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ISHIGURO, PARA QUE LA FICCIÓN CONTINÚE

Víctor Arteaga Villa

victorarteagavilla@gmail.com

La Academia Sueca adjudicó el Nobel de literatura correspondiente a

2017 al novelista inglés, de cuna japonesa, Kazuo Ishiguro porque, “en novelas

de gran fuerza emocional, ha revelado el abismo bajo nuestro ilusorio

sentimiento de pertenencia al mundo”.

Valga advertir que ni la concesión del premio es criterio acertado y válido

para determinar la calidad de una obra y su titular, ni la justificación de la

decisión es el último juicio frente a tales.

Muchos son los autores consagrados que no hubieran precisado del

galardón para permanecer en una suerte de museo universal de las letras:

Mann, Hesse, Hamsun, Faulkner, Böll, García Márquez, Bellow, Grass…, así

como tantos aquellos por quienes este pasó de largo y ahí, para siempre,

estarán: Tolstoi, Fogazzaro, Greene, Moravia, Mishima, Calvino, Borges,

Yourcenar…

En su testamento Nobel dejó sentada la obligación de reconocer una

“literatura notable en el sentido del idealismo”. La Academia soslayó el

propósito de su legatante para la ficción más colosal, idealismo nato, de los

tiempos modernos, la perfecta síntesis de los géneros literarios, épica, lírica y

dramática: la aventura surrealista del sicoanálisis.

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Fue Papini, en Visita a Freud. 8 de mayo de 1934, quien del modo más

exhaustivo ponderó dichas obra y autor: “literato por instinto y médico por

fuerza”, el judío vienés concibió “la idea de transformar una rama de la

medicina, la siquiatría, en literatura”. “Fui y soy un poeta y novelista -también

dramaturgo- bajo la figura de un científico. El sicoanálisis no es otra cosa que

la transferencia de una vocación literaria en términos de sicología y

patología”.

Siempre en deuda con Goethe, pero hijo de las tres grandes tendencias

tedesco-francesas del decimonónico, el relato sicoanalítico es un compendio

bien logrado: “El primer impulso para el descubrimiento de mi método me vino

de mi querido Goethe. Usted sabe que escribió el ‘Werther’ para liberarse del

vínculo morboso de un dolor. La literatura era para él catarsis. ¿En qué

consiste mi método para la cura de la histeria sino en hacer contacto con el

paciente para liberarlo de una obsesión? No hice otra cosa que forzar a mis

pacientes a actuar como Goethe. La confesión es liberación, o sea cura. Lo

hacían desde hace siglos los católicos y Victor Hugo me había enseñado que el

poeta también es sacerdote. Me sustituí descaradamente al confesor. El primer

paso había sido dado. De inmediato me di cuenta que las confesiones de mis

enfermos constituían un repertorio precioso de documentos humanos. Yo

hacía, por tanto, un trabajo parecido al de Zola. Él obtenía de aquellos

documentos novelas. Yo estaba obligado a guardarlas para mí. La poesía

decadente atrajo entonces mi atención hacia la semejanza entre sueño y obra

de arte y sobre la importancia del lenguaje simbólico. Había nacido el

sicoanálisis, no como dicen de la sugestión de Breuer o de los indicios de

Schopenhauer o de Nietzsche, sino de la transposición científica de las escuelas

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literarias amadas por mí. Más claramente el romanticismo me sugirió el

concepto de la sexualidad como centro de la vida humana. El naturalismo,

sobre todo Zola, me habituó a ver los lados más repugnantes, pero más

comunes y generales, de la vida humana: la sexualidad y la avidez bajo la

hipocresía de las buenas maneras; en resumen, la bestia en el hombre. El

simbolismo, al final, me enseñó dos cosas: el valor de los sueños comparados

con las obras poéticas y el lugar que ocupan el símbolo y la alusión en el arte,

o sea, en el sueño manifestado. Aprendí de los simbolistas que cada poeta debe

crear su lenguaje y yo he creado, de hecho, un lenguaje simbólico de los

sueños”. “Heine, Zola y Mallarmé se reúnen en mí bajo el patronato de mi viejo

Goethe”.

¿De dónde nace la verdadera ficción? De la vida. Y la ficción es más

verdadera, como acaba de ilustrarlo el personaje tan plástico de Papini, cuando

la cotidianidad, con énfasis y sin ellos, se conjunta con una tradición, de

variadas y múltiples vertientes, que eleva a rango de metáfora lo de más común

entre los hombres. Entonces, la vida se hace obra de arte, obra de arte capturada

en la ficción, secuestrada en la literatura, apresada en la novela, la novela que,

como en el caso de Ishiguro, “de gran fuerza emocional”, “revela el abismo

bajo nuestro ilusorio sentimiento de pertenencia al mundo”.

Menéndez y Pelayo, nominado en cinco ocasiones al Nobel de literatura,

sentenció que la novela es la epopeya destronada. Mientras que la gran epopeya

está plagada de héroes, dioses y hazañas, la novela, invento de Cervantes,

abunda en antihéroes, hombres y trivialidades, trivialidades que hacen la vida

de cada hombre a cada día.

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El retrato certero, cometido con la prosa y con el verso, de este último

tipo de personajes y de situaciones, contados y cantados con los valores

agregados de lo imaginario probable, de lo simbólico posible y de lo real creíble,

muchas veces increíble, es lo que confiere calidad de imperecederos a una obra,

a un autor. Una obra, un autor que no consagran un premio; pero, si el

reconocimiento llega, no está de más.

Kazuo Ishiguro, Kazuo Ishiguro, premio Nobel de literatura. Ishiguro sin

más, sin añadidos.

Observador agudo de lo cotidiano, narrador sagaz de lo elemental,

prosista hábil de la experiencia humana que a cada día dice la vida que

simplemente fluye, enclavijado entre la evidente ambigüedad japonesa

(Kawabata) y la meridiana puntualidad inglesa, Ishiguro es una especie de

funambulista con el elemento que, permitiendo las mayores posibilidades, se

hace más difícil de manejar en la construcción de la trama narrativa: el tiempo.

Desde la primera de sus novelas, Pálida luz en las colinas (1982), hasta la

última, El gigante enterrado (2015), teje una relación con el tiempo que se

mueve entre la nostalgia por un pasado que se fue, la edad de la inocencia

añorada, y el saudade de otro que pudo ser y no fue, la época de la conciencia

remordida.

Danius, secretaria perpetua de la Academia Sueca, relacionó a Ishiguro

con Proust, a la zaga de un tiempo perdido que amerita ser recobrado; lo cierto

es que en él palpita más la sombra de un tiempo narrado a la manera de La

montaña mágica, de Mann: si bien no es un tiempo congelado, un tiempo

detenido, un tiempo en suspenso, sí que es un tiempo-ahí, dado para corregir,

para redimir, para salvar: es un tiempo en que convergen tanto su paso

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inexorable como su oportunidad de gracia, el tiempo en la doble comprensión

de los griegos: khrónos y kairós.

Los restos del día, su bien lograda novela de 1989, llevada al cine, en

1993, por James Ivory, protagonizada por Anthony Hopkins y Emma

Thompson, es la muestra más representativa de ello.

Stevens, el mayordomo fiel, atado al más refinado estilo inglés, sabe que

allá afuera la vida pasa; no obstante, acá adentro percibe que la vida se ha

estancado. Por Darlington Hall transita Inglaterra, su presente, su pasado, su

futuro; flemática, distante, puntual, mordaz. La figura de su otrora señor,

incólume, incorruptible, inmaculada…, conservando siempre las buenas

maneras, o al menos las mejores apariencias, es digna de la mayor admiración,

del más alto respeto, de la máxima consideración.

Muerto Lord Darlington, Míster Farraday, de relajadas costumbres

norteamericanas, se hace a la propiedad y mantiene a Stevens en su puesto,

permitiéndole, mientras se ausenta por unos días, que tome su también ahora

auto y recorra Inglaterra. Stevens, protagonista y narrador, tan sutil como

perspicaz, sale al encuentro del tiempo, más que del mundo, y descubre que su

viejo amo no era quien era y, lo más importante, que el tiempo siempre reclama

factura.

Ishiguro, la vida narrada ficción, “ilusorio sentimiento de pertenencia al

mundo”, para que, justamente, la ficción continúe.

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