Вы находитесь на странице: 1из 11

Tema 1 - Las letras griegas en el Imperio.

Corrientes literarias entre los siglos II y


IV d.C. La Segunda Sofística

En la época del Imperio la literatura griega toma nuevos derroteros que tienen mucho
que ver con el ambiente general, no solo cultural, sino también desde el punto de vista
político.
La presencia de la cultura griega en el ámbito romano había empezado en época
bastante temprana. El comienzo de la fuerte helenización de las clases altas de la
sociedad romana se puede remontar al siglo II a.C. en círculos literarios protegidos y
fomentados por las grandes familias de la nobleza romana, como los Escipiones y los
Flaminios. Desde ese momento el movimiento filohelénico no va a verse nunca
interrumpido y en los siglos en torno al cambio de era Roma se convierte en el centro de
atracción de un gran número de intelectuales griegos que desarrollaron en ella su
actividad literaria y supieron mantener viva la cultura griega e incluso crearon géneros
nuevos, como la novela, la epistolografía y la biografía.
Además que la lengua griega era en Roma el vehículo empleado con normalidad por los
grandes rétores para enseñar a sus discípulos romanos y las obras de los oradores áticos,
los más influyentes de la época clásica, se fueron imponiendo como modelo que había
que imitar. La vuelta a los autores áticos de los siglos V y IV a.C., cuya sobriedad y
pureza se propone como ejemplo tanto de lengua como de estilo, dio origen a un
movimiento clasicista que, en pugna con la lengua común, promovía la imitación de
autores como Tucídides, Lisias, Platón, Hipérides, Demóstenes e Isócrates, preparando
la gran corriente aticista del siglo II d.C. En torno al 100 d.C. comienza una etapa que
suele titularse como Clasicismo, o mejor restauración del Clasicismo, cuando un
renacimiento ilustrado, bajo emperadores como Adriano o Marco Aurelio, grandes
admiradores de la cultura helénica, impondrá el retorno a los modelos de la prosa ática
de los siglos V y IV a.C., en un proceso que no va a detenerse ni siquiera con la caída
del Imperio de Occidente.
A pesar de este ambiente favorable desde el punto de vista cultural, la Grecia del siglo II
d.C., plenamente consciente de su tradición, ve amenazada su identidad cultural por el
dominio político de Roma. La reacción de los autores griegos es entonces volverse a
buscar sus raíces en el pasado a la vez que pierden interés por lo contemporáneo,
aunque hay que señalar que es amplia y compleja la variedad de actitudes dentro de la
clase alta de los griegos. Su interés se centra en conservar la cultura griega, que temen
que no sobrevivirá sin el esfuerzo necesario. No reaccionan en realidad la pérdida de la
2

libertad política, puesto que esta se había perdido casi dos siglos antes, sino a la
desintegración de la tradición que lleva aparejado el nuevo concepto del mundo que
representa el poder romano, por el temor a perder su identidad de griegos. Los griegos
habían sido siempre conscientes de su tradición; lo que es nuevo es la intensidad de esta
conciencia. En realidad, los intelectuales griegos no desdeñaban el presente o restaban
importancia a lo que sucedía en su tiempo, sino que buscaban en los temas del pasado,
como una vía de escape, por la necesidad de recurrir a una brillante tradición griega que
pudieran oponer a un mediocre presente marcado por la dominación romana. El respeto
a la autoridad y la imitación de los modelos antiguos se convierten así en el eje de toda
la producción literaria, que es en estos siglos fundamentalmente libresca.
La vida cultural e intelectual a lo largo de todo el Imperio Romano viene marcada por el
peso abrumador de la retórica, que pasó a convertirse en la base de la educación
superior. En cierto sentido esto se relaciona también con otro fenómeno propio de esta
época, la instrumentalización de la cultura por el poder, sobre todo a través de la
enseñanza. La escuela despierta un interés de primer orden, porque de ella saldrá la élite
intelectual que ocupa los puestos de la administración imperial. El formalismo retórico
era el vehículo ideal para una literatura fuertemente condicionada por el poder político.
El peso de la retórica va acompañado desde el punto de vista literario por el predominio
aplastante de la prosa; de hecho, es muy llamativa la ausencia del cultivo de la poesía.
Durante los siglos imperiales la prosa, y en particular la oratoria, será el principal medio
de expresión artística, con sus modelos en los grandes escritores clásicos. Pero si bien
este género antes había estado al alcance de un público amplio, con su empleo de la
koiné, el griego común hablado en esta época, ahora este movimiento vuelto al pasado y
que destierra esta forma de lengua, se dirige a círculos necesariamente muy restringidos,
con pretensiones de literatura elevada y un espíritu extremadamente conservador.
Este carácter conservador queda bien patente en la lengua, cuya pureza se quiere
restaurar a base del ejemplo de los grandes oradores áticos, que esta corriente intenta
imitar también en el estilo. Se da la espalda al griego de la época, la koiné, y se vuelve
al que utilizaron los admirados modelos, el dialecto ático, que como tal había
desaparecido ya a finales del siglo IV a.C. Así, la lengua se vuelve arcaizante en la
morfología, el vocabulario y la sintaxis, llegando a veces a excesos ridículos puestos en
solfa por autores como Ateneo y sobre todo Luciano. Esta tendencia arcaizante no se
refleja sólo en la lengua y el estilo, sino que también alcanza a los contenidos. Los
motivos, los modos de pensar, lo que el lector o el espectador espera de una obra
literaria no se basan en la vida contemporánea, sino en el pasado que se encuentra en los
3

libros y en las escuelas. Incluso un personaje crítico como Luciano, que muy a menudo
se burla de las convicciones, las costumbres y los sentimientos tomados del pasado
cultural, religioso o filosófico, encuentra sus armas en este mismo arsenal.
No sin razón, por otra parte, este movimiento surge y se difunde desde Roma, donde ya
la cultura griega se había transferido, pero donde, necesariamente, iba perdiendo el
sentido de la lengua viva en la realidad de su evolución. Esta fuerte corriente de
imitación de los autores ya clásicos del gran periodo ático tiene también otros centros de
expansión y desarrollo fuera de Roma, como Pérgamo y Rodas, principalmente, y
Atenas y Alejandría en menor medida.
Si en otras épocas fue la poesía la que impuso el tono literario, ahora, como decía antes,
es la prosa la que predomina decididamente, sobre todo gracias a la corriente de la
Segunda Sofística, que, con los mejores intelectuales griegos bajo el Imperio, floreció a
finales del siglo I d.C., todo el II y una parte del III, y que, en cierta forma, se puede
considerar que pervivió hasta el final del mundo griego, en los comienzos ya del
periodo bizantino, aunque para este periodo algunos investigadores hablan de una
"Tercera Sofística".
A diferencia de otras "etiquetas" creadas para denominar fenómenos artísticos y
culturales, el término "Segunda sofística" no ha sido ideado por los investigadores
modernos, sino que lo inventó, por así decirlo, Flavio Filóstrato, que en época del
reinado de Alejandro Severo (222-235 d.C.) estudió el panorama del movimiento
sofístico imperial y escribió las biografías de sus principales representantes, unas Vidas
de los sofistas, que dan fe de un considerable conocimiento de primera mano de la
sociedad en la que evolucionaban sus personajes. Según este autor, además de la
sofística antigua, ideada por Gorgias y de carácter "filosofante", porque discute de los
temas abstractos de los filósofos, como el valor y la justicia, había que reconocer la
existencia también de otra sofística, que prefería los temas concretos, en particular los
temas históricos y el análisis de caracteres, que había sido iniciada por el orador
Esquines (IV a.C.), adversario de Demóstenes. Por tanto, esta sofística no debía ser
definida como "nueva", porque en realidad también era antigua, sino en todo caso más
bien como "segunda", al no ser un fenómeno reciente sino que podía demostrar una
antigüedad casi igual a la sofística filosofante. El recurso a Esquines, como la inclusión
en su obra de Gorgias y otros sofistas de la "Primera sofística", deben representar un
esfuerzo deliberado por anclar la base del movimiento del periodo romano en la era
clásica, muy en línea con el espíritu de la época.
4

La importancia de la obra de Filóstrato se debe en buena medida a que ofrece un cuadro


de referencia para el desarrollo de la literatura en griego de los primeros siglos del
imperio. De la gran mayoría de los autores citados en las Vidas de los sofistas se ha
perdido su obra o la conocemos solo de forma fragmentaria y sólo de unos pocos, como
Dión de Prusa, Favorino o Elio Arístides, podemos tener algún conocimiento directo a
través de obras conservadas. En estas condiciones el escrito de Filóstrato asume una
función insustituible para el conocimiento de personajes, escuelas, estilos, datos
cronológicos, para la delineación de un clima cultural en el que el orador se convierte en
un personaje público y popular, y para la reconstrucción de un fenómeno que no es sólo
retórico sino también político y social.
El término "sofista" en círculos filosóficos había adquirido connotaciones peyorativas
que recordaban la antigua rivalidad entre filósofos, que buscaban la verdad, y retóricos,
que podían hacer que cualquier cosa sonara a verdad (un punto de vista que todavía
podemos ver reflejado en Luciano, en la época en la que estos sofistas estaban en pleno
esplendor, en el siglo II d.C.). Lo que hace distintos a los sofistas del siglo II y
principios del III no es que representen nada nuevo en sí mismos sino más bien que
consiguieran un éxito tan inmenso.
Las tres formas canónicas de la oratoria (judicial, deliberativa y epidíctica) seguían
estando vigentes y desempeñando sus funciones, aunque las condiciones habían ido
cambiando progresivamente y poco tenían que ver con la oratoria de la época clásica.
La administración de justicia ya no era la misma de antaño, cuando acusado y acusador
se presentaban personalmente ante un tribunal popular, pero se seguían celebrando
procesos, aunque en formas distintas. Quienes deben decidir en las causas no son los
ciudadanos de la polis, sino ante el gobernador de la provincia; pero seguía haciendo
falta todavía alguien que tomara la palabra para defender o acusar.
También había cambiado considerablemente la función de la oratoria política, aunque
contaba con cierto espacio en instituciones que conservaban aún los nombres antiguos
de "Consejo" o "Asamblea". Sin embargo, sus tareas habían quedado reducidas a
gestionar la administración de los asuntos locales y a deliberar sobre títulos, honores y
estatuas para los benefactores y sobre la celebración de juegos, fiestas y cultos. En estas
condiciones el orador podía presentarse como consejero de la prudencia, censor de la
moralidad pública, guardián de la buena administración, pacificador de la comunidad
exhortando a la concordia. El punto más alto del papel político se alcanza cuando la
ciudad entera entra en contacto con la autoridad central y el orador es llamado para
desempeñar la función de representar ante el emperador las necesidades de una
5

comunidad.
En este contexto, los condicionamientos políticos y los límites judiciales acabaron por
otorgar un mayor desarrollo al tercer tipo de oratoria, la epidíctica. Ceremonias
religiosas, inauguraciones de edificios públicos y de juegos, calamidades públicas (p. ej.
terremotos), momentos importantes de la vida colectiva, todo podía constituir una
ocasión propicia para este tipo de oratoria. Por ejemplo, Elio Arístides pronunció
encomios de Atenas y Roma, un panegírico por el templo de Adriano en Cízico, un
lamento por la muerte de su maestro y otro por la destrucción del santuario de Eleusis
por obra de los bárbaros, así como numerosos "himnos en prosa" en honor de varias
divinidades, en las circunstancias más dispares.
El sofista era además un conferenciante profesional, que buscaba y obtenía el éxito.
Dada la propia situación política, con un imperio fuertemente centralizado, alcanzó un
gran relieve un tipo de oratoria ficticia, consistente en la ejecución en público de
discursos inventados, las declamaciones o melétai, pensadas como puro espectáculo.
Eran discursos que no respondían a ninguna exigencia concreta de orden público o
social: discursos judiciales sin imputados y sin tribunal, discursos deliberativos sin
asambleas deliberantes, discursos de parada sin más fin que el de entretener y persuadir
al público del talento del orador. Este tipo de oratoria no es un invento de la Segunda
Sofística. La tendencia de la retórica a trasladarse de la realidad a la ficción es muy
antigua y podemos citar muestras de ello en el propio siglo V, como el Encomio a
Helena de Gorgias, por poner un ejemplo.
Por otra parte, desde época antigua las declamaciones sobre tópicos ficticios de tipo
forense o deliberativo eran un elemento rutinario de la educación retórica de los griegos.
La existencia de esta clase de ejercicios oratorios ficticios está documentada mucho
antes de la Segunda Sofística y persistirá después, más allá de los límites de este
movimiento, hasta la época bizantina. Lo nuevo es que en esta época se exalta la
dimensión pública de la meléte, que se convierte en un espectáculo público. Lo que era
una práctica escolar o un ejercicio para entendidos sale de la escuela y se transforma en
un imponente fenómeno social y cultural. No está claro cuándo se dio el paso que hizo
que entraran a formar parte de los entretenimientos públicos junto a los panegíricos y
los discursos conmemorativos. Parece que ya en la segunda mitad del siglo I había
llegado a alcanzar una popularidad sin precedentes.
Los destinatarios ya no eran los estudiantes (o al menos no sólo los estudiantes), sino
masas enteras que acudían a escuchar las declamaciones al auditorio, al odeón, al teatro
o incluso a la sala del consejo, según la disponibilidad y la afluencia prevista. Sus
6

representaciones, anunciadas con cierta antelación con carteles en los que se indicaba la
hora y el lugar, reunían a muchedumbres de admiradores entusiastas. La oratoria que
desarrollaban estos sofistas era una oratoria erudita, basada en la imitación consciente y
efectista de viejos modelos, pero era eficaz, porque el público entrenado retóricamente
al que iba dirigida se conmovía y emocionaba con lo que oía.
Los temas que el sofista proponía al público, o que el propio público le proponía a él,
eran patrimonio de una educación común. Este horizonte común del orador y de las
expectativas del público era la admiración hacia el gran pasado de Grecia. Así, abundan
los temas relacionados con el mito y los basados en dilemas ético-jurídicos
ficticiamente complicados y extravagantes, aunque predominan los temas relacionados
con la historia de Atenas y de Esparta y con la grandeza de las ciudades griegas: el
conflicto con Persia, la guerra del Peloponeso y en particular la lucha contra la
hegemonía macedonia, el eje fundamental de la gran oratoria griega del siglo IV a.C. En
su exposición el sofista podía introducir cambios muy variados, pero difícilmente irá
más allá del límite cronológico marcado por Alejandro Magno, al que dedicaron
discursos autores como Dión de Prusa o Plutarco. A veces también se trataban temas
relacionados con el ciclo troyano, como en el Discurso troyano de Dión de Prusa, que
sostiene que Troya nunca fue tomada por los griegos, o el Discurso para una embajada
a Aquiles, de Elio Arístides, que reelabora el Canto IX de la Ilíada.
La declamación podía ser leída o recitada y el tema podía formar parte del repertorio del
rétor o ser elegido por el propio público. En este caso el sofista, que poseía todo un
bagaje de escuela y de experiencia reutilizable en los más variados contextos con su
improvisación ofrecía la prueba más alta de sus capacidades inventivas, de su habilidad
del sofista. Empezaba con una especie de "conversación" informal de tema variado
(mitológico, moral, personal, anecdótico), en estilo simple y tono no elevado; incluso
permanecía sentado. Esta conversación servía para cautivar al auditorio, dar prueba de
su cultura, su versatilidad, su humor y para introducir la propia declamación, que venía
inmediatamente después con el orador ya puesto en pie. Lo que asombraba al auditorio
no era sólo su contenido, porque no buscaba originalidad en las ideas, sino el modo en
que se expresaba a través de la variedad de registros estilísticos, la sabia alternancia de
estilos, la capacidad de adaptar las palabras al êthos de los personajes, pero también la
modulación de la voz, el movimiento de las manos y del cuerpo y en general la
gestualidad, lo que le daba el aspecto de una gran exhibición teatral. Se tenía una alta
consideración por los hechos de lengua y de estilo; se rechazaban los solecismos y los
barbarismos y se prestaba una gran atención al ritmo. La adhesión desde el punto de
7

vista del contenido a los modelos retóricos del pasado comportaba también una
adhesión formal reflejada en un fuerte arcaísmo lingüístico, con limitadas concesiones a
la lengua contemporánea.
Casi todos los sofistas tenían una escuela y se desplazaban a menudo de una ciudad a
otra en periodos más o menos largos, donde se dieran las mejores condiciones para el
ejercicio de una profesión en la que coexistían la actividad didáctica junto con el
ejercicio de la palabra pública. Estas escuelas estaban llenas de la élite intelectual del
mundo griego, que acudía a estos centros prestigiosos situados a veces lejos de su
ciudad natal. La enseñanza en ellas por lo general era de carácter privado (aunque en
Atenas y Roma hubo cátedras sostenidas por el Estado) y comportaba para los
estudiantes unos gastos y para los profesores unos ingresos nada despreciables.
Otra diferencia con respecto a los representantes de la "primera sofística", que era un
fenómeno puramente griego, ligado al desarrollo de la democracia ateniense, es que la
Segunda Sofística encarna el compromiso histórico entre la cultura griega y el poder
romano. El papel de los sofistas debe ser considerado en la óptica de su colocación
social y política. Casi todos ellos pertenecían a las capas más altas del imperio, a la
aristocracia provincial, como muestran sin lugar a dudas las referencias dispersas en
Filóstrato, confirmadas por testimonios epigráficos de diverso tipo. De hecho, el pago
de la asistencia a las escuelas de los maestros famosos, a menudo en ciudades distantes
y por largos periodos, implica una sólida posición económica. Pero, además de su
prestigio social, ya que la profesión sofística se tenía en altísima consideración, y de una
no menos importante posición económica, su oficio hacía del sofista un personaje de
relieve dentro de su propia comunidad, a menudo en cargos públicos siempre
prestigiosos y de representación, lo que lo lleva con frecuencia a estar en contacto con
el poder central.
El mundo en el que se movía la oratoria sofística no era puramente artificial. Los
miembros de las aristocracias de las ciudades se veían con frecuencia en circunstancias
en las que se requerían discursos auténticos y que pudieran ser influyentes: las
embajadas a los monarcas o a otras ciudades para pedir privilegios o para ofrecer
honores; los debates en el consejo, aún importantes en la política interna de las
ciudades, incluso cuando la asamblea había perdido todos sus poderes; las
exhortaciones al conjunto de los ciudadanos en momentos de crisis por disturbios o por
hambre; los discursos ceremoniales en las dedicaciones de edificio públicos, festivales o
en las recepciones de visitantes ilustres, actividades todas ellas que no requerían
persuasión, pero sí dignidad y brillantez.
8

Las relaciones de los intelectuales griegos con el poder central, su inserción en la


administración del imperio con cargos más o menos importantes no son una novedad en
esta época, pero adquieren una variedad y una consistencia antes desconocidas,
confiriendo a los sofistas un papel preeminente con respecto a todos los demás literatos.
Los ejemplos son numerosos: Herodes Ático y Antípatro de Hierápolis fueron cónsules,
el propio Antípatro fue gobernador de la provincia de Bitinia, Hermócrates de Focea fue
senador. Aparte de la obra de Filóstrato contamos como fuente para conocer este
panorama con algunas de las obras conservadas de los principales representantes, como
la autobiografía de Elio Arístides, los Discursos sacros, que, aunque tenía otra
finalidad, refuerza la imagen de una sociedad que coloca la retórica en el punto más alto
de la jerarquía de los valores sociales. Por otro lado, la epigrafía confirma puntualmente
el papel político y social de los sofistas. Así, la figura del sofista resulta ser una singular
mezcla de literatura, cultura, poder político y económico, función pedagógica y papel
social.
Aunque se desarrolló en primer lugar en la provincia romana de Asia y después
progresivamente en toda la parte oriental del imperio, este movimiento no estuvo ligado
estrictamente a una zona específica, ya que sus representantes proceden de lugares muy
diversos del Imperio Romano. Desde Asia Menor extienden su influencia sobre todo el
Imperio, con la salvedad relativa de Egipto, donde el prestigio científico de Alejandría
parece haber frenado el empuje de esta brillante y duradera moda. A pesar de la
rivalidad de las ciudades más cultas de Asia e incluso de Atenas, a pesar de los daños
sufridos por sus grandes bibliotecas, Alejandría mantuvo su papel de foco cultural hasta
bien entrada la época bizantina.
Aunque estudiosos como Nicosia ponen el límite de la Segunda Sofística en la época de
Alejandro Severo, la mayor parte de los tratadistas hacen proseguir el movimiento
representado por la Segunda Sofística hasta bien entrado el siglo V d.C., aunque ya hay
estudiosos que hablan de "Tercera Sofística" para la Antigüedad tardía. La tendencia
oratoria, los rasgos que caracterizaron a los sofistas durante el siglo II y parte del III,
continúan activos. Destacan en este segundo periodo, una serie de oradores que se
movieron en torno al emperador Juliano, como es el caso de Libanio. De hecho, el
estudio de la retórica y la práctica de la composición sofística floreció especialmente en
la llamada escuela de Antioquía, donde este autor desarrolló gran parte de su actividad.
Después de todo lo visto hasta ahora queda una precisión por hacer: este movimiento
encarna sin duda una de las corrientes literarias e intelectuales centrales de estos siglos,
pero no comprende toda la producción de este periodo. Lo que sí es común es la fuerte
9

presencia de la retórica y el espíritu de regreso y de conservación del glorioso pasado


cultural. En este sentido llama la atención el cultivo que reciben las obras de gramática
y erudición en general, especialmente en la renovación clasicista del siglo II, en época
de los Antoninos, cuando se produce una especie de moda que tiene su representación
más característica en los compendios y los epítomes. El ansia por conocer y conservar la
herencia cultural del pasado en todas sus facetas lleva a muchos autores a buscar y
atesorar todo tipo de datos, acudiendo al estudio de fuentes muy diversas, a menudo a
libros raros y difíciles de conseguir. Esta actividad se ve favorecida además por la
proliferación de bibliotecas, tanto privadas como públicas, y por el florecimiento del
comercio del libro. Uno de los elementos que impulsan este tipo de acumulación
desmedida es la percepción de que el nivel cultural del público lector está bajando. Al
mismo tiempo existe el temor, cada vez más fundado a partir del tercer decenio del siglo
II, de que se estén produciendo (o puedan producirse) pérdidas irreparables.
Ello impulsó en cierta manera el nacimiento de obras misceláneas de carácter
enciclopédico, compuestas de extractos de muchos autores (con el ansia de recoger todo
el conocimiento), que son en este siglo el último florecimiento destacado de la erudición
antigua. Los intereses de estos intelectuales son de lo más variado: historia, geografía,
ciencias, literatura, gramática, lexicografía, curiosidades y anécdotas, etc. Este esfuerzo
recopilador no se orienta a la satisfacción de un mero afán personal de coleccionista. Al
contrario, los eruditos de la época se sienten impulsados a transmitir sus variados
conocimientos a la posteridad, organizarlos en un marco accesible, agilizar el acceso a
obras que no estaban al alcance de todos y contribuir así de un modo decisivo a la
conservación de la cultura griega.
Entre los siglos II y III d.C. se produjeron obras de erudición tan diversas como:
* Deipnosofistas de Ateneo, un diálogo sobre todos los aspectos relacionados con el
banquete.
* Onomástikon de Pólux, una especie de diccionario temático, que ha llegado a nosotros
en la forma de un resumen de época bizantina.
* Historia varia e Historia de los animales de Claudio Eliano (175-238 d.C.), llenas de
toda clase de anécdotas y curiosidades.
* Miscelánea de Clemente de Alejandría, llena de citas de autores cristianos y paganos.
* Vidas de los filósofos de Diógenes Laercio, ordenados por escuelas filosóficas en diez
libros, donde se funden materiales de muy diverso tipo, desde doxografía a frases
célebres.
* Estratagemas de Polieno, una colección de anécdotas militares, que muestran un
10

marcado arcaísmo de estilo y de contenido, centrándose casi enteramente en la época


clásica y el helenismo.
* Biblioteca mitológica transmitida bajo el nombre de Apolodoro de Atenas, de quien
en realidad no se sabe nada.
* Descripción de Grecia de Pausanias, en la que, con un espíritu anticuario y un
lenguaje aticista, comenta lo que encontraría un viajero en su recorrido de las diversas
regiones de Grecia, uniendo descripción geográfica, historia, mitología y curiosidades
varias. Predomina el interés anticuario hasta el punto de que descuida casi
completamente monumentos y dedicatorias posteriores al 150 a.C.
Por supuesto, incluiríamos aquí también las Vidas de los sofistas de Filóstrato.
Toda esta actividad compilatoria en realidad no es una novedad, como demuestra el
cultivo de diversos géneros mucho antes de la época romana. Este es el caso, por
ejemplo, de la doxografía1, que se remonta a la escuela de Aristóteles, que utilizó como
instrumento de investigación el estudio de las teorías propuestas por los principales
filósofos precedentes. También la lexicografía tiene sus orígenes en la época alejandrina
a partir de las colecciones de glosas de Filitas de Cos y los léxicos aticistas. Por lo que
respecta al epítome, tiene una larga tradición en el terreno de la historia; como ejemplo
bastaría citar a Teopompo (IV a.C.), que extractó en dos libros las Historias de
Heródoto. En cuanto a las anécdotas y exempla biográficos y las colecciones de
máximas y proverbios, conocieron un gran desarrollo en torno a las escuelas filosóficas,
en particular la pitagórica y la cínica.
Con este tipo de trabajos se pretende agilizar el acceso a obras que no estaban al alcance
de todos y a la vez favorecer en cierta medida su conservación, aunque es muy probable
que en muchos casos llegaran incluso a tener el efecto contrario, puesto que pudo
considerarse suficiente con tener el resumen descuidando el original. Obras demasiado
largas o difíciles de conseguir no se copiaban si las partes consideradas más importantes
eran accesibles en obras misceláneas. Por otra parte, este género de obras está expuesto
más que ningún otro a procesos de reelaboración y de interpolación, hasta el punto de
que sólo en poquísimos casos podemos estar seguros de disponer del texto original.

El deseo de conservar toda la literatura y en el fondo toda la civilización antigua es un


punto que tienen en común estos dos movimientos contemporáneos aparentemente tan
dispares. El purismo estilístico y lingüístico, la importancia del aticismo y de la

1
Rama de la literatura que comprende aquellas obras dedicadas a recoger los puntos de vista de sabios,
filósofos y científicos del pasado sobre filosofía, ciencia y otras materias.
11

imitación no son sino un reflejo diferente del mismo impulso común de conservación de
la cultura antigua. Los cánones, las compilaciones y los manuales forman también parte
de esta tentativa, intentando hacer esta civilización accesible.

Para este curso he optado por elegir entre los numerosos autores que cultivaron la
literatura en época romana a tres muy representativos de tendencias distintas y también
del espíritu de la época. Uno representa la vertiente más genuinamente erudita, Ateneo
de Náucratis, que compuso un compendio con forma de diálogo. Aunque
cronológicamente se sitúa dentro de la época de la Segunda Sofística y coincide con ella
en el rechazo de la filosofía, al mismo tiempo se muestra contrario a la tendencia
excesivamente aticista de algunos de sus contemporáneos. El segundo es Luciano, un
autor que ataca los excesos de la retórica y de los sofistas con sus mismas armas, a
través de la parodia y con un gran sentido del humor. Los dos autores son del siglo II
d.C. El último es Libanio de Antioquía, del IV d.C., que ejerció como maestro de
retórica y muestra una vertiente mucho más volcada hacia el pasado y un rechazo hacia
Roma que no encontramos ni en Ateneo ni en Luciano, aunque por su posición social se
vio estrechamente ligado con el poder imperial. Esta selección ofrece autores con obras
muy diferentes, lo mismo que sus intereses y su forma de enfrentarse al momento que
les tocó vivir y se propone ser una muestra del panorama literario de la época imperial.

Вам также может понравиться