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Espai en Blanc.

Septiembre - Octubre 2009

ESCENARIOS Y LENGUAJES DE LA CRISIS DE PALABRAS


Ester Jordana, David Gràcia

1. El escenario de la crisis de palabras

El mundo no se deja pensar porque las palabras que queremos utilizar para referir
nuestra realidad son las que nos conforman dentro del espacio del capital y, a su vez,
son las que describen la realidad del capital. El capitalismo es el escenario y el marco
que no podemos borrar. Dentro del espacio que configura el capital, las palabras son
utilizadas para poner a funcionar esta realidad como si fuese obvia, natural, ahistórica y
eterna. Sabemos todo esto y nos quedamos sin palabras por dos motivos: o bien las que
tenemos a nuestra disposición se presentan con un significado dado y prefijado por la
propia lógica del capital (repitiendo la obviedad) o bien porque hay cosas para las que
no tenemos palabras.

Esto significa que usarlas es conformarnos a la realidad del capital, a su manera de


hacerlas disponibles y naturalizarlas en una determinada lógica: ‘libertad’, ‘diálogo’,
‘política’, ‘conocimiento’, ‘solidaridad’, ‘democracia’, etc.

En la crisis de palabras juega otro factor importante: el pensamiento crítico que


socavaba el escenario ha sido deslegitimado. Por un lado, por la afirmación rotunda de
una derrota fáctica que impide que palabras o expresiones como ‘comunismo’,
‘condiciones materiales’, ‘revolución’ (más allá de la única que vale: la tecnológica) o
‘sujeto político’ se puedan utilizar, so pena de ser acusado de reaccionario o desfasado.
Por otro lado, por un cierto abuso por parte de los discursos posmodernos al marcar
como impronunciables palabras o categorías como ‘sujeto’, ‘realidad’ o ‘verdad’. En
tercer lugar, el contrapoder y la resistencia interna que suponían algunos movimientos
de izquierda han desaparecido en el momento en que han comenzado a hablar y pensar
con las categorías y palabras propias (dis)puestas por el capitalismo global. En
conjunto, parece que se ha confundido una derrota fáctica con el abandono del
pensamiento crítico y de palabras y categorías necesarias para enunciarlo.

La crisis de palabras, en un sentido político, es la imposibilidad de pensar el mundo


fuera del escenario del capital. Aun así, hablamos de crisis porque nunca es absoluta la
conformación. Porque siempre hay un resquicio, un desplazamiento: la forma nunca
cierra ni puede cerrar sobre si misma una realidad que se rompe por todos lados, a pesar
de las apariencias. La realidad que pone el capitalismo global (esa forma productora de
formas, como expresa Bifo) es una realidad que multiplica las diferencias con la
glocalización a la vez que las nivela bajo una sola lógica. Fuera de la perspectiva de esta
lógica, aquello que se presenta como “diferencias niveladas” son las contradicciones,
antagonismos y grietas del mundo en su complejidad. Un mundo, entonces, donde el
escenario puede ser borrado; donde las propias palabras ‘capital’ y ‘capitalismo’ pueden
ser relativizadas. Amenazar la estabilidad del escenario permite, justamente, pensar
fuera de la identificación –hoy naturalizada, tanto a nivel de significantes como de
significados– entre ‘mundo’ y ‘capitalismo’; debe permitir, entonces, pensar el mundo
fuera de la reducción de complejidad que impone la lógica capitalista.

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Desenmascarar, desnaturalizar el escenario es pues, hoy una tarea urgente; hacer patente
cómo dentro del espacio del capital –que aparece como único– las palabras conforman
decisivamente a los sujetos, a la vez que presentan como obvias descripciones y
justificaciones injustificables.

2. Los lenguajes de la crisis de palabras

Como decíamos, la crisis de palabras tiene dos lados: o bien no tenemos palabras
disponibles para lo que querríamos decir o bien las que tenemos a nuestra disposición se
presentan con un significado dado y prefijado por la propia lógica del capital.

Sin embargo, lejos de que esta crisis aparezca más bien como un problema de los
filósofos –algo así como los límites del lenguaje, el pensamiento y el mundo–, nos
referimos a una experiencia muy concreta y cotidiana. Las palabras que usamos,
aquellas disponibles, “dicen” sólo en un cierto sentido. Se dirá que esto no es nada
nuevo, que desde Wittgenstein hablamos ya del lenguaje como uso de la palabra… Pero
sí, si es algo distinto. La crisis viene justamente por el lado inverso, porque ese uso
compartido del lenguaje, ese uso común y colectivo, nos expulsa de la palabra. Porque
cuando hablamos, parece que todos nos comprendemos desde ese uso conformado en
que nos inscribimos.

El uso de esas palabras parece inscribirse dentro de un sentido, el sentido común, que
cierra no sólo las palabras sobre si mismas sino que expulsa fuera de ese sentido otros
usos de las mismas. De nuevo, esto no es un problema filosófico, si por ello entendemos
un debate entre teóricos del lenguaje sobre semiótica o teoría del discurso. Es un
problema filosófico en otro sentido: en el sentido que moviliza la urgencia de un pensar
porque necesita palabras para expresarse. Ese sentido común se construye y se
conforma en un momento histórico concreto y en unas condiciones determinadas. Es un
sentido que da sentido al mundo en que vivimos; y ese mundo, en nuestros días, es el
mundo del capitalismo global. No sólo palabras concretas sino argumentos y discursos
que se repiten, vacíos de pensamiento. Se reproducen como la técnica reproduce el arte;
se mercantilizan y, como la mercancía, esconden su fetichismo. Así, las palabras entran
de pleno en el juego del capital. El modo de hablar, pensar y experienciar está
conformado en un mismo marco, en un mismo escenario del que todos participamos. Es
ese el escenario que configura los usos comunes que se apropian de las palabras.

Hasta aquí, hemos expuesto cómo en un momento histórico dado – el del capitalismo
global– las palabras y esos usos conformados en la lógica de este escenario tienden a
extenderse, en tanto que organizan el sentido de lo obvio. Este es el marco desde el cual
pensamos, el marco que establece un primer límite a la crisis: los usos del lenguaje se
insertan en una serie códigos compartidos, en una pragmática social que los normaliza.
De esta manera, estos usos resultan al final sobredeterminados –a modo de
normatividad– en la aparente pluralidad que se instaura en el sentido común. En ese
sentido, esto configura el marco de la crisis de palabras.

Dentro de este escenario también la batalla política se ha entendido como una batalla
que se juega en el lenguaje. Hay ciertas palabras que han sido siempre centro de batalla
política: Libertad, Igualdad... Sin embargo, como señala Laclau, éstas palabras se
convierten en “significantes flotantes”. Estar de acuerdo en defender la libertad, la

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igualdad, la justicia, etc. es, como señala el autor, no estar de acuerdo absolutamente en
nada. Todos los discursos políticos reivindican defender en sus idearios los mismos
universales. La cuestión en juego en esa batalla no es, entonces, reivindicar unos u
otros, sino darles contenido, batallar por los particulares que los concretan, los
contenidos que se les da a esos universales. Sin embargo tampoco es esta la crisis a la
que nos estamos refiriendo, dado que esa batalla es tan sólo una batalla aparente: la
apariencia de debate, de pluralidad de discursos y perspectivas que, sin embargo, se
juega desde una pragmática fijada y predefinida. Todo puede decirse porque nada de lo
que se diga –dentro de los límites prefijados por las reglas de juego– amenaza el
escenario.

Efectivamente, una vez fijado el escenario de manera global, la política se entiende


como lucha por esos significantes. Justamente el hecho de que podamos discutir sobre
ellos es lo que añade al escenario el modelo político que nos acompaña: la democracia.
La política, en el escenario del capitalismo democrático, es la discusión sobre los
contenidos de esas palabras bajo la premisa del “parlamento”: la obligatoriedad del
diálogo y la tolerancia de la diferencia de opinión. Esto significa que el escenario
determina ya de entrada qué es diálogo y qué no lo es; qué es tolerancia y qué no lo es.
Es diálogo discutir sobre los particulares que debieran dar contenido a unos universales
sobre los que hay consenso absoluto; es tolerancia permitir que el otro le de algún
contenido distinto al tuyo dentro de las posibilidades que ofrece el escenario. Todos
defendemos la Igualdad, la Libertad, la Paz, la Justicia, tal como todos estos
significantes se inscriben en el escenario. Más allá de la discusión sobre los particulares,
siempre queda fuera de toda discusión el propio escenario. La política se reduce,
entonces, a una batalla por inscribir nuestro uso de la palabra en el sentido común, sin
cuestionar nada más. “Ganar” palabras que no cambian nada, que no dicen nada, que no
“hacen nada” porque nada pueden hacer si aquello que dicen está acotado por un
escenario que las ha expropiado de toda fuerza, de toda su dimensión pragmática y
material.

La premisa del diálogo y la tolerancia remite a una “horizontalidad” en que la diferencia


es una mera diferencia de opinión, y en la que se parte, entonces, de un acuerdo en lo
principal. El escenario del diálogo habermasiano no es más que una teorización de un
juego que es ya el juego democrático. Esa horizontalidad del discurso, la presupuesta y
falsa premisa de igualdad impone que todo discurso sea concebido en un marco de
equidistancia y equivalencia. No en aquello que digan, eso no es lo importante; lo
importante es que alguien diga (que haya diálogo) y que los discursos no entren en una
relación de antagonismo que pudiera obstruir el diálogo (que se toleren).

Aquello que se ha expulsado del escenario y del juego político es justamente su


dimensión “vertical”. El miedo, la coacción, las relaciones de dominio son aquello de lo
que no puede hablarse. Todo ello forma parte de los sistemas totalitarios de los cuales la
democracia ha venido a salvarnos de una vez y para siempre. En democracia no es
concebible que alguien tenga “miedo a hablar”, porque supuestamente tenemos libertad
para hacerlo; sin embargo, el miedo existe y no nos resulta tan ajeno: el miedo a hablar
por temor a perder aquello que llamo “mi vida”. Hablar del propio miedo a hablar
parece imposible. Desde este punto de llegada podemos retomar la crisis de palabras en
los sentidos en que antes la presentábamos.

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1) La crisis de palabras en el sentido de palabras marcadas por las reglas de uso que
determina el escenario: el aplastamiento, la horizontalidad que confunde la igualdad y el
derecho a opinar con la equivalencia de todo argumento. Todo punto discordante se
reduce al ámbito de opinión: “es tu punto de vista”, esto es, un punto en un espacio
plano isomorfo en que la totalidad siempre escapa a la mirada. El pensamiento crítico se
disuelve en ese escenario: se lo tolera, como a todos los demás, en el mismo plano de
horizontalidad. No hay palabras disponibles para la disidencia, puesto que se ahogan en
la tolerancia, porque esas palabras no “pueden”, no tienen fuerza pragmática.

2) La crisis de palabras en el sentido de no tener palabras para expresar nuestro malestar


en este escenario. Por un lado, por no saber exactamente cómo y cuando aparece ese
malestar, por carecer de nombre, por vivirse siempre en soledad. Por otro, por no tener,
efectivamente, palabras para expresar el malestar, dado que ese malestar nunca puede
expresarse como opresión, como miedo a hablar. Porque un escenario que presupone la
libertad pragmática imposibilita que cualquier sentimiento de opresión pueda ser
enunciado como procedente del mismo. Sin embargo, hay otra dimensión en esa
imposibilidad de hablar que no remite a que no tengamos palabras para expresar ese
malestar, sino a que ciertas palabras se prohíban desde el momento en que su uso queda
fuera de lo concebible. No es censura, sino autocensura del propio sentido común que
conforma sus usos desde la lógica de la democracia/capitalismo: miedo, opresión,
censura, falta de libertad, coacción; nada de esto puede decirse con sentido dentro del
juego democrático, si no es para mirar “críticamente” hacia ese propio “déficit
democrático estructural tolerable” o hacia afuera, hacia el mundo no democrático.

Convencernos de que vivimos en el mejor de los sistemas posibles o, a lo sumo,


convencernos de que vale la pena luchar por optimizarlo –creencia absolutamente
instalada en el sentido común– es señalar el par capitalismo-democracia como el último
sistema posible de organizarnos política, económica y socialmente: el “fin de la
historia”. Pero eso significa arrebatarnos lo más profundamente político, el momento
político por excelencia, el momento en que un nosotros alza la voz, toma la palabra y
dice: ¡basta! Convencernos de que hemos alcanzado ya el mejor de los sistemas es
prohibirnos la disidencia, condenarnos a pensar que no hay nada mejor que pensar, a
que cualquier idea de lo común es innecesaria. Ante ello, la despolitización más
peligrosa, la más temible (y que no tiene que ver con una baja participación en el festín
electoral) es arrebatarnos la posibilidad de la emergencia de lo político, la posibilidad de
la revolución. “Revolución” es la palabra prohibida por el “fin de la historia”. El fin de
la historia significa afirmar que las revoluciones son ya innecesarias, pues nada mejor
que el presente puede concebirse.

3. Una concreción: pulse la tecla ESC

Escribía el otro día Rafael Reig (diario Público, 14/10/09) en respuesta a un lector, que
declararse hoy Ecologista – Solidario – Comprometido (ESC) no es más, precisamente,
que apuntarse a la ética empresarial y políticamente correcta. No hay contradicción: es
una ética vacía. Reig tiene razón: ¿qué sentido tiene escandalizarse hoy, como cabeza
bienpensante, ante ciertas actividades sospechosas por parte de empresarios o políticos
que se declaran ecologistas, solidarios y comprometidos? Hace ya décadas, queremos
añadir aquí, que Walter Benjamin se preguntaba qué sentido tenía escandalizarse ante
las barbaridades que se cometían en su propio tiempo; y hay que recordar que él, judío,

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murió en el año 40 huyendo de la maquinaria nazi. En cierta manera, la lucidez de
Benjamin ponía en entredicho, avant la lettre, aquella pregunta de inspiración adorniana
sobre si era posible seguir pensando después de Auschwitz.

En fin, lo que se podría echar en falta a la breve columna de Reig es el juego al que
invita la expresión que utiliza: ESC. Precisamente, esa ética vacía, conformada por una
lógica del capital absolutizada que la dota de un carácter inequívoco de obviedad, es la
que permite justificarnos full time y en toda circunstancia. Ante aquello que podría
producirnos horror, cuestionarnos o, cuando menos, perturbarnos, siempre podemos
pulsar la tecla ESC: “pero yo soy ecologista, solidario y comprometido”. Palabras
vacías que valen para todo. ESCapar de la realidad. Por un lado, la lógica del capital se
presenta hoy, cuando conviene, como una eco-lógica. Por su parte, la solidaridad es un
producto de consumo domiciliable en nuestra cuenta corriente. Y en cuanto al
compromiso... Sólo hay que pensar que hoy tal expresión se encierra en sí misma, en la
propia marca (comercial) que queremos ser cada uno de nosotros: una persona
comprometida, aunque no hace falta especificar con qué y, sobre todo, con quién. Se
sobreentiende que uno se compromete con su empresa: con aquello que emprende desde
lo privado.

Pulsar la tecla ESC es una de las caras de la despolitización. La tecla ESC ocupa el
centro del teclado que nos permite negociar hoy con el mundo. Dejemos de lado la
ecología y vayamos por un momento a las otras dos palabras, a las que se ha expropiado
su carácter político. El solidum del derecho romano era un acuerdo (in solidum) que
implicaba algo –una causa, una cosa sólida– que vinculaba temporalmente las partes de
tal manera que cada quién respondía totalmente en todo momento mientras la alianza
fuera vigente. La solidaridad, en este sentido, contiene un elemento de reciprocidad y de
compromiso –¡precisamente!– que la solidaridad de mercado no tiene. Establecer un
vínculo de solidaridad entre algunos debería presuponer, pues, una condición política.
Con la expresión “ser una persona comprometida” pasa algo parecido a lo que ocurre
con “ser solidario”: compromiso y solidaridad se han visto reducidos a su función de
adjetivos, a una marca que se agota en su intransitividad. El com-pro-miso ha perdido,
también, toda condición política: el com señala algo común; el pro, una disposición; el
miso, una misión, una cosa por hacer. Un nosotros dispuesto a hacer una cosa: ese
compromiso debería ser pensable más allá del mundo empresarial (mundo que incluye
la gestión del proyecto privado que es mi vida), aunque hoy parezca poco menos que
inconcebible. Ahí reside una condición política.

Tener a disposición la tecla ESC tiene que ver con la expropiación de toda condición
para lo político. Tiene que ver con la justificación de lo que hay. Y no tiene que ver sólo
con lo que les ocurre a las palabras. Somos nosotros quienes ejercemos la
despolitización y el conformismo. La incapacidad para exponernos es la incapacidad
para hacer experiencia común capaz de desenmascarar el escenario naturalizado del
capitalismo global; es la incapacidad para combatir con el pensamiento; es la
incapacidad para apropiarnos de las palabras.

4. El triángulo experiencia – pensamiento - lenguaje

Así que, de alguna manera, el nudo político de la crisis de palabras nos pone en el
centro del triángulo experiencia – pensamiento – lenguaje. La despolitización y la

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privatización de la existencia pasarían por la autonomización de los vértices, de tal
manera que lo que se pone en juego es:

- un lenguaje sin pensamiento: la repetición de un discurso justificador de la realidad


- un pensamiento sin lenguaje: un pensamiento crítico que no dispone de palabras
para expresarse
- un lenguaje sin experiencia: con el que repetimos una y otra vez definiciones vacías
sobre nosotros; con el que nos limitamos a elegir y reproducir opiniones enlatadas y
disponibles; con el que ya no podemos generar experiencia
- una experiencia sin lenguaje: no tenemos palabras para expresar nuestro malestar en
el escenario del capital
- un pensamiento sin experiencia: que se mueve en abstracciones, en categorías, y no
de manera situada, desde la propia realidad y que, por tanto, no puede transformarla
- una experiencia sin pensamiento: vivimos una realidad rota que no podemos pensar
de ninguna otra manera; no tenemos palabras para decir la realidad del capital, más
que las que ella misma proporciona.

Ante estas fracturas, pequeñas alianzas todavía: el lenguaje de la experiencia estética, el


lenguaje poético, el literario –como también el filosófico– como lenguaje que, preñado
de experiencia, es capaz de “decir” más allá de las palabras; el lenguaje que “hace con
palabras”. También el pensar como experiencia, como encuentro, como brecha que
abre, rompe, que genera un vacío que permite que “algo pase”.

Sin embargo, pequeños refugios individuales las más de las veces, compartidos las
menos, que siempre apuntan a ir más allá de si mismos, que siempre apuntan a una
insuficiencia.

Entonces, ¿podemos decir que, en un sentido político, crisis de palabras, crisis del
pensamiento y crisis de la experiencia nombran algo común?

¿Pasaría entonces una salida política a la crisis que nos enmudece por pensar el área del
triángulo, y no sus vértices autónomamente? ¿No estaría la verdad de las palabras que
nos importan en la materialidad de prácticas, usos y experiencias concretas en que se
dicen y se piensan? ¿En el combate que lucha por evitar que se vacíen de sentido en la
universalidad del consenso democrático? ¿Acaso la revolución no ha sido ya siempre
más que un horizonte (más que un lugar o un tiempo a dónde ir) la urgencia, el
imperativo, la necesidad de huir del propio presente (salir de aquí, simplemente porque
no se puede vivir)? ¿ No es el verdadero momento político aquel en que de un nosotros
surge la palabra, la experiencia y el pensamiento como algo apenas diferenciable?

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