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SEXTO DOMINGO DE PASCUA

«Concédenos, Dios todopoderoso, continuar celebrando con fervor estos días


de alegría en honor de Cristo resucitado», pide el sacerdote en la oración
colecta, un fervor vital, no simplemente en orden a la piedad, sino capaz de
transformar la vida. Y de transformaciones habla esta liturgia de la Palabra.
Continuamos leyendo el libro de los Hechos (15,1-2.22-29). Los dos
misioneros, Pablo y Bernabé, afrontaron una difícil situación: los primeros
cristianos fueron judíos que, aun sin comprender las implicaciones profundas
de creer en Jesús, pretendieron no solo continuar cumpliendo los deberes del
judaísmo sino, además, imponerlos a los cristianos de otros orígenes. Los
apóstoles convocaron, en consecuencia, el llamado «Concilio de Jerusalén».
Allí, bajo la fuerza del Espíritu Santo y la docilidad de los discípulos inspirados
por su presencia, enviaron a los cristianos, provenientes del mundo no judío, un
mensaje liberador: «Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no
imponeros más cargas que las indispensables». En definitiva, desde los albores,
la fe en Cristo fue acontecimiento liberador como siempre había sido Dios para
Israel.
El mundo, en su complejidad y en su totalidad, es testigo de esta experiencia
liberadora del Señor. Su bendición es un ejercicio de compasión continua hacia
la humanidad. Bendición y misericordia son sinónimos en el Salmo 66, de modo
que el mundo termina por ser irradiado por esta luz divina y da testimonio de
ella en la alegría y la alabanza. Mantener la alegría es iluminar con Dios todo
rincón de la historia. El símbolo de la luz para definir la actuación de Dios es
elocuente. De hecho, el libro del Apocalipsis (21,10-14.22-23) describe el
descenso de la Jerusalén vista como piedra luminosa, en cuyo interior ya no
existe el templo sino Dios y su Hijo (el Cordero), luz y lámpara que iluminan el
último momento del acontecer humano, donde la tierra se convierte en cielo
nuevo.
Según el Evangelio (Juan 14,23-29), cuando el ser humano decide creer en la
Palabra divina, se convierte en casa de Dios en la cual el Padre y el Hijo se
aman. Así, cuando el creyente ama, aman en él el Padre y el Hijo. El Espíritu
que nos habita nos recuerda ese acontecimiento: para amar basta dejar a Dios
morar en nosotros, esta es la paz propuesta por Jesús a sus discípulos antes de
morir. El querer de Dios pasa a través de la misión del discípulo: si ama, Dios
invadirá la historia con su paz, iluminando su rostro con la claridad
indispensable para el mundo. En el momento en que un hombre finito, frágil y
con temores, se deja habitar por Dios, de su interior brota el amor potente, eterno
y fiel que hace temblar al mundo ya no de miedo, sino de alegría. ¿Nos
dejaremos transformar en morada del amor del Padre y del Hijo?

Por Juan David Figueroa Flórez – juandavidfigueroaflorez@gmail.com

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