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MARINA DE GUERRA DEL PERÚ

ESCUELA SUPERIOR DE GUERRA NAVAL

La Armada Peruana en la Guerra del Pacífico


Tesis para obtener el grado académico de
Magister en Estrategia Marítima

Ortiz Sotelo, Jorge

Programa de Comando y Estado Mayor

Callao 2014
Capítulo 3
Visión de conjunto de la guerra

Si analizamos la situación peruana al momento del estallido de la guerra podemos apreciar


que el Estado estaba lejos de poder cumplir cabalmente con una de sus funciones primarias,
la de brindar seguridad a la sociedad, puesto que ninguno de los elementos que debía utilizar
para ello se hallaba en condiciones adecuadas que esa tarea demandaba. No obstante, se optó
por ir a un conflicto para defender a un aliado de un acto de agresión que se consideró
injustificado, buscando también detener la expansión de un rival en el predominio del
Pacífico sudamericano. Ese fue el objeto inicial de la guerra.
Tomada esta decisión, la organización que se adoptó para conducir la guerra quebró uno de
sus principios básicos –la separación entre la conducción política y la militar (Clausewitz,
1977: IV, 178-181)– cuando el presidente Mariano Ignacio Prado asumió la dirección de las
operaciones militares. Si bien este tipo de conducción fue usual en muchos países europeos
hasta las guerras napoleónicas, también es cierto que una de las enseñanzas de dichas guerras
fue la necesaria separación entre el liderazgo político y el militar, quedando este último
plenamente subordinado al primero. En otras palabras, los reyes o presidentes en el siglo XIX
ya no iban al campo de batalla, sino que concentraban sus esfuerzos en la dirección de todos
los medios aplicables al logro del objetivo político u objeto de la guerra. Este error de Prado
sería repetido después por Nicolás de Piérola, con resultados mucho más funestos.
Para alcanzar el objetivo político definido por Prado se concibió una estrategia general que
consideraba dos fases. La primera consistía en concentrar fuerzas militares en el sur del país,
y la segunda era aplicarlas conjuntamente con las fuerzas bolivianas para expulsar a las tropas
chilenas que ocupaban Antofagasta. Sin embargo, la superioridad de la flota contraria hacía
muy difícil mantener abiertas las líneas de comunicaciones propias para concentrar tropas en
el sur, y muy poco probable que se pudiera alcanzar el dominio del espacio marítimo
necesario para poder empeñarlas en el ocupado territorio boliviano. Pero era indispensable
llevar a cabo la primera fase, aun cuando no se pudiera realizar la segunda, puesto que en este
caso habría que evitar que las fuerzas militares contrarias se proyectaran sobre el territorio
peruano en busca de una definición de la guerra.
Tomada esta decisión político-estratégica, la responsabilidad de llevarla a cabo recayó en las
fuerzas navales, compuestas por medios materiales claramente inferiores a los chilenos, tanto
en su poderío como en su estado de alistamiento. En estas condiciones la única estrategia
marítima factible fue hostilizar las líneas de comunicaciones contrarias, evitando un
enfrentamiento con sus unidades principales, ya que el resultado del mismo era fácilmente
previsible. Tal planteamiento era contrario al chileno, que concebía una rápida obtención del
control del mar mediante una batalla decisiva. Para ello, el mando naval chileno optó por
bloquear Iquique, principal puerto salitrero peruano, creando así un apremio para que la
escuadra peruana acudiera a tratar de levantarlo. Sin embargo, tal respuesta no se produjo
pues durante todo el mes de abril nuestras principales unidades permanecieron en el Callao,
alistándose para la campaña.
El estado de la escuadra nacional era lamentable, debido a que por razones de orden político
sus unidades tenían parte de su artillería y maquinaria desmontada, se encontraban con
dotaciones incompletas y estas contaban con muy escaso entrenamiento por razones
presupuestales.
Además, al detentar el mando supremo, Prado también asumió el mando de las operaciones
navales, llevándolo a no nombrar un jefe de la escuadra sino a operar con tres divisiones,
cada una de las cuales respondía directamente a sus instrucciones. Esta organización obedecía
a la disparidad de nuestros buques, pero no a un principio de unidad de mano, y aunque
generó comentarios negativos entre los jefes navales, fue acatada (Ortiz, 2005: 252-253).
La campaña se inició con las únicas unidades que estaban operativas en abril de 1879, la
corbeta Unión y la cañonera Pilcomayo, que zarparon el día 7 para hostilizar las líneas de
comunicaciones contrarias entre Antofagasta e Iquique, ubicándose a la altura del río Loa,
frontera entre Perú y Bolivia. Fue allí que el 12 de ese mes sostuvieron un enfrentamiento con
la cañonera chilena Magallanes, dejando en claro que la flota chilena no controlaba sus líneas
de comunicaciones.
Un mes más tarde, viendo que el bloqueo de Iquique no había generado la respuesta buscada,
la escuadra chilena zarpó en busca de la flota peruana en el Callao, sin saber que por la
misma fecha esta se hacía a la mar hacia Arica, escoltando al presidente Prado y a varias
unidades de ejército. Ambas fuerzas se cruzaron sin avistarse en la noche del 18 de mayo,
pudiendo en ese momento haberse producido la batalla decisiva que con tanto afán buscaba el
almirante Juan Williams Rebolledo. La escuadra chilena arribó al Callao el día 22,
emprendiendo de inmediato el regreso al sur al darse cuenta que había fracasado en su
búsqueda de la flota peruana. Su desplazamiento hacia el norte le generó un serio problema
logístico, pues debía reabastecerse de carbón para poder alcanzar Antofagasta; y además le
había dado libertad de acción a la escuadra peruana en el sur.
En efecto, las naves peruanas arribaron a Arica el día 20, enterándose entonces que el
bloqueo de Iquique había quedado a cargo de la corbeta Esmeralda y la cañonera Covadonga.
Ante esto, Prado dispuso que el Huáscar y la Independencia levantaran el bloqueo de ese
puerto, y que luego destruyeran las máquinas desalinizadoras que proveían agua al ejército
chileno acantonado en Antofagasta, generándole así una crítica situación que podía conducir
al desastre el esfuerzo militar contrario. La primera parte de esa misión fue cumplida con
éxito, pero a un elevadísimo costo, ya que la fragata Independencia varó en un bajo que no
figuraba en las cartas cuando intentaba dar caza a la cañonera Covadonga.
Mientras Prado se dirigió a Iquique y luego a Pisagua, que había sido bombardeado algunos
días antes, el Huáscar continuó con su misión e incursionó en Antofagasta, Tocopilla y
Cobija, atacando las instalaciones desalinizadoras, cortando el cable submarino y capturando
algunas presas. Similar misión cumplió el Chalaco en Tocopilla, donde capturó una barca.
Para fines de mayo la escuadra chilena se encontraba a la altura de Iquique y aún no había
podido reunirse con el buque que debía reabastecerla de carbón. En esas condiciones fue
avistado el Huáscar, iniciando una persecución que duró varias horas. De esta manera se
estaba sentando una suerte de patrón operacional que habría de prolongarse hasta octubre, de
un lado los buques peruanos incursionando en el litoral boliviano y chileno, atacando sus
puertos y capturando sus naves; y del otro una escuadra que buscaba destruir a un oponente
menos poderoso pero que no le permitía obtener un completo dominio del espacio marítimo
necesario para proyectar su poder militar en el territorio peruano.
De manera comprensible, la pérdida de la Independencia generó un cambio en el
planteamiento estratégico peruano, pues con los medios disponibles resultaba imposible
obtener el control del mar para una eventual proyección de fuerzas en el territorio boliviano.
Lo único viable era continuar disputando dicho control para seguir reforzando las fuerzas
militares en el sur y dilatar la decisión contraria de proyectar sus fuerzas sobre nuestro litoral.
El desarrollo operacional de esta estrategia fue exitoso, ya que se mantuvo una constante
presión sobre las líneas de comunicaciones contrarias, llegando incluso a incursionar
profundamente detrás de ellas al enviar a la Unión al estrecho de Magallanes. La captura del
transporte chileno Rímac, el 23 de julio, fue quizá el mayor logro de estas operaciones, que
en conjunto habían logrado ejercer una creciente presión tanto en la flota como en la opinión
pública chilena, no sólo dilatando la decisión de iniciar sus operaciones terrestres sino
generando una crisis ministerial y la renuncia del jefe de la escuadra. Todo ello llevó a un
drástico cambio de estrategia en la campaña naval chilena, concentrando todos sus esfuerzos
en anular la principal amenaza a sus líneas de comunicaciones marítimas: el monitor
Huáscar.
Este previsible cambio de orientación en su esfuerzo naval no fue apreciado cabalmente por
Prado, quien optó por seguir empeñando nuestras naves para hostilizar el litoral controlado
por la flota contraria. En realidad, no tenía muchas alternativas, más allá de restringir dichas
operaciones para preservar esos medios navales hasta el momento en que la flota contraria
intentara un desembarco en territorio peruano; pero incluso si hubiese optado por tal medida
los medios peruanos habrían resultado insuficientes para evitar esa operación. En tal sentido,
tanto Prado como los hombres que tripulaban las naves peruanas sabían que sólo estaban
dilatando una acción que eventualmente no podrían evitar, pero que en ese proceso daban
esperanzas al país y tiempo para que las fuerzas en el sur se alistaran para lo que se
consideraba un inevitable ataque chileno.
Fue así que cuando el 8 de octubre de 1879 el Huáscar se vio impedido de evitar el combate
con la flota contraria, debió enfrentarla conociendo tanto su comandante, el contralmirante
Miguel Grau, como todos sus tripulantes, que el resultado les sería desfavorable.
La pérdida del Huáscar le otorgó a Chile el control del mar que requería para pasar a la
ofensiva terrestre, la misma que inició el 2 de noviembre al atacar y ocupar el puerto de
Pisagua, venciendo la tenaz resistencia de la guarnición aliada. El ejército expedicionario
chileno que se había concentrado en Antofagasta para esta operación sumaba unos 14,000
hombres, a los que debían oponerse unos 12,000 soldados aliados distribuidos entre Arica e
Iquique. Como toda operación anfibia1, el ataque a Pisagua resultó una sorpresa estratégica,
pues si bien se sabía que tal acción se llevaría a cabo, al no conocerse el punto donde tendría
lugar las fuerzas aliadas habían tenido que dispersarse entre los lugares señalados. Prado
había previsto que, una vez conocido el punto de desembarco chileno, las fuerzas aliadas de
Arica y Tarapacá se reunieran para destruir la cabecera de playa enemiga antes que pudiera
consolidarse.
Al mando del general Juan Buendía, el ejército de Tarapacá se concentró en Pozo Almonte e
inició su marcha hacia el Norte para reunirse con la división que al mando del presidente
boliviano Hilarión Daza debía bajar desde Arica. Sin embargo, mientras Buendía avanzaba
con sus tropas hacia Dolores, la división boliviana regresaba a Arica desde quebrada
Camarones, aduciendo que no estaba en condiciones de seguir avanzando por el desierto.
El 19 de noviembre el ejército de Buendía arribó a las cercanías de Dolores, encontrando que
una división chilena al mando del general Emilio Sotomayor había ocupado las alturas del
cerro San Francisco, que resguardaban por el sur dicho pozo. Ante esto, Buendía decidió
atacar con las primeras luces del día siguiente, pero hacia las tres de la tarde se inició un
intercambio de disparos entre la vanguardia peruana y las fuerzas contrarias que dio lugar a
una acción generalizada que tomó por sorpresa al mando peruano, llevándolo a no tomar las
acciones necesarias para empeñar con decisión la totalidad de sus fuerzas. Si bien se logró
ocupar parte de las alturas, la falta de una dirección adecuada permitió rechazar el ataque
aliado, y al caer la tarde se suspendieron los fuegos. En esas circunstancias, las fuerzas
bolivianas abandonaron el campo para dirigirse hacia Oruro, lo que obligó a Buendía a
replegarse hacia Tarapacá. Por su parte, las fuerzas chilenas consideraron que la lucha se
reiniciaría al amanecer, pero cuando esta llegó encontraron que las tropas aliadas habían
desparecido (Ekdahl, 1917: I, 606).
La batalla de San Francisco fue el mayor desastre de la Guerra del Pacífico, no tanto por las
bajas sufridas, que en el caso aliado llegaron a unos 500 hombres, sino porque implicó la
pérdida de la iniciativa del principal núcleo militar aliado en la zona de Tarapacá, agravada
1
Las operaciones anfibias son, en esencia, la proyección del poder militar de un país en territorio
contrario. Son de diverso tipo: asalto, incusión, demostración y retirada. En el caso bajo análisis, se optó
por la primera, que implicaba abrir un nuevo teatro de operaciones.
por la pérdida de los escasos medios logísticos disponibles para conservar un nivel combativo
adecuado para seguir defendiendo la zona.
Las fuerzas peruanas que habían combatido en San Francisco arribaron a Tarapacá el 22 de
noviembre, reuniéndose allí con las que habían estado estacionadas en Iquique, sumando en
total unos 4500 hombres. Tras las primeras de estas fuerzas, los chilenos despacharon tres
columnas, totalizando unos 3000 hombres, que alcanzaron la quebrada de Tarapacá el 27 de
noviembre. En dicho lugar se produjo un cruento enfrentamiento en el que las armas
nacionales resultaron victoriosas, pero ese resultado no tuvo incidencia en el resultado de la
campaña de Tarapacá, pues nuestras fuerzas se encontraban aisladas de Arica, donde estaba el
otro núcleo militar aliado.
Sin medios adecuados para seguir defendiendo la zona, nuestras fuerzas debieron abandonar
la poca artillería que aún les quedaba, así como la capturada al enemigo, emprendiendo
camino al Norte por las alturas cordilleranas. De esa manera, todo el departamento de
Tarapacá quedaba en manos del enemigo.
Tras conocer los resultados de la campaña, y con autorización del Congreso, el presidente
Prado partió hacia Europa buscando agilizar la compra de buques de guerra que pudieran
revertir el curso de la guerra. Pero era demasiado tarde para ello y, además, su viaje fue un
terrible error puesto que dejaba al país sin el liderazgo político y a la vez militar que había
estado ejerciendo hasta el momento. Para agudizar esta crisis, el 23 de diciembre Nicolás de
Piérola depuso al vicepresidente Luis La Puerta y se proclamó jefe supremo y dictador,
repitiendo el mismo error de su predecesor al reunir en una sola persona el mando político y
el militar.
Desconfiando del contralmirante Lizardo Montero, quien había quedado como jefe superior
político y militar del sur, Piérola sustrajo de su mando a las tropas acantonadas en Arequipa y
Moquegua, creando el Segundo Ejército del Sur. De esa manera, las fuerzas peruanas
disponibles en la zona de Tacna y Arica quedaron reducidas a unos 7800 hombres, cifra que
se elevaba a 12,000 con los efectivos bolivianos. En Bolivia también se habían producido
cambios políticos de primer orden, pues Daza había sido depuesto por el coronel Narciso
Campero, quien reafirmó su compromiso de seguir combatiendo al lado peruano.
Por su parte, las fuerzas chilenas se reorganizaron en Tarapacá, planeando avanzar sobre
Tacna y Arica para eliminar la resistencia aliada y con ello forzar a ambos gobiernos –
peruano y boliviano– a aceptar condiciones de paz que para entonces ya incluían la cesión de
los territorios ocupados (Cayo, 1979-1980). Contando con el control del mar, estaban emn
condiciones de llevar a cabo otra operación anfibia sobre algún punto del litoral cercano al
nuevo núcleo de resistencia de las fuerzas aliadas.
Arica había sido fortificado durante los primeros meses de la guerra, quedando sometido al
ataque y al eventual bloqueo de las fuerzas navales chilenas. Si bien el puerto pudo
defenderse de dichos ataques, batiendo a algunos de los buques contrarios 2, e incluso la
corbeta Unión logró romper el bloqueo para traer elementos para su defensa, lo único que
quedaba era esperar el ataque terrestre enemigo para intentar batirlo en el campo de batalla.
El desembarco chileno finalmente se produjo a fines de febrero en Ilo y Pacocha,
colocándose así entre el Primer y el Segundo Ejército del Sur, en una posición que le permitía
evitar que dichas fuerzas se reunieran y actuaran en su contra.
Para asegurar ese objetivo organizaron una incursión sobre Mollendo, creando así una
diversión para las fuerzas de Arequipa, mientras que una división avanzó contra las que
cubrían la ciudad de Moquegua. La derrota de estas últimas, el 22 de marzo, en la cuesta de

2
Tal fue el caso del combate del 27 de febrero de 1880, en que el monitor Huáscar fue impactado por el
Manco Cápac, muriendo, entre otros, su comandante, el capitán de fragata Manuel Thomson (López y
Ortiz, 2005: 71-73).
Los Ángeles, cortó la comunicación entre Arequipa y Arica, dejando de ese modo aislado al
ejército aliado en esta última zona.
Sin medios aparentes para hostilizar a las fuerzas chilenas en la zona de Ilo y Moquegua, el
ejército aliado, ahora al mando del presidente boliviano Campero, optó por preparar una
posición defensiva al norte de Tacna, en el cerro Intiorco, dejando en Arica a dos divisiones
al mando del coronel Francisco Bolognesi. Las fuerzas chilenas finalmente se pusieron en
movimiento a mediados de mayo y el 26 de ese mes se produjo la batalla de Tacna o Alto de
la Alianza, en la que se enfrentaron más de 20,000 hombres. La lucha fue feroz y se prolongó
durante unas seis horas, imponiéndose finalmente la aplastante superioridad artillera y el
mayor número de efectivos del ejército chileno. Los restos del ejército boliviano se retiraron
hacia su país, mientras que las fuerzas peruanas sobrevivientes se reagruparon en Tarata,
desde donde Montero decidió dirigirse hacia Puno y luego hacia Arequipa.
Antes de la batalla, Montero había impartido instrucciones al coronel Bolognesi para que se
replegara por la misma ruta si el resultado de la misma era negativo para los aliados, pues
estaba convencido que la plaza no podría sostenerse contra un ataque desde tierra. Sin
embargo, luego de consultar con los jefes de las unidades a su mando, Bolognesi decidió
permanecer y defender Arica, pues consideraba que negándole el puerto al enemigo podría
complicar su esfuerzo logístico y debilitar su capacidad combativa, permitiendo así que las
fuerzas de Arequipa pudiesen atacarlo en mejores condiciones3.
Bloqueada por mar y sitiada por tierra, la plaza comenzó a ser bombardeada el 5 de junio, y al
amanecer del día 7 se produjo el esperado ataque contrario, cuyo esfuerzo principal se llevó a
cabo por la parte este del Morro. Tal como había previsto Montero, Arica no estaba en
condiciones de sostener un ataque de fuerzas enemigas que superaba largamente en número a
las peruanas. Una a una fueron cayendo las posiciones defensivas, produciéndose una terrible
mortandad entre sus defensores, tanto por efecto propio de la lucha como por la matanza de
muchos prisioneros. Lo cierto es que al final de la batalla las bajas peruanas sumaban casi el
70% de los efectivos que habían iniciado la acción.
El puerto estaba en poder chileno, pero la resistencia de Bolognesi y sus hombres enardeció
el espíritu de lucha de muchos peruanos, motivándolos a continuar combatiendo pese a las
numerosas dificultades que tendrían que enfrentar. En síntesis, alentó la voluntad de lucha de
nuestro país.
Con la pérdida de Arica y Tacna, todo el sur peruano se encontraba en poder chileno, pero
esta situación no había doblegado la voluntad del gobierno de Piérola para seguir
combatiendo, pues estaba convencido que aún podía revertir la situación. Lamentablemente,
esta apreciación no estaba respaldada en un poder militar adecuado, pues el ejército de línea
había prácticamente desaparecido en las campañas del sur.
Confiando excesivamente en el apoyo que podía brindar Estados Unidos a la causa peruana, y
mientras se organizaba un nuevo ejército en Lima, el gobierno de Piérola nombró
representantes para las conversaciones de paz sostenidas en Arica a bordo de la corbeta
norteamericana Lackawanna (Cayo, 1979-1980). Las demandas chilenas, que consideraban la
cesión de los territorios al sur de la quebrada de Camarones, una fuerte indemnización de
guerra y la retención de Moquegua, Tacna y Arica hasta el cumplimiento de estas y otras
obligaciones, resultaron inaceptables para el gobierno peruano, pero la verdad es que poco
podía hacerse por revertir la situación. Ante esto, lo único que quedaba era continuar con la
lucha, y mientras el gobierno chileno preparaba una expedición para tomar Lima, el de
Piérola se preparó para resistir.

3
Si bien la decisión de Bolognesi era meritoria, desde el punto de vista militar tenía pocas posibilidades de
éxito, ya que simplemente no tenía posibilidades de ser reforzado. Es por ello que debe ser apreciada de
otra manera, pues implicó el sacrificio conciente de un significativo grupo de peruanos para legar un
ejemplo moral a sus compatriotas.
Un nuevo ejército de línea y uno de reserva fueron organizados, pero se cometió un error
sustantivo al crear dos entidades paralelas, cuyo mando era retenido por el propio jefe de
gobierno. Este esquema, de concentrar el mando político y militar en una sola persona, había
demostrado ser el menos eficiente para la conducción de las operaciones militares, pero se
volvía a repetir y sus consecuencias serían lamentables una vez iniciada la campaña chilena
sobre Lima. A semejanza de las campañas precedentes, el dominio del mar le daba a las
fuerzas enemigas libertad de acción para decidir el punto de aplicación de sus fuerzas, ventaja
que no fue contrarrestada adecuadamente al establecerse un esquema de defensa estática en
torno a la capital.
Desconfiando de los mandos militares, Piérola consideró que el ataque chileno se iniciaría
con un desembarco en Ancón y, en consecuencia, dispuso que se prepararan posiciones
defensivas en esa dirección (Ortiz, 2014). Convencido que el desembarco chileno en Pisco y
el avance de una de sus divisiones por tierra era una maniobra de distracción, mantuvo tal
dispositivo de defensa hasta que el 22 de diciembre el grueso del ejército contrario
desembarcó en Curayacu. Sólo entonces se percató de su error y ordenó un apresurado
cambio de frente para defender la capital desde el sur, sin tomar ninguna medida importante
para hostilizarlo mientras se reorganizaban en la cabecera de playa que habían ocupado ni
durante su posterior avance hacia la capital peruana. No obstante, esta pasividad tiene cierta
explicación, pues las fuerzas que defendían la capital tenían, a su vez, una serie de
limitaciones operacionales y logísticas, fruto de su escaza y tardía preparación 4.
Con más de 23,000 hombres, el ejército chileno debería enfrentar al Ejército de Línea, con
18,650 hombres, y al Ejército de Reserva, constituido por unos 8000 ciudadanos con muy
limitado entrenamiento militar. A ellos se sumaban algunas unidades de ingeniería, artillería
y caballería, que elevaban el total de los defensores a unos 30,000 hombres. Esta era una cifra
considerable, y si bien el enemigo contaba con mejor artillería, pudo haberse empleado para
establecer un esquema defensivo sólido que aplicara adecuadamente los principios militares
de masa y movilidad; vale decir, una línea con mayor profundidad y con capacidad real de
que sus componentes pudieran apoyarse mutuamente.
Sin embargo, el planteamiento estratégico adoptado fue dividir dicha fuerza en dos extensas
líneas defensivas, dándole así al contrario la posibilidad de batirlas por separado. La primera
de estas líneas iba desde el Morro Solar hasta Pamplona, y a lo largo de sus catorce
kilómetros se ubicó el Ejército de Línea. La segunda línea tenía siete kilómetros de largo,
desde Miraflores hasta Monterrico, siendo ocupada por el Ejército de Reserva. La extensión
de estas líneas obedecía a la necesidad de cubrir todas las vías de aproximación desde el Sur
y el Sureste, pero obligaba a dispersar las fuerzas, dificultando que pudieran apoyarse
mutuamente. Esta labor debía quedar a cargo de una parte de la fuerza asignada a cada línea
que era mantenida como reserva para aplicarla en la zona necesaria de modo de incidir
sustantivamente en el curso de la batalla.
Tal como lo habían hecho en los enfrentamientos precedentes, las fuerzas chilenas se
concentraron contra una parte de la línea peruana, iniciando la batalla en las primeras horas
del 13 de enero de 1880 por la zona del antiguo camino que iba de Chorrillos hacia el Sur. La
delgada línea defensiva peruana cedió ante el ataque de fuerzas mayores y, mientras el ala
derecha resistía en la zona del Morro Solar, el Director Supremo no sólo no utilizó sus
reservas sino que dispuso el repliegue del resto de las fuerzas a la segunda línea. La
resistencia se prolongó por varias horas en el Morro, pero el ataque combinado de fuerzas
mayores y el bombardeo naval resultaron excesivos para las fuerzas peruanas en dicha zona.

4
Solo se empleó una unidad de caballería para hostilizar a las fuerzas contrarias (Dellepiane, 1977: II,
pp314-321).
De esa manera se perdió la primera batalla de la defensa de Lima, empleando limitadamente
las fuerzas disponibles, cediendo nuevamente la iniciativa al contrario y no utilizando la
reserva cuando era necesario hacerlo (Ortiz, 2014).
Los restos del Ejército de Línea, reforzados con algunas unidades provenientes del Callao, se
unieron al Ejército de Reserva para defender la línea de Miraflores, sumando unos 14,000
hombres. Si bien se pudo haber hostilizado a las fuerzas chilenas durante la noche del 13,
especialmente a aquellas que habían ocupado e incendiado Chorrillos, una acción de ese
género difícilmente habría cambiado el balance de fuerzas. Lo cierto es que la segunda
batalla por Lima se produjo el 15 de enero, volviendo a repetirse el esfuerzo concentrado
enemigo sobre una parte de la línea defensiva. La resistencia esta vez fue mayor, llegando
incluso a rechazar dos ataques de las fuerzas chilenas, pero su superioridad numérica en el
punto de aplicación terminó por darles la victoria. Como en San Juan, Piérola tampoco utilizó
la reserva, y buena parte de las fuerzas que se hallaban hacia la zona de Monterrico
simplemente no participó en la lucha.
Tal como había sucedido en las otras campañas, en la de Lima hubo muchas muestras de
arrojo y abnegación por parte de los combatientes peruanos, pero esto no era, es, ni será
suficiente para decidir el curso de un enfrentamiento militar. Se requiere además un
apropiado balance entre una buena concepción estratégica, un adecuado planeamiento para
desarrollarla, una fuerza militar entrenada y dotada de los medios para combatir, y un
liderazgo sólido que pueda hacer uso de sus conocimientos profesionales con una
conveniente libertad de acción para alcanzar el objetivo trazado. Algunos de estos elementos
estuvieron presentes desde el inicio de la guerra, pero ninguno de ellos por sí sólo es capaz de
brindar la victoria en el campo de batalla.
La ocupación de Lima por las fuerzas chilenas generó una nueva crisis en la dirección
política de la guerra. Piérola se dirigió a la sierra con intenciones de continuar resistiendo,
pero tal como había ocurrido luego de la pérdida de Arica, dichas intenciones no tomaban en
cuenta la aplastante desventaja militar imperante. Un nuevo gobierno fue establecido en Lima
bajo tutela de las fuerzas ocupantes, buscando imponerle condiciones de paz que entre otras
cosas implicaban la cesión de Tarapacá. La necesaria unidad nacional peruana, quebrada
inicialmente por Piérola al derrocar a La Puerta, volvió a fracturarse pues algunas partes del
país reconocieron al gobierno establecido en Lima, a la cabeza del cual estaba Francisco
García Calderón. Eventualmente la presidencia recayó en el almirante Montero, pero aún así
este tuvo que enfrentar la abierta oposición de algunos grupos, llegando incluso a producirse
enfrentamientos entre fuerzas peruanas (Yábar, 2009: I, 412-573; III, 271-351).
Las únicas fuerzas militares organizadas que quedaban después de la pérdida de Lima eran
las estacionadas en Arequipa. Por ello, tanto Montero en el Norte como Cáceres en el Centro
se dedicaron a levantar nuevas fuerzas destinadas a mantener una resistencia activa, buscando
de ese modo lograr mejores condiciones de paz. El principal esfuerzo militar peruano habría
de ser conducido por Cáceres, e involucró a importantes sectores de la población de la sierra
central. Esto llevó a un cambio sustantivo en la guerra, alejándose de los patrones en que se
había combatido a lo largo de la costa. La lucha en la serranía sería conducida de manera
irregular, motivando acciones y reacciones crecientemente violentas, con muy limitada
discriminación o distinción entre combatientes y no combatientes.
En los primeros meses de 1881 las tropas chilenas ocuparon el litoral norte, buscando así
aislar a las fuerzas organizadas por Montero en Cajamarca; y entre abril y julio llevaron a
cabo una primera expedición al centro del país, ocupando Cerro de Pasco y forzando a las
fuerzas de Cáceres a replegarse hacia Huánuco y Huancayo. Reorganizadas, para enero de
1882 estas fuerzas sumaban unos 2500 hombres, enfrentando una segunda expedición chilena
que las superaba en número y equipamiento militar. Pese a ello, Cáceres optó por una
estrategia de hostigamiento que logró batir a elementos aislados de la fuerza chilena y
amenazó su línea de retirada hacia Lima, forzándola de esa manera a abandonar la sierra
central.
En el teatro norte, Iglesias había quedado al frente de las fuerzas organizadas inicialmente por
Montero, llevando a cabo algunas acciones de hostigamiento que forzaron a los chilenos a
enviar dos expediciones hacia Cajamarca, las que fueron detenidas en el combate de San
Pablo, el 13 de julio de 1882.
Mientras Montero se dirigía a Arequipa para relanzar la alianza con Bolivia, Iglesias
consideró que continuar con la lucha sólo desangraría más al país, puesto que no había
posibilidades reales de imponerse militarmente. Por ello, en agosto de 1882 se proclamó jefe
de gobierno e inició negociaciones de paz. Tanto Montero como Cáceres rechazaron la
actitud de Iglesias e iniciaron operaciones en su contra, mientras que nuevas expediciones
chilenas salían de Lima en busca de las fuerzas de Cáceres.
Mientras este se dirigía al Norte para someter a Iglesias, las fuerzas chilenas iniciaron su
persecución, logrando finalmente batirlo en Huamachuco el 10 de julio de 1883. Montero,
por su parte, tras despachar fuerzas en auxilio de Cáceres, procuró organizar la resistencia en
Arequipa, pero una nueva expedición enemiga avanzó sobre la ciudad forzando a que
finalmente la abandonara y se dirigiera a Bolivia.
En esas condiciones, el gobierno de Iglesias suscribió el Tratado de Ancón el 20 de octubre
de 1883 y poco después las fuerzas chilenas se retiraron del país. La guerra había concluido y
se iniciaba un periodo de lenta recuperación que habría de durar varias décadas y que ha
dejado una profunda huella en el ser colectivo nacional peruano.

Conclusiones preliminares
Si bien la campaña naval fue concebida y conducida adecuadamente, pese a algunos
problemas organizacionales, logró alcanzar el objetivo estratégico propuesto, aunque para
ello debió pagar un alto costo. La campaña de Tarapacá tuvo una lamentable conducción
operacional que malgastó las unidades peruanas mejor preparadas, dando por resultado la
pérdida de ese territorio. Por su parte, la campaña de Tacna tuvo mejor conducción, pero la
decisión política-estratégica de dividir el Ejército del Sur le restó capacidad de maniobra al
mando operacional, llevándolo a ser batido por fuerzas superiores. La campaña de Lima fue
desastrosa en su concepción y conducción, quebrando varios principios militares, dando lugar
a un resultado previsible.
La resistencia posterior tuvo serios problemas a raíz de la división política en que se sumió el
país, planteando objetivos militares que superaban largamente las capacidades disponibles.
Aún así, las operaciones alcanzaron cierto éxito en la medida en que se condujeron en forma
de guerra irregular, pero a un elevadísimo costo humano, lo que llevó finalmente a Iglesias a
tomar la decisión de ponerle fin. El precio político por aceptar la derrota fue muy alto, pero
alguien tenía que pagarlo, y ese doloroso papel fue aceptado por quien finalmente suscribió la
paz de Ancón.
Esta paz significó para el Perú una cuantiosa pérdida material y humana, además de su rica
provincia de Tarapacá y la ocupación de las regiones de Tacna y Arica por un periodo que
inicialmente fue fijado en diez años, luego de lo cual un plebiscito definiría su pertenencia
definitiva. Bajo diversos argumentos esta ocupación se prolongó durante medio siglo, lapso
en el cual la población peruana fue presionada de diversas formas, e incluso hostilizada, para
que abandonara ese territorio o cambiara de nacionalidad. Fueron numerosas familias
peruanas las que optaron por lo primero, lo que contribuyó a generar en el Perú una sensación
de rechazo a la actitud chilena.
El tratado de 1929, mediante el cual finalmente se resolvió el tema de la soberanía sobre estos
territorios, pasando Arica a poder de Chile y retornando Tacna al seno del Perú, consideró
varios elementos compensatorios para nuestro país. Sin embargo, esto sólo pudo concretarse
setenta años después.
La guerra había concluido en 1883 con el tratado de Ancón, pero las secuelas de la misma
marcaron la pervivencia de un conflicto entre ambos países que perduró más de un siglo. En
buena medida, ello signó la relación bilateral, y en gran parte explica la percepción que a
menudo tienen los peruanos respecto a los chilenos.

Lecciones
La guerra también deja numerosas lecciones para quienes estamos involucrados o interesados
en el ámbito de la seguridad y la defensa. Entre ellas:
 La necesidad de un Estado fuerte –que no es, necesariamente lo mismo que un Estado
grande– y un liderazgo político claro.
 Contar con una política de seguridad nacional, que haga concurrir los esfuerzos tanto
del Estado como de la sociedad en el logro de un clima que permita el desarrollo del
potencial nacional.
 Los elementos centrales de dicha política seguirán siendo la inteligencia estratégica, la
defensa nacional y la política exterior, por lo que se requiere que actúen en conjunto.
 Es urgente alimentar la creatividad estratégica, tanto a nivel de gran estrategia como
en el plano de la estrategia militar y/o operacional, permitiendo el mejor uso de los
medios disponibles, algo que difícilmente va a coincidir con los medios deseables
(Ortiz, 2009a).
 La defensa nacional es como una cadena. No vale de mucho que uno de sus eslabones
sea más fuerte que el otro, pues siempre se podrá romper por el más débil.
 La logística es fundamental para el éxito de las operaciones, siendo este un esfuerzo
continuo, cualquiera que sea el tipo de operación que se plantee.

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