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Por esas épocas, Carrión sintió una honda inquietud por conocer
dos enfermedades características de algunos valles centrales
peruanos. Una de ellas era conocida con el nombre de fiebre de La
Oroya y se caracterizaba por una fiebre y anemia progresiva que,
pese al tratamiento que se efectuaba en la época, tenía una
letalidad cercana al 100%. El otro proceso se conocía como
verruga peruana y tenía igual distribución geográfica, pero su
evolución era benigna tras la súbita aparición de nódulos cutáneos
y escasos síntomas generales.