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CAMILO ANDRÉS PRIETO VALDERRAMA

LA TONALIDAD DE LA MUERTE :
MEDITACIÓN Y PROTESTA EN JANKÉLÉVITCH

PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA


Facultad de Filosofía
Bogotá, 11 de abril de 201
LA TONALIDAD DE LA MUERTE :
MEDITACIÓN Y PROTESTA EN JANKÉLÉVITCH

Trabajo de grado presentado por Camilo Andrés Prieto Valderrama, bajo la


dirección del Profesor Luis Fernando Cardona Suárez,
como requisito parcial para optar al título de Magister en Filosofía

PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA


Facultad de Filosofía
Bogotá, 11 de abril, de 2016
Tabla de contenido

Carta del director 4

Introducción 5

CAPÍTULO 1. UN CAMINO HACIA LA DESMEDICALIZACIÓN DE LA MUERTE 11


1.1 La medicalización de la vida 11
1.2 Vladimir Jankélévitch como pensador de la vida 18
1.3 Pensar la muerte como un asunto serio 23

CAPÍTULO 2. LA MUERTE COMO UN FENÓMENO METAEMPÍRICO 31


2.1 El misterio de la muerte y su fenómeno metaempírico 32
2.2 La muerte desde el más acá de la vida 37
2.3 El no-ser y el no-sentido 42
2.4 El órgano-obstáculo 45
2.5 La profunda ambigüedad de la muerte 50
2.6 La resignación ante lo indeterminado de la muerte 55

CAPÍTULO 3. ARRUGAS Y PARPADEO: UN FENÓMENO Y UN MISTERIO 61


3.1 El tiempo de la senescencia: el envejecimiento 61
3.2 El instante mortal 71

CAPÍTULO 4. ESCATOLOGÍA Y PROTESTA 98


4.1 El porvenir escatológico y la absurdidad de la supervivencia 98
4.2 La absurdidad de la nihilización total 104

Conclusiones 114
Bibliografía 118
5

Introducción

“[…] es en el infierno donde las criaturas están condenadas


a un insomnio perpetuo y al suplicio del aburrimiento sin
fin; el infierno es la imposibilidad de morir” (Jankélévitch).

En el siglo XX y lo que va del XXI la τέχνη ha tomado un altísimo valor en la vida del
hombre. Las ciencias médicas, la ingeniería biomédica y la creciente industria alrededor de
la muerte han denostado el valor ético de la muerte y del sujeto que ha muerto. Para la
inmensa mayoría de nosotros, la muerte es un asunto del que se debe hacer cargo el sistema
de salud y su aparato burocrático; el muerto es un riesgo para la salud pública y un negocio
en el que la manipulación del cadáver, el transporte, el ataúd y el funeral generan
importantes réditos económicos y profundos malestares sociales. Así mismo, la industria
farmacéutica invierte millones de dólares en la consecución de moléculas que,
supuestamente, permitirían prolongar el estadio terminal del moribundo y en la atenuación
de los estigmas del envejecimiento. Gracias a la τέχνη se han logrado desarrollar equipos
que pueden mantener a un sujeto en estado vegetativo, durante varios años, en una unidad
de cuidados intensivos, pese a que su condición sea una irreversible muerte cerebral. En
medio de estos adelantos técnicos la ciencia médica se ha convencido de su gran control
sobre la vida y la muerte. Por ejemplo, al “abordar la clonación y la ingeniería genética, que
ponen en cuestión la definición que el hombre tiene de sí mismo y de su identidad […]”
(Pelluchon 2009, 18), la técnica médica se propone repetir un individuo como si se tratara
de un mero resultado de la producción en una cadena de montaje industrial.

Desde otra orilla, Vladimir Jankélévitch (1903-1985), en su permanente meditación sobre


la muerte, nos ofrece un acto de resistencia que nos invita a desmedicalizar este
acontecimiento y a entenderlo en su verdadera dimensión ética y seria, esto es, concernida.
Para el filósofo francés, que también era un gran musicólogo, la música “actúa sobre el
hombre, sobre su sistema nervioso, e incluso sobre sus funciones vitales” (2005, 17) y
pensar la muerte significa también poder escucharla musicalmente; la muerte es de alguna
manera un son, un baile, un vals. Jankélévitch piensa en la vida cotidiana, esa vida que se
nos pasa entre la vida y la muerte, entre la nada previa al nacimiento y la nada posterior al
6

instante mortal. Es así como, “el tiempo es, pues, su dimensión natural. La muerte por el
contrario, es la suspensión que, deteniendo el devenir y el movimiento, acalla los hechos de
los que nace el ruido del mundo” (Jankélévitch 2005, 199). Su reflexión concernida no
encaja en las categorías de la filosofía contemporánea, más detenida en asuntos formales,
lógicos o jurídicos. Nuestro pensador es una víctima de la Segunda Guerra Mundial, pues
con su familia sufrió la dureza de los campos de concentración y jamás aceptó traducir sus
textos al alemán. No es un filósofo de la deconstrucción ni de la fenomenología, pero está
muy próximo a Jean Améry (1912-1978) y a Henry Bergson (1859-1941).

Jankélévitch es un filósofo de la resistencia. Valdría también la pena preguntar aquí: ¿en


qué piensa entonces la filosofía de la resistencia? Piensa en tres cosas: en la muerte, en la
culpa y en el silencio. En efecto, el gran asunto de la música es el silencio; si el músico no
logra comprender el silencio no logra dominar nada verdaderamente importante de su
saber. Por otro lado, la resistencia implica realizar una filosofía concernida de la
cotidianidad, pues cuando pensamos la cotidianidad concernida descubrimos que filosofar
es un ejercicio de protesta y compensación, que nos permite encarar a un mundo
caracterizado por el dolor, el envejecimiento y la finitud. En términos de Pelluchon, esto
nos lleva a desplegar los caminos de una ética de la vulnerabilidad, “[…] que abre paso a
una concepción diferente de la humanidad del hombre […]” (2013, 44), pues la búsqueda
de la compensación constituye un trabajo de meditar en el sentido finito del hombre y de la
imposibilidad de la justificación del dolor (Marquard 2001, 44). Como lo mostraremos en
el presente trabajo, la protesta ante la muerte se puede dar, para Jankélévitch, de tres
maneras distintas: Dios, el amor y la libertad. Ahora bien, podemos preguntar: ¿protestar
ante la muerte? ¿Cómo es posible que un autor que experimentó la crudeza de los campos
del horror hable empero de la muerte en un tono vitalista? Gracias al uso permanente de la
anfibología, el pensador francés logra llevar al lector de su obra La muerte (1966) desde el
nunca más nada más de la muerte hasta el particular espacio de eternidad de su existencial:
el άπαξ. Con este término el francés designa la singularidad única e irrepetible que encarna
cada hombre como un mundo dentro del mundo.

Nuestro trabajo se realizará en cuatro momentos, atendiendo así a las tres consideraciones
de ese fenómeno metaempírico que es justamente la muerte. En el primer capítulo se
aborda el problema de la medicalización del fenómeno de la vida y de la muerte. En esta
7

parte se describen los diferentes intentos y consensos de gremio médico alrededor de la


definición de la muerte; no olvidemos aquí que la ciencia entiende la muerte como un
fenómeno en el orden de la empiria. Para enmarcar nuestro trabajo presentamos también
una breve descripción biográfica con la que queremos mostrar la profunda relación entre la
música y la filosofía en el pensamiento de Vladimir Jankélévitch. Adicionalmente se
explora la obra La aventura, el aburrimiento y lo serio (1963) con el objetivo de situarnos
en la tonalidad jankélévitchiana frente a la muerte, a saber, lo serio. A través de este texto el
pensador francés expresa la diferencia entre el destino y la destineé que adviene a la
singularidad del hombre. Ahora bien, la muerte es un asunto en un tono de temple serio y es
un fenómeno en el orden metaempírico. Por tales razones, nuestra consideración sobre la
muerte requiere emprender una meditación completamente distante a un ensayo
prescriptivo sobre las formas del buen morir. En efecto, Jankélévitch aborda desde su
particular ética tanto la vida, el envejecimiento y la muerte, mostrando el profundo
compromiso con la singularidad irreductible del άπαξ que justamente somos nosotros
mismos.

En el segundo capítulo iniciamos el estudio de la obra fundamental que queremos aquí


examinar, a saber, La muerte (1966). Pese a que la comprensión de la muerte excede
nuestras posibilidades cognitivas, pues se trata de un fenómeno de orden metaempírico, el
filósofo francés nos ofrece una perspectiva asumida desde la vida en la primera parte de su
obra La muerte: la muerte desde este lado de la muerte. En efecto, la responsabilidad de
pensar nuestro presente radica, para Jankélévitch, en nuestro inevitable nexo con la
aniquilación de esa excepción que somos en cada caso nosotros mismos; de cara a esta
excepción se da el espacio para la protesta y la compensación. La ciencia nesciente y la
muerte del otro, nos relacionan con la existencia de algo inconcebible: el instante mortal.
En esta parte del trabajo examinaremos la muerte de este lado de la muerte, es decir, como
una posibilidad que aunque cierta todavía no ha llegado.

En el tercer capítulo el fenómeno particular del envejecimiento como la conciencia activa


del paso de la vida a la muerte y el instante mortal como la conciencia del nunca más ya
nada más. El hombre puede comprender que tenga que morir e incluso consciente de que la
eternidad no es del orden humano, pero lo que es inconcebible para mí en cada momento es
que esto sea justamente ahora. En palabras de Blumenberg (1920-1996), podemos decir que
8

“[…] las preguntas que plantea la muerte son sólo exteriormente preguntas del fin; por su
auténtica naturaleza son preguntas del principio mismo, inherentes a la vida humana y cuyo
carácter irresoluble hace constitutiva la necesidad de consuelo del ser humano” (2011,
482); y adicionalmente señala, citando a Husserl que “la vida misma es una idea-límite”
(2007, 13).

Por su parte las protestas del άπαξ ante la muerte, no buscan negarla sino proponer una
continuidad que facilite el fracaso de la nihilización total. Jankélévitch identifica el valor
del favor de Prometeo frente a los hombres: ocultarnos la prognosis del quando final. El
pensador francés lo identifica como un factor de protección para la vida del άπαξ. Podemos
recordar el caso de la película francesa Le tout nouveau testament,1 en cuya trama la hija
menor de Dios, tiene una discusión con el Padre celestial, y en un momento de confusión,
la pequeña toma el control de un computador de escritorio, que regula la cotidianidad de la
humanidad y decide revelar la fecha fatal a todos los seres humanos. A partir de ese
momento se inaugura una nueva, angustiante y errática forma de vivir para toda la especie.

Vladimir Jankélévitch escribe con pudor, sitúa a la muerte como un asunto verdaderamente
serio; y habla con pudor de aquello que hoy no queremos hablar en medio de la supuesta
sociedad del bienestar y el confort; un pudor entendido como gesto de rebeldía contra el
escándalo del aniquilamiento. Este es al asunto que asunto que asumimos con cuidado en el
cuarto capítulo. Así pues cada muerto debería implicar una conmoción, puesto que es un
mundo entero el que ha dejado de existir y no simplemente un individuo más. El pensador
francés rechaza abiertamente el mundo estadístico y los indicadores matemáticos de la
mortalidad, que reducen la muerte de alguien a un puro dato cuantitativo de bioestadística;
esto coloca al fallecido bajo una mirada en tercera persona sobre la muerte, como una
distante y ajena óptica.

El filósofo francés piensa la muerte, más bien, asumiendo la finitud temporal de nuestra
vida y entiende que la renuncia al concepto de límite no es más que un ineficiente
escamoteo de la muerte. Para abordar la dificultad que implica pensar la finitud apela a la
ironía, tomando una rica herencia intelectual de Kierkegaard. Hablar de la muerte desde
este lado de la muerte implica transitar por la vida de los morituri, de los que van a morir y

1
Se trata de una comedia negra francesa estrenada en 2015 dirigida por Jaco van Dormael. En la trama Dios
vive en la Tierra y fija unas reglas que parecen no tener ningún sentido.
9

aquí se llega a un descubrimiento perplejo: sé que moriré, pero todavía no me lo creo. En


esta expresión se revela empero la vocación de continuidad que caracteriza al hombre, es
decir, la pervivencia es una alternativa para escamotear también la muerte. Esta situación
trae consigo un riesgo antropológico; negarse a ceder el paso, rechazar el llamado de la
delegación. Éste es uno de los conceptos centrales la antropología metaforológica de Hans
Blumenberg, que consiste en ver la vida comunitaria del hombre como un acto de
delegación, y por tal motivo la continuidad y la reelección deben ser evitadas, porque son
ajenas al orden finito que caracteriza toda empresa humana. En Tiempo de la vida y tiempo
del mundo (1986) Blumenberg señala que “el que fuera durante muchos años ayudante
militar de la Luftwaffe con Hitler, Nicolas von Below, no reveló hasta 1980 lo que aquél le
había dicho en una conversación privada tras el fracaso de la ofensiva de la Ardenas: “No
capitularemos, nunca. Puede que nos vayamos a pique. Pero nos llevaremos un mundo con
nosotros”” (2007, 71). Por tal razón, buscar la continuidad, buscar la inmortalidad es
equivalente a cerrar las hojas de las tijeras del tiempo de la vida y del tiempo del mundo.
Igualmente, Jankélévitch entiende al hombre como un ser único, pero prescindible; por ello,
la muerte se convierte en un escándalo irrevocable y necesario. No ceder la posta es un acto
vulgar e inútil de escamoteo que genera distorsiones sociológicas tan dramáticas como las
que vivimos en Colombia. Sin duda, a quienes se niegan a tomar como cierta la
irreversibilidad y el efecto válvula de la muerte, solo hay que darles tiempo para separarlos
de su escamoteo.

Ahora bien, ¿más allá hay un futuro?, ¿Es todavía posible un espacio para la esperanza?
¿Es tan absurda la nihilización como la inmortalidad? Sus tonadas son un gesto rebelde
contra la ausencia del escándalo. En efecto, el pensador francés denuncia que cada muerto
debería implicar una conmoción para cada uno: ¡Un mundo dejó de existir! Como
connotado filósofo militante protesta ante la nihilización del hápax; su reflexión encontró
tres modos de decir no al no de la muerte: Dios, el amor y la libertad. Con su refinado uso
de la paradoja demuestra que estas tres protestas “[…] son más fuertes que la muerte. Y
recíprocamente” (Jankélévitch 2009, 401). Es así, como puede entenderse que las protestas
ante la muerte son potenciadores de la inercia relacionada con el movimiento de la vida, un
movimiento que inicia y que no debería parar debido a la potencia de mometum de inercia,
pero el rozamiento es alto, la fricción relativa a la fragilidad de la vida y la condición
10

temporal del hombre hace que el aniquilamiento frene de un portazo la vocación de


inmortalidad. Pese entonces a que la nihilización de todo άπαξ parece absurda, ella es
también simultáneamente necesaria. Es decir, lo absurdo es también aquí necesario. Es
justamente aquí donde “la docta ignorancia adquiere un sentido profundo. Ya sé, aunque
todavía no sepa nada” (Jankélévitch 2009, 435). De esta manera, el filósofo francés,
pensador de la resistencia, medita la muerte para entender la vida. Iniciemos pues, nuestro
recorrido de la muerte desde su complejidad constitutiva.
Capítulo 1

Un camino hacia la desmedicalización de la muerte

En la actualidad la muerte se ha tornado en un asunto esencialmente médico y en el siglo pasado


las asambleas académicas presentaban permanentes discusiones para definir científicamente la
muerte. Posterior a esto los exámenes paraclínicos dejaron de ser el único insumo a tener
considerado para determinar este fenómeno y la jurisprudencia llegó al escenario global para
tomar partido. En el presente capítulo se muestra como ha sucedido este hecho. La muerte ha sido
pensada desde los albores de la historia humana y es imprescindible tener presente que su estudio
va mucho más allá de la ciencia y la religión; es más, se trata de un asunto de la filosofía. Por
ejemplo, Vladimir Jankélévitch busca un camino para desmedicalizarla. Para enmarcar cómo el
pensador francés asume lo que denomina como el fenómeno metaempírico por excelencia,
queremos a continuación ofrecer algunos apartes biográficos relevantes sobre nuestro autor.
Antes de sumergimos en su magnífica obra La muerte, es menester transitar por La aventura, el
aburrimiento y lo serio.

1.1 La medicalización de la vida

Ningún campo de conocimiento ha dado pasos tan grandes en el último siglo como la medicina.
Este avance se puede ver, si atendemos a tres progresos que han marcado nuestro mundo: el
descubrimiento de los antibióticos, la techné anestésica y el trasplante de órganos. El primero
consiste en la posibilidad de combatir los intrusos microscópicos con sustancias sintetizadas al
interior de bacterias que antes eran mortales como la Escherichia coli1. Seguramente Theodore
von Escherich2 no imaginó que su descubrimiento terminaría más tarde en el despliegue del
control genético de una especie dispuesta a incrementar la producción masiva de antibióticos,

1
Esta bacteria es posiblemente el organismo procariota sobre el que más se ha investigado. Por lo general, habita en
el tracto digestivo de los animales y, por tanto, en las aguas negras. Dado que habita normalmente en los organismos
no siempre genera cuadros infecciosos (Jawetz 1992, 226).
2
Científico alemán que describió este microrganismo en 1885 y lo llamó Bacterium coli. Más adelante la taxonomía
lo rotulo como Escherichia coli, en honor a su descubridor (Jawetz 1992, 229).
12

modificando así no sólo la ciencia médica sino también la vida humana en su conjunto, yendo
más allá del campo puramente médico. Sin duda, la producción en serie de la penicilina y sus
descendientes estereoquímicas han distanciado temporalmente de la muerte a millones de seres
humanos y millones de animales.

Por otro lado, la anestesia y su capacidad misteriosa para alterar el estado de conciencia3 ha
permitido la modificación permanente de la anatomía humana; el tratamiento sin dolor de
apéndices, hernias y aneurismas forma parte del acto quirúrgico que permite que los enfermos de
estas dolencias no perezcan. Por ejemplo, la anestesia general, aquel coma profundo inducido4,
permite que una situación patógena dada cambie por la intervención médica y que los latidos
cardiacos continúen. Al lado de estos dos descubrimientos surgió un tercero: los trasplantes de
órganos y de regiones anatómicas afectados por enfermedades o malformaciones que ponen en
riesgo la vida en su conjunto, permitiendo su sustitución por otros órganos sanos. Miles de
riñones, pulmones, hígados, corazones, manos, segmentos faciales y litros de sangre han sido
llevados por intervención quirúrgica de un muerto a un vivo o de un vivo a otro vivo. Es decir, el
corazón de un joven que muere prematuramente puede seguir aun latiendo dentro del tórax de un
viejo. La sangre ya no solo se limita a circular dentro del espacio corporal originario sino que
puede fluir entre cuerpos que comparten las mismas improntas celulares5. En efecto, los
trasplantes han roto las fronteras de nuestros cuerpos y su incremento se ha basado en el supuesto
que nuestro cuerpo puede contar con la posibilidad de reemplazar órganos dañados total o
parcialmente. La investigación científica ha revelado que compartimos ciertos códigos
homólogos6 a los demás animales, por ejemplo con el cerdo, aquel animal impuro y prohibido7,
facilitando así incluso el trasplante de válvulas cardiacas de estos animales al hombre.

3
En la actualidad aún no se conoce el mecanismo de acción exacto de los agentes anestésicos inhalados. Se conocen
sus efectos sobre el sistema nervioso central más no la biología molecular que desata su farmacodinamia.( Goodman
1996, 327)
4
Los medicamentos usados en la anestesia general, generan efectos farmacológicos que prácticamente anulan los
reflejos de la deglución, la respiración y los pupilares (Uribe, Arana y Lombana 1996, 6).
5
El estudio de los grupos y tipos de sangre facilita establecer los patrones de donación y recepción de derivados
sanguíneos. La sangre se considera el órgano que más se trasplanta a diario en el Planeta (West 1991, 461).
6
Estos códigos genéticos se expresan en unas estructuras conocidas como HLA, antígenos de histocompatibilidad
(Robbins 1995, 195).
7
No olvidemos que en la tradición judía se dice que: “El cerdo, porque tiene pezuñas, y aunque las tiene partidas en
dos, no es rumiante. Deben considerarlo un animal impuro” (Levítico, 11, 7).
13

Estos adelantos han sido posibles justamente en el siglo XX. Con estos breves ejemplos hemos
querido señalar que este siglo ha sido realmente el siglo de la medicalización, pues los adelantos
en medicina han dominado nuestra comprensión de lo que somos, disputándole el lugar que en el
mundo griego clásico tenía antes la filosofía. En este contexto, pensar la muerte se ha convertido
en un asunto puramente biológico o médico, pues se ha reducido a una mera ecuación de signos y
síntomas, una distribución en el espacio de las ondas cerebrales; curvas de voltajes iluminando
monitores y batas blancas hablan con tono sin comprender el silencio que implica el morir. Las
definiciones que ha presentado la lex artis médica han sufrido modificaciones ligadas a la mayor
precisión de las imágenes diagnósticas.

Por ejemplo, se pasó de certificar la muerte con un espejo próximo a las narinas a un trazado de
ondas cerebrales. Hasta hace décadas se consideraba imposible que un ser humano pudiera vivir
luego de que su corazón dejara de latir. Con la evolución de la farmacología, de los dispositivos
tecnológicos y con el impulso de un desfibrilador la reanimación dejó de ser aquel relato de
ficción de Mary Shelley.8 Sin duda, existen ciertas condiciones de posibilidad en las que el ser
humano puede recuperar el ritmo perdido. Pero no solo recuperar los latidos y la respiración son
suficientes para despertar de un paro. En este sentido, el fenómeno biológico de la muerte solo es
posible comprenderlo teniendo en cuenta que los tejidos corporales tienen límites temporales
diferentes para soportar la ausencia de oxigeno antes de morir o iniciar su proceso natural de
descomposición; mientras que el tejido pulmonar resiste la anoxia hasta 60 minutos, el
parénquima hepático de 60 a 120, las células tubulares renales cerca de 30 y las miocárdicas hasta
30; el tejido cerebral en 5 minutos presenta daño neuronal irreversible y después de 10 se
considera que ha ocurrido una muerte neuronal masiva irreversible. Es posible recuperar los
latidos cardiacos, la respiración y la función renal, pero después de 600 segundos de asistolia
jamás podrá ser recuperada la conciencia. De ahí el origen de la metáfora biológica con la que se
acostumbra nombrar este suceso: estado vegetativo.

8
1816 fue un año sin verano en el que se presentó un invierno volcánico debido a la erupción del volcán Tambora.
Durante este gélido año, Mary Shelley a orillas del lago de Ginebra concibió la idea de Frankenstein o el moderno
Prometeo que sería publicado más tarde en 1818 (Rodríguez 2001, 23). Esta novela es la historia del joven estudiante
de medicina Víctor Frankenstein, quien estaba obsesionado por conocer "los secretos del cielo y la tierra". En su afán
por desentrañar "la misteriosa alma del hombre" crea un cuerpo a partir de suturar diferentes segmentos corporales
de cadáveres. El experimento culmina con éxito cuando Víctor imprime una descarga eléctrica de vida al cuerpo
cuya estatura era 2,44 metros.
14

Mientras la vida fluye en nuestros cuerpos, nuestras células mantienen un gradiente de


concentración entre su interior y el entorno, la diferencia microvoltáica nos mantiene vivos, es
decir, permite que nuestras microscópicas fábricas de energía, conocidas normalmente como
mitocondrias9, produzcan la molécula indispensable para la vida: ATP –adenosín trifosfato (Karp
1987, 333). Cuando la vida se extingue asimismo las reservas de ATP se agotan hasta la última
molécula, el desequilibrio iónico desaparece y el calcio extracelular invade las células
musculares; comienza entonces la rigidez cadavérica, que a menudo identificamos con la muerte.
Al tiempo la cadaverina y la putrescina transforman la estética anatómica en tejidos en vía de
putrefacción.10 Este proceso sólo se puede detener en condiciones de congelamiento extremo. Las
estructuras descompuestas pueden también ser tomadas como alimento por las aves carroñeras en
una torre del silencio,11 ser absorbidas por el sistema radicular de las plantas, convertirse en humo
y cenizas en un horno crematorio o simplemente terminar forradas en un estuche de madera
lacado aguardando la invasión copiosa de gusanos. Todo esto no es más que una metamorfosis de
nuestro cuerpo vivo después de muerto.

A mediados del siglo pasado, los médicos franceses incluyeron en la literatura médica el término
“coma depasse”. En este suceso la actividad respiratoria y circulatoria solo podían ser mantenidas
artificialmente sin que se evidenciara ninguna función inteligible o sensorial. Pero en 1968 la
Universidad de Harvard creo un comité de expertos para lograr definir los criterios médicos de la
muerte.12 Su informe fue realmente controversial. Tal controversia fue más allá de los marcos
puramente médico-biológicos, pues implicó introducir asuntos legales en la consideración del
morir y de la muerte. Solo hasta 1971 la Corte Federal de Kansas13 aceptó por primera vez en la
historia el concepto de muerte fundamentado en la pérdida irreversible de la función cerebral,
9
Son los organelos celulares encargado de producir la energía. En estas estructuras sucede la respiración celular
(Devlin 1989, 23).
10
La putrescina (NH2(CH2)4NH2), 1,4-diaminobutano, aparece cuando la carne se pudre, confiriéndole su olor
característico. La cadaverina (C5H14N2), 1,5-diaminopentano, es una diamina que se surge en la descomposición
del aminoácido lisina como ocurre en la materia orgánica muerta (Devlin 1989, 584).
11
Son conocidas también como dakhma. Corresponden a edificaciones fúnebres de la religión zoroástrica, la cual
cree que el cadáver humano es impuro y no debe contaminar la tierra. Los cuerpos son dispuestos en los alto de las
dakhma donde son digeridos por las aves de rapiña (Cantera 1998,37).
12
En 1968 se publicó en la prestigiosa científica JAMA el informe de este comité constituido por especialistas en
neurociencias de la Universidad de Harvard. Su punto de discusión central era definir el coma irreversible y como
este a su vez podía aplicarse a la definición de muerte cerebral. (Ad Hoc Committee of the Harvard Medical School
to examine the definition of brain death. A definition of irreversible coma. JAMA 1968; 205: 337-40).
13
La Corte aceptó esta definición en medio de la discusión sobre trasplantes de órganos. (Uribe, Arana y Lombana
1996, 564).
15

iniciando con ello una modificación sustancial en la comprensión de la vida y la muerte. En


Colombia esta comprensión fue incorporada a nuestra jurisprudencia con la Ley 9 de 1979,
reconocida como Código Sanitario Nacional. Esta norma fue reglamentada bajo el Decreto 2642
de 1980 en cuyo artículo 9 define la muerte cerebral así: “Entiéndase por muerte cerebral el
fenómeno biológico que se produce en una persona cuando de manera irreversible se observa en
ella los siguientes signos: a) ausencia de respiración espontánea; b) ausencia de reflejos
superficiales y profundos; c) carencia de tono muscular; d) desaparición de todas la señales
electroencefalográficas (electroencefalograma plano), sin estar sometido a estados artificiales de
hipotermia, ni encontrarse bajo los efectos de sedantes”. Hay muerte medicamente y
jurídicamente cuando “las funciones espontáneas cardíacas y respiratorias han cesado
definitivamente, o si se ha verificado una cesación irreversible de toda función cerebral” (Uribe,
Arana y Lombana 1996, 564). En este breve recorrido de tematización de nuestra comprensión de
la muerte no podemos dejar de lado un hecho significativo, ya en la Ley 23 de 198114 se exonera
de fallo ético al médico que se abstenga de mantener en funcionamiento las medidas artificiales
de soporte vital en el caso de que haya sucedido una muerte cerebral. Como vemos, más allá de
estos adelantos significativos en el campo de la medicina, la medicalización de la vida y de la
muerte ha provocado también en el siglo XX y lo que llevamos del XXI una lucrativa y extensa
industria alrededor de la muerte. Por todas partes vemos empresas dedicadas a prolongar la
agonía y paliar el dolor en las unidades de cuidados intensivos y, por otro lado, la promoción de
empresas funerarias que facilitan la disposición final de los cuerpos con el debido rigor de los
protocolos de la salud pública y con el supuesto cuidado a los dolientes. Para las empresas
prestadoras de servicios de salud resulta menos costoso un muerto que un tratamiento de alto
costo de un paciente aferrado a la vida por procedimientos puramente instrumentales.

Si bien nuestra experiencia de la vida y la muerte ha estado marcada hoy por el triunfo de la
técnica en su afán de dominar todas nuestras preocupaciones, lo cierto es que en medio de este
triunfo la reflexión filosófica ha levantado también sus inquietantes preguntas. Sin duda, el
problema de la muerte ha sido una constante en la reflexión filosófica, aunque obviamente
abordada desde diferentes posiciones. Sabemos que la única especie que se pregunta por la

14
“ARTÍCULO 13. – El médico usará los métodos y medicamentos a su disposición o alcance, mientras subsista la
esperanza de aliviar o curar la enfermedad. Cuando exista diagnóstico de muerte cerebral, no es su obligación
mantener el funcionamiento de otros órganos o aparatos por medios artificiales.”. Esta Ley corresponde al Código
de ética médica colombiano.
16

muerte es el hombre y muy seguramente los interrogantes y las respuestas han ido caminando de
la mano junto a la evolución darwiniana y las trasformaciones culturales. Sin duda, podríamos
preguntarnos: ¿qué tan antigua es nuestra conciencia de la muerte? ¿Este concepto está atado al
desarrollo de las civilizaciones? Los trabajos arqueológicos han resaltado lo que por ahora se
considera el rito funerario más antiguo en la Sierra de Atapuerca en Burgos (España), donde fue
encontrada una fosa con varios esqueletos de homo heidelbergensis con algunos elementos que
se asumen como un ajuar funerario; este hallazgo muestra ya la presencia de una simbolización
de la muerte y la capacidad de reflexionar sobre el límite ente la vida y la muerte en la historia
más antigua de la humanidad; la datación de estos cuerpos corresponde a 400.000 años (Quam
2007 , 5). De igual manera se han encontrado entierros funerarios de homo neardenthalensis de
50.000 años de antigüedad (Fernández 2014, 9), lo que nos evidencia que la reflexión sobre la
muerte aparece en nuestros parientes ancestrales mucho antes que el inicio de las primeras
civilizaciones desarrolladas exclusivamente por el homo sapiens hace 6.000 años.

Las experiencias frente al dolor de la muerte han tomado un lugar central en nuestra historia,
“[…] incluso podría afirmarse que precede su humanización. Hasta donde alcanza la memoria
humana, se comprueba que el enterrar a los muertos constituye un indiscutido signo distintivo del
hombre” (Gadamer 2011, 79). En efecto, ya desde épocas muy remotas el entierro estaba
acompañado de elementos artísticos y profundas edificaciones como lo demuestras los
yacimientos de Tierradentro en el departamento del Cauca y las tumbas del Valle de los reyes en
Egipto; los rituales funerarios se extienden por todas las culturas y por todas las temporalidades
de la humanidad. La presencia de la solemnidad, de los tesoros y del desarrollo de sofisticadas
técnicas de momificación son testigos presenciales de la imposibilidad humana de aceptar “[…]
el no-ser-más del muerto, su apartamiento, su definitiva no-pertenencia” (Gadamer 2011, 79).

Teniendo en cuentas estos hallazgos de la arqueología y de la historia de las culturas, podemos


ver que pensar era el escenario más apropiado donde adquieren sentido el conjunto de la vida
humana. Adoptar pues una conducta de apertura frente a la muerte como un destino propio e
ineludible ha sido una labor propia de todos los pensadores y no simplemente de los que se
consideran pesimistas; erróneamente se asume lo contrario. El consuelo de la inmortalidad y la
prolongación artificial de la vida deben ser tomados con precaución, ellos operan como
instrumentos de un narcisismo que se niega a reconocer que la muerte es un límite no superable.
17

Nuestra relación con los difuntos y con los cementerios ha cambiado: “El culto a los muertos no
marcha ya actualmente al ritmo de paroxismo que mantenía en el siglo XIX y a principios del
XX, hasta después de la guerra de 1914. Se ha estabilizado, enfriado y apaciguado.” (Aries 2000,
215).

El hombre a lo largo de su historia descubrió con el fuego prometeico que la muerte era siempre
una posibilidad en todas sus elecciones y que como tal estaba presente en toda la vida humana.
Esto lo señala con mucha precisión Heidegger en Ser y tiempo. El autor entiende la existencia
como apertura a posibilidades y, en ese sentido, el Dasein puede plantearse como totalidad, ya
que desde un punto de vista ontológico ella es realmente la posibilidad común dentro de todas sus
posibilidades, a saber, la muerte. Este acontecimiento final es intransferible y es el único que
permite la totalización del hombre en el horizonte de su temporalidad constitutiva. Así pues, en el
momento en el que el ser humano queda totalizado, nos encontramos con que pasaría a “ya-no-
ser-más-ahí”. En este sentido, mientras el ser humano es un Dasein no ha alcanzado todavía su
totalidad, no se ha completado plenamente; pero en cuanto alcanza dicha totalidad, esa ganancia
muta en pérdida. Ya no es posible la experiencia de él como un ente (Heidegger 2003, 258).
Entonces, el Dasein no puede sino ser el “ser-para-la-muerte”, en alemán Sein-zum-Tode. La
posibilidad de la totalidad del Dasein como totalidad se da en su sintonía con la muerte
comprendida ésta como la posibilidad misma de la existencia. En este contexto, podemos
entonces entender la muerte no como el final de tránsito de horas o de años, sino como la
posibilidad más propia. A lo sumo la muerte es la posibilidad que hace imposible toda
posibilidad.

Recordemos pues que, en la filosofía moderna, lo posible generalmente se ha definido como


inferior a lo real: “[…] en Kant se opone la posibilidad en cuanto categoría “dinámica” de la
modalidad, a la realidad y a la necesidad. Como categoría, estructura del ente, la posibilidad
significa lo que todavía no es real” (Horcajada 2010, 80). Sin embargo, la posibilidad no es
solamente una determinación categorial del objeto; es también para Heidegger, más bien, una
determinación del Dasein, es decir, un existencial; por tanto, no es algo minúsculo frente a la
realidad, sino superior a ella. En este sentido, podemos decir que se trata de la postrimera
determinación ontológica del Dasein, pues en términos generales nuestra existencia oscila entre
el nacimiento y la muerte. La muerte en cuanto posibilidad no propone nada al Dasein que deba
ejecutar, pues es realmente posibilidad de imposibilidad (Dastur 2009, 168).
18

En el siglo XX las confrontaciones bélicas mundiales fueron una razón suficiente para sentar a
filósofos de diferentes nacionalidades a escribir sobre la vida y la muerte, pues los
acontecimientos históricos así demandaban, como nunca, que se asumirá nuestra condición con
plena determinación. Muchos de ellos vivieron la violencia desde un campo de concentración
(Hans Blumenberg), en una sala de torturas (Jean Améry), desde el exilio (Theodor Adorno) o
desde la resistencia militante bien representada en Vladimir Jankélévitch, que levanta su mirada
aguda como respuesta a la apropiación del concepto de la muerte por parte de la medicina. La
muerte dejará de ser una simple estadística o una categoría; no serán los silogismos, las
definiciones ni la filosofía analítica quienes nos aproximarán al estudio de la muerte, sino más
bien el pensamiento de la paradoja y de los espacios entreabiertos. ¿Quién fue Vladimir
Jankélévitch?

1.2 Vladimir Jankélévitch como pensador de la vida

Una manera de oportuna de abordar los aspectos biográficos de un pensador es aprovechar las
declaraciones en entrevistas, las cuales en el caso de Jankélévitch fueron frecuentes. Guy Suarés
se dio a la tarea de recopilar parte de estas declaraciones en entrevistas sostenidas con Jacques
Chancel y con otros personajes en un texto conocido como Vladimir Jankélévitch: la vie
publicado precisamente en 1985 año en el que muere el filósofo en París. Nuestro filósofo se
presentaba más como un orador que como un verdadero escritor: “Mi medio de expresión es el
hablado. Esencialmente. Soy un profesor. No soy un escritor. Hay en esto un matiz importante.
Escribo efectivamente libros, pero no soy un hombre de pluma. Mi oficio no es la escritura. […]
Lo mío no es escribir bien. Lo mío más bien tiene que ver con la palabra” (Citado por Camarero
2013, 35).

Algunos datos importantes de su vida son los siguientes. Nace en la región central de Francia,
Bourges, el 31 de agosto de 1903. Samuel Jankélévitch su padre, era de origen judío ruso, en
1890 viajó desde Odessa a Francia con el propósito de estudiar medicina. Contrajo nupcias con
Anna Ryss, que tenía similares líneas ancestrales. Posteriormente, los Jankélévitch se mudan de
Montpellier a Bourgues; la pareja de los Jankélévitch encontró la marca vital de la diáspora en
nuestros días. En diciembre de 1940 Vladimir escribe en una carta dirigida a un amigo conocido
como Beauduc: “[…] este año tampoco iré a Limoges. Desde hace unos días he sido relevado de
19

mis funciones y no están los tiempos para hacer turismo. Me descubrieron dos abuelos impuros
porque soy, por parte de madre, semi-judío; pero no habría bastado esta circunstancia si no
hubiera, por añadidura, sido meteco por mi padre. Esto suponía demasiadas impurezas para un
solo hombre” (Citado por Camarero 2013,40). Esta marca de impureza será para nuestro
pensador objeto de constante meditación.15

El hecho particular de tener un padre médico, que fue el primero en traducir al francés los textos
de Sigmund Freud, no puede ser tomado con ligereza. Sin duda, la influencia del entorno
académico próximo como la medicina, el psicoanálisis, la ciencia y la religión, determinaron
bases fundantes en el pensamiento del pensador francés. Desde la infancia las partituras hicieron
parte de sus pasiones. Desde pequeño una tía con reconocidos estudios de piano aproximó las
manos del joven Jankélévitch a un teclado, iniciando así una relación con el instrumento para
toda la vida. Con el paso de los años su conocimiento trascendió la interpretación, no se contentó
en repentizar ejecuciones; alcanzó una amplia experiencia como musicólogo y es por tal motivo
que sus estudios sobre el silencio deben ser tomados con valor. Para Jankélévitch la música
expresa paradójicamente la profundidad del devenir y adicionalmente en términos absolutos, la
música no existe debido a que no tiene entidad porque es sólo apariencia: no es ser, sino
fenómeno. Esto lo podemos rastrear en su texto La música y lo inefable: “La música, fantasma
sonoro, es la más vana de las apariencias, y la apariencia, que sin fuerza probatoria ni
determinismo inteligible cautiva a su víctima, es, en cierto modo, la objetivación de nuestra
debilidad” (Jankélévitch 2005, 19). En una entrevista con Robert Hebrard dijo: “El piano es un
placer completo, que va hasta la punta de los dedos: hay un placer particular en hundir las teclas”
(citado por Camarero 2013, 43). En el prólogo de La muerte Manuel Arranz presenta el silencio
como un asunto límite en el corpus del autor (2009, 10).

Vladimir Jankélévitch Publicó un primer trabajo exponiendo el corte vitalista de Henry Bergson
en 192416 y ese mismo año se gradúa de L'École normale supérieure con un estudio sobre
Plotino, formación que se dio bajo la tutela de su maestro Léon Brunschvicg. En 1933 se doctoró

15
De lo puro nada puede decirse solo la impureza es cognoscible y descriptible. Toda narración, toda historia
comienzan con la impureza. Lo puro no tiene historia; la pureza suprema, Dios, solo puede ser tratada
negativamente, es decir, apofáticamente. Jankélévitch trata con profundidad este tema en su obra Lo puro y lo
impuro publicada en 1960.
16
El artículo Deux philosophes de la vie. Bergson de 1924 se encuentra en Revue Philosophique de la France et de
l'Étranger.
20

con su tesis sobre Schelling17 en L'Institut français de Prague y posteriormente regresó a París.
Los textos publicados por Jankélévitch aparecieron antes de terminar su doctorado y, como es
conocido, fue un destacado discípulo de Henri Bergson, sobre quien publicó su primera obra
Henri Bergson (1931), en la que resaltamos la intuición fundamente de realizar un pensamiento
de la vida que asuma la idea directriz del órgano-obstáculo18. Fue activo militante de la
resistencia; en 1934 se afilió al Frente Popular. Bajo el régimen de Vichy, fue desposeído de la
nacionalidad francesa y en 1941 entró a la Resistencia para enfrentar tanto en el pensamiento
como en la acción la brutalidad y violencia que estaba viendo por doquier. Luego de la
Liberación de Francia optó por algún tiempo por organizar la programación musical en la
emisora Touluse-Pyrénées. Posteriormente ejerció como docente en la Universidad de Lille y en
1951 fue catedrático titular de la Sorbona y fue en ese campus universitario donde finalizó su
actividad en el medio universitario. En el Mayo francés de 1968 participó activamente a favor de
las causas estudiantiles (Trejos 1993, 80).

Sin duda, el tema de la muerte es una constante en la producción literaria de nuestro autor,
aunque sólo en 1966 publica su gran obra, justamente cuando ya su trayectoria académica estaba
muy consolidada, pues este tema requiere obviamente haber vivido bastante y tener un
pensamiento maduro para asumirlo con entereza. Jankélévitch es prueba de esta situación, pues
sólo se pueda meditar con profundidad sobre la muerte, cuando hemos estado justamente muy
cerca de ella. Esta obra de 1966 es uno de los más poderosos esfuerzos para asumir el significado
de la guerra; en ella se arriesgó a diagnosticar que uno de los instrumentos indispensables del
conflicto bélico en Francia fue justamente la sedimentaria ambigüedad moral con la que la que
convivieron muchos galos frente a la industria de la muerte, pues asumir la muerte implica tomar
una clara postura ética frente a la vida y a todo lo que en ella ocurre. Por ejemplo, Jankélévitch
fue uno de los intelectuales que se negó a aceptar el mito de La Résistance sin condenar
especialmente la ambigüedad del colaboracionismo; más bien, decidió asumir esta situación
como expresión de un segmento estructural de la ambigüedad del ser humano.

17
L'Odyssée de la conscience dans la dernière philosophie de Schelling, 1933.
18
Jankélévitch estuvo profundamente influenciado por su maestro Henri Bergson. Elaboró una extensa
fundamentación filosófica de la existencia y de las características de la libertad humana. Así como Bergson deriva
sus reflexiones sobre la libertad humana de su concepto de duración, Jankélévitch también hace depender su
concepto de libertad de las ideas bergsonianas acerca del tiempo y del instante (Trejos 2002, 139). Sobre el
desarrollo del concepto de órgano-obstáculo volveremos más adelante.
21

Dentro de sus obras más importante podemos destacar las siguientes: Tratado de las virtudes
(1949), Filosofía primera (1954), Lo no sé qué y lo casi nada (1957), Lo puro y lo impuro
(1960), La Aventura, el aburrimiento y lo serio (1963) y La paradoja de la moral (1981); en el
campo de la musicología escribió reconocidos trabajos que le otorgaron prestigio en este
campo.19 Se debe tener presente que la gran extensión de su obra orbita sobre un tema nodal, la
vida cotidiana.

¿Cómo leer a Jankélévitch? Resulta un filósofo de lectura difícil por diferentes razones: escribe
apelando a la metaforología y con unos referentes que no son necesariamente propios de la
filosofía tradicional. Nos dejó una obra caracterizada por una ausencia de sistematicidad, en la
que el autor quiere tomar una clara distancia frente a la sustancialización, tan propia de la
metafísica de su época. Sus escritos no buscan ofrecer ningún absoluto como punto de partida ni
de llegada. Apartado del andamiaje de un sistema se distancia, por ende, de las ópticas de la
totalidad. Él mismo decía: “Yo no tengo una filosofía, un sistema del que sería propietario como
uno detenta una cátedra que le ha sido otorgada por el Estado. Y no puedo hacerme espectador de
mi propia doctrina puesto que no la tengo” (citado por Trejos 1993, 75). Pero su obra mantiene
una coherencia interna en la que cada tema explorado se engrana sutilmente con los otros; cada
una de sus agudas reflexiones es como un movimiento dentro de una composición. Le
interesaban los místicos españoles, los músicos catalanes, los poetas italianos y en el piano de su
casa tenía prohibido tocar obras de Bach, porque le recordaban indefectiblemente los años de la
Ocupación. Este autor está lleno de metáforas topológicas y constitutivas, pero no podemos
entender su uso de metáforas como una mera técnica discursiva, como tampoco podemos esperar
de él una distinción categorial ni descripciones conceptuales, tan típicas en filósofos académicos.

Normalmente, localizamos al hombre en un lugar determinado, para desde ahí dar inicio a la
reflexión. ¿Cuál es pues el ecosistema en el que nuestro autor localiza al ser humano? Entre la
tierra y el agua, es un anfibio cuyo espacio es el entre. Las dualidades ángel y bestia, risa y llanto
y el alfa y omega hacen parte del entorno humano, pero siempre en su relación. En sus líneas
fluye el pudor de lo que no queremos hablar; por ellas se desliza el escándalo desatado por el
silencio del mundo frente a la muerte de ese otro que no soy yo. Y frente a la reducción del

19
Se destacan entre sus trabajos de música sus estudios sobre Fauré (1938), Ravel (1939), La Rapsodia (1955), La
música y lo inefable (1961), La vida y la muerte en la música de Debussy (1968), Liszt y la rapsodia: ensayo sobre
la virtuosidad (1979), La presencia lejana. Albéniz, Séverac, Mompou (1983).
22

hombre al número, denunciada por Jaspers y la filosofía existencial de la primera mitad del siglo
XX, Jankélévitch se rehúsa a incorporar los números forenses en su meditación, que hacen de la
muerte un mero evento estadístico, sin atender a la naturaleza metaempírica de su acaecer.

La reflexión de Jankélévitch sobre la guerra y sobre ‫השואה‬20 se va delimitando y adaptando por


su experiencia vital. Por ejemplo, en su famoso texto El mal hace un primer aporte desde la
cotidianidad: el mal está en el terreno de la anfibología21 y esta es inevitable durante la guerra.
Aquí señala cómo la malevolencia, entendida como la forma humana del mal, es nuestra cuota
individual a la vida. Aquello que los seísmos o las enfermedades no han destruido, el hombre
sencillamente lo destruye con sello destacado. El hombre resulta ser en esencia impuro. La guerra
ha sido, precisamente, una gran experiencia de confusión, cuando aquello que parece imposible
se torna factible en las vidas mediocres.

El derrotero de la filosofía del siglo XX parece ubicarse en el problema del tiempo y la obra
emblemática de este asunto es, sin duda, Ser y Tiempo. Es difícil pensar algo hoy en día si no se
contrasta con este texto de Heidegger. El eje central de este libro es el tiempo el cual jamás es
definido, a lo largo de sus páginas jamás es mostrado como una categoría más. Heidegger habla
de la permanente tensión del ser en el tiempo. Así mismo Jankélévitch tiene sus propios
instrumentos para hablar sobre el tiempo articulando recursos musicales, filosofía, literatura sin
trivializarlo o reducirlo a una mera categoría.

Desde que Aristóteles inventó las categorías, corrientemente se piensa basándose en ellas y estas
son un instrumento de precisión quirúrgica para los filósofos analíticos. Jankélévitch no reduce la
vida a categorías como lo hace todo hegeliano. El pensador francés es mucho más próximo a
Kierkegaard para quien la existencia jamás se puede reducir a concepto alguno. El 6 de junio de
1985, el mismo día que en Embu (Brasil) la policía exhumaba los restos de Wolfgang Gerhard

20
La Shoá se identifica con el nombre de Holocausto, también es conocida, según la terminología nazi como
«solución final» (Lansman 2013, 19).
21
Kant dedica todo un apartado de la Analítica Trascendental para explicar uso erróneo de los términos en: La
anfibología de los conceptos de reflexión a causa de la confusión del uso empírico del entendimiento con el
trascendental (Crítica de la razón pura, B316, a 261, Apéndice a la Analítica Trascendental). La muerte tiene una
causa fenoménica pero cuando la muerte sucede por la tristeza la causa es del orden nouménica.
23

para probar que se trataba del médico genocida nazi, Josef Mengele22, murió en París Vladimir
Jakélévitch. Así narraría la noticia EL PAÍS de España:

El filósofo Vladimir Jankélévitch, uno de los intelectuales franceses de mayor prestigio,


murió ayer por la mañana en París a la edad de 83 años, según informó su familia. Pensador
al margen de capillas y modas, defensor de los derechos humanos, Vladimir Jankélévitch fue
profesor de filosofía moral en la universidad de la Sorbona desde 1951. Autor de un
monumental Tratado de las virtudes, huyó de todo moralismo y simplemente pidió al hombre
que amara. Como metafísico, renunció a develar el ser y a decir lo que es, pero se asombró de
que aún exista el ser. Entre sus numerosas obras se cuentan Filosofía primera, Lo irreversible
y la nostalgia, En algún lugar de lo inacabado, en las que meditó sobre el problema del
tiempo. Además de sus obras de filosofía, Jankélévitch es conocido por sus numerosos
trabajos sobre la música y los músicos. Es autor reciente de un estudio sobre Mompou (El
País 1985)23.

Ese 6 de junio, casualmente se celebraba la fecha del día D, que enmarca el fin de la Francia
ocupada. Como vemos, la vida de Jankélévitch e inclusive el destino de sus restos después de la
muerte estuvieron siempre marcados por acontecimientos históricos violentos, tan violentos
como lo es siempre la muerte. Por esta razón, cuando vemos una de sus fotos más emblemáticas,
nos damos cuenta de la seriedad de su figura, que casi parece ser la de un hombre que lleva
consigo un enorme peso, la vida. Por esta razón, antes de abordar el estudio de su texto más
significativo sobre la muerte, debemos tomar un espacio y detenernos a manera introductoria en
una de sus obras, la cual nos irá llevando a entender por qué la muerte es un asunto serio.

1.3 Pensar la muerte como un asunto serio

Su obra La Aventura, el aburrimiento y lo serio (1963) se plantea como una narración


descriptiva con una división particularmente desproporcionada; por ejemplo, la extensión en
páginas del tema de la aventura y lo serio dista mucho de la consideración del fenómeno del
aburrimiento. La aventura, el aburrimiento y lo serio son modos de considerar la vida, esto es,
maneras de vivir en el tiempo. El tiempo me determina, me limita, me define; el movimiento
existencial de la aventura es el porvenir siempre abierto, en el aburrimiento y en lo serio el
tiempo se vuelve pasado y particularmente en el aburrimiento el tiempo es un pasado que pesa.

22
Recuperado del archivo digital THE NEW YORK TIMES en: http://www.nytimes.com/1985/06/12/world/body-is-
mengele-s-his-son-declares.html
23
Recuperado de la versión digital del diario EL PAÍS en: http://elpais.com/diario/1985/06/07/agenda/
486943201_850215.html
24

En la aventura el tiempo pasa rápido y en lo serio yo voy quedando atrás. Por otro lado, estos
fenómenos también tiene su peculiar modulación según la edad en la que estamos, pues el pasar
del tiempo determina también la forma como asumo y vivo el tiempo, Por ejemplo, la aventura es
el tono del temple de ánimo del joven que está siempre abierto al porvenir; mientras que en el
adulto mayor será el aburrimiento el que marca el compás y para el viejo lo serio será su
permanente rasgo tonal.

En la aventura el presente está abierto y el hombre encuentra el goce en ella, porque intensifica la
existencia; el presente es aquí instante. Jankélévitch habla de la aventura explorando la intuición
de Simmel, que piensa el presente cultural aún vigente, a ese mundo burgués inundado de la
industria de las aventuras prefabricadas; plagado de indicadores, de burocracias y de museos. En
palabras del pensador francés en su ensayo George Simmel, filósofo de la vida: “La forma de una
obra de arte tiene, por el contrario, un sentido profundo por el hecho mismo de reforzar su
aislamiento, su Fürsichsein” (Jankélévitch 2007, 62). El aventurero es aquel que participa en
aventuras burguesas, en instantes fabricados. La aventura mercenaria alcanza su mayor grado de
objetivación en la industria turística. Aquel que busca riesgos con el amparo de la seguridad da el
paso de aventuroso hacia aventurero. El aventuroso experimenta la aventura simple, la del
instante, la aventura mortal. El aventuroso no es un profesional, es un ser humano común y
corriente. A pesar de esto existe una industria enorme en el campo del riesgo controlado, es
decir, de la aventura de los aventureros. Para escribir un ensayo se necesita ver y oír muy bien;
Jankélévitch percibe con suma agudeza el mundo burgués. La descripción de un “pobre
funcionario” que decide un día cambiar la rutina de su trabajo en el metro es un buen ejemplo de
su olfato frente a la cotidianidad (Jankélévitch 1989, 36). Una aventura puede iniciar al combinar
la sutileza de una sonrisa y el enfoque afortunado de una mirada aunque el destino de esta
aventura amorosa no se puede resolver en un matrimonio porque pierde su esencia. Un ejemplo
que describe con exquisitez este acontecer en la película Monsiur Hire (1989)24 cuyo
protagonista es un sastre misántropo y voyerista consumado a quien una mirada inicial lo arrastra
hacia la aventura y una segunda mirada lo sumerge en los vórtices de quien presencia sin querer
un homicidio; esta aventura conduce al protagonista a ser víctima de una profunda traición que lo

24
Producción cinematográfica francesa, dirigida por Patrice Leconte y protagonizada por Michel Blanc y por
Sandrine Bonnaire. Su guión esá basado en la novela Les Fiançailles de M. Hire de Georges Simenon.
25

lleva a una caída que le cuesta la vida. El cuerpo politraumatizado y sin vida del voyeur es ahora
observado por todos.

Ocurre en demasía que en la filosofía hay suficiente gente que piensa pero son pocos los que ven
y Jankélévitch comprende que para entender el mundo se necesita ser un buen voyerista; se debe
aprender a comprender el instante cotidiano. Comprensión que lo abre justamente al espacio de la
decisión ética. Jankélévitch haya la potencia de la filosofía en la metaforología no categorial; lo
metaforológico dista de lo naíf, de tal suerte que le permite hablar de la vida sin trivializarla. El
pensador francés encuentra en la aventura el comportamiento de los átomos epicúreos; partículas
que se autoconfirman, cuando actúan de manera independiente en una dinámica caótica a lo sumo
cuando asumen su destineé, como las Venus vagabundas nómadas y errantes (Jankélévitch 1989,
30). Para Jankélévitch, la desventura de la muerte es aquello aventuroso de toda aventura. En este
sentido, la indeterminación de la muerte es homóloga a la del porvenir que se muestra ambiguo.
La muerte es a la vez lo más cierto y los más incierto; el hecho de que moriremos es seguro, pero
la fecha nos permanece vedada y ese desconocimiento es lo que nos facilita vivir. En el Gorgias
Platón retoma el mito de Prometeo, según el cual Zeus luego de haberles negado la inmortalidad
a los hombres se le antojó entregarles un regalo sencillo, ocultarles la fecha de su muerte: “Éstos
son los obstáculos que se les interponen y, también, sus ropas y las de los juzgados; así pues, en
primer lugar, dijo, hay que quitar a los hombres el conocimiento anticipado de la hora de la
muerte, porque ahora lo tienen. Por lo tanto, ya se ha ordenado a Prometeo que les prive de este
conocimiento” (Gorg. 523d). 25 Esa neblina postrada sobre el instante mortal, nos concede pensar
en la otra semana, en el próximo año y en el mundo que ha de venir. Incierta y contingente así es
la hora de la muerte. La probabilidad de aplazarla con la aplicación de algunas tecnologías
“justifica la esperanza y el optimismo médico” (Jankélévitch 1989, 21).

Jankélévitch va más allá de la aventura mortal y toma un espacio para presentar la aventura
estética donde encontramos al Ulises homérico arrojado a la aventura en un espacio circular,
contrastado con Cristóbal Colón que decide asumir una aventura en un mar sin certezas. Aquí se
da un fino contraste entre lo abierto y lo cerrado. El Ulises dantesco se distancia del homérico
puesto que pasa las columnas de Hércules dejando el Mediterráneo dirigiéndose hacia el océano

25
Este suceso podemos encontrarlo en palabras de Io y Prometeo “[…] -¡Es verdad! Revélame, al menos, cuándo
veré el término de mi vagar errante, cuándo llegará la hora en que cese el sufrimiento […] - No es por deseo de
ocultártelo, sino por temor de causarte nuevas aflicciones.” (Esquilo 2001, 14).
26

infinito. Entre el Ulises dantesco y el homérico se encuentra Sadko, el famoso aventurero de


épica medieval rusa. El protagonista es ahora un humilde trovador que se ganaba la vida tocando
el gusli que es convertido en un rico mercader por el zar del mar y decide ir en busca de tesoros
para lucrarse y para conseguir embellecer los bulbos de los templos; parte desde Novgorot que se
manifiesta como “una ventana abierta al mar y al infinito del horizonte quimérico” (Jankélévitch
1989, 26). Sadko representa el hombre en una constante partida.

Georg Simmel establece una diferenciación entre la percepción utilitaria o práctica y la


percepción artística. La utilitaria hace referencia a la vida ligada a las fuerzas físicas en un único
bloque que representa la totalidad de lo vivido a manera de un continente. Frente a este rasgo
serio que enmarca la vida la percepción artística tiene topográficamente rasgos de insularidad. Un
museo protege y aísla las obras del ruido, las envuelve en un jardín cerrado. En las avenidas serán
las rejas y los pedestales las que protegen creando así una insularidad artificial. De igualmente, el
día festivo opera como una ínsula en medio de la rutinaria monotonía así como la poesía resulta
ser un periodo de vacaciones de la prosa ordinaria; la poesía es, por tanto, una cierta “prosa en
suspensión” (Jankélévitch 1989, 27). La poesía es una disonancia en medio de la tonalidad.

Jankélévitch describe un tercer tipo de aventura y según él la más importante: la amorosa. En la


aventura mortal lo más prominente era lo serio, inclusive llegando a lo trágico; en la estética lo
más relevante es lo imprevisible del porvenir donde el hombre está más afuera que adentro
(Jankélévitch 1989, 29). En cambio, en la aventura amorosa es imposible responder si el hombre
está afuera o adentro, porque acá el juego y lo serio se permutan en el espacio de la paradoja. En
este sentido, podemos decir entonces que la aventura amorosa no pertenece al destino de los
hombres, pero tal vez lo haga de su destinée. Destino se considera la sumatoria de fatalidades
fisiológicas, sociales y económicas; materialidad pura. La aventura amorosa no hace parte de
esta estructura cerrada e inflexible. Para el autor el amor está fuera del destino. Alrededor de la
materialidad del destino aparece un aura que lo ilumina con carácter femenino: la destinée. Se
trata entonces de la libertad por medio de la cual al ser humano le es lícito alterar su suerte como
si se tratara de un particular ingrediente de la destinée. Podemos ver un enorme contraste entre lo
abierto de la destinée y lo cerrado del destino comparando el desenlace usual de le vida del
arquetipo artístico con el final de dos artistas franceses de particular interés para Jakélévitch:
Rimbaud y Gauguin.
27

Arthur Rimbaud construyó una pequeña fortuna como traficante de armas en Abisinia, hasta que
una inflamación crónica de la rodilla derecha empezó a limitarle la vida. Inicialmente le
diagnosticaron artritis, ante el fracaso del tratamiento su nuevo rótulo fue sinovitis que
posteriormente se configuró en un cáncer articular. Esta condición obligó su retorno a Francia en
donde le sería amputada su extremidad inferior derecha. Seis meses después abrazado por la
miseria moriría en Marsella con apenas 37 años (Pérez 1991, 22). Por otro lado, Paul Gauguin
decidió alejarse de la capital mundial de la soledad, no quería terminar su vida en París y decidió
irse a vivir a las Islas Marquesas en una vivienda austera junto a su mujer nativa. La tuberculosis
le aseguró la experiencia del instante mortal; vivió la destinée de su aventura. Sin duda, éste es un
caso opuesto al de la gran mayoría de artistas que encuentran goce en el ringorrango parisino por
donde transita lo más destacado del homo faber26. Publicar para la editoriales, premios,
reconocimientos en revistas y “desempeñar su papel en la república de las marionetas forma parte
del destino de un poeta” (Jankélévitch 1989, 37). Sin embargo, lo experimentado por estos
artistas, Rimbaud y Gauguin, no era parte de su destino pero sí de su destinée.

Para Jankélévitch, resulta particularmente llamativo que las aventuras amorosas no hagan parte
del curriculum vitae, ni que esto sea interesante en el momento de contratar a algún funcionario.
Según el pensador francés, “lo más importante en la vida de un hombre no son los grados
sucesivos de su progreso en la «techné», son las amantes que ha tenido. ¡Es sorprendente y
paradójico que sea de lo único que no habla el curriculum!”(Jankélévitch 1989, 31). La aventura
inserta una discontinuidad en la tramoya de la existencia, la aventura amorosa fragmenta la prosa
de la cotidianidad. La motivación por este tipo de aventura surge de la inquietud generada por la
culpa y por la aceleración del ritmo que se traduce en una arritmia del tedio. Por ejemplo, en una
sala de cine, en medio de la oscuridad podremos ver mujeres, parajes, alegrías y tragedias que no
son más que evasiones de la aventura en primera persona. Esas imágenes no son más que la
skiagrafía relativa a los prisioneros descritos en la Caverna. Iniciando el libro VII de la
República, Platón nos representa esta famosa imagen que ha dado tanto qué pensar en la historia
de la filosofía occidental:

“[…] compara nuestra naturaleza respecto de su educación y de su falta de educación con una
experiencia como ésta. Represéntate hombres en una morada subterránea en forma de

26
Esta expresión Henri Bergson la utilizó en su texto La evolución creadora, donde definió la inteligencia como “la
capacidad de crear objetos artificiales, en particular herramientas para hacer herramientas, y de modificarlos de
forma ilimitada” (Bergson 1927, 436. La traducción es nuestra).
28

caverna, que tiene la entrada abierta en toda su extensión, a la luz. En ella están desde niños
con las piernas y el cuello encadenados, de modo que deben permanecer allí y mirar sólo
delante de ellos, porque las cadenas les impiden girar en derredor la cabeza. Más arriba y más
lejos se halla la luz de un fuego que brilla detrás de ellos; y entre el fuego y los prisioneros
hay un camino más alto, junto al cual imagínate un tabique construido de lado a lado, como el
biombo que los titiriteros levantan delante del público para mostrar, por encima del biombo,
los muñecos.”(Rep. 514a-514b).

Jankélévitch está hablando permanentemente de movimientos musicales; de tres modos


diferentes que experimenta la vida en relación con el tiempo. No entiende lo serio como un
sinónimo de tragedia sino como medianía, la atención del individuo se encuentra en estado de
alerta. Lo serio se aparta de ser una categoría y sucede en el tiempo como un legato27 en contraste
completo con el staccato28 En lo serio el α y el Ω, la vida y la muerte se tocan. Lo serio reside
entre la megalopsiquia trágica y la micropsiquia frívola, equidistante entre el nacimiento y la
muerte.

¿Con qué debemos entonces relacionar lo serio? Para responder esta pregunta Jankélévitch asume
un carácter apofático y encuentra que lo serio no es lo cómico, no corresponde a una categoría
estética, ni tampoco es lo trágico. Lo serio no se relaciona con la naturaleza ni con el rostro, no
es déficit ni exceso. “Lo serio no es una tragedia ligera o una comedia ácida, igual que la tragedia
no es una seriedad subida de tono. Lo trágico es lo trágico y lo serio es lo serio” (Jankélévitch
1989, 157). Así pues, la seriedad y la sonrisa se relacionan directamente con la expresión. La
sonrisa es en muchos casos enigmática con en el caso famoso de la Gioconda; con su encanto
aparece simultáneamente un misterio sutil que nubla su luz verdadera. Así mismo lo serio revela
y oculta y claramente se distancia de la frivolidad y el arrebato (Jankélévitch 1989 158). La
interpretación de un legato nos lleva a comprender el gesto de risa y no de carcajada de la
protagonista del cuadro. Jankélévitch describe varios ejemplos en torno a lo serio, como el del
humorista que en la mitad de la presentación de su acto se muestra serio, o el del conferencista
que se resbala y cae mientras el público ríe hasta saber que esta caída le ha costado justamente
una fractura de cadera. Es decir, súbitamente ha cambiado: hemos pasado de una situación jocosa

27
En la notación musical el legato corresponde a un signo de articulación simbolizado a través de la ligadura de
expresión o ligadura de articulación, que señala un modo de ejecución de un grupo notas musicales de diferentes
alturas. Así pues, “las notas afectadas se deben interpretar sin articular una separación entre ellas mediante la
interrupción del sonido” (Grabbner 2001, 32).
28
Se trata de una forma de ejecución en la que se marca la separación entre las notas mediante un silencio (Grabbner,
2001, 32).
29

a algo serio. Para nuestro autor, es claro que en el tiempo vital del ser humano todo puede
cambiar en tan solo un instante, como en el caso de una caída o en el caso de la muerte.

¿Qué es aquello que aparece luego de lo serio? Es factible que sea una fragmentación seguida
por una nueva compactación, nudos que se desatan y se ligan: “[…] La seriedad, atenta a las
vinculaciones entre interés y determinismos, introduce en la existencia la ligadura, el
encadenamiento o, mejor aún, el legato: ¿Acaso no se manifiesta en Leibniz el legato en la
naturaleza serial de la economía general?” (Jankélévitch 1989,171). Por tanto, podemos
comprender así la vida como sucesos ligados; lo que fuimos y nuestro futuro está enmarcado en
la unidad monadológica de Leibniz, pues todo presente está premiado de porvenir. En este
contexto, solo podremos acceder a nuestro contenido al final. Siendo así tiene poco sentido el
sonado reproche: “si lo hubiera hecho”. Para Jankélévitch, es claro que nuestra vida transcurre,
pasa y transita en una condición finita, en un pasar la muerte. Tampoco podemos considerar que
lo serio consiste en el mal humor, ni en la conciencia malvada; al contrario, se trata de un
movimiento imprevisto que se relaciona con la conciencia de nuestra finitud; es un saber basado
en saber lo que no se sabe.

La vida transita, pues, entre los matices de la aventura, el aburrimiento y lo serio. La aparición de
la risa refleja ahondamiento, cuando un hombre ríe manifiesta hondura: “El cómico, con la
intención de hacer reír, disloca el legato de la existencia y aísla sus 'pequeños defectos', que se
convierten así en puntos débiles. Para poder reír es necesario ahondar las grietas y las fisuras que
separan los momentos del devenir” (Jankélévitch 1989, 178). En medio de este claroscuro, de
este color gris, la muerte se muestra como la posibilidad de la vida, esto es, el órgano-obstáculo
se formula como posibilidad para un lugar único donde el aprendiz hace movimientos perfectos y
no necesita volver a repetir la partitura, pues ha alcanzado el máximo grado de perfección.
Podemos entender a la filosofía desde su vínculo con el amor y la sabiduría, expuesta bellamente
por Diotima y Sócrates en el Banquete29 o desde la comprensión del Fedón donde Sócrates
expone a la filosofía como un instrumento para aprender a morir30. En este punto, con el tono de
temple que implica lo serio, iniciamos una exploración más profunda sobre la muerte en la que

29
“Pues es la sabiduría una de las cosas más bellas y el Amor es amor respecto de lo bello, de suerte que es necesario
que el Amor sea filósofo, y, por ser filósofo, algo intermedio entre el sabio y el ignorante” (Ban. 204b).
30
“-¿Por tanto, eso es lo que se llama muerte, la separación y liberación del alma del cuerpo? –Completamente dijo
él. –Y en liberarla, como decimos, se esfuerzan continuamente y ante todo, los filósofos de verdad, y ese empeño es
característico de los filósofos, la liberación y la separación del alma del cuerpo. ¿O no?” (Fed. 67d).
30

Jankélévitch comienza su recorrido de comprensión operática de su fenómeno y misterio. La


muerte es una tragedia metaempírica y una necesidad natural que se puede dar en primera, en
segunda y en tercera persona.
Capítulo 2

La muerte como un fenómeno metaempírico

Luego de haber iniciado nuestra comprensión de la muerte como un asunto serio de estudio
por parte de la filosofía, es ahora momento de concentrar nuestra investigación en la gran
obra de Jankélévitch, La Muerte. Este texto fue publicado en 1966, año en el que Lyndon
B. Johnson, determina que los soldados estadounidenses deben permanecer en Vietnam del
Sur hasta que concluya la denominada agresión comunista, reforzando así la industria
bélica al servicio de la muerte. En este tiempo había trascurrido la primera mitad de un
siglo con abundantes reflexiones sobre este asunto, nutridas generosamente por dos guerras
mundiales y por el nacimiento de la palabra genocidio. Comenzando el siglo XX se sitúan
los versos de Rilke contenidos en el tercer Stunden-Buch, que lleva el título de El libro de
la pobreza y de la muerte (1904); no podemos tampoco dejar de lado el artículo de Freud
titulado Consideraciones intempestivas sobre la guerra y la muerte (1915) y su famoso
Más allá del principio del placer (1920). El pensador vienes señala cómo la guerra hace
surgir en los hombres un trasfondo pulsional arcaico de naturaleza inconsciente, con una
meta claramente definida: la muerte (Lisciani 2011, 333). Adicionalmente en 1927
Heidegger publicó Ser y tiempo fijando un nuevo horizonte existencial al asumir la muerte
como la posibilidad presente en todas las posibilidades del hombre, como lo habíamos
descrito anteriormente en el capítulo anterior de este trabajo.

Como podemos ver, el tema de la muerte no es una novedad reflexiva en el pensamiento de


nuestro autor, aunque sí lo es la perspectiva concernida para abordarlo. Así, nutriéndose de
la literatura como escenario teórico y de la guerra como laboratorio práctico, Jankélévitch
dictó en la Universidad de la Sorbona entre 1957 y 1959 un exitoso curso público sobre el
tema de la muerte; este curso fue transmitido por radio, y diez años después, en 1966, fue
publicado por la editorial Flammarion como un libro titulado La Mort. Emanuel Levinas
describe esta obra en el prefacio del Humanismo del otro hombre así:

Esas profundas notas de Vladimir Jankélévitch en su inquietante libro sobre la Muerte


remiten sin embargo también –más allá de los motivos ciertos de la excepción humana:
dignidad de la persona, empeño y preocupación de ser en un ser consciente de su
32

muerte -a la imposibilidad de anular la responsabilidad más imposible que la de dejar


la propia piel- al deber imprescriptible que sobrepasa las fuerzas del ser (Levinas 1974,
15).

La muerte se compone de tres partes: la muerte de este lado de la muerte, la muerte en el


instante mortal y la muerte más allá de la muerte. En este segundo capítulo abordaremos las
dos primeras partes.1 Iniciaremos un recorrido sobre la reflexión de la muerte como
misterio y fenómeno metaempírico; revisaremos las apreciaciones sobre el silencio
indecible y estudiaremos la reflexión jankélévitchiana de la muerte como órgano-obstáculo.

2.1 El misterio de la muerte y su fenómeno metaempírico

Sin duda, la medicina, la estadística, la economía y la biología han ocultado el misterio de


la muerte, simplificándolo a la descripción física de lo que aquí sucede. Para la mirada
médica, la muerte es un suceso determinable, audible y epidemiológico. En la orilla jurídica
la muerte es un mero hecho natural y, por tal, motivo la administración de las defunciones
es una labor más del aparato judicial. Al inicio de su obra La muerte, nuestro autor renuncia
a la posibilidad de comprender la muerte desde la física y desde la metafísica; siente que
esta última puede actuar como una trampa, si se encaminan esfuerzos inútiles en encontrar
su esencia. Se quiere también distanciar de la demografía, de las sumas, de las restas y de
los promedios. Por ejemplo:

Tal es el aspecto tranquilizador y burgués bajo el que Tolstoi, al principio de su célebre


novela, empieza a examinar la muerte de Ivan Ilich: esa muerte no es sólo la dolorosa
muerte de Ivan, sino que es además el fallecimiento del caballero Ivan Golovín2,
magistrado del Estado; he aquí un acto administrativo banal y abstracto, un acto
necrológico (Jankélévitch 2009, 17).

Para iniciar su reflexión sobre la muerte, el autor francés formula tres tesis: 1) debemos
entenderla como una tragedia metaempírica; 2) asumir igualmente que debemos tomarla en
serio; y, finalmente: 3) la comprensión del fenómeno de la muerte se logra en perspectiva
de la primera, segunda y tercera persona.

1
El estudio del envejecimiento que corresponde la segunda parte de La Muerte será tratado en el tercer
capítulo junto con el instante mortal.
2
“La esquela, enmarcada en negro, decía así: Prascovia Fiorovna Golovina, con profundo dolor, da cuenta a
sus allegados y amigos del fallecimiento de su amado esposo Ivan Ilich Golovín, miembro de la Cámara
Judicial, sobrevenido el 4 de febrero de 1882. El sepelio será el viernes a la una de la tarde” (Tolstoi 2003, 9).
33

En primera instancia sabemos que el orden de la muerte trasciende la empiria y a los rasgos
del intervalo. Por ejemplo, los cementerios en las ciudades se hayan ubicados usualmente
en las afueras, extra ordinem. La muerte es esencialmente un orden extraordinario. Nadie
ha escapado de su abrazo; nunca nadie ha logrado vivir por siempre. Es un hecho común a
todos los seres vivos, y sobre todo a todo ser humano. Pero si se trata de un factor común a
todo ser vivo, ¿por qué se nos presenta como un escándalo que hiere nuestra cotidianidad?
¿Por qué su acontecer despierta horror y una profunda inquietud? En palabras de Eugène
Ionesco: “[…] estoy lleno pero de agujeros. Me roen. Los agujeros se agrandan. No tienen
fondo […] Yo me muero […] Yo me muero […]” (Ionesco 1962, 48). Cada muerte trae
consigo una novísima banalidad que comparte características con la longeva novedad del
amor. Para quien se enamora, el amor siempre es nuevo y pronuncia palabras y versos que
han sido repetidos como si jamás ninguno los hubiera pronunciado; el amor es siempre
joven y novedoso igual que lo es la muerte. Lo que nos separa del misterio del más allá y
el más acá es una membrana ubicada en el medio y por ella solo fluyen los sustratos
seleccionados del más acá al más allá3.

La muerte puede ser entendida como una tangente trazada entre lo desconocido
metaempírico y el fenómeno del más allá que demanda apoyo de la religión. La
contradicción de estas dos orillas promueve los escamoteos, aquellos ansiolíticos que con
eufemismos motivan los malentendidos con la falsa ilusión de querer decir algo sobre la
naturaleza de la muerte. Estos escamoteos muestran a la muerte como un problema del otro
como un suceso ajeno y no concernido. No es posible que algún ser vivo se puede sustraer
de ella o que su presencia sea borrada de la faz del planeta. Su triunfo no conoce límites y
seguramente su acto sobre la Tierra culmine cuando el planeta sea igual a sus vecinos,
cuando no sea más que materia orbitando en legato alrededor del Sol. Pero cada ser
humano solo muere una vez y solo puede existir también una única vez; en este sentido,
cada uno de nosotros es “[…] una existencia absolutamente semelfáctica” (Jankélévitch

3
El concepto de membrana fue expuesto por Leibniz en 1703, donde lo relaciona con la estructura de una
pantalla dotada de una fuerza activa capaza de adaptarse tanto a los pliegues nuevos como a los viejos: “[…]
convendría suponer en la habitación oscura un lienzo para recibir las imágenes, y que ese lienzo no fuese
uniforme, sino diversificado por medio de pliegues, los cuales representan los conocimientos innatos; además
de eso, una vez extendido el lienzo o membrana, habría que suponer una especie de resorte o fuerza activa
[…]” (Leibniz 1983, 162)
34

2009, 24)4. Pero esta existencia es igualmente trágica, pues su singularidad es tan
irreductible como lo es también su necesario desaparecer.

Como lo indicamos anteriormente, esta singularidad implica que debemos tomar en serio
también su irremediable desaparecer. Este tomar en serio implica dar un paso de la frase
“tarde o temprano todos mueren” a la afirmación “yo moriré también”; este paso está
motivado por la toma de conciencia que se caracteriza por acaecer como “una brusca
intuición y una revelación tan repentina como la conciencia de envejecer; porque si el
hombre envejece poco a poco, cada vez más, día tras día, la conciencia de envejecer
aparece en cambio de repente y de una sola vez… ¡Una mañana al afeitarse!” (Jankélévitch
2002, 25-26).

En este inevitable acto el hombre se apercibe que él es realmente un candidato más en el


eterno paso de la vida a la muerte. Este instante fatal puede surgir para cada uno de
nosotros, al estar expuesto, por ejemplo, a una desgracia mortal, desde la cual se asume lo
que en serio advendrá finalmente. Sin duda, el hombre es completamente vulnerable,
cuando se confronta con un futuro finito y con un final realmente próximo. El verdadero
ataque de pánico llega para quedarse, cuando las suposiciones escatológicas fijan ahora la
fecha del final o cuando un diagnóstico médico, basado en datos estadísticos prospectivos,
establece nuestro límite máximo de vida.

Esta circunstancia se describe con exquisitez en la cinta alemana de El gabinete del doctor
Caligari5, cuyo protagonista es el desequilibrado doctor y su inseparable sonámbulo
Cesare. La mayor parte del argumento es presentado como analépsis. El narrador, Francis y
su amigo Alan deciden visitar un carnaval donde ven al doctor Caligari y Cesare, a quien el
doctor expone como una atracción, ya que según él, Cesare puede responder cualquier
pregunta. Cuando Alan le consulta al sonámbulo cuánto tiempo le queda de vida, Cesare le
responde que morirá antes del amanecer del día siguiente, lo que le provoca una crisis
emocional que termina con el posterior cumplimiento de la fatídica profecía. Sin duda,

4
Con esta expresión el filósofo francés quiere indicar la singularidad irreductible de la existencia, la cual solo
es factible en una única oportunidad.
5
Esta cinta es considerada el primer filme expresionista de la historia del cine y es así mismo una de las
películas expresionistas germanas más importantes. Si título original es Das Cabinet des Dr. Caligari (1920),
fue dirigida por Robert Wienea y el guión cinematográfico fue obra de Hans Janowitz y Carl Mayer.
35

conocer el fatídico momentum de su gran noche, arrastra a cualquiera a la locura y al


instante mortal, aquí el movimiento saltó de lo serio a la tragedia, del legato al staccato.

Lo serio entonces no es la certeza sino la palpación de la posibilidad de la muerte. Es como


“[…] una tragedia en sordina, una tragedia a media luz […]” (Jankélévitch 1989, 183). Hay
dos escenarios que se muestran como condición de posibilidad para conocer la muerte
desde lo abstracto: el pasado, debido a que su distancia con el presente permite pensar el
instante mortal de los otros gracias a la retrospección y el futuro que sucede como un
aplazamiento del último instante. Por encima del velo de maya que confeccionamos con el
lenguaje o con la medicalización, adviene la muerte convirtiéndose en un referente
inmediato y se desata un seísmo en el interior del hombre. Nadie está preparado para la
muerte, ella siempre toma por sorpresa, siempre ocurre antes de tiempo. El fin propio es
asumido como el fin de todas las cosas, no sólo con respecto a mí ser, sino también en
general; pero la nihilización es muy efectiva para evitar que el Planeta entero también
muera; la muerte del otro es trivial frente a la propia y la propia lo es para el otro.

La tercera tesis que queremos resaltar en el trabajo de Jankélévitch consiste en señalar la


triple perceptiva desde la cual la pregunta por la muerte puede ser asumida: la muerte en
tercera, en segunda, en primera persona nos permite diferenciar tres formas de su
consideración: “[…] las tres ópticas: la tercera y la segunda personas que son mis puntos de
vista sobre el otro (Él o Tú) o los puntos de vista del otro sobre mí mismo (yo, considerado
como tercera o segunda persona del otro), las dos parejas continúan siendo dos sujetos
monádicamente y personalmente distintos […]” (Jankélévitch 2002, 34). En nuestra
cotidianidad la perspectiva a la que estamos más acostumbrados es a la de la tercera
persona, pues se trata de una perspectiva anónima y abstracta. En un caso excepcional
puede también ser la muerte propia; el médico que se enferma y que desempeña el doble rol
de médico y paciente en simultánea. En los casos de la tercera persona, de ese lejano y
anónimo cadáver que la vida ha abandonado, asumimos este hecho con una relativa
serenidad, pues no nos concierne propiamente, aunque ciertamente podamos estar
conmovidos por este acontecimiento; en cambio, los casos referidos a la primera persona la
angustia hace su presencia, por el acorralamiento de un misterio que me permea
directamente: “Se trata de mí, es a mí a quien la muerte llama personalmente por mi
nombre, a mí a quien señala con el dedo y de quien tira la manga, sin darme la oportunidad
36

de hacer pasar por delante el vecino” (Jankélévitch 2002, 35). Es muy posible que ante este
señalamiento personal nos gustaría a todos atrasar la fecha y posponer así este
acontecimiento. Entre el destacado anonimato de la tercera persona y la tragedia personal
de la primera persona se encuentra el estadio intermedio de la segunda persona, entre la
muerte foránea e indiferente de ese otro desconocido y la propia aparece la de un ser
querido que pese a la distancia la vivimos como si se tratara de la propia, porque este ser es
alguien que consideramos próximo, casi como si lo fuéramos nosotros mismos. Por
ejemplo, tras la muerte de su hijo, la madre siente que con su muerte ella murió también,
pues todo cambio irremediablemente para ella, aunque ella esté ahora viva y su hijo no.
Esta proximidad, sin embargo, se trata de una cercanía sin superposición, sin uniformidad
y, por ende, podemos pensar la muerte del otro como un evento no-propio. El hijo murió y
la madre no, aunque sienta su muerte como si fuera la de ella. Retomando la perspectiva de
la primera persona, entendemos que el privilegio de esta reside en su tiempo futuro, debido
a que solo puede hablar de morir en futuro, pues siempre se trata de evento que vendrá.
Desde este horizonte, la perspectiva de la primera persona afirma simplemente: moriré.
Para la de la segunda y tercera persona es posible conjugar el verbo morir en presente y en
pasado. Nunca muero para mí mismo, jamás soy yo el que muere siempre será el otro, me
es lícito entender que moriré pero no puedo vivir el acontecimiento en primera persona.
Esta es la aporía que envuelve la muerte; la muerte concierne a mi existencia singular, pero
solo puedo estar alrededor de la muerte del otro.

Teniendo en cuenta esta limitación, podemos también señalar que “lo que viene después de
la muerte escapa a fortiori al propio yo que la muerte, precisamente, ha nihilizado: la
consciencia ulterior o póstuma es, forzosamente, segunda o tercera persona; a falta de un
mensaje inmediato, la muerte de uno necesita la conciencia del otro, y esta consciencia
epiloga esta muerte como se epiloga el pasado” (Jankélévitch 2009, 43). Un caso que nos
ejemplifica la diferencia entre los roles de la primera, segunda y tercera persona, aconteció
el 18 de octubre de 2015, cuando una avioneta cayó sobre una vivienda en Bogotá. Sin
duda, se trató de un hecho poco probable, pero la contingencia se dio y 6 personas
murieron. Esta noticia tuvo un impacto mediático que fue amplificado debido a que en esa
misma aeronave iban a viajar el expresidente Andrés Pastrana y la exministra Martha Lucia
Ramírez. Una contingencia apareció y ellos no viajaron; pero luego de ver las llamas, esas
37

muertes en tercera persona les hicieron sentir una proximidad al instante mortal que los
llevó a asumir esta posibilidad de haber muerto como una verdadera tragedia personal. Por
diversos medios de comunicación estos personajes de nuestra vida pública solicitaron una
investigación exhaustiva, que seguramente no hubiesen pedido si no hubiesen tenido alguna
relación con este fatídico evento, aunque fuese tan sólo en su posibilidad, pues simplemente
lo sucedido ese día 18 de octubre habría sido parte tan solo de una estadística de los
siniestros aéreos en nuestro país. Vale la pena resaltar en este punto que solo es posible
apreciar el sentido total de la muerte, según Levinas, cuando ella es asumida como
responsabilidad por el otro (Cardona 2010, 199), por tanto: “La muerte que supone el final
no podría medir todo su alcance sino convirtiéndose en responsabilidad hacia el prójimo,
por la cual, en realidad, nos hacemos nosotros mismos: nos construimos a través de esa
responsabilidad intransferible, no delegable. Soy responsable de la muerte del otro hasta el
punto de incluirme en la muerte” (Levinas 1994, 56-57). Detengámonos ahora en el
examen que hace Jankélévitch de la muerte desde este lado, desde la vida, desde quien
piensa en el futurible y desde quien escucha el silencio indecible e inefable.

2.2 La muerte desde el más acá

El texto La muerte, comienza con una presentación de carácter programático. Jankélévitch


no quiere reducir su comprensión al horizonte fenoménico, pues quiere ganar una
perspectiva existencial del evento así como realmente concernida. Es decir, no quiere
realizar una investigación metafísica que señale qué es la muerte en cuanto muerte; de ella
podemos decir que es un acontecimiento grave, mortal, único e intransferible. Se trata de un
acontecimiento metaempírico que hiere la existencia entera. A pesar de que ocurre en el
orden mundano no lo podemos explicar con las categorías ordinarias. En este sentido,
pensar la muerte es un acto siempre deficiente, debido a que no se puede abrazar
perfectamente su objeto, es decir, la muerte escapa a cualquier determinación teórica. No
tenemos la posibilidad de recordar ni el inicio ni el final de nuestra vida; pese a la búsqueda
por medio de las técnicas de regresiones bajo hipnosis nunca nadie puede recordar el útero
materno ni el nacimiento. Pareciera que la naturaleza usa en este caso la imposibilidad de
almacenar recuerdos in útero como un factor de protección. Nuestro sistema nervioso
38

durante el periodo embrionario carece de la madurez estructural necesaria para almacenar y


procesar las aferencias del entorno (Barr 1994, 51). De la misma manera, nadie podrá
recordar su muerte, pues con un mismo acto ella nihiliza el pensamiento y el recuerdo
propio. Para nuestro autor, la muerte no es un asunto genérico que se pueda aplicar a todo;
las plantas y los animales no humanos simplemente dejan de vivir, pero no mueren.

La condición de muerte es exclusiva del hombre que encarna la realidad de un άπάξ.


Aquello que diferencia la experiencia humana y la no humana es la percepción exclusiva de
nuestra especie frente al tiempo. Para Jankélévitch, cada ser humano es único, es un άπάξ,
el último de su especie; con su muerte se acaba no sólo este individuo, sino al mismo
tiempo la especie entera. En este sentido, matar a alguien se traduce en un acto de
implicaciones profundamente ontológicas. El punto de partida del examen jankélévitchiano
consiste en asumir el enfoque arquimédico de la segunda meditación cartesiana: el yo. Pero
este yo ahora es un docto ignorante cuando se pregunta sobre la muerte, ese acontecimiento
siempre violento e irreductible y es por esto que inicia la primera parte de su obra La
muerte, pensándola desde lo próximo a cada uno de nosotros: la muerte desde este lado.
Podemos asumir que esta meditación es realmente una filosofía citerior6.

Con frecuencia para referirse a la muerte se usan eufemismos: “descansó”, “era lo mejor
que le podía ocurrir”, “este niño que ha muerto seguro será un ángel más en el cielo”. Nos
cuesta aceptar que es una tragedia. Para los psiquiatras este recurso es conocido como
intelectualización7 y se presenta siempre como un mecanismo de defensa frente al dolor de
la pérdida irreparable de un ser querido. Como segunda persona nos es factible pensar la
muerte desde este lado, es decir, citerior y separarla del otro lado; aquel ulterior del cual el
escamoteo y la especulación son las herramientas disponibles para que el hombre asuma el
evento mortal. Al situarnos en lo citerior nos ubicamos en el orden del misterio y cualquier
consideración sobre la muerte siempre será alegórica. Este recurso lingüístico dista de lo

6
El término citerior no denota simplemente algo próximo. En la antigüedad el Imperio Romano dividió
Hispania en citerior y ulterior y pertenecer a un lado o al otro tenía determinantes sobre la existencia de sus
habitantes. La descripción precisa de estos límites se encuentra denotada en los mapas de la Geografía de
Estrabón, libro III. (Estrabón 1998, 132).
7
La intelectualización es un concepto psicodinámico. Es considerado un mecanismo de defensa, en donde el
razonamiento es usado para bloquear la interacción con un problema inconsciente y su estrés emocional
relacionado, mediante el “uso excesivo de ideación abstracta para eludir sentimientos difíciles” (Kaplan 1996,
261).
39

apofántico, debido a que en ella el “como sí” no busca alcanzar una cierta igualdad sino una
aproximación. La muerte no es un evento que pueda ser reducido a algo conocido. No se
parece a nada de lo que conocemos o podemos conocer. La ilusión más ingenua es tomar la
muerte como un lugar, un “allí de aquí”. La imposibilidad de imaginarla con cierta
precisión no solo se fundamenta en no haber estado en ella, debido a que podríamos
imaginar el desierto sin haberlo visitado, sino porque nadie tiene un recuerdo o una imagen
que pueda trasmitirnos para hacer inteligible lo que allí sucede. Solo hay espacio para las
alegorías y estas jamás otorgan definiciones. La filosofía citerior es siempre alegórica y no
busca plantear soluciones, le basta tan sólo con nadar en lo aporético.

La muerte resulta similar a un astro; si queremos observarlo debemos hacerlo siempre de


lejos. Por ejemplo, podemos contemplar la luna, sus cráteres y sus colores, porque estamos
a 384.400 kilómetros de distancia y, para hacerlo, debemos usar telescopios. Pero si
estuviéramos parados en el medio de uno de los cráteres del paisaje lunar, no conoceríamos
la dimensión de su naturaleza; nuestro cuerpo no estaría sometido a una gravedad terrestre
de 9.8 m/s2, sino a la de 1.6 m/s2. Seguramente Kepler jamás habría podido escribir el
capítulo XVI de su obra El secreto del universo8, el cual dedica al satélite: “No es poca la
perplejidad que produce el orbe de la Luna, por pequeño que este sea. Y por tanto, ya es
hora de que diga alguna cosa sobre la Luna” (Kepler 1994, 164). Vale la pena recordar el
12 de abril de 1961, cuando el cosmonauta ruso Yuri Gagarin consiguió lo inimaginable:
orbitar la Tierra. Sin duda, este fue un acontecimiento sin precedentes en la historia de la
humanidad. Por primera vez un hombre observaba nuestro Planeta desde lejos; Gagarin
había descentrado la mirada humana. El alcance del cosmonauta va más de lo performativo
de sus records mundiales:

Más importante que todo eso es la apertura probable a nuevos conocimientos y a


nuevas posibilidades técnicas, son el coraje y las virtudes de Gagarin, es la ciencia que
ha hecho posible la hazaña y todo lo que todo esto a su vez presupone en términos de
espíritu de sacrificio y de abnegación. Pero quizás lo que cuenta por encima de todo es
el hecho de haber abandonado el Lugar. Por una hora, un hombre ha existido fuera de
todo horizonte –todo era cielo alrededor suyo o, más exactamente, todo era espacio
geométrico-. Un hombre existió en lo absoluto del espacio homogéneo (Levinas 2004,
289).

8
El título original de la obra es Prodromus dissertationum cosmographicarum, continens mysterium
cosmogra-phicum y fue publicado por primera vez en 1596.
40

La muerte también es similar a la Gorgona, a quien nadie podía mirar directamente a los
ojos sin quedar petrificado, así mismo la muerte se le debe observar por el reflejo del
espejo, pensarla de soslayo. Ciertamente, para esto necesitamos un proceso no de altas
velocidades sino de lentitud y es posible que al leer el texto de Jankélévitch el lector busque
prontamente una definición de la muerte, pero una de las características de la filosofía
citerior es que piensa sobre algo que llegará pero que todavía aún no. Sin duda, esto genera
una profunda ansiedad. Esta filosofía solo puede entonces hablar de la vida, en la medida
en que se dirige hacia la muerte; la vida solo es vida en la medida que avanza hacia la
muerte. Desde el momento citerior la muerte es un futurible: “me morí” o “me muero” no
tienen pues lugar. Todo acontece en un segundo. Jankélévitch siempre insiste en la
complejidad del fenómeno alegórico de la muerte.

Nuestro filósofo vincula la música como un recurso fundamental de la filosofía citerior que
en esencia es siempre una apertura de iniciación. Por esta razón, apela al Amor Brujo
(1915) del español Manuel de Falla (1876-1946), para resaltar así el carácter enigmático
del fenómeno metaempírico que resulta similar a la iniciación del amor, en la que el brujo
sabe que quien quiera amar y no esté dispuesto a morir no debe entrar en el acto del amor;
de igual manera, quien quiera vivir estará siempre dispuesto a asumir la ignorancia
biológica que se enaltece con la muerte. Igualmente, Jankélévitch apela a los Cantos y
danzas de la muerte (1870) de Modest Músorgsky (1839-1881), que escribe esta obra
basado en los poemas de Arseny Golenishchev-Kutuzov; usualmente es interpretada por
bajos o barítonos. En cada canto se presenta la muerte en una forma alegórica que procura
reflejar las experiencias frente a las patologías rusas del siglo XIX: la mortalidad infantil, el
alcoholismo y los efectos de la guerra; en cada una de ellas la muerte ronda las
habitaciones, se pasea por las calles. ¿Qué escena se teje entre estas dos obras musicales?
Sin duda, estamos ante la percepción de un suceso macabro; a él no podemos darle la
espalda, y nuestra actitud no puede ser otra que dilatar su inevitable advenimiento o
precipitarnos en él.

No podemos dejar de pensar en la muerte, pero no podemos realmente pensar en ella.


¿Podemos seguir el camino de una filosofía apofática o podemos usar el recurso de la
reflexión en el espejo? Para Jankélévitch, el carácter de espejo solo es posible pensarlo con
lo que él denomina inversión apofántica: lo positivo se vuelve aquí negativo y lo negativo
41

positivo. Ese trastocamiento es también una nihilización. La muerte entonces sería un no


radical, no es un no entre otros, es un no absoluto, es clausura completa. En esta parte de la
obra se produce un salto cromático en la reflexión del autor; pasamos del amarillo de la
aventura y del claroscuro de los serio a lo negro de la muerte.9 La muerte no guarda
propiamente un secreto, aquello que alguien sabe y guarda con recelo, como la fabricación
de la bomba de hidrógeno, sino que es un misterio para todos los seres humanos y jamás
podrá ser develado por nadie. Desde una perspectiva pascaliana los seres humanos tenemos
una condición de protección: la ignorancia. Nadie podría conocerlo todo y ser al mismo
tiempo hombre. Sin duda, queremos saberlo todo, nos parecemos a ese hombre aristotélico
que por naturaleza desea saber. Pero si lo supiéramos todo, nos perderíamos en la locura.
La ignorancia resulta entonces un protector natural. Tenemos un particular deseo de saber,
un gnosticismo agnóstico, ignorancia docta, aunque, si lo supiéramos todo no habría
espacio para la acción, es decir, para la vida. Ahora bien, todo aquello que hacemos en la
vida, solo es posible desde el orden del sinsentido. Éste es el verdadero orden del sentido.
La muerte que sólo es posible en la vida hace posible justamente la vida en la medida en
que la limita. ¿En qué consiste entonces nuestra meditación sobre la muerte?
Especularmente es una reflexión sobre la vida y en esto Jankélévitch se distancia de
Spinoza, para quien el hombre libre solo piensa en la vida10. La muerte es realmente el a
priori letal, que hace posible todo conocimiento de la vida. Si Dios es plenitud del ser, la
muerte es aquella noche que es la plenitud del no ser. ¿En qué radica pues este no-ser?

2.3 El no-ser y el no-sentido

Recordemos que Jankélévitch se pregunta sobre la muerte desde este lado de la vida con
una dificultad que podemos resumir en la siguiente pregunta: ¿cómo pensar este fenómeno
que en sí es un misterio? Para atender a esta pregunta, inicia por efectuar una diferenciación
entre secreto y misterio: “Hay un misterio de la muerte, pero este misterio se caracteriza por

9
De este aspecto el autor hace una exposición en La aventura, el aburrimiento y lo serio: “El hombre
introduce la luz en la oscuridad de la noche. ¿No es el claroscuro la ambigüa luz del camino aventuroso?”
(Jankélévitch 1989, 40).
Spinoza en su parte IV de su Ética señala con claridad: “Un hombre libre en nada piensa menos que en la
10

muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida” (Ética, Parte IV, Proposición
LXVII).
42

el hecho de que no es un secreto, como hay secreto de la bomba atómica, el secreto de la


piedra filosofal, el secreto de los violines Stradivarius, etcétera. Pero nadie tiene el secreto
de la muerte. No es un secreto y es en eso que la muerte es un misterio” (Jankélévitch 2009,
35-35). No podemos pasar por alto que del misterio hablamos con los recursos de la
analogía y la dimensión paradojal. En esta parte de la investigación abordaremos
inicialmente de qué manera se expresa el No de la muerte, posteriormente nos centraremos
en el asunto del silencio y por último en la descripción de los impedimentos existentes para
comprender la muerte como una categoría.

Jankélévitch atiende al No-ser y el No-sentido de la muerte; para nuestro pensador, la


muerte es un incuestionable No-ser de todo nuestro ser, el No-sentido de la esencia. Para
abordar reflexivamente este No, apela a una filosofía negativa de la negatividad absoluta, es
decir, una filosofía que asume este no en su negatividad radical y no como un simple juego
de la positividad absoluta. Así se aparta de toda formulación apofática en la que se propone
la confrontación de la negatividad ante la positividad absoluta, como ocurre por ejemplo en
la dialéctica hegeliana. Dios sería el no-ser en el sentido que está por encima del ser. La
muerte a diferencia de Dios se ubica por debajo del ser, el Creador entrega la Creación.
Pensar el No de la muerte implica asumir una complejidad soportada en la negatividad
absoluta que es a su vez la negación pura del ser; esta negación es realmente el asecho
permanente del no-sentido. Este No es una profundidad: “[…] de la vida, pero esta
profundidad no es una profundidad dialéctica a la que podamos descender interpretando el
sentido críptico de las apariencias esotéricas: pues la profundidad dialéctica es más bien
una altura y una apelación al movimiento anagógico del pensamiento” (Jankélévitch 2009,
76). En este sentido, podemos decir ahora que la muerte permite vivir a la criatura por un
lapso de tiempo antes de contrarrestar toda posibilidad alternativa a ella misma, pues acaece
como la aniquilación de todo ser vivo, el cual cuenta siempre con un tiempo vital límite.
Este límite es justamente el misterio interior de la vida, su brevedad. Vida es siempre vida
breve, pues siempre queda para el viviente algo realmente pendiente, una vez se pierda en
la noche de la muerte. No es posible entonces comprender ni la nada en estado puro, ni la
positividad pura de lo eterno en un ser limitado por la muerte.

El No de la muerte comparado con Sí de la Creación es una contracorriente, porque es ese


No radical; la muerte no es el inicio sino el término, aunque no podemos aceptarla como
43

conclusión, esto debido a que en ella se desata la aniquilación completa de lo que era antes
vivo. El caudal vital desemboca así en la nada y sucumbe reafirmando aquí el triunfo de la
muerte; es de esta manera como ocurre la irreversible inversión de la positividad
apofántica, está hecha para afirmar el ser y la vida. La muerte es el resquebrajamiento del
futuro último de todos los futuros para el άπάξ; es la sombra amenazadora del no-sentido, la
noche de los fenómenos en la que se eclipsa nuestra existencia. Se trata aquí de un cese
definitivo para el muerto que siempre es incapaz de resucitar. Si esto último aconteciera, no
estaríamos hablando propiamente de un muerto, sino de un ser en estado cataléptico11. El
muerto no puede regresar debido a que nada puede surgir de la nada. La muerte constituye
el fin de la serie de las series, aquel instante que carece de un después, porque es un
estrangulador infalible de la continuidad. La muerte es oscura como el negro absoluto y
como la noche ciega y tan presente como el silencio.

En este contexto, la muerte resulta innenarrable desde el principio; es un silencio ante un


cuerpo frio, rígido en apnea y asistolia permanentes y esto nos inspira una angustia que se
somatiza en el abdomen, en el olfato y en un frio invasor que parece colonizar nuestra
médula ósea12; la relación con el cuerpo sin vida también se traduce en un silencio
perturbador. Lo inefable es también el inseparable acompañante de este silencio; no
obstante, este silencio se nos presenta siempre en imágenes de muda interpretación, un
discurso y un canto sin límite (Jankélévitch 2009, 90). Sin embargo, estas sensaciones no
se dan exclusivamente con la muerte, las podemos experimentar también en el amor y con
Dios; con el primero los hombres se tornan silenciosos o elocuentes y pueden hacer de sí un
poeta entregado a la ebriedad lírica, que desborda todo uso habitual del lenguaje. El poeta

11
Catalepsia proviene del griego κατάληψις, que se relaciona con la acción de coger o de sorprender. Se trata
de una alteración súbita del sistema nervioso caracterizado por la pérdida temporal de la movilidad y de la
sensibilidad. La catalepsia se presenta en pacientes con diagnóstico de esquizofrenia o con cuadros psicóticos.
El sujeto no responde a los estímulos; el pulso y la respiración son lentos y la piel se torna pálida (Stedman´s
1993, 295).
12
Los mamíferos y las aves, tienen la posibilidad de generar el aumento de la temperatura corporal gracias a
su propio metabolismo, lo cual demanda una alta ingesta calórica. La gran mayoría de peces, reptiles y
anfibios son incapaces de autorregular su temperatura y necesitan de fuentes externas de calor; antiguamente
se les denominaba organismos de sangre fría, actualmente son llamados poiquilotermos (Kingma 2011, 38).
Debido a que el ser humano tiene una temperatura corporal entre 36.5° y 37.5° y su piel se encuentra a 33.5°,
su relación táctil con los animales poiquilotermos puede evocarle el frio corpóreo de los muertos: los seres
humanos somos animales que nos relacionamos corporalmente con el calor, lo que ha promovido la
interacción social desde los albores de las civilizaciones como se evidencia en los fósiles hallados de Homo
erectus datados en 1.5 millones de años. (James 1989, 26)
44

sabe muy bien que no hay palabras para nombrar su amor; sin embargo, se atreve a
nombrarlo. Ante Dios nos encontramos también frente a los acontecimientos imprevisibles
que suceden en el curso del devenir, que suscitan un profundo silencio. Ahora bien, estas
consideraciones no son más que metáforas, pues es la imaginación que pone en movimiento
la intuición y ésta última recrea así, de un solo golpe, lo inefable. Si nos fijamos una vez
más en esta comparación del silencio de la muerte, ella no se parece ni al silencio de Dios
ni al del amor, debido a que sobre ella no es posible hacerse una imagen. De Dios podemos
hacernos una imagen, aunque Él mismo sea irrepresentable, del amor también, aunque no
podamos reducirlo a un caso conocido; El No de la muerte es, sin embargo, la terminación
de todos nuestros relatos, de todas nuestras imágenes, de todas nuestras representaciones.
Cabría entonces preguntarnos: ¿es posible tener una intuición de la muerte? ¿Será que la
muerte se asemeja más a un largo viaje por el Aqueronte que a un profundo sueño junto al
Leteo de Hypnos? Vladimir Jankélévitch quiere que disfrutemos las Canciones de cuna de
la muerte de Mussorgski y de Suk, y el poema sinfónico de Liszt De la cuna a la sepultura,
pues aquí podemos tal vez vislumbrar una intuición musical sobre el misterio metaempírico
de la muerte.13 Para penetrar en esta intuición, Jankélévitch ahonda en la reflexión de la
negatividad propia de la muerte partiendo de la corporalidad, puesto que es el cuerpo dónde
acontece su manifestación. De la mano de Henry Bergson el pensador francés nos lleva a su
perspectiva de la muerte como órgano-obstáculo. Detengámonos en esta maravillosa
comprensión.

2.4 El órgano-obstáculo

[…] así la muerte, según la esperanza escatológica, es en el mismo instante el final de


la vida y el umbral de la supervivencia, la conclusión del orden anterior e, ipso facto el
comienzo de un orden distinto: terminal e inicial todo junto […] (Jankélévitch, El
perdón 1999, 198).

13
Existe una anécdota de Franz Liszt en relación a un beso que, supuestamente, le dio Beethoven, en abril de
1823, cuando a los once años acababa de dar uno de sus primeros conciertos. Wolfgang Dömling la relata
como si, desde aquel instante, Liszt hubiera tomado simbólicamente la posta de los grandes de la música.
Jankélévitch no es la excepción al indicar a Liszt, como una de las encarnaciones del artista genial del siglo
XIX. “Para él, las inquietudes, el impulso y el modo en que utiliza las formas musicales confirman esta idea,
particularmente cuando se refiere al tratamiento de lo rapsódico, que en su opinión constituye, mejor que una
forma musical, un género que invita a la liberación de las energías patéticas” (Camarero 2013, 179).
45

Vladimir Jankélévitch asume la muerte como “el nunca-jamás-nada de nuestro todo


psicosomático” (2009, 95), que constituye el a priori letal de la vida. Esta comprensión del
fenómeno metaempírico señala que el hombre existe exclusivamente, porque en algún
momento y lugar deberá dejar de ser. Esto significa entonces que “desde el mismo
momento de su nacimiento, el vivo es aquel que debe morir” (Jankélévitch 2009, 95). En
este sentido, debemos asumir como el límite aquello que hace posible el ser del hombre y
de cualquier cosa en general; como ocurre, por ejemplo, en el caso de un triángulo o un
cuadrado, los cuales consisten en las líneas que los enmarcan y si alguna de estas
desapareciera, el espacio que los conforma se fundiría con el espacio general y dejarían
entonces de ser. Como lo detectaría tempranamente Euclides (325 a.C-265 .C), toda figura
es realmente una limitación del espacio.14 Igualmente, el hombre es aquella forma orgánica
que constituye un espacio delimitado dentro del espacio general, y la vida, lacrada por la
muerte, un segmento de tiempo delimitado dentro del tiempo indistinto. Por tanto, vemos
como los límites permiten que algo sea, cuando simultáneamente niegan la posibilidad de
ser en cualquier momento y en cualquier lugar, en caso opuesto la falta de límites, en vez
de implicar omnipresencia y eternidad, lo que señala es la pura inexistencia, de forma que
podríamos decir que aquello que no está limitado en el tiempo y en el espacio, simplemente
no es. Así pues, la limitación es, entonces, el costo que se debe asumir por la existencia; es
imposible ser al mismo tiempo algo y todo, ni ser, a la vez, ahora y en todo momento. En
este orden, una existencia sin límites no puede ser una existencia, igualmente, ser todo y ser
siempre es sinónimo de no ser. El límite le otorga forma al ser y previene que se termine
diluyendo en la indeterminación absoluta de lo carente de límite, que es pura nada. Todo lo
que es tiene entonces límite.

Como lo hemos señalado antes, la muerte es la última frontera de nuestra vida y, por ende,
enmarca los límites espaciotemporales que configuran el ser del hombre. Teniendo en
mente esta perspectiva del límite, nuestro pensador afirma, siguiendo aquí a Bergson, que
“la muerte es el órgano-obstáculo de la vida” (Jankélévitch 2009, 99), así como el ojo es el
órgano-obstáculo de la visión; y como ese límite absoluto “la muerte impone una forma a la
vida” (Jankélévitch 2009, 96), la mantiene en tensión y rige el carácter del curso vital. Esto

14
Dentro de las definiciones del Libro I de Elementos señala: “13.Un límite es aquello que es extremo de
algo. 14. Una figura es lo contenido por uno o varios límites.” (Euclides 1982, 7).
46

significa entonces que la vida no solo se afirma a pesar de la muerte, sino que solo es vida
por la delimitación que la muerte le impone. La muerte antes de acabar con la vida, la hace
posible en la medida en que la delimita. Así pues, la muerte no es en algunos casos
obstáculo y en otras oportunidades órgano, sino que en todo momento es órgano-obstáculo
de la vida, así como “el organismo es ante todo el conjunto de instrumentos y herramientas
naturales que permiten al individuo vivir” (Jankélévitch 2009, 102); este mismo organismo
es el que constituye el límite del individuo, es decir, se trata del obstáculo mismo que le
impide al individuo expandirse más allá de su ser tanto en el tiempo como en el espacio.
Gracias al cuerpo el individuo posee una vida delimitada y por él termina con la muerte.
Una vida ilimitada es igualmente una vida descorporalizada.

Según Jankélévitch, la naturaleza positiva del órgano es percibida en su mera positividad


por las conciencias desprevenidas, pues en principio “la sensación no nos habla más que de
presencia” (2009, 104) y la positividad de la vida solo se presenta como positividad y en
cuanto tal no tiene aparentemente relación con la muerte. Únicamente de forma reflexiva
puede una conciencia aguda representarse la negatividad de la positividad; en este caso, las
limitaciones propias del órgano hacen que sea concebido a la vez como obstáculo. Según
esto, el órgano-obstáculo solo aparece como tal en “un espíritu complicado y un poco
perverso” (Jankélévitch 2009, 102). Solo esta clase de espíritus se angustian por lo que hay
fuera de los límites del órgano, en otras palabras, por aquello que éste, en tanto obstáculo,
imposibilita. Por otra parte, la muerte es un mero obstáculo solo para las cabezas distraídas,
pues ante los espíritus penetrantes se revela el carácter de órgano de la muerte, es decir, la
positividad de la negatividad y con ello se hace patente también la anfibología del
pensamiento sobre el tiempo: “Destructor el tiempo es una muerte que es una vida, pero
esta vida es una vida que es una muerte” (Jankélévitch 2009, 107).

Ahora bien, el riesgo de muerte amenaza la forma orgánica, provocando a su vez que el
pensamiento de la muerte dramatice el tiempo dirigiéndose de forma inevitable a los
conceptos de finitud y brevedad. Por esta razón, percibimos que el tiempo de la vida es
limitado y que su determinación marca la organización del mismo como periodo vital. Por
esta razón, el límite es aquello que hace de un lapso de tiempo amorfo un tiempo vivido, un
tiempo con estructura, un verdadero “episodio en la eternidad de la nada” (Jankélévitch
2009, 97). Esta particular circunstancia en la que el tiempo es limitado hace que se le asigne
47

un valor inmenso; el hombre tiene tiempo y lo tiene contado y esto condiciona su


existencia; la cuenta regresiva inicia en el instante de nacer. En este sentido, el efecto limit
resulta infalible sobre el último destino del ser humano. Por consiguiente, la muerte amorfa
diluye en su acontecer todas las formas, pues moldea la vida o, en otras palabra, es el
sinsentido de la muerte lo que marca la tonalidad de la vida y la hace susceptible de un
sentido.

Así pues, tenemos que reconocer que la vida y la muerte, pese a ser fatalmente indisolubles,
jamás pueden presentarse juntas. Epicuro se refirió a esta imposibilidad y a lo espantoso de
la muerte en la Carta a Meneceo de la siguiente manera:

Así que el más espantoso de los males nada es para nosotros, puesto que mientras
somos la muerte no está presente, y cuando la muerte se presenta ya no existimos. En
nada afecta, pues, ni a los vivos ni a los muertos, porque para aquellos no está y éstos
ya no son […]. El sabio, en cambio, ni rehúsa la vida ni teme el no vivir, porque no le
abruma el vivir, ni considera que sea algún mal el no vivir (Epicuro 1991, 59).

Estrictamente hablando, el ser no puede ser al mismo tiempo no-ser, pero sucede que se
vinculan de forma necesaria. Jankélévitch llama a esta paradoja lo imposible-necesario. En
efecto, sabemos que es imposible que los contradictorios sean al mismo tiempo y en el
mismo lugar; pero resulta indispensable que se contradigan para que puedan ser. Frente a
esta situación, vemos como “el espíritu está siendo lanzado constantemente de un
contradictorio al contradictorio de ese contradictorio sin que pueda fijarse nunca”
(Jankélévitch 2009, 100). Esto nos permite señalar ahora que, en el horizonte de la
reflexión sobre el a priori letal, “el pensamiento oscila continuamente entre órgano y
obstáculo” (Jankélévitch 2009, 106), pues se encuentra permanentemente entre el ser y el
no-ser. Solo en el tiempo resulta factible la concepción de la contradicción, pues una cosa y
su contrario solo pueden ser con la condición de que sean en momentos distintos, lo que
quiere decir que de alguna forma: “El devenir ayuda a digerir no solo la contradicción sino
lo imposible-necesario” (Jankélévitch 2009, 110). De esta forma, parece quedar claro que la
muerte solo se presenta en la vida como virtualidad y que solo como tal determina el
tránsito vital del hombre; pero cuando la muerte deja de ser virtual y se actualiza, diluye la
forma del ser y lo aniquila, pues “la muerte y la vida no son jamás contemporáneas”
(Jankélévitch 2009, 100). Esto pone de manifiesto que lo que realmente oscila entre la vida
y la muerte es el pensamiento y no tanto el organismo.
48

En cualquier caso la disyuntiva metaempírica latente en lo imposible-necesario se hace


momentáneamente visible cuando el hombre se ve obligado a llevar cabo una elección. En
la acción de elegir, que es en esencia un espacio de crisis, el hombre se hace consciente del
drama que encierra el hecho de que para poder ser, hacer o conseguir algo, tiene
necesariamente que renunciar a todo aquello que por definición ese algo excluye. Esto hace
que ante la conciencia se haga patente la ambivalencia del órgano-obstáculo, lo que quiere
decir que justamente “en la elección y por la elección, la criatura hace suya la constricción
que una fatalidad constitucional le impone; la criatura está perfectamente adaptada al
estatus de la alternativa” (Jankélévitch 2009, 116). Sin embargo, y a pesar de la tragedia
que implica, la elección es el único espacio de libertad que tiene el hombre en medio de su
constitución restrictiva, pues aunque el descenso hacia el futuro y la limitación son
inevitables, el hombre tiene también la posibilidad de elegir la forma de estar limitado y de
descender en lo negativo que él excluye. Si bien el hombre tiene que morir, su libertad
radica en el cómo de este inevitable acontecimiento.

Ahora, teniendo en cuenta que: “[…] la duración concedida al ser vivo estará constreñida
entre los límites de un lapso de tiempo determinado” (Jankélévitch 2009, 118), resulta
evidente que la muerte es, sobre todo, un límite temporal y está marcada por dicho límite.
Esto quiere decir que así como los límites del organismo lo constituyen y le dan forma en el
espacio, igualmente la última frontera en el tiempo determina la organización del tiempo de
la vida. Así pues, la muerte determina la forma de la vida en dos sentidos. Primero, y en un
sentido analítico, la muerte, en tanto límite temporal del despliegue vital de un organismo,
constituye el a priori de la vida, lo que quiere decir que solo vive aquello que puede morir
y que su forma solo se completa con la muerte. Segundo, como influjo virtual efectivo, la
muerte dinamiza la vida y determina el cómo y la tonalidad del devenir vital del hombre.
Este último aspecto consiste en la afectación del presente por “los efectos anticipados de
una causalidad retroactiva” (Jankélévitch 2009, 120), lo que quiere decir que la anticipación
en la conciencia, del límite temporal que es la muerte, configura la actualidad y la
estructura temporal del viviente. Por esta razón, el a priori de la vida es a la vez un a priori
letal. Desde esta perspectiva Jakélévitch asume la muerte como aquello que da forma a la
vida. Sin embargo, esto plantea la angustiante disyuntiva entre el ser sin forma ni sentido y
el sentido y la forma sin ser, pues “mientras el ser exista, la forma del ser permanece en las
49

brumas del aún-no […] y de la posibilidad; y cuando la forma por fin se actualiza, es el ser
entonces el que se aniquila en la noche del ya-no-más” (Jankélévitch 2009, 121). Por esta
razón, la forma y el sentido de la vida se completan con la muerte, pero cuando esta tiene
lugar ya no hay ser al que corresponda dicha completud. En este sentido, al hombre no le
queda más alternativa que conformarse con el sentido parcial de los intervalos intraseriales,
que se precipitan en el pasado a medida que el devenir acontece, pues el sentido de la serie
total, que solo se da con la muerte, no podrá comprenderlo mientras viva, tal como lo
señala Epicuro.

Ahora bien, la finalidad de la existencia humana, en términos de su completud, solo puede


ser retrospectiva, lo que quiere decir que el sentido de la vida en primera persona siempre
llega a destiempo y nunca podrá coincidir con el ser al que se supone pertenece. Ante tan
aciago panorama, solo parece quedar el consuelo de la perspectiva de la segunda y la
tercera persona, para quien el sentido y la forma de la vida del que muere se presentan en su
totalidad como la consumación de una biografía. Vemos entonces que la muerte constituye
el punto de tensión entre el órgano y el obstáculo, donde se desgarra completando la forma
de la vida del “hombre [que] pasa así sin transición de lo informe a la inexistencia”
(Jankélévitch 2009, 128), lo que quiere decir: “¡la forma de la existencia-propia es un
regalo que él hace a los supervivientes y del que él no gozará jamás!” (Jankélévitch 2009,
128). Teniendo en cuenta esta imposibilidad de captar el sentido y la forma total de la
existencia propia, podríamos pensar que la frase de Jankélévitch que reza, “¡no os vayáis
nunca antes del final!” (Jankélévitch 2009, 122), constituye en realidad una desesperada y
resignada invitación a sobrevivir al otro, para poder así reconciliarse con espectáculo del
sentido que adquiere la vida ajena, cuando llega al límite y, diluyéndose en la nada,
proyecta un rayo de luz sobre sí misma. Esta proyección es justamente el sentido de una
vida que ha sido vivida en la excepcionalidad propia del hápax. El consuelo que a todos nos
queda, cuando un ser querido ha muerto, es el gozo de haber presenciado que el que ahora
no está fue realmente excepcional.

2.5 La profunda ambigüedad de la muerte

[…] Y nosotros: siempre espectadores, / en todas partes, ¡vueltos hacia el todo, nunca/
hacia afuera! El todo nos colma. Lo ordenamos./ Se desintegra. Lo volvemos a
50

ordenar/ y nos desintegramos nosotros mismos./ ¿Quién nos ha volteado así,/ que
hagamos lo que hagamos, mantenemos la actitud/ de alguien que se va? Como quien,/
desde la última colina, que le muestra una vez más todo/ su valle, voltea,/ se detiene,
permanece un momento, así vivimos/ nosotros, y siempre nos estamos despidiendo
(Rilke 1987, 141).

Recapitulemos: tenemos una certeza de la muerte en sentido muy general, pero es un tipo
de certeza de la cual no se sabe propiamente nada. Suponemos que es una certeza con
respecto a mí. Pero esta certeza es realmente una incertidumbre muy compleja. En conjunto
la reflexión sobre la muerte para Jankélévitch es un asunto serio; pocos asuntos pueden
tener esta característica y como lo sabemos solo la poseen aquellos en los que se pone la
vida en juego. Es precisamente bajo esta condición que nos aproximamos a la
entreabertura. Partiendo de este punto en las próximas líneas nos acercaremos a esta
formulación aporética sobre la muerte: ni abierto, ni cerrado.

Como vemos, en los textos de Jankélévitch descubrimos que estamos ante un pensador no
dialéctico, pero sí paradojal. Efectuar una propincuidad a la muerte como órgano-obstáculo
y como entreabertura requiere un distanciamiento de las estrategias dialécticas y a la vez
una cercanía a la paradoja, terreno en el cual dos elementos en situación próxima desatan
un conflicto en el que orbitan el uno frente al otro, sin poder escapar; pues aquí las fuerzas
centrípetas y centrifugas actúan sin cesar. En este sentido, Jankélévitch afirma con un tono
claroscuro que la muerte es propiamente algo “entreabierto, es decir, entrecerrado, puesto
que el hecho es cierto; entrecerrado, es decir entreabierto puesto que la hora es incierta: así
es la vida del hombre. Cuando la luz entra a los raudales en la cueva de Barba Azul por el
tragaluz y rompe la cautividad asfixiante […]” (2009, 144). Para entrar ahora en la ciencia
nesciente de la muerte es necesario verificar la tensión producida entre lo que nombramos
el quod, el hecho de la muerte, y el quando, la prognosis de la muerte.

En esta meditación desde la ciencia nesciente y el poder impotente, a lo sumo, desde el


conocimiento y la voluntad requerimos de un instrumento: el misterio. Para el filósofo de la
paradoja, este instrumento es un referente sobre algo cuya existencia suponemos o
adivinamos, pero siempre ignoramos sus determinaciones circunstanciales, pues el cuándo,
el cómo y el dónde nos son desconocidos antes de que acontezca la muerte y sólo revelados
en el último momento, cuando ya es todo demasiado tarde: “El ser es de una claridad
meridiana, mientras que las maneras de ser siguen siendo nocturnas y brumosas. La docta
51

ignorancia del misterio no tiene nada en común con un saber enumerativo sencillamente
incompleto […]” (Jankélévitch 2009, 130). Al situarnos en el misterio hayamos lo
incognoscible de su origen pero extrañamente su contexto nos parece elemental. Esta
condición ocurre cuando hablamos de la existencia, de la cual surge la oscuridad radicular
del ser, pero nos es sencillo reconocer diferentes formas de existencia. Por tanto, el misterio
señala esa docta ignorancia enunciada que caracteriza a nuestra certeza de la muerte. Las
circunstancias incognoscibles del misterio no son empero desconocidas en absoluto o
susceptibles de una evaluación empírica, sino que es y será incognoscible eternamente y a
priori; la teología y tanatología son igualmente inmovilistas. Siguiendo a Pascal, podemos
decir que “sólo conocemos la vida, la muerte por Jesucristo. Fuera de Jesucristo, no
sabemos qué es nuestra vida ni que es nuestra muerte, ni qué es Dios, ni qué somos
nosotros mismos” (Pascal 1993, 63). Si bien el hombre avizora el quod, Dios existe, pero
nunca puede establecer el quid, sus propiedades le serán siempre incognoscibles.

Fijar la fecha de la muerte es una imposibilidad humana, por determinaciones


metaempíricas y no podemos relacionar este hecho con una imprecisión de carácter
accidental, de cálculo errado o por insuficiencia de datos, por el contrario nos enfrentamos
aquí una indeterminación esencial. La quoddidad de la muerte, la cual se refiere al hecho de
que moriré, pareciera mostrarse menos oscura que la quoddidad de Dios mismo.
Desconocemos el dónde, el cómo y el cuándo de la muerte; nos es posible limitar estas
variables solo postmortem. En este sentido, la muerte adviene de manera imprevisible, con
incierta certidumbre traducida en la ambigüedad del futuro. El advenimiento del porvenir
siempre está vinculado a este tiempo futuro: “[…] la futuridad del futuro no es sino nuestra
temporalidad destinal, es decir, nuestro abrumador destino cerrado por la muerte.”
(Jankélévitch 1989, 13). Si asumimos que el hombre tiene una noción del quod de la
muerte, debemos tomarlo sin precipitud, puesto que para el pensador francés este quod
tiene un rasgo ontológico, ya que hace referencia a un algo formal, pero que siendo así
resulta carente de contenido. Dicho de otro modo se nos presenta un fenómeno nocturno,
una cierta determinación indeterminada. Si bien el hombre conoce que es mortal,
tristemente no logra comprender lo que es la muerte:

El hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza; pero es una caña
pensante. No hace falta que el universo entero se arme para aplastarlo: un vapor, una
gota de agua bastan para matarlo. Pero, aun cuando el universo le aplastara, el hombre
52

sería todavía más noble que lo que le mata, porque sabe que muere, y lo que el
universo tiene de ventaja sobre él. El universo no sabe nada. Toda nuestra dignidad
consiste, pues, en el pensamiento. De ahí es donde tenemos que elevarnos y no del
espacio y del tiempo, que no sabríamos llenar (Pascal 1997, 81).

En este ambiente anfibológico del chiaroscuro, de tenebrismo15 nos movemos, en efecto,


entre la certidumbre y la incertidumbre, entre la determinación y la indeterminación en
torno a la prognosis de la muerte. Siguiendo este juego de luz y sombra, Jankélévitch
establece cuatro posibilidades para pensar esta certidumbre incierta, cuatro posibilidades en
las que juega la aporía de la entreabertura. La primera se enuncia como mors certa, hora
certa sed ignota, la cual se cruza en el tiempo del hombre cuando conocemos: “[…] la
inconsistencia del futuro y del efímero edificio llamado buena salud […]” (Jankélévitch
2009, 137). El sentido de esta expresión lo podemos ver, por ejemplo, en aquel hombre que
recibe el diagnóstico de un carcinoma metastásico de páncreas; tiene una certeza sobre el
hecho de la muerte y sabe que la fecha llegará aunque no sabe con precisión cuándo. Un
suceso completamente ansiogénico, es una secuencia promotora de angustia. La balanza
oscila entre la esperanza y la desesperanza. Este movimiento pendular puede ser asumido
de dos maneras: un claroscuro pesimista o un claroscuro optimista. En la primera se impone
la penumbra sobre la luz, es aquí cuando la certeza del acontecimiento prevalece sobre la
fecha incierta: “[…] la certeza de morir hace que la incertidumbre de la hora sea un poco
menos incierta, y transforma la esperanza en amenaza” (Jankélévitch 2009, 135). Estamos
aquí ante un diferimiento de lo inevitable, pues la condena ha sido impuesta y la salvación
es prácticamente inalcanzable. Por todo lo anterior, cuando el paciente con el diagnóstico
de una enfermedad catastrófica piensa en la proximidad de la muerte ve a su médico
tratante escondiendo un afilado bisturí tras la espalda, oculto pues señala la fecha última.
Tener el anuncio de la posibilidad de morir próximamente puede también dar un aire,
aunque escaso, pues abre una esperanza fugaz y oscilante, hora certa sed ignota; siguiendo
a Jankélévitch, podemos afirmar que surge aquí un optimismo del más crudo pesimismo.

En la segunda formulación, mor certa, hora certa, nos hallamos, sin duda, en la
desesperación opresiva y disnéica. El caso que describe con precisión este punto es el del
condenado a muerte. El hombre conoce que morirá y además le ha sido programada la hora,

15
Este estilo pictórico no es más que una aplicación radical del claroscuro en la cual exclusivamente las
figuras centrales se destacan con iluminación en medio de un fondo generalmente oscuro (Fatás 1990, 62).
53

día, mes y año por el aparato judicial. Sabe el quod y el quando. En este saber se instaura
ahora el tiempo de la desesperanza; los granos de arena caen lenta, pero continuamente
llenando el bulbo de vidrio inferior del reloj. El futuro se congela y el pasado se petrifica:
“[…] entre el futuro congelado y el pretérito cosificado y mineralizado, se ha dejado de oír
la incesante circulación del devenir. El buque ha quedado aprisionado en el hielo”
(Jankélévitch 2009, 143). Precisamente por esto nuestra gratitud con Prometeo debe ser
altísima, nos evita el ruinoso conteo regresivo que tiene el condenado a muerte; toma
provecho de nuestra ignorancia y nos confiere un futuro ilusorio. El condenado a muerte
vive entre el paso de las gotas de la clepsidra, pues aquí nada se puede desperdiciar. En el
momento de recordar el tiempo perdido, la paranoia abarca su tiempo restante. Mors certa,
hora certa es la formulación del pesimismo del pesimismo, donde el condenado pierde toda
esperanza, pues el conocimiento de la proximidad de su aniquilamiento deja las puertas del
tiempo entrecerradas16.

Pasemos ahora a la tercera posibilidad, donde el desconocimiento pareciera ser un insumo


efectivo para la esperanza. Mors incierta, hora incierta corresponde a la esperanza del
prestidigitador, el truco oculto hace aparecer el tiempo amorfo, esa secuencia en la que las
marionetas son performativamente felices. Siendo así “[…] el hada de la Esperanza se ha
quedado para salvar el príncipe del futuro” (Jankélévitch 2009, 144). Parafraseando la hora
incierta podemos afirmar “«tal vez antes de lo que pensáis», «tal vez enseguida», sino «no
importa cuándo, tal vez mucho más tarde, y… ¿quién sabe?, ¡tal vez nunca!» Tal vez, tal
vez… Este tal vez es una ilusión a la ventana entreabierta” (Jankélévitch 2009, 144). Tal
vez la muerte se olvide de mí; la incertidumbre eyecta la duda hacia la certeza y embriaga
al hombre con el sabor de la esperanza. Esta embriaguez acontece como una
despreocupación con finalidad protectora y en definitiva hace de la vida un suceso más
apacible: “[…] para aquel que no muere un día en particular, para aquel que debe
sencillamente morir en general: ¿qué sentido tiene la muerte?” (Jankélévitch 2009, 146).
Bajo esta incertidumbre del quod y del quando, el hombre vive tranquilo, alejado
falsamente de la seriedad de la muerte. ¿Es posible sostener con firmeza esta quimérica

16
En el apartado sobre el instante mortal nos detendremos a pensar el caso particular de la reacción de
Sócrates, debido que la actitud serena del gran pensador griego desafía la descripción que hasta ahora se ha
realizado sobre aquellos desdichados que conocen la hora de su muerte.
54

esperanza? Revisemos la última formulación de Jankélévitch: mors certa, hora incierta.


Para el pensador francés, este es el lema de una voluntad seria y militante, distanciada de la
desesperación y de la esperanza ilusa. Aquí se invita a un optimismo moderado, un
pesimismo del optimismo. Nos hallamos frente a la certeza de la muerte, pero también nos
vemos confrontados con la incertidumbre de la hora. Como vemos, se da un desbalance
entre la certeza quodditativa y la incertidumbre del quando que “[…] le da a la vida el
impulso y la energía necesarios para emprender cualquier cosa” (Jankélévitch 2009, 149).

Acá se conjuga la esperanza y la inseguridad, pues las posibilidades de morir aumentan a


medida que el tiempo transcurre. La incertidumbre de la fecha facilita el inicio de diversas
acciones por parte de la voluntad y hace más llevadera la certeza del quod. Es así como la
ignorantia acerca de la última fecha le permite a la voluntad influenciar esta
indeterminación y arriesgarse por los actos no vividos del destino. Podemos apreciar cómo
la acción se hace posible en relación de una relación dispar entre saber y poder, que encarna
en esencia nuestra finitud. Frente a la quodidad no existe nada, absolutamente nada que
podamos hacer y el quando, el cual ignoramos, depende en cierta medida de nuestros actos,
de cuánto inducimos el riesgo con múltiples circunstancias, por ejemplo, nuestra
alimentación o con actividades cotidianas. De acá se desprende otra paradoja
jankélévitchiana: sabemos lo que no podemos y podemos lo que no sabemos. Estas cuatro
formulaciones representen diferentes grados infinitesimales de entreabertura. Con ellas
podemos reafirmar y comprender el proceder ambigüo de nuestra finitud. El carecer de la
prognosis nos faculta de una ceguera lúcida que favorece nuestra acción.

2.6 La resignación ante lo indeterminado de la muerte

Desde este lado de la muerte la entreabertura se manifiesta como posibilidad para la


esperanza ante la hora incerta del límite insuperable. Esta hora pareciera indefinidamente
aplazable pero lo cierto es que es inevitable. Otros misterios presentes en nuestra existencia
suponen una situación en parte similar a la de la muerte: la libertad, la vida misma y el
vínculo del cuerpo y el alma. Experimentamos a diario cada uno de estos misterios y
cuando tratamos de mirarlos fijamente, su imagen aparece nublada y nocturna. Ante el
55

misterio y lo inevitable de la quodidad de la muerte se da un portazo definitivo; no es


posible que develemos el misterio, no podemos ver más allá. Ante esta situación el órgano
solicita ser empleado, ejercer sus funciones y la conciencia busca tomar conciencia. Al
parecer la libertad tiene la obligación de ejercer sus facultades, sintezada en derechos, hasta
el final. Gracias a la libertad el hombre gana amplitud, hipertrofia su volumen y la
geografía donde puede vivir y aumenta el espacio vital y “[…] la duración vital que
necesita para respirar y asentarse en todas sus dimensiones, ensancha todo lo que puede los
muros de su cárcel” (Jankélévitch 2009, 152). En este confinamiento el ser humano quiere
aumentar su poder, por ejemplo, quiere ir más rápido, volar más alto, ser más fuerte y, en
general, acumular más y estirarse las arrugas. Los técnicos de las industrias tienen mucho
trabajo en el perfeccionamiento de su oferta mercantil, pues debe atender a deseos cada vez
más ilimitados. El avance de la τέχνη estimula una necesidad muy particular del hombre:
“[…] transformar la naturaleza, horadar montañas y corregir el curso de los ríos”
(Jankélévitch 2009, 152). Es precisamente esta misma τέχνη la que le entrega la libertad al
galeno para extender la vida del enfermo; de remiendo en remiendo el cuerpo del ser
humano se mantiene con vida. Así ocurre en las unidades de cuidado intensivo donde
muchos seres humanos con muerte cerebral, en estado vegetativo, están conectados a
bombas de infusión, ventiladores, monitores y compresores vasculares, los cuales soportan
la vitalidad de unos órganos y tejidos que alguna vez fueron parte de un άπάξ, pero que
ahora no lo pueden sostener.

Cuando las terapéuticas alopáticas o las alternativas permiten al enfermo prolongar aunque
sea una prórroga mínima, el valor que damos a la positividad de estar vivos nos lleva a
sentir el menor aplazamiento posible como un tiempo grandioso. Estos diferimientos van
acompañados de un gran riesgo para nuestra especie, el de creer que podemos controlar el
quando, pues creemos que podemos contar con una sobrenatural influencia sobre nuestro
destino. Por esta razón, le damos un gran valor a esa posible prolongación de tiempo, a la
que potencialmente todos podemos apelar, y es aquí cuando el hombre precavido alista su
propia resistencia para poder decir con vehemencia: “¡Aún no, aún no!”. Baltasar Gracián
56

(1601-1658), en su obra Oráculo manual y arte de prudencia (1647)17, señala en su


aforismo 55 la siguiente prescripción:

Hombre de espera. Arguye gran corazón, con ensanches de sufrimiento. Nunca


apresurarse ni apasionarse. Sea uno primero señor de sí, y lo será después de los otros.
Hay que caminar por los espacios del tiempo al centro de la ocasión. La detención
prudente sazona los aciertos y madura los secretos. La muleta del tiempo es más útil
que el afilado palo de Hércules. El mismo Dios no castiga con bastón, sino con sazón.
Es un gran dicho: «el Tiempo y yo, a otros dos». La misma Fortuna premia la espera
con un gran galardón (Gracián 1993, 32).

Baltasar Gracián ve como “[…] la moratoria, es la verdadera dignidad del hombre


razonable; al estratega, al cortesano, al político, Gracián recomienda «la detención
prudente»” (Jankélévitch 2009, 154). En este sentido, la prudencia resulta
contemporizadora y esto lleva a la pausa, a que el hombre se tome su tiempo asumiendo
precauciones que mitiguen el desgaste del futuro. Una situación muy diferente a la de la
prudencia la podemos encontrar en el deseo de alcanzar una vida interminable: una
existencia sin final. La vida eterna es una contradicción en sí misma, debido a que la muerte
pese a que no se presenta como una necesidad apremiante, sí es un destino que reafirma la
vida; en efecto, es un destino metaempírico y no simplemente una desgracia experimentada
en la empiria.

¿Será que la muerte puede ser pensada como una enfermedad del destino? Para
Jankélévitch, no, puesto que esto implicaría considerarla como un renglón más en las
descripciones de las enfermedades del famoso manual CIE-1018. La muerte más que una
enfermedad particular es donde acaba cualquier enfermedad. Más bien podemos asumir que
la enfermedad se presenta en el destino, como una enfermedad-necesaria. Toda enfermedad
es realmente contingente, pues no hay necesidad alguna de padecer esta o aquella
enfermedad. Empero, la muerte es la única enfermedad necesaria. Podemos buscar la cura
de esta o aquella enfermedad, pero de la muerte no poseemos cura alguna. Sobre esta
paradoja reconocemos nuevamente la anfibología que anima la meditación concernida

17
El texto está compuesto por trescientos aforismos comentados, y presenta una serie de reflexiones para
orientarse en la sociedad. Su contenido despertó la admiración de Schopenhauer quien la tradujo al alemán.
La obra fue presentada, con el subtítulo de “Sacada de los aforismos de Lorenzo Gracián”, pseudónimo que
utilizaba el autor español para lidiar con la censura de la cual era víctima (Romera-Navarro 1954, 34).
18
La CIE-10 es la sigla de la Clasificación internacional de enfermedades, décima versión, en la que se
clasifican y codificación las enfermedades y una diversa gama de signos, síntomas y también hallazgos
anormales (http://www.who.int/es/).
57

sobre la muerte en Jankélévitch; “[…] ninguna necesidad, salvo en un mundo absurdo y


malvado, podría ser mala” (Jankélévitch 2009, 156). Como vemos, en el orden del misterio,
el futuro letal de las criaturas une las siguientes situaciones: la contingencia de la
enfermedad y el orden natural de la necesidad. El tiempo del hombre es elástico y podemos
distenderlo en cierta medida, pero no lo podemos hacer de manera infinita; el diferimiento
no es indefinido. Precisamente en física el concepto de elasticidad se refiere a la propiedad
mecánica de algunos elementos de sufrir deformaciones reversibles, cuando se hayan
sometidos a la acción de fuerzas externas y de retornar a la forma original, si estas fuerzas
exteriores se suprimen (Valero 1983,79). La aplicación de la moratoria a la que nos invita
Gracián en su aforismo y la τέχνη médica puede fungir como externalidad, pero el límite de
la deformidad que lleva al diferimiento siempre supera a las fuerzas externas y es así que
todo hombre finalmente muere. Lo propio de nuestra vida es vivir justamente en este límite.
De la mano del reconocimiento de esta elasticidad del límite llega la resignación frente al
quod de la muerte.

Dios no ha mencionado el tiempo de duración de los sujetos, ha determinado que nuestra


vida será finita; “Dios es como un gran rey que no tiene tiempo de ocuparse en bagatelas:
de minimis non curat Deus…” (Jankélévitch 2009, 157). Es así como la medición del
tiempo nos la deja a los mortales para que en medio de la libertad hallemos en que ocupar
el tiempo. El hombre es arrojado a la libertad y en este espacio combate inagotablemente
contra el inevitable agotamiento de sus recursos. Las enfermedades deben ser tratadas y
curadas, pero específicamente la mortalidad, la cual hace referencia al hecho de la
enfermedad y el hecho de la muerte, termina siendo como la enfermedad de la
enfermedades que no puede ser curada. La muerte es entonces el a priori incurable. Si
continuamos este argumento y pensamos la mortalidad como enfermedad nos podemos
preguntar: ¿cuál es el órgano o sistema aquí comprometido, puesto que toda enfermedad
afecta a un determinado órgano o conjunto de órganos? ¿Hacia dónde debe dirigir sus
esfuerzos el médico para atender a esta enfermedad de las enfermedades? La comprensión
limitada de la muerte por parte de la medicina alopática conlleva a unas propuestas
terapéuticas de escaso valor, con las que torpemente se busca enfrentar la enfermedad de
las enfermedades y es así como: “La prolongación de la vida termina siendo una
58

prolongación de la agonía y un desdibujarse de la experiencia del yo, y esto culmina con la


desaparición de la experiencia de la muerte” (Gadamer 1993, 77).

Si la mortalidad es el punto de anclaje de la muerte y representa su núcleo, la doloridad es


de cierta manera el destino del dolor. Cualquier tipo de dolor puede llegar a ser indoloro,
pero no existen ni AINES19, ni opiáceos contra la doloridad. En este contexto, podemos ver
cómo la espacialidad es la quoddidad imprescindible del espacio y la temporalidad la
indestructible quoddidad del tiempo. Cuando miramos hacia el cielo, sentimos que el
espacio es una vía libre para superar todas las marcas de velocidades y distancias
recorridas. Así hemos visto como los 343m/s recorridos por la velocidad del sonido pueden
ser superados y también hemos presenciado al hombre desafiando la gravedad terrestre y
lunar, pero pese a todo esfuerzo técnico la ubicuidad nos ha sido denegada; ni siquiera la
insuperable velocidad de la luz consigue el mínimo asomo de omnipresencia. Sin duda, el
espacio es obstáculo en cuanto separa a los hombres y órgano puesto que les permite la
comunicación. Los seres humanos podemos viajar de un lugar a otro por medio del aire, del
agua o de la tierra y esto parece hablarnos de cierto grado de docilidad del espacio,
característica ausente cuando pensamos el tiempo. Este último es impalpable; es pues una
existencia inexistente, pero también puede ser abreviado, acelerado y las variables de
eficiencia laboral se establecen basándose en las actividades ejecutadas por cada unidad de
tiempo; hoy conseguimos así compactar nuestras actuaciones en el tiempo, pero nunca
podremos dilatar el tiempo que nos es dado vivir. Como lo señala Seneca, la vida es
siempre breve; y tal vez esta brevedad es lo mejor que ella tiene:

Viene de ahí aquella proclama del más grande de los médicos de que la vida es breve,
la ciencia larga. Viene de ahí aquel pleito tan poco propio de un hombre sabio que
Aristóteles planteó a la naturaleza, pues sería que ella le ha regalado a los animales una
edad tan larga que alcanzan cinco o diez generaciones, mientras que en el hombre,
engendrado para tantas y tan grandes empresas, el límite se ha fijado mucho más acá.
(Seneca 2010, 9)

Pese a los esfuerzos humanos la anfibología hace posible que sea imposible modificar la
quoddidad del tiempo. El número de actos ejecutados por unidad de tiempo están
relacionados con nuestra velocidad, pero el tiempo contenido durante nuestra ejecución se

19
Es un amplio grupo de fármacos conocidos como antiinflamatorios no esteroideos, los cuales actúan como
antiinflamatorios y como analgésicos (Goodman 1996, 667).
59

fuga ante la limitación de nuestros poderes. Vemos como el tempo de una sonata está
supeditado al metrómetro o a la virtud del intérprete, pero el Tiempo universal no es
imposible acelerarlo o desacelerarlo, tiene su propio e inmutable ritmo. Podemos recordar
el terremoto más potente vivido por Japón, el 11 de marzo de 2011, el cual registró un
seísmo de 9 Mw20 y olas de maremoto superiores a 45 metros de altura. Este poderoso
evento geológico, desplazó el eje de la Tierra 10 centímetros y acortó la duración de los
días en 1,8 microsegundos según los estudios de la NASA (Prieto 2013, 121). Ahora cada
año nos ahorramos este breve lapso de tiempo, pero ni siquiera los movimientos telúricos
más estrepitosos pueden alterar el Tiempo universal y su quoddidad.

El devenir de la vida es en esencia futurición, toda vez que a partir del nacimiento, dicho
devenir se orienta hacia el porvenir, es decir tiene una direccionalidad, una finalidad, una
vocación esperanzadora. Ahora bien, la vida en tanto determinada por la fecha de
nacimiento e indeterminada por la hora incerta, se manifiesta como entreabertura en
medio de la disimetría nacimiento-muerte. La muerte, para el individuo que muere, es un
futuro que nunca será pasado. Por su parte, el nacimiento, para el individuo que nace,
siempre será un pasado que no es presente ni futuro, excepto para los padres del recién
nacido. Entre la nada inmemorial del no-ser anterior al ser, y la nada eterna del no-ser
ulterior, hay entonces una especie de simetría. Sin embargo, nacimiento y muerte no se
pueden homologar debido a la inversión de relaciones que se da, ya que el ser sucede al no-
ser, y al final, el no-ser sucede al ser. Pese a esta no homologación, la vida, la cual que
sucede desde la fecha certa del nacimiento y la fecha incerta de la muerte es “¡Un libro que
cada cual respectivamente lee siempre por primera vez!” (Jankélévitch 2009, 176). Por tal
motivo, la disimetría entre el nacimiento y la muerte es aquello que justifica la disposición
vectorial de nuestras vidas. En este tránsito, si el tiempo lo permite, la corporalidad humana
va cambiando, se va deteriorando; la síntesis de colágeno disminuye, nuestros reflejos
pierden velocidad y los huesos se vuelven frágiles. Estos cambios corporales corresponden
a un fenómeno que nos aproxima sin pausa al instante mortal: el envejecimiento.
Detengámonos con cuidado en este fenómeno que anticipa la resolución del instante mortal.

20
La escala sismológica Mw, magnitud de momento, es una gradación logarítmica aplicada para cuantificar y
comparar terremotos. Se basa en la medición de la energía total que se libera en un sismo. Fue introducida en
1979 por Thomas C. Hanks y Hiroo Kanamori como la sucesora de la popular escala sismológica de Richter
(Utsu 2002, 733)
Capítulo 3

Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio

Es conocido que la medicina y la industria farmacéutica han decidido sumar esfuerzos en el


estudio del envejecimiento entendido como un fenómeno susceptible de ser controlado. Por
ejemplo, la ingeniería genética ha logrado detectar algunos genes relacionados con el aumento de
la velocidad del deterioro sistémico y en la actualidad se puede diagnosticar con técnicas
moleculares la presencia de la progeria,1 pero aún se hace imposible detener su curso. La
aceleración hacia la muerte de estos pacientes es imparable. Adicionalmente el bisturí y la
industria cosmética, estiran, cortan, maquillan y paralizan músculos con el objeto central de
atenuar la objetivación del envejecimiento. Jankélévitch aborda este fenómeno en una meditación
metafísica e incluso oracular que dista de las aproximaciones de la industria. El pensador francés
consigue ver el envejecimiento como un problema realmente filosófico. En este capítulo nos
enfocaremos en el problema del envejecimiento y en el profundo misterio que representa el
instante mortal.

3.1 El tiempo de la senescencia: el envejecimiento

Juventud, divino tesoro,/ ¡ya te vas para no volver!/Cuando quiero llorar,


no lloro.../y a veces lloro sin querer.../ Plural ha sido la celeste/ historia de
mi corazón. /Era una dulce niña, en este/mundo de duelo y de aflicción./
Miraba como el alba pura;/sonreía como una flor./ Era su cabellera
obscura/ hecha de noche y de dolor (Ruben Dario 1999, 62).

A medida que la decrepitud conquista nuestra corporalidad, la hora final parece más cerca, la
muerte ronda y se vuelve cada día transcurrido más familiar; los amigos del pasado son ahora los
muertos del presente. Podemos así entender la vida como un continuo progreso regresivo, vamos
avanzando en medio de un tiempo contado y no renovable. No podemos asumir que este tiempo

1
Se trata de una enfermedad genética, poco frecuente, en la que se presenta envejecimiento prematuro y veloz. Su
incidencia es de 1 por cada 7.000.000 de recién nacidos vivos. Al no existir tratamiento, las personas afectadas viven
alrededor de 13 años; algunos pacientes pueden vivir hasta poco más de los 20.Usualmente mueren a causa de un
infarto agudo al miocardio (Pilarczyka 2008, 12).
61

fluya como los números de un cronómetro, máquina en la cual siempre sabemos que tiempo resta
para el cero final. En el envejecimiento el conteo regresivo reviste una mayor dificultad;
conocemos la dirección en la que se mueve y sabemos que hay un límite, pero nos es imposible
saber en qué momento va a cesar el tic-tac. Desde el día inicial en este mundo, nuestra vida
oscila entre el crecimiento y la decadencia. Esta última se enmascara detrás del crecimiento,
permanece oculta en la niñez y en la juventud.

Así pues, el sentido de la vida, la dirección ascendente de la misma, es contrarrestada por un sin
sentido que la limita y se hace cada vez más patente a medida que el tiempo transcurre. Latente
desde el inicio de la vida, la declinación presente en el crecimiento, o dicho de otro modo, el
contrasentido inmerso en el sentido de la vida se exterioriza y el envejecimiento surge cada vez
con más fuerza en la trayectoria vital. A medida que la respuesta del organismo se desacelera, se
hace manifiesto con más fuerza “el absurdo congénito de la vida” (Jankélévitch 2009,178).
Absurdo que se revela al pensar en el hecho de que todo sentido implica significación y dirección
y, no obstante, la muerte es la nada, el no-ser, y carece de todo sentido; no tiene por tanto ninguna
dirección. La inexistencia de una meta de la vida, o más bien, que dicha meta se traduzca en el
final mismo de la vida, desencadena el surgimiento de la duda en el anciano que vive su propia
vejez, la continuación y el crecimiento continuo y seguro que percibía en años anteriores parece
ahora casi irreal. Surge aquí una ineludible duda: ¿valía la pena el viaje para terminar de esta
forma? Y siendo así, ¿hay forma de consolar al viejo? ¿No será esta declinación y precipitud en
la nada absoluta solo una óptica entre muchas frente al devenir vital?

En efecto, el devenir tiene una intención cuya dirección se orienta hacia el no-ser. En palabras de
Jankélévitch, estas consideraciones hacen del tiempo vivido una senescencia, es decir, el
envejecimiento se manifiesta como prueba certera del paso del tiempo envuelta en un proceso
ostensible, característico y concernido. El proceso del envejecimiento es experimentado entonces
como una especie de tono y de tempo en la vitalidad, un desfallecimiento o una declinación en el
tiempo vital, que no pueden ser explicados únicamente mediante los signos biológicos y
cuantificables como la perdida de la visión, la audición, las canas y las arrugas en la piel. Por esta
razón, si incluso se descubriese la forma de impedir el envejecimiento biológico, seguiríamos
envejeciendo. Así pues, el envejecimiento es pues el paso del tiempo en mí como un fenómeno
concreto que implica “el hastío progresivo, el marchitamiento de toda lozanía, la amortiguación
de todo impulso, y de toda convicción apasionada, el desgaste de toda inocencia” (Jankélévitch
62

2009, 180). Tal como en el otoño se van marchitando las hojas de los arboles más frondosos
cuyas flores antes resplandecían, en la vejez, se desvigoriza la fuerza del conatus y el desgaste se
hace cada vez más evidente, hasta terminar finalmente en la muerte.

Jankélévitch señala que el declinar es un proceso constante y se asemeja a la fatiga y al paso de


las estaciones. Sin embargo, estas dos metáforas tienen un límite, debido a que mi vida no es un
ciclo reiterable, ni la muerte un episodio provisional. Decíamos antes que la vejez es el otoño de
la vida, pero todo otoño aguarda por la primavera. El movimiento de traslación de la Tierra,
aproxima y aleja a la humanidad entera al sol a una velocidad de 108.000 km/h una vez cada año;
la precesión y la rotación son también cíclicas. De su oscilación y de su ajuste, las estaciones
alternan una a otra y en el advenimiento de la primavera se resguardan nuestras esperanzas de
que el invierno terminará, para dar lugar una vez más a la primavera, y así sucesivamente. Para
los habitantes del trópico es aún más difícil asimilar la semiótica inmersa en el espectro otoñal.
Nuestras variaciones climáticas tan erráticas como binarias, nos alejan de la dinámica
estacionaria y nos acomodan frente al claroscuro de los fenómenos de la Niña o el Niño2; la
duración de estos fenómenos meteorológicos es indeterminada, y su quod es impenetrable y su
quando nunca se da en hora certa. El fenómeno del Niño siempre nos recuerda el triunfo de la
muerte cuando a la vida se le priva de agua progresivamente. Así mismo en el envejecimiento,
nuestro cuerpo pierde agua, se va secando mientras espera el abrazo sin fin de la muerte.

Si asumimos que el envejecimiento es un proceso irreversible y progresivo, podríamos pensar


que todo la semiología de la senectud nos va develando gota tras gota la muerte; esta
argumentación expone la vida moribunda. Siendo así, las manifestaciones del paso del tiempo
sobre la corporalidad permitirían pensar el envejecimiento, pero esta indicación fenomenológica
es más próxima a Jean Améry (1912-1978) que a la intención del propio Jankélévitch. El
pensador austriaco encarnaba a un hombre muerto, Hanns Chaim Mayer, para quien la muerte no
representa el instante mismo, sino que se muestra como un progreso en la secuencia de la vida;
un progreso que inicia el primer día de la vida acompañado de una constante mortificación.
Améry es un muerto viviente, siempre está pensando en condición moribunda. Contrariamente

2
Cuando los vientos alisios son fuertes desde el Occidente, las temperaturas ecuatoriales se enfrían y comienza la
fase fría o La Niña, periodo que en Colombia se manifiesta con alta pluviosidad. Cuando la intensidad de los alisios
disminuye, las temperaturas superficiales del mar ascienden aumentan y comienza la fase cálida, El Niño. Cualquiera
de las dos fases climáticas se expande y persiste sobre las regiones tropicales por varios meses y generan variaciones
evidentes en las temperaturas globales y especialmente en los regímenes de lluvias a escala global (Pabón 2006, 86).
63

Jakélévitch no centra su pensamiento en el fenómeno, sus notas se dan en un tono metafísico y


abiertamente anfibológico. Para el pensador francés, el envejecimiento no se puede reducir al
fenómeno del deterioro corporal, no se puede resolver con Botox, ni con peluquines, ni tampoco
apelando a costosas tinturas capilares. Éste es definitivamente no un fenómeno susceptible de
manipulación desde la corporalidad.

Para V. Jankélévitch, tanto el pasado como el futuro pueden ser representados en la metáfora de
dos recipientes; a medida que la cubeta del futuro se va desocupando, la del pasado va
incrementando su contenido. La esperanza inmersa en el recipiente del futuro se transforma en
memoria, en la medida en que se va vertiendo en el recipiente del pasado. El inevitable paso del
tiempo configura el espacio para un futuro que se marchita y que se apaga a favor del
enriquecimiento del pasado. Este cambio en el contenido de los recipientes es dolorosamente
irreversible; es la inalterable senescencia. En la vejez el futuro se reduce al mínimo, se muestra
como los últimos restos adheridos a las paredes del recipiente. De la misma forma que en la
aurora matutina el sol le queda todo un día para brillar, la juventud tiene todo el futuro por
delante, mientras que el pasado es, más bien, reducido: “[…] el Ahora de la juventud es por
entero un Aún-no […]” (Jankélévitch 2009, 187). El espectro de los proyectos y las
probabilidades es amplio y la esperanza está más radiante que nunca. Es evidente, la nota
característica del día es la fuerza, el empuje, el vigor; la juventud es día. A diferencia del joven,
el adulto se encuentra posicionado como el sol de mediodía, a mitad del trayecto entre el pasado
y el futuro, entre la fortaleza de la memoria y la atracción de un futuro esperanzador. Luego, en
la senectud, la potencia del futuro se ha consumido, las huellas del pasado han quedado atrás y el
camino va sucumbiendo en medio de la llegada de la noche; cuando las últimas gotas de
esperanza se han caído en el recipiente de la memoria, el hombre cesa de existir. La muerte
sucede cuando todo futuro se extingue en el pasado, cuando literalmente ya no queda más por
vivir y el tiempo se ha consumado. Siendo así, el anciano detenta un pasado voluminoso y un
futuro mínimo; en el muerto la trayectoria se reduce exclusivamente al pasado. Aunque
paradójicamente un pasado carente de futuro no se puede llamar pasado. En efecto, el pasado solo
adquiere densidad en razón del porvenir que consume, mientras que el futuro es futuro en
relación con el impulso que le brinda el pasado. Por tanto, una formulación vitalista derivada de
esta indicación jankélévitchiana sería: donde hay aún vida existe la esperanza. Es así que “[…]
64

hay una considerable diferencia de cualidad entre la muerte en el límite de la vejez y la muerte
súbita que nos aniquila en la madurez o en la juventud” (Sartre 2009, 725).

Sin duda, cuando se separa el pasado del futuro este se asfixia, pues carece de contenido. Este
tiempo de la asfixia, este tiempo pasado sin ningún futuro corresponde al tiempo del condenado a
muerte. Aquí el tiempo que se ha reducido al pasado no es ya tiempo, sino mero espacio, pues se
ha condensado en instantes contados hasta la hora certa; la hora final reduce a materia inerte al
devenir. El tiempo vivido es entonces una secuencia que no se puede fracturar. Los instantes
están entrelazados y se engranan para facilitar la continuidad de la vida misma. De tal manera que
el tiempo no es una sucesión de cuadros fílmicos, no corresponde a momentos sucedáneos; por el
contrario, se relaciona con la inmanencia de los tres tiempos constitutivos del devenir. En efecto,
“en todo momento, y en todo tiempo, el vivo no vive más que con sus tres tiempos solidarios”
(Jankélévitch 2009, 189). El asunto trágico de esta relación aparece con la sumatoria de eventos
que sitúan al hombre intempestivamente en el ámbito senil: la senescencia, normalmente
imperceptible, se apresura súbitamente de manera fulminante un día frente al espejo. Este suceso
condensa en unos pocos minutos, los instantes ocurridos durante años y sabemos que “en el
fondo es cierto que nuestra superficie cutánea nos limita: cuanto ocurre más aquí de ese confín
somos nosotros […]” (Améry 2011, 67). La tortuosa precipitación hacia la muerte que
experimenta un condenado a muerte es también una tragedia en la que en los últimos minutos
antes del patíbulo, la vida es recordada casi por completo en aquellos últimos estertores de
tiempo que experimenta miserablemente el condenado. Con frecuencia al condenado se le
conceden unas palabras finales o algún deseo final, eso sí de simple consecución. Esas palabras
finales pueden estar contenidas en un silencio inefable o en un inesperado desafío a los verdugos.
Por ejemplo, posterior a la denominada Patria Boba, en medio de los fusilamientos ordenados por
el general Pablo Morillo y el virrey Juan Sámano, las últimas voces eran cantos de piedad, llantos
de clemencia, pero una voz se alzó rompiendo el contenido sistemático de los discursos finales de
los condenados a muerte por traición al rey Fernando VII: Policarpa Salavarrieta Rios (1796-
1817), que a las 9 de la mañana del 14 de noviembre de 1817 al subir al cadalso y mirando a una
multitud inmóvil y expectante exclamó:

« ¡Pueblo indolente! ¡Cuán diversa sería hoy vuestra suerte si conocieseis el precio de la
libertad! Pero no es tarde. Ved que aunque mujer y joven, me sobra valor para sufrir la
muerte y mil muertes más. No olvidéis este ejemplo». Cuando llegó al banquillo volvió otra
vez su mirada al pueblo y les gritó: «¡Miserable pueblo! Algún día tendréis más dignidad».
65

Cuando se le ordenó que se colocara de espaldas sobre el banquillo, se sentó de medio lado,
para evitar esa posición indecente (citado por Hincapié 1996, 32).

Es poco probable que la multitud presente en la Plaza Mayor estuviera esperando estas últimas
palabras. Algunos días antes, el 29 de noviembre, Francisco José de Caldas (1768-1816) usando
un carbón extinto que había sido empleado por la guardia escribió en una pared: “Oh larga y
negra partida” (Urdaneta 1882.) Los siguientes condenados que desfilaban por el pasillo hacia el
patíbulo leían este escrito. Posteriormente la iconografía de la época identificó al Sabio Caldas
con la letra θ, la cual representa el misterio contenido en su último escrito. ¿Qué sentirían
aquellos hombres y mujeres que acompañaban a Jesucristo cuando pronunció: “consumatum est”
(Jn. 20, 30), mientras se desangraba en la cruz?

Las últimas palabras de un condenado a muerte siempre entrañan misterio. No es posible hablar
sobre este asunto sin recordar aquel último instante plagado de misterio del gran Sócrates: “Ya
estaba casi fría la zona del vientre cuando descubriéndose, pues se había tapado, nos dijo, y fue lo
último que habló: -Critón, le debemos un gallo a Asclepio. Así que págaselo y no lo descuides”
(Fed.118b). La producción literaria sobre esta la postrimera frase socrática es tan abundante como
insuficiente en su propósito de descifrar lo indescifrable. Las últimas palabras pueden también ser
consignadas en un testamento que desate la revelación de un pasado trágico oculto tras un
silencio inexplicable como el de Nawal Marwan en la magnífica obra Incendios (2003) de Wajdi
Mouawad:

A Jeanne y Simon, Simon y Jeanne./ La infancia es un cuchillo clavado en la garganta./ No se


lo arranca uno fácilmente./ Jeanne,/ el notario Lebel te entregará un sobre./ Ese sobre no es
para ti/ Va dirigido a tu padre./ El tuyo y el de Simon./ Encuéntralo y entrégale el sobre./
Simon,/ el notario Lebel te entregará un sobre./ Ese sobre no es para ti./ Va dirigido a tu
hermano./ El tuyo y el de Jeanne./ Encuéntralo y entrégale el sobre (2011,.53)3.

Un condenado a muerte ya no tiene antes sí esperanza alguna, pues no es posible postergar el


momento o prolongar el límite. El temple de la vida que lo ilusionaba con postergar la hora final
ha sido fracturado; es un tiempo al que se la ha suprimido el futuro, la esperanza. Pero cada
minuto que aún le queda es invaluable. El condenado a muerte y el anciano se asemejan a un

3
Dentro del desenlace de la obra Incendios, cada sobre entregado a los hijos de Nawal Marwan los lleva a descubrir
que su padre y su hermano son el mismo: Nihad. Jaenne y Simon son los mellizos de una madre violada por su
propio hermano y padre, aunque la madre sólo lo sabe al final de la historia. En esta desgarradora tragedia
Mouawuad sumerge al lector en una exploración de lo inefable en medio de la guerra del Libano, la guerra que el
mismo dramaturgo intenta comprender. El gran misterio que enmarca esta tragedia se puede condensar en la
siguiente pregunta: “¿Uno y uno pueden sumar uno?” (Mouawuad 2011, 184).
66

viajero que se desplaza en un trayecto limitado; ambos cuentan las estaciones para llegar al
destino final, se percatan de la disminución progresiva que conduce al final y sienten cada vez
más próxima la hora de llegada (Jankélévitch 2009, 191). En este sentido la sumatoria de cada
segmento del camino o cada etapa de la vida constituye entonces el curso vital. Empero, esta
metáfora se erige en el orden del espacio, en ella que se expone un ciclo vital cerrado en el que se
enmarcan las etapas del envejecimiento cuyo fin sería la muerte. Pero, ¿esta es la única
alternativa para aproximarnos al envejecimiento? ¿Está el viejo en la misma situación miserable
del condenado a muerte? Si la respuesta es afirmativa: ¿cómo paliamos entonces la angustia que
nos suscita envejecer? Es posible que sea ese carácter diluido y hasta cierto grado imperceptible
de la llegada de la senectud la que nos protege frente a la ansiedad de su arribo.

En efecto, la vida del hombre sine dia y sine hora péndula entre dos ópticas: por un lado se
encuentra la perspectiva de tercera persona que anticipa la finitud de la vida y la reconoce como
un ciclo concluido de procesos y grados sucesivos, y, por el otro, se encuentra también la
experiencia vivida de plenitud afirmativa del eterno presente y la confianza en el devenir
continuo. La primera perspectiva, propia del punto de vista de quien se ubica a sí mismo en
tercera persona y, por tanto, como externo al devenir propio, asume el curso vital como un ciclo
cerrado, estructurado por períodos y con una terminación clara. En esta óptica la duración vital
sucede en el orden del espacio. La segunda perspectiva es aquella que se sitúa en lo más íntimo
del devenir vivido; implica ubicarse precisamente en el interior del tiempo propio, donde se abre
la vivencia del presente inagotable e indivisible de la primera persona. Las dos ópticas nos
presentan dos caminos para experimentar la duración de la vida. El hombre que se sitúa en la
segunda óptica, renuncia a la conciencia panorámica entregándose a la plenitud afirmativa del
presente, y se ubica en una juventud permanente al centrar su atención especialmente en la
continuidad del devenir. Por esta razón, no se deja alterar por la preocupación apremiante de la
muerte. Podemos decir que la experiencia de dicha plenitud afirmativa del presente se encuentra
en la vejez al igual que en la juventud, debido a que la vejez es una vitalidad declinando pero en
esencia viviente, que se diferencia de la juventud solo por su tempo y ritmo específico. Es posible
afirmar pues que la vejez no se caracteriza por una disminución del ser, sino por un cambio
cualitativo en el modo de ser. En la tonalidad que compone la duración de la vida, el joven y el
anciano, cada uno con su ritmo vital, se mueven con diferentes notas y tempos dentro de dicha
67

tonalidad. Es así como la experiencia vivida del presente continuo acontece también en la vejez
pero, “[…] a cámara lenta […]” (Jankélévitch 2009, 196).

Dentro de esta doble óptica, “el devenir vivido está descontado y no descontado del tiempo que
nos queda por vivir” (Jankélévitch 2009, 196). Es decir, el devenir vivido está descontado en la
óptica panorámica que tiene en cuenta nuestra finitud, las etapas de nuestra vida y los límites de
nuestro poder. Teniendo en cuenta esta consideración, podemos decir entonces que la existencia
es una carrera cuyo desenlace ya conocemos; por esta razón, aquello que vivimos ya está vivido.
Pese a lo anterior, el devenir vivido no está descontado del tiempo que nos queda aún por vivir
desde el rol del agente, cuyo presente se extiende indefinidamente y cuyo poder de acción es
también ilimitado.

Si procuramos situarnos dentro del envejecimiento, bien quisiéramos cerrar nuestros ojos ante la
conciencia panorámica, nos convendría situarnos únicamente en la óptica del agente inocente, en
el eterno presente, para no ver cómo cada gota de futuro se resbala en el recipiente del pasado, es
decir, para no escuchar el tic-tac de la cuenta regresiva. Pese a ese anhelo no podemos cerrar los
ojos ante nosotros mismos, no logramos evitar tomar conciencia; y cuando alguien cree que lo
logra, solo hay que darle tiempo. Por este motivo, el hombre frente al envejecimiento se sitúa en
la óptica de la primera persona, pretendiendo que la preocupación por la muerte le aparezca como
extraña; sin embargo, no puede evitar sospechar que como aquel invitado poco deseado la muerte
siempre se hace presente en nuestra reflexión. El hombre oscila entre estas dos ópticas: está tan
dentro como afuera de la reflexión acerca de la muerte. La óptica de la primera persona le brinda
la serenidad de la indiferencia mientras que la óptica de la tercera persona “[…] le zambulle en la
noche del compromiso ciego […]” (Jankélévitch 2009, 199). Y es así como “[…] la
desesperación nace continuamente en la esperanza, como la esperanza en la desesperación”
(Jankélévitch 2009, 199). En este sentido, la conciencia del envejecimiento aparece un día
cualquiera, cuando aplicamos en nuestra propia vida aquello que era válido solo para los demás:
la carrera vital es finita, no puede superar su propia barrera.

La toma de conciencia del paso del tiempo en la trayectoria vital, que ocurre a medio camino
entre la experiencia vivida y el razonamiento objetivo, mediante la cual el hombre percibe que
envejece, es la realización. Esta consiste en un saber, en tomar-en-serio aquello que ya sabíamos
pero que antes veíamos de soslayo. Realizar quiere decir aquí contemplar con detalle las señales
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proféticas del paso del tiempo en nosotros, cuyo mensaje ya conocíamos, pero que ahora vemos
con otra mirada, es decir, lo reconocemos y lo sabemos ahora de otro modo. Sabemos que todo
hombre debe envejecer, esto nos dice la óptica objetiva, pero esta vez, soy yo quien envejece. La
experiencia de los signos del deterioro hace que mi conocimiento de la muerte se haga efectivo.
Así descubrimos la realidad cruda súbitamente y por una brusca intuición; la muerte envía
mensajes sutiles y parece que ahora podemos ya interpretarlos. La muerte es, por tanto, un
acontecimiento que de hecho tiene lugar: es efectivo. No solo eso, es también un acontecimiento
que tendrá lugar próximamente. La toma de conciencia implica entonces que la muerte ya no es
una amenaza impersonal, sino que es un asunto que me concierne; todos los hombres mueren, yo
voy a morir. La muerte ha dejado de ser entonces una eventualidad lejana en el espacio y el
tiempo otrora diferible. Cuando se experimenta el envejecimiento, la posibilidad de aplazar la
muerte disminuye considerablemente. Frente al envejecimiento cada día, cada hora, nos queda
menos por hacer. Ese momento súbito de la toma de conciencia usualmente se puede describir:

No sé con precisión cómo sucedió, cuando empecé a sentir el paso, la pisada, el trote. Aquí
un sentirse cansado quizás demasiado pronto, una ligera falta de resuello, un súbito dolor
allá; aunque no pueda recordarlo, retrospectivamente se hace realidad. Sólo cuando diversos
malestares se fueron sedimentando, el envejecimiento y la expectativa de morir aparecieron
como elementos constitutivos (Améry 2001, 133).

De esta forma, el individuo que envejece se compromete con el pensamiento serio que asume su
propia muerte. Es válido preguntarnos empero: ¿es factible evitar que el pensamiento concernido
de la muerte propia se consolide como una letanía obsesiva que nos entierre en la angustia
permanente? Para responder a este cuestionamiento, no debemos olvidar que la situación del
anciano es distinta a la del condenado a muerte, cuya asfixia crece segundo a segundo. Pareciera
que en la senectud, el crescendo de la angustia frente a una verdad cada vez más evidente tiene la
alta probabilidad de alternar con algunos destellos de una esperanza atrófica. El hombre viejo
pareciera ubicarse en un equilibro artificioso; sabe que morirá, pero anhela que hoy no sea ese
día. Para el anciano, cuyo espacio en el trayecto vital está a punto de terminar, cada victoria
pírrica es un alargamiento del plazo vital. La realización tiene como resultado una evidencia
opaca para la cual nunca estamos preparados, pero de la cual empezamos a escuchar y nos
anuncia cada vez más fuerte lo que arribará con el futuro. Quien sabe que envejece oscila entre la
resignación y el anhelo. Adicionalmente debemos reconocer que la disminución en la fuerza, la
69

reducción de la potencia de la locomoción y la atenuación del gusto por la vida, actúan como
facilitadores en el futuro que se aproxima.

El envejecimiento nos aproxima al encuentro con nuestra nada, a reconocer que nuestra vida no
se dirige a ninguna parte. La condición de envejecer tiene entonces una doble connotación; por
un lado, nos aproxima a la muerte y, por el otro, quien consigue acercarse a ella realiza un ciclo
vital completo, pues después del nacimiento se alcanza la madurez y con el envejecimiento se
consigue el decrecimiento final. En la medida que el tiempo avanza “el espacio se llena de cosas
que mueren/. Cayendo en cascada un largo hilillo de agua/. Abre las rocas a profundidad/. El
pequeño valle se escucha y oye el eco/ De inmemoriales latidos del corazón” (Cheng 2015, 113).
Tenemos claro que el acontecer del envejecimiento está plagado de incomodidades físicas y de
pasado; también sabemos que si anhelamos llegar a viejos, no podemos conocer si vamos a tener
la oportunidad de serlo:

Dos hermanos comparecen ante el tribunal divino, el día del juicio. El primero le dice a Dios:
«¿Por qué me has hecho morir tan joven?», y, Dios le responde: «Para salvarte. Si hubieras
vivido más, habrías cometido un crimen, como tu hermano». Entonces el hermano pregunta a
su vez: «¿por qué me has hecho morir tan viejo?» (Sartre 2008, 728).

Para Emanuel Lévinas nuestra subjetividad está marcada por la vulnerabilidad y lo está por el a
pesar de sí mismo, situación que se manifiesta con crudeza en el envejecimiento en el que se
revela “[…] el llamado o elección sin renuncia posible” (citado por Pelluchon 2013, 260) del que
el sujeto nunca logra emanciparse. Es decir, la cotidianidad nos revela la incomodidad presente
en la mayoría de las personas frente a la senectud, que la leen como un sinónimo de la decadencia
y como una afrenta a la vida misma; envejecer parece injusto. El punto de vista de Lévinas
asume, más bien, el envejecimiento como el modelo de la síntesis pasiva, en palabras de
Pelluchon: “La pasividad del tiempo no es la iniciativa de un yo ni un movimiento hacia un telos
cualquiera de la acción” (2013 260). En este sentido, el envejecimiento es un padecer, un pasivo
en el “eso” del “eso pasa”. Así pues, la expresión síntesis pasiva se refiere a un acto de la
conciencia que se efectúa sin aquel movimiento de reflexión que promueve que la conciencia se
reconozca como constituyente. En efecto, la senectud es “[…] fatigué de la fatigue […]” (Lévinas
2002, 41), aquel cansancio de todos los cansancios del hombre. Pero no olvidemos que la
pasividad es también un sinónimo de prudencia y protección; por ejemplo, el descenso cuidadoso
de las escaleras puede evitar una desagradable fractura de cadera. Ir en contra de la
desaceleración implícita de la vejez, puede acentuar la relación íntima de ésta con la muerte. Por
70

esta razón, el viejo camina con cuidado y sus pasos se hacen lentos. La temporalización o
paciencia del envejecimiento no es una postura frente a la muerte, sino de cierta manera un
desfallecimiento, una reducción de todas las fuerzas; una exposición frente a la muerte en medio
de la bruma del pasar de los años. La desaceleración inducida por la senectud puede desatar un
éxodo repentino de quien la experimenta. Vemos como Jeremiah de Saint-Amour en El amor en
los tiempos del cólera le expresa a su amante “«Nunca seré viejo». Ella lo interpretó como un
propósito heroico de luchar sin cuartel contra los estragos del tiempo, pero él fue más explícito:
tenía la determinación irrevocable de quitarse la vida a los sesenta años” (Garcia Márquez 1985,
27). En efecto, cumplió su propósito y cegó su vida; no soportó la vejez. Con la meditación sobre
el envejecimiento y la temporalidad concernida finaliza la exploración de la filosofía citerior
examinada por Vladimir Jankélévitch. Hasta el momento hemos estado situados en el estudio
filosófico de la muerte desde este lado de la muerte. A partir de ahora daremos un paso a la
reflexión de un instante atopológico, acategórico y que funge como umbral entre el ser y el no-
ser: el instante mortal, que es el punto indeterminado del clinamen.

3.2 El instante mortal

-¿Hay acaso esa cosa extraña en la que estaría en el momento en que


cambia? -¿Qué cosa? –El instante. Pues el instante parece significar algo
tal que de él proviene el cambio y se va hacia uno u otro estado. Porque
no hay cambio desde el reposo que está en reposo ni desde el movimiento
mientras se mueve. Esa extraña naturaleza del instante se acomoda entre
el movimiento y el reposo, no estando en ningún tiempo (Par. 156e).

Para pensar el instante mortal, esto es, aquel umbral entre el tiempo y el no tiempo, existen
diferentes posibilidades de abordaje. La ciencia con su batería empírica cree firmemente que el
fenómeno ocurre en un espacio de tiempo donde las ondas cerebrales desaparecen y las funciones
vegetativas cesan.4 En este contexto, los médicos registran aquel instante en un certificado de
defunción para datar el quando. Mientras este registro epidemiológico surte su trámite
burocrático, el cadáver es asumido como un asunto de la salud pública; una potencial fuente de
infecciones y malos olores. Obviamente, el despojo mortal debe ser manejado con meticulosos
aislamientos. En medio de la guerra, cuando un combatiente experimenta este particular instante
parece surgir una licencia para tratarlo como un objeto carente de valor que estorba el campo de
4
Las definiciones y consensos adoptados frente a la muerte por parte de la medicina, han sido abordadas en la
primera parte del presente trabajo.
71

combate y cuyo mejor destino solo encuentra lugar en la miserable condición que le otorga una
fosa común. Sócrates tiene claro que un cadáver debe ser respetado incluso durante la guerra, y
frente al ultraje perpetrado por Aquiles al cuerpo de Héctor siente tal horror, que prefiere poner
en duda los relatos homéricos antes que trasmitir a las nueva generaciones lo narrado en la Ilíada:
“Y a su vez, en lo concerniente a las vueltas alrededor de la tumba de Patroclo, donde era
arrastrado el cadáver de Héctor, y el sacrificio de cautivos vivos sobre la pira, diremos que todas
estas cosas que se han contado no son ciertas” (Rep. 391b)5.

Ahora bien, ¿es posible categorizar el instante? ¿Es cuantificable como lo pretenden los informes
burocráticos? Los físicos han invertido un importante esfuerzo en medir la mínima unidad de
tiempo posible. En el año 2004 en su preocupación por verificar los rápidos movimientos dentro
la envoltura electrónica del átomo, un grupo de científicos austríacos consiguió cuantificar un
instante de 100 attosegundos, la fracción de tiempo más pequeña reportada hasta ese momento.
Un attosegundo equivale a 10-18 segundos y para tener una referencia del instante efectuaron la
siguiente comparación: si 100 attosegundos duraran lo mismo que un segundo, un minuto
equivaldría entonces a 14.000 millones de años, es decir, cifra que corresponde aproximadamente
a la edad calculada para el universo. En junio de 2010, un equipo de investigadores consiguió
medir un instante de 20 attosegundos; muy seguramente la ciencia cada vez más logrará
cuantificar porciones más reducidas de tiempo (Shultze 2010, 1658). En medio de esta empresa
de cuantificar la medida más ínfima de tiempo, podemos aun preguntarnos: ¿pueden estos
dispositivos científicos tan sofisticados aproximarse al instante mortal? Si esta pregunta se asume
desde un modelo categorial, la respuesta podría ser afirmativa, pues la empresa científica busca
alcanzar la medida de todo. Si pensar es preguntarse y preguntarse es conocer y finalmente
conocer es categorizar, la ciencia podría determinar este instante. Pero no olvidemos que la
muerte es un fenómeno metaempírico, como lo anota Jankélévitch; en este horizonte las
categorías son realmente inútiles para determinar el sentido de lo que se quiere indicar cuando
hablamos del instante mortal. Visto de este modo el pensamiento de Kant tampoco es suficiente
para pensar el umbral último; su aproximación solo se daría entorno a la finitud como límite de la
temporalidad. Si buscamos en las obras de Heidegger, veremos una filosofía que asume la muerte

5
“Entonces, después de uncir bajo el carro los ligeros caballos,\ ataba el cuerpo de Héctor tras la caja para arras-
trarlo,\ le daba tres vueltas alrededor del Menecíada muerto\ y se volvía de nuevo a la tienda a descansar, dejando
aquél\ extendido de bruces en el polvo” (Il. Canto XXIV, 14-18).
72

como posibilidad, pero que olvida la presencia efectiva del muerto, porque lo reduce a su mera
presencia óntica. La filosofía tendría que esperar a Emanuel Lévinas para empezar a pensar en
aquel que muere y que ahora es un cadáver.

Recordemos que en la filosofía de Søren Kierkegaard surge la posibilidad de no pensar ya la


existencia en categorías; aquí sucede una honda fisura en el modo de pensar según las categorías
aristotélicas, el cual había sido asumido con denuedo y sin vacilación alguna por Occidente. Por
ejemplo, el instante es para Kierkegaard la paradoja. De una manera, eso explica de inicio que la
forma de entenderlo escape a las categorías del tiempo objetivo. De hecho, Kierkegaard niega en
muchos pasajes esa vinculación; el instante no puede pensarse en relación con esa forma de
concebir el tiempo. Esta formulación se distancia de la descripción del instante o ahora que se
remonta a la perspectiva aristotélica de la Física y que lo asume como una desvinculación entre lo
anterior y lo posterior (Toscano 2013, 44). El instante no es, entonces, un mero punto en una
sucesión de momentos temporales. Esta nota nos permite profundizar para explorar, por principio
de cuentas, uno de los lados de la paradoja que involucra a este concepto. El instante, puede
decirse, es un puente que vincula dos campos de posibilidades. De un lado, se ubica el pasado;
del otro, el futuro. El pasado no es algo necesario, justamente porque ha ocurrido. Es decir, se ha
hecho posible; o, para decirlo aún mejor, ha sucedido de una manera que ahora se distingue como
inmutable, pero pudo haberse llevado a cabo de otra forma. Inmutabilidad no es necesidad y, de
hecho, incluso eso que sucedió puede relacionarse continuamente consigo mismo, en sus propios
elementos, de otras formas. Su apertura hacia lo posible es continua. Eso es justamente lo que
permite que el futuro también sea posible, no necesario, que sea también una apertura. En el caso
contrario, si el pasado fuera necesario, el futuro sería tan sólo su apéndice, una mera inercia
necesaria.

Conviene también advertir que la idea de instante, tanto en alemán Augenblick como en danés
Oieblikket, implica un parpadeo, una mirada rápida; es una palabra digna de toda atención puesto
que “nada hay tan rápido como la mirada y, sin embargo, es conmensurable con el contenido de
lo eterno. Así cuando Ingeborda mira hacia Frithjof por encima del mar, nos ofrece con ello una
imagen de lo que ésta palabra significa” (Kierkegaard 2015, 181). Para el filósofo danés el
instante “[…] no es en realidad un átomo del tiempo, sino un átomo de la eternidad. Es el primer
reflejo de la eternidad en el tiempo” (Kierkegaard 2015, 183), parece ser entonces que con este
término se indica el primer acto de la eternidad en su intención de frenar el tiempo. En ese
73

sentido, la noción de un fragmento de tiempo queda ligada indiscutiblemente a un movimiento o


a un reflejo corporal: una duración concernida. El instante llega “[…] cuando el hombre está ahí,
el hombre indicado, el hombre del instante. Éste es un secreto que eternamente permanecerá
oculto para toda la inteligencia mundana, para todo lo que sólo es hasta cierto punto”
(Kierkegaard 2012, 187).

En español esta vinculación es indirecta, pero un poema de Octavio Paz logra acentuar la
relación. Así, leemos en un fragmento del poema Cuarto de hotel, tomado del libro Calamidades
y milagros y recogido en Libertad bajo palabra, lo siguiente: “Arde el tiempo fantasma: / arde el
ayer, el hoy se quema y el mañana. / Todo lo que soñé dura un minuto y es un minuto todo lo
vivido. / Pero no importan siglos o minutos: / también el tiempo de la estrella es tiempo, / gota de
sangre o fuego: parpadeo” (Paz 1960, 37).

El filósofo francés Jaques Derrida también toma muy en serio el acto del parpadeo y es así como
en su disertación Las pupilas de la universidad (1983), presentada en la Universidad de Cornelle
señala:

Abrir el ojo para saber, cerrar el ojo, o al menos, escuchar para saber aprender y para
aprender a saber; este es un primer esbozo del animal racional. Si la Universidad es una
institución de ciencia y enseñanza: ¿debe, y según qué ritmo, ir más allá de la memoria y la
mirada? ¿Debe acompasadamente, y según qué compás, cerrar la vista o limitar la perspectiva
para oír mejor y para aprender mejor? Obturar la vista para aprender, esta no es, por supuesto,
más que una forma de hablar figurada (1997, 3).

Si pensamos el instante como un parpadeo y a éste como obturación, nos es posible entender la
intención del gran fotógrafo Richard Avedon (1923-2004), que acompañando a su padre en los
últimos momentos vitales decidió registrar aquel momento con su cámara fotográfica (1993,
141); el disparo fotográfico de Avedon es aquí un acto ético producto su profunda conmoción por
la muerte de su padre. Ante esta fotografía el silencio es la mejor postura; en ella se expresa lo
inefable. Por esta razón, el instante mortal no encaja, para Jankélévitch, en el andamiaje de las
categorías y, por tal razón, decide iniciar su aproximación a este suceso desde Platón. Como es
sabido, Platón en el Fedón presenta con claridad la diferencia entre άποθνήσκειυ y τεθυάυάυαι.
La primera palabra hace referencia al instante mortal y la segunda, a la condición específica de
los muertos (Jankélévitch 2009, 207). En el instante final acontece un acto en el que el aprendiz
de mago ejecuta el acto con exquisita perfección y se lleva irremediablemente el secreto del
suceso consigo hacia el no tiempo. El instante mortal genera un espejismo en el que el vivo se ha
74

ido sin moverse de su lecho, pero en su lugar ha dejado un cadáver. Este espejismo nos da a los
hombres un particular consuelo, el cual es reemplazado por una inconsolable angustia en el caso
de los familiares de los desaparecidos, en los que la esperanza se alterna sin cesar con el dolor; la
presencia del cadáver es como un analgésico imperfecto que se requiere durante la elaboración
del duelo. El cadáver, envoltorio del vivo, ya no es un cuerpo, es una masa informa, donde no
actúa más quien lo animaba, pero que evoca a la vez la presencia que ahora es un dura ausencia.

Jankélévitch advierte que existe la permanente tentación de creer que el instante mortal puede ser
“[…] la ocasión más favorable para una visión situada […]” (Jankélévitch 2009, 207). Se puede
empero caer en el error de pensarlo como un momento entre el lado de acá y el lado de allá; cómo
si el instante mortal fuera una duración susceptible de ser atrapada in fraganti. La simultaneidad
simbiótica de la conciencia y el instante mortal es repentina y definitiva; si hay un mensaje con la
muerte, se trata definitivamente de algo verdaderamente incomunicable: “De ninguna manera la
simultaneidad fulgurante, que es contemporaneidad reducida a las dimensiones del instante, y
finalmente anulada, puede ser vivida como una experiencia psicológica consiente” (Jankélévitch
2009, 209). Por eso la conciencia solo se aproxima al instante mortal siempre a manera de
tangente.

En efecto, el pensador francés señala que la imposibilidad de la filosofía citerior radica en que
todos sus aparentes hallazgos están siempre en la positividad de la vida y que cualquier intento
por situarse en la duración del instante mortal es realmente un intento fallido. La vida no puede
hablar del no-ser; por ello, el instante mortal se escapa a cualquier intento de aprehensión, dado
que no tiene consistencia, no es objeto o cosa y tampoco intervalo. Lo que se diga sobre él está
condenado al mero rumor, pues nada de lo que si diga podrá finalmente ser comprobado por el
que escucha sobre eso. Bajo la figura del charlatán Jankélévitch nos muestra la relación inversa
entre autenticidad y palabrería: si hay autenticidad en la experiencia cercana a la muerte, hay
tendencia a la mesura y al silencio, pero no porque se haya resuelto los misterios, sino porque una
sólida docta ignorancia invade ahora al viviente.

En este punto, el pensador francés señala que el instante mortal no es un máximo cuantitativo; es,
más bien, el límite infranqueable de lo humano, el último fondo y la última cumbre. Por esta
razón, nuestro filósofo no acepta la comparación entre un grado empírico y la importancia
metaempírica del aniquilamiento. Es decir, entre la perspectiva no concernida de la muerte, que
75

externamente observa un incidente más en la serie continua del cambio, y la perspectiva en


primera persona, donde mi muerte es para mí el final de todo. Por ello, el grado que determina el
máximo del instante mortal es incomparable con cualquier otro grado, pues el instante mortal
dista de ser un asunto cuantitativo, cuando el que muere soy precisamente yo. Para mostrar que
estamos ante un cambio no cualitativo, Jankélévitch dice que si se considera el instante mortal
como una mutación, estaría más cercano al intervalo de duración que al instante, es decir, sería
asumido más como una continuación que como un acontecimiento. Desde esta perspectiva el
asunto principal está en la naturaleza del cambio, de la alteración; el devenir es alteración
continua, mientras que la aniquilación que adviene es el paso del ser al no-ser, es contingente y
discontinua. Esta alteración es en efecto advenir. El instante mortal se presenta en realidad como
un plumazo final, no como una transformación, pues no hay forma que sobreviva a la muerte. No
es tampoco una transubstanciación, porque el instante mortal no es el paso de una sustancia a
otra; el no-ser no es sustancia. Por tanto, la transformación, la metamorfosis y la transfiguración
son máscaras que no dan cuenta del paso final de la vida a la muerte.

La muerte asumida como cambio cualitativo es proclive de ser considerada como un suceso entre
otros, tal como acontece, por ejemplo, en la palingenesia6. Para ello, se tendría que conservar una
identidad en el tránsito de la vida a la muerte, un hilo que uniera el pasado y el futuro. Pero nos
enfrentamos a la real taumaturgia del advenir; en el instante mortal no hay realmente un ser que
deviene. La nihilización mortal suprime las modalidades y la sustancia lanzándolas hacia la nada
total. Se trata pues de una descreación o creación negativa en la que se aniquila al moribundo y
con ello se le da la estocada final a la vida en su carácter semelfáctico. Jankélévitch no asume el
instante mortal como una alteración temporal. La muerte en su carácter inenarrable interrumpe la
continuidad y, por tanto, el devenir. Se trata entonces de una alteración fingida que no tiene
alteridad y que niega la idea popular de una vertiente citerior que por medio del instante mortal se
transformaría en una vertiente ulterior, como si se tratara de un viaje de un puerto a otro sobre un
torrente que separa la vida de la muerte. Para Jankélévitch, el misterio de la creación y el de la
nihilización son opuestos; en el primero la nada es el antecedente y el peso recae en el futuro; en
la segunda la nada es el futuro y el peso radica en la continuación del pasado. El curso completo

6
Del gr. παλιγγενεσία palingenesia hace referencia a la reencarnación. Es una doctrina que plantea que cada ser vivo
cumple un ciclo de existencia, comprendido desde el nacimiento, pasando por su existencia, luego su muerte, hasta la
reencarnación (ww.rae.es).
76

de la vida se daría entonces del no-ser prenatal al ser preletal, al no-ser póstumo; la existencia
sucede así entre dos nadas: la que está antes del nacimiento y la sucede después de la muerte.

Siguiendo el carácter atopológico de las categorías existenciales anotadas por Kierkegaard,


podemos decir ahora que el instante mortal es atopológico, pues el que muere en algún lugar se
retira a un no-lugar, a ninguna parte. Así como el instante y el pecado no tienen “[…] domicilio
propio en ninguna ciencia” (Kierkegaard 2015, 58), no puede existir saber alguno de la muerte,
pues su saber es más bien nesciente. Si bien el fenecer ocurre en las dimensiones del espacio y el
tiempo, la muerte es un suceso indeterminable. Desde la perspectiva de la primera persona, es el
equivalente a la supresión del tiempo y del espacio; aquí es donde ocurre la inauguración de una
eternidad sin historias y carente de sucesos. Precisamente por este rasgo atopológico,
Jankélévitch plantea que la separación y la ausencia se vuelven etéreas y el muerto adquiere un
rasgo de ausencia presente, en el que pese a la inasistencia irreductible de la esencia, se puede
seguir hablando de él o inclusive leer bajo la topología de su obra. En efecto, el pudor que nos
suscita la muerte se origina en gran medida en ese rasgo inimaginable e inenarrable del instante
mortal; existe un pudor frente al ocaso metaempírico. La biología que permite la vida y sus
acontecimientos es la misma que genera un coágulo de sangre que interrumpe abruptamente la
vida (Jankélévitch 2009, 209).

Alrededor de la meditación sobre el instante mortal nacen diversos problemas, debido a que, por
un lado, nos permite la aproximación epistemológica pero, por el otro, nos impide también de
manera irremediable determinar sus límites. Ahora bien, podemos preguntar: ¿el instante mortal
desmiente el principio de no contradicción, según el cual no se puede decir de una misma cosa
que es y que al mismo tiempo no es? Para responder a este cuestionamiento, debemos tener
presente que el instante permite que veamos un casi nada y un yo no sé qué; por esto, el instante
opera precisamente como un enlace entre el ser y el no ser. Estamos aquí ante un movimiento
anfibológico. El instante es un casi nada que fractura el principio de no contradicción. Sócrates
nos ubica con alta precisión en este problema filosófico, cuando aborda la discusión sobre el
eleatismo de la siguiente manera:

-En consecuencia, se es imposible que los desemejantes sean semejantes y semejantes,


desemejantes, ¿es imposible también que las cosas sean múltiples? Porque, si fueran
múltiples, no podrían eludirá esas afecciones que son imposibles (Par. 127e).
77

Partiendo de la existencia del Ser Único y asumiendo que es mutable, es decir, es susceptible de
cambio y este a su vez conduce a la multiplicidad, conviene determinar el locus de esta mutación.
Si lo uno se hace múltiple, si lo semejante se torna desemejante, si lo pequeño se vuelve grande,
es a causa del movimiento (Trejos 2000, 90). En el estudio de la mecánica, un cuerpo en reposo
en un tiempo 0, si es sometido a una fuerza f, puede iniciar un trayecto en un tiempo a y volver al
reposo en un tiempo b. Si divido las distancias recorridas entre los intervalos de tiempo descritos,
es posible determinar velocidades y aceleraciones. En efecto, Newton lo expresa en como la Ley
II del movimiento. “El cambio de movimiento es proporcional a la fuerza motriz impresa, y se
hace en la dirección de la línea recta en la que se imprime esa fuerza” (1993, 41). Pero en el caso
del instante mortal se hace imposible definir las variables implicadas, debido a que el objeto
cambia, no es el mismo, esto solo sería posible en un tiempo fuera del tiempo; a lo sumo una
antilogía. Si abandonamos la mecánica y buscamos aprovechar otro recurso empírico como es la
termodinámica y pensamos ahora no un objeto sino a la energía misma como la substantia
sensible al cambio en un tiempo ponderable, nos enfrentamos a una transformación de la energía
en sus diferentes rostros, pero siempre siendo ella misma. La energía no se crea ni se destruye tan
solo se transforma por el principio de conservación de la energía (Giancoli 2006, 159). Es decir,
la energía no puede mudar de e a la nada. Todos los posibles ejemplos en los que el aparato
empírico es aplicado en los terrenos atopológicos de la metaempiria solo es un acto fallido. En
este sentido, podemos ahora concluir que “el instante suspende la alternancia pero no la resuelve,
ya que es imposible instalarse en ella” (Trejos 2006, 91).

El instante es pues uno de los asuntos centrales que estructuran el pensamiento de Vladimir
Jankélévitch. No es una casualidad que el capítulo central de La muerte esté dedicado
completamente a pensar este asunto. Su reflexión está permanentemente vinculada al tiempo,
pero busca también evitar identificar el tiempo con el instante. Para el pensador francés el estudio
del tiempo no es un ejercicio propedéutico ni prescriptivo, muy por el contrario lo asume como la
esencia misma del pensar (Trejos 2000, 89). Lo cognoscible, como totalidad, es inaprensible. La
metaempiria, el absoluto, el más allá son esencialmente misterios a los cuales solo nos podemos
aproximar diciendo lo que no son. En efecto, Jankélévitch está vinculado con la teología
apofática, pero su nexo es tímido puesto que la teología negativa entiende lo absoluto como
absolutamente otro, mientras que Jankélévitch aplica su formulación casi nada, pues es propio del
78

instante mortal ser casi nada. Detengámonos ahora en este rasgo anfibológico de la muerte y en el
escamoteo de su umbral.

Recordemos el recorrido hasta ahora realizado. Pensar la muerte la muerte permite tres estadios:
el primero una filosofía citerior que nos remite siempre a este lado de la vida, al más acá, y nos
relaciona con un fenómeno que excede con todo cualquier intento de clasificación categorial. En
este sentido, ante la imposibilidad de conocer las determinaciones quiditativas de la muerte,
nuestra consideración de su fenómeno rebasa cualquier consideración científica, más aún, su
estaríamos moviéndonos en una sabiduría nesciente, pues sabemos de la muerte en un sentido en
que propiamente no sabemos nada de ella. La filosofía se encuentra aquí con la frontera de su
propia ignorancia; saber que el futurible existe solo porque somos conscientes que sin excusa
algún día moriremos, es pues no saber más de lo que ignoramos. Sin embargo, este conocimiento
que es ignorancia es un problema al que Jankélévitch decide enfrentarse. En efecto, de este lado
de la muerte, es decir del lado de la vida, nos encontramos que ella es primeramente un fenómeno
empírico, que lo podemos constatar efectivamente en la muerte del otro, pero en este sentido la
muerte mía no puede ser comprendida desde esta óptica. Así pues, el acontecimiento relacionado
con la muerte deja abierto un misterio, su aparición empírica no es más que un impulso para ir
más allá de ésta y preguntarnos: ¿qué es?, ¿en qué consiste su verdad como fenómeno empírico?
y ¿qué queda tras su abrazo? Con tales preguntamos quedamos entonces ante un fenómeno
metaempírico que se revela desde sí mismo, un más allá desde el más acá y que nos lleva allende
de meras consideraciones empíricas y científicas.

Esto nos aproxima a los dos estadios restantes, el del instante mortal y el del más allá; aquí surge
entonces la dificultad de establecer una meditación sobre una experiencia jamás relatada por
nadie. Toda filosofía citerior no deja de ser un pensamiento de la vida y, por tanto, es muy
cercana a un relato biográfico, que no puede concluir hasta que la vida misma termine. Pero una
filosofía del más allá no sería más que mera novela escatológica y fantasía, y el instante escaparía
a cualquier intento discursivo, ya que como se ha indicado antes, el instante es acategorial y toda
palabra llegaría siempre demasiado tarde. Es justamente aquí donde damos un paso a la
meditación y nos distanciamos de toda posible reflexión; la temporalidad del instante se revela
como el umbral de la aporía.
79

La muerte fedoniana, las filosofías ascéticas y las posturas megáricas, no hacen más que
escamotear el umbral de la muerte. En el Fedón, el sabio debe afrontar con valor el momento en
que los lazos entre cuerpo y alma se desatan, a su vez ese temple se ve nutrido con la esperanza
de una remuneración en el más allá, donde será posible alcanzar el conocimiento verdadero de las
ideas; es precisamente por esta continuidad que el instante mismo es disimuladamente pasado por
alto. La filosofía platónica, que no se ve interrumpida por la muerte de Sócrates, pasa, no
obstante, por alto el clinamen y lo escamotea. En esta gran continuidad entre el más acá y el más
allá que nos propone el Fedón, estas palabras se muestran a su vez como una invitación a la
tranquilidad y a la serenidad. “Si la tensión trágica de la urgencia no existe para Sócrates, es
porque en general la instantaneidad trágica del acontecimiento le es lejana; propiamente no
sucede nada en el Fedón; y por consiguiente la muerte es algo que no llega nunca” (Jankélévitch
2009, 245). Y no obstante, justo al final aparece una nota falsa, una disonancia: “[…] tuvo un
estremecimiento […]” (Fed.118b). Propiamente el estremecimiento del que aquí se habla es el
único advenimiento en el diálogo, el resto es un entramado de continuidad y eternidad; aquí es
posible encontrar el instante que queremos captar, que si bien se pasaba por alto, aparece
disimulado en el último gesto de Sócrates. El instante es pues ese estremecimiento que acaba de
manera contundente con el pensador que piensa la muerte.

Se ha documentado que Antonio Nariño (1765-1823) estaba convencido que el 13 de diciembre


era su último día desde este lado de la muerte. La tuberculosis que adquirió en la prisión a la que
fue confinado después de traducir la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano,
había acelerado su senectud. Quiso esperar el instante mortal “[…] sentado en una silla recostado
con dos almohadas por delante; solo apetecía algo de leche de burra” (Santos 1999, 579). El
Precursor “[…] con la mayor serenidad de ánimo, y en todo su juicio, pagó su tributo a la
naturaleza” (Santos 1999, 579). Quería llegar al instante mortal con la tranquilidad que la entrega
por la Patria le había arrebatado, pero los estertores finales y la asfixia mortal lo llevaron a repetir
el estremecimiento socrático que nos recuerda la violencia de la muerte.

Es sabido que las filosofías ascéticas trivializan el instante mortal entendiendo la vida como una
muerte progresiva que avanza en continua cesación; una vida moribunda. Su invitación consiste
en prepararse para la muerte, pues así se busca robar por completo la solemnidad y radicalidad de
aquél instante final. Pero así se impide asumir la muerte como un acontecimiento único,
80

transfigurándolo un fenómeno trivial. Pero aquél que muere todo el tiempo propiamente no
muere nunca, pues en este continuo no es posible determinar diferencia alguna. Convertir la
muerte en una mortificación permanente es escamotear el asunto que nos es más propio. Cuando
el asceta habla de esas pequeñas muertes que ocurren a lo largo de la vida, mezcla el ser con el
no-ser, y deja en el olvido que el ser viviente está vivo hasta el último momento, y no deja de ser
menos vivo por su vejez o por su enfermedad; entre el moribundo y el no-ser existe un abismo.

Así mismo, vemos como frente a esas pequeñas muertes pueden aparecer espíritus que se resisten
a ceder en contraposición al ascetismo y es aquí donde aparece la diferencia entre vida moribunda
y el vivir muriendo. En los dos casos existe la conciencia de eventos que van destruyendo al
individuo, pero la diferencia radica que en el primer caso existe una marcada aceptación y en el
segundo se produce, más bien, una resistencia frente a las pequeñas muertes. Tal es el caso de los
autorretratos de Frida Khalo; sus obras expresan una corporalidad profunda y en constante
deterioro. Su cuerpo se halla en continua confrontación y resistencia frente a unas pequeñas
muertes que se suceden en el tiempo. En sus autorretratos se encuentra “[…] este doble juego de
repetición-creación, imagen reflejada que alude a un tiempo que pasa imperceptible, a un cuerpo
imaginado, sufrido” (Calderón 2014, 514).

Si nos detenemos en la posición de los sofistas, el escamoteo del umbral de la muerte se da


porque si bien para ellos no hay evolución y rehúsan la gradación transitoria, conciben el antes y
el después como estados yuxtapuestos; la plenitud vital y el vacío letal no dejan espacio para
nada, no hay zona mixta ni algo similar a un umbral. Sin embargo, ¿cómo podrían responder
ellos a la pregunta de en qué momento el vivo deja de ser vivo y se convierte en muerto? Como
vemos, aquí “el artículo final es escamoteado, tragado y súbitamente ingurgitado” (Jankélévitch,
2009, 254). En las tres posiciones filosóficas expuestas anteriormente, el platonismo fedoniano,
las posturas ascéticas de la mortificación permanente y las sofísticas de la yuxtaposición, caen
inevitablemente el escamoteo, al convertir la muerte en un acontecimiento sin importancia. Ahora
bien, transición en el instante no es el paso de la frontera sino liminalidad, en la medida en que el
instante mortal es semejante a una delgada membrana por medio de la cual el no-ser se filtra en el
ser y lo aniquila. A pesar de su minúscula porosidad por medio de la cual puede pasar el no al
ser, en el instante se fulmina todo por medio de un salto abrupto y radical. Ahora bien, esto no
quiere decir que el no-ser se vaya mezclando progresivamente con el ser, precisamente aquello
81

que Jankélévitch ha reprochado en las posturas ascéticas; aquí es indispensable resaltar el


advenimiento de un no que es un no absoluto.

Ahora bien podemos preguntar: ¿existen alumnos iniciados en el instante, como de alguna
manera lo sugiere la posición fedoniana? Para abordar esta cuestión, podemos tomar el
reconocido caso aporético del citarista7: “¿Tocando la cítara es como uno se convierte en
citarista? ¡Pero hay que ser ya citarista para tocar la cítara, y hay por tanto que ser ya citarista
para convertirse en citarista!” (Jankélévitch 2009, 261). El problema que ronda esta aporía es
justamente el del instante. Si bien es cierto el aprendiz de citarista debe ser en cierta medida
citarista para poder tocar la cítara, pues únicamente llega a serlo plenamente, es decir, deja de ser
aprendiz, no tanto por una larga y difícil preparación, sino por un salto. Por ejemplo, un día
practica las escalas y los ejercicios correspondientes a su arte, y al día siguiente el aprendiz da un
salto cuántico y ahora toca con un virtuosismo excepcional. ¿En qué momento entonces el
aprendiz ha dejado de serlo? Para la física, un salto cuántico es un cambio súbito del estado físico
de un sistema cuántico de manera prácticamente instantánea. Particularmente, este fenómeno se
contrapone directamente al principio mentado por Leibniz: Natura non facit saltus (Leibnitz
1983, 49), esto quiero decir que la naturaleza no procede a saltos.

Aquí encontramos dos connotaciones, en primer lugar, y para continuar con la explicación del
carácter liminal de la transición, no queremos decir que el no se va mezclando paulatinamente
con el ser; más bien, así como hay que ser ya citarista para tocar la cítara, hay que ser mortal para
morir. De esta manera, podemos decir que el no se filtra porosamente por el carácter liminar de la
vida y, sin embargo, no es sino hasta cuando se da aquél salto violento –cuando el aprendiz deja
se ser tal y se convierte en maestro-, cuando aquél no absoluto abarca por completo al ser y lo
aniquila. El instante es pues el mismo acontecimiento en estado puro. Y al decir que es el casi-
nada se refiere tanto a que la muerte es casi nada para mí, es decir, todo; como a que entre el casi
y el nada queda aún una distancia infinitesimal, una distancia infinitamente infinita entre el
instante y la nada8. Aquí surge, como hemos visto, la dificultad de determinar en qué momento
exacto el vivo exhala su último suspiro y pasa a ser un muerto.

7
Aristóteles precisa este caso aporético de la siguiente manera: “[…] pues tocando la cítara se hacen tanto los buenos
como los malos citaristas […]” (Ética a Nicómaco 1103b 251-252).
8
Si la ciencia buscara determinar la velocidad del instante, se enfrentaría a una dificultad, debido a que el tiempo
sería equivalente a cero, si se asimila la nada con el cero. La división sobre cero es un problema que surgió alrededor
82

En la medida en que el instante mortal coincide con el estremecimiento fedoniano y con el salto,
la muerte es pues no del orden del devenir sino del advenir; lo que adviene es propiamente el
acontecimiento, es decir, el instante. Ante tal advenir surge la angustia y de paso, sea dicho, el
estremecimiento del sabio que piensa la muerte. El estremecimiento de Sócrates delata aquél
instante último en el cual acontece su muerte, en el cual aquél no absoluto, que nos dice nunca
más nada más, asalta a su ser. A pesar de todas las preparaciones que intente el asceta, no se
puede aprender a morir. No se puede aprender a comenzar, pues “el comienzo comienza por sí
mismo siendo a la vez comienzo y fin” (Jankélévitch 2009, 258). Por eso, el hombre comienza
por el final y termina por el comienzo, esto es, solo podría aprender a morir muriendo y a su vez
moriría aprendiendo a morir, es decir, siempre como primera vez y última. De tal forma que no le
sería posible aprender nada en absoluto. Ante esta situación seremos siempre neófitos e
improvisadores.

No obstante, resaltamos una diferencia entre estar listo y estar preparado; pese a que como
acabamos de decir, no podemos prepararnos para la muerte, parece que habría un sentido en el
cual podríamos estar listos para ella y lo encontramos también en el Fedón. Este sería, no vivir
cada día como si fuera el último, sino morir como se vivió durante toda la vida, que en términos
de Sócrates significa vivir según la virtud. Tal como Sócrates que siendo consecuente con su
vida, no intentó postergar indefinidamente el último momento, ni hizo de él un escándalo, sino
que lo asumió tal como expresaba que se debía asumir aquél acontecimiento, como un acto de
purificación. Pese a que podemos creer que estamos listos, la muerte nos toma siempre
desprevenidos y por sorpresa. Irrumpe en la continuidad de la vida como un salto discontinuo,
súbito y accidental. Por eso, no hay una diferencia precisa entre la muerte de un anciano
moribundo y la de un adolescente en un accidente de tránsito; toda muerte es siempre prematura
y en tanto tal violenta. La muerte es, más aún, la violencia misma, el brusco final, el instante que
deshace y que es nihilización absoluta. El instante de la muerte es pues la muerte misma y el salto
mortal la aventura propiamente dicha.

Ahora bien, en su medicación acerca de instante mortal Jankélévitch dedica un espacio a pensar
en lo irreversible del suceso; para ello, propone un análisis puntual del movimiento. La palabra
momentum, es una derivación de movimientum, que está a su vez formado por el verbo movere

del año 650 DC, cuando en India se masificó el uso del cero y los números negativos. El primer matemático que
abordó teóricamente este problema fue Bhaskara I, quien describió la fórmula n/0 = ∞ (Ifrah 1997, 27).
83

(mover) y el sufijo entum (que señala un estado del ser). El movimiento es entonces, en general,
cualquier variación que pueda tener la substantia dentro del a priori espacio-tiempo. Jankélévitch
se interesa especialmente en la relación del movimiento con el concepto de la irreversiblidad, es
decir, la imposibilidad de revertir o de regresar. Para el pensador francés el movimiento dentro de
la temporalidad es el devenir mismo, entendido como “[…] la futurición que mediante un
advenimiento continuo hace advenir el porvenir” (Jankélévitch 2009, 270). El tiempo puede ser
pensado como una línea recta con un sentido único cuya esencia misma y su significado es ese
mismo sentido. Es claro que el aumento de la velocidad nos acorta el tiempo que empleamos en
los desplazamientos dentro del espacio, la esencia misma del espacio, la ubicuidad, no puede ser
nihilizable porque “[…] nuestra finitud nos impide estar a la vez aquí y en otra parte; la magia de
la instantaneidad nos ha sido negada” (2009, 271). El ser solo puede ser-en el tiempo. El tiempo
es pues la condición de posibilidad de todo aquello que es, y aun así en la ausencia de la vida, el
tiempo en el cosmos seguiría fluyendo irreversiblemente.

Al interior de esta meditación sobre el tiempo y la muerte, podemos indicar ahora que la
característica determinante del tiempo es la imposibilidad de la reiteración: la incapacidad
absoluta de aplicar nuestros movimientos dentro de nuestra memoria a los movimientos del
tiempo. Recordar el pasado es imaginárselo como presente en el ahora. Asimismo, volver a vivir
por segunda vez una experiencia, por más de que ésta sea en circunstancias prácticamente iguales
a la primera, es strictu sensu vivir una experiencia nueva, porque dentro del sentido rectilíneo y
unidireccional del tiempo todo intento de reiteración es una novedad por la diferencia irreductible
de la fecha. Un nuevo amor repite el primer amor. De este modo, “la temporalidad de los
acontecimientos no está marcada por un tiempo de transcurso circular, sino lineal, progresivo”
(Han 2015, 32). El recuerdo, así sea un movimiento del pasado al presente, se inscribe siempre
dentro del devenir. La apuesta por el rejuvenecimiento es un trampantojo del hombre que deja
entrever una angustia frente a la decrepitud, ya que la vuelta en el tiempo “[…] es una
contradicción y casi un absurdo, no únicamente algo impensable, como la cuadratura del círculo,
sino incluso insoportable” (Jankélévitch 2009, 275). Todas estas prácticas temporales “[…] crean
un lazo con el futuro y limitan un horizonte, que crean una duración, pierden importancia” (Han
2015, 37). En efecto, “¡Cuántas veces la belleza nos parece engañosa! Y vemos que, en manos de
personas malintencionadas, puede convertirse en un instrumento de dominio, es decir, de
destrucción” (Cheng 2015, 55). Independientemente de que un acontecimiento haya tenido un
84

testigo, como una tercera persona o mi memoria propia, y pueda ser contado o recordado, el
hecho mismo del acontecimiento no puede ser nihilizado, puesto que ya aconteció como sucedió.

En este punto, el análisis de Jankélévitch establece una diferenciación entre el tiempo objetivo y
el subjetivo. El primero se refiere al paso cronológico que marca el minutero del reloj y el último
a la manera como el sujeto percibe el curso de la temporalidad a través de su propia subjetividad;
el entretenimiento es en este caso una manera de pasar el tiempo, o mejor aún, de hacerlo pasar,
que vaya más rápido. Es así como, por ejemplo, el aburrimiento se caracteriza por la lentitud y la
pesadumbre del tiempo. En efecto, ya sea acelerando o desacelerando la percepción del paso del
tiempo, éste siempre va en un mismo sentido. Jankélévitch concibe lo irreversible como la marca
distintiva de la objetividad del tiempo. Si tenemos en cuenta a la voluntad, la cual en el tiempo
subjetivo se mueve casi libremente, frente al tiempo objetivo no puede nada: está completamente
atada y lo irreversible es aquí “aquello que se resiste obstinadamente a nuestros esfuerzos y no se
deja doblegar” (Jankélévitch 2009, 276).

El devenir está confinado dentro de esa línea recta que “sólo tiene dos sentidos posibles, de los
cuales uno está prohibido, puesto que no se puede remontar su corriente; lo que equivale a decir
por consiguiente que este devenir incapaz de revenir no tiene en absoluto dimensiones”
(Jankélévitch 2009, 277). Decimos atrapado, porque si bien el devenir se caracteriza por la
libertad de volverse otro siendo otro mismo, esta modificación se da dentro de un marco
indeformable que no permite otro orden diferente a la linealidad unidireccional. La palabra fatum
proviene del latín fata (predicción) que a su vez viene del verbo fari (hablar). El fatum es
literalmente la palabra de los dioses, aquello que al pronunciarse no tiene posibilidad de
variación. Jankélévitch relata el devenir dentro del terreno de una anfibología que tiene el rostro
de la pesadez del fatum y de lo irreversible, y por otro, la ligereza de nuestra propia libertad, en
otras palabras “[…] es un medio en el que no se hace lo que se quiere, pero en el que se puede
hacer todo lo que se quiera. […] En el tiempo todo está permitido; pero el tiempo mismo, el
tiempo vacío, es inexterminable” (Jankélévitch 2009 278-279).

Durante el siglo XX los grandes físicos teóricos se preguntaron sobre la irreversibilidad y la


posible elasticidad del tiempo. Precisamente en 1916 Albert Einstein (1879-1955) señaló que
existe un fenómeno en el cual los objetos pueden perder parte de su masa, la cual posteriormente
se convierte energía y, a su vez, esta energía se desplaza en forma de ondas a la velocidad de la
85

luz perturbando el espacio-tiempo; el mundo científico se preguntó: ¿es entonces el tiempo


elástico? ¿Se puede curvar de tal manera el espacio-tiempo que nos sea permitido viajar en el
tiempo? (Sagan 1980, 197). Desde entonces, la demostración de la existencia de las ondas
gravitacionales, descritas inicialmente por Einstein, protagoniza numerosos trabajos a escala
global. Por ejemplo, el 14 de septiembre de 2015, el observatorio LIGO9 en USA consiguió
detectar por primera vez estas ondulaciones en el intersticio espacio-tiempo. Este descubrimiento
confirma una predicción de la teoría de la relatividad general de Einstein y abre, a la vez, una
nueva vía para investigar el universo. El anuncio fue efectuado por David Reitze, el director
ejecutivo del laboratorio LIGO, que explicó que la detección fue posible gracias a que dos
agujeros negros chocaron entre sí hace unos 1.300 millones de años.

Kip Thorne, uno de los mayores expertos en agujeros negros del mundo, señala que si uno
lograra involucrarse en medio de este acontecimiento: “Verías el tiempo acelerándose y
atrasándose, verías el espacio estirarse y contraerse de forma muy violenta. Viajarías en el tiempo
de alguna forma porque el tiempo correría hacia adelante más lento de lo normal y luego mucho
más rápido, todo de forma salvaje. Es un evento muy breve solo dura una fracción de segundo.
Así que lo que necesitamos es enviar un robot que pueda captarlo todo muy rápido. Nadie
sobreviviría a un evento como este” (El País 2016). Continuamente, a nivel atómico y
subatómico las ondas están presentes perturbando el espacio-tiempo. La comunidad científica ha
sido clara y esto ha desilusionado a quienes sueñan con los viajes espacio-temporales; las ondas
gravitacionales son vibraciones, oscilaciones del tejido espacio tiempo, audibles no visibles, y
que no rompen esencialmente el carácter del tiempo que podemos experimentar los seres
humanos, que está marcando la vida y la muerte. Nuestra corporalidad nos condena a una sola
dirección temporal, a esta “[…] dirección en la que nosotros sentimos que pasa el tiempo, la
dirección en la que recordamos el pasado pero no el futuro” (Hawking 1996, 191).

Ahora bien, dentro de la sucesión del devenir está la disyuntiva que se crea y recrea en el
encuentro del pasado, del presente y del futuro. De alguna manera coexisten en el instante “[…]
un pasado en concepto de recuerdo […]” y “[…] un futuro en concepto de posible” (Jankélévitch
2009, 279) que le confieren al devenir un carácter de “creación y recomienzo” y al mismo tiempo

9
Esta es la sigla de Laser Interferometer Gravitational-Wave Observatory (Observatorio de ondas gravitacionales
por interferometría laser). Fue estructurado con el fin de confirmar la existencia de las ondas gravitacionales
predichas por la teoría de la relatividad general de Einstein, y cuantificar sus propiedades.
86

de “huida y perennidad” (Jankélévitch 2009, 279). En este sentido, podemos decir que el devenir
dura gracias a esa doble tensión que asegura una continuidad en medio de la discontinuidad.
Asimismo, el pasado y el futuro están ligados en la medida en que la presencia del antes en el
presente, por medio del recuero, permite por comparación la existencia de un después en forma
de posible. Así pues, lo irreversible se compensa por el retorno mnemónico de la anamnesis:
concretamente, lo que hace factible la relatividad de la irreversibilidad es pues la coexistencia del
pasado en tanto que imagen en el presente y el futuro una anticipación. Empero cabe recordar que
la imagen no es más que justamente una imago, una compensación simbólica que no “nos
permite reunir lo que la disyuntiva ha separado” (Jankélévitch 2009, 281). La presencia del
pasado es para Jankélévitch una victoria en escala de grises; la reunión del ser con el haber sido
nos da un reducido “acceso al paraíso perdido de la juventud” (2009, 281), aunque no nos
permita por causa de la sucesión acumular los momentos en un eterno presente. Es decir, no
podemos unir el comienzo con el fin; por esta razón, como lo decía el médico griego Alcmeón:
“Los hombres no son capaces de unir el comienzo con el fin, por eso deben morir” (citado por
Gadamer 2011, 96).

Como nos lo sugiere la idea de la imago en tanto mímesis, cada instante del devenir es único y en
ese sentido irrepetible. No obstante, Jankélévitch divide el intervalo vital en series que inician o
finalizan un capítulo de la existencia. Una serie es la sumatoria de eventos que tienen una
relación entre sí y que se suceden unas a otras, por ejemplo, la frecuencia cardíaca. Ahora bien,
aunque haya una repetición por la relación de las cosas entre sí y que esta repetición se dé en la
sucesión sin alterar el orden de la linealidad irreversible, que caracteriza el tiempo objetivo, cada
sístole es, sin embargo, única y es al mismo tiempo indiscernible de la siguiente y de la anterior.
Asimismo, cada serie consta de una primera vez que la inaugura y una última vez que la clausura.
Estos dos momentos son acontecimientos privilegiados y además, inversos el uno del otro.
Estamos aquí ante un fenómeno que caracteriza la vida del hápax: ser primerúltima vez. La
irreversibilidad del devenir es la flecha que dirige la meditación de Jankélévitch sobre la muerte y
es alrededor de ella donde se hilvanan las reflexiones que le dan consistencia al conjunto de su
pensamiento. Insistiendo en la imposibilidad del retorno del devenir, Jankélévitch introduce
el concepto de la primultimidad. Decíamos que en una serie en los extremos existen posiciones
sobresalientes, la primera y la última, el comienzo y el fin, absolutamente caracterizadas por una
solemnidad sobre las veces que están al interior del intervalo serial. Sin embargo, éstas veces se
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dan también en el devenir y este no es sino “según qué aspecto se considere, una terminación
continuada o una continuación del comienzo” (Jankélévitch 2009, 289). Es decir, cada vez es en
sí primera y última vez, cada latido es único absolutamente e indiferentemente de la similitud que
tenga con el siguiente o el precedente. A través del concepto de primultimidad, Jankélévitch hace
del presente un instante único, una singularidad; otra vez el άπαξ que sólo se da una vez en la
historia del mundo, pero ésta vez el άπαξ no es solo una persona que vive y que muere, es además
cada acontecimiento vivido por ese ser, es cada latido de su corazón, cada una de las experiencias
vividas, cada attosegundo que pasa es en últimas un instante irrepetible en toda la eternidad. Por
tal razón:

Primero y Último, en el tiempo concreto, se juntan para coincidir y no forman más que una
única ocasión, una única coyuntura semelfáctica, una única transparencia: entonces la ocasión
única vale lo que una serie completa; el comienzo y el final, sobreimponiéndose el no sobre
el otro, se identifican en un punto [...] (Jankélévitch 2009, 286).

Ahora bien, ese άπαξ del instante, ese latido único si bien son primúltimos han ocurrido y
volverán a ocurrir, desde otros puntos de vista muchas veces. La semelfácticidad no excluye la
reiteración; vuelve a aparecer la anfibología del devenir en tanto que es al mismo tiempo algo que
nunca ha sucedido y que ya ha sucedido y sucederá, “la unicidad y la trivialidad son dos puntos
de vista sobre un mismo tiempo irreversible” (Jankélévtich 2009, 290). En este sentido, el
intervalo de la continuación es un seguro emocional para el hombre; la zona intermedia, en la
cual las veces son comparativas, es un refugio frente a los extremos que se caracteriza
fundamentalmente por el superlativo, pues la totalidad es más que sus partes y que la suma de
ellas. En efecto, atreverse, osar, aventurarse, son verbos que se refieren a la primera y a la última
vez, pues siempre aquí hay un comienzo y un final; por esta razón, podemos decir:

Del mismo modo que hay un sistema de renovación gracias al cual la novedad preexiste a sí
misma: la preformación de lo imprevisible no sirve para eludir a la iniciativa y la iniciación, y
para amortizar el choque, del mismo modo que la moratoria no sirve para escamotear el
brusco final y suavizar, mediante una conciencia perturbada, el vértigo del instante
escatológico y la angustia del ultimátum (Jankélévitch 2009, 290).

Así pues, nuestra finitud nos recuerda la inestimabilidad del tiempo vivido, puesto que la
irreversibilidad mortal, es decir, la última vez que sella todas las series, hace al devenir
angustioso, porque su duración es limitada. La muerte contribuye a tomarnos el tiempo con un
temple de ánimo serio. Con respecto a la primultimidad relativa dentro del intervalo vital, la
primultimidad mortal es absoluta. Como lo indicamos anteriormente, la muerte destruye todas las
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categorías, pues es literalmente de un orden distinto a todo lo que simplemente acontece. El


sentido del devenir con su irreversibilidad le da un significado a la sucesión del antes y del
después. Adicionalmente la inconmensurabilidad se explica en otras palabras porque el ser que se
ha constituido durante todo el intervalo vital se ve desgarrado súbitamente de su haber sido por la
muerte. Por el contrario, el que nace tiene simplemente toda una vida por delante, la posibilidad
está abierta para él. Todo lo anterior nos reafirma que la muerte es del orden metaempírico,
puesto que siendo primera y última vez es incomparable con cualquier acontecimiento de la
empiria. De hecho, y para reforzar su argumentación, Jankélévitch nos dice que la muerte ni
siquiera puede ser considerada una novedad, puesto que lo nuevo, como lo perfecto o lo bueno,
solo puede serlo comparativamente; nadie muere dos veces, nadie aprende a morir, y aquel que
puede dar cuenta de la muerte se ha tornado una nada. Frente a la anfibología del devenir, que
consiste al mismo tiempo en unicidad y trivialidad, está “la unicidad del golpe mortal [que]
concierne no tanto a la manera de ser, como al ser mismo de todas las maneras” (Jankélévitch
2009, 297). La muerte es el fin definitivo, la nihilización del devenir y solo puede ser concebida
desde la perspectiva de la tercera persona; mi muerte propia es un futuro que nunca será presente
y nunca será pasado. La aparición que desaparece es la verdadera cara de la irreversibilidad
mortal, que sella la vida entera del hápax.

La muerte es la negación misma de esta alteridad y el devenir que no deviene nada, que se vuelve
inexistente e insubstancial y produce sentimientos ambivalentes como de “curiosidad pasional y
de horror” (Jankélévitch 2009, 299), en la medida que es de un orden similar y al mismo tiempo
absolutamente diferente. La costumbre del devenir durante el intervalo vital contrasta con el
devenir que cesa y desemboca en el no-ser, a lo sumo en la nada. Basado en lo anterior,
Jankélévitch construye una metáfora misteriosa, bella y abismal:

[…] el umbral del ser y del no ser se parece a un balcón sobre la nada; los balcones están
hechos para contemplar una vista, un panorama, un paisaje: pero la nada no es un paisaje y la
nulidad de esa nada anula el acto mismo de contemplar. Un umbral da acceso a alguna parte:
pero el más allá no es alguna parte, y el instante último no da acceso a nada” (Jankélévitch
2009, 298).

Nuevamente la muerte se viste con superlativos que nos dan el verdadero sentido de lo inefable.
Hay entonces un distancia infinita entre el sentido del para siempre y el significado concreto de
estas cuatro sílabas. Visto de este modo la tragedia no es sólo para aquellos que sobreviven, es a
su vez la condición irreversible de la primera persona. Irónicamente el hombre convierte el adiós
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en un hasta luego, puesto que en esta situación le parece preferible abrir una esperanza más allá
que mirar de con denuedo el horror de su propia tragedia existencial. La ironía sucede cuando al
mismo tiempo que se niega el adiós se deposita la esperanza en un futuro desconocido:

Es que no sólo nos equivocamos sino que la conciencia se equivoca acerca de sí misma. No
se sale impune del escándalo: la ironía juega con fuego y engañando a los otros a veces se
engaña a sí misma. Todos lo hemos vivido: cuando uno finge el amor corre el riesgo de
sentirlo, quien parodia imprudentemente puede ser en su propia trampa, la mente sensata no
es más que una triste enamorada (Jankélévitch 2015, 139-140).

Este hecho se hace evidente en la ritualidad fúnebre que trasciende las culturas y en la
construcción de tumbas que fungen como objeto de culto. Si bien el devenir es un adiós
continuado, el adiós marca el umbral de la separación y el límite metaempírico de la muerte. El
adiós se asemeja a la solemnidad que le atribuimos a la muerte, cada adiós simboliza ese
desgarramiento por venir que nos fractura el ánimo y que nos presenta “[…] anticipaciones
melancólicas de la última última-vez” (Jankélévitch 2009, 304). El hombre es un ser de
permanentes despedidas, pero esta serie nunca va a poder colmar el abismo irrevocable que
significa el adiós final cuyo orden es completamente distinto a cualquiera de los anteriormente
conocidos.

Como se ha expuesto, la irreversibilidad es lo en sí del tiempo y tiene que ver con el devenir
unidireccional del mismo, es decir, con el hecho temporal para vivirlo hacia atrás o para volver a
vivirlo. En este sentido, lo irreversible se relaciona esencialmente con la propiedad más elemental
de ser en el tiempo y se mantiene al margen de hacer en el tiempo. Esto significa que el flujo del
tiempo hacia delante es constante e independiente de las acciones humanas que en él puedan
darse; bien sea en el actuar más militante o en la quietud más estuporosa, el tiempo nunca detiene
su paso, jamás varía la dirección y no modifica su irreversibilidad. A este fundamento del tiempo
se suma aquello que Jankélévitch denomina irreparable-irrevocable, propiedad que se relaciona
no tanto con el ser como con el hacer en el tiempo. De este modo, si la irreversibilidad del
tiempo conforma una particular “[…] maldición metafísica” (Jankélévitch, 2009, 310), lo
irreparable se inscribe dentro del espacio de la libertad, pues interactúa con las decisiones y las
acciones que suceden dentro del lapso temporal. Lo irreparable-irrevocable complementa y hace
más dramática la irreversibilidad del tiempo, pues si bien aquello que no puede ser reparado ni
revocado lo es por la misma circunstancia de su imposibilidad de volver el tiempo hacia atrás. El
flujo de la temporalidad arrastra consigo el vértigo de los acontecimientos que reafirman con
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impiedad su rasgo irreversible. Dicho de otro modo, “[…] con nuestras propias manos,
espontáneamente, escandalosamente, sin estar obligados por el devenir, fabricamos lo irreparable
que volverá lo irreversible todavía más irremediable y nos cerrará el paso al pasado
irrevocablemente” (Jankélévitch 2009, 309). En el mismo sentido de lo irreversible, el escenario
trágico de lo irreparable-irrevocable, se encuentra dado por el prefijo “i” que instituye el orden
de la imposibilidad. Si la irreversibilidad es imposibilidad de revertir el tiempo, lo irreparable-
irrevocable expresa a su vez la imposibilidad de aniquilar la acción de haber hecho dentro de la
serie temporal; la acción o la decisión una vez activan el detonante, fijan improntas indelebles y,
por tanto, no es imposible asumir que no hayan tenido lugar. Por tal motivo, mientras que la
irreversibilidad posibilita el espacio de la nostalgia, es decir, el anhelo de volver a vivir lo ya
vivido frente a la imposibilidad de hacerlo, lo irreparable-irrevocable abre la puerta al
arrepentimiento, a ese anhelo imposible de borrar la palabra dicha o reversar la bala disparada.

Teniendo presente que la irreversibilidad del tiempo puede ser relativamente revertida, por
ejemplo, por medio del recuerdo, lo irreparable-irrevocable puede a su vez y de manera
igualmente relativa ser reparado y revocado, pues, en cierto modo, lo hecho puede deshacerse o
rehacerse de forma diferente. Esta posibilidad se basa en la divergencia entre el hacer y lo hecho.
Sin embargo, el hecho de haber-hecho no puede ser nunca deshecho de forma absoluta y
realmente efectiva, así como lo ya vivido no puede volver actualizarse efectiva y absolutamente.
Así pues, es perfectamente factible desenterrar el día de ayer, pero no es posible volver a vivir
empírica y fácticamente ese día. De igual manera las secuelas de un hecho pueden ser, en cierto
sentido, reparadas, borradas o dejadas sin efecto, pero no se puede eliminar el haber-hecho. Este
suceso es una cicatriz, no una regeneración. En el primer caso la huella de la lesión siempre está
presente así se realicen los máximos esfuerzos científicos para borrar la lesiones dejadas por
acciones violentas; una vez se rompe la membrana basal de la piel, que actúa como umbral
determinando si va a producirse una cicatriz o no, la marca dérmica acompaña al cuerpo hasta el
día letal. La cicatriz marca un fenómeno irreversible-irrevocable, aunque susceptible de ciertos
cambios relativos, pero siempre será una cicatriz de algo que ha sido. Si bien la regeneración
somática permite, por ejemplo, a las salamandras recuperar la extremidad pérdida, sin evidencia
clara de cicatriz ni rasgos clínicos de un antecedente traumático, para nosotros el hecho de haber
perdido una extremidad es imborrable, aunque busquemos la forma de compensación protésica o
de reimplantación. En este sentido, Macbeth puede haber lavado sus manos, pero la impronta del
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crimen, aunque invisible es también imborrable (Jankélévitch 2009, 311). “Podemos por tanto
hacer, deshacer y rehacer a voluntad, pero no podemos deshacer el haber hecho” (2009, 314) y es
precisamente aquí donde se determina lo irrevocable.

Según esta flexibilidad aparente, tanto del tiempo como de lo que sucede, es posible hacer como
si un evento no hubiera acaecido nunca aunque no pueda anularse el hecho de que efectivamente
haya tenido lugar. Es posible, por ejemplo, intentar anular o matizar las consecuencias de un
evento, pero no se puede aniquilar el suceso mismo. Así toda tentativa de reparación se da
siempre en rango deficiente, pues hacer como si algo no hubiera sido no es lo mismo que hacer
que eso hecho efectivamente nunca hubiera sucedido, y “[…] en ese desfase del como si con
relación al que se distingue el carácter ficticio e insignificante, metafórico y miserablemente
simbólico […], la ineficacia innata y la impotencia desconsoladora de las compensaciones
humanas” (Jankélévitch 2009, 314). Esto nos reafirma que es completamente imposible ir de
regreso al status quo luego de cualquier acontecimiento vivido y en cualquiera que sea el punto
del tiempo en el que se esté. En efecto, aunque se intente resarcir a alguien por un perjuicio
causado, la irreversibilidad misma del tiempo hace que el hombre al que se busca indemnizar ya
no sea el mismo, las circunstancias no sean iguales y el tiempo mismo no pueda rebobinarse,
“[…] ninguna justicia humana puede devolver el pasado a nadie. El ciudadano indemnizado
seguirá siendo un hombre eternamente perjudicado” (Jankélévitch 2009, 313).

Precisamente, lo irreversible, lo irreparable-irrevocable encuentra su grado máximo en la muerte.


Si bien dentro del intervalo vital lo irreversible y lo irreparable-irrevocable puede ser asimilado
(de forma siempre insuficiente), la muerte constituye el punto hiperbólico en el que lo esencial
del tiempo y del acontecimiento se manifiesta de forma más trágica. Se trata del advenimiento
más radical que liquida la serie temporal vital y anula con ello cualquier posibilidad de ser o
hacer. Por esto, la muerte no resulta, desde ningún punto de vista, asimilable y mucho menos
reparable, pues se trata de un suceso en el que se amalgaman de forma lúgubre la irreversibilidad,
lo irreparable y lo irrevocable, características del fenómeno metaempírico de la muerte que
interactúan de tal manera que parecieran interdependientes. A pesar de ser irrevocable, no
siempre un evento resulta siempre irreparable. Esto no quiere decir que un acontecimiento pueda
ser revertido o revocado, significa que lo irreparable es una cualidad esencialmente negativa que
depende de múltiples factores, como por ejemplo, los rasgos que presente la acción (intensidad,
duración, etc.) y la naturaleza del organismo o del objeto que lo contiene. Si nos fijamos, una
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fractura de fémur puede ser hábilmente consolidada por el organismo joven y saludable, o, puede
desencadenar una tragedia que le cueste la vida a un anciano con osteoporosis. Así pues, “[…] lo
irreparable […] es aquello que, en ningún caso, de ninguna manera, bajo ninguna forma, en
ningún grado y en ningún momento puede ser reparado […]” (Jankélévitch 2009, 315).

En este mismo sentido, el pensador francés afirma que la muerte es como una válvula que
permite el paso del flujo unidireccionalmente, imposibilitando el retorno del mismo; de la vida a
la muerte, pero jamás en caso inverso. Esto ocurre secundario a la condición irreversible del
tiempo que deviene exclusivamente en un sentido, teniendo una prohibición natural por el otro.
Siendo así, la libertad humana es siempre casi, es a medias; implica una facultad de elección y
acto exclusivamente volcado hacia adelante, no existen los pasos hacia atrás en la temporalidad
de la libertad. Surge acá una desproporción entre el futuro en permanente apertura hacia las
probabilidades y lo irrevocable de todo lo hecho que se acumula en las improntas indelebles del
pasado que se erige como espacio de responsabilidad. Si bien la responsabilidad está relacionada
con cada acto antrópico dentro de la serie vital debido a la irreversibilidad del tiempo, ésta se
dramatiza de forma vertiginosa, cuando tiene que ver con la posibilidad de aniquilación de la
serie misma, es decir, con la muerte, la cual es siempre irreparable, irreversible e irrevocable.
Vemos, por ejemplo, como la sumatoria de los actos humanos vinculados a los actuales modelos
productivos ha llevado a la extinción total de miles de especies a nivel global; esto ha provocado,
indudablemente, eventos irreparables. El cúmulo de movimientos humanos del pasado, hacen
responsable a la especie humana de la desaparición de cruciales engranajes ecosistémicos (Stern
2007, 55).

En efecto, una válvula que permite salida pero impide el retorno; la muerte inquieta a los
hombres y suscita una curiosidad por el punto de fuga del umbral fatídico. Empero, al estar la
salida completamente abierta y el regreso, de la misma manera, herméticamente sellado, no
resulta posible que se filtre ningún tipo de datos al respecto. Pero el misterio de la muerte ha dado
espacio a diversas especulaciones que ante “[…] la fobia de las discontinuidades y los saltos”
[…] (Jankélévitch 2009, 321) radicales, han conducido en esencia lo mismo: la continuación de
la vida más allá de la muerte. Posturas como las de la palingenesia, la metempsicosis entre
muchas, buscan soslayar la dimensión acategorial y trágica de la muerte; pero son meros
eufemismos que se distancian del salto hacia la nada, del no-ser que acaece en el instante mortal.
Para el filósofo francés es evidente: cualquier pretensión de continuación vital entra directamente
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en contradicción con la muerte, pues al ser ésta una cesación total de la vida es lógicamente
inaceptable que morir implique la continuación de la vida en cualquier forma; siendo esto así,
resultaría entonces absurdo y vacuo hablar de la vida después de la muerte. Muy lejos de
representar un movimiento perpetuo, la muerte consiste más bien en una iterruptio abrupta que
conduce a un salto nihilizador hacia un no-lugar. Podemos aquí resaltar el hecho de que la
medicina alopática busca la constante reanimación del moribundo; al tomar sin prisa la técnica de
reanimación, sabemos que no es de la muerte de dónde se recupera el moribundo, ni tampoco es
rescatado del instante mortal, sino de la supresión temporal de la actividad cardiopulmonar. Por
tanto la reanimación no es un retorno del anima al σώμα, sino una reactivación plausible del
ritmo cardiaco antes del salto. Siendo esto así, la verdadera muerte no permite excepciones de
ninguna clase y se rige por la imposibilidad de supervivencia y por su carácter irremediablemente
irrevocable, en tanto que “[…] aquel que, aunque sólo sea el instante de un instante, roza la
muerte, está abocado irrevocablemente al no-ser […]” (Jankélévitch 2009, 326). La más
infinitesimal relación tangencial con la nada, desata el umbral para siempre y no permite ya
retorno; de esta forma, la muerte constituye un acontecimiento que solo ocurre una única vez,
primera y a la vez última.

Es así como la muerte resulta estrictamente incognoscible. Si bien es completamente absurdo


pretender atrapar el instante mortal para extraer de él algún posible mensaje del más allá, este
acontecimiento es algo inevitable. No debemos olvidar que el instante mortal es esencialmente
inasible por su instantaneidad y por el desfase temporal que provoca, pues antes de morir es muy
temprano para saber algo de la muerte y una vez dado el salto nihilizador ya es demasiado tarde,
pues el advenimiento del no-ser aniquila la condición de posibilidad de tener un conocimiento
sobre él. Por esto, el moribundo, por más próximo que esté del instante mortal, realmente no sabe
nada de la muerte, ya que aún se encuentra de este lado del más acá, en donde inexorablemente
reina la positividad vital. En una situación similar se haya aquellos testigos de la muerte ajena,
pues la muerte no acontece como una transición, sino que adviene instantáneamente como si se
tratara de un salto. El instante mortal constituye, entonces, el punto de contacto entre el ser y el
no-ser, y por consiguiente su advenimiento no es progresivo, sino más bien tangencial y abrupto.
Por esta razón, ni el directamente concernido, ni los que lo acompañan, logran descubrir el
misterio del acontecer mortal que, una vez acaecido, instaura el no-ser de forma tan repentina que
nadie puede realmente dar razón de cómo ha sucedido o de cómo esto fue posible. Como si de un
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extraordinario juego de prestidigitación se tratara, al moribundo le es escamoteado el ser ante la


mirada estupefacta de los testigos. Así, por ejemplo, el arte barroco busca con denuedo estos
instantes fugitivos como en el caso de “[…] el rostro de Cristo expirando, sorprendido en el
instante de su último suspiro, el hombre suspendido en el vacío en el instante vertiginoso de la
caída […]” (Jankélévitch 2009, 328). Michelangelo Merisi da Caravaggio (1571-1610), en su
obra La resurrección de Lázaro (1609) encuentra a Lázaro en el momento justo de la
resurrección e igualmente en El sacrificio de Isaac (1598) sorprende al Patriarca justo antes de
que el ángel detenga su mano potencialmente filicida. Si vamos a la literatura, Dostoievski, en El
Idiota describe el instante último de un condenado a muerte en los siguientes términos: “Se
coloca al hombre sobre una plancha y en seguida cae la cuchilla, movida por una potente
máquina llamada guillotina. La cabeza queda cortada antes de tener tiempo de parpadear” (1948,
488).

Teniendo en cuenta este horizonte, resulta comprensible ahora la inevitable tendencia a creer en
“[…] las virtudes reveladoras de la ultimidad […]” (Jankélévitch 2009, 338), pues “la idea del
secreto que el moribundo se lleva para siempre con él a la tumba […] es apasionante y seduce
fuertemente a la imaginación” (2009, 338). Por esto, tanto el instante mortal como las últimas
palabras del moribundo suelen ser esperados con gran expectativa, pues se cree que ellas
contienen alguna pista sobre la muerte; pero esta esperanza se ve siempre decepcionada, ya que el
moribundo, al ser todavía vivo, sabe de la muerte tanto como aquellos que son testigos de su
caída en la nada. Por esta razón, “[…] el moribundo, in extremis, nos dice Buenas noches y nos
deja con las manos vacías” (Jankélévitch 2009, 338), pues no nos revela del secreto de la muerte.
Esta espera siempre decepcionada encuentra su razón de ser en la confusión del secreto con el
misterio. El secreto se encuentra escondido, en algún lugar y puede finalmente ser localizado,
mientras que el misterio no es algo oculto en ningún lugar, sino que por definición es algo que no
puede ser comprendido ni explicado, aunque se encuentre a la “vista” de todos. Así, en el caso
particular del instante mortal, poco importa que tan lejos o que tan cerca se esté de él, pues el
misterio de la muerte no solo es incomprensible, sino que en él “[…] no hay efectivamente nada
que saber” (2009, 340).

De lo que aún no hemos conocido, podemos no obstante tener un conocimiento, como sucede en
el caso de los que se aventuran en tierras lejanas o, en el caso hipotético de un viajero a través del
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espacio. Este futuro viajero tendrá mucho que comentar de su empresa. Pero el que ha visto de
frente el absurdo de la muerte, se convierte realmente en un hombre taciturno:

Los periodistas, acostumbrados a recoger la palabrería de los exploradores y los


cosmonautas, sufrirán una decepción: los supervivientes de los campos de la muerte, en
general, no son nada prolijos, más bien al contrario, suelen ser extrañamente silenciosos; pues
si lo hermosos viajes y las apasionantes aventuras vuelven locuaces, el viaje a Auschwitz,
que es un viaje a las puertas del infierno, hace enmudecer para siempre. Es inútil asediar al
viejo deportado como se asediará un día al viajero que vuelva del planeta Marte para saber lo
que ha visto allí y escuchar los tópicos que refiere: pues el terrible misterio del odio, del
sufrimiento y de la muerte no tiene nada en común con los secretos provisionalmente
desconocidos de un planeta (Jankélévitch 2009, 340).

Como vemos, “[…] la muerte no se esconde en ese instante privilegiado que es el instante último
[…]” (2009, 339), ya que podemos decir que el último instante en la vida de un hombre, aparte de
constituir el último de la serie cronológica, es exactamente igual a los demás instantes del
intervalo vital. En palabras de Jankélévitch:

[…] el último suspiro del moribundo por mucho que sea la última señal de vida del vivo, para
un tercero no es más que un mensaje perfectamente vacío; y en cuanto a nosotros, por mucho
que analicemos incansablemente el recuerdo de ese estertor, que profundicemos
interminablemente en esa señal sin profundidad, no encontraremos nada más que lo que es:
un suspiro como tantos otros, un suspiro más; el hecho de que ya no haya otros suspiros
después de él no le confiere ninguna tonalidad especial (Jankélévitch 2009, 337).

Empero, ese instante infinitesimal que sirve de trampolín para el gran salto hacia la nada, al ser
todavía un instante interserial tiene la particularidad de no arrojar ninguna luz sobre el más allá
de la muerte, sino que ilumina siempre el más acá, es decir, la vida misma. Como señalamos
anteriormente, la muerte es el acontecimiento que al ser el último del intervalo vital configura, a
la vez, el sentido de la vida vivida y cierra definitivamente su forma, lo que significa que el
fulgor del instante mortal es siempre retrógrado y retrospectivo. Por esto, aquel sentido, que al
moribundo se le escapa por llegarle siempre demasiado tarde, permite que los demás puedan
comprender de alguna forma el curso vital de aquel que se ha precipitado en la nada, pues “[…]
la muerte nos hace comprender la vida […]” (Jankélévitch, 2009, 342), y en consecuencia “el
instante de la muerte no habla nada más que la vida vivida” (2009, 341).

La imposibilidad de cualquier tipo de iluminación que permita algún conocimiento o acceso a lo


que está más allá del instante mortal, radica en el hecho de que en la realidad no hay nada que
iluminar, nada que conocer y ningún lugar al cual acceder. No debemos dejar de lado que el
punto de contacto entre el ser y el no-ser es algo así como un balcón en el que instantáneamente
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se precipita el moribundo. En efecto, la nada en la que desemboca la muerte es por definición un


no-espacio y un no-tiempo que por lo tanto excede o, mejor aún, aniquila cualquier tipo de
intuición o conocimiento propios de la positividad vital. En otras palabras, esta monstruosidad de
una alteridad-absoluta que no opone al ser con el ser-mínimo, sino que confronta el ser con el no-
ser, hace infructuosa cualquier predicación. Querer, entonces, concebir algo así como un puente,
una continuación, un medio de comunicación constituye un error categorial que pone de
manifiesto la fobia de los hombres a la diferencia radical y, a la vez, es riesgoso en tanto que
banaliza el acontecimiento mortal. Precisamente, la seriedad y la gravedad de la muerte radican
en que aquella es de un orden completamente distinto al de la positividad de la vida, lo que eleva
a potencias indecibles la tragedia de la irreversibilidad del tiempo y de la irrevocabilidad de las
acciones, pues “la muerte no es distinta de la vida […] sino completamente distinta,
absolutamente distinta” (Jankélévitch 2009, 343); es de otro orden o incluso, si se quiere, es tan
distinta que podría decirse que es más bien un ningún-orden, una estricta nada.

Desde luego, esto tiene consecuencias éticas, ya que como muy bien dice Jankélévitch, “lo
irreversible, y más todavía lo irrevocable son para el hombre una amarga invitación a lo serio”,
pues “lo irrevocable concentra en efecto en un acontecimiento o un accidente, en una decisión o
una opción, la imposibilidad de la vuelta atrás” (Jankélévitch 2009, 342). No debemos olvidar
que la libertad humana solo es posible hacia delante en el tiempo mientras que el pasado le está
prohibido, y que esta desproporción en la posibilidad de acción constituye el terreno de la
responsabilidad que, bajo la luz de lo expuesto, se convierte en un asunto abrumadoramente serio
y grave. Del instante mortal, damos un paso a otro misterio subsecuente, al porvenir escatológico:
la muerte más allá de la muerte.
Capítulo 4
Escatología y protesta

Nos introducimos a partir de este momento en la tercera parte de la obra La muerte.


Particularmente, este espacio de meditación es el más breve de todo el texto. La muerte más allá
de la muerte fija nuestra atención en el porvenir escatológico, en la absurdidad de la
supervivencia y de la nihilización, y culmina con una reflexión que nos muestra la quodidad
como imperecedera. Los capítulos anteriores nos han llevado pausadamente hasta este momento:
al más allá de la muerte, a la nada, a la ausencia absoluta del ser, a la culminación total de la
existencia.

4.1 El porvenir escatológico y la absurdidad de la supervivencia

Pasamos del casi-nada a la nada. Sabemos que el casi-nada no es propiamente nada, pero es como
nada; tampoco podemos afirmar que casi sea algo pero sin embargo es alguna cosa. Este quasi
aparece “en las negras tinieblas de la nada, el Casi deja filtrar un rayo de esperanza, un delgado
hilo de luz… Si nuestro espíritu fuera lo bastante sutil y libre, y nuestros sentidos lo bastante
ágiles para captar el relámpago, tal vez pudiéramos tener acceso a algunas migajas de la verdad”
(Jankélévitch 2009, 347). Siempre nos será negado pensar la muerte simultáneamente a ella; del
antes al durante al después nuestra docta ignorantia solo ha mudado de forma. Antes es
demasiado pronto; durante sigue siendo demasiado pronto o demasiado tarde; después, es
inevitable, es demasiado tarde.

En el contexto de la docta ignorantia, Jankélévitch se pregunta: ¿el más allá es un futuro? La


respuesta a esta pregunta se fundamenta en comprender que transitamos del moribundus al
moriens y ahora estamos frente al mortus, y existe el riesgo de asimilar estos momentos como
una secuencia de conjugación: pretérito, presente y futuro, pero: “[…] el Antes y el Después no
son los dos lados del presente. Se puede hablar en efecto de una perennidad vital en la medida en
que la vida es plenitud de continuación […]” (Jankélévitch 2009, 349). Más allá de la muerte no
hay una sucesión histórica de hechos, es un estado carente de emociones, y según lo señala el
filósofo francés, más aburrido que el Paraíso antes del pecado. El hombre que ha muerto es
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expulsado del tiempo, y con ello adviene ahora la eternidad amorfa, la eternidad del no-ser nunca
nada más. Es decir, el más allá absoluto no está más acá de nada. Pese a estas consideraciones el
hombre ha establecido referentes para mejorar su comprensión del entorno y es así como ha
logrado entender que la fuerza gravitacional define la polaridad de la Tierra por arriba y por
abajo, aunque el universo no tenga una topología que defina un espacio superior y otro inferior; la
sucesión vectorial de la temporalidad hace de este más allá postletal un futuro y es así que la
muerte representa para el hombre el futuro más extremo de todo el conjunto de futuros. En este
punto surge una nueva dificultad: “¿Pero cómo llamar futuro a un futuro que no será nunca
presente?, ¿un futuro que no tendrá nunca, en definitiva, un Ahora?” (Jankélévitch 2009, 350).
En efecto, los futuros de la empiria se postergan, algunos pese a su potencial letal se pueden
diferir, aunque ese diferimiento pueda llevar al más allá a 25.000 seres humanos como ocurrió en
Armero (Tolima), cuando los gobernantes de turno posesos por la negligencia y la inoperancia
decidieron postergar el desalojo de todo un municipio, aunque fuese lo llamado a hacer ante una
inminente avalancha; luego de la trágica avalancha, miles de cadáveres flotaban embebidos de
barro, y sobre el barro, como errantes embarcaciones póstumas sin pasado ni presente, “[…] ese
futuro sin amarras flota como un barco a la deriva sobre los mares ulteriores. ¡Es un monstruo del
tiempo!” (Jankélévitch 2009, 350). Pero el futuro escatológico estará eternamente por arribar.

Sin duda, sobre el más allá se han escrito relatos en diferentes épocas y culturas; todos tienen
algo en común, ninguno ha sido desmentido, nunca un muerto ha venido a corregir algún diálogo
de Homero, de Virgilio o le ha señalado impresiones a Dante. Todas son especulaciones
permitidas, porque se hacen de este lado de la muerte. Por medio de estos relatos Sócrates tuvo
noticias de los premios y castigos después de la muerte gracias a Er, el armenio, de la tribu
panfilia. Er fue un bravo guerrero que, luego de haber caído en la batalla, fue recogido a los diez
días para ser incinerado. Una vez en la pira despertó y volvió a la vida. Er relató que, al morir, su
alma había abandonado el cuerpo y “[…] se puso en camino junto con muchas otras almas, y
llegaron a un lugar maravilloso, donde había en la tierra dos aberturas, una frente a la otra, y
arriba, en el cielo, otras dos opuestas a las primeras” (Rep. 614c). Este mito de la República ha
dado mucho a la especulación; por ejemplo, el condenado a muerte, descrito por Victor Hugo en
1829, encuentra el mundo del más allá como el mal según lo describe Plotino: un mundo al revés.
El hombre se angustia con el instante mortal y el miedo lo acompaña cuando piensa en el más
allá. Seguramente esto ocurre porque asociamos este suceso al paso de una frontera hacia un país
99

desconocido; ese desconocimiento nos llena de angustia y se desencadena una ansiedad por el
instante y miedo a rebasar un umbral absoluto sin retorno. Pero no olvidemos que en la
meditación sobre el instante mortal Jankélévitch nos mostró este suceso como carente de
contenido y densidad y sin duración; siendo así no existiría razón para experimentar ni angustia
ni miedo. Esto ya lo tenían muy claro en la escuela Megárica: “[…] no hay, literalmente, nada
que temer en el instante; ¡como mucho un mal trago que pasar! La ablación de la vida se parece,
si nos olvidamos de la forma de proceder, a la extracción de un diente: antes que os deis cuenta,
¡el diente ha desaparecido! […]” (Jankélévitch 2009, 353). Si lo vemos desde el Fedón la cosa
temible es la suerte relativa al difunto y lo relativo a la angustia de fallecer termina siendo nada;
para Sócrates hay un más allá de plenitud. Así pues las religiones y las creencias concentran su
preocupación en el estado ulterior y no justamente en el instante. Las sanciones del pecador son
un asunto sobrenatural. Surge así el componente ético del temor y temblor. La salvación o la
condena del alma, a lo sumo su destino, son preocupaciones sobre las cuales se ha escrito con
abundancia.

Así, por ejemplo, en El libro tibetano de los muertos1 podemos encontrar la siguiente
descripción: “[…] si debes renacer como deva, visiones del mundo-Deva, se te aparecerán; así
como si tienes que renacer ora como asura, bien como ser humano, como bruto, como preta, o
como ser del Infierno, una visión del mundo correspondiente se te aparecerá” (2007, 34). En
algunas regiones de Brasil, los niños fallecidos son enterrados con los ojos abiertos, para que su
alma compruebe el mundo que deja atrás antes de su descanso junto a Jesucristo. Este hecho se
encuentra registrado en uno de los instantes fotográficos de Sebastiao Salgado (1944-) en su obra
Other Americas (1986), en donde un recién nacido ha sido vestido de gala y de luces para su
funeral. En el féretro se ve al infante con los ojos abiertos, profundos, vacíos y severamente
deshidratados (Salgado 2015, 37).

Un ser mortal se pregunta y se inquieta por el infinito, habla de tiempos y niveles en el más allá.
La soteriología le confiere fortaleza al moribundo frente al hecho inevitable de tener que morir.

1
El Bardo thodol conocido en occidente como El libro tibetano de los muertos es un instructivo orientado a los
moribundos y a los muertos. La creencia del budismo tántrico afirma que su aplicación posibilita obtener la
iluminación durante el periodo inmediatamente posterior al instante mortal y por algunos días más, a fin de evitar
renacer e ingresar nuevamente al Saṃsāra. A la luz del budismo, la muerte dura 49 días, después de los cuales
sucede un renacimiento en el círculo de la reencarnación. Este texto ofrece las recomendaciones que deben ser
tenidas en cuenta durante esos 49 días, rango de tiempo llamado bardo por los tibetanos (O. James 1956, 193;
Ellwood 2009, 48).
100

Para la filosofía del instante, si no existe un después, o si ese después no es nada, la muerte es
entonces una nihilización sin la más mínima compensación, en otras palabras una creación
invertida; es la nada que resulta del aniquilamiento. Pero es preciso tener en cuenta que los
castigos del más allá, que usualmente son descritos como eternos, sin la nihilización implicarían
una forma de supervivencia. De igual manera la nihilización sin la eternidad sería tan nimia como
una suspensión de la corriente. Cuando se suman el miedo y la angustia el hombre aprehende el
no-ser eterno. Para Jankélévitch, el más allá debe prescindir, por igual, de la esperanza
mercenaria del Paraíso y del terror interesado del Infierno; el Paraíso resulta ser este mundo en
una versión sublimada y el Infierno “[…] es un mundo monstruosamente grosero y deforme”
(Jankélévitch 2009, 356).

El más allá asumido como algo lejano a la racionalidad se encuentra desesperadamente deseado
y no apasionadamente esperado. La esperanza desesperada es aquello que resulta cuando todas
las esperanzas se han ido diluyendo. La esperanza desesperada podemos comprenderla como
esperar sin esperanza. Todo parece indicar que el hombre vive para el futuro, pero no logra nunca
enfrentarse a su futuro extremo el cual se diluye en el horizonte. Somos conscientes de esta
dilución y frente a nuestra escasez surge ahora un potente deseo: la inmortalidad, aquella promesa
rota de la taumaturgia. Platón y Aristóteles prometieron “[…] un futuro de felicidad en las islas
de los Bienaventurados […]” (Jankélévitch 2009, 358).

Cuando pensamos en el más allá podemos pensar entonces en el producto derivado de ese paso
del casi-nada a la nada, pero también se abre el espacio para pensar en el problema de la
inmortalidad, la cual es una carencia determinada por el hecho de no poder morir. El inmortal no
es ajeno a los problemas y esto lo detecta con exquisitez Jorge Luis Borges en su narración El
inmortal: “Homero y yo nos separamos en las puertas del Tánger; creo que no nos dijimos adiós”
(2009, 996). La interminable repetición de los eventos entre los inmortales puede modificar la
percepción de aquel anhelo humano de no morir; un inmortal estará condenado a la repetición de
los encuentros y desencuentros hasta el infinito. Muy seguramente el triunfo sobre la muerte al
que hacen referencia los profetas y San Pablo parte de la suposición que la muerte se ha
producido. Jankélévitch señala que ante la inmortalidad se dan dos interpretaciones, las cuales se
pueden sintetizar de la siguiente manera: el que nunca muere, y el que tiene vida después de la
muerte.
101

En el primer caso, se trata de personas que por más años vividos parece que nunca fueran a morir,
que su senectud es indestructible o que también se da en aquellos que por más traumas y
politraumatismos que sufran resultan vivos y, por ello, se consideran inmortales y experimentan
la muerte como una utopía. Pero la muerte no es una utopía y pese a que puedan evitar mirarse al
espejo, el envejecimiento va a promover la decrepitud y el deterioro. En el segundo caso está
aquello que los inmortalistas denomina otra vida, una segunda vida, una vida posterior que toma
la posta de la primera superando el vacío de la muerte; la resurrección como salvación, como
victoria sobre la muerte, es aquella que nos relata justamente San Pablo:

Y cuando nuestra naturaleza corruptible se haya revestido de lo incorruptible, y cuando


nuestro cuerpo mortal se haya revestido de inmortalidad, se cumplirá lo que dice la Escritura:
“la muerte ha sido devorada por la victoria. ¿Dónde está, oh, muerte, tu victoria? ¿Dónde está
oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está oh muerte, tu aguijón?” El aguijón de la muerte es el
pecado, y la ley antigua es la que da al pecado su poder. ¡Pero gracias a Dios, que nos da la
victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo! (Corintios 15, 50-57).

Sin duda, es importante tomar en serio el principio universal de la conservación, el cual nos
impide comprender la desaparición de un ser vivo por medio de la nigromancia. Frente a esta
limitante surgen tres soluciones posibles: la primera demanda la perennidad de la vida, la segunda
la eternidad de la esencia y la última promueve la supervivencia personal del alma. Estas tres
posibilidades se dan a partir de la anulación del ser sin por ello aniquilar la esencia de ese ser,
trasformando así a la muerte en una suspensión parcial; estas compensaciones metaempíricas
vulgarizan empero la angustia y el carácter trágico de la muerte, al escamotear su carácter
definitivo.

A parte de este tipo de compensaciones, Jankélévitch examina otra alternativa, a saber, la


consolación cosmológica, en la cual la muerte impone la evidencia de una descomposición del
cuerpo orgánico, “[…] transformando primero en cadáver inerte, después en osamenta, sales
minerales, elementos químicos” (Jankélévitch 2009, 361). Para algunos, en éste punto se podría
afirmar que la muerte es una especie de metamorfosis, un renacimiento permanente;
descomposición y nacimiento de otros seres, alimento para carroñeros, putrefacción y
florecimiento, de tal suerte que morir sería revivir, atomizándose bajo otras formas. En este
punto, podemos recordar la perspectiva de Empédocles, que niega el nacimiento y el fin y acepta
exclusivamente la mezcla y el cambio de los elementos; pensar la continuidad sería entonces la
resurrección personal arrojada al azar. Siguiendo esta formulación del filósofo griego, tendríamos
102

entonces que afirmar que el ser vivo es mortal, pero la vida de ese ser y la vitalidad de aquella
vida son indestructibles y, por tal motivo, la muerte no sería ya el final de la vida, sino tan sólo el
final del ser vivo y no de la vida universal. Para los discípulos de Empédocles, la muerte no es
entonces una tragedia, ya que el aniquilamiento singular permite la persistencia de la vida en la
Tierra. Teniendo presente lo anterior, tendríamos entonces que reconocer que: “La evidencia del
aniquilamiento individual y la evidencia de la supervivencia específica se contradicen, y sin
embargo estas dos evidencias, conjuntas, explican la paradoja del devenir: el devenir es esa
renovación continua de un ser que cesa continuamente de ser en particular y continúa siendo en
general” (Jankélévitch 2009, 365). Tenemos entonces que para el dualismo el aniquilamiento de
lo impuro no cierra el devenir, lo deja abierto y la muerte deja de ser un No absoluto.

Sin duda, este dualismo ofrece una gran esperanza, y en ella entraña la creencia de la
sobrenaturalidad, es decir, el apego a la cosa insoluble que facilita la solución del dilema de la
nada y la supervivencia. En palabras de Sócrates:

La muerte es algo así, digo que es una ganancia, pues la totalidad del tiempo no resulta ser
más que una sola noche. Si por otra parte la muerte es como emigrar de aquí a otro lugar y es
verdad, como se dice, que allí están todos los que se han muerto ¿Qué bien habría mayor que
éste, jueces? Pues si, llegado uno al Hades, libre ya de éstos que dicen que son jueces, va a
encontrar a los verdaderos jueces, los que se dice que hacen justicia allí: Minos, Radamanto,
Eáco y Tripolemo, y a cuantos semidioses fueron justos en sus vidas, ¿sería acaso malo el
viaje? (Ap. 41a).

Para Jankélévitch, la supervivencia que el dualismo confiere a nuestra esperanza no es realmente


el establecimiento de un orden-completamente-distinto; pero este orden inconcebible podemos
entenderlo como un espiritualismo que deviene en espiritismo o en animismo. En efecto, los seres
humanos hemos invertido, sin éxito, mucho tiempo de nuestra historia en lograr establecer una
topografía certera para el alma, pero con estos actos lúdicos tan solo se consigue motivar la
curiosidad, pues “el mínimo-ser del casi nada no es localizable, decíamos, porque el instante
puntual es a la vez la negación del lugar y la negación de la duración; y el no-ser no es localizable
por la sencilla razón de que está pura y simplemente en ninguna parte” (Jankélévitch 2009, 372).
Sócrates en el Fedón parece prometernos un futuro de plenitud y vale la pena preguntar: ¿a qué se
debe que Sócrates crea en la supervivencia del alma? Es un misterio en el que la última palabra
jamás será dicha. Con todo, este asunto está lejos de ser una simple trivialidad. Lo cierto es que la
continuidad de la existencia del alma se relaciona con un rechazo a la absurdidad de la
nihilización total de la muerte.
103

4.2 La absurdidad de la nihilización total

Sabemos que en términos generales en todo ser vivo existe un instinto de conservación, pero en
el ser humano aparece una particular vocación de continuación. En el hombre, este instinto se
manifiesta como una renuncia desesperada ante la absurdidad de la nihilización. La protesta ante
la muerte se presenta de una manera única en el hombre y se muestra particularmente en el
pensamiento de un alma que es consciente de su propia muerte. Así pues, “[…] el alma, no es una
cosa, sino algo distinto, pero no sé qué otra cosa” (Jankélévitch 2009, 377). El pensamiento y la
memoria sólo se pueden concebir ligados a un cerebro; sin cerebro no es posible ni la memoria ni
el pensamiento, pero “[…] por eso mismo y razonablemente, la memoria es algo distinto al
cerebro que depende… Si no, ¿qué sentido tendrían el verbo depender y el sustantivo condición?
¿Cómo podría darse siquiera una relación entre condición y condicionado” (Jankélévitch 2009,
378). De este modo, el alma pensante depende de su compuesto psicosomático, pues es condición
de su existencia personal; sin embargo, el alma está siempre por encima de esta corporalidad, en
la medida que es pensante. En efecto, podemos preguntarnos: ¿será factible que el alma sobreviva
a la muerte? ¿Qué pasa con el alma después de la disolución de la corporalidad? Vemos como,
desde este lado de la muerte, dentro del misterio que ella misma encarna, uno de los aspectos
confusos al entendimiento sería la afirmación del principio de conservación.

Sabemos que la búsqueda de la ininterrumpida existencia del alma no se da por la apelación


humana a este principio común en todos los animales, sino que obedece a otro orden: el principio
de continuación. Por ejemplo, la muerte de un animal se rige bajo el principio de conservación,
mientras que el hombre, gracias a la conciencia de su propia muerte, se ampara bajo el principio
de continuación. El principio de continuación es una extraña fuerza, un momentum de inercia
metafísico conforme al esse, que le enuncia con vehemencia a la nada: ¡No! Es sabido, que para
la gran mayoría de la humanidad, no hay razón para que el ser sea aniquilado; si la existencia es
un milagro, ¿cómo es posible entonces que se dirija a un no-ser? El no-ser interrumpe el milagro
con un contundente portazo. En el Banquete Diotima expresa que entre mejor sea el hombre más
amará lo inmortal, o mejor, el hombre que se conoce como mortal amará naturalmente lo
inmortal (Ban. 208d-e). Pero en la muerte se da, efectivamente, una violencia, independiente de
cuál sea la causa del deceso, pues es un constreñimiento que nihiliza al ser finito que anhela la
inmortalidad.
104

¿Cómo asumimos entonces la inmortalidad? ¿Acaso existe como mera negación de la naturaleza
mortal del hombre? Para Jankélévitch, no hay que buscar alguna prueba relativa a la
inmortalidad, y en esta medida piensa que la muerte no es responsable la onus probandi. Desde la
perspectiva de Bergson “[…] la prueba corre a cargo de aquel que la niega” (Jankélévitch 2009,
379); sin embargo, devolverle la carga a los que niegan el aniquilamiento absoluto de la muerte
no resuelve para nada el verdadero asunto. No es correcto demostrar una tesis exigiendo al
contrincante que pruebe lo contrario. Debemos tener presente pues que no es la prueba de
inmortalidad la que le interesa al que intenta revelarse a la muerte; es, más bien, la fatídica
violencia de advenimiento lo que efectivamente le perturba. Sabemos que nacer es extraordinario,
es realmente un acontecimiento milagroso y, sin embargo, esto no atenúa para nada la violencia
de la muerte; al contrario, la hace más incomprensible. El nacimiento es un paso de la nada hacia
la existencia, ergo, “la nada prenatal y la nada postletal no son en absoluto simétricas ni
homólogas. Porque el tiempo de la vida tiene un sentido: está orientado hacia el futuro; es
advenimiento inagotable, irreversible futurición; camina continuamente hacia el no-ser”
(Jankélévitch 2009, 380).

Es decir, aunque el ser pensante se dirija continuamente al no-ser, vive su vida continuamente
hacia el ser; volver a la nada después de haber sido es una incomprensible tragedia. El que ha
existido, acepta el alfa pero rechaza el omega, quiere conservar el regalo del ser y se aferra sobre
él. Renunciar a este regalo es un absurdo para el hombre de buena fe. Ahora bien, el principio de
continuación en el hombre es una vocación de inmortalidad, es una condición humana que honra
y protesta contra lo irrevocable de ratificar esta disimetría esencial del tiempo; esto es
precisamente en lo que consiste la vocación de inmortalidad. Para Jankélévitch, “un ser inmortal
es un ser que se ha convertido en eterno; no es infinito por sus dos extremos, sino únicamente en
dirección al futuro” (Jankélévitch 2009, 380). Así pues, el hombre acepta el instante natal del que
no se puede decir mucho y rechaza el instante mortal que llega súbita y violentamente; es decir,
acepta la ambigüedad de la aparición del ser, pero niega la ambigüedad determinada del no-ser.
Como es sabido, es imposible determinar en qué momento de la gestación aparece el ser y sin
embargo es aceptado con facilidad. Desde la otra orilla, la muerte suprime de una sola vez y en
un instante determinado, todo ser vivo y consciente.

Ahora bien, esta vocación de continuación está inevitablemente determinada por la muerte; por lo
tanto, es una serie amenazada, lo que se traduce en un ser finito; para toda continuación la finitud
105

representa así una posibilidad de cesación. De esta manera, se expresa una relación
anfibológicamente trágica, terriblemente ambigua. ¿Qué podemos hacer con la ambigüedad entre
continuación y cesación? ¿Qué hacemos con esta posición anfibológica en la que se encuentra el
ser pensante? Esta dualidad se da precisamente en el caso particular de aquel que es pensamiento
y ser, pensamiento que nos hace pensar que, de alguna forma, la consciencia sobrevivirá a la
muerte. Esto se debe a que el hombre construye pensamientos que el instante mortal no aniquila.
Por ejemplo, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605), no desapareció con la
muerte del genio ibérico. Precisamente, de aquí surge un interrogante: ¿este pensamiento no es
acaso él mismo una verdad? “La intemporalidad define a la vez la verdad-objeto y la verdad
sujeto, la verdad pensada y la verdad pensante, la idea y el cógitans, este es a su vez
objetivamente válido, aquel que es cognoscible y sin embargo nunca es otra cosa” (Jankélévitch
2009, 383). Así, irónicamente, el pensamiento que piensa la intemporalidad es lo primero de todo
en rendirse al tiempo, pues el pensador que piensa la muerte acaba finalmente muriendo. Parece
imposible que el ser pensante salga de esta situación ambigua, el pensamiento que piensa la
inmortalidad de la vida no sobrevive a la muerte, y aun así, “[…] él es el Cógito que trasciende a
la historia y a la evolución que engloba a la una y a la otra” (Jankélévitch 2009, 383). Para el
pensador francés, meditar en este asunto nos pone a orbitar en torno a la paradoja del cretense
Epiménides: “Todos los cretenses son unos mentirosos”2, la cual se relaciona directamente con la
que el pensador francés formula: “El mortal que piensa la inmortalidad muere” (Jankélévitch
2009, 382). Es así como el ser pensante que piensa lo atemporal le pone fin a su saber una vez
muere. Tal vez, dice Jankélévitch, esto se daba a que el ser pensante, como realidad óntica, esté
inclinado personalmente a esta nada que no se puede pensar; por esta razón, el pensamiento
protesta y niega esta nada, después de lo cual se anula así mismo incomprensiblemente y se
hunde en la nada inimaginable: “Sabe que muere” según la formulación pascaliana3. Según el
pensador francés, existe algo cierto en lo que afirma Pascal: el hombre tiene consciencia de su
muerte y se asombra ante su propia existencia. Pero lo que es totalmente absurdo es que la
arrogancia lo lleve a contemplar la posibilidad de controlar la muerte, que siempre lo asaltara de

2
Esta paradoja es abordada por Foucault en Pensamiento afuera (1966). “Cuando el lenguaje se definía como lugar
de la verdad y lugar del tiempo, era para él tremendamente peligroso que Epiménides el Cretense afirmase que todos
los cretenses eran unos mentirosos: el vínculo de ese discurso consigo mismo lo desvinculaba de toda verdad
posible” (1997, 40).
3
La descripción de la caña pensante, contenida en Pensamientos No. 347, se encuentra descrita en el segundo
capítulo del presenta trabajo.
106

sorpresa. A pesar de tener la consciencia de la muerte, el ser pensante morirá y, sin embargo, no
se convence del todo sobre su inevitable finitud. Incluso Sócrates que medita sobre la muerte y la
inmortalidad del alma con sus amigos, finalmente muere.

Así mismo, el pensamiento toma conciencia de la muerte y actuando de esta manera, la engloba
en su conjunto. Sin embargo, al ser el pensamiento inmortal de un ser mortal, deja de dominar y
es dominado por eso que él mismo domina, pues es “[…] englobado por aquello que engloba; la
consciencia de la muerte está ella misma rodeada de muerte, inmersa en la muerte; se mueve en
la muerte; vive en la muerte” (Jankélévitch 2009, 390). Según lo anterior, podemos decir que el
hombre trasciende la muerte y que, al mismo tiempo, permanece dentro de ella, afuera y adentro,
eso sí, asimétricamente, es decir, más adentro que afuera. Parece inevitable que sigua triunfando
la muerte, pues lo englobante termina por ser englobado; es una trascendencia impura o más bien
un inmanencia mortal que es propiamente letal. Así pues, la sobreconsciencia es la conciencia de
la muerte que se encuentra entre la inmanencia y la trascendencia, es decir, afuera y adentro que
engloba y es englobada por lo que engloba.

Esta relación recíproca entre la trascendencia e inmanencia es también una relación anfibológica
que resalta el misterio mortal; sin embargo, esto no significa que esta reciprocidad sea fuente de
confusión, sino más bien de relatividad. En otras palabras, lo englobante englobado, la impura
trascendencia inmanentemente mortal es, por tanto, una relación inteligible. Ahora bien,
examinemos con mayor profundidad lo que hemos aquí anotado. Para Jankélévitch, la
inmanencia mortal es a la vez inevitable y total, ineludible, luego es todo nuestro ser el que está
sumergido en la muerte. La trascendencia impura impulsa, en efecto, al hombre hacia la
inmortalidad, pero este impulso se debe a que la muerte se presenta como punto de gravedad
invisible, esto es, opera como un agujero negro, cuya potencia gravitatoria deforma de manera
severa el tejido espacio-tiempo llevando a su misterioso interior toda luz y toda materia que se le
aproxima4. Vemos como la relación reciproca de lo englobante englobado revela nuestra
condición humana; no es en absoluto una limitación unilateral, sino más bien una finitud óntica,
pero al fin y al cabo ambigua. Se podría decir que ésta es “[…] la misma ambigüedad de nuestra
situación moral: el hombre cumple con su deber, como filósofo de la muerte, está adentro y

4
Según la astrofísica, un agujero negro corresponde a una región finita del espacio en cuyo interior existe una
densidad de masa lo suficientemente grande como para generar un campo gravitatorio tal que ninguna partícula
material, ni siquiera la luz, puede escapar de ella (Hawking 1996, 116).
107

afuera; el sujeto agente y pensante, en cuanto pensante, pasa por encima del deber; pero en la
medida en que es sujeto agente, es decir, está comprometido con la acción, es el deber por el
contrario lo que pasa por encima de él: el deber incumbe también al elocuente teórico que lo
predica […]” (Jankélévitch 2009, 392).

En efecto, el filósofo que no vive su filosofía es un modelo ridículo; sin embargo, el filósofo que
no piensa la muerte, al igual que el que la piensa, también muere. El deber, como la muerte, es un
asunto serio, pues es a la vez englobante y problemático; pero definitivamente la muerte es
mucho más seria de pensar, pues el deber, aunque englobe al hombre, deja intacta su libertad; en
cambio, en la muerte, el no-ser suspende por encima al ser, es decir, lo aniquila de un solo
plumazo. Ahora, si bien no es claro que la conciencia desaparezca y tampoco es claro que
subsista completamente sola, entonces: ¿quién tendrá aquí la última palabra? ¿El pensamiento o
la muerte? En efecto, “el pensamiento piensa al infinito, y la voluntad, por su parte, puede querer
al infinito; pero el pensamiento no supera físicamente la muerte, y la voluntad, por su parte no
puede querer lo imposible” (Jankélévitch 2009, 393). Vemos entonces como en la iconografía del
medioevo la muerte aparece, por ejemplo, siempre triunfante, pues ante ella se rinden los papas y
emperadores, los soldados y los sabios, los escultores y los pintores, e incluso los bellos amantes
parecen no poder escapar a ella. Así, en el puente de los molinos en Lucerna, Kaspar Meglinger
(1595-1670) realizó su famosa obra Danza de los muertos en la que representa a la muerte
arrastrando, en tono triunfante, al obispo y al duque, entre otros personajes5.

La cotidianidad nos muestra que ni siquiera la música que engloba al tiempo y que es englobada
por él puede comprender el último silencio, en la medida en que con él se cierra la danza mortal.
En este instante, el último acorde brilla más que nunca cuando está ante el silencio final. La
sobreconsciencia parece pues brillar en el último instante, en el punto infinitesimal de inversión
del ser al no-ser. Pero examinémoslo mejor: la muerte en primera persona es, de algún modo, la
inversión de la duda cartesiana. El pensamiento que soy, ya no está; ahora bien, ¿pasa lo mismo
con la sobreconsciencia? En el instante mortal la sobreconsciencia se encuentra englobada para
siempre por aquello que ella siempre englobó; así pues, en el instante mortal parece que uno se ha
salvado del naufragio; sin embargo, parece no haberse salvado específicamente lo esencial. Esta
situación se debe a que “[…] la conciencia no es la más fuerte, pero es casi la más fuerte, porque

5
La información sobre Kaspar Meglinger puede ser consultada en: www.sikart.ch. portal virtual del Instituto suizo
para el estudio del arte.
108

se trata de un único instante de inconsciencia, de un desmayo infinitesimal y de una minúscula


distracción del pensamiento. ¡Apenas un abrir y cerrar de ojos! La conciencia está a salvo, pero
en cambio el ser consciente ya no está” (Jankélévitch 2009, 395). Por tanto, volvemos a nuestra
pregunta: ¿quién tiene pues la última palabra, la conciencia de la muerte o la propia muerte?
Recordemos que en una relación anfibológica no parece haber última palabra. Siendo rigurosos,
en el caso de la muerte, esto es aún más difícil, pues la nihilización desafía toda lógica. Dentro y
fuera de un pensamiento anfibológico existe una doble verdad de contrarios que más bien sugiere
que: la muerte y la conciencia tienen, a la misma vez, una y otra la última palabra. Pese a lo
anterior, la conciencia se encuentra desarmada ante la nihilización; sin embargo, protesta sin
rendirse hasta que es inevitable su aniquilamiento, de ahí que en cierta medida, solo muera el
hombre. La conciencia sobre la muerte y la muerte están íntimamente ligadas y, al mismo tiempo,
son lejanas. El choque entre estas dos verdades resulta insoluble; a manera de columpio que va y
viene, la libertad prevalece sobre la necesidad y la necesidad sobre la libertad. De esta manera,
Jankélévitch sitúa en diálogo al Sócrates del Fedón con la nada. Se trata pues de un teatro
musical en el que Sócrates simboliza la protesta y la muerte representa, a la vez, a la nada; el
último acorde vital así como el silencio que le sigue hacen parte de la unidad ambigua que somos.
Tanto la muerte como la protesta son inevitables, aunque sea, a la vez, inevitable que la protesta
en últimas se acalle. El pensamiento ignora el paso del tiempo y la muerte no significa nada para
él, aunque sea consciente que en la nada irá finalmente a parar y que, “[…] al revés, la muerte es
invencible, pero su poder absoluto es sólo superioridad ciega y sin transparencia, sin verdad
racional” (Jankélévitch 2009, 396).

La muerte no sabe nada y ante esto la protesta es inevitable. De ahí que la protesta sea un gesto
platónico, pues la protesta de la conciencia es un repudio ante el hecho violento que es la muerte,
ante el no-ser. Recordemos, Sócrates sólo es consciente de que nada sabe, lo que lo muestra como
claramente consciente; sin embargo, Sócrates muere, luego de estremecerse, pese a la conciencia
que sobrepasa este acontecimiento. Ante la muerte el hombre no es un pensamiento puro sin ser,
una esencia inexistente, pues si este fuera el caso, contemplaría y juzgaría la muerte como un
espectador imparcial; y si, por el contrario, el hombre fuera un ser sin pensamiento, una especie
de autómata inconsciente, “estará hundido hasta las cejas en la muerte y se entregaría, cuando le
llegara el día” (Jankélévitch 2009, 397). En primer caso, sería no más que un espectador; en el
segundo, un náufrago total. Paradójicamente, el hombre es un espectador carente de perspectiva,
109

englobado por lo que engloba; la trascendencia e inmanencia se refieren una a la otra


bilateralmente diluyéndose en un misterio que irónicamente escapa a toda consciencia. Para
Jankélévitch, la protesta ante la muerte es pues una vocación sobrenatural, que él denomina una
verdad eterno-mortal. En efecto, “[…] el a priori opaco se ha adelantado a la conciencia. La
conciencia de la muerte, no reteniendo de la muerte más que una efectividad vacía, se queda sin
contenido y nos deja en un estado de precariedad total” (2009, 401).

Como es evidente, durante todo el desarrollo de este trabajo ha existido una permanente relación
con las meditaciones paradójicas, pues esta situación caracteriza a la metaforología y al
pensamiento anfibológico de Jankélévitch. Con estas meditaciones en tono aporético y
acategorial, inspiradas en el estremecimiento socrático en el Fedón, el pensador francés nos ha
revelado aquello de lo que no queremos hablar, a saber, el escándalo de la muerte. Este escándalo
nos demanda empero una cierta posición ética. El autor francés dialoga así con los vivos acerca
del misterio de la muerte; aquí la piensa como un obstáculo, como un escándalo, como un
acontecimiento de violencia y como una nihilización absoluta final. En este sentido, la muerte es,
para Jankélévitch, un asunto concernido e irrevocable del άπαξ.

En la tercera parte de La muerte, el asunto central es la vocación de continuación del άπαξ,


enunciada ahora como protesta frente a la nihilidad de su muerte. En esta parte final de su obra, el
autor propone tres formas de protesta ante la violencia de la muerte y el escándalo del
aniquilamiento. La primera, el amor, que responde con un no al no de la muerte, aunque es capaz
de decir sí a ese no. El amor encarna entonces la continuación, el futuro, la renovación de la vida,
“en una palabra el amor anima y activa la alteración de lo mismo y vuelve a poner en marcha al
ser dormido” (Jankélévitch 2009, 403). El amor es pues capaz de inmortalizar a Cleopatra junto a
Marco Antonio, y a Ferminia Daza unida con Florentino Ariza. Así pues, por medio del amor la
muerte deja de ser un obstáculo, reuniendo a los amantes que han pronunciado el sí desde este
lado de la muerte; es, sin duda, un logro simbólico y metafórico de la quimera de nuestra
esperanza. La segunda protesta es la libertad, a saber, el principio de vida, la primera piedra y la
aurora perpetua. La libertad es realmente una inmensa fuerza que avanza oponiendo su voluntad,
sin ceder, debilitando incluso a la muerte, “[…] por eso el torturador no podrá arrancar su secreto
a la voluntad que rehúsa confesar y contesta desesperadamente no, no hasta la muerte”
(Jankélévitch 2009, 405-406). La libertad, esperanza platónica ante un destino absurdo, pero a la
vez una protesta. A este tipo de protesta apeló Antonio Ricaurte Lozano (1786-1814), cuando el
110

25 de marzo de su último año, en San Mateo, libre y valerosamente decidió prender fuego a las
municiones que custodiaba, con el fin de evitar que el ejército realista las tomara. Se trata, en
efecto, de un instante mortal que inmortalizó a un héroe; “De la patria en un punto concentrada:/
Sacrificio ó derrota es el dilema;/ San-Mateo da nombre á la jornada…/ Ricaurte en llamas
coronó el poema,/ Y eterna gloria fulguró en su espada” (Núñez, citado por Salgado, 1886, 13).

Finalmente, la tercera protesta es Dios, que representa la esperanza de la prórroga y de la


recompensa del más allá; esperanza en la desesperación, consuelo y promesa de salvación. A
pesar de su ambigüedad e invisibilidad, Dios es la esperanza de que habrá algo. En palabras del
apóstol: “Celebra todo mi ser la grandeza del Señor y mi espíritu se alegra en el Dios que me
salva” (Lucas, 1:46-47). Vladimir Jankélétvitch está pensando aquí que Dios, el amor y la
libertad, disminuyen la contundencia de la muerte y la superan, en cuanto son formas de protesta
del hápax; por ejemplo, aquel que permanece leal así deba morir. Meditar acerca de estas
protestas, conduce al filósofo a pensar seguidamente en la imposibilidad de comprender tanto la
mortalidad como inmortalidad. La muerte es sobrenatural e impenetrable y por ello desmiente la
verdad del pensamiento; por otro lado, la inmortalidad es la indemostrable confrontación de toda
supresión de la temporalidad. Se trata de dos caras de la misma moneda, que es justamente la
vida del hápax labrada en y a través de su mortalidad y finitud irremediable. Estos dos
contradictorios hacen de la muerte un misterio marcadamente ambiguo. Resulta tan absurda la
nihilización como la simple continuación. En este sentido, “la muerte es por tanto a la vez
imposible y necesaria, del mismo modo que la inmortalidad es a la vez necesaria e imposible”
(Jankélévitch 2009, 410). En la incomprensión de esta absurdidad surge la esperanza del άπαξ,
que constantemente da paso a los que siguen, a los reemplazos, a los sucesores, a aquellos que a
su vez continuarán la función que quedó truncada con su extensión. En palabras del pensador
francés: “El devenir, que va siempre por delante, compensa los muertos reemplazandolos: ¡pero
no puede reemplazar esos absolutos de los que cada cual respectivamente es un fin en sí, un fin
del devenir, meta y término de la historia, desenlace de toda evolución humana! La tragedia del
Hápax continuará sangrando […]” (Jankélévitch 2009, 416-417).

Teniendo presente estas reflexiones acerca de las tres protestas frente a la muerte, llegamos ahora
al final de La muerte; en sus últimas páginas Jankélévitch despliega un tono vitalista, sin
apartarse de la anfibología que ha caracterizado su meditación concernida sobre el hápax. Es así
como no deja de lado su apreciación de la muerte en su dimensión paradojal, en tanto medio e
111

impedimento para vivir. El que está vivo tiene que morir, liberándose de la inmortalidad, morirá
para vivir; se liberará del obstáculo de la corporalidad para soltarse de la vida. Quien ha vivido ha
conocido el dolor, la enfermedad, la ansiedad, el temor y el temblor. Por tal razón, “se puede
decir entonces que lo que no muere no vive. Por lo tanto prefiero ser aún el que soy, condenado a
algunos decenios, pero finalmente haber vivido” (Jankélévitch 2009, 18).

En efecto, así como el mal se convierte en bien y la finitud engloba a la conciencia, la muerte
hace aflorar el espíritu y libera el sentido de la vida dirigiéndolo hacia la eternidad; por esta
razón, “[…] va a ser la vida misma, en la alegría de vivir y en la sobrenaturalidad de la
naturalidad vivida donde vamos a encontrar la prueba de una existencia imperecedera”
(Jankélévitch 2009, 423). De esta manera, la meditación concernida de Jankélévitch rinde tributo
al más acá, restándole absurdidad a la muerte y suavizando con ello el escándalo de la completa
nihilización, pasando así de la mera negatividad del morir a la plenitud afirmativa y positiva de la
vida que incluye su irremediable brevedad. La muerte logra que nos asombremos frente a la
quodidad del ser desnudo y ante los milagros del parto y de la muerte. Es decir, “[…] la filosofía
podría ser una meditación sobre la muerte, y la muerte misma podría ser filosófica” (Jankélévitch
2009, 245), del mismo modo la meditación sobre la muerte tendrá que ser, a la vez, una
meditación sobre la vida

El autor de La muerte está pensando nuevamente en el instante supremo, en su irreversibilidad e


irrevocabilidad, y considera que la eternidad de lo irrevocable más allá de la muerte, se refiere a
un hecho muy simple, al hecho de haber vivido la vida. Sin duda, el pensamiento se topa aquí con
un radical irrevocable para lo irreversible; lo hecho no puede ser deshecho, así como el perdón y
el arrepentimiento no pueden borrar el hecho. Por tales razones, el homicidio, en tanto asesinato
ontológico, es un suceso imperdonable. No se puede soslayar que “[…] la muerte destruye al ser
vivo por completo, pero no puede nihilizar el hecho de haber vivido” (Jankélévitch 2009, 427); es
decir, la muerte deja de ser omnipotente pese a su violencia radical y letal. Sin importar cuantos
años se llegue a vivir, siempre será un breve suspiro sobre el que la muerte asienta la indiferencia
eterna. Pero el militante, el irrepetible, el singular άπαξ no será nunca nihilizado por la muerte:
nada puede destruir la quididad de haber existido; pese a que se pierda todo, se salvará lo
esencial.
112

En efecto, la nihilización desnuda la hermosura de la vida, este es precisamente el precioso regalo


de la caducidad que hace bello el instante de la vida, aunque sea breve. Una vida inundada de
sonrisas, de lágrimas, de hiperalgesia y de hipoestesia es una invaluable singularidad. Entonces
pues, “[…] la alternativa para nosotros es la siguiente: tener una vida corta pero una verdadera
vida, una vida de amor, etcétera, o bien entonces una existencia indefinida, sin amor, pero que no
es en absoluto una vida, que sería una muerte perpetua” (Jankélévitch 2004,37). Podemos
preguntarnos entonces: “¿Qué es lo que eternamente será recordado? Sólo una cosa: haber sufrido
por la verdad. Si quieres ocuparte de tu futuro eterno, cuídate de sufrir por la verdad”
(Kierkegaard 2012, 161). Para terminar, resaltemos algo elemental: la vida del άπαξ es aquello
sobrenatural, un cúmulo de instantes secretos y misteriosos; una única vez que acontece entre dos
milagros: el nacimiento y la muerte. Con la aniquilación de la vida el άπαξ está “[…] invitado a
devolver ese regalo que no había buscado pero al que ha acabado de coger apego” (Jankélévitch
2009, 433). La singularidad del άπαξ no triunfa en la inmortalidad pero consigue ser eterna. Y
esto que consigue pagando el precio de su brevedad es lo que lo hace único.
Conclusiones

Pensar la muerte no es un asunto trivial, su meditación permanece vigente; su misterio


es impenetrable, pero no impensable. La ciencia médica supone haberse apoderado del
estudio de la muerte y de los fenómenos con ella relacionados. En términos generales, la
ciencia asume la muerte como un fenómeno empírico digno de todo estudio
fisiopatológico; a los sumo considera que ante ella estamos como ante un secreto
todavía no revelado, pero sobre el cual se puede conocer cada vez más y se pueden
controlar más variables fisiológicas que la determinan. Esta mirada es empero muy
distante a la desarrollada por Jankélévitch, que ve en la muerte un fenómeno
metaempírico envuelto en un eterno secreto. Por otro lado, la ingeniería genética y los
desarrollos de la tecnología protésica permiten que el hombre sueñe con el control total
sobre la vida y la muerte. Es así como, “más allá del problema planteado por el hecho
de que los padres quieran controlar el fenotipo y el genotipo de sus hijos, esta práctica
es contraria al elogio que en nuestras sociedades se hace de la originalidad, del derecho
de cada quien a expresarse a través de aquello que lo hace único” (Pelluchon 2009,
359). La apuesta por una aprehensión de la totalidad de los fenómenos por parte de la
razón es definitivamente una idea limitada y peor aun cuando se quiere dominar la
muerte. Los fenómenos metaempíricos pueden ser pensados, pero no dominados ni
controlados. En efecto, la ciencia moderna expone a la τέχνη como la gran herramienta
que permitirá unir el α y el Ω. Muy probablemente, el materialismo histórico con su
afirmación marxista expuesta en la tesis undécima sobre Feuerbach, según la cual “los
filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero lo que se
trata es de transformarlo” (Marx 1987, 11), ha nutrido la idea acerca de la filosofía
reveladora de secretos.

De otro modo, la filosofía de la resistencia protesta contra la idea de buscar una


transformación a toda costa y se aproxima, más bien, a la del cuidado del mundo y a la
compensación de la vida humana. Por tanto, para pensar la muerte esta filosofía asume
que “los filósofos de la historia simplemente han transformado el mundo de diferentes
maneras; de lo que se trata ahora es de cuidarlo” (Marquard 2007, 17). Cuidarlo implica
aprender a valorarlo y entender la singularidad excepcional del άπαξ y, por tanto, no
negar la condición de vulnerabilidad del hombre. Las experiencias frente a la
aniquilación producida por la muerte han adquirido un lugar muy relevante en la
114

historia de la humanidad. Por tal razón, verificar el antiguo enterramiento de los


muertos es interpretado como un signo particular del hombre; sabemos que desde los
albores de nuestra especie la muerte ha sido protagonista. Es claro que el asunto de la
muerte es una constante en la producción literaria de Jankélévitch, pese a que sólo en
1966 publicó su libro titulado La Muerte, precisamente cuando ya su pensamiento
filosófico se hallaba muy sólido; meditar sobre este tema requiere un previo recorrido
vital. El pensador francés demuestra que sólo se puede meditar con profundidad sobre la
muerte, cuando hemos estado muy próximos a ella. Para Jankélévitch, asumir la muerte
requiere tomar una postura ética seria frente a la vida y frente a todo lo que en ella nos
ocurre.

Sin duda, Vladimir Jankélévitch es un pensador de lectura compleja, puesto que escribe
empleando recursos de imágenes, metáforas y ejemplos musicales, así como algunos
referentes poco trabajados en la filosofía tradicional. Nos entregó una obra carente de
sistematicidad, en la que está presente una clara distancia frente a todo intento
metafísico de sustancialización. Sus meditaciones no intentan ofrecer ningún absoluto
con el cual el pensamiento pueda consolarse. En la primera parte de su obra La Muerte
se aborda este asunto desde el espacio desde acá, en el escenario de la filosofía citerior;
la proximidad a su advenimiento se pude dar en primera, segunda o tercera persona.
Para el autor francés, cuando se da en la perspectiva de la primera persona, la muerte se
nos revela precisamente como un asunto concernido. Por otro lado, cuando este
acontecimiento se da en otra persona, no por eso debe dejar de ser importante, pues toda
muerte debe ser para mí un escándalo, ya que un άπαξ ha desaparecido y junto con él un
todo: un mundo entero. Jankélévitch fue un connotado discípulo de Henri Bergson, de
quien toma la idea anfibológica del órgano-obstáculo; la muerte como límite y como
condición de posibilidad de la vida misma. En este sentido, la muerte da forma a la vida
en la misma medida que implica que ella llega a su fin. La forma y el sentido de la vida
se completan entonces con la muerte, pero en el instante que ésta adviene ya no hay ser
al que corresponda dicha completud.

Jankélévitch se enfrenta al No-ser y al No-sentido de la muerte; la muerte es un No-ser


de todo nuestro ser, el No-sentido de la esencia. Para introducirse en este No, apela a
una filosofía negativa de la negatividad absoluta, a lo sumo, una filosofía que asume
este no en su negatividad radical y no como una simple interacción de la positividad
absoluta, como ocurre en la dialéctica hegeliana. De esta manera, se distancia de toda
115

formulación apofática en la que se propone la confrontación de la negatividad ante la


positividad absoluta.

La muerte resulta innenarrable; es un silencio perturbador ante un cuerpo hipotérmico,


con rigidez cadavérica y en asistolia irreversible. Lo inefable siempre va de la mano de
este silencio. Vemos como, el sentido de la vida, la dirección en ascenso de la misma, es
frenada por un sin sentido que la limita y se hace cada vez más evidente en la medida en
que el tiempo transcurre: el envejecimiento. Presente como potencia desde el
nacimiento se expresa cada día con mayor determinación. A medida que las reacciones
del cuerpo se desaceleran, la proximidad de la muerte se hace manifiesta con vigor. No
todo el que muere experimenta la decrepitud, pero todo el que envejece muere.
Podemos así entender la vida como un continuo progreso regresivo, vamos avanzando
en medio de un tiempo no renovable. No podemos asimilar este fenómeno al de un
cronómetro, dispositivo en el cual siempre podemos conocer que tiempo resta para el
final. En el envejecimiento conocemos la dirección en la que se mueve el tiempo y
sabemos que existe un límite, pero nos es completamente imposible determinar cuándo
llegará este momento cero.

La meditación de Jankélévitch es realizada desde la ciencia nesciente que enfrenta a un


misterio. Para el francés, siempre ignoramos aquellas determinaciones circunstanciales
de la muerte, pues el cuándo, el cómo y el dónde nos son desconocidos antes de que
acontezca y sólo nos son revelados en el último momento, cuando ya es demasiado
tarde. El instante mortal se aparta de una simple determinación estadística y del trámite
burocrático. Su misterio promueve todo tipo de escamoteos y claramente el instante
mortal es propio de todo ser humano sin excepción. La postura ética de Jankélévitch
frente a la muerte es seria y concernida, pues ante la muerte el άπαξ tiene tan sólo tres
posibilidades para protestar: la libertad, el amor y Dios. Pese a la nihilización total y el
aniquilamiento, estas tres opciones dan fuerza a la permanencia del άπαξ, pese a su
desaparición irremediable. Pero la meditación de Jankélévitch sobre la muerte es
profundamente vitalista; es decir, nos invita a valorar nuestra existencia, a rechazar la
medicalización del No. Jankélévitch, al igual que Hans Blumenberg, está de acuerdo en
que el hombre no puede olvidar que el tiempo de la vida es una singularidad irrepetible
que debemos valorar, “porque el diablo ha descendido a vosotros, teniendo gran ira,
sabiendo que tiene poco tiempo” (Apocalipsis, 12, 12). Nuestro momento ahora es el de
cuidar la vida, apreciarla en su irremediable devenir hacia la muerte.
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