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¿Otra

escuela para el posconflicto?


Guillermo Bustamante Zamudio
Universidad Pedagógica Nacional

Somos un país de modas. Ahora mismo todo ha de llevar el mote de


“posconflicto” (no demoran en abrir sistemas de transporte con ese nombre o
en inaugurar “el baile del posconflicto”). En esa dirección, hoy todos se
pronuncian precipitadamente acerca del papel de la educación una vez se
firmen los acuerdos de La Habana. Y no solo fuera del ámbito educativo, sino
también en su seno: universidades y colegios se aprestan a hacer eventos, a
implementar cátedras, a enfilar la formación supuestamente en esa dirección.
Por ejemplo, Arturo Charria (26 de agosto de 2015), en una columna de El
Espectador, (El papel de la educación en el posconflicto), sugiere replicar lo
señalado por el estudio del Kroc Institute for International Peace Studies sobre el
papel de las reformas educativas en los acuerdos de paz, donde oh sorpresa
se traen a cuento las mismas nociones que se han mantenido en la agenda
multilateral desde hace más de 30 años: cobertura, calidad, reconocimiento de
derechos, movilidad social... Pero, si el asunto ese ese, ¿por qué no ha
funcionado?, ¿por qué ahora sí funcionaría esgrimir las mismas palabras y los
mismos compromisos del Estado frente a tales metas?
Todos “proponen” lo que ya “saben” por haberlo oído en las noticias; lo
“políticamente correcto”, como se dice hoy. Pero, quien se toma el trabajo de
estudiar un poco la educación, se ve obligado a ir más allá de las noticias y de la
política educativa. El ideal de la movilidad social, por ejemplo, está tan
arraigado que resulta impopular decir que está demostrado hace muchos años
que la educación hoy genera muy poca movilidad social, entre otras porque un
hecho como ese concita demasiadas variables, muchas más de las que maneja la
educación.
Por su parte, Francisco Barbosa (20 de agosto de 2015), en una columna de El
Tiempo (La educación y la cultura del posconflicto), dice que la educación no ha
estado en el orden del día, pues ese lugar lo ha ocupado la guerra… como si las
condiciones materiales tuvieran que seguir el orden de prioridades del
columnista. Así, ve en la educación un medio para desintegrar nuestro apego a
la confrontación, como si la educación fuera extraterritorial, como si ella misma
no generara confrontación, como si estuviera allí para acabarla. Vana ilusión
que no permite entender el conflicto (reducido a una “idiosincrasia”) ni la
escuela (inmersa en lo social, no eximida de producir también las peores cosas).
Nos recuerda la fuerte inversión que Vasconcelos hizo en México para
morigerar la carnicería de la revolución, salvo que en los años 20 del siglo
pasado las inversiones en educación no tenían las ataduras de hoy. Vasconcelos

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repartió millones de libros... Sí, pero, ¿qué pasaría con ellos aquí en Colombia,
donde se leen en promedio menos de dos libros al año?...
Por su parte, el columnista Gabriel Jaime Arango (3 de marzo de 2015), de El
Colombiano (Educación y posconflicto), afirma que superar las condiciones
adversas depende de pensar y desear coherentemente las garantías de las que
disfrutaríamos si hiciéramos prevalecer la paz, y para eso, además de las causas
objetivas, habría que encarar las subjetivas: que todos los agentes del Sistema
Educativo Nacional (SEN) hagan pedagogía para la dignidad humana, y hagan
conocer, valorar y apropiar los derechos humanos. Cuando los estudiantes se
concienticen, la sociedad del posconflicto será factible... como si nuestro
conflicto fuera el producto de un compromiso anterior de los agentes del SEN
en sentido contrario, única manera de creer que otro compromiso podría
deshacerlo.
Y la llamada “investigación” en ámbitos educativos no se queda atrás: Tito
Hernando Pérez (2014) en el artículo “Colombia: de la educación en emergencia
hacia una educación para el posconflicto y la paz” [Revista interamericana de
investigación, educación y pedagogía 7 (2)], llega fácilmente también a la
conclusión (que estaba de antemano, según venimos de ver) de que el contexto
“requiere de una apuesta intencionada por parte de la escuela, en donde con
proyectos transversales, cátedras específicas y proyectos integrales de largo
aliento, se fomente en las aulas y se proyecte a la comunidad el conocimiento
sobre toda la verdad de la guerra”.
Por su parte, Enrique Chaux (2015), de la Universidad de los Andes [El
sextante (6)], en el artículo “Educación para la paz en tiempos de posconflicto”,
piensa que a la firma de acuerdos de paz hay que agregar una “cultura de
paz”... como si hubiera habido una promoción de la “cultura de guerra”; como
si no se tratara de complejos procesos sociales, sino de simples campañas
publicitarias. Además, un par de evidencias psicológicas: de un lado, que haber
crecido en contextos violentos contribuye a propagar la violencia, cosa que nos
dejaría instalados en un determinismo sin salida; y, de otro lado, que la
exposición frecuente a la violencia conlleva “bajos niveles de empatía” que
facilitan las respuestas agresivas, razón por la cual habría que diseñar
estrategias pedagógicas diversas para desarrollar la empatía... como si la
empatía resultara del diseño pedagógico.
¿Por qué todo el mundo ve las mismas salidas? Quienes opinan desde las
columnas periodísticas, desde las investigaciones sin categorías que promedian
la opinión, desde la política educativa, solo repiten la canción de moda, y, a lo
sumo, la aderezan con algún ideal de su propia cosecha. Esas personas no
quieren tomarse el trabajo de investigar (arruman cifras, que eso también está
de moda). Por ejemplo, ¿el conflicto es algo que se pueda eliminar o es
estructural a la sociedad? Recordemos que, según Ken Wilber (2002), en la
historia de la humanidad, por cada año de paz ha habido catorce años de
guerra (Boomeritis, un camino hacia la liberación). No se trata de hacer apología de

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la guerra o de la violencia, pero el otro extremo, el de pensar que el conflicto es
el capricho de unos cuantos malos que se puede deshacer con buena pedagogía,
también nos ata las manos.
De entrada, la educación se piensa como un acto deliberado. De hecho, con
“educación” nombramos una inmensa complejidad en la que entran
innumerables variables. Por supuesto que allí convergen los propósitos, pero
estos solo constituyen una de tantas variables. Por eso, el proceso educativo en
gran medida es impredecible. Una de las cosas que explica la imprevisibilidad,
es el hecho de que hay asuntos que la educación produce, pero como efecto de
hacer otras cosas. Es lo que se llama un subproducto de la acción. Es decir, se
trata de asuntos que no podemos buscar directamente, pues perdemos el
rumbo. Solo se obtienen haciendo bien aquello que tenemos que hacer. El caso
de los valores es típico: no se “enseñan” deliberadamente; se producen en la
escuela como efecto de la creación de cierto contexto para el saber. Pero, como
vemos que se produjeron, no nos atenemos a las condiciones de su producción,
sino que, con las mejores intenciones, ahora buscamos producirlos,
desplegamos una pedagogía, buscamos unas competencias... pero hacer eso no
crea las condiciones para la producción de valores, sino que habla de valores, que
es otra cosa; elogia los valores con poco entusiasmo y mucha cantaleta.
Eso se da en una situación social muy preocupante. No es algo que nazca
únicamente en la escuela, como efecto de confundir lo contingente con lo
necesario; más bien es la manifestación, en la escuela, de lo que sucede en la
sociedad. Nunca se había hablado tanto de “competencias ciudadanas” como se
hace hoy sin desparpajo; nunca se habían “otorgado” tantos derechos; nunca
antes se habían reconocido tantas “diferencias”, y, sin embargo, nunca antes
había habido en la escuela tal indiferencia, tal violencia, tal discriminación, tal
inversión de papeles.
La escuela no trabaja para la coyuntura. Ese es uno de los errores más graves
de los políticos, de todos los colores, en todos los tiempos. La menos
equivocada de las medidas que con respecto a la educación se pueden tomar, a
propósito del histórico acuerdo que está por suceder, es restituirle sus
condiciones de posibilidad.

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