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LA REVELACIÓN: DIOS SALE AL ENCUENTRO DEL HOMBRE

¡Qué maravilloso contar con la certeza de que Dios quiso y quiere siempre
hablarle al hombre! El testimonio bíblico, conservado en el seno de la comunidad
creyente, aporta esta verdad esencial a la fe. Dios habló y nos sigue hablando en un
espacio y en un tiempo preciso. Para muchos, he aquí un verdadero escándalo.

“El escándalo… de que haya una historia de la revelación, en que Dios mismo abre un camino
señero a los muchos otros de las restantes religiones y, aparecido en carne, lo recorre él mismo.
El escándalo es, si es lícito decirlo así, la categoría histórica de la revelación, no la relación
trascendente con Dios, por la que el hombre se funda en el abismo del misterio inaccesible.” 1

Esta interesante afirmación del teólogo Karl Rahner, pronunciada


aproximadamente treinta años atrás, aún sigue vigente. La revelación sobrenatural
conservada en la Tradición, en la Escritura y desde antaño custodiada por el Magisterio
de la Iglesia, será el objeto principal de esta unidad.

Al abordar el estudio de este diálogo de Dios con el hombre en la contingencia


de la historia, se partirá del vocabulario que explica este acontecimiento, con las
categorías clásicas (1) como con aquellas más actuales (2). Luego presentaremos las
fuentes o vías de transmisión de la revelación sobrenatural y la mutua e íntima relación
entre ellas, haciendo particular hincapié a cuestiones referentes a la Sagrada Escritura
(3). Para concluir, trataremos una cuestión crucial: la historicidad de la revelación y sus
etapas, hasta llegar a Jesucristo, su centro y culmen (4).

1.- LA NATURALEZA DE LA REVELACIÓN

El significado del término revelación, del latín revelare y del griego


apokalyptein, es “quitar el velo”. Aunque siga siendo un misterio, Dios rompe su
silencio y se hace cercano. Se trata de la manifestación amorosa que Él hace de sí
mismo y de su misterio, en orden a nuestra salvación. Si bien en el ámbito estrictamente
teológico y cristiano, tal concepto ha llevado tiempo en estructurarse, su realidad refleja
-en todos los casos- uno de los hechos teológicos centrales del cristianismo: “Dios se

1
K. RAHNER – J. RATZINGER, Revelación y Tradición, Ed. Herder, Barcelona 2005, 13.
2

conoce a través del mismo Dios”.2 El contenido de la revelación es, pues, Dios mismo y
el misterio de su voluntad salvífica. Jesús, su Palabra Encarnada, nos lo muestra de
manera inigualable. Nadie, mejor que Él, nos da a conocer quién es Dios y cuál es su
proyecto para nosotros.
La forma de la revelación es progresiva y siempre mediante palabras y
acontecimientos (Dei Verbum 2.4.14.15). Dios se revela de distintos modos: cuando
habla, cuando crea, cuando realiza signos “milagrosos” (tanto en el cosmos como en la
historia personal o colectiva de su pueblo). También se revela cuando enseña, ya sea
desde la Ley, los profetas o la sabiduría en la antigüedad, como en las bienaventuranzas
o la proclamación del Reino de Dios en el Nuevo Testamento. Sin embargo, así
llegamos a un momento culminante: en su Hijo Jesucristo Dios se autocomunica de una
manera total y perfecta.
La finalidad de esta revelación no es, pues, el conocimiento intelectual de las
verdades divinas, sino la salvación, la amistad con Dios, la participación de su misma
vida divina. Esta finalidad debe ser subrayada. Pues a la hora de comprender la
naturaleza de la revelación, es muy frecuente concebirla -erróneamente- como la
transmisión de “un conjunto de conocimientos” dirigido al intelecto humano. Esta
herencia de la modernidad racionalista, acaba por relegar el papel de Dios a una especie
de maestro de verdades, o bien de juez que vigila el cumplimiento del dogma. De esta
manera, la convicción de un Dios actuante en la historia, capaz de dialogar como “un
amigo lo hace con su amigo” queda reducida a un dato contingente. Dios no da
mensajes intemporales a destinatarios anónimos. Dios dirige personalmente su Palabra a
un interlocutor situado en una cultura e historia vivas: Abraham, Moisés, Josué, Samuel,
David, como a tantos otros y, hoy, a cada uno de nosotros. Toda la historia del Pueblo
de Israel, como asimismo de la Iglesia, nos demuestra que Dios siempre toma la
iniciativa y lo hace para revelarse como Salvador. En definitiva, el hecho de la
revelación es indisociable de esta intervención divina y salvífica.

2.- LA REVELACIÓN COMO AUTO-EXPRESIÓN, ENCUENTRO y


PRESENCIA

2
Cfr. S. P IÉ-NINOT, La Teología Fundamental. “Dar razón de la esperanza” (1 Pe 3,15), Secretariado
Trinitario, Salamanca. 20014, 240.
3

Sólo Dios -a diferencia del lenguaje humano- cuando se expresa puede realizar
acabadamente las tres dimensiones que posee toda palabra3:

- Palabra como auto-expresión: como la palabra humana intenta ser la expresión total
de la propia verdad, la palabra divina es perfecta manifestación de la verdad trinitaria.
Con la Encarnación del Hijo, por medio del Espíritu, Dios se dio a conocer íntimamente
y de manera acabada.

- Palabra como encuentro: toda palabra pronunciada requiere y exige reciprocidad, lo


cual se va dando en la relación y en el encuentro interpersonal entre quien se pronuncia
y un tú. Implica un encuentro entre dos personas libres. A su vez, esta relación
interpersonal reclama intimidad. Se trata, por lo tanto, de una verdadera relación que
partiendo del intercambio subjetivo entre el yo y el tú, desemboca en un “nosotros”
fecundo, que puede ser constatado en el diálogo, la amistad y el amor, como formas más
exquisitas de este encuentro interpersonal.
Como afirma la Constitución Dogmática del Concilio Vaticano II, Dei Vurbum Nº 2:
“en la revelación, Dios invisible (cfr. Col 1,15; 1 Tim 1,17) movido de amor, habla a los
hombres como amigos (cfr. Ex 33,11; Jn 15,14-15), trata con ellos (cfr. Bar 3,38) para
invitarlos y admitirlos a la comunión con él” (DV 2).
Por toda esta profundidad relacional, no es extraño que la Biblia también use la
categoría de “encuentro” personal para caracterizar la revelación de Dios. En efecto, la
gran obra de Israel no es solamente mostrar un único Dios verdadero, sino invocarlo
como un Tú, haber estado con Él, conocer sus sueños, sus proyectos, su querer… Desde
el Génesis al Apocalipsis, Dios muestra una voluntad de comunicación, de relación
interpersonal y de acercamiento que no tiene precedente... Con Jesucristo todo llega a su
plenitud. En Él, la comunión entre Dios y los hombres se hace tan patente que quien ve
a Jesús ve al Padre (cfr. Jn 14,9).

- Palabra como presencia: Es claro que en la Biblia las expresiones reveladoras,


palabra y encuentro, se unen a la radical presencia de Dios en medio de su pueblo.
Presencia tanto en la naturaleza como en la historia. Ahora bien, en el Antiguo
Testamento, más que una acción histórica particular, la presencia de Dios -en Israel-
engloba muchas etapas y es el sentido interior que atraviesa todos los hechos. Con
3
Cfr. P IÉ-NINOT, La Teología Fundamental, 252-257.
4

Jesucristo ésta presencia de Dios se hace presencia humana: “se hizo hombre y plantó la
tienda entre nosotros” (Jn 1,14). De aquí también el significado del nombre
“Emmanuel”, Dios con nosotros (Mt 1,23 = Is 8,10), que se hace eco en el Resucitado
con sus última palabra: “Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”
(Mt 28,20).
Esta presencia de Jesús, Palabra del Padre, ahora, se da en diferentes realidades: en cada
sacramento, en la propia Sagrada Escritura, en los pequeños (Mt 25,31-46), en la
comunidad eclesial. Jesús asegura su presencia en la comunión: “cuando dos o tres se
reúnan en Su nombre” (Mt 18,20). Hasta el último libro de la Biblia, el Apocalipsis,
califica a la Iglesia como “la Tienda donde Dios se encontrará con los hombres. Vivirá
con ellos, ellos serán su pueblo y él será el Dios que está con ellos” (Ap 21,3).

3.- LA TRANSMISIÓN DE LA REVELACIÓN DIVINA

La dimensión de historicidad de la revelación divina no se agota en la historia de


la salvación del Pueblo de Israel culminada en Jesucristo. La Constitución Dei Verbum
7 afirma que Jesús mandó a los Apóstoles para predicar el Evangelio en todo tiempo y
lugar, a fin de que “se conservara íntegro y fuera transmitido a todas las edades” lo que
Dios había revelado en esa etapa histórica. Pero además, para prolongar esta misión
evangelizadora, los apóstoles nombraron -a su vez- a los Obispos como sus sucesores
“dejándoles su cargo en el Magisterio”.
De este modo, Dios continúa fielmente su estilo humano para revelarse,
eligiendo siempre para mediar su Palabra, a una comunidad situada en un marco
espacio-temporal concreto, asumiendo sus limitaciones y hasta sus miserias. Mediante
la acción del Espíritu Santo que obra a través de la Iglesia, Dios llega de un modo
indefectible a transmitirnos “todo y sólo lo que Él quería” que conociésemos para
nuestra salvación.
La revelación, mensaje y bienes salvíficos, transformada en memoria histórica
del pueblo, ha sido transmitida de generación en generación a través de dos expresiones
íntimamente unidas y complementarias: la Tradición y la Escritura. Ambas se
distinguen sencillamente en el modo de transmitir la Palabra de Dios. La Iglesia, a la
cual está confiada la transmisión y la interpretación de la revelación, no saca
5

exclusivamente de la Escritura la certeza de todo lo revelado. También se nutre de la


Tradición. A ambas ha de recibir y respetar con la misma devoción (cfr. DV 9).

3.1.- Tradición

La Tradición se funda en la condición histórica del hombre y en la entrada de la


revelación en la historia propiamente dicha: en un tiempo y para todas las edades.
Tradición es un hecho humano, y si bien la revelación al humanizarse acepta este
carácter, Dios es siempre su principio y término.4
En la religión de Israel, la Tradición no es sólo un dato de hecho, sino un
mandato del mismo Dios. He aquí un importante testimonio:
“Lo que hemos oído y conocido, y nuestros padres nos han contado, no lo ocultaremos a sus
hijos; lo contaremos a la generación futura: las alabanzas del Señor, su poder, las maravillas que
Él realizó. El dio una norma a Jacob, estableció una ley en Israel, y ordenó a nuestros padres
enseñar estas cosas a sus hijos. Así las aprenderán las generaciones futuras y los hijos que
nacerán después; y podrán contarlas a sus propios hijos para que pongan su confianza en Dios,
para que no se olviden de sus proezas y observen sus mandamientos” (Sal 78,3-7).

La Iglesia heredó del judaísmo esta noción de una Tradición que, como la
Escritura, nos comunica la revelación. También en el nuevo Israel, surge la predicación
viva y, sólo después, la fijación por escrito. La memoria de Jesús permanece viva en la
comunidad cristiana hasta que es transmitida fielmente en su doble vertiente: la
tradición que transmite la memoria pero, a la vez, que comunica los dones de la
salvación.5
De ahí que, el sujeto de la Tradición es la comunidad eclesial presidida por sus
pastores. El objeto o contenido es el kerygma y los bienes de la salvación, todo lo
referente a la fe y a las costumbres del pueblo de Dios. Los medios de la Tradición son
las obras y las palabras: culto, vida diaria, costumbres, leyes, escritos, doctrina, etc.
Obviamente, que esta tradición no es estática: crece en percepción y
comprensión. Sin embargo, su dinamismo no significa que la tradición en sí crezca o
cambie. Lo que va creciendo es nuestra comprensión de los datos de la Tradición.
En cuanto a la relación entre Sagrada Escritura y Tradición, hemos de recordar
que la Biblia no es más que la misma tradición “en cuanto palabra escrita”. La Escritura
es un momento privilegiado de la Tradición y, por ende, la Tradición es el medio vital
4
Cfr. L. ALONSO SCHÖKEL (DIR.), Comentarios a la “Dei Verbum”, sobre la divina revelación,
Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1969, 228.
5
Cfr. V. MANNUCCI, La Biblia como Palabra de Dios. Introducción general a la Sagrada Escritura, Ed.
Desclèe De Brouwer, Barcelona 20002, 59-65.
6

de la Escritura. Consiguientemente, a pesar de la centralidad de la Biblia y contra lo que


comúnmente se supone, la fe católica no se piensa a sí misma como una “religión de
libro” (cfr. Cat.I.C. 108), tal como sí se presenta el Islamismo con su Corán. El
cristianismo es esencialmente un acontecimiento histórico, cuya plenitud se encuentra
en la persona del Hijo resucitado.
La Sagrada Escritura se gestó dentro de la Tradición viva de una comunidad que
experimentó e interpretó este acontecimiento de Dios en su devenir histórico. Es
justamente esta misma Tradición eclesial la que Jesucristo continuó a través de los
Apóstoles presididos por Pedro y luego a través de los Obispos en comunión con el
Papa.
Asimismo, esta Tradición se vio enriquecida por el decisivo aporte de los
“Padres de la Iglesia”, que desarrollaron su actividad teológica y apostólica en los
primeros siglos de nuestra era. La llamada “literatura patrística” conoció un primer
período con los Padres Apostólicos (siglos I y II) quienes recogieron las enseñanzas
evangélicas en cartas y máximas sencillas dirigidas a las incipientes comunidades
cristianas. Con el encarnizamiento de las persecuciones a la Iglesia por parte del
Imperio Romano surgieron los Padres Apologetas (siglo III), que con sus escritos
defendieron la fe ante sus detractores paganos. Luego del Edicto de Milán de tolerancia
religiosa, promulgado por el emperador Constantino (año 313), los Padres pudieron
disponer de la paz necesaria para profundizar y madurar su doctrina, estableciendo así
las bases de la fe de la Iglesia y preparando el terreno para los primeros Concilios
Ecuménicos que definirían, después de arduos debates, todos los dogmas de nuestra fe.
A través de la fecunda continuidad de numerosos santos, pastores y teólogos que
participaron en la primitiva historia de la Iglesia, el Espíritu Santo prosiguió su tarea de
profundizar lo que había quedado expresado definitivamente por Jesús en el Evangelio.
Por esta razón la Tradición y la Escritura están estrechamente unidas y compenetradas.
No obstante este gran ámbito vital de la Tradición es justo distinguir entre
Tradición Apostólica y Tradiciones Eclesiales. La primera es la que viene de los
Apóstoles y transmite lo que éstos recibieron de las enseñanzas y del ejemplo de Jesús,
junto a lo que aprendieron por el Espíritu Santo. Las Tradiciones Eclesiales son todas
aquellas tradiciones teológicas, disciplinares, litúrgicas o devocionales nacidas a lo
largo del tiempo en las Iglesias locales. Éstas constituyen formas particulares dentro de
la gran Tradición que se va adquiriendo expresiones adaptadas según los diversos
lugares y las diversas épocas (cfr. Cat.I.C. 83).
7

3.2.- Escritura

La Biblia, en cuanto Palabra de Dios escrita en lenguaje humano, por inspiración


del Espíritu Santo (cfr. DV 9) es la fuente primordial de la revelación divina. Dios ha
comunicado gradualmente su Palabra al Pueblo de Israel, a través de una historia de casi
veinte siglos que culminó con la Encarnación de la Palabra misma de Dios en
Jesucristo.6
Respecto a su Autor, la Iglesia poseyó siempre la convicción de que fue Dios
mismo quien inspiró al redactor sagrado o hagiógrafo. El Nuevo Testamento se encarga
de testimoniarlo: Hch 1,16; 2 Pe 2,21; 2Tim 3,14-17. El Concilio de Florencia en el año
1442 declaró formalmente que Dios es el autor de las Sagradas Escrituras. Por esta
razón éstas “enseñan firmemente, con fidelidad y sin error la verdad que Dios quiso
comunicarnos para nuestra salvación” (DV 11).
Ahora bien, la Sagrada Escritura no es un libro del pasado: la Palabra de Dios es
siempre viva y actual. Más que un libro, es una persona: Cristo Jesús (DV 8; SC 7). Esto
quiere decir que la Biblia, aunque está condicionada por un tiempo y un espacio, una
cultura y unos problemas concretos, no pierde su dimensión universal y su reflexión
profunda de cada realidad humana. Puede no tener explícitas realidades o problemáticas
modernas, pues no es un libro de recetas. Pero seguro encontramos el espíritu, los
criterios y los valores que satisfagan nuestras respuestas. Ella ilumina, porque es luz,
orienta porque es camino, sacia porque es alimento, sana porque es medicina, salva
porque es redentora. La Biblia interpela la vida, pero la vida también está llamada a
interpelar a la Biblia. Vamos a la Escritura con nuestras preguntas y salimos con las
preguntas que Ella nos hace a nosotros. Leemos la Biblia pero Ella también nos lee a
nosotros.
Para que nuestra respuesta sea adecuada es necesario leer la Escritura con el
mismo espíritu con que fue escrita, es decir, “en la Iglesia” (DV 12). La Biblia no es el
libro de un individuo, sino de una comunidad eclesial. Debe leerse en comunión con la
Iglesia del pasado, porque no somos los primeros en comenzar a interpretarla
adecuadamente. Debe ser escuchada con humildad, porque nuestras interpretaciones son
falibles y nuestros resultados provisorios. Debe ser leída desde el sentir y el corazón de
los pobres y pequeños, es decir, desde la perspectiva solidaria para con el oprimido y el
6
Cfr. MANNUCCI, La Biblia como Palabra de Dios, 67-79.
8

desposeído, porque así nos lo propone Dios en el Antiguo Testamento (Dt 10,18) y
Jesús en el Nuevo (Mt 25,40).
El Señor también habla a través de los acontecimientos que nos interpelan y nos
cuestionan. No se trata de sacralizar la historia o justificarla: hay acontecimientos
contrarios a la voluntad divina y otros que se suman a su misterio incomprensible. Pero
nuestra tarea sigue siendo esforzarnos por leer e interpretar estos signos de los tiempos y
discernirlos a la luz del Evangelio. Se trata de distinguir lo divino de lo humano,
discernir la voz del Espíritu en medio de tantas otras voces que quieren imponerse. Para
llevar a cabo esta tarea es necesaria una verdadera sensibilidad espiritual, capaz de
escuchar la voz del Señor, no endurecer nuestros corazones y sumarnos a construir, con
obras, el Reino de Dios que es siempre optar por hacer el bien.
Asimismo, Dios nos habla a través del otro, aquel hermano que incluso muchas
veces no piensa como nosotros, pero lo mismo puede ser un mensajero de las
advertencias de lo alto.
Estos “lugares teológicos” -la Biblia, los acontecimientos, los otros- donde la
Palabra de Dios puede hacerse presente y nos revela Su querer, no son realidades
paralelas ni independientes. Se relacionan mutuamente y todas, cada una a su modo,
puede ayudarnos a escuchar lo que Dios quiere comunicarnos.

3.2.1 Canon

¿Cómo se formó la lista de los libros que aparecen en la Biblia católica? ¿Por
qué no todas las Biblias tienen los mismos libros? ¿Cómo se distingue una Biblia
católica de otra que no lo es? Éstas y otras preguntas de la misma índole responden al
tema de la canonicidad.7

El término canon se deriva del griego kané (caña) que antiguamente se utilizaba
como instrumento para medir y trazar líneas rectas. Puede tener dos significados. En
primer lugar, equivalía a lo que hoy sería una regla, metro o norma. Así, en la Carta a
los Gálatas, Pablo lo aplica para referirse a la inutilidad de la circuncisión (Gal 6,16).
Durante los tres primeros siglos de la Iglesia, el término canon designó la “regla de la

7
Para profundizar el tema del canon, entre otros, pueden verse: J.D. PETRINO, Dios nos habla.
Introducción General a la Sagrada Escritura, Buenos Aires 1993, 37-63; ALONSO SCHÖKEL,
Comentarios a la constitución «Dei Verbum», 178-223; L.H. RIVAS, Los libros y la historia de la Biblia.
Introducción a las Sagradas Escrituras, San Benito, Buenos Aires 2001, 31-40 y MANNUCCI, La Biblia
como Palabra de Dios, 181-209.
9

Tradición” (San Clemente romano), es decir, la verdad vinculante tal como la anunciaba
la Iglesia.

Sin embargo, a comienzos del s. IV a este uso general del término se le añade el
de elenco normativo de los libros a tener por inspirados, es decir, se aplicó a los libros
de la Sagrada Escritura, en cuanto norma de fe y de vida para los fieles. De modo que
un libro es “canónico” cuando es reconocido por la Iglesia como “regla de fe y vida”, ya
sea que los haya reconocido unánimemente en un primer momento (“libros
protocanónicos”) o hayan sido más discutidos o controvertidos, y entraron en un
segundo momento (“libros deuterocanónicos”). Ésta denominación sólo indica el modo
y su consecuente fecha de admisión al canon, no establece ninguna diferencia respecto a
la inspiración ni a la importancia del libro.

La comunidad Judía reconoce como canónicos solamente los libros


protocanónicos del Antiguo Testamento. Asimismo, las Iglesias Protestantes reciben
como canónicos sólo los libros protocanónicos pero denominan “apócrifos” a los libros
que en la Iglesia Católica se llaman deuterocanónicos. En las Iglesias Ortodoxas no hay
uniformidad. Al no existir entre ellas ninguna decisión oficial sobre el tema, por
ejemplo, en la Iglesia Griega, la Iglesia Rusa, la Iglesia Siria y la Iglesia de Etiopía hay
diferentes variantes.

En este sentido, la formación del canon, tanto del Antiguo como del Nuevo
Testamento, entre los hebreos como entre los cristianos, tuvo su complejo y largo
proceso. Lamentablemente no es posible en este espacio ilustrar este proceso, hay
amplia bibliografía disponible8, pero sí creemos oportuno presentar el desenlace.

Luego de numerosas fluctuaciones que se dieron en los primeros siglos, todavía


en el Concilio de Trento se seguía discutiendo si los libros Deuterocanónicos del
Antiguo y del Nuevo Testamento debía incluirse (o no) en el canon de las Escrituras. En
su sesión del 8 de abril del año 1546 dicho Concilio promulga el Decreto referente a los
libros sagrados, en el que solemnemente “semel pro semper” (de una vez y para
siempre) reconoce como “sagrados y canónicos” todos los libros protocanónicos como
aquellos deuterocanónicos del Antiguo y del Nuevo Testamento, con todas sus partes.
8
En el Antiguo Testamento son protocanónicos los libros conservados en hebreo o trozos arameos. Se
consideran libros deuterocanónicos, aquellos siete libros conservados en griego: además de algunas
secciones escritas en griego del libro de Daniel (Dn 13-14) y de Ester (Est 10,4-16,24), los libros de
Tobías, Judit, 1 y 2 Macabeos, Baruc, Sirácide (o Eclesiástico) y Sabiduría. En el Nuevo Testamento los
Deuterocanónicos son la Carta a los Hebreos, de Santiago, la 2 Pedro, la 2 y 3 de Juan, la de Judas y el
Apocalipsis.
10

En el Decreto no se hace esta distinción. Todos los libros están al mismo nivel. A partir
de entonces, la lista de los libros de la Biblia tal como aparecen en las actuales Biblias
de ediciones católicas, fue inamovible. Los Concilios Vaticano I (1870) y Vaticano II
(1965) ratificaron la decisión de Trento.

3.2.2 Inspiración

Las ciencias del lenguaje pueden considerar a la Biblia como un libro entre
tantos otros. Sin embargo, las personas de fe reconocen -en éste libro- la Palabra de
Dios. La Biblia no es sólo un libro religioso por su contenido, sino un verdadero libro
sagrado por su origen divino. En sentido estricto la inspiración divina de la Escritura es
un misterio sobrenatural. Por lo tanto, es necesaria la fe y aún con ésta, siempre
permanecerá una realidad que nunca comprenderemos plenamente.

La fe de los primeros cristianos en el origen divino de la Escritura se refleja no


solamente en las enseñanzas de Jesús, sino también en la doctrina de los Apóstoles y la
de sus sucesores los obispos. Jesús se presentaba a la gente como el Enviado del Padre y
confirmaba que la Escritura entonces conocida, era de origen divino (cfr. Mt 22,31-32;
Lc 24,27; etc.).

Etimológicamente, el término “inspirado” o “inspiración” se aplica a todos y a


cada uno de los impulsos con que la gracia de Dios actúa sobre el alma humana. En este
sentido, toda persona puede ser inspirada por Dios para obrar el bien. Pero ahora
únicamente nos referiremos a la inspiración de la Sagrada Escritura, es decir, a la gracia
que recibieron sólo algunas personas, aunque sin avasallar la “humanidad del autor”, es
decir, su cultura, modos de escribir, gustos, intereses, inclinaciones, etc.

En el origen de la Biblia está la acción del Espíritu Santo (Hch 1,16), por eso
toda la Sagrada Escritura es “Palabra de Dios”. Dos textos bíblicos, entre tantos otros 9,
reflejan claramente esta doctrina:

 2Tim 3,14-17: se fija sobre todo en la obra inspirada (no habla directamente del
hagiógrafo o autor humano inspirado) y en sus efectos: “es útil para enseñar,

9
Así, por ej., del origen divino de la Ley de Dios escrita por Moisés, hablan Ex 17,14; 34,27-28; Nm
33,2; Dt 4,13; etc. También entre los profetas figura el testimonio de que lo escrito es por mandato
explícito divino: Is 30,8; Jr 36,1-2.28.32. Muchísimas veces se dice expresamente que la Palabra viene de
Dios: 2Re 22,8-11; 2Cro 17,9; 34,14-15; Esd 7,11; Neh 8,1.8.18.
11

para argumentar, para corregir y para educar…”. Al decir “toda Escritura”, en


primer lugar, se refiere a la colección de todos los libros conocidos del Antiguo
Testamento, pero también a aquellos escritos cristianos que para esa época
circulaban y eran equiparados a las Escrituras.

 2Pe 1,19-21: se concentra en los “hombres movidos por el Espíritu”,


especialmente profetas y, por analogía, en los demás hagiógrafos. Insiste en que
la interpretación de la palabra profética escrita no puede ser privada: “nadie
puede interpretarla por cuenta propia”, sino adecuada a su origen, que es divino.

Ambos textos nos muestran cómo los autores humanos de la Biblia, escogidos
por Dios, no escribieron por propia iniciativa sino movidos por el Espíritu Santo. De ahí
que nadie puede interpretar la Biblia a su manera. El pueblo de Dios, la Iglesia, se ha
ido pronunciando “poco a poco”, pero de manera autorizada, sobre la naturaleza de la
Sagrada Escritura. Tales pronunciamientos han dado origen a lo que se llama el “dogma
de la inspiración”.

Algunas afirmaciones magisteriales sobre la inspiración se encuentran en:

El Concilio de Florencia (1442):


“(La Iglesia) profesa que el mismo y único Dios es el autor del Antiguo y del Nuevo
Testamento, es decir, de la Ley, de los Profetas y del Evangelio, ya que bajo la inspiración del
mismo espíritu santo hablaron los santos de uno y otro Testamento, cuyos libros recibe y venera,
los cuales se contienen en los títulos siguientes... (sigue la lista). Asimismo anatematiza la locura
de los maniqueos que pusieron dos primeros principios, uno de las cosas visibles, y otro de las
invisibles, y dijeron que uno Dios era el Dios del Nuevo Testamento y otro el del Antiguo”.

El Concilio Vaticano I (1870) definía:

“Dichos libros del AT y NT íntegros y en todas sus partes…deben ser recibidos por
sagrados y canónicos. La Iglesia los tiene por sagrados y canónicos no porque, habiendo sido
escritos por la sola industria humana, hayan sido después aprobados por su autoridad, ni sólo
porque contengan la revelación sin error, sino porque habiendo sido escritos por inspiración del
Espíritu Santo, tienen a Dios por autor y como tales han sido entregados a la misma Iglesia…Si
alguno no recibiere como sagrados y canónicos los libros de la Sagrada Escritura íntegros, con
todas sus partes como los describió el santo sínodo Tridentino o negase que son divinamente
inspirados, sea anatema”.
El Concilio Vaticano II (1959) -en su Constitución dogmática Dei Verbum-
afirma:

“La Sagrada Escritura es la Palabra de Dios en cuanto se consigna por escrito bajo la
inspiración del Espíritu Santo...” (DV 9). “Las verdades reveladas por Dios, que se contienen y
manifiestan en la Sagrada Escritura, se consignaron por inspiración del Espíritu Santo. La santa
Madre Iglesia, según la fe apostólica, tiene por santos y canónicos los libros enteros del Antiguo
y Nuevo Testamento con todas sus partes, porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo
(cfr. Jn 20,31; 2Tim 3,16; 2Pe 1,19-20; 3,15-16), tienen a Dios como autor y como tales se le han
12

entregado a la misma Iglesia. Pero en la redacción de los libros sagrados, Dios eligió a hombres,
que utilizó usando de sus propias facultades y medios, de forma que obrando El en ellos y por
ellos, escribieron, como verdaderos autores, todo y sólo lo que Él quería... todo lo que los autores
inspirados o hagiógrafos afirman, debe tenerse como afirmado por el Espíritu Santo... Así, pues,
toda la Escritura es divinamente inspirada y útil para enseñar, para argüir, para corregir, para
educar en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y equipado para toda obra
buena” (DV 11)

En definitiva, la inspiración no es la simple aprobación posterior de una obra o


el hecho de que un libro no contenga error. Es, más bien, la conjugación de la acción de
Dios y la del escritor sagrado que producen los textos inspirados y que luego se confían
a la Iglesia. Lo conveniente es llamar “Inspiración Escriturística” a la revelación o
Palabra de Dios que va directamente encaminada a ser consignada por escrito y a su
permanencia constante en la comunidad del pueblo de Dios.

Se considera autores inspirados a todos los que han colaborado en la formación


de las Escrituras en sus diversas facetas, desde la fase oral hasta su fase propiamente
escrita. La inspiración se da allí donde haya habido una verdadera actividad de
composición y redacción. Los hagiógrafos tienen una gracia especial del Espíritu en
orden a poner por escrito la revelación. La obra inspirada: son verdaderas elaboraciones
literarias, no reproducciones mecánicas. Tienen un sentido original que puede ir
creciendo y ser sobrepasado, y a la vez poseen palabras que el lector no puede alterar. El
lector: es parte esencial para que la obra no sea letra muerta. Lo escrito está por encima
del lector, que no puede cambiarlo o corregirlo; pero el texto está muerto a menos que
reviva a través del lector.

3.2.3 La verdad de la Biblia

Entre los efectos de la inspiración, la verdad de la Escritura (por mucho tiempo


llamado en los tratados de teología preconciliares “inerrancia bíblica”), ocupa un lugar
fundamental.
Uno de los valores singulares de la Sagrada Escritura es su permanencia y
resistencia al tiempo y a las mudanzas. Expresiones como “la Palabra de Dios dura por
siempre” (Is 40,8); “el cielo y la tierra pasarán, más mis palabras no pasarán” (Mc
13,31), que dicen de la fijeza, perpetuidad y resistencia que tiene la Escritura, son
gracias a su verdad. Por eso, este tema de la verdad de la Biblia, en la historia del
cristianismo, ha tenido una singular importancia como un no menor constante ataque.
13

Sin embargo, resulta impostergable la pregunta acerca de ¿qué verdad es la que


contiene la Biblia? Pues, junto al dogma de la inspiración por el que la Sagrada
Escritura por ser Palabra de Dios no puede engañar ni engañarnos, es inevitable la
constatación de no pocas “inexactitudes” o “discordancias” presentes en la misma,
frente a los cuales, tanto la fe judía como la cristiana, no puede ser indiferente. Las
ciencias humanas modernas como las críticas contemporáneas al cristianismo, nos han
acostumbrado a reconocer que en la Biblia hay muchos problemas. Veamos algunos
ejemplos:

 Según Gn 1-2 el varón fue creado ¿en el mismo momento o antes que la mujer?

 Josué 6 narra la conquista y destrucción de la ciudad de Jericó por los israelitas


al entrar en la tierra de Canaán, cuando los descubrimientos arqueológicos
indican que por aquellas fechas (hacia el 1200 a.C.) Jericó ya llevaba varios
siglos en ruinas y no fue habitada de nuevo hasta mucho tiempo después.

 Josué 10,12-14 dice que el sol se detuvo en la batalla de Gabaón a la orden de


Josué, cuando en realidad no es el sol el que se mueve, sino la tierra.

 Los sinópticos constatan que inmediatamente después del Bautismo por Juan
Bautista en el Jordán, Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser
tentado. San Juan no sólo no nombra las tentaciones de Jesús en el desierto, sino
que incluso presenta a Jesús, seis días después de su Bautismo, entre los
invitados de la boda de Caná.

 Sobre la resurrección: ¿fue antes (Mt 28,1; Jn 20,1) o después (Mc 6,1-2) del
amanecer? ¿Quiénes y cuántos fueron los personajes?: una (Jn 20,11), dos (Mt
28,1) o tres (Mc 16,1) mujeres; un joven (Mc 16,1); un ángel (Mt 28,5); dos
varones (Lc 24,4); nadie (Jn 20,1-3).

Lamentablemente, por cuestiones de espacio y pertinencia, en este apunte no


podemos más que decir “dos palabras” de la historia del problema. Pero es siempre
importante tener presente el trasfondo de los intentos por responder a realidades
complejas como ésta. Hubieron tres períodos que sobresalieron y la afrontaron de
manera diferente.
14

 Período dogmático (desde los orígenes hasta s. XVI): en este período reinaba la
confianza simple y espontánea en la fidelidad de la Biblia. La autoridad de la
Sagrada Escritura como Palabra de Dios era suficiente para aceptar todo lo que
ella contiene, como verdadero. Ante pasajes bíblicos con problemas de
inexactitudes los antiguos escritores cristianos, como por ej. san Justino (160
dC) o san Ireneo de Lyon (s.III), recurrían a la interpretación alegórica o
analógica. Sin embargo, san Agustín (s. IV) impartió una lección mucho más
precisa, por desgracia, demasiado olvidada en siglos posteriores: “El Señor
pretende hacer cristianos no científicos… El Espíritu de Dios que nos ha hablado
a través de los autores sagrados no quiso enseñar a los hombres cosas que no
sean de ninguna utilidad para su salvación” (De Gen. ad litt. 2, 9). El mérito de
Agustín consistió en referir la verdad de la Escritura a una verdad de orden
formalmente religioso.

 Período apologético (s. XVI a XIX): con el progreso de las ciencias,


particularmente de la historia, las ciencias naturales, la arqueología, el estudio de
las lenguas orientales y de las literaturas extra-bíblicas, como del mayor
conocimiento del Cercano Oriente y de su historia, el problema de la así llamada
en aquella época “inerrancia bíblica” se agudizó severamente. El más llamativo
de este periodo fue el "caso Galileo" (1564-1642). Al enseñar que la tierra gira
alrededor del sol, Galileo, según sus acusadores, atribuía un error a la Biblia que
en Jos 10,12-14 afirmaba lo contrario.10 Al principio, la respuesta de estudiosos
católicos tomó el camino de limitar el campo de la verdad bíblica sólo a los
contenidos de fe y de moral. La cuestión parecía haberse resuelto, pero en
realidad partía de una distinción artificiosa y acababa por menoscabar el alcance
de la inspiración. Las intervenciones del Magisterio, para resolver los problemas
de la verdad bíblica que surgieran en el terreno histórico, comenzaron a

10
La postura exegética de Galileo, al menos la que resulta de su “Carta a Cristina de Lorena, Gran
Duquesa de Toscana” (del año 1615) era extremadamente precisa y, en la práctica, se anticipaba a la que
adoptaría León XIII en su Encíclica Provindentissimus Deus (1893). Sin embargo, en su momento, fue
excomulgado. Después de referir las palabras de Agustín apenas señaladas, Galileo escribía: “De las
cuales cosas, desciendo en concreto a la que nos ocupa, se sigue necesariamente, que no habiendo querido
el Espíritu Santo enseñarnos si el cielo está quieto o se mueve, ni si su figura tiene la forma de esfera o de
disco o es plano, ni si la Tierra se halla en el centro de él o a un lado, no habrá tenido intención de
cerciorarnos tampoco de otras conclusiones del mismo género y se puede deducir razonablemente que sin
su determinación no se puede asegurar ésta o aquella parte; como son la de determinar sobre el
movimiento o quietud de la Tierra o el Sol. Y si el Espíritu Santo no ha querido enseñarnos proposiciones
semejantes, ya que quedan fuera de su intención, cual es nuestra salvación, ¿cómo podrá afirmarse que el
defender este extremo y no aquel, sea tan importante que el uno sea de fe y el otro no?”.
15

vislumbrar la salida por el lado de la literatura, e invitaban a los exegetas a un


uso amplio y correcto de los géneros literarios.

 Periodo hermenéutico (s. XIX hasta nuestros días). Este período comienza con
las enseñanzas del Concilio Vaticano II, en particular, con la Declaración
Dogmática Dei Verbum. Ella enmarca la doctrina de la verdad en el contexto de
los designios de Dios, que tienen como finalidad la comunicación de su vida
divina a los hombres. La verdad primordial es lo que la Constitución llama “la
verdad profunda acerca de Dios” (DV 2). Esta verdad se comunica por medio de
su Palabra y es una verdad para la “salvación del hombre” (DV 2). Concepto que
se vuelve a repetir más adelante con absoluta contundencia y claridad: “Como
todo lo que los autores inspirados o hagiógrafos afirman, debe tenerse como
afirmado por el Espíritu Santo, hay que confesar que los libros de la Escritura
enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso
consignar en las sagradas letras para nuestra salvación” (DV 11). Queda claro,
pues, que el objetivo ya no es defender la Biblia, sino entenderla e interpretarla.
La DV 11 ya no habla de "inerrancia" (aunque se conserve el inciso "sin error")
sino de "verdad". En otras palabras, en vez de decir la Biblia carece de error,
dice La Biblia es toda ella verdadera. Ahora bien, esta verdad no es de tipo
científica, ni histórica ni de otro género, sino salvífica, ordenada a la salvación.
No es verdadera en el sentido de la exactitud histórica o científica, sino en la
perspectiva religiosa del plan salvador de Dios: cualquier persona que quiera
encontrar el camino de la salvación, sabe que la Biblia se le va a mostrar de
manera segura. Por su lado, “enseñar firmemente” no se refiere a la enseñanza
común del maestro que transmite conocimientos al que carece de ellos. Es la
comunicación de la verdad de fe que salva. Esta “verdad bíblica”, en cuanto a su
naturaleza, no es estrictamente semita ni puramente griega; es la verdad
cristiana. La expresión “sin error” alude a la exclusión de error en el ámbito de
la verdad salvífica.

En definitiva, el Concilio cambió el tono apologético anterior por una postura


mucho más positiva sobre el problema. La interpretación de la Escritura debe tratar ante
todo de descubrir y explicar la revelación y la realidad salvífica que Dios nos ha
comunicado en Jesucristo. No se acude a la Escritura simplemente porque “ella no se
16

equivoca”, sino porque en ella se nos permite encontrar “la Palabra de la Salvación”
(Hch 13,26).

3.2.4 Géneros literarios

Junto con afirmar la verdad de la Escritura y su carácter inspirado, se hace


imprescindible afirmar su valor salvífico. En la Escritura, Dios se hace presente, se
ofrece y, por lo tanto, reclama una respuesta de fe. Ahora bien, la fe no es aceptación
intelectual neutra de enunciados sino que es apertura total a la salvación que la Palabra
nos propone. Escucharla es enfrentarse con una realidad decisiva que exige una decisión
radical: una lectura de la Biblia sin sentirse tocado no es auténtica lectura.11
Urge hacer una lectura respetuosa de todo texto bíblico: “Palabra de Dios en
palabra de hombres”. Para ello no se puede descuidar su aspecto literario. Acabamos de
hacer una observación tan obvia que ni siquiera sería necesario decirla. Sin embargo, a
pesar de que la Biblia es una auténtica obra literaria, durante siglos permaneció excluida
del mundo de la literatura y hasta se hicieron esfuerzos para impedir que fuera
considerada como “obra literaria”. Hoy se sabe que en la interpretación de la Sagrada
Escritura es imposible desprender el mensaje “creyente” de su forma literaria.
El autor adopta una forma literaria para exponer su pensamiento, por lo que
resulta fundamental atender, entre otros elementos, sus géneros literarios.12 Al respecto,
cabe citar las tan esclarecedoras palabras de la Dei Verbum:

“Para descubrir la intención del autor, hay que tener en cuenta, entre otras cosas, los géneros
literarios. Pues la verdad se presenta y se enuncia de modo diverso en obras de diversa índole
histórica, en libros proféticos o poéticos, o en otros géneros literarios. El intérprete indagará lo
que el autor sagrado dice e intenta decir, según su tiempo y cultura, por medio de los géneros
literarios propios de su época. Para comprender exactamente lo que el autor propone en sus
escritos, hay que tener muy en cuenta los modos de pensar, de expresarse, de narrar que se
usaban en tiempo del escritor, y también las expresiones que entonces más se solían emplear en
la conversación ordinaria” (DV 12).

El mundo de los géneros literarios, es decir, del “procedimiento de expresión


oral o escrito propio de los hombres de una determinada época y un determinado país o
entorno cultural para manifestar sus pensamientos y sentimientos” 13, es muy basto.
Resultaría imposible pretender abordarlo de modo completo y ordenado en éste apunte.

11
Cfr. ALONSO SCHÖKEL, Comentarios a la constitución «Dei Verbum», 418-419.
12
Cfr. RIVAS, La Biblia como literatura, 1.
13
L. ALONSO SCHÖKEL y otros, La Biblia en su entorno, IEB 1, Estella (Navarra) 1992, 410.
17

Básicamente, se los diferencia por tres factores: su tema, su estructura y su contexto o


circunstancia. No es lo mismo leer un libro de poesías que uno de historia; leer o una
novela, una obra de teatro, una carta o un código de leyes. Ante cada uno tomamos una
actitud diferente.

“Sería un grave error leer una novela tomándola al pie de la letra como si fuera una historia
realmente sucedida; y tomaríamos por loco al que quisiera considerar como leyes civiles los
entusiasmos románticos de unas poesías de amor. Pues este error lo cometemos con frecuencia
cuando leemos la Biblia como si todo estuviera escrito en la misma clase de género literario.
Uno es el lenguaje expresado en un libro de profecías y otro distinto el que usa un libro de leyes
como el Levítico. Si se trata de un libro de género poético, como los Salmos, no podemos tomar
sus palabras del mismo modo que las de una carta de San Pablo. Los géneros literarios son, pues,
las diversas formas en que puede expresarse un autor al escribir, según sea la intención que él
busca en sus escritos. Todos nosotros usamos diversos géneros literarios según sea nuestra
intención. Así, el enamorado se dirige a la enamorada de muy distinta forma de la de un
periodista que da una información, o de la forma en que un médico escribe una receta. Sería
necio quien interpretase todos los lenguajes de la misma manera”. 14

Aún sabiendo que no hay un criterio uniforme para clasificarlos -las fronteras
entre uno y otro género es siempre fluctuante- en esta oportunidad y a fin de presentar la
temática como, asimismo, para dejar planteada la necesidad de preguntarnos, antes de
abordar cualquier texto bíblico, a qué género o subgénero (unidad literaria menor)
pertenece, sólo mencionaremos algunos ejemplos:

- Género narrativo “histórico”: la Biblia no es un manual de historia. El interés de los


autores bíblicos no ha sido contarnos una historia real para informarnos -a modo de
crónica- sobre algunos datos de hace cientos o miles de años. Las historias narradas en
la Biblia buscan transmitirnos un mensaje de fe para estimularnos, exhortarnos,
alentarnos, interpelarnos. La narrativa histórica, basada en recuerdos y antiguas
tradiciones, intenta reflejar la historia del pueblo de Israel y sus relaciones con Dios. Su
valor histórico, tal como lo entendemos hoy, debe ser constantemente sometido a
“crítica”. Predominan las tradiciones populares con alto contenido religioso o
reflexiones religiosas sobre las tradiciones. Ahora bien, estas narraciones o historias
pueden estar contenidas en epopeyas (Gn 6,28-15,21; 1 y 2 de los Macabeos), en sagas
(Gn 11,1-9; 16,1-16; 19,1-29; 32,23-32), en narraciones míticas (Gn 6,4), en leyendas
(Gn 22; 28,10-22; Jos 5,2-9; 2Re 1-9), en novelas edificantes, cuentos didácticos (Gn
37-50; el libro de Rut, de Judit, de Ester, de Tobías), en fábulas (Jue 9,8-15; 2Re 14,9;
2Cro 25,18), en crónicas (2Sam 10-20; 1Re 1-2; los libros de las Crónicas, de Esdras, de

14
J.L. CARAVIAS, ¿Qué es la Biblia? , Palabra Ediciones, México 1991, 25.
18

Nehemías), en anales o escritos oficiales (1Re 11,41; 16,8-22), en memorias (Neh 2,11-
7,3), en listas (Neh 7,4-68; Jos 12,1-24; 13,1-21,42), en cartas (Esd 5,6-17; 1Mac 1,41-
51; 12,2-6), en instrucciones sacerdotales (Lv 7,22-27), en contratos (Gn 21,22-32;
26,26-31), en formularios de Alianza (Ex 19-24; Dt 27-28; Jos 24), en discursos
(políticos: Jue 9,7-20; 1Sam 22,6-18, arengas militares: 2Cro 20,20; 1Mac 3,18-22;
9,44-46, sermones u homilías: Dt 29, discursos de despedida o adiós: Jos 24,2-15; 1Sam
12; 1Re 2,1-9; 1Cro 29,1-5, plegarias: Gn 32,10-13; Ex 33,12-17; 1Re 3,6-9; 8,23-52),
entre tantas otras formas literarias más.

- Género Legislativo: la mayoría de los códigos legislativos toman la forma de normas


casuísticas, redactados al estilo de otros códigos orientales de regiones circundantes.
Los más característicos son el Decálogo ético (Ex 20,2-21; Dt 5,6-18) donde están las
leyes apodícticas, en el contexto de la desigual alianza entre Dios y el pueblo; el
antiquísimo Código de la Alianza (Ex 20,22-23,19) que refleja una sociedad sin tanta
organización; el también antiguo Decálogo cultual (Ex 34,11-26) de preceptos rituales,
especialmente sacrificios y fiestas; el Código Deuteronómico (Dt 12-26) fruto de una
sociedad ya estructurada y centralizada, y el más reciente Código de Santidad (Lv 17-
26) de época postexílica.

- Género profético: la mayoría de los profetas no escribían: ejercitaron su función


oralmente mediante oráculos proféticos o narraciones. Los libros actuales son el
resultado de coleccionar ese material, modificado o adaptado a las nuevas
circunstancias, incluso añadiendo nuevos oráculos de profetas de otros tiempos, aunque
de la misma escuela del primero. El tema en general es la defensa de la alianza de Dios
con el pueblo y la llamada a cumplir sus exigencias. Suele hablarse de profetas mayores
(Isaías, Jeremías, Ezequiel) y de profetas menores (Amós, Oseas, Miqueas, Sofonías,
Nahúm, Habacuc, Ageo, Zacarías, Malaquías, Abdías, Joel, Jonás). Entre las formas
literarias presentes en la literatura profética se cuentan: los oráculos de amenaza (Is
7,18-25), los oráculos de salvación (Is 11; Jr 31,1-22), los relatos vocacionales (Is 6,1-
13; Jr 1; Ez 1-3), las acciones simbólicas (Is 8; Jr 13,1-11; Ez 4-5), los ayes o
predicciones de desgracia (Is 5,18-23; Am 5,7-18), las visiones extáticas (Ez 1-3), los
discursos forenses o rib (pleitos de Dios contra su pueblo: Is 3,13-17; Jr 2; Os 4; 12,3),
las presentaciones escatológicas (Is 24-27; Ez 38-39; Jl 3-4; Zac 14), el cuento (el libro
de Jonás), el género apocalíptico (el libro de Dan), etc.
19

- Género poético: Entre sus formas literarias más comunes están: los cánticos populares
(cantos de trabajo: Nm 21,17-18; Jue 9,27; Is 9,2; 16,9-10, cantos de burla: Nm 21,27-
30 sátiras: Is 23,15-16, cantos de banquetes: Is 5,11-13; Am 6,4-6, elegías: 2Sam 1,17-
27, cantos de victoria: Ex 15, cantos de bodas: el Cantar de los Cantares) y los cánticos
cultuales (Salmos de súplica: Sal 6; 7; 13; 51; 109, himnos: Sal 8; 104; 117; 150,
acciones de gracias: Sal 18; 103; 107; 118, Salmos reales: Sal 2; 21; 45; 110 Salmos del
reino: Sal 24; 29; 47, Salmos graduales: Sal 121 al 134).

- Género sapiencial: básicamente la integran cinco libros. Los más antiguos (Prov-Ecle-
Job) se caracterizan por su escasa atención al culto oficial, su carencia de espíritu
nacionalista y su orientación más al individuo, la naturaleza del mundo y el modo de
vivir satisfactoriamente, que hacia el conjunto del pueblo, la historia de Israel y las
relaciones entre el creyente y Dios. Los más recientes (Eclo-Sab) sí manifiestan el
elemento religioso específicamente israelita-judío, hasta identificar la sabiduría con la
Ley. Entre otras tantas, sus formas literarias más sobresalientes son los refranes (Eclo
9,4), los proverbios (Prov 10-22), los enigmas o adivinanzas (Eclo 10,19), las sentencias
numéricas (prov 30,15-31; Eclo 25,1-9), los poemas didácticos (Prov 8-9; Eclo 3,1-9) y
los diálogos (Job 3-24).

- Género Evangelio: el significado del término “Evangelio” fue evolucionando. Al


principio, era el anuncio oral de la buena noticia de la salvación predicada y hecha
presente por Jesús, pero después fue necesario ponerlo por escrito. En concreto, para san
Pablo, Jesús es el contenido y el autor del Evangelio (Rom 1,1; 15,16; 1Cor 9,12; 2Cor
2,12). En cambio, para san Marcos es el libro que contiene por escrito esa buena noticia
(Mc 1,1). Lucas aplica el término a la predicación evangélica (Hch 15,7; 20,24). Recién
en el siglo II designa este género literario peculiar: mensaje de salvación puesto por
escrito, cuyo tema y contenido es Jesucristo, que se inicia con su bautismo por Juan,
continua con la narración de su actividad (predicación y obras), hasta concluir con la
narración del Misterio Pascual, su muerte, resurrección y apariciones. Entre sus formas
literarias más representativas, básicamente, podemos distinguir dos: los “logias” (dichos
de Jesús, que pertenecen a la tradición doctrinal) y las formas literarias que pertenecen a
la tradición histórica. Como ejemplos de “logias” se encuentran: los dichos proféticos
(Lc 12,32; Mt 8,11-12), los dichos sapienciales (Mc 6,4; Lc 6,45), las bienaventuranzas
(Mt 5,1-12; Lc 6,20-23; 11,28), los dichos jurídicos (Mt 7,5; Mc 10,11-12), las
comparaciones, que pueden darse por medio de un proverbio, una paradoja, una
20

parábola o una alegoría (Lc 4,2-3; Mc 10,25; Mt 13,36-43; Lc 15,4-32), los dichos de
seguimiento (Mt 8,19-22). Entre las narraciones, breves o más largas, pertenecientes a la
tradición histórica hay paradigmas (Mc 2,1-12.14 y 23-28), controversias (Mc 11-12),
relatos de milagros (Mc 1,23-34 y 40-45; Lc 6,6-11), exorcismos (Mc 1,23-28),
discursos de despedida (Jn 14-17), y relatos de Pasión (Mt 26-28; Mc 14-16; Lc 22-24;
Jn 18-20).

- Género Actas o Hechos de los Apóstoles: no se identifican con los “hechos


biográficos” del mundo helenista. Al ser la continuación del Evangelio de Lucas, es una
“historia religiosa” que muestra el avance de la evangelización hasta los confines de la
tierra. Su estructura literaria se percibe en la progresión geográfica de los relatos, la
presencia predominante de algún personaje, en especial, Pedro y Pablo, y los discursos
que jalonan toda la acción misionera narrada. Su contexto social: las comunidades
cristianas, básicamente, habían superado las polémicas judaizantes.

- Cartas: aunque en general presentan un esquema básico: remitente, destinatario,


fórmula de saludo, cuerpo y saludo final, no son uniformes. Las hay “Paulinas”: Pablo
no se atiene rígidamente al esquema. Tiene una que es como un “billete de
recomendación (Flm), otra carta polémica (Gal), otra que responde a consultas
concretas (1Cor), una carta abierta (Ef), otra doctrinalmente bien construida (Rom).
“Pastorales”: 1 y 2 Timoteo y Tito que participan del género literario epistolar; pero en
cierto modo, también del sapiencial. “Católicas”: la carta de Santiago que más bien
pertenece al género parenético. La 1 y 2 de Pedro, la de Judas y la 1 de Juan que son
más homilías que cartas. La 2 y 3 de Juan que sí son verdaderas cartas
“circunstanciales”. Por último, está la Carta a los Hebreos que si bien al comienzo
pertenece al género oratorio, casi todos los estudiosos sostienen que es un sermón
predicado oralmente que luego, al ponerse por escrito, le fue añadido un final epistolar.

- Género apocalíptico: la palabra “revelación” significa desvelamiento de algo oculto.


Su contexto: nace en momentos de crisis, de persecuciones, cuando es necesario
sostener a las comunidades y animarlas a resistir. Por eso sus características. La
apocalíptica es “hija literaria” de la profecía. De ella toma y desarrolla varios elementos
como las visiones, la apertura hacia el futuro, la comunicación de los misterios de Dios,
la simbología. El lenguaje simbólico lleno de imágenes, extraño para nosotros, no lo era
para aquellos destinatarios. Descripciones fantásticas, colores, números, todo tiene su
21

traducción intelectual, una clave de interpretación que abre el camino a la comprensión


y la voluntad a la resistencia. Aunque hay varios otros trozos apocalípticos en el
Antiguo como en el Nuevo Testamento, el único libro completo perteneciente a éste
género es el último de la Biblia: el Apocalipsis.

3.3.- Magisterio

“El oficio de interpretar auténticamente la Palabra de Dios, oral o escrita, ha sido


encomendado sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de
Jesucristo” (DV 10), es decir, a los obispos en comunión con el sucesor de Pedro, el
obispo de Roma” (Cat.I.C. 84).
Es misión del Magisterio eclesial conservar la identidad de la fe revelada por
Jesucristo e interpretar su Palabra a la luz de los signos de los tiempos. La tarea es
ardua. Y el equilibrio se alcanza cuando logra mantener unidas dos actitudes
fundamentales: la fidelidad a la integridad del mensaje evangélico confiado por
Jesucristo y la creatividad que permita encontrar un lenguaje para que el mensaje llegue
al oyente de la Palabra, que está situado en una cultura y en determinadas circunstancias
particulares.
Para que el Magisterio pueda llevar a cabo esta tarea, Jesús le ha otorgado, a
través de la acción inspiradora del Espíritu Santo, el carisma de la infalibilidad: el Papa
estaría preservado de cometer errores cuando promulga a la Iglesia una enseñanza
dogmática en temas de fe y de moral bajo el rango de “solemne definición pontificia” o
“declaración ex cathedra”. Como se considera una verdad de fe, lo declarado no está
sujeto a discusión y debe ser acatado y obedecido incondicionalmente por todos los
católicos. Así fue proclamado por los Concilios Vaticano I y II. Asimismo, también el
Cuerpo Episcopal posee este carisma cuando ejerce su misión magisterial en comunión
con el Papa, principalmente en los Concilios Ecuménicos (cfr. Constitución Pastor
Aeternus, 1870, cap. IV; LG 25; Cat.I.C. 891).
Sin embargo, cabe afirmar con el Concilio Vaticano II que: “el Magisterio no
está por encima de la Palabra de Dios, sino a su servicio, para enseñar puramente lo
transmitido, pues por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, lo escucha
devotamente, lo custodia celosamente, lo explica fielmente; y de este único depósito de
la fe saca todo lo que propone como revelado por Dios para ser creído” (DV 10)
22

3.4.- Relación entre Tradición, Escritura y Magisterio

Entre Escritura y Tradición hay unidad: ambas proceden de la misma fuente, las
dos tienen un mismo servicio que prestar, poseen un mismo contenido y se orientan a
una misma finalidad: comunicar la salvación en Cristo. También hay una mutua
dependencia. La Escritura depende de la Tradición porque encuentra en ella su origen.
Cronológicamente, primero está la Tradición y después la Escritura; ésta última no
puede ser reconocida como santa, inspirada y canónica, sin la Tradición (cfr. DV 8).
Pero también la Tradición depende de la Escritura. En efecto, la Tradición no puede ser
reconocida como divino-apostólica sin la Escritura, porque ésta custodia la Tradición, a
fin de que no se desvíe, ni se considere tal aquello que no pertenece a su núcleo y
sustancia. Asimismo, entre Tradición y Escritura hay complementariedad. Por eso,
mejor que hablar de dos fuentes de la revelación, hay que referirse a las dos expresiones
de la misma fuente, o dos manifestaciones complementarias del mismo Dios que se
revela (DV 9). En definitiva, “La Tradición y la Escritura constituyen un único depósito
sagrado de la Palabra de Dios (DV 10), en el cual, como en un espejo, la Iglesia
peregrinante contempla a Dios, fuente de todas sus riquezas” (Cat.I.C. 97).
Por otro lado, hemos de señalar sus diferencias. La Escritura es única e
irrepetible, mientras que la Tradición es continua y prosigue a lo largo de la historia. La
Escritura es Palabra formal de Dios, mientras que la Tradición es palabra formal del ser
humano.
Finalmente, respecto a la relación entre Escritura, Tradición y Magisterio, el
Con-cilio Vaticano II concluye de manera contundente que “la Tradición, la Escritura y
el Magisterio de la Iglesia, según el plan prudente de Dios, están unidos y ligados, de
modo que ninguno puede subsistir sin los otros; los tres, cada uno según su carácter, y
bajo la acción del único Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salvación” (DV
10).

4.- TODA UNA “HISTORIA DE SALVACIÓN”

Al principio, una enorme proporción de la historia humana estuvo bajo el


“silencio de Dios”. Durante miles de años, Dios, por medio de su Palabra, creaba y
conservaba el universo (cfr. DV, 3). Sabemos, en efecto, que por ejemplo, el homo
23

habilis tiene 2.000.000 años de antigüedad y el homo sapiens alrededor de 100.000


años. Ésta extensa etapa de la humanidad resultó una gran preparación para el
acontecimiento de la revelación sobrenatural explícita al pueblo de Israel, que se
iniciaría aproximadamente recién hacia el 1.900 a.C. con la llamada al que sería el
“padre de un gran pueblo”, Abraham. Es decir, luego de concluir los once primeros
capítulos del Génesis, comenzó el ciclo histórico con la revelación a Abraham (Gn 12-
25). Desde entonces debieron transcurrir alrededor de unos veinte siglos de preparación
hasta la plenitud de la palabra de Dios en Jesucristo.
Desde Abraham, la Sagrada Escritura nos invita a contemplar la historia humana
como historia de salvación. La amplitud del tema obliga a dividir la larga vida de los
orígenes, desarrollo y avatares de la vida del pueblo de Israel en períodos. De algunos
abunda información, de otros apenas se tienen algunos datos. Ahora bien, antes de
adentrarnos en el corazón de la historia, conviene recordar esta importante perspectiva.
Por tratarse de una historia sagrada, que se entrelaza en la historia profana, los
documentos y testimonios entretejen el hecho en sí con el dato de fe; pero obviamente
que el interés se centra mucho más en su reflexión religiosa, que en la crónica de los
sucesos. Resulta muy difícil -y a veces imposible- separar el hecho de su interpretación
creyente. Dios actúa en la vida de los hombres y la historia se transforma en historia de
salvación.
Más allá de la básica división en tres períodos: “preexílico”, “exílico” y
“postexílico”, que comúnmente suelen distinguirse en el Antiguo Testamento, siguiendo
otro esquema clásico, la historia bíblica bien podría dividirse en las siguientes etapas15:

a) La época patriarcal (desde el 1.850 a.C.)


b) La esclavitud en Egipto, la liberación y la marcha hacia Palestina (1.250 a.C.)
c) El asentamiento en Palestina (1.220 a.C.)
d) La época de los jueces (desde el 1.200 a.C.)
e) La monarquía unida (1030 – 931 a.C.)
f) La monarquía dividida: Israel (931-722 a.C.) y Judá (931-586 a.C.)
15
Para la elaboración de las distintas etapas de la historia bíblica, fueron consultados los siguientes
autores: A.G, WRIGTH – R. W, M URPHY –J.A, F ITZMYER , "Historia de Israel", en AA.VV, Comentario
Bíblico "San Jerónimo", Vol. V, Ed. Cristiandad, Madrid 1972, 472-482; S. H ERRMANN , Historia de
Israel. En la época del Antiguo Testamento, Ed. Sígueme, Salamanca 1985, 83-146; J.L, SICRE,
Introducción al Antiguo Testamento, Ed. Verbo Divino, Estella (Navarra) 1993 2, 289-299; J.A, SOGGIN,
Nueva historia de Israel. De los orígenes a Bar Kochba, Ed. Desclèe De Brouwer, Bilbao 1997, 135-260
y L.H, RIVAS, Los Libros y la Historia de la Biblia. Introducción a las Sagradas Escrituras, San Benito,
Buenos Aires 2001,41-129.
24

g) El Exilio del reino del Sur (586-538 a.C.)


h) El dominio persa (538 – 333 a.C.)
i) El dominio griego (333 – 63 a.C.)
j) La época romana (63 a.C.– 70 d.C.)
k) Jesucristo, centro y culmen de toda la revelación

Antes de comenzar el breve desarrollo de cada una de estas etapas, creemos


necesario, aunque sea de modo muy escueto, dejar sentado el problema de las “páginas
oscuras” que, como toda historia familiar, también existen en esta historia de salvación
a la vez divina y humana. Copiamos textualmente las palabras del Magisterio, a
propósito del último Sínodo celebrado en torno al tema de la Palabra de Dios en la vida
y en la misión de la Iglesia:

El Sínodo ha afrontado también el tema de las páginas de la Biblia que resultan oscuras y
difíciles, por la violencia y las inmoralidades que a veces contienen. A este respecto, se ha de
tener presente ante todo que la revelación bíblica está arraigada profundamente en la historia. El
plan de Dios se manifiesta progresivamente en ella y se realiza lentamente por etapas sucesivas,
no obstante la resistencia de los hombres. Dios elige un pueblo y lo va educando pacientemente.
La revelación se acomoda al nivel cultural y moral de épocas lejanas y, por tanto, narra hechos y
costumbres como, por ejemplo, artimañas fraudulentas, actos de violencia, exterminio de
poblaciones, sin denunciar explícitamente su inmoralidad; esto se explica por el contexto
histórico, aunque pueda sorprender al lector moderno, sobre todo cuando se olvidan tantos
comportamientos «oscuros» que los hombres han tenido siempre a lo largo de los siglos, y
también en nuestros días. En el Antiguo Testamento, la predicación de los profetas se alza
vigorosamente contra todo tipo de injusticia y violencia, colectiva o individual y, de este modo,
es el instrumento de la educación que Dios da a su pueblo como preparación al Evangelio. Por
tanto, sería equivocado no considerar aquellos pasajes de la Escritura que nos parecen
problemáticos. Más bien, hay que ser conscientes de que la lectura de estas páginas exige tener
una adecuada competencia, adquirida a través de una formación que enseñe a leer los textos en
su contexto histórico-literario y en la perspectiva cristiana, que tiene como clave hermenéutica
completa “el Evangelio y el mandamiento nuevo de Jesucristo, cumplido en el misterio pascual”
(Verbum Domini 42).

Veamos, ahora sí, etapa por etapa. ¡Qué provechoso sería, que no sólo nos
acerquemos a cada una de ellas desde una mirada retrospectiva, sino que hagamos
también el intento de actualizar al hoy algo de lo sucedido ayer! La pregunta con la que
podríamos iluminar esta lectura sería, entonces, la siguiente: ¿Qué me resuena de lo
sucedido en la historia de este pueblo que Dios se eligió para vivir este entramado de
amor, en mi propia historia personal? ¿En qué puedo ser iluminado?

a) La época patriarcal (desde el 1.850 a.C.)


25

El período patriarcal -que abarca desde los siglos XVIII al XIII a.C.
aproximadamente-, comienza con Abraham y su familia que, desde Ur de Caldea e
internándose en la Mesopotamia, fueron desplazándose en busca de agua y pastos para
sus animales hasta llegar a las tierras de Canaán (lo que más tarde se llamará Israel) y
posteriormente a Egipto. Todavía no se habla del "pueblo" de Israel, ni mucho menos de
una nación. Eran una gran familia tribal: Abraham fue el padre de Isaac, Isaac el padre
de Jacob y Jacob el padre de doce hijos de quienes procedieron las Doce tribus de Israel.
A estos personajes se los conoce con el nombre de “patriarcas” o “primeros padres”
(cfr. Gn 11,31-50,28).
Todos ellos pertenecían a las tribus seminómades que se movían por el Oriente
medio en el segundo milenio a.C. Eran pastores que se ocupaban de la crianza de cabras
y ovejas, y que estaban constantemente en movimiento porque en un territorio
generalmente estéril debían seguir el ritmo de las lluvias para encontrar agua y pastos
para sus ganados. Algunos de estos grupos se volvieron sedentarios y comenzaron a
practicar la agricultura, especialmente los que se habían establecido en el norte, cerca
del lago de Galilea. Otros establecidos en el centro y en el sur, en la zona montañosa y
menos apta para la labranza, debieron de seguir dedicados básicamente al pastoreo, con
una vida más movida. Así se explica que, en un período de hambre, muchos de ellos
bajasen a Egipto en busca de mejores pastos junto al delta del Nilo. Es lo que nos dice la
historia de Jacob y de sus hijos.
Es evidente que los autores bíblicos han simplificado en época posterior
(posiblemente a partir de la Monarquía) una historia mucho más compleja. La idea de
que todos los futuros israelitas proceden de Abraham carece de fundamento histórico. A
Palestina bajaron grupos muy distintos, en épocas diversas. Remontar el origen de todos
ellos a Abraham y su sola familia, es sólo un recurso para expresar la unidad de todas
las tribus.
El concepto de esperanza, que convirtió a Abraham y a los suyos en peregrinos
hacia un horizonte nuevo y mejor, comportó una ruptura con las concepciones de la vida
como un tiempo cíclico, vigentes tanto en los pueblos vecinos como en grandes
culturas, así por ejemplo, la mentalidad griega o la hindú. En estas visiones no cabía
ninguna aspiración futura, pues el hombre estaba preso de los ciclos naturales:
estaciones, día y noche, fases de la luna, sequías e inundaciones. Vivido un ciclo, no era
viable esperar novedad alguna. Paradójicamente, aunque los ciclos naturales permiten la
26

fertilidad de la tierra, éstos resultan ser -al final- existencialmente una estéril repetición
de lo mismo.
Sin embargo, con la vocación de Abraham, todo cambió:

"Israel rompió con la concepción cíclica del tiempo, porque encontró a Dios en la historia. Israel
confiesa que Dios intervino en su historia, que este encuentro tuvo lugar un día y que cambió por
completo su existencia. Su Dios no está inmerso en la naturaleza: es una persona viva,
soberanamente libre, que interviene donde interviene la libertad, en los acontecimientos".16

b) La esclavitud en Egipto, la liberación y la marcha hacia Palestina (1.250 a.C.)

Empujados por una época de malas cosechas y hambre, José, uno de los hijos de
Jacob y sus descendientes emigraron al delta del Nilo hacia el 1700 a.C. Allí fueron
esclavizados por los egipcios, permaneciendo en cautiverio hasta el año 1300 a época
del advenimiento de Moisés (cfr. Gn 39-Ex 1). Esta etapa del pueblo, decisiva en su
constitución, salvo por los datos bíblicos es difícil en su reconstrucción histórica. Se la
podría subdividir en tres momentos:

- La esclavitud en Egipto: la permanencia de los israelitas en Egipto, identificadas por


varios autores con el período de los Hyksos, debe tomarse con mucha cautela. El
material sobre su dominio en el bajo Egipto durante aquello siglos (1750 y 1550 a.C.) es
muy insuficiente. Atendiendo a la tradición bíblica que sitúa a Jacob y sus hijos en "el
país de Gosén" (Gn 45,10; 47,6; Ex 8,18; 9,26) o "país de Ramsés" (Gn 47,11), zona
apropiada para el pastoreo, se podría datar este asentamiento en el siglo XVIII en
adelante. Según el relato bíblico, las cosas iban bien al comienzo, pero al cabo de los
años, cambiaron. Quizá los faraones Setis I y Ramsés II fueron quienes obligaron a los
israelitas a los trabajos forzados, mencionados en el texto bíblico, para llevar a cabo la
construcción de grandes palacios y graneros. Ex 1,11 menciona la construcción de las
ciudades de "Pitón" y "Ramsés". En este momento de tamaña opresión surge un
personaje fundamental, Moisés, a quien Dios encarga liberar a su pueblo.

- El acontecimiento del éxodo: tan evocado por la tradición bíblica, con el consiguiente
paso milagroso por el mar, más allá de su revestimiento literario y de la preocupación
que suscita de su probable localización, parecería hacer confluir dos tradiciones: la de
"éxodo huida" y la de "éxodo expulsión". Para el primero, quizá en el siglo XIII bajo
Ramsés II, podría situarse el tiempo de opresión, y bajo el mandato de su hijo
16
R. L ATOURELLE , Teología de la Revelación, Ed. Sígueme, Salamanca 1989, 435.
27

Mernephta la huida. Hay una interesante referencia arqueológica: la "estela de


Mernephta", encontrada en Tebas (en 1895), que menciona explícitamente a Israel:
"Desvastado quedó Israel, sin descendencia alguna". Este éxodo, indudablemente, debió
realizarse a través del desierto. Acerca del éxodo expulsión, sólo insinuado en los
textos, no tendría nada de relevante si se mira en relación a las numerosas oleadas de
asiáticos hacia Egipto que efectuaban por la "vía maris". Los autores bíblicos, dieron
mucha más trascendencia a las tradiciones ligadas al Sinaí que a éste posible camino del
mar.

- Marcha hacia la tierra prometida: el libro del Éxodo narra la salida milagrosa de
Egipto a través de una zona de agua llamada en hebreo Yam suf (Mar de las Cañas)
traducida luego por la Septuaginta (traducción griega de la Biblia) como "Mar Rojo"
(Ex 12-15). El autor bíblico estaría ubicando este central acontecimiento en el delta
oriental o lago Sirbonis. Del Mar de las Cañas a Cades, el texto bíblico abunda en
nombres de localidades, lamentablemente hoy todas desconocidas para el lector. Sin
embargo, lo más importante es la peregrinación al Sinaí, y las distintas vicisitudes
experimentadas por Israel en el desierto: falta de agua potable, la providencia del maná
y las codornices, la institución de tribunales que ayuden a Moisés a impartir justicia en
el pueblo, entre otras (cfr. Ex 16,13-16; Nm 11,7-9). El momento central lo constituye
la celebración de la Alianza (Ex 24-34), es decir, el solemne juramento con el que Dios
se comprometió a ser el Dios de las tribus, formando con ellas su propio pueblo. La
salida de Egipto no fue, pues, el paso de una situación de esclavitud a una libertad
absoluta, sino el paso de la condición de esclavos a la de miembros del pueblo de Dios.
Antes estaban sometidos a la realeza egipcia que los denigraba, a partir de la alianza
están sometidos a Dios que los trata con dignidad. La otra etapa del éxodo continúa
entre Cades y la tierra prometida. La parte final del itinerario sitúa al lector en la
Transjordania y narra los incidentes con el rey de Moab y con los madianitas (Nm 22-25
y 31).

El personaje principal de la gesta de liberación, y de todo el Pentateuco después


del Señor Yahveh, es Moisés. Su actuación está ligada a la organización del pueblo:
conducción y legislación. No se presenta tanto como un guerrero, sino más bien como el
guía que debe organizar al pueblo para sacarlo de Egipto y llevarlo por el desierto hasta
la tierra prometida. Es el intermediario que sella la alianza y se ocupa de la transmisión
28

de las leyes exigidas por Dios. Muy probablemente fue educado en el palacio real,
recibiendo la formación que se impartía a los futuros funcionarios: lenguas de otros
pueblos, leyes, etc. Pero, sobre todo, los textos bíblicos lo muestran siempre como el
gran intercesor, el confidente de Dios y el poseedor de una autoridad indiscutible. En
definitiva:

"El éxodo de Egipto, la marcha a través del desierto y la promulgación de la Torah en el monte
Sinaí son elementos que la tradición bíblica une indisolublemente a la figura de Moisés. En él se
funden, formando uno, diversos personajes: el fundador de la religión, el legislador, el profeta, el
creyente ejemplar severamente castigado en los pocos casos en que flaqueó su fe".17

En lo sucesivo, la Pascua judía de la liberación de Egipto, la Alianza de Moisés


con Yahvé en el Sinaí y el don de la Ley serán los acontecimientos fundacionales que
invocarán los profetas como memoria viva, tanto para conservar identidad del pueblo
como para instarlo a la conversión.

c) El asentamiento en Palestina (1.220 a.C.)

Después de la marcha por el desierto se llega a la estepa de Moab, frente a la


tierra prometida. Allí muere Moisés, y Josué toma el relevo. Tras cruzar el Jordán y
conquistar Jericó, en tres rápidas campañas se apodera del centro, sur y norte de
Palestina, repartiendo luego la tierra entre las doce tribus. Esta presentación
esquemática sigue los datos bíblicos. Pero hay que matizarlos. En efecto, sabemos que
no todos los antepasados de Israel bajaron a Egipto. Muchos se hallaban instalados en el
norte (Galilea) y en Transjordania, y no se movieron de allí. Algunos historiadores
piensan incluso que estos grupos fueron los más numerosos.
El asentamiento en Palestina de los grupos procedentes de Egipto se produjo
más bien de forma pacífica, estableciéndose en territorios desocupados o estableciendo
alianzas con los habitantes cananeos. Aunque debieron darse conflictos locales, no se
trató de una gran campaña militar, como lo narra el libro de Josué. La Biblia ha dado un
tinte épico a este momento. Los textos bíblicos de Jos 13,1-7.13; 15,63; 16,10; 17,12-13
permiten postular una "penetración pacífica" en un primer momento, que se
transformarían en "conquista" probablemente recién en el tiempo de la monarquía con
Saúl, no sólo contra las poblaciones locales sino, sobre todo, contra los enemigos

17
S OGGIN, Nueva historia de Israel, 189-190.
29

filisteos, contrincantes poderosos llegados por el mar, que se presentaban como una
alternativa al poder del país.

d) La época de los Jueces (desde el 1.200 a.C.)

De los primeros tiempos de los israelitas en la tierra de Canaán, en el período de


sedentarización, el libro de los Jueces recoge varias tradiciones pertenecientes a las
diferentes tribus. Unas tienen más valor histórico que otras, algunas son solamente
folklóricas (como el caso de Sansón en Jue 13-16). En todas ellas actúan personajes
llamados "Jueces" que son los líderes carismáticos que iban surgiendo en las tribus en
tiempos de angustia y llevaron a cabo la liberación.
En una forma literaria, como la escogida por el autor del libro de los Jueces,
éstos aparecen en sucesión como si hubiera estado uno en continuación del otro sobre
todo Israel. Pero la lectura de los relatos muestra que la acción de cada uno de ellos se
redujo a una tribu o en todo caso a unas pocas, y que los hechos de un juez podían ser
contemporáneos con los de otro. Cuando el autor describe a las doce tribus como un
solo pueblo, está adelantando un hecho que sólo se dará en un período posterior, sólo
bajo los reinados de David y Salomón. En el resto de la historia ha sido una aspiración
que nunca se llegó a concretizar.
En líneas generales podemos decir que tres rasgos caracterizan a éste período.
Primero, la falta de cohesión política, ya que cada tribu se va organizando
independientemente y resuelve como puede sus problemas. Segundo, un profundo
cambio en la forma de vida, al menos en los grupos procedentes de Egipto, ya que se
sedentarizan y se convierten en agricultores; este cambio tendrá graves repercusiones
sociales, económicas (posesión y reparto de la tierra cultivables) y religiosas (difusión
del culto cananeo a Baal, dios que garantiza la fecundidad de la tierra). Tercero, la
continúa amenaza de los pueblos vecinos; tanto de los que vienen del desierto y los
saquean periódicamente como los madianitas que arrasan el territorio, destrozan los
sembrados y roban cuanto encuentran. Asimismo, los conflictos con los pueblos vecinos
de Edom y/o Moab, que les imponen fuertes tributos. Sin embargo, el principal enemigo
son los filisteos, el pueblo venido "del mar" que gracias a su perfecta organización
política y militar, junto con su elevado grado de industrialización para aquella época, le
permite atacar y dominar continuamente a Israel.
30

Esta situación de opresión y lucha en esta etapa de la historia, hizo surgir en las
tribus la urgencia de organizarse. Advirtieron que es imposible defenderse de estos
enemigos poderosos si no se unen y organizan. Iba surgiendo el anhelo de la
instauración de la monarquía.

e) La monarquía unida (1030 – 931 a.C.)

El texto bíblico deja entrever que la institución monárquica en sus comienzos


tuvo sus partidarios y sus detractores. Muchos pensaron que esta Institución significaba
un atentado contra Dios, único Rey de Israel, y se oponen decididamente a ella (1 Sam
8; 10,17-24; 12). Otros, sin embargo, deseaban imitar a las naciones vecinas y
organizarse en torno a la figura de un rey para luchar contra el poderoso enemigo
filisteo (1 Sam 9,1-10.16; 11). A pesar de las oposiciones, Saúl de la tribu de Benjamín
es elegido rey y libera al pueblo de la amenaza filistea, aunque sólo temporalmente.
Pues, distrayendo sus obligaciones reales por sus celos de poder con David, y abriendo
una brecha entre el poder religioso-carismático y el poder civil, por su deterioro en la
relación con Samuel, el último de los jueces, finalmente, permite que los filisteos se
refuercen, y terminará derrotado por ellos en la batalla de Gelboé, suicidándose ante la
derrota inevitable.
A Saúl le sucede David, de la tribu de Judá. Primero es elegido rey del sur; y
sólo después de siete años las tribus del norte le piden que reine también sobre ellas.
David tuvo un genio militar muy superior al de su predecesor. Organizó un ejército con
el que en poco tiempo liberó a Israel de todos sus opresores y llegó a dominar los reinos
vecinos, estableciendo una especie de imperio. Los que ahora pasaban a ser dominados
debían pagar tributos y aportar mano de obra, con lo que la situación económica llegó a
ser floreciente. David conquistó la ciudad de Jerusalén, que no pertenecía a ninguna de
las tribus, allí fijó su capital y estableció su corte (2 Sam 5,6-12). Un gesto de
importancia para su reinado consistió en llevar el Arca de la alianza a su palacio, con lo
que aseguraba en su mano aquello que era el signo de unidad de todas las tribus (2 Sam
6).
La sucesión de David está marcada por una serie de intrigas y derramamiento de
sangre entre sus propios hijos. Le sucede Salomón, que reina cuarenta años (971-931).
Este reinado es uno de los momentos más gloriosos de la historia de Israel. Salomón
organizó su reino siguiendo el modelo de la monarquía de Egipto. Abandonando las
31

guerras exteriores, se dedica casi por completo a construir grandes edificios, como el
templo de Jerusalén y su palacio. Asegura la defensa nacional mediante la construcción
y restauración de fortalezas. Organiza el ejército y aumenta notablemente el número de
carros de combate y la caballería. Pero, sobre todo, fomenta el comercio, controla el
paso de las caravanas árabes y construye una flota para traer de África productos
exóticos. La riqueza aumenta de forma inesperada. Las ciudades crecen, y se produce un
fuerte fenómeno de inmigración. Sin embargo su gobierno faraónico lo lleva a utilizar
abundante mano de obra y exige mucho dinero. Obliga a trabajar forzadamente tanto a
los cananeos como a los israelitas, y los impuestos crecían día a día. El pueblo siente
esta situación de injusticia, es decir, una prosperidad para unos pocos cortesanos
conseguida a base de los más pobres. De ese modo se produce la revuelta, capitaneada
por Jeroboán. Salomón tiene fuerza suficiente para dominar la rebelión, y Jeroboán debe
refugiarse en Egipto.
Pero, a la muerte de Salomón, la situación se agrava por la ceguera de poder de
su hijo Roboám y su mala política para manejar el reclamo social del pueblo (1 Re 12).
En este momento del año 931 se rompe la obra comenzada por Saúl. La monarquía
unida ha durado menos de un siglo. A partir de ahora, existirán dos reinos, el del norte:
Israel, y el del sur: Judá.

f) La monarquía dividida: Israel (931-722 a.C.) y Judá (931-586 a.C.)

La historia dual entre los dos reinos no corre paralela. El del norte, Israel,
desaparece de la historia el año 722 cuando Salmanasar V de Asiria lo conquista. En sus
209 años de existencia, Israel tuvo nueve dinastías distintas y 19 reyes, de los cuales
siete fueron asesinados y uno se suicidó. En cambio, Judá, consiguió sobrevivir hasta el
586, exiliado a Babilonia por Nabucodonosor. En sus 345 años de existencia sólo tuvo
una dinastía (la de David) con 21 monarcas. Esta estabilidad se debe a un hecho
importantísimo. En el sur, la dinastía davídica cuenta con el respaldo ideológico de la
religión oficial, formulado en la promesa de Natán a David de que su dinastía duraría
eternamente (2 Sam 7). La información bíblica sobre este período se encuentra en los
dos libros de los Reyes. Son una fuente muy especial, ya que omiten intencionadamente
los datos de tipo político, económico y social, para centrarse en una visión teológica.
Es también época de contaminación religiosa por el influjo de los cultos paganos
que coincide con la aparición -en Israel y Judá- de las más grandes personalidades
32

religiosas del Antiguo Testamento: los profetas. Ellos tuvieron un papel esencial para
discernir y llevar a cabo el proyecto del Señor respecto al pueblo de Israel. Desde su
vocación, el profeta era un testigo privilegiado de la admirable acción divina en la
historia. En los diversos sucesos que le tocaba vivir, le era encomendado leer -desde la
perspectiva de Dios- los "signos de los tiempos". En general, proclamaban un juicio
sobre el presente de infidelidad del pueblo, los conminaban a volver a la alianza del
Sinaí, y se proyectaban en la promesa de la futura y definitiva concreción del designio
divino de salvación. En esto consistía su misión: denunciar, anunciar e impartir
esperanza.

g) El Exilio del reino del Sur (586-538 a.C.)

Las crónicas de Babilonia indican que el 16 de marzo del año 597 el rey
Nabucodonosor llevo cautivos a Babilonia a todos los miembros de la familia real del
reino de Judá. Pero los acontecimientos más graves ocurrirán en el 586, cuando
conquista Jerusalén, la incendia y deporta a numerosos judíos a la Mesopotamia. Sin
duda, junto a la opresión egipcia, el período más triste de la historia del pueblo. En
efecto, el punto de inflexión en esta historia fueron estos 48 años de exilio en Babilonia.
A partir de este hecho tan traumático, que significó la perdida de las principales
instituciones del pueblo (tierra, Templo, sacerdote, rey), la comunidad tuvo que
reestructurarse y purificar su concepto de promesa, alianza y ley.
El pueblo quedó dividido en tres grandes grupos: los que se habían quedado en
Palestina (campesinos pobres), los que se habían marchado a Babilonia y los que habían
huido a Egipto. Aunque su población no desapareció del todo, el país quedó totalmente
desolado. A la devastación llevada a cabo por las tropas de Nabucodonosor le siguió el
pillaje de los pueblos vecinos de Edom (Abd 11) y Ammón (Ez 25,1-4). El profeta
Jeremías informa que 4.600 varones adultos fueron deportados (Jr 52,28-30). Por su
parte, Ezequiel narra la vida de los deportados en Tel Abib (Ez 3,15), Babilonia, donde
además de construir sus casas y cultivar huertos (Jr 29,5-7), mantienen sus prácticas
religiosas que los van uniendo y fortaleciendo en la tradición de sus antepasados.
En medio de estas condiciones favorables, muchos exiliados se van acomodando
y progresando en la nueva situación, y por lo tanto desisten de regresar a Palestina.
Otros, sin embargo, comienzan a alentar la esperanza del retorno.
33

h) El dominio persa (538-333 a.C.)

Con la entrada triunfal de Ciro, rey de Persia, a Babilonia (539 a.C.) se abre una
nueva etapa para el pueblo de Israel. Con una política de tolerancia religiosa y cultural
tan distinta a la de los caldeos, en el 538 a.C., Ciro autoriza mediante un Edicto el
regreso de los deportados a Jerusalén y la reconstrucción del Templo con la ayuda del
imperio (cfr. Esd 1,2-4; 6,3-5). Asimismo, ordenó la devolución de los objetos sagrados
que Nabucodonosor había sustraído del Templo. El retorno a Palestina fue difícil y
lento. El primer contingente llego al mando de Sesbasar (Esd 5-11). Luego, mediante el
apoyo de Zorobabel, el sumo sacerdote Josué y la acción alentadora de los profetas
Ageo y Zacarías, reconstruyeron el Templo que consagraron el año 515.
Posteriormente, después de una dificultosa etapa debido a las penurias
económicas, las divisiones internas de la comunidad y la hostilidad de los samaritanos,
accede al gobierno Nehemías quien, además de reconstruir las murallas de Jerusalén,
lleva a cabo una gran reestructuración de la comunidad (Neh 10). En el 445 se suma a
esta renovación el sacerdote Esdras, quien se ocupa del culto y de la instrucción del
pueblo en la Ley de Dios. Gracias a esta reforma religiosa y moral promovida por
Esdras, toda la vida del pueblo judío se fue centrando en la Torah (Ley); al punto de
convertir al pueblo en el “pueblo del Libro”. En adelante, la figura de este sacerdote
escriba dada su importancia en la restauración, será puesta al lado de Moisés por las
tradiciones judías.

i) El dominio griego (333-63 a.C.)

La aparición del genio de Alejandro Magno termina con el poderío persa. Luego
de sucesivas conquistas entre oriente y occidente logra consolidar un único imperio. Su
muerte prematura (323 a.c.) y la división de su potencia en manos de sus generales no
pudieron sostener esa unidad, y en el caso concreto de Palestina, pasó de la mano de los
Tolomeos de Egipto (323-204 a.C.) a la dinastía de los Seléucidas de Siria (204-165
a.C.), hasta dar lugar al llamado “período Macabeo” judío (165-63 a.C.).
Con el arribo al trono de Antíoco IV Epífanes, rey de la dinastía seléucida (175-
163 a.C.) y debido a su tesón por helenizar la vida del pueblo, se produjo la división de
la comunidad, entre los que se plegaban a este nuevo modo de vida y aquellos que
querían mantenerse en la tradición de sus antepasados. El punto álgido de esta tensa
34

relación sucedió el año 169, cuando Antíoco volviendo de una campaña contra Egipto,
saqueó el Templo de Jerusalén, apoderándose de los utensilios y vasos sagrados y
arrancando incluso las láminas de oro de su fachada. Pero la gran crisis comenzará el
167, cuando decida llevar a cabo la helenización de Jerusalén.
Como primer paso, su general Apolonio atacó al pueblo, degollando a muchos y
esclavizando a otros. La ciudad fue saqueada y parcialmente destruida, igual que las
murallas. Luego, viendo que la resistencia de los judíos se basaba sobre todo en sus
convicciones religiosas, prohibió la práctica de esta religión en todas sus
manifestaciones. Fueron suspendidos los sacrificios regulares, la observancia del sábado
y toda otra fiesta judía. Mandó destruir las copias de la Ley y prohibió circuncidar a los
niños. Cualquier trasgresión a estas normas era castigada con la muerte. No contento
con estas medidas represivas, Antíoco IV levantó, al sur del Templo, una ciudadela
llamada el Acra, colonia de paganos helenizantes y de judíos renegados, con
constitución propia. Jerusalén quedó considerada como territorio de esta “polis”.
Además, fueron erigidos santuarios paganos por todo el país, en los que se ofrecían
animales impuros. Los judíos eran obligados a comer carne de cerdo bajo pena de
muerte y a participar en ritos idolátricos. Como coronamiento, en Diciembre del 167
a.C., dentro del Templo, fue introducido el culto a Zeus Olímpico.
La rebelión comenzó con Matatías y sus cinco hijos. Después de la muerte de su
padre, Judas “el Macabeo” (166-160 a.C.) quedó al frente de la resistencia. En el 164
los judíos reconquistaron la ciudad, derribaron la estatua de Zeus, restauraron el Templo
de Jerusalén, y establecieron los sacrificios instituidos por la tradición judía. Volvió un
periodo transitorio de independencia judía. El 25 de Diciembre celebraron una fiesta de
la Dedicación, que a partir de entonces se celebra como fiesta de las Luces (Jn 10,22) o
Hanukkah.
Con el asesinato de Simón, el último de los hijos de Matatías, asume su hijo Juan
Hircano (134-104 a.C.) quien, proclamándose rey y sacerdote, funda la dinastía
Asmonea y gobernará Israel hasta el 63 a.C. Entre sus acciones, destruye el templo
samaritano del monte Garizim. A pesar de algunos éxitos en el aspecto militar, que le
significaron a Judá la recuperación de territorios, los disturbios y las insurrecciones
fueron minando esta independencia, que acabó con la entrada de Pompeyo en Jerusalén
(63 a.C.)

j) La época romana (63 a.C. – 70 d.C.)


35

El período del imperio romano recibió el nombre de “Siglo de oro”. En el año 63


a.C., el general romano Pompeyo “el Grande”, tras su entrada triunfal en Jerusalén, ya
había convertido a Siria y Palestina en una provincia del Imperio romano. Escoltado por
alguno de sus soldados, penetró en el lugar Santísimo y, aunque no tocó ningún
utensilio sagrado, se ganó el rencor de los judíos. Roma puso fin a la dinastía Asmonea
y la independencia de la que gozaba Palestina, se perdió.
El Nuevo Testamento se desenvolverá en la órbita del Imperio romano, marcado
por la gran revuelta judía de los años 66-70 d.C. que culminará, dramáticamente, con la
caída de Jerusalén y la destrucción del segundo Templo.
Como este segundo Templo construido por Zorobabel después del Exilio
babilónico era pequeño, en el año 20 a.C., Herodes, el así llamado “rey de los judíos”,
inició la reconstrucción del Templo, que resultó más grande e imponente que el de
Salomón. Herodes murió en el 4 a.C., pero los judíos tuvieron la oportunidad histórica
de ver y escuchar al verdadero “rey de reyes”: Jesucristo.

k) Jesucristo, centro y culmen de toda la revelación

La extensa y compleja historia, apenas bosquejada en los párrafos anteriores, es


la preparación para la llegada del Hijo de Dios al mundo. Este acontecimiento, tan
central y decisivo que marca en el calendario un “antes” y un “después” de Cristo,
constituye la cima de la revelación de Dios. ¡Cómo no apreciar la admirable pedagogía
de Dios que, lentamente y durante tantos años, ha ido llevando la humanidad hasta el
momento preciso de la Encarnación de su propio Hijo! Dios ha respetado la lentitud de
los seres humanos y ha mostrado una inmensa misericordia ante su dureza.
Acomodándose a nuestra manera de ser y de entender, nos ha ido preparando para
recibir la gran revelación.
El Concilio Vaticano II ha sintetizado magníficamente esta cumbre que alcanza
la revelación divina con la entrada del Hijo de Dios en la historia con estas palabras:

“Dios habló a nuestros padres en distintas ocasiones y de muchas maneras por los profetas.
Ahora, en esta etapa final nos ha hablado por el Hijo (Heb 1,1-2). Pues envió a su Hijo, la
Palabra eterna, que alumbra a todo hombre, para que habitara entre los hombres y les contara la
intimidad de Dios (cfr. Jn 1,1-18). Jesucristo, Palabra hecha carne, «hombre enviado a los
hombres» habla las palabra de Dios (Jn 3,34) y realiza la obra de la salvación que el Padre le
encargó (cfr. Jn 5,36; 17,4). Por eso, quien ve a Jesucristo, ve al Padre (cfr. Jn 14,9); pues El,
36

con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su
muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la
revelación y la confirma con testimonio divino; a saber, que Dios está con nosotros para
librarnos de las tinieblas del pecado y la muerte y para hacernos resucitar a una vida eterna. La
economía cristiana, por ser la alianza nueva y definitiva, nunca pasará; ni hay que esperar otra
revelación pública antes de la gloriosa manifestación de Jesucristo nuestro Señor (cfr. 1 Tim
6,14; Tit 2,13)” (DV 4). Cfr. además el Cat.I.C. 65-67.73)

Refiriéndose a esta plenitud de la revelación, el teólogo Bernard Sesboüé


comenta:
“Jesús revela pues a Dios y su designio para los hombres por su presencia y manifestación, «con
sus palabras y sus obras», a lo largo de toda su vida. Es su misma persona lo más importante; el
cristianismo no es una enseñanza ni un programa: es alguien. Es el peso concreto de la existencia
y del comportamiento de Jesús lo que cuenta ante todo. Es la coherencia sin fisuras entre lo que
dice, lo que hace y lo que es, lo que le da su autoridad única. Es su manera de vivir y de morir la
que nos dice que es Dios, y en qué consiste ser Dios. En él Dios es para nosotros ya un rostro.
Las palabras de Jesús son la predicación del Reino, son las parábolas y las palabras sobre el
misterio de Dios y de la salvación. Sus obras son sus grandes iniciativas de perdón a los
pecadores, es la invitación a comer con ellos, son los signos que acompañan a sus actos y, sobre
todo, su muerte y su resurrección. Porque a su manera de vivir corresponde su manera de morir,
que suscita la fe en el centurión. La resurrección, en fin, es el sello divino en todo este
itinerario”.18

Bibliografía básica

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revelación, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1969.

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(Navarra) Verbo Divino 1992.

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L. – SÁNCHEZ CARO, J. M. – TREBOLLE BARRERA, J., La Biblia en su entorno, IEB
1, Estella (Navarra) 1992.

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18
B, SESBOÜÉ, Creer. Invitación a la fe católica para las mujeres y los hombres del siglo XXI, San
Pablo, Buenos Aires 19993, 188-189.
37

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Escritura, Ed. Desclèe De Brouwer, Barcelona 20002.

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Aires 1993, 37-63

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San Benito, Buenos Aires 2001.

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XXI, San Pablo, Buenos Aires 19993

SOGGIN, J. A., Nueva historia de Israel. De los orígenes a Bar Kochba, Ed. Desclèe De
Brouwer, Bilbao 1997.

VATICANO II, Constitución dogmática “Dei Verbum” sobre la Sagrada Revelación, Roma
1965.

Bibliografía complementaria

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de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia, Roma 2010.

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ETIENNE CHARPENTIER, L., Para leer el Antiguo Testamento, Ed. Verbo Divino, Estela
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———, Para leer el Nuevo Testamento, Ed. Verbo Divino, Estela (Navarra) 1994.

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