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La escuela atomista

A partir de Heráclito, y debido en parte a sus doctrinas, al lado de la


dirección espiritualista, representada por Anaxágoras, se manifestó otra
dirección materialista representada por Leucipo y Demócrito. Y, en efecto:
Leucipo, cuyo nacimiento y cuya patria son dudosos, inició, o al menos dio
impulso a una verdadera reacción contra el idealismo eleático.

Para combatir y atacar al idealismo de la escuela eleática, Leucipo se


colocó en un terreno materialista, pretendiendo explicar todas las cosas, sin
excepción alguna, por medio de átomos y del movimiento. En vez de limitarse a
restablecer los fueros de la experiencia contra las pretensiones exclusivas de las
especulaciones metafísicas y a priori, restableciendo a la vez o conservando la
pluralidad de seres afirmada por la escuela jónica, Leucipo no ve en el mundo
más que el vacío y el movimiento, átomos indivisibles e invisibles, sin perjuicio
de poseer diferentes formas o figuras, y, por último, substancias materiales
producidas por la composición y descomposición, unión y separación de esos
átomos. El alma humana, lo mismo que los demás seres, no es más que una
substancia compuesta de átomos brillantes, esféricos y sutiles, de donde resulta
en el hombre el calor, la vida y el pensamiento, fenómenos que son
manifestaciones diferentes del movimiento, el cual es inherente y como esencial
a los átomos de figura esférica.

Según el historiador Diógenes Laercio, concedía Leucipo a todos los


átomos movimiento esencial y las combinaciones que dan origen a los diferentes
cuerpos se verificaban por medio de remolinos. Éste, olvidando que los átomos y
su movimiento suponen y exigen una causa primera, prescindía de ésta por
completo, contentándose con afirmar que el movimiento de los átomos se halla
sujeto a leyes necesarias e inmutables. Por cierto que Aristóteles ya llamaba en
su tiempo la atención acerca de esta hipótesis arbitraria y esencialmente
anticientífica de un movimiento que existe sin saber cómo, ni por qué acerca de
una hipótesis en la cual no se tenía en cuenta que para explicar el origen,
constitución y transformación del mundo, no bastan el lleno y el vacío ni los
átomos con sus diferencias de orden, de figura y sitio, que es lo que afirmaba y
suponía la escuela atomística, siguiendo a su fundador Leucipo.

En conformidad con esta teoría, Leucipo explicaba la generación y


corrupción substancial, o sea la formación y destrucción de nuevas substancias,
por medio de la unión y separación de determinados átomos: si sólo había
cambio de sitio en los mismos, resultaba la alteración y mutaciones accidentales.

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Demócrito
Demócrito completa y desarrolla la doctrina de Leucipo, haciendo
aplicaciones de la misma a la psicología y la moral. Abdera, colonia de jonios,
parece haber sido la patria de este filósofo, por los años 460 antes de Jesucristo.
Dejando a un lado tradiciones y leyendas acerca de su vida y vicisitudes, cuya
parte de verdad histórica es difícil discernir, lo que sí parece indudable es que su
amor a la ciencia le llevó a emprender largas y penosas peregrinaciones por
países distantes y climas muy diferentes. Clemente de Alejandría y otros autores
respetables, ponen en boca de este filósofo un pasaje en que se felicita y hace
alarde de haber recorrido más países que ninguno de sus contemporáneos. «He
visto, dice en el pasaje aludido, la mayor parte de los climas y de las naciones.
He oído a los hombres más sabios, y nadie me ha superado en la demostración
de la composición de las líneas, ni aun los egipcios, que se llaman a sí mismos
arpedonaptas, entre los cuales he residido por espacio de ocho años». Merced a
estos viajes científicos, a su vocación decidida por la ciencia y a la constancia de
sus estudios, Demócrito adquirió gran caudal de conocimientos, de lo cual es
también evidente indicio el número prodigioso de escritos que le atribuye y cita
Diógenes Laercio.

Desgraciadamente, la elevación, pureza y verdad de estos conocimientos


no están en relación con su cantidad. Su teoría cosmológica coincide con la de
Leucipo: los átomos y el vacío son los principios de todas las cosas; los primeros
como principio positivo; el segundo como principio privativo y condición del
movimiento atomístico, el cual contiene la razón suficiente inmediata de la
existencia, diversidad, atributos y cualidades de los seres. Para no verse en la
necesidad de señalar una causa al movimiento, decía que el tiempo es infinito y
el movimiento eterno, sin reparar en lo absurdo y contradictorio de estos
conceptos.

Para que hubiera, sin duda, proporción y armonía entre el espacio y el


tiempo, como la había entre el átomo y el movimiento, uno y otro eternos, según
Demócrito, afirmaba éste, si hemos de dar crédito a Cicerón, que el espacio en
que se verifica el movimiento de los átomos es también infinito o absolutamente
ilimitado.

En conformidad con estos principios, Demócrito enseñaba también, si


hemos de dar crédito al testimonio y a diferentes pasajes de Aristóteles, Sexto
Empírico, Cicerón y Plutarco: a) que la realidad primitiva, el verdadero y único
ser es el átomo; b) que todos los seres y substancias visibles son cuerpos o
agregados de átomos; c) que la constitución, origen y desaparición o muerte de

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estas substancias depende exclusivamente de la unión, varia combinación y
separación de los átomos, y, por consiguiente, que lo que se llama generación y
corrupción de las substancias no existe en el sentido propio de la palabra; d) que
lo que se llama nacimiento y muerte en los animales y el hombre, no tiene más
fundamento ni más significación real que la reunión y separación de átomos en
condiciones determinadas de número, relación y movimiento.

A la doble hipótesis del tiempo infinito y del movimiento eterno,


Demócrito añadía la del número infinito de átomos y de sus figuras. Y
apoyándose o partiendo de esta triple hipótesis, el filósofo de Abdera afirmaba
que existen muchos mundos, entre los cuales algunos eran semejantes entre sí y
otros desemejantes, unos carecían de sol que los iluminara, al paso que otros
tenían muchos soles. Suponía también que dichos mundos están sujetos a
vicisitudes análogas a las que experimentan los animales y el hombre, de suerte
que, en un momento dado del tiempo, algunos de estos mundos se encuentran en
su periodo de crecimiento, otros en el apogeo de su grandeza y perfección,
algunos en estado de decadencia y en vías de disolución.

En el orden psicológico, Demócrito enseña que el alma del hombre es una


substancia compuesta de átomos sutiles y de figura esférica, como los que
constituye el fuego según afirma Aristóteles. El alma debe concebirse como un
cuerpo sutil que existe dentro de otro más grosero, es decir, dentro del cuerpo
humano, difundiéndose y penetrando todas las partes de éste, sin perjuicio de
producir diferentes funciones vitales en sus diferentes órgano y miembros. El
calor vital y la movilidad perpetua que acompañan al alma, son debidos a la
figura esférica de los átomos que entran en su composición, por ser ésta la figura
que más se presta al calor y al movimiento.

El pensamiento, la conciencia y la sensación son el resultado de la


agregación o combinación diversa de los átomos que constituyen la substancia
del alma, y son también la razón suficiente y el origen de sus variaciones, de
manera que los diferentes fenómenos psíquicos están en relación con esas
combinaciones atómicas. Así, por ejemplo, cuando algunos de los átomos que
forman la substancia del alma salen del cuerpo, sobreviene el sueño y los estados
morbosos, que llevan consigo la falta de conciencia. Mientras los átomos
anímicos residen dentro del cuerpo, el hombre tiene conciencia perfecta de sí
mismo; consiguientemente, cuando todos estos átomos se separan y huyen del
cuerpo, resulta lo que llamamos muerte. Como el pensamiento, la conciencia y la
sensación no pertenecen a los átomos por sí mismos y en sí mismos, sino que
son resultado de su combinación y agregación, cuando los átomos anímicos se

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separan unos de otros y del cuerpo en que antes residían y al cual vivificaban,
desaparecen aquellas potencias y atributos, y con ellos la personalidad humana.
En boca de éste, la palabra espíritu no significa ni una fuerza suprema y
creadora del mundo, ni siquiera un principio de la naturaleza superior al
movimiento mecánico, esencialmente distinta de éste, sino como un materia más
sutil y brillante, al lado de otras materias más groseras, o, si se quiere, un
fenómeno que resulta de las propiedades matemáticas de ciertos átomos,
considerados en sus relaciones con otros de diferente naturaleza y figura.

Los dioses son para el filósofo de Abdera, seres análogos al alma en su


origen y composición, sin más diferencia que el estar organizados con más
solidez y tener mayor duración de vida, sin que por eso se hallen libres de
descomposición y muerte. Estos dioses, por más que sean superiores al hombre y
comuniquen a veces con éste por medio de los sueños, no deben inspirarnos
temor alguno, toda vez que, además de ser mortales como nosotros, se hallan
sometidos, lo mismo que los demás seres, a la ley suprema y fatal de destino
(fatum), es decir, a la ley inmutable del movimiento atomístico eterno, necesario
y universal a que se hallan sujetas todas las cosas.

Aristóteles afirma que Demócrito identificaba el entendimiento con los


sentidos, afirmación que se halla en perfecto acuerdo con la doctrina del mismo
hasta aquí expuesta, no menos que con su teoría del conocimiento. Se verifíca
éste, en opinión de Demócrito, por medio de imágenes sutiles que pasan de los
objetos a nuestros sentidos y de éstos al alma, determinando en los primeros las
sensaciones o percepción sensible de los cuerpos, y en la segunda lo que
llamamos conocimiento intelectual. Apenas sabemos cosa alguna acerca de la
esencia real de las cosas; pues por medio del entendimiento sabemos únicamente
la existencia de los átomos y del vacío. Las percepciones de los sentidos son
meras modificaciones o afecciones subjetivas, y nada nos enseñan acerca de la
realidad objetiva de las propiedades que atribuimos a los cuerpos. El calor, el
frío, lo amargo, lo dulce, etc., no son más que nombres que damos a las
modificaciones de nuestros sentidos, pero no cualidades reales de los cuerpos.
Percibir o conocer las cosas en sí, conocer la realidad objetiva pertenece
exclusivamente a la razón, única capaz de percibir y demostrar la esencia y la
existencia de los átomos, del movimiento y del vacío.

La moral de este filósofo se basa toda en una tranquilidad egoísta del


ánimo, o sea en el amor y goce bien entendido de los placeres. Evitar y apartar
de sí todo aquello que puede perturbar el ánimo, o que puede acarrear algún
trabajo, algún disgusto, algún pesar, alguna conmoción violenta, he aquí lo que
constituye el bien para el hombre; he aquí en lo que consiste la virtud. La

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intemperancia y los placeres sensuales son vituperables, pero es porque y en
cuanto que producen satisfacción pasajera, seguida de disgusto y saciedad, que
excluyen la tranquilidad y satisfacción plena del ánimo. De aquí también que si
deben evitarse las acciones injustas, es a causa del temor del castigo y del
sentimiento de pesar interno que dejan en pos de sí. Se cuenta que Demócrito
rechazaba igualmente el matrimonio y el amor de la patria, en atención a los
disgustos, trabajos, cuidados y zozobras que estas cosas llevan consigo.

Extraído y modificado de
http://www.mercaba.org/Filosofia/Zeferino_Gonz/historia_filosofia-02.htm

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