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¡AL RINCÓN! ¡QUITA CALZÓN!

El liberal obispo de Arequipa, Chávez de la Rosa, a quien debe esa ciudad, entre otros
beneficios, la fundación de la casa de expósitos, tomó gran empeño en el progreso del
seminario, dándole un vasto y bien meditado plan de estudios, que aprobó el rey,
prohibiendo sólo que se enseñasen Derecho natural y de gentes.

Rara era la semana, por los años de 1796, en que su señoría ilustrísima no hiciese por lo
menos una visita al colegio, cuidando de que los catedráticos cumpliesen con su deber, de la
moralidad de los escolares y de los arreglos económicos.

Una mañana encontróse con que el maestro de latinidad no se había presentado en su aula, y
por consiguiente los muchachos, en plena holganza, andaban haciendo de las suyas.

El señor obispo se propuso remediar la falta, reemplazando por ese día al profesor titular.

Los alumnos habían descuidado por completo aprender la lección. Nebrija y el Epítome
habían sido olvidados.

Empezó el nuevo catedrático por declinar a uno musa, musoe. El muchacho se equivocó en
el acusativo del plural, y el señor Chávez le dijo:

—¡Al rincón! ¡quita calzón!

Y ya había más de una docena arrinconados, cuando le llegó su turno al más chiquitín y
travieso de la clase, uno de esos tipos que llamamos revejidos, porque a los sumos
representaba tener ocho años, cuando en realidad doblaba el número.

—Quid est oratio?— le interrogó el obispo.

El niño o conato de hombre alzó los ojos al techo (acción que involuntariamente practicamos
para recordar algo, como si las vigas del techo fueran un tónico para la memoria) y dejó
pasar cinco segundos sin responder. El obispo atribuyó el silencio a ignorancia, y lanzó el
inapelable fallo:

—¡Al rincón! ¡quita calzón!

El chicuelo obedeció, pero rezongando entre dientes algo que hubo de incomodar a su
ilustrísima.

—Ven acá, trastuelo, ahora me vas a decir qué es lo que murmuras.


—Yo, nada, señor... nada —y seguía el muchacho gimoteando y pronunciando a la vez
palabras entrecortadas.

Tomó a capricho el obispo saber lo que el escolar murmuraba, y tanto le hurgó que, al fin, le
dijo el niño:

—Lo que hablo entre dientes es que, si su señoría ilustrísima me permitiera, yo también le
haría una preguntita, y había de verse moro para contestármela de corrido.

Picóle la curiosidad al buen obispo, y, sonriéndose ligeramente, respondió:


—A ver, hijo, pregunta.
—Pues con venia de su señoría, y si no es atrevimiento, yo quisiera que me dijese cuántos
Dominus vobiscum tiene la misa.

El señor Chávez, sin darse de la acción, levantó los ojos.

—¡Ah! —murmuró el niño, pero no tan bajo que no le oyese el obispo—. También él mira al
techo.

La verdad es que a su señoría ilustrísima no se le había ocurrido hasta ese instante averiguar
cuántos Dominus vobiscum tiene la misa.

Encantóle, y esto era natural, la agudeza de aquel arrapiezo, que desde ese día le cortó, como
se dice, el ombligo.

Por supuesto que hubo amnistía general para los arrinconados.

El obispo se constituyó en padre y protector del niño, que era de una familia pobrísima de
bienes, si bien rica en virtudes, y le confirió una de las becas del seminario.

Cuando el señor Chávez de la Rosa, no queriendo transigir con abusos y fastidiado de luchar
sin fruto con su cabildo y hasta con las monjas, renunció en 1804 al obispado, llevó entre los
familiares que le acompañaron a España al cleriguito del Dominus vobiscum, como
cariñosamente llamaba a su protegido.

Andando los tiempos, aquel niño fue uno de los prohombres de la independencia, uno de los
más prestigiosos oradores en nuestras asambleas, escritor galano y robusto, habilísimo
político, y orgullo del clero peruano.

¿Su nombre?

¡Qué! ¿No le han adivinado ustedes?

En la bóveda de la catedral hay una tumba que guarda los restos del que fue Francisco Javier
de Luna-Pizarro, vigésimo arzobispo de Lima, nacido en Arequipa en Diciembre de 1780 y
muerto en Febrero de 1855.
“LA LLORONA DEL VIERNES SANTO”

Existía en Lima, hasta hace cincuenta años, una asociación de mujeres todas garabateadas de
arrugas y más pilongas que piojo de pobre, cuyo oficio era gimotear y echar lagrimones
como garbanzos. ¡Vaya una profesión perra y barrabasada! Lo particular es que toda socia
era vieja como el pecado, fea como un chisme y con pespuntes de bruja y rufiana. En España
dábanlas el nombre de plañidoras; pero en estos reinos del Perú se les bautizó con el de
doloridas o lloronas.

No bien fallecía prójimo que dejase hacienda con que pagar un decente funeral, cuando el
albacea y deudos se echaban por esas calles en busca de la llorona de más fama, la cual se
encargaba de contratar a las comadres que la habían de acompañar. El estipendio, según reza
un añejo centón que he consultado, era de cuatro pesos para la plañidera en jefe y dos para
cada subalterna. Y cuando los dolientes, echándola de rumbosos, añadían algunos realejos
sobre el precio de tarifa, entonces las doloridas estaban también obligadas a hacer algo de
extraordinario, y este algo era acompañar el llanto con patatuses, convulsiones epilépticas y
repelones. Ellas, en unión de los llamados pobres de hacha, que concurrían con un cirio en la
mano, esperaban a la puerta del templo la entrada y salida del cadáver para dar rienda suelta
a su aflicción de contrabando.

Dígase lo que se quiera en contra de ellas; pero lo que yo sostengo es que ganaban la plata en
conciencia. Habíalas tan adiestradas que no parece sino que llevaban dentro del cuerpo un
almacén de lágrimas; tanto eran éstas bien fingidas, merced al expediente de pasarse por los
ojos los dedos untados en zumo de ajos y cebollas. Con frecuencia, así habían conocido ellas
al difundo como al moro Muza, y mentían que era un contento exaltando entre ayes y
congojas las cualidades del muerto.

—¡Ay, ay! ¡Tan generoso y caritativo!—y el que iba en el cajón había sido usurero nada
menos.

—¡Ay, ay! ¡Tan valiente y animoso!—el infeliz había liado los bártulos por consecuencia del
mal de espanto que le ocasionaron los duendes y las penas.
—¡Ay, ay! ¡Tan honrado y buen cristiano!—y el difunto había sido, por sus picardías y por
lo encallecida que traía la conciencia, digno de morir en alto puesto, es decir, en la horca.

Y por este tono eran las jeremiadas.

No concluía aquí la misión de las lloronas. Quedaba aún el lobo por desollar; esto es, la
ceremonia de recibir el duelo en casa del difunto durante treinta noches. Enlutábanse con
cortinados negros la sala y cuadra, alumbrándolas con un fanal o guardabrisa cubierta por un
tul que escasamente dejaba adivinar la luz, o bien encendían una palomilla de aceite que
despedía algo como amago de claridad, pero que realmente no servía sino para hacer más
terrorífica la lobreguez. Desde las siete de la noche los amigos del finado entraban
silenciosos en la sala y tomaban asiento sin proferir palabra. Un duelo era en buen romance
una consagración de mudos.

La cuadra era el cuartel general de las faldas y de las pulgas. Las amigas imitaban a los
varones en no mover sus labios, lo cual, bien mirado, debía ser ruda penitencia para las hijas
de Eva. Sólo a las lloronas les era lícito sonarse con estrépito y lanzar de rato en rato un ¡ay
Jesús! o un suspiro cavernoso, que parecía queja del otro mundo.
Escenas ridículas acontecían en los duelos. Un travieso, por ejemplo, largaba media docena
de ratoncillos en la cuadra, y entonces se armaba una de gritos, carreras, chillidos y pataletas.

Por fortuna, con las campanadas de las ocho terminaba la recepción: aquí eran los apuros
entre las mujeres. Ninguna quería ser la primera en levantarse. Llamábase este acto romper el
chivato.
Sólo en el fallecimiento de los niños no tenían las lloronas misión que desempeñar. ¡Ya se
ve! ¡Angelitos al cielo!

Pero entre todas las plañideras había una que era la categoría, el non plus ultra del género, y
que sólo se dignaba asistir a entierro de virrey, de obispos o personajes muy encumbrados.
Distinguíase con el título de la llorona del Viernes Santo. El pueblo la llamaba con otro
nombre que, por no ruborizar a nuestras lectoras, dejamos en el fondo del tintero.

Así, se decía:—El entierro de don Fulano ha estado de lo bueno lo mejor. ¡Con decirte, niña,
que hasta la llorona del Viernes Santo estuvo en la puerta de la iglesia!

Como se ve por este ligero cuadro, si había en Lima oficio productivo era el de las lloronas.
Pero vino la Patria con todo su cortejo de impiedades, y desde entonces da grima morirse;
pues lleva uno al mudar de barrio la certidumbre de que no lo han de llorar en regla.

A las lloronas las hemos reemplazado con algo peor si cabe..., con las necrologías de los
periódicos.
"LA CAMISA DE MARGARITA"

Probablemente es que algunos de mis lectores hayan oído decir a las vieja de Lima, cuando quieren
ponderar lo subido de precio de un artículo:

- ¡Qué! Si esto es más caro que la camisa de Margarita Pareja.


- Veríame quedado con la curiosidad de saber quien fue esa margarita, cuya camisa anda en
lenguas, si en la América, de Madrid, no hubiera tropezado con un artículo firmado por D.
Idelfonso Antonia Bermejo (autor de un notable libro sobre el Paraguay) quien, aunque muy a la
ligera habla de la niña y de su camisa, me puso en vía de desenredar el ovillo, alcanzado a sacar
en limpio la historia que ustedes van a leer.
I
Margarita Pareja era (por los años de 1765) la hija más mimada de don Raimundo Pareja, caballero de
Santiago y colector general del Callao.

La muchacha era una de esas limeñitas que, por su belleza, cautivan al mismo diablo y lo hacen
persignarse y tirar piedras. Lucía un par de ojos negros que eran como dos torpedos cargados con
dinamita y que hacían explosión sobre las entretelas del alma de los galanes limeños.

Llegó por entonces de España un arrogante mancebo, hijo de la coronada villa del oso y del madroño,
llamado don Luis Alcázar. Tenía éste en Lima un tío solterón y acaudalado, aragonés, rancio, y linajudo,
y que gastaba más orgullo que los hijos del rey Fruela.

Por supuesto que, mientras le llegaba la ocasión de heredar al tío , vivía nuestro don Luis tan pelado
como una rata y pasando la pena negra. Con decir que hasta sus trapicheos eran al fiado y para pagar
cuando mejorase de fortuna, creo que digo lo preciso.

En la procesión de Santa Rosa conoció Alcázar a la linda Margarita. La muchacha le llenó el ojo y le
flechó el corazón. La echó flores , y aunque ella no le contestó ni sí ni no, dio a entender con sonrisitas y
demás armas del arsenal femenino que el galán era plato muy a su gusto. La verdad, como si me
estuviera confesando, es que se enamoraron hasta la raíz del pelo.

Como los amantes olvidan que existe la aritmética, creyó don Luis que para el logro de sus amores no
sería obstáculo su presente pobreza, y fue al padre de Margarita y, sin muchos perfiles, le pidió la mano
de su hija.

A don Raimundo no le cayó en gracia la petición, y cortésmente despidió al postulante , diciéndole que
Margarita era aún muy niña para tomar marido, pues, a pesar de sus diez y ocho mayos, todavía jugaba a
las muñecas .

Pero no era ésta la verdadera madre del ternero. La negativa nacía de que don Raimundo no quería ser
suegro de un pobretón; y así hubo de decirlo en confianza a sus amigos , uno de los que fue con el
chisme a don Honorato, que así se llamaba el tío aragonés. Este, que era más altivo que el Cid, trinó de
rabia y dijo:

-¡Cómo se entiende! ¡Desairar a mi sobrino! Muchos se darían con un canto en el pecho por emparentar
con el muchacho, que no le hay más gallardo en todo Lima. ¡Habrase visto insolencia de la laya ! Pero
¿adónde ha de ir conmigo ese colectorcito de mala muerte?

Margarita, que se anticipaba a su siglo, pues era nerviosa como una damisela de hoy, gimoteó, y se
arrancó el pelo, y tuvo pataleta, y si no amenazó con envenenarse fue porque todavía no se habían
inventado los fósforos .

Margarita perdía colores y carnes, se desmejoraba a vista de ojos, hablaba de meterse monja y no hacía
nada en concierto.

-¡O de Luis o de Dios!--gritaba cada vez que los nervios se le sublevaban, lo que acontecía una hora sí y
otra también.
Alarmóse el caballero santiagués, llamó físicos y curanderas, y todos declararon que la niña tiraba a
tísica y que la única medicina salvadora no se vendía en la botica.

O casarla con el varón de su gusto, o encerrarla en el cajón de palma y corona. Tal fue el ultimátum
médico.

Don Raimundo (¡al fin padre!), olvidándose de coger capa y bastón, se encaminó como loco a casa de
don Honorato, y le dijo:

-Vengo a que consienta usted en que mañana mismo se case su sobrino con Margarita, porque si no la
muchacha se nos va por la posta.
-No puede ser--contestó con desabrimiento el tío--. Mi sobrino es un pobretón, y lo que usted debe
buscar para su hija es un hombre que varee la plata.

El diálogo fue borrascoso. Mientras más rogaba don Raimundo, más se subía el aragonés a la parra, y ya
aquél iba a retirarse desahuciado, cuando don Luis, terciando en la cuestión, dijo:

-Pero, tío, no es de cristianos que matemos a quien no tiene la culpa.


-¿Tú te das por satisfecho?
-De todo corazón, tío y señor.
-Pues bien, muchacho, consiento en darte gusto; pero con una condición, y es ésta: don Raimundo me ha
de jurar ante la Hostia consagrada que no regalará un ochavo a su hija ni la dejará un real en la herencia.

Aquí entabló nuevo y más agitado litigio.

-Pero, hombre--arguyó don Raimundo--, mi hija tiene veinte mil duros de dote.
-Renunciamos a la dote. La niña vendría a casa de su marido nada más que con lo encapillado.
-Concédame usted entonces obsequiarla los muebles y el ajuar de novia.
-Ni un alfiler. Si no acomoda, dejarlo y que se muera la chica.
-Sea usted razonable, don Honorato. Mi hija necesita llevar siquiera una camisa para reemplazar la
puesta.
-Bien; paso por esa funda para que no me acuse de obstinado. Consiento en que le regale la camisa de
novia, y san se acabó.

Al día siguiente don Raimundo y don Honorato se dirigieron muy de mañana a San Francisco,
arrodillándose para oír misa, y, según lo pactado, en el momento en que el sacerdote elevaba la Hostia
divina, dijo el padre de Margarita:

-Juro no dar a mi hija más que la camisa de novia. Así Dios me condene si perjurare.

II
Y don Raimundo cumplió ad pedem litterae su juramento, porque ni en vida ni en muerte dio después a
su hija cosa que valiera un maravedí.

Los encajes de Flandes que adornaban la camisa de la novia costaron dos mil setecientos duros, según lo
afirma Bermejo, quien parece copió este dato de las Relaciones secretas de Ulloa y don Jorge Juan.

Item, el cordoncillo que ajustaba al cuello era una cadeneta de brillantes, valorizada en treinta mil
morlacos.

Los recién casados hicieron creer al tío aragonés que la camisa a lo más valdría una onza; porque don
Honorato era tan testarudo , que, a saber lo cierto, habría forzado al sobrino a divorciarse.

Convengamos en que fue muy merecida la fama que alcanzó la camisa nupcial de Margarita Pareja.
“EL CABALLO DE SANTIAGO APÓSTOL”

Soldado de puño recio, pero de menguados bríos, era Marcos Saravia entre los de caballería
que por el rey y Vaca de Castro pelearon el 16 de septiembre de 1542 la muy resida y
sangrienta batalla de Chupas contra las huestes de Almagro el Mozo.

El entusiasta cariño de los almagristas por su joven caudillo, así como la reputación de
esforzados y mañeros que disfrutaban por hallarse entre ellos muchos hombres de gran
experiencia en cosas de guerra y milicia, como que eran la flor y nata de los conquistadores
que con Pizarro vinieron al Perú, hacía que los realistas anduviesen la víspera de la batalla
nada confiados en la victoria.

A Marcos Saravia no le cuajaba de miedo la saliva en la boca, y en la primera arremetida,


que fue de hacer castañetear dientes y muelas, se vio en tan serio peligro que hizo formal
promesa al apóstol Santiago de regalarle su caballo si con vida libraba de la batalla.

En aquellos tiempos el gobierno no proveía al soldado de caballo, montura ni arreos. Estos


eran propiedad del jinete, y el tesoro le pagaba para manutención de la cabalgadura la mitad
de la soldada.

Item los caballos eran escasos y carísimos. El mancarrón más humilde valía mil pesos, y
ningún capitán o persona de fuste montaba caballo que no estuviese valorizado en tres o
cuatro mil duros.

El santo atendió las preces del cuitado Marcos sacándolo de la zinguizarra sin golpe ni
rasguño.
Llegó, pues, la de pagar; y cuando al día siguiente entraron los vencedores en Guamanga, fue
nuestro hombre a visitar y dar gracias al apóstol Santiago, que de gorda lo librara. Pero
hacíasele muy cuesta arriba eso de quedarse convertido en infante.

Descabalgó en la puerta de la iglesia, y arrodillándose ante la efigie del patrón de España,


dijo:

-Santo mío, vos no habéis menester de caballo, sino de su precio.

Y sacó de la escarcela en doblillas de oro cuatrocientos pesos que puso sobre el altar,
añadiendo:

-Estamos en paz, patrón, que soy buen pagador.

Pero Santiago apóstol no lo tuvo por tal, sino por tramposo y redomado. Lo menos que valía
el jamelgo era doble suma, y era mucha bellaquería venirle con regateos a santo batallador y
tan entendido en materia ecuestre, como que nadie lo ha visto pintado a pie, sino sobre
arrogantísimo corcel y con mandoble o bandera en mano.

Salido de la iglesia, apoyóse Marcos en el estribo y cabalgó; pero el demonche del animal,
rebelde a freno, espuela y azote, se encaprichó en no dar paso. El caballo había sido siempre
manso de genio, nada corbeteador ni empacón, y por primera vez en su vida revelaba
insubordinación y terquedad. Aquello no podía ser sino obra de influencia beatífica.

Aburrido Saravia, apeóse, regresó al altar y le dijo al santo:


-¡Ah, picaronazo! No hay quien te la juegue- y puso sobre el altar cantidad de doblillas igual
a la que antes dejara. Suma redonda, ochocientos duretes.

Cabalgó nuevamente, y el dócil animal siguió con su habitual paso llano camino de la
posada.

Marcos Saravia volvió el rostro hacia la iglesia, murmurando entre dientes y como quien
reza:

Santiago, patrón de España,


No eres santo de cucaña ni de paja.
Accedes a hacer favores;
mas tus caballos peores
no los venden sin rebaja
“AL PIE DE LA LETRA”

El capitán Paiva era un indio cuzqueño, de casi gigantesca estatura. Distinguíase por lo hercúleo de su fuerza,
por su bravura en el campo de batalla por su disciplina cuartelera y sobre todo por la pobreza de su meollo.
Para con él las metáforas estuvieron siempre de más, y todo lo entendía ad pedem litteræ.
Era gran amigote de mi padre, y éste me contó que, cuando yo estaba en la edad del destete, el capitán Paiva,
desempeñó conmigo en ocasiones el cargo de niñera. El robusto militar tenía pasión por acariciar mamones.
Era hombre muy bueno. Tener fama de tal, suele ser una desdicha. Cuando se dice de un hombre: Fulano es
muy bueno, todos traducen que ese Fulano es un posma, que no sirve para maldita de Dios la cosa, y que no
inventó la pólvora, ni el gatillo para sacar muelas, ni el cri-cri.
Mi abuela decía: «la oración del Padre nuestro es muy buena, no puede ser mejor; pero no sirve para la
consagración en la misa».
A varios de sus compañeros de armas he oído referir que el capitán Paiva, lanza en ristre, era un verdadero
centauro. Valía él solo por un escuadrón.
En Junín ascendió a capitán; pero aunque concurrió después a otras muchas acciones de guerra, realizando en
ellas proezas, el ascenso a la inmediata clase no llegaba. Sin embargo de quererlo y estimarlo en mucho, sus
generales se resistían a elevarlo a la categoría de jefe.
Cadetes de su regimiento llegaron a coroneles. Paiva era el capitán eterno. Para él no había más allá de los
tres galoncitos.
¡Y tan resignado y contento y cumplidor de su deber, y lanceados y pródigo de su sangre!
¿Por qué no ascendía Paiva? Por bruto, y porque de serlo se había conquistado reputación piramidal. Vamos a
comprobarlo refiriendo, entre muchas historietas que de él se cuentan, lo poco que en la memoria
conservamos.

Era en 1835 el general Salaverry jefe supremo de la nación peruana y entusiasta admirador de la bizarría de
Paiva.
Cuando Salaverry ascendió a teniente, era ya Paiva capitán. Hablábanse tú por tú, y elevado aquel al mando
de la República no consintió en que el lancero le diese ceremonioso tratamiento.
Paiva era su hombre de confianza para toda comisión de peligro. Salaverry estaba convencido de que su
camarada se dejaría matar mil veces, antes que hacerse reo de una deslealtad o de una cobardía.
Una tarde llamó Salaverry a Paiva y le dijo:
-Mira, en tal parte es casi seguro que encontrarás a don Fulano y me lo traes preso; pero si por casualidad no
lo encuentras allí, allana su casa. Tres horas más tarde regresó el capitán y dijo al jefe supremo:

-La orden queda cumplida en toda regla. No encontré a ese sujeto donde me dijiste; pero su casa la dejo tan
llana como la palma de mi mano y se puede sembrar sal sobre el terreno. No hay pared en pie.

Al lancero se le había ordenado allanar la casa, y como él no entendía de dibujos ni de floreos lingüísticos,
cumplió al pie de la letra.
Salaverry, para esconder la risa que le retozaba, volvió la espalda, murmurando:
-¡Pedazo de bruto!
Tenía Salaverry por asistente un soldado conocido por el apodo de Cuculí, regular rapista a cuya navaja fiaba
su barba el general.
Cuculí era un mozo limeño, nacido en el mismo barrio y en el mismo año que don Felipe Santiago. Juntos
habían mataperreado en la infancia y el presidente abrigaba por él fraternal cariño.
Cuculí era un tuno completo. No sabía leer, pero sabía hacer hablar a las cuerdas de una guitarra, bailar
zamacueca, empinar el codo, acarretar los dados y darse de puñaladas con cualquierita que le disputase los
favores de una pelandusca. Abusando del afecto de Salaverry, cometía barrabasada y media. Llegaban las
quejas al presidente, y éste unas veces enviaba a su barberillo arrestado a un cuartel, o lo plantaba en cepo de
ballesteros, o le arrimaba un pie de paliza.
-Mira, canalla -le dijo un día don Felipe,- de repente se me acaba la paciencia, se me calienta la chicha y te
fusilo sin misericordia.
El asistente levantaba los hombros, como quien dice: «¿Y a mí qué me cuenta usted?», sufría el castigo, y
rebelde a toda enmienda volvía a las andadas.
Gorda, muy gorda debió ser la queja que contra Cuculí le dieron una noche a Salaverry; porque dirigiéndose a
Paiva, dijo:
-Llévate ahora mismo a este bribón al cuartel de Granaderos y fusílalo entre dos luces.
Media hora después regresaba el capitán, y decía a su general:
-Ya está cumplida la orden.
-¡Bien! -contestó lacónicamente el jefe supremo.
-¡Pobre muchacho! -continuó Paiva.- Lo fusilé en medio de dos faroles.
Para Salaverry, como para mis lectores, entre dos luces significaba al rayar el alba. Metáfora usual y
corriente. Pero... ¿venirle con metaforitas a Paiva? Salaverry, que no se había propuesto sino aterrorizar a su
asistente y enviar la orden de indulto una hora antes de que rayase la aurora, volteó la espalda para disimular
una lágrima, murmurando otra vez:
-¡Pedazo de bruto!
Desde este día quedó escarmentado Salaverry para no dar a Paiva encargo o comisión alguna. El hombre no
entendía de acepción figurada en la frase. Había que ponerle los puntos sobre las íes.
Pocos días antes de la batalla de Socabaya, hallábase un batallón del ejército de Salaverry acantonado en
Chacllapampa. Una compañía boliviana, desplegada en guerrilla, se presentó sobre una pequeña eminencia; y
aunque sin ocasionar daño con sus disparos de fusil, provocaba a los salaverrinos. El general llegó con su
escolta a Chacllapampa, descubrió con auxilio del anteojo una división enemiga a diez cuadras de los
guerrilleros; y como las balas de éstos no alcanzaban ni con mucho al campamento, resolvió dejar que
siguiesen gastando pólvora, dictando medidas para el caso en que el enemigo, acortando distancia, se
resolviera a formalizar combate.
-Dame unos cuantos lanceros -dijo el capitán Paiva- y te ofrezco traerte un boliviano a la grupa de mi caballo.
-No es preciso -le contestó don Felipe.
-Pues, hombre, van a creer esos cangrejos que nos han metido el resuello y que les tenemos miedo.
Y sobre este tema siguió Paiva majadeando, y majadereó tanto que, fastidiado Salaverry, le dijo:
-Déjame en paz. Haz lo que quieras. Anda y hazte matar.
Paiva escogió diez lanceros de la escolta; cargó reciamente sobre la guerrilla, que contestó con nutrido fuego
de fusilería; la desconcertó y dispersó por completo, e inclinándose el capitán sobre su costado derecho, cogió
del cuello a un oficial enemigo, lo desarmó y lo puso a la grupa de su caballo.
Entonces emprendió el regreso al campamento: tres lanceros habían muerto en esa heroica embestida y los
restantes volvieron heridos.
Al avistarse con Salaverry gritó Paiva:
-Manda tocar diana. ¡Viva el Perú!
Y cayó del caballo para no levantarse jamás. Tenía dos balazos en el pecho y uno en el vientre.
Salaverry le había dicho: «Anda, hazte matar»; y decir esto a quien todo lo entendía al pie de la letra, era
condenarlo al muerte.
Yo no lo afirmo; pero sospecho que Salaverry, al separarse del cadáver, murmuró conmovido:
-¡Valiente bruto!
“SOY CAMANEJO, Y NO CEJO”

Siempre he oído decir en mi tierra, tratándose de personas testarudas o reacias para ceder en una
disputa: «¡Déjele usted, que ese hombre es más terco que un camanejo».

Si en todos los pueblos del mundo hay gente testaruda, ¿por qué ha de adjudicarse a los camanejos el
monopolio de la terquedad? Ello algún origen ha de tener la especie, díjeme un día, y echéme a
averiguarlo, y he aquí lo que me contó una vieja más aleluyada que misa gregoriana, si bien el
cuento no es original, pues Enrique Gaspar dice que en cada nación se aplica a los vecinos de pueblo
determinado.

Tenía Nuestro Señor, cuando peregrinaba por este valle de lágrimas, no sé qué asuntillo
por arreglar con el Cabildo de Camaná, y pian piano, montados sobre la cruz de los calzones,
ósea en el rucio de nuestro padre San Francisco, él y San Pedro emprendieron la caminata,
sin acordarse de publicar antes en El Comercio avisito pidiendo órdenes a los amigos.

Hallábanse ya a una legua de Camaná, cuando del fondo de un olivar salió un labriego
que tomó la misma dirección que nuestros dos viajeros. San Pedro, que era muy
cambalachero y amigo de meter letra, le dijo:

-¿Adónde bueno, amigo?

-A Camaná -contestó el patán, y murmuró entre dientes: -¿quién será este tío tan
curioso?

-Agregue usted si Dios quiere, y evitará el que le tilden de irreligioso -arguyó San
Pedro.

-¡Hombre! -exclamó el palurdo, mirando de arriba abajo al apóstol.

-¡Estábamos frescos! Quiera o no quiera Dios, a Camaná voy.

-Pues no irás por hoy -dijo el Salvador terciando en la querella.

Y en menos tiempo del que gastó en decirlo, convirtió al patán en sapo, que fue a
zabullirse en una lagunita cenagosa vecina al olivar.

Y nuestros dos peregrinos continuaron su marcha como si tal cosa. Parece que el
asuntillo municipal que los llevara a Camaná fue de más fácil arreglo que nuestras
quejumbres contra las empresas del Gas y del Agua: porque al día siguiente emprendieron
viaje de regreso, y al pasar junto a la laguna poblada de ranas, acordóse San Pedro del pobre
diablo castigado la víspera, y le dijo al Señor:

-Maestro, ya debe estar arrepentido el pecador.

-Lo veremos -contestó Jesús.

Y echando una bendición sobre la laguna, recobró el sapo la figura de hombre y echó a
andar camino de la villa.

San Pedro, creyéndole escarmentado, volvió a interrogarlo:


-¿Adónde bueno, amigo?

-A Camaná -volvió a contestar lacónicamente el transfigurado, diciendo para sus


adentros: -¡Vaya un curioso majadero!

-No sea usted cabeza dura, mi amigo. Tenga crianza y añada si Dios quiere, no sea que
se repita lo de ayer.

Volvió el patán a medir de arriba abajo al apóstol, y contestó:

-Soy camanejo, y no cejo. A Camaná o al charco.

Sonrióse el Señor ante terquedad tamaña y le dejó seguir tranquilamente su camino. Y


desde entonces fue aforismo lo de que «la gente camaneja es gente que no ceja».
http://html.rincondelvago.com/ricardo-palma.html
http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/57983852545265054754491/p0000
001.htm

Autor de Las Tradiciones Peruanas, relatos cortos narrados de forma entretenida y con el lenguaje
propio de la época, repleto de refranes, proverbios y coplas, con critica jocosa a instituciones
políticas y religiosas. Las primeras tradiciones, fueron publicadas como artículos, en diarios y
revistas de la época y son las narraciones de sucesos históricos, que tienen sustento en archivos o
documentos, que Ricardo Palma recopiló en el archivo general de la nación, y la biblioteca nacional
del Perú y que fueron publicadas desde 1872, hasta 1906.

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