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El Activismo.

El demonio del activismo no significa ser muy activo o muy trabajador o tener muchas
ocupaciones y apostolados variados. Ser activo, apostólico, no es ser "activista" como
tentación. El activismo se produce en la medida que aumenta la distancia y la incoherencia
entre lo que un apóstol hace y dice, y lo que él es y vive como cristiano. Es verdad que en la
condición humana aceptamos como normal la inadecuación está agudizada y tiende a crecer y
no a disminuir, como sería el ideal del proceso cristiano. El activismo tiene muchas
expresiones. Una de ellas es la falta de renovación en la vida personal del apóstol. De modo
sistemático, la oración es insuficiente y deficiente. No hay tiempos prolongados de soledad y
retiro. No se cultiva el estudio y apenas se lee. Ni siquiera se deja tiempo para descansar lo
suficiente y reponerse. Paralelamente, hay sobrecargo de trabajo, de actividades múltiples, y la
agenda de compromisos suele estar repleta.

El activista da la impresión de que le es necesario un gran volumen de trabajo exterior como


estilo de vida. De ahí se crea un círculo vicioso, cuyo origen -excesiva actividad o negligencia en
renovarse no es fácil precisar: el aumento de actividad hace cada vez más difícil tomar las
medidas de renovación interior que son las que conducen al crecimiento en el "ser"; por otro
lado, la incapacidad (que va en aumento) de renovarse tiende a compensarse y disfrazarse con
la entrega a una actividad irrefrenable. En último término, el activismo es la excusa del
"escapismo". El activismo también se expresa en una de las distorsiones más radicales del
apostolado: poner toda el alma en los medios de acción y de apostolado, en lo que se organiza
y se hace, olvidando a Dios, el cual es, al fin de cuentas, por el que se hace, se organiza y se
trabaja. Al apóstol se transforma en un profesional que multiplica iniciativas, habitualmente
buenas y que no se detiene a discernir ni a preguntarle a Dios si son necesarias u oportunas, o
si hay que hacerlas en esa hora y de esa manera. Los medios del apostolado han oscurecido el
sentido y el fin.

Otra expresión del demonio del activismo es no trabajar al ritmo de Dios, sustituyéndolo por el
ritmo propio. Ello puede ocurrir ya sea por ir más rápido que Dios o más lento; el activista
suele, al menos en un primer momento, pecar por aceleración. Esto nace por la desproporción
que siempre existe entre la visión y los proyectos del apóstol, y la realidad de las personas
involucradas. Lo normal es que un agente pastoral tenga más visión que su comunidad y que
su pueblo, y sepa antes y mejor que ellos a dónde y cómo hay que ir, y la gente no responde al
ritmo que uno quisiera, pues su ritmo de crecimiento corresponde al de Dios y no a las
previsiones de uno. El ritmo de Dios es constante, pero de lento proceso. Los seres humanos
como las plantas y el resto de la creación, no cambian ni crecen a tirones, artificialmente,
saltando etapas. Hay que esperar y tener paciencia, sin por eso dejar de educar, cultivar y
exigir; hay que ser como Dios, adecuándose a su ritmo y forma de actuar y de transmitir la
vida.

Pedagógicamente, esta forma de activismo puede ser desastrosa. Al acelerar a las personas y
los procesos, no sólo se dificulta la formación de estas personas, sino que también se puede
destruir y "quemar" a muchas de ellas; otras se apartarán y será muy difícil recuperarlas. En
todo caso, dado el aparente fracaso de su programa, el activista fácilmente cae en la tentación
del desaliento, tras experimentar el demonio de la impaciencia apostólica. "Aquí, con esta
gente, no se puede hacer nada". Pues la impaciencia y el desaliento son gemelos. Ambos son
hijos del orgullo, la autosuficiencia, de olvidar que ni el que planta ni el que riega es nada, sino
Dios que da el incremento" (I Cor. 3.7).

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