Вы находитесь на странице: 1из 106

CASINO CASA GRANDE

Mariana Muscarsel Isla

CASINO CASA GRANDE


Muscarsel Isla, Mariana
Casino Casa Grande / Mariana Muscarsel Isla. - 1a ed . - La Plata :
Estructura Mental a las Estrellas, 2018.
106 p. ; 21 x 15 cm. - (Fin de lo mismo ; 8)

ISBN 978-987-46850-1-8

1. Novela. I. Título.
CDD A863

© Mariana Muscarsel Isla


© EME, 2018

Edición y corrección: Verónica Stedile Luna, Juan Augusto Gianella


Diseño de tapa e interiores: Agustín Arzac
Ilustración de tapa: Hexico (holahexico@gmail.com)

Editorial Estructura Mental a las Estrellas


Diagonal 78 n°506 (CP 1900),
La Plata, Argentina, Nuestramérica

Primera edición Abril de 2018

ISBN 978-987-45519-8-6

Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723


Impreso en Argentina

Prohibida la reproducción total o parcial sin permiso escrito de la editorial


Todos los derechos reservados
Sólo yo conozco el dolor
que lleva mi nombre
y sólo yo conozco la casa de mi muerte.

Susana Thénon
Me crié en un casino

Esta vez no nos habíamos quedado en el auto espe-


rando. Estábamos con mi hermana mayor, Flora, to-
mando una coca en el bar del casino, esperando a que
papá volviera. Dibujábamos en las servilletas con unas
lapiceras que nos había prestado el mozo y hacíamos
principalmente personas, yo me copiaba y las hacía de
la misma forma que ella. Primero un medio círculo de
cara donde entraran los ojos grandes, apenas una cur-
va pequeña hacia abajo para la nariz y una curva más
grande hacia arriba para la sonrisa, después un cora-
zón bien grande como si fuera el pecho y un triángulo
desde la cintura haciendo de pollera o la parte de aba-
jo del vestido. Siempre dibujábamos mujeres. Des-
pués de media hora ya teníamos una pila de dibujos
en las servilletas y mi hermana había abandonado las
chicas princesas para empezar con los cartelitos. Ella
ya sabía escribir e hizo uno que decía “papi no fumes
más”, tenía un símbolo de prohibido fumar.

9
Papá le había dicho al mozo que nos diera todas
las cocas que quisiéramos. Nosotras sabíamos que en
realidad podíamos pedir cualquier cosa con tal de no
molestarlo, incluso cosas caras, pero no lo aprovecha-
mos porque ante todas las cocas, ante todas las cosas,
nos queríamos ir.
No como un plan pero sí como una especie de es-
trategia implícita y secreta empezamos a turnarnos
para poner caras pegadas al vidrio que a lo lejos dejaba
ver la imagen de papá. Un rato cada una hasta que
nos viera poner cara de aburrimiento, cara de bostezo,
cara de nos queremos ir papá, y él respondiera que un
rato más, un ratito que ya termino.
Al cabo de unos minutos, frente al evidente fracaso
de las caras en el vidrio, fuimos sucumbiendo al sue-
ño, a dormirnos sobre las manos y en la mesa, con la
tranquilidad que brinda el saber que no hay más nada
que hacer, que no hay dibujo que cambie el curso de
las cosas ni cara que adelante el fin de un juego.
Al final mi papá apareció con un hombre y una
mujer. Nosotras estábamos con la cabeza acostada en
la mesa pero con nuestros ojos grandes abiertos. Dijo
en voz alta:
– ¡Epa! ¿Tanto sueño ustedes dos? Cuando están en
casa hay que perseguirlas para que se vayan a dormir.
¿Cuántos cuentos le hacen contar a su mamá para
dormirse? Le voy a decir que es más fácil traerlas acá,
que cierran los ojos enseguida. –Flora se mordió los
labios mirando a papá y yo levanté los hombros en
signo de “qué me importa”.

10
– Bueno, saquen esa cara de puchero que mañana
con la plata que gane las llevo a la juguetería y se eli-
gen lo que quieran.
– Bueno, yo voy a querer un montón de cosas. -
Flora le contestó malhumorada.
– Ahora se van a la casa de ellos y en un rato nomás
las paso a buscar. –Dijo mientras apoyaba un brazo en
el hombro del señor canoso y el otro en el hombro de la
mujer que era más joven y rubia, exageraba su sonrisa,
imagino que para que accediéramos a irnos y no nos
pusiéramos a llorar. Papá le dio un beso a Flora en la
frente y a mí me despeinó tierna y apresuradamente la
cabeza. A la pareja le dijo que no se preocuparan, que
nosotras cuando no nos portábamos mal éramos unas
santas, todos se rieron y papá se fue.
La pareja iba de la mano y con la mano libre que
cada uno tenía al extremo nos habían acomodado de-
lante de ellos llevándonos del hombro. Caminamos de
esa forma incómoda desde la puerta del casino hasta
la puerta de su auto. Flora me propuso que mirara el
suelo que estaba rojo y el señor inmediatamente inte-
rrumpió para explicar que el suelo estaba rojo porque
el rocío de la noche hacía que se reflejara la luz de neón
del cartel. Flora le contestó interrumpiéndolo: sí, ya sé.
Yo también estaba malhumorada, me molestaba sentir
el peso de la mano de la rubia en mi hombro y pensar
que estaban aprovechando nuestra presencia para jugar
a la casita. Yo ya tenía frío, el vestido que llevaba iba
bien para el sol de la tarde pero de repente la noche
se había vuelto helada. Flora tenía más suerte, ella se

11
había puesto el enterito de jean con parches floreados,
que era largo.
La casa era chica, con sillones de pana roja y caño
negro, había una lamparita de luz muy amarilla que
alumbraba un cuadro que, más adelante supe, era de
Van Gogh. La casa era tan linda como ellos, pensé.
No era linda.
La pareja se esforzaba por entretenernos, nos daba
charla mientras jugábamos los cuatro a las cartas, nos
preguntaban por mi mamá y decían el estilo de cosas
que se les dicen a los chicos cuando se los quiere tras-
ladar mentalmente a una linda situación, como “¿Te
gusta bailar? ¿Y cantar? ¿En el verano van a la pileta?
Vos vas a ser una artista, impresionantes los dibujos
que hacés”.
Mi papá llegó a las cuatro y media de la mañana y
al encontrarnos despiertas y jugando a la casita robada
hizo algún comentario de lo bien que la estábamos
pasando. A él le parecía que la noche era un lujo que
nos daba.
Le preguntamos si había ganado y ya no me acuer-
do qué nos respondió. De ese día, de hecho, no me
acuerdo nada más que la duda boba de si esas perso-
nas nos habrían tenido lástima o también serían la
clase de gente que va a un casino y deja a sus hijos en
el auto, en la confitería o en la casa de una pareja de
desconocidos.

12
Rewind

Mamá tenía una hermana diez años más chica que


vivía en Buenos Aires. Más que vivir en Buenos Ai-
res vivía de viaje, pero el momento que consideraba
como “no de viaje” era el que pasaba ahí. Era azafata y
había conocido China, Hawai, Nueva Zelanda, París,
Holanda y un montón de países y ciudades que no
recuerdo por haber perdido sus correspondientes pos-
tales. La tía Claudia me mandaba una de cada uno de
sus viajes, a veces era una foto suya y otras una postal
típica del lugar. A veces escribía con letra chiquitísi-
ma y ocupaba los márgenes del cartón contándome
cosas. Otras veces eran mensajes cortos como “que-
rida sobrina: encontré el Paraíso, tenemos que volver
juntas antes de que sea en otro lado” o “Flora y Fauna
queridas, el sol en esta parte del mundo no se cansa de
brillar, les mando cálidos abrazos”.
Yo estaba segura de que con esa tía tenía una co-
nexión especial. Cada vez que ella me preguntaba qué
quería ser cuando fuera grande, yo le respondía orgu-
llosa que quería ser como ella. Entonces ella se reía
mucho y me decía que no me había preguntado cómo
sino qué. “¿Qué querés? ¿Ser tía? ¿Ser viajera? ¿Ser un
poco loca como me dice tu abuela?”, me preguntaba
mientras me hacía cosquillas. Yo me reía a carcaja-
das y le decía que no sabía, que quería ser como ella.
Entonces la tía Claudia me decía que le parecía bien
porque ella también quería ser como yo cuando fuera
grande, y cuando fuera chica y cuando fuera vieja. Y

13
que más me valía ser una vieja divertida porque ella
iba a querer ser de vieja como yo, también.
Los fines de semana largos que ella estaba en Bue-
nos Aires, la iba a visitar. Mamá y Flora me subían
al colectivo y yo viajaba sola con un ornitorrinco de
peluche que me había regalado la tía. El ornitorrinco
conservaba el olor de mi tía, aunque mamá me dijera
que no era olor a ella, que era olor a sucio y que tarde
o temprano me lo iba a meter al lavarropas.
Siempre era la más chica que viajaba sola en el co-
lectivo y eso me hacía sentir muy bien, elegía ir en el
segundo piso para poder mirar y saludar desde lo alto.
Flora se quedaba en casa porque decía que no le gus-
taba dormir afuera. Un día, antes de irme a Buenos
Aires, la escuché decir eso y le contesté “Afuera no, sin
mamá”, enojada me dijo que estaba equivocada, en-
tonces le retruqué que si el problema era dormir fuera
de casa, por qué no hacía ningún escándalo cuando
nos íbamos de vacaciones. Me contestó que era obvio
que sola no se podía quedar, y yo le dije que se podía
quedar con la abuela. Entonces Flora me agarró un
mechón de pelo cercano a la nuca, que eran los que
más dolían y me dio un tirón en seco. Antes de que
pudiera sacar el brazo se lo agarré y le retorcí la piel
pecosa con mis dos manos. Mamá se enojó y nos retó
tanto que después de unos minutos de escuchar su
griterío y ver su cara deformarse por el enojo, nos dio
risa y le empezamos a hacer burla. Cuando me tenía
que subir al colectivo, mamá que ya se había olvidado
del episodio, me despidió con un abrazo y un beso en

14
la frente y me dijo al oído “mi chiquitita valiente” y
yo me sentí contenta y gigante.
Cuando iba en colectivo la tía me esperaba en Re-
tiro, yo sólo tenía que estar atenta a no bajarme en Li-
niers, como le había pasado a María José, otra compa-
ñera de tercer grado que también se animaba a viajar
sola. Tenía que esperar a que se bajaran todos y ahí era
la estación de ómnibus Retiro y ahí me esperaba la
tía, que a veces traía carteles de esos que usan en los
aeropuertos para encontrarse con gente. Decían cosas
un poco graciosas como “FAUNA” o “CUCHI CUCHI”,
a veces la gente se reía y otras veces no, y esas eran las
que me daban vergüenza porque tenía miedo de que se
pensaran que era en serio, o peor, que yo me llamaba
Fauna o Pequeña Lulú.
La tía Claudia me enseñó: a construir rompecabe-
zas desde afuera para dentro, a dibujar letras gordas
como boas, a mirar películas de Chaplin enteras sin
quejarme de que no tenían color ni palabras y a usar
óleo pastel.
Una vez pedimos una docena de empanadas, una
de cada gusto y las comimos de a pedacitos hasta que
las probamos todas y me sentí en la gloria.

Delete

La tía Claudia me daba gustos. Esperaba a que yo jun-


tara ganas de algo y cuando eran muchas, como una

15
montaña, justo antes de que empezaran a bajar ¡Zás!
Ahí me lo daba.
Un Julio fuimos con papá a Buenos Aires. Las va-
caciones eran una fiesta porque odiaba el colegio. La
maestra de lengua de quinto grado me estaba resul-
tando detestable, se llamaba Mariana y yo la admiraba
mucho. Me gustaban los libros que nos daba, sentía
que yo en su clase hacía comentarios inteligentes y
ella me parecía hermosa, pero un día estaba charlando
mucho con mi compañera de al lado, ella me pidió
que me callara de manera amenazante y yo le respon-
dí con mi clásico gesto de levantar los hombros. Ella
me respondió en voz bien alta: “qué te hacés la ma-
chito”, yo me largué a llorar y me dediqué a odiarla
por el fin de los tiempos. Las vacaciones ya de por sí
buenas por ser vacaciones eran aún mejores si iba de
viaje para allá. Fui sola con papá porque Flora iba a
ir después con mamá. “De a una, así no se pelean”,
decía la abuela.
Había que llevarles regalos a todos.
Conocía la calle Santa Fe entera. Y podía ir y venir
sola sin problemas mientras papá me esperaba por ahí,
pero ése día él me acompañó a todos los negocios con
una paciencia que, en secreto, me sorprendía. Tenía
cien pesos para gastar, en ese entonces era un montón
y estaba de moda el color camel y el bordó. A mamá le
había comprado un suéter negro, a Flora una remera
con una estampa azul que le iba a quedar linda por-
que ella era blanca como la nieve, y a la gente que es
blanca como la nieve el color azul le queda hermoso.

16
Papá me decía que me apurara porque a las siete
tenía que estar en el teatro con la tía Claudia, que me
había invitado a una comedia musical que quería ver
desde principio de año.
A mí me quedaban cincuenta pesos todavía y era
temprano y a ese negocio todavía no fuimos.
– Apurate, no vas a llegar. –Me decía papá.
– Un negocio más, un negocio más.
Y a la abuela le compré un chal, bien de abuela y
bien elegante porque la abuela por sobre todas las co-
sas era una señora elegante y perfumada. Yo me com-
pré dos remeras, un esmalte y un collar.
En ese momento no se usaban los celulares.
En ese momento yo no entendía que las distancias
de mi pueblo y las distancias de Buenos Aires tenían
un tiempo diferente.
En ese momento papá no se puso firme y no me
llevó antes de que terminara de gastar los cincuenta
pesos que me quedaban.
En ese momento la tía Claudia tuvo la pésima idea
de meterse al teatro sin mí y no dejar mi entrada en
la boletería.
Cuando estábamos llegando tarde en el taxi empe-
cé a transpirar. Hacía mucho frío y me empezó a dar
calor debajo de tanta ropa y tanto retraso. El obelisco
no se acercaba más, yo miraba a través de todas esas
luces amarillas en las veredas y rojas en el medio de
la calle mientras papá me decía: viste, yo te dije que
ibas a llegar tarde. Estaba nerviosa y quería llorar. No

17
decía nada porque cuando me daba cuenta de que yo
no tenía razón, se me acababan las palabras.
Eran las siete y media y había mucho tránsito, que-
ría bajarme del taxi e ir corriendo por la Corrientes,
papá no paraba de contarle al taxista que éramos del
sur y yo lo odiaba por contárselo a todos los taxistas
del universo y así hacer que nos pasearan.
Seguramente este nos estaba paseando, pero cómo
saberlo y cómo evitarlo si papá no prefería otra cosa
en el mundo que hablar sobre lo desacostumbrado
que estaba al tránsito y a las distancias por ser de la
Patagonia a cuanto taxi nos subíamos.
Tenía vergüenza de ser tan tonta.
El teatro era gigante.
Yo era un pájaro mojado.
El señor de la puerta me dejó entrar con él y una
linterna a ver si encontraba a la tía Claudia.
Cuando entré estaba todo oscuro y un hombre sos-
tenido por un arnés volaba por el aire con una capa
negra y un antifaz. Había mil asientos y mil cabezas
que sin luz parecían todas iguales. Caminamos hasta
la mitad de las filas buscando la cabeza rubia y despei-
nada de la tía, pero desde que habíamos atravesado las
cortinas rojas y pesadas para entrar a ese lugar negro
ya sabía que iba a ser imposible encontrarla.
Volví con vergüenza hacia mi papá. No lloré ni me
quejé. Llegamos al hotel, que era el último lugar en
el que quería estar. Cada vez que papá me hablaba
del tema se me achicharraba el corazón, me dolía la
panza. No quería hablar de eso. Él no opuso mayores

18
resistencias frente a mi silencio y se dedicó a ver te-
levisión el resto de la noche, mientras yo me hacía la
dormida y deseaba retroceder el tiempo hasta estar en
mi casa, con mi mamá y mis cosas.
Al otro día nos volvimos sin ver ni hablar con la tía
Claudia.
Ese lunes a la mañana, cuando llegué, escuché a mi
mamá hablar con la abuela, le decía que la tía estaba
enojada por lo que había pasado en el teatro y porque
no la habíamos llamado por teléfono después. Ese día
se me fue el hambre y no comí el pastel de papas de
bienvenida que me había hecho mamá. Me dolía la
panza como a una tonta.
Esa fue la última vez que, habiendo podido verla,
no la vi.
Mi abuela siempre temblaba de miedo cada vez
que el avión de mi tía despegaba. No se quedaba tran-
quila hasta que llamaba a la aerolínea y le confirma-
ban que había llegado bien. Se peleaba por eso con la
tía Claudia y le decía que la iba a matar de un infarto
con las decisiones absurdas que tomaba. Ese día que
volvimos de Buenos Aires escuché que la abuela le
dijo por teléfono:
– ¿Cuándo te vas a buscar un trabajo como la gen-
te? No podés estar de acá para allá toda la vida. –Y en
su pico de indignación siguió alzando todavía más la
voz– Cada vez te parecés más a tu tía Estela, parece
que te hubiese criado ella.
No había llegado a conocer bien a Estela, la her-
mana de mi abuela. Se había muerto cuando yo te-

19
nía tres años y casi no me la acordaba, apenas tenía
un recuerdo genérico de una vieja poniendo la pava
a hervir. Cuando escuché la efusividad de mi abuela
al nombrarla y cuando supe que se parecía a la tía
Claudia quise saber más. Como mamá no estaba en
casa busqué algunas fotos que había de ella. Encontré
varias postales y me di cuenta de que al igual que la
tía Claudia, Estela también había viajado mucho. En
las que aparecía más joven estaba sola o en grupos
grandes, aunque había una muy linda de ella con un
señor tomando café en la vereda de un bar. En las que
aparecía de vieja casi siempre estaba con mamá, la tía
Claudia y la tía Chiquita que era su mejor amiga y
vivía con ella. Tenía otra foto con un mural de fondo
que decía “Señores imperialistas no les tenemos abso-
lutamente ningún miedo” y otra en la que estaba muy
bonita con un sombrero de frutas en la cabeza. Era
verdad que se parecía a la tía Claudia. Le pregunté a
Flora si sabía por qué la abuela no se llevaba bien con
la tía Estela y me contestó que la abuela nunca le ha-
bía perdonado que cuando su mamá, es decir nuestra
bisabuela, se había enfermado y quedado postrada, la
tía Estela en vez de cuidarla se había ido a vivir París y
había quedado al cuidado exclusivo de la abuela. De
repente fui invadida por una intriga voraz de saber
más sobre la tía Estela y decidí que en mi próximo
viaje a lo de la tía Claudia averiguaría todo sobre ella.
Yo estaba sentada en la cama, en mi habitación,
Flora estaba en la pieza de mamá y mamá estaba afue-
ra de casa. La abuela estaba en su living y llamó des-

20
de su teléfono al nuestro, que estaba en la pieza de
mamá. Atendió Flora. Flora cortó y se encerró en el
cuarto de mamá. Mamá no tardó en llegar y en ir ha-
cia su cuarto. Yo seguía en mi habitación respirando
un silencio atroz.
La abuela temblaba de miedo cada vez que la tía
Claudia iba a volar y al final la terminó matando un
coche cuando iba a hacer algo tan terrenal como com-
prar una palta en el chino de la vuelta.
Mamá vino llorando, se sentó en mi cama, me
contó que la tía se había muerto, y me abrazó antes de
que pudiera darme cuenta de nada. Me quedé quieta,
con la boca cerrada, los ojos callados, las manos apre-
tadas como un nudo de carne. Me quedé tan quieta,
tan perpleja, tan detenida. Con la boca cerrada, los
ojos callados, las manos duras.
Me quedé quieta mientras mamá me abrazaba
fuerte, sintiendo un dolor dentro mío que yo todavía
no sentía. Tardé unos segundos hasta llorar, porque
tenía que llorar. Después no pude parar.
Mi papá se limitó a darme un abrazo con cara tris-
te y a decirme que había sido una ironía.
– ¿Qué es una ironía, pa?
– Lo que le pasó a la tía Claudia.

21
Amarillo

Hay familias que no lloran. Papá no llora pero lo he


visto llorar.
Mamá trata de no llorar. Sobre todo adelante nuestro.
La abuela esta vez lloró como nunca antes ni des-
pués lloraría en su vida.
El día en que se murió la tía Claudia nuestra casa
entró en un movimiento silencioso. Mamá lloraba en
silencio cuando nos abrazaba, con gotas fuertes que
caían en mis hombros; y con desesperación cuando
creía que nadie la veía ni escuchaba.
Yo no podía parar de llorar, con ruido, sin ruido,
con furia, sin ella. Le quise preguntar a mi mamá si
me tenía que vestir de negro, ella estaba de negro pero
no contaba porque casi siempre se vestía así, pero no
fue necesario porque vino a mi habitación a ayudarme
con la ropa. Empezó a revolver mi placard y leyó mi
cara de pregunta. Nosotras no teníamos ropa negra
porque mamá decía que no era un color para chicos.
– No te tenés que vestir de negro, monito –me dijo.
– ¿Ah, no? –le contesté con un poco de vergüenza
y enseguida pensé que quizás era cierto lo que decía
la tía Claudia de que mirar tanto la tele te atrofiaba
el cerebro.
– Ya hay bastantes cosas en la vida que no podemos
elegir. Ponete los colores que quieras ¿Por qué no te
ponés algo que te haya regalado la tía Claudia?
Mientras mamá la ayudaba a Flora a elegir qué po-
nerse, se olvidó de una media que tuvo que ir a buscar

22
al lavadero. Volvió a los diez minutos. Cuando Flora ya
estaba toda vestida excepto por un zapato y la media,
mamá le dijo que se cambiara el saquito porque ya le
quedaban cortas las mangas y que se pusiera el que la
tía Claudia y la abuela le habían regalado para navidad.
Fue al lavadero a buscarlo y tardó media hora más. Fui
hasta allá a preguntarle dónde estaba papá, pero la vi
sentada en el piso tapándose la boca para que no se
le escaparan los ruidos. Mamá me dio mucha pena y
no pude hablarle; sólo me quedé escondida pegada a
la pared en el fondo del pasillo hasta que salió, respiró
hondo, fue a la habitación de Flora y le pidió que fuera
buena y que acompañara a la abuela. Me alivié de no
tener que ser yo, mi tristeza ocupaba tanto espacio que
no podía estar cerca de nadie.
Me puse un vestido amarillo y rojo que me había
traído la tía de Hawai.
– Bruna estamos en Agosto, ese vestido es de vera-
no.- Me dijo Mamá con fastidio.
– No me importa, si total me voy a poner medias
can can. –Le dije haciendo el gesto de levantar los
hombros.
– Queda para el culo.
– ¿Y para qué me dijiste eso de las cosas que pode-
mos y las que no podemos elegir si ahora no me dejas
ponerme el vestido floreado?
Mamá estaba tan cansada que sólo me respondió:
– Entonces llevate el tapado azul. –Dio por termi-
nada la charla y volvió a ir a lavadero sin la excusa de
ningún olvido.

23
En casa, en secreto y en silencio, preparé un puña-
do de cosas para que se llevara la tía en el cajón:
– Una nota que decía “Te voy a querer siempre tía
hermosa voladora del Olimpo. Quién va a pensar en
mí desde tan lejos tantas veces. Tu Fauna Bruna Cu-
chi cuchi Angelito volador.”
– El caracol más chico de mi colección de minia-
turas.
– Un imán con un mar pintado con toninas y pa-
jaritos, que hice un domingo mientras miraba un pro-
grama de manualidades en lo de la abuela.
El velorio estaba lleno de gente joven, de grandes
y de viejas. Me puse a pensar que éramos las únicas
chicas en el lugar y me acordé de lo grande que me
sentía de ser la única nena que viajaba sola en colec-
tivo. Todo me parecía triste y último. Ya no habría
obra, postal, ni cartel en la terminal.
La abuela estaba sentada en un rincón cerca del
cajón, rodeada de gente que se turnaba para abrazarla.
Se le habían transformado la cara y los gestos, y se no-
taba, aun cuando no lloraba. Parecía que ya no mira-
ba las cosas de este mundo, miraba las cosas por arriba
y a lo lejos. Mientras me abría paso entre la gente para
acercarme al cajón, me preguntaba si la abuela estaría
buscando a la tía. Más tarde me di cuenta de que esa
mirada no era de quien busca algo que se le perdió
sino de quien ha perdido algo pero ya no busca nada.
Una vieja estaba esperando saludar a la abuela, se la
veía tímida, alta y huesuda, parecía que quería meter-
se en su propio cuerpo. Lloraba en silencio con un pa-

24
ñuelo que se llevaba a la cara continuamente. Cuando
llegó su turno la abuela la miró prestando por primera
vez atención. Se agarraron las manos, se abrazaron y
se separaron sin decir palabra. Otra persona que no
conocía se precipitó a presentarse ante mi abuela de-
jando a un lado a la señora alta y huesuda. Miré ab-
sorta la situación y me di cuenta de que esa señora
debía ser Chiquita, estaba mucho más vieja que en las
fotos pero igual de enigmática. Se quedó un rato sen-
tada mirando por la ventana y sigilosamente se fue.
Llegué al cajón donde estaba la tía, nunca tan poco
parecida a ella misma. Tenía los ojos cerrados pero no
era como si durmiera, y tenía los labios secos y sella-
dos; tenía las uñas pintadas de rojo y las manos ama-
rillas, tan amarillas que pensé que si los colores nacían
de algún lado entonces el amarillo nacía de la muerte
y en todo caso pintaba las cosas que habitaban la vida.
Me sequé las lágrimas y con la palma de la mano mo-
jada le agarré la suya helada, que se humedeció. Me
puse a pensar si crecería algo de entre las nervaduras
de su piel que parecía arada y rápidamente caí en la
cuenta de que me estaba distrayendo de la muerte,
que lo único que crecería de sus manos serían gusanos
y con mis lágrimas no hacía más que regarlos.
Flora se acercó y me dijo:
– Esta no es la tía Claudia, esta es una china que
trajeron para que no descubriéramos que la tía está
bailando el Ula Ula en Hawai.
Me enojé muchísimo con el chiste de mal gusto
de Flora y empecé a llorar más fuerte, intenté decirle

25
que cómo se le ocurría decir que la tía era una china
pero cuando dije en voz alta la palabra “china” me dio
gracia y nos empezamos a reír.
– La tía Claudia está en tetas bailando el Ula Ula
con el novio negro que a todos les cae mal. –Le con-
testé entre risa y llanto a la vez.
– Estoy arrepentida de haber contado en navidad
que la tía salía con el negro pelilargo. Me dijo susu-
rrando y se largó a llorar desconsoladamente.
Resulta que una vez Flora había escuchado una
conversación telefónica que tenía la tía con un novio
secreto y no había tenido mejor idea que develarlo
en una cena navideña, la tía Claudia se enojó mucho
con ella y después del brindis la invitó a charlar. Flora
estaba muy avergonzada y nunca me contó qué fue lo
hablaron aquella vez.
Más tarde en el velorio mamá se acercó a darnos la
mano y sólo pude decirle en voz baja que la tía esta-
ba amarillenta. Nos dijo que teníamos que elegir los
recuerdos de la tía que más nos gustaran y quedarnos
con esos. Le dije que sí, pero sólo podía recordar la
obra que nunca vi. Metí mi puñado de regalos en el
cajón y me largué a llorar.

Siempre dije no para un día decir mejor sí

A la semana siguiente un camión de mudanzas vino


desde Buenos Aires con las cosas de la tía Claudia.

26
Cuando llegué de la escuela encontré a mamá con
los ojos hinchados viendo qué hacer, cuáles guardar,
cuáles tirar. En esas cajas estaba toda la vida de la tía,
pensé. Me zambullí a revisar y mamá me dijo que no
lo hiciera, que eran cosas privadas. Cuando mamá
abandonó la tarea me puse a inspeccionar el conte-
nido de las cajas y sentí pena por la tía y su intimidad.
Eso no impidió que quisiera quedarme con algunas de
sus cosas más íntimas. Tuve miedo de que mamá me
descubriera así que me apuré a agarrar algunas de for-
ma aleatoria y me las llevé a mi habitación. Entre esas
cosas encontré unas fotos y una carta de la tía Estela
que la tía Claudia se debía haber apropiado, quizás en
un gesto parecido al mío.

26 de junio de 1961

Ma très chère, Chiquita inmensa,


Te llamé y nadie contestó. Por eso te escribo ahora.
Llueve y siento la tormenta dentro de mi cuerpo.
Una marea salvaje rompiendo sus olas contra mi pecho.
Cuando leas esta carta ya habrá amainado, gracias a
vos y un poco gracias a mí, porque te escribo en vez de
quedarme quieta y pareciera que el movimiento contra
el movimiento se anula.
Traduzco por la mañana sin ganas y por la tarde
deambulo por las francesísimas calles de París. Como no
me animo a regalarte otra cosa te he estado comprando
libros. Tengo una pilita en el escritorio que lleva tu nom-
bre. Ayer fue la despedida de Manuel, tomamos un café

27
y nos reímos hasta el cansancio. Le pedí que te lleve los
libros y que te bese por mí, pero no mucho, sospecho que
se ha dado cuenta que te amo demasiado.
El martes fui a una entrevista para una nueva tra-
ducción y me fue vergonzosamente mal, aún no me
han dado respuesta pero sé que no conseguiré el trabajo.
Me sentí reprobada y desde entonces tengo el recuerdo
recurrente de cuando tenía nueve años y comenzaban
a tomarme pruebas en el colegio. El día anterior a los
exámenes solía sentarme en el baño y soñar con la posi-
bilidad de detener el tiempo en el medio de la prueba y
copiarme todas las respuestas. Invertía horas pensando
en qué compañera respondería mejor para copiarla, y mi
plan llegaba a tener tal nivel de detalles y realismo que
decidía salir a jugar a la calle en vez de prepararme para
el examen confiando en que lo podría resolver mágica-
mente. Tardaba mucho en caer en la cuenta de que no
sería así y volver a estudiar… En realidad ahora que te
lo digo me doy cuenta que no había respuestas correctas
para darle al tipo que me entrevistó. Le caí mal. Él tam-
bién me cayó mal. Parecía de esas personas de cartón que
no tienen sangre corriendo por las venas, no como vos que
tenés una comparsa entera adentro.
¿Te dejé muy triste el otro día? Perdón por desparra-
marte mi tristeza. Hay momentos en los que te extraño
como loca y dudo de esta decisión que tomé, de si hubiese
sido mejor quedarme. Pero cuando me tranquilizo me
doy cuenta que no. Sé que mi vida hubiese sido desgra-
ciada, durmiendo en una cama chica al lado de un cuer-
po enfermo, siendo la hija buena y sacrificada hubiese

28
sufrido un aburrimiento feroz. De esa vida no hubiese
querido nada, salvo tenerte cerca a vos, tenerte a medias,
en el silencio de la siesta y a escondidas, pero tenerte al
fin. No quiero que seas mi bote salvavidas, quiero que
juntas seamos el mar.
El sábado luego de un paseo de cuatro horas solitarias
en bicicleta, ya cansada, me entrampé con una piedra
y caí. Me duele todo, sin embargo no me dolería si me
tocaras. Si tan solo estuvieras, te tocaría las manos, tu
cara, adoro tu cara, lamería tus playas secretas con fu-
ror de marea creciente hasta encontrar el hondo sabor de
tus piernas desplegadas. Sos mi paraíso perdido. Vuelto a
encontrar y perdido. Sabé que te pienso. Te pienso bai-
lando. Te pienso con una copa. Te pienso en mil lugares.
Conmigo.

No me desmemories. Incansablemente tuya,


Estela

Entre el apuro y la letra manuscrita no logré en-


tender muchas partes de la carta, pero me quedó una
sensación de culpa y vergüenza por haber leído algo
que no tenía que leer. Me quedé repasando la imagen
borrosa de Chiquita en el funeral, tan distinta a como
la hubiese imaginado si sólo leía esa carta. ¿Por qué
la tenía la tía Claudia y no Chiquita? Me dio mucha
tristeza darme cuenta de que ya no podría preguntarle
a la tía por el tema, de la tristeza pasé al enojo y decidí
sepultar mi intriga por la tía Estela.

29
El Chocón no existe, son los papás

En preescolar me enseñaron dos cosas que no me olvidé.


Una: si tirás una pila a la tierra las plantas no cre-
cen; si plantás una semilla en tierra sin pilas, sí.
Otra: si suena una sola sirena de los bomberos sig-
nifica que llaman a los demás bomberos al cuartel; si
suenan dos hubo un accidente; tres, un incendio, cua-
tro, un incendio fuera de la ciudad; cinco, no sé; seis,
navidad o año nuevo; siete o indefinido, catástrofe,
o sea se rompió el chocón y hay que correr a la parte
más alta de la ciudad.
El invierno seguía y era mediodía, mamá nos había
ido a buscar a la escuela y nos volvimos caminando.
Eso significaba, según la reciente adquisición de hora-
rios después de la separación, que era lunes o jueves,
porque los miércoles almorzábamos con la abuela y
los martes y viernes con papá en algún restorán por-
que su nueva casa era poco espaciosa y, en sus pala-
bras, “no tenía chica que le cocinara”.
En el camino hacia casa Flora se puso a llorar por-
que tenía miedo de no llegar. Mamá le preguntó “¿no
llegar a dónde?” y tras un serio interrogatorio Flora
terminó contando que la vieja de mierda de la señori-
ta Patricia le había dicho que si le llegaba a contestar
mal otra vez El Chocón iba a explotar y Flora como
era contestadora le dijo “y qué me importa”. Entonces
la señorita Patricia le dijo que estaba en penitencia
y que no podía hablar más por el resto de la clase.
Como era su costumbre, Flora hizo como si eso no

30
la afectara pero le explicó a mamá que ahora tenía
miedo de que El Chocón explotara por su culpa. Era
posible. Hacía un mes el novio de la señorita Patricia,
que era bombero, había dado una charla acerca del
quehacer de los bomberos voluntarios. Explicó una
vez más lo de las sirenas porque según él había una
confusión generalizada al respecto. Cuando terminó
su monólogo todos le empezaron a hacer preguntas
relacionadas con El Chocón. Eduardo, así se llamaba,
dijo que lo importante era estar siempre atentos a las
señales de alarma y sobre todo guardar la calma para
poder llegar sin mayores inconvenientes y lo más rá-
pido posible a las bardas antes de que el agua cubriera
la ciudad. De alguna extraña forma la cabeza de Flora
cruzó, tergiversó y deformó las historias de manera
que Eduardo había quedado con el poder de hacer
explotar El Chocón si la señorita Patricia se lo pedía.
La señorita Patricia la odiaba tanto que era capaz de
hacer eso, de hacer eso y mucho más.
Que se rompiera El Chocón era para Flora la peor
pesadilla. La catástrofe más cercana y la que más mie-
do le daba. Porque si había una certeza que ningún
grande desmentía, era que El Chocón, de una forma u
otra, en algún momento, se iba a romper. Además, su
amiga Laura Levín le había contado que una vez había
ido de picnic a la represa y había visto las grietas.
Todos hablaban de que El Chocón iba a romperse,
pero nadie sabía bien qué hacer si alguna vez se rompía.
Flora quería saber cuánto íbamos a tardar en llegar
a las bardas desde casa y cuánto desde la de papá. Em-

31
pezó a preguntar si el agua llegaría a tapar todos los
pisos de la casa porque ella quería saber si con la altura
nos íbamos a salvar. Flora quería saber hasta qué piso
iba a llegar. ¿Hasta el primero? ¿Hasta el altillo?
Nunca nadie le sacó esa duda.
Le preguntó a mamá, que siempre tenía todas las
respuestas para todas las cosas, pero mamá se descon-
certó. Primero dijo sí, después no, después le echó la
culpa a la electricidad y por último le gritó a Flora
que ya era grande, que en unos meses iba a empezar
la secundaria y que no podía hacerle estos planteos de
bebé. Entonces Flora se quedó con la idea de que pro-
bablemente el agua no taparía la casa entera pero que
igual podíamos morir electrocutados. De una manera
u otra, El Chocón nos iba a matar.
Si sonaba sin parar era el final, pero era difícil saber
cuándo terminaba una sirena y cuándo empezaba la
otra. Sólo restaba dejar pasar tiempo hasta esperar que
parasen o darse cuenta si estaba sonando indefinida-
mente. Claro que con éste método se perdía tiempo
precioso para huir a la parte más alta de la ciudad.
A partir de ese día, cada vez que se escuchaba una
sirena, Flora iba a buscar a mamá diciendo que no po-
día respirar, entonces le agarraba la mano y empezaba
a rezar el rap del ángel de la guarda que era el único
rezo que se sabía. Como no le parecía suficiente le
pidió a mamá que le enseñara el Ave María que se lo
recitó un par de veces mientras Flora repetía. Al pa-
recer mamá no era muy rigurosa y alternaba el orden
de algunos versos lo que hizo enojar a Flora, alegando

32
que así no iba a servir. Me pareció mal que se enojara
con mamá por no saberse al pie de la letra el ave ma-
ría, le dije que no tenía sentido tener tanto miedo por
El Chocón porque si estallaba nos moríamos todos y
san se acabó, que lo terrible sería quedarse vivo y que
se muriesen los demás.
Al otro día Flora fue a visitar a la abuela que le
aclaró que “el señor es contigo” venía después de “lle-
na eres de gracia” y no posterior a “bendito es el fruto
de tu vientre Jesús”. Cuando volvió a casa nos explicó
cómo era y le contó a mamá que la abuela había dicho
que era una vergüenza que no supiera enseñárnoslo.

Máquina de tiempo

La escuela nueva era un jardín de infantes pero de


púberes.
En una especie de epifanía atrofiada que tuvo papá,
y que a mamá le pareció “acertada en su momento”,
se les ocurrió que mejor dejáramos de ir a la escuela
pública y fuésemos al Nuevo Modelo, en donde te-
nían clase siempre y por alguna extraña razón eso era
genial.
En mi afán por ser una hija complaciente y con la
seguridad de que me iba a servir para cuando estu-
viera en la universidad les dije que sí, que desde sexto
grado no iba a ir más a la 157 y que me pasaba a la

33
escuela en la que aunque lloviera, tronara o estallara
El Chocón, había clases.
La sorpresa fue que los chicos que iban al Nuevo
Modelo, resultaron ser unos nenitos de mamá que se
la pasaban viendo tele o jugando juegos de rol, que yo
había abandonado hacía como dos años. Eran muy
aburridos.
Un día después de la escuela fui a lo de Lucy. Ella
era la primera que me había invitado a sentarme en el
banco de al lado. Era de esas chicas que podían llegar
a salir mejores compañeras pero en realidad no eran
amigas de nadie, cuya principal virtud era mantenerse
al margen y conservar ante todo, la neutralidad. La
desgracia de Lucy era que aun siendo así, a fin de año
cuando se elegía mejor compañera, inexplicablemen-
te, nunca salía ella.
En su casa, Lucy quería que jugáramos a la farma-
cia, una tenía que ser la compradora y otra la vende-
dora. Teníamos que entregarnos billetes imaginarios,
y darnos vueltos imaginarios, tenía que preguntarle
con un interés imaginario tan imaginario e inexisten-
te como el producto que me ofrecía. Yo sentía que por
cada perfume que vendía retrocedía un año de edad y
que si seguía jugando iba a convertirme en el primer
bebé con Alzheimer de la historia.
No me animaba a decir que no me gustaba jugar
a la maestra, ni a la farmacia, ni a la mamá ni a nada
que involucrara darle vida a cosas de plástico o llenar
con la imaginación un frasco de perfume vacío. Yo
quería hacer una bicicleteada, jugar al bowling o ir a

34
molestar al cine, como antes con mis amigas de la otra
escuela. Pero todo eso no lo decía. No se lo decía a
Lucy porque no quería ser arrogante con la única per-
sona que me invitaba a su casa. No se lo decía a mamá
porque yo tenía que hacerme la que pensaba que la
nueva escuela era genial, y que eso de que hubiese
clases aunque lloviera, tronara o estallara El Chocón
era lo que siempre había soñado.
Como no tenía amigos en la nueva escuela pero
tampoco quería quedarme en mi casa sola por siem-
pre, al jueves siguiente volví a ir a lo de Lucy, la far-
macéutica, pero esta vez se me había ocurrido una
estrategia: cada vez que Lucy me decía de jugar a algo
yo le decía que primero teníamos que hacer la tarea
del colegio.
Nunca hice la tarea con tanta dedicación. Usé regla
y colores, cuando terminamos los deberes de lengua,
propuse hacer los de matemáticas y después de eso qui-
se hacer los de sociales. Cuando Lucy me dijo de hacer
un recreo para jugar yo le contesté “los juegos son más
divertidos si ya hiciste todo lo que tenías que hacer”,
y Lucy que era una ilusa se creyó todo el cuento de la
diversión responsable. Cuando mamá me fue a buscar
a las ocho de la noche escuché que la mamá de Lucy le
contaba muy sorprendida todo lo que habíamos estu-
diado esa tarde. Las dos se quejaron de que nos daban
demasiada tarea en el colegio, tanta que ni nos alcanza-
ba el tiempo para jugar. Gracias a dios.

35
Todo por dos rezos

Yo quería la fiesta y sobre todo quería la plata, o tal


vez ir con la manada, seguirla a mi hermana que tam-
bién quería ir. Acaso rebelarnos contra nuestros pa-
dres que no estaban de acuerdo con que tomáramos
la comunión.
Papá había ido a un colegio religioso, y lo habían
echado cuando denunció a un cura que intentó be-
sarlo. Papá odia a los curas, no cree en dios y no nos
enseñó a rezar.
Mamá simplemente no tenía ganas de acompañar-
nos. Si elegíamos tomar la comunión, ella tenía que ir
obligatoriamente a reuniones de padres semanalmen-
te durante dos años. Mamá cree en Dios y nos enseñó
a rezar el ángel de la guarda.
La abuela era la única contenta con esto de la co-
munión y nos alentaba a hacerlo. Ella sí iba a misa los
domingos y se sabía los cantos, que entonaba alto y
alegremente. La abuela creía en Dios y nos enseñó a
rezar el padre nuestro.
Mamá nos dijo que si realmente queríamos, nos
iba a acompañar. Pero que si empezábamos, terminá-
bamos.
Ser hijo o hija de padres separados o mujer sepa-
rada en un pueblo era ser un peligro, era ser un pro-
blema, mala influencia, pero en catequesis era ser el
mismísimo diablo.
Todos los sábados a las nueve de la mañana tenía-
mos que ir con nuestro nuevo testamento a la catedral

36
para que una vieja simpática pero de mierda nos diera
la tarea. Nos había tocado un grupo lleno de santu-
rrones y no el curso divertido donde estaban nuestros
amigos no religiosos como nosotras. Estos pequeños
detalles hicieron que quisiéramos desistir a la segunda
semana, pero con mamá en plan de hacer valer sus
palabras, abandonar ya no era opción.
La catequista de veinticinco años a la que pronto
empezamos a llamar por debajo y entre nosotras “La
Vieja de Mierda”, nos hacía llevar cosas para hacer
un picnic cada sábado. Entonces durante la primera
parte de la clase hacíamos unos ejercicios y después
comíamos lo que habíamos llevado para compartir.
Los ejercicios eran una serie de cuestionarios que
teníamos que llenar reflexionando en silencio en clase.
Nos preguntaban cosas como si nuestros papás se pe-
leaban mucho y qué podíamos hacer nosotros como
hijos para evitarlo. Después venía la parte en que nos
poníamos objetivos que tuvieran que ver con el bien-
estar familiar y nos comprometíamos a intentar con-
cretarlos, a la semana siguiente nos preguntaban si los
habíamos cumplido y ese tipo de cosas. También una
vez nos hicieron pedirle algo a dios, después leerlo en
voz alta y la Vieja de Mierda terminó felicitando a
una de las santurronas que había tenido el buen gesto
de agradecerle a Dios además de pedirle. Con Flora
teníamos una lista larga de pedidos como la paz y la
salud acordes a la coyuntura, no éramos bobas. Por
supuesto a ninguna de las dos se nos había ocurrido
poner ni por error un gracias al viejo ese.

37
Logramos al final completar los dos años de culpas
y de picnics. Llegó el famoso día de la comunión y de
la confesión.
Yo llevaba una pollerita y una remerita blanca, y no
uno de esos vestidos de comunión que a mamá, a Flo-
ra y a mí nos parecían ridículos. La pollera era muy
blanca y de tan blanca transparente y de transparente
se me veía un poco la bombacha, pero las casas de
ropa en el pueblo eran escasas. Resolvimos que mejor
transparente que feo y sanseacabó.
Entré por primera y última vez al placard con el
cura adentro, estaba nerviosa. Era todo de madera,
reinaba un olor a perfume fuerte de mujer mezclado
con maquillaje. El espacio era muy chico, como si ahí
no cupieran las mentiras, y hacía ese calor árido de
verano que el sur sabe fabricar. Al otro lado esperaba
un cura que respiraba fuerte, casi jadeando, como un
perro. Yo tardaba en acomodarme porque estaba in-
cómoda con la pollera tan corta, bajándomela a cada
rato para que me cubriera más los muslos, acaso como
si el señor pudiera verme.
Por suerte, en algún sentido de la suerte, el cura
no me dio libertad para contarle lo que yo quisiese,
que era lo que más me trastornaba, y cuando me ter-
miné de mover me hizo preguntas, una tras otra, en
un tono, a mi gusto, alto, que intercalaba con gran-
des bocanadas de aire, como una especie de ronquido
diurno.
– ¿Alguna vez robaste?

38
– No –dije mientras me acordaba de esa vez en que
me había robado las fichas para la máquina de osos en
un kiosco, y todas las excursiones a la parte de golo-
sinas del supermercado. Se lo susurré esperando que
copiara mi volumen de voz para sus próximas pregun-
tas. Pero me dijo que no escuchaba, que le repitiera
más fuerte y continuó incisivo.
– ¿Mentiste?
– No, no me gusta mentir –le contesté sin ni si-
quiera darme cuenta de la mentira de la respuesta an-
terior.
– ¿Le contestás a tus padres?
– A veces, trato de no contestar porque sé que está mal.
– ¿Desobedeciste?
– No.
Continuó haciendo las preguntas con cierta desi-
dia y un aire de quien pregunta en modo automático.
Siempre con el mismo tono y sin comentar nada des-
pués de mis respuestas. Incluso me daba la sensación
de que no las escuchaba, de que no estaba prestando
atención.
– ¿Bueno, hay algo de lo que te arrepientas?
Me quedé pensando un rato en qué cosa que es-
tuviera mal pero no fuera terrible le podía responder.
Hasta que se me ocurrió:
– Me arrepiento de pelearme mucho con mi her-
mana porque eso pone triste a mi mamá y de no or-
denar mi cuarto.
– ¿Algo más de lo que te arrepientas?

39
– Nada –le dije mientras pensé que en realidad
siempre me arrepentía de casi todo lo que hacía, como
haberme puesto esa pollera, por ejemplo.
– Bueno –me dijo– rezá un padre nuestro y dos ave
maría.
Me quedé helada. No sabía rezar el Ave María. En
las clases de catecismo no habíamos aprendido a rezar,
y yo sólo sabía el ángel de la guarda dulce compañía y
el padre nuestro.
Le contesté con vergüenza pero en el fondo con
una suave y dulce sensación de venganza, como si es-
tuviera denunciando a la Vieja de Mierda y a su fana-
tismo por los cuestionarios y los picnics.
– No sé el ave maría, no nos lo enseñaron en las
clases.
Para mi sorpresa el cura no se indignó. Me dijo:
– Ah bueno, entonces rezá dos Padre Nuestro.
Y fue el fin. Hice la cuenta. Un padre nuestro valía
por dos ave maría. Un ave maría valía la mitad que un
padre nuestro.

Ser bruja es la palabra de Dios

Mi amiga Paula de la 157 también había tomado la


comunión, ella estaba en el curso de catequesis de
los divertidos. La celebración de ambos grupos era el
mismo día. Cuando salimos de confesarnos nos aga-
rramos de las manos envolviendo el cerezo que estaba

40
a la salida de la catedral y empezamos a dar vueltas
alrededor del árbol. Mientras el sol nos acariciaba la
cara decíamos los rezos en voz alta. Primero como un
susurro mientras salticábamos y después corriendo a
la velocidad de la luz ya gritándolos. Al tercer padre
nuestro ninguna palabra tenía sentido.
Mi mamá me gritó pidiéndome que no corriése-
mos y la mamá de Paula fue hasta el cerezo que está-
bamos abrazando, acercó su cabeza tapando la de su
hija que estaba toda transpirada y mientras le tiraba
secretamente la oreja le dijo en voz baja pero firme
que no podía andar rezando a los saltos y a los gritos.
Entonces cada una volvió con su familia para se-
guir sacándose fotos y saludando a los demás conoci-
dos que andaban por ahí.
Cuando nos volvimos a aburrir, nos pusimos a
charlar de lo divertidas que habían sido las vueltas al
árbol. Había sido como un trance, algo así como el
efecto hipnotizante de un embrujo.
– Necesitamos hacer un grupo secreto de brujería.
Podemos jugar al juego de la copa y hacer experimen-
tos con bichos. –Le dije emocionada por la idea.
– Experimentos no, hechizos. –Me corrigió Paula.
Me brillaban las manos de sólo imaginarlo. Que-
damos en que nos juntaríamos el domingo siguiente
a la hora de la siesta porque era cuando había menos
gente dando vuelta. Yo estaba encargada de comprar la
revista Hechizos que habíamos ojeado varias veces en
los kioscos y ella tenía que comprar velas de distintos
colores en la santería que quedaba en el centro.

41
Paula tenía un gato negro que me había dejado
bautizar. En mi casa no me permitían tener perros
ni gatos porque había que cuidarlos y porque tenían
olor. Sólo habían accedido a que tuviera un canario
que me duró dos años hasta que el gato de un vecino
abrió la jaula y le arrancó la cabeza. Moría de ganas
de tener un gatito y como Paula lo sabía fue tan bue-
na que me dejó ponerle nombre al que le regalaron,
le puse Miky Pipiroleso Montana, y me convertí en
algo así como la madrina. Le pedí si lo podía traer a
nuestra sesión de brujería ya que era negro pero me
dijo que sus papás no la dejaban sacarlo a pasear, que
no era un perro.
A la siesta del domingo siguiente hablamos por te-
léfono después del almuerzo y Paula vino caminando
hasta casa, tocó el timbre, que atendí rápido para no
despertar a mamá. Nos encerramos en mi cuarto a
leer la revista que había comprado. Era el fascículo de
diciembre que venía con un artículo pura y exclusiva-
mente de velas. Decía a qué signo del zodíaco corres-
pondía cada color, para qué servían, cómo se debían
usar y a qué cosas una buena bruja debía estar atenta.
Nos quedó claro que nunca teníamos que apagar
una vela, que todo lo teníamos que hacer con tiempo
y calma, y que si se apagaba antes sola significaba que
algo no estaba funcionando bien. Paula había com-
prado dos velas de cada color. Había sido una gran
inversión, pero éramos millonarias: teníamos la plata
de nuestra comunión.

42
Nos pusimos turbantes en la cabeza, algunos co-
llares de mamá, el anillo que cambiaba de color con
el ánimo –que considerábamos fundamental– y nos
pintamos un lunar de tercer ojo.
Nuestra jornada brujeril siguió de manera fiel el
índice de la revista. Primero venía el artículo de velas
y astrología. La revista decía que debíamos prender
una vela del signo de la persona para la que se pren-
diera la vela, o sea nosotras. A mí me pareció que el
artículo estaba mal y que en realidad habían querido
decir “prender una vela del signo que le gustaría ser
a la persona”, porque si era del signo que ya era no
había ninguna brujería. Yo me elegí una vela amarilla
para ser de Acuario y Paula se eligió una vela de Tauro
porque le gustaba el verde.
Después intenté convencerla, pero Paula no quiso
jugar al juego de la copa.

Ser bruja o la palabra de Dios

Los domingos siguientes fueron poblados por nues-


tras velas, a las que se sumaron aceites y conjuros que
le daban un toque más místico. A la quinta juntada
ya nos estábamos quedando sin materiales y sin plata.
Gran parte de mi fortuna catequista se había ido en
lo que le pagaba a Flora para que me hiciera la cama,
y los embrujos místicos y geniales se estaban convir-
tiendo poco a poco en dos chicas con pañuelos en la

43
cabeza esperando que se apagara una vela. Era el mo-
mento de pasar de nivel, y el nivel que seguía, aunque
a Paula no le gustara, era el juego de la copa.
Le expliqué con muchos ademanes que lo peor que
podía pasar era que se rompiera la copa y que en ese
caso la única que se perjudicaría sería mi casa que se
llenaría de espíritus por siempre, pero que igual eso
no iba a pasar. Paula dijo: Bueno.
Admitir un riesgo que me diera por damnificada le
dio la seguridad que le faltaba para aceptar jugar.
No teníamos una cartulina en la que construir el
tablero entonces agarramos una hoja de la impreso-
ra. Cerramos la puerta de mi cuarto. Escribimos con
marcador negro todas las letras del abecedario, los nú-
meros del cero al nueve, y las palabras “si” y “no” en
la hoja. Las distribuimos en forma de círculo en el
piso de mi habitación. Pusimos una copa de cristal
que había sacado del armario del living. Hicimos un
círculo más grande alrededor de los papeles con sal.
Prendimos una vela rosa y una blanca en dos extre-
mos opuestos dentro del círculo de sal. Bajamos la
persiana. Nos metimos dentro del círculo salado. Nos
sentamos enfrentadas. Nos dimos las manos y cerra-
mos nuestros ojos para concentrarnos. Cuando ya no
se nos escapaba ni una pizca de risa nos soltamos las
manos y pusimos nuestros índices derechos sobre la
base de la copa.
– ¿Hay alguien ahí? –Pregunté solemne. Hubo si-
lencio.

44
– ¿Hay algún espíritu que quiera hablar con noso-
tras? –Dijo Paula mientras me miraba.
La copa vibró. Intentó moverse pero no lo hizo.
La empujé un poco. Sólo un poco, por si necesitaba
envión. Un envión secreto. Paula me miró entusias-
mada. La copa empezó a guiar nuestras manos y a
moverse en círculos dentro de las letras. Le pregunta-
mos su nombre. Fue hacia la letra F, luego hacia la L,
hacia la A, hacia la R, hacia la Z, y por último hacia el
7. FLARZ 7.
¿Ese es tu nombre? La copa va hacia el no ¿Tenés
siete años? La copa se queda en el no ¿Sabés escribir?
La copa va hasta la letra S y vuelve al NO ¿Tenés mie-
do? La copa gira rápido.
La copa se cae.
La copa se rompe.
Yo le dije: no apagues las velas. Paula me dijo: qué
suerte que hicimos el círculo de sal.
Subimos la persiana. Escondimos la copa rota. Ba-
rrimos la sal.
Fuimos a tomar la leche a la cocina y cuchichea-
mos sobre el tema hasta que se despertó mamá.
Al siguiente domingo a la hora de la siesta Paula
vino a casa como siempre y tocó el timbre. Yo esta-
ba tiñendo masa de sal con témpera para hacer unas
esculturas y tenía las manos enchastradas, demasiado
sucias como para agarrar el picaporte. Mamá dormía
la siesta y Flora estaba en lo de una amiga, entonces
grité “ahí voy” y me fui a enjuagar las manos. El tim-
bre empezó a sonar y a sonar, yo gritaba “ahí voy”

45
pero tampoco quería gritar tan fuerte para no desper-
tar a mamá. El timbre seguía insistiendo, así que bajé
corriendo entre enojada y confundida por tanta bulla.
Cuando abrí la puerta encontré a un tipo encima
de Paula agarrándole fuerte la cara, llenándola de be-
sos. Ella lloraba y trataba de darle al hombre patadas
y manotazos intentando escapar. Ni bien abrí la puer-
ta el viejo empujó a Paula y empezó a correr. Ella se
quedó parada en el lugar limpiándose la cara con las
manos.
Paula había sido rodeada por el silencio de la siesta.
Le empecé a gritar a mi mamá y llevé de los hom-
bros a mi amiga hasta la seguridad de mi casa. Ella se
quedó llorando sentada en el piso y yo fui corriendo
a despertar a mamá.
Mamá le dio a Paula el abrazo que yo no le pude
dar y nos dijo que íbamos a ir a buscarlo y a la comi-
saría, que el hombre muy lejos no podía estar. Mien-
tras ellas se abrazaban fui hasta la cocina, agarré un
cuchillo y lo escondí en la campera. Nos subimos al
auto, Paula le explicó a mamá que el señor tenía bar-
ba, canas, un jean y una camisa celeste o blanca. Es-
taba medio sucio.
Agarré el cuchillo sintiéndome culpable de no ha-
ber evitado que los segundos que acababan de pasar
se repitieran por siempre. No le dije nada a mi mamá
cuando salimos a buscarlo porque pensaba que si lo
encontrábamos se lo iba a clavar.
Después de que le pasó eso, Paula no se juntó con-
migo al domingo siguiente porque fue a la misa de la

46
tarde. La llamé a su casa antes de la hora de la cena
para charlar, como hacíamos siempre, hasta que a al-
guna le avisaran que estaba la comida lista. Le pre-
gunté cómo le había ido en misa, si había comulgado
y si se había confesado. Me contestó a todo que sí,
que le había ido bien, que el cura le había dado tres
padre nuestro para que rece y que también le había
dicho que el esoterismo y la brujería no iban de la
mano de dios. Le pregunté un poco enojada por qué
le había contado de nuestras juntadas secretas si no
estaban mal y no eran ningún pecado. Me contestó
que hacía bastantes domingos que no estaba segura de
que estuvieran bien y que ahora el padre se lo había
confirmado.
– Es ser bruja o seguir la palabra de dios. –Me dijo
Paula.
Yo no dije nada.
Esa noche me encerré en mi cuarto, prendí tres
velas azules y quemé un papelito que decía: “dios no
te salve viejo inmundo de mierda”. Y por si acaso, sólo
por si acaso, le recé un padre nuestro a Paula y me recé
un ángel de la guarda para mí.

Licencia poética

Empecé a escribir como loca, cuentos de amor y enfer-


medad, cuentos terribles llenos de paralíticos, sidosos,
enamorados. Cuentos en cuadernos, en pedazos de pa-

47
pel, en el banco de la escuela. Ya no me importaba ser
distinta porque a mí me habían pasado cosas horribles,
y esos nenes con su brutalidad de infantes no me podían
hacer nada, no podían entender nada.
Pronto los cuentos empezaron a desprenderse del
papel y comencé con lo que había descubierto, rein-
ventado o denominado: “licencia poética”. Básica-
mente empecé a mentir compulsiva e impunemente.
En la clase de danza decía que era huérfana, y que la
señora que me llevaba todos los días era mi tía. Cuan-
do iba a comer a lo de alguna compañera que se dig-
naba a invitarme a su casa porque no tenía ninguna
otra a quien invitar pedía un segundo plato con la ex-
cusa de que mis papás eran tan pobres que hacía días
que no comíamos y que sólo tomábamos té negro con
azúcar y pan blanco. En la clase de biología aseguraba
que había tardado once meses en nacer. La panza de
mi mamá estaba tan grande que el último de esos meses
estuvo en cama tan cansada que durmió treinta días se-
guidos. Nací llorando y con pelo largo. Lloré tanto que
el primer mes mi mamá estuvo despierta treintiún días
seguidos.

La emboscada: ¿Cómo explicar lo obvio?

Mi despliegue poético libertario no había tenido mu-


cha aceptación, ni resultado ser el camino más airoso
hacia ningún lugar.

48
El aula de sexto era un cuadrado grande. Un piza-
rrón verde ocupaba casi toda la pared de enfrente con
un pequeño placard que contenía artículos de librería
y muchos mapas que en un recreo robamos con Pau-
la. Ella se había cambiado al Nuevo Modelo unos me-
ses después que yo y a diferencia mía ya era invitada a
todas las casas todas las tardes.
En la repartija del botín Paula se quedó con cien
mapas políticos de argentina y yo con cien geopolí-
ticos del mundo. Para nosotras era muy importante
tener esos mapas porque nos iban a servir mucho en la
secundaria. Del lado derecho del aula había ventanales
que daban al patio y del lado izquierdo, al lado del
pasillo, ventanas que daban a la altura de la cabeza de
una persona adulta para que viera los veintiséis bancos
ocupados por los veintiséis pequeños seres humanos
uniformados. Yo estaba sentada en uno de los del me-
dio, concentrada en la tarea, cosa que era rara, hasta
que la mano de la rata apestosa de Lucho metió un pa-
pelito en mi cartuchera. El papelito decía: “¿Es cierto
que la mamá de Paula está internada en un loquero?”.
Me pareció que no tenía sentido escribirle una nota
con la respuesta así que metí nuevamente el papelito
en mi cartuchera, me acerqué hasta su banco que esta-
ba en el fondo y le expliqué que no, que no era cierto;
yo había escuchado una conversación que mamá había
tenido con la abuela y sabía lo que le había pasado a la
mamá de Paula, le expliqué que se había intentado sui-
cidar, y que ahora estaba en una clínica recuperándose;
que no estaba loca.

49
Volví a sentarme en mi banco y media hora más
tarde Paula se acercó y me pidió prestado el borra
tinta. A esa altura yo ya estaba distraída y me había
puesto a dibujar. Paula se fue y me quedé pintando un
globo aerostático en el margen de la hoja.
Algo estaba pasando pero no entendía bien, de re-
pente todo el mundo se decía secretos y el aire se ha-
bía vuelto rancio y espeso. A la última hora del día, la
de inglés, ya nadie me prestaba nada, ni me explicaba
nada, ni me hablaba nada.
Si acaso hay una etapa de la vida donde el diablo
y las personas se dan la mano apostaría que es a los
once años.
Volví a mi casa con el estómago cerrado, algo ho-
rrible estaba pasando y no sabía qué. Me encerré en
la pieza de mi mamá y llamé a Lucy por teléfono que
me explicó que Paula había encontrado la nota que yo
había escrito en mi cartuchera, y que estaba muy eno-
jada por el hecho de que yo estuviera desparramando
mentiras sobre su mamá. Sorprendida, me largué a
llorar y le intenté explicar a Lucy que Lucho había
escrito ese papel, que ni siquiera era mi letra, que por
qué me lo iba a mandar a mí misma. Lucy sin ponerse
decididamente de mi lado me explicó que ese día des-
pués de educación física Paula me iba a pegar.
La clase de gimnasia fue eterna y corta al mismo
tiempo. Jugamos al handball y Paula y sus secuaces
aprovecharon para darme pelotazos a modo de anun-
cio. Lucy sólo me hablaba cuando nadie la veía y la

50
profesora parecía no darse cuenta de la hostilidad que
acompañaba cada pase.
Cuando terminó la clase empecé a caminar hacia
mi casa. Media cuadra más atrás me seguía casi todo
el curso. Adelante iban Paula y Javi, que era un im-
bécil que sólo servía para bailar cuarteto. Caminamos
diez cuadras sosteniendo esa distancia. Cuando falta-
ban dos cuadras para llegar a mi casa empezaron a ca-
minar más rápido hasta alcanzarme. Cuando estaban
a quince metros de mí Paula me dijo:
– Bruno, sos un cagón. –Primero en un tono de
voz similar a si hablara de cualquier cosa. Yo seguía
caminando como si no la escuchara. Y otra vez, más
fuerte:
– Bruno, sos un cagón.
Yo seguía sin darme vuelta, pero sentía que Paula
empezaba a caminar más rápido, ella y toda la manada
de estúpidos que la seguía atrás. Caminé más rápido y
ellos aumentaron la velocidad hasta que empecé a dar
pasos tan rápidos que sentía que corría. No quería co-
rrer. No quería que después se dieran el lujo de contar
mi cobardía. Entonces aminoré un poco mi marcha,
ahora caminaba rápido pero en todo momento algu-
no de mis pies tocaba el suelo. Cuando hice esto me
di cuenta que la manada también aminoraba la suya.
Era como el “palo-palito-es” de la muerte y me al-
canzó cuando ya casi llegaba a la puerta de mi casa.
Y Paula me dijo otra vez, ahora bien alto y claro:
“Bruno, sos un cagón” que qué me pasaba si acaso no
la escuchaba.

51
Paula intentó pegarme una patada en el culo pero
no me alcanzó a tocar. Entonces me di vuelta y le con-
testé que no entendía si Bruno era el mejor insulto que
se le ocurría o es que era tan burra que todavía no se
había aprendido las vocales.
Paula disfrutaba de su falso triunfo y el pelotudo
de Javi que seguía al lado de ella como si fuese su
guardaespaldas me dijo, con su tonada de campo, que
qué me hacía la canchera, si era un chichón de suelo,
un feto. Le contesté que si yo era un feto él era un
aborto mal hecho, un insulto que le había escucha-
do a mi mamá, la reina de los insultos, y aproveché
mi momento de lucidez para gritarle a Lucho, que
se escondía atrás de Javi como una rata, que era un
ventilador de mierda.
Haber gritado un poco hizo que se me aflojara por
unos segundos la opresión en el pecho, aunque era cons-
ciente de que mis majestuosos insultos no habían tenido
tanto asidero en el séquito de seguidores embelesados
con la patada de Paula.
Me imaginé que una de las boas de la tipografía de
la carátula de matemáticas cobraba vida. Verde, grue-
sa y brillante se abría paso entre los cierres de mi mo-
chila y de un solo movimiento le arrancaba la cabeza
a Javi, salpicando de sangre las caras de Paula y Lucho
y manchando algunos de los uniformes del ejército de
espectadores idiotas que tenían atrás, hasta volver ha-
cia mí y quedarse erguida a mi lado dejándonos como
dos guerreras triunfantes.

52
Pero no. Todos festejaban como si la patada de
Paula me hubiera alcanzado, lo que me dio mucha
bronca. Aproveché la distracción del festejo errado y
para no correr di pasos gigantes hasta la puerta de
mi casa. Metí la llave, abrí la puerta y cuando me di
vuelta para cerrarla ya no había nadie. El terror de
un posible adulto del otro lado de la puerta los había
espantado.
Me metí rápido en mi habitación y me escondí
atrás de la cama hecha un bollito para llorar. Estuve
un rato largo hasta que me escuchó Flora y entró a
preguntarme qué me pasaba. Le dije que nada, que
estaba bien, pero mi llanto desconsolado y ruidoso
me delataba. Me volvió a preguntar si me había pe-
leado con alguien, si lloraba por la tía Claudia. Si me
habían puesto una mala nota, si quería que le dijera
algo a mamá. Pero todo fue no. Le dije que no me pa-
saba nada, que lloraba porque era una tonta y lloraba
como una tonta. No le cuentes a mamá.
Al otro día Flora le preguntó a Lucy qué me había
pasado y ella le contó. Flora amenazó a Paula, la her-
mana mayor de Paula amenazó a Flora y yo nunca me
enteré.

Adagio para puertas

Yo sé de casas. Tuve un montón y tuve el miedo de


no tener ninguna. Tuve casas en donde sobraba el si-

53
lencio o los gritos intermitentemente. Tuve casas con
cuadros y vacías. Tuve casas en un barrio, en el centro
y en la playa. Tuve casas grandes y casas mínimas, tuve
casas de familia y de amigas. Tuve casas con gatos, con
perros, con peces y canarios. Tuve casas con padre,
casas con madre sin padre y abuela. Tuve casas con
miedo. Tuve casas sucias y casas limpias. Casas em-
brujadas y casas mágicas. Tuve también casas que no
eran mías. Cambiarme tanto de casa hizo que enten-
diera la diferencia entre un edificio y un hogar. Yo sé
de casas, también del miedo a no tener ninguna.
Parecía a propósito pero la primera separación
duró lo que duró nuestra comunión, dos años des-
pués papá y mamá retrocedieron en el tiempo.
Un día escuché que mis papás peleaban por la casa,
mi mamá lloraba mucho y mi papá daba portazos.
Creo que nunca supe cuántas puertas había hasta ese
día porque papá no paraba de golpearlas una por una,
compulsivamente.
Primero golpeó la de su cuarto, después la del baño
y después la de nuestra pieza. Después golpeó la de la
heladera, y después la de la cocina. Y después todo de
nuevo: su cuarto, el baño, nuestra pieza, la heladera,
la cocina. Sonidos secos, chirridos y ecos que variaban
según la habitación, hasta que cerró la puerta de en-
trada de casa con un portazo final que quedó retum-
bando hasta su retorno al día siguiente.
Cuando terminó el concierto de puertas mi mamá
nos vino a hablar, supongo que antes no podía ha-
cerlo por el ruido. Nos dijo que papá había perdido

54
la casa en el casino y después nos tuvo que explicar
un montón de cosas más porque yo no entendía bien
cómo se podía perder una casa en el casino sino se
la puede poner sobre la mesa de póker. Además, en
todas mis idas al casino nunca había visto que se apos-
tara algo que no fuera plata. Entonces mi hermana
me decía que yo era una estúpida y se largaba a llorar.
Yo me largaba a llorar y le decía que todo iba a estar
bien porque no nos podíamos quedar sin casa, que era
obvio que alguien nos iba a invitar a la suya, que la
abuela, que un montón de tus amigos tienen casas en
la playa, alguno nos la puede prestar. Nos podemos ir
a alguna de esas hasta que se solucione todo.

La vez que la policía nos arrancó la casa

La policía nos llevó la casa. Nosotras no estábamos


ahí porque fue en horario de escuela, pero cuando
mamá nos fue a buscar nos llevó a la casa de la abuela.
La casa de la abuela era enorme, hermosa y llena de
cosas. A mí me gustaba porque era lo suficientemente
grande para no conocerla en profundidad, tenía mu-
chos recovecos, placares en las paredes y baúles que
como invitada, aunque recurrente, no llegaba a cono-
cer. Había en el fondo del jardín una puerta detrás de
la ligustrina que siempre me había dado miedo. Pen-
saba que en ese pequeño espacio podía estar el cuerpo
de un hombre, aunque nunca llegaba a imaginar es-

55
pecíficamente de quién ni cómo podría haber llegado
ahí. Era más bien una idea que se me presentaba de
vez en cuando y de manera efímera, como cuando
rodaba una pelota por debajo de la ligustrina y la iba
a buscar sola, encontrándome en la angostura de ese
pasillo formado entre las plantas y la pared. Después
volvía al lado amigable del jardín, con mi abuela re-
gando los rosales, la imagen de mi tía Estela meando
en el pasto.
La casa grande era hermosa para ser la casa de la
abuela, pero nosotras no teníamos por qué vivir ahí
decía mi mamá. Mientras tomábamos la leche escu-
ché que mamá hablaba con alguien por teléfono.
– Flora te podés callar un segundo la boca, te la
pasás cotorreando todo el día. –Le supliqué mientras
me acercaba a la puerta de la cocina para escuchar con
más claridad. Mamá decía que era injusto, que él era
un hijo de puta y que ella era una imbécil.
– Sos una metida, no me interesa saber todo y hay
cosas que no quiero escuchar. –Me advirtió callándo-
me la boca de manera anticipada.
Papá estaba viviendo en lo de un amigo porque
decía que la abuela era una vieja de mierda y yo lo
odiaba. Pero también me daba lástima y le había es-
crito una carta para que volviera. Para que volviera
con nosotras y no para que volviéramos a nuestra casa,
porque ya había entendido yo que eso no se podía.
Nunca se la entregué.
A las tres semanas de estar en lo de la abuela papá
vino un día a buscarnos, se lo notaba contento. El día

56
era gris y claro y él resaltaba, estaba luminoso. Los
falsos ciruelos estaban violáceos y no en flor. Él olía
fresco, estaba afeitado, con la camisa adentro del jean
y una sonrisa pícara. Cuando estaba así yo lo quería
mucho y me sentía feliz de ser su hija.
– ¿No les contaste, no? –Le preguntó a mi mamá.
– No, no ¿cómo les voy a contar? –Le contestó ella.
Mi hermana y yo estábamos muertas de emoción
por ver de repente tanta felicidad junta. Las dos tenía-
mos una sonrisa desquiciada:
– ¿Qué? ¿Qué? ¡Cuéntennos! –Gritó Flora.
– ¡Cuéntennos ya! –Les exigí feliz mientras papá y
mamá se agarraban la mano apenas entrelazando uno
de los dedos.
La gran noticia resultó ser que nos íbamos a una
casa provisoria y que ellos habían hecho una tregua,
que era una especie de arreglo que consistía en que
no se iban a pelear más o algo así. La casa nos la pres-
taba un amigo de papá del que solo había escuchado
su nombre un par de veces. Él no la estaba usando
porque se había ido a vivir con la nueva mujer, me
explicó mi mamá.
Pero la tregua duró dos días, y después la casa pro-
visoria se volvió un griterío y un paraíso de platos ro-
tos y un montón de otras cosas, menos provisoria.
– Así de prestado no se puede vivir, estoy harta de
tus ideas fantásticas. Le dijo mamá indignada.
– Si te molesta tanto comprate una casa nueva, ah
no cierto, no podés, no tenés plata, no trabajás ni po-

57
dés trabajar porque sos una inútil. –Le dijo eso como
podría haber dicho cualquier cosa.
Papá podía decir cualquier cosa.
En la casa provisoria teníamos que compartir el
cuarto. Yo lo detestaba, no podía tener intimidad y
tenía que soportar que Flora decidiera cómo decorar
y me mandoneara para que ordenara la pieza.
Tener una casa propia de repente se había vuelto
lo más importante en mi vida. Un día se me ocurrió
que si la abuela se moría podíamos heredar la casa y
nuestros problemas se resolverían.
Y eventualmente la abuela se murió. Un diciembre
heredamos la casa y yo una culpa enorme.
La primera noche en la casa grande me pasé al
cuarto de Flora.
Los únicos que no envejecen son los muertos. Por eso
cuando alguien muere a otro le toca envejecer. Fui una
niña vieja.

Tenga usted una feliz Navidad y un próspero año viejo

Fue la primera navidad que pasamos en la casa grande


sin la abuela y la tía. La mesa estaba llena de comida,
había muchos platos, muchos cubiertos y muchas co-
pas. Yo estaba comiendo un mordisco de cada cosa
que iba dejando en mi plato.
– Bruna parece que te criaste en un chiquero. –Me
dijo mi papá.

58
– ¿Qué te molesta? Si es mi plato, me lo voy a co-
mer después. –Le contesté.
– Bueno, vamos a ver si te comés todo eso que
están dejando en el plato. –Se metió Flora que le en-
cantaba sumarse a los retos que me hacían mis papás.
– Parece un cementerio de comida tu sector. –Agregó
la metáfora desafortunada.
Al lado de la mesa grande había otra más chica
con entradas y platos fríos que eran más o menos los
mismos todos los años. Había vitel toné, arrollado de
atún, ensalada waldorf, jamón con melón y no ha-
bía jamón glacé que era mi preferido y el que hacía
la abuela. Fue una sorpresa no encontrarlo porque
mamá había comprado el ananá, el jamón y el azúcar
negra para hacerlo pero se ve que le dio cosa, alguna
cosa de esas que te detienen cuando ya habías com-
prado todo para hacer un jamón glacé y después no
lo hacés.
En la mesa grande había lechón, pan dulce, pan
común y las tías de mi papá, un puñado de viejas que
veía solo en navidad, que era lo que más abundaba en
mi familia, porque las mujeres de mi familia se mue-
ren más tarde o no tienen hijos que bajen el promedio
de edad de una mesa navideña.
En las navidades de mi infancia no había música,
pero la casa grande tenía un eco que llenaba el lugar,
y de esta forma, si había un silencio, el ruido de los
platos y los cubiertos bastaba para que no fuera incó-
modo, para que no reinara esa sensación de que una
cena no va bien.

59
Cuando brindamos, a mamá se le llenaron los ojos
de lágrimas. Yo aproveché a llorar a lágrima viva. Sa-
bía que todos pensaban que lloraba por lo mismo que
ella, pero ni siquiera lloraba por las muertas, lloraba
por mí, por mi culpa, por la culpa que me daba ha-
ber llegado tarde al teatro, que se hubiese muerto la
abuela.
Pensé en el sentido que tenía para mí la navidad,
que era una farsa, que estaban todos muertos. De al-
guna forma siempre hice que la navidad y la muerte se
dieran la mano. Hasta Papá Noel al que nunca había
creído vivo se había muerto.
Una vez que tuve que escribir mi autobiografía
para la escuela marqué el correr del tiempo con la
mesa que se achicaba y se achicaba en navidad. Papá
Noel murió sin que alguna vez lo dejara existir. Fui
una niña vieja.

Composition

En el Nuevo Modelo teníamos inglés todos los días y


como con Flora habíamos tomado clases en un ins-
tituto pudimos entrar en el curso acorde a nuestra
edad. Nos sugerían que rindiéramos un examen in-
ternacional y aunque no lo hiciéramos teníamos que
practicar las partes del examen. La que más me gus-
taba era “composition” que consistía en escribir algo
de aproximadamente una carilla con alguna consigna

60
simple como comparar dos situaciones. En el ejemplo
del libro Tom le escribía una carta a su amiga Lily
de Ohio contándole que las vacaciones de ese verano
habían sido más divertidas que las del año anterior.
Yo tuve la genial idea de comparar el funeral de mi
tía con el funeral de mi abuela. Empecé haciendo una
descripción de las edades y los llantos: en el de mi tía
había muchísima gente, sobre todo joven, que lloraba
alto; en el de mi abuela había menos gente, más vieja,
con un llanto más tranquilo. La gente en el funeral
de la tía estaba vestida de invierno porque era invier-
no, sin embargo en el funeral de la abuela aunque
hacía calor las viejas llevaban chalina porque así son
las viejas. Mi tía estaba muy amarilla en cambio la
abuela tenía un color más gris y parecía que su boca
estaba pegada con plasticola, ninguna de ellas estaba
maquillada. En el funeral de mi tía estaba mi abuela,
en el funeral de mi abuela no estaba mi abuela ni mi
tía porque ya se habían muerto. La composición ter-
minaba diciendo: aunque algunas cosas sean igual de
tristes no son comparables.
A mi gran idea literaria, le sumé la de ofrecerme a
leer la composición en voz alta, la última oración me
parecía muy poética y esta vez estaba casi segura de
que mi composición era mejor que la del sabelotodo
anglosajón Tom. Cuando la terminé de leer todos se
quedaron callados. Miss Marine no me hizo ninguna
corrección, cambió su estrategia didáctica y en vez de
preguntar quién quería leer le pidió a Lucy que leye-
ra la suya acerca de sus cumpleaños y la entrada a la

61
adolescencia. Por supuesto la boca floja de Lucy no se
contentó con brindar alegría y globos de cumpleaños
al curso entero sino que también le contó a su mamá
la terrible composition que Bruna había escrito y la
mamá chismorrienta de Lucy le contó a la mía. Nadie
pensó que yo fuera Shakespeare.

Un sueño soñaba anoche

Salí de donde estaba toda la gente porque no podía


controlar la cantidad inmensa de agua que escapaba
de mi cuerpo. Chorros y chorros salían de mí hasta
que me senté en un rincón y la cascada pareció parar,
al menos yo había parado. A la orilla de mis piernas
descansaba un bicho que parecía una abeja, lo vi y
decidí dejarlo vivo porque no parecía con intenciones
de hacerme nada malo. Sentada en el rincón me puse
a pensar en mí y en el desborde que había sufrido ha-
cía segundos, me pregunté de quién eran mis rasgos,
a quién me parecía y en todo caso a quién me quería
parecer. Estaba tan inmersa en mis pensamientos que
la abeja había pasado a ser una parte inmóvil del pai-
saje. De repente apareció la tía Claudia y me empezó
a decir cosas que me hacían sentir mejor, que achi-
caban esa sensación horrible que me invadía de haber
decepcionado a todo el mundo.
La cosa es que ahí estaba yo acompañada por la tía,
sintiéndome menos peor y menos empapada, cuando

62
a lo lejos vislumbré contra la pared de enfrente otra
abeja o avispa pero esta vez del tamaño de mi brazo.
Era una avispa gigante y hermosa que entendía y ha-
blaba.
La abeja-avispa-hermosa-del-tamaño-de-mi-bra-
zo-que-entendía-y-hablaba miró hacia mis piernas y
gritó. Pensé que se había asustado al ver a la abeja-bi-
cho que yacía cerca de mi pie y entonces no dudé en
aplastar esa cosa minúscula que apenas se movía. Pero
inmediatamente el grito se convirtió en la fuerza del
agua que me salía minutos antes, y la mujer-avispa
empezó a sacudirse y estremecerse de dolor hasta al-
canzar la muerte.
Aplasté a la abeja bicho para terminar con el mie-
do de la abeja humanizada. Qué error más grande.
Un grito de miedo es siempre mejor que el irreversi-
ble alarido del dolor.

El resorte del fondo

Después de la pérdida de la casa, mamá dijo que papá


tuvo un periodo de reflexión que le duró, según sus
propias palabras, “lo que un pedo en un canasto”.
Unos meses más tarde volvió a no volver a casa, a lla-
mar por teléfono borracho algunos días después y a
llevarnos de excursión, cuando nos pasaba a buscar
por el colegio, a los casinos de las ciudades aledañas
porque al de nuestra ciudad no podía entrar más.

63
Pasó algo que no había pasado aparentemente has-
ta ese entonces. Mamá nos explicó que fue un antes y
un después y que a veces las personas grandes se equi-
vocan tanto que no les queda otro remedio que hacer
algo muy diferente para arreglar las cosas y que papá
había tocado fondo y cuando no se puede caer más
bajo no queda otra opción que subir y que ahora a
papá había que acercarle una escalera. Yo le pregunté
si eso significaba que se iba a morir por haber hecho
tantas cosas malas y Flora me contestó que papá no
era malo y que me callara la boca. Mamá dijo que
todas las personas hacíamos cosas malas a veces pero
eso no significaba que fuéramos malas personas y que
ahora papá iba a tener que hacer un tratamiento para
su adicción al juego.
No podía manejar más plata y eso hacía que se eno-
jara mucho. Le daban cinco pesos para gastar por día
para que se comprara sus cigarrillos, algo en el kiosco
y que se tomara algún taxi si lo necesitaba. Gritaba
“a mí no me traten como a un nene porque no soy
ningún pendejo”. También para descargar la bronca
lo mandaban a hacer ejercicio y andaba en bici, pero
la bici sólo la usaba disfrazado de deportista y no para
ir a los lugares porque él no iba a dejar que lo vieran
como un muerto de hambre en bici de acá para allá,
así que prefería ir a los lugares caminando.
Un día Flora le dio a mamá un piloncito de billetes
de lotería que había estado juntando desde hacía unas
semanas de los bolsillos de los pantalones de papá. Se
armó un escándalo y tuvieron una reunión con la psi-

64
cóloga por eso. Quedaron en que si él quería comprar
con la poca plata que tenía algún billete por semana se
lo podíamos permitir, pero eso y nada más.

La caída de la carne

Nadie. Ninguna se imaginaba ni por casualidad que


cada cena, cada café, cada almuerzo con mi padre por
el resto de su vida iba a ser visitado por este discurso
que jamás se cansaría de repetir:
Primero empezaba pensante y con la mirada hacia
el horizonte, se llevaba la mano al mentón con actitud
filosófica y decía alguna frase como “son esas cosas de
la vida”, respiraba, y decía: “me tomé un colectivo,
cosa que nunca”, hacía otra pausa a modo de puntos
suspensivos hasta que nombraba a sus interlocutores
divinos: “había dos borrachos uno más mamado que el
otro. La cosa es que no se podían ni parar pero se que-
rían pasar un número. Uno le cantaba 1564945649 y
el otro repetía cualquier cosa. Por momentos parecía
que se iba acordar aunque sea del 15 pero no”. Ahí
hacía un gesto con la boca acompañado por un movi-
miento de cabeza reafirmando ese último no. Y seguía
“Y el otro volvía a repetirle a los gritos el número.
Tanto pero tanto que ya todos los que estábamos en
el colectivo nos lo habíamos aprendido de memoria”.
Ahí hacía otra pausa y arremetía subiendo la voz y con
tono tanguero “Entonces le empecé a decir que no era

65
tan difícil, que pensara que el 15 era la niña bonita,
que el 64 el llanto, la niña bonita llora, el 94 el ce-
menterio, la niña bonita llora en el cementerio, el 56
la caída, la niña bonita llora en el cementerio la caída
y el 49 la carne.” Subía las cejas y las dejaba levantadas
como subrayando su genialidad mientras repetía “La
niña bonita llora en el cementerio la caída de la carne,
¿entendés?, La niña bonita llora en el cementerio la
caída de la carne”. Y agregaba; “acordate de eso” le
dije, y mañana (con un tono paternal) te fijas en la
quiniela cuáles son los números.” Ahí mi papá hacía
silencio para que quien lo estuviera escuchando hicie-
ra su despliegue de envidia y admiración y proseguía
a contar, imitando, que entonces el borracho se había
puesto a balbucear y justo antes de golpearse la cabeza
contra la ventana le dijo: “vos sos un pueta, loco, pero
yo al número no me lo acuerdo y la poesía esa que in-
ventaste menos ¿15 cuánto?”. Volvía a su actitud tan-
guera y cerraba fantásticamente su anécdota diciendo
con tono de obviedad, como si no le hubiese quedado
otra opción; “Así que ni bien me bajé del colectivo fui
derecho a la quiniela” hacía una pausa espesa y termi-
naba: “Saqué la grande.”
De repente papá era rico, no millonario como me
explicó mi mamá. De repente papá era rico y toda
su vida, según decía, había sido un perfecto sinuo-
so camino hasta ese colectivo. Su adicción al juego
había sido un mal necesario para que tuvieran que
mandarlo a terapia, sacarle el auto, la plata y que él

66
pudiera estar ahí, en esa mismísima charla de esos dos
borrachos.
Lo que antes había podido ser considerado como
un defecto o un problema no era más que una her-
mosa jugarreta de la vida para acercarlo a su destino.

Al azar hay que descubrirlo

La casa grande empezó a llenarse de visitas y reunio-


nes sociales. Había muchos vinos en una bodega gi-
gante que habían comprado para poner en el estar.
Papá me explicó que algunos vinos de los que estaban
ahí valían más que un ojo de mi cara, yo le dije que
los órganos del cuerpo entonces eran una ganga y me
contestó que yo no lo entendía, que él me quería de-
cir que los vinos esos eran muy caros, para ocasiones
especiales que viven las personas especiales. Papá no
era muy sensible, no prestaba demasiada atención y
algunas veces le costaba distinguir cuando la gente
hablaba en tono sarcástico. Era como si lo envolvie-
ra una carcasa con su idea original, con su intención
primera y la interacción de las demás personas no pu-
diera traspasarla o siquiera intervenirla. Cuando una
palabra lograba llegar, era apenas como si rodeara su
cápsula entrando por detrás y papá la integraba como
si fuera idea de él. Entonces había que cortar su mo-
nólogo y decirle: “sí pa, te lo acabo de decir yo”, o
más sutilmente: “sí claro, como te estaba diciendo”,

67
entonces él retomaba su idea “original” y trataba de
explicarte de nuevo lo que él estaba tratando de decir,
que era exactamente lo mismo que una le venía di-
ciendo. Esto seguía hasta que todas las conversaciones
se tornaban en un cuento de la buena pipa, que, claro
está, es el juego que jugaría el diablo si el diablo exis-
tiese y quisiera jugar.
Había empezado a hablar mucho del azar, de en-
contrarlo y de descifrarlo. También conversaba mu-
cho acerca de encontrarlo en la naturaleza, de estar
atento a las contingencias, de poder trazar una línea
entre los emergentes de la vida cotidiana hasta lograr
dibujar una constelación de sucesos. Así como antes
habíamos pensado que mi papá era un muerto de
hambre, ahora era un ser luminoso y todas las perso-
nas lo escuchaban encantadas.
Nos fuimos a Disney y papá y mamá estaban tan
enamorados que a las pocas semanas de volver, se fue-
ron a Aruba para tener una segunda luna de miel. Se
fueron por una semana y nos dejaron con una familia
de amigos a los que conocíamos de chiquitas. No nos
dejaron solas porque el fin de semana anterior Flora
había llegado borracha a la casa, mamá la había des-
cubierto vomitando en el baño y dijo que no la iba
a premiar dejándonos la casa ya que su hija mayor,
quien se suponía iba a quedar a cargo, había demos-
trado que no sabía manejar su libertad. Fue la primera
vez que nos dejaban con alguien que no fuera la abue-
la ni la tía al irse de vacaciones, por eso cuando mamá
nos contó su hermosa noticia del viaje de enamorados

68
y la resolución de que nos quedáramos con Graciela
y Lucas hubo una sombra que pasó por su cara y por
nuestros ojos que nadie nunca se atrevió a nombrar.
Graciela y Lucas nos habían preparado especial-
mente el cuarto de su hijo Raúl que estaba estudiando
medicina en Córdoba. A nosotras nos daba gracia que
Lucas tuviera nombre de joven y le hubiese puesto a
su hijo nombre de viejo. Lucas se la pasaba trabajando
y Graciela en la casa, no sabíamos bien qué hacía, su-
poníamos que miraba novelas toda la mañana ya que
cuando volvíamos del colegio siempre era la misma
escena: Rosa preparando la comida y Graciela miran-
do novelas en la televisión pequeña que estaba ahí en
la cocina. Al principio no entendía por qué esa manía
de estar en la cocina teniendo una casa tan grande con
un televisor enorme en el living, pero la tercera noche
Lucas le dijo gritando que así como él tenía que traba-
jar todo el día en la concesionaria ella tenía su propia
tarea en casa que era supervisar a Rosita. Graciela le
hizo un comentario sobre lo bien que se vendían los
autos a la noche y él le dijo que se callara la boca y se
limitara a sus asuntos, que con Flora asumimos serían
la vigilancia y el control doméstico, y por doméstico:
Rosita.
Graciela, The Master of masks, como agregaba Flo-
ra en tono teatral cada vez que yo decía su nombre, al
cuarto día de nuestra estancia en su casa decidió que
extrañábamos la nuestra y que ella nos acompañaría
ahí. Como no tenía nada que hacer pero sí la necesi-
dad de sentirse útil decidió desempeñar su puesto de

69
vigilancia en una nueva sede con Carmen, que era la
señora que trabajaba en nuestra casa.
Cuando Graciela llamó a mamá para decirle que
desde ese momento llamara a nuestra casa en vez de a
la de ella, no le entusiasmó la noticia. Cuando habló
conmigo me preguntó incrédula si extrañábamos casa
y como tenía a Graciela al lado me limité a decirle
“no especialmente”. Supongo que como bien temía
mamá, Graciela se la pasó revisando toda la casa y ha-
ciéndonos preguntas acerca de la “fortuna que tenían
ahora” mis papás con un afán que daba la sensación
de que realmente creía que podía hacer algo para que
lo mismo le sucediera a ella. Llegó a anotar el número
con el que papá había ganado y se le escapó decir que
le iba a jugar. Esa señora sí que no entendía nada del
azar. Ni de la vida.

Amputaciones

Durante su viaje Flora hizo un collage de nosotros


cuatro cabalgando en un Mickey Mouse gigante con
fuegos artificiales en el fondo. Toda la familia estaba
sonriente con ropa de gala pero no nos puso, o no
se veían, las piernas. Cuando volvieron, papá le dijo
que qué hermoso el dibujo pero que ya estaba bas-
tante grande como para andar olvidándose partes del
cuerpo, Flora le contestó que no se había olvidado
de nada y que por si no sabía el arte era una forma

70
de representar el mundo, de expresar una visión par-
ticular, de cómo lo veía cada uno y cómo lo quería
transmitir, que no entendía nada, que gente como él
había despreciado el arte de Picasso, y otra vez más
fuerte y un poco angustiada, que él no entendía nada.
Papá le empezó a hacer burla y ni mamá ni yo dijimos
nada porque nos acordábamos, a diferencia de papá,
de cuando a Flora la mandaron a la psicóloga por ha-
berse dibujado sin cabeza junto a mí y a mi mamá con
los ojos cerrados cuando le pidieron que dibujara a su
familia. En ese momento no sabía nada de arte y se
defendió diciendo que mamá y yo éramos dormilonas
y que ella no tenía cabeza porque había intentado ha-
cerla y le salía fea. Pobre Flora.
Trajeron una nueva y flamante cámara filmadora.
Papá nos advirtió que no era un regalo para nosotras,
que primero la iba a usar él porque quería filmar unas
cosas que nunca alcanzó a especificar. Filmó la prime-
ra cena mientras abríamos los regalos que habían traí-
do y dijo: “quiero capturar su cara de sorpresa”. Una
vez que se nos había ido la cara de sorprendidas les pe-
dimos que nos contaran sobre el viaje, si habían visto
algo raro o si se habían cruzado algún famoso. Mamá
nos contestó que no, que no habían ido a Hollywood.
Después empezó a contar una anécdota pero papá le
dijo que la estaba contando mal, y le pasó la cámara
dándole a entender que lo filmara, que la contaba él.
Después durante la semana filmó una vez unos pajari-
tos y se olvidó de la existencia de la filmadora que fue
debidamente reapropiada por mí.

71
Los primeros meses me dediqué a hacer entrevistas.
Primero empecé con mi mamá, la senté en su cama y
le pregunté por qué me había puesto un nombre tan
ridículo. Mi mamá, que era muy buena para cortar
mis conversaciones pendencieras, me contestó sola-
mente “Bruna es un nombre hermoso” y se paró, me
hizo un mimo en la cabeza y se fue de la habitación.
Seguí haciéndoles entrevistas a Flora, a mi papá o de-
jando la cámara apoyada en algún lugar y filmando
conversaciones que me resultaban interesantes. Nos
reuníamos con mis cuatro mejores amigos y conver-
sábamos. Había veces en que a las conversaciones ha-
bía que darles un “empujoncito” para que se volvieran
más atrapantes. Por ejemplo si Guille contaba que ese
día casi lo pisaban mientras andaba en bici yo le pedía
que se imaginara si efectivamente lo pisaran, quién
preferiría que fuese: a) un borracho b) su mamá c) al-
guien que le gustara; o si Eugenia decía que el otro día
se había descompuesto yo le preguntaba qué prefería:
tener diarrea o vómitos; comer diarrea o vómitos; dia-
rrea o un sorete. Si alguien se negaba a contestar yo le
explicaba que era una situación límite, que tenía que
contestar sí o sí.
– Dale, ¿qué preferís que te pise un tren o un ca-
mión?
– ¿Diarrea o un sorete?
– Dale, si no te lo vas comer de verdad, es imagi-
narte nomás.

72
Eugenia me sacó la cámara de las manos, me apun-
tó con la lente y me dijo: “vamos a jugar a algo más
lindo, decime, qué animal serías si fueses un animal”.
Me miré los pies mugrientos y pensé en la casa
grande, en los libros y las brujas, en la “coherencia
y rectitud” de ese mundo despoblado donde cual-
quier señal por más estúpida que fuera podía cobrar
el sentido del más simple-comprensible-y explicable
cálculo matemático. Pensé de nuevo en mis pies, en
mi sombra humana en movimiento. Pensé en mi gato
prestado descansando en el sillón de mi amiga Pau-
la y devorando un pájaro con esas mismas garras y
dientes. Pensé en mis pies mugrientos, en los muebles
antiguos de la abuela, en mis miles de manos y extre-
midades huyendo de mi sombra, en la jaula, en el pá-
jaro, muerto. Pensé en cuando hace frío y me quedo
quieta para que me acaricien el pelo, que se expande
como una enredadera, tan quieta como puede estar
alguien que en algún momento va a saltar, abriendo
sus manos, como un gato.
Mientras yo intentaba una versión criolla y adoles-
cente de Reality Bites, Flora estaba tomando clases de
pintura. Tenía un par de lienzos pintados y varios di-
bujos. Le propuse que organizáramos una exposición
en casa. Podíamos sacar los cuadros del living y poner
los de ella con el papelito pegado a la derecha con
el título y la técnica de la obra. Me dijo que la serie
podía llamarse “Amputaciones” y yo le dije que podía
escribirle una crítica de la muestra, que podíamos im-
primir y hacer un tríptico y cuando la gente viniera a

73
casa yo podía filmar el evento, los cuadros y las expre-
siones de las personas al mirarlos. Era pura potencia.
Le pedí que me mostrara las pinturas que no había
visto. Resultaron ser tres: “viaje al cosmos” que con-
sistía en una chica con los brazos cortados y dos in-
jertos de alas volando por el espacio exterior; “Felices
Pascuas” una chica disfrazada de conejo siendo comi-
da por dulces ratas; y “El banquete” que consistía en
una cena de tres mujeres (una de ellas más vieja que
las otras dos) y un señor decapitado cuyo cuerpo acé-
falo estaba en actitud de prepararse para comer frente
a una mesa llena de exquisiteces y en el centro como
plato principal: la cabeza cercenada del comensal con
una manzana en la boca.
Cuando me mostró la última pintura, me empe-
cé a reír y le dije: “qué lindo lo hiciste a papá”, me
contestó: “sos una pelotuda, no te dejo escribir nada,
no se te puede mostrar nada”. Y ahí se suspendió la
muestra.

Perra Cachonda

Con el enojo de Flora me había quedado sin proyecto


personal. Pasábamos las tardes en la casa de Guille ju-
gando a la Play, viendo porno y comiendo golosinas.
Algunas tardes veíamos películas de terror o clásicos.
Guille quería estudiar cine cuando termináramos la
secundaria y se nos había ocurrido filmar unos cortos

74
con la cámara para que pudiera practicar. Filmamos
cuatro.
Pablo quiso hacer una versión de Drácula, yo me
encargué de maquillar como vampiro a Guille y fil-
mamos la producción. El making off duró como me-
dia hora. La idea era que Eugenia le llevara pedazos de
carne a Drácula para evitar que la mordiera. El corto
era solo esa escena que duraba dos minutos y el ma-
king off media hora pero ya no lo podíamos borrar. El
corto se llamó Draculea.
Yo dirigí una versión de la cenicienta, me pare-
cía que estaba bueno para hacer efectos especiales.
Eugenia actuaba de cenicienta y se había puesto un
camisón medio harapiento, Pablo actuaba de “hado
madrino” y le había elegido unas orejitas de conejo
para la ocasión. En un momento el hado madrino le
concedía a la cenicienta verse como una princesa, la
tocaba con una varita. Poníamos stop. Eugenia se po-
nía un vestido plateado y unas gafas, le poníamos un
monopatín al lado. Poníamos Rec. Voilá: un efecto
especial.
Después quisimos hacer una versión de la serie
Dark Angel, yo hacía de Max, la chica supersoldada
modificada genéticamente que saltaba por los techos
como un gato. Otra vez aprovechamos para hacer los
efectos especiales: me subía a la terraza amagando con
saltar. Stop. Bajaba de la terraza, me subía a una ven-
tana que estaba a solo dos metros del piso. Rec. Ate-
rrizaje de gato.

75
El último que filmamos se llamó Perra Cachon-
da, lo dirigía Guille, se trataba de una pareja de clase
alta, artistas medio snob que tenían una mucama que
venía a ser yo: Perra Cachonda. Perra Cachonda era
un personaje muy sexy y en la presentación del corto
aparecía tirada en el sillón chupando un choclo de
plástico. Guille hacía del marido y Eugenia de la espo-
sa. Sólo había dos escenas además de la presentación.
En la primera Perra Cachonda les servía la cena, la
esposa fumaba marihuana y quedaba muy volada, yo
me metía por debajo de la mesa sin que me vieran,
me agachaba frente a Guille, Pablo en ese momento
me filmaba solo a mí y después filmaba por arriba de
la mesa que se veía a Eugenia muy drogada miran-
do para cualquier lado y a Guille estremeciéndose de
placer. Después ellos se iban a dormir y yo buscaba al
marido en su pieza y me lo llevaba hasta el baño.
Me gustaba mucho cómo habían quedado los cor-
tos, los cuatro coincidíamos en que se veían bastante
profesionales. Estaba muy orgullosa así que a la no-
che después de la cena le mostré el de Cenicienta y el
de Dark Angel a mamá, ella solía entusiasmarse y me
festejaba mucho las producciones artísticas. Los dos
le encantaron.

76
Cuentas pendientes

Era domingo y no podía levantarme de la cama. Ha-


bía abierto los ojos pero mi cuerpo seguía inmóvil y
no me decidía entre hacer el esfuerzo de levantarme
o aprovechar la somnolencia para volver a conciliar el
sueño. Miré el techo y descubrí unas grietas que na-
cían en las molduras y se extendían hacia la pared en
dirección a mi cabeza. Empecé a abrir y cerrar los ojos
hasta mantenerlos entrecerrados y ver como las grietas
comenzaban a moverse y se extendían como redes que
chocaban contra mi cuerpo que estaba en contacto
con la pared y se desparramaban por él como venas
desquiciadas. Miré mi mano izquierda y vi un punto
negro brillando en mi puño. Lo apreté con la inten-
ción de sacarlo, pero a medida que lo apretaba en vez
de salirse se hacía más grande. Tanto que tuve que
empezar a descubrirlo corriendo la piel a los costados.
Era negro, brillaba. También era duro, una dureza
fina que hubiese hecho ruido si la chocaba con mis
uñas. Corrí la piel desesperadamente para terminar de
sacar la negrura que salía de mi cuerpo, y el punto de-
vino bicho. Garrapata. Sacudí bruscamente la mano.
La garrapata cayó panza arriba y antes de terminar de
caer le crecieron frenéticamente patas de araña. Qui-
se expulsarla inmediatamente de mi mano e hice un
movimiento tosco que la despidió. La sensación de
algo así como una descarga de energía me despertó
abruptamente, volví a mirar las grietas y agitada pensé
en lo vieja que de repente estaba la casa grande.

77
Decidí usar la cámara para seguir con la investi-
gación que se vio frustrada por la inesperada muerte
de la tía Claudia: la vida de la tía abuela Estela. Me
levanté de la cama con la expectativa de aprovechar el
día y la luz. Quería entrevistar a mamá en el patio, en
el mismo patio en el que me habían contado que la
Tía Estela había meado parada.
Fui hasta la cocina a prepararme una chocolatada
y la crucé a mamá que estaba preparando el almuerzo.
Lo primero que me dijo fue:
– Bruna te voy a matar, el papelón que me hiciste
pasar no tiene nombre.
– ¿Por? ¿Qué papelón? –le pregunté sorprendida.
– Los cortos esos, ayer le quise mostrar a Carmen
y casi me da un infarto. Puse Play y apareciste chu-
pando un choclo. ¿Sabés la vergüenza que me hiciste
pasar? Además a mi no me engañas, ustedes miran
porno en serio, sino de dónde lo copiaron.
Me había olvidado el cassette adentro de la video-
casetera.
– Ay no mamá, qué se yo. –Suspiré – De la ima-
ginación. –Le contesté avergonzada y me apresuré a
cambiar de tema.
Le conté mi propuesta de entrevistarla y me res-
pondió que le diera tiempo a terminar de cocinar,
cambiarse y arreglarse un poco para la filmación.
Cuando me estaba yendo de la cocina me preguntó
qué se me había dado por la tía Estela a lo que respon-
dí: “nada, me acordé” y seguí mi camino.

78
Preparé un mate y unas tostadas para poner en el
centro de la mesa del patio. Acomodé una silla lejos
de la mesa a la que le puse una pila de almohadones
rígidos y de libros para poder apoyar la cámara de
modo que nos enfocara a las dos y corrí una maceta
grande con un rosal chino para que apareciera de fon-
do entre nuestras figuras. Mamá se había puesto un
suéter calado y un chal fucsia que contrastaba con el
verde del pasto y combinaba con las flores del rosal.
Apreté el botón de Rec ni bien escuché sus pasos en
la cocina para capturar el momento en que llegaba y
se sentaba a la mesa. Cuando se estaba terminando de
acomodar en la silla me dijo:
– Bueno, y ¿qué vas a hacer con esto?
– ¿Quién va a hacer las preguntas? –Le contesté.
– Ya estoy filmando ma. –Le aclaré.
La luz le alumbraba su perfil izquierdo y sus manos
proyectaban una sombra en la mesa que me pareció
lindo enfocar. Saqué la cámara del trípode improvisa-
do y la sostuve encuadrando la sombra en movimien-
to de las manos de mamá. Le pedí que me contara
sobre la tía Estela y me comentó que era cuatro años
mayor que la abuela, que era muy alegre y simpática
pero que también era bastante rara, que fumaba como
una chimenea. Que nunca se había casado, que había
viajado mucho y que no había tenido hijos. Me contó
que cuando ella y la tía Claudia eran chicas les diver-
tía mucho que las cuidara la tía Estela. Le pregunté
por qué, y qué cosas hacían y me contestó que se dis-
frazaban, las dejaba acostarse tarde, escuchar música

79
muy fuerte, sobre todo de Elvis Presley porque era fa-
nática, y cuando bailaba le copiaba los movimientos.
Le pregunté específicamente por lo de mear parada,
si la tía Estela meaba parada. Mamá hizo un gesto
rarísimo que mezcló la risa con refunfuñar y me dijo
que no, que no entendía cómo se me había quedado
tan grabado lo de mear parada, que no era que la tía
Estela se la pasaba meando en el jardín, sino que una
vez, cuando mi tía Claudia tenía cuatro años le había
enseñado a hacer pis parada en el jardín de la casa
grande. Para el horror de la abuela, la tía Claudia lo
había intentado hacer en varias oportunidades. Cuan-
do la abuela se enteró de dónde había venido la idea se
había enojado mucho con su hermana y como mamá
ya casi tenía quince años y se podía encargar de algu-
nas cosas no la llamó más para que hiciera de niñera.
Me dijo también que la tía Estela viajaba mucho con
su amiga Chiquita, que le decían Chiquita porque era
muy alta y que se fueron a vivir juntas de grandes,
como a los sesenta años, porque Chiquita nunca se
había casado ni había tenido hijos, entonces estaba
bien, se hacían compañía. Le pregunté de qué se ha-
bía muerto y me dijo que ya estaba vieja, medio mal
de la cabeza con Alzheimer y que Chiquita la cuidaba
pero que también ya estaba vieja como para hacerse
cargo. Que cuando la tía Claudia venía al pueblo la
iba a ver, porque siempre había sido pegote de la tía
Estela. Le recordé que una vez me había contado que
la habían encontrado desnuda bailando en el jardín y
me dijo que sí pero que ahí estaba vieja ya, le estaba

80
agarrando el Alzheimer. Mamá se molestó porque, a
pesar de sus advertencias, la estaba filmando demasia-
do de cerca y aprovechó para terminar la entrevista.
Me tiré un rato en la cama mirando la grieta y pen-
sando en mis tías. Me ofuscó el hecho de que nadie
me hubiese contado más de una de las pocas personas
interesantes en la familia, y me enojé por desperdiciar
tanto tiempo de la entrevista con la anécdota de mear
parada que para colmo era algo que ya sabía.

El rey desnudo

Yo coqueteaba con la muerte cada noche. La sola idea


de levantarme temprano y ser partícipe de la misma
y tediosa rutina escolar hacía que la mayoría de las
noches pensara en la posibilidad de morirme por la
mañana. Había encontrado además una forma hí-
brida entre el suicidio y una muerte natural o acci-
dentada: me imaginaba boca arriba en un balsa muy
pequeña en el medio del océano, sin poder moverme,
sólo pudiendo elegir entre abrir mis ojos y mirar el
cielo o cerrarlos y escuchar el mar, conservaba mi piel
seca porque lograba detener cualquier movimiento de
mi cuerpo que se quedaba completamente pegado al
centro de la balsa, como si fuera una extensión de la
madera. La imagen estaba sólo compuesta por eso y
me parecía la salvación, la tranquilidad de la lejanía y
el vaivén de las olas sacado del contexto de la orilla.

81
Cuando la solapada inminencia de la muerte no
me bastaba, imaginaba el suicidio en cada una de sus
formas. La idea de tirarme de un edificio no me gusta-
ba, no quería que se me rompiera la cabeza y se despa-
rramaran mis tripas. Una muerte natural también me
seducía, una enfermedad que fuera apagándome de
a poco. Me imaginaba entera en el cajón, a mis ami-
gos llorando, a mis profesores desconcertados y a mis
vecinos. La fantasía acababa cuando inevitablemente
mamá entraba en acto. Veía su cara de desconcierto y
apacible desesperación al lado del cajón y de repen-
te todo el espacio del velorio desaparecía. La veía a
mamá en el living de la casa grande, ella estaba quie-
ta con los ojos vidriosos bien abiertos mientras cada
una de las paredes de la casa se derrumbaba. Enton-
ces mamá quedaba desierta entre los escombros y una
Flora de cinco años aparecía tirándole de la remera
pero mi madre no podía verla, no la miraba. Flora de
cinco seguía tirándole sus ropas hasta que se queda-
ba con un pedazo de remera atrapado en su pequeño
puño, ella miraba su mano y cuando volvía la mirada
hacia arriba veía como se desprendía el brazo de mi
madre que caía al piso y se rompía como si fuese una
cerámica. El cuerpo de mi madre cayendo y hacién-
dose polvo, polvo que se funde con los escombros de
la casa grande.
Papá volvió a pasar menos tiempo en casa, se iba
a la tardecita y volvía a la madrugada. Una de esas
noches estábamos comiendo una polenta con tuco
y queso que había preparado mamá mientras mirá-

82
bamos una comedia romántica en la tele que estaba
frente a la cama grande. Las tres no parábamos de
reírnos y en un momento Flora extasiada de alegría le
dijo a mamá que ésa era la polenta más rica que había
comido en su vida. Entonces se me escapó pensar que
me gustaba más sin papá, sin fútbol y sin platos rotos.
No lo dije. Decirlo hubiese sido tirar la polenta al piso
y yo no quería ser mi papá. Me prometí esperar a que
mi mamá estuviera triste de nuevo y entonces ahí le
iba a decir que mejor así, que para qué, por quién, no
valía la pena, no vale la pena, mamá.
Un sábado a la mañana papá me despertó para
ir a manejar, quise aniquilarlo por no dejarme dor-
mir pero él estaba entusiasmadísimo con las llaves en
la mano. Me pareció mejor aprovechar el inusitado
buen humor por lo que le dije que sí, me puse un
tapado y botas arriba del pijama y me subí rápida-
mente al auto. Él manejó hasta una zona despejada y
me cambió de lugar. Yo sabía manejar, pero sus cons-
tantes indicaciones me ponían nerviosa y eran total-
mente contraproducentes. Me decía: “mirá para acá,
mirá para allá, usá los espejos pero apretá despacio el
acelerador”, todo a la vez y todo gritando, todo tan
gritando y tan a la vez que se me apagó el motor con-
firmándole que no sabía manejar, que así no me iba a
poder prestar el auto, que tenía que estar más atenta.
Mi furia iba creciendo de manera inversamente pro-
porcional a mis ganas de manejar. Le dije que mane-
jara él, que me había sacado las ganas de aprender. Me
contestó en tono amenazante: “¿ah, sí?, ya vas a ver.

83
Que te enseñe Magoya”. Se sentó al volante y me llevó
a casa manejando a toda velocidad. Cuando llegamos
se puso a ver la tele y entrada la noche discutió con
mamá y se fue. Y una noche no volvió, una mañana
no volvió, a la merienda tampoco.
El aire de casa estaba frío y denso, yo me pregun-
taba dónde carajo estaría papá, pero no le quería pre-
guntar a mamá porque no quería obligarla a pronun-
ciar palabras que evidenciaran que se había casado
con un idiota como sólo una idiota podía hacerlo.
Estaba enojada y mamá me daba entre bronca y pena,
y me odiaba a mí misma por odiar a mamá y quererla
tanto. Flora sin embargo había sido tomada por un
disco rayado cuya única pista decía ¿dónde está papá?
Le pregunté en tono de afirmación si papá estaba ju-
gando de nuevo y por eso había desaparecido de casa.
Mamá nos llamó a las dos y nos contó que papá ha-
cía unas semanas había vuelto a jugar y que el jueves
anterior había perdido todo lo que había ganado en
aquél rapto de suerte. Que habían tenido una fuerte
discusión y que no sabía bien donde estaba en estos
momentos pero que no nos preocupáramos, que él
estaba acostumbrado a pasar por este tipo de situacio-
nes y que seguramente estaba bien.
De repente tenía la sensación de que nuestra vida
familiar había entrado en un loop interminable y aca-
baba de pasar la parte divertida. La sensación de deja
vú constante, si no molesta, era seguro perturbadora.
Ya no había escaleras alcanzables porque me daba la
sensación de que esta vez nosotras también estábamos

84
al nivel del suelo. Flora estaba furiosa, yo intentaba
comprender cómo era posible que alguien perdiera
tantas veces a un juego que no estaba obligado a jugar.
Me daba vergüenza la situación y a su vez vergüenza
de que me diera vergüenza, por lo que me costaba
enojarme o expresar algún tipo de reacción.
A veces daba la sensación de que mamá podía volar
sobre las cosas y verlas desde muy lejos. Podía enten-
der las relaciones y las personas con la lucidez que
permite el tener una visión panorámica de todo. Sin
embargo parecía que esa comprensión se escindía por
completo del mundo real, mamá podía entender lo
nocivo, definitivo y endémico de ciertas situaciones
y en vez de correrse, irse, salvarse, quedaba atrapada
como si de alguna manera esa visión iluminada la ob-
nubilara.
La aparición de problemas reales, concretos o al
menos palpables, en vez de acercarme la posibilidad
de la muerte, me la cercenaban. Sentía como si me
dijeran “esto es un problema real”, un problema que
no era del todo mío pero que dejaba en ridículo mis
ganas de hundirme en la cama, me obligaba a partici-
par del mundo, a salvar un poco a Flora, a mamá, tal
vez a papá, aunque de eso no estaba segura.

85
La familia

Una mañana cuando estábamos por ir a la escuela


papá llegó borracho a casa. A mí me pareció que lo
peor era que se hubiese aparecido en casa, a mi her-
mana le pareció que lo peor de todo no era que estu-
viera borracho sino encima de mal humor, y a mamá
no sé qué fue lo que le pareció peor, pero por suerte lo
que sí le pareció fue que mi papá se tenía que ir y ya.
Se pelearon como todas las veces que se peleaban.
Los gritos que sonaban podrían haber sido ecos que
se traspapelaban en el tiempo. Mientras esperaba que
se hiciera silencio, acostada sobre la alfombra de mi
cuarto, hacía un dibujo de un planeta con un extra-
terrestre arrastrando un astronauta muerto y vencido
con el banderín de conquista en la mano. No era muy
elaborado, unos trazos simples en un papel pequeño
de anotador.
Papá se fue y a los dos días llamó para decirnos que
nos quería mucho, que nosotras dos no teníamos la
culpa de nada y que él se iba a quedar un tiempo en
lo de un amigo porque a tu mamá no la puedo ni ver.
Unas semanas más tarde nos invitó a almorzar a
un restorán que se llamaba “La Familia”. Yo me había
pedido pollo a la naranja, Flora se había pedido ravio-
les de calabaza con crema y papá se había pedido roast
beef con huevo frito y puré. Cuando cada uno estaba
con su plato, ni bien el mozo se había alejado de la
mesa, papá nos dijo que se iba a vivir a la casa de una
amiga en Beltrán. Flora le preguntó qué amiga era y

86
él le dijo que nosotras no la conocíamos justamente
porque vivía en Beltrán.
– ¿Y dónde queda Beltrán?
– A dos horas en auto, bueno, si maneja Bruna a
doce horas aproximadamente.
Papá se estuvo riendo un rato de lo que él conside-
raba un chiste muy gracioso y no se le ocurrió mejor
idea que recordar aquella vez en que me había puesto
como loca porque él me quería enseñar a manejar.
– Sos dura como un adoquín y te ponés furiosa
cuando no te sale algo –Dijo todavía con un resto de
risa. – Te tenés que relajar porque si no nunca vas a
aprender.
Me pareció más sabio no contestarle nada. Mien-
tras Flora reía con complicidad, me quedé furiosa y
callada el resto del almuerzo. Me acordé de cuando la
pelotuda cara de rata de la directora me había cruzado
en el pasillo y mandado a lavar la cara al baño porque
tenía delineados los ojos. Obviamente le contesté que
no, qué con qué criterio ella podía estar con los ojos
pintados y yo no, y que me imaginaba que ya que
ella disfrutaba tanto de maquillarse, estaría al tanto de
que el delineador y el rimmel con agua no salían. Ese
día volví con una nota en el cuaderno de comunica-
ciones y mi mamá me dijo que tenía que ser más viva,
tenía que elegir qué batallas dar y que no me conve-
nía pelearme con la directora. Que la próxima vez le
dijera que sí y no me lo sacara o que si me perseguía
hasta el baño que me lo sacara (si te queda corrido es
su problema) y en todo caso al otro día me volvía a

87
pintar si era tan importante para mí. En ese momento
papá agregó que si no también le podía decir que era
un tatuaje y mamá me dijo: “no, eso no sería estraté-
gico, sería provocador”.
Pensé que si papá ya no vivía con nosotras había
algunas cosas que ya no había que intentar cambiarle,
que esa era una batalla que no había que dar. A cambio
decidí dedicarle un insulto mental por minuto hasta
que llegara la cuenta y nos fuéramos de ese restorán
infernal: viejo de mierda- muerto de hambre- pelotu-
do- máquina de repetir idioteces- aburrido- cagador-
viejo de mierda- bueno para nada- inquerible- viejo
de mierda- viejo de mierda- andate a la mierda viejo
de mierda. Valía repetir.

Efecto liana

Toda la vida social que había cobrado la casa grande


después del “golpe de suerte” se había ido paulatina-
mente apagando y cuando se blanqueó la separación
oficial se terminó de extinguir. La chupa sirios chupa
sangre de Mónica había dejado subrepticiamente de
llamar o invitar a mamá, y cuando mamá la invitaba
a tomar un café o hacer algo siempre estaba con dolor
de cabeza o muy ocupada. Después de semanas de
compañía adulta nula, mamá tuvo que recauchutar
un equipo de nuevas amigas divorciadas. Gracias al
cielo y al divorcio estas parias eran bastante más en-

88
tretenidas que Mónica y sus secuaces. Yo sentía con
alegría que la rueda empezaba a girar y mi ansiedad
por retroceder el tiempo cada vez tenía menos senti-
do, todo había quedado tan lejos que revivirlo sería
infinitamente aburrido. Tenía ganas nuevas, de que
todo pasara rápido, terminar el colegio, viajar, escribir
mis propias postales.
Volví a mirar la entrevista que le había hecho a
mamá sobre la tía Estela, saqué las fotos y las cartas
robadas de su escondite secreto, que consistía en una
caja en el fondo del placard, y me puse a mirarla. La
tía Estela no se parecía en nada a la imagen que me
había hecho de ella con el relato de mamá. Releí la
carta y descubrí que había muchas cosas que evidente-
mente mamá, y en su momento la abuela, me habían
ocultado. Pensé que la tía Claudia debía haber sido la
única en querer a la tía Estela. Por primera vez odié a
mi abuela después de muerta, también a mamá. Odié
su desprecio por la tía Chiquita. La única Santa era la
tía Claudia, pensé ¿y si algún día me enteraba de algo
horrible de ella? Deseé con todas mis fuerzas que no,
y rápidamente volví a leer la carta que me parecía ro-
mántica y hermosa para sacarme esa idea de la cabeza.
La tranquilidad en la que se había sumido la casa
grande, contra toda interpretación lógica, hizo volar
los días. Las semanas y los meses pasaron más rápido
que de costumbre, sobre todo en Beltrán. Papá nos
contó la primicia de que íbamos a tener un herma-
nito y yo se la trasmití a mamá porque Flora había
dicho que ella no lo podía ni pronunciar. De hecho,

89
estaba indignada con mi forma de reaccionar, o falta
de reacción. A ella le había dado un ataque de llanto
desesperado y a mí se me había escapado una risa por-
que su llanto me parecía desmedido. Se enojó y me
preguntó a los gritos si era retardada, si no entendía
lo grave de la situación. Yo no estaba segura de por
qué me reía, pensé que de los nervios pero también
porque me parecía que estábamos mejor así, y que la
familia nueva iba a generar una distancia prudencial
con papá, que no estaba segura si podíamos mantener
de otra manera.
Me imaginé a la nueva novia de papá como una
granjera texana, con una panza enorme y un yuyo en
la boca. Me dio lástima verla toda embarazada miran-
do la nada desde la verja de su casa en el medio del
campo esperando y esperando mientras el viento le
despejaba la cara. Deseé que no fuera muy estúpida
pero tampoco me cayera demasiado bien así no me
daba pena que estuviera con alguien como papá.
A los cuatro meses nació José, el niño más “pre-
maturo” de la historia. Tuve ganas de que pasaran los
años pronto para que junto con mamá y Flora pudié-
ramos hacer el chiste de “qué rápido pasa el tiempo
en Beltrán”.

90
Adiós gota adiós

Mamá estaba redecorando la casa grande, me había


dicho que ella estaba segura de que todas las cosas
estaban unidas entre sí por una especie de poder in-
mortal, y que si una cambiaba algo, por más mínimo
que fuera, lo demás en el universo se tenía que mover
aunque sea un poco para volver a encontrar su lugar.
Me pidió que le ayudara a correr los sillones y trajo
un muestrario de la pinturería para que eligiéramos un
color para una de las paredes. Le preguntó a Flora, que
había dejado hacía dos años sus clases de pintura pero
había seguido “explorando por su cuenta”, si no quería
hacer un cuadro que combinara con el nuevo color de
la pared, algo alegre, nada de ratas ni brazos cortados
por favor. Flora le contestó en tono de burla que iba
a tratar pero que no sabía si le iba a salir algo “alegre”.
Las dos nos comprometimos a ayudar a pintar después
del colegio al día siguiente, así que a la salida no hubo
grandes peleas por quién se quedaba con el auto que
muy culposamente nos había dejado papá.
Cuando llegamos a casa abrí la puerta y grité de
buen humor: “¡Mamá, llegó el ejército anti grieta!”,
Flora me contestó que yo era el soldado raso, quise
contestarle algo ingenioso y gracioso pero no se me
ocurría nada hasta que se pasó el tiempo de tolerancia
en que se puede responder a un chiste sin pasar a otra
cosa, así que seguí caminando atrás de Flora con la
sensación de tener unas palabras al borde de la boca.
Era una sensación ficticia, no tenía nada para decir.

91
Escuché que Flora gritó, yo la miré y vi a mamá
tirada en el piso. No respiraba, no se movía. Flora
la agitaba llorando, le gritaba y me gritaba que hi-
ciera algo. Yo también estaba quieta, al borde de la
pieza, inmóvil, muda, la oscuridad subía por mi pelo,
tiñendo cada hebra, marchando hacia arriba como un
enjambre de hormigas negras. Mamá desprendiéndo-
se del suelo, subiendo por las tiras que se arrastran.
Una marea de sombras rompiendo sus olas en mi ca-
beza, salpicándome en lo salvaje de su movimiento.
Dibujando lunares en mi cara con su tinta indeleble.
Una corriente de río oscuro subiendo a chorros por
los diminutos canales que se abren, ganando terreno,
cubriendo de lleno con prolijidad los pelos de la nuca.
Envolviendo la totalidad de mi cuero cabelludo como
si fuera brea.
Llega a las raíces.
Abre los poros como túneles.
Llena mi cabeza de oscuridad.
La oscuridad de vacío.
Vino Flora a sacudirme y rompí en llanto y fui a
sacudir a mamá con la esperanza de que estuviera dor-
mida, de que se despertara, con la esperanza de que yo
estuviera dormida, de que me despertara, pero Flora
ya estaba llamando por teléfono a urgencias médicas
o a algún lugar al que yo jamás podría haber llegado
a llamar. Vinieron dos personas que sacaron el cuer-
po por la puerta de entrada que cerré sin mirar hacia
afuera.

92
Morirse es dejar de morirse. Mamá tenía esa bola
minúscula y gigante probablemente desde hacía años,
quizás desde que había nacido.
Entonces, todas vamos muriendo de a poco. To-
das las personas vamos muriendo desde que nacemos,
pero algunas más que otras.
Mamá más que la tía Claudia y que la abuela:
Mamá también podría haber muerto en un acci-
dente, pero si ninguna contingencia la mataba, ahí
estaba esa bolita haciendo tic tac, contando para atrás.
Kabúm.
La abuela más que la tía Claudia:
Si a la tía Claudia no la hubiese pisado un auto, la
abuela hubiese quedado huérfana de hija apenas unos
años más tarde con la muerte de mamá. La abuela
estaba destinada a morirse de tristeza.
Ser grande es hacerse cargo de un cuerpo que no
es tuyo. Es no permitir que un cuerpo se pudra en
público.
Me encerré en el lavadero a llorar de la bronca que
me daba tener que hacer trámites antes que poder
sentir tristeza. Cuando me recuperé le recordé a Flora
que en la heladera aún estaba el sticker de la funera-
ria y le pregunté enojada y con tono de indignación
qué clase de persona sería dueña de un negocio así,
Flora me dijo que teníamos que llamar y preguntó
casi al aire “¿quién llama?” entonces largué un llan-
to descontrolado y ella haciéndose la adulta me dijo
que se encargaba, le dije más calmada que no, que yo
podía llamar. Agarré el teléfono, marqué los números

93
haciendo un gran esfuerzo por identificarlos entre mi
vista nublada y antes de marcar el último estallé en
llanto otra vez. Flora me abrazó un rato largo has-
ta que nos calmamos y volví a intentar comunicar-
me pero esta vez ni bien levanté el teléfono el llanto
descontrolado se me volvió a salir como si una ola
estallara dentro de mi cabeza y se escapara por todos
mis agujeros. Flora llorando calma me dijo “dejame a
mí” y le contesté que no, que yo podía, pero cuando
a la tercera vez hice lo mismo su compasión se trans-
formó en furia y me dijo que era una tarada, que no
podíamos estar toda la tarde y que no hiciera todo un
circo haciéndome la que quería llamar para hacernos
perder el tiempo, que era una pelotuda, inservible,
dejame a mí.

Morirse es un lujo

Después de colgar el teléfono nos sentamos en la mesa


de la cocina con las anotaciones que había hecho Flo-
ra. Cremar era caro, el cajón era caro, el servicio de
funeral era caro, el cementerio era caro e infinito. Nos
pasaron también los precios del servicio de cosmeto-
logía que supuestamente servía para una mejor elabo-
ración del duelo, tanatoestética, tanatopráxia y em-
balsamamiento, que Flora anotó y una vez sentadas
cuando llegó a esa parte de la lista me dijo con sem-
blante serio: “Se podrían hacer un montón de chistes

94
con esto”, le contesté que sí y sonreí un poco mientras
me imaginaba que ella me proponía embalsamarla,
ponerla contra la ventana y hacerles creer a los veci-
nos que no se había muerto y yo le decía que mejor
podíamos pedir que la pintaran como David Bowie.
Me estaba preguntando qué pasaría si efectivamente
alguien le hacía un pedido similar a la funeraria cuan-
do Flora me llamó la atención para que resolviéramos
algo. Le propuse que primero pensáramos en la op-
ción que nos parecía mejor sin tener en cuenta la plata
y que después viéramos si era posible.
Nos quedamos calladas un rato. Yo tenía la cabeza
apoyada en la mesa, de vez en cuando la gravedad
hacía que mis ojos se vaciaran y veía las manos de
Flora tapándose la cara. En un momento las despegó
parcialmente de su piel para refregarse los ojos y me
dio la sensación de que se había acabado el recreo de
llorar, entonces me precipite a proponer que podía-
mos hacer al revés, decir lo último que queríamos, en-
tonces agregué: “yo por ejemplo lo último que quiero
es embalsamarla” pero Flora se salió del chiste y me
contestó que lo último que quería era cremarla.
Su sentencia me hizo estallar en llanto y gritarle
que lo último que quería yo era pasar el resto de mi
vida en un cementerio. Flora odiosa Flora inmunda
me querés atar a una tumba.
– Y vos querés quitarme la posibilidad de tener un
lugar a donde visitarla –me dijo. Me parecía tan es-
túpida por no darse cuenta, no entendía cómo hacía
para no darse cuenta.

95
— Yo no te quité esa posibilidad.
Nos quedamos en silencio un rato y le dije ilusionada:
— Flora si la cremamos podemos tirar las cenizas
al mar, mamá quería irse a vivir a un lugar con mar
cuando fuese vieja. Es un poco más parecido a lo que
ella quería.
Flora se quedó callada pero no me dijo que no. Se
me habían gastado las ganas de llorar así que agarré
el teléfono y llamé para averiguar por la opción de
cremarla, me respondieron que tenía que haber dos
testigos. Cuando les dijimos que no teníamos a nadie,
nos dieron la opción de proveernos las personas que
atestiguaran por una suma nada módica. Eso, o judi-
cializar el caso, agregaron al final. Les pregunté qué
significaba judicializarlo y me respondieron que sig-
nificaba que interviniera la policía o un juez. Sin pre-
guntar nada más les dije que los llamaba más tarde.
Judicializar el caso no era una opción, enterrarla
tampoco. Le di tantos argumentos a Flora que creo que
terminó aceptándolo sólo por oler la desesperación que
me despertaba la idea de plantar una tumba más.
Resolvimos pedirle a Carmen que nos ayudara
rompiendo por primera vez nuestro silencio sepulcral
con los otros.
La tristeza no puede ser vacío, pensé. Me recosté de
nuevo sobre mi mano izquierda y escribí que cuando
alguien se muere te dan el pésame y que entonces una
se hunde más y siente que los pies escarban la tierra y si
se está en una pileta, una cae y cae hasta tocar el fondo,
si tiene suerte la cabeza rebota y el agua acaricia la cara,

96
pero si se está en la tierra moverse cuesta y hay que
arrastrar los pies. La cabeza gacha se vuelve un yunque
que convierte a la tierra en arena movediza y entierra
el resto del cuerpo hasta que no se ven los pies, hasta
que los ojos se llenan de arena, hasta que finamente se
forma un pozo que irónicamente es el vacío.
Ni bien Carmen se enteró de la muerte vino co-
rriendo para casa. Se acercó al cuarto de mamá y cuan-
do vio el cuerpo dijo en una exclamación entre gritada
y suspirada: “¡La señora!” se sentó en la cama y mien-
tras le acariciaba el pelo le contamos cómo la habíamos
encontrado y que el médico nos había dicho que pro-
bablemente había sido un aneurisma y que ya no valía
la pena ni investigar. Por suerte Carmen, que era una
persona muy sensata, dejó las preguntas mortuorias
para comenzar a preguntarnos las cosas administrativas
que le habíamos adelantado por teléfono. Nos dijo que
había estado pensando en que sería mejor pedirle a la
señora Graciela. Le parecía mejor porque ella era amiga
de mamá y Carmen no sabía si la iban a dejar salir de
testigo a ella y a su hermana, que era quien habíamos
pensado como opción para que la acompañase. Car-
men nos dijo que ella no era buena haciendo trámites
y que si había que firmar algo por ahí era mejor que lo
hiciera alguien que entendiera más.
Enojada le contesté que qué carajo le hacía pen-
sar que la descerebrada de Graciela podía entender
más que ella. Y Flora más tranquila agregó que no
teníamos ganas de ver a Graciela ni a nadie que nos
cayera mal, que ella sólo tendría que firmar un papel

97
que dijera que vio cómo metían el cajón que contenía
el cuerpo de mamá en el horno de las cremaciones.
Nada más.
Le dije a Flora y a Carmen: “es más, yo creo que
a Graciela deberíamos decirle Yiya: Yiya Aponte de
Murano. Si no hubiese estado desaparecida este últi-
mo tiempo hasta podría pensar que le puso veneno en
el mate a mamá.” Carmen me contestó que no sabía
si hubiese sido capaz de envenenar a mamá, pero que
de cara era innegable que se parecía.
Lo demás fue fácil, llamamos, vinieron a buscar el
cuerpo, fuimos todas a la funeraria, sacamos la plata
de un cajero del centro con la misma contraseña que
mamá usaba para cada tarjeta o clave que tuviera que
inventar: 2512, navidad. Pagamos el servicio, a los
diez minutos llegó Lía, la hermana mayor de Carmen,
firmaron unos papeles, y volvimos a casa, esta vez sólo
Flora y yo.

Sube la marea

Flora me preguntó si estaba segura de que no le avisá-


ramos a papá. Le dije:
– Basta Flora, no le vamos a regalar esta muerte a
nadie, esto es entre vos y yo.
– Pero podemos pasar a buscar a papá, nos queda
casi de paso.
– Papá que se busque solo. –Le contesté.

98
“Tengo a mi madre en mi mano, no a mi mamá”
pensé. Mamá, mamá, mamá. Por momentos mi cere-
bro se trababa con esa palabra, como si tuviera miedo
de olvidarme cómo pronunciarla, no pronunciarla
más, mamá, mamá, vení. Las palabras no alcanzan
para pedir. Las palabras no alcanzan para dar. Ya no
podía preguntarle más nada, ninguna receta, su ver-
dadera historia de la tía Estela, ningún secreto, no
más consejos. Ya no podría adivinar lo que pensaba
leyendo su cara. Ya no podría pedirle explicaciones ni
reclamarle nada. Nada. Cada vez, si bien faltaban mu-
chos, faltaban menos años para que alcanzara la edad
de la tía Claudia ¿qué iba a ser de mí cuando pasara la
edad de mamá? Voy a ser más grande que ella. Esto no
termina acá, pensé, ahí va a ser la soledad.
No quedaba nada por hacer, sólo manejar, estar en
el auto hasta llegar.
Había mucho viento y Flora quiso estar al volan-
te primera; cedí. Me propuse ser una buena copilota,
puse “Space oddity” de fondo, sabía que Flora pre-
fería no hablarme y yo sentía lo mismo. Cuando se
terminó la música le dije:
– Maneja durante un disco cada una, ahora me
toca a mí, voy a poner el de los Ramones.
– El de los Ramones tiene como cuarenta cancio-
nes, me re cagás –Me dijo malhumorada.
– Sí, cuarenta canciones pero duran medio minuto
cada una.
– Pero yo al de Bowie no lo elegí.

99
– Qué pesada nena, elegite el próximo vos. –Le
contesté y ella balbuceó algo que no llegué a entender
porque había subido el volumen de la música. Enton-
ces le grité:
– Qué peleás al pedo, se te acaba de morir tu mamá.
– A vos también pelotuda.
– No, la mía se fue a Hawai. –Le respondí, pero
Flora no se rió, entonces yo tampoco y fue casi lo
único que hablamos hasta llegar.
Iba con la cabeza apoyada en el vidrio, miraba el ca-
mino, mis ojos estaban acostumbrados a sus desiertos.
Mientras sonaba “Howling at the moon” me pregun-
té si le habrían gustado los Ramones a la tía Claudia, a
mamá le gustaban algunas canciones. Me las imaginé de
mi edad, tomando cerveza en el jardín de la casa grande
y bailando la canción, haciendo los gestos de aullarle a la
luna. Riéndose fuera de tiempo. En la mesita de hierro
las miraban la tía Estela y la abuela, ellas también se reían
jóvenes. La tía Claudia les hacía señas para que se acerca-
sen, para que se unieran a la fiesta.
– Este es el viaje de la muerte. –Me interrumpió Flora.
– El viaje de la muerte Literal. –Le contesté.
Anduvimos sin charlar unas horas más hasta que
llegamos. La playa estaba desierta y tranquila, corría
un viento fresco que traía oleadas de olor a mar que
se metían sin pedir permiso por todos los rincones de
mi cuerpo. La marea estaba baja por lo que decidimos
esperar a que subiera. Le propuse a Flora que mo-
viéramos la arena de lugar, le conté lo que me había
dicho mamá de las cosas y el universo, y lo que había-

100
mos hecho con los muebles. Ninguna reflexionó en
voz alta al respecto pero estaba segura de que las dos
habíamos pensado en lo mal que le había resultado
ese cambio a mamá. Imagino que Flora decidió que
había que agitar unas cuantas cosas de nuevo para que
encontraran su lugar porque dejó apoyada la urna en
un sector alejado de nosotras, volvió hacia mí y em-
pezó a patear la arena que se mezclaba rápidamente
con el viento y me golpeaba la cara. Empecé a correr
haciendo el esfuerzo de clavar mis pies en la arena e
ir dejando agujeros a medida que la arena salía dispa-
rada. Dejé de correr maniáticamente por un segundo
para mirar si ya estaba subiendo la marea y la vi a
Flora arrodillada llorando, intentando desenterrar la
arena. El mar ya casi nos había alcanzado. El viento
era largo y la marea subía. La marea subía y nuestros
pies se mojaban. Los pies se mojaban y Flora seguía de
rodillas, empapada. Me fui a mojar con ella. Cuando
metía la cabeza en el agua helada era como si se con-
gelara el tiempo.
Flora estaba empantanada en el agua helada. Yo em-
pecé a correr para secarme al sol y rodeé la urna. Le grité
que viniera para secarse y seguí corriendo dibujando un
círculo a mi paso. Flora me siguió y corrimos durante
unos minutos hasta que me caí hacia el centro del cír-
culo al costado de la urna. Flora se acercó a mí, agarró
el frasco y lo abrió. Le dije que parara, que el plan era
tirarlo al mar pero metió un dedo y me lo pasó por mi
cara mojada que alojó las cenizas. Horrorizada le pre-
gunté qué hacía y me dijo: “una pintura alegre, quedate

101
quieta Fauna” me terminó de pintar dos rayas como
india en la cara, le saqué la urna y la pinté yo. Paradas
y en silencio en el centro del círculo terminamos de
pintarnos líneas en los antebrazos, ramificaciones que
salían de las manos hasta nuestros abrigos arremanga-
dos. Volvimos a correr en círculos y logramos subirnos
al vértigo del trompo, de repente el mundo empezó a
girar: Las casas, las madres, las ideas, las calles, las comi-
das. Los nidos, los pájaros, los árboles. Las muertes, las
jaulas, las tumbas. Las postales, mis imágenes, las tías.
Un vaivén: las playas, las pruebas, las hermanas, las
amigas. Las esperas, los desconocidos, los poemas, los
dibujos, los horarios, las noches.
Y el mundo empezó a girar. Nosotras subidas al
vértigo del trompo intentamos descifrar si éramos
bailarinas o el mundo un samba.
Cansadas, nos quedamos esperando unos minutos
a que la marea nos alcanzara y una vez que el mar nos
enredó los pies y tapó el círculo, volqué la mitad de la
urna y Flora terminó de vaciarla. Nos lavamos la cara
y los brazos. Debajo de mi piel estaba la muerte. La
muerte no sentada. La muerte sin rincón. Detrás de
mis manos la sombra arremolinada.
La sombra es esa parte de mi sangre que espera
agazapada. Mi mano es esa parte del mundo que se
arrastra entre la tierra.

102
SOUNDTRACK CASINO CASA GRANDE

Quería vivir en otra casa, Santiago Motorizado


Where is my mind? Pixies
Don`t touch my tomatoes, Josephine Baker
Zapatos de preocupación, Manada
Rudy Can`t fail, The Clash
Little Susie, The Everly Brothers
Space Oddity, David Bowie
El Chocón, Manada
Howling at the Moon, Ramones
Hasta la raíz, Natalia Lafourcade
El frío, Manada
Moon river, Il Carlo
Más o menos bien, El mató a un policía motorizado
Les and Ray, Le Tigre
Tramontina, Oh Criatura
Aloha Oe, versión instrumental Lili`uokalani
No te castigues, Manada
Esta segunda edición de CASINO CASA GRANDE
se terminó de imprimir en el mes de abril 2019
en la ciudad de Buenos Aires.

Вам также может понравиться