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A) La vigencia
El Poder del Estado. La soberanía. Estado y Derecho internacional
17. El Poder del Estado como vigencia del orden estatal.
Según la opinión corriente, el Estado es una multitud de hombres, que
están situados en una parte rigurosamente delimitada de la superficie
terrestre, bajo un poder organizado, esto es, ordenado, y por cierto,
ordenado jurídicamente. Según esta concepción se reúnen tres elementos
de igual valor (el pueblo, el territorio y el poder del Estado) en un todo en
un conglomerado, el cual — atendiendo a los hombres que lo forman —
tendría que ser como un cuerpo que ocupa espacio. Ahora bien, las
conclusiones a que hemos llegado imponen una modificación no
insubstancial de ese modo popular de concebir el Estado; y así veremos
cómo hay que prescindir del hincapié que hace la opinión corriente en el
hecho captable y perceptible (sensorialmente), de la existencia de un
grupo de hombres que obran o actúan. El Estado no es un hombre o
muchos hombres que están bajo un poder ordenado: es un orden, bajo
cuyo poder están los hombres. Y este poder no es otra cosa riño la
vigencia de este orden, que es un ordenamiento jurídico. Si se pregunta en
qué y cómo se manifiesta propiamente el poder del Estado, veremos qué
consiste esencialmente en que “somete” los hombres al Estado; es aquello
en virtud de lo cual el Estado “domina” sobre los hombres; aquello en
virtud de lo cual los hombres están subordinados al Estado y son sus
“súbditos”. Todas estas descripciones de la relación característica en la
cual se hallan los hombres que forman el Estado, con respecto al mismo,
son sólo expresiones figuradas, para denotar la relación con un orden
obligatorio; que un hombre está sometido al poder del Estado significa
que su conducta forma el contenido de una norma coactiva, la cual, junto
con otras normas coactivas que estatuyen la conducta de éste y de otros
hombres, representan un sistema o un orden unitario. El intento de
concebir el poder del Estado exclusivamente fundado en un hecho real,
cualquiera que fuere, resulta de todo punto imposible. En este sentido,
fuerza o poder, sólo puede consistir en una relación de causa a efecto; y
especialmente en lo que se refiere a la conducta humana el nudo hecho
de poder estribará sólo en la relación de unas causas psíquicas con sus
efectos, es decir, en el proceso que suele llamarse motivación. Ahora bien,
una concepción tal, enfocada sólo sobre la nuda realidad de los hechos
efectivos y que sólo tiene en cuenta hombres singulares y su conducta —
tanto interna como externa, — una concepción tal no puede aprehender
el sentido especíñco, en el cual se habla del poder del Estado: este sentido
se íe escapa inexorablemente. El hecho de que un hombre provoque
causalmente la conducta de otro, no es en sí, ni por sí, distinto de
cualquier otro fenómeno o manifestación de la causalidad en la
naturaleza. Si el poder del Estado no fuese cosa distinta de la causalidad,
cosa distinta de la acción o influjo de un “ser" — “ser” que, por otra parte,
no sería cognoscible desde el punto de vista de las ciencias naturales
— podríamos asimismo decir, refiriéndonos a los ejemplos ya aducidos en
el capítulo I,ique el calor “domina” a los cuerpos que se dilatan bajo su
acción; y que el árbol que cae derribado por un hombre, es “súbdito” de
éste. Si las relaciones concebibles como Estado no pudieran ser separadas
de las demás relaciones causales, tendríamos entonces que considerarlas
como situaciones de nudo poder o fuerza. De una posición tal podría a lo
más desprenderse — y esto tomando a préstamo, de modo harto
sospechoso, elementos de la ideología normativa, —lo que se llama
derecho del más fuerte, a saber, la comprobación de que los más fuertes
determinan la conducta de los más débiles, lo cual si lo separamos de toda
mezcla con elementos político- normativos, queda reducido a la trivialidad
de decir que los efectos tienen causas. La representación de un poder o
imperio del Estado, de un hallarse los hombres sometidos a él, contiene el
pensamiento de que el Estado o, mejor dicho, el hombre que lo
representa, no solamente manda, es decir, exterioriza una voluntad
dirigida a la conducta de otro hombre, sino, además, que está autorizado
para ello, que es una autoridad, y que el otro hombre no solamente se
conduce de hecho conforme al mandato (siendo determinado a ello por
cualquier causa), sino que debe comportarse así, que está obligado a ello;
de modo que, frente a él, tiene el mandato del primero el valor de una
norma. Y todo esto es así, en virtud de un orden, que regula la conducta
de ambos: y sólo en méritos del cual puede ser referida al Estado, puede
ser imputada al mismo
— como unidad de este orden, — la conducta de uno u otro de dichos
hombres, de tal modo que sin esta idea del orden normativo no habría en
absoluto Estado en cuyo nombre pudieran realizarse actos, y del cual se
fuera en cierto sentido, súbdito. Hasta qué grado este orden tiene que ser
eficaz o influyente, fué ya explicado en