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- Contempla los vivos ejemplos de los santos Padres, en quienes resplandeció la verdadera
santidad y virtud de religión, y echarás de ver que cuanto hacemos nosotros es bien poca
cosa o, por mejor decir, casi nada.
- ¡Cuántas y cuán grandes tribulaciones padecieron los apóstoles, los mártires, los
confesores, las vírgenes y todos los que quisieron seguir las huellas de Cristo!
- Porque «aborrecieron sus almas en este mundo para poseerlas luego en la vida eterna»
- ¡Qué largas y graves tentaciones tuvieron que arrostrar! ¡Con qué frecuencia fueron vejados
por el enemigo!
- ¡Qué reiteradas y fervientes oraciones elevaron a Dios! ¡Qué abstinencia tan rígida se
impusieron! ¡Qué gran celo y fervor desplegaron por el progreso espiritual de sus almas!
- ¡Qué rudos combates sostuvieron para domeñar sus vicios! ¡Qué pura y recta fue su
intención para con Dios!
- Invertían todo el tiempo en útiles quehaceres, y las horas les parecían cortas para dedicarse
a las cosas de Dios.
- Y tanta era la dulzura que experimentaban en la contemplación, que incluso olvidaban
procurarse el necesario sustento.
- Así, eran pobres en las cosas de la tierra, pero muy ricos en gracia y virtudes. A la verdad,
en lo exterior carecían de todo, pero interiormente se nutrían de la gracia y consuelo divino.
- Por eso progresaban de día en día por los caminos del espíritu y alcanzaban de Dios
copiosas gracias.
Tomás de Kempis.
¡Oh fortísimo Dios de Israel, celoso, guardián de las almas fieles! Vuelve a mí tus ojos y
mira los trabajos y dolores de tu siervo. Asístele con tu gracia en cualquier cosa que
emprenda!
- No pocas veces reprochamos al mundo el ser tan engañoso y vacío, y, a pesar de eso, no
renunciamos a él fácilmente; tal es el poderío que ejerce sobre nosotros la concupiscencia de
la carne. Y así, unas cosas nos inducen a amarlo, otras a tenerle menosprecio.
- Nos inducen a amar al mundo ‘la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y
la soberbia de la vida’. Pero las penas y miserias que son su cortejo, porque vienen
juntamente con ellas, engendran en nosotros el odio al mundo y el tedio de la vida.
- Mas ¡ay! que puede más la delectación malvada del alma entregada al mundo.
- Por el contrario, los que renuncian enteramente al mundo y tratan de vivir sólo para Dios
bajo el yugo de una santa observancia, estos tales no ignoran la dulzura que aguarda a los
que de veras lo abandonan, y ven con claridad qué graves son los yerros de este siglo y cuán
lamentables los engaños en que vive.
No podemos confiar demasiado en nosotros mismos, pues a menudo nos falta la gracia y el
buen sentido. Efectivamente, no hay en nosotros más que una pequeña luz, y aún ésta se
extingue enseguida debido a nuestra negligencia.
- Es más, muchas veces ni nos percatamos de lo ciegos que somos interiormente. Con
frecuencia obramos mal, y, lo que es más grave, nos excusamos peor.
- En ocasiones acontece que nos mueve la pasión, y creemos que lo que nos impulsa es el celo.
Censuramos en los otros faltas insignificantes, y no advertimos las nuestras, mucho más
graves.
- Si te concentras sólo en Dios y en ti, poco te importará cuanto puedas observar a tu
alrededor.
- ¿Dónde estás cuando no estás contigo mismo? Y ¿qué has ganado, tras haber discurrido por
todas partes, si te has olvidado de ti [de tu alma]?
- Nada tengas por grande, ni sublime, ni agradable, ni digno de aprecio, sino sólo a Dios o lo
que a Él se refiere.
- Todo consuelo que procede de alguna criatura debe parecerte pura vanidad. Al alma que
ama a Dios le merecen desprecio todas las cosas que están por debajo de Él.
- Sólo Dios es eterno e inmenso, sólo Él lo llena todo, sólo Él es solaz para el alma y
verdadera alegría del corazón.
No estriba la gloria de los buenos en lo que digan los hombres, sino en el dictamen de la
propia conciencia. La alegría de los justos procede de Dios y culmina en Dios, y su gozo nace
de la verdad.
No eres más santo porque te alaben, ni peor porque digan de ti cosas censurables. Eres
sencillamente lo que eres, y no puedes considerarte mayor de lo que Dios testifica de ti.
‘Imitación de Cristo’
Tomás de Kempis