inglés español (N. de la T.).

219
apreciaban era la complejidad lingüística, la ironía, la ambigüedad y
la destreza verbal. Sus ideales eran la poesía lírica y el modernismo
literario.

2. Relacionado con los Nuevos Críticos y algo menos influyente


para mí fue F. R. Leavis (quien tuvo una poderosa influencia en Ro-
bin Wood). Leavis y su grupo en Scrutiny creían en una Inglaterra
tradicional, agraria, protestante, a la que estaban dañando y des-
truyendo la modernidad industrial y cosmopolita. (Eliot compartía
algunas de estas opiniones, pero no era protestante sino católico y
políticamente más de derechas). Lo que Leavis apreciaba por enci-
ma de todo (y suscribía a menudo como un predicador apasionado
y brillante) era la novela realista del siglo xix, además de las novelas
de D. H. Lawrence.

3. La teoría de autor. No necesita explicación. La descubrí fuera del


ámbito académico (nunca hice ninguna asignatura sobre cine en
la universidad) y fue la que ejerció la mayor influencia de todas.
Era implacablemente evaluativa. Lo que más valoraba era el Holly-
wood clásico y el cine de arte y ensayo internacional.

4. Teoría de la revista Screen. Le doy este nombre a la teoría elabora-


da por los críticos que escribían en Screen en los años setenta, en el
apogeo del nuevo pensamiento francés. Este tipo de escritura era a
menudo impenetrable, pero siempre estaba en contra tanto de Ho-
llywood como del realismo social. Estaba a favor del «contra-cine»
de Godard y la vanguardia política.

5. El movimiento de los cultural studies. Esta formación crítica, que


comenzó siendo de izquierdas, reaccionó en contra de la teoría iz-
quierdista de Screen proponiendo una noción un tanto populista del
cine y de la televisión. Prestaba más atención al público que a las
características formales de las películas, a la recepción que a la pro-
ducción. En la práctica, a menudo parece estar «por encima» de la
evaluación, actuando como la ciencia o la antropología. Desacre-
dita a la mayoría de las formas de crítica establecidas (incluyendo
las mencionadas anteriormente) insinuando que son «verticales» y
clasistas. Evita hacer reivindicaciones esencialistas sobre los medios
de comunicación, pero tiende a favorecer o hacer más hincapié en

220
unas cosas que en otras. Sus textos canónicos son las películas de
serie B de terror, las telenovelas y las películas de acción con mu-
chos golpes y patadas.

¿A cuál de todas estas categorías pertenece Farber? Bueno, en los


años cincuenta y sesenta él era un seguidor de la teoría de autor,
que hacía declaraciones populistas, pero formalmente muy sofisti-
cadas, sobre los usos del espacio en directores como Hawks, Walsh,
Wellman, Furly y el primer Godard (al mismo tiempo que menos-
preciaba constantemente a la Tradition de Qualité en Estados Uni-
dos, mayoritariamente izquierdista, representada principalmente
por John Huston, al que detesta). Sus fuentes de referencia y de sus
preferencias, sin embargo, proceden del mundo del arte neoyorqui-
no, en lugar de la formación literaria que yo (como Sarris, Wood y
Rosenbaum) llevo conmigo al estudio del cine. En décadas poste-
riores, le ha influido más la vanguardia estructuralista y política, y
finalmente acabó, más o menos, por dejar de escribir sobre cine.
Puedo entender por qué Farber le quita importancia a la eva-
luación, porque a veces puede obstaculizar el análisis más sutil de
las formas. Pero su intuición de que hay algo de valor en juego es
exactamente lo que le convierte en un crítico tan convincente. Y
uno puede admirar o gustarle los críticos con los que no se está
de acuerdo. En el caso de Farber, no estoy de acuerdo con él en su
contraposición de Wellman y Huston, pero creo que lo que dice
de ellos es fascinante, de valor, y merece ser debatido. Por elegir
un ejemplo más extremo fuera del mundo del cine: desprecio las
opiniones políticas de T. S. Eliot (que influyeron enormemente en
sus opiniones literarias), pero creo que es uno de los críticos más
interesantes que ha habido jamás y disfruto enormemente leyendo
sus ensayos críticos.
¿Cómo puedo opinar que es «bueno» un crítico (o un cineasta, si
vamos al caso) incluso cuando no comparto sus valores? Ésa es una
cuestión fundamental. Tengo más ideas al respecto, pero hoy no
seguiré con esta incursión en la historia intelectual hasta escuchar
lo que tengas que decir.

Un cordial saludo,
Jim

221
30 de diciembre de 2001

Querido Jim:

Creo que resulta interesante que, en la búsqueda de futuros po-


sibles para el estudio académico del cine, ambos sintamos la necesi-
dad de trazar unas líneas divisorias concretas que conecten, o bien
dividan (a veces es difícil decidir cuál de las dos), las distintas escue-
las, movimientos y épocas en este campo. De la misma forma que
tú has esbozado un palimpsesto de preferencias en tu propia for-
mación intelectual, y la predilección de cada movimiento sucesivo
por un tipo de cine u otro, me interesa lo que podría denominarse
los distintos espacios sociales de la cultura cinematográfica (siendo
la academia uno de ellos), y los tipos de cine que promueven o res-
tringen en sus prácticas evaluativas.
A continuación viene un buen ejemplo de lo que quiero decir.
A mediados de los años ochenta, la aclamada historiadora y crítica
cultural Sylvia Lawson escribió un artículo de gran agudeza titu-
lado «Pieces of a Cultural Geography» [Retazos de una geografía
cultural]5. Ofrece el relato de un mes durante el cual Sylvia asistió a
distintos foros públicos que habían captado su interés: uno era una
conferencia sobre cine, otro un seminario sobre el mundo del ar-
te y, por último, un foro político. Sylvia relata su impresión de que,
aunque algunas de las caras del público (e incluso algunos de los
participantes en las mesas) se repitan, tiene la fuerte sensación de
que no existe un solapamiento entre estas parcelas del terreno
cultural: simplemente no están comunicadas entre sí. Cada una
se convierte en una especie de caja, con su historia propia, su len-
guaje propio, sus asuntos propios. Cada una se convierte en un
núcleo tribal, que en gran medida se alimenta a sí mismo y es auto-
suficiente, supongo que como todas las instituciones. E incluso
cuando individuos con amplios intereses, de mente abierta y con
capacidad de síntesis como Sylvia, van de uno a otro, experimen-
tan una especie de alienación, como si tuvieran que reorientarse,
reconfigurarse, reinventarse a sí mismos cada vez que entran en un
nuevo espacio.

5
Lawson, Sylvia, «Pieces of a Cultural Geography», en The Age Monthly Review, febrero de
1987, pp. 10-13.

222
Pienso mucho sobre cómo esto está relacionado con la situa-
ción actual de la cultura cinematográfica. La academia parece no
tener mucha relación (o, más bien, ninguna) ni con el ámbito de los
críticos de cine (me refiero a las personas que, por necesidad, deben
tener su atención puesta en lo que el sistema dominante de exhibi-
ción-distribución pone ante ellos para que lo comenten) ni con el
ámbito de un tipo concreto de crítico cinematográfico sofisticado,
que recorre el globo buscando lo último en cine internacional en
los festivales de cine y escribe para diversas publicaciones y revistas
serias.
Me parece que cada una de estas tres actividades puede definirse
en base a su especial relación con una matriz simbólica, un tipo
de actividad ya asentada. Les guste o no, los críticos están ligados
irremediablemente al ámbito local y más próximo: les interesa qué
película va a estrenarse la semana siguiente en su ciudad. En todo
momento, ésa es la totalidad del cine para ellos, lo cual limita mu-
cho. El crítico de festivales, viajero, por otra parte, vive a menudo
en un ensueño sin patria: la mayoría de cines locales, nacionales
(incluso los de aquellos países donde tienen lugar los festivales a los
que acude el crítico o el de su propio país natal), resultan aburridos
o sin sentido para ellos, una mera retrospectiva del siglo xx. Ellos
persiguen las manifestaciones de un determinado cine sin fronte-
ras liderado por los nombres más recientes e importantes (Hou,
Kiarostami, De Oliveira, etc.). Sabemos que muchos críticos pro-
gresistas de esta clase se pasan gran parte del tiempo suspirando (y
exigiendo y luchando públicamente) por lo que no pueden ver en
casa (y, por extensión, tampoco la comunidad a la que representan):
las riquezas de otros lugares de las que se ven privados y que, por
tanto, idealizan un poco…
La academia es un híbrido extraño entre lo local y lo extranjero
(¡por citar el título de una popular telenovela de la televisión aus-
traliana6!). El circuito internacional de congresos académicos sobre
cine proporciona otro tipo de ambiente apátrida, portátil (siempre
que exista un acuerdo sobre, o una asunción de, qué películas en
concreto conocemos y nos importan, (es decir, al público de dichos
eventos). Por supuesto, en la práctica (al menos a juzgar por los

6
Se refiere a Home and Away [En casa y lejos], una telenovela producida por Seven Network y
que lleva en antena en Australia desde 1987 (N. de la T.).

223
conferenciantes académicos que han venido a Australia a lo largo
de los años), esta supuesta cultura común tiende a estar compuesta
por un reducido canon académico de temas estrella (cine negro,
melodrama, cine afroamericano, etc.), además del equivalente del
sentido que tiene un crítico (o un aficionado) del cine comercial de
lo que es popular, actual y, por tanto, consumido con entusiasmo y
memorizado por todos (The Matrix [1999], The Simpsons, Crouching
Tiger, Hidden Dragon [2000], etc.).
Me interesa qué sucede (si es que sucede) cuando estas demarca-
ciones y certezas se desmoronan: cuando finalmente uno se sale del
círculo reconfortante, asfixiante, de su hogar simbólico; o cuando
uno se enfrenta al hecho de que el canon de lo familiar y lo distin-
guido que ha asumido en realidad no lo comparten todos en todo el
mundo; o que uno debe descubrir cuál es la definición de hogar, de
cultura local a la que de verdad merece la pena volver y defender.
De hecho, se parece un poco a esos melodramas ambientados en
ciudades pequeñas que gustan a tantos cinéfilos, que a lo mejor de
forma inconsciente perciben una cierta alegoría en relación al aprie-
to cultural en el que ellos mismos se encuentran: abandonar el ho-
gar es al mismo tiempo aterrador y necesario, tanto una melancó-
lica pérdida de seguridad, estabilidad y tradición como una apuesta
por un porvenir abierto y que puede resultar emocionante…
Jim, tal y como tu propio trabajo demuestra tan bien (como
tu libro sobre cine negro, More Than Night7 [Más que la noche]), un
sentido de la historia y de la ideología puede ayudarnos a ser sen-
sibles a estos cambios en el paisaje cultural y guiarnos a través de
él. Quiero concentrarme un momento en sólo una de las muchas
divisiones que forman el mapa que acabo de esbozar: la no corres-
pondencia entre la agenda del crítico internacionalista sobre lo que
constituye el nuevo cine y el plan de trabajo del profesional acadé-
mico sobre lo que merece la pena enseñar, analizar e investigar.
Creo que el estudio académico del cine tiende (en general) a
una consolidación segura de lo ya conocido, a un cierto tipo de
consenso. Estas instituciones intelectuales tienden a querer sepa-
rar los estados o fases de crisis y desequilibrio. Periódicamente se
producen giros o ajustes de los paradigmas predominantes (del

7
Naremore, James, More Than Night: Film Noir in its Contexts, Berkeley, University of Cali-
fornia Press, 1998.

224
estructuralismo al postestructuralismo, de la posmodernidad al
poscolonialismo…) pero no una gran revolución. Al menos no des-
de el gran triunfo de la semiótica, que cuestionó seriamente el pen-
samiento humanista-literario anteriormente reinante (¡un golpe de
estado sobre el que algunos —sus víctimas— todavía refunfuñan!).
Empleo la palabra crisis en un sentido positivo, en el sentido de una
emergencia: el difícil momento en el que algo nuevo está emer-
giendo, al principio de forma confusa. Y supongo que me pregunto
si, hoy en día, el estudio académico del cine, como un sistema, un
modo de pensar y de proceder, está realmente interesado en lo nue-
vo o lo desafiante en este sentido.
Recientemente he vuelto a leer (pero me pareció nuevo) un
ejemplo alucinante del conservadurismo en el consenso y el pensa-
miento canónico sobre el cine. Es una gigantesca antología clásica
de crítica cinematográfica escrita por Richard Roud en dos volú-
menes, Cinema: A Critical Dictionary, elaborada a lo largo de toda la
década de los años setenta y publicada, finalmente, en 1980. Es un
texto variado, que incluye a críticos de renombre así como a acadé-
micos, en un tiempo en el que, en general, críticos y académicos no
estaban tan alejados entre sí como lo están ahora. La introducción
de Roud resulta particularmente sintomática. En ella, hace de pa-
sada un par de afirmaciones extraordinarias (por lo menos el paso
del tiempo histórico hace que sean extraordinarias, echando abajo
su anterior sensatez). Primero, Roud afirma que «Estados Unidos,
Francia, Alemania, Italia, Suecia, Rusia y Japón son los siete países
que han producido, digamos, el noventa y cinco por ciento de las
obras maestras del cine mundial». Segundo, declara que «Estados
Unidos, Gran Bretaña y Francia son los tres países en los que se
elabora la mejor y más influyente literatura crítica, porque el es-
tudio del cine necesariamente está restringido a las metrópolis del
mundo, Nueva York, Londres y París»8.
No estoy tratando de hacer una crítica fácil de Roud, porque
muchos de nosotros podíamos haber escrito esas palabras en aquel
tiempo, y mucho de lo que circula ahora en los espacios de una
emergente cultura cinematográfica mundial no circulaba entonces.
Pero el texto de Roud ofrece un magnífico ejemplo de lo que sucede

8
Roud, Richard (ed.), Cinema: A Critical Dictionary - The Major Film-makers, Nueva York, The
Viking Press, 1980, vol. 1, pp. 18-20.

225
cuando un periodo de confianza en la cultura cinematográfica en
general (incluyendo la académica) se vuelve demasiado confiada
y se atrofia, y por tanto se halla lista para el cambio. Y ese cambio
comienza en el momento en que empezamos a dudar, de forma
colectiva, de los firmes principios de nuestro presunto saber cine-
matográfico: de que sepamos de dónde van a venir las películas
mejores o las más importantes, o las más innovadoras o las más
provocadoras; y de que tengamos un lenguaje crítico que dará per-
fecta cuenta de su funcionamiento e importancia, que pueda eva-
luarla de forma productiva.
Y pienso ahora, con sentimientos algo encontrados, en alguien,
recientemente fallecido, cuya obra ha sido tan importante e inspi-
radora para mí: Raymond Durgnat. Gracias a su espíritu y su inte-
ligencia abiertos, Durgnat fue un verdadero pionero que derribó
fronteras. De hecho, voy a ser desvergonzadamente canónico: for-
ma parte de la media docena de los mejores críticos de la historia
del cine. Sin embargo, cuando examinamos su obra, nos damos
cuenta de que da la casualidad de que él representaba un mundo
más o menos anticuado de gustos e intereses cinematográficos. Él
se ocupaba del cine en inglés (principalmente norteamericano y
británico) y europeo (y del este de Europa). El cine asiático (¡salvo
algo de cine erótico japonés!) nunca contó para él. Y en la época de
su muerte jamás había oído hablar y, de hecho, no se había molesta-
do en averiguar nada, de Kiarostami y otros aclamados maestros de
regiones del mundo del cine que hasta entonces habían sido igno-
radas. Está claro que Ray Durgnat, como cualquier individuo con
su propia vida que vivir y sus intereses, capacidades y pasiones par-
ticulares, era selectivo, hacía sus elecciones. ¡No existe ninguna ley
cultural que nos obligue a todos a conocer a fondo cada nueva figu-
ra que alguien, en algún lugar, juzga importante! Pero, igualmente,
también me pregunto si las circunstancias actuales, en la política y
cultura mundiales, nos obligan a hacer inventario y seguir adelante,
a abrirnos al mundo en modos que sean vitales y productivos.
Pero me gustaría saber tu opinión sobre cómo podría resultar
esto en las universidades, ya que sigues más de cerca que yo las cir-
cunstancias, la política y los sueños cotidianos del trabajo académi-
co; sobre cuáles son las divisiones más acusadas y las posibilidades
dentro de esta parcela particular del paisaje cultural. ¿Qué te pare-
ce, por ejemplo, el refutado legado de lo que a veces se denomina

226
(por injusto o inexacto que sea) la Gran Teoría del Cine de los años
sesenta y setenta? ¿Qué comportó el giro historiográfico en el es-
tudio del cine, que sitúo a finales de los ochenta, cuando la Gran
Teoría en cierta forma se había agotado a sí misma y a los consi-
derados como sus gurús, que haya tenido un valor duradero? ¿Y
cómo (sé que esto es algo que tú has perseguido exhaustivamente
en tu propio trabajo) se pueden cuadrar los estudios culturales con
la estética y los cánones?

Impacientemente,
Adrian

30 de julio de 2002

Querido Adrian:

En primer lugar, me gustaría decir unas palabras sobre Ray-


mond Durgnat. Ocupa un puesto elevado entre todos los que han
escrito sobre cine y que me han impactado profundamente. Me ale-
gré de que le rindieras un magnífico tributo en Senses of Cinema con
motivo de su reciente fallecimiento9. Uno de sus primeros libros,
Films and Feelings [Películas y sentimientos], fue muy importante para
mi formación y me inquieta mucho el hecho de que sus logros ape-
nas sean reconocidos aquí, en Estados Unidos. Sus ensayos sobre
Psycho [Psicosis] (1960) y This Island Earth [Regreso a la tierra] (1955),
por ejemplo, deberían estar recogidos en una antología académica
de las mejores obras escritas jamás sobre cine10.
Tuve el placer de ver en persona a Durgnat sólo una vez, hacia
finales de los años setenta, cuando vino a Bloomington a dar una
conferencia sobre Luis Buñuel. Pareció alegrarle que le dijera que
había leído uno de sus poemas en una antología de la nueva poesía
9
«A Festschrift for Raymond Durgnat», en Senses of Cinema, n. 20, mayo-junio de 2002.
http://www.sensesofcinema.com/contents/02/20/contents.html#durgnat
10
Durgnat, Raymond, Films and Feelings, Londres, Faber and Faber, 1967.

227
británica y charlamos brevemente sobre el estado actual de los es-
tudios sobre cine. Como a mí, le interesaban las numerosas refe-
rencias a Jacques Lacan que comenzaban a aparecer en Screen. Sin
embargo, comentó que pensaba que los nuevos teóricos del cine
sabían muy poco de Freud. Esta observación me pareció sintomá-
tica de una línea generacional que lo separaba de los postestructu-
ralistas. Durgnat era una especie de teórico del cine de autor (por
mucho que prefiriera a Huston frente a Hawks) y su formación
representaba la supervivencia de un temperamento romántico y
esencialmente surrealista que estaba a punto de parecer anticuado.
Otra forma de describir su situación sería decir que no sólo creía en
Freud y en Marx, sino también en el poder de la imaginación artísti-
ca. (Su ensayo sobre This Island Earth era, además de un agudo aná-
lisis político, una celebración de lo que él denominaba «La Unión
de Poesía y Ficción Barata»). Para mí, los ejemplos más cercanos de
este tipo de inteligencia, en particular entre los que escriben sobre
cine hoy en día, serían el notable académico independiente Paul
Hammond y, quizá también, el escritor académico Sean Cubitt, los
cuales son más eruditos y, en algunos aspectos, más sofisticados in-
telectualmente que Durgnat. Ciertamente Durgnat tenía sus limi-
taciones, como tú señalas, pero aún así sigue mereciendo mucho la
pena leerlo. También es un buen ejemplo de un crítico con un saber
considerable, que era valorativo de una forma que admiro. Pien-
sa en su libro sobre Hitchcock, que trata en profundidad sobre lo
que Durgnat cree que es una sobrevaloración de un artista menor
aunque fascinante, pero que de alguna manera hace que Hitchcock
resulte mucho más interesante. En éste y otros textos, Durgnat fue
capaz de deconstruir y analizar seriamente las películas, de revelar
incluso su inconsciente político/ideológico, pero sin convertirlas en
leña con la que alimentar el fuego teórico.
Estoy de acuerdo contigo en lo que dices sobre cómo el espacio
o el hábito social influyen en lo que escribimos y en el tipo de jui-
cios que hacemos sobre el cine. Sin duda es cierto que nuestro cri-
terio artístico y nuestras ideas políticas están determinados, hasta
cierto punto, por la sociología de nuestras profesiones. (Dentro de
la academia algunas divisiones quedan aún más acentuadas por la
segmentación en departamentos y la presión por desarrollar redes
profesionales y discursos especializados, específicos para cada cam-
po). También estoy de acuerdo en que la separación es inevitable

228
debido a que muy pocos periódicos proporcionan un foro para
la reflexión intelectual y al hecho de que tan pocas publicaciones
académicas estén verdaderamente orientadas a la esfera pública.
Además, también los roles que describes son distintos. El crítico de
festivales está en una mejor posición para darnos noticias, mien-
tras que el académico está en una mejor posición para reflexionar
sobre el pasado. Por naturaleza, los académicos están menos in-
clinados a una actitud de aprobación/rechazo. De hecho, a me-
nudo les enseñan a sus estudiantes a dejar a un lado sus opiniones
para entender mejor las características sistémicas del arte. (Quizá
debería señalar aquí que dos de las mejores obras de erudición y
análisis literarios que he leído jamás, Mimesis de Erich Auerbach
[1946] y Some Versions of Pastoral [Algunas variaciones del Pastoral]
[1935] de William Empson, no tienen nada que ver con una eva-
luación crítica manifiesta11). Pero el crítico de prensa y el investi-
gador académico se necesitan mutuamente y deberían trabajar en
una relación dialéctica. Los críticos de festival deberían tener al
menos un conocimiento sólido de la historia y la teoría, y los aca-
démicos deberían estar al tanto de los nuevos artistas importantes.
Necesitamos más escritores como tú y Jonathan Rosenbaum, que
puedan tender puentes entre estos dos mundos. Aquí, en Estados
Unidos, también necesitamos más publicaciones como Cineaste y
Film Quarterly, que al menos tratan de tender esos puentes, facili-
tando un debate productivo en el ámbito de la estética y también
en el terreno político.
En respuesta a tu pregunta sobre el legado de lo que David Bord-
well llama Gran Teoría, puede que yo no sea el mejor juez y no sé
cómo darte una respuesta concisa. Sin embargo, estoy convencido
de que ni el arte ni la teoría del arte pasan de moda. Si desechamos
una antigua teoría como si fuera un vestido viejo o un coche usado,
perdemos una parte fundamental de una larga conversación. Eisen-
stein y Bazin son todavía lecturas obligadas, como lo son las mejo-
res obras de los años setenta. Por eso he descrito mi propia historia
intelectual como un palimpsesto en vez de un salto de una postura
a otra. Para mí, los llamados Grandes Teóricos plantean cuestio-
nes básicas sobre representación, patriarcado y la interpelación del
11
Auerbach, Erich, Mimesis: The Representation of Reality in Western Literature, Nueva Jersey,
Princeton University Press, 1974; Empson, William, Some Versions of Pastoral, Nueva York,
New Directions, 1992.

229
sujeto humano. Sostener, como hacen algunos, que sus teorías no
son científicas o verificables, no tiene nada que ver. (Lo mismo po-
dría decirse de Freud, que sigue siendo importantísimo). Mi pro-
blema con los teóricos de Screen de los años setenta es que tendían
a hacer amplias generalizaciones sistémicas, pasando por alto los
detalles confusos de la historia. También se centraron casi por com-
pleto en temas de sexo y género, dejando a un lado cuestiones de
raza y clase, y se preocupaban demasiado por ciertas clases de ero-
tismo y placer estético. Me disgusta especialmente la grandiosidad
o superioridad de su tono de voz. Por ejemplo, empecé a deprimir-
me seriamente a finales de los años setenta cuando Stephen Heath,
cuyo trabajo yo había admirado en ocasiones, planteó la siguiente
preguntaba retórica: «¿Es el interés en la “obra de Max Ophuls” hoy
en día algo más que un área menor en el campo de los estudios y
la crítica de cine?»12. Puede que no, pero uno podría tener intereses
peores y las comillas intimidatorias no constituyen un argumento
en sí. Cuando leí esa pregunta me dije a mí mismo que a lo mejor
debía abandonar la academia y conducir un camión.
La ventaja del movimiento de los estudios culturales es que re-
dirigió su atención a lo popular, que era de lo que, en algunos as-
pectos, trataba la teoría del cine de autor, salvo que ésta no derivó
nunca hacia el populismo. El populismo es la clase de cosa que hizo
que el decano George Wallace se plantara en la puerta de la Univer-
sidad de Alabama para impedir que los chicos negros asistieran a
la escuela. Pero el arte popular puede resultar tan magnífico como
cualquier arte de élite. Personalmente creo que un programa de te-
levisión como Ozzie and Harriet tiene el mismo encanto indefinible
que ciertas películas de Howard Hawks. Y Ricky Nelson está tan
bueno en televisión como en Río Bravo (1959). Algunos episodios de
The Honeymooners de Jackie Gleason me parecen tan buenos como
los cortometrajes de Buster Keaton o W. C. Fields. El problema
es que la televisión tiende a ser local o nacional, en comparación
con el cine. Y el problema aún mayor de los estudios culturales es
que adoptan una postura «teórica» respecto a lo popular. La buena
crítica debería escribirse desde el corazón más que desde una pers-
pectiva neutral.

12
Heath, Stephen, «The Question Oshima» en Willemen, Paul (ed.), Ophuls, Londres, British
Film Institute, 1978.

230
Teniendo todo esto en consideración, creo que escribir sobre
cine merece la pena, pero necesita como base un espíritu crítico
y un background cinéfilo. En general, me agrada lo que tú y otros
denomináis el giro hacia la historia en el estudio del cine, pero éste
también necesita expresar el sentido del placer y del juicio de un
buen crítico. De hecho, creo que la distinción entre crítica, teoría
e historia es, hasta cierto punto, artificial. ¿Cómo puede construir-
se una teoría sin conocer la historia, y cómo se puede escribir so-
bre historia sin hacer juicios críticos sobre el pasado? Respeto pro-
fundamente la tradición que la Escuela de Frankfurt denominaba
Teoría Crítica, un término que capta muy bien la necesidad de
crítica para cualquier reflexión sobre la cultura. Me alegra el re-
novado interés por figuras como Siegfried Kracauer y aplaudo el
trabajo de académicos contemporáneos como Tom Gunning y Mi-
riam Hansen, quienes entienden la historia del cine en relación a la
historia más amplia de la modernidad. Me parece que el verdadero
enemigo del estudio académico del cine, y lo que necesita evitar en
el futuro, no es la teoría, la historia o la estética (que, en las obras
de figuras como Kracauer y Walter Benjamin están muy relacio-
nadas con las ideas políticas) sino el positivismo, que genera un
formalismo estéril, el estudio de las audiencias que se perpetúa a
sí mismo y una historia apolítica de la industria. Si sigo insistiendo
en la estética es porque mi propio esteticismo siempre ha sido el
fundamento de mis ideas políticas y no creo que el estudio del cine
pueda pasar sin ellas.
Me gustaría saber más de lo que llamas la crisis de este campo
de estudio, porque no estoy seguro de haber sentido la complacen-
cia que tú describes. Tengo ganas de conocer tu opinión sobre lo
que está ocurriendo.

Un cordial saludo,
Jim

231
26 de agosto de 2002

Querido Jim:

En lo que respecta a la universidad y la academia, mi vida ha


dado recientemente un giro extraño. Dejé la universidad a los die-
ciocho años. A los diecinueve me invitaron a volver para dar clase
en el mismo puesto que había dejado, gracias a un crítico de mucho
talento y que se preocupaba por mí, Tom Ryan (retirado ya de la
academia y crítico semanal en el mismo periódico en el que yo es-
cribo). Desde 1982, y durante los diez años siguientes ininterrum-
pidamente, estuve dando clases en distintos campus, en el nivel más
bajo de trabajo eventual que estas instituciones podían proporcio-
nar. Durante aquel tiempo escribía críticas y ensayos sobre cine,
arte, música, y me involucré en revistas muy serias de escasa circu-
lación (una se llamaba Buff y otra Stuff !). Después de una década de
trabajo universitario, a menudo apasionante, pero no especialmen-
te provechoso para mi carrera profesional, rompí mis lazos con ese
mundo y me lancé de cabeza a ser escritor por cuenta propia. Un
hecho evidente me dio la lección vital que necesitaba: durante diez
años había concebido, enseñado y dirigido cursos de manera febril,
pero no había escrito ningún libro; dos años después de dejar mi
último trabajo en la enseñanza se publicó mi primer libro. Pero
ahora, a la edad de cuarenta y tres años, estoy inmerso en la tarea
de escribir mi tesis doctoral. El Departamento de Arte y Diseño (no
el de Cine y Medios de Comunicación) de una universidad local me
ofreció esta oportunidad (aunque no tenga un título universitario)
basándose en el conjunto de mi obra crítica. Mi director es Robert
Nelson, el crítico de arte del mismo periódico para el que Tom y yo
escribimos, y un claro ejemplo de lo que a Australia le gusta llamar
(con una mezcla de amor y odio) un intelectual público.
Puede que todo esto sirva para darte la impresión de que, aun-
que esencialmente me considero, dentro del sistema universitario,
un forastero, siempre he estado próximo a él. Más exactamente,
¡cerca de la biblioteca de la universidad! Soy uno de esos buscadores
que recorren compulsivamente las anaqueles de las bibliotecas uni-
versitarias y la época de internet todavía no me ha arrebatado esta
costumbre. Cuando la gente hace caricaturas de los cinéfilos co-
mo criaturas que habitan habitaciones oscuras, pienso tanto en los

232
sótanos misteriosos de enormes bibliotecas como en las luces en
penumbra de las salas de cine. Como tú, creo que la historia mun-
dial de la literatura crítica se parece a la práctica arqueológica y se
confunde con la naturaleza de un palimpsesto, y nada tiene que
ver con una lista de éxitos que cambia constantemente y a un ritmo
veloz de obsolescencia. Sé que mis vagabundeos de amante de la
biblioteca provocaron en mí, muy tempranamente, el deseo de
sintetizar personalmente dos tradiciones que admiraba por igual:
la crítica estética orgánica de lo que, de forma imprecisa, podría
llamarse la escuela Movie/Monogram/Positif (la obra de Andrew
Britton, por ejemplo, siempre ha sido un punto de referencia fun-
damental para mí) y el enfoque manifiestamente anti-orgánico
de los postestructuralistas (Raymond Bellour, Peter Wollen, Paul
Willemen). De hecho, la síntesis de estos dos enfoques, si consi-
go realizarla con éxito en mi imaginación, ¡es el tema de mi tesis
doctoral!
Pero también me gustaría pensar en los anales de la crítica, em-
pleando el término de Greil Marcus, como una historia secreta, pla-
gada de textos desconocidos o apenas consultados o malinterpreta-
dos que han quedado olvidados en oscuros rincones, esperando a
ser descubiertos, elogiados, usados, yuxtapuestos con alguna nueva
película o preocupación actual... Hoy en día hablamos mucho de las
nuevas redes y comunidades globales, como si toda la información
(incluida la información intelectual) fuera a volverse transparente,
tabulada, lista al momento para poder ser sintetizada. Pero pienso
mucho en las funciones de la crítica como un mensaje en una bote-
lla: lo lanzas lejos, cabecea entre las olas, no tienes ni idea de a dónde
llegará, quién lo leerá o qué harán con él. En la cultura cinemato-
gráfica (o en cualquier otra cultura) no todo puede ser organizado
y programado de antemano, ¡tal y como demuestra la subvención
gubernamental de las artes en muchas ciudades del mundo!
En este sentido, la literatura académica, ciertamente, no es muy
diferente de cualquier otra literatura, una vez que la liberas de los
confines inmediatos de su espacio institucional. Como te ocurre a
ti, no siento la necesidad de rechazar los años setenta, como muchos
hacen ahora. Algunos ensayos de Thierry Kuntzel y Stephen Heath,
por ejemplo, causan un impacto mayor y resultan más estimulantes
hoy en día que hace veinticinco años. ¡A veces (siguiendo el pícaro
consejo del inclasificable y transgresor escritor australiano, George

233
Alexander) es necesario leer tanto teoría pura y dura como poesía
disparatada para sentir realmente y transmitir su intensidad y su per-
cepción! Y supongo que es por eso por lo que me he sentido atraído,
durante mucho tiempo, por esa área llamada (es un término feo, lo
sé) fictocrítica, en el que la línea entre la imaginación creativa y la
conceptualización intelectual no está trazada con claridad, ¡en don-
de el ensayo realmente ensaya algo hasta entonces desconocido! Ray
Durgnat fue una de las primeras figuras importantes de este tipo en
Inglaterra, pero creo que puedo proclamar sin temor a equivocar-
me que Australia también ha sido pionera en este ámbito: escritores
como Meaghan Morris, Lesley Stern, Edward Colless y Tara Braba-
zon, algunos conocidos fuera de mi país, otros todavía no.
Los investigadores académicos norteamericanos como Robert
Ray y Gregory Ulmer han expuesto sus propias propuestas de teo-
ría creativa, pero considero que lo que dicen resulta demasiado pro-
gramático y apegado a la fórmula, que está un tanto desconectado
de cualquier formación social actual más allá del circuito universi-
tario de publicaciones/congresos/antologías. Resulta curioso, para
las naciones pequeñas como Australia, que las sensibilidades críti-
cas y los estilos idiomáticos se formen en el cruce violento entre
áreas (arte, literatura, cine) y los caminos a menudo traicioneros
que toman los que van por libre, yendo de un trabajo precario a
otro (enseñanza, crítica periodística, consultoría). Hace falta se-
ñalar algo más sobre esta escena cultural determinada: mientras
que, por una parte, ser un intelectual público puede ser una tarea
ingrata que proporciona un placer dudoso, efímero por ser una
celebridad mediática que le convierte a uno en un busto parlante
en televisión o en una frase corta de treinta segundos en radio, al
mismo tiempo resulta que muchos de los fictocríticos australianos
han coqueteado, al menos una vez, con las artes creativas más allá
de la palabra escrita: interpretación, escritura de guiones, música,
etc. Y eso me recuerda al modelo ideal de Serge Daney del crítico
como un passeur, alguien que atraviesa diferentes mundos e inten-
ta levantar puentes entre ellos, lo que, efectivamente, constituye
la otra cara de la imagen dividida de la geografía cultural que he
planteado anteriormente. Personalmente, aspiro a ser como los
passeurs del mundo, como Chris Fujiwara en Boston, reescribien-
do, pieza a pieza, la historia del cine especialmente para nosotros, o
como los profesores-historiadores-productores como Peggy Chao

234
en Taiwán, o la nueva generación de cine-activistas en París como
Stéphane de Mesnildot y David Matarasso, quienes son, al mismo
tiempo, cinéfilos voraces, jefes de redacción, editores con criterio y
artistas de cine y vídeo experimental.
Pero no digo que haya que estar más allá de la academia para
realizar un trabajo rompedor, o simplemente bueno, ¡ciertamen-
te no a ti, Jim! Aunque nunca nos hayamos conocido en persona,
habiéndonos puesto en contacto para este libro, hace tiempo que
he tomado tu obra sobre Hitchcock, Vincente Minnelli, la interpre-
tación cinematográfica y el cine negro como modelo de lo que tú
llamas teoría crítica. Es fácil criticar el sistema académico cuando
estás fuera de él, tal y como yo lo he estado (a efectos prácticos)
desde hace ya mucho tiempo. Cuando pienso en mi propia antipa-
tía, expresada a menudo públicamente, hacia el sistema universi-
tario y el tipo de conocimiento que genera, creo que ésta era una
reacción mía a lo mismo que de tanto en tanto te irrita: el apego al
terruño, los ataques intelectuales preventivos, las modas inconstan-
tes, la repetición obediente de análisis genéricos que producen los
mismos resultados predecibles. Pero el futuro del estudio académi-
co del cine debe ser más brillante que todo eso si, en verdad, como
tú dices, no puede decirse que esté sumido en la autocomplacencia
o el simple oportunismo arribista. Ahora te cedo la palabra para
que elabores tu refutación final.

Un abrazo,
Adrian

1 de septiembre de 2002

Querido Adrian:

Me divierte tu necesidad de explicar a algunas personas que la


teoría cinematográfica de los años setenta no es inútil. Me estoy
convirtiendo en un viejo tan excéntrico que a menudo siento la

235
necesidad de defender también los años cincuenta y los sesenta.
A medida que me hago mayor se hace más evidente para mí que
la teoría y la crítica no se han desarrollado de forma progresiva,
como si nos estuviéramos acercando a la Verdad. Como mucho,
estas actividades establecen ciertos valores, proporcionan un co-
nocimiento histórico y determinan el tipo de cuestiones que nos
planteamos. Visto desde una perspectiva más amplia, sin embar-
go, toda literatura sobre cine es parte de un discurso mayor sobre
la modernidad que data del siglo xix. Me parece que este discurso
contribuye a veces al progreso social (haciendo que seamos más
conscientes del feminismo y de temas de raza y clase social, por
ejemplo), pero también sigue luchando con los mismos viejos pro-
blemas bajo formas nuevas.
Desde el siglo xix en adelante, la gente con una educación li-
beral, de procedencias muy variadas, ha tenido al menos cuatro
formas de responder al avance del capitalismo industrial y a la
ideología apoyada por el Estado: pueden convertirse en burgueses
(como muchos profesores de universidad); anarquistas (lo que sig-
nifica marginarse y portarse mal, como Rimbaud, Tzara y los Sex
Pistols); pueden convertirse en estetas (como Baudelaire, Wilde,
Joyce, Woolf y todos los grandes modernistas); o en activistas po-
líticos revolucionarios (como Mother Jones13, Lenin, Fanon y Mal-
colm X). Una de las mejores representaciones dramáticas de estas
alternativas es la divertidísima obra de Tom Stoppard, Travesties,
que plantea un imaginario y disparatado encuentro entre Tzara,
Joyce, Lenin y un burgués normal y corriente en Zurich durante
la I Guerra Mundial. Por mi parte, a menudo siento como si mi
subjetividad personal estuviera dividida entre las cuatro posturas.
En ciertos momentos de mi historia personal, algunos de mi «yoes»
pueden formar alianzas entre sí, pero en otros, que son los mo-
mentos de auténtica crisis, el activista tiende a apartar a un lado al
burgués, al anarquista y al esteta. En lo que respecta a la sociedad
moderna en general, uno de los periodos de crisis más importante
para los artistas e intelectuales fueron los años treinta. Otro fue el
final de los años sesenta, un periodo que dejó su impronta en la
teoría cinematográfica radical de los setenta. Mientras te escribo
13
Nombre con el que se conoce a Mary Harris, nacida en Cork (Irlanda) pero que muy
joven se trasladó a Estados Unidos donde se convirtió en una importante activista sindical y
comunal (N. de la T.).

236
esta respuesta, el capitalismo estadounidense parece estar empu-
jando al mundo con fuerza a una nueva guerra, y las contradiccio-
nes del sistema de nuevo están quedando en evidencia. Puede que
se dé una nueva crisis, en cuyo caso será cada vez más difícil para
cualquiera de nosotros mantener un equilibrio entre cinefilia y ac-
ción social.
Como he dicho, no percibo que se esté produciendo en este
momento ninguna crisis especial en el pequeño ámbito académico
conocido como el estudio del cine, que sigue produciendo buenas
obras a pesar de la sobre-profesionalización. Por lo que parece, yo
encuentro mucho más interesantes a Robert Ray y Greg Ulmer que
tú, en parte porque están entre los pocos académicos que admiten
que las revoluciones pueden darse de forma surrealista, al nivel de
la imaginación. Podría enumerar muchos otros autores académicos
que para mí son importantes (especialmente aquellos que escriben
historia del cine), pero me sentiría como uno de esos aburridos ga-
nadores del Óscar que da las gracias a cincuenta personas e inevita-
blemente se olvida de mencionar a alguien. Aun así, déjame añadir
que el estudio del cine en la academia se ve siempre desafiado, y no
sólo al nivel de la política institucional o las modas críticas. Toda la
cultura popular norteamericana (cine, música, televisión y literatu-
ra de masas) se encuentra hoy en día en un estado lamentable, pro-
vocado por el capital corporativo, el marketing masivo y los diversos
tipos de integración vertical y horizontal. Vivo la mayor parte del
año en una ciudad universitaria del medio oeste, donde es especial-
mente evidente la «McDonalización» y la adaptación de las pelícu-
las al público joven. En los dos últimos años solamente he visto una
superproducción de Hollywood en un cine multisala (AI: Artificial
Intelligence [A.I. Inteligencia artificial] [2001] de Spielberg/Kubrick)
que fuera lo suficientemente interesante como para querer escribir
algo sobre ella. Por otra parte, la era digital está creando nuevas
formas de producción, distribución y exhibición que, más que nun-
ca, hacen posible que la gente acceda a películas alternativas y ex-
tranjeras. Las mejores películas hoy en día no son underground, en
el sentido de Manny Farber, es decir, producciones no publicitadas
que bordean la subversión política o narrativa. Se acercan más a
lo que tú has denominado arte passeur: películas que hacen borrosas
las fronteras entre géneros y experimentan con la nueva tecnolo-
gía. Estos cineastas siempre han trabajado fuera de Hollywood, y

237
necesitan especialmente a críticos actuales con el talento de Farber,
que puedan darlos a conocer. Ésa es la razón principal por la que la
evaluación clara y directa sigue siendo importante para mí, y por
la que creo que necesitamos involucrarnos en la creación de un
canon tradicional (por muy excéntrico que resulte o lo mucho que
sea refutado) para la escena contemporánea.

En solidaridad,
Jim

238
Las luces de Taiwán
Notas para un resumen de la poética de Hou Hsiao-hsien
Fergus Daly

La creencia popular sobre el cine de Hou dicta una serie de ob-


servaciones generales: son cuentos íntimos que presentan a unos
personajes que se ven envueltos en los grandes movimientos de la
historia de Taiwán; los personajes apenas se involucran en lo que
les sucede; el estilo de Hou consiste en largas tomas fijas de espa-
cios relativamente distantes y repetidos; el significado de una es-
cena surge de factores como la experiencia temporal o el juego de
luces, más que del drama que se desarrolla ante nosotros.
Muy a menudo, un resumen de la estética de Hou fácilmente
podría estar describiendo a cualquier auteur del cine del siglo xx,
desde Michelangelo Antonioni a Béla Tarr. Sin embargo, y tratando
de ser más concreto y riguroso, considero que hay cuatro principios
básicos que fundamentan la construcción y el desarrollo de la esté-
tica de Hou:

1. La memoria histórica es impersonal.


2. Mis experiencias no me pertenecen.
3. El centro de atención de un plano se desvía siempre hacia el
fuera de campo.

239
4. Somos un conjunto de símbolos y afectos a los que la luz da
forma.

Estas fórmulas explican por qué los personajes de Hou son ajenos a
la realidad de la que forman parte. El espectador percibe que la ex-
periencia histórica nunca es verdaderamente subjetiva o colectiva,
y su recuerdo no es ni subjetivo ni inter-subjetivo. Un aura de extra-
ñeza envuelve al espectador ante las largas tomas fijas del director.
Los hechos no tienen lugar en el espacio-tiempo, el espacio-tiempo
es el acontecimiento que tiene lugar ante nuestros ojos. Su repre-
sentación crea su propia memoria. El mundo contemporáneo no
tiene cabida para los viajes psicológicos hacia lo más profundo de
la memoria. La memoria es impersonal, nuestros recuerdos meras
encarnaciones inscritas en la materia.
Para Hou, la historia en el cine es lo que debe componer la me-
moria, para prestar así un punto de orientación al sujeto, abrumado
por estas visiones impersonales en las que está incluido o impli-
cado. Los flash-backs, las elipsis incluso, nunca resultan convincen-
tes en una película de Hou. Una historia es más bien la suma de
«planos, su movimiento y variación»1 desde el punto de vista de un
sujeto que desesperadamente trata de detener el curso del tiempo,
pero sin lograrlo.
Las incursiones históricas de Hou no se contentan nunca con per-
manecer en el pasado, sino que contaminan invariablemente las cir-
cunstancias actuales de un personaje; Good Men, Good Women [Hom-
bres buenos, mujeres buenas] (1995) es un claro ejemplo. Wang (Tony
Leung) en Flowers of Shangai [Flores de Shangai] (1998) y Kao ( Jack
Kao) en Goodbye, South, Goodbye (1996) se encuentran desgarrados por
una discrepancia interna, esa «dulce disyuntiva»2 que, en una película
de Hou, hace añicos cualquier cosa unificada. Sus fotogramas son
cúmulos dispersos de símbolos y afectos. A menudo sus imágenes
son como presentimientos de recuerdos futuros más que represen-
taciones de acontecimientos contemporáneos. Jean-François Rauger
habla de sus personajes «embalsamados», «rodeados por el silencio
de sueños premonitorios»3. El análisis de Flowers of Shangai de Alain
1
Burdeau, Emmanuel, «Goodbye, South, Goodbye», en Frodon, Jean-Michel (ed.), Hou Hsiao-
hsien, París, Cahiers du cinéma, 1999, p. 160.
2
Burdeau, Emmanuel, «Les aléas de l’indirect», en Frodon, Jean-Michel (ed.), op. cit., p. 33.
3
Rauger, Jean-François, «Naissance d’une nation», en Cahiers du cinéma, n. 469, 1993, p. 18.

240
Bergala destaca la escena en la que se ve a Wang solo, a altas horas de
la noche, en la casa de Rubis, enfrentado a una situación que es inca-
paz de comprender. Bergala lo interpreta como una pérdida de todo
rumbo psicológico, ya que no hay nadie que pueda interpretar para
él las circunstancias en las que se encuentra; en otras palabras, basar
esas circunstancias en una experiencia inter-subjetiva4. Es un ejemplo
modelo del hecho impersonal en el proceso de hacerse realidad. Tal
y como afirma Burdeau sobre Goodbye, South, Goodbye, «Hou pasa de
lo manifiesto a lo latente, de lo real a lo virtual»5.
El reencuadre es mínimo en la obra de Hou. La cámara no sigue
a los personajes porque una vez que se han salido del límite del
encuadre se metamorfosean. Hou habla de sus fotogramas como
«zonas», afirmando que «ciertos planos parecen vacíos, pero no es
así». El plano sigue conteniendo afectos, que flotan en ese espacio.
«Existe un paralelismo con los grabados chinos en los que parece
que hay huecos vacíos... que ayudan a dirigir la mirada. Abarcan
todo lo que está representado. Yo concibo mis planos de la misma
manera»6. Trata el tiempo y la historia de forma parecida. En The
Puppetmaster [El maestro de marionetas] (1993), por ejemplo, el «mo-
vimiento alterna entre lo visible/invisible, lo perceptible/imper-
ceptible» expresando «la progresiva comprensión de una memoria
en proceso de formación, una memoria atribulada e inquieta»7, que
hace realidad la constante transformación del mundo, para conver-
tirla luego en algo virtual.
Pero se me antoja que, a fin de cuentas, los rasgos sociohistó-
ricos de la obra de Hou son menos importantes para él de lo que
parece, y que no constituyen la esencia de su originalidad. Tal y
como Dudley Andrews dijo de Kenji Mizoguchi, los problemas so-
ciales son «emanaciones de una ficción cósmica»8, y se muestra a
menudo la degradación social como si meramente fuera un pliegue
apenas perceptible en el complejo tejido de la realidad. Para Hou,
como ha señalado Kent Jones, lo que proporciona el fundamento
de una posible ética es el «deslumbrante arreglo de luz y formas
4
Bergala, Alain, «Les fleurs de Shangai», en Frodon, Jean-Michel (ed.), op. cit., p. 175.
5
Burdeau, Emmanuel, «Goodbye, South, Goodbye», op. cit., p. 170.
6
Jousse, Thierry, «Entretien avec Hou Hsiao-hsien», en Cahiers du cinéma, n. 474, 1993, p. 45.
7
Morice, Jacques, «La Mémoire impressionée», en Cahiers du cinéma, n. 474, 1993, p. 40.
8
Citado por David Williams en Wakeman, John (ed.), World Film Directors Vol. I, Nueva York,
H. W. Wilson, 1987, p. 802.

241
en espacios a medio definir, lo que sugiere una variedad de entra-
das a nuevas dimensiones». Hou consigue «hacer que lo visible del
fotograma se despliegue… hacia el mundo que se extiende más allá
de sus parámetros»9. Su forma de trabajar la luz, increíblemente
original, permite crear espacios perforados o (según el término de
Gilles Deleuze y Felix Guattari) intersticios: fotogramas que son
como coladores por los que se escapa cualquier centro de expresión
o punto de enfoque. Esto da lugar a su correspondiente narrativa
con lagunas, que presenta a personajes que tienen huecos donde
Occidente pone egos. Hou prefiere los contrastes, las referencias,
el significado alusivo. «Lo que me interesa no es seguir la acción,
“verla con claridad” sino subrayar las lagunas, los agujeros, los sig-
nos de interrogación. Me mantengo alejado de la acción, no la sigo
en todos sus detalles sino que me sitúo en el sentido general de un
acontecimiento»10.
Un estética general de lo translúcido, interiores en tonos rosa-
dos, la neblina azul del crepúsculo o la luz suave y difusa de una
lámpara de aceite: Hou trabaja con estos elementos como si fueran
un sónar (el piso de Good Men, Good Women se ha comparado con un
acuario, el sonido de Goodbye, South, Goodbye ha sido descrito como
un magma). Se dan a menudo los contrastes, pero jamás con el ca-
rácter expresionista del cine negro. Una forma de claroscuro le pro-
porciona porosidad al espacio, más que profundidad de campo. En
todas las formas, Hou trata de dominar la «gama completa entre la
oscuridad y la luz»11. Sus personajes no pueden hacer frente a sus pro-
blemas más inmediatos, tal y como Burdeau los enumera: «Sus re-
cuerdos (Good Men, Good Women y The Puppetmaster), el contexto
histórico en el que viven (A City of Sadness [Ciudad doliente] [1989]),
sus proyectos (The Boys of Fengkuei [Los chicos de Fengkuei] [1983] y
Goodbye, South, Goodbye) o sus asuntos amorosos (Dust in the Wind
[1987], Flowers of Shanghai)»12. Jones vincula todo esto con lo que
considera la problemática fundamental de Hou: cómo estos perso-
najes «han ido a dar con su propio destino, cómo han llegado hasta
9
Jones, Kent, «Cinema with a Roof over its Head», en Film Comment, septiembre-octubre
1999, p. 47.
10
De Baecque, Antoine; Mazabrard, Colette; Strauss, Frédéric, «Le temps suspendu. Entre-
tien avec Hou Hsiao-hsien», en Cahiers du cinéma, n. 438, 1990, p. 28.
11
Burdeau, «Goodbye, South, Goodbye», op. cit., p. 169.
12
Burdeau, «Les aléas de l’indirect», op. cit., p. 33.

242
este lugar en particular en este momento particular bajo este con-
junto de circunstancias determinado»13. Quizá esto sea demasiado
existencialista como para explicar la singularidad de Hou. Si, como
señala Jones con tanta perspicacia, «se le permite a cada espacio exis-
tir por sí mismo», entonces la pregunta se convierte en una cuestión
cosmogénetica: cómo esta realidad puede ser, por momentos, real
o virtual y por qué «todo lo visible está en el umbral entre lo que se
muestra y lo que permanece oculto»14.
Hou desarrolla o, más bien, disipa, el espacio-tiempo del cine
occidental. Sus espacios perforados distribuyen la luz de una forma
increíblemente inventiva, revelando temas derivados de esta luz:
conjuntos de símbolos y de emociones, figuras fantasmagóricas o
«hechos energéticos», como dice Burdeau15. En palabras del filósofo
taoísta Lie-Tzeu, citado por Stéphane Bouquet: «Caminas sin saber
qué te mueve, te paras sin saber qué te detiene, comes sin saber có-
mo digieres. Todo lo que eres es un efecto de la irresistible emana-
ción cósmica. Por lo tanto, ¿qué te pertenece?»16. Hou podría respon-
der: te pertenece toda aquella forma que la luz te conceda, por poco
que ésta dure. En ocasiones Hou recuerda a Samuel Beckett, cuando
aparece esa atmósfera de resignada perseverancia. Cuando todo está
dicho y hecho, ello «continúa», el ser es conato, ello persevera.
Ésta es la razón de que la repetición (de lugares, escenas, gestos)
tenga un papel tan importante en las películas de Hou. A través
de situaciones repetidas insistentemente, Hou redefine y vuelve a
trazar sus unidades de espacio-tiempo. De ese modo, la repetición
deshace la linealidad del cine narrativo, sustituyendo el nudo o de-
sarrollo por el pasaje y la modulación. A través de la repetición, se
trastornan todos los ejes. Y la consecuencia de todo esto para el
espacio ético es que no hay un destino al que el hombre esté subyu-
gado. Sólo existe la vida y la luz y las imágenes impersonales que se
crean y se deshacen sin cesar.
Los críticos no dudan de que la intención de Hou en Millennium
Mambo (2001) es poner a examen la trastornada y desorientada per-
cepción característica del mundo contemporáneo: una percepción
13
Jones, Kent, op. cit., p. 47.
14
Burdeau, «Goodbye, South, Goodbye», op. cit., p. 169.
15
Burdeau, «Les aléas de l’indirect», op. cit., p. 33.
16
Bouquet, Stéphane, «Un peu de danse ne fait pas de mal, ou deux ou trois choses sur la
place de spectateur», en Cahiers du cinéma, n. 516, 1997, p. 42.

243
que atestigua en su «superposición de capas cromáticas iridiscen-
tes, sus magníficos planos electrónicos, su ondulante variación de
planos, entre lo atonal y lo explosivo»17. El propio Hou afirma: «La
historia de Taiwán ha quedado atrás en mi carrera. Ahora quiero
filmar el presente»18. La película, por tanto, no es tan sólo un espec-
táculo audiovisual. A pesar de la cualidad de ensueño de las imáge-
nes, Millennium Mambo no tiene nada que ver con los sueños. Es una
película sobre la memoria: sobre la memoria como algo que puede
habitarnos o ser habitado, que puede perseguir o ser perseguido. Si
los bloques de recuerdos parecen estar, literalmente, teñidos de dis-
tintos colores, es porque son imágenes-memoria que comprenden
momentos y vidas individuales que cobraron vida sólo cuando la
luz y los colores los aislaron. Estos estados luminosos incluyen to-
dos los colores, texturas e intensidades imaginables en una lección
sobre la esencia de la luz, que abarca desde la luz solar natural hasta
la turbia luminosidad de las imágenes de los circuitos cerrados de
televisión.
La elección del entorno de un club techno es esencial para el
proyecto de Hou. Como observa sagazmente Didier Peron: «Si,
contra la supremacía de la melodía, el techno se ocupa de las tex-
turas de los sonidos, secuencias rítmicas, experimentos volumétri-
cos, realizando loops sintéticos en un espacio mental ilocalizable,
Hou realiza una mutación equivalente en el cine»19. La película es-
tudia el mundo de los clubs techno y a diversos personajes cuyas
vidas se hallan vinculadas a estos espacios, se pregunta qué puede
significar en el presente hablar de espacios interiores y exteriores
separados (o tiempos-espacio) y analiza la desaparición del umbral
entre ellos.
Hou explora a través del ritmo los espacios contradictorios de
nuestros mundos internos y externos. Él une la luz y el sonido
como los dos extremos de una sola fuerza. La película sugiere que,
si los tiempos del milenio verdaderamente están «desorientados», si
el espacio-tiempo que habitamos ha perdido sus relaciones métri-
cas, y si los individuos han perdido todas sus coordenadas internas
y externas, entonces el techno puede aislarse como una de esas fuer-
17
Peron, Didier, «Terminus Techno», en Libération, 31 de octubre de 2001.
18
Burdeau, Emmanuel, «Rencontre avec Hou Hsiao-hsien», en Frodon, Jean-Michel (ed.),
op. cit., p. 104.
19
Ibid.

244
zas que realiza, simultáneamente, una des- y re-organización de
cuerpos y mentes. El personaje de Hao-hao (Chu-hao Tuan) sirve
como prototipo de esta tendencia, presentándose como una mem-
brana que late al ritmo de un tocadiscos en la réplica del Blue Club
que ha montado en su habitación.
¿Qué significa «memoria» en semejante universo? Para profun-
dizar en esta cuestión, Hou se distancia del ahora mirando al pre-
sente desde un tiempo futuro, una voz en off habla sobre aconteci-
mientos ocurridos en 2001 desde una posición de ventaja diez años
después. Deleuze: «En esencia la memoria es voz, que habla, que
habla consigo misma, o susurra y narra lo ocurrido. De ahí la voz
en off que acompaña al flash-back»20. Pero ningún espectador podría
confundir los sonidos e imágenes de Millennium Mambo con el flash-
back de algún narrador; ni, si a eso vamos, podría confundir la voz
en off con un narrador.
Al principio no fue la palabra sino la luz, la luz de neón. La pe-
lícula empieza con una configuración abstracta que luego deja ver
cómo, en realidad, se trata de la iluminación de neón del techo de
una entrada de metro bajo el que una joven (Shu Qi) se pasea a
grandes zancadas, con la cámara siguiéndola de cerca. Mueve los
brazos como si estuviera remando o volando. De pronto, mira a la
cámara por encima del hombro. Esta mirada parece decir: sígueme
si quieres, pero ¿por qué a mí, qué «mí»? Inmediatamente le res-
ponde una voz en off: «Rompió con Hao-hao, pero él siempre la ha
encontrado». ¿Explica esto sus miradas a la cámara? A lo mejor cree
que él la ha encontrado de nuevo. Parece feliz, liberada porque no
sea así. Baja dando saltos las escaleras del metro y desaparece. Ya
no es localizable, como un fragmento de transparencia a la deriva.
Ésta es Vicky, el tema de la película. Hablará en tercera persona
de su propio pasado reciente. ¿O acaso estamos suponiendo dema-
siado fácilmente que la voz y el cuerpo pertenecen al mismo perso-
naje (incluso si conocemos la voz de la actriz)? Ésta es una cuestión
que la película no resuelve en ningún momento. A primera vista
lo que este comienzo promete es la imagen de un viaje a través de
la memoria de un individuo. Pero Millennium Mambo no es ni una
reflexión tierna sobre los días salvajes ni tampoco un simple juego
posmoderno y cerebral. El mundo de la película es el de la materia

20
Deleuze, Gilles, Crítica y clínica, Barcelona, Anagrama, 2009.

245
dotada de sensaciones, materia que cobra vida como recuerdos
impersonales, como afectos impersonales que o bien se escapan,
o bien se aferran a los cuerpos y objetos, materializando las sensa-
ciones. Las palabras de Nicole Brenez resultan muy ajustadas: «Las
emociones atraviesan las situaciones, poco importa quién las expre-
sa, siempre y cuando estén ahí»21. Estos afectos suelen estar conte-
nidos en las imágenes en vez de estar disponibles para el espectador
a través de la identificación con los personajes: un aspecto esencial
del famoso estilo indirecto de Hou al hacer películas. Su experi-
mento está en la misma línea que el proyecto de Baudelaire tal y
como lo interpreta Foucault: «El gran valor del presente es indiso-
ciable de la desesperada impaciencia por imaginarlo, imaginarlo de
otra forma distinta de la que es, y transformarlo, no destruyéndolo,
sino comprendiéndolo tal como es»22.
La elección del entorno de una discoteca y su música resulta
vital también aquí. El techno está extremadamente vinculado al pre-
sente: su función es precisamente adueñarse del cuerpo del baila-
rín, convirtiéndolo en un autómata que existe en un puro «ser o
estar aquí». Hou crea la oportunidad perfecta para diseccionar ese
«ser-aquí», para revelar de qué está compuesto. La voz en off, que
va y viene, busca en la memoria del presente, abre agujeros en él
para llegar hasta «lo que es», una imagen pura del presente, que
ofrezca una apertura hacia el futuro, que proporcione una visión
de la vida que está por llegar. El presente así representado se divide
en imágenes sonoras y visuales; la voz en off parece tirar de las imá-
genes en un sentido, mientras que la incesante pulsación techno tira
de ellas en sentido contrario.
Precisamente cuando nuestros ojos se ven arrastrados en uno
u otro sentido, nuestros oídos conectan y desconectan de esa pul-
sación constante, que funciona como un parpadeo para el recuer-
do visual: tanto como una evocación o una entrada al recuerdo
como un bloqueo para impedir que se alojen o se asienten en la
memoria.
Las películas de Hou se encuentran en el umbral de nuestra ca-
pacidad de percepción. Aquí, la homogeneidad de la pulsación se
21
Brenez, Nicole, «The Actor in (the) Place of the Edit», en Senses of Cinema, n. 21, 2002.
http://www.sensesofcinema.com/contents/02/21/sd_actor_edit.html.
22
Foucault, Michel, «¿Qué es la ilustración?», en Saber y verdad, Madrid, Ediciones de La Pi-
queta, 1991.

246
opone a lo que mayoritariamente son los planos-retrato y otras
imágenes desprovistas de acontecimientos, que mantienen el ojo y
el oído del espectador ocupando dos espacios distintos. La música
y la voz en off, que debería proporcionar la unificación convencio-
nal de las imágenes, están expuestas a una disfunción: la pulsación
no te arrastra consigo, no se mete en tu sistema nervioso como lo
hace, por ejemplo, en Trainspotting (1995). Se queda flotando, en
cambio, un tanto distante del espectador; de hecho a menudo tiene
una cualidad amenazadora (como la dimensión sonora de un mal
viaje) antes de convertirse, después de un tiempo, en un «punto
sordo». La pulsación techno tiene la misma función que el teléfono
móvil en Goodbye, South, Goodbye: «Este sonido repetitivo acaba por
convertirse en un motivo de irritación, arrastrando toda la escena
con él y casi anulando la imagen: ya no se ve nada más que este
sonido»23.
Shelly Kraicer considera que «la música dance define la pulsa-
ción de sus planos, la dirección de la cámara, los infinitos loops den-
tro de loops de su cronología en espiral»24. Pero el uso de la pulsa-
ción es más complejo y ambiguo. Es precisamente en las imágenes
visuales donde Hou crea un verdadero ritmo, en el sentido en el
que Olivier Messiaen define el ritmo como aquello que no tiene
una pulsación constante. El estilo visual de Hou está desarticulado,
carece de coordenadas o medidas. Este choque entre los ritmos
sonoros y visuales es lo que da lugar a los efectos únicos de Millen-
nium Mambo.
La estructura de la película resulta intrigante. Hay seis bloques
aislables de imágenes audiovisuales, como burbujas plasmáticas de
espacio-tiempo, cada una de ellas separada por un umbral móvil y
acompañada de una voz en off. ¿Cómo se ocupa cada bloque? ¿Cuá-
les son sus límites internos? ¿Cuáles son los umbrales entre los blo-
ques y qué es capaz de atravesarlos? El guionista Chu Tien-lu des-
cribe la forma de componer The Puppetmaster: «Como juntar nubes
que pasan»25. Resulta imposible medir los límites de estos bloques
23
Lavin, Mathias, «Plans écliptiques (Goodbye, South, Goodbye)», en Cinergon, n. 11, 2001, p. 98.
24
Kraicer, Shelly, «East Asian Films at the 26th Toronto Film Festival», en Senses of Cinema, n.
17, 2001. http://www.sensesofcinema.com/contents/01/17/toronto_east_asia.html.
25
Citado en Klinger, Gabe, «Decoding Hou: Analizing Structural Coincidences in The Puppet-
master», en Senses of Cinema, n. 8, 2000. http://www.sensesofcinema.com/contents/00/8/
puppetmaster.html.

247
o nubes: se solapan y se alejan entre sí. No hay una lógica defini-
tiva, consistente y articulable, que guíe la trayectoria de esos um-
brales cambiantes y las modulaciones entre bloques, más allá del
apenas perceptible «paso de un estado luminoso a otro»26. La pe-
lícula encuentra un ejemplar equivalente formal para su elección
como tema de un mundo sin coordenadas o puntos de referencias
aislables.
Kraicer sugiere que Hou ha alterado substancialmente sus pre-
ferencias estéticas en el modo en el que «dirige los ojos del espec-
tador». En Millennium Mambo se opone a la forma en que habitual-
mente «explora el espacio que despliega ante nosotros»27. Pero no
hay ninguna necesidad de considerar esto como una regresión res-
pecto de la radicalidad formal y narrativa de sus dos películas an-
teriores. Esta vez sí que se acerca más a los cuerpos, rodando a
menudo en un primer plano abierto y con poca profundidad de
campo, pero, al hacerlo, lleva aún más lejos sus experimentos con
lo que Bergala denomina «el plano de acuario»: la concentración
de cuerpos y objetos en un espacio o decorado cerrado28. El espec-
tador se topa con el cuerpo de Vicky como si fuera una «persona
desaparecida», una criatura que le pide al director y al espectador:
«¡Sitúame, por favor! ¡Dame algunas coordenadas!». Si la película
anterior lograba desplazar el punto de vista, sobre todo a través
del uso de los movimientos en grupo, entonces Millennium Mambo
trata desesperadamente de permanecer junto al cuerpo para que la
imagen completa no implosione o se salga de la pantalla. La cámara
se recrea en el cuerpo de Vicky, pero no se parece en nada a lo que
Godard hizo con Myriem Roussel en Je vous salue, Marie [Yo te salu-
do, María] (1984) para demostrar la impenetrabilidad del cuerpo.
Hou demuestra su porosidad, afirma su excesiva penetrabilidad, su
propensión a la descomposición.
¿Es ésta la verdadera razón de la aparente vuelta de Hou al cine
de un solo personaje? Sus experimentos poéticos se han desarrolla-
do desde las exploraciones de la memoria histórica hasta el espacio
poroso de lo cotidiano, la filmación de vidas saliéndose de foco y de
campo. Ahora puede investigar la porosidad del individuo contem-
poráneo, desgarrado interiormente, o más bien, vuelto del revés;
26
Bergala, Alain, op. cit., p. 177.
27
Deleuze, Gilles, La imagen-movimiento: estudios sobre cine 1, Barcelona, Paidós, 2003.
28
Bouquet, Stéphane, «Un art qui transporte», en Cahiers du cinema, n. 512, 1997, p. 25.

248
cuerpos sometidos a la automatización por parte de las fuerzas do-
minantes «como si estuvieran bajo un hechizo» (como dice Vicky),
cuerpos protésicos que rechazan la identidad y la intencionalidad
con la ayuda de las drogas y el alcohol, sin elección o resistencia,
pero exponiéndose a ser encontrados, localizados. Tomemos por
ejemplo las magníficas escenas en las que Vicky vuelve de marcha
y Hao-hao la husmea, como si pasara un detector por su cuerpo.
¿Qué está buscando? ¿Indicios de actividad sexual? ¿De humanidad?
¿Está buscando grietas, agujeros a través de los que poder llegar a lo
que está en el interior? La gran novedad de Millennium Mambo frente
a las películas anteriores de Hou es la manera en que proyecta en la
superficie misma de los cuerpos el traspaso de límites y umbrales.
Quizá Hou consigue que la misma superficie se vuelva porosa
al allanar el espacio (como si creyera que ha agotado todas las posi-
bilidades del claroscuro y la profundidad de campo en sus películas
sobre la historia y la memoria), sustituyendo los espacios aguje-
reados de sus primeras películas por unos colores desquiciados, al
estilo del fovismo, que se deslizan por la superficie de la pantalla.
De esta forma, el cuerpo queda fragmentado… por la luz, el color,
por toda la variedad de efectos reverberantes y estroboscópicos, la
intensificación de los colores vívidos hasta convertirse en «pura in-
candescencia o una luz terriblemente brillante que ha quemado el
mundo y a sus criaturas»29.
En lo que se refiere a la temática de la degeneración visual, en
un mundo en el que el ser es luz, el personaje de Jack ( Jack Kao)
resulta esencial. «No está aquí», insiste Vicky; no se refiere tan sólo
a que esté ilocalizable en Japón, sino a una incapacidad ontológica
fundamental de localizarle. Jack existe sólo tecnológicamente: una
voz virtual y una imagen virtual. En una secuencia extraordinaria,
Jack vuelve a su apartamento; le vemos entrar a través de la pan-
talla del circuito cerrado de televisión, pero no hay ninguna otra
prueba sustancial de este hecho aparte de la imagen de vídeo. Vicky
está allí tumbada, durmiendo, y Jack, como un vampiro, ronda por
el espacio. Ni ella ni nosotros tenemos las coordenadas espaciales
de esta criatura subjetivamente insustancial, ilocalizable. Desapa-
rece poco después, dejando nada más que un mensaje de voz en el
contestador del móvil.

29
Kraicer, Shelly, op. cit.

249
En el bloque-imagen final de la película (último para el espec-
tador pero que, en esencia, es tan sólo un momento dentro de un
circuito) «ella» (la sonda-memoria) consigue penetrar el magma y
«encontrar una imagen». El que esto esté relacionado con la nieve
tiene una cierta inevitabilidad porque la nieve es precisamente la
sustancia que cuaja. Aquí hay algo que se «asienta» en la memoria,
incluso si la imagen es de una metamorfosis o de un deshacimiento,
a través de la cual se dota de sentido a su relación con Hao-hao, a la
transmutación vampírica de Hao-hao, que desaparece al amanecer
«igual que un muñeco de nieve».
Malestar, apatía, inercia, melancolía, autismo, fatalismo, tedio,
lasitud, vacuidad: éstas son las palabras con las que los críticos se
han referido a la actitud hacia la vida predominante en los perso-
najes más recientes de Hou. Pero su misma disparidad atestigua
la resistencia del director a crear ningún gancho afectivo sencillo
para el espectador, lo que puede constituir uno de sus mayores lo-
gros estéticos y narrativos. A él no le interesa juzgar al individuo
contemporáneo, sino, más bien, trazar las coordenadas vitales del
individuo contemporáneo.

250
Tras el 11 de septiembre de 2001
Reflexiones sobre la multinacionalización del cine
Nataša Durovičová y Jonathan Rosenbaum

JONATHAN ROSENBAUM: Como alguien que se crió en Bratisla-


va (la antigua Checoslovaquia) y en Uppsala, Suecia, y que habla y
lee seis idiomas (eslovaco, alemán, ruso, sueco, francés e italiano),
además de poder leer como mínimo otros cinco (checo, polaco,
serbocroata, noruego y danés) estoy seguro que en muchas ocasio-
nes has reflexionado sobre las diferencias nacionales. De hecho, el
área de investigación en la que te has especializado durante la pa-
sada década (las primeras películas habladas rodadas en diferentes
idiomas tanto en Hollywood como en Europa) se centra, en parte,
en este asunto. ¿Cómo explicarías el hecho de que, hoy en día,
cuando los mercados globalizados e internet parecen obligar a los
países a saber cada vez más del resto (o al menos de los productos
culturales de los demás, como las películas) la población estadouni-
dense parezca ser más aislacionista incluso que durante la Guerra
Fría? ¿No es más que un efecto secundario de las prácticas de mar-
keting, o apunta a una tendencia ideológica, independiente de estas
prácticas? ¿O no estás de acuerdo con las presunciones en las que se
apoya mi pregunta?

251
NATAŠA DUROVIČOVÁ: No se trata de que no esté de acuerdo
con tu premisa, pero puede que mi escala temporal sea distinta de
la tuya, lo bastante como para que yo vea la situación de una forma
un poco diferente. Y el 11 de septiembre de 2001 verdaderamente
sirve para medir esa diferencia, porque establece un periodo, un
fin, el fin de una época. Lo que yo me pregunto es si no sería más
acertado decir que Estados Unidos no era, ni con mucho, tan aisla-
cionista durante la Guerra Fría como lo ha sido durante la última
década, entre 1989 y los atentados de septiembre de 2001.
Porque, se diga lo que se diga de la Guerra Fría, seguramente
su rasgo constitutivo fue la existencia ineludible y bien definida de
un «Otro», y en este sentido el bloque soviético formaba siempre
parte, de una forma u otra, del campo de visión general, ya fuera
para los políticos o la gente corriente de Estados Unidos. En mayor
medida, por supuesto, en su aspecto negativo, como «Cuba», luego
«Vietnam» y, más tarde, «la amenaza nuclear». Pero muchos de los
conceptos/ideas mundiales, que hoy en día empleamos habitual-
mente (ecología, derechos humanos), ocupan el centro de atención
gracias al esfuerzo que durante cuarenta años Estados Unidos rea-
lizó para derrotar a este «Otro», en un juego a escala mundial (la
ecología como una forma de demostrar que nos importa el mundo
más que a los directores de Chernóbil, los derechos humanos para
demostrar que nosotros nos preocupamos por los ciudadanos y la
esfera pública más que esos tipos de Moscú, etc.). Durante los úl-
timos cuarenta años, la mayor parte de lo que los estudiantes de
las universidades norteamericanas han aprendido de lenguas y cul-
turas extranjeras ha sido dentro de los programas de los denomi-
nados «estudios de área»: los programas sudasiáticos, de Oriente
Próximo, latinoamericanos, rusos, que se fundaron inmediatamen-
te después de la II Guerra Mundial para crear expertos en cultura
e idiomas, fuera de la dominante cultura media de la Ivy League1
francesa. Debido a la rápida atrofia de estos programas durante la
última década, el servicio de inteligencia norteamericano se ha vis-
to obligado a subcontratar los servicios de interpretación de la Igle-
sia Mormona (la cual todavía obliga sin compasión a sus miles de
misioneros a aprender dialectos mongoles minoritarios o el wolof,

1
En Estados Unidos se llama Ivy League al grupo de universidades de la Costa Este de mayor
antigüedad del país y que gozan de un gran prestigio académico.

252
además de idiomas con un número mayor de hablantes, como el
árabe y el polaco).
En el caso del cine, este internacionalismo fue innegable y omni-
presente por lo menos desde mediados de los años cincuenta hasta
principios de los setenta. Si echas un vistazo al catálogo de pelícu-
las de ficción del American Film Institute, correspondiente al perio-
do de 1960-1970, verás que la misma definición de «americano» se
diluye totalmente durante esa década. Casi todas las películas, de
las aproximadamente 2.000 incluidas en esta lista, tienen algún tipo
de participación «extranjera»: actores, localizaciones, productores,
temas, etc. No es que Ingmar Bergman fuera un nombre muy co-
nocido en Estados Unidos en 1965, pero es innegable que, al me-
nos en sus películas, el mundo exterior era una fuente de emoción
buena y constante, o de novedad, o de atractivo. Lo mismo vale
tanto para James Bond, Julie Christie, el cine erótico europeo y los
spaghetti westerns como para Rambo, Apocalypse Now (1979), Quei-
mada! [¡Quemada!] (1969) o Bernardo Bertolucci, por no hablar de
Jean-Luc Godard. Una actriz como Meryl Streep podía alcanzar el
estrellato (de acuerdo, una especie de estrellato) basándose en su
habilidad para actuar simulando tener acento. Resulta realmente
llamativo cómo el cine norteamericano recuperó su poderío mun-
dial a mediados de los años setenta, con la doble estrategia de Lu-
cas: por un lado, con la proto-mundial, no-local y absolutamente
sintética Star Wars (1977); por el otro, con American Graffiti (1973),
con sus hiperprecisas coordenadas espacio-temporales de Bakers-
field, California, alrededor de 1960. Cualquier mundo que hubiera
entre la Luna y la Costa Oeste, poco a poco, dejó de importar.
Sin duda, el aislacionismo que tú señalas es la consecuencia de
la sorpresa profunda y general ante el hecho de que Norteamérica
pudiera provocar una hostilidad lo suficientemente intensa como
para provocar los atentados de septiembre. Y esa sorpresa es una
consecuencia directa de la situación posterior a 1989, del cambio
de un sistema mundial bipolar a uno mono-polar. Los monopo-
lios tienden a no (tener que) escuchar: la práctica supresión de las
corresponsalías en el extranjero por parte de los principales perió-
dicos y cadenas, que se ha podido percibir a lo largo de la última dé-
cada, resulta un buen ejemplo. Cuanto más accesible es el mundo,
tanto menos importante resulta acceder a él, salvo en nuestros pro-
pios términos. Pero me pregunto si la simultánea proliferación de

253
tecnologías que hacen más accesible todos los otros mundo-espa-
cios, así como nuestro pasado más inmediato, no tendrá inmedia-
tamente el efecto opuesto en el deseo de averiguar realmente algo
sobre ello. No hay duda de que es más fácil para ti o para mí, senta-
dos delante del ordenador y a una corta distancia de una biblioteca
universitaria, tener ahora un mejor acceso al cine malayo o italiano
del que teníamos antes de que fuera tan común la unión entre el ví-
deo e internet. Pero, al mismo tiempo, el apremio por encontrarlo,
y la impaciencia, la curiosidad por saber cómo será, parecen haber-
se atrofiado gradualmente; ciertamente en proporción a lo que es
posible. Ahora Bollywood tiene sus propias tiendas de alquiler de
vídeo en las periferias de las ciudades, algo tan análogo y tan invi-
sible para la corriente cultural norteamericana dominante como el
enorme surtido de vídeos asiáticos sin subtitular disponibles desde
hace tiempo detrás del mostrador de las tiendas de ultramarinos
«orientales» locales.
Todos hemos pasado por la experiencia de ser demasiado va-
gos y estar demasiado ocupados como para ver ese drama familiar
vietnamita (sin subtítulos) y un marketing segmentado ha venido
en nuestro rescate, por así decirlo, ofreciéndonos una herramien-
ta muy útil y muy perniciosa para no tener que enfrentarnos con
este torrente de material nuevo y sin clasificar. La expectativa más
extendida hoy en día es que, a menos que algún tipo de eslogan pu-
blicitario me ponga sobre aviso y me lo traduzca, la experiencia por
la que voy a pagar es, probablemente, demasiado incierta como
para que merezca la pena el esfuerzo: ante la duda, elige una marca
comercial.
En Norteamérica, por ejemplo, existe desde hace tiempo, al me-
nos desde mediados de los años veinte, la estrategia de meter en el
cajón del «arte y ensayo» cualquier cosa extranjera que aparezca en
pantalla. El consenso nunca cuestionado de nuestra tradición social
(formulado por unos medios de comunicación guiados exclusiva-
mente por la publicidad) es que la primera obligación del producto
cultural es garantizar el placer; es decir, entretener; es decir, evitar
todo riesgo. El término «arte y ensayo» y, por tanto, cualquier cosa ex-
tranjera (una estrategia cuidadosa y deliberadamente cultivada, tanto
en la prensa del gremio cinematográfico norteamericano como en
Hollywood, es hacer pasar este concepto por el antónimo de la idea
de «diversión») era equivalente a una advertencia de peligro tóxico.

254
Los años noventa, de veras, tienen otras semejanzas con los años
veinte. En ambos momentos, hubo un tsunami de exportaciones
norteamericanas de todo tipo tras la reconstrucción de un nuevo
orden de posguerra, y llenó varios vacíos: consumistas y sociales.
Pero, en ambos momentos, esta americanización de los medios de
comunicación no se produjo necesariamente porque los merca-
dos locales ansiaran los productos estadounidenses (tal y como los
ideólogos del mercado querían, y quieren todavía, que creamos),
sino que también se debió a las presiones políticas directas de la
maquinaria diplomática de Estados Unidos. En los años veinte, este
proceso tuvo lugar con el escenario de fondo de las deudas e indem-
nizaciones de guerra; en los años noventa, con el telón de fondo de
los debates del GATT2 y los acuerdos de libre comercio. Pero en
ambos casos, tanto Washington como Hollywood llevaron a cabo
una campaña para permitir la libre «circulación» de películas norte-
americanas en el resto del mundo.
Y en ambos periodos se predicó y adornó esta enorme ola de ex-
portaciones con una mezcla de publicidad e «inglés genérico en los
medios de comunicación», un inglés «enriquecido» no sólo con
los términos clave de las nuevas tecnologías, sino también con un
conjunto de nombres de marcas comerciales («McDonalización» se-
ría el ejemplo fundamental, «CNN» sería otro). Me pregunto si esta
lengua franca, este «omni-inglés» elástico y comercial (y, por tanto,
sin demasiadas reglas) no será una especie de pantalla de percepción
que impide, cada vez más, que los norteamericanos imaginen un
mundo distinto al suyo. Aunque, por una parte, proporcione una
herramienta esencial para una comunicación universal eficiente,
de forma muy parecida al latín para los botánicos, y permita a las
enormes masas entenderse, aunque sea mínimamente, este «inglés
mundial», decididamente sin refinar, sin raíces, oscurece precisa-
mente todo aquello que se pierde en la traducción: el matiz, la tra-
dición, la maestría, el estilo personal.
En la mayoría de las demás sociedades, un segundo idioma for-
ma parte de la rutina diaria y constituye una necesidad incontes-
table. E internet, hoy en día, amplía aún más lo que otras formas
de la cultura de masas, reproducidas mecánicamente, han estado

2
Siglas en inglés del «Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio» o «General Agreement
on Tariffs and Trade» (N. de la T.).

255
difundiendo al menos desde la época del jazz, seguida de la llegada
del cine sonoro. En la distancia que separa al idioma principal del
secundario nace una conciencia determinada de lo que significa vi-
vir al otro lado de una barrera lingüística. En el peor de los casos,
esto puede traducirse en un nacionalismo patológico, que poste-
riormente puede llevar a la guerra. Pero el Estados Unidos oficial,
al operar cada vez más dentro de esta invisible y aislante burbuja de
monolingüismo, no sólo impide el conocimiento del «Otro» en sus
propios términos, sino que reduce a cualquiera que quiera dirigirse
a él a la condición de siempre-imperfecto. Antes, los jefes de Estado
o los altos mandatarios solían utilizar su lengua materna para man-
tener la dignidad (por no hablar de ganar tiempo para pensar) y
empleaban a intérpretes para las ocasiones oficiales. Cada vez más,
sin embargo, todos (incluidos los franceses) se sienten obligados
a hablar en un inglés más o menos claro y suenan, a veces más, a
veces menos, como el ayudante extranjero del profesor que solía
haber en clase de matemáticas. Dale la vuelta a la imagen e ima-
gínate a Dick Cheney dirigiéndose al politburó en Beijing en un
chino mediocre. O a George W. Bush buscando apoyos en la OTAN
en un alemán con acento. En el orden mundial actual, las reglas del
juego están escritas en inglés. Sin embargo, de forma similar a esos
folletos de instrucciones plastificados que te dan en los aviones, te
dicen que si no lo entiendes, por favor, se lo digas al auxiliar de
vuelo (algo imposible si uno no entiende el idioma único en el que
está escrito el folleto). Esta falacia monolingüe resulta, por lo gene-
ral, invisible para sus principales víctimas. No se trata tanto de ser
capaz de distinguir si Osama bin Laden nos habla en árabe, urdu o
pastún, en esas cintas de vídeo que se supone que no debemos ver
y de las que no debemos saber demasiado. Se trata de ser capaces
de hacer esta pregunta. Algo fácilmente olvidado en un universo en
el que ninguna película subtitulada, es decir, ninguna banda sonora
que no sea en inglés, ha penetrado jamás en los cines fortificados
de los centros comerciales, hasta el éxito sorpresa del año pasado,
Crouching Tiger, Hidden Dragon (2000).
Imagino que un contexto parecido a éste puede servir para ex-
plicar la reciente Dancer in the Dark (2001) de Lars von Trier. Como
si hubiera procurado escapar de la patrulla de los distribuidores es-
tadounidenses de cine de arte y ensayo y liberarse del gueto de los
festivales, se esforzó mucho por lograr un lenguaje aceptable para

256
una audiencia más amplia, con el objetivo de mostrar a los norte-
americanos cómo podría verse su país desde el otro lado. A diferen-
cia de la mayoría de cineastas extranjeros que intentan rodar su «pe-
lícula norteamericana» trabajando en un entorno estadounidense,
Von Trier se dirige en sus propios términos lingüísticos a Estados
Unidos desde otro entorno. Su costa noroeste del Pacífico, inquie-
tantemente bien «interpretada» por una localización danesa, está
habitada por unos personajes genéricos, familiares de las películas
norteamericanas, interpretados, como es costumbre, por grandes
estrellas (Deneuve, Björk) y que supuestamente rinden homenaje
al más típicamente norteamericano de todos los géneros: el musi-
cal. Sin embargo, Von Trier utiliza este idioma «vernáculo de Holly-
wood» no sólo para atraer a una mayor audiencia, sino también para
calzarles un tratado moral sobre la «crueldad de la pena de muerte»
(siendo la pena de muerte uno de los temas en torno al que mayo-
ritariamente el anti-americanismo ha cristalizado en gran parte de
Europa durante la pasada década). Así que la película no es sólo un
caso de bravuconería (anti-Dogma), el ensayo de una ópera trágica
con el estilo de un musical; es también, creo, un intento de dirigir
una carta a los norteamericanos en su propio idioma, de decir algo
como: «Esto es lo que nos parecéis desde donde estamos». Y por
ello está escrita en un lenguaje de entretenimiento que resulta, de
alguna forma, familiar y aceptable para el público estadounidense.
Al final, resultó que el acento era demasiado fuerte y el «mensaje»
quedó condenado a quedarse fuera del recinto de los centros co-
merciales. No estoy tratando de argumentar indiscriminadamente
a favor de la película; sólo digo que lo que tenía que decir y cómo
lo decía nos puede proporcionar una visión particular y externa
de los Estados Unidos. Que si alguien quería aguantar su «chapu-
rreo de inglés de Hollywood», por así decirlo, podía escuchar una
alerta temprana, incluso una interesante respuesta a la cuestión cla-
ve posterior al 11 de septiembre de 2001: ¿por qué nos odian?

JR: Lo que me resulta fascinante de tu comparación entre los años


veinte y los noventa (con la avalancha de exportaciones norteame-
ricanas llenando en ambos casos «diferentes vacíos» en el periodo
subsiguiente a «la reorganización de un orden de posguerra») es
cómo éste también describe perfectamente el Plan Marshall de me-
diados de los años cuarenta, que facilitó el redescubrimiento del

257
cine norteamericano por parte de la crítica francesa durante los
años cincuenta, el preludio de la politique des auteurs. A su vez, esto
inspiró la teoría norteamericana de auteur de la década de los años
sesenta, que concedía valor a directores como Hitchcock, Hawks,
Sirk, Ray y Fuller, elevando así de categoría al cine norteamericano
en cuanto se le consideró un artículo de exportación con estilo.
Sinceramente, así es como yo aprendí a apreciar a la mayoría de
estos directores y estaba lejos de ser el único. En otras palabras, en
los sesenta, cuando un cierto internacionalismo en la cultura nor-
teamericana estaba alcanzando su punto álgido (la mayoría de mis
contemporáneos la consideran todavía la Época Dorada del cine,
en parte porque parecía desarrollarse de forma pareja al descu-
brimiento más amplio del planeta), paradójicamente se hizo posi-
ble de nuevo para los norteamericanos tomarse el cine norteame-
ricano seriamente como un arte, por primera vez desde los años
veinte.
Desgraciadamente, esto degeneró al final en algo parecido a un
criterio exclusivo, cuyos precursores fueron, en parte, críticos como
Pauline Kael con respecto a películas como Bonnie and Clyde (1967),
The Godfather (1972) y The Godfather Part II [El Padrino. Parte II]
(1974), que absorbió las influencias europeas de la misma forma que
Estados Unidos tiende a absorber a sus inmigrantes (como François
Truffaut en el primer caso y Luchino Visconti en el segundo), hasta
el punto de que efectivamente se vuelven invisibles, o innecesarios.
Misión cumplida, se podría decir: el cine norteamericano podía
volver a pretender que era el que dictaba las reglas del juego, un
monopolio cultural que se ha mantenido desde entonces.
Sin embargo, hay otro aspecto que hace falta estudiar: la de-
saparición de la nacionalidad como tal que acompaña a la globali-
zación, una desaparición que afecta tanto a Estados Unidos como
al resto del mundo. Tal y como propongo en mi libro Movie Wars3,
«McDonalización» no es lo mismo que «americanización» (pense-
mos que en los McDonalds de Tokio se vende sopa de maíz) y
también he sostenido, en otras ocasiones, que en el momento en
que se instalen máquinas de Coca-Cola en Teherán, Estados Uni-
dos dejará de tomar las huellas dactilares a todo iraní que cruza
sus fronteras. Porque lo paradójico sobre el aparente aumento de

3
Rosenbaum, Jonathan, Movie Wars, Nueva York, A Capella, 2000.

258
tribalismo en todo del mundo es el hecho de que, hoy en día, los
países se definen exclusivamente como mercados, hasta el punto
de que, hablando existencialmente, podría decirse que se están
convirtiendo en mercados. Del mismo modo que la mayoría de
países empieza a compartir la misma cultura mundial, en el mismo
monótono «inglés mundial», podría decirse incluso que tenemos
más cosas en común que en el pasado. Aun así, los que dirigen el
mercado están convencidos de que somos muy diferentes entre
nosotros, principalmente porque, en teoría, necesitamos campa-
ñas publicitarias muy distintas. La verdad es que soy más que es-
céptico al respecto. Lo terrible es que, de alguna forma, estamos
dejando que la gente que idea las campañas publicitarias nos diga
quiénes somos; algo que, normalmente, significa también quiénes
no se supone que debemos ser.

ND: Puede que tengas razón al decir que entre nosotros tenemos
más similitudes que diferencias. Pero creo que hay que añadir algo
esencial: lo que nos hace «personas» a ti y a mí es la posibilidad de
decidir de qué forma yo me veo a mí misma parecida a ti y en qué
forma considero que me distingo de ti, así como del resto del mun-
do. Idioma, medio ambiente, discursos políticos, comida, la crian-
za de los hijos... podemos decir que éstos pueden ser algunos de
los ámbitos emocionales en los que buscamos solidaridad entre
nosotros y los otros. La memoria, el sexo, el olfato, el espacio, el
arte, pueden ser ámbitos en los que, en el mejor sentido román-
tico, preferiría hacer un mayor hincapié en las diferencias que en
las semejanzas. Y puede que el cine confunda lo que tú considera-
bas tus «diferencias» y tus «semejanzas». Así, el sonido de los zapa-
tos de tacón de Maggie Cheung subiendo las escaleras del edificio
donde tiene su apartamento, puede que te haga sentir que encuen-
tras eco en tu propio interior, mientras que la idea de la «familia
universal» en la que claramente se inspiró Mira Nair para Monsoon
Wedding [La boda del monzón] (2001) le da un significado nuevo, aun-
que sea aún más aterrador, a la idea de lo «tribal».
Eso es lo que una película, anclada siempre en un momento
particular, concreto, puede hacer: ofrece una superficie sensible la-
tente, por así decir, en la que podemos encontrar un eco, en mayor
o menor grado y según lo que esté siendo mostrado. Lo mismo que
decía Adrian. En la soledad y la unión que genera la sala de cine

259
uno se siente seguro para avanzar en uno u otro sentido (y por aquí
transcurre mi reflexión en torno al debate actual sobre TV/DVD).
Si elijo y veo una película a solas, estoy predispuesto a elegir una
apuesta más segura. En una sala de cine, incluso una película que
te haga sentir demasiado diferente, insensible a las ideas y texturas
en las que te ves inmerso (en otras palabras, una película que no te
gusta nada), aún así, te atrapa en la red de la unión del público; al
final, te ves obligado a prestarle atención.
Como en la pregunta anterior, en general estoy de acuerdo con-
tigo, pero me gustaría definir cuáles son las ideas de referencia. Y
también voy a dividir en dos partes tu largo comentario/pregunta.
En primer lugar, añadir algo más sobre la década tan productiva en
las relaciones del cine de Estados Unidos y Europa Occidental du-
rante la Guerra Fría y su legado. En segundo lugar, sobre la relación
«autóctona» de Estados Unidos con el nacionalismo, en contraposi-
ción a su versión caricaturizada, el «americanismo».
Lo que hizo que los años cincuenta y sesenta fueran tan inte-
resantes desde el punto de vista del cine fue que, gracias al Holly-
wood temporalmente atrofiado por la televisión, lo más importante
no era el cine. La primera industria cultural del mundo se encerró
en su capullo; como resultado, no sólo salieron a la palestra varias
industrias cinematográficas nacionales ( Japón, incluso la India con
Ray, los soviéticos «descongelados», y diversas industrias europeas,
cada una de las cuales dio lugar a su propia Nueva Ola). Las distin-
tas artes también se mezclaron mejor: el cine se unió más estrecha-
mente con la música (entre el jazz y el rock), la pintura (el expre-
sionismo abstracto y el proto-minimalismo), la literatura (cruzada
con la filosofía), incluso con el baile (que alimentó a buena parte del
arte corporal o body art que estaba latente y al cine experimental):
todos bajo el denominador común de arte pop. El arte pop se quitó
el estigma del comercialismo, disolviendo así los últimos vestigios
que quedaban de la distinción entre arte mayor/menor, propia de
la época anterior a la guerra, con su legado político y su agenda, así
como las fronteras formales y de género. Comenzaban a forjarse
las herramientas de lo que, una década después, sería identificado
en su conjunto como posmodernidad: parodia, pastiche, cita, auto-
reflexividad. Puede que esto tuviera algo que ver con la relación
histórica más estrecha de la industria de la televisión norteamerica-
na con Nueva York, y su dependencia de ella.

260
Esta sensibilidad pop se fraguó y se pulió conceptualmente en
las emergentes facultades de artes liberales y cine como la Univer-
sidad de California (a diferencia de las escuelas de cine profesiona-
les como la Universidad de Southern California, que se había ido
fortaleciendo desde finales de los años veinte), y acabó por inspirar
a muchos (aunque no a todos) los autores norteamericanos de los
años setenta. En contraposición a la viril indiferencia de «soy John
Ford, hago películas del Oeste», de la que tanto dependía la cinefilia
de los críticos de Cahiers, Lucas legitimó sus narrativas predecibles
con ayuda de lo que había aprendido de Lévi-Strauss en la universi-
dad, tal y como lo presentaba Joseph Campbell. «Pueblo» significa-
ba «mercado» desde el ángulo adecuado y en el momento preciso.
En la larga época de reaganismo posterior a Vietnam, en un clima
intelectual que ensalzaba la actitud rabiosamente antimoderna, an-
tipolítica, antianalítica y pro-pop, segura de sí misma y fuertemente
dogmática de una Pauline Kael, Hollywood fue volviendo gradual-
mente a los productos norteamericanos convencionales, después
de haber recuperado su desprecio, absoluto e impertérrito, por las
formas «alternativas» del pensamiento cinematográfico.
Su desprecio, resultado de un exceso de confianza propio de las
facultades de cine, salió a la luz en las ridículas escenas de finales de
los años noventa, cuando Spielberg y compañía (que habían crecido
en una diluida teoría de autor post-Cahiers) recriminaron reiterada-
mente a los cineastas europeos, tachándoles de pusilánimes, por
querer mantener cierto grado de proteccionismo en las industrias
cinematográficas de la Unión Europea, subvencionadas por el Esta-
do. «El genio del sistema»... ¿pero qué hacer cuando Jack Valenti se
ha apropiado de Bazin?
Durante la siguiente década, aproximadamente, incluso cuando
a mediados de los años ochenta el sistema paralelo de la distribución
en vídeo se convirtió en algo común y parte del panorama cinema-
tográfico norteamericano en su conjunto, la presencia de otros ci-
nes (y aquí me refiero, todavía y sobre todo, al eje europeo) cambió
de la presencia de los objetos fílmicos a la presencia de los cineastas.
Como apenas se importaban películas que no fueran norteameri-
canas a Estados Unidos para su proyección en cines, Percy Adlon,
Michelangelo Antonioni, Bertolucci, Costa Gravas, Milos Forman,
Ivan Passer, Slava Tsukerman, Jerzy Skolimowski, Louis Malle,
Nikita Michalkov, Wenders, Sergio Leone, Verhoeven (y luego

261
en los años noventa Jean-Jacques Annaud, Emir Kusturica, Lasse
Hallstrom, Roland Emmerich, Wolfgang Petersen, Ang Lee, John
Woo) optaron por venir en persona, por así decirlo, para traer con-
sigo lo que tenían que decir.
Puede que también este fenómeno sea cíclico. En cierta forma,
existe una similitud entre este aislamiento progresivo en los ochen-
ta, después de un periodo de relativa apertura, y la retirada paula-
tina de películas importadas a los Estados Unidos a mediados de
los años treinta, después de que hubiesen gozado de una presencia
temporal, pero crucial, en la escena cinematográfica norteamerica-
na en los años veinte e incluso a principios de los treinta, justo des-
pués de la llegada del sonido. En ambos momentos, la industria del
cine norteamericano se consolidó (es decir, como dirían algunos
estudiosos hoy en día, «innovó» lo suficiente como para recuperar
el espíritu que había perdido en la rutina industrializada). Pero los
rescoldos que habían dejado las películas importadas, la plusvalía
circulatoria y el caché que habían proporcionado a sus directores
y a sus industrias nacionales, les valió para negociar un acuerdo
«personal» con Hollywood.
Este fenómeno, por sí mismo, no carece de interés. De hecho,
propondría la hipótesis de que existe toda una categoría de películas
sobre Estados Unidos «vistos de otra forma» y «vistos desde otros
lugares», que a menudo llaman la atención sobre acontecimientos/
ámbitos/escenarios/áreas que permanecen invisibles para el obser-
vador interno. Piensa en lo extraño que resulta el universo nor-
teamericano de What’s Eating Gilbert Grape? [¿A quién ama Gilbert
Grape?] (1993), por no hablar de Paris, Texas (1984) o Rosalie Goes
Shopping [Rosalie va de compras] (1989). Pero este fenómeno es un
movimiento dialéctico, como un péndulo; y, de hecho, está muy
alejado de la evidencia cuasi-física de que hay otros mundos ahí
fuera inherentes a las películas «importadas». Olvida a Baudrillard
y los simulacros: para mí es importante la documentación antropo-
lógica, y, con ella, una especie de «redención física de la realidad»,
que las películas son las que mejor llevan a cabo: imágenes preci-
sas, luz nítida, voces reales, una temporalidad ligeramente distinta,
perspectivas impredecibles, texturas y sonidos radicalmente dife-
rentes, etc. Todo ello son evidencias de que hay otros lugares en el
mundo. Un arraigo fenomenológico. Antes de ponernos a discu-
tir si una narrativa particular no es más que otra adaptación local

262
de una narrativa clásica de Hollywood o bien una ruptura con sus
normas estilísticas, se trata de ver que la gente se suena la nariz de
forma diferente en las películas suecas, o que los ascensores de los
edificios taiwaneses son los mismos, o cómo son los canalones en
Teherán, o la comparación entre la forma de hablar rápido y lento
en una película suiza. Y son estas pequeñas pruebas definitivas de
las diferencias potenciales en el mundo, tal y como insisto una y
otra vez, las que están tan dolorosamente ausentes, no tanto en los
catálogos de los videoclubs norteamericanos como en la visión del
mundo que en general tiene el país. Creo que a los norteamerica-
nos realmente les han engañado con la mentira orwelliana de que
el mercado les está dando exactamente lo que ellos quieren.
Sí, sí, lo sé, esta argumentación tiene muchas lagunas en lo que
se refiere a las teorías de la representación: Tom Hanks no es un
norteamericano común y corriente, sólo lo interpreta, y un cubo
de basuras se ve distinto en una película de Wajda y en una de Kies-
lowski. Pero estoy realmente convencida de que esto es una queja
visceral de orden cultural.
Del mismo modo, comparto tu inquietud sobre el antiameri-
canismo sin sentido que hay ahí fuera, producido como un efecto
secundario e imprevisto de la circulación asimétrica, así como de la
escala de las imágenes. En la pequeña ciudad francesa donde acabo
de pasar seis meses, Estados Unidos está presente principalmente
en la oferta del videoclub local, y la imagen que surge es una espe-
cie de infierno en la tierra, poblado únicamente por hombres vio-
lentos y sus coches. Obviamente, esta selección no la ha realizado
Jack Valenti o el Departamento de Estado, sino el dueño de la tien-
da, francés de pura cepa, y responsable de haber añadido un toque
de Woody Allen y Robert Altman a la sección de comedia france-
sa. Pero Estados Unidos todavía provoca miedo en el corazón de
una gran parte (probablemente la mayoría) de los ciudadanos de la
Unión Europea, acrecentado por los titulares sobre «el Eje del Mal»
y las películas hechas para televisión, centradas principalmente en
el mundo del crimen, que ocupan la franja nocturna de la mayoría
de las cadenas comerciales europeas. El programa de Oprah es lo
más parecido a un informe de los temas de actualidad en Estados
Unidos que ve el mundo ahí fuera.
En el caso de las películas, tener que exportar por necesidad una
imagen «de grano grueso» de Estados Unidos al extranjero es algo

263
que ha preocupado a los funcionarios norteamericanos desde los
años veinte. Y de hecho fue modificada sistemáticamente por la
Hays Office, a instancias del Departamento de Estado. El libro de
Ruth Vasey, The World According to Hollywood4 cita algunos ejem-
plos muy interesantes del interés de facto de la censura nacional,
durante los años anteriores a la II Guerra Mundial, por restringir
la representación más «socialmente corrosiva» de las costumbres
norteamericanas. Aunque era la unión de consumismo y sexo lo
que se consideraba lo más problemático. Y la OWI5, encargada de
la propaganda de los Departamentos de Estado y de Defensa du-
rante y después de la guerra, procuró, en una línea muy parecida,
proporcionar una «pantalla de interés nacional» para la fuerte pre-
sión ejercida por la MPPDA6 para exportar todo lo que tenía en
reserva en cuanto acabara la guerra. Todas las vueltas en torno al
cine negro (el hecho de que en Francia se convirtiera en un fetiche,
precisamente porque no ofrecía el punto de vista optimista que se
podía esperar de Estados Unidos) no habrían tenido lugar si la OWI
hubiera conseguido sus propósitos antes de su desmantelamiento.
Lo único bueno que puede que salga del desastre del 11-S (en lo
que incluyo el derroche de capital moral en el que Estados Unidos
ha incurrido instantáneamente a costa de los muertos) es esta idea
de Estados Unidos como una «patria», es decir, un hogar. Porque
«hogar» es un término cambiante, relacional, como «yo» o «tú» o
«allí» y por tanto, inevitablemente, da lugar a unas coordenadas
geopolíticas. Así que, si aquí tenemos un «hogar», eso significa, no
sólo que no lo tenemos «allí», pongamos en Oriente Próximo; tam-
bién significa, diría yo, que, cada vez más, muchas personas podrían
hacerse responsables de un Estados Unidos que es un «hogar», en
vez de una superpotencia, con el correspondiente cambio en la for-
ma de ver las cosas. Quizá el éxito de Michael Moore en el Festival
de Cannes de este mes [mayo de 2002] con Bowling for Columbine,
tenga algo que ver con todo esto.

4
Vasey, Ruth, The World According to Hollywood, Exeter, University of Exeter Press, 1997.
5
Siglas que en inglés corresponden a la Oficina de Información de Guerra u Office of War
Information (N. de la T.).
6
Siglas que en inglés corresponden a la Asociación de Productores y Distribuidores de Pelícu-
las de Norteamérica o Motion Picture Producers and Distributors of America (N. de la T.).

264
África y Latinoamérica
El cine y sus migraciones circunatlánticas
Catherine Benamou y Lucia Saks

1. Maletas viejas y nuevas

Ann Arbor, Bastille Day 2002

Querida Lucia:

Qué bien saber de ti justo cuando estás mudándote de Dur-


ban a Johannesburgo y estás preparándote para dar el salto al otro
lado del Atlántico. Como descendiente de judíos europeos, naci-
da y criada en Sudáfrica y educada, en parte, en Estados Unidos,
compartes conmigo un sentido del desplazamiento periódico que
afecta a nuestra identidad étnica y nacional, al mismo tiempo que
cambian las fronteras que delimitan esas identidades. (En mi caso,
esto tiene que ver con ser en parte judía franco-argelina y en parte
norteamericana anglo-alemana; razón por la cual tengo dos pasa-
portes). Las distancias que tú estás cubriendo ahora, que yo no me
planteé jamás en mis viajes transatlánticos, provocan comparacio-
nes entre las naciones modernas y pretendidamente multicultura-
les en las que vivimos. Parece que sólo se pueden considerar las
diferencias si uno está dispuesto a reconocer las semejanzas: tanto
Estados Unidos como Sudáfrica se fundaron sobre las olas sucesi-
vas de la inmigración, el neocolonialismo, el genocidio como una
«necesidad» de la colonización, el apartheid (legal y social), la brutal

265
explotación de las tierras del país debido a su riqueza mineral y la
protesta civil. Actualmente, uno de los dos países está recurriendo
a estrategias descaradamente oligárquicas para permanecer en el
centro del imperio (al mismo tiempo que le afecta, más de lo que
está dispuesto a admitir, la situación de los países en los que se ha
entrometido, un mal endémico del neocolonialismo de posguerra).
El otro todavía está en medio de un experimento democrático, in-
tentando no quedarse en la periferia y caminando, como un funam-
bulista, por un alambre imaginario entre su afiliación con el G8 y el
llamado Tercer Mundo, a ninguno de los cuales se puede permitir
dejar de lado.
Las implicaciones que todo esto tiene en lo que se refiere a la
cultura cinematográfica aún son difíciles de ver para mí como inter-
americanista. Al menos superficialmente parece que, aunque Su-
dáfrica permanezca mucho más apegada a sus tradiciones étnicas,
tanto el cine estadounidense como el sudafricano han tratado la
raza y la inmigración como características indelebles de sus rea-
lidades nacionales, cuando no como cuestiones políticas que el
público debe esforzarse por resolver. Esto contrasta fuertemente
con sus homólogos dominantes en Europa y Asia (con las posibles
excepciones de países multilingües y multirregionales como Espa-
ña, Bélgica y la India), que, sorprendentemente, siguen ignorando
(cuando no rechazando directamente) estos temas. Esto no quiere
decir que los públicos europeos y asiáticos no se interesen por las
películas sudafricanas y estadounidenses cuando tratan estos te-
mas, sino más bien que, en sus propios países, la inmigración y la
raza representan, todavía, una fuente de interferencias en la fabrica-
ción cinematográfica de la integridad nacional y el sujeto nacional
unificado. El director japonés Masato Harada ha relatado alguna
vez cómo fue imposible para él conseguir que una película suya
(Kamikaze Taxi, 1995) sobre los Nikkeijin (los emigrantes japone-
ses que volvieron de Sudamérica) fuera producida por un estudio
japonés, incluso aunque los Nikkeijin representen, actualmente, un
porcentaje significativo de la fuerza de trabajo y hayan consegui-
do introducir en la esfera pública japonesa algunos elementos de
la expresión cultural latinoamericana, como el fútbol y la samba.
Cuando en el contexto europeo surgen películas sobre raza e in-
migración, como el cine negro británico de Isaac Julien, adoptan
a menudo la forma de expresión étnica o de la diáspora, lo que

266
ciertamente no es algo malo, pero los circuitos para esas películas
son claramente más reducidos que los del cine mayoritario.
Los paralelismos entre Estados Unidos y Sudáfrica (espero no
estar exagerando) no apuntan sólo a los vestigios del Tercer Mundo
que todavía quedan entre nosotros, con todas las cuestiones que
esto plantea en cuanto a su representación cinematográfica, sino
que también apuntan al hecho de que el cisma que tiene lugar a
finales del siglo xx entre el Primer y el Tercer Mundo puede que
ya no sirva, ni descriptiva ni estratégicamente. Al mismo tiempo,
no creo que hayamos alcanzado el nivel de las metrópolis interco-
nectadas, «globalizadas», cada una con su propia periferia, como
sostenían algunos analistas de la globalización posterior a 1989. Al
hablar de los trabajadores de la empresa de mudanzas que están en
tu casa y su embelesamiento con la Copa del Mundo que se está
jugando ahora, mezclado con el almuerzo con té que toman mien-
tras llevan las cajas, me has hecho pensar en qué es lo que ha cam-
biado exactamente en la transmisión transnacional de los medios
de comunicación, y en qué quiere decir su «efecto globalizador» en
nuestras vidas sociales y culturales. ¿Es cualitativamente diferente
de lo que ocurrió hace veinte años? ¿Qué es lo que ha pasado, ade-
más de una expansión del uso de los medios, la ramificación de los
modos de producción y distribución, y una mejora de la habilidad
técnica necesaria para construir mercados en todo el mundo? (Por
supuesto, estas mejoras teóricamente no benefician únicamente a
las prácticas de los medios de comunicación producidos y patroci-
nados por las grandes corporaciones).
Naturalmente, hay un sentido de conexión mayor provocado por
nuestra experiencia sensorial de un acontecimiento que sabemos
que otros, separados espacialmente de nosotros, están experimen-
tando simultáneamente, como si se pudiera eliminar la brecha entre
el ver y el ser. Cuando los canales de conexión se activan con la sufi-
ciente frecuencia o consistencia, puede darse lo que John Tomlinson
ha llamado «desempotramiento»: la extirpación y la dispersión de la
expresión cultural y la experiencia social de un contexto geohistóri-
co a otro, dando lugar a un número variable de uniones transnacio-
nales y mezclas culturales.
Aun así, este proceso a menudo está acompañado por un ansia
de participación, ya que nuestra capacidad de consumo se ve dis-
minuida por el visionado intermitente, la reducción de la pantalla

267
electrónica y la escala implícita (y por tanto inconmensurable) de
los acontecimientos mediatizados. Podemos encontrarnos atra-
pados fácilmente en la espiral mundial, hegemónica o alternativa,
pero ¿cuánto podemos acercarnos de verdad al epicentro de la ac-
ción? ¿Cómo definimos la relación con nuestros interlocutores? En
el momento en que llegamos «allí», ¿todavía somos «nosotros» los
que hablamos? Y si de verdad llegamos alguna vez a los centros de
producción y difusión, ¿hasta qué punto nos convertimos en agen-
tes en relación al conjunto global? (En la periferia latinoamericana
ya hay vuelos directos a Disney World. Sin embargo, la mayoría de
los que aspiran a vivir en la meca de los sueños estadounidense se
da cuenta, una vez que está totalmente inmersa en ella, de que no
tienen más derechos ni más ventajas que antes).
Esta condición afecta por igual a los productores no-corporati-
vos, cineastas y espectadores. Sin embargo, el parecido en el cono-
cimiento y la mediación es, exactamente, lo que se está ofreciendo
como beneficio secundario y como gancho del mensaje de los me-
dios de comunicación mundiales: el mundo «al alcance de tu mano»
o, hablando de fútbol, el mundo «en una copa». Junto a la pro-
mesa de totalidad, se da la inevitable disonancia cognitiva en la
mayoría de los espectadores cuando la imagen globalizada no con-
cuerda con lo que podemos ver y palpar en nuestra vida cotidiana.
Incluso cuando hemos estado «allí» y «hecho» o «tenido aquello»,
nuestro conocimiento fragmentario hace que nos perdamos, y de-
seemos siempre, la experiencia real de una forma inquietante. Aun
así, esta experiencia no puede tenerse sin algún tipo de mediación
(¿Quizá el cine sensible de Aldous Huxley?). Volviendo a la Copa
del Mundo: ésta es la expresión última de la sincronía y comuni-
cación mundiales combinadas con un renacimiento sospechoso,
ritualista, del nacionalismo. ¿Está en juego lo mismo, tanto real
como simbólicamente, para Croacia, Ecuador, Turquía o incluso
Brasil en comparación con Alemania o Francia? ¿Lo nacional sigue
coincidiendo con estas fronteras geopolíticas? Y, como tú señalas,
no se debe olvidar que fuera de la pantalla existen los rituales y ex-
pectativas, no tan poscolonialistas, de la vida cotidiana.
En la mayoría de los análisis actuales, parece que falta el confuso
término medio entre la cultura global de las grandes corporaciones
y las manifestaciones locales de consumo y resistencia. Dentro de
esta gama de opciones, estamos todavía atrapados en la trampa

268
retórica de Mothra contra Godzilla (o Biollante, si prefieres) cuan-
do intentamos atravesar la barrera de vallas publicitarias o, incluso,
cuando tratamos de mandarnos un correo electrónico. Podemos
atribuir, de forma plausible, la disminución y el eclipse de este tér-
mino medio no ya a la desaparición del nacionalismo y su expresión
en los medios de comunicación (al contrario, el que los europeos
occidentales eviten tratar temas de raza y emigración no es más
que una reacción instintiva del nacionalismo), sino más bien a su
oclusión por parte de los conglomerados bizantinos y los intereses
subsidiarios de la cultura cinematográfica transnacional. Esta cul-
tura cobra múltiples formas: «el cine de arte y ensayo» y los movi-
mientos cinematográficos explícitamente radicales, que han empu-
ñado la bandera de lo nacional, al mismo tiempo que dependen, en
alto grado, de los foros internacionales de exhibición y distribución
(Cannes, Viña del Mar, Venecia, Berlín, etc.); y también la circula-
ción semiclandestina, en todo el mundo, de películas de serie B en
cines de barrio y franjas televisivas vacías. Tanto si este ámbito in-
termedio existe todavía como si no (y, como fiel seguidora de Wal-
ter Benjamin, prefiero pensar que está siendo «reprimido» en vez
de creer que simplemente ha desaparecido, y que tiene una impor-
tancia mayor de lo que podría parecer a simple vista para nuestra
comprensión de la globalización actual), es fundamental recuperar-
lo como una útil y ventajosa posición desde la que evaluar cómo la
nueva «era global» (o más bien esta nueva fase de la globalización,
ya que el cine siempre ha sido global) ha transformado la elastici-
dad cultural del cine, así como los términos de interacción entre los
medios transnacionales y sus audiencias.
Las mudanzas no tratan solamente de irse y abrazar algo nuevo,
sino también de retrotraernos a momentos concretos del pasado,
que comparamos con el presente. A lo mejor, mientras en mi es-
tudio sobre la circulación entre los medios de comunicación de las
Américas fluctúo intelectualmente entre el «buen vecino» de los
años cuarenta y el NAFTA1 de los noventa, puedo conservar un
poco de este confuso término medio volviendo a la prehistoria in-
mediata de la última fase mundial del cine; un pasado que, como
un inconsciente colectivo de los medios de comunicación, todavía

1
Siglas correspondientes al Tratado Norteamericano de Libre Comercio o North American
Free Trade Agreement, en inglés (N. de la T.).

269
sigue siendo explotado debido a su atractivo popular (como la blax-
ploitation de los setenta en Jackie Brown [1997] o las diversas referen-
cias en Austin Powers in Goldmember [Austin Powers y el miembro de
oro] [2002] y Undercover Brother [Hermano encubierto] [2002]).
Aun así, parece necesario dar un paso más allá de la desmitifi-
cación de los medios de comunicación internacionales convertidos
en meros productos de consumo, que se vehicula centrándose en
su seductora influencia sobre la psique individual, cada vez más dis-
persa y extensa; un paso más allá, por tanto, en la redefinición de
la idea de «comunidad» y de lo que significa «participar» en ella,
o en el reconocimiento de la nación-Estado como una construc-
ción retórica que todavía puede golpear con fuerza brutal, ayudada
e instigada por el capital financiero a escala mundial (Guatemala,
Indonesia, Israel, Rusia, Estados Unidos). Tampoco se remedia el
peligro de la generalización recurriendo a las apropiaciones de lo
global por parte de las idiosincrasias locales, que han tenido un
éxito momentáneo al traducir los mensajes patrocinados por las
grandes empresas en obras con un significado cultural que mitigan
psicológicamente, ya que no materialmente, los efectos de la «do-
minación cultural». ¿No han aprendido ya los publicistas de las mul-
tinacionales, duchos en multiculturalidad, a falsificar el supuesto
viaje del poder del centro a la periferia promocionando los logos de
las grandes marcas como moneda mundial definitiva, ocultando su
carácter de signo de la dominación cultural? ¿Acaso no nos dicen ya
que todos somos logocéntricos, aunque de formas distintas? Pienso
en los anuncios de televisión de la Copa del Mundo, en los que ve-
mos a personas de diversas nacionalidades intercambiándose las ca-
misetas, todas pagadas con MasterCard en distintas monedas; y al
comentarista de deportes japonés, que por fin logra gritar al estilo
latino un «¡Goooooooool!» como Dios manda, aleccionado por un
locutor deportivo mexicano, pero sólo después de haber tomado
un sorbo de la omnipresente e inequívoca Coca-Cola.
Maestría imperfecta y conversión cultural: hace más de veinte
años, en una expedición cinematográfica a través de los Andes, fui
a dar con un cine de barrio en Lima, Perú. De forma nada sorpren-
dente, por aquel entonces era muy difícil ver películas peruanas
en los cines comerciales. Vimos, en cambio, carteles desgastados
de películas de posguerra de Hollywood y musicales épicos de
Bollywood (sin ninguna lógica aparente en lo que se refiere a su

270
fecha de estreno). Esa tarde se proyectaba Shaft’s Big Score! [Shaft se
apunta un gran tanto] (1972), a la que asistió un público razonable-
mente numeroso, de distintas clases, compuesto principalmente de
hombres solteros. Me pregunté qué podría resultar relevante en es-
te canto a la masculinidad urbana y negra y a la defensa de la integri-
dad, en un mundo norteamericano «blanco», hostil, pervertido para
el espectador peruano serrano2, desplazado y solitario. Pocos días
después, al aventurarnos en la Sierra Central, que todavía no había
sido destrozada por las campañas de Sendero Luminoso, llegó allí
la respuesta. En cualquier ciudad y en cualquier mercado se podían
escuchar los gañidos jadeantes de los Bee Gees, introduciéndose en
nuestra consciencia distraída, junto con los sónidos más vernáculos
de los huayños (baladas indígenas electrizantes) y las conversaciones
en quechua. Por todas partes se veían trazas de Saturday Night Fever
(1977) y los jóvenes cholos3 se peinaban el tupé, vestían pantalones
y caminaban como John Travolta. Al realizar estos actos de consu-
mo, los jóvenes expresaban su deseo de rehacer su propia identidad
social, no a imagen de los poderosos magnates de Manhattan o si-
guiendo el arquetípico gringo torpe y vil del imaginario serrano
(representado tan acertadamente por Jorge Sanjines en Blood of the
Condor [La sangre del cóndor] [1969]), sino a imagen de la juventud
de barrio, obrera trabajadora, ambulante, y totalmente urbana, que
Travolta y su compañera de baile representaban. La masculinidad
de Travolta y Shaft era corroborada y proyectada por sus estilos
picarescos, con el que cada uno podía «expresarse» mostrando sus
talentos físicos, ingenio y valor innatos, sin pedir permiso a nadie.
De esta forma, estas audiencias masculinas locales, faltas de dinero,
aunque con gran desparpajo, absorbieron ávidamente los dramas
de Shaft y Travolta, no de acuerdo a los matices del diálogo o las
referencias históricas o las tramas, sino a un nivel más profundo,
más visceral de lucha e identificación.
Los actores que interpretaron los papeles protagonistas en estas
películas (Richard Roundtree y, sí, incluso John Travolta) apenas
eran considerados estrellas según el patrón establecido. Sin em-
bargo, sus personajes se antojaban heroicos porque ellos, también,
al igual que el cholo serrano o el mestizo4 urbano (que se habían
2
En español en el original (N. de la T.).
3
En español en el original: dicho de un indio que adopta los usos occidentales (N. de la T.).
4
En español en el original (N. de la T.).

271
vuelto vulnerables a causa de un asimilación social incompleta y
la inestabilidad laboral en una economía posmilitar tambaleante),
fueron capaces de reconocer, cultivar y reafirmar incluso su propia
diferencia étnica, al mismo tiempo que inventaban una identidad
moderna y luchaban por un mundo mejor. Además, esto era algo
que se podía lograr de forma individual, sin esperar a cambios ge-
nerales y sin que las tendencias nacionales y políticas les hicieran
quedarse estancados. Lo que distingue claramente la interpreta-
ción en la pantalla de Travolta y Roundtree de las grabaciones más
omnipresentes de los Bee Gees es que éstas quedaban confinadas a
la esfera de lo global, cuyo estilo y lenguaje estaban más allá de su
alcance, excepto a través de algún tipo de torpe mímesis; mientras
que estas películas ofrecen todavía la posibilidad de la identificación
transcultural y, finalmente, la transculturización.
Lo que resulta llamativo de la recepción peruana de los medios
de comunicación estadounidenses en los años setenta es que estas
audiencias fueron capaces de crear sus propios rituales de consu-
mo. Si el fútbol mundial televisado trata sobre la conservación del
ritual (y ahora los jugadores fingen incluso las lesiones por su efecto
teatral), indiferente a la identidad cultural del espectador; el cine,
por su parte, parece permitir la construcción de un ritual alrededor
de poderosos mitos sociales y, a un tiempo, ampara notables esfuer-
zos de desmitificación. Quizá al estudiar estos rituales pueda apa-
recer de nuevo la sustancia actual del «ámbito intermedio».
En segundo lugar, aunque es posible que los intérpretes y los
productores de las canciones de los Top Forty5 y de los grandes
éxitos de taquilla hubiesen sabido que su obra saldría fuera del pe-
rímetro del mundo anglófono, ni las interpretaciones ni las tramas,
ni siquiera el envoltorio de producto, se concibieron según crite-
rios transnacionales. En cambio, la industria inundó los circuitos
del Tercer Mundo con estas obras para recuperar cualquier plusva-
lía que pudieran recoger. Esta falta de premeditación es absoluta-
mente evidente en la ausencia de todo esfuerzo de promoción para
atraer al público local al cine o a la tienda de discos, salvo por uno
o dos pósters. Mientras que inundar discretamente otros mercados
con estas películas puede que contribuyera a la comprensión in-
completa (y por tanto, al consumo «imperfecto») de los textos en

5
El equivalente en Estados Unidos a las listas de éxitos de los Cuarenta Principales (N. de la T.).

272
su formulación original, esta negligencia etnocéntrica de los modos
de uso multiculturales también dejó un margen para la mediación
del espectador, del que se aprovecharon totalmente los peruanos y,
sin duda, muchos otros.
Además, los caóticos programas de exhibición, resultado de la
inundación indiscriminada de los mercados extranjeros, pueden
preparar el terreno para que se dé una alquimia diferente entre los
posicionamientos culturales y los géneros cinematográficos: el di-
rector de origen chileno Raúl Ruiz, quien este año formó parte del
jurado oficial de Cannes como cineasta «francés», debe sus innova-
ciones narrativas a la plétora de películas norteamericanas de serie
B que vio durante su adolescencia en Chile. Al mismo tiempo, su
«afrancesamiento» tiene menos que ver con un cambio de identidad
cultural que con la disposición de subvenciones estatales y privadas
en Francia para las películas en 35 mm. De este modo, cada vez es
más difícil situar a determinados directores, como Ruiz y Harada,
dentro de la trayectoria de un cine nacional, incluso aunque perma-
nezcan muy pendientes de las trayectorias, política y culturalmente,
de sus respectivas naciones de origen. Deberíamos contemplar tam-
bién la posibilidad de que dichos directores sean capaces de trans-
formar el cine nacional, provocando un giro de 180 grados o un
efecto boomerang en los vectores culturales, en virtud de su estatus
internacional. Por ejemplo, Ruiz acaba de regresar a Chile para rea-
lizar una serie de televisión experimental para el Ministerio de Cul-
tura chileno.
Lo que ha ocurrido es que las películas que están en el circuito
mundial (incluidos los vídeos indígenas del interior de Brasil) se
producen, hoy en día, teniendo en mente audiencias mundiales.
Esto ha dado lugar a unas nuevas reglas del juego en las relaciones
entre el director y la productora, así como a presiones explícitas a
nivel del texto cinematográfico (algo que ha ocurrido también en
la televisión transnacional). Mientras que en la época en la que se
inundaba, indiscriminadamente, los medios de comunicación de
otros países no existía un criterio de representación claramente defi-
nido, más allá de un concepto autoimpuesto e interiorizado de lo
que eran los valores de producción y la gramática de Hollywood
(el contenido narrativo, la elección de actores, la estructura de la
trama y las orientaciones temáticas se adaptaban a las característi-
cas locales), ahora hay un estándar internacional no reconocido al

273
que se están adhiriendo estratégicamente los directores mexicanos,
peruanos, bolivianos, brasileños y europeos que dependen incluso
de compañías como Miramax para la producción y la distribución.
Esta dependencia es más una necesidad que una elección para to-
dos los directores que no tienen el acceso suficiente a sus mercados
internos y a los que les gustaría hacer más de una película. Podría
parecer, por tanto, que las posibilidades de la mímesis y su prima
hermana, la farsa, dentro de la red cultural del imperio, son mayo-
res que nunca, incluso cuando las voces discordantes y los alquimis-
tas de la pantalla insisten en su empeño.
Apenas me he referido a películas concretas: quizá más tarde
podamos tratar el nuevo cine mundial en términos más concretos
y contemporáneos. Monsoon Wedding (2001) de Mira Nair acaba de
estrenarse en cines de arte y ensayo en Río de Janeiro, y tengo cu-
riosidad por saber sobre su recepción en Durban y lo que esto po-
dría decirnos sobre las nuevas tendencias transnacionales.
Espero saber muy pronto de ti, desde la etapa de tu viaje donde
sea que esta carta te encuentre…

Transnacionalmente tuya,
Catherine

Johannesburgo, 27 de julio de 2002

Querida Catherine:

Tu carta tiene tantas observaciones sugerentes y oportunas, no


sólo sobre el cine transnacional (que supongo que también incluye
el vídeo, la televisión y la tecnología informática) y el tipo de mi-
graciones que motivan los medios de comunicación, sino también
sobre mi situación personal, ya que me encuentro en tránsito entre
dos naciones, vida, familias y trabajos, al mudarme de Durban a
Ann Arbor. Como señalas tan acertadamente, es un gran salto no
sólo a través del Atlántico, sino también del océano Índico, y que

274
ya di anteriormente cuando emigré a California desde Sudáfrica
justo después del levantamiento de Soweto (sin soñar jamás que
regresaría casi veinte años después a la nueva y flamante democra-
cia sudafricana con Nelson Mandela, una figura mítica escondida
durante décadas en Robben Island).
Tal y como lo expresas tan convincentemente, desde aquella
época, Sudáfrica ha estado dando pasos de funambulista entre su
deseo y necesidad de apaciguar y atraer al mundo desarrollado y
su capital, y su necesidad, igualmente perentoria, de mostrarse a
sí misma como el líder del continente africano. De ahí el NEPAD,
el plan del presidente Thabo Mbeki, para un nuevo anteproyecto
económico y político en la relación de África con los países del G8 y
su idea de un Renacimiento africano (un hecho muy eurocéntrico)
en el lugar donde nació la humanidad, que se apoya en los discursos
sobre la negritud, el panafricanismo y la crítica colonial de Frantz
Fanon. Para estar en la onda de los tiempos, el concepto de Mbeki
de un Renacimiento africano es, en apariencia, un gesto inclusivo.
Pero también hay gestos exclusivos que se dan en los momentos
de grandes cambios y hechos. Desde el poder del gobierno local
(asociaciones de propietarios, vecindarios vallados, clubs y colegios
privados, reglamentos y multas) se puede lograr que la conversión
en miembro de la sociedad sea más difícil para dejar fuera a aque-
llos considerados indeseables.
Ambos gestos se dan en la Sudáfrica contemporánea, que se ha
convertido en el crisol del África subsahariana. Un rápido paseo por
los comercios de las aceras del sector Hillbrow, cerca del centro
de Johannesburgo, te pondrá en contacto con los vendedores ca-
llejeros etíopes, que venden relojes, bolsos, verduras, bisutería y
cosméticos; un antiguo restaurante griego ahora es angoleño, etc.
Por otro lado, una vuelta por los antiguos barrios blancos, don-
de ahora vive la nueva élite negra urbana, te permite descubrir los
vecindarios vallados con alambres de espino en lo alto de muros
de tres metros y puertas automáticas de seguridad. En los pueblos
y ciudades del interior existe un rechazo creciente hacia todo lo
que pueda parecer extranjero y extraño. El aumento de las cifras
de criminalidad y del paro han dado lugar a una reacción xenófoba
contra los extranjeros o los forasteros negros, porque se considera
que les están quitando el trabajo a los negros sudafricanos, que se
aprovechan de los escasos recursos públicos y cometen crímenes.

275
A nivel interno, ha habido una completa reestructuración de las
leyes, instituciones, del reglamento económico, del sistema electoral
y las políticas sociales como parte del proceso de conversión de Su-
dáfrica en una democracia progresista. Pero por supuesto una idea
así, utópica como es, necesita una representación y una construc-
ción narrativa para crear las nuevas formas de comunidad e identi-
dad que acompañan a dichas transformaciones. Quizá la única pala-
bra que pueda explicar la proliferación de las nuevas coaliciones que
ha tenido lugar a todos los niveles en Sudáfrica sea la palabra italiana
provare, que significa probar, intentar. Y eso es exactamente lo que
está ocurriendo, que la gente trata de ponerse y quitarse, «probarse»
distintas identidades, disfraces y comportamientos. Por supuesto,
esto ha dado lugar, como era de esperar, a una reacción conservado-
ra, motivada por la idea de la tradición y la costumbre étnicas.
Pero los medios de comunicación han explotado esta prolifera-
ción de nuevos «tipos» sociales; especialmente las agencias de pu-
blicidad. Me viene a la cabeza una reciente campaña publicitaria:
utilizando las enormes vallas publicitarias de la autopista principal
a Johannesburgo, una agencia ha jugado con la idea de raza como
una moda, algo que uno se puede poner y quitar. El cliente, un
programa de radio para negros, claramente trata de apelar a una
audiencia heterogénea para atraer así al nuevo Joburg6 sofisticado
y urbano, independientemente de su raza. Los anuncios presentan
a varios sudafricanos negros, todos guapos, jóvenes, modernos y
urbanos (incluyendo a una mujer albina y a un gay algo extravagan-
te) con el pelo teñido de diferentes colores (rubio, pelirrojo, azul)
y lentillas azules y verdes. «¿Qué te hace ser negro?» es la pregunta
colocada encima de estas imágenes y respondida por el logotipo y
eslogan de la cadena de radio. La negritud consiste en escuchar la
música y los programas adecuados, lo que, por supuesto, permite
que todo el mundo sea negro, incluidos los chicos blancos que tam-
bién luchan por ser africanos. ¿Un caso de logocentrismo, como tú
lo expresas tan ingeniosamente, o una forma de reconocer que la
raza y la etnia se pueden intercambiar: el factor provare? Dada la te-
rrible historia de Sudáfrica, que arrastra la noción de raza como
una marca de fuego en el cuerpo, se puede considerar que la cam-
paña celebra que se haya producido un cambio.

6
Forma coloquial de referirse a Johannesburgo (N. de la T.).

276
La cultura popular sudafricana ha sido influida profundamente
por la cultura popular norteamericana. Las prolongadas conexio-
nes culturales entre África y Estados Unidos se han perdido en la
teoría cinematográfica debido a la creación de tipologías como ci-
ne mayoritario/de Hollywood, cine no convencional/alternativo o
incluso la de cines nacionales. Aunque estas tipologías hayan sido
importantes y útiles en la historia del estudio académico del cine,
también han tendido a volverse dogmáticas y a petrificarse, oscu-
reciendo las conexiones mundiales que la historia del cine, como
parte de la historia general, debe procurar reconocer y entender,
incluso si eso supone hacer constar las diferencias existentes. En
verdad, la conexión con la cultura popular norteamericana, espe-
cialmente con la cultura afroamericana, es tan importante para la
historia de la cultura negra sudafricana que el surgimiento de espa-
cios urbanos negros, como Sophiatown o el Distrito Seis, se asienta
en la transposición, imitación, traslación y reconstrucción allí de la
cultura norteamericana. En los años treinta, las películas de Fred
Astaire influyeron en la interpretación de los bailes africanos. En
los cincuenta, las bandas de jazz como The Manhattan Brothers,
The Woody Woodpeckers y The Harlem Swingsters fueron esen-
ciales para la creación de la cultura negra y urbana de Sophiatown,
mientras que la revista Drum tenía un toque de Philip Marlowe y un
estilo de presentación prácticamente indistinguible de Life y Look.
Los discursos panafricanistas del Movimiento por el Despertar Ne-
gro (Steve Biko era el mejor) se basaban en los escritos de W. E. B.
Du Bois sobre África como el lugar de unidad racial definida por las
líneas de la descendencia cultural, un legado para el presente que
equipara el despertar negro con el despertar nacionalista.
El derecho a un cine propio: no hay lugar mejor desde el que
recuperar lo que tú llamas el «reprimido término medio», ese dis-
curso que gira en torno al deseo sudafricano de tener sus propios
medios de comunicación, capaces de «reflejar la cultura propia de la
nación en su cine y televisión». La cita es del Departamento de
Arte, Ciencia, Cultura y Tecnología y está en consonancia con la
política de propiedad cultural en Sudáfrica hoy en día, que se ha
convertido en el campo de duras batallas que recuperan las líneas
de falla históricas de la raza, la cultura, el género y la clase. Tanto
los medios de comunicación como la industria del cine han sido
acusados de «ser insoportablemente blancos».

277
La transformación no ha sido lo suficientemente rápida. La in-
dustria favorece a aquellos que ya tienen una formación, recursos
y oportunidades, es decir, los blancos. Es hostil a la tradición de
la cultura oral, poco amiga de los aspirantes negros a cineastas y
sufre lo que Haile Gerima ha llamado una falta de equidad de ima-
gen. En los tiempos posmodernos, posmarxistas y neoliberales ya
no queda ni una sola imagen de la gente en la que se pueda confiar
para representar la cuestión del cine nacional en relación con los
derechos (y representaciones) culturales. Un grupo variado de su-
dafricanos, con diferentes antecedentes culturales y trayectorias
históricas increíblemente distintas (lugares con una gran carga
emocional en el triste mapa del pasado), no encaja en ninguna
imagen con la que los medios de comunicación podrían expresar
mejor su derecho a ser representados y sus derechos culturales en
general. Incluso si uno tiene claro qué es un derecho cultural, su
contenido no es tan evidente. De ahí la imagen predominante en la
teoría cinematográfica y de los medios de comunicación sudafrica-
nos de una nación-arco iris, que proyecta un grupo caracterizado
por la unidad en la diversidad, en virtud de un proyecto común, un
paisaje común, una historia común y una necesidad común: unirse
en un todo nuevo al mismo tiempo que siguen siendo distintos en-
tre sí. Lo que se busca es que una de las franjas de color se refracte
en las demás, para producir algo hermoso, al mismo tiempo que
cada uno mantiene sus cualidades cromáticas propias. Ésta es la
estética multirracial, una armonía de tipos que antes estaban en
guerra unos con otros y ahora cada uno brilla con la luz de los
demás. El problema teórico fundamental de los medios de comu-
nicación sudafricanos es cómo alcanzar este efecto arco iris Tech-
nicolor mientras se abastece a unas audiencias muy distintas entre
sí. Como señaló Benedict Anderson en su ya clásica obra Imagined
Communities, el sentido de pertenencia a una nación es el sentido
más universalmente legítimo y proporciona el marco de referencia
para todo tipo de actividades políticas, y aun así los términos de
representación se tienden a homogeneizar: toman textos dispares
y los juntan como si fueran el mismo, bajo los falsos auspicios de
una comunidad imaginaria compartida7.

7
Anderson, Benedict, Imagined Communities: Reflections on the Origin and Spread of National-
ism, Londres, Verso, 1983.

278
En algunos aspectos, los medios transnacionales ofrecen una ruta
de escape para este acertijo. En el peor de los casos, pueden ser un
correctivo para la arrolladora represión nacional. Bajo el apartheid, la
imaginación cultural acabó obsesionándose con el propio apartheid
como el único tema digno de representación. Irónicamente, esto
generó, de forma inmediata, una audiencia mundial especializada
en las películas y la literatura anti-apartheid. Ahora la cuestión es,
¿qué representar, a quién, y cómo? Las películas sudafricanas tienen
que desarrollar un mercado mundial para sobrevivir, ya que el mer-
cado interno es demasiado pequeño para recuperar los gastos de
producción y asegurarse una audiencia. Esto no resulta fácil, como
demuestran los problemas que ha tenido Anant Singh, el único pro-
ductor de cine internacional de Sudáfrica, residente en Durban. Él
produjo Mr. Bones [Señor Huesos] (2001), una copia de Ace Ventura
situada en Lost City, un escenario simulado, increíblemente caro,
de una ciudad «africana» construido en unas ondulantes colinas cer-
ca de Johannesburgo, donde hay unos campos de golf de lujo. Ésta
fue la única película rodada en el África subsahariana (no sólo en
Sudáfrica) que estaba a la venta en la Feria de Televisión de Los Án-
geles de este año. Estaba protagonizada por un cómico local muy
popular, Leon Schuster, que interpretaba a un sangoma (hechicero)
blanco, invirtiendo así los estereotipos sobre el primitivismo africa-
no, pero lo fundamental era que apuntaba al mercado internacional
combinando el talento local con dos prometedores actores afroame-
ricanos, David Ramsey y Faizon Love, y adoptando los valores de
producción propios de Hollywood. Aparentemente, funcionó: los
compradores alemanes y algunos sudamericanos se llevaron la pe-
lícula y se espera que se estrene en Estados Unidos este año.
Singh, quien ha producido de todo, desde películas anti-apart-
heid (Sarafina! [1992] es la más conocida) al remake de Cry, the Be-
loved Country (1995) con James Earl Jones y Richard Harris, tiene
los derechos para llevar al cine la famosa autobiografía de Nelson
Mandela Long Walk to Freedom [El largo camino a la libertad]. Du-
rante los últimos seis años, ha tratado de encontrar a un actor que
interprete a Mandela, pero no encuentra a nadie que resulte acep-
table tanto para las audiencias internacionales como internas. El
público de Sudáfrica se ofendería si no fuese un sudafricano quien
interpretara a su hijo más famoso, mientras que la audiencia in-
ternacional (como quiera que cada uno la defina) requiere, según

279
Singh, a una estrella como Denzel Washington en el papel. Clara-
mente la relación de interacción entre los medios transnacionales
y sus audiencias es, dependiendo del texto, compleja y menos elás-
tica de lo que se supone a menudo.
Las películas procedentes de África tienen otra característica.
Como tú has dicho muy bien, han formado parte de un tímido cir-
cuito cinematográfico internacional, que se reduce a las salas de
arte y ensayo europeas y a los festivales de cine. Han tenido una
exhibición muy limitada dentro del continente. En este sentido, son
productos auténticamente transnacionales, o productos sólo para
la exportación. (A este respecto, uno se pregunta cómo fue acogida
y exhibida Monsoon Wedding en la India). La South African Broad-
casting Company8, como parte de su vocación como ente público,
al estilo pedagógico de John Reith9, ha comprado recientemente y
ha programado muchas de las películas clásicas africanas que nunca
se habían visto. El problema fue que se retransmitieron a través del
canal de satélite digital y la mayoría de los que las vieron eran blan-
cos: la televisión digital es cara y tiene una audiencia mayoritaria-
mente blanca. Así que, de nuevo, las películas africanas se movieron
por el circuito minoritario, pero esta vez en la pequeña pantalla y a
través del espacio virtual.
Sin embargo, las cosas están cambiando en lo que respecta al
modo en que las películas africanas, y concretamente los directo-
res de cine africanos, se conciben a sí mismos, y es un cambio que
debería repercutir en el modo en el que el cine africano (y sudafri-
cano) está considerado en el panteón del cine mundial. La primera
ola del cine africano de los sesenta y setenta era, ante todo, sobre
ideas políticas. Apareció a comienzos de la independencia africana,
ligada a la idea de que los africanos no sólo eran capaces de forjarse
sus propios Estados independientes, sino también de hacerse con
espacios alternativos para hacer cine fuera del modelo de Holly-
wood. Era un cine social; un cine de liberación y con un propósito,
orientado a la reeducación de una nueva generación, que estaba
creciendo en una nueva era. Hoy en día, muchos de los cineastas
más importantes de África rechazan el concepto de «cine africano»
8
El ente de Radiotelevisión sudafricana (N. de la T.).
9
John Reith fue un ejecutivo de la BBC durante sus primeros años, tiempo en que estableció
la tradición de la radiodifusión pública independiente en el Reino Unido, por la que dicha
institución se ha caracterizado desde entonces (N. de la T.).

280
y la etiqueta de «director de cine africano». No quieren que su obra
quede encasillada bajo la categoría de «películas africanas», separa-
da del resto de la producción cinematográfica mundial. Se niegan a
que el nacionalismo estatal se adueñe de ellos, o a ser considerados
importantes tan sólo en función de su contribución a la nación o a
todo el continente. Gaston Kabora ha comentado que, sólo porque
él proceda de África, sus películas no tienen por qué representar
al continente en su conjunto. El hecho de que él ruede películas
en África meramente refleja su propia individualidad y su propia
historia.
La segunda ola de cineastas africanos está muy preocupada con
el marketing de su producto. Se da un giro hacia el pragmatismo,
se hace hincapié en llegar a una audiencia más amplia, dentro
y fuera del continente, en encontrar soluciones a los continuos
problemas de distribución, la subvención y las erráticas censuras
estatales, y al hecho de que el cine africano sea una industria fal-
samente separada de sus consumidores. Si llegar a una audiencia
más amplia significa hacer películas en inglés, apropiándose de los
códigos narrativos del cine establecido, o alejarse de las pelícu-
las anticolonialistas hacia argumentos más complejos y diversos
como la vida actual en el África urbana (Kini and Adams [1997] de
Idrissa Ouedraogo), la desigualdad femenina (Everyone’s Child [El
hijo de todos] [1996] de Tsitsi Dangarembge) y la experiencia como
inmigrante en Europa (Clando [1996] de Jean-Marie Teno y Le
complot d’Aristote [El complot de Aristóteles] [1997] de Jean-Pierre Be-
kolo), pues que así sea. No se considera a los espectadores como
revolucionarios en potencia que necesitan ser educados y transfor-
mados culturalmente, sino como consumidores, miembros de la
industria del ocio y entretenimiento mundial. Incluso los cineastas
francófonos, más inclinados hacia la didáctica, están hablando de
hacer películas en inglés que luego podrían distribuir a través de Su-
dáfrica, el Hong-Kong de África, para llegar a una amplia audien-
cia mundial.
En su encarnación anterior, Sudáfrica se veía a sí misma como
una avanzada occidental en el extremo de África, un accidente geo-
gráfico que debería reflejarse en sus formas culturales. Buscó, por
tanto, la legitimización de los países que «importaban» (el mundo
occidental) con el que sigue manteniendo un lazo imaginario, a
pesar de las sanciones económicas y el rechazo moral.

281
En fin, permíteme que lo deje aquí, por el momento no en Ciu-
dad del Cabo sino en Johannesburgo, en la punta de África, mien-
tras espero mi propia exportación a Estados Unidos. Espero con
ansia nuestra próxima charla y los cambios y mutaciones que pro-
vocará en mis pensamientos e ideas.

Con mis mejores deseos,


Lucia

2. In situ

Ann Arbor, 25 de agosto de 2002

CATHERINE BENAMOU: Me llamaron la atención en tu carta los


desafíos a los que Sudáfrica se enfrenta actualmente, la labor de re-
habilitar un cine nacional a través de un modelo orientado al mer-
cado global en esta era postsocialista, post-apartheid. ¿Qué puede
suponer esto, exactamente, para el espectador local?

LUCIA SAKS: Hay que distinguir el cine del África francófona del
cine del África anglófona. El primero tiene un rico pasado cultural
e histórico; y hay muchas razones para ello…

CB: Sí, el otrora Estado postcolonial «responsable», que ahora ha


derivado esa responsabilidad hacia los cineastas africanos fran-
cófonos.

LS: Exactamente, y la idea de que Francia vea a sus antiguas colo-


nias como avanzadillas de una cultura francesa potencial y que fa-
vorezca el rodaje y exhibición de películas. Pero éste no fue el caso
en el contexto postcolonial o colonial anglófono. Era un sistema
británico, un sistema económico y no tanto cultural. Algunos di-
cen irónicamente que estaba bien porque dejaba a la gente en paz.
Por tanto, no dio lugar a ningún análisis profundo, detallado, de la

282
situación postcolonial. La época posterior al apartheid es aún más
compleja, porque no es exactamente postcolonial. Es difícil explicar
por qué algunos estilos en particular han sido adoptados por ciertos
países y no por otros. ¿Por qué Sudáfrica no adoptó las prácticas del
Cinema Nôvo, un enfoque mucho más intelectual, una especie de
enfoque de vanguardia, didáctico y polémico que se puede encon-
trar en Mozambique?

CB: Tal y como lo resumió el director brasileño Glauber Rocha:


«En la cabeza, una idea; en la mano, una cámara».

LS: En primer lugar, debes considerar el hecho de que fue un colo-


nialismo anglófono y, luego, que hubo un largo periodo de apart-
heid. No responde totalmente a tu pregunta, pero es un factor sig-
nificativo.

CB: ¿Entonces este cine contestatario no fue capaz de imaginarse


una nación más allá del apartheid?

LS: No, no podía. También se preocupó mucho de la estética realis-


ta, tanto que casi se le consideró…

CB: ¿… un cine de desmitificación?

LS: Exacto. Porque era obvio que el apartheid era algo malo. Por
tanto, un cine que abogara por intervenciones formalistas de esa na-
turaleza al nivel del texto era considerado casi un lujo, por lo que
observar y registrar se hizo más importante y esto limitó el concep-
to de «creación» cinematográfica.

CB: En América Latina ha habido grandes debates sobre cuál es la


forma adecuada de proceder y, en determinados momentos, hubo
algunas divisiones. Los realistas y aquellos que creían que debían
emplear un enfoque documental pensaban que cualquier tipo de
enfoque formalista actuaba como una cortina de humo e impedía
un tratamiento directo de las crisis sociales, así que hay algunas
analogías en este punto. Lo que resulta interesante es que, hoy en
día, se han recuperado algunas de aquellas estrategias realistas, pero
mezcladas, en el mejor de los casos, con un enfoque iconoclasta de la

283
forma, de la búsqueda del autoconocimiento, debido al cinismo re-
sultante de las políticas neoliberales, posdictatoriales en Latinoamé-
rica. Me gusta llamarlo el cine del desencanto. Lo vemos en México,
Brasil (y, en menor grado, en Argentina y Venezuela, que también
tienen una industria audiovisual muy activa). Es un realismo des-
carnado, burdo, al estilo de Zola, combinado con alguna referencia
posmoderna e ideas muy distintas sobre la continuidad narrativa.
En otras palabras, hacer hincapié en la continuidad narrativa sig-
nifica complicidad: significa que te has tragado completamente el
modelo de Hollywood, inapropiado para estos contextos históricos.
Así que, sí, apostemos por los valores de producción más novedo-
sos, el 35 mm, los grandes equipos de producción y la distribución
de New Line y Miramax, pero insistamos en las estructuras episódi-
cas o, al menos, en las narrativas compuestas de imperfecciones en
las que las continuidades y las contigüidades sacan a relucir las con-
tradicciones: películas sórdidas que muestren la cara más sórdida
de la vida. Estoy pensando sobre todo en dos películas mexicanas,
Amores perros (2000) de Alejandro González Iñárritu y la road movie
de Alfonso Cuarón, Y tu mamá también (2001). En Brasil, Cronicamen-
te Inviável [Crónicamente inviable] (2001) de Sergio Bianchi, sobre el
estado de desmoralización de la vida civil en el Brasil posterior a la
dictadura, se niega a dejar que el espectador salga indemne. Mues-
tra todas las clases sociales brasileñas en interacciones cotidianas,
pero el objetivo de Bianchi es el espectador políticamente correcto,
así como los burgueses más convencionales. Estas películas se cen-
tran en el nivel microscópico de los conflictos que tienen lugar en
la vida cotidiana y, para ello, utilizan una apariencia comercial, la
de los géneros más conocidos como la telenovela y la road movie,
para tratar los mismos objetos fílmicos que habría tratado el Nuevo
Cine Latinoamericano (como La hora de los hornos [1968] de Sola-
nas y Getino), pero de forma mucho más cruda. Este agresivo cine
posmoderno (la argentina Nueve reinas [2000] también es un buen
ejemplo) adopta un enfoque refinado para tratar situaciones muy
desagradables, y me parece que es un cine totalmente nuevo, que
no ha sido apreciado realmente, porque la gente intenta valorarlo
en función de la taquilla internacional y las interpretaciones de los
actores. Pongamos que Antonio Banderas apareciera en una de es-
tas películas, o alguno de los actores mexicanos más famosos, como
el rompecorazones de las telenovelas Jorge Salinas, o la veterana

284
actriz brasileña Fernanda Montenegro, que protagonizó Central do
Brasil [Estación Central de Brasil] (1999) de Walter Salles. Se habla de
sus actuaciones, pero la intervención que se está realizando al nivel
de la forma normalmente se elude, debido al miedo que existe a difi-
cultar que las películas se conviertan en productos internacionales.

LS: Estoy empezando a darme cuenta de lo atrás que el cine suda-


fricano se ha quedado. Ha habido declaraciones, retórica, se han
aprobado proyectos de ley, se han hecho llamamientos al cine su-
dafricano para que salga del gueto del apartheid para entrar en la
era post-apartheid, pero apenas ha sucedido nada. ¿Adónde ir? De
hecho, Nadine Gordimer ha escrito un ensayo titulado «Living in
the Interregnum»10 [La vida en el interregno] en el que se pregunta:
«¿Sobre qué escribimos ahora?». Ése es uno de los problemas: real-
mente nadie quiere hablar ya del apartheid.
Muchos jóvenes se avergüenzan de que sus padres vivieran el
apartheid y sienten que se vendieron o, al menos, que se rindieron
durante muchos años. Muchos sólo tenían ocho o nueve años cuan-
do Nelson Mandela fue liberado en 1994. De hecho, el apartheid
clásico, como así se le conocía, acabó a principios de los setenta.
Después hubo estados de emergencia, y caos general, y después el
fin del apartheid, el fin negociado. Así que resulta muy difícil deci-
dir qué asunto tratar. La gente no va a ver películas sudafricanas;
hay muchos debates en torno a por qué las pocas que se producen
tienen tan poco público. Pero están las telenovelas de televisión
nacionales, que tienden a seguir el formato de las telenovelas su-
damericanas, y tienen éxito. Una de las más populares es Genera-
tions, que lleva ya cuatro o cinco años en antena. Trata sobre una
agencia de publicidad y todos son guapos, son blancos y negros,
también tienen aventuras amorosas y todo es de lo más yuppy. Quie-
ro decir: esto no representa exactamente las condiciones sociales de
la mayoría de los sudafricanos negros, pero es muy popular y los
productores defienden que tiene un «valor aspiracional».
Creo que fue Armand Mattelart quien dijo que tres cuartas par-
tes de los habitantes del mundo en vías de desarrollo no resultan
rentables para las fuerzas del mercado de ese mundo; pero están

10
Gordimer, Nadine, «Living in the Interregnum», en Clingman, Stephen (ed.), The Essential
Gesture: Writing, Politics and Places, Nueva York, Knopf, 1988, pp. 261-284.

285
totalmente integradas en el contenido simbólico, y participan en
él, y es una participación fuerte, valiosa. Los críticos de los estudios
culturales lo han desestimado con un: «Oh, pero no tenéis un po-
der real»; y sin embargo, ¿quién tiene derecho a decirles que no tie-
nen ningún poder? Si se considera que estos textos son poderosos,
entonces debemos creer que es posible este tipo de público. Creo
que es importante darse cuenta (y está ocurriendo en Sudáfrica)
de que estos textos enfocados a la esfera internacional no son pro-
ducidos meramente por corporaciones multinacionales que lue-
go los retransmiten o se los venden a Sudáfrica; están producidos
localmente.

CB: Así que, para los espectadores, la nación ha alcanzado un cierto


nivel de competencia en la representación.

LS: Sí, y también en lo que respecta a las interacciones de la nación


con lo global.

CB: Y eso permite que cobre forma un sentido de identidad na-


cional: si el Estado y estas empresas consiguen negociar el espacio
televisivo para una telenovela que tiene los mismos valores de pro-
ducción que pueda tener una telenovela brasileña, es una señal de
éxito que permite la identificación a nivel nacional.
Esto nos devuelve a la cuestión de Sudáfrica teniéndose que en-
frentar al hecho de que no sólo es un país post-apartheid y que nece-
sita ir más allá de esta supremacía blanca, sino de que es una nación
multiétnica. A menudo hay tensiones entre la idea de una nación en
construcción y la de lo multiétnico. Sólo para darte un ejemplo: re-
cuerdo una película del director boliviano Marcos Loayza titulada
Cuestión de Fe (1995), una especie de road movie posmoderna que le
da la vuelta al paradigma del viaje del campo a la ciudad y deja La
Paz para ver qué está ocurriendo en el campo de Bolivia: la decaden-
cia provocada por el tráfico de drogas, la hipocresía moral en torno
a la cuestión de la religión y, al mismo tiempo, una celebración de la
multiplicidad de la identidad boliviana, que está compuesta de in-
dígenas que no hablan ni una palabra de español, descendientes de
españoles, y los mestizos, que viven entre esos dos mundos. Proyec-
tamos esta película tan sólo una vez aquí, en Ann Arbor, pero para
justificarla tuve que demostrar que tendría audiencia autóctona

286
y, para lograrla, tuve que ir a buscarla. A la proyección, de hecho,
vinieron bolivianos procedentes de las zonas urbanitas de Chicago
que «vinieron a provincias» para ver una película boliviana, además
de cualquiera que fuera boliviano o andino en el sudeste de Michi-
gan. Estos espectadores pudieron reafirmar y reformular su sentido
de identidad nacional, incluso aunque ya fueran ciudadanos esta-
dounidenses. Pudieron reavivar una nostálgica relación con el país
que habían dejado atrás.
El último musical de Flora Gomez, Nha Fala [Mi voz] (2002),
que está a punto de proyectarse en el Festival de Cine de Venecia,
trata sobre las consecuencias de la migración para los inmigrantes
de Guinea-Bissau en París, que hablan portugués y criollo, pero tam-
bién debe responder a las expectativas e intereses de los produc-
tores de Portugal, Luxemburgo y Francia… Durante una primera
discusión en París sobre el guión de la película, sugerí a diversas
personas del equipo de producción que, ya que la película hacía
hincapié en el tema al poner a una joven de Guinea-Bissau como
protagonista, podría resultar una buen idea hacer más problemáti-
ca la identidad francesa del amante que conoce en París haciendo
que fuera norteafricano y/o judío. ¡Los productores estaban horro-
rizados! Realmente Francia no tiene un cine multicultural.

LS: Incluso cuando el cine trata de reflejar temas multicultura-


les, es muy difícil dotar de validez al concepto mismo de cine na-
cional hoy en día, no sólo debido a las corrientes culturales mun-
diales, sino también porque los propios textos locales tratan de
personas que emigran y forman parte de una diáspora, que viven
en el exilio o que van y vuelven. Por ejemplo, en Monsoon Wedding,
el joven vuelve de Estados Unidos a la India para buscar esposa y
obviamente se la va a llevar con él. Así que, incluso en este caso,
la película trata de personas que están en perpetuo movimiento y
creo que, en parte, es por eso por lo que atrae tanto a la comuni-
dad de la diáspora. No es la clásica película sobre la patria; se trata
de esas personas que están en el punto intermedio, en transición
o en el exilio.

CB: Una nueva generación que rompe con la tradición, al mismo


tiempo que busca la forma de volver a ella.

287
LS: Puedes encontrar lo mismo incluso en Inglaterra con Bhaji on
the Beach [Bhaji en la playa] (1993)… Es muy interesante porque en
Durban tenemos una gran comunidad india que llegó en 1840.
Es la mayor del mundo: un millón y medio de personas. Monsoon
Wedding tuvo un éxito tremendo en Durban y no sólo entre el pú-
blico indio. Atrajo a una audiencia muy variada. Fue aplaudida pre-
cisamente por ser una película que podía interesar a todo el mundo.
Incluso aunque se distribuyó a través del circuito independiente,
se estrenó como una película comercial en veinte cines el mismo
fin de semana que K-Pax [K-Pax: un universo aparte] (2002) e incluso
recaudó más dinero.

CB: Uno de los problemas que plantea la antinomia Hollywood/


Tercer Mundo es que distrae nuestra atención de aquellos otros lu-
gares que siempre han sido centro de difusión de la cultura cinema-
tográfica. Desde hace tiempo, Filipinas exporta a Estados Unidos
cine filipino en vídeo, porque aquí tenemos una numerosa comu-
nidad filipina. Ya existía, por tanto tenía, una concepción trans-
nacional de su distribución, aunque en términos de contenido estu-
viera orientada al mercado nacional, ya que confiaba en la diáspora
filipina para su comercialización.

LS: Así que ya era un cine global, tenía un mercado mundial aguar-
dándole.

CB: Hasta hace poco se producían películas de serie B en la frontera


del norte de México, no sólo para el público mexicano sino también
para exportarlas a Estados Unidos. Sabían que las cadenas de tele-
visión norteamericanas comprarían estas películas, y llegaron hasta
Rusia, donde por alguna razón, el público se identificaba con estas
películas de serie B sobre la migración y la entrada ilegal en Estados
Unidos. Los productores de estas películas lograron tener sedes en
Texas y en México, para obtener así dólares norteamericanos con
los que financiar películas de bajo presupuesto. Así que estaban al
margen de la industria del cine de México D. F. y del tipo de cine
que el Estado quería enviar a Cannes, pero probablemente tenían
un alcance mayor, ya que se distribuían en vídeo en las tiendas de
ultramarinos mexicanas de Chicago, por ejemplo. Bollywood es
otro buen ejemplo: cuando hace años estuve en los Andes viendo

288
Jaws 2 [Tiburón 2] (1978) y Saturday Night Fever, una de las mayores
atracciones un sábado por la tarde en la sierra era una película de
Bollywood. Por tanto, la India siempre ha tenido un amplio merca-
do al que exportar sus películas, y así ha sido cómo en una nación
multilingüe y multirreligiosa como la India, la industria ha sido ca-
paz de sostenerse a sí misma.

LS: Para finalizar, deberíamos señalar que, a menudo, se emplea la


palabra transnacional como un sustituto de multicultural, pero no
creo que sean lo mismo en absoluto…

CB: No, no lo son; como tampoco son lo mismo que el cine inter-
nacional. Yo definiría el cine transnacional como un cine que es
capaz de circular fuera de un determinado territorio geopolítico y
que refleja conscientemente esa circulación.

LS: Que nos aleja de las categorías preconcebidas y nos acerca a lo


concreto.

289
Mutaciones del cine contemporáneo
Segunda ronda de una correspondencia
Quintín, Mark Peranson, Nicole Brenez, Adrian Martin y
Jonathan Rosenbaum

Buenos Aires, 18 de diciembre de 2001

Querido Mark:

Hace unos días escribí sobre Amélie (Le fabuleux destin d’Amélie
Poulain, 2001) en tu revista, Cinema Scope. Por lo que me cuentas,
ha sido la única crítica desfavorable de esta película que ha apare-
cido en la prensa de Toronto. Este hecho, por sí solo, justifica una
nueva serie de cartas como continuación de las que se publicaron
en Trafic en 1997: es bueno que los críticos no se sientan solos. Sin
embargo, el primer conjunto de cartas, agrupadas bajo el título de
Mutaciones del cine contemporáneo, es mucho más que una reunión
de individuos con las mismas opiniones, y cuando las leí por prime-
ra vez (desde entonces he seguido releyéndolas) me convencí de
que eran un hito en la historia de la crítica cinematográfica. Para
empezar, representan un paso decisivo más allá del discurso de la
«muerte del cine» que fue tan importante para la cinefilia a me-
diados de los noventa. Al mismo tiempo, la reconfiguración de la
cultura cinematográfica que se propone en esas cartas y el camino
que toman hacia el futuro del cine son el reverso de la nueva moda
del «cine mundial» diseñado de acuerdo a las mismas características
que la «música mundial», de la que Amélie constituye un ejemplo
perfecto.

291
En cambio, el internacionalismo de Mutaciones del cine contempo-
ráneo demuestra que el cine todavía es capaz de establecer una co-
municación entre las películas y los espectadores que está fuera de
las presiones de la fanfarria publicitaria; una comunicación que tie-
ne su propia historia y que aflora a través de estas cartas. Las cartas
revelan también una emoción estética compartida por una genera-
ción que existe más allá de las fronteras; un importante elemento
que formó parte de lo que, originalmente, dio lugar a la cinefilia
allá por los años cincuenta, que sentó las bases de un debate reno-
vado en el que la pasión, a pesar de todo, permanece intacta. Creo
que cuando Jonathan le pidió a gente más joven que él que aclara-
ran los orígenes y las coordenadas de una cierta forma de apreciar
el cine, que él no comparte del todo pero que considera esencial
para la cultura cinematográfica del siglo xxi (sé que suena pompo-
so, pero así es), estaba haciendo algo más que satisfacer su propia
curiosidad; estaba poniendo a prueba sus propias creencias con la
esperanza de mejorarlas y modificarlas. Personalmente, también
siento la necesidad de hacer algo parecido. Desesperadamente.
Sobre todo por una razón: porque vivo en Argentina. Además
de la terrible crisis económica que sufre el país, que no puedo de-
jar de mencionar, el hecho de estar en la periferia del mundo no
favorece la circulación de películas o textos que representen la al-
ternativa a las grandes corporaciones cinematográficas y publici-
tarias (aunque, paradójicamente, puede que sea positivo para las
películas locales). Puede que internet ayude mucho, pero las re-
des intelectuales y las conexiones interpersonales son difíciles de
construir. (Resulta significativo que las cartas de Mutaciones del cine
contemporáneo estuvieran disponibles en la red tan sólo durante un
breve periodo de tiempo y en una página web difícil de encontrar).
Pero la circulación de personas a través de largas distancias geográ-
ficas es más difícil. Así que, la primera vez que leí las cartas no pude
evitar sentir que había dado con un objeto procedente del espacio
exterior, incluso si lo que leí respondía a una profunda necesidad
personal. En aquel momento, había leído alguna de las obras de
Jonathan y alguna cosa de Kent, pero Nicole, Alex y Adrian eran
totalmente desconocidos para mí, ni siquiera me sonaban sus nom-
bres. Y, de hecho, fueron los textos de ellos tres los que me resulta-
ron más significativos a causa de su novedad radical: estaban en las
antípodas de mi propia historia.

292
Necesitaría mucho más espacio del que dispongo aquí para ex-
plicar eso, y aún más tiempo para explicármelo a mí mismo. Pero
permitidme que aclare un par de cosas. Nací en 1951, lo que por
edad me sitúa más cerca de Jonathan que del resto, pero empecé
mi labor como crítico cerca ya de los cuarenta, lo que hace que sea,
con diferencia, el que menos experiencia tiene de todos. Además,
antes de que empezara a escribir, ni siquiera era un cinéfilo y, pro-
bablemente, tampoco lo sea ahora. Los dos hechos que puede que
justifiquen mi participación en este intercambio epistolar son una
circunstancia fortuita y una disposición personal. Y ésta tiene un
doble aspecto. Me gusta casi más hablar de películas que verlas,
así que siempre me gusta tener a gente con la que hablar de ellas.
Y, cuando busco con quién, considero que los críticos son más es-
timulantes que los directores, precisamente a causa de los moti-
vos que hacen que los directores tengan glamour y los críticos no.
A priori, los críticos no son interesantes por ellos mismos, así que
muchos de ellos consiguen evitar tener que hablar de sí mismos.
Puede que este le suene raro a Nicole, que considera admirable a
Abel Ferrara, sin conocerle siquiera (personalmente, me aterraría
conocerle en persona). O a Jonathan, que se emociona sinceramen-
te cuando se encuentra con Jim Jarmusch o con cualquiera de sus
directores favoritos. O a Kent, que trabaja con Martin Scorsese,
otro personaje que me resulta aterrador.
Ésa es una de las razones por las cuales no soy digno de ser con-
siderado un cinéfilo: porque no siento ni la más mínima curiosidad
por los héroes de la cinefilia. Pero por los críticos sí que la siento;
sobre todo los que participan en Mutaciones del cine contemporáneo,
de los que me he convertido en una especie de fan entregado. Los
conocí, por fin, gracias a la oportunidad que me brindó el convertir-
me, hace un año, en el director del Festival de Cine Independiente
de Buenos Aires. Desde entonces, me he hecho amigo de Jonathan
y Adrian, y conseguí convencerles de que era importante que vi-
nieran a mi ciudad el pasado mes de abril (Nicole vino también,
pero se quedó menos tiempo). Y pude conversar brevemente con
los demás, pero no tuve tanta suerte con las invitaciones. En cual-
quier caso, mi búsqueda de los «mutantes» demostró haber mere-
cido la pena. Le debo a Flavia de la Fuente, mi mujer y compañera
en las aventuras cinematográficas, haberme descubierto que estas
personas tienen algo especial: una forma determinada de estar en el

293
mundo, una extraordinaria alegría propia de los que están embar-
cados en una misión de la más alta nobleza. La cinefilia, como cual-
quier religión, tiene sus santos y los mutantes pueden muy bien
estar entre ellos.
Pero dejemos esta confesión de mis intimidades. Permíteme,
por favor, que intente justificar esta nueva serie de cartas; un pro-
yecto que surgió durante una cena en el Festival Internacional de
Cine de Vancouver en octubre, al que tú y yo asistimos, así como
Jonathan y Adrian. Mi idea era descubrir qué cambios habían teni-
do lugar desde el primer intercambio, cómo debía redibujarse el
mapa actual del cine y qué forma adoptaría en el futuro. Espera-
ba que las distintas aportaciones darían lugar al nacimiento de un
nuevo canon cinematográfico y que organizarían conceptualmente
un conjunto disperso que muchos consideraban un agotamiento,
en comparación con una edad dorada, y otros muchos veían en él
como una explosión sin orden ni concierto. Pero a lo largo de los
últimos meses, hemos reunido pruebas de que las mutaciones no
han cesado de producirse. Por ejemplo, Kent publicó un largo ar-
tículo alabando Moulin Rouge (2001), una película que en Cannes no
recibió más que desprecio. Por su parte, Nicole ha escrito decidida-
mente para apoyar la trascendencia revolucionaria de una película
que horroriza a los defensores del buen gusto, Baise-moi [Fóllame]
(2000). Formé parte junto a Adrian de un jurado en el que su pe-
lícula favorita fue la coreana Teenage Hooker Became Killing Machine
in Daehakno [Una prostituta adolescente se convierte en una máquina
de matar en Daehakno] (2001), una cosa estrafalaria que todavía me
tiene desconcertado, aunque estoy seguro de que él tiene una po-
derosa justificación. He oído a Alex declarar que la mejor película
en Róterdam 2000 (entre 400 títulos) fue Face [Rostro] (2000), una
película japonesa en la que nadie se interesó y que todavía lamento
no haber podido traer a nuestro festival.
Tantos datos aislados recogidos por los mutantes responden a
mucho más que una serie de preferencias críticas. Mutaciones del
cine contemporáneo apunta a una parte del cine precisa, aunque frag-
mentada, para la cual la crítica tradicional no tiene una respuesta.
Supongo que la intención primera de Jonathan era hacerla visible. Y
demostrar también que los miembros de esta generación deberían
ser los encargados de trazar los límites de este nuevo cine. En la
cena en Vancouver, Jonathan sugirió también que alguien aún más

294
joven debería participar en este nuevo intercambio epistolar para
aclarar algunos cambios que se avecinan. Así que tú, como escritor
y redactor jefe de una revista a los veintitantos, apareciste como el
perfecto corresponsal benjamín. Como redactor jefe algo más ma-
duro, confieso que me alegra tu presencia por una razón oculta y
relacionada con mi propia revista. El Amante también ha mutado
recientemente (más o menos en la época en que aparecieron las pri-
meras cartas de Mutaciones del cine contemporáneo) gracias a los co-
laboradores jóvenes que están dispuestos a morir por Moulin Rouge,
elogiar las películas asiáticas de género y compartir la visión de Kent
sobre las conexiones entre el cine y la música pop. Me los imagi-
no como los auténticos destinatarios de un diálogo sobre la cultura
pop, un asunto totalmente ajeno a mis intereses. El aislamiento de
Argentina es, a pesar de todo, un suelo fértil para las mutaciones.
Hay otra razón para alabar al grupo de Mutaciones del cine con-
temporáneo por su clarividencia, pero voy a hablar aquí de un per-
sonaje que no he mencionado hasta ahora. Me refiero a Raymond
Bellour, cuya intervención cerraba y analizaba todas las demás. Me
resulta difícil identificar a Bellour como miembro del grupo. Es
un académico en el sentido estricto (mucho más que Nicole, la más
académicamente orientada de todos los demás). Su carta desafía
el culto cinéfilo a Cassavetes, un ídolo común a los mutantes, y
escribió en contra de las creencias fundamentales del grupo, contra
lo que tienen en común, aunque su alto nivel intelectual le permi-
tió que su discurso fuera aceptado y se convirtió en un participante
de pleno derecho. Pero al leer su artículo después del 11 de sep-
tiembre, me sentí literalmente estupefacto. Recuerdo que en ese
día tristemente célebre tú y yo estábamos en Toronto, asistiendo a
un festival de cine en el que todo lo que se proyecta está orientado
hacia el comercio norteamericano. En aquellos días, era difícil ser
argentino y aún más ser canadiense. Nuestra identidad común se
basaba en ser clientes de CNN esperando los discursos de George
W. Bush. El internacionalismo de nuestras discusiones sobre cine
parecía ser desmentido por la violenta explosión del mundo entero,
por un hecho que se tragaba a todos los demás y que no admitía
ninguna reflexión. Bellour escribió:

El periodo del cine de los grandes estudios, comprendido entre el fi-


nal de la conquista del Oeste y el comienzo de la Guerra de Vietnam,

295
debe de ser el único momento en el que Estados Unidos fue un país
civilizado, en el que todavía podía afirmarse a sí mismo, a pesar de
toda su carga ideológica, como un país junto a todos los demás, an-
tes de convertirse en la justicia insufrible de los demás.

Después del horror del 11 de septiembre, una de las pocas conclu-


siones que se pueden sacar con seguridad es que Estados Unidos ha
declarado explícitamente su voluntad de convertirse en la justicia
de todas las naciones.
Así pues, si la interpretación oficial del 11 de septiembre no ad-
mite ninguna réplica, ¿qué utilidad puede tener Mutaciones del cine
contemporáneo? Y, lo que es aún peor, ¿acaso es el amor por un ci-
ne del cuerpo (y sin ninguna referencia a la esfera pública) repre-
sentado por Cassavetes una forma de olvidarse de la civilización
y dejarla en manos de los que gobiernan el mundo, como implica
el texto de Bellour? ¿Acaso estábamos mirando al lado equivocado
mientras el mundo mutaba según sus propios términos? Reconoz-
co que esta pregunta está más allá de mi capacidad de respuesta y
te la paso como un regalo envenenado.
También te dejo la tarea de plantear más cuestiones y redefinir
desde el hemisferio norte el nuevo lugar que ocupan la cinefilia y la
crítica cinematográfica en estos tiempos difíciles.

Quintín

Toronto, 8 de enero de 2002

Queridos Quintín y Nicole:

Aunque me siento muy honrado por haber sido invitado a parti-


cipar en este intercambio, me aventuro a formar parte de este pro-
yecto con gran ansiedad, la propia del designado como benjamín.
Pero son los hechos, y no las palabras, los que de verdad dicen algo.
Dirigir una revista, con el riesgo que suponen los presupuestos, los

296
plazos y la falta de confianza en uno mismo, se parece mucho a
producir una película independiente; y nunca sabes realmente cuál
va a ser la reacción del público. El que parezca que a los críticos
más tradicionales de tu entorno no les importe es un desafío para
un contestatario. Del mismo modo que los acontecimientos del 11
de septiembre o la situación actual en Argentina, esta posición es-
tratégica puede que también explique el tono de la introducción de
Quintín, más preocupado que pesimista: es una carta escrita por
un redactor jefe disgustado (y, más recientemente, un director de
festival), en vez de por un crítico.
Ambos trabajamos en revistas que atraviesan las fronteras na-
cionales e introducen las obras de críticos internacionales a una
(espero) audiencia mayor: en mi caso, esto surge de la carencia en
Canadá de voces interesantes, asequibles, que estén dispuestas a de-
safiar la línea oficial del partido. Además de aportar algo en este as-
pecto, puse en marcha Cinema Scope, hace dos años, para encontrar
a compañeros mutantes canadienses y darle voz en un entorno de
la crítica cinematográfica que se caracteriza por los pecados mor-
tales enunciados por Alex: el pesimismo cultural, la afirmación del
mercado y la ironía. (A esto yo añadiría la presuntuosa creencia en
la infabilidad de la propia opinión). O, por emplear la terminología
que apreciarían nuestros homólogos de los años sesenta, quería ver
si se podía despertar la conciencia, levantar el espíritu, en un lugar
en el que cualquier pensamiento intelectual sobre la cultura popu-
lar, pública, es un anatema.
Los gustos y actitudes toman forma de acuerdo a lo que está
frente a ti en el momento adecuado: las semillas de mi cinefilia se
plantaron pronto, pero tardaron en dar su fruto. Al igual que Jona-
than, mi abuelo era dueño de un cine de arte y ensayo en Toronto,
aunque lo vendió cuando yo tenía seis años. Empecé obsesionán-
dome con las películas que veía no en los cines o en vídeo, sino en
la televisión, en particular Hitchcock. No me convertí en cinéfilo
de verdad hasta 1994-1995, cuando estaba haciendo el posgrado en
Ciencias Políticas en Nueva York: tuve que irme de casa para des-
cubrir el cine. Como corresponde a cualquier religión, tuve una
epifanía al asistir a la proyección (uno siente la necesidad de ma-
tizar esto) de La Chinoise (1967) de Godard, que sigue siendo una
sobrecogedora película de ideas, y leer inmediatamente después la
crítica de Pauline Kael, ya que sus libros eran los más fáciles de

297
encontrar en aquel momento. A continuación vi un montón de las
películas canónicas, la mayoría en vídeo, pero al mismo tiempo se-
guí leyendo sobre cine. Mi cinefilia se conformó como una reacción
al mundo académico, en un estado de alienación general. No he ido
nunca a una clase sobre cine, lo que es tanto una desventaja (to-
davía intento ponerme a la par que los demás) como una ventaja
(aunque he rechazado la academia, nunca tuve la oportunidad de
rechazar la teoría cinematográfica y sigo siendo pluralista).
En 1997, cuando tropecé por primera vez con las primeras car-
tas de Mutaciones del cine contemporáneo, acababa de empezar a es-
cribir sobre cine y pronto me sentí aislado en un mundo en el que
la cinefilia intelectual es sinónimo de elitismo cultural. (Uno de mis
principios básicos es que los llamados críticos populares, que tienen
en baja estima a la población, son los verdaderos elitistas: están por
encima de ellos, presumiendo de saber qué les gustará a las «masas»,
instándoles a que se identifiquen ingenuamente con los personajes).
También fue importante el hecho de que en 1992 me invitaran al
Festival de Cine de Róterdam como crítico en prácticas. Para mí,
ahora, el cine y viajar están unidos: ver películas en otros lugares
implica una emoción especial (un tema que todavía no he estudiado
a fondo), pero, lo que es aún más importante, pone al descubierto
lo que los críticos y programadores de otros países consideran esen-
cial. Todavía no ha habido suficientes críticos que se hayan dado
cuenta de la necesidad de buscar obras no tradicionales. Aquel año
vi «películas menores» como A True Story [Una historia verdadera]
(1996) de Abolfazl Jalili, Confession (1998) de Alexander Sokurov, The
Power of Kangwon Province [El poder de la provincia de Kangwon] (1998)
de Hong Sang-Soo y las películas de Daniele Ciprì y Franco Maresco,
ninguna de las cuales se había estrenado en Toronto por aquella épo-
ca. Desde entonces, se han estrenado algunas en la Cinémathèque
de Ontario, no en el festival; el cine minoritario no funciona bien en
los grandes mercados norteamericanos. Muchos de estos cineastas
resultan desconocidos fuera de un reducido grupo de asistentes a
festivales internacionales. Esto explica también por qué muchos de
los números de Cinema Scope están estructurados en tono a la cober-
tura de festivales y que incluyan siempre importantes artículos so-
bre películas que no tienen distribución nacional. Al mismo tiempo,
mi trabajo en el Festival de Cine Internacional de Vancouver es otra
manifestación del mismo impulso y supone un esfuerzo aún más

298
concreto; la experiencia de tener que elaborar un programa debería
ser obligatoria para todos los críticos, ya que ayuda a comprender
los muchos factores que influyen a la hora de que determinadas pe-
lículas estén disponibles para el público local y cómo los gustos per-
sonales de los programadores son uno de ellos.
Necesito aclarar algo sobre nosotros, los más jóvenes. Para mi
generación, la televisión ha sido igual de importante que la música
y mucho más importante que el vídeo en casa. La mayoría de las
películas las descubrimos en televisión y las innumerables horas de
televisión después del colegio nos enseñaron, desde una edad tem-
prana, a mirar de una forma determinada; su equivalente fueron las
películas de adolescentes de los ochenta rodadas por John Hughes,
que poseen pocas cualidades formales apreciables. Transformaron
nuestro gusto, uniendo lo culto y lo popular (y me han ayudado a
saber apreciar lo que hay de valioso en los hermanos Farrelly). De
forma inconsciente nos sentimos atraídos por lo hortera y una pe-
lícula como Moulin Rouge (una apuesta arriesgada de un antiguo es-
critor de poca monta, que te roza la piel igual que la aguja del toca-
discos pasaba por un disco de vinilo) puede satisfacer esa tendencia.
La televisión se caracteriza también por una forma narrativa que
considera al cuerpo como un vehículo para la historia. Es natural
que los cinéfilos de la generación de la televisión y el vídeo tiendan
a considerar las películas como un todo, en vez de como de un con-
junto de distintas partes. En otras palabras, puede que a algunos ci-
néfilos más jóvenes les gusten los mismos directores que a la gene-
ración de los sesenta, como Cassavetes y Eustache, pero por otras
razones; una de las cuales, para mí, se debe a una energía histórica
que está fuera de mi experiencia personal (y generacional). En lu-
gar de aclamar a Cassavetes como a un cineasta que considera que
el cuerpo es el último refugio de la autenticidad, la mayoría de fans
de Cassavetes que conozco ven las películas a través de un filtro
moralista. Por este motivo, prefieren A Woman under the Influence
[Una mujer bajo la influencia] (1974), porque el comportamiento de
Mabel Longuetti (Gena Rowlands) es fácil de comprender, de em-
patizar con él y de explicar como propio de una demente, a dife-
rencia del de Cosmo Vittelli (Ben Gazzara). Hoy en día se admira
aún más una cierta actitud, una postura respecto a los personajes,
incluso un mensaje político. Podría considerarse como una sensi-
bilidad norteamericana, más que europea. Uno de mis objetivos es

299
integrar esta actitud dentro del formalismo reflejado en las prime-
ras cartas de Mutaciones del cine contemporáneo.
En cualquier caso, la cuestión realmente no es por qué les gusta
Moulin Rouge a algunos cinéfilos más jóvenes (la reacción general
en Cannes no fue tan unánime como Quintín quisiera hacernos
creer), sino por qué no les gusta Manoel de Oliveira, cuyas últimas
películas me convencen de que siempre será posible el arte en el
cine; y puede que sea porque De Oliveira, un director anticuado
del Viejo Mundo, no tiene absolutamente nada que ver con la tele-
visión. Tampoco De Oliveira quiere decir mucho para los hijos de
internet, un medio social, interactivo, y una herramienta que ha
hecho más por el intercambio internacional de ideas que la tele-
visión. (¿Cómo lograban editarse las revistas antes de que existie-
ra el correo electrónico?). Aun así, siento una cierta inquietud por
el papel cada vez más relevante que tiene internet, tanto por lo
que podría afectar a la crítica (favoreciendo la prisa por opinar, por
ejemplo, lo que simplemente agudiza una tendencia ya presente en
la crítica tradicional) como al propio cine (en la necesidad de una
comunidad de individuos aislados). Estoy de acuerdo en que el cine
está sufriendo, pero la causa no es internet o el vídeo digital sino,
como ha expresado Quintín, en palabras de Bellour, «la justicia de
todas las naciones». Es la ley del capitalismo multinacional o del
comercio neoliberal norteamericano la que tiene parte de culpa en
el desplome económico de la patria de Quintín.
En Canadá, un país con una preocupación constante en lo refe-
rente a su colonización cultural, cada diciembre aparecen los mis-
mos artículos de opinión: ¿por qué no van más canadienses a ver
películas canadienses? No puedo evitar pensar que esta pregunta
está mal enfocada: ¿acaso este fracaso en taquilla demuestra, de for-
ma algo retorcida, que nuestros artistas no están sucumbiendo a
esta ley universal? Aquí las películas canadienses son consideradas,
a menudo, similares a las películas extranjeras de arte y ensayo y
quizá lleguen a su público principal en los festivales y en los circui-
tos de distribución regionales, más reducidos. Y como las películas
«populares» más rentables son las más odiadas, los autores de Ho-
llywood que merece la pena defender son aquellos que critican a
Hollywood (a muy pocos les importa el resto del mundo) y no les
preocupa que les quieran, como Paul Verhoeven, el opuesto a Jean-
Pierre Jeunet. La creencia de que esta ley del comercio es inmutable

300
está relacionada con la crítica de Quintín sobre Amélie y él mismo
responde a su pregunta: aunque la película dé muestras de que se
acerca el fin de la historia, sus adversarios demuestran que siempre
habrá revolucionarios. También observo que los críticos de diferen-
tes nacionalidades elaboran sus propias leyes, ricas en matices, a la
hora de entender sus propios cines nacionales, un sentido de comu-
nidad localizado; algo cuyo origen puede también encontrarse en
Cassavetes. En vez de expresar en sentido abstracto qué significa
ser canadiense, yo diría que necesitamos películas que hablen de lo
que significa vivir en Canadá hoy en día. (O en Australia, Argentina
o, incluso, Estados Unidos). Esto explica por qué las películas cana-
dienses que me gustan puede que sean distintas de las que le gustan
a Adrian, o por qué ninguno de los críticos extranjeros en Buenos
Aires el año pasado mostró el más mínimo interés por El Descanso
(2001).
Pero debe haber unos puntos en común, incluso en este nuevo
orden. El primer conjunto de cartas planteaba la tesis y la antítesis:
falta la síntesis. Mi teoría es como una caja de herramientas lista
para su uso si la ocasión lo requiere, y mis herramientas proceden
de las primeras Mutaciones: los conceptos de Kent sobre conducir
y dejarse conducir; la inquietud extra-filosófica de Jonathan por las
ideas políticas; los cineastas de Alex que «hablan con palabras y vo-
ces concretas, desde un lugar concreto, sobre lugares y personajes
concretos»; el cine sin fronteras de Adrian; la preocupación de Ni-
cole por la representación del poder; y la inteligencia civilizada de
Raymond. Yo añadiría, por citar el título del corto satírico de Mike
Leigh que vi este año en Vancouver, un sentido de la historia: una
película debería enfrentarse a la vida en un espacio que esté fuera
del alcance de las corrientes del capital internacional (un ejemplo es
la película La Libertad [2001], de un compatriota de Quintín), descri-
bir su desarrollo o tomar una postura en contra. En otras palabras,
hacer visible lo invisible; lo que, de forma casi inevitable, me lleva
de nuevo a Godard (y a Bresson y a Rossellini).
Un buen ejemplo de un cine que integra estas cualidades, un ci-
ne que puede interpretarse de distintas maneras, es Platform (2000)
de Jia Zhangkem en su versión completa que (supongo) ya no se
puede ver debido a razones de mercado, a pesar de todas las voces
que han protestado. Si resulta que supera el examen holístico, es
decir, que la película posee un estilo que, expresándolo claramente

301
(parafraseando a Dreyer) nos permite ver el material a través de los
ojos del director, tanto mejor. Beau travail [Bella tarea] (1999) de Clai-
re Denis podría valer también: el reducirla a una película del cuer-
po elude muchos de sus logros. Yo apostaría a que Genghis Khan de
George Lam es tan importante para Jia como, digamos, These Days
de Nico para Wes Anderson o la música de los Tindersticks para
Denis; incluso aunque yo prefiera la banda sonora de Trouble Every
Day [Problemas cada día] (2001) a la película en sí; y la interpretación
de Wang Hongwei en Platform es tan natural como cualquiera de
Ben Gazzara. Quizá debido a que descubrí estas películas al mismo
tiempo que los cinéfilos de mayor edad, quizá porque hablan del
miedo a la influencia (de Hou Hsiao-hsien), pero también hablan
en una especie de lengua extranjera, ya que está relacionada con
el cine chino, Platform pone el dedo en la llaga de lo real: en vez de
considerar que esta nueva película mutante, que posee una energía
histórica propia, pertenece a un cine del cuerpo o de la mente, si-
guiendo la analogía religiosa de Quintín, a mí me gusta verlo como
un cine del alma.

Afectuosamente:
Mark

París, 15 de febrero de 2002

Querido Quintín de Argentina, querido Mark en Canadá, queri-


do Adrian de Australia, queridos todos vosotros cuya verdadera
patria parece ser la multiterritorialidad de la cinefilia:

Dos mil palabras, dos mil palabras para describiros lo que está
ocurriendo actualmente en Francia: si escribo «misión: imposible»,
me acercaré a lo que me refiero. Pero dos mil no son suficientes, así
que empezaré con las dos palabras extra que me habéis concedido,
sin duda en honor a la fecha en que comenzamos el intercambio
de estos nuevos textos, cinco años después de las primeras cartas

302
de Mutaciones del cine contemporáneo y también después del cam-
bio de milenio; está bien, aquí, en París, en dos palabras: Edad
Giratoria.
¿Qué significa esto? Para mí, en concreto, significa que estoy
descubriendo cada semana películas nuevas, autores nuevos, prác-
ticas nuevas, nuevos lugares de proyección. Y, de forma más amplia,
en términos del Zeitgeist, significa que aquí todos están experimen-
tado la sensación de estar inmersos en una atmósfera exuberante,
efervescente, intensa. Por describir este estado de ánimo: hoy en
día, en Francia, el cine se ha reconciliado con la vanguardia. Por
daros sólo una muestra de ello: la semana pasada, ¿quién creéis
que fue al FEMIS1 a enseñar a los estudiantes cómo conformar una
imagen? Era David acudiendo en ayuda de Goliath: los miembros
de unos talleres experimentales realmente interesantes que actual-
mente están funcionando en París. ¿A qué puede atribuirse esta re-
conciliación y cuáles son sus principales características, para poder
entenderla en toda su extensión? Se puede empezar por ponerle
una fecha: comenzó con el estreno de Sombre (1998), la obra maes-
tra de Philippe Grandrieux, quien ha dado un nuevo vigor de forma
magistral a la gran tradición vanguardista que había desaparecido
con Jean Epstein. A continuación, se puede citar la convergencia de
tres factores: la multiplicación de instrumentos creativos; la diversi-
ficación de prácticas y de modelos artísticos; y un despertar político
radical que tan sólo hará que este periodo histórico sea más difícil
de relatar.
Unos pocos hechos llamativos: primero, la aparición de autores
y obras importantes, ya sea en cines de arte y ensayo, galerías o en
diversas localizaciones del circuito alternativo. Puede que conoz-
cáis a algunos, o puede que jamás hayáis oído hablar de ellos, y se-
guramente me olvidaré de muchos: Grandrieux, Gaspar Noé, Vir-
gine Despentes y Coralie Trinh-Ti, Jean-François Richet, Patricia
Mazuy, Dominique González-Foerster, el grupo Étant Donées,
Sothean Nhieim, Régis Cotentin, Johanna Vaude, Jean-Philippe
Farber, Stéfani de Loppinot, Nicolás Rey, Hugo Verlinde, Othello
Vilgard, David Matarasso, Xavier Baert, Yves-Marie Mahé, Philippe
Jacq... mientras que las generaciones anteriores continúan creando

1
Siglas de la Fondation Europénne de L’image et du Son o Fundación Europea de Imagen y
Sonido, antes conocida como IDHEC, la principal escuela de cine en Francia (N. de la T.).

303
y a veces produciendo sus obras maestras más hermosas, como
Claire Denis con Beau travail, por ejemplo. René Vautier, Maurice
Lemaître, Marcel Hanoun, Lionel Soukaz, Philippe Garrel, Ange
Leccia, Raymonde Carasco, F. J. Ossang, Maria Klonaris y Kateri-
na Thomadaki, Rose Lowder, Cécile Fontaine y seguramente otros
muchos nunca han dejado de producir, inventar, proponer, de for-
ma que está teniendo lugar la primera hibridación, primero entre
generaciones y después sólo entre sus herramientas estéticas. Es-
téticamente, de hecho, esta mezcla de herramientas supone el ám-
bito principal para la reflexión y la intervención del artista: las pe-
lículas se convierten en palimpsestos en los que la convergencia de
lo análogo y lo digital, Súper 8, 16 mm, 35 mm, vídeo y ordenador
se alían, se confunden y se enfrentan entre sí de todas las formas po-
sibles, dando a veces resultados sorprendentes tanto textual como
rítmicamente, como en Sombre, île de beauté [Isla de belleza] (1996)
de Leccia/González-Foerster, la segunda mitad de Éloge de l’amour
[Elogio del amor] de Godard (2001), Il n’y a rien de plus inutile qu’un or-
gane [No hay nada más inútil que un órgano] de Augustin Gimel (1999)
o My Room the Grand Canal [Mi habitación el gran canal] (2001) de
Anne-Sophie Brabant/Pierre Gerboux; lo que demuestra una de las
fuerzas más importantes del cine: su complejidad técnica, la natu-
raleza de su aparato tecnológico, que le permite insertarse en una
tecnología completamente distinta o de hecho en cualquier ritual,
espectáculo en vivo, teatro, actuación, music hall, concierto o cele-
bración. ¿Cómo se expresa esta renovación en lo que se refiere a la
repolitización del cine? ¿Cuáles son las exigencias y los objetivos de
esta nueva generación? ¿Qué nuevos campos de pruebas formales,
éticos e incluso existenciales están surgiendo hoy en día?
Una de las historias que me conmovió este año fue la de Pe-
ter Tscherkassky: en una visita a París, un librero del Barrio Latino
le reconoció y le saludó, cosa que jamás le había ocurrido en Vie-
na. Aquí se vive el cine como si fuera una causa nacional. Bajo los
auspicios de un gran analista, Alain Bergala, el cine va camino de
convertirse es una disciplina pedagógica. Una red increíblemente
sólida de festivales, actos y lugares de recepción cubre este ámbito:
hay festivales dedicados a todos los géneros, formatos, duraciones
y temáticas, desde los grandes cines hasta los lugares más dimi-
nutos, y muchas veces el tamaño reducido garantiza un programa
de calidad. Proliferan las revistas de cine, tanto generalistas como

304
especializadas, institucionales e impulsadas por aficionados, y las
menos conformistas no son siempre las que uno espera; hoy en día,
por ejemplo, más allá de las revistas eruditas como Trafic, Exploding,
Cinergon, Repérages o Balthazar se está defendiendo la vanguardia en
Bref, una revista del CNC2 dedicada a los cortometrajes, en Le Tech-
nicien du film, una revista para técnicos profesionales y en la Gazette
des scénaristes, un órgano del sindicato de guionistas. También es
una causa nacional en el sentido de que la gente se enardece fácil
y colectivamente a favor o en contra de una película, a favor y en
contra de un determinado asunto. El reciente intento de crear un
gran debate después de que un director se quejara del maltrato que
recibía por parte de los críticos ha provocado una protesta. En Fran-
cia existe un cierto orgullo entre los críticos, una tradición a la que
Godard rindió un merecido homenaje al comienzo de Deux fois cin-
quante ans de cinéma français [2 X 50 Años de cine francés] (1995). (Di-
cho esto, debe señalarse que la primera conferencia sobre la obra
de Philippe Garrel fue organizada por un irlandés, Fergus Daly, en
Dublín, y que el mayor congreso internacional sobre Godard tuvo
lugar en Londres, organizado por Michael Temple, James Williams
y Michael Witt).
Para mí, esta polémica aclaró el estado de las cosas al mostrar
abiertamente los tres tipos de críticos que existen: los colaborado-
res, que venden la película copiando el dossier de prensa (periodis-
tas, por tanto), que un estudio de cine se puede inventar hasta el úl-
timo detalle, como ha ocurrido recientemente en Estados Unidos;
los partisanos, que saben hacer distinciones entre los productos de
la industria, a veces con auténtica genialidad, como hacía Daney,
por ejemplo; y los francotiradores, que se alejan de la lógica de la
industria para sumergirse en la investigación de otros tipos de cine,
rasgos, comportamientos. Pero sin estos últimos, que son los me-
nos numerosos porque no es en absoluto una actividad lucrativa, no
se podría escribir la historia el cine y Quintín hace muy bien al to-
marlos bajo su ala.
Desde la primera entrega de Mutaciones del cine contemporáneo
han ocurrido dos cosas en mi vida. La primera fue la concepción y
realización de una retrospectiva de la historia del cine de vanguardia

2
Siglas del Centre National de la Cinématographie o Centro Nacional Cinematográfico (N.
de la T.).

305
en Francia, a la que puse por título Jeune, dure et pure (Joven, fuerte y
puro). A lo largo de los meses de larga y ardua preparación, fui des-
cubriendo de forma progresiva, casi subrepticia, dos principios que
se me han quedado grabados. Primero: todavía está por escribir la
historia completa del cine. Segundo principio: cuanto más impor-
tante es una película, menos gente la ve. ¿Exagerado? Bueno, vea-
mos pues las películas de René Vautier o de Patrice Kirchhofer, Ali
au pays des mirages [Ali en el país de las maravillas] (1976) de Djouhra
Abound y Alain Bonnamy, las de Tobias Engel o de Bruno Muel…
¿Son importantes estas películas para vosotros, o no mucho? Son
esenciales; es a partir de ellas que se debe escribir una verdadera
historia del cine y no a partir de la notoriedad de obras que refle-
jan tan sólo el criterio cuantitativo impuesto por la industria. Decir
que estas películas son marginales descalifica automáticamente a
aquellos que las califican así: la historia del cine debe separarse de
la historia del comercio o de la sociología, con las que demasiado a
menudo se la confunde hoy en día.
Salvo algunas notables excepciones ( Jean Mitry, Noël Burch…),
hasta ahora la historia del cine se ha escrito, sobre todo, desde el
punto de vista de la industria. Esto no significa que haya que negar
el cine de la industria, que ciertamente posee sus propios mártires
y víctimas expiatorias, desde Émile Reynaud a André Sauvage, de
Eli Lotar a Monte Hellman. Al contrario, una de las características
de la generación experimental, sin dogmas, es que conoce perfecta-
mente su situación respecto a la producción, sabe cómo ver y ana-
lizar cualquier película, mientras que el nombre de Robert Bresson
hacía reír a la generación precedente. De forma ejemplar, una de
las características específicas de los cineastas actuales consiste en
trabajar con material de archivo de forma analítica y ya no sólo me-
ramente polémica, entrecruzando Tom, Tom, the Piper’s Son (1971)
de Ken Jacob con Politics of Perception [Políticas de la percepción]
(1973): la sublime trilogía en CinemaScope de Peter Tscherkassky
o, por mencionar ejemplos tan sólo de los últimos años, Exposed
[Al descubierto] de su alumno Siegfried Fruhauf o High [Colocado]
de Vilgard, basada en The Addiction (1995) de Ferrara, Mody Bleach
de MTK basada en Moby Dick (1956), Revelation de Baert, basada en
In the Mood for Love [Deseando amar] (2000), o Samourai de Vaude
basada (entre otras) en The Blade (1995), que representan tanto ini-
ciativas poéticas como densas propuestas teóricas.

306
Actualmente, la fuerza de la industria cultural, lo que Adorno
denominó muy acertadamente «cultura masoquista de masas», flo-
rece con tanto cinismo que casi se puede establecer una ley de pro-
porción inversa entre la visibilidad social de una película y su verda-
dera importancia; hasta el punto de que se hace necesario subvertir
el sistema de producción al completo, como logró hacer Verhoeven
magníficamente con su superproducción satírica Starship Troopers
[Policías del espacio] (1997). En este cometido, los verdaderos críticos
( Jonathan, Adrian, Mark, y en Francia Raphaël Bassan sobre el cine
y Raymond sobre el vídeo), los verdaderos programadores (Kent
Jones en Nueva York, Jean-François Rauger en París), los auténti-
cos directores de festivales (Quintín en Buenos Aires, Simon Field
en Róterdam, Bernard Benoliel en Belfort, antes Jacques Leroux en
Bélgica) o responsables de filmotecas (hoy Alex en Viena, ayer Do-
minique Païni en París) o páginas web (Senses of Cinema); es decir,
los francotiradores (cito vuestros nombres como emblemas, indu-
dablemente hay muchos otros y nuestro trabajo es encontrarlos)
van abriendo camino y construyendo los circuitos paralelos. Sin su
trabajo, toda la creación no-estandarizada sería, no imposible, sino
inaccesible.
A veces, frente a la suerte injusta reservada para toda película
que nadie ve y cuya existencia está en peligro, me digo a mí mis-
ma que sería más adecuado sustituir la palabra «verdadera» de la
«verdadera historia del cine» de Godard por la palabra «verídica»,
que tiene mayor fuerza, en el sentido de que, pese a todas las apa-
riencias, ciertas imágenes predominantes están ahí sólo para tapar
y ocultar otras, haciendo que sean invisibles e inaudibles. ¿Podría-
mos imaginar la historia de la literatura sin Los Cantos de Maldoror?
Y, de hecho, la historia del cine está llena de obras cruciales que
son tan frágiles como el manuscrito de Lautréamont. Ya hemos
perdido algunas de ellas, como La vie des travailleurs italiens en France
[La vida de los trabajadores italianos en Francia] (1926) de Jean Grémi-
llon, Actua I (1968) de Philippe Garrel o casi todas las películas de
la cooperativa del Cinéma du Peuple rodadas en su adolescencia.
¿Acaso se puede decir que perder a Grémillon, censurar Afrique 50
(1951) de Vautier y meter en la cárcel a su autor, no exhibir Ali au
pays des mirages o Black Liberation [Liberación negra] (1964), cuatro
panfletos fundamentales sobre el racismo, sigue la misma lógica
que la de negarse a considerar los vínculos entre los Iguales y los

307
Otros, relegando así a tres cuartas partes del mundo a las regiones
oscuras que el imperio desdeña, lo que ha dado lugar, entre otras
catástrofes, a la atrocidad del 11 de septiembre y a la crisis económi-
ca en Argentina? Antes de responder, me gustaría saber la opinión
de Kent, quien ha escrito con gran sensibilidad sobre el tratamiento
televisivo de los atentados en Nueva York3.
Parece más urgente y difícil escribir la historia del cine contem-
poráneo porque, gracias al aumento y la mayor accesibilidad de
las herramientas tecnológicas, gracias a la diversidad de modelos
artísticos, debido a la amplia necesidad de imágenes, la producción
está disparándose. Primer fenómeno: al igual que un pintor o un es-
critor, un director puede crear un estudio en su propia casa y crear
él solo y con total libertad una obra magnífica; en Francia ése es el
caso del artista de vídeo Jean-Philippe Farber o el cineasta David
Matarasso, por ejemplo. Segundo fenómeno: la profileración de
redes y lugares alternativos, tanto para la producción como para
la distribución, permite que muchas personas se nieguen no sólo a
seguir las condiciones de la industria, sino a entrar en el mercado
del arte, considerándolo como corrupto, separado de la realidad y
aniquilador de la misma. El término «artista» hoy en día es aplica-
ble tanto a cantantes conocidos como a maestros visuales y ya no
representa un objeto de burla sin ningún prestigio. Sólo podemos
alegrarnos ante este cambio en el curso de los acontecimientos.
Además de todo esto, un segundo acontecimiento en mi vida
me ha dado mucha confianza. Gracias a la primera serie de cartas
de Mutaciones del cine contemporáneo, conocí a un historiador que se
ha vuelto indispensable para mí, Brad Stevens. Brad es un joven crí-
tico inglés. Escribe sobre historia del cine; descubre autores, obras,
ideas; ha escrito libros sobre Ferrara y Hellman. Cada vez que me
escribe, me ayuda a descubrir nuevos vínculos entre las imágenes.
Recientemente, por ejemplo, me ha informado de que para la pe-
lícula de Michael Winner, The Mechanic [Fríamente... sin motivos per-
sonales] (1972), Hellman supervisó el guión del material utilizado
por esa otra obra maestra, The Politics of Perception, y fue él quién
debía haberla dirigido, lo que explica en gran medida su genio cre-
puscular. (Permitidme también que repita las sabias palabras de
Francis Moury, especialista en cine underground y coeditor de una

3
Jones, Kent, «Première Prise», en Trafic, n. 40, 2001, pp. 16-18.

308
Historia del cine erótico y pornográfico en Francia, que está actualmen-
te en proceso de redacción: «Un hecho gracioso: algunas personas
conocen toda la obra de Fritz Lang, pero nunca han visto una pe-
lícula de Michael Winner. Un hecho lamentable: otros conocen
toda la obra de Michael Winner pero jamás han visto una pelícu-
la de Fritz Lang»)4. Ahora bien, Brad trabaja por su cuenta en un
pequeño barrio a las afueras de Londres, sin ninguna relación con
ninguna universidad, grupo de investigación o institución en ab-
soluto, y ésa es probablemente la razón por la cual puede mover
montañas.
Día a día, me alienta pensar en Brad y en otras pocas figuras su-
blimes, tutelares como Vautier, al que dejaron completamente solo
para rodar, con veintidós años, Afrique 50 en oposición a todo el
imperio colonial, en contra de gobiernos, del imperialismo econó-
mico, incluso de su propio partido político; o Edouard de Laurot,
que hizo Black Liberation para los Panteras Negras, igualmente solo,
y su oposición al estado policial norteamericano; o Muel, volando
de vuelta a Chile en cuanto se enteró del golpe de Estado de Pino-
chet, sin que nadie se lo pidiera, tan sólo movido por el impulso
humano propio de un cineasta; o Stan Brakhage, reinventando afa-
nosamente el cine mientras contempla cómo muere una polilla en
la noche; o Hanoun, cansado de librar una batalla legal que le ha
arruinado económicamente, elaborando en pocas semanas una an-
tología, Cinéma Cinéaste, el equivalente contemporáneo de Notes sur
le Cinématographe de Robert Bresson, pero escrito por un Bresson
de ultra-izquierda5…
Actualmente, por hablar de mi experiencia personal, me enfren-
to a una paradoja. Por una parte, no he renunciado ni a mi infancia
colectivista ni a mi adherencia adolescente a Bataille o a Foucault (es
decir, una profunda aversión a los valores basados en el individuo,
hasta el punto de que el único rasgo de positividad que se permi-
tió Adorno, la simple promesa stendhaliana de felicidad, carece de
sentido para mí). Por otra parte, no me he encontrado nunca con
ejemplos de humanidad más nobles o más respetables que Vautier
o Muel, cuya inteligencia histórica y cuyos actos están basados por
entero en sus convicciones personales y su iniciativa individual.
4
Respuesta a un cuestionario sobre cinefilia propuesto por Françoise de Paepe, que se puede
leer y responder en internet en la página www.cinerivage.com
5
Hanoun, Marcel, Cinéma Cinéaste. Notes sur l’image écrite, Crisnée, Yellow Now, 2001.

309
Pero considero que el cine pocas veces ha sido tan inteligente como
lo es hoy en día, sin olvidar las grandes épocas de Peeping Tom [El
fotógrafo del pánico] (1960) de Michael Powell o Fassbinder o Pasoli-
ni. Pero Godard, Grandrieux, Garrel, Ferrara, Kinji Fukasaku, Car-
penter, Yervant Gianikian, Angela Ricchi Lucchi, Straub y Huillet,
Pedro Costa… todos ellos me ayudan, no tanto a no olvidar como
a reflexionar sobre el peligro de confiscación que acecha a la hu-
manidad. Ellos desarrollan un discurso ético cuyo equivalente no
logro encontrar en ninguna otra disciplina y sus últimas películas
me provocan el deseo de releer a Hobbes, Saint-Just y Gracchus
Baboeuf, lo que seguramente sea el mayor cumplido que se me
puede ocurrir.

Os manda muchos besos electrónicos,


Nicole

Melbourne, 24 de febrero de 2002

Queridos amigos:

Las cosas habían cambiado. Ya no te podías sentir a salvo tan sólo


porque tenías la suerte de vivir en Occidente. Sólo porque tuvieras la
suerte de no ser un refugiado, o de no vivir en Afganistán o en Oriente
Próximo. Ya no importaba quiénes creyeras que eran los malos, el Or-
den Mundial había cambiado. Ahora, aparentemente, había buenos y
malos, enemigos y aliados, amigos y adversarios.

Éstas no son las palabras de un político, un periodista o un comen-


tarista crítico. Es la voz en off con la que empieza a narrar un perso-
naje de ficción la nueva temporada de una conocida serie de la tele-
visión australiana, The Secret Life of Us, el último programa de estilo
de vida para ese nicho de mercado que se ha llamado Generación
X. Es un programa totalmente apocalíptico; se burlan tanto de los
extremistas de izquierdas como de derechas; todo lo que necesitan

310
es amor. Cada capítulo está basado en una metáfora aparatosa: la
vida es como el mercado de valores, el mundo de las citas es como
un campo de tiro. Así que la razón por la que todos los personajes se
ven envueltos, de forma pasajera, en un acontecimiento de enorme
actualidad (la cobertura informativa del 11 de septiembre) es para
pronunciar el eslogan más reciente de este Zeitgeist: «Hay un Nue-
vo Orden Mundial en nuestras vidas». Tan rápido como los acon-
tecimientos históricos cambian el mundo, se convierten en acceso-
rios de un determinado estilo de vida; como la nueva portada de
Interview que acabo de ver de reojo al pasar por el quiosco de la
esquina: «Grandes directores fotografían Nueva York».
Quintín ha planteado una pregunta difícil: ¿acaso el 11 de sep-
tiembre ha convertido las ideas discutidas en las cartas de 1997 de
Mutaciones del cine contemporáneo en obsoletas, irrelevantes, ridícu-
las incluso? Inmediatamente después de ese acontecimiento, conti-
nuamente escuchamos y leímos que cualquier arte o cultura popu-
lar eran respuestas inútiles, patéticas, absolutamente insensibles a
semejante crisis. Al menos hubo un aspecto en el que se podía estar
de acuerdo: era deprimente leer tantos comentarios oportunistas
discutiendo sobre si el 11 de septiembre había cumplido las pro-
fecías de Baudrillard, Virilio o Žižek sobre la «precesión de los si-
mulacros» en nuestra época, saturada de medios de comunicación;
como si todo fuera una pregunta de examen teórica en vez de una
catástrofe política y humana.
Pero me niego a dejarme atrapar en esta retórica de «el mundo
ha cambiado para siempre» de los últimos seis meses. Yo solía bur-
larme de esos severos marxistas que intervenían en todos los deba-
tes culturales proclamando solemnemente que todo debe tratarse
históricamente. Pero hoy en día me inclino a la misma cautela.
Cuando el 11 de septiembre golpeó al mundo occidental, no
sentí deseos de desconectar mi reproductor de vídeo o de dejar mi
trabajo como crítico de cine. Muy al contrario, sentí una primitiva
ansia cinéfila que no había sentido en años. Y digo esto de una for-
ma puramente instrumental, medicinal casi: me sentí obligado a
ver películas de desastres ambientadas en Nueva York, como Tycus
(1998), cuya portada, que mostraba las torres de la ciudad derrum-
bándose, se tapó discretamente en el videoclub al que suelo ir; pe-
lículas sobre las frágiles fronteras del Nuevo Orden Mundial, como
The End of Violence [El final de la violencia] (1997) de Wim Wenders;

311
meditaciones sobre la guerra como The Thin Red Line [La delgada
línea roja] (1998) de Terrence Malick; comedias demoledoramente
anarquistas y antisociales como The Disorderly Orderly [Lo desordena-
damente ordenado] (1964) de Frank Tashlin o los dibujos animados
más apocalípticos de Tex Avery; el vídeo aterradoramente proféti-
co de Godard De l’origine du XXIe siècle [De los orígenes del siglo xxi]
(2000), que para mí es como la imagen de acompañamiento del CD
de Leonard Cohen, The Future (1992); las películas de terror san-
grientas; y las comedias más negras de Luis Buñuel (Buñuel, cuyo
último proyecto, que no llegó a filmar, era un guión sobre un aten-
tado terrorista en el Louvre y la desquiciada y surrealista guerra
internacional que desencadenaba). A través de todo esto, recordé
unas palabras misteriosas, apasionadas, de Nicole en un panel en
Buenos Aires en 2001: «Las imágenes nos quieren».
¿Estaba buscando la catarsis, la liberación, a través de la panta-
lla? No tenía nada (o no mucho) que ver con el escapismo. Sincera-
mente, nunca he sido capaz de separar el contenido de la cinefilia
(sus emociones puras y sus fantasmagóricas corrientes ocultas, sus
reverberaciones físicas y sus estremecimientos infantiles) de su as-
pecto cerebral. En los momentos de crisis y confusión busco en
las películas los conceptos, metáforas y esquemas que puedan pro-
porcionarme; también busco en ellas distintos tipos de liberación,
sabiduría y sensaciones.
¿Cómo puede la historia, siquiera por un instante, convertir en
obsoleto el arte o la crítica? El arte le habla al plano de nuestro es-
tar en el mundo que no es que sea eterno (según el absurdo cliché
manoseado por los mitomaniacos de Jung y Campbell) sino que
más bien está fuera del tiempo, antes del tiempo. John Berger lo ex-
plica perfectamente en un documental televisivo: el arte no puede
resolver o cambiar nada, pero puede salvar algo. Un recuerdo, un
sentimiento, un testamento, una forma de imitación.
Tenéis que entender que los atentados del 11 de septiembre
coincidieron en Australia con las elecciones generales y con lo que
se conoce como la crisis de los refugiados: barcos llenos de perso-
nas huyendo de países turbulentos, a las que nuestro gobierno les
negó la entrada y confinó indefinidamente en centros de detención;
precisamente porque el partido conservador (los liberales), en el
poder, pudo aprovechar la oportunidad para despertar el miedo y
el pánico en la esfera pública de que cualquier forastero que llegara

312
a nuestras costas podía ser un terrorista mortal, subversivo y anti-
occidental. En otras palabras (tal y como lo expresó el comentarista
político Robert Manne), el voto cristalizó en torno al miedo gene-
rado por el tema candente del control de fronteras y el espejismo
(que se desvaneció el 11 de septiembre) de que las naciones occi-
dentales son fortalezas, lugares seguros protegidos de todo tipo de
intrusos e influencias (físicas, culturales, políticas…). Y me estoy
acordando ahora de la descripción de Nicholas Ray de la imagen
final (¿o era la de apertura?) de un proyecto suyo que tenía en los
años cincuenta y no llegó a realizar: Passport. Un hombre encuentra
a un niño rompiendo su pasaporte después de habérselo robado y
mirando cómo los pedazos se esparcen en la marea mientras se pre-
gunta en voz alta: «¿Cuándo empieza la marea a ser nacional?».
Esto me lleva a las Mutaciones del cine contemporáneo de ayer y de
hoy. Todos los que hemos estado involucrados en ello hemos inten-
tado dar la bienvenida a las olas de internacionalismo que llegan a
nosotros, a nuestras fronteras. ¿Hasta qué punto lo hemos consegui-
do? Confieso que las promesas de la edad de internet y de un cine
mundial me han decepcionado y frustrado un poco. Tomemos las
corrientes del lenguaje, por ejemplo. Publicaciones como Senses of
Cinema y Cinema Scope alaban al cine iraní y coreano; artículos de
Jonathan y míos han sido traducidos en revistas o webs de cine en
farsi y coreano. ¿Pero a cuántos críticos iraníes y coreanos hemos
traducido al inglés?, ¿sabemos siquiera quiénes son? La cultura cine-
matográfica mundial todavía es, ante todo, una carretera de sentido
único hacia Occidente (a pesar de algunas muestras importantes
de un sistema de intercambio verdaderamente radical, multilingüe,
como la colección de libros Traces [Rastros], dedicada a la teoría cul-
tural y la traducción, con ediciones disponibles simultáneamente
en chino, japonés, coreano y en inglés; y el proyecto pedagógico
de Paul Willemen de desarrollar un currículo de estudios de cine
comparados).
Si contextualizamos históricamente la situación, mis observa-
ciones pueden parecer menos categóricas. A lo largo de mi vida he
sido testigo de una lenta y difícil conversión masiva desde un eje
casi exclusivamente euroanglosajón en las culturas cinematográfi-
cas occidentales (centrado sobre todo en el cine norteamericano y
francés) hacia un supuesto Nuevo Orden Mundial que abarca a las
naciones que previamente habían quedado marginadas o excluidas.

313
Pero no nos engañemos respecto al alcance real de esta conversión:
a nivel general, es casi imposible estrenar películas asiáticas en
muchos de los mercados occidentales (a pesar de Crouching Tiger,
Hidden Dragon [2000]) y, cuando consiguen entrar, puede que se
encuentren con las reticencias más increíbles, pseudorracistas, por
parte tanto del público como de los críticos/guardianes del mer-
cado. Y, a un nivel más concreto, nuestras historias personales (de
familia, viajes, contactos, lecturas, educación, etc.) nos han situado
a muchos de nosotros en las proximidades y bajo el influjo del viejo
eje euroanglosajón; todavía es más probable que le prestemos más
atención y respeto a la teoría del cine procedente de París y Nueva
York que de Tokio o El Cairo. Darnos cuenta de ello es el primer
paso (pero sólo el primero) para alejarnos de este eje.
Vivimos tiempos en los que el pensamiento utópico se ha unido
al sueño de «un solo mundo». Pero en lo que a mí respecta, debo
decir que algunas de las películas más inteligentes, conmovedoras
y provocativas de los últimos tiempos son aquellas que insisten
(incluso hasta caer en la frialdad, el fatalismo y la desesperación
misántropa) en las diferencias irreductibles, fundamentales entre
culturas, naciones y experiencias. En la mejor película de Michael
Haneke, Code Unknown [Código desconocido] (2000) todos los proble-
mas y crisis giran en torno a la falta de traducción: desde la discu-
sión callejera con un refugiado inmigrante y vagabundo hasta la
habilidad para lograr entrar en un apartamento parisino, el códi-
go es desconocido o se ha perdido. De forma aún más enigmática,
What Time Is It There? [¿Qué hora es ahí?] (2001) de Tsai Ming-liang
trata fundamentalmente de vasos no comunicantes: París y Taipéi,
un hombre y una mujer, los vivos y los muertos, zonas horarias no
sincronizadas entre sí, idiomas incompatibles, deseos no recípro-
cos. Hay un momento (vuelve siempre de forma cíclica) en el que
necesitamos que estos crueles recordatorios de la realidad desha-
gan cualquier ilusión prematura de unidad.
Este mismo coloquio en torno a Mutaciones del cine contemporá-
neo corre el riesgo de crear su propia ilusión de unidad. Confieso
que demasiadas invocaciones al santoral compuesto por Kiarostami-
Hou-Denis-De Oliveira-etc. hacen que quiera ver por quincuagési-
ma vez mi copia en vídeo ya gastada de la comedia maravillosamen-
te absurda, Superstar (1999), o defender un éxito para intelectualoides
como Amélie, del que Quintín y Mark abominan tanto. Porque,

314
¿quién de nosotros se atreve a negar que alguien, en algún lugar
del mundo y en este preciso momento, está sintiendo ese ímpetu,
ese necesario afán por la cinefilia, gracias a Jean-Pierre Jeunet, más
que a Jia Zhangke? (Por supuesto, sería mejor si los dos estuvieran
igualmente disponibles). No me interesa elaborar un nuevo crite-
rio, que tan sólo puede convertirse en otra prisión exclusiva, que
nos limita, como cualquier otro criterio o sistema de ideas.
El sentido de la historia puede difuminar la ilusión de la identi-
dad propia que tiene cada generación. Me divierte mucho cuando
Mark se describe a sí mismo como miembro de la generación tele-
visiva, porque eso es precisamente lo que mi generación (los niños
de los años sesenta) piensa de sí misma. No creo que las diferencias
significativas en la cultura cinematográfica dependan de las gene-
raciones, ni siquiera de la aparición per se de nuevas tecnologías (o
novedades en el soporte, como el DVD); hay rasgos fundamenta-
les que tienen mayor influencia. Así que me divierte aún más que
no sea capaz de imaginarme a Nicole o a Jonathan viendo jamás ni
siquiera un capítulo de realities como Survivor [Superviviente] o Loft
Story6 en sus televisores, a los que dan mucho uso. Pero la mejor
película experimental que he visto nunca en la televisión comercial
fue una noche en Atenas, en Grecia, y realmente era telerrealidad:
la cobertura en directo de las manifestaciones organizadas allí con
ocasión de la visita de Clinton, en la que la pantalla aparecía dividida
por la mitad: una de ellas mostraba un lento recorrido hacia delante
y hacia atrás de los estáticos dignatarios, esperando en un elegan-
te salón de baile (Michael Snow); en la otra era un plano tomado
cámara en mano de los disturbios en las calles (Rosetta [1999]). Si
tan sólo lo hubiera grabado para distribuirlo en copias piratas…
Sin embargo, creo que la cultura cinematográfica, incluso en esta
época de supermercados inmensos, necesita todavía sus leyendas
invisibles, tentadoras. La vida secreta de la cinefilia…
Algo que se ha perdido en los años de internet es el enfoque
abierto, riguroso, siempre lleno de curiosidad, de afán de explo-
ración y minucioso de los géneros populares (y subpopulares) del
6
La palabra loft en inglés significa literalmente «buhardilla» y designa habitualmente un gran
apartamento sin tabiques. Pero fonéticamente es similar a love, «amor», por lo que el título
del programa tiene un doble sentido imposible de traducir al español. En sentido literal quie-
re decir «Historia de buhardilla», pero también se puede entender como «Historia de amor»,
lo que a su vez recuerda al título de la película Love Story (N. de la T.).

315
cine. Creo que la tendencia altamente selectiva de introducir en el
nuevo canon a películas del tipo de Starship Troopers, Moulin Rouge o
The Royal Tenenbaums [Los Tenenbaum, familia de genios] (2001) no es
más que un mal sustituto de la labor de oposición a la cultura popu-
lar sin la ayuda de la teoría de autor. En cuanto a la mayoría de los
otros géneros o de películas de ínfima calidad, ha sido abandonada
en manos de las normativas de las revistas de aficionados y páginas
de internet que, a menudo, son abiertamente filisteas.
Debo enfrentarme aquí a una contradicción personal. Por una
parte, me opongo radicalmente a cualquier tipo de elitismo. Por
otra, sigo sintiendo apego por el credo subcultural de los ochenta,
es decir, que todos los movimientos culturales interesantes e inno-
vadores son reducidos en número, de naturaleza ferozmente gue-
rrillera y su acción social se caracteriza por la formación de redes de
comunicación. Un pasaje de Pursuits of Happiness de Stanley Cavell,
lo expresa muy bien:

Es posible que […] nada que tenga valor y sea comprensible para
cada uno de nosotros, tenga valor y sea comprensible para todos.
Y es posible que la misma idea de valor, como cualquier objeto de
valor, deba todavía surgir formando parte de un culto y, por consi-
guiente, uno deba esperar que algunos sean más benignos y útiles
que otros7.

Entonces, ¿cuál sería la política de un culto cinematográfico benig-


no y útil, en su intento de reconciliar y salvar las diferencias (como
nos recuerda Nicole) entre lo Mismo (o el Yo) y lo Otro? Una cita
de mediados de los años sesenta de Octavio Paz interpela significa-
tivamente a nuestro momento presente: «Luchamos por preservar
nuestra alma; hablamos para que otros reconozcan nuestra alma
y para reconocernos a nosotros mismos en la suya, que es distin-
ta de la nuestra»8. Soy escéptico respecto a la unidad, pero, como
los demás, aspiro a ella. Me acuerdo perfectamente del terrorismo
intelectual de los años de la política académica de lo idéntico, cuan-
do cualquier intento de acercarse, de abarcar o aceptar al Otro,
incluso aunque fuera tan sólo dentro del imaginario del cine, era
7
Cavell, Stanley, Pursuits of Happiness: The Hollywood Comedy of Remarriage, Cambridge, Har-
vard University Press, 1981, p. 273.
8
Paz, Octavio, Corriente alterna, Madrid, Siglo xxi, 2009.

316
recibido por la policía de la diferencia con una pregunta hipercríti-
ca: «¿Quién eres tú para hablar?». Los años entre las dos entregas
de Mutaciones Cinematográficas han sido testigos del florecimiento de
un aspecto del ideal democrático: cuánto más hablemos, mejor. El
desafío consiste ahora en mejorar nuestra capacidad de escucha.

Vuestro camarada,
Adrian

Chicago, 1 de marzo de 2002

Queridos Compañeros Mutantes:

Esta carta, que concluye (al menos provisionalmente) un expe-


rimento que empezó hace cinco años, debe servir a un doble pro-
pósito. Primero de todo, debe servir como conclusión de una serie
de cartas que inició Quintín hace más de dos meses, con el objeti-
vo de ser publicadas en español con motivo del Festival de Cine
Internacional de Buenos Aires, junto a la primera serie de cartas.
En segundo lugar, se supone que debe servir como cierre a un libro
en inglés mucho más amplio, enmarcado entre ambas series, cuya
publicación por parte del British Film Institute está prevista para el
año que viene. Además, lo que empezó en inglés (las tres primeras
cartas) y en alemán (la cuarta) fue publicado primero en francés,
mientras que la segunda ronda empezó en español con Quintín y
será publicada inicialmente en esa lengua; aunque las últimas cua-
tro cartas estén en inglés o francés y se haya incluido una versión
en inglés de la carta de Quintín para los autores de las mismas. La
importancia de la traducción en esta empresa se ha convertido en
una parte de su significado, porque cada cambio de idioma ha alte-
rado sutilmente y expandido el terreno de juego.
Han ocurrido muchas más cosas a lo largo de estos cinco años.
Kent y Alex han pasado a ocupar importantes cargos como progra-
madores: Kent en el Teatro Walter Reade de Nueva York y Alex,

317
desde hace sólo dos meses, en el Museo de Cine de Viena. Efecti-
vamente, Nicole ha despertado a un gigante dormido al convertir-
se en la principal pionera en el descubrimiento, organización, exhi-
bición y celebración de la vanguardia francesa por medio de la
Cinémathèque de París; un gigante formado por una audiencia muy
participativa así como por un grupo de cineastas. Y Adrian, que
está escribiendo más que nunca, actualmente está trabajando nada
más y nada menos que en cinco libros; uno de ellos es la versión
inglesa de Mutaciones del cine contemporáneo que está editando con-
migo. Mark ya ha hablado en su carta del lanzamiento de nuevas re-
vistas internacionales de cine en inglés, que ofrecen alternativas al
rumbo que han adoptado Sight and Sound (cuando se volvió más
norteamericana) y Film Comment (cuando se volvió más institucio-
nal), así que permitidme tan sólo añadir que estas recientes incor-
poraciones tan bien recibidas han supuesto para el público y la crí-
tica lo mismo que la labor de Nicole para las obras experimentales
francesas. El crecimiento de internet también nos ha influido, al
hacer ciertamente más pequeño el mundo y al hacer mucho más
intensas nuestras conexiones solapadas entre sí. (No todos nosotros
teníamos correo electrónico allá por 1997).
La mayoría de los ocho autores de las dos series de cartas, pro-
cedentes de seis países, se han hecho amigos y una de las alianzas
más importantes ha sido la de Adrian y Nicole, que ha logrado un
público anglófono para parte de sus obras, principalmente a través
de las traducciones de Adrian en Senses of Cinema. También se tra-
dujeron las primeras seis cartas al holandés, alemán, italiano, inglés
y ahora al español (acompañadas, en la mayoría de los casos, por
más cartas de otros autores) y Quintín intentó reunir el año pasado
a los mutantes originales en Buenos Aires9.
Lo que empezó como la grabación de una conversación con
Adrian en un barrio a las afueras de Melbourne el 20 de octubre de

9
En francés, Trafic, n. 24, 1997; en holandés, Skrien, n. 221-222, 1998; en alemán, Meteor,
n. 12-13, 1998; en italiano, Close Up, n. 4, 1998; en español, Movie Mutations: Cartas de cine,
Buenos Aires, Ediciones Nuevos Tiempos, 2002; en inglés, Film Quarterly, vol. 52, n. 1, 1998.
Skrien y Close Up acompañaron el texto con comentarios de sus propios escritores. Lamen-
tablemente, pero como suele ser habitual en estos casos, la versión inglesa quedó reducida
prácticamente a la mitad de su longitud original debido a limitaciones de espacio, aunque
durante un tiempo el texto completo en inglés estuvo disponible en una página web de la
University of California Press. Ésta es la página a la que Quintín alude en su carta.

318
1996 acabó por tomar forma, aproximadamente un año y medio
después, como una serie de cartas escritas (y, en cuatro de los casos,
traducidas) para Trafic. Poco después se convirtió en un libro de
intercambios internacionales sobre algunas de las direcciones que
estaban tomando el cine y la cinefilia del mundo; en principio Ken,
el único norteamericano del grupo, iba a coeditarlo. Más o menos
un año después de haber firmado un contrato con el British Film
Institute y después de que se hiciera evidente que las nuevas res-
ponsabilidades de Kent como programador y las habituales de su
trabajo como escritor (así como coguionista en la película de Scor-
sese, Il mio viaggio in Italia [Mi viaje a Italia] [2002]) hacían mucho
más difícil su participación en este proyecto, Adrian aceptó reem-
plazarle, con el beneplácito de Kent, una decisión que se tomó en
Buenos Aires hace ahora unos ocho meses.
El cambio de mi papel como promotor de esta empresa en con-
tinua expansión al de un participante más de la misma ha sido una
experiencia interesante pero en ocasiones confusa para mí. Me re-
sulta embarazoso admitirlo, pero desde el principio de este proyec-
to tuve las mismas pretensiones que con mi primer libro Moving
Places: el deseo de combinar la escritura con el activismo (es decir,
cambiar el mundo escribiendo sobre él y lograr así algún tipo de
poder) y al mismo tiempo embarcarme en una aventura cuyo des-
tino final es desconocido, pues a través de su desarrollo va elabo-
rando su propia lógica acumulativa. Es verdad que el estímulo que
estaba detrás de mi primer libro era muy personal, aunque incluso
entonces tenía la idea de incluir materiales de otros autores publi-
cados anteriormente para demostrar que el libro no trataba sólo
de mí. (Los detalles al respecto se pueden encontrar en el prefacio
que escribí para la segunda edición). Mientras que el destino desco-
nocido de aquel libro era el pasado (principalmente el mío propio,
pero también el de la cadena de salas de cine de mi familia), la terra
incognita de Mutaciones del cine contemporáneo ha sido el futuro de
la cinefilia visto desde un extremo a otro del mundo y cada vez
más en términos sociales. Nicole fue lo bastante sagaz como para
captar en la primera ronda la idea de nuestro proyecto colectivo
como una empresa tanto artística como política, cuando sugirió
que yo había «dirigido sutilmente» al grupo original de mutantes
«como si fueran personajes de Rivette, pero en la realidad». Otra
forma de expresarlo sería decir que mi modelo semiconsciente era

319
André Bazin más que el doctor Mabuse. Pero por supuesto no pre-
tendo insinuar que el proyecto fuera jamás simple o exclusivamen-
te mío. Para empezar, hubo que convencer a Trafic (otra revista
internacional que tuvo un papel fundamental en esta operación)
para que diera luz verde a este proyecto. Pero no creo que merezca
la pena señalar que yo estaba especialmente interesado en superar
cualquier incoherencia al poner en marcha un proyecto que sería
tanto parte de mi propia obra como algo ideado y llevado a cabo
por (y perteneciente a) muchos otros que quedaban fuera de mi
control. Todo lo cual, me alegra decir, ha sucedido. Incluso este
segundo conjunto de cartas es, sobre todo, el resultado de la inicia-
tiva de Quintín más que de la mía. Esto me permite cierta libertad
al comentar las últimas cartas como un observador relativamente
desinteresado, el director de circo convertido en un trabajador del
kibutz, y, siguiendo este exceso intertextual, he intentado concluir
mi último libro, Movie Wars, de la misma forma10.
Además, desde el principio ha existido el peligro, en esta se-
gunda serie de cartas, de abocarnos a un internacionalismo simple
transformándose en un antiamericanismo aún más simple; un pe-
ligro al que yo, como norteamericano, puede que sea más suscep-
tible que el resto de nosotros. Aunque le agradezco a Quintín su
resumen del comentario de Raymond sobre lo que Estados Unidos
tiene de civilizado y lo que no, también es importante tener en
cuenta que Norteamérica, como Argentina, Australia, Canadá y
Francia, significa muchas cosas. Australia, por ejemplo, tiene tanto
una crisis de refugiados como la SBS, un canal de televisión estatal
multicultural del que cualquier país se sentiría orgulloso. Para con-
textualizar históricamente el momento presente (y estoy de acuer-
do con Adrian en que es algo que debemos hacer), estas cartas han
sido escritas coincidiendo con el lanzamiento del euro y el discurso
de George W. Bush sobre «el eje del mal»: dos versiones de lo que
significa vivir en el hemisferio occidental en este momento con-
creto, aunque seguramente no sea lo único que esté ocurriendo
(y muchos de los otros acontecimientos están todavía demasiado
alejados de nuestro radar como para que los podamos detectar).
Quizá yo asocie ambos hechos porque yo estaba en Róterdam y

10
Rosenbaum, Jonathan, Movie Wars: How Hollywood and the Media Conspire To Limit What
Films We Can See, Chicago, A Cappella, 2000.

320
París, gastando alegremente euros holandeses y franceses, cuando
me llegaron por primera vez los cantos de guerra de Bush. Pero si
creyera honestamente que su estúpida enunciación puede consi-
derarse un sinónimo de «Norteamérica» (como tampoco los ha-
bitantes de Irán e Iraq, que llevan largo tiempo en guerra, ambos
armados por «nosotros», y de Corea del Norte, con escasa relación
con los otros dos, pueden considerarse como un «eje del mal»),
entonces tendría que creer realmente que el 11 de septiembre ha
hecho obsoletas nuestras quimeras. Es más, creo que este aconteci-
miento, que marca un antes y un después, ha provocado respuestas
antitéticas y contradictorias; incluyendo que Norteamérica se haya
visto dolorosamente forzada a entrar en la zona de peligro que
ocupa el resto del mundo, lo que ha ido acompañado de una nega-
ción regresiva y agresiva de esa experiencia compartida. Para mí,
esto se ve reflejado en la insistencia por parte de varios botarates
de que los atentados del 11 de septiembre han sido «ataques con-
tra Norteamérica» (en vez de, digamos, contra los seres humanos
que resultaron estar en el World Trade Centre), aceptando así que
las suposiciones sobre los terroristas muertos definan la identidad
de sus víctimas y eludiendo, por tanto, a los no norteamericanos
asesinados. En otras palabras, el descubrimiento de que la nacio-
nalidad es, al mismo tiempo, más y menos importante de lo que
normalmente se proclama.
Puede que todavía peque de ingenuo, pero insisto en seguir
viendo la nacionalidad hoy en día como el alcance y los límites de
ciertos mercados; lo que se confunde demasiado fácilmente con el
armamento o con temas culturales de raza, religión, idioma, et-
nia. Eric Hobsbawm ha señalado recientemente que, a diferencia
de nuestros predecesores más civilizados del siglo xix, ya ni siquie-
ra distinguimos la guerra de la paz, por lo que definirnos a noso-
tros mismos según unas arbitrarias fronteras nacionales parece la
peor forma de engañarnos y reducirnos. Eso es lo que resulta tan
alentador respecto al euro, y tan desesperanzador respecto al «eje
del mal». Por supuesto, si uno lee a Robert Darnton, se da cuenta
de que la idea del euro se remonta al siglo xix11, y es aún más fácil
ver que el «eje del mal» surge de la dramáticamente estúpida Gue-
rra Fría de mediados del siglo xx.

11
Darnton, Robert, The New York Review of Books, 28 de febrero de 2002.

321
El problema en el que estamos todos involucrados es tratar de re-
solver cómo pueden coexistir unas ideas tan contradictorias. Surgen
hasta cuando compramos reproductores y cintas de vídeo, DVDs y
reproductores de DVD. Es muy fácil comprar un vídeo triestándar
en Europa, pero para conseguir uno en Chicago tuve que encargar-
lo a Nueva York, a una tienda de equipos electrónicos cuyo catálo-
go me había enviado Jim Jarmusch. Por supuesto, esto vuelve locos
a los Jack Valentis del mundo, porque se supone que los derechos
de ciertas películas están asignados a cada región junto con el acce-
so a las mismas; lo que probablemente sea la causa de que tuvie-
ra que comprar en París el DVD de Johnny Guitar (1954). Por otra
parte, semejante sistema de compra por nichos de mercado es una
locura, igual que las copias piratas sin subtítulos de películas de
Hollywood recién estrenadas en vídeo, que se pueden encontrar
en países como Irán, lo que, según me cuentan, es la mayoría de
películas que se ven allí. Pero en este caso, la responsable es eviden-
temente la demanda de los espectadores y no el imperialismo del
mercado, así que de nuevo nos vemos enfrentados a corrientes con-
tradictorias.
Esto no significa que no debamos seguir atacando la arrogan-
cia y presunción norteamericanas. Pero, a veces, de lo que nos
lamentamos no es tanto de lo que dicen y hacen los norteameri-
canos como de lo que algunos líderes (nombrados por el pueblo o
por sí mismos) dicen y hacen en su nombre; incluyendo, debo de-
cir, la indiferencia escandalosa hacia la crisis económica argentina.
Las ilusiones de consenso y las profecías de autocumplimiento
de las encuestas de opinión de las películas que han sido previa-
mente testadas con un público, que consideran a la audiencia de
antemano como a un grupo de idiotas, sirven también para hacer
pruebas de mercado a los políticos y sus programas, y demasia-
da gente está dispuesta a sacar conclusiones precipitadas sobre lo
que los norteamericanos tienen en la cabeza; algo de lo que,
como llevo afirmando desde hace algún tiempo, sobre todo en
Movie Wars, sabemos muy poco. Incluso si algunas de nuestras
ideas alternativas sobre la audiencia y el público demuestran ser
excesivamente optimistas, ¿acaso no nos proporcionan estas su-
posiciones algo más con lo que trabajar que el monótono y tri-
llado cinismo, que invariablemente favorece y da la razón a las
fuerzas en el poder?

322
Es cierto que el conocimiento del resto del mundo es verdadera-
mente flojo en mi país (como lo es en todos los países grandes y rela-
tivamente aislacionistas) y ni siquiera yo mismo estoy exento de esta
limitación. También es verdad, como señala Adrian, que las corrien-
tes del lenguaje (como las de muchos otros productos culturales,
desde las películas hasta la Coca Cola) fluyen principalmente en
una sola dirección. Pero cuando Adrian pregunta a cuántos críticos
iraníes y coreanos hemos traducido y si «sabemos siquiera quiénes
son», podría responderle, porque acabo de escribir junto a una críti-
ca iraní un libro sobre Kiarostami, un capítulo del cual publicó Sen-
ses of Cinema el año pasado, más o menos al mismo tiempo que apa-
reció publicado en farsi en la revista iraní Film Monthly. Yo le ayudé
con su inglés (un tipo de traducción) y ella tradujo al farsi la mayor
parte de nuestra conversación, al mismo tiempo que me enseñó,
entre otras cosas, a escribir mi nombre en dicho idioma, cuando le
escribimos una carta a Kiarostami para mandársela por fax. No es
mucho, pero es un comienzo y Mehrnaz está lejos de ser la única crí-
tica de cine iraní con cuyas opiniones he conectado (en el Festival de
Cine de Fajr del año pasado, unos cuantos críticos locales me abor-
daron para debatir el final de Taste of Cherry, por ejemplo). De todas
formas, lo que quiero decir es que esa ignorancia no es una actitud
o una postura, y que debemos empezar, cuando y como podamos, a
reconocer y corregir nuestros errores según vayamos avanzando.
Por raro que pueda parecer, una de las formas que tiene Adrian
de ilustrar su escepticismo es con una película cuya crítica acabo de
escribir esta semana para el Chicago Reader, What Time Is It There?,
que es, en mi opinión, un triunfo de la comunicación y hasta una es-
pecie de sentimiento de fraternidad. No olvidemos que es una pro-
ducción franco-taiwanesa y que Tsai revela una cierta conexión,
congruencia, unidad y hasta esperanza; no tanto en la pantalla co-
mo en la conciencia de cada espectador, que es lo que realmente
importa. ¡Tiene incluso lo que yo llamaría un final feliz!
En cuanto a la preocupación de Adrian respecto al elitismo, con-
sidero que esto, más que un peligro, es un posibilidad flagrante que
ha estado rondando desde que empezó nuestra correspondencia, y
que me inclino más a aceptar que a repudiar, aunque me doy cuenta
de que el elitismo es una cuestión relativa y que el cine mismo podría
interpretarse en algunas partes del mundo como un interés elitista.
(Aún así, Mark tiene toda la razón cuando escribe que «los llamados

323
críticos populistas, que menosprecian al pueblo, son los verdaderos
elitistas»). ¡Larga vida a esos clichés, que son los que alimentaron
al cine ruso posterior a la revolución, al neorrealismo italiano, la
nouvelle vague francesa, el cine estructural norteamericano, el Nue-
vo Cine Alemán y a las más recientes Nuevas Olas del cine en Irán
y Taiwán! Lejos de ser un obstáculo para la comunidad, forman su
base misma. Ésa es la teoría y práctica implícitas que propone Quin-
tín cuando reúne a los mutantes para que realcen y se mezclen con
la comunidad cinematográfica de Buenos Aires. Esto se debe a que,
hoy en día, dichas comunidades no se encuadran dentro de deter-
minadas ciudades o incluso en un conjunto de ciudades (o de países,
si a eso vamos) sino por el alcance de internet, lo que da lugar a un
nuevo tipo de poder colectivo. Si no fuera por internet, puede que
no hubiera conocido a Quintín y a Flavia, porque mi primer viaje a
Buenos Aires, en otoño de 2000, cuando les vi por primera vez, fue
como invitado de la sucursal local de la FIPRESCI, la organización
internacional de críticos de cine, gracias a un grupo de jóvenes crí-
ticos que me había descubierto en la red. Y fue gracias a internet,
a través de Senses of Cinema, que cobró forma la retrospectiva de
Garrel en Dublín el pasado mes de junio; un acontecimiento que
Nicole, jugadora en equipo par excellence, ayudó generosamente a
organizar, aunque luego estuviera demasiado ocupada y no pudiera
asistir.
Se podría decir que las comunidades cinéfilas a veces se confor-
man un poco como los grupos de boy scouts. Hace unos años, al sa-
ber del intercambio de vídeo entre Kent y yo, nuestra común amiga
Bérénice Reynaud señaló que éramos como niños intercambiando
cromos de béisbol. Pero con Nicole, Mehrnaz Saeed-Vafa, Nataša
Durovičová, Catherine Benamou, Lucia Saks, Flavia de la Fuente,
Chika Kinoshita, Helen Bandis, Lynne Kirby, Dana Linssen, Belinda
van de Graaf y la misma Bérénice, entre otras, formando parte de
nuestra «pandilla», en momentos distintos y de formas diferentes,
ya no es muy exacto decir que nuestro grupo se basa en el géne-
ro. Prefiero aceptar el epíteto de pueril o infantil; estoy pensando
ahora en el cambio de perspectiva que, en este sentido, ha ofrecido
recientemente Peter Wollen:

Para Serge Daney, retrospectivamente, la cinefilia era como una «en-


fermedad», un mal que se había convertido en una obligación, casi

324
en una obligación religiosa, una forma clandestina de inmolación en
la oscuridad, una exclusión voluntaria de la vida social. Al mismo
tiempo, era una enfermedad que proporcionaba un placer inmen-
so, momentos que, mucho después, te dabas cuenta de que habían
cambiado tu vida. Yo lo veo de forma distinta, no como una enfer-
medad, sino como el síntoma de un anhelo por mantener la visión
del mundo de un niño, fascinado siempre con el misterioso drama
paterno, buscando siempre controlar la propia ansiedad mediante la
repetición compulsiva. Mucho más que otra actividad de ocio12.

Así que quizá lo que todos necesitamos considerar no es simple-


mente cómo reconciliar el euro con el «eje del mal», sino también
cómo reconciliar la idea de civilización de De Oliveira, evocada y
descrita tan maravillosamente por Raymond, con la idea de cinefi-
lia de Wollen, es decir, cómo seguir siendo un niño y un adulto al
mismo tiempo, de forma tanto individual como colectiva. Le co-
rresponde al arte intentarlo de alguna manera, y puede que lo que
más me agrade de las once cartas que componen estos dos inter-
cambios epistolares sea la manera en que seriamente (y frívolamen-
te) han seguido ambas aspiraciones mientras han dado vueltas y
más vueltas alrededor del mundo. Puede que no hayamos alcanza-
do todavía el equilibrio perfecto entre madurez e inocencia, pero
no hay duda de que todos estamos buscándolo y que, en el proceso,
estamos encontrando algunas otras cosas que casi ni sabíamos que
existían. Naturalmente, hacerlo juntos hace que sea mucho más
agradable, así como más instructivo.

Con cariño para todos vosotros,


Jonathan

12
Wollen, Peter, «An Alphabet Of Cinema», en New Left Review, n. 12, 2001, p. 119.

325
Nota sobre los colaboradores

Shigehiko Asumi es crítico cinematográfico y ha sido rector de la


Universidad de Tokio entre 1997 y 2000. Allí enseña cine y literatu-
ra francesa, y ha publicado ampliamente sobre ambos temas. Sus
textos en inglés incluyen ensayos como: Suzuki Seijun: The Desert
under the Cherry Blossoms, Mikio Naruse y Ozu’s Tokyo Story.

Raymond Bellour es escritor, crítico y una de las máximas figuras


de la teoría fílmica en Francia. Es director del Centre Nationale de
la Recherche Scientifique de París, uno de los editores fundadores
de la revista Trafic y editor en Gallimard de las obras completas de
Henri Michaux. Entre sus publicaciones cabe destacar: Alexandre
Astruc, Le Livre des autres, L’Analyse de film, L’Entre-Images: photo, ci-
néma, vidéo; L’Entre-Images 2: mots, images; Partages de l’ombre; y Le
Corps du cinéma: hypnoses, émotions, animalités.

Catherine Benamou es profesora de cine y medios audiovisuales


en la Universidad de California. En Nueva York ha comisionado di-
versos ciclos de cine y debates públicos con directoras de cine lati-
noamericanas y cineastas indígenas de las regiones de los Andes y

327
el Amazonas. Es colaboradora habitual de publicaciones como The
Independent, Afterimage, Cineaste, Nuevo Texto Crítico o Cahiers du ciné-
ma. Su último libro: It’s all true: Orson Welles’s pan-american odyssey.

Nicole Brenez es historiadora, crítica de cine, programadora y


especialista en el cine de vanguardia. Imparte clases de teoría del
cine en la Universidad de La Sorbonne de París y ha sido la comi-
saria de la Cinémathèque Française para la programación de cine
experimental y de vanguardia desde 1996. Sus publicaciones más
recientes son: Cinémas d’avant-garde; Abel Ferrara: le mal mais sans
fleurs; y Le cinéma critique. De l’argentique au numérique, voies et formes
de l’objection visuelle.

Fergus Daly es cineasta y crítico cinematográfico. Vive en Galway


(Irlanda) y es coautor de un libro sobre el cineasta francés Léos
Carax. Sus ensayos han aparecido en publicaciones como Film West,
Senses of Cinema, Realtime y Metro. Igualmente, ha dirigido un docu-
mental sobre Abbas Kiarostami.

Nataša Durovičová es escritora y crítica de cine originaria de la Re-


pública Eslovaca. Actualmente es editora del International Writing
Program de la Universidad de Iowa, cuya investigación se ha inte-
resado desde hace tiempo por diversas formas de poliglotismo en
el cine y, más recientemente, por la historiografía cinematográfica
más allá de los paradigmas nacionales.

Alexander Horwath es crítico cinematográfico y director del Mu-


seo Austriaco de Cine. Ha publicado extensamente sobre cine y arte
y es colaborador habitual de publicaciones como Die Zeit, Süddeuts-
che Zeitung, Meteor, Film Comment, Die Presse y Der Standard. Recien-
temente ha comisariado el programa de cine de la Documenta 12 de
Kassel. Algunas de sus últimas publicaciones son: Film als subversive
Kunst; Josef von Sternberg. The Case of Lena Smith; y Michael Haneke.

Kent Jones es crítico cinematográfico del The Village Voice, editor


de la prestigiosa revista Film Comment y director de programación
fílmica del Lincoln Center de Nueva York. Es autor del guión de My
voyage to Italy dirigida por Martín Scorsese y su última publicación
es Physical Evidence. Selected Film Criticism.

328
Abbas Kiarostami es uno de los cineastas y fotógrafos más influ-
yentes y controvertidos del Irán postrevolucionario y uno de los más
consagrados directores de la comunidad cinematográfica interna-
cional. Su última película, Copia certificada —Premio Espiga de Oro
en la 55 edición de la SEMINCI y Palma de Oro a la Mejor Interpre-
tación Femenina en Cannes 2010 para Juliette Binoche— ha sido
prohibida en Irán.

Adrian Martin es crítico de cine y profesor de teoría cinematográfi-


ca de la Universidad de Monash (Australia) donde dirige el Departa-
mento de Investigación de Cultura Fílmica y Televisión. Colabora
con diversas publicaciones internacionales y escribe regularmente
en revistas como Filmkrant y Cahiers du Cinéma España. Sus libros y
ensayos han sido traducidos a más de veinte lenguas. Entre sus pu-
blicaciones más recientes se cuentan Raúl Ruiz: Sublimes obsesiones
y ¿Qué es el cine moderno?

Mark Peranson es crítico de cine, fundador y editor de la revista ca-


nadiense Cinema Scope y colaborador de prestigiosas publicaciones
como The Village Voice o The Believer.

Eduardo “Quintín” Antón ha sido profesor de la Universidad del


Cine de Buenos Aires, investigador, programador informático y ár-
bitro de fútbol. Fue director de la revista de cine El amante y del
Festival de Cine Independiente de Buenos Aires y de la Asociación
de Críticos (FIPRESCI). Como crítico de cine ha colaborado en dis-
tintas publicaciones nacionales y extranjeras como Cahiers du ciné-
ma y Perfil.

Jonathan Rosenbaum es escritor y crítico de cine del Chicago Rea-


der y colaborador de distintas revistas como Trafic, Premiere o Film
Comment. En Estados Unidos es considerado una figura referencial
del periodismo cultural, especialmente gracias a su labor de difu-
sión y estudio del cine de otros países. Entre sus últimas publicacio-
nes destacan: Movie Wars: How Hollywood and the Media Limit What
Films You See; Abbas Kiarostami; y Essential Cinema.

Mehrnaz Saeed-Vafa es cineasta, crítica de cine y profesora en el


Columbia College de Chicago. Trabaja como consultora sobre cine

329
asiático para el Gene Siskel Film Center de Chicago desde 1989, y
su libro sobre el cine de Abbas Kiarostami, coescrito con Jonathan
Rosenbaum, es una referencia en los estudios sobre este cineasta.

Lucia Saks es investigadora, crítica de cine y profesora en la Uni-


versidad de Southern California y en la Universidad de Natal en
Sudáfrica, donde ha sido directora del Programa de Investigación
sobre Cine y Medios de Comunicación. Su último libro: Cinema in
a Democratic South Africa: The Race for Representation.
Nota sobre el texto

El capítulo 1 de este libro se publicó por primera vez en el n. 24


de la revista Trafic, en su traducción francesa. Apareció en inglés
en una versión resumida en Film Quarterly, vol. 52, n. 1. Una ver-
sión anterior del capítulo 3 apareció por primera vez traducida al
francés en Trafic, n. 26, y toma parte de su material de «Remaking
History» [Rehaciendo la historia], Chicago Reader, 10 de noviembre
de 1998. Parte del capítulo 5 apareció en su versión francesa en la
revista Cinéma 03. Una versión anterior del capítulo 8 apareció en
Senses of Cinema n. 12. Una versión anterior del capítulo 10 apa-
reció en Philip Brophy (ed.), Cinesonic: Experiencing the Soundtrack
(Sidney, Australian Film, Television and Radio School, 2001). Una
versión distinta del capítulo 11 apareció en el Chicago Reader, el 8
de junio de 2000. El capítulo 13 apareció por primera vez traducido
al español en el cuadernillo Movie Mutations. Cartas de cine (Buenos
Aires, Ediciones Nuevos Tiempos, 2002).

331
Mutaciones
del cine contemporáneo
es el tercer libro de la colec-
ción Los polioftálmicos. Compuesto
en tipos Dante, este texto se terminó de
imprimir en los talleres de kadmos por cuenta
de errata naturae editores en octubre de dos mil
diez, más o menos medio siglo después de aque-
lla mañana radiante en que el guionista de cómics
Stan Lee se levantó, se duchó, se afeitó, se calzó un
traje de pana y, sin apenas desayunar, acudió a su
reunión con el editor de la Marvel Martin Good-
man, que rechazó sin paliativos y con oscuros
argumentos el título que Stan proponía
para su nueva serie de tebeos: Los
mutantes, que hoy conocemos
como X-Men.

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