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En la época del Imperio la literatura griega toma nuevos derroteros que tienen mucho
que ver con el ambiente general, no solo cultural, sino también desde el punto de vista
político.
La presencia de la cultura griega en el ámbito romano había empezado en época
bastante temprana. El comienzo de la fuerte helenización de las clases altas de la
sociedad romana se puede remontar al siglo II a.C. en círculos literarios protegidos y
fomentados por las grandes familias de la nobleza romana, como los Escipiones y los
Flaminios. Desde ese momento el movimiento filohelénico no va a verse nunca
interrumpido y en los siglos en torno al cambio de era Roma se convierte en el centro de
atracción de un gran número de intelectuales griegos que desarrollaron en ella su
actividad literaria y supieron mantener viva la cultura griega e incluso crearon géneros
nuevos, como la novela, la epistolografía y la biografía.
Además que la lengua griega era en Roma el vehículo empleado con normalidad por los
grandes rétores para enseñar a sus discípulos romanos y las obras de los oradores áticos,
los más influyentes de la época clásica, se fueron imponiendo como modelo que había
que imitar. La vuelta a los autores áticos de los siglos V y IV a.C., cuya sobriedad y
pureza se propone como ejemplo tanto de lengua como de estilo, dio origen a un
movimiento clasicista que, en pugna con la lengua común, promovía la imitación de
autores como Tucídides, Lisias, Platón, Hipérides, Demóstenes e Isócrates, preparando
la gran corriente aticista del siglo II d.C. En torno al 100 d.C. comienza una etapa que
suele titularse como Clasicismo, o mejor restauración del Clasicismo, cuando un
renacimiento ilustrado, bajo emperadores como Adriano o Marco Aurelio, grandes
admiradores de la cultura helénica, impondrá el retorno a los modelos de la prosa ática
de los siglos V y IV a.C., en un proceso que no va a detenerse ni siquiera con la caída
del Imperio de Occidente.
A pesar de este ambiente favorable desde el punto de vista cultural, la Grecia del siglo II
d.C., plenamente consciente de su tradición, ve amenazada su identidad cultural por el
dominio político de Roma. La reacción de los autores griegos es entonces volverse a
buscar sus raíces en el pasado a la vez que pierden interés por lo contemporáneo,
aunque hay que señalar que es amplia y compleja la variedad de actitudes dentro de la
clase alta de los griegos. Su interés se centra en conservar la cultura griega, que temen
que no sobrevivirá sin el esfuerzo necesario. No reaccionan en realidad la pérdida de la
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libertad política, puesto que esta se había perdido casi dos siglos antes, sino a la
desintegración de la tradición que lleva aparejado el nuevo concepto del mundo que
representa el poder romano, por el temor a perder su identidad de griegos. Los griegos
habían sido siempre conscientes de su tradición; lo que es nuevo es la intensidad de esta
conciencia. En realidad, los intelectuales griegos no desdeñaban el presente o restaban
importancia a lo que sucedía en su tiempo, sino que buscaban en los temas del pasado,
como una vía de escape, por la necesidad de recurrir a una brillante tradición griega que
pudieran oponer a un mediocre presente marcado por la dominación romana. El respeto
a la autoridad y la imitación de los modelos antiguos se convierten así en el eje de toda
la producción literaria, que es en estos siglos fundamentalmente libresca.
La vida cultural e intelectual a lo largo de todo el Imperio Romano viene marcada por el
peso abrumador de la retórica, que pasó a convertirse en la base de la educación
superior. En cierto sentido esto se relaciona también con otro fenómeno propio de esta
época, la instrumentalización de la cultura por el poder, sobre todo a través de la
enseñanza. La escuela despierta un interés de primer orden, porque de ella saldrá la élite
intelectual que ocupa los puestos de la administración imperial. El formalismo retórico
era el vehículo ideal para una literatura fuertemente condicionada por el poder político.
El peso de la retórica va acompañado desde el punto de vista literario por el predominio
aplastante de la prosa; de hecho, es muy llamativa la ausencia del cultivo de la poesía.
Durante los siglos imperiales la prosa, y en particular la oratoria, será el principal medio
de expresión artística, con sus modelos en los grandes escritores clásicos. Pero si bien
este género antes había estado al alcance de un público amplio, con su empleo de la
koiné, el griego común hablado en esta época, ahora este movimiento vuelto al pasado y
que destierra esta forma de lengua, se dirige a círculos necesariamente muy restringidos,
con pretensiones de literatura elevada y un espíritu extremadamente conservador.
Este carácter conservador queda bien patente en la lengua, cuya pureza se quiere
restaurar a base del ejemplo de los grandes oradores áticos, que esta corriente intenta
imitar también en el estilo. Se da la espalda al griego de la época, la koiné, y se vuelve
al que utilizaron los admirados modelos, el dialecto ático, que como tal había
desaparecido ya a finales del siglo IV a.C. Así, la lengua se vuelve arcaizante en la
morfología, el vocabulario y la sintaxis, llegando a veces a excesos ridículos puestos en
solfa por autores como Ateneo y sobre todo Luciano. Esta tendencia arcaizante no se
refleja sólo en la lengua y el estilo, sino que también alcanza a los contenidos. Los
motivos, los modos de pensar, lo que el lector o el espectador espera de una obra
literaria no se basan en la vida contemporánea, sino en el pasado que se encuentra en los
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libros y en las escuelas. Incluso un personaje crítico como Luciano, que muy a menudo
se burla de las convicciones, las costumbres y los sentimientos tomados del pasado
cultural, religioso o filosófico, encuentra sus armas en este mismo arsenal.
No sin razón, por otra parte, este movimiento surge y se difunde desde Roma, donde ya
la cultura griega se había transferido, pero donde, necesariamente, iba perdiendo el
sentido de la lengua viva en la realidad de su evolución. Esta fuerte corriente de
imitación de los autores ya clásicos del gran periodo ático tiene también otros centros de
expansión y desarrollo fuera de Roma, como Pérgamo y Rodas, principalmente, y
Atenas y Alejandría en menor medida.
Si en otras épocas fue la poesía la que impuso el tono literario, ahora, como decía antes,
es la prosa la que predomina decididamente, sobre todo gracias a la corriente de la
Segunda Sofística, que, con los mejores intelectuales griegos bajo el Imperio, floreció a
finales del siglo I d.C., todo el II y una parte del III, y que, en cierta forma, se puede
considerar que pervivió hasta el final del mundo griego, en los comienzos ya del
periodo bizantino, aunque para este periodo algunos investigadores hablan de una
"Tercera Sofística".
A diferencia de otras "etiquetas" creadas para denominar fenómenos artísticos y
culturales, el término "Segunda sofística" no ha sido ideado por los investigadores
modernos, sino que lo inventó, por así decirlo, Flavio Filóstrato, que en época del
reinado de Alejandro Severo (222-235 d.C.) estudió el panorama del movimiento
sofístico imperial y escribió las biografías de sus principales representantes, unas Vidas
de los sofistas, que dan fe de un considerable conocimiento de primera mano de la
sociedad en la que evolucionaban sus personajes. Según este autor, además de la
sofística antigua, ideada por Gorgias y de carácter "filosofante", porque discute de los
temas abstractos de los filósofos, como el valor y la justicia, había que reconocer la
existencia también de otra sofística, que prefería los temas concretos, en particular los
temas históricos y el análisis de caracteres, que había sido iniciada por el orador
Esquines (IV a.C.), adversario de Demóstenes. Por tanto, esta sofística no debía ser
definida como "nueva", porque en realidad también era antigua, sino en todo caso más
bien como "segunda", al no ser un fenómeno reciente sino que podía demostrar una
antigüedad casi igual a la sofística filosofante. El recurso a Esquines, como la inclusión
en su obra de Gorgias y otros sofistas de la "Primera sofística", deben representar un
esfuerzo deliberado por anclar la base del movimiento del periodo romano en la era
clásica, muy en línea con el espíritu de la época.
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comunidad.
En este contexto, los condicionamientos políticos y los límites judiciales acabaron por
otorgar un mayor desarrollo al tercer tipo de oratoria, la epidíctica. Ceremonias
religiosas, inauguraciones de edificios públicos y de juegos, calamidades públicas (p. ej.
terremotos), momentos importantes de la vida colectiva, todo podía constituir una
ocasión propicia para este tipo de oratoria. Por ejemplo, Elio Arístides pronunció
encomios de Atenas y Roma, un panegírico por el templo de Adriano en Cízico, un
lamento por la muerte de su maestro y otro por la destrucción del santuario de Eleusis
por obra de los bárbaros, así como numerosos "himnos en prosa" en honor de varias
divinidades, en las circunstancias más dispares.
El sofista era además un conferenciante profesional, que buscaba y obtenía el éxito.
Dada la propia situación política, con un imperio fuertemente centralizado, alcanzó un
gran relieve un tipo de oratoria ficticia, consistente en la ejecución en público de
discursos inventados, las declamaciones o melétai, pensadas como puro espectáculo.
Eran discursos que no respondían a ninguna exigencia concreta de orden público o
social: discursos judiciales sin imputados y sin tribunal, discursos deliberativos sin
asambleas deliberantes, discursos de parada sin más fin que el de entretener y persuadir
al público del talento del orador. Este tipo de oratoria no es un invento de la Segunda
Sofística. La tendencia de la retórica a trasladarse de la realidad a la ficción es muy
antigua y podemos citar muestras de ello en el propio siglo V, como el Encomio a
Helena de Gorgias, por poner un ejemplo.
Por otra parte, desde época antigua las declamaciones sobre tópicos ficticios de tipo
forense o deliberativo eran un elemento rutinario de la educación retórica de los griegos.
La existencia de esta clase de ejercicios oratorios ficticios está documentada mucho
antes de la Segunda Sofística y persistirá después, más allá de los límites de este
movimiento, hasta la época bizantina. Lo nuevo es que en esta época se exalta la
dimensión pública de la meléte, que se convierte en un espectáculo público. Lo que era
una práctica escolar o un ejercicio para entendidos sale de la escuela y se transforma en
un imponente fenómeno social y cultural. No está claro cuándo se dio el paso que hizo
que entraran a formar parte de los entretenimientos públicos junto a los panegíricos y
los discursos conmemorativos. Parece que ya en la segunda mitad del siglo I había
llegado a alcanzar una popularidad sin precedentes.
Los destinatarios ya no eran los estudiantes (o al menos no sólo los estudiantes), sino
masas enteras que acudían a escuchar las declamaciones al auditorio, al odeón, al teatro
o incluso a la sala del consejo, según la disponibilidad y la afluencia prevista. Sus
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representaciones, anunciadas con cierta antelación con carteles en los que se indicaba la
hora y el lugar, reunían a muchedumbres de admiradores entusiastas. La oratoria que
desarrollaban estos sofistas era una oratoria erudita, basada en la imitación consciente y
efectista de viejos modelos, pero era eficaz, porque el público entrenado retóricamente
al que iba dirigida se conmovía y emocionaba con lo que oía.
Los temas que el sofista proponía al público, o que el propio público le proponía a él,
eran patrimonio de una educación común. Este horizonte común del orador y de las
expectativas del público era la admiración hacia el gran pasado de Grecia. Así, abundan
los temas relacionados con el mito y los basados en dilemas ético-jurídicos
ficticiamente complicados y extravagantes, aunque predominan los temas relacionados
con la historia de Atenas y de Esparta y con la grandeza de las ciudades griegas: el
conflicto con Persia, la guerra del Peloponeso y en particular la lucha contra la
hegemonía macedonia, el eje fundamental de la gran oratoria griega del siglo IV a.C. En
su exposición el sofista podía introducir cambios muy variados, pero difícilmente irá
más allá del límite cronológico marcado por Alejandro Magno, al que dedicaron
discursos autores como Dión de Prusa o Plutarco. A veces también se trataban temas
relacionados con el ciclo troyano, como en el Discurso troyano de Dión de Prusa, que
sostiene que Troya nunca fue tomada por los griegos, o el Discurso para una embajada
a Aquiles, de Elio Arístides, que reelabora el Canto IX de la Ilíada.
La declamación podía ser leída o recitada y el tema podía formar parte del repertorio del
rétor o ser elegido por el propio público. En este caso el sofista, que poseía todo un
bagaje de escuela y de experiencia reutilizable en los más variados contextos con su
improvisación ofrecía la prueba más alta de sus capacidades inventivas, de su habilidad
del sofista. Empezaba con una especie de "conversación" informal de tema variado
(mitológico, moral, personal, anecdótico), en estilo simple y tono no elevado; incluso
permanecía sentado. Esta conversación servía para cautivar al auditorio, dar prueba de
su cultura, su versatilidad, su humor y para introducir la propia declamación, que venía
inmediatamente después con el orador ya puesto en pie. Lo que asombraba al auditorio
no era sólo su contenido, porque no buscaba originalidad en las ideas, sino el modo en
que se expresaba a través de la variedad de registros estilísticos, la sabia alternancia de
estilos, la capacidad de adaptar las palabras al êthos de los personajes, pero también la
modulación de la voz, el movimiento de las manos y del cuerpo y en general la
gestualidad, lo que le daba el aspecto de una gran exhibición teatral. Se tenía una alta
consideración por los hechos de lengua y de estilo; se rechazaban los solecismos y los
barbarismos y se prestaba una gran atención al ritmo. La adhesión desde el punto de
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vista del contenido a los modelos retóricos del pasado comportaba también una
adhesión formal reflejada en un fuerte arcaísmo lingüístico, con limitadas concesiones a
la lengua contemporánea.
Casi todos los sofistas tenían una escuela y se desplazaban a menudo de una ciudad a
otra en periodos más o menos largos, donde se dieran las mejores condiciones para el
ejercicio de una profesión en la que coexistían la actividad didáctica junto con el
ejercicio de la palabra pública. Estas escuelas estaban llenas de la élite intelectual del
mundo griego, que acudía a estos centros prestigiosos situados a veces lejos de su
ciudad natal. La enseñanza en ellas por lo general era de carácter privado (aunque en
Atenas y Roma hubo cátedras sostenidas por el Estado) y comportaba para los
estudiantes unos gastos y para los profesores unos ingresos nada despreciables.
Otra diferencia con respecto a los representantes de la "primera sofística", que era un
fenómeno puramente griego, ligado al desarrollo de la democracia ateniense, es que la
Segunda Sofística encarna el compromiso histórico entre la cultura griega y el poder
romano. El papel de los sofistas debe ser considerado en la óptica de su colocación
social y política. Casi todos ellos pertenecían a las capas más altas del imperio, a la
aristocracia provincial, como muestran sin lugar a dudas las referencias dispersas en
Filóstrato, confirmadas por testimonios epigráficos de diverso tipo. De hecho, el pago
de la asistencia a las escuelas de los maestros famosos, a menudo en ciudades distantes
y por largos periodos, implica una sólida posición económica. Pero, además de su
prestigio social, ya que la profesión sofística se tenía en altísima consideración, y de una
no menos importante posición económica, su oficio hacía del sofista un personaje de
relieve dentro de su propia comunidad, a menudo en cargos públicos siempre
prestigiosos y de representación, lo que lo lleva con frecuencia a estar en contacto con
el poder central.
El mundo en el que se movía la oratoria sofística no era puramente artificial. Los
miembros de las aristocracias de las ciudades se veían con frecuencia en circunstancias
en las que se requerían discursos auténticos y que pudieran ser influyentes: las
embajadas a los monarcas o a otras ciudades para pedir privilegios o para ofrecer
honores; los debates en el consejo, aún importantes en la política interna de las
ciudades, incluso cuando la asamblea había perdido todos sus poderes; las
exhortaciones al conjunto de los ciudadanos en momentos de crisis por disturbios o por
hambre; los discursos ceremoniales en las dedicaciones de edificio públicos, festivales o
en las recepciones de visitantes ilustres, actividades todas ellas que no requerían
persuasión, pero sí dignidad y brillantez.
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Rama de la literatura que comprende aquellas obras dedicadas a recoger los puntos de vista de sabios,
filósofos y científicos del pasado sobre filosofía, ciencia y otras materias.
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imitación no son sino un reflejo diferente del mismo impulso común de conservación de
la cultura antigua. Los cánones, las compilaciones y los manuales forman también parte
de esta tentativa, intentando hacer esta civilización accesible.
Para este curso he optado por elegir entre los numerosos autores que cultivaron la
literatura en época romana a tres muy representativos de tendencias distintas y también
del espíritu de la época. Uno representa la vertiente más genuinamente erudita, Ateneo
de Náucratis, que compuso un compendio con forma de diálogo. Aunque
cronológicamente se sitúa dentro de la época de la Segunda Sofística y coincide con ella
en el rechazo de la filosofía, al mismo tiempo se muestra contrario a la tendencia
excesivamente aticista de algunos de sus contemporáneos. El segundo es Luciano, un
autor que ataca los excesos de la retórica y de los sofistas con sus mismas armas, a
través de la parodia y con un gran sentido del humor. Los dos autores son del siglo II
d.C. El último es Libanio de Antioquía, del IV d.C., que ejerció como maestro de
retórica y muestra una vertiente mucho más volcada hacia el pasado y un rechazo hacia
Roma que no encontramos ni en Ateneo ni en Luciano, aunque por su posición social se
vio estrechamente ligado con el poder imperial. Esta selección ofrece autores con obras
muy diferentes, lo mismo que sus intereses y su forma de enfrentarse al momento que
les tocó vivir y se propone ser una muestra del panorama literario de la época imperial.