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Juan F.

Gómez: Entre
rutinas

    Cuando el guarda de seguridad me colgó el pase en


la chaqueta, me percaté de que era un mamífero que
tenía los días contados. Mi juventud, veinte años, no
me ayudaba en la preocupación del acto al cual iba a
asistir. En la mano derecha, mi infatigable maleta de
cuero negro. En la izquierda, la funda de plástico con
los diskettes.

    Eran las ocho de la mañana del primer domingo de


junio. No había visitas de esas a las que estamos
acostumbrados a ver en cualquier hospital. El calor,
el cual seguramente era menor que el que yo sentía,
me empapaba la ropa, la frente, las manos.

    -Llegas tarde.

    Era Oscar, mi jefe. El que lo planeó todo. Por


supuesto, por encargo. Yo no dije nada y me dejé
conducir a una salita bien ventilada, de paredes
azuladas y diríase que casi confortable.

    -Toma algo. Tienes pinta de necesitarlo.


    Era Felipe, el gerente de mi empresa. Noté como
si estuviese preocupado de mi inexperiencia y que
fuese a echarlo todo a perder. Cogí un botellín de
agua mineral y, sin esperar a vaciarlo en un vaso,
comencé a beber.

    Observé con discreción a los allí presentes.


Jugaba a adivinar de quién se trataba. No podía ser
el hombre de la calva reluciente. Demasiado
arreglado con su traje de perfecto corte inglés. Ni
tampoco la mujer gruesa, de pechos caídos y falda
de florecillas que parecía estar contando las moscas
que revoloteaban por la habitación.

    Oscar parecía no querer hablar con nadie y


fumaba de cara a la ventana abierta, emitiendo
bocanadas espesas, sin afectarle lo más mínimo, al
contrario que a mí, el grupito de cuarentones que
reía de una forma comedida y curiosamente suave.
Repetían incansablemente estribillos de canciones
del Serrat, sobre todo aquella que decía: "Nací en el
Mediterráneo..."

    Y su cigarrillo se consumía. Lo veía de espaldas,


con el cuerpo un tanto arqueado, fruto seguramente
de años de artificiales posturas delante del
ordenador. Por primera vez, y sin verle la cara, sentí
cierto cariño hacia él. Oscar, el agrio y arisco jefe
que permanecía tenso ante mis ojos.

    Me acuerdo del primer día en que Oscar me llamó


a su despacho. Yo había comenzado a trabajar en la
empresa escasamente dos semanas antes y sentía
todavía el típico nudo en el estómago de un
debutante.

    -Hay un trabajo especial que hacer. Bien pagado.

    -¿De qué se trata?

    Esa es la pregunta que nunca debería haber


hecho. No me lo pusieron fácil. Tenía que construir
una rutina en C++ para un proyecto muy puntual de
pseudorobótica. Me acuerdo que le pregunté en qué
consistía la pseudorobótica ya que la palabra me
hacía mucha gracia. A él no se la hizo lo más mínimo.
Con muy pocas explicaciones diseñé lo que en
principio consideré un trabajo limpio. Una pantalla
capturadora de información. Unas explicaciones, que
en principio me parecieron notariales y una rutina en
segundo plano que realizaba la monitorización de una
serie de valores que iban a ser leídos por otro
programa que seguramente haría otro técnico.
Intenté sonsacar y lo único que pude obtener fue el
entorno en que iba a ser utilizada la aplicación:
ambiente hospitalario.

    Siempre he pensado que los hospitales son unos


lugares muy desagradables y que la gente los intenta
evitar. Al no ponerme ninguna directiva al respecto,
pensé que sería una buena idea utilizar colores
pálidos en las pantallas, colores de esperanza, que
irradiasen tranquilidad dentro de lo posible. Así lo
hice. La primera de ellas, un verde difuminado que
hacía de fondo y letras oscuras tipo Courier en
primer plano.

    Un hombre, con perilla y gafas redondas emitió


una risotada más sonora que las demás. Vestía de
calle, con un Lacoste, unos tejanos y unas Nike como
calzado. Su mano derecha sostenía un bastón con
puño de plata. La otra, no paraba de pasearse por las
sienes como si fuesen a retratarlo en cualquier
momento y no deseara salir desaliñado. Reconocí al
protagonista de la reunión por la postura, y por ser
el único que se encontraba sentado. De hecho
permanecía postrado en un solitario sillón, y mirando
más detenidamente pude comprobar que era el único
asiento que había en la estancia. Su cara emitía
serenidad a todo aquél, que eran pocos, que osaban
mirarle a los ojos. Hizo algún comentario sobre las
viejas canciones y luego les recordó aquella que
siempre servía para despedirse de las clases de
música, seguramente hacía muchos años, en una
Academia, San Pedro y San Pablo, desconocida para
mí: Perifá, perifá, perifá, fa, fa, fa. Dumba, Dumba,
Dumba pereridumba... Las risas aumentaron. Creí
morirme cuando se me cayó la funda con los
diskettes. La presión a la que los había sometido
había sido terrible, esperando así contener mi
nerviosismo. Pensé que sería el centro de atención y
sentí cierta frustración al ver que nadie hacía caso.
Dejé la maleta apoyada sobre la pared y osé poner
los diskettes en el bolsillo de mi chaqueta,
comprobando cada pocos segundos que todavía
seguían allí.

    La sala tenía dos puertas, una de las cuales había


estado cerrada durante todo el tiempo. Por eso,
cuando se abrió de repente, me asusté, más por la
sorpresa que por otra cosa. Sentí un cambio en el
ambiente que no sabría descifrar. Los más valientes
miraron disimuladamente sus relojes.

    Y una mirada del individuo, alto y seco. Una mirada


casi imperceptible que sirvió para que Oscar y Felipe
desaparecieran en silencio por la misteriosa puerta
que se cerró sin hacer apenas ruido. El ambiente
cambió de velocidad, las voces adquirieron el ánimo
perdido, conscientes de que había sido una falsa
alarma. Volví a coger la funda repleta de bytes para
así castigar de nuevo a mi dolorida mano. Pensé en lo
peor y me acerqué hacia donde se encontraba la
maleta. Esperé.

    Se abrió la puerta una vez más y deseé con toda


mi alma no ver aparecer por ella la cara de Oscar. La
realidad me golpeó sin piedad. Como si
perteneciéramos a una especie extraterrestre que
se comunicaba con pura energía, comprendí
inmediatamente la situación. Ni un gesto, ni un
cambio en su mirada o en algún pequeño músculo
facial me invitaba a pensar que algo iba mal. Sin
embargo, estaba seguro de ello. Cogí la maleta y me
dirigí resolutivo hacia la puerta.

    Tuve pocos segundos para ver en persona al


director del proyecto, endocrino para más señas.

    -¿Qué pasa? ¿Qué coño pasa?- Felipe siempre


actuaba así: Una gran educación que se
transformaba en una retahíla de blasfemias e
insultos cuando algo no marchaba como él quería.
Miré a Oscar para que me orientase con el problema
ya que todavía no tenía ni la más remota idea de lo
que sucedía.

    Error de paridad. Un grave fallo del sistema


operativo, del ordenador, de la placa base. ¡Qué se
yo! No perdí el tiempo en intentar arreglarlo. Abrí la
maleta y extraje de ella el portátil de seguridad.
Tenía el software preinstalado por lo que el trabajo
iba a ser menor. Mientras, Felipe seguía subiéndose
por las paredes.

    -No lo entiendo. ¿Es que ya no probamos las


máquinas antes de salir?

    Oscar intentó tranquilizarlo. Le explicó que no


pasaba nada, que para eso habíamos traído otro
ordenador. Yo escuchaba y trabajaba febrilmente.
Lista de parámetros y más parámetros, control de
periféricos, los cables, el maldito catéter. Mis dedos
se deslizaban con agilidad entre las teclas y los
controles del ratón. El endocrino y sus tres
acompañantes, seguramente también médicos,
miraban impasibles temiendo quizás que se acercaba
la hora. A las diez tenía que estar todo listo.
    Era curioso pensar, meses después, mi frialdad en
la acción. Se diría que el único que se mantenía
sereno era yo, ayudado seguramente por la
necesidad que tenía de mantener la concentración.

    -¿Cómo va? -Felipe me lo ponía más difícil.

    -No se preocupe. Sólo tengo que ajustar las tablas


del sistema- respondí.

    -¿Podemos hacer una prueba?

    Felipe se dio cuenta inmediatamente de la


tontería que acababa de decir. ¿Una prueba? ¿Quién
era voluntario?

    A través de la puerta llegaban sonidos de la otra


estancia. Le había llegado el turno a las habaneras.
El grupo de cantantes espontáneos repasaba
pedazos inconexos y mezclaban letras de una y otra
canción. Alguien preguntó si había alguno que
recordase la letra de "Los dos hermanos".

    Hice una pequeña prueba teniendo siempre en


mente la secuencia de escape. Mi hermosa pantalla
verde aparecía en el nuevo ordenador. Pulsé intro
para pasar a una segunda, mucho menos formal,
repleta de iconos que representaban exágonos,
líneas y círculos. El tipo pretendía leerles el cuento
del reverendo Abbot: Flatland. A Romance in Many
Dimensions. Fui pasando pantallas y no pude evitar
leer un poco:

    Un espanto indecible se apoderó de mí. Todo era


oscuridad; luego, una vista terrible y mareante que
nada tenía que ver con el ver; ví una línea que no era
línea; un espacio que no lo era; yo era yo, pero
tampoco era yo. Cuando pude recuperar el habla,
grité con mortal angustia: "Esto es una locura o el
infierno". "No es ni lo uno ni lo otro", me respondió
con traquila voz la esfera, "es saber; hay tres
dimensiones; abre otra vez los ojos e intenta ver
sosegadamente".

    Y por fin llegó la última pantalla, blanca


inmaculada, la cual no ofrecía dudas. A primera vista
era parecida a las ya tradicionales pantallas de
confirmación de proceso. Pero ese día, la palabra
proceso tenía un significado especial. Pulsé la
secuencia de teclas de escape solo conocidas por mí
y el programa se detuvo. Con elegancia, así lo pensé,
me dirigí a los médicos, los cuales comenzaban a
parecer algo intranquilos:

    -El sistema está preparado. Cuando gusten.


    Sin esperar respuesta, herido en mi amor propio
por las dudas que me habían mostrado, me dí la
vuelta y pasé de nuevo a la sala donde estaba
teniendo lugar la fiesta. Alguien había traído café
recién hecho durante mi ausencia. Aproveché la
ocasión y me serví una taza.

    A las diez y cuarto nadie cantaba. El individuo del


sillón habló:

    -Queridos amigos, no esperéis un gran discurso...


estoy un poco cansado. Aunque ya he dado las
gracias a todos de forma privada... me gustaría
volverlas a dar ahora.

    Dos mujeres le ayudaron a levantarse. Se apoyó


en el bastón y giró la cabeza para ver como mis dos
colegas, los consultores, salían de la habitación
donde iba a tener lugar el acontecimiento. Como si
no los hubiese visto, se volvió a dirigir a todos
nosotros:

    ... y me gustaría brindar con vosotros, abogados,


que habéis luchado en los juzgados por un interés
propio o no... Me importan poco los motivos pues al
final el beneficiado he sido yo... Con vosotros,
amigos de toda la vida, que habéis sabido aceptar mi
decisión y me acompañáis en estos momentos... Con
vosotros, mi pequeña familia, los más pacientes de
todos... Y con vosotros, Consultores Colaboradores
que creísteis en mi sueño.

    Constaté en ese momento lo que, seguramente de


forma inconsciente había sospechado desde el
principio. Lo encontraba demasiado teatral. Creí que
aquello no iba en serio. Incluso llegué a sospechar
que se trataba de una desagradable prueba que me
hacían para conocer mi capacidad de resistencia
ante situaciones estresantes (de hecho, sabía que
Oscar era muy aficionado a los juegos de rol y
quizás, en los períodos de prueba laboral, trataba de
realizar un auténtico test de selección de personal).
Sin embargo, si era teatro, lo estábamos haciendo
condenadamente bien.

    Sin comentar nada más, y acompañado de la


tosecita del hombrecillo del fondo, nos llevamos a la
boca el vaso que cada uno tenía en sus manos. Yo
seguía en mis trece: la certeza de que se trataba de
una pantomima que en cualquier momento se
descubriría. Dejé escapar una risita que, al parecer,
hirió la sensibilidad del señor gordito que estaba a
mi lado. Lo digo por la mirada fulminante que me
dedicó.

    Con suficiencia me dirigí hasta la mesa alargada y


me serví otro café. Me quemé los labios y maldije en
silencio. Al volverme, con la taza entre los labios, mi
presión sanguínea debió bajar vertiginosamente ya
que comencé a sentir cierta flojedad en las
extremidades. Llegué a pensar que iba a
desmayarme. Con disimulo me apoyé en la pared
discretamente. Vi como se lo llevaban hacia la
maldita puerta. La cruzó y, sin volver la vista atrás,
se dirigió hacia la butaca sobre la que reposaban los
largos tubos de goma que había visto unos momentos
antes.

    Cuando se cerró la puerta la reunión estaba


paralizada. Excepto los dos privilegiados que habían
podido acompañarlo, el resto manteníamos una
compostura que a mi entender era algo exagerada.
Sólo un joven, de unos veinte o veinticinco años, se
atrevió a hacer un comentario respecto al partido de
baloncesto de aquella tarde (no olvidemos que se
trataba de los play off finales por la conquista del
título). Me hizo una gracia tremenda que en aquellos
momentos hubiese alguien con humor de hacer
dichos comentarios por lo que, y seguramente
envalentonado por ello, solté una carcajada sonora,
sana, divertida. Me miraron.

    -¡Vamos, señores, vamos! No creerán realmente


que ese tipo hablaba en serio.

    Ahora sí. No sólo pensaba que me prestaban


atención si no que además lo parecía. Las caras se
volvieron hacia mí reflejando unas sorpresa, y otras,
indiferencia.

    -No sé de quién ha sido la idea de montar este


numerito pero la verdad, si les soy sincero, no me
hace ninguna gracia. Y ese tipo, no me digan que
tiene pinta de estar consumido por un cáncer. Por
favor señores...

    No respondieron; únicamente se oía mi voz, más y


más fuerte según pasaban los segundos y comenzaba
a sentir los latidos del corazón en las sienes.

    Nadie se prepara las respuestas que debe dar


cuando una pareja de eventos no se rige por el
principio de causalidad. Confieso que en aquellos
instantes lo que más deseaba era que me insultaran y
me echasen a patadas de la sala, era lo suyo. Sin
embargo, la quietud que en esos momentos parecía
embargar a los invitados me llenó de ira y me hizo
comprender sin avisar que la cosa era seria.

    -Maldita sea -grité. Esto no puede acabar aquí.

    Me lancé contra la puerta, que estaba cerrada con


llave, y mi cuerpo rebotó como un trapo viejo. No
perdí ni un segundo. Me incorporé y la golpeé
salvajemente. Ignoro cómo fui capaz de hacer tanta
fuerza al mismo tiempo que gritaba: "Me cago en la
puta, me cago en la puta".

    La puerta se vino abajo y yo la acompañé. Después


de unos segundos de aturdimiento, vi al grupo de
privilegiados que parecía no haber oído nada. El del
traje sostenía la mano del individuo inerte. Una
mujer, sin tocarlo, permanecía tan cerca de él que
seguramente podía sentir su respiración. Yo sabía
que estaba muerto (mis programas tenían ya en
aquella época los últimos certificados ISO de
calidad). Sin embargo, parecía obstinado en no
parecerlo. Su serenidad, su media sonrisa y la
postura, tranquila y feliz que no recordaba en ningún
momento la corrosión a la que había sido sometido
durante años.
    No sé de dónde salieron ni quién los avisó o si fui
yo mismo con mis gritos, pero lo cierto es que dos
fornidos guardias de seguridad me sacaron de allí a
empujones. Al parecer, de ésto me enteré más
tarde, no paraba de gritar que lo había matado. No
me acuerdo de mucho más. Lo siguiente que me viene
a la memoria es el patio del hospital, tumbado sobre
la hierba, un tipo con bata blanca tomándome el
pulso y Felipe tratando de tranquilizarme de palabra,
y despidiéndome del empleo con la mirada.

    -Vaya, veo que su primera experiencia fue


traumática.

    -Sí, la verdad es que no empecé con muy bien pie.

    -No se amargue. Yo hubiese hecho lo mismo que


usted. Peor incluso. Además, no se podrá quejar.
¿Cuántas veces le he colgado el pase en la chaqueta?
Y cada una de ellas es un buen dinero que se gana.

    Cuando el guarda de seguridad me colgó el pase en


la chaqueta me percaté de que era un mamífero que
tenía los días contados. No sabía cuanto tiempo
antes habían comenzado los dolores ni lo que pensé
cuando oriné sangre por primera vez. Me informé
acerca de las exploraciones que un urólogo realiza al
paciente; es espantoso. No me dijo nada nuevo que
yo no supiese. Y por favor, no pongáis caras tristes:
ahora me encuentro muy bien. Es un acto de libertad
en su estado más puro. Por cierto, no os voy a hacer
sufrir más. Como estoy convencido de que tenéis
curiosidad por saber cómo acaba el cuento del
reverendo, lo he mandado imprimir. Os lo darán a la
salida. Y ahora... quisiera proponer un brindis...

    Juan Francisco Gómez, español, escribe en sus


ratos libres acerca de la cultura urbanita en su más
pura esencia. Máquinas, fotocopiadoras, prensas
hidráulicas, son ingredientes indispensables en su
obra que suele mezclar descaradamente con las
pasiones humanas, haciendo de todo ello un cóctel
que, a veces, puede llegar a sorprender.

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