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La transformación de la Iglesia: del Vaticano I al Vaticano II

La doctrina y la institución: el ejemplo del Vaticano I

Las reflexiones precedentes explican por qué la reforma estructural de la Iglesia es un


“deber”, pues los dos espacios –el de la expresión de la fe y el de la constitución de la
comunidad‒ están estrechamente vinculados; incluso, podríamos decir que son lo mismo,
visto desde dos ángulos diferentes.
Sigamos viendo estos desplazamientos, comparando los Concilios Vaticano I y Vaticano
II. En el Vaticano I tenemos dos documentos que se pueden vincular: Dei Filius que trata
sobre la fe y la razón y Pastor aeternus que trata sobre el Papa. El vínculo aparece de este
modo: si existe una doctrina católica que expresa auténticamente la esencia de la
Revelación y la competencia de la razón ‒y el contexto epocal es de “tiempos difíciles”‒
entonces habrá que exponerla fielmente y defenderla valientemente. Y un magisterio y un
gobierno fuertemente centralizados en el Papa, es una estructura que se corresponde con
esta concepción de la verdad y con esta situación epocal. Pues la infalibilidad personal del
Papa y su primado en materia de gobierno son garantía de estabilidad y fuerza de
expansión.
Por su parte, el primado de la verdad está vinculado con el peligro de pecado y de
condenación eterna; por eso, confesar la verdadera fe es esencial.
Y, como el Papa está lejos, su “palabra” llega a los fieles como un “escrito”, y es el
párroco quien expone a los fieles esa verdad.
De este modo, aparece una estructura eclesial en la cual el Papa es para la Iglesia
universal la referencia en materias de fe y el centro en la gestión del gobierno; y el
sacerdote es, en la parroquia, el catequista de la verdadera doctrina y el juez de la vida
moral.

Estructuras para un testimonio: las orientaciones del Vaticano II

Ahora habría que preguntarse cuál sería la “constitución” eclesial que correspondería a la
percepción del Misterio cristiano ‒con los elementos históricos, relacionales, litúrgicos y de
compromiso con el mundo‒ que se desarrollaron antes y después del Vaticano II.
La respuesta es simple: del mismo modo que Pastor Aeternus se correspondía con Dei
Filius; en el Vaticano II, Lumen Gentium se corresponde con Dei Verbum.1
Y, en realidad, hay que considerar no sólo LG sino toda la obra eclesiológica del
Vaticano II que considera la Iglesia ad intra (LG, pero también los decretos sobre los
obispos, presbíteros, vida religiosa y apostolado de los laicos) y la Iglesia ad extra (GS y
también los decretos sobre libertad religiosa y las otras religiones); mientras que el
ecumenismo y la actividad misionera se refieren a ambos espacios al mismo tiempo.

El primado de la Iglesia
1
Vale decir que a una distinta comprensión de la verdad, como la que aparece en DV (la Revelación como un
diálogo de la Trinidad con el hombre acaecido en la historia, que implica la fe, y que se transmite en la
historia por la Iglesia; Revelación cuya comprensión crece a largo del tiempo, etc.) corresponde una
comprensión distinta de la Iglesia (que es Pueblo de Dios, que –además del Papa‒ tiene un Episcopado, y que
está adornada con “dones jerárquicos y carismáticos”, etc.).
El rasgo esencial del nuevo modelo institucional es que la Iglesia entera es la destinataria
y responsable de la Revelación, ámbito de salvación para sus miembros, y origen de la
misión.
A esta Iglesia, Cristo resucitado ha enviado el Espíritu prometido; y es ella la que es santa
y llamada a la santidad; es ella la que escucha la Palabra de Dios, la medita y la anuncia. La
Iglesia es la que ora, celebra y entra en diálogo con el mundo.
Esto es obvio para nosotros hoy. Pero esta concepción de la Iglesia puede ser “temible”
en la medida en que durante siglos la organización de la Iglesia se había construido a partir
de una idea jerárquica que privilegiaba al Papa y al sacerdote. Sólo el tiempo podrá revelar
todas las dimensiones de la evolución que puede producirse.
Sin embargo, se puede presentir y remarcar que el principio del primado de la Iglesia
como Cuerpo de Cristo y Pueblo de Dios conduce a una corrección en la manera de leer las
Escrituras –y sobre todo, los Evangelios‒ que se había hecho corriente. En este sentido (y
salvo indicaciones evidentemente contrarias) habría que decir que los discípulos que
escuchaban a Jesús deben ser considerados como las primicias de la Iglesia, y no del
sacerdocio o de la vida religiosa. Como dice el decreto sobre la actividad misionera da la
Iglesia: ellos son el “germen del nuevo Israel”, antes de ser el “origen de la jerarquía
sagrada” o de la “vida consagrada” (AG 5).2

2
Naturalmente, dado que el Espíritu no le ha faltado a la Iglesia después del Concilio, los desplazamientos
propuestos por el Vaticano II se están produciendo hoy, en mayor o menor medida, aquí y allá. El nuevo
Código de Derecho Canónico ha marcado el estado de situación en su momento (1983). Pero hay otras cosas
importantes que hacer, y se necesitan profetas que puedan discernir las vías nuevas que permitan continuar la
Tradición (en lugar de repetirla).

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