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1.

- Defecto del análisis

Así la transcripción teórica (la tesis) de la obra estética (es-tesis) no es mas, al cabo,
que la resolución final de u mimetismo desesperado que se presenta como explicación
tendente a lo lógico y razonable. Digamos en otros términos, que consiste en tras-
formar, o en poner una “razón practica” de los cuadros, edificada sobre el deseo, bajo el
dominio supuestamente esclarecedor de la “razón teórica” (a cambio advierte Lyotard,
de una vulgaridad). Consiste en efectuar un desplazamiento gracias a la comprensión, a
menudo, fatal, del objeto de este teorizar. La “verdad”, resultado de una comprensión,
se alcanza aquí a través de la vulgaridad en el lenguaje y a cambio de la muerte del
objeto que pretende explicitar. Y, sin embargo, no debería de haber más que una opción
al hacer “ciencia” (de la literatura, de la pintura, de los productos no científicos, de la
actividad humana): aceptar que la verdad es también cuestión de estilo, infiltración de
un alguien practicando el análisis en el objeto-paciente de su operación.
Lo contrario de esta infiltración (en el proceder científico, lo “tético” opuesto a lo
“estético”) no es, contra lo que pudiera parecer, el rigor, la objetualidad o la distancia,
sino otro modo de intromisión que se disimula. La diferencia consiste tan solo en querer
mostrar lo subjetivo real bajo la mascara (impasible, e imposible) de la imparcialidad.
Consiste en poner una metáfora de sentido tradicional, usada (su convención la hace
pasar por metonimia, es decir, sin aspavientos), allí donde la metáfora brillante e
inesperada del objeto, a menudo inexplicable, promueve el goce.
Habría que aceptar por ello que ante la necesidad de precisión la lectura semiótica se
constituya también en una autorreflexión (pesquisando su estatuto) con la que trata de
dominarse, intenta poner un freno a su propia metáfora – que por otro lado resulta
ineludible. La retórica de la operación de este decir semiótico de lo pintado no es otra
cosa en su texto que el reflejo de lo retórico que constituye la imagen, a quien persigue
deseante. Gran metáfora entrecortada por momentos que ni hay inconveniente en llamar
de “lucidez” a aquellos en los que la exploración parece retracción y simplemente se
cuestiona al margen de la iluminación proyectada en ella por su objeto. De no existir tal
reflejo - proyección intelectual y erótica de la pintura en ese alguien perceptor- ,
induciendo a lo verbal, ¿a que indagar los cuadros mas allá de lo supuesto en la
mirada?
De ahí que resulte comprensible la observación de Greimas según la cual el único
medio de hablar adecuadamente del sentido consistirá en construirse un lenguaje que no
lo tenga. Ahora bien, no se trata de inventarse por principio los términos de tal lenguaje
(objetivo, distanciado, sin-sentido) sino llevar a cabo, en una respetuosa exasperación,
la compleja sinonimia del objeto en el texto analizante. Porque si resulta
extremadamente difícil hablar del sentido y decir algo sensato acerca de el, si un cuadro
o un poema no tienen mas sentido que aquel que les es dado en cualquier momento por
cualquiera, resulta consecuente que el sentido de lo pintado se halle solo en su lectura.
El estilo del que Lyotard nos habla o el lenguaje especial que propugna Greimas
consiste en explicitar el objeto a través (o con la excusa) de lo leído.
Lo que aquí defiende Greimas es la posibilidad, en cierto modo utópica, de construir
el texto del análisis como una figura retórica enorme y discontinua: una metáfora del
objeto en la que la única distancia con relación a el estuviera entre el sentido “literal”
(vulgar) y el “transferente” (en el sujeto, nous, yo-nosotros, como filtro)
Y es aquí, también, donde resulta obvia la dicotomía entre la precaria realidad del
discurso erigiéndose “en sentido” de los cuadros y su efectiva realidad, puesto que al
cabo el problema se halla en saber de que modo un signo puede producir otro signo que
lo diga. Por ello, ante este problema, el “saber” interpretativo y crítico parece lanzado al
juego de la verosimilitud por un parecerse significativo a su objeto: si el análisis no
mima el hacer referencial de los cuadros, su iconismo, los limita en su organización, en
la apariencia de desorden que los institucionaliza como al lado del lenguaje. Aquí se
encuentra, finalmente, el callejón sin salida en el que la interpretación se adentra,
deteriorada por su propia inercia frente a la verdad, atópica (una verdad substituible, en
última instancia, por esa verosimilitud epidérmica que constituye su única posibilidad)
Imagen virtual, discordante, de un modelo que conserva su “fuerza” de significación
original (siendo esta fuerza, muy probablemente, el significado) el “saber” erigido sobre
los cuadros oscila entre (y es) una fidelidad fatalmente reductora de su objeto y una
posible deserción de este gesto, por cierto defectuoso, de tal modo que en adelante
pueda ser concebido – reflejo de su objeto- como creación autónoma. (Lo que
Baudelaire, teorizado- y practicado- por Barthes: el discurso amoureux, enamorado. Lo
exigido por Lyotard: que lo verdadero que el saber critico busca sea, en el fondo,
“cuestión de estilo”, etcétera) Pero en cualquier caso: proceso de comprensión que es
liquida –segmenta primero, substituye después - aquello que es su objeto.

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