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Chambacú, corral de negros (1962) de Manuel

Zapata Olivella
CHAMBACÚ: CORRAL DE NEGROS, LUCHA Y MUERTE
    POR: UDILUZ MONSALVE MUÑOZ

Hablar de Chambacú significa, actualmente, dirigir la mirada hacia un terreno baldío en el


que, de vez en cuando, se realizan ciertos eventos culturales. Sobre todo para quienes no
conocieron o nunca han escuchado hablar de lo que existió en ese sitio, Chambacú es un
lugar desértico, gobernado sólo por el polvo o el infinito barro cuando llueve. Sin
embargo, para el año 1970, como nos explica Orlando Deávila (2008), Chambacú era un
tugurio conformado por más de 1300 familias, casi en su totalidad afrodescendientes,
que se instalaron allí en búsqueda de un espacio donde vivir, pero para el gobierno y los
medios de comunicación, Chambacú era un obstáculo para la “buena imagen” que se
quería proyectar de la ciudad a los turistas, ya que se encontraba ubicado a poca
distancia del centro amurallado, destino específico del turismo en Cartagena. Por esto,
los habitantes de Chambacú, en 1971, son trasladados a distintos barrios de la ciudad
para que los visitantes de la misma no vieran la otra cara que le pertenece.

     En Chambacú, corral de negros  (1962) de Manuel Zapata Olivella, podemos


observar muy claramente, una exposición narrativa y un trabajo estético de esta
problemática, pero el propósito que se percibe de entrada es la subversión de esa imagen
negativa y despectiva que siempre se ha tenido de sus habitantes. En esta medida,
Zapata Olivella nos muestra la historia desde el otro punto de vista, la perspectiva de los
negros que vivieron el rechazo, el maltrato, el abandono y el desplazamiento por parte del
gobierno: Chambacú no visto como un problema, “El problema de Chambacú” (Deávila,
2008, p.39), sino visto como una población que día a día luchaba por sobrevivir y por
encarar la muerte.
     Precisamente, consideramos que la obra reúne un conjunto de luchas: la lucha
contra el hambre, el sufrimiento y la miseria; la lucha por proteger el espacio del que se
habían adueñado los chambaculeros y por una vida digna; por la defensa de la familia; por
la adaptación en tierras extrañas; la lucha de la guerra que para esa época se
perpetraba; y, por último, la lucha por la defensa de unas costumbres y por la búsqueda
de una identidad. Todo esto se desarrolla en una Chambacú que, como veremos más
adelante, sólo es muerte, y es la muerte la única que, paradójicamente, parece
sobrevivir.
     Para Valencia Solanilla (1988, p.477), todas las obras de Zapata Olivella constituyen
una ‘novela “total”’, precisamente porque el escritor cordobés ha dedicado todo su
trabajo literario y ensayístico a la historia de los afrodescendientes en Colombia, a
estudiar cuál es su identidad, su folclor y su tradición, pero, sobre todo, a develar, a
través de sus novelas, el ultraje al que han sido sometidos los negros a lo largo del
tiempo, creando imaginarios de exclusión y racismo que aún se mantienen presentes.

     Solanilla (1988, p.469) ubica la obra del autor según las características que, a su
manera de ver, pertenecen a la novela contemporánea, en las novelas “…que se ocupa[n]
del pasado lejano acudiendo generalmente al mito como elemento estructural” para
buscar una identidad. El autor estudia específicamente Changó, el gran putas (1982),
pero en Chambacú, corral de negros, también es sobresaliente esa búsqueda de la
identidad en la rememoración de un pasado lejano cuyos rescoldos influyen en el
tratamiento de los chambaculeros. Como lo indica José Luís Díaz Granados (1990, p.243):
“A pesar de que ya no existen las cadenas de la esclavitud, la novela señala sus
reminiscencias”.
     En este orden de ideas, pensamos que la lucha de los chambaculeros por sobrevivir,
por enfrentar el olvido y la miseria, son las consecuencias de un pasado anterior que
destinó a los negros a vivir de esa forma, y así lo mostrará Zapata Olivella en algunas
partes de la novela, dejando ver la historia de Chambacú en relación a ese pasado lejano
que, desafortunadamente, influyó de manera directa en dicha historia. Como explica
Lucía Ortiz (s.f., p.2):

…  Chambacú, corral de negros  de Manuel Zapata Olivella… representa un capítulo en la


historia silenciada de los afrodescendientes colombianos. En la historia de esta
comunidad, el autor trata los distintos niveles –cultural, histórico, político, económico,
social y étnico- que corresponden a la condición del negro colombiano. A la vez,
contribuye a que el nombre de Chambacú se celebre hasta hoy día como símbolo de la
resistencia del negro colombiano a permanecer invisible o en los márgenes de la
memoria colectiva.
     La obra se enfoca, principalmente, en el relato de una madre, La Cotena, que busca
a costa de todo, la protección de sus cinco hijos: Máximo, Críspulo, Medialuna, José
Raquel, y Clotilde, pero sobre todo, de los hijos varones, pues ellos pueden ser
convertidos en reclutas del ejército a la fuerza; alrededor de esta situación, se van
desarrollando otras que comprometen la vida de los hijos de La Cotena, y por tanto, su
integración como familia, y junto a esto, la dignidad humana de todo un pueblo que quiere
proteger su espacio y lo que, con esfuerzo, ha construido. Este enfrentamiento es
encabezado por Máximo, quien se ha encargado de la defensa de Chambacú, de la lucha
por las tierras en las que sus habitantes han visto una posibilidad para vivir o sobrevivir,
pero sobre todo, de sus derechos como afrodescendientes y seres humanos.

    Veamos en cada una de esas luchas que ya han sido especificadas, cómo se
desenvuelven los personajes y cómo, al final, una lucha puede llevar a la otra,
conformando en resumidas una lucha única.

    
1. El hambre y la extrema pobreza aparecen de forma explícita como característica de la
vida de los chambaculeros. En la época de la esclavitud en el siglo XVI, los
afrodescendientes eran tratados de forma inhumana, negándoles su densidad ontológica
y, por tanto, la satisfacción de necesidades básicas, como la alimentación; y los
chambaculeros, como negros sucesores de esclavos liberados, aun seguían siendo
observados desde esa perspectiva, como seres que sólo merecían ser despreciados y
quitados de en medio, como estorbo. Son entonces las personas idóneas para ir a la
guerra. Pero, cuando los capitanes van a buscar reclutas para conformar el “Batallón
Colombia” que peleará con los norteamericanos en la guerra de Corea (Díaz Granados,
1990, p.34), La Cotena reclama a los soldados: “-¿Qué quieren? Ahora sí estamos bonitas,
¡ni siquiera nos dejan dormir! Sólo se acuerdan de nosotros para jodernos. Si buscaran
hambre y miseria, la encontrarían a montones, pero eso no les importa…” (Zapata, 1990,
p.35)[1]. No les importa ayudarlos, sacarlos del estado lamentable en el que viven, sino
todo lo contrario, destruirlos como una plaga que hay que erradicar.
     Medialuna, uno de los hijos de La Cotena, es boxeador, y podemos ver en la novela
como él, su entrenador y su compañero han sufrido en las peleas por no estar bien
alimentados. Los chambaculeros, entonces, no tenían derecho, ni siquiera, a realizar
actividades fuera de trabajar incansablemente para poder conseguir qué comer. Son sólo
almejas podridas el alimento de los boxeadores. Por ejemplo, Camilo tuvo que
convertirse en entrenador porque no rendía en las peleas; Medialuna es nockeado y
después de buscar un médico que diga qué le sucede, su respuesta es certera: “Es
apenas hambre” (p.147). En el caso del Zurdo, el compañero de Medialuna, él: “…
combatía a nombre de un pasado. Pero la pujanza siempre fue minada por el hambre.
Ahora él la sentía. No bastaba con ser negro. Las piernas bailaban. El cansancio. El
calambre” (p.80).  La pelea en el ring de boxeo tiene como objetivo último el triunfo del
negro, la defensa de un pasado, la lucha por los negros y su historia, que por fin el negro
celebre su propia victoria, no la victoria ajena, pero el hambre no lo deja combatir, no
tiene fuerzas y cae moribundo.

    El cuadrilátero sólo es “Kid paludismo” contra “Kid Beriberi” (p.141), es decir, la
enfermedad contra las secuelas del hambre; vemos, entonces, que la lucha contra el
sufrimiento es literal en el boxeo, en el hogar, hasta en el aula de clase, que también se
convierte en otro espacio que recoge las consecuencias de la pobreza, porque el hambre
no solo inhabilita a los boxeadores, tampoco deja que los niños aprendan en la escuela;
así lo manifiesta la profesora Domitila: “Yo he hecho cuanto he podido por aclararles el
entendimiento pero no todo son letras y números. Los pobrecitos a veces no tienen ni
qué comer” (p.151)

     Habrá entonces quienes quieran conocer su pasado para entender el presente, y a
otros sólo les bastará vivir el presente para entender que nunca tuvieron un pasado. Así
se puede ver en la  contraposición entre Camilo y la Cotena. El uno quiere saber la razón
de su miseria: le dice la Cotena, “-¿Te quieres meter de redentor de hambrientos?”
(p.169), a lo que, renglón seguido, Camilo le replica: “-quiero saber por qué lo soy”. A la
otra no le interesa, le es suficiente padecer la miseria, como si tuviera una actitud más
resignada; dirá el narrador: “Él [Máximo] pretendía explicarle la dialéctica de la miseria.
La madre no lo entendía, le bastaba vivir esa miseria, sufrirla” (p.475).

     Podemos resumir este primer aspecto con la siguiente cita, muy reveladora, como
toda la obra de Zapata: “La miseria de la familia se acentuaba. Su mente abarcaba más
allá. No había posibilidad de liberación para ellos mientras naufragaban en el hambre de
toda Chambacú. Y Chambacú era el eslabón de una vieja cadena de padecimientos”.
(p.259). Chambacú era el producto de que muchos años atrás, el negro sufriera las
cadenas de la esclavitud; Chambacú padecía las cadenas del hambre, la pobreza, las
pocas ganas de vivir porque sus habitantes no estaban verdaderamente liberados; como
dice Máximo: “El hambre es un yugo más pesado que los grilletes” (p.193).

     2. Los chambaculeros, además de combatir el hambre y la miseria, luchaban contra


una fuerza mayor: que les quitaran el espacio que habían construido. Como los hijos de la
Cotena, muchos chambaculeros “Levantaron las paredes con retazos de fique, tablas y
lonas envejecidas. El techo de ramazones, palma de coco y oxidadas hojas de zinc”
(p.56). Esos eran sus hogares, y como tales tenían que hacerlos respetar como su
propiedad, por encima de todo, como dirá la Cotena: “…mi rancho es pobre pero honrado”
(p.36). No importaba si les destruían sus casas, ellos las armarían de nuevo, (p.56) y
Máximo sería el mayor promotor y defensor de esta “afrenta” a la ley, y prácticamente, se
acostumbra a estar en la cárcel, de la cual vuelve a su barrio con los mismos ideales, y
por éstos muere.
     Como lo afirma su madre: “…Nos lo mataron porque era bueno, porque quería más a
los pobres que a su propia madre” (p.231). A diferencia de sus hermanos, Máximo busca
en la lectura el conocimiento de su pueblo, la herencia de sus antepasados, para cambiar
el presente, éste es su propósito, cambiar el destino de su familia y de los
chambaculeros; y la lucha será férrea:

Nos defenderemos. La policía comete un atropello. Cumplen órdenes de los que se dicen
amos de esta isla. Ni siquiera la nación tiene derecho sobre la tierra que pisamos. Bien
saben que bajo este basamento de cáscaras de arroz y aserrín, solo hay sudor de negros.
No hemos venido acá por nuestra propia voluntad. Nos han echado de todas partes y
ahora quieren arrebatarnos la fosa que hemos construido para mal morir. (p.184)

     La tierra que pisan es su tierra porque allí han puesto todos sus esfuerzos para
sobrevivir o “mal morir”, pero en últimas, para desafiar el destino que se les había
impuesto, y el destino que el gobierno no les quería ayudar a cambiar, porque Chambacú
se convierte en un sector marginado y sus habitantes en seres excluidos. Debido a esto,
para los chambaculeros no existe otra tierra sino Chambacú. Así lo asevera Críspulo:
“Para mí no hay sino Chambacú. Ni siquiera Cartagena. Con lo mal que nos miran…”
(p.75). Los chambaculeros estaban encerrados en la miseria, no podían mirar más allá de
sus tierras, porque afuera no eran sino vistos “como criminales y transgresores del orden
establecido. La razón: haberse apropiado de un terreno particular, evidentemente sub-
utilizado, veinte años atrás” (Deávila, 2008, p. 42).

     En este sentido, la lucha de Máximo también estaba encaminada en la lucha por
una vida digna, la cual era obstaculizada, en mayor medida, por el racismo. Así le dice el
capitán a Máximo en una de las veces que lo aprisiona: “…Te has puesto a contradecir el
mandato de las Naciones Unidas. ¡Tú, un pobre negro!”. El negro no merece vivir como
ser humano, ni tampoco puede reclamar sus derechos, porque, por ser negro, no será
escuchado. Como le expresa Máximo a su madre, para los pobres: “Es demasiado aspirar
a tener una familia. Si apenas nos miran como gentes. Ya sabe que somos unos
descendientes de esclavos” (p.158). Es decir, los chambaculeros padecen aún el
fantasma de la esclavitud, y por esto, el rechazo y el abandono.  La afrenta de Máximo,
entonces, va más allá: es exigir unos derechos para, a través de esto, negar dichos
imaginarios de exclusión y racismo que tanto han marcado a Chambacú, tumbar los
muros que los dividen de la ciudad, y echar abajo ese temor que se ha infundado en la
ciudad:

La isla crece. Mañana seremos quince mil familias. El “Cáncer negro”, como nos llaman.
Quieren destruirnos. Temen que un día crucemos el puente y la ola de tugurios inunde la
ciudad. Por eso para nosotros no hay calles, alcantarillados, escuelas ni higiene.
Pretenden ahogarnos en la miseria. Se engañan. Lucharemos por nuestra dignidad de ser
humanos. No nos dejaremos expulsar de Chambacú. Jamás cambiarán el rostro negro de
Cartagena. Su grandeza y su gloria descansa sobre los huesos de nuestros antepasados.
(p.199)

     Desde este punto de vista, Chambacú, corral de negros, se convierte en una novela
de denuncia,  que, desde su protagonista, Máximo, busca visibilizar una historia olvidada
que no es más que la continuación, de una que tuvo lugar en una época anterior, la de los
negros africanos que no eran reconocidos, y por lo que Máximo lucha es por el
reconocimiento de su pueblo, que Chambacú sea visto sin temor y sea apoyado. Y con su
muerte, una muerte que causa su propio hermano José Raquel, en el combate con los
soldados por Chambacú, se reafirma su labor, la cual era la de despertar a los
chambaculeros a que luchen por los que les pertenece, abrirles los ojos a pesar de que
ya los de él estaban cerrados con cuatro puntadas de hilo. (p.234)
     3. En la novela también es muy importante la relación madre-hijo. Llama la
atención que en las familias protagonistas de la obra no está la presencia del padre.
Tanto la Cotena, como Clotilde y la madre de Atilio, han criado a sus hijos solas,
enseñándolos a luchar por ellas hasta el final como ellas lo han hecho por sus hijos.
Éstos les pertenecen a las madres en una relación peculiar, pues al llevarlos en su
vientre los sienten como parte de ellas mismas, y la muerte de un hijo para una madre, es
como la muerte de una parte de ellas y, en consecuencia, deviene una total incompletud.
     En este sentido, la relación madre-hijo se convierte en una lucha por la familia,
porque ésta no se separe. Así lo deja ver la Cotena, quien no quiere alejarse de sus hijos;
dejarlos a la deriva y no volver a saber de ellos, es para ella la mayor afrenta a su hogar.
Si no tiene una casa en buenas condiciones, ni alimento, por lo menos tiene a sus hijos,
quienes son para ella lo más valioso, a pesar de las necesidades materiales:”…si bien es
cierto que tengo cuatro hijos, ninguno de ellos irá a la guerra. Antes de que los maten
extraños, prefiero apuñalarlos con mis propias manos y saber en qué sitio los entierro.
¡Cobardes!” (p. 36).
     A su vez, la madre se convierte en un apoyo para los hijos. Para Máximo es “su
aliado más firme” (p. 40), es su roca. Cuando la Cotena le quema los libros, el narrador
dice que a       Máximo “Le dolía más la derrota filial que los libros y las revistas”, el
ver que su madre sufriera por él, por la actitud rebelde que siempre lo llevaba a la cárcel,
y que por esto madre e hijo tuvieran que separarse. La Cotena lo hace porque quiere a su
hijo a su lado, sano y salvo, lejos de las torturas de la policía: “¡Máximo, hijo mío!
¡Escúpeme! ¡Mátame! Cometeré cualquier crimen con tal de que no te lleven a la guerra”
(p.41). Además de la separación, la Cotena tampoco quiere hijos asesinos, quiere
hombres buenos que respeten su crianza y, por tanto, el valor de la vida. Por eso dice: “…
Máximo, hijo mío, déjate matar. ¡Prefiero verte muerto que convertido en asesino!” (p.
48), mientras que de José Raquel, quien se va de voluntario a la guerra para no dar
cuenta de otros delitos, afirma: “…No lloraré por él. Que se pudra en la guerra. ¡No es hijo
mío! ¡Rezo por máximo que se lo llevan a la fuerza! (p.86).

     La Cotena sufre mucho por sus hijos, siempre está suplicante por ellos a la Virgen
de la Candelaria, buscando una intercesión milagrosa que no los aleje de ella. Parece ser
éste el último recurso que le queda porque en sus opiniones deja entrever que sus hijos
se le han salido de las manos, pero que quiere estar con ellos en lo que le queda de vida,
y que sus hijos no se comportaran así si hubieran tenido una figura paterna. Así se lo
explica a Máximo: “…Estoy vieja. Necesito de ti. Me siento cansada. ¿Sabes? Ustedes
mis hijos me han despedazado la vida. Yo hubiera querido tenerlos a todos bien criados.
Si tu padre no hubiera muerto de esa espuela de gallo, ustedes no estarían así” (p. 158)

     Clotilde, la única hija hembra de la Cotena, siente el mismo clamor de su madre por
medio de su hijo Dominguito. El clamor de no separarse de él para que no le pase nada y
ella no sufrir ni que tampoco sufra su hijo en esta vida tan llena de desgracias:
“Dominguito. No deseaba verlo crecer. Así podría cargarlo, defenderlo. Mejor estaría en
su vientre. Se lo maldijeron antes de nacer. Pero era su hijo, no importaba quien fuese el
padre. Sería para ella sola. Lo abrazaba temerosa” (p. 69).

     La madre de Atilio ve en su hijo, la única compañía, y por tanto, su única ayuda, en
suma, depende de su hijo: “… ¡Defensor de pobres, mientras yo me muero de hambre!
¿Por qué no me redimes a mí? Yo no tengo más hijos que tu…” (p. 39). La madre de Atilio
no entiende el afán de la lucha colectiva, su lucha es individual, a ella sólo le interesa
sobrevivir junto a su hijo, por lo menos, teniendo para comer. Si no tiene a su hijo, a su
compañero de lucha, la lucha no es igual, porque ella quiere vivir la miseria al lado de él.
Como expresa Ortiz (s.f., p. 9):
Si para Máximo su lucha parte de un interés por “liberar” a su comunidad y es una lucha
colectiva, para su madre y otros se trata de una lucha individual, y consiste en la lucha
por la supervivencia diaria…; el tener qué comer, dónde dormir, alimentar a sus hijos,
supera cualquier interés intelectual o político.

     Petronila, la hermana de la Cotena, es un caso especial. En la novela, encarna la


soledad y la frustración, pues nunca pudo tener hijos, y tuvo que arrebatarle uno a su
hermana. Este hijo es José Raquel. Sin embargo, José Raquel parece dejar de lado a su
tía y madre, además, ni parece verla como tal, sólo se refugia en su casa cuando la
Cotena no le permite ciertas andanzas en la suya. En últimas, no la ve como una madre
como Petronila sí lo ve como un hijo. Petronila, entonces, sufre la decepción del hijo que
no pudo tener, del hijo adoptivo que la ha abandonado por el afán de lujo y por los vicios,
y que ni siquiera le dejará unos nietos por los cuales velar porque José Raquel es estéril.
A Petronila sólo le quedaba esperar la muerte: “El llanto de las ancianas repartía por toda
la isla la noticia de la muerte solitaria de la tía Petronila” (p.182).

     4. Una situación interesante en la novela y de la cual no hemos hablado, es la que


se desarrolla a partir de la llegada de Inge a la casa de la Cotena. Inge es sueca y es la
esposa de José Raquel, a quien éste conoce en Suecia, por los viajes que hacía a causa
de la guerra de Corea. Para José Raquel, Inge no era sino una adquisición, como la moto
que también había obtenido: “¡Ah!, para mí la guerra no fue la guerra, sino un buen
negocio, que además de la moto me trajo una buena hembra…” (p. 108).
 Esta mujer blanca y apetecida por todos desde su llegada, sufre por la adaptación en
estas tierras que son todo lo contrario a su país natal. En la novela, con el arribo de Inge,
se muestra aun más la inmundicia de los terrenos, pues al ser extranjera, no soporta los
olores, el calor, es otra mirada y otro sentir, una mirada de confusión, de caos ante lo
nuevo, ante lo inimaginable:

…La brisa en vez de ahuyentar el mal olor parecía recrudecerlo. Las casuchas se
contaminaban, el sol, los hombres. Tuvo conciencia, aunque difusa, de estar en un
cementerio de sepulturas abiertas. Después entró en una especie de sopor, de
enajenación. No podía tomar conocimiento de nada. Apenas una vaga visión que se
mezclaba a los olores obsesionantes… (p. 98)

     En palabras de Lucía Ortiz (s.f., p.9), “Inge… representa al foráneo, la mirada del
otro, “blanco y civilizado”, quien ha permanecido ciego ante la realidad de una
comunidad que es sólo un ejemplo entre tantas oprimidas alrededor del mundo”.
Efectivamente, esa concepción del blanco como civilizado es la que desea tener Máximo,
quien es un hombre de lectura que, paradójicamente, ve sus costumbres como primitivas,
como si quisiera alcanzar el estatus de las costumbres que se consideran “civilizadas”:
“El ojo de Inge. Creía que a ella debía gran parte de su desazón. Hubiera querido estar
metido en su pupila. Mirar su propio mundo desde ese ángulo europeo. Las costumbres
rústicas…” (p. 159). Máximo ve la llegada de Inge como una intromisión de la
“civilización” en la “barbarie”: “Y ahora esa civilización entraba a compartir su miseria”
(p. 159)

     A pesar de todo, Inge parece adaptarse a esas tierras, y a la familia de la Cotena.
Como se lo dijo ésta última, como se acostumbre: “Hasta no querrá irse nunca de
Chambacú” (p. 111). Ella reconoce una forma de vivir que no sabía que existía, y se une a
la lucha de Máximo por los derechos de los chambaculeros, su vida toma sentido. Inge
entonces, no es el extranjero que rechaza, que excluye, que maltrata; es la extranjera
que comprende y que buscará afanosamente la solución al sufrimiento de Chambacú. Así
se lo manifestará a José Raquel cuando éste le proponga irse a vivir a manga, un barrio
de clase social alta:

…Déjame. Aquí en Chambacú he conseguido lo que nunca tuve. Amor. En mi país jamás
supe que existían otras condiciones de vida que son una afrenta a la dignidad humana.
Ahora no podría vivir sin el calor de los pobres. De tu madre y de tu hermana, de todos.
Luchar por ello no solo ha llenado mi soledad, sino que ha dado sentido a mi existencia.
¡Lárgate! (p. 216)

     5. La defensa del espacio chambaculero implica, en la novela, una defensa por las
costumbres y una definición de la identidad. Pero esta defensa se configura de forma
ambivalente, pues, Máximo, el mayor representante de esta pugna, lucha por los
afrodescendientes, pero, al parecer, la cultura de éstos, y sus costumbres, las considera
cosas de superstición, como si fueran “retrógradas”, además, ve en el negro, un carácter
instintivo que sólo le ha sido estereotipado. Aun así reclama un “ser lo que somos” que
se remonta a los antepasados, pero no hay una visión aceptable de las costumbres de los
mismos. He ahí la ambivalencia:
Tu presencia nos hace sentir extraños. No es debido a la diferencia de piel. Nos revela
nuestras limitaciones culturales. Vejados por la miseria, ni siquiera los instintos pueden
realizarse normalmente. Pero no sólo somos un saco de apetitos contenidos. Nuestra
cultura ancestral también está ahogada. Se expresa en fórmulas mágicas.
Supersticiones. (p. 188)

     Vemos en la anterior cita cómo Máximo le manifiesta a Inge las “debilidades” de su
cultura, debilidades que han sido reforzadas por la pobreza y la desatención que los
chambaculeros sufren. Pero, renglón seguido, exige los derechos identitarios que le
pertenecen a su pueblo:

Desde hace cuatrocientos años se nos ha prohibido decir “esto es mío”. Nos expresamos
en un idioma ajeno. Nuestros sentimientos no encuentran todavía las palabras exactas
para afirmarse. Cuando me oyes hablar de revolución me refiero a algo más que romper
ataduras. Reclamo el derecho simple de ser lo que somos. (p.188)

     La pregunta es, entonces, ¿cuál es la identidad negra que se manifiesta en la


novela?, ¿existe una identidad negra? Pues, sólo podemos respondernos acudiendo a la
Cotena y Petronila, y su confianza en Bonifacio. Para la primera, la solución a la herida de
dominguito es el curandero, no amputarle la pierna como proponen los médicos. Máximo
se opone a la decisión de su madre, pues él considera que los médicos profesionales
saben mejor sobre eso que Bonifacio, mas la decisión de su madre es inamovible: “Ellos
sabrán mucho de cortar piernas, pero no cómo curar un espuelazo de gallo. Me lo llevo a
donde Bonifacio” (p. 177). Para sorpresa de Máximo, Bonifacio cura la pierna de
Dominguito. Lo que él llama “supersticiones” le salvó la vida a su sobrino.

     Para Petronila, la magia de Bonifacio es importante para orientar su vida, pero
sobre todo, para conocer el paradero y el destino de su hijo José Raquel. A diferencia de
Máximo, en ella se manifiesta una creencia en los poderes sobrenaturales:

La superstición y la magia le comunicaban vitalidad. Belcebú. El Ánima sola. Los clavos


de Cristo. La oración para alejar a Lucifer. Las costillas de murciélago. Los bigotes de
gato negro, recortados en noche de celo. La sangre fresca del chivato. Poderes
sobrenaturales que venían cabalgando la mente de los negros desde el foso lejano de la
esclavitud. (p.52)

     Zapata Olivella reafirma la identidad de los negros en estas costumbres religiosas y
míticas, producto de la mezcla entre la religión católica y las creencias africanas, pero
Máximo, no ve en eso una identidad, las consideraciones de este personaje dejan
entrever que busca una identidad única, en la que no haya mezclas, en la que se pueda
decir “esto es mío”, a esto se debe su lucha por un espacio donde vivir, condiciones
básicas para lo sobrevivencia: educación, alimentación. Lo mínimo para, por lo menos,
integrar, a esa identidad cultural, una identidad de seres humanos. Es esto, en últimas, el
propósito de Máximo: más allá de estas creencias, todos los chambaculeros son, ante
todo, seres humanos.

     6. Sin lugar a dudas, una lucha que atraviesa toda la obra en cuestión de Zapata
Olivella, es la guerra, la guerra con fusiles, que tortura, que obliga a sus reclutas, que
desintegra familias, que asesina sin sentido. Chambacú debe luchar contra la guerra que
les quiere quitar lo único que les queda, sus familias, esposos, hijos, nietos, hombres que
son el sostén de sus hogares, o jóvenes que aún no han conocido la vida. La guerra,
finalmente, sólo trae desgracia, y llanto: “La isla era un gran tambor. La sacudían los
gritos y el llanto. Ansiedad de incendio, de tormenta. Los callejones se avivaban con el
colorín de las polleras. Los capturados miraban sin esperanza por entre los fusiles…” (p.
49). Esas polleras pertenecían a las madres, a las esposas, a las hermanas que iban en
busca de sus hombres, pero no podían hacer nada, sólo esperar a que sus familiares
volvieran sanos y salvo, si así sucedía.
     La primera parte de la novela abarca el caos que trae esta persecución, “Chambacú
no había visto antes una bandada tan numerosa de aquellos pájaros verdes” (p. 46) Para
fortuna de la Cotena, Críspulo no es llevado porque en ese momento estaba en una pelea
con sus gallos, Medialuna se escapa nadando por el caño con el Zurdo y Camilo. Pero
Máximo sí es capturado, a pesar de todos los esfuerzos de su madre porque esto no
suceda, a gritos, a golpes y a mordiscos (p. 48). No obstante, Máximo regresará, mientras
que José Raquel, sí va a la guerra por su propia voluntad, pero, aunque regresa sano y
salvo porque pudo trabajar de enfermero, acepta la propuesta del Capitán Quirós, y se
convierte en Sargento para comandar una persecución contra su propia comunidad, e
incluso, su propia familia, sólo por el afán de lucro, y de salir de la miseria en la que vivía.

     Lo peor de la guerra para la Cotena y su familia, es el asesinato de personas


desconocidas, que incluso pueden ser inocentes. Por esto se nota un desprecio a la
guerra, por ejemplo, por parte de Medialuna, para quien la guerra sólo deja resentimiento
y rencor: “…Después del combate nos abrazamos y bajamos del ring sin rencores. ¿Pero
tú crees que se pueda regresar de la guerra sin remordimiento de conciencia?…” (p. 58).
De igual forma lo deja ver Críspulo, quien no entiende los ideales de la guerra; se puede
ver a través de su opinión una denuncia a la guerra y su absurdo, pues los combatientes
ni siquiera saben por qué luchan, y si lo saben, no entienden el significado. En últimas,
ningún ideal debería justificar la guerra, mucho menos la muerte de un ser humano:
…Matar cristianos es algo muy serio. Máximo asegura que llenan de mentiras las cabezas
de los soldados antes de que vayan a las trincheras. Libertad. Patria. Democracia. Vainas
que nunca hemos conocido. Ni el mismo Máximo que ha leído tantos libros sabrá que
quieren decir esas palabras. (p.75)

     Por esto mismo Clotilde no permite que su hijo Dominguito mencione esa palabra
tan llena de crueldad, horror y sangre: “El puño golpeó sus labios. Su madre sólo le
pegaba en la boca cuando pronunciaba malas palabras. “Quiero ir a la guerra”. No
volvería a repetirlo” (p. 69). Y la Cotena, después del regreso de su hijo José Raquel, le
pide a éste que se confiese, después de ver que, en unas fotos, su hijo sonreía, sin
importarle, los miles de muertos que tenía detrás, sin importarle que sería de ellos y sus
familias, sin ninguna clase de compasión. La Cotena “…Tuvo el presentimiento de que no
le devolvían a su hijo sino a un monstruo. Ahora miraría en su cara aquella sonrisa de
asesino. Comprendió lo horroroso de la guerra y la tremenda repercusión que había
tenido en su hijo…” (p. 135)

     Díaz Granados (1990, p. 243) considera que Chambacú, corral de negros  “Es una
clara y directa denuncia contra el Estado, contra el sistema operante en la época en que
se desarrolló la obra…”, precisamente, por el abuso que tiene el gobierno con los negros
chambaculeros al querer convertirlos en soldados, como si estas personas no tuvieran
valor alguno. Al ser pobres y negros son las personas “aptas” para este oficio, porque
pueden adaptarse a las condiciones de la guerra, además, era una forma de poder
desalojar, poco a poco, el lugar en el que vivían, porque sabían que los negros, en su
mayoría, sino en su totalidad,  no volverían a sus hogares. Se nota, entonces, el peor de
los rechazos hacia una comunidad que sólo quería, y reclamaba vivir, lo mejor
humanamente posible, la exclusión y el maltrato son evidentes: “La guerra era
caprichosa, gustaba de los hombres humildes. Las trincheras reclamaban a los pobres,
acostumbrados a vivir en fosos angostos. Gente que se pudiera hacinar en sepulturas
estrechas sin reclamar cruces ni monumentos” (p. 82)
Es interesante que la novela empieza y termina de forma similar, entre la acción de los
disparos y la lucha con los soldados. Pero hay visibles diferencias: al comienzo de la obra
se quiere capturar a los soldados para llevarlos a la guerra de Corea, y además, quieren
capturar a Máximo por su rebeldía, por manifestarse con mensajes por todo el barrio en
contra del gobierno. Pero al final, Máximo no está solo, está luchando con toda la
comunidad, a la que convidó para pelear por sus derechos, con arengas y proclamas, y
quien comanda la persecución es su propio hermano José Raquel. Éste, de forma
insensible, mata a su hermano, sin importarle el dolor de su familia. Es un fin cruel que
corresponde con una novela que sólo muestra las atrocidades cometidas con los
chambaculeros.

     7. Después de todo este recorrido con el que hemos querido mostrar las luchas
que conforman Chambacú, corral de negros, sólo nos queda decir, que si bien, toda lucha
tiene un objetivo que cumplir, porque, precisamente, peleamos por lo que queremos
lograr, nos atrevemos a aseverar, que muchas de éstas luchas fracasan. Por un lado, La
Cotena, y su defensa por la familia se frustra desde el momento en que su hijo José
Raquel se va para la guerra, y posteriormente, se convierte en Sargento, pues, ya no
parece ser su hijo. Y, también con lo que ella no quería, pero que sabía que pasaría:
Máximo muere luchando por los derechos de los chambaculeros; además, Atilio muere en
la guerra, y deja a su madre sola y desamparada, lo mismo que le sucede a la tía
Petronila, en relación a José Raquel. Debemos agregar a esto que, si las familias se
separan es por la guerra, la guerra les quitó los único que les quedaba, sus seres
queridos.
      Por otro lado, aunque Inge logra adaptarse a Chambacú, la lucha que inicia por los
chambaculeros, creemos que termina con la muerte de Máximo, aunque en la novela no
se sabe qué sucede después de esto. Tal vez el autor asume que la realidad de
Chambacú es clara, y que los lectores conocen en qué termina la historia. Los habitantes
de Chambacú, al ser trasladados, pierden los terrenos por los que luchaban, y más que
esto, el espacio que habían construido para fortalecerse como comunidad, con sus
propias costumbres, por lo que, consideramos que todos los esfuerzos por Chambacú,
desaparecen junto con éste.

     En conclusión, el fracaso de todas estas luchas confirma lo dicho por Clotilde:
“Chambacú es tierra de muerte” (p. 55), la muerte de los seres queridos, pero también de
las ilusiones, de las ganas de salir adelante, de crear una comunidad en la que se
garantizaran unas condiciones óptimas para vivir. En últimas, Chambacú no logra la
atención que sus habitantes buscaban, sólo son mirados para ser despreciados, y
aniquilados, pero no se ve en ellos ninguna clase de futuro. Sea como sea, el fantasma de
Chambacú persistirá para siempre en la memoria de quienes lo sufrieron, de quienes
creyeron en él, pero también de quienes hicieron hasta lo imposible por abolir lo que, a
pesar de todo, nunca desaparecerá, la “cara negra” de Cartagena.

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