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ASIA EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XIX

FORO HISPÁNICO 46

COLECCIÓN HISPÁNICA DE FLANDES Y PAÍSES BAJOS

Consejo de dirección:
Nicole Delbecque, Katholieke Universiteit Leuven (Lovaina, Bélgica)
Rita De Maeseneer, Universiteit Antwerpen (Amberes, Bélgica)
Hub. Hermans, Rijksuniversiteit Groningen (Groninga, Países Bajos)
Sonja Herpoel, Universiteit Utrecht (Países Bajos)
Ilse Logie, Universiteit Gent (Gante, Bélgica)
Luz Rodríguez Carranza, Universiteit Leiden (Países Bajos)
Maarten Steenmeijer, Radboud Universiteit Nijmegen (Nimega,
Países Bajos)

Secretaria de redacción:
María Eugenia Ocampo y Vilas
Toda correspondencia relacionada con la redacción de la colección
debe dirigirse a:
María Eugenia Ocampo y Vilas – Foro Hispánico
Universiteit Antwerpen
CST – Departement Letterkunde (Gebouw D – 113)
Grote Kauwenberg 13
B – 2000 Antwerpen
Bélgica

Administración:
Editions Rodopi B.V.
Toda correspondencia administrativa debe dirigirse a:
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1046 AK Amsterdam
Países Bajos
Tel. +31-20-6114821
Fax +31-20-4472979

Diseño y maqueta:
Editions Rodopi

ISSN: 0925-8620
ASIA EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XIX

LITERATOS, VIAJEROS, INTELECTUALES


Y DIPLOMÁTICOS ANTE ORIENTE

Joan Torres-Pou

Amsterdam - New York, NY 2013


Cover Image: www.dreamstime.com

The paper on which this book is printed meets the requirements of “ISO
9706:1994, Information and documentation - Paper for documents -
Requirements for permanence”.

ISBN: 978-90-420-3693-2
E-Book ISBN: 978-94-012-0951-9
©Editions Rodopi B.V., Amsterdam - New York, NY 2013
Printed in The Netherlands
A Elena Grau-Lleveria
Índice General

Agradecimientos

Introducción 11

I: El Oriente en la obra de Juan Valera 23

II: El Oriente visto y soñado por Luis Valera 59

III: Las crónicas de la Guerra de Cochinchina 81

IV: El discurso colonial acerca de las Islas Filipinas 109

V: Narrativa de denuncia social en Filipinas:


Los casos de Noli me tángere y El filibusterismo de José Rizal 135

VI: Viajeros accidentales a Oriente 165

Conclusión 201

Obras citadas 205

Índice 211
Agradecimientos
Como tantos otros, este libro es fruto de años de lecturas e
investigación, pero sobre todo de mi interés continuado por toda
aquella producción literaria y artística que, de una manera o de otra,
evidencia el multiculturalismo de la sociedad española y su relación
con otros pueblos a lo largo de los siglos. Con todo, el libro no
hubiera sido posible sin la ayuda de instituciones y personas que aquí
deseo agradecer.
Ante todo mi reconocimiento para el Programa de
Cooperación Cultural entre el Ministerio de Educación y Cultura de
España y las Universidades de Estados Unidos, que subvencionó mi
investigación en dos ocasiones. Asimismo quiero dar las gracias a
Florida International University que me concedió el tiempo
necesario para completar mi trabajo. Mi agradecimiento también para
el Departamento de Modern Languages y el Programa de Asian
Studies por su ayuda en los proyectos relacionados con la ejecución
del libro.
Por último quiero expresar mi gratitud a todos los colegas
que me han ayudado a avanzar en mi trabajo, en especial a Elena
Grau-Lleveria de la University of Miami y a Elena González
Muntaner de la University of Wisconsin, Oshkosh por sus pacientes y
repetidas lecturas de mi manuscrito y a Joyce Tolliver de la
University of Illinois Urbana-Champaign, a Kathleen E. Davis de
Tulane University, a Yeon-Soo Kim de Rutgers University y David
R. George, Jr. De Bates College por el sostenido intercambio de
ideas e impresiones que me ha permitido ampliar mis conocimientos
y aclarar ideas y puntos de vista. También a Nancy García por el
tiempo y la ayuda prestada.
Una versión abreviada del capítulo 1 apareció en Hispania;
otra del capítulo 3 se publicó en Neophilologus y una del capítulo 5
en Iberoamericana. Mi agradecimiento a los editores de estas revistas
por permitirme la reproducción de estos apartados. 
Introducción

El siglo XIX fue para el Estado español un siglo de contrastes y,


aunque tras la lectura de los textos más canónicos puede parecernos
que la sociedad española vivía volcada en sí misma, lo cierto es que
el siglo XIX fue también un siglo de contactos con otras sociedades y
culturas. Por supuesto que la población española vivió ese periodo
preocupada por la situación socio-política nacional, pero como
sucede siempre, otros aspectos de la realidad preocuparon,
interesaron y fueron parte del día a día de los españoles. A lo largo
del siglo XIX, España perdió casi todas sus posesiones de ultramar,
pero paradójicamente fue aquel un periodo en el que la sociedad
española recibió una influencia de otras culturas como probablemente
no había sucedido desde los años del descubrimiento de América. En
particular las artes, las religiones, las culturas, la historia, la literatura
e incluso los productos de Asia impactaron profundamente en los
gustos estéticos, las creencias, las modas y las costumbres españolas;
por supuesto, no en la medida que este efecto se hizo sentir en otras
naciones europeas cuya relación con Oriente tenía vínculos más
extensos y/o prolongados, pero sí puede decirse que de una manera
profunda y definitiva, como es de esperar en una nación estado que
abarcaba uno de los más extensos archipiélagos asiáticos.
Como es bien sabido, uno de los rasgos que mejor caracteriza
la historia del siglo XIX es el de la supremacía de las potencias
occidentales en Asia pues, si bien ya en el siglo XVI los portugueses
y los españoles tomaron posesión de diferentes territorios asiáticos, la
total hegemonía europea en Oriente no se afirmó hasta el siglo XIX
siendo consecuencia directa de la industrialización que llevó a las
potencias europeas a una política de expansión territorial cuyo
objetivo era la búsqueda de materias primas y de mercados donde
colocar sus productos. A lo largo del siglo XVII ya podemos
12 Asia en la España del siglo XIX

observar el establecimiento de una serie de compañías comerciales


[British East India Company (1600-1874), La Compagnie Française
des Indes Orientales (1664-1794), Dansk Østindik Kompagni (1616-
1729), Vereenigde Oost-Indische Kompagni (1602-1798)], cuyo
desarrollo predeciría el futuro en Asia de las naciones que
representaban. Así, a pesar del enorme éxito económico de algunas
de ellas, fue la de mayor duración, la British East India Company, la
que una vez controlada la Rebelión de la India de 1857, pasaría a
formar parte del aparato colonial inglés determinando la hegemonía
británica en Asia. Gran Bretaña había establecido mucho antes su
soberanía en Singapur (1819), Birmania (1824), Malaca (1824), las
Islas Malvinas (1833), Adén (1839), Hong-Kong (1841) y Borneo
(1847) y, finalmente, en 1876, tan solo dos años después de la
absorción de la British East India Company, la reina Victoria se
coronaba emperatriz de la India.
Otras dos naciones europeas controlaban gran parte del
subcontinente indio, Francia, que se mantuvo en una amplia zona del
golfo de Bengala hasta 1954, y Portugal, en la costa occidental, que
no concedió la independencia al territorio hasta 1961. A mediados
del siglo XIX, esta última nación, que había sido la primera en
Europa en plantar su bandera en Asia, ya había perdido la mayor
parte de sus posesiones asiáticas, las cuales a lo largo de los siglos
XVII y XVIII pasaron a manos de los holandeses o a las de los
ingleses. De hecho, puede decirse que en el siglo XIX, el poder
portugués en las islas del Océano Índico era ya sólo un lejano
recuerdo. Ceilán, que había caído primero en poder de los
holandeses, se encontraba en ese momento bajo la tutela británica, y
las islas que en el siglo XX formarían la República de Indonesia
estaban prácticamente todas bajo el dominio de Holanda y Gran
Bretaña. A pesar de ello, el dominio portugués en Asia, con ser
pequeño, no era de poca importancia, junto a Goa, Timor y Solor, los
portugueses habían conseguido en 1505 la concesión del puerto de
Macao, en China, el cual convirtieron en colonia en 1887, no
siéndole devuelto a China hasta 1999. Sin embargo, al igual que en el
resto del continente, era sin lugar a dudas Gran Bretaña la nación
europea que tenía mayor predominio en China, especialmente
después de las dos Guerras del Opio, pues había forzado
negociaciones y obtenido del gobierno chino concesiones y acuerdos
Introducción 13

de los que se beneficiaban también otras naciones, por lo que los


puertos chinos no sólo se hallaban abiertos al comercio con Gran
Bretaña sino con diferentes naciones europeas.
Aprovechándose de la debilidad del Imperio Chino, Francia,
que carecía de posesiones en la región, optó por ocupar el reino de
Annam, cuyo emperador era tributario del Celeste Imperio. En 1858
y 1859, los franceses conquistaron Saigón y Tourane y, entre 1862 y
1867, anexaron la parte oriental y occidental de Cochinchina.
Camboya se convirtió en un protectorado francés en 1863 y, en 1887,
se creó la Unión Indochina, que incluía Tonkín, Annam, Cochinchina
y Camboya. Finalmente, en 1893, Laos se convirtió a su vez en
protectorado francés. También Rusia, que había ampliado sus
posesiones asiáticas con las ocupaciones de amplias zonas del
Cáucaso (1859), el Turquestán (1864-1884), el Kazajastán (1854) y
Siberia, extendió su área de influencia en el territorio chino (Port
Arthur, Manchuria) y llegó a acuerdos territoriales sobre islas en las
cuales el Japón tenía igualmente pretensiones de soberanía.
Finalmente, los Estados Unidos tuvieron también una actuación
decisiva en la imposición de la presencia occidental en Asia, pues fue
su flota la que obligó la apertura de los puertos japoneses al comercio
en 1853. Un acto que precipitaría la modernización y europeización
del Japón, el cual se transformó en poco tiempo en la primera
potencia colonial de Asia. Asimismo, la intervención de los Estados
Unidos en la Guerra Hispano-Cubana hizo que las posesiones
españolas en Extremo Oriente se convirtieran en colonias
estadounidenses, o mejor dicho en insular areas (áreas insulares),
pues los Estados Unidos nunca se ha reconocido como una potencia
colonial y, por lo tanto, no tiene ni ha tenido nunca oficialmente
colonias.1
Por lo que respecta al Próximo Oriente, si bien es cierto que
a lo largo de todo el siglo XIX formó parte del Imperio Otomano, la
presencia de las potencias occidentales en la región fue también
considerable. Diferentes países europeos disfrutaban de concesiones
otorgadas por la Sublime Puerta y, a pesar del evidente declive del
Imperio, mantenían lucrativos y prósperos negocios. Es más, la
participación occidental en la economía de la zona mediante
inversiones y empresas de todo tipo, como fue la colosal
construcción del Canal de Suez (1859-1869) o la interferencia en la
política con el desembarco de las tropas francesas en el Líbano
14 Asia en la España del siglo XIX

(1860-61) en respuesta a las matanzas de cristianos, las guerras con


Rusia que provocaron la independencia o la autonomía de las
regiones otomanas en Europa o la instalación por Inglaterra de un
protectorado de facto en Egipto para proteger sus intereses, son
todos hechos que evidencian el aplastante poder de Occidente sobre
el decadente Imperio Otomano. No es pues de extrañar que la derrota
del ejército turco al final de la Primera Guerra Mundial supusiera el
desmembramiento del Imperio y el triunfo definitivo de la
supremacía occidental en el Próximo Oriente.
La expansión europea en Asia conllevó un fuerte interés por
sus sociedades, lenguas, culturas y pasado. En 1784, los británicos
fundaron la Asiatic Society en Calcuta y, en 1823, la Royal Asiatic
Society en Londres. La expedición francesa a Egipto y Siria en 1798
enfatizó el interés por el estudio de las lenguas orientales en Francia,
pero también por el de las antiguas culturas del Próximo Oriente, en
particular, por la del Egipto faraónico, pero ya en 1795 se había
fundado L’Ecole Spéciale des Langues Vivantes en París, dirigida
primero por Louis Mathieu Langlès (1763-1824) y después por
Antoine Isaac Silvestre de Sacy (1758-1838), quien fue también co-
fundador de la Société Asiatique (1821).2 Junto al estudio de las
lenguas y las literaturas, Sacy se interesaba también por las religiones
orientales, algo en lo que los estudiosos franceses habían sido
pioneros, puesto que ya en el siglo XVIII, el indologista Abraham
Hyacinthe Anquetil-Duperron (1731-1805) había traducido del
sánscrito el Zend-Avesta y los Upanisads. De hecho, el estudio de las
lenguas y las religiones -las modernas, pero mucho más las antiguas-
será una constante que caracterizará el orientalismo decimonónico. El
Collège de France tuvo su primer profesor de sánscrito en 1815,
Antoine Léonard de Chézy (1773-1832); la primera cátedra de
sánscrito en Alemania se estableció en Bonn en 1818 y, en 1833, el
sanscritólogo Franz Bopp (1791-1867) publicaba la primera
gramática comparada de las lenguas indogermánicas o indoarias. Ese
mismo año, Inglaterra inauguraba su primera cátedra de sánscrito,
aunque ya en 1786 Sir William Jones (1746-1794) había sido el
primero en establecer el vínculo entre el sánscrito, el griego y el latín,
llegando a la conclusión de que las tres lenguas debían pertenecer a
una misma familia. El concepto de que estas lenguas descendían de
una lengua madre se extendió al de las religiones, después al de las
Introducción 15

civilizaciones y, finalmente, al de la raza, entendida primero como un


pueblo originario, y confundida después con el concepto de una raza
biológica superior. Las teorías expuestas por Ernest Renan (1823-
1892) al respecto fueron decisivas para la oposición entre la raza aria
y la raza semítica como dos grupos absolutamente diferenciados y
opuestos. Según Renan, el estudio filológico del indogermánico había
establecido categóricamente el origen común de la raza blanca, en
particular de la germánica, que él consideraba superior (Irwin 168).
Posteriormente, otro orientalista, el conde Joseph-Arthur de
Gobineau (1816-1882), amplió esta teoría estableciendo una
diferenciación racial que ofrecía una división de superior a inferior y
afirmaba que la raza blanca (aria) era superior a todas las demás. Sin
embargo, quien quizá formuló más efectivamente tal teoría fue el
suizo Adolphe Pictet (1799-1875) en su libro Les origines indo-
européennes ou les Aryas primitifs (1859-1863). Pictet afirma que, en
un pasado remoto, la Providencia escogió a una raza que un día debía
dominar sobre todas las demás, que esta raza, dotada de un
pensamiento reflexivo, estableció un equilibrado sistema de bienestar
dentro de una existencia patriarcal, produciendo una lengua
admirable por su riqueza, vigor, armonía y perfección de su forma, y
añade:

That race was the Aryas, gifted from the start with the very qualities the
Hebrews lacked for becoming the civilizers of the world […] The contrast
between the two races is as Sharp as can be. To the Hebrews was granted
authority, which conserves; to the Aryas, freedom, which develops; to one
intolerance, which concentrates and isolates; to the other, receptivity,
which extends and assimilates; to the former, energy directed toward a
single goal; to the latter, ceaseless activity cast in all directions; on one
hand, a single compact nationality; on the other, a vast extension of the
race, divided into a host of diverse people; on both sides, exactly what was
needed to accomplish the designs of Providence. (Olender 45)

No es necesario comentar hasta que punto estas teorías


fueron indiscutiblemente aceptadas. Debido a ellas, no solamente se
entendió el colonialismo como una misión civilizadora, sino que en
Latinoamérica se llevaron a cabo campañas de “blanqueamiento” con
la esperanza de que una emigración masiva de europeos lograra hacer
desaparecer el germen de las llamadas razas inferiores consideradas
refractarias al progreso. Mientras, en Europa, se reafirmaron
16 Asia en la España del siglo XIX

diferencias y prejuicios raciales que años más tarde, en pleno siglo


XX, conducirían al holocausto de millones de seres humanos.
Ante lo expuesto, podemos concluir que la relación Europa-
Asia en el siglo XIX se caracteriza por la expansión colonial de
Occidente sobre Oriente y por el estudio de las civilizaciones y
culturas orientales, pero también por la formulación de un discurso
de superioridad racial mediante el cual se explicaron las diferencias
entre los distintos pueblos, se excusó la política colonial y se
disculparon las atrocidades que se cometían en nombre de una
dominación que no era presentada como la ejecución de una salvaje
maniobra económica sino como un designio de la Providencia. Cabe
ahora preguntarnos cuál es el papel que jugó España en Asia en ese
periodo.
El siglo XIX se inicia en España con la pérdida de sus
posesiones en el continente americano y finaliza con la de sus
territorios insulares en el Caribe, Cuba y Puerto Rico, pero también
del archipiélago filipino, Guam y las 6000 islas que se hallaban bajo
su soberanía en el Pacífico (Palaus, Marianas del norte, Carolinas),
que España se vio obligada a vender a Alemania. El siglo XIX fue
también un siglo turbulento que empezó con una guerra contra
Francia, siguió con las guerras de independencia en Hispanoamérica
y terminó con una guerra contra los Estados Unidos. Un siglo que
estuvo lleno de guerras civiles, revoluciones, levantamientos,
expediciones coloniales en América (Cuba, Santo Domingo, México,
Perú), en África (Marruecos, Río de Oro) e incluso en Asia
(Cochinchina), pero que contrariamente a lo que cabría esperar no se
caracterizó por la expansión colonial española sino más bien por todo
lo contrario. Sin embargo, durante todo ese siglo, la bandera española
ondeó en Extremo Oriente y esas posesiones remotas, así como la
empresa evangelizadora auspiciada por el gobierno de España, hizo
que el Estado Español se involucrara en campañas militares y que, en
ocasiones, se planteara las ventajas de poseer nuevos territorios que
facilitarían su presencia en la zona. Por supuesto, la participación
española en el colonialismo europeo en Asia no es en absoluto
comparable con la de Gran Bretaña o Francia y quizá tampoco fuera
tan productiva económicamente como la de Holanda o Portugal,
aunque esa sería una materia discutible si tenemos en cuenta toda la
riqueza que produjo para España la base comercial de Filipinas desde
Introducción 17

que, en 1521, se tomó posesión del Archipiélago hasta su


independencia o incluso después. Sea como fuere, es innegable que
España tuvo un impacto considerable en los territorios asiáticos que
ocupó y también que, ya fuera directa o indirectamente, fue partner
in crime en la acciones de las demás potencias coloniales en Asia.
A pesar de que los años de guerra, aislamiento, despotismo e
inestabilidad política española, al igual que su pobre economía, su
trasnochado sentido colonial y la desidia del gobierno no permitieron
el florecimiento de instituciones que se dedicaran exclusivamente al
estudio de las sociedades orientales, no por ello España vivió ajena al
orientalismo y a los planteamientos coloniales. Es cierto que no
existieron los organismos que hubieran podido canalizar los
esfuerzos de nuestros orientalistas y teóricos del colonialismo, pero
las bibliotecas y los archivos del Estado Español están llenos de
textos sobre cuestiones sobre Oriente que necesitan ser recuperados
si queremos tener un mejor entendimiento de la relación que España
tuvo con las sociedades y culturas de Asia en un momento en que las
grandes potencias occidentales se disputaban sus riquezas y
competían para afirmar su presencia en ese continente.
El presente estudio no tiene como objetivo analizar el
discurso colonial español en Oriente, un estudio del todo necesario
que me consta que algunos de mis colegas están en estos momentos
llevando a cabo. Mi intención ha sido más bien la de mostrar la
constante presencia de Asia en la cultura y la sociedad española del
siglo XIX y el interés que las religiones, artes y culturas asiáticas
suscitaron en los españoles de entonces. Obviamente, al hacerlo no
he podido evitar hablar también de la empresa colonial española, así
como de la sociedad ibérica de Extremo Oriente. Espero que mi
trabajo evidencie la necesidad de recuperar unos textos que han sido
tradicionalmente olvidados para someterlos a una lectura crítica en el
contexto en que fueron producidos y a la luz de las teorías surgidas
de los estudios culturales y postcoloniales. Es cierto que los literatos,
diplomáticos, ideólogos y viajeros españoles no nos han dejado una
obra ni de la magnitud ni de la calidad literaria que encontramos en
otras naciones europeas, pero no por eso su legado es desdeñable y, si
queremos evitar que los estudios que analizan las diferentes posturas
coloniales europeas en Asia sigan dando por inexistente el
orientalismo español, va a ser absolutamente necesario dar a estos
18 Asia en la España del siglo XIX

textos el lugar que les corresponde dentro de la producción cultural y


del pensamiento de su época.
Ahora bien, con todo y no contar con un corpus de textos
orientalistas y coloniales como el que encontramos en la literatura
francesa o inglesa, debo admitir que la producción española es tal que
me ha resultado imposible efectuar una completa y total revisión de
nuestros textos. Tan solo los libros escritos sobre Filipinas
precisarían de varios volúmenes para ser discutidos en toda su
complejidad y riqueza. He preferido por lo tanto llevar a cabo una
selección que ofrezca una muestra cabal de la diversidad de
perspectivas y acercamientos que encontramos en la literatura y en
los ensayos escritos en el Estado español (y sus colonias) por
españoles (y/o en español) sobre Asia en el siglo XIX.3
En un primer apartado me ocupo de un autor, Juan Valera, y
de sus textos de temática oriental, los cuales son conocidos, pero no
han sido suficientemente estudiados a pesar del interés que este
escritor siempre demostró por las antiguas civilizaciones orientales y
por el origen de las religiones y las razas. En mi estudio de su novela
Morsamor identifico el subtexto orientalista del relato (tanto en el
sentido general del término como en el que le otorga el crítico
palestino Edward Said) y el contexto cultural en que fue escrito con
el fin de apuntar el posible mensaje colonial que se esconde tras el
argumento fantástico y paródico de la novela. En mi estudio del texto
señalo también cómo el alto contenido dialógico de la novela permite
a Valera postular toda una serie de argumentos presentando al mismo
tiempo sus contrarios, de tal manera que corresponde al lector sacar
sus propias conclusiones y determinar cuál es el verdadero mensaje
de la novela.
En el siguiente apartado examino la obra de temática oriental
escrita por el hijo de Juan Valera, Luis Valera y Delavat, quien, como
su padre, también fue diplomático, siendo enviado a Pekín durante
los turbulentos meses de la insurrección bóxer. Luis Valera escribió
un interesante relato de sus impresiones y experiencias en China y
varias novelitas cortas en las que contrapone la experiencia de la
realidad colonial a los ensueños de las leyendas del Antiguo Oriente
que tanto habían fascinado a Juan Valera. En su conjunto, la obra
oriental de Valera hijo es un ejemplo extraordinario de las tensiones
en que se debatía todo occidental -con un mínimo de conciencia- al
Introducción 19

que le tocaba vivir de cerca los horrores del colonialismo europeo. En


las descripciones de Luis Valera encontramos, junto a su convicción
de pertenecer a una civilización superior, un fuerte sentimiento de
culpa por las barbaridades causadas en nombre de esa civilización.
Como tantos escritores de fin de siglo, Valera se cuestiona la validez
de un progreso que se impone con tanta violencia y sin respeto por la
vida y los sufrimientos de los demás. Ahora bien, si los escritos de
Luis Valera revelan claramente su sentimiento anticolonial también
son una buena muestra de su extrañeza e incluso de su repugnancia
ante una otredad que le es totalmente ajena y desconcertante. No
obstante estas impresiones son las que despierta en él el Oriente
vivido. El otro Oriente, el soñado, es, al igual que el de su padre, el
de un pasado mítico y fantástico, el del origen de la raza aria, de la
edad de oro de las civilizaciones. Ahora bien, el tono sarcástico con
el que Luis Valera nos habla de este pasado de cuento de hadas
evidencia el escepticismo con el que se acerca al mismo y pone de
manifiesto la irónica desconfianza que provocaban en él esas
absurdas teorías que proclamaban superioridades raciales y
realidades esotéricas.
En los capítulos siguientes estudio los libros escritos por
españoles que participaron en los proyectos coloniales de España en
Extremo Oriente. En un primer apartado analizo las crónicas de
conquista escritas por dos participantes en la Campaña de
Cochinchina, la del padre Francisco Gaínza Escobás y la del coronel
Carlos Palanca Guitérrez. En mi estudio de sus respectivas crónicas
subrayo el palimpséstico mensaje que se esconde tras la
aparentemente inocente crónica de una acción bélica y muestro cómo
no es posible considerar estos textos sólo como testimonios
históricos. Al igual que las crónicas de la conquista de América, una
adecuada lectura de estos libros requiere de una aproximación
literaria que desvele las estrategias utilizadas por sus autores para
expresar lo que no era posible decir abiertamente, subrayando las
ambigüedades y contradicciones del discurso colonial español. Desde
esta misma perspectiva propongo una lectura de los informes sobre
Filipinas escritos por Sinibaldo de Mas y Vicente Barrantes Moreno.
El estudio de la obra de ambos escritores lo realizo situándola dentro
del contexto de los estudios postcoloniales para demostrar cómo lo
escrito por los autores españoles partidarios del colonialismo no se
diferencia en su formulación de lo escrito por autores de países con
20 Asia en la España del siglo XIX

una política colonial más clara y coherente, hallándose la diferencia


no en los autores, sino en la ambigua posición del gobierno español y
en el partidismo político, el cual hacía totalmente imposible cualquier
tipo de consenso y por lo tanto imposibilitaba una acción de estado
conjunta y unánime que llevara adelante un proyecto colonial
moderno .
Aunque José Rizal es indiscutiblemente un autor filipino, he
creído necesario incluir una reflexión sobre sus dos novelas, puesto
que las mismas no sólo fueron escritas por alguien que en ese
momento era un súbdito español que se debatía entre su ciudadanía
española y su identidad filipina, sino que se generaron y fueron el
producto del entorno social creado por los españoles en Filipinas y
por el ambiguo sistema colonial impuesto en las Islas. En mi análisis
de Noli me tangere y El filibusterismo pongo de relieve que Rizal se
adelantó a los planteamientos anticoloniales de los escritores de
mediados del siglo XX y que tanto su nacionalismo como su
independentismo deben ser leídos a la luz de los sucesos y de la
particular situación vivida en Filipinas en las últimas décadas del
siglo XIX.
Una vez establecidas las características del discurso colonial
y anticolonial español sobre Extremo Oriente, mi estudio se aproxima
a la literatura de viajes. Me ocupo primero de los libros de viajes
sobre Filipinas para mostrar como todos ellos expresan la
preocupación de sus autores por la situación colonial, si bien deben
adoptar diferentes estrategias para expresar su opinión escapando de
la censura. Acto seguido señalo cómo los libros de viajes a Oriente
escritos por los españoles siguen los parámetros establecidos por este
subgénero literario y, siguiendo las observaciones de diversos
teóricos de la literatura de viajes, analizo los dos libros de viajes de
Adolfo de Mentaberry y muestro cómo los mismos reproducen los
mismos tópicos identificados por Edward Said al hablar de la
orientalización reduccionista llevada a cabo por los escritores
europeos al hablar de Asia. El análisis de un último libro, En la corte
del Mikado de Francisco de Reynoso, demuestra que, si bien es
posible escapar al discurso orientalista, nunca es posible escribir un
texto que recree la realidad de lo que vemos, pues ésta siempre es
subjetiva y está condicionada, no sólo como sostiene Said por la
política sino por la experiencia personal y directa del escritor, por sus
Introducción 21

sentimientos y personalidad, por lo que, en ningún caso, ni en los


textos en que el autor no cae en el reduccionismo, la presentación de
Asia deja de ser más que una representación.
Como he mencionado anteriormente, no me ha sido posible
cubrir y estudiar todos los textos que deberían de haber sido incluidos
en este trabajo, en muchos casos no he llegado ni a mencionarlos.
Siento no haber estudiado la obra (tanto de ficción como ensayística)
de Wenceslao Emilio Retana o la interesante novela Los misterios de
Filipinas (1859) de Antonio García del Canto (1824-1886), así como
el no haber entrado en mayor profundidad en la producción literaria
filipina durante la ocupación española y comentado la obra de autores
como Pedro Alejandro Paterno (1857-1911) o Graciano López Jaena
(1856-1896), entre otros. Entre los informes y libros de viajes,
además de los escritos en catalán y francés, algunos autores pueden
advertir la ausencia de Joaquín Rajal y Larré (1847-18..?) y, sobre
todo, la de Adolfo Rivadeneyra (1841-1882). Ausencias, ya lo sé,
imperdonables, solamente puedo aducir que todos estos autores los
reservo para futuros trabajos ya sean míos o de otros colegas
interesados en la literatura colonial española y la representación de la
alteridad. Espero que mi estudio consiga convencer a mis lectores de
la necesidad de volver la mirada tanto hacia el orientalismo de
nuestra literatura como hacia la presencia de Asia en la sociedad
española del siglo XIX, pues sin la revaloración, reedición y estudio
de las obras que generó nunca nos será posible comprender en toda
su complejidad la historia y la literatura española de un siglo decisivo
para la historia del Estado español.
22 Asia en la España del siglo XIX

Notas
1. Por supuesto los filipinos no lo vieron así y continuaron contra los Estados Unidos
la guerra de independencia que habían empezado contra España. La Guerra
Americano-Filipina duró dos años y terminó con la derrota de los filipinos. Filipinas
fue área insular de Estados Unidos hasta que en 1946 se le concedió la
independencia. En la actualidad, los Estados Unidos tiene varias islas en el Pacífico
(entre ellas Guam) y en el Caribe (entre ellas Puerto Rico) consideradas todas ellas
áreas insulares, si bien se rigen por diferentes acuerdos.
2. Me es imposible resumir en estas páginas toda la labor orientalista realizada por
cada potencia occidental. Cabe tan sólo señalar que Rusia inauguró el Museo de Asia
de San Petesburgo en 1818 y, vinculado a él, el Instituto de Estudios Asiáticos. En
los Estados Unidos se fundó la American Oriental Society en 1842 y el Instituto Real
Neerlandés de Estudios de Asia Sudoriental y el Caribe abrió sus puertas en 1851.
En España no tuvimos ninguna institución semejante hasta que, en 1876, se fundó la
Real Sociedad de Geografía Española. Todos los documentos y estudios sobre las
posesiones españolas se encuentran dispersos en diferentes archivos y bibliotecas.
3. He preferido dejar para otra ocasión los textos escritos por españoles en francés,
inglés y catalán.
I

El Oriente en la obra de Juan Valera

Religión y civilización en el orientalismo de Juan Valera


En el invierno de 1856, Juan Valera (1824-1905) formó parte de la
legación que el gobierno español envió a Rusia. La misión estaba
presidida por Mariano Téllez-Girón de Beaufort, duque de Osuna
(1814-1882), al que Valera acompañaba en calidad de secretario. Una
serie de cartas escritas durante este viaje, y posteriormente publicadas
con el título Cartas desde Rusia, son el fruto de los casi seis meses
que el escritor andaluz pasó en esa nación de la Europa oriental.
Refiriéndose a las mismas, Manuel Azaña (1880-1940) dijo que eran
la obra maestra del autor en el género epistolar (162). No cabe duda
de que, dentro de la extensa correspondencia de Valera, estas cartas
son las más interesantes; no debe sin embargo esperarse encontrar en
ellas el conjunto de un libro de viajes coherente y detallado. Por
supuesto, Valera describe los edificios que visita, comenta algunos
aspectos de la sociedad rusa que le sorprenden y, a la manera de los
escritores de viajes, también incluye algunas notas históricas que
resultarían de interés al lector español que, por primera vez, se
acercaba a la realidad de ese lejano país, pero lamentablemente,
Valera no acierta a darnos el documento que se esperaría de un
viajero culto y refinado que, como él, visitaba por primera vez uno de
los lugares más remotos y exóticos de Europa. De las palabras del
mismo autor se desprende que se sentía intimidado ante la
envergadura de la obra que se proponía realizar:

Usted me dirá que yo no voy a escribir una obra seria sobre la Rusia, sino
cartas a un amigo, refiriéndole lo que ahora se llama impresiones de viaje,
24  Asia en la España del siglo XIX    

mas yo contestaré que estas cartas, que sin escrúpulo de conciencia


escribía yo antes, creyendo que eran para usted solo, me dan hoy notable
recelo y me hacen temer que me tengan por atrevido, si no consideran los
que esto lean la insólita humildad con que confiese mi ignorancia. [...]
Ruego, pues, a cuantos pongan los ojos en estas líneas, que no hagan por
instruirse, sino para divertirse un rato, si, por dicha mía, les parecieren
divertidos. (1986: 54)

Efectivamente, las cartas divirtieron a algunos, pero también


fastidiaron a muchos y fueron causa de un revuelo que acabó
causándole muchos problemas al autor.
Valera dirigió esas cartas –unas cuarenta y tres sin contar las
cartas familiares- al subsecretario de estado y su jefe en España,
Leopoldo Augusto de Cueto, marqués de Valmar (1815-1901). En
ellas, dando muestras de gran candidez diplomática, cometió el error
de hablar de su superior, el duque de Osuna, con un tono desenfadado
y burlón, y de describir la sociedad rusa con la misma ironía que
después utilizaría al recrear los ambientes de sus novelas. Cueto, ya
fuera por malicia o por necedad, dio las cartas a la prensa sin la
autorización de Valera. El éxito fue inmediato y, halagado por el
mismo, Valera permitió que su jefe siguiera publicándolas. Por
supuesto, no quedó nadie vinculado a los protagonistas de las cartas
que no las leyera, ya fuera en su versión original o editada para la
prensa. Los amigos del duque, alarmados por lo que de él se decía en
ellas, le informaron con detalle del modo en que su secretario hablaba
de él.1 Asimismo, las impresiones de viaje de Valera tampoco
cayeron muy bien a la corte rusa, ya que en ellas se describía la
opulencia exagerada de los aristócratas, el acendrado chauvinismo de
los rusos que los llevaba a sentirse por encima de las demás naciones
europeas, su glotonería, sus ansias de deslumbrar, la miseria en que
se hallaba sumido el pueblo e incluso se llegaba a aludir al
sometimiento impuesto por Rusia a la vecina Polonia. En pocas
palabras, las cartas de Valera fueron causa de que sus compañeros de
legación lo vieran mal (inclusive de que pensaran que intrigaba
contra ellos), de que en España hubiera quien lo considerase un
desagradecido y un chismoso, y de que en Rusia se desconfiara de su
pluma hasta el punto de intervenir su correo.2 Eso explica que Valera,
incapaz de escribir sin dar rienda suelta a su manera de ser, fuera
perdiendo interés en hacer de las cartas un texto literario. El mismo
autor lo admite en varias ocasiones a su interlocutor y el rasgo se
  El Oriente en la obra de Juan Valera   25 

hace cada vez más notorio cuando se da cuenta de que sus escritos
dejan de aparecer publicados y Cueto ya no contesta a los mismos. El
resultado es que, paulatinamente, las cartas terminan evidenciando
mucho más el deseo del autor de abandonar la misión que le habían
encomendado que no su interés en relatar sus experiencias de viajero.
Ahora bien, hay algo que resulta bien claro a lo largo de esta
correspondencia y esto es el interés y la fascinación que Rusia
despertó en Valera, en particular por lo que se refiere a la amalgama
de pueblos, culturas y religiones que constituían el imperio del zar en
sus confines asiáticos. La profunda huella que dejó en el autor el
descubrimiento de las culturas orientales entrevistas en los museos
rusos explica que, cuando años más tarde, en la década de los setenta,
Valera se propusiera seguir la moda europea del orientalismo literario
y escribir una serie de leyendas del antiguo Oriente, no acudiera al
Japón3, la China o el mundo árabe, que eran los lugares comunes de
los escritores que escribían leyendas orientales, sino a los pueblos de
los Urales y el Cáucaso, cuya capacidad artística habría tenido
ocasión de comprobar en sus visitas al Hermitage.4 Claro está que, en
ese momento de su vida, esos pueblos también le interesaban por
todo lo que había leído a propósito de ellos en sus investigaciones
sobre los orígenes de las lenguas y las religiones. Uno de los autores
más citados por Valera, Friedrich Max Müller (1823-1900), profesor
de teología comparada de la Universidad de Oxford, había hablado
extensamente de los habitantes de esas regiones en sus artículos y
libros. De hecho, las palabras de Valera sobre el origen ario de los
escitas, en la introducción a sus Leyendas del antiguo Oriente, nos
recuerdan a Müller, quien en sus ponencias en Londres, reunidas bajo
el título Science of Language, insistía en que los términos indo-
europeo o indo-germánico debían ser sustituidos por el término ario
ya que así se llamaban a sí mismos estos pueblos. A su vez, Valera
dice lo siguiente:

Con los progresos etnográficos no cabe ya duda en que todo lo que hoy se
llama Tartaria y Siberia estuvo en las edades más remotas habitado por
razas tártaras y mogolas; pero también hubo allí tribus blancas, tal vez de
pelo rubio y ojos azules, de donde proceden los pueblos más nobles e
ilustres de Europa, o que han venido a establecerse en Europa en sucesivas
emigraciones. Estos escitas blancos descendían de los primitivos arios,
como los celtas, los griegos y los latinos, los cuales se habían separado del
tronco común en épocas más o menos lejanas. (1961: 903)
26  Asia en la España del siglo XIX    

Como es sabido, la obra de Müller es producto de la


tendencia decimonónica de creer en la existencia de una unidad
primigenia y en una autoridad definitiva. Sus teorías, contrariamente
a las intenciones del autor, servirían posteriormente para afirmar la
superioridad de la raza blanca y sentarían las bases del genocidio
perpetrado casi un siglo más tarde con los judíos y otros pueblos
considerados inferiores por los nazis.5 Como puede observarse, la
idea de la superioridad racial está implícita en las palabras de Valera,
si bien el autor veía con no poca reserva la supuesta superioridad
aria. En el mismo prólogo, Valera comenta con su habitual ironía:

Al contacto de toda civilización muy superior, los hombres de una


civilización muy inferior se mueren todos. Los portugueses y españoles,
como no estábamos muy civilizados no dimos muerte a todos los negros e
indios con quienes entramos en relación cuando nuestros descubrimientos
y conquistas; pero, según parece, los ingleses y los yanquis, como más
adelantados en civilización, tienen la misión de acabar con todos. A unos
los matan a cañonazos porque se rebelan, como los cipayos; a otros, de
hambre y tristeza, arrojándolos de los terrenos fértiles que habitaban y
acorralándolos e internándolos en tierras más estériles, como a los cafres,
hotentotes, pieles rojas y naturales de la Nueva Holanda y Nueva Zelanda,
y a otros los matan de fastidio, con el empeño de que lean y se afinen y
estudien la Biblia, como a los alegres habitantes de Otahiti, olvidados ya
de sus danzas lascivas y de sus fáciles amores y sujetos a la férula de algún
ministro protestante y cogotudo. (1961: 896)

Quizá fuesen las dudas del autor sobre el efecto que podía
tener el señalar la superioridad racial de un pueblo, punto de partida
de sus Leyendas del Antiguo Oriente, lo que causó que ninguna de
ellas llegara a completarse. En su lugar, Valera escribió años más
tarde una novela, Morsamor (1899), en la que encontramos los
mismos planteamientos de búsqueda interior, aparente tema central
de sus leyendas de Oriente, pero con un claro mensaje sobre lo
perecedero y vano de la gloria humana, el cual relativiza
implícitamente todo afán de superioridad.6
A propósito de Morsamor, J. B. Avalle Arce afirma que esta
novela “se concibió como la summa artis de Don Juan Valera, y por
eso, y en esa medida, es también su summa vitae” (1970: 27). La
afirmación de Avalle Arce es algo cuestionable, especialmente si
tenemos en cuenta que Morsamor dista mucho de ser la novela más
lograda del autor y que en todas las demás encontramos también,
  El Oriente en la obra de Juan Valera   27 

aunque sólo sea en los diálogos de los personajes, alusiones a los


diversos temas que le interesaron.7 Sin embargo, lo que sí es posible
afirmar es que, en Morsamor, Valera da un mayor protagonismo a
esos temas. En particular, hay en Morsamor la combinación de dos
elementos, fantasía y realidad, cuya conjunción le supuso un reto en
sus primeros intentos de abordar la temática orientalista. Para
comprender este aspecto del proceso creativo de su obra es preciso
revisar una serie de textos que el autor escribió mucho antes de la
aparición de esta novela. Ante todo, en una carta enviada a Marcelino
Menéndez Pelayo (1856-1912) el 27 de agosto de 1879, Valera le
confiesa que ha abandonado la redacción de Zarina (una de las dos
leyendas sobre el Antiguo Oriente) por no sentirse a la altura de los
eruditos que escriben este tipo de textos:

Otra novela que he leído aquí, que me ha descorazonado para seguir mi


Zarina. Es una novela alemana, su autor, Jorge Ebbers, titulada La hija
del Faraón. Está escrita con mucho talento y fantasía; inspira el mayor
interés, y es un prodigio de erudición. La flor de la poesía nace allí del
conocimiento de los clásicos griegos, de la egiptología, de las escrituras
cuneiformes, del Zend-Avesta y de cuanto se ha escrito en estos últimos
tiempos sobre el antiguo Oriente. El novelista es, además, un anticuario, y
tiene, sin duda, un museo en su casa y ha visitado todos los museos y no
pocos de los sitios donde su novela pasa. Por esto me he descorazonado y
no he escrito una sola cuartilla de Zarina. (1961: 58)

Efectivamente, Valera, reconociéndose incapaz de escribir


una novela histórico-arqueológica, no prosiguió en ese punto la
composición de Zarina, de la que sólo poseemos los cuatro capítulos
que, en julio de 1879, el autor le confesaba haber escrito a Menéndez
Pelayo.8 No obstante, por otra carta suya fechada años más tarde en
Lisboa, sabemos que el proyecto no había sido abandonado del todo.
Después vinieron los meses en Estados Unidos, durante los cuales
Valera se familiarizó con la Teosofía. Conocimiento que, de vuelta a
Europa, lo llevó a enviar a Menéndez la carta titulada ‘El budismo
esotérico’ (Bruselas, 1887), en la que le comunicó su intención de
escribir una novela donde entrara lo sobrenatural en grandes dosis.
Con todo, Valera admite que lo arredra, por un lado, competir con los
autores que se han destacado en este género (Hoffman, Poe, Bulwer y
Rider Haggard) y, por otro, encontrarse en la disyuntiva de encadenar
la fantasía a la historia o darle rienda suelta a la fantasía y, al hacer
28  Asia en la España del siglo XIX    

esto, dar al traste con la veracidad, lo que podría cuestionar la


autoridad de sus reflexiones (1961: 646).
Valera sabía muy bien que el público español era algo reacio
al género fantástico. Ya en 1860 se había visto llevado a escribir una
réplica al discurso de admisión a la Real Academia de la Lengua
dado por Cándido Nocedal (1821-1885), en ella defiende el uso de lo
sobrenatural y lo misterioso, ante la actitud del nuevo académico,
quien postulaba la exclusión de todo elemento fantástico de la
narrativa. Valera sostiene que “la novela es un género tan
comprensivo y libre, que todo cabe en ella, con tal que sea historia
fingida” (1961: 190) y que, “en el mundo de la fantasía, que es el
mundo de la novela, debemos admitir, no ya como verosímiles, sino
como verdaderos, todos los legítimos engendros de la fantasía”
(1961: 187). No por ello dejaba Valera de considerar cuán difícil era
presentar unos planteamientos filosóficos en un contexto narrativo
sostenido por un argumento fantástico. En 1880, Valera había escrito
una obra de teatro en tres actos llamada Gopa en la que combinaba el
espiritismo con el budismo. El texto le había permitido exponer sus
reflexiones sobre el valor de la ciencia y la religión utilizando lo
fantástico de un modo jocoso. Ahora bien, una novela representaba
mayores desafíos, ya que, en lo tocante a este género, sus reflexiones
debían acudir a lo fantástico sin perder por ello seriedad y Valera no
ignoraba que el público lector español concedía poca seriedad a las
novelas fantásticas.
A este respecto, cabe recordar aquí la bien conocida
afirmación de Valera de “que la poesía tiene en sí un fin altísimo,
cual es la creación de la hermosura […] la poesía, y por consiguiente
la novela se rebajan cuando se ponen por completo a servir a la
ciencia, cuando se transforman en argumento para demostrar una
tesis” (1961: 197). No debe por ello entenderse que la creación de un
objeto hermoso era a lo único que aspirara lograr en sus novelas. El
componente filosófico de las mismas trasciende todos los demás
propósitos artísticos que se puedan exponer en ellas, pero Valera
valoraba el diálogo y, por lo tanto, detestaba las novelas que,
remedando a la ciencia, pretendían ofrecer una fórmula o una clave
de la conducta humana. De ahí que en sus obras no encontremos una
tesis, sino una multiplicidad de discursos, de posturas y de
reflexiones de tipo filosófico, moral y ético. Asimismo, las decisiones
de los personajes obedecen a las diferentes personalidades de los
  El Oriente en la obra de Juan Valera   29 

mismos y, aunque estas decisiones no son siempre felices o


acertadas, la voz narrativa nunca las juzga, evitándose con ello todo
tipo de aseveración por parte del autor. Al lector le toca sacar su
propia conclusión o, si lo prefiere, no sacar ninguna. Como nos suele
advertir en las introducciones de sus novelas, no escribe para probar
nada, el propósito de sus textos es el de entretener y no se considera
responsable si alguien deduce alguna moraleja o lección de los
mismos. Es evidente, sin embargo, que, al admitir la posibilidad de
que el lector saque una lección del texto, se declara consciente de
haber escrito, no sólo un objeto hermoso o entretenido, sino un objeto
que, además de ser hermoso y entretenido, también puede hacernos
pensar. Este rasgo de la actitud literaria de Valera es especialmente
evidente en la dedicatoria que actúa a modo de prólogo en
Morsamor:

Nada más inocente que componer un libro de entretenimiento, aunque no


entretenga. Con no leerlo evitará toda persona discreta el mal que pudiera
yo causarle. Yo no trato de enseñar nada ni de probar nada. Si alguien
deduce consecuencias o morales de la lección de este libro, él y no yo, será
responsable de ellas. Yo sólo pretendo divertir un rato a quien me lea,
dejando a los sabios enseñar y adoctrinar a sus semejantes y dejando a
nuestros hombres políticos la difícil tarea de regenerarnos y de sacarnos
del atolladero en que nos hemos metido. (1961: 713)

Desatendiendo lo expresado en la dedicatoria de la novela,


diversos críticos han querido leerla como una propuesta
regeneracionista9, cuando deberían de haber tenido en cuenta que, en
la introducción a Leyendas del Antiguo Oriente, Valera hablaba de la
necesidad de que en España se produjera una literatura orientalista
que diera textos como los que se escribían en Europa. Una literatura
orientalista que, como es posible ver en su alusión a La hija del
faraón de Ebbers, iba de la mano de la fantasía. Ésta es la lectura que
propongo que se lleve a cabo del elemento fantástico en Morsamor,
única novela orientalista escrita por una de las grandes figuras de la
literatura decimonónica española.10
Morsamor consta de tres partes: ‘En el claustro’, ‘Las
aventuras’ y ‘Reconciliación suprema’. En ellas se narra la historia
de Fray Miguel de Sueros, quien vive atormentado por no haber
conocido ni la gloria militar, cuando era un caballero con el
sobrenombre de Morsamor, ni la espiritual, cuando se retiró al
30  Asia en la España del siglo XIX    

convento. Fray Miguel cree que nada de lo que ha hecho en la vida


ha sido meritorio, pues no hubo renuncia alguna al encerrarse en el
convento, puesto que no dejó fuera nada que realmente le importara.
Asimismo, su decisión de tomar los hábitos se debió a su hastío ante
un mundo sin ideales y no porque tuviera vocación religiosa. Por otro
lado, su orgullo se siente especialmente herido por la idea de que
tanto en el mundo como en el convento, él pasó desapercibido de
todos y ni Dios ni el demonio lo consideraron digno de hacerlo ni un
santo ni un gran pecador. Reconcomido por un aplastante sentimiento
de mediocridad ve llegar el fin de su vida y teme morir con ese
infierno que lleva dentro. Por si eso fuera poco, el momento triunfal
que vive España ahora que él es viejo lo hace sentirse todavía más
frustrado ante su existencia, pues desearía contribuir con sus hazañas
a la gloria de su nación, pero siente que es demasiado tarde para eso.
Conocedor de las ideas que torturan a Fray Miguel, otro
sacerdote, el Padre Ambrosio de Utrera, le propone devolverle la
juventud y darle, asimismo, las posibilidades para que vuelva al
mundo a realizar sus sueños de gloria. Para ello lo somete a un acto
de magia, tras el cual, Fray Miguel se encuentra rejuvenecido, rico y
caballero andante camino de Lisboa junto a su escudero, un fraile
que, en el convento, era Fray Tiburcio de Simahonda, discípulo del
Padre Ambrosio en sus prácticas mágicas. A partir de ese momento,
se suceden las aventuras de Fray Miguel vuelto al mundo con su
antiguo apodo de Morsamor. Primero se enamora de una dama de la
corte portuguesa de Don Manuel el Dichoso, con los consiguientes
celos, envidias y lances caballerescos. Parte después camino de la
India acompañado de Tiburcio y dos mujeres, Donna Olimpia, una
cultivada aventurera italiana, y su sirvienta, la gaditana, Teletusa la
Culebrosa. En una escala, ambas mujeres deciden quedarse, y
Morsamor y Tiburcio llegan a la India, donde se enzarzan en toda
una serie de batallas a favor, unas veces de los portugueses, otras de
los hindúes y otras, simplemente, de sí mismos. En una de estas
aventuras, Morsamor encuentra a Urbasi, reencarnación de una gitana
llamada Beatriz, quien, enamorada de nuestro héroe en la primera
juventud de éste, vendió su alma al diablo a cambio de poder amarlo
de nuevo. Muerta Urbasi, Morsamor viaja al Himalaya donde
encuentra un pueblo longevo de sabios esotéricos que le ayudan a
llegar a la China sin tener en cuenta las leyes del tiempo y del espacio
que regían en esa época. Es decir, volando cual vulgar turista del
  El Oriente en la obra de Juan Valera   31 

siglo XXI. Desde allí, Morsamor atraviesa el Océano Pacífico y


circunnavega el continente americano con la intención de llegar a
Europa y tener la gloria de haber dado la vuelta al mundo viajando
hacia oriente. Tras toda una serie de percances, cuando los viajeros
están aproximándose al final de su camino son atacados por una nave
corsaria a la que vencen y en la que encuentran de nuevo a Donna
Olimpia y a Teletusa. Finalmente, a la vista de la costa portuguesa, la
nave de Morsamor naufraga y él se encuentra en el mar abrazado por
Donna Olimpia, quien tira de él hacia el fondo. Morsamor se
desvanece y despierta en la celda del Padre Ambrosio aún más viejo
de lo que estaba cuando se sometió al mágico rejuvenecimiento. La
novela concluye con Fray Miguel aceptando la vanidad de sus
victorias, el lastre que para su redención suponía el amor de mujer,
un amor que su orgullo no le permitía aceptar que fuera perecedero, y
habiendo comprendido que el único amor inmortal es el amor a Dios.
Ante lo expuesto resulta evidente que Valera no mentía
cuando en la dedicatoria que hace función de prólogo de la novela
dice que al escribirla soltó el freno de la imaginación y la largó a
volar por estos mundos de Dios (1961: 713). Está claro que nuestro
autor, ante esa disyuntiva de escribir un relato histórico o un relato
fantástico del que hablaba a Menéndez Pelayo, optó por lo segundo,
y prefirió correr el riesgo de que sus reflexiones no fueran tomadas
muy en serio. Ahora bien, tanto lo fantástico como lo que en la
novela hay de histórico tienen su base en la particular aproximación
valeriana al orientalismo literario.

El marco histórico
Aunque el transcurso del tiempo es de poca importancia para la
verosimilitud de las andanzas vividas o soñadas por Morsamor, se
nos dan algunos datos específicos que nos permiten situarlas en un
momento histórico concreto. Por el narrador, sabemos que éstas se
inician en 1521 -en el momento de máxima expansión portuguesa en
Asia- y, a pesar de todos los lugares visitados y de las muchas
aventuras corridas, se deduce que terminan un año más tarde, ya que,
al atravesar el Pacífico, la nave de Morsamor se cruza con las
embarcaciones de Fernão de Magalhães (1480-1521), quien, como es
sabido, salió de Portugal en 1519 y murió en 1521. Otros datos
evidencian que la mayoría de los acontecimientos suceden en 1522,
32  Asia en la España del siglo XIX    

pues en la India, Morsamor se pone al servicio de Duarte de


Meneses, que fue gobernador de Goa entre 1522 y 1524, después
intenta ayudar a los hindúes contra el emperador mogol Zahiruddin
Muhammad Babur (1483-1530), que invadió la India en cinco
ocasiones entre 1519 y 1529, una de ellas entre 1519 y 1524.
Los lugares visitados por Morsamor son la ciudad de
Melinda (actual Milindi a unos 120 kilómetros de Mombasa, en
Kenia), Chaúl, Goa, Benarés en India, Ceilán, Sumatra, un valle
imaginario del Himalaya y China.11 Melinda, la India, Ceilán y el
Himalaya son espacios que tienen como función primordial la de
permitir a la voz narrativa elaborar aspectos de las culturas orientales
por los que Valera siempre se mostró interesado, lo que explica que,
cuando los personajes atraviesan lugares que tenían sin cuidado a
nuestro autor, la voz narrativa no nos diga prácticamente nada de
ellos. De ahí que, cuando se menciona el viaje de Morsamor por
China, el narrador aconseje al lector que acuda a la obra de diversos
sinólogos españoles y portugueses si es que este país despierta su
curiosidad, pues él no tiene nada que aportar que no haya sido dicho
ya (1961: 808-09).12

Melinda y la cultura persa


La primera escala de Morsamor en Oriente es la ciudad africana de
Melinda, el puerto en el que Vasco de Gama (1469-1524) se detuvo
antes de cruzar el Océano Índico y llegar a la India. Allí, Morsamor
es recibido por el hijo del mismo rey que acogió al navegante
portugués y la voz narrativa nos describe a ese príncipe como más
blanco que negro, refiriendo seguidamente el origen persa de la clase
dirigente de la ciudad, cuya fundación se atribuye a exiliados de
Chiraz. Valera está haciendo alusión a la emigración persa que tuvo
lugar como consecuencia de las invasiones realizadas por los
ejércitos de Gengis Khan (1167-1227) en 1224. Al parecer, esta
invasión hizo que los persas abandonaran su país estableciéndose en
diferentes territorios del Mar Rojo y el Océano Índico a donde
llevaron su religión y su cultura. La voz narrativa explica que los
antiguos iraníes optaron por el exilio antes de someterse a un pueblo
que no toleraba sus creencias en la religión de Zoroastro (628-551
  El Oriente en la obra de Juan Valera   33 

a.C.) y la fe que ellos profesaban por las enseñanzas de los libros


sagrados del mazdeísmo, el Avesta y el Bundehesch.
Esta mención relaciona nuevamente la obra de Valera con las
teorías sobre el pasado de los pueblos indoeuropeos, puesto que,
según varios autores, los persas eran un pueblo ario originario de
Azerbaiján que, en el siglo VII a.d.C., ocupó el territorio del actual
Irán. A finales de ese siglo o principios del sexto a.d.C., apareció
entre los persas la figura de Spitama Zaratustra, también conocido
como Zoroastro, un profeta que predicaba una religión dualista
basada en un dios del bien, Aura Mazda u Ormuz, enfrentado a un
dios del mal, Ahrimán. El mazdeísmo juzgaba a los seres humanos
libres de elegir entre el bien y el mal, pero sostenía que, debido a
imperativos morales, las fuerzas del bien siempre terminan por
predominar. Convencidos de las enseñanzas de Zoroastro, los
antiguos persas consideraban que la humanidad se encontraba en el
centro de una lucha constante entre el bien y el mal, y que debía
acudir en defensa del bien por respeto a Dios. Esta función de
defensores del bien daba a su vida un extraordinario valor, por lo que
no podían atentar contra ella, considerando pecado ciertas
mortificaciones, como son el ayuno y el celibato, las cuales eran
consideradas como trabas para el normal desarrollo de la vida. Por el
contrario, el cuidado de los hijos y las cosechas o la práctica de la
buena moral y la piedad por sus semejantes eran actos considerados
purificadores que, por lo tanto, ayudaban a Dios en su lucha contra el
mal.13
En su deseo de subrayar la superioridad moral de los pueblos
arios, los estudiosos decimonónicos ensalzaban las cualidades de los
diferentes grupos que los constituían y, al hablar de los antiguos
persas, los consideraban un pueblo optimista, práctico, enérgico,
amante de la vida, pero también profundamente espiritual.14 Sólo
situando Morsamor dentro de esta corriente de los estudios
orientalistas podemos explicar el que Valera decidiera vincular el
enclave árabe en la costa africana de Melinda con Chiraz y que
dedicara varias páginas de su novela a relatarnos el periodo de
máximo esplendor artístico de los persas, es decir, el reinado de
Mahamud de Gazna el Grande (971-1030), gran mecenas de la
literatura y las artes. Valera menciona obras como El libro de los
reyes o Sha-Nameh de Firdusi (930-1020), texto que narra la
formación de la nación persa, comenta la distancia que media entre el
34  Asia en la España del siglo XIX    

Gulistán o El jardín de rosas (1258) de Sadi (c. 1193- c.1291) y los


madrigales de Hafiz (1325-1389) de las sentencias del Corán15, y
termina hablándonos de El habla de los pájaros (o La conferencia de
los pájaros) de Farid-ud-din-Attar (c. 1142- c.1230), quien influyó en
Mevlana Celaleddin Rumi (1207-1273), autor de uno de los poemas
más importantes de la literatura del Próximo Oriente, Mesnewi, y
fundador de una orden de derviches que, mediante la música,
predicaban el amor, la paz y la hermandad entre los seres humanos. A
los descendientes de estos persas, que Valera denomina una secta
herética muy dada a todo linaje de diversiones, música y danza, es a
quien atribuye la fundación de Melinda “donde se dieron tan buena
maña, que habían atraído millares y millares de negros, formando un
reino importante del que dichos negros constituían la numerosa
plebe” (1961: 767).
Para el lector ajeno a los estudios de los orígenes de las
lenguas y de las culturas que se realizaban en el siglo XIX, y de la
importancia que estos estudios daban al papel jugado por la antigua
cultura persa en la evolución de la civilización europea o,
simplemente, para todo aquel que ignore el interés que estos estudios
despertaban en Valera, la alusión a la cultura persa de Chiraz puede
parecer una digresión cultista que no tiene relación alguna con la
búsqueda de Morsamor y que, por lo tanto, resulta totalmente gratuita
dentro del conjunto de la novela. Efectivamente, no se puede negar
que no afecta para nada a la historia de las aventuras de Morsamor el
que Melinda fuera fundada por los persas o que se tratara de una
simple base comercial árabe en la costa de la actual Kenia, ya que
nada de lo que le sucede al protagonista en Melinda (al menos nada
de lo derivado del comportamiento de sus gentes) tiene
consecuencias en su búsqueda. Ahora bien, esta digresión tendría
cierta razón de ser si Valera hubiera escrito para Morsamor un
prólogo semejante al que escribió para sus interrumpidas Leyendas
del Antiguo Oriente. Puesto que estas narraciones cortas fueron
pensadas para ser publicadas periódicamente en una revista, la
Revista de España, Valera escribió un extenso prólogo introductorio
a fin de presentar la obra al público lector. En él comenta las
recientes teorías sobre los orígenes del hombre y de ahí pasa a la
supuesta superioridad racial de ciertos pueblos y al valor que, para
efectos del progreso de la Humanidad, supone dicha superioridad:
  El Oriente en la obra de Juan Valera   35 

Ya hemos explicado cómo comprendemos el progreso. Lo comprendemos


por el caudal acumulado por herencia y por la difusión y divulgación del
saber y de la moralidad en mayor número de personas, familias, tribus y
naciones. Mas creemos asimismo que, para que el progreso se realizase,
las razas civilizadoras y singularmente los arios, desde el principio y más
que nunca en el principio, debieron de estar y sin duda estuvieron dotados
de extraordinarias facultades y de una poderosa iniciativa; prendas que
habían de resplandecer más en ellos, mientras permanecieron en toda su
pureza y no se mezclaron con otras castas plebeyas e impuras. Pero el
mezclarse con estas castas, el no despreciarlas, el bajar un poco hasta su
nivel para elevarlas hasta ellos, y el amalgamárselas para fundar la
Humanidad una, era su misión providencial, era su salvación y su destino.
Los que faltaron a esta misión, degradando y envileciendo cada vez más a
las castas o razas inferiores, acabaron por envilecerse y degradarse ellos
mismos. Los que hicieron lo contrario realizaron el progreso. El sacerdote
egipcio se ha confundido con el felah, y el bramín con el sudra, mientras
que el último hombre de nuestros pueblos de Europa se ha elevado. (1961:
903)

Llegando a la conclusión del origen ario de la civilización


europea, Valera indica que la curiosidad decimonónica por el Oriente
se debe precisamente a que el hombre occidental ha comprendido que
el origen de su cultura se encuentra en esta región del mundo. Dice
asimismo, que los arios ocuparon en época remota las regiones del
norte del Cáucaso desde donde, en sucesivas oleadas migratorias,
fueron extendiéndose hasta llegar a Islandia por Occidente y a Ceilán
por Oriente. En consecuencia, si los arios fueron el origen de los
pueblos europeos, también lo fueron de las civilizaciones india y
persa, por lo que la civilización europea es hermana de éstas, de lo
que se concluye que el conocimiento de las literaturas persas e indias,
mucho más antiguas que las nuestras, puede ayudarnos a comprender
el desenvolvimiento ulterior de la civilización moderna europea, pues
el germen de la misma se encuentra en estas antiguas civilizaciones
orientales.
Ante lo expuesto resulta evidente el afán de Valera de
informar sobre las antiguas culturas del Cáucaso y el Indo. De tener
estas explicaciones en el inicio de Morsamor, en lugar de una frívola
dedicatoria al conde de Casa Valencia, veríamos en la novela un
propósito divulgativo que ahora no podemos atribuirle sin contradecir
las explícitas declaraciones del autor, quien en la dedicatoria afirma
que su novela no tiene otro fin que el de entretener.16
36  Asia en la España del siglo XIX    

El subcontinente indio y las religiones orientales


Si la estancia de Morsamor en Melinda le sirve a Valera para
hablarnos del glorioso pasado persa, las hazañas de su protagonista
por tierras de la India y Ceilán van a darle ocasión de reflexionar
sobre las religiones orientales. Desde Melinda, Morsamor se dirige a
Goa, donde su intención es la de ponerse a las órdenes del
gobernador, Don Duarte de Meneses, pero, antes de presentarse ante
él, quiere haber realizado alguna hazaña que lo haga meritorio, por lo
que, conocedor de que los portugueses están luchando con los
musulmanes en Chaúl, acude en su ayuda y puede así entrar
triunfante en Goa.17 Se suceden después toda una serie de campañas
que lo llevan de Goa a Achin, pasando por Ceilán, y de allí de vuelta
a Goa, donde se pone al servicio de un grupo de brahmanes y parte
con ellos a luchar contra el sultán musulmán que reina en Benarés. Si
bien en todos los lugares mencionados por Valera se dieron batallas,
ni los protagonistas de las mismas ni las fechas coinciden con los de
la novela, lo que evidencia que no era el propósito del autor el
escribir un relato que recreara la gesta portuguesa en la India y que el
haber escogido ese entorno para las aventuras de su personaje tenía
que responder a otro propósito.18 Puesto que lo único relevante que
encontramos en estos episodios son las menciones al margen de las
aventuras del protagonista, es posible concluir que el propósito de
Valera se encuentra en lo dicho en ellas.
La voz narrativa nos dice que Morsamor decide ir a Ceilán
para luchar contra Rajasinga (c.1608-1687), quien había envenenado
a su hermano, había destronado a otro de sus hermanos y hacía la
guerra a los portugueses. El personaje es real y los hechos también, si
bien todo esto sucedió más de un siglo después de la época en que
Valera sitúa la acción, en el momento en que ya los holandeses
estaban intentando hacerse con las posesiones portuguesas en el
Índico, con los que Rajasinga se alió. No le hubiera sido difícil a
Valera situar la acción en 1522, pues en ese año también los
portugueses estaban combatiendo contra los singaleses. Sin embargo,
el mandato de Rajasinga se identifica con la resistencia budista ante
el avance de otras religiones y, en particular, ante el del catolicismo,
que los portugueses impusieron violentamente sobre la población de
la isla. La mención del soberano cingalés, quien se nos muestra como
el soberano budista que fue, permite al narrador señalar que los
portugueses creían que la isla había sido evangelizada en tiempos
  El Oriente en la obra de Juan Valera   37 

remotos por Santo Tomás, pero que lo que ellos tomaban por un
cristianismo pervertido y maleado era en realidad “la religión
fundada por Sidarta, príncipe de los sakias de Kapilabastu, y
predicada en Ceilán algunos siglos antes de Cristo” (1961: 776).19A
pesar de la semejanza que se establece entre el cristianismo y el
budismo, la voz narrativa se apresura a afirmar que ésta última es una
religión que si bien tiene una moral muy pura, su metafísica es
errónea y desconsoladora ya que no tiene un Dios misericordioso,
sino que su divinidad es un ser único indeterminado e infinito en
quien todo cuanto es y todo cuanto puede ser se contiene. Según
Valera, la máxima aspiración de los budistas es romper el límite que
les separa del todo y hundirse en la inmensidad de la sustancia única,
una vez acabada la serie de transmigraciones del alma.
Hasta ahí parece que el narrador está mostrando al budismo
como una religión cuya base es positiva, pero equivocada en su
concepción de Dios, mejor dicho, equivocada por no concebir la idea
de un Dios propiamente hablando. Ahora bien, obsérvese que la voz
narrativa no dice el budismo sino “la religión fundada por Sidarta,
príncipe de los sakias”. La elección de términos no es gratuita. Los
estudiosos de los orígenes de los pueblos no desconocían que los
griegos consideraban que los sakias eran un pueblo del Himalaya de
origen escita, en otras palabras, eran un pueblo ario. Con lo que, si un
hombre salido del seno de la comunidad sakia fundó el budismo y los
sakias eran escitas, es decir arios como los europeos, entonces puede
afirmarse que tanto el cristianismo como el budismo son religiones
hermanas. En otras palabras, el mencionar la resistencia budista en
Ceilán permite a Valera hablarnos del budismo y, aunque
explícitamente lo refuta como una religión equivocada, también
señala sus virtudes e, implícitamente, lo muestra como una religión
hermana del cristianismo. La misma técnica la encontraremos cuando
se nos hable del hinduismo.
De Ceilán, Morsamor parte hacia Sumatra, donde participa
en una serie de campañas, regresando después a Goa. Una vez allí, la
voz narrativa nos dice que Francisco Pereira Pestana, gobernador de
la ciudad, recela de Morsamor y de Tiburcio, lo que termina por
decidirlos a aceptar la oferta hecha por unos brahmanes y ayudarlos a
combatir a los musulmanes.20 En este momento se nos introduce otra
digresión religiosa que también tiene el propósito de afirmar el origen
ario de las religiones más espirituales.
38  Asia en la España del siglo XIX    

El brahmán que le pide ayuda a Morsamor le dice que los


suyos son descendientes de un pueblo nobilísimo e inteligente de
superior condición que, venido del Paropamiso (Pamir), redujo a su
obediencia y mandato a los otros pueblos que en la India vivían. La
utilización del término Paropamiso, considerado de origen sánscrito,
indica el origen indoeuropeo de la cultura hindú y, por lo tanto, de su
religión, el hinduismo, que se nos describe como una sutil teología
derivada de las antiguas creencias del pueblo que vivía en el
Paropamiso. Esta religión, indica el brahmán, no es muy distinta en
esencia de la que profesan los cristianos, pues los europeos deben
provenir de los mismos antepasados que los hindúes, probablemente
de algún pueblo hermano que emigró hacia Occidente en lugar de
dirigirse hacia Oriente. De ahí que concluya que los espíritus de
idéntica condición y alta nobleza terminaran por desarrollar
religiones parecidas. Acto seguido, el brahmán resume cómo es su
Dios:
Nuestro Dios está con nosotros y en nosotros. Presente por donde quiera,
lo llena y lo penetra todo y más que todo, nuestras almas. El alma
enamorada que le busca, le halla y le goza en esta vida mortal. Para
nosotros el hombre es divino, porque nuestro Dios es humano. No pocas
veces ha tomado nuestro Dios ser y forma de hombre en el seno de una
mujer escogida […] Libertador y redentor de las almas, las atrae, las
enamora y con su hermosura las cautiva. Bello pastor, apacienta su rebaño
en la fértil orilla de un río de aguas limpias y claras. (1961: 730)

Tras estas palabras, el brahmán viendo que ha convencido a


Morsamor acerca de la esencia común entre el cristianismo y el
hinduismo, le ruega que se una a ellos en una guerra santa contra el
Islam, asegurándole que toda una multitud de pueblos cristianos:
circasianos, armenios, georgianos, rusos…están ya levantándose en
una gran cruzada contra el turco. Le habla entonces de Babur
(Zahiruddin Muhammad Babur, 1483-1530), el emperador mogol
que se propone conquistar la India y someter los reinos que todavía
se resisten a aceptar la fe de Mahoma. Le asegura que Babur ya ha
tomado la ciudad de Lahore, pero que la ha tenido que abandonar
para luchar contra la rebelión que ha estallado en su capital, por lo
que le propone que, antes de que Babur haya apaciguado tal rebelión
y reinicie su campaña de conquista de la India, le ayude a
reconquistar Benarés, la ciudad santa del hinduismo, la cual se
  El Oriente en la obra de Juan Valera   39 

encuentra bajo el poder musulmán para iniciar así el levantamiento


brahmánico contra el poder musulmán en la India.
Los datos dados por Valera en esta parte del relato son de
una precisión histórica bastante cuestionable. Es cierto que Babur
puso fin al predominio hindú en el norte de la India, pero ninguna de
sus invasiones puede ser la mencionada por el brahmán ya que la
toma de Lahore no tuvo lugar hasta 1524 y, como en su regreso a
Europa, Morsamor se cruza con la nave de Magãlhaes que hizo esa
travesía en 1522, las fechas obviamente no coinciden. Asimismo,
todo el episodio de la conquista de Benarés es igualmente imaginario.
De hecho, como se verá al hablar del Himalaya, a medida que avanza
el viaje por el interior de Asia, los datos históricos son cada vez más
vagos y el elemento fantástico va ganando predominio.
Lo importante del episodio con los brahmanes es sin duda la
posibilidad de hablar del hinduismo y de llenar las páginas siguientes
de referencias a míticos personajes de los Vedas, aspectos ambos de
la civilización oriental que Valera conocía y admiraba. Evidencia del
interés de Valera por la literatura y la religión hindúes la tenemos en
muchos de sus textos, por ejemplo, en una de las cartas de Rusia
escrita el 5 de marzo de 1857, en la que después de una digresión
sobre creencias indostánicas, confiesa tener el cerebro atiborrado de
cosas de por allá desde que ha trabado amistad con un orientalista
experto en sánscrito. Con todo, quizá donde mejor puede verse la
influencia que la cultura hindú y las religiones orientales tuvieron en
Valera es en su novela Doña Luz (1879).
Doña Luz narra los amores imposibles entre un sacerdote, el
padre Enrique, y Luz, la hija natural de un aristócrata. La relación
que existe entre ellos es de una gran comprensión en cuestiones
metafísicas hasta que las sospechas de que el sacerdote puede estar
enamorándose de ella, hacen que Luz se retraiga en su
comportamiento. Más tarde, la aparición de un pretendiente origina
que el sacerdote descubra la realidad de sus propios sentimientos. La
novela termina con la boda desgraciada de Luz y la muerte del
sacerdote.
Como puede verse, el argumento de Doña Luz y el de Pepita
Jiménez (1874) presentan claros paralelismos, sin embargo, si como
ha establecido la crítica, la polémica sobre el krausismo es el texto
subyacente en la primera novela, podemos afirmar que la religión
constituye el debate filosófico implícito en la segunda. A tal fin,
40  Asia en la España del siglo XIX    

Valera contrapone la figura de un médico positivista y de un


sacerdote con ciertos ribetes de místico. La cuestión básica que se
establece entre ambos es la del verdadero valor de la religión de
aquellos que optan por la meditación y el misticismo, y buscan dentro
de su alma olvidándose del prójimo. Por supuesto, siguiendo el estilo
propio de Valera, a pesar de que parece que predomine la voz del
sacerdote, no puede decirse que prevalezca ninguna de las ideas
expuestas, ya que, en definitiva, la conclusión de la historia nos
muestra al sacerdote como un hombre víctima de una religión que le
ha impuesto la negación de su naturaleza humana.
Como en Pepita Jiménez, este desenlace y el argumento en
general parecen remitirnos a los postulados de las religiones
orientales que, en Morsamor, la voz narrativa sitúa en la base de la
religión occidental. Ante todo, Doña Luz implica una evidente
reconvención del celibato que nos recuerda la misma que hemos visto
al hablar del mazdeísmo. Asimismo, si bien la voz narrativa nos
cuenta que el padre Enrique consideraba la mortificación como un
atentado contra la más hermosa obra del Todopoderoso y que,
convencido de que destruir la vida era infringir la ley divina y turbar
la armonía de la naturaleza no se hería materialmente ni se
atormentaba con ayunos, cilicios y vigilias, la represión con que se
esfuerza por acallar las necesidades del cuerpo se nos muestra como
un acto igualmente destructivo. De hecho, tanto Doña Luz como
Pepita Jiménez sugieren que el drama del sacerdocio es el no
comprender que el amor humano es algo tan sagrado e importante
como el amor a Dios y que, si se quiere salvar el cuerpo para Dios,
no se puede someterlo a presiones que están por encima de su
naturaleza. Por lo que el paralelismo con el mazdeísmo y la condena
que esta religión hace de todos aquellos que niegan la naturaleza
humana es evidente. Con todo, la referencia al hinduismo es todavía
más clara que la que podemos conjeturar a propósito del mazdeísmo.
Al anunciarse la boda de doña Luz, el padre Enrique, que ha
vivido muchos años en las misiones de Asia, regala al novio una
panoplia de armas orientales y una estatuilla de Siva. Obsérvese lo
inadecuado de este regalo viniendo de un cura. Es difícil imaginar
que un sacerdote, que se nos describe como alguien dedicado a
escribir libros para reafirmar los dogmas del catolicismo, se dedicara
a coleccionar armas y estatuillas paganas, mucho más que pensara
  El Oriente en la obra de Juan Valera   41 

que tales objetos eran apropiados como regalo de bodas. Es pues de


esperar que el regalo encierre en sí un significado alegórico.
Ante todo, los regalos son para decorar el despacho del
futuro marido de Luz. Es decir, están destinados a la habitación que,
dentro de la cultura decimonónica europea, se consideraba un espacio
que, en el hogar, pertenecía exclusivamente al cabeza de familia.
Asimismo, las armas han sido siempre vistas como un atributo del
hombre y frecuentemente se les ha otorgado simbología sexual. Por
lo que se refiere a la estatuilla, es preciso recordar que, de acuerdo
con las creencias hinduistas, Siva es el dios de la destrucción y la
creación, al que se adora bajo la forma de un falo y al que, en su
apariencia humana, se representa en un estado meditativo, con un
collar de calaveras alrededor del cuello, símbolo de la destrucción. La
cabeza coronada por una media luna, señal de que controla el ciclo de
la vida, y con un ojo en la frente que simboliza la sabiduría. La
esposa de Siva es Sati. Siva se casó con Sati contra la voluntad del
padre de ésta y Sati, sintiéndose insultada porque su padre no trataba
con el debido respeto a su esposo, se inmoló en el fuego. Mientras
moría pidió volver a nacer como la nueva esposa de Siva y así
ocurrió, reencarnándose en Parvati. En algunas versiones Uma
Haimavati (Uma quiere decir luz que, como sabemos, es el nombre
de la protagonista de Valera), nombre que tiene Sati en estos textos,
viendo la desesperación de Siva, se apiada de su pena convirtiéndose
en Parvati.
La historia suele confundirse con la leyenda de otra Sati,
esposa de Savitri, quien al morir su esposo pidió a la muerte que
tomara su vida en lugar de la de él. La muerte le dijo que eso no era
posible, pero que le concedería lo que le pidiera, siempre y cuando
no fuera la vida de Savitri. Sati pidió entonces a la muerte que le
diera el poder de tener un hijo de Savitri, con lo que la muerte no
tuvo más remedio que devolverle la vida a Savitri.
Teniendo en cuenta el significado que se encuentra encerrado
en estas leyendas, así como la simbología otorgada tradicionalmente
a las armas y el despacho, puede decirse que el regalo del sacerdote
simboliza la entrega de su virilidad, o dicho con otras palabras,
mediante estos objetos, el padre Enrique cede su lugar en la pareja
que hasta ese momento él ha formado de modo platónico con doña
Luz al hombre que a partir de ahora será su pareja física.
42  Asia en la España del siglo XIX    

Asimismo, el hecho de que Uma quiera decir Luz, reafirma


la identificación de los protagonistas de la novela con los de la
leyenda hindú y la conclusión del relato con su mensaje de amor más
allá de la muerte corrobora esta deducción. Recuérdese que la
protagonista, desengañada de su marido, comprende cuánto la amó el
sacerdote y, hallándose éste en su lecho de muerte, lo besa
fervorosamente en la frente, los párpados y en los labios contraídos
ya por la muerte. Después de ese acto, que puede verse como símbolo
de la unión de dos espíritus, Luz se desmaya y el sacerdote muere. Al
averiguar meses después que está embarazada, la joven se persuade a
sí misma que su hijo no fue engendrado por su marido, sino que su
espíritu es quien lo concibió en el momento en que besó al sacerdote
y que su pensamiento y su voluntad le darán a su hijo una forma y un
alma semejantes a la del hombre que verdaderamente la amó. En
otras palabras el hijo será una prolongación o reencarnación del
sacerdote y la adoración que ella sintió por él la recreará en su hijo.
Es decir, como en la leyenda de Sita y Savatri, Luz vence a la muerte
con su amor por el padre Enrique.
Gilbert Paolini, en sus artículos ‘The Confluence of the
Mythic, Artistic, and Psychic Creation in Valera’s Doña Luz’ y en
‘Interacción del mundo artístico y psicológico en Doña Luz de Juan
Valera’, ha apuntado ya la influencia de la leyenda de Siva y Sati en
la novela. Paolini resalta además que, a pesar de la procreación, Siva
se mantiene casto y Sati virgen, lo que acerca todavía más la leyenda
hindú a la novela de Valera. A la vista de lo expuesto, me parece que
el hecho es incontestable, así como lo es la presencia de la leyenda de
Sita y Savatri.
Conocedor de la literatura hindú, Valera debía estar
familiarizado con ambas historias y, concretamente, el aspecto de la
historia de la reencarnación por amor de la historia de Sati y Siva
debía fascinarlo, pues se alude a esa posibilidad en otras historias y,
en particular, encontramos su reelaboración en Morsamor, siendo
éste otro elemento que establece paralelismos entre las creencias
occidentales y las orientales.21En efecto, una vez alejado de Donna
Olimpia y a medida que el protagonista se va acercando a la India, su
deseo de ser amado y favorecido por las mujeres se va apagando. Un
día, observando las danzas de las bailarinas hindúes, Morsamor narra
a su escudero el porqué de su cambio de actitud, le confiesa que esas
mujeres le recuerdan a una enamorada de su primera juventud
  El Oriente en la obra de Juan Valera   43 

llamada Beatriz, una gitana que lo amó apasionadamente y a la que él


rechazó, enterándose más tarde por una adivina que la joven terminó
por entregarse al diablo con la condición de que, en otra vida, le
permitiera ser correspondida por él. El protagonista explica que ése
es el origen del apodo Morsamor, por el que desde entonces todos le
conocen, y admite la enorme pena y el remordimiento que lo
atormentaron durante años por haber conducido a la única mujer que
realmente lo amó a tomar una decisión que la condenó por toda la
eternidad.22La conversación termina con una reflexión de Tiburcio
acerca del libre albedrío, cuyas conclusiones se asemejan a las teorías
mazdeístas antes mencionadas: el diablo puede tentar al hombre y
éste es libre de escoger, pero el Cielo presta al hombre fuerza
suficiente, o por naturaleza o por gracia (783). Con todo, parece ser
que Dios no ayudó a la desgraciada gitana y que el diablo sí cumplió
su palabra, ya que, tras la boda de Morsamor con Urbasi23, ésta le
cuenta que ella es la reencarnación de otra que también lo amó:

Antes de conocerte yo te presentía y te amaba. Al verte por vez primera,


recordé tu rostro y columbré su semejanza en la nebulosa lejanía de
tiempos pasados. Reminiscencias confusas de una vida anterior se
despertaron en mi alma. En tierras muy remotas, nacida yo en humilde, en
casi vil condición te había amado y había sido tuya ¡Tú te avergonzabas de
mí cruel! Tú me abandonaste. Morir fue mi sino, pero no quise morir
desesperada. Entregué mi alma a Smara, dios del amor, y él me hizo en
pago la promesa de poseerte de nuevo; de hacerme renacer rica, noble y
venerada para que no te avergonzases de mí y mil veces más hermosa para
que me amases mil veces más que hasta entonces me habías amado. (1961:
795)

Smara es una de las encarnaciones hindúes del amor, pero es


un amor que implica recuerdo del mundo y olvido de Dios. La
divinidad hindú se convierte así en antagonista de Dios, con lo que
podría considerársele equivalente al diablo del cristianismo, lo que,
implícitamente, establece un nuevo paralelismo religioso.
Puede pues afirmarse que la novela acude constantemente a
las religiones orientales para sugerir semejanzas con el cristianismo y
con creencias y temores propios de los pueblos occidentales,
mostrando que todas ellas son en esencia iguales. Asimismo, directa
o indirectamente, se nos hace mención al origen común (ario) tanto
de las civilizaciones europeas como de las asiáticas que desarrollaron
religiones de alto contenido moral, enfatizando la superioridad de
44  Asia en la España del siglo XIX    

tales creencias sobre el islamismo, que es considerada una religión


despótica, caprichosa y cruel.
En conclusión, resulta evidente que uno de los propósitos de
Morsamor es hacer lo que Valera menciona en el prólogo de Las
leyendas del Antiguo Oriente: divulgar el conocimiento de las
antiguas culturas orientales, pues en ellas podemos encontrar la clave
que explique el desarrollo de la civilización occidental. Ahora bien,
puesto que la identificación de la cultura europea con la antigua
cultura oriental se hace en función de su origen ario común y en la
similitud de las creencias, lo que implica el rechazo o el silencio de
los pueblos y las religiones semitas (islamismo y judaísmo), puede
decirse que, con su novela, Valera reafirma la oposición ario-semita y
con ello se alinea con el europeísmo orientalista que, en el siglo XIX,
buscaba razones históricas y culturales que excusaran el imperialismo
occidental en Oriente.24 Entendiéndose por ese término no sólo las
naciones asiáticas, sino el mundo musulmán con el que España se
enfrentaba desde hacía años debido a su política imperialista en el
norte de África. Una campaña que, especialmente después del
Desastre del 98, se convirtió en un objetivo colonial en el que se
apoyaba también el orgullo nacional menoscabado por la derrota.25
Así pues, la cruzada internacional contra el islam a la que se lanza
Morsamor revela que, a pesar del particular acercamiento religioso
del relato, el Orientalismo de Valera esconde un mensaje bélico con
un objetivo bien claro, alentar el menoscabo del poder del islam en el
mundo en nombre de la superior civilización europea. Por lo que el
orientalismo de Valera presenta las mismas características del
discurso racista, imperialista y etnocéntrico, impuesto por Occidente
sobre Oriente para afianzar su política expansionista que Edward
Said identifica en Orientalism (1979: 201-226).

El Himalaya y las filosofías pseudo orientales


Morsamor es un cajón de sastre en lo concerniente a los temas
relacionados con el Oriente que tanto interesaron a Valera. Temas
que, a pesar de los deseos del autor, no encajaban en sus novelas y
que, cuando aparecen, son sólo guiños que el autor lanza a aquellos
que conocen de lo que él les está hablando.
Como he mencionado anteriormente, es en la carta a
Menéndez Pelayo titulada ‘El budismo esotérico’, donde por primera
  El Oriente en la obra de Juan Valera   45 

vez Valera declara su deseo de escribir una novela de temática


sobrenatural. Esta novela es indudablemente Morsamor por lo que es
lógico que en ella se haga referencia al tema de esa carta que, como
nos indica el título, es la mezcla de esoterismo y budismo que, a
finales del siglo XIX, Helena Petrovna Hahn (1821-1891) y Henry
Steel Olcott (1832-1907) difundieron a través de las sociedades
religiosas que crearon y de cuyas vidas es necesario conocer ciertos
aspectos para mejor comprender el texto de Valera.
Helena Petrovna Hahn, más conocida como Madame
Blavatsky, nació en Ucrania y desde muy niña se creyó poseedora de
poderes sobrenaturales. Se casó a los diecisiete años pero, de
naturaleza inquieta e inconformista, abandonó a su esposo e inició
una vida errante y poco convencional. En 1873, emigró a los Estados
Unidos, donde se dio a conocer como médium. Blavatsky decía haber
pasado siete años iniciándose en el Tíbet y estar en contacto con su
mahatma, quien se comunicaba con ella por telepatía, mediante la
materialización de escritos o con apariciones de su espíritu. En las
sesiones de Madame Blavatsky, además de las consabidas
comunicaciones con el más allá, sus asistentes podían observar actos
de levitación, clarividencia, telepatía y materialización de objetos.26
En 1874, Blavatsky conoció a Henry Steel Olcott, ex coronel
del ejército de los Estados Unidos, agrónomo y abogado, quien
escribía artículos periodísticos sobre casos de espiritualismo. Poco
tiempo después, Blavatsky y Olcott se instalaron en la misma casa, a
la que denominaron Lamastery y, con la ayuda de los mensajes que
les enviaba el mahatma de Blavatsky, empezaron a escribir Isis
Unveiled (1877). Antes de la publicación del libro, que tuvo un gran
éxito de ventas, Blavatsky, Olcott y un grupo de seguidores fundaron
la Sociedad Teosófica. La sociedad tenía como objetivo formar una
hermandad universal sin distinción de raza, etnia o credo, promover
el estudio de las escrituras arias y de otras religiones y ciencias,
reivindicar la importancia del estudio de la antigua literatura oriental,
en particular las filosofías brahmánica, budista y zoroástrica, e
investigar los misterios ocultos de la naturaleza, bajo cualquier
aspecto posible, así como los poderes psíquicos y espirituales latentes
en el hombre.
En 1882, Olcott y Blavatsky viajaron a la India,
estableciendo el cuartel general de la sociedad en Adiar. Tres años
después, Blavatsky abandonó definitivamente la India, se instaló en
46  Asia en la España del siglo XIX    

Londres y allí publicó The Secret Doctrine (1888) y The Key to


Theosophy (1889). Olcott permaneció en la India, abrió nuevos
centros teosóficos, escribió un catecismo budista, todavía en uso, e
impulsó el renacimiento del budismo en Extremo Oriente.
Valera se familiarizó con la Teosofía durante su estancia en
Washington (1883-1886) y es de suponer que el interés que siempre
había tenido por el origen de las civilizaciones y las religiones, así
como sus conocimientos de los Vedas y otros textos orientales, debió
hacerle ver con especial simpatía un movimiento cuyo propósito era
divulgar la antigua sabiduría oriental. Por otro lado, como hombre de
su tiempo, debía sentir mucha curiosidad por el halo sobrenatural que
rodeaba a la sociedad y a sus miembros. En el siglo de la ciencia, lo
paranormal tenía una fuerte vigencia y los médiums y las sesiones de
espiritismo proliferaban. Piénsese en figuras como Alphonse Louis
Constant (1810-1875), más conocido como Eliphas Lévi, autor de
una serie de textos que revitalizaron el interés por la magia y el
ocultismo o Daniel Douglas Home (1833-1886), el médium de las
cabezas coronadas, quien tenía tanto predominio sobre Eugenia de
Montijo que fue necesario prohibirle la entrada a palacio durante el
embarazo de ésta.27Es de suponer que Valera no era ajeno a esta
moda y, por lo que comenta Emilia Pardo Bazán (1851-1921) en
‘Don Juan Valera: la personalidad, el crítico, el novelista’, podemos
pensar que incluso coqueteaba con la posibilidad de que hubiera algo
de cierto en las demostraciones sobrenaturales de médiums y
teósofos. Dice así Pardo Bazán:

No afirmaré que sobre su credulidad –respeto demasiado el claro


entendimiento que don Juan poseía-, pero sobre su imaginación y su
pensamiento ejercían sugestión activa y fuerte las leyendas que se refieren
a los mahatmas de la India, difundidas en Europa por la señora Blavatzky,
teósofa y milagrera. A mis negaciones, Valera oponía habitualmente -el
¿quién sabe?- baluarte de la loca de la casa cuando siente comezón de
levantar el vuelo. (Romero 1984: 39)

Lo cierto es que Valera era considerado un experto en el


tema y a él se acudió para que escribiera las entradas para el
Diccionario enciclopédico hispano-americano (1887-1898) para los
términos teosofía y magia. Además de estas entradas y de la ya
mencionada carta, ‘El budismo esotérico’, Valera escribió también
  El Oriente en la obra de Juan Valera   47 

una extensa nota sobre Blavatsky y la teosofía en La metafísica y la


poesía (1891).
Con todo, a pesar de la observación de Pardo Bazán y de la
afirmación de Valera de que trataba este asunto “con imparcialidad,
sin reprobación y sin aprobación, ni positiva, ni irónica” (Romero
349), sus escritos sobre la teosofía muestran la poca credibilidad que
le merecía la supuesta ciencia y destacan por el tono socarrón e
irónico con que aborda el asunto. Incluso la alusión que se hace a la
misma en Morsamor es, como es fácil comprobar, claramente
paródica.
El episodio dedicado a la teosofía se inicia cuando,
desconsolado por la muerte de Urbasi y cansado de buscar la gloria
en batallas y conquistas, Morsamor y los suyos se adentran en las
montañas del Himalaya y, tras mucho peregrinar, llegan a un valle
donde son recibidos por un anciano que tiene la capacidad de leer su
pensamiento e infundirles los suyos, por lo que se comunican con él
sin necesidad de palabras. Este anciano los lleva a un lugar llamado
el cenobio de la jubilación varonil y les explica que, gracias a una
alimentación herbívora y a un exquisito régimen higiénico, los
habitantes de ese valle tienen vidas mucho más largas que en el resto
del mundo, contando los años por docenas en lugar de decenas. Les
indica también que siete son los elementos que conforman el cuerpo
humano y que, siendo el siete un número simbólico del que se
desprenden no pocas virtudes, cuando ellos cumplen siete docenas de
años, se retiran de la vida activa y pasan a vivir en el cenobio una
vida contemplativa. A medida que les va informando de todo esto, el
anciano va sugiriéndoles deseos sanos y juiciosos, siendo el primero
de ellos el de bañarse, para lo cual los introduce en unas termas
donde brochas y cepillos automáticos los enjabonan y friccionan,
mientras sus ropas son lavadas y planchadas.
La ubicación en el Himalaya del cenobio y la presencia de
mahatmas nos remite al Tíbet imaginado por Madame Blavastky,
pues en el real no había mahatmas y los lamas, con quienes se los
podría identificar, no eran precisamente conocidos por su
higiene.28De hecho, el cenobio de Valera nada tiene que ver con los
primitivos monasterios budistas, pues, con sus baños automatizados,
sus comidas naturistas y sus sanos ejercicios, más se asemeja a los
balnearios americanos de fin de siglo, como el famoso Battle Creek
Sanitarium del Dr. John Harvey Kellog (1852-1943), a los que, como
48  Asia en la España del siglo XIX    

es sabido, concurría una clientela adinerada en búsqueda de bienestar


físico, pero también espiritual. Ahora bien, sí puede afirmarse que el
valle y la sociedad descritos en Morsamor se acogen a la fantástica
percepción que se tenía en Occidente de esas elevadas regiones
asiáticas de aire tan puro que hacían puros en cuerpo y espíritu a sus
habitantes, cuyos antepasados no eran otros que los mismos arios que
habían llevado su lengua y su filosofía a Europa. En estos valles
sagrados del Himalaya, protegidos del resto del mundo por altísimas
montañas y recónditos caminos, se consideraba que se había
conservado la literatura más antigua de la Humanidad en toda su
pureza y en ellos era donde los hombres acudían para meditar y
alcanzar el saber. En otras palabras, el inaccesible valle inventado por
Valera, donde un selecto grupo de la humanidad vive largas y
moderadas vidas, lejos de los problemas que aquejan al resto del
mundo, responde a una idea fantástica que los europeos tenían del
Tíbet y es un claro precedente de Shangri-La, la utópica sociedad
tibetana creada por la imaginación de James Milton (1900-1954) en
su novela Lost Horizon (1933).
Morsamor está todavía maravillándose del confort y el orden
en que viven los habitantes del valle, cuando los ancianos, que han
estado visitando a sus enamoradas de antaño en el cenobio de
jubilación femenina, regresan cantando himnos del Rig-Veda.29 La
mención del canto interpretado por los mahatmas no es injustificada,
ya que, a finales del siglo XIX, se consideraba que la religión de los
lamas era depositaria de la literatura védica y de la civilización aria.
Así lo exponía Laurence Austine Waddell (1854-1938) en 1895: “For
Lamaism is, indeed, a microcosm of the growth of religion and myth
among primitive people; and in large degree an object-lesson of their
advance from barbarism towards civilization. And it preserves for us
much of the old-world lore and petrified beliefs of our Aryan
ancestors” (Bishop 1989: 156).
Sin embargo, si a los lamas se les consideraba los
preservadores del saber ario, el budismo tibetano a pesar de ser
respetado como filosofía, era considerado por los occidentales como
una degeneración de las creencias de los antiguos textos, los cuales
eran a fines del siglo XIX bien conocidos de los europeos. Como
podrá verse cuando analice las conclusiones a las que llega
Morsamor al final de su viaje por las religiones orientales, eso es
  El Oriente en la obra de Juan Valera   49 

precisamente lo que opina de lo aprendido en sus conversaciones con


Sankaracharia.
Sankaracharia es un anciano que sobresale entre los demás
jubilados longevos por sus dotes de escritor. Los libros que escribe
Sankaracharia son compendios para poner al alcance del vulgo el
conocimiento. No obstante, el anciano advierte a Morsamor que tal
conocimiento no va dirigido a los europeos, ya que a éstos no se les
considera todavía maduros para entenderlos. Morsamor le pregunta
entonces cómo justifica el ocultismo en el que envuelve una ciencia
que, por otro lado, dice querer divulgar y éste le responde que lo
esencial de su conocimiento es intransmisible, que sólo es posible
alcanzarlo cuando el alma se purifica y puede entrar en el santuario
de la conciencia suprema y que para ello no basta una vida, que sólo
tras múltiples reencarnaciones es posible acceder al nirvana. A lo que
Morsamor le pregunta qué es eso del nirvana y el anciano le responde
que no se lo puede explicar porque, para hacerlo, es preciso antes
haber llegado a ese estadio y él barrunta que todavía le faltan unas
dos vidas más, pero que de haber llegado tampoco podría decírselo,
pues no hay palabras humanas para describir esa inefable
experiencia.
Con todo, Morsamor, que sigue sorprendido por el bienestar
con que viven los habitantes del valle, le plantea al mahatma que,
puesto que ellos parecen haber alcanzado grandes mejoras tanto
físicas como espirituales y se dicen tan preocupados por la
Humanidad, cómo no llevan ese conocimiento al resto del mundo en
vez de vivir aislados de él.30 A esto Sankaracharia le replica que se
equivoca, que si bien es cierto que ellos no se mueven de su
comunidad, por telepatía o bien desprendiendo la parte etérea de su
cuerpo, viajan a los puntos más alejados de la tierra y, atravesando
paredes y puertas, charlan con sus adeptos en cualquier parte del
mundo. Asimismo, le confiesa que, a lo largo de los siglos, su
sabiduría ha sido transmitida a algunos elegidos, y menciona toda
una serie de figuras históricas o legendarias (la sibila Eritrea, la ninfa
Egeria, Simón el Mago, Apolonio de Tiana, el mago Merlín, el
príncipe Sidarta), y que en la actualidad se encuentran en contacto
con otros muchos, entre ellos, con el Padre Fray Ambrosio de Utrera.
Como puede verse, toda la conversación entre Morsamor y
Sankaracharia remite a las enseñanzas teosóficas, pues los libros que
escribió Blavatsky pretendían transmitir un conocimiento que esos
50  Asia en la España del siglo XIX    

mismos libros definían como intransmisible. Asimismo, se


presentaban como obra de la inspiración recibida a través de un
mahatma tibetano y afirmaban la existencia de una sabiduría, que a lo
largo de los siglos, ha iluminado a una serie de iniciados. Iniciados,
sí, pero como dice Valera con evidente sorna, un poquito nada más:

Es evidente que la señora Blavatski no sabe ni la décima parte de lo que


sabe el reverendo Mahatma Koot-Hoomi, a quien dedica Sinnett su obra
titulada El mundo oculto.Confieso que no he leído aún el libro de la señora
Blavatski, titulado Isis sin velo, pero he leído el libro de su discípulo
Sinnett, El budismo esotérico, y me parece que ellos no saben lo que sabe
cualquier mahatma, y que, aun de lo que saben, se callan mucho y nos
dejan a media miel. Si no fuese así, si todo lo divulgaran, la iniciación
sería inútil.Las sociedades teosóficas […] no son para meterse en ellas y
salir sabio de mogollón y a escape, sino para trabajar mucho, prepararse,
mortificarse, purificarse y lograr al cabo el primer grado de iniciación, o
cosa así. (Valera, Campoamor 1891: 235)

La entrevista entre Morsamor y Sankaracharia continúa con


el relato del origen ario de los mahatmas, quienes se nos describen
como espíritus que, después de toda una serie de reencarnaciones, se
negaron a renacer en cuerpos de negros, chinos y mulatos, dando
lugar a la raza blanca. Este grupo se estableció en el Tíbet y de ahí se
desperdigó después por el mundo, quedando tan sólo una comunidad
pura en el recóndito valle en el que se hallan. Esta absurda historia de
los orígenes de la humanidad alude a la descrita por Blavatsky en The
Secret Doctrine donde, la teósofa vincula a los arios con los atlantes.
La alusión a la misma nos la confirma la voz narrativa tras las
palabras de Sankaracharia:

Pronosticado está que esta mujer vendrá a visitarnos, nos encantusará, se


apoderará de muchos de nuestros secretos, los divulgará en luminosos
tratados y enseñará una ciencia que poco modestamente apellidará
teosofía. No será lo que enseñe sino los prolegómenos de nuestra ciencia
verdadera; pero, aun así, se pasmará el mundo de oírla y de leerla y se
crearán escuelas teosóficas en todas las naciones. Ya suponemos que el pío
lector habrá adivinado que Sankaracharia, aunque no la nombra, alude a la
señora Blavatski.31 (1984: 256)

El episodio concluye con una explicación de la reencarnación


del séptimo principio o Manas, el karma y el rajah-yoga. De todas
estas explicaciones, Morsamor no saca agua en claro y, cuando le
  El Oriente en la obra de Juan Valera   51 

pregunta a Tiburcio qué piensa del saber y el poder de Sankaracharia,


éste se limita a sonreír y a decirle que no cree que el saber del
anciano se base en lo que él dice, pero no se nos dice en qué puede
basarse. Es decir, ante las afirmaciones teosóficas prevalece la
incredulidad y el desconcierto de los que acuden a ellas esperando
encontrar respuesta a sus preguntas.
Finalmente, aburridos de vivir en ese lugar perfecto en el
que nada acontece y en el que la comunicación con los demás
habitantes del valle está totalmente prohibida, Morsamor y los suyos
deciden irse. Antes de hacerlo, el protagonista le pide a
Sankaracharia que, puesto que mantiene comunicación constante con
el Padre Ambrosio, que le permita comunicarse con él, el anciano le
dice que no puede hacer que se comuniquen, pero sí puede
mostrárselo. A tal fin, lo hace entrar en un cuarto oscuro donde
aparece un círculo de luz que va ampliándose hasta que Morsamor
puede ver proyectada en él la imagen del sacerdote en su celda.
La clara alusión al cinematógrafo nos es también esta vez
confirmada por la voz narrativa, que nos dice que, después de unos
minutos, la visión se disipó como sucede en los cinematógrafos
(1961: 807). Tras este último episodio, Morsamor y los suyos
abandonan el valle y la voz narrativa nos indica que los diversos
apuntes y manuscritos a partir de los cuales se ha ido compaginando
la historia no dejan muy claro si salieron de él en una barca mágica o
en una máquina voladora. Magia y tecnología cierran así un episodio
en el que Valera da salida a todas las cosas que lo sorprendieron
durante sus meses en Estados Unidos, las innovaciones tecnológicas
que encontró a su paso por ciudades y hoteles, junto con los
fenómenos paranormales y los espiritualismos pseudo-orientalistas en
los que se refugiaba una sociedad desorientada por la modernidad y
los avances de la ciencia.

China y la gruta de Camões


Como ya indiqué anteriormente, poca es la importancia que se presta
a China en la novela, pero es en este país donde Morsamor medita
sobre todo lo experimentado y, en particular, sobre lo que ha
aprendido de las religiones orientales.
Llegado a Macao, Morsamor se propone atravesar el Océano
Pacífico y comprobar si es posible llegar a Europa por el este, pero
52  Asia en la España del siglo XIX    

antes de lanzarse a la aventura, el personaje cae en un estado de


abatimiento y tristeza que lo lleva a buscar refugio en una cueva que
el narrador nos dice es la misma donde solía meditar el insigne poeta
portugués Luis de Camões (1524-1580).32Allí, Morsamor reflexiona
sobre sus amores y sus batallas y concluye que todo ha sido vanidad
de vanidades, que los afanes, los trabajos y las aspiraciones de los
hombres no son más que vanidad. Ahora bien, reconoce su
admiración ante los avances, invenciones y adelantos, así como ante
el poder de los mahatmas, pero no puede más que admitir que todo
ello no ha hecho la vida mejor para los seres humanos y que, por el
contrario, en la antigüedad, los hombres, quizá por estar más cerca de
la revelación primitiva, acertaban más en su comportamiento y eran
capaces de una inspiración inocente y casi divina. Recuerda entonces
el himno del Rig-Veda cantado por los mahatmas y piensa cuán
alejado ese himno, en el que se canta la búsqueda de Dios y su
reconocimiento y adoración en las cosas creadas, está de las
disparatadas creencias de Sankaracharia, las cuales niegan a Dios y
sostienen el concepto de que el mundo es ilusión y fantasmagoría.
Piensa también en lo extraviado de las demás religiones de las que ha
tenido ocasión de platicar con lamas y brahmanes, y considera
finalmente el taoísmo como una religión que contiene la verdad
(1961: 810).
Considerando que el taoísmo es una doctrina derivada del
shamanismo que está basada en la armonía cósmica y la observación
de la naturaleza, y que tan sólo las bases a partir de las cuales
evolucionaron las religiones más antiguas nos son mostradas por la
voz narrativa como poseedoras de la verdad, es posible concluir que
el recorrido por las religiones de Oriente que nos propone Valera
apoya una actitud religiosa que podría resumirse de la siguiente
manera: es preciso buscar a Dios en la naturaleza y adorarle obrando
de acuerdo con ella y en ella, todo lo demás es perversión o extravío.
El interés por el orientalismo actúa pues, en su obra, como un medio
para explorar la esencia de las religiones y reafirmar implícitamente
su tantas veces expresada creencia de que la vida humana tiene una
importancia y un valer infinitos, porque, con ella, Dios nos convida a
contemplar y aplaudir la hermosura y el orden de las cosas por Él
creadas y que debemos amar la vida porque en ese amor se encierra
nuestro amor al creador, pero no por ello debemos temer a la muerte,
ya que ésta no es la última efusión del alma, sino simplemente la
  El Oriente en la obra de Juan Valera   53 

devolución a la Naturaleza de los elementos materiales de que


temporalmente se había revestido (1961: 1404).
Como hemos visto anteriormente, este mensaje esconde otro
que podría considerarse como palimpséstico, el cual apoya las
ambiciones imperialistas europeas en Oriente. Los efectos de ese
imperialismo los viviría muy de cerca su hijo, Luis Valera, quien nos
dejaría un precioso testimonio de las contradicciones de la supuesta
empresa civilizadora de Occidente en Asia.
54  Asia en la España del siglo XIX    

Notas
1. Baste la siguiente cita como un ejemplo del sarcasmo de Valera al hablar del
duque: “Sigue el duque con más deseos de ser embajador que un gitano de hurtar un
borrico” (1986: 76).
2. Manuel Azaña recoge en su ensayo ‘Valera en Rusia’ la conmoción que las cartas
causaron en Madrid. Azaña reproduce fragmentos de cartas de la madre y la hermana
de Valera que nos permiten tener una idea de hasta qué punto esta correspondencia
afectó su carrera diplomática.
3. En carta a Menéndez Pelayo, fechada en Lisboa el 23 de marzo de 1882, Valera le
dice a su amigo que quiere terminar tres novelas que tiene empezadas: Mariquita y
Antonio, Lulú, princesa de Zabulistán y Zarina (Artigas 1930:117). Las dos últimas
son los textos que forman parte del proyecto inacabado de las Leyendas del antiguo
Oriente y tienen lugar en los territorios asiáticos del Cáucaso, mientras que
Mariquita y Antonio, si bien es de ambiente español, es el único de sus textos que ha
sido identificado como inspirado en un incidente vivido en Rusia, el de su relación
con la actriz Magdalena Brohan. Por lo que cabe pensar que, en un mismo periodo
de su vida, el autor se planteó la posibilidad de novelizar aspectos de su experiencia
rusa. Sin embargo, Valera no concluyó ninguno de estos proyectos narrativos.
4. En Lulú, princesa de Zabulistán, Valera menciona el oro escita: “Los rusos han
descubierto muchos restos de estas antiquísimas minas, a las que llaman, no sé por
qué, pozos fínicos. Nadie duda que los rudos tártaros, que hoy habitan en las
vertientes del Ural, tanto en Kirguisia como en Siberia, son y han sido siempre
incapaces de ejecutar para sí tan hábiles trabajos, los cuales no pueden menos de
atribuirse a los antiguos escitas” (1961: 911). Los viajeros rusos que en el siglo
XVIII exploraron el Asia Central trajeron al zar Pedro el Grande muestras de la
orfebrería escita. Con estas piezas se inauguró la colección de oro escita del
Hermitage. Valera no habla específicamente de ellas cuando narra sus visitas al
famoso museo de San Petersburgo, pero es de suponer que no escaparían a su
atención.
5. El término ario tiene su origen en el védico-sánscrito y parece ser que, alrededor
del 2000 a.d.C, su significado era el de noble. En inscripciones persas datadas cerca
del 500 a.d.C. se encuentra la referencia a nación aria o linaje ario. Los
investigadores que en el siglo XIX intentaron identificar el origen de los pueblos
proto-indoeuropeos se atuvieron a cuestiones lingüísticas, los asociaron con ese
linaje ario mencionado en las inscripciones persas y consideraron que ése era el
nombre que debía dárseles. Como lingüistas, para ellos, el término no se refería a
una etnia sino a un grupo de hablantes. De ahí que Müller insistiera en que él no
hablaba de raza aria, sino de hablantes arios. Con todo, la idea de una raza aria se
extendió y, debido a intereses imperialistas y nacionalistas, terminó
denominándosela raza ario-blanca y viéndosela, primero, como emparentada con los
pueblos germánicos y, después, atribuyéndosele una idea de superioridad. Asimismo,
se contrapuso la raza aria con la semítica, considerándose la primera como creadora
y la segunda como destructora. El popular libro Essai sur l’inégalité des races
humaines (1853-1855) de Arthur de Gobineau (1816-1882), diplomático francés en
Irán, contribuyó enormemente a extender esta idea. En la India, tal concepto convino
a las autoridades británicas para afianzar su predominio, pues apoyándose en que los
  El Oriente en la obra de Juan Valera   55 

arios eran una raza blanca que invadió la India en la antigüedad sometiendo a los
dravidas (pueblo de raza negroide) e implantando el sistema de castas, los británicos
se declararon sucesores de los arios y continuadores de su poderío en el
subcontinente asiático. En La doctrina secreta (1888), Helena Petrovna Hahn (cuya
influencia en Valera, como se verá, es notable) considera a los arios la quinta raza
raíz de la humanidad vinculándola a la Atlántida. Los teóricos del nazismo se
apoyaron en su texto, como en los de los demás autores citados, para sostener sus
teorías, pero los escritos de Madame Blavatsky (como los de Müller y tantos otros)
no tienen la connotación racista que le dieron los ideólogos del nazismo, ya que ella
creía en que todos los hombres tenían el mismo origen físico y espiritual, y que la
humanidad es esencialmente una.
6. A pesar de las diferentes historias, los relatos orientales de Valera tienen un punto
en común. Tihur, protagonista de Lulú, princesa de Zabulistán, se siente impulsado
por amor de saber y, amor de amor mismo (ambos insatisfechos) a abandonar su
reino y lanzarse en búsqueda de una hermosura superior y de verdades superiores. A
su vez, el protagonista de Zarina desatiende sus obligaciones como esposo y
soberano, y acude a la magia para encontrar el objeto real que corresponde a su ideal
de amor. La búsqueda de un amor ideal o del ideal de amor es también el tema de su
zarzuela fantástica Lo mejor del tesoro (1878) como lo es también el motivo de la
búsqueda que mueve a Morsamor.
7. De hecho, las críticas a la novela fueron más bien adversas, de tal manera que
Miguel de Unamuno (1864-1936), en una carta enviada a Leopoldo Alas (1852-
1901), sostiene que Morsamor es “el aborto senil [...] de uno que fue muy grande”
(Unamuno 1941: 93).
8. Cyrus C. DeCoster incluye en Obras desconocidas de Juan Valera el fragmento
de una leyenda inacabada que se considera escrita entre 1887 y1892, cuyo personaje
principal se llama Morsamor, y que poca relación tiene con la narración del mismo
nombre escrita años más tarde.
9. Ver a tal efecto Jorge A. Marbán (‘El Morsamor de Valera: sublimación del
desengaño’) o Carmen Bravo Villasante (Biografía de Juan Valera).
10. De hecho, a pesar de algunos cuentos de Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928) y,
los del mismo Valera, así como algunas menciones y alusiones en obras de diversos
autores de renombre, esta temática fue elaborada por autores poco conocidos hoy en
día que, por lo general, se limitaron a hablar de las civilizaciones del Próximo
Oriente. Es por lo tanto posible afirmar que Morsamor es la única novela
decimonónica orientalista escrita por un autor destacado.
11. He optado por utilizar la topología que usa Valera, pero quizá sea conveniente
dar alguna información geográfica más actualizada. Chaúl se encuentra a 60 kms de
Bombay (Mumbai) y a 350 kms de Goa. Como es sabido, Ceilán es la actual Sri
Lanka, Achin es la ciudad de Aceh en Sumatra (tristemente célebre por el tsunami de
2004) y Benarés, en la India, es ahora más conocida por Varanasi.
12. La voz narrativa menciona en particular a Sinibaldo de Mas (Romero Tobar
1984: 262), sinólogo cuya obra trato más adelante.
13. El lector conocedor de la obra de Valera no dejará de advertir que su concepción
religiosa tiene no pocos paralelismos con esta doctrina. Piénsese en la condena
implícita al celibato que encontramos tanto en Pepita Jiménez como en Doña Luz y
56  Asia en la España del siglo XIX    

la aprobación que, en ambas novelas, reciben los personajes que optan por el
matrimonio, los hijos y una vida acorde con la naturaleza y con Dios.
14. Creo interesante señalar que, en el momento de la redacción de Morsamor, las
potencias occidentales, en particular Rusia y Gran Bretaña, protegían el gobierno
despótico del sha a cambio de generosas concesiones y que la única oposición partía
de los seguidores del movimiento pan-islamista creado por Jamal-al-Din-al-Afghani
(1838-1897). Por lo que a los europeos, les interesaba mostrar a los persas como un
pueblo ario (es decir, hermano de los europeos), pero degenerado debido a la
influencia islámica de la que ellos debían protegerlo.
15. Sadi, cuyo nombre completo es Sheikh Muslih-Uddin Sadi Shirazi, es un poeta
místico sufi que tuvo una fuerte influencia en el movimiento de poesía
estadounidense denominado New England Transcendentalists. A través de la
correspondencia de Valera y de su nota ‘Poesía angloamericana’ es posible
comprobar que conocía la obra de algunas de las figuras más destacadas del grupo y
de otros próximos a esa escuela, como eran Ralph Waldo Emerson (1803-1882),
Henry W. Longfellow (1807-1882), Walt Whitman (1813-1892) y Edgard Allan Poe
(1809-1899). Ahora bien, el poeta estadounidense que Valera considera el mejor del
momento es John Greenleaf Whittier, del grupo Foreside Poets o Schoolroom Poets,
un cuáquero defensor del abolicionismo, que no tiene hoy en día la popularidad que
tenía cuando Valera estuvo en Estados Unidos.
16. Leonardo Romero Tobar señala en una nota de su edición de Morsamor que
Valera se vio en el compromiso de dedicar esta novela al conde de Casa Valencia,
pariente que no gozaba demasiado de su estima y al que consideraba algo chiflado
(1984:63). Quizá de haber dedicado la obra a otra persona más de su aprecio, la
dedicatoria hubiera sido más detallada y hubiera tratado más sinceramente los
motivos que lo llevaban a escribirla.
17. Valera habla del virrey y no del gobernador Don Duarte de Meneses, cuando en
ese periodo sólo Vasco de Gama ostentó en 1524 el título de virrey. Al igual que su
sucesor, Don Henrique de Meneses (1524-1526), Duarte de Meneses sólo fue
gobernador.
18. De hecho, el texto contradice ya la afirmación del autor en la dedicatoria cuando
dice que, para consolarse de que ya España no es la primera nación de la tierra, ha
decidido escribir una alabanza de cuando lo era (1961:713), de ser ése su propósito,
por qué centrar el relato en la conquista de Oriente llevada a cabo por los
portugueses y no en los descubrimientos y conquistas de los españoles en América.
19. Si bien es cuestionable la evangelización de Sri Lanka por Santo Tomás, se ha
podido comprobar que Ceilán sí había conocido el cristianismo, ya que, en el siglo
VII, el nestorianismo había llegado a la isla.
20. La mención de Francisco Pereira de Pestana resulta totalmente fuera de lugar,
puesto que anteriormente se nos ha dicho que el gobernador de Goa era Don Duarte
de Meneses, quien estuvo al mando de la ciudad hasta 1524. Por otro lado, Francisco
Pereira de Pestana no fue gobernador de Goa, sino simplemente uno de los capitanes
de una flota que llegó de Portugal en 1521. De hecho, debería ser en esa flota en la
que hiciera su travesía la nave de Morsamor. La inexactitud de datos históricos en la
novela es un rasgo difícil de explicar a menos que aceptemos cierto descuido por
parte del autor.
  El Oriente en la obra de Juan Valera   57 

21. Sati es el nombre que recibe también el ritual hindú de la inmolación de las
viudas. Una de las costumbres que los británicos habían prohibido, pero que seguía
practicándose y que Jules Verne (1828-1905) dio a conocer a todo el mundo al
dedicarle un episodio en su libro Le tour du monde en quatre-vingt jours (1873).
22. Se deduce de las palabras del protagonista que Morsamor quiere decir el amado
de la muerte.
23. En su artículo ‘Juan Valera’s Interest in the Orient’, Sherman Eoff señala que
Valera debió inspirarse en la obra de Kalidasa (IV o V siglo a.d.C.) Vikrama y
Urvasi. Efectivamente, admirador del sánscrito y su literatura, Valera debió leer el
Vikramorvashiiya en alguna de sus traducciones, pues los paralelismos entre la
Urbasi de su novela y la del personaje del drama de Kalidasa son evidentes.
24. Es preciso notar el silencio que hay en la novela respecto al judaísmo. Un rasgo
que es difícil comprender si consideramos el recorrido por las religiones del antiguo
Oriente que el relato nos propone. Sin embargo, queda claro por la incorporación al
principio de las aventuras de Morsamor de la figura de León Hebreo, en cuya
defensa el protagonista y otros personajes acuden cuando es atacado por el
populacho de Lisboa y cuya obra es alabada como una de las más importantes de la
época, que Morsamor no expresa ninguna animadversión hacia los judíos. La misma
reverencia hacia la obra de León Hebreo puede verse en otras de las novelas de
Valera. Téngase en cuenta que, como han señalado algunos estudiosos (Martha June
Morehart, Carole Rupe), los famosos Dialoghi d’amore (1535) de Hebreo son una de
las fuentes del concepto del amor de Valera. Asimismo, por otros textos de Valera,
es posible advertir que el autor no compartía los prejuicios hacia el pueblo hebreo
propios de la Europa de sus tiempos. Por ejemplo, en el cuento ‘Garuda, la cigüeña
blanca’ (1896) el joven del que la protagonista se enamora al tomarlo por un noble
hindú resulta ser un acaudalado judío y la protagonista, venciendo sus aprensiones de
aristócrata alemana, termina casándose con él. Además de no haber nunca mostrado
Valera antipatía hacia los judíos, debemos tener en cuenta que, al publicarse
Morsamor, el judaísmo no se identificaba con ninguna nación oriental, mientras que
el mahometanismo era entonces, como lo es ahora, la religión de las naciones que
más dificultades presentaban a la influencia occidental en Asia y, lógicamente, el
mensaje colonialista subyacente en la novela tenía que apuntar a lo que realmente
importaba.
25. Son varios los autores del periodo que insisten en este punto. Por ejemplo, en su
obra En la corte del Mikado, Francisco de Reynoso habla del error de las campañas
de Flandes, cuando el porvenir de España estaba en seguir la política tradicional de
los monarcas castellanos y extender la Reconquista a África (2006: 401).
26. Las creencias y las artes de Don Policarpo, el boticario de la novela Juanita la
Larga, son una clara alusión a los poderes de médiums y teósofos como Madame
Blavatsky. Por un lado, don Policarpo cree “que todas las cosas son lo mismo y que
la diferencia de ellas es más aparente que real y más somera que profunda. Produce
la diferencia de las cosas una fuerza que vive y se agita en ellas, ocultando la raíz de
su ser, y que, según varios efectos y operaciones, ya se llamen calor, ya luz, ya
electricidad, ya magnetismo; de donde transformaciones y mudanzas, y vida y
muerte” (1961: 567). Se dice que Don Policarpo magnetizaba, adormecía y sujetaba
a su voluntad a las gentes y que por una de sus uñas despedía electricidad o un fluido
magnético. Asimismo, con planteamientos propios de la teosofía, cuando don
58  Asia en la España del siglo XIX    

Policarpo se enamora de doña Agustina Solís,  se pregunta cómo por proceso


evolutivo del ser y por el concurso fortuito de los átomos, ha podido aparecer sobre
nuestro planeta un mamífero tan apetecible como ella (1961: 629).
27. La hermana de Juan Valera, Sofía, era muy amiga de la emperatriz Eugenia, a
quien solía visitar en París, donde se casó con un mariscal de Francia y vivió hasta
1890. Por lo que es de suponer que, a través de ella, Valera estaría al corriente de la
influencia que Home tenía sobre la emperatriz. De todos modos, el espiritismo
estaba ya totalmente de moda en los salones mundanos de Europa en los años 
cincuenta y Valera tendría amistades y conocidos que habían asistido a sesiones
siendo muy posible que él mismo las frecuentara.
28. Peter Bishop en su estudio The Myth of Shangri-La, señala que los occidentales
se sorprendían ante la aceptación regocijada que los lamas tenían ante su propia
suciedad. (1989: 159)
29. La novela reproduce todo un fragmento del Rig-Veda en el que se identifica al
Sol como Dios y en el que el estribillo indica que a él se le debe rendir culto.
30. La reconvención de Morsamor no sólo alude al hermetismo de los teósofos, sino
a la voluntad del pueblo tibetano de mantener sus puertas cerradas a Occidente.
31. Cabe señalar que el Tíbet cerró sus puertas a los británicos desde 1792 hasta
1904. Algunas exploraciones fueron realizadas por grupos de diferentes
nacionalidades, pero no hay constancia de que Blavatsky participara en ninguna. Por
supuesto, pudo intentar entrar disfrazada de lugareña, pero esto es poco probable. La
primera mujer de la que se tiene constancia de que llegara al Tíbet fue la misionera
Annie Taylor en 1892.
32. Al hablarse de la posibilidad de llegar a Europa viajando hacia el este, tenemos
una última alusión al Oriente en la novela y es la del viaje del monje budista Sun-fu
a Fusang. En el año 219 a. C., una expedición partió desde la China en búsqueda del
elixir de la inmortalidad. A su regreso, los navegantes dijeron haber encontrado una
tierra que denominaron Fusang. La tradición popular china convirtió este lugar en
una especie de El Dorado. Debido a la equivocada lectura de la distancia recorrida
llevada a cabo en el siglo XIX, se llegó a pensar (y todavía hay quien lo sostiene)
que la nave llegó a la costa americana, cuando lo más probable es que a donde
llegara fuera al Japón. Español orgulloso de los descubrimientos realizados por los
pueblos ibéricos, Valera sale en defensa de los detractores que a finales del siglo
XIX querían restar mérito a la gesta hispano-portuguesa, niega la posibilidad de que
los chinos llegaran a América y sostiene que éstos, más allá del Japón, poco o nada
conocían.
II

El Oriente visto y soñado por Luis Valera

Relatos de un testigo de las atrocidades coloniales en Asia


En junio de 1900, Luis Valera y Delavat (1870-1927), marqués de
Villasinda, diplomático como su padre, fue ascendido a secretario de
primera y destinado a la legación española en Pequín, donde llegó el
12 de septiembre del mismo año. No era ése el mejor momento para
viajar al Celeste Imperio, pues un movimiento xenófobo conocido
por los europeos como bóxer y por los chinos como yihe o yihetuan
había ido tomando fuerza, se había extendido por todo el norte de la
China y amenazaba las vidas y los intereses de los occidentales
establecidos en el país, así como la de todos aquellos que
simpatizaban o trataban con las potencias internacionales.
En sus orígenes, el movimiento bóxer fue una secta mal
organizada cuyos miembros pretendían tener poderes sobrenaturales;
una más de tantas sociedades secretas que proliferaban en China
como consecuencia de los abusos de las clases dirigentes y el mal
gobierno, y que se nutrían de campesinos empobrecidos. Sin
embargo, lo que caracterizó desde un principio a los bóxers no fue su
animadversión hacia los mandarines, sino su deseo de expulsar a los
extranjeros, a los que consideraban responsables de su pobreza, de la
transformación social que amenazaba con cambiar su tradicional
modo de vida e incluso de cuanto desastre natural se producía.1 Tras
los fracasos de las dos Guerras del Opio (1839-1842 y 1856-1860) y
la primera Guerra Sino-Japonesa (1894-1895), los vencedores habían
impuesto a China fuertes indemnizaciones y habían conseguido
concesiones que les permitían no sólo el comercio sino el
establecimiento de líneas férreas y telégrafos, así como el poder
60 Asia en la España del siglo XIX

difundir el cristianismo. Los adelantos en el sistema de comunicación


dieron al traste con medios de transporte tradicionales causando la
ruina de un sector de la población. Asimismo, la conversión al
cristianismo implicaba un cambio en costumbres ancestrales, al
mismo tiempo que constituía un peligro para el sistema en el poder
ya que los cristianos estaban bajo la protección de las iglesias (ya
fueran católicas o protestantes) y por lo tanto podían cuestionar la
autoridad de los mandarines sin temor a sufrir represalias. Huelga
decir que las autoridades de Pekín resentían las exigencias que les
habían impuesto los vencedores, los cuales, por otro lado, no perdían
ocasión para exigir nuevas concesiones.2 De ahí pues que, cuando el
movimiento bóxer fue creciendo en agresividad hacia los extranjeros,
las autoridades chinas le restaran primero importancia y finalmente
terminaran por abrazarlo lanzándose a una guerra ambiguamente
declarada en un edicto emitido el 21 de junio de 1900, el cual nunca
supuso una declaración de guerra formal a las potencias
internacionales.3
Como consecuencia del levantamiento bóxer, cientos de
extranjeros perdieron la vida, los barrios de las embajadas de Tiensín
y Pequín vivieron un asedio que duró 26 y 55 días respectivamente y
las pérdidas materiales sufridas fueron considerables. Sin embargo,
las consecuencias fueron mucho más devastadoras para los chinos.
Una vez firmada la paz, China debió de pagar una fuerte
indemnización, a la vez que sufría el peor expolio de su historia. Los
vencedores se instalaron en las casas y los templos más suntuosos,
saquearon palacios, tiendas y almacenes, robando cuanto objeto de
valor encontraban a su paso. Además, muchos de los extranjeros que
habían sufrido mermas económicas recibieron también cuantiosas
indemnizaciones monetarias del gobierno chino.4 Por último, aunque
la derrota conllevó el fin de la expansión territorial extranjera, su
presencia en China quedó totalmente establecida. Ahora bien, como
suele siempre suceder, para quien la guerra tuvo las consecuencias
más nefastas fue para la población civil. Es imposible determinar
tanto el número de chinos cristianos asesinados por los bóxers como
el de chinos (bóxers o no) que perecieron debido a las represalias
llevadas a cabo sobre los vencidos. Terminada la sublevación, gran
número de poblaciones estaban totalmente destruidas y la posterior
campaña pacificadora y/o punitiva llevada a cabo por las tropas
extranjeras se prolongó por varios meses, muriendo en ella miles de
El Oriente visto y soñado por Luis Valera 61 

inocentes. Los mismos sobrevivientes de los asedios denunciaron con


horror e indignación los actos de violencia y los saqueos que
presenciaron, cuestionando el mensaje civilizador que tal
comportamiento transmitía a los chinos.5 Así, en ‘History of Inside
the Circle’, el que sería presidente de los Estados Unidos de 1929 a
1933, Herbert C. Hoover (1874-1964), compara las ejecuciones de
chinos con la cacería de brujas de Salem (Cohen, 180). A su vez, al
día siguiente de la llegada de las tropas que levantaron el asedio de
Pequín, la misionera americana Luella Miner (1861-1935) escribe:

The conduct of the Russian soldiers is atrocious, the French are not much
better, and the Japanese are looting and burning without mercy […] The
Russians all the way up from Tientsin butchered women and children
without mercy, and women and girls by hundreds have committed suicide
to escape a worse fate at the hands of the Russians and Japanese brutes.
[…] Sweet lessons in “western civilization” we are giving to the Chinese.
(Cohen 1997: 184)

Testigos de los hechos declaran que los cadáveres de chinos


se hacinaban por todos lados, tanto en las ciudades como en los
campos. De hecho, antes incluso de que hubieran finalizado los
asedios de las legaciones, los ríos y los canales se encontraban llenos
de muertos. Uno de aquellos testigos dice: “[t]here were many
corpses floating in the river. Some were without heads, other were
missing limbs. The bodies of women often had their nipples cut off
and their genitalia mutilated […] There were also bodies in the
shallow areas by the banks, with flocks of crows pecking away at
them” (Cohen 1997: 178-9). Y, una vez terminada la guerra, a finales
de agosto, Emma Martin en su viaje río abajo entre Pequín y Tianjín
declara haber visto montones de chinos muertos siendo devorados
por los gusanos y los perros, pudriéndose en los bancos del río o
flotando en el agua. Agua que, en la precaria embarcación en que
viajaba, era necesaria para cocinar y, en ocasiones, incluso para
beber. Este panorama apocalíptico fue con el que se encontró Luis
Valera en su viaje de Shanghai a Pequín, viaje que le inspiraría
Sombras chinescas (Recuerdos de un viaje al Celeste Imperio)
(1902) y también el cuento ‘Yoshi-san, la musmé’ (1903).
Luis Valera fue, al igual que su padre, un diplomático que
escribía. Su prosa es pulcra y bien cuidada, pero sus novelas carecen
de la calidad literaria de las de su progenitor, notándose cierta
62 Asia en la España del siglo XIX

influencia de éste, la cual actúa, sin embargo, en detrimento de los


textos, puesto que le restan creatividad y parece ser la causa de que el
autor no tome riesgos, limitándose a narrar historias convencionales,
intrascendentes y tediosas, carentes de interés.6 Ahora bien, en las
obras en las que Luis Valera se aleja de la órbita paterna y elabora las
experiencias vividas a lo largo de su vida, encontramos su verdadero
talento. Un talento que lo hubiera podido hacer descollar como autor
de libros de viajes, de haber gozado este subgénero literario de algún
crédito en la España de entonces. Lamentablemente no fue este el
caso y, como Sombras chinescas tampoco llegó a traducirse a otros
idiomas, no tuvo, ni en España ni en el extranjero, ninguna
resonancia, quedando relegado al limbo de los libros que no se
acogen a lo establecido.7 Sin embargo, creo que es posible sostener
que este texto debería considerarse como un clásico de la narrativa de
viajes de fin de siglo, puesto que expresa de manera magistral el
sentimiento de desencanto que impregnaba el discurso colonial de
ese momento y vaticina el fracaso de la empresa civilizadora con que
Occidente se había lanzado a la conquista del mundo.
A tal efecto, en su artículo ‘Modernism and Travel (1880-
1940)’, Helen Carr, dice lo siguiente al referirse a ese periodo:

The later eighteenth and nineteenth century had seen the invention of
distinct national identities, the establishment of firm racial hierarchies, the
consolidation of narratives of progress, development, scientific advance,
and white supremacy; those were the ideologies that made imperialism
possible. Yet the very process of colonization meant that these clear
distinctions began to dissolve: transculturation, miscegenation, the
barbarism necessary to impose rule –all conspired to make the question of
which was the savage and which the civilized a disturbing one to answer.
(2002: 73)

Si, como señala Carr, este sentimiento embargaba a todos


aquéllos capaces de reflexionar sobre la justicia del sistema colonial,
mucho más tenía que estar presente en el ánimo de alguien que, como
Luis Valera, atravesaba tierras asoladas por una guerra colonial
recordando cómo otra guerra colonial acababa de despojar a España
de tierras en las que su bandera ondeaba desde que habían sido
descubiertas para Occidente. Nos encontramos en los escritos de
Valera pues con un testimonio excepcional, ya que el suyo no es ni el
discurso del colonizador ni el del colonizado ni el del descolonizado,
El Oriente visto y soñado por Luis Valera 63 

sino el de un representante de una antigua potencia colonial que ha


sido vencida y sojuzgada por otras potencias coloniales emergentes.
Por lo que, en su viaje por el triunfo de las fuerzas internacionales, no
solamente tiene presente la ausencia de España en China, sino su
derrota, no pudiendo dejar de ver en el vencido un reflejo de sí
mismo. Así pues, junto al sentir desengañado en el que se cuestiona
el supuesto propósito civilizador de Occidente, que tanto precisa de
la barbarie para imponerse, se suma la conciencia de estar ante un
país en el que se ha violado todo lo que su cultura milenaria tenía
como sagrado, imponiéndosele, como a España, las condiciones más
humillantes. Es éste un sentir que pocos testigos occidentales de los
hechos podían compartir y, por lo tanto, expresar.
Así pues, desde una ambigua posición de vencedor, Valera
narrará lo visto, no solamente desde una perspectiva crítica de la
violencia del colonialismo, sino con la conciencia de la arrogancia de
la civilización occidental y de su desprecio hacia la otredad.

Lo visto: El horror
El título mismo del libro nos adelanta que lo que vamos a leer no es
un relato de las maravillas del Celeste Imperio, como sería de esperar
en el relato de un viaje a China, sino todo lo contrario. Valera lo
titula Sombras chinescas jugando con las connotaciones del término.
Sombras chinescas es como se denomina a un antecedente del
cinematógrafo, el sistema de luces que proyectaba sombras sobre una
superficie blanca. Al utilizar ese término como título de su libro, se
nos sugiere que, al igual que lo hace ese artilugio, la escritura va a
proyectar sobre el papel los aspectos más sombríos de lo que el autor
ha visto en China. En otras palabras, que se nos va a relatar la cara
menos brillante, la más oscura de ese remoto país, por lo que podría
afirmarse que el viaje de Valera va a ser un viaje a las tinieblas que,
curiosamente, como el de la novela de Joseph Conrad (1857-1924),
Heart of Darkness (1899), va también a realizarse mediante una lenta
penetración fluvial hasta alcanzar, en este caso, el corazón de un país
sumido en los horrores del colonialismo.8
El libro se compone de dos tomos. En el primero se narra el
viaje por China y en el segundo la estancia en Pekín. Desde el primer
capítulo, la voz narrativa, identificada en todo momento con el autor,
declara que va a apartarse de la relación usual en los libros de viajes
64 Asia en la España del siglo XIX

y que no va a contarnos nada de lo visto y vivido en el viaje de


Marsella a China. El relato del viaje se inicia pues en el segundo
capítulo cuando el 15 de agosto de 1900, Valera desembarcó en
Woosung y tomó el tren para el Bund, el barrio comercial donde se
hallaba la comunidad europea de Shanghai. La primera impresión de
Valera es de sorpresa por no encontrarse con el ambiente de guerra
que esperaba, sino con una febril ciudad mercantil en la que el
comercio y los negocios continuaban como si nada estuviera
sucediendo en el interior del país. Acto seguido, el narrador pasa a
describir la particular sociedad generada por el ambiente
internacional del territorio bajo la jurisdicción extranjera, el Shanghai
europeo. Se sorprende por su cosmopolitismo, su lujo y su
organización, interesándose por los tipos humanos que produce esta
sociedad híbrida. Por un lado, le llama la atención el gran número de
mestizos o half cast, a los que los ingleses prefieren denominar
eurasians, y que él nos describe de acuerdo con el darwinismo y las
leyes del entorno y de la herencia comúnmente aceptadas en ese
periodo. Así pues afirma que la sangre china ha esfumado los rasgos
característicos de la raza blanca ya sea porque ésta sea menos
poderosa físicamente o porque su fuerza se encuentre mermada en los
extranjeros que residen largo tiempo en los climas poco saludables de
la China meridional (1902: 44). En consecuencia, los euroasiáticos
no constituyen precisamente arquetipos de belleza humana, aunque la
naturaleza ha querido compensarlos dotándoles con excelentes
cualidades intelectuales que, por supuesto, en su mayoría, han
heredado de sus padres extranjeros (1902: 44-45).
Al igual que en la descripción física hallamos ecos del
darwinismo y de sus seguidores, en el vaticinio del futuro de este
elemento social nos encontramos con ciertas constantes de la política
colonial europea. Para Valera, con el aumento del número de
euroasiáticos, puede que llegue un día en que éstos sientan que su
patria, si no es China, al menos está situada en ella y decidan
entonces reivindicar sus derechos, lo que puede suponer una amenaza
para los intereses tanto de los nativos como de los extranjeros (1902:
45). Con todo, el autor considera que los “euroasianos serán siempre
un elemento civilizador, más amigo de los europeos y americanos
que de los chinos, y que ha de influir poderosamente por su
inteligencia, actividad e iniciativas, en la futura suerte y
transformación del Celeste Imperio” (1902: 45-46). El temor de que
El Oriente visto y soñado por Luis Valera 65 

el mestizaje provocara el fin del imperialismo occidental es un lugar


común de todos los proyectos coloniales en Asia, un aspecto del cual
me ocupo al hablar del colonialismo español en las islas Filipinas.
Baste aquí decir que no pudo darse un resultado más contrario al
esperado por Valera. La discriminación racial de los sistemas
coloniales europeos y la invasión japonesa durante la Segunda
Guerra Mundial dieron al traste con el futuro que hubiera podido
tener en Asia esa sociedad interracial de tendencias, gustos y
actitudes occidentales.
El otro aspecto del choque entre culturas que sorprende a
Valera, es el orientalismo en los usos y costumbres de los misioneros
protestantes, quienes visten como chinos, se rapan la cabeza dejando
crecer el pelo de manera que se pueda llevar recogido en una larga
trenza y hasta hacen vestir a sus mujeres con atuendos chinos.9 Estos
sacerdotes han establecido sus misiones prácticamente en todas las
provincias del Celeste Imperio e intentan con su fingida adaptación a
la cultura china atraer a la población hacia su fe, sin embargo, no han
logrado los éxitos de los sacerdotes católicos, los cuales, a pesar de
ser tan solo unos quinientos, han conseguido convertir al catolicismo
a un millón de chinos y llevan a cabo una labor educativa, médica y
científica absolutamente extraordinaria. Valera sabía que el tema de
la religión en China y la pugna entre el protestantismo y el
catolicismo por la evangelización en Asia era de interés en España y
que los horrores perpetrados contra las vidas e intereses de los
misioneros durante el levantamiento bóxer habían hecho que el
asunto fuera todavía de más actualidad, de ahí que dedique varias
páginas a ese tema antes de relatarnos su viaje a Pequín.
A partir de la lectura de este apartado en el que, por un lado,
se admira a las sociedades occidentales que han sido capaces de
afianzar en China su cultura y su civilización y, por otro, se describe
el mestizaje racial y cultural que se observa en los colonizadores, sin
por ello ser asimilados por la cultura autóctona, se deduce que Valera
es un fiel defensor de la civilización occidental y de sus valores. Esta
actitud queda subrayada en el modo en que expresa la repugnancia
que despierta en él la sociedad china. Este sentimiento, que en
ocasiones llegará a superar el de simple asco para alcanzar el de
horror, es una constante desde las primeras páginas que relatan su
llegada a China. Así, el apartado sobre Shanghai se cierra mediante
un fragmento en el que se compara la modernidad y limpieza de la
66 Asia en la España del siglo XIX

ciudad europea con el atraso y la suciedad de la china, cuya


pestilencia lo envuelve todo. A tal efecto, Valera nos narra su
fracasada excursión a la ciudad china diciéndonos que su intención
inicial fue la de no dejarse llevar por prejuicios y, desoyendo a los
que le aconsejaban no visitarla, quiso ver con sus propios ojos lo que
los demás consideraban tan horrible. Sin embargo, al poco de
adentrarse por sus callejuelas, se encuentra rodeado por una
muchedumbre mal oliente que lo aprisiona contra una pared
haciéndole pisar el cadáver de un perro muerto. La visión del perro
de cuya piel mana un chorro de materia viscosa y fétida que mancha
la vestidura de un chino sucísimo y el pensamiento de que esos restos
putrefactos terminarán siendo la cena de algún chino pobre, lo hacen
desistir de su paseo y regresar al barrio de las legaciones, excusando
su fracaso al lector con las siguientes palabras:

Nadie que no haya estado en una ciudad china puede figurarse lo que es y
a que huele. En ella el desaseo es universal, la incuria llega a un grado
superlativo, y la basura y la roña lo invaden todo […] Figúrese el lector un
cadáver purulento yaciendo al aire libre y apestándolo todo, y bullendo
dentro del cadáver millones de gusanos que van y vienen y engordan y
medran. No es exageración: nada como esto da idea de una ciudad china,
sobre todo en verano, cuando sus amarillos moradores están medio
desnudos y el calor bochornoso hace más irrespirable el ambiente espeso
en que se mueven. (1902: 64)

La metáfora no puede ser más gráfica y la equivalencia de la


ciudad con un cadáver y a sus moradores con amarillentos gusanos
que se alimentan de materia putrefacta más despectiva y
reduccionista.10 Naturalmente, en una época en la que no se concebía
estar hiriendo susceptibilidades al hablar así, no podemos suponer
que haya en estas palabras otro ánimo que el de intentar describir al
lector occidental una realidad difícil de transmitir.
Por supuesto, Valera no es el único en hablar de este modo
de China. Diana Preston inicia su libro sobre el levantamiento bóxer,
The Boxer Rebellion. The Dramatic Story of China’s War on
Foreigners that Shook the World in the Summer of 1900 (1999)
diciendo que, para los extranjeros, Pequín era considerada la ciudad
más sucia del mundo, superlativamente sucia inclusive para China,
habiéndose ganado el apodo de Pékin-les-Odeurs (1999: 3). No
obstante, lo que resulta interesante en Valera es el uso de unos
El Oriente visto y soñado por Luis Valera 67 

postulados y unas técnicas que, de encontrarlas en una de sus


novelas, le hubieran valido el apelativo de naturalista, cuando esa
corriente literaria le era tan antipática a él como a su padre y cuando
en ninguno de sus textos de ficción encontramos el más mínimo
atisbo de naturalismo. En realidad a Valera, el determinismo del
medio y el gráfico retrato de una China sucia y maloliente contraria a
la higiene y el confort europeo de lo que le sirve es para establecer el
punto de partida de la incompatibilidad de las civilizaciones y de los
conflictos que ello origina.11 A partir de este momento, su relato va a
ser una constante reflexión sobre el choque de culturas y sus
consecuencias pues, como dice, “aún se halla en muy remoto
porvenir el tiempo en que los pueblos todos diriman sus diferencias
de suerte más suave que por la fuerza brutal de las armas” (1902:
104).
Con todo, en sus observaciones se intuye que, a pesar de
reconocer la superioridad de la civilización occidental y preferir
correr un tupido velo sobre los desmanes de los soldados de las
potencias internacionales y la rapacidad de los vencedores12, a los
chinos no les faltaban motivos de levantarse en armas ante los
cambios que los extranjeros imponían en su vida y su cultura13, y que
las represalias y saqueo del que fueron víctimas sobrepasaron los
límites de lo aceptable en pueblos civilizados. Este punto resulta del
todo evidente cuando, tras la visita de una mansión saqueada,
comenta:

nuestra tan decantada moderna civilización occidental, cuyos hijos se


muestran blandos, caritativos y filantrópicos, cual ninguna otra raza de
hombres, en sus axiomas y teorías acerca de la guerra; pero, por desgracia,
al combatir contra naciones que consideran inferiores a la suya, y llegada
la ocasión de poner en práctica esas teorías y axiomas, suelen olvidarse de
ellos o calificarlos de sensiblerías ridículas, dejándose a veces llevar de
apetitos casi tan rudos y fieros como los que impelían a las hordas de Atila,
de Gengiskán o de Timur.14 (1902: 244)

Con su llegada a Pequín, las reflexiones de Valera no se


apartarán de ese camino, sino que se harán todavía mucho más
evidentes. No quiere esto decir que Valera no favorezca la causa
occidental, por el contrario, ve en los defensores de las legaciones no
sólo a un puñado de extranjeros que luchaban por salvar sus vidas,
sino a un grupo de hombres unidos para defender la civilización de la
68 Asia en la España del siglo XIX

antigua Europa (1902: 103), aunque, por otro lado, tampoco ignora
que esta defensa suponía la destrucción de la milenaria civilización
china (1902: 104). Así, si bien se felicita de poder pasearse a su
antojo por la Ciudad Prohibida o de participar en las fiestas y saraos
organizados por los diplomáticos occidentales en los palacios y
templos que les estaban antes vedados, no deja por ello de sentir que,
al hacerlo, está realizando una profanación (1902: 260). Por otro
lado, no olvida en ningún momento la tragedia que ha hecho posible
los bailes en el Palacio de la Rotonda o los paseos por los jardines
imperiales. De este modo, el último apartado del libro que abarca de
septiembre de 1900 a mayo de 1901, fecha de su regreso a España, y
que titula ‘Visitas y festejos’, se cierra con el recuerdo de un paseo en
bote por el Lago de los Lotos Purpurinos, cuando, al preguntarse
unas damas dónde estarán ahora los bóxers que hace unos meses
amenazaban sus vidas, alguien les responde que en el fondo mismo
de ese idílico lago que ahora surcan tan placenteramente. Con lo que
toda la belleza del soberbio espectáculo de la fiesta que se nos acaba
de describir se desvanece en una mueca macabra. Y es que el relato
del viaje de Luis Valera a China actúa a modo de inversión de la
gesta del hombre blanco transmitida por los relatos de viajes de
exploradores y científicos de los siglos XVIII y XIX, puesto que,
como he señalado anteriormente, su propósito es, en gran parte, el de
denunciar las atrocidades que se cometen en nombre de la
superioridad de la civilización occidental.
Esto nos queda especialmente claro al comprobar la
inversión que Valera lleva a cabo del tropo que Mary Louise Pratt
denomina “monarch of all I survey” (1992: 201). Al comentar en
Imperial Eyes el estilo de los libros de viajes de los exploradores
británicos, Mary Louise Pratt identifica una imagen común en los
textos de estos escritores en la que el narrador se encuentra en un
lugar privilegiado desde el que se domina un amplio espacio que nos
describe mediante la combinación de elementos estéticos y
valoraciones económicas (1992: 205). El hombre blanco se siente en
ese momento señor de todo lo que dominan sus ojos y hace partícipe
de ese sentimiento de apropiación a aquellos a los que dirige su obra.
Es su manera de dar valor a su descubrimiento (a su conquista) y de
convencer de las posibilidades de explotación de lo que ve al público
al que dirige su obra (aquellos que invertirán para colonizar el lugar).
En el caso de Valera, nos encontramos con la imagen contraria
El Oriente visto y soñado por Luis Valera 69 

porque, el autor, en lugar de abarcar con sus ojos un panorama que


invite a la posesión o de observar la magnificencia de lo conquistado,
lo que percibe es el horror de las consecuencias de la conquista.
Después de haber visitado la ciudad, Valera decide dirigirse a
un lugar elevado desde el cual cree poder observar el panorama de la
ciudad a sus pies, pero, al acercarse a la loma que debe subir, sus pies
se enredan en unos andrajos y, al intentar deshacerse de ellos, ve
como de los mismos rueda una calavera humana que parece mirarle
con sus órbitas vacías sonriéndose de espantoso modo con su boca
desdentada. Sobrecogido, Valera observa la calavera comprendiendo
que es la de un bóxer, aunque le falta también la trenza que todos
ellos llevaban con orgullo. Se explica esto último pensando que algún
chino la habría cortado para venderla como trenza postiza, pero no
comprende qué puede haber pasado con los dientes, los cuales
parecen haber sido extirpados a tirón limpio, hasta que recuerda el
abominable antojo de un señorito europeo de traerse de Pekín una
taleguilla rellena de dientes de bóxers, arrancados por él mismo a los
cadáveres insepultos, con el fin de engarzarlos en oro en forma de
brazaletes, broches y zarcillos y regalarlos como souvenirs a sus
íntimas amigas. El espanto ante ese recuerdo y la visión de la mellada
calavera hacen que Valera desista de llegar a la loma y de mirar
paisaje alguno (1902: 165-166). La fracasada ascensión revela pues
todo el espanto que se esconde tras la pretendida empresa
civilizadora de los europeos y muestra, mejor que cualquier otra
imagen, la barbarie y la brutalidad del imperialismo. La mirada de
Valera no abarca pues un sinfín de posibilidades coloniales sino un
sinfín de violencia y muerte.
A partir de lo expuesto, no me parece necesario insistir en
que el texto de Valera niega el concepto de la amenaza amarilla que
se había impuesto en el mundo occidental y, por el contrario, expresa
la ansiedad del autor sobre la barbarie que acompaña la civilización
preguntándonos implícitamente quién es en el sistema colonial en
realidad el salvaje, el colonizador o el colonizado. El cuento ‘Yoshi-
san, la musmé’ constituye un colofón narrativo a esos planteamientos
y aclara las dudas que podría plantearnos el ambiguo discurso
colonial que hallamos en Sombras chinescas, puesto que en él no
encontraremos ninguna alabanza a los logros de los europeos en
Asia.
70 Asia en la España del siglo XIX

Lo visto: El desprecio hacia la Otredad


El relato se inicia en el mes de diciembre de 1900 en el Hotel
Cosmopolite de Tienjín, un lugar que, antes del alzamiento bóxer
había sido un templo taoísta y cuya zona de oración había sido
convertido en un bar por Mr. Moussette, el propietario, un francés
enriquecido con el saqueo y con el comercio abusivo con las tropas.
Allí se encuentran reunidos tres occidentales; un americano, Mister
Appleby, un italiano, Oreste Rosa, y un judío vienés, David Loewe.
Todos ellos han acudido a la ciudad devastada atraídos por la
posibilidad de enriquecerse afanando lo abandonado por los chinos o
inclusive quitándoselo, pero se sienten frustrados por haber llegado
cuando ya no quedaba nada para robar. Esa noche, movidos por la
frustración y el aburrimiento, deciden buscar algún lugar en el que
haya mujeres.
El retrato de los tres individuos se acoge a los clichés del
momento: el americano es fornido y brutal (1903: 8), el italiano es un
hombrecito desgalichado, cetrino, con grandes ojos zarcos, nariz
aguileña y pelo negro peinado y alisado con cosmético (1903: 9), el
judío es un tipo canijo, algo jorobado, pálido, miope, narigudo y
sucio (1903: 11). Los tres son presentados como los cuervos que
acuden al campo de batalla una vez terminada la lucha, es decir,
como carroñeros (1903: 6). Si bien el judío va a ser el que a lo largo
de la historia reciba un peor tratamiento, algo que sugiere la fuerza
que el antisemitismo iba ganando en el imaginario europeo de la
época.16
Guiados por un chino, los tres aventureros llegan a una casa
en la que les han dicho que hay geishas. Se encuentran allí con las
típicas musmés tan aplaudidas por los escritores europeos de fin de
siglo y, especialmente, por los modernistas. Son mujeres diminutas,
delicadas, expertas en entretener a los hombres de su cultura, pero
extrañas ante la tosquedad del comportamiento del hombre
occidental. En pocas palabras, las musmés encarnan la exquisitez de
la belleza oriental que la literatura occidental había contrapuesto al
materialismo y al utilitarismo de Occidente.
Por supuesto, ninguna de las tres mujeres habla inglés y,
como los hombres despiden al chino que los ha guiado para evitar
que éste los vea en situaciones que pueden hacer que les pierda el
respeto, las mujeres no pueden comunicarse con los tres rufianes que
se acercan a ellas como si se trataran de unas simples prostitutas y
El Oriente visto y soñado por Luis Valera 71 

que no entienden en absoluto el propósito de sus danzas, cantos y


delicadezas.17 Como señala la voz narrativa:

La que, en el revuelo y flamear de sus ropas de joyante seda lila con


vislumbres áureos y purpúreas vueltas, semejaba fantástica, animada flor
mecida por el viento, se trocaba entonces a los ojos de sus europeos
espectadores en grotesca mona de organillo, haciendo piruetas, arrebujada
en una bata de muchos colorines. (1903: 33)

El único que siente algún interés por el arte de la danzarina


es Rosa, del que la voz narrativa dice que, como buen italiano, tenía
algo de artista. Éste, además de aplaudir a la joven danzante, intenta
seducir a otra geisha canturreándole arias de ópera, algo que sólo
consigue desconcertar a la joven quien, a su vez, no comprende
semejante comportamiento en un hombre (1903: 36). Mientras esto
sucede, Appleby se prepara para el amor emborrachándose de saque
y Loewe goza atormentando a otra de las geishas con pellizcos y
echándole el humo de su cigarrillo a los ojos. Con todo, el asunto no
hubiera ido a más de no ser por la codicia de los occidentales,
quienes empiezan a imaginar que la china propietaria de la casa
puede haber guardado algún dinero y se lanzan a una búsqueda
desenfrenada de objetos de valor. Las mujeres entienden a duras
penas lo que está sucediendo, pero al verse maltratadas intentan
defenderse como pueden. Sin embargo, cuando el judío intenta robar
lo que pertenece a las japonesas, Rosa sale en su defensa
considerando que los japoneses forman parte del cuerpo aliado y que
a ellos no se les debe expoliar. Cuando Loewe se niega a devolverles
lo robado, Rosa se lo arrebata descubriendo entonces que, en un
descuido, el judío había robado joyas a la china las cuales no pensaba
compartir con ellos. Fuera de sí, Rosa empieza entonces a pegar
brutalmente a Loewe y la voz narrativa nos dice que el italiano
encontraba “un extraño gusto en zurrar la badana al judío” (1903:
49), lo que parece subrayar el odio con el que eran percibidos los
judíos en ese periodo de la historia y que iría aumentando con el
fortalecimiento de las teorías sobre la degeneración de las razas y de
la superioridad de la raza aria.18
Mientras tanto, el americano golpea a una de las japonesas
que huye de la casa y, extraviándose en la helada noche, termina
cayendo al río y ahogándose. La historia concluye con la descripción
del cadáver de la musmé hundiéndose en el agua: “Y así la señorita
72 Asia en la España del siglo XIX

Bondad, Yoshi-san la musmé, ya muerta, fue arrastrada por la


corriente del Peihó, debajo del hielo, hundiéndose poco a poco hasta
quedarse detenida en el fondo cenagoso del río, entre los restos de un
junco viejo y los cadáveres de un par de bóxers” (1903: 57). Es decir,
el río es la sepultura, no solamente del tradicional modo de vida
chino -identificado con el junco- y del nacionalismo que representan
los cadáveres de los bóxers, sino también del arte y la delicadeza de
Oriente, encarnado por la musmé. Este final parece sugerirnos que el
materialismo y la codicia que acompañan al colonialismo arrasan en
Asia con todo, con sus costumbres, con su orgullo patrio e incluso
con el arte y la delicadeza oriental que, paradójicamente, ha sido
objeto de admiración en el ámbito cultural de Europa.

Lo visto: La comunicación entre culturas


‘El hijo de Banián’, otro de los cuentos que compone Visto y soñado,
aunque se aparta de los hechos ocurridos en China, se centra en un
aspecto del choque de culturas que aparece tangencialmente en los
otros textos: los diferentes valores que mueven a los pueblos y la
consiguiente imposibilidad de comunicación entre ellos. El relato
narra un episodio dramático sucedido en un vapor francés camino de
Bombay. Los pasajeros de primera clase del Karikal se sienten
asfixiados por el calor y mareados por un mar agitado, cuando se
enteran por el médico de a bordo que entre los pasajeros más pobres,
los cuales viajan amontonados junto con los animales en la proa del
barco, un bebé hindú agoniza. El médico se dispone a visitar al niño
y una dama francesa decide acompañarlo pensando poder aliviar los
sufrimientos del niño. Ese acto despierta por un lado la indiferencia
de los demás viajeros y, por otro, el desprecio de las únicas orientales
que viajan en primera, una dama parsi y su hija que regresan a la
India. Obviamente, esta actitud subraya el desprecio hacia las clases
más desheredadas que tienen las clases altas. Un desprecio que, en
Asia, trasciende las cuestiones políticas y el elemento colonial y que
puede encontrarse también entre los distintos elementos que
constituyen la sociedad oriental.
Sobreponiéndose al mareo y al calor, la señora francesa y su
esposo acompañan al médico hasta el lugar en el que se encuentra el
niño. La señora lava al pequeño, le pone ropa limpia y lo cubre con
su sombrilla. Después, cuando no es vista por el padre y el hermano
El Oriente visto y soñado por Luis Valera 73 

del bebé, ni por los demás orientales, lo bautiza, y se retira a su


camarote. El niño muere poco después y la tripulación se ve en la
necesidad de arrojar el cadáver al mar ante la consternación del padre
y el hermano del fallecido, quienes considerando ese tipo de entierro
contrario a su religión, tienen que ser reducidos y encerrados en una
cabina. El acto se realiza con prontitud, pero con tan mal tino que la
caja vacía de Moët Chandon utilizada como ataúd se rompe
quedando unos instantes el muerto flotando en el mar hasta que es
engullido por un tiburón, dejando tras de sí una mancha de sangre
sobre el intenso azul del océano. Algunos pasajeros observan
horrorizados lo sucedido y se lo cuentan a los demás, lo que quita el
apetito de las damas, excepción hecha de las parsis, las cuales son las
únicas en acudir a la hora del almuerzo recibiendo las galanterías de
todos los caballeros, quienes han olvidado ya lo sucedido. Cuando
días después el vapor llega a Bombay, salvo la dama francesa, nadie
se acuerda ya de la muerte del pequeño. La señora desea darle unas
monedas al padre del niño, sin embargo, éste ya ha desembarcado
perdiéndose entre la multitud. La voz narrativa cierra la historia
hablando del radiante sol de Asia que ilumina por igual las penas y
las alegrías de los hombres.19
El relato tiene todos los visos de estar basado en un episodio
real, pues el narrador actúa como si hubiera sido espectador de los
hechos y, como tal, no nos dice lo que los personajes piensan, sólo lo
que hacen. Esta técnica deja al lector en la posición de sacar sus
propias conclusiones, si bien resulta evidente que, mediante el
fragmento final, en el que la voz narrativa describe la indiferencia
con que el sol que ilumina por igual las penas que las alegrías, el
autor enfatiza la indiferencia de los pasajeros ante la muerte de un
niño. Tan sólo la caridad cristiana de la dama francesa es digna de ser
tenida en cuenta, aunque, en realidad, el bautismo del pequeño no
sirve más que para aliviar su propia conciencia de católica y no el
sufrimiento del padre y del hermano del niño, quienes hubieran
deseado enterrar al pequeño de acuerdo con sus creencias y, por el
contrario, se ven forzados a ver cómo éste es arrojado como escoria
al mar para ser pasto de los tiburones. Asimismo, la limosna que la
señora no alcanza a dar al padre del niño muerto parece sugerirnos
que la caridad en Asia es una gota de agua en el desierto, pues no
sirve para nada, tal es la necesidad en que se encuentran los millones
de pobres que habitan en ese continente.
74 Asia en la España del siglo XIX

Ante lo expuesto, me parece indiscutible que la intención de


Valera es ofrecer con su relato una imagen de la incomprensión entre
culturas y de las diferencias e injusticias que el sistema colonial
impone en Asia. Al igual que los pasajeros del Karikal, en Asia,
todos viven encapsulados en sus respectivas diversidades culturales
ajenos a los sentimientos de los demás. Los europeos hablan entre
ellos en francés e inglés, pero como podemos observar con el
ejemplo que nos ofrece la reacción ante el acto de caridad de la dama
francesa, queda bien claro que no por ello comparten los mismos
valores y creencias, y, los pobres hablan en sus respectivas lenguas
sin reparar que los demás no los entienden y sin hacer el más mínimo
asomo de entenderse, como no sea el de gritar para imponer su voz a
la de los demás (144).
Asimismo, es evidente que el que se le dé al padre del niño el
nombre del árbol nacional de la India (banián o ficus benghalensis)
no es algo gratuito y que responde a la voluntad de identificarlo con
ese país y, por extensión, con Asia. Por otro lado, la nave, con sus
divisiones de clases, las comodidades de los de arriba y los
sufrimientos de los de abajo, sus jerarquías y diferenciaciones
culturales, actúa a modo de microcosmos de Asia. En ella, al igual
que en el continente colonizado, occidentales y orientales viven
juntos, pero separados por clases y castas, y la muerte de miles de
inocentes víctimas de la pobreza y la miseria es un hecho cotidiano
que solo es algo dramático para aquellos directamente afectados. Los
europeos y los ricos sienten la más absoluta indiferencia al respecto
y, como mucho, solo se preocupan de dar una salvación espiritual,
algunas atenciones higiénicas que ni dan solaz a la familia ni evitan
la desgracia y unas ayudas económicas insuficientes. Los muertos, al
igual que las cajas vacías del champagne que consumen ávidamente
los ricos, son desechos, desperdicios de una civilización indiferente
ante el sufrimiento de los millones de víctimas que ocasiona su
desmedida avidez por la riqueza.
El cuento de Valera puede pues entenderse como una
metáfora de la situación social en Asia, pero también como una
reflexión sobre la empresa civilizadora, ya que la historia parece
aludir a ese concepto que Homi K. Bhabha denomina el “mito de la
cultura como lengua de generalización universal y social” (2004:
178) que, como muy bien indica el crítico parsi, es sólo uno más de
los aspectos de las mentiras del Imperialismo. Y es que, en este viaje
El Oriente visto y soñado por Luis Valera 75 

que es la vida, a unos nos ha tocado vivir con comodidad y a otros en


la más absoluta pobreza, nuestras acciones, sean éstas buenas o
malas, rara vez tienen sentido para los demás, pues estamos
condenados a no poder entendernos. Los motivos de nuestro pesar,
como los de nuestro consuelo, no son algo universal, sino que están
determinados por lo que creemos, como seres sociales, y por lo que
experimentamos, como individuos. En realidad, tan sólo
compartimos un mismo universo, un mismo sol en palabras de
Valera, que brilla para todos igual, pero que lo hace con total
indiferencia respecto a nuestros sentimientos. Éstos, incluso el
sufrimiento, es una experiencia individual y, si bien podemos sentir
empatía hacia el dolor los demás, la empatía es un acto relativo sujeto
a nuestros valores, cultura y personalidad. De ahí que las empresas
civilizadoras estén abocadas al más absoluto fracaso pues, como nos
sugieren las diferentes actitudes ante la muerte de un inocente que
relata ‘El hijo de Banián’, para que no fuera así, sería necesario que
existiera un nivel de comunicación que solamente sería posible si
nuestro sentir fuera único y universal. La única cosa que
compartimos los seres humanos es un mismo mundo, pero éste es un
medio ajeno a nuestras vidas, indiferente a nuestras penas y alegrías y
no, como solemos creer, un elemento unificador que nos acerca los
unos a los otros.

Lo soñado
No es posible terminar este apartado sobre la influencia de Asia en la
obra de Luis Valera sin tener en cuenta su fascinación por las
religiones y el pasado fabuloso de las civilizaciones orientales. Como
he mencionado anteriormente, dos son los cuentos que encontramos
en Visto y soñado de contenido fantástico o fabuloso: ‘La esfera
prodigiosa’ y ‘Dyusandir y Ganitriya’. Asimismo, la historia relatada
en ‘El mayor tesoro’, relato incluido en el libro de cuentos
maravillosos Del antaño quimérico, transcurre también en Oriente,
aunque básicamente se trata de un cuento de propósito aleccionador
que pudiera acontecer en cualquier lugar y que no hace ninguna
incidencia en lo oriental.
De todos estas narraciones, ‘La esfera prodigiosa’ parece
escrita por Juan Valera, tal es la similitud que tiene con el estilo, el
contenido y el humor de Morsamor. Al igual que la novela de Juan
76 Asia en la España del siglo XIX

Valera, la historia es un relato fantástico y, como en ella, el budismo


esotérico, visto de manera algo chusca, es el tema en torno al cual
gira la acción. El asunto trata de una esfera encontrada en el interior
de un buda, la cual servirá de excusa para elucubrar sobre las
experiencias del monje budista Hiueng-Tsang o Xuanzang (c. 602 -
664), quien, en el siglo V, realizó una serie de peregrinaciones por
Asia y escribió un libro sobre sus viajes que fue traducido en 1857 al
francés y en 1884 al inglés. Luis Valera se refiere a ese libro como
Relación del viaje a la India, título que no coincide ni con el título de
la versión francesa (Voyages du pélerin Hiouen-Tsang) ni con el de
la inglesa (The Great Tang Records on the Western Region), por lo
que es imposible decir en cuál de las dos versiones se inspiró el autor,
aunque resulta evidente que se acerca más al de la versión inglesa
que al de la francesa.20 ‘La esfera prodigiosa’ es un texto que mezcla
humor y erudición y, al igual que Morsamor, nos ofrece una sátira
del esoterismo tan en boga en aquellos años, evidenciando hasta qué
punto los Valera (padre e hijo) se influenciaban mutuamente.
A su vez, ‘Dyusandir y Ganitriya’ toca otro de los temas
elaborados en Morsamor, el del origen asiático de la raza aria. El
narrador conoce a un arqueólogo que se considera émulo del
asiriólogo Jules Oppert (1825-1905), del arianista Émile Louis
Burnouf (1821-1907) y del investigador de las inscripciones
cuneiformes Sir Henry Rawlinson (1810-1895), es decir de figuras
relevantes en los estudios del pasado de los pueblos del Asia Central
y, en particular, del sánscrito. La amistad que se establece entre el
narrador y el arqueólogo responde al rechazo que éste último recibe
por parte de la sociedad colonial al no sujetarse a la etiqueta social
que se supone que deben de seguir los extranjeros. Me parece
evidente que este rasgo es un intento del autor por marcar la distancia
existente entre los miembros del aparato colonial y aquellos
investigadores (los orientalistas) quienes, merced a la expansión de
Occidente en Asia, desarrollaban un genuino interés por la cultura
asiática sin ser por ello necesariamente cómplices del sistema en el
poder.
El arqueólogo le cuenta al narrador una historia del pasado
purana, la cual ha llegado a su conocimiento a través del estudio de
las inscripciones de la ciudad de Khotan.21 Con lo que el relato
parece aludir a las leyendas comprendidas en el Bhagavata Purana,
texto estudiado por los autores anteriormente mencionados, si bien,
El Oriente visto y soñado por Luis Valera 77 

en la pluma de Luis Valera, la historia de los purana viene a reafirmar


la creencia (ya vista en la obra de su padre) de las emigraciones arias
hacia occidente y hacia oriente, y de las virtudes de esa raza que fue
capaz de someter a los pueblos asiáticos que encontraba a su paso
imponiendo siempre su concepto de civilización. De hecho, la
vinculación de esos antiguos arios con los arios de Europa no deja
lugar a dudas cuando el autor señala que la misma canción que
cantaban en sus rituales se canta ahora en Alemania y en Austria con
música de Haydn (1903: 271). Así pues, la reivindicación de un
pasado legendario en el que la civilización aria está detrás del origen
de las culturas asiáticas, cuando se hubiera podido escribir sobre las
maravillas de civilizaciones menos legendarias, pero más claramente
asiáticas, hace que el relato de Luis Valera, a pesar de establecer una
distinción entre la política colonial y el estudio de los orientalistas,
reafirme las teorías de Edward Said según las cuales los orientalistas,
con su interpretación de la historia del pasado asiático, respaldaron
las ambiciones imperialistas de los pueblos occidentales: puesto que,
al afirmar que en esas regiones resplandeció en su día una
civilización aria y ésta es la misma que se encuentra en los orígenes
de la civilización occidental, se excusa el que las potencias europeas
las recuperen ahora para perfeccionar el triunfo de la civilización
occidental (entiéndase aria) en el mundo.
Por lo tanto, al igual que Juan Valera, Luis Valera cree que la
raza aria se extendió tanto por occidente como por oriente,
estableciendo a su paso las más perfectas civilizaciones. Sin
embargo, en Asia, su presencia es ahora solamente parte de un
pasado fabuloso, mientras que en Europa su simiente maduró en una
civilización que está destinada a dominar en el resto del mundo. Con
lo que es posible concluir que, aunque en sus textos existe una
evidente conciencia de las injusticias del sistema colonial, también
resulta claro que, el autor no pone en tela de juicio ni la superioridad
de la civilización occidental ni su deber de extender y afianzar esa
civilización en el mundo. Una empresa en la que, como podrá verse a
continuación, España no descolló precisamente en Oriente.
78 Asia en la España del siglo XIX

Notas
1. En The Boxer Rebellion, Diana Preston sostiene que, además de creerse que los
misioneros mutilaban a aquellos que recogían en las misiones para fabricar con sus
miembros medicinas y que extraían los fetos y las placentas de las mujeres con
propósitos alquimistas, se los consideraba culpables de los cambios climáticos
creyéndose que la sequía desaparecería una vez fueran exterminados (2000: 28-29).
2. Un ejemplo de la política colonial de las potencias internacionales en China lo
tenemos en el asesinato de los sacerdotes católicos Richard Henle y Francis Xavier-
Nies(misioneros pertenecientes a la orden alemana de la Divina Palabra), el cual fue
utilizado por el gobierno alemán para obtener la concesión del puerto de Jiaozhou
haciendo posible también que Gran Bretaña y Japón acudieran con nuevas
exigencias. Para más información al respecto ver el libro de Paul A. Cohen History
in Three Keys. The Boxers as Event, Experience, and Myth (1997: 21-23).
3. Ver History in Three Keys. The Boxers as Event, Experience, and Myth (1997:
51).
4. Un buen ejemplo nos lo ofrece el caso de los propietarios del Hotel de Pekín,
Auguste Chamot y su esposa, quienes recibieron 200.000 dólares de compensación
y, asimismo, acumularon una gran fortuna vendiendo artículos comprados a los
saqueadores.
5. Al parecer, los alemanes consideraban que el asesinato de su embajador en
Pequín, el barón Clemens August Freiherr von Ketteler (1853-1900), les daba
derecho a realizar una campaña punitiva sobre la población. Es bien conocido que el
káiser, al pasar revista a las tropas expedicionarias, arengó a los soldados diciéndoles
que debían de dejar en China el mismo recuerdo que dejaron los ejércitos de Atila en
Europa (Fleming 1959: 135, Preston 2000: 209).
6. Las novelas de Valera son Un alma de Dios (s/f), El filósofo y la tiple (1908), De
la muerte al amor (1909), El templo de los deleites clandestinos (1910). Todas ellas
tratan de relaciones sentimentales y tan sólo en De la muerte al amor y en El filósofo
y la tiple encontramos menciones a Oriente o mejor dicho, al budismo esotérico,
tema que, como hemos visto, tanto interesaba también a su padre. Luis Valera fue
también autor de Del antaño quimérico (1905), una colección de cuentos de temática
legendaria en el que tan sólo uno ‘El mayor tesoro’, es de ambientación oriental.
7. En 1902, Pierre Loti publicó Les derniers jours de Pékin, en el que se reúnen las
crónicas de su viaje al Pekín de después del alzamiento y que ya habían sido
publicadas con anterioridad en Le Figaro. El texto de Loti carece en mi opinión de la
fuerza del de Valera, pero la fama internacional del autor francés oscurecería
cualquier otro texto que abordara la misma temática y sin lugar a dudas, incluso en
España, Les derniers jours de Pékin debió gozar de mayor difusión que el de Valera.
Sombras chinescas ha sido reeditado recientemente por la editorial Nausicaä.
8. No sugiero que haya en el texto de Valera influencia alguna de Heart of Darkness.
La realidad experimentada por el autor en su viaje a China fue tal descenso a los
infiernos que el autor no precisó de historias leídas para comprender todos los
horrores del colonialismo. Ahora bien, sí puede afirmarse que ambos textos son
producto de una misma época y de una experiencia similar. La novela de Conrad se
publicó en entregas en los meses de febrero, marzo y abril de 1899, en la revista
Blackwood’s Magazine.
El Oriente visto y soñado por Luis Valera 79 

9. En este sentido resulta contradictoria la información que provee Valera con la de


Francisco de Reynoso, viajero también en China poco antes que Valera, a quien le
cuesta reconocer a su amigo de infancia, jesuita en Shanghai, en “aquel Padre de
luenga barba, afeitada cabeza, con trenza hasta los pies y vestiduras chinas” (2006:
350-51). Al parecer, contrariamente a lo afirmado por Valera, no eran solamente los
misioneros protestantes los que adoptaban la indumentaria china.
10. El asco que le produce la comida de los chinos aparece en todo momento, tanto
cuando habla de aquellos platos que son considerados deliciosos, como el pato
laqueado, como cuando imagina la comida de los pobres.
11. El texto de Valera que mejor ilustra este aspecto es el cuento ‘El hijo de Banián’
del que me ocupo más adelante.
12. También Pierre Loti se siente incómodo al tener que mencionar las acciones
perpetradas por los soldados de las fuerzas de ocupación. Por ello, dedica su libro al
almirante francés a cargo de las operaciones militares en China y en la introducción
dice lo siguiente: “je n'ai donc pu observer nos soldats que pendant la période de
l'occupation pacifique; là, partout, je les ai vus bons et presque fraternels envers les
plus humbles Chinois. Puisse mon livre contribuer pour sa petite part à détruire
d'indignes légendes éditées contre eux!... ” [“así pues solo he podido observar a
nuestros soldados durante la ocupación pacífica; por todas partes los he visto
comportarse bien casi fraternalmente con los chinos más sencillos. Ojalá mi libro
pueda contribuir en su medida a destruir las indignas leyendas tejidas en su contra”.
Esta traducción como todas las demás que se encuentran en este libro son mías]
(Loti 1902: ii) Efectivamente, a lo largo de su libro, Loti mostrará a los franceses
como unos soldados modelos, benévolos con los vencidos y estimados por ellos y
culpará a las tropas británicas de la India, a los japoneses y a los rusos que han
enviado a sus tropas cosacas, mongolas o tártaras, de todos los desmanes. Es decir,
no es la civilizada Europa la causante de esos actos de violencia llevados a cabo
sobre la población, sino un efecto más del peligro amarillo. Eso o, cuando no sea
posible achacarlo a orientales, se limitará a decir que lo han hecho “les soldats d'une
autre nation européenne (je préfère ne pas dire laquelle)” [los soldados de otra
nación europea (prefiero no decir cual)] (1902: 84). El caso es minimizar siempre la
barbarie de las tropas coloniales y, en particular, la de los franceses.
13. Valera no es ajeno a la miseria en que han sumido los medios de comunicación
introducidos por los europeos a la población china, causa de que muchos de ellos
ingresaran en las filas de los bóxers (1902: 119,190).
14. Nótese aquí el eco de las palabras dichas por el káiser mencionadas en la nota 32.
15. A pesar de que los personajes responden a estereotipos populares, es posible que
Valera se hubiera inspirado, en lo que se refiere a Appleby y Loewe, en dos
conocidos granujas, el americano Keen Sutterlee y el judío vienés Louis Spitzel,
quienes se dieron a conocer por sus robos en Tienjín y por vender armas a los
insurgentes de Filipinas durante la Guerra Hispano Filipina. Además, Suterlee había
vendido un artículo al Daily News en el que describía la caída de la legación de
Pekín la noche del 6 de julio de 1900 y el espeluznante asesinato de todos los
europeos. El artículo fue tomado por cierto y hasta llegó a causar que se programara
un servicio en memoria de las víctimas en la Catedral de Saint Paul de Londres, el
cual fue cancelado en el último momento. Para más información al respecto puede
consultarse el libro de Peter Fleming The Siege of Peking.
80 Asia en la España del siglo XIX

16. En Idols of Perversity. Fantasies of Feminine Evil in Fin-de-Siècle Culture,


Bram Dijkstra señala que el antisemitismo de principios del siglo XX creó una
imagen del judío que respondía a la de un ser degenerado, afeminado y malvado que
contribuiría enormemente a crear las condiciones que hicieron posible el genocidio
ejecutado por el Tercer Reich medio siglo más tarde (1986: 401).
17. En Sombras chinescas, Valera relata otro momento en el que las diferencias
culturales en el comportamiento provocan que los chinos pierdan el respeto a los
europeos negándose a obedecerlos. En el viaje por el río, el piloto francés que dirige
la embarcación suele ponerse a tirar de la misma cuando queda atorada en los bancos
de arena. Los chinos, al ver a su capitán realizar un trabajo que consideran impropio
de su cargo en la nave, dejan de acatar su autoridad, hasta que un pasajero, un padre
jesuita, conocedor de la manera de pensar de los chinos, les dirige unas palabras
amenazándolos con un fusil y consigue devolverle con ello la autoridad al piloto
(1902: 143).
18. Aunque la voz narrativa no hace ningún comentario que pueda implicar una
crítica hacia el pueblo judío, la elección del personaje de Loewe, el hacerlo un tipo
débil, mezquino y perverso, su manera de actuar y el modo en que el narrador
comenta el sentir del italiano al golpearle, parecen entrañar una cierta antipatía hacia
los judíos. Algo que, como mencioné al hablar de la obra de Juan Valera, no
encontramos en ninguno de sus relatos.
19. Me parece curioso constatar que la misma reflexión la encontramos en el libro de
Loti anteriormente mencionado. Concluye así el autor francés el relato del saqueo
del humilde hogar de una anciana: “Et le beau soleil de ce matin d'automne
resplendit tranquillement sur son petit jardin très soigné, fleuri de zinnias et d'asters”
[“Y el hermoso sol de esa mañana de otoño resplandecía tranquilamente sobre su
bien cuidado pequeño jardín lleno de zinnias y asters en flor”] (Loti 1902: 23) y más
adelante, al describirnos unos cadáveres nos los muestra flotando entre lotos bañados
de un irónico esplendor de luz (197). Es como si en Asia, ambos autores se hubieran
dado cuenta de cuán indiferente es el universo a las miserias de los seres humanos.
20. El libro de Hiueng-Tsang inspiró también una novela en el siglo XVI, Viaje al
oeste de Wu Cheng’en, que es considerada como El Quijote chino, pero no creo que
Valera lo hubiera leído puesto que no tengo conocimiento de que existieran entonces
traducciones a ningún idioma occidental.
21. Puesto que el autor sitúa esta ciudad en el Turkestán, es decir en la actual
provincia china de Xinjiang, donde, en 1896, pocos años antes de la llegada de
Valera a la China, Sven Hedin (1865-1952) encontró enterrada en la arena las ruinas
de la ciudad aria de origen indostánico Takla-Makau, podemos suponer que el
descubrimiento de esta ciudad inspirara a Luis Valera.

 
III

Las crónicas de la Guerra de Cochinchina

Uno de los episodios más desconocidos de las guerras coloniales en


que se vio involucrada España en el siglo XIX es la campaña de
Cochinchina, la cual tuvo lugar entre 1859 y 1863. La poca atención
que ha recibido esa empresa colonial se debe a su limitado alcance y
a su escasa importancia para la historia de España. De hecho, incluso
es discutible el llamar a este episodio empresa colonial, pues todo
parece indicar que al iniciarse la contienda no había en el ánimo del
gobierno español ningún afán de expansión territorial. En un libro
que recopila documentos escritos por participantes en la expedición,
el padre Fidel Villarroel considera esta guerra una Cruzada española
en Vietnam (1972), pero, aunque es evidente que para España la
campaña fue un acto de represalias ante la persecución de los
católicos en el Tonkín, resulta algo exagerado pensar que la Guerra
de Cochinchina fuera una cruzada religiosa.1 De hecho, como puede
verse en el discurso de Isabel II a la apertura de las cortes del 1 de
diciembre de 1858, la reina se limitó a decir que la expedición era en
respuesta a las persecuciones que sufrían los misioneros en Asia:

Los atentados de que fueron víctimas nuestros misioneros en Asia me han


obligado a enviar, en unión con el Emperador de los franceses, una
expedición militar a Cochinchina. Las tropas de mar y tierra
corresponderán, si la ocasión se presenta, a sus tradiciones y a la memoria
de las hazañas con que el soldado español se distinguió siempre en defensa
de los intereses y del honor de su patria y de sus reyes. (Sintes 2006: 52)

Por lo breve de la mención y lo general del término Asia, se


desprende que la corona no se lanzaba a esa empresa ni con el ánimo
de extender su dominio colonial ni con el de propagar el catolicismo
82 Asia en la España del siglo XIX

en Extremo Oriente. Se trataba simplemente de colaborar con Francia


en una operación que pusiera fin al mal trato de que eran objeto los
misioneros católicos pero, como se verá a lo largo de este capítulo,
las ambiciones de los españoles variarían a medida que fueron
comprendiendo el alcance que podía tener la empresa. Así, a la vista
de los resultados obtenidos, puede afirmarse que la campaña de
Cochinchina no fue sino uno de tantos fracasos militares en los que
se ha visto envuelta España debido al mal gobierno y a
desafortunadas alianzas con las grandes potencias mundiales.
Francia pidió la colaboración de España para enviar una
expedición que terminara con los asesinatos y torturas de los
católicos en el Tonkín. Meses antes, a instancias del procurador de
los padres dominicos en Macao, el mismo cónsul español en esta
ciudad había solicitado al gobierno francés que enviara sus tropas al
Tonkín, pues España carecía de buques de guerra en la colonia
portuguesa y apremiaba salvar la vida del Vicario Apostólico Fr. José
Díaz Sanjurjo (1818-1857), quien había sido encarcelado y
condenado a muerte por Tu-Duc (1829-1883), el gobernante de esa
región. A pesar de los esfuerzos realizados, el padre Díaz Sanjurjo
fue ejecutado, lo que determinó a Francia a enviar una expedición
punitiva. Ahora bien, las intenciones del gobierno francés iban más
allá. Ante el fortalecimiento de la presencia británica en China y
como consecuencia de los tratados que facilitaban el comercio con el
Celeste Imperio, Francia consideraba absolutamente necesario
afianzar su presencia en el mar de la China, por lo que la operación
era en realidad una excusa para declarar la guerra al reino de Annam
e iniciar así una campaña de ocupación que, una vez terminada en
1893, iba a dejar bajo el control de Francia los actuales estados de
Vietnam, Camboya y Laos, es decir, el territorio que se conocería
después como la Indochina francesa.
A Francia le tomó varias décadas el llevar a cabo la
conquista de todas estas regiones y España solo colaboró en la
primera fase de la misma. Inicialmente, la supuesta expedición de
castigo estuvo compuesta por igual número de tropas francesas y
españolas, pero en la toma del primer puerto annamita, Turane
(actual Danang), solo la vanguardia española tomó parte. Cinco
meses después, los franceses decidieron tomar Saigón cuando quizá
hubiera sido más oportuno atacar la capital, Hue, y terminar de raíz
con la guerra, pero, al parecer temían que los británicos se les
Las crónicas de la Guerra de Cochinchina 83

adelantaran y querían asegurarse el control del estratégico puerto de


Saigón.2 Concluida la conquista de Saigón, a las tropas aliadas les fue
cada vez más difícil de mantener dos frentes y, en 1860, los franceses
decidieron abandonar Turane. Gran parte del ejército español regresó
a Manila, quedando Saigón bajo el control del ejército francés y de
un reducido grupo de tropas españolas. Debido a la Segunda Guerra
del Opio, parte del ejército francés abandonó Saigón para unirse a las
tropas que combatían en China junto a los ingleses. Saigón quedó así
defendida por un menguado ejército aliado que tuvo que contener
diversos ataques hasta que terminó la guerra en China y pudieron
volver las tropas francesas. Una vez firmada la paz, todavía hubo
algunos levantamientos que España y Francia tuvieron que apaciguar,
asimismo, les fue necesario obligar al gobierno annamita a cumplir
con lo acordado en la capitulación.
España no reincorporó en ningún momento el número inicial
de sus tropas y prácticamente dejó a los soldados en Cochinchina
desamparados de todo sustento, ya fuera éste económico,
armamentístico o simplemente provisiones de boca.3 La
documentación que nos ha llegado señala como principales causas
del desinterés en la campaña de Cochinchina diferencias políticas,
agravios, escasez de medios, otros objetivos coloniales y, sobre todo,
problemas de comunicación. Ahora bien, el gobierno español esperó
de sus oficiales que, al firmarse el tratado de paz, exigieran los
mismos beneficios que obtuviera Francia. Por supuesto, Francia no
tenía ningún interés en compartir el territorio conquistado y la
limitada participación e inversión realizada por España en la guerra
facilitaron el que los intereses de ésta fueran prácticamente ignorados
al realizarse las capitulaciones.
Diferentes fuentes revelan que, por un lado, Francia
involucró a España en esta empresa porque creyó poder necesitar que
la Capitanía General de Filipinas fuera la base de apoyo del ejército
francés y que aportara soldados de infantería experimentados en la
lucha en el trópico, así como todo el material que les fuera necesario,
el cual no podría suministrar su ejército por hallarse éste
comprometido con Inglaterra en campañas militares en China.4 Con
todo, Napoleon III (1808-1873) se aseguró de que la participación
española fuera lo más mínima posible (sólo solicitó al gobierno
español mil o dos mil soldados de tierra), evitando de este modo
potenciales reclamaciones por parte de España, que supusieran un
84 Asia en la España del siglo XIX

obstáculo a sus propósitos de establecerse como única potencia


europea en ese rincón del continente asiático.
Así pues, excepción hecha de los oficiales a cargo de la
tropa, los españoles que participaron en esa guerra fueron pocos y
mayoritariamente súbditos de la Capitanía General de las Filipinas
(en su mayoría tagalos), por lo que, al no ser enviado un contingente
militar desde España, excepción hecha de la atención que le prestó la
prensa, la guerra no tuvo en la Península mayor resonancia y por
consiguiente no encontramos en este hecho la repercusión literaria
que es posible observar en otras guerras del periodo. En su momento,
algunos participantes en la contienda escribieron sus experiencias y
reflexiones, pero sus escritos sólo se difundieron en el ámbito
castrense o religioso: Campaña de Cochinchina (1859) del padre
Francisco Gaínza (1818-1879) y Reseña histórica de la expedición a
Cochinchina (1869) del coronel Carlos Palanca Gutiérrez (1819-
1876).5 Años más tarde, algunos autores se ocuparon del tema
[Augusto Llacayo, Cochinchina y el Tonkín (1883), Serafín Olabe y
Díez (1831-1884), Cuestión de Cochinchina: aclaraciones (1862)],
pero la literatura de masas no produjo ningún texto al respecto, ni tan
siquiera Benito Pérez Galdós (1843-1920) llegó a dedicarle uno de
sus Episodios Nacionales cuando, medio siglo después, noveló la
historia de este turbulento periodo de la historia de España, por lo
que la expedición a Cochinchina fue cayendo en el olvido. No
obstante, a lo largo del siglo XX, tenemos diversos estudios que
analizan este hecho de armas, entre ellos destaca Expediciones
españolas (1949) de Esteban Infantes (1892-1962), con su sucinto
capítulo ‘Guerra en Cochinchina (1859-1863)’, el ya mencionado
texto del padre Fidel Villarroel Cruzada española en Vietnam (1972),
que comprende la edición del texto escrito por el padre Gaínza en
1859, al que aludía anteriormente y que no vio la luz en el siglo XIX,
una serie de artículos que Gaínza publicó durante la campaña y el
relato de la segunda parte de la campaña escrita por Villarroel. En las
últimas décadas del siglo XX, contamos con la desconcertante novela
de Joan Perucho La Guerra de la Cochinchina (1986), la cual, a
pesar de su título, trata muy someramente de esta contienda
ofreciéndonos en cambio una novela intertextual cuyo argumento es
tan irreal y fantástico como el pterodáctilo amaestrado con el que se
explican los éxitos del ejército español en Annam.6 También de ese
mismo periodo es Breve reseña histórica de la expedición militar
Las crónicas de la Guerra de Cochinchina 85

española a Cochinchina (1998), escrita por Francisco José Palanca


Morales, nieto del coronel Carlos Palanca Gutiérrez, anteriormente
mencionado, y mucho más recientemente, en 2006, el militar
retirado, Luis Alejandre Sintes, recupera para el lector de hoy
interesado por las epopeyas coloniales y los viajes exóticos de antaño
este episodio de la historia de España en su libro La guerra de la
Cochinchina. Cuando los españoles conquistaron Vietnam. Del
mismo año es también la novela histórica de Joaquín Mañes Postigo,
Sueños de conquista. Españoles en Saigón.
A pesar del pobre corpus literario producido por este hecho
de armas, los libros escritos por los participantes, el padre Gaínza y el
coronel Palanca, merecen nuestra atención, pues son un buen ejemplo
de las crónicas (religiosa, la primera y militar la segunda) generadas
por las guerras coloniales españolas en Extremo Oriente.

Campaña de Cochinchina
No me parece arriesgado afirmar que el género literario por
antonomasia del discurso colonial español son las crónicas. Por
supuesto no me refiero a las crónicas periodísticas tan populares en
las revistas y los diarios decimonónicos, aunque también éstas
pueden ofrecernos buenos ejemplos del discurso colonial español,
sino las historias del descubrimiento y la conquista de América que,
con el título de crónicas, publicaron los escritores de los siglos XVI y
XVII. Al hablar de este género literario, Walter Mignolo indica que,
si bien con anterioridad al siglo XVI, el término crónica “es el
vocablo para denominar el informe del pasado o la anotación de los
acontecimientos del presente, fuertemente estructurado por la
secuencia temporal” (1982: 75) -o sea, una especie de lista
cronológica de los acontecimientos que se desean recordar- mientras
que por historia se entiende un informe de lo visto o presenciado en
el que no entra el componente temporal (1982: 75). Con el correr de
los tiempos, ambos términos -crónica e historia- empezaron a verse
como sinónimos (1982: 76), de manera que Fray Bartolomé de las
Casas (1484-1566), cuando denominaba corónica a su Historia de las
Indias (c.1521), estaba ya queriendo decir historia y no crónica. En
otras palabras, al hablar de las crónicas del periodo colonial debemos
entender que estos textos son en realidad textos históricos y por lo
tanto sus autores historiadores. Es partiendo de este concepto de
86 Asia en la España del siglo XIX

crónica que debemos leer Campaña de Cochinchina, ya que, en el


prólogo de su obra, el mismo autor nos indica que: “Cronista de mi
provincia, consideré la campaña como un episodio de su historia
general; de aquí es que comencé a adquirirme relaciones, buscar
datos e indagar antecedentes […] creí mi deber consignar […] todo
lo que fuera digno de saberse en la época presente y ser transmitido a
la posteridad con certeza irrefragable” (1997: 7).
Es decir, Gaínza no sólo se identifica con la voz narrativa,
sino que se afirma como cronista y nos da a entender que escribe
historia, pero sin utilizar el término historiador, pues sabe que él no
reúne las características académicas que le autorizan a ostentar ese
título. Sin embargo, si consideramos que una de las acepciones que el
diccionario de la Real Academia da al término historia es el de la
exposición de las vicisitudes por las que ha pasado una persona
(1114), nadie puede decir que, con su libro, Gaínza no sea un
historiador puesto que como él mismo recalca en el prólogo:

No creo pueda hallarse otro en iguales circunstancia [la de contar la verdad


de lo sucedido]. Además de haber salido de Manila con la primera
fracción, de haberme hallado en todas las operaciones desde el 1 de
septiembre hasta el 14 de julio, de haber llevado a cabo bajo mi
responsabilidad la expedición al Tonkín, de estar en amistosas relaciones
con el señor Cañete, nuestro cónsul en China, y el Conde de Kleezkowski,
Secretario de la legación francesa, con muchos obispos y misioneros
españoles y franceses, y tener a mi disposición cuantos documentos he
pedido […] yo soy el único que he vivido once meses con franceses […]
he adquirido relaciones íntimas con casi todos los oficiales superiores y
muchísimos subalternos; con el carácter de Jefe he alternado con todos los
que valían algo en ambos campos, como capellán tuve a mi cuidado
algunos buques franceses, y esto me puso en contacto con marineros y
soldados y con su idioma, sus libros y sus periódicos. (1997: 8)

Al mismo tiempo, Gaínza se presenta a sí mismo con los


elementos que lo cualifican como un historiador con autoridad
académica: es un autor conocido y respetado, pues sus textos se han
publicado en periódicos de Manila, Madrid y Europa sin haber sido
rebatidas sus afirmaciones, y, además, es un investigador
concienzudo, pues ha llevado a cabo una detallada tarea de
indagación con el fin de consignar de “manera tan franca como
independiente las glorias y los reveses, las hazañas y defectos, todo
lo que fuera digno de saberse de la época presente, y ser transmitido a
Las crónicas de la Guerra de Cochinchina 87

la posterioridad con certeza irrefragable” (1997: 7).


Teniendo en cuenta las afirmaciones del autor, resulta
incuestionable que, con Campaña de Cochinchina, Gaínza se
propone escribir una historia de la guerra que él presenció. Ahora
bien, si como indica Mignolo, la historia se ocupa de las verdades
particulares, el fin público de las verdades es el de la utilidad
comunitaria, pero sus propósitos varían de acuerdo con los fines.
Cabe determinar, cuáles son esas verdades particulares de las que se
ocupa Gaínza y cómo sus propósitos varían con los fines y, sobre
todo, averiguar cuáles son estos fines; pero para obtener respuesta a
nuestras preguntas es absolutamente necesario llevar a cabo un
detenido examen del modo en que el autor formula su relato y expone
sus ideas.
Francisco Gaínza Escobás terminó sus estudios en 1841 en la
Universidad de Santo Tomás de Manila siendo ordenado sacerdote.
Gaínza había llegado a las Filipinas ese mismo año procedente del
convento de Santo Domingo en Ocaña. En 1862, después de una
carrera eclesiástica en la que destacó su labor cultural, fue investido
obispo de la provincia de Nueva Cáceres. En el año 1859, el
Gobierno Español lo asignó al cuartel general francés en función de
vicario provincial y representante de la orden de los dominicos en la
expedición a Cochinchina. Gaínza estuvo once meses ejerciendo ese
cargo que le dio información de primera mano tanto de las
disposiciones del alto mando como del comportamiento de la tropa
francesa. Asimismo, pudo observar la dinámica que se establecía
entre los oficiales franceses y españoles, a la vez que conseguía una
opinión basada en sus propias observaciones sobre las personalidades
de los diferentes protagonistas de los acontecimientos. Autor de
diversos libros y catedrático de derecho canónico de la Universidad
de Santo Tomás, su obra es, sin lugar a dudas, la de un hombre de
letras familiarizado con la historiografía, pero, como se desprende de
su texto, también con la literatura y con el público lector.7
Campaña de Cochinchina se divide en diecisiete capítulos
con títulos (‘Los cursores’, ‘Intervención europea’, ‘La expedición’,
‘El bombardeo’…) que más hacen pensar que estamos ante una
novela que no ante un texto histórico. El primer capítulo enfatiza ese
sentimiento, pues está narrado en tercera persona omnisciente y se
inicia de una manera totalmente literaria:
88 Asia en la España del siglo XIX

El año 1857 había recorrido la mitad de su carrera. Estaba para terminar el


mes de agosto, mes sombrío, azaroso y fatal para el embravecido mar de
China, porque, además de los pavorosos sacudimientos de la tierra que
suelen preceder al entablamiento de la monzón de S.O.E., y que alarman
tanto más cuanto se pueden pronosticar, se desencadenan las horrorosas
tempestades conocidas en la China con el nombre de “Tay-fon” o “Tifón”,
y con el de “baguio” en las Islas Filipinas […] No era sin embargo ni el
rudo sacudimiento de la tierra, ni las violentas ráfagas del desencadenado
“Tay-fon” lo que llenó de amargura el 25 de agosto la Casa-Procuración de
las misiones españolas de la ciudad de Macao. (1997: 11)

Como es fácil advertir, con la mención de los desastres


naturales, la voz narrativa crea el marco idóneo para el relato de unos
hechos no menos trágicos y devastadores: la guerra de Cochinchina.
Asimismo, tras una breve descripción del entorno, se nos presenta a
los personajes, los padres dominicos que vienen a pedir al cónsul
español que les ayude a conseguir la libertad del Vicario Apostólico
el padre José Díaz Sanjurjo, éstos nos son mostrados como personas
“de continente modesto y edificante, vestidos sencillamente con unos
anchos calzones que podrían compararse a los zaragüelles de
nuestros valencianos” (1997: 12).
El inicio y presentación nos invitan pues a leer la historia
como si se tratara de una novela, primero, haciendo uso de un recurso
típico de la narrativa romántica, la descripción de un entorno acorde
con el drama que se nos quiere narrar y, después, con el toque
costumbrista de unos personajes destinados a captar nuestra simpatía
por su humildad y su parecido con los campesinos de España. La
inclusión de una cita del libro del padre Manuel Rivas, Idea sobre el
Imperio de Annam, en la que se describe la impresión que le causó al
autor la degradación física del padre Sanjurjo, como consecuencia de
los sufrimientos vividos durante su apostolado en Tonkín, sirve para
reafirmar las propias opiniones del narrador sobre este sacerdote. Él
también conocía al padre Sanjurjo y, aunque hubiera podido
describírnoslo sin apoyarse en otro autor, la cita le permite mostrar a
Sanjurjo como un santo, ya que acude a las palabras del padre Rivas
para quien Sanjurjo era una “copia de la que dejó escrita Santa Teresa
de Jesús del admirable héroe de la penitencia, San Pedro de
Alcántara” (1997: 13). De este modo, al igualar al sacerdote con un
santo, no nos sorprende que su vida merezca la nota hagiográfica que
encontramos al final del capítulo y así, en lugar de la habitual figura
Las crónicas de la Guerra de Cochinchina 89

del héroe conquistador propia de la crónica de conquista, nos ofrece


la de un héroe mártir.
El capítulo se complementa con tres notas que insisten en la
presentación y estructuración literaria de la obra. La primera es la
reproducción en latín de unas estrofas de La Eneida cuyos versos han
sido citados anteriormente; la segunda es una nueva cita del texto del
padre Rivas que sirve esta vez para informar sobre las costumbres
religiosas de la gente de Annam, y la tercera es la mencionada
hagiografía del padre Díaz Sanjurjo en la que también se acude al
testimonio de otros autores para completar lo no presenciado por
Gaínza, como es la ejecución (martirio) de Sanjurjo.
A lo largo de todo el libro, podrá comprobarse que las notas
son una constante en prácticamente todos los capítulos, incluso en
algunos casos su contenido supera el del capítulo, con lo que es fácil
deducir que Campaña de Cochinchina es un texto que admite dos
lecturas, una más completa para aquellos interesados en los hechos
desde un punto de vista que podríamos calificar de más profesional, y
otra, prescindiendo de las notas, para los que simplemente sienten
curiosidad por el relato de las peripecias de la campaña. Por lo tanto
no es arriesgado afirmar que, con el tono novelístico del relato,
Gaínza espera atraer a un amplio público lector, mientras que las
notas aportan al texto la información que, de presentarse en los
capítulos, restaría fluidez al relato. Al mismo tiempo, estas notas dan
fe del nivel de erudición del escritor, quien parece esperar que estas
muestras de su conocimiento de los hechos le valgan el ser aceptado
por las autoridades académicas.
Asimismo, tanto en las notas como a lo largo de todo el
texto, abundan las citas de otros textos, la reproducción de cartas y
órdenes escritas por distintas personas implicadas en los hechos,
detallados informes bélicos, comentarios personales y largas citas en
las que se reproducen fragmentos de obras históricas y literarias con
las que el texto de Gaínza propone un evidente diálogo intertextual.8
De hecho, el diálogo, o utilizando terminología bajtiniana, la
polifonía de voces, es uno de los aspectos más relevantes de
Campaña de Cochinchina, pues, sin dejar de afirmar su perspectiva
de los hechos, la multitud de opiniones y actitudes que Gaínza
incorpora en su texto, evita que el mismo sea monoglótico.9
Haciendo uso de ese tono de diálogo, el primer capítulo finaliza
introduciendo una polémica que se promete desarrollar en el segundo
90 Asia en la España del siglo XIX

capítulo. La voz narrativa afirma que es la primera vez que “los


misioneros españoles dirigen a la Europa un acento suplicante; es la
primera vez que invocan el derecho de gentes a favor del catolicismo
bárbaramente calumniado y perseguido” (1997: 14) y que, si bien
sabe que las consecuencias de tal acción son imprevisibles, pues con
ella puede lograrse la tolerancia y autorización para predicar el
catolicismo, también podría exacerbar el fanatismo y hacer que la
propagación del catolicismo en el Tonkín corriera la misma suerte
que tuvo en Japón. Por lo que se plantea si es justificable y
conveniente imponer la religión por las armas.
El capítulo segundo, ‘Intervención europea’, se abre con esta
polémica y, como si se tratara de las disputas religiosas medievales,
Gaínza introduce la voz de un librepensador, Sinibaldo de Mas
(1809-1868), autor de L’Angleterre, la Chine et l’Inde (1858), de
quien dice que, si bien es su amigo, discrepa de sus afirmaciones,
desafortunadamente compartidas por otros, por lo que se propone
refutarlas.10 La presentación de la polémica con sus dos
protagonistas, el librepensador y el religioso, implica que se
abandone la tercera persona omnisciente del primer capítulo y se
introduzca la primera persona en el texto. Ahora bien, la refutación
de las afirmaciones de Mas no se realiza mediante un diálogo ficticio,
sino presentando cartas escritas por distintos sacerdotes y fragmentos
de artículos publicados por la prensa francesa que, en sí mismos,
intentan demostrar lo injusto de las afirmaciones del librepensador, a
la vez que desvelan aspectos de la política colonial de Francia. El
capítulo es todo un ejercicio de textos en diálogo y de
intertextualidad con el que se desmantelan las aparentes causas de la
guerra, mostrándosenos los verdaderos propósitos que se esconden
tras la misma. Ante todo, Gaínza quiere dejar claro que en ningún
momento los padres deseaban que la intervención de las potencias
extranjeras les allanara el camino permitiéndoles establecerse sin
peligros en el Tonkín, pues, por el contrario, estaban convencidos de
que la semilla del Evangelio brotaría con mayor fuerza si se la regaba
con la sangre de los misioneros (1997: 27). Los argumentos de
Gaínza revelan también los verdaderos motivos de la contienda, los
cuales nos son expuestos de manera indirecta mediante las citas,
especialmente con la del artículo de un tal Sr. Lavollée publicado en
la Revue des deux mondes el 1 de marzo de 1858. Para Lavollée, en
virtud del Tratado de Whampoa (1844)11, la persecución del
Las crónicas de la Guerra de Cochinchina 91

catolicismo era el pretexto idóneo para la intervención de Francia en


China. Gaínza introduce un fragmento del artículo de Lavollée que
cierra con un significativo comentario suyo:
[“N]o siendo ya criminal la práctica del culto católico, según la ley de
China, todo acto de persecución constituye una violación de los tratados y
estamos en nuestro derecho en pedir satisfacción […] ¡Feliz inspiración!,
podemos decir hoy en vista de los acontecimientos que se están realizando,
pues que él ha preparado el terreno para que la Francia pudiese representar
un papel honroso en los asuntos de Asia, y nos permite en este momento
no dejar a la Inglaterra sola el cuidado de arreglar las relaciones políticas
de la Europa con la China”. Yo me creo excusado de analizar este pasaje
de la más alta importancia política; cada cual puede sacar fácilmente las
consecuencias que entraña. (1997: 22)

La conclusión es obvia, Francia utiliza la persecución del


catolicismo para sus propósitos coloniales y para Gaínza esto supone
un problema para la evangelización, ya que, por un lado, la violencia
desdice el espíritu de abnegación y de sacrificio de los religiosos y,
por otro, los misioneros son vistos por las autoridades como enviados
de una nación con afanes imperialistas.
Una vez la polémica ha quedado establecida y el punto de
vista de Gaínza ha sido dejado bien claro, el tercer capítulo vuelve a
la tercera persona para narrarnos la expedición de rescate del padre
Sanjurjo, un episodio que no presenció el autor por lo que se apoya
en escritos de otros para recrear los hechos. En ese relato destaca una
mención a algo que es una constante de todos los viajeros que
representaron a España en situaciones internacionales a lo largo del
siglo XIX y que lo es también en el libro de Gaínza: las limitaciones
económicas que sufrían los españoles que representaban a España en
el extranjero. A tal efecto, Gaínza nos dice que, al no disponer de
ninguna embarcación, el cónsul español en Macao se vio obligado a
fletar un vapor perteneciente a un ciudadano americano pero, como
tampoco disponía de fondos para pagar el flete, el procurador de los
padres dominicos en Macao tuvo que hacerse cargo del pago.
Los capítulos siguientes nos ponen en antecedentes de la
situación anterior a la campaña, tanto en Annam como en Europa.
Para ello, el capítulo cuarto reproduce la carta que el secretario de la
legación francesa en China envió al gobernador general de la
provincia de Cochinchina, quien había detenido y ejecutado al padre
Díaz Sanjurjo, y el quinto narra las luchas dinásticas en el Tonkín
92 Asia en la España del siglo XIX

que originaron la persecución de los cristianos, el opresivo gobierno


de los mandarines, los levantamientos que había habido como
respuesta a los desmanes de éstos y cómo esos levantamientos habían
sido injustamente atribuidos a los católicos. El capítulo sexto
describe la alianza de Francia y España para enviar la expedición de
castigo por la muerte de Díaz Sanjurjo, que el autor denomina
“pequeña cruzada” (1997: 60), enfatizando con estas palabras el
espíritu religioso que animaba al ejército español. Asimismo, este
capítulo incluye un fragmento de la Real Orden de 31 de diciembre
de 1857, comunicada por la Primera Secretaría del Estado y del
Despacho de la Guerra, cuyo contenido muestra que el poner freno a
la persecución religiosa era la causa y fin de la expedición. Todo ello
permite a Gaínza presentar la campaña como una guerra santa como
las que, según él, España había emprendido en los gloriosos tiempos
del Imperio Español. Nuestro autor establece la cuestionable
afirmación que para los españoles: “¡Siempre ha sido la Cruz el
objeto primordial; muchísimas veces el único, y jamás el
secundario!” (1997: 57). Con todo, no puede evitar lamentarse del
pobre papel que los descendientes de Pelayo, Carlos V, Cortés,
Balboa, Magallanes y tantos otros grandes héroes de la historia de
España estaban haciendo en esta contienda, pues se encontraban
“conducidos por un transporte francés, alimentados por la Francia,
subordinados a un almirante francés” (62).12
El siguiente capítulo narra la toma del puerto de Turón en
tercera persona, con un tono novelesco y, aunque la voz narrativa
dice: “He aquí en pocas palabras la historia del famoso puerto de
Turón: la Francia se apoderó de él haciendo revivir derechos cuya
legitimidad no es del caso ventilar. La Religión fue un pretexto, la
política fue el motivo verdadero” (1997: 69)13, lo cierto es que en el
capítulo octavo, ‘Pensamiento político: Derecho’, se ‘ventilará’ el
caso de la legitimidad de la contienda. En este capítulo, tenemos un
nuevo cambio a la primera persona y, acudiéndose a toda una serie de
citas, se exponen claramente los móviles de Francia. Gaínza nos
mostrará cómo el tratado de 1787, cuyo incumplimiento por parte de
Annam es la razón que los franceses hacen valer para dar legitimidad
a sus pretensiones, en realidad, se incumplió por ambas partes y por
lo tanto los franceses no tenían ningún derecho a su reclamación del
puerto de Turón. Por otro lado, para reafirmar el oportunismo de
Francia, se señala que varios sacerdotes católicos habían sido
Las crónicas de la Guerra de Cochinchina 93

ejecutados en Annam en los años treinta y cuarenta sin que el


gobierno francés creyera entonces necesaria ninguna operación de
castigo concluyendo con la afirmación de que, desde el principio de
la campaña, el objetivo de Francia fue hacer suyo ese puerto y que si
España cooperó fue porque no se le dijo que se trataba de adquisición
territorial, y únicamente se le pusieron por delante los intereses de la
fe (1997: 84).
A partir de este momento, los enemigos para Gaínza no van a
ser tanto los annamitas como los mismos franceses, a los que tilda de
aprovechados porque solo querían de España la ayuda que podía
prestarles un cuerpo de ejército acostumbrado a los trópicos (el
contingente tagalo); antirreligiosos, porque no aceptaban llevar
capellán en los ataques y su prensa criticaba constantemente a la
Iglesia Católica; déspotas, pues trataban mal a los prisioneros, a los
nativos –incluso a los cristianos- y a los misioneros; incitadores de
violencia, porque la presencia de la flota donde no debiera
encontrarse conllevaba la persecución de los cristianos de la zona;
discriminadores, porque castigaban en los soldados españoles
(recuérdese que eran tagalos y no peninsulares) los desmanes que se
les permitían a los franceses; y manipuladores, porque atrasaban la
campaña cuando la victoria estaba próxima para así disminuir la
importancia de la participación española y evitar que, una vez
lograda la paz, España pudiera reclamar indemnizaciones que querían
s0lo para ellos. Con respecto a este último punto, el narrador llega a
afirmar que, como el Tonkín (la zona norte) hubiera sido español por
la simpatía que sus habitantes sentían hacia España, los franceses
prefirieron cambiar el rumbo de la campaña y conquistar primero
Saigón (la zona sur), que saquearon y destruyeron para que el nuevo
Saigón fuera enteramente obra francesa (1997: 152).
Gaínza es especialmente crítico con Charles Rigault de
Genouilly (1807-1873), oficial francés que tenía a su mando la
expedición y cuya actuación en Cochinchina recibió también duras
críticas en París, siendo finalmente relevado de su cargo en 1859.
Para Gaínza, Genouilly, tanto como militar como diplomático, era un
incapaz que demoró absurdamente la contienda, hizo pasar
penalidades innecesarias a soldados y oficinales, aprobó órdenes
injustas, decidió el saqueo y destrucción de Saigón -acto que dio una
pésima imagen de los cristianos-, puso en peligro la vida de
religiosos y fracasó en todos los intentos de llevar a cabo acuerdos de
94 Asia en la España del siglo XIX

paz que fueran favorables a la coalición franco-española. Con todo,


su crítica más dura es para el jefe del componente español, el coronel
Bernardo Ruiz de Lanzarote, de quien dice que era un hombre sin
previsión ni inteligencia, fanfarrón e insubordinado, incapaz de
respetar las atribuciones y responsabilidades de cada cargo, y un
oficial que no supo ganarse la confianza del almirante de la tropa
porque:

[E]ra tan infatuado como necio, tan fanfarrón como cobarde, tan
quisquilloso como bajo, y tuvo la desgracia de no contestar a nadie. El
almirante no le pudo dar confianza porque conocía su vaciedad; los
franceses veían que no estaba a la altura de su puesto, y los españoles
devoraban las humillaciones que sufrieron el regimiento y su bandera.
(1997: 203)

Los dos últimos capítulos de Campaña de Cochinchina están


dedicados, el primero, a probar que no fue culpa de los españoles el
desastre de la expedición y, el segundo, a hacer un recuento de los
errores cometidos. Ante todo, Gaínza dice que, sabiendo que los
franceses, como suelen hacer, imputarían gran parte del desenlace
fatal de la alianza franco española a España, quiere citar las mismas
palabras de Genouilly, secundadas por las del gobernador de las
Filipinas, Fernando Norzagaray y Escudero, para que quede
constancia de que si la campaña no tuvo el éxito esperado no fue por
“falta de cooperación, voluntad y sacrificios de los desinteresados
españoles” (1997: 191) y, puesto que España no va a sacar provecho
de la guerra, que al menos quede así salvaguardado su honor. Por
otro lado, en el último capítulo empieza diciéndonos que, puesto que
la historia es la maestra de las generaciones venideras (1997: 195), es
preciso señalar los errores cometidos por España para que no vuelvan
a repetirse en alianzas ulteriores. La primera equivocación que señala
Gaínza es la de haber aceptado la alianza con Francia sin discutirse el
objeto, calcularse la extensión, combinarse los recursos, preverse las
consecuencias y estipularse las bases y las condiciones deseadas
(1997: 195). No obstante, Gaínza dice que sabe que el ministro
Francisco Martínez de la Rosa (1787-1862) preguntó al embajador de
Francia en Madrid cuáles eran el objeto y el alcance de la empresa y
que no entiende cómo pudo contentarse con la respuesta de que no
podían responder a las preguntas que se les hacía debido a que la
lejanía de Annam les impedía calcular anticipadamente los sucesos y
Las crónicas de la Guerra de Cochinchina 95

que, habiendo confiado este grave asunto al almirante Rigault de


Genouilly que se encontraba en aquellos mares, no tenían todavía
noticias de él (1997: 196).
Consecuencia de esta confianza ciega del gobierno español
en el francés fue la subalterna situación de la participación española
en la campaña, pues, como en Madrid no sabían en lo que se
embarcaban, no se pudo dar al gobernador de Manila instrucciones
detalladas y éste tuvo que redactar unas que el coronel Lanzarote no
supo utilizar a favor de España, por lo que se permitió que se
dispusiera de las tropas españolas como si fueran francesas. Por otro
lado, otra acción del gobierno español que Gaínza considera
reprobable es que se permitiera que los franceses reclutaran mil
doscientos tagalos con los que formaron una compañía de infantería y
otra de caballería, prescindiendo de las reclamaciones españolas que
necesitaban esos hombres para su marina.14
También fue un error de los españoles el mal uso realizado
de los barcos fletados; un dinero perdido, según el autor, porque fue
poca la utilidad que de tales embarcaciones se hizo mientras el dinero
faltaba para la comida de las tropas españolas, las cuales tuvieron que
depender del racionamiento francés para su alimentación. Hasta el
tabaco faltó a los soldados, cuando el consumo que éstos hacían del
mismo hubiera supuesto una pequeña fortuna para la hacienda de
Filipinas (1997: 202).
Por último, considera totalmente vergonzoso que los
españoles pusieran el suministro de las tropas en manos de jovencitos
inexpertos, improvisados oficiales de catorce años reclutados en las
calles, muchachitos que no sabían cómo lidiar con las exigencias de
los franceses y daban una muy pobre imagen de la profesionalidad de
los españoles. En fin, la queja de Gaínza es la de la habitual falta de
inversión y de absoluta dejadez, tan evidente en la política y la
administración que a lo largo del siglo XIX caracterizó al estado
español, tanto en sus proyectos nacionales como internacionales.
Ahora bien, como ya se ha sugerido anteriormente, el mayor
error de todos fue para Gaínza el haber escogido a un oficial como
Lanzarote para el mando de la tropa española. Error que el autor no
cree subsanado con el reemplazo de Lanzarote por el coronel Carlos
Palanca, quien no le parece que vaya a lograr hacer mejor papel que
su predecesor. El texto de Gaínza termina con esta nota pesimista,
96 Asia en la España del siglo XIX

pero con el deseo de estar equivocado y que la campaña termine


siendo todo un éxito para España.
Llegados a este punto cabe volvernos a plantear las preguntas
que expuse al inicio del estudio del texto de Gaínza. ¿Cuáles son las
verdades particulares que expone Campaña de Cochinchina? ¿Cómo
los propósitos del autor varían con los fines? ¿Cuáles son esos fines?
En un principio, Gaínza dice que siendo cronista de su
provincia se dispone a escribir un episodio de su historia general,
algo que ciertamente cumple, pero de manera particular porque
Campaña de Cochinchina, a pesar de toda la detallada información
militar que suministra, es mucho más una denuncia de los afanes
expansionistas franceses y del mal gobierno de la campaña por parte
de los españoles, que no el relato de un simple testigo de la guerra.
Contrariamente a lo que cabría esperar en una crónica de conquista,
no encontramos en el libro de Gaínza, descripciones de los pueblos
conquistados ni de las posibilidades que encierran las tierras que se
conquistan (excepción hecha del potencial evangelizador), tampoco
se nos describe al ejército enemigo ni hay evocaciones literarias de
las tierras recorridas, salvo cuando se desea captar la atención del
lector o dar un tono novelesco al relato. Por consiguiente, y a pesar
de la formación académica del autor, no encontramos ni el más
mínimo asomo de discurso orientalista, ya sea del orientalismo
reduccionista mencionado por Edward Said en Orientalism ni del
sinceramente interesado en realzar los valores de las culturas
orientales que menciona Robert Irwin en For Lust of Knowing. The
Orientalists and their Enemies.
Por otro lado, el trato con los demás miembros de la
expedición que, según el autor, fue tan íntimo, no ofrece ninguna
anécdota ni ningún episodio relevante, simplemente tenemos la
reproducción de cartas y documentos, lo que sin duda responde a la
voluntad del autor de ofrecer al lector un testimonio objetivo de los
hechos. Ahora bien, teniendo en cuenta que se trata de la
reproducción de una selección de cartas y documentos, la visión que
se nos presenta de los hechos resulta focalizada y, por lo tanto,
indiscutiblemente cuestionable. Algo que la ausencia de anécdotas
personales hace todavía más palpable, pues el texto pierde la
humanidad que encontramos en los relatos testimoniales y nos
presenta, con la frialdad de un informe, unos hechos que el autor
considera un fracaso a la vez militar, diplomático, moral e
Las crónicas de la Guerra de Cochinchina 97

ideológico. La frustración de Gaínza ante esa guerra santa de


pacotilla de la que se le hizo partícipe hace que la finalidad de su
escrito no sea otra que la de vengarse desenmascarando las
ambiciones imperialistas de Francia y criticando el funesto papel
jugado por los españoles en esa contienda de la que no iban a sacar
ningún provecho. De este modo, considerando nuevamente lo
expuesto por Mignolo, podríamos decir que la finalidad de la obra de
expresar una denuncia política transforma el propósito explícito de
escribir una crónica de los hechos y, en vez de un fragmento de la
historia, el texto de Gaínza termina ofreciéndonos una crítica del
colonialismo francés y de la desastrosa política exterior española.
Así, lo que se nos dice que es la “la verdad sin velos ni reticencias”
(1997: 7) es, en realidad, un texto que desvela la despiadada política
expansionista francesa, la decadencia de España y el irrelevante papel
que la religión católica tenía en los intereses de las potencias que, a
mediados del siglo XIX, se declaraban defensoras de la fe, cuando lo
que en realidad perseguían era afianzar su poder territorial o
salvaguardar (a veces sin demasiado convencimiento) su honor en el
extranjero. La crónica de la expedición a Cochinchina que nos ofrece
Gaínza es por lo tanto un texto que no reproduce un discurso
colonial, sino que, por el contrario, cuestiona el discurso con el que
Francia sustentaba la conquista de Cochinchina, al mismo tiempo que
testimonia el papel de potencia de tercera en el que había caído
España en el orden mundial. No es pues de extrañar que Gaínza viera
frustradas sus intenciones de publicar Campaña de Cochinchina y
que, como nos dice el padre Fidel Villarroel, su obra “quedara
relegada al olvido en los estantes del Archivo de la Universidad de
Santo Tomás de Manila” (1972: xx).

Reseña histórica de la expedición de Cochinchina


No fue ésa exactamente la suerte que corrió el texto de Carlos
Palanca Gutiérrez, Reseña histórica de la expedición de Cochinchina,
el cual se terminó de escribir en 1868 y vio la luz en una editorial de
Cartagena en 1869, aunque tampoco puede decirse que el libro
alcanzara a un público mayoritario. El libro debió despertar un
interés limitado, probablemente debido a su carácter de crónica
eminentemente militar y al hecho de que la campaña era ya cosa del
pasado. No me parece por lo tanto arriesgado afirmar que el texto de
98 Asia en la España del siglo XIX

Palanca pasó tan desapercibido como el de Gaínza, siendo lo más


curioso de ambos su carácter complementario, pues cada uno narra y
da testimonio de las dos fases de la expedición desde la perspectiva
de un protagonista de los hechos totalmente decepcionado de la
actuación del gobierno español. Como en su momento hiciera
Gaínza, Palanca inicia su relato declarándose cronista de un hecho
histórico que narra con el propósito de que resplandezca la verdad de
los hechos (1869: 9). Podemos pues formularnos el mismo
planteamiento que, a la luz de las teorías de Walter Mignolo, nos
hicimos al iniciar el comentario del texto de Gaínza: ¿cuál es la
verdad particular que se propone revelar Palanca y cómo sus
propósitos de escribir una crónica varían debido a la finalidad de
denunciar ciertos hechos específicos? Para ello corresponde también
aquí examinar el modo en que el autor presenta los hechos y cómo
plantea sus ideas.
Palanca estudió en Francia, por lo que dominaba el francés,
pero no era un letrado como Gaínza, sino un militar de carrera que
había ingresado en el ejército a los veinte años. El mismo Palanca
admite su poca pericia literaria cuando confiesa que es un “soldado
poco avezado a las tareas literarias” (1869: 9). Efectivamente, su
texto carece de las estrategias y elementos literarios que caracterizan
la crónica de Gaínza y que hacen algo más amena la lectura de los
hechos de armas que se nos relatan. En realidad, la estructura del
texto nos sugiere que Palanca nunca se planteó la necesidad de que su
obra fuera de fácil y entretenida lectura. Asimismo, su explícita
voluntad de mostrarse como un observador objetivo de los hechos,
cuando en realidad fue un elemento clave en el desarrollo de los
mismos, lo lleva a presentar su relato de manera algo contradictoria y
confusa:

No siendo, pues, mi objeto, ocuparme del primer periodo militar y político,


y no pudiendo tampoco escribir la historia del segundo porque se juzgaría
apasionada, y porque tendría que hablar de mí y juzgarme a mí mismo, me
limitaré a exponer sencillamente los hechos, que podrán servir de base
para ulteriores trabajos, que empezaron en otro tiempo, y que parecen
aplazados, así pues, mi relato histórico se concentrará a la época en que
desempeñé en el Reino de Annam los cargos militar y político con que fui
honrado por Real Orden de 13 de febrero de 1860. (1869: 15)

Es decir, Palanca dice que no escribe la historia del segundo


Las crónicas de la Guerra de Cochinchina 99

periodo militar, sino que va a presentarnos un relato histórico de los


hechos que tuvieron lugar en ese preciso momento, lo que, en
definitiva, equivale a decir lo mismo, si bien de las palabras de
Palanca se desprende que su exposición de los hechos tiene como
propósito el generar posteriores estudios. No nos dice, sin embargo,
para qué considera necesarios tales estudios, aunque esto resulta
evidente cuando menciona las críticas que la campaña y su actuación
recibieron por parte de la prensa y de particulares:

[L]as injustificables declamaciones de la prensa que combatía la


expedición sin más razón, acaso, que la de hacer la oposición al Gobierno,
la envidia, en fin, que no dudó en interpretar mi patriotismo y celo como
un prurito de escribir, de hacer conquistas, o como un medio de satisfacer
mi ambición personal, fueron en mi concepto las causas de que empezase a
variar el espíritu decidido y patriótico que animaba al Gobierno y que más
tarde, desoyendo mis indicaciones, trazase una línea de conducta tan
contraria a la que hubiera debido adoptarse. (1869: 22)

Nos encontramos pues con el mismo motivo que alentó a


tantos cronistas de la conquista del Nuevo Mundo: justificar una
actuación ante sus superiores y presentar una gesta cuestionable
como un hecho glorioso. Si bien, la gran diferencia con sus
predecesores es esa voluntad de objetividad que se autoimpone
Palanca al escribir y que condiciona la estructura y el estilo del
relato, puesto que, aunque el texto mantiene siempre la primera
persona, no encontramos anécdotas ni impresiones personales, como
no sean las que puede encerrar algún parte o informe a sus
superiores, con lo que la exposición de los hechos carece de viveza y
resulta totalmente monótona.
El texto consta de cuatro partes que se complementan todas
ellas con un extenso apartado de notas en el que se reproduce la
correspondencia intercambiada por los protagonistas de los hechos.
Al igual que la crónica de Gaínza, Reseña histórica de la expedición
de Cochinchina nos brinda la posibilidad de no leer las notas, pues de
hecho, la función de las mismas es la de autentificar lo ya narrado en
los apartados, con lo que, de leerse el texto completo, el relato resulta
terriblemente repetitivo y, lo que se nos presenta como la crónica de
un hecho de proporciones épicas, termina siendo un extenso parte de
guerra de lectura tediosa y poco interesante.
Cada apartado se ocupa de una fase de la guerra, el primero
100 Asia en la España del siglo XIX

narra la llegada de Palanca a Turane y Saigón, su descubrimiento de


los planes de los franceses y de la actitud del gobernador de Filipinas
respecto a la campaña. En el segundo se relata la resistencia de
Saigón cuando la mayoría del ejército francés había dejado la plaza
para participar en la Segunda Guerra del Opio. La tercera fase se
ocupa del tratado de paz y del fracaso de los objetivos de Palanca
para obtener la concesión de un territorio en el Tonkín y la cuarta
narra la sublevación de ciertos grupos contra la presencia francesa y
el apoyo prestado por las tropas españolas para pacificar el territorio
y obtener el cumplimiento de lo estipulado en el tratado de paz. Lo
más interesante de cada uno de estos apartados es que en cada uno de
ellos, tras las hazañas del ejército español, se esconde una crítica al
gobierno. En el primer apartado, Palanca expone las ventajas que
supondría el colonizar una parte del Tonkín para proseguir la
colonización de las Filipinas, habla de las virtudes de los habitantes,
de lo superpoblado de la región y de la posibilidad de poblar
Mindanao con colonos tonkineses. Desafortunadamente, para el
autor, no es posible tener ambiciones coloniales debido a la
desprotección en que se encontraba el ejército español en Saigón y a
la negación de la comandancia de Filipinas de enviar refuerzos
debido a la desconsideración con que habían sido tratadas las tropas
españolas en Turane.15Palanca concluye diciendo que no debería
consignar el abandono en que el gobierno dejó a la tropa, pero que no
puede dejarlo en silencio porque es la demostración más completa
que se pudiera desear de la verdad (1869: 67). El segundo apartado
relata las gestiones de Palanca para conseguir de los franceses un
trato de iguales cuando se prescinde de España en todas las
negociaciones que los franceses entablan con los mandarines
annamitas. Su fracaso es absoluto cuando los franceses proponen a
Palanca la conquista conjunta de Bien-hoa que quedaría bajo el
control de España, y esto no llega a realizarse por decidir el gobierno
español no emplear más fuerzas ni recursos. Palanca expone que, si
bien el gobierno español se lanzó a esta empresa militar
considerándola una expedición conjunta de castigo, después no quiso
ser menos que el gobierno francés en lo concerniente a las
reclamaciones, ahora bien, cuando él solicitó los medios necesarios
para sostener tales reclamaciones, la réplica del gobierno fue que, si
al principio se había creído útil adquirir algún territorio en el Imperio
de Annam, al ver lo que era necesario invertir, se consideraba que la
Las crónicas de la Guerra de Cochinchina 101

posesión de nuevos territorios en Extremo Oriente requeriría graves


compromisos y que España tenía ya vastas y ricas posesiones que
precisaban de toda su atención (1869: 220). El apartado concluye con
Palanca reafirmándose en la inutilidad de estar involucrados en lo
que a todas luces era una guerra de expansión colonial, cuando no se
estaba dispuesto a invertir los recursos necesarios para conseguir lo
mismo que Francia. El relato de las capitulaciones, en el tercer
apartado, sirve a Palanca nuevamente para mencionar la oportunidad
perdida por España de ampliar su imperio colonial. Al mismo tiempo,
subraya el éxito logrado al conseguir las garantías para la
propagación de la fe católica, a pesar de que considera que los
misioneros no lo ayudaron cuando más los necesitaba y que no
supieron reconocer las atenciones por él prestadas y, sobre todo,
porque, contrariamente a lo que ellos decían, no había en las
provincias conquistadas esos miles de cristianos que afirmaban haber
convertido y que, según ellos, estaban tan ansiosos de que los
españoles les ayudaran en su sublevación (1869: 311). El último
apartado habla de la guerra civil del Tonkín y de la actuación de los
misioneros, quienes, contradiciendo los acuerdos de paz, impulsaban
a sus seguidores a la guerra. Después de narrar más hazañas del
ejército español para restablecer la paz, el apartado termina con el
viaje de Palanca a España y su actuación acompañando a las
embajadas annamitas a París y a Madrid. La conclusión menciona la
gloria de una victoria que no consiguió todos los beneficios que
hubiera podido lograr, pero sí el objetivo inicial, que era vengar los
asesinatos de misioneros y obligar al rey Tu-Duc a tolerar la
propagación del catolicismo en su reino. Pobre victoria si
consideramos las privaciones impuestas a los soldados y lo poco
merecedores que los misioneros eran -según lo dicho por Palanca- de
semejante sacrificio de vidas. En este sentido, podemos ver cuán
opuesta es la actitud de los cronistas militares y los religiosos, pues si
bien sus respectivas crónicas pueden ser vistas como un todo que
cubre la totalidad del hecho de armas y ambos autores coinciden en
su testimonio del fracaso del gobierno español para llevar adelante
acertadamente un proyecto colonial en Annam, los religiosos critican
la falta de profesionalidad de los oficiales al mando de las tropas y
los militares denuncian las manipulaciones de las órdenes religiosas,
aunque ambos están de acuerdo en el heroísmo y la entrega de las
tropas españolas. Así pues, los textos de Gaínza y de Palanca
102 Asia en la España del siglo XIX

evidencian el descontento tanto del ejército como de la Iglesia


respecto al gobierno, al mismo tiempo que son una buena muestra del
enfrentamiento existente entre el ejército y las órdenes religiosas.
Ahora bien, a la vista de lo expuesto, resulta evidente que, a
pesar de la explícita voluntad de Palanca de ser objetivo y de la
exposición gloriosa con que se intenta concluir el relato, la verdad
que quiere comunicarnos el autor mediante su crónica no es otra que
la del fracaso de la expedición española a Cochinchina, pero dejando
bien claro que esa derrota no fue culpa del ejército, sino de las
instrucciones recibidas del gobierno en Madrid, ya que a él se le
encargó el mando de una campaña de expansión militar y, en todo
momento, actuó de acuerdo con estas órdenes, pero después recibió
instrucciones contrarias con lo que la empresa perdió todo sentido.
Según Palanca, el gobierno español se lanzó a esa guerra sin saber lo
que hacía e, incluso cuando comprobó cuáles eran los verdaderos
planes del gobierno francés, no supo tomar una posición clara,
dejando a las tropas sin el apoyo debido y al oficial que había puesto
al mando del ejército sin el respaldo que le era preciso.
Reseña histórica de la expedición de Cochinchina es pues
una crónica que, como todas las crónicas, pretende narrar la verdad
del que la escribe. Así, a través de su texto, Palanca se nos presenta a
sí mismo como el protagonista de una acción militar triunfante que, si
se tornó en fracaso fue debido a la desorientación política del
gobierno español, a las ambiciones coloniales de los franceses, a las
demandas de las órdenes religiosas y a la incapacidad de España de
llevar adelante una política colonial moderna. Para exponer tal
verdad, Palanca necesita hacer pública la correspondencia que se
intercambiaron los distintos participantes de los hechos, con lo que la
crónica pierde aún más la fluidez narrativa, pero gana en
autenticidad, de manera que, al final del texto, no nos queda duda
acerca de la actuación de Palanca y su crónica se convierte en un
testimonio incuestionable de lo confuso de las ambiciones coloniales
de España en Extremo Oriente, de la desidia del gobierno y, sobre
todo, del abandono que sufrían los ejércitos de España lanzados sin
medios a empresas fútiles. No es pues de extrañar que Palanca
dedicara su texto a Juan Prim, quien era en aquel momento Capitán
General del Ejército Español. Un hombre que tenía una carrera
militar que le permitiría comprender las quejas de Palanca y las
vicisitudes por las que se había visto obligado a pasar. Efectivamente,
Las crónicas de la Guerra de Cochinchina 103

en la expedición a México de 1862, Prim había podido comprobar las


artimañas coloniales de los franceses y había recibido órdenes
contradictorias. Asimismo, al igual que Palanca, había también sido
criticado por la prensa y por distintos sectores del gobierno español.
Quizá Palanca esperaba que, al leer su libro, Prim le diera el
reconocimiento al que se sentía acreedor. Desgraciadamente, Prim
fue asesinado a los pocos meses de publicarse el libro y, al igual que
le sucedió a tantos españoles, es muy probable que nunca llegara a
leer Reseña histórica de la expedición de Cochinchina ni a
comprender en toda su complejidad cuál había sido la gloria y el
fracaso de la Campaña de Cochinchina.16

Idea sobre el Imperio de Annam o de los reinos unidos del Tunquín


y Cochinchina y Cochinchina y el Tonkín. España y Francia en el
reino de Annam
Dos textos más vienen a completar los libros publicados por
participantes de la Expedición a Cochinchina: Idea sobre el Imperio
de Annam o de los reinos unidos del Tunquín y Cochinchina escrito
por el padre Fray Manuel de Rivas publicado en Madrid en 1859 y
Cochinchina y el Tonkín. España y Francia en el reino de Annam,
obra del oficial Augusto Llacayo. Sin embargo, ninguno de estos
textos se puede considerar como crónicas de conquista. El del padre
Rivas es un detallado informe sobre el origen del imperio annamita.
Describe las provincias de la Cochinchina, informa sobre sus puertos,
la población, el tipo de gobierno, las relaciones comerciales, el
idioma, las técnicas agrícolas y de pesca, el carácter de los annamitas,
las costumbres sociales y amorosas, las religiones y las
supersticiones. El texto ofrece también una historia de las misiones
en el Tonkín y la Cochinchina así como una breve reseña de la
primera fase de la expedición en la que Rivas participó junto a
Gaínza. Asimismo, contiene una llamada a los jóvenes misioneros a
los que recuerda la importancia que la religión ha tenido en las
conquistas de España y el mérito de la evangelización. El texto va
dirigido a Fernando de Norzagaray, quien no solo fue uno de los
oficiales participantes en la Expedición, sino que era el gobernador
general de las Islas Filipinas (1857-1860). Por lo que resulta del todo
evidente que la intención del libro es mostrar el interés colonial de
Cochinchina a las autoridades coloniales de Manila y las ventajas de
104 Asia en la España del siglo XIX

una colonización a través de la evangelización a los seminaristas. No


obstante, aunque el texto persigue unos objetivos bien claros, el autor
en ningún momento se declara cronista ni dice que su propósito sea
escribir un fragmento de la historia para exponer la verdad de unos
hechos. Lo mismo sucede con el texto de Augusto Llacayo,
Cochinchina y el Tonkín. España y Francia en el reino de Annam,
publicado en 1883, cuando Francia estaba envuelta en otra campaña
contra el reino de Annam. Aunque Llacayo recuerda que él participó
en la expedición española a Cochinchina y proporciona una breve
narración de los hechos, así como ciertos antecedentes históricos, su
obra va dirigida al senador Feliciano Herreros de Tejada con el
propósito de convencerle de la necesidad de que España, que tuvo
que resignarse a no poder izar su bandera en el Tonkín, debe ahora
secundar los propósitos de Francia, pues de lo contrario iba a ser
Inglaterra quien controlara la zona. La actitud de Llacayo responde a
las finiseculares propuestas de la unión de las razas latinas contra la
preponderancia mundial de los pueblos anglosajones.17
Como es posible observar, tanto el texto de Rivas como el de
Llacayo no pueden considerarse crónicas y su carácter testimonial
desaparece totalmente absorbido por el propósito que los anima. Sin
embargo, junto con la obra de Gaínza y de Palanca, los textos de
Rivas y Llacayo nos ofrecen una buena muestra del tibio afán
colonial de España por ampliar sus posesiones en Extremo Oriente,
así como de la decadencia del Imperio Español. Con todo, estos
textos son también una muestra palpable del interés que las órdenes
religiosas tenían por extender su control en esa parte del mundo. De
hecho, la ambición y la política llevada a cabo por las distintas
órdenes religiosas que se disputaban la evangelización de las Islas
Filipinas fueron algunas de las causas que motivaron la desafección
de los súbditos filipinos conduciendo a la pérdida del Archipiélago.
Ahora bien, también los intereses religiosos en Filipinas están en el
origen de la aparición de una serie de textos que ponen de manifiesto
el discurso colonial español así como el confuso y, en ocasiones
contradictorio, independentismo filipino.
Las crónicas de la Guerra de Cochinchina 105

Notas
1. En el prólogo a Cruzada española en Vietnam, Villarroel intenta convencernos de
lo apropiado del término cruzada sin demasiado éxito (1972: xvi). Resulta del todo
evidente que el título pretende despertar la curiosidad del lector en un momento en
que Vietnam estaba en plena actualidad debido a la guerra. Recuérdese que la Guerra
de Vietnam terminó en 1975. Es decir, tres años después de la aparición del libro. El
mismo oportunismo puede atribuirse al título del texto de Luis Alejandre Sintes: La
guerra de la Cochinchina: Cuando los españoles conquistaron Vietnam, pues a lo
discutible de los conceptos de cruzada y conquista, se une el hecho de que Vietnam,
como tal, no existía cuando los españoles se embarcaron en esa campaña.
2. Hay distintas hipótesis sobre las causas que motivaron que el almirantazgo francés
se decidiera a atacar Saigón en lugar de Hue. Para más información puede
consultarse La guerra de la Cochinchina. Cuando los españoles conquistaron
Vietnam, páginas 249-253.
3. El coronel Palanca señala en su crónica de los hechos cómo la tropa española
llegó a depender de Francia para su alimentación y que los oficiales españoles
tuvieron que poner de su propio bolsillo dinero para pagar a la tropa, viéndose
finalmente ante la humillación de tener que pedir dinero prestado a los franceses
(1869: 29).
4. Para más información puede consultarse el capítulo “Intervención europea” del
libro del padre Gaínza, La campaña de Cochinchina o el capítulo “Francia decide
actuar en Extremo Oriente” del libro de Luis Alejandre Sintes, La guerra de la
Cochinchina.
5. En el prólogo a Breve reseña histórica de la expedición española a Cochinchina
(1858-1863), de Francisco José Palanca Morales, Pedro Ortiz Armengol menciona
las memorias inéditas de otro participante en la contienda, el teniente general
Fernando Norzagaray. El testimonio de otro oficial que participó en la expedición es
el texto de Llacayo anteriormente citado. También el sacerdote Fray Manuel de
Rivas (1812-1869), compañero en la expedición de Gaínza, escribió un libro titulado
Idea del imperio de Annam o de los reinos unidos de Tunquín y Cochinchina (1859).
De estos dos textos me ocuparé brevemente más adelante.
6. Contrariamente al superficial tratamiento que en la novela de Perucho recibe la
Guerra de Cochinchina, las pocas páginas que se le dedican se nutren de textos
escritos anteriormente, de hecho, las páginas 179 y 180 son una copia prácticamente
exacta de las páginas 181, 182 y 183 de Expediciones españolas.
7. Gaínza fue un destacado académico que impartió clases y publicó una Gramática
latina. Su interés por la historia es observable en sus muchas publicaciones:
Memoria de Nueva Vizcaya (1849), Memoria y antecedentes sobre las expediciones
de Balanguingui y Joló (1891), Últimas noticias de las misiones españolas en Tonkín
(1860), Facultades de los obispos de Ultramar (1877) y en los múltiples artículos
que publicó en El diario de Manila, El Boletín Oficial, La Esperanza, La
Regeneración, La España, entre otros periódicos y revistas.
8. Creo que es preciso resaltar la hibridez genérica del texto que, si bien no es del
todo inusual en las crónicas renacentistas, es especialmente notorio en la que nos
ocupa confiriéndole un tono de absoluta modernidad.
106 Asia en la España del siglo XIX

9. Para Mijaíl M. Bajtín, la polifonía en la novela se constituye con la pluralidad de


voces que forman la unidad de un determinado acontecimiento. Para más
información ver Problemas de la poética de Dostoievski.
10. En la Edad Media se da un género literario denominado diálogos o disputas en
los que se transcriben las argumentaciones de dos oponentes ficticios (un musulmán
y un católico o un judío y un católico). Los diálogos tienen como objetivo informar
sobre los temas básicos de la teología y fortalecer la fe cristiana ante la posible
influencia de la religión hebrea o musulmana en áreas geográficas donde el
cristianismo convive con estas religiones.
11. El Tratado de Whampoa se debe a Théodore de Lagrenée, quien consiguió para
Francia las mismas condiciones comerciales que Inglaterra había obtenido con el
Tratado de Nankín (1842), cuando venció a China en la Primera Guerra del Opio
(1839-1842). Asimismo, Lagrenée consiguió que se reconociera a Francia como
protectora de los católicos en China y, en 1846, que se legalizara el cristianismo. De
ahí que la ejecución en 1856 del padre Auguste Chapdelaine (1814-1856) sirviera de
pretexto a Francia para aliarse con Inglaterra en la Segunda Guerra del Opio. Una
guerra que fue muy beneficiosa para los intereses económicos de Francia y también
para el afán evangelizador de la Iglesia Católica, ya que, además de la fuerte
indemnización recibida, Francia consolidó definitivamente su presencia en China y,
a su vez, el catolicismo pudo divulgarse libremente, pues el gobierno chino abría
totalmente el país a los extranjeros y admitía la libertad de culto.
12. Véase en el fragmento de la Real Orden citado por Gaínza que difícilmente
puede decirse que España alentara el objetivo de propagación de la fe que requiere
toda cruzada religiosa, más bien se trataba de no hacer un papel deshonroso delante
de Francia y Annam:

En virtud de este acuerdo debo prevenir a V.E. que la mera indicación de


los hechos que han dado origen a este conflicto, indica la naturaleza de la
expedición, si llega a verificarse, así como su principal objeto, sino por la
utilidad que ha de resultar, de que vean que España tiene poder para
verificarlo, hallándose a tan larga distancia. La cual no podrá menos de
contribuir a realzar su  concepto en esas apartadas regiones, donde tan
frecuentes son las persecuciones contra los cristianos […] siendo el único
objeto de la cooperación española el castigo de la injuria inferida al
pabellón, y la libertad del ejercicio de la religión católica, se retiren las
tropas tan pronto como el gobierno annamita hubiese dado satisfacción
cumplida por lo primero y garantizado lo segundo. (las bastardillas son
mías, 1997: 57)
13. En 1787, el misionero Pierre Pigneaux de Behaine (1741-1799) consiguió que
Louis XVI (1754-1793) firmara un tratado con Canh Dzue, hijo del destronado
emperador de Annam, Nguyen Phuoc Anh, según el cual se comprometía a ayudarle
a recuperar el trono a cambio de la península de Turón y a que éste autorizara el
catolicismo en su reino y ofreciera condiciones ventajosas para los comerciantes
franceses. La Revolución Francesa dio al traste con el acuerdo, pero el padre
Pigneaux consiguió en Pondichery y en las islas Mascareñas material de guerra y un
grupo de mercenarios de distintas nacionalidades que ayudaron a Anh a retomar el
poder. No obstante, puesto que no había sido el gobierno francés, sino particulares
Las crónicas de la Guerra de Cochinchina 107

los que auxiliaron a Anh, éste no creyó necesario honrar las cláusulas del convenio,
pues, en definitiva, tampoco lo había hecho el gobierno francés. Con todo, Francia
quiso hacer valer ese antiguo acuerdo, que nunca había cumplido, cuando consideró
absolutamente necesario extender sus posesiones en Extremo Oriente.
14. Gaínza apunta asimismo el peligro que el contacto de los tagalos con los
franceses puede tener para el futuro de la colonia. Afortunadamente, señala el autor
“el indio conoció la diferencia y, sea por la dureza [de los franceses], sea por la
religión, o sea por lo que sea, jamás se han visto pruebas de adhesión y de cariño.
Han vuelto [a Filipinas] más españoles […]” (1997: 201).
15. Es cierto que los periódicos y los textos franceses hacen poca mención de la
participación española y que las tropas españolas fueron tratadas más como
auxiliares que como aliadas, pero también es cierto que, por lo general, evitaron
hablar negativamente de la participación española. Por ejemplo, Leopold Augustin
Charles Pallu de la Barriere (1828-1891), que fuera gobernador de Nueva Caledonia
de 1882 a 1884, publicó en 1864 Histoire de l’expédition de Cochinchine en 1861,
obra en la que cita brevemente la participación española y reproduce las palabras del
vicealmirante Charner a Palanca (también reproducidas por éste en su libro) a
propósito del papel que Francia consideraba que España podía jugar en la campaña:
“Les Espagnols sont des alliés, non des auxiliaires. Mais il ne peut être question de
partager le territoire de Saïgon. C’est ailleurs au Tonquin, que l’Espagne pourra
trouver une compensation à ses glorieux sacrifices” [« Los españoles son aliados, no
fuerzas auxiliares. Pero está fuera de toda cuestión el compartir con ellos el territorio
de Saigón. Es en el Tonquín donde España puede encontrar compensación a sus
gloriosos sacrificios”] (1864: 17). Asimismo, menciona el hecho que los españoles
no hicieron llegar de Manila la tropa que se habían comprometido a aportar, pero que
el almirante tuvo en Palanca “une coopération loyale et ardente, telle que pouvait
l’assurer le caractère chevaleresque de cet officier espagnol” [una cooperación leal y
ardiente, como hacía prever el carácter caballeresco de ese oficial español] (1864:
18). También he podido constatar que, en una época en que la medalla de la legión
de honor no se concedía a actores de Hollywood o a productores de música rock,
Francia honró con esta medalla a la mayoría de los oficiales españoles participantes
en la expedición, lo que es una muestra clara del reconocimiento de sus esfuerzos y
sacrificios.
16. Juan Prim y Prats (1814-1870), conde de Reus y vizconde de Bruch, capitaneó la
fuerza expedicionaria española que, junto con tropas de Francia e Inglaterra, partió a
México para reclamar la deuda que este país había contraído con las naciones
europeas, pero cuando Prim advirtió que la expedición era una excusa de Napoleon
III para poner en el trono de México al archiduque Maximiliano de Habsburgo,
ordenó la retirada de las tropas españolas, actuación a la que se sumó la del
contingente británico, dejando solos a los franceses. La reina de España, Isabel II,
aprobó la decisión de Prim, si bien distintos miembros del gobierno le lanzaron duras
críticas de las que se tuvieron que retractar poco después al comprobar que Prim
estaba en lo cierto respecto a los planes imperialistas de Napoleon III. Prim fue
asesinado el 28 de diciembre de 1872 y, si bien existen diversas teorías sobre quiénes
fueron sus asesinos, lo único cierto es que fue víctima de las intrigas políticas del
periodo.
108 Asia en la España del siglo XIX

17. Para información al respecto puede consultarse el libro de Lily Litvak Latinos y
anglosajones: orígenes de una polémica.  
IV

El discurso colonial acerca de las Islas Filipinas

El archipiélago filipino fue descubierto por Fernão de Magalhães


(1480-1521) en 1521 y, en 1571, Miguel López de Legazpi (1502-
1572) daba por concluida la conquista de las islas. El lugar nunca
atrajo a gran número de emigrantes, pues estaba demasiado lejos de
España y no era fácil enriquecerse rápidamente. Tampoco los
soldados que formaban el ejército de ocupación de las Filipinas
constituían un grupo numérico significativo, ya que las islas eran un
lugar relativamente pacífico y no se necesitaban grandes contingentes
militares para seguir manteniéndolas bajo el dominio español. Así
pues, a mediados del siglo XIX, solamente vivían en ellas unos 3.000
peninsulares que, en su mayoría, eran miembros de las diferentes
congregaciones religiosas.
La evangelización de las islas corrió a cargo de las órdenes
agustina, franciscana, dominica y jesuita, las cuales no tuvieron gran
problema en la conversión de los habitantes ganándose su confianza
al protegerlos de los abusos de los conquistadores y de los
encomenderos. La doble función de evangelizadores y protectores
permitió que los sacerdotes gozaran de un rápido predominio sobre
los nativos y, al ser ellos los que mejor conocían el país y sus
habitantes, la Corona no tardó en solicitar sus servicios en cuestiones
que no estaban relacionadas con su labor evangelizadora,
concediéndoles a cambio prerrogativas que afirmaban su autoridad en
las islas. Las órdenes religiosas no ignoraban que, en la medida que
España las necesitara como mediadoras con los pobladores de las
Filipinas, su predominio en las islas estaba asegurado. Por este
motivo, los sacerdotes, quienes para evangelizar a los nativos habían
110 Asia en la España del siglo XIX

aprendido las diferentes lenguas habladas por los habitantes del


archipiélago, no se ocuparon de que éstos supieran comunicarse en
español, ayudaron a afirmar la teoría de la inferioridad racial del
elemento indígena, unas veces apoyaban las medidas represoras de
las autoridades y otras ejercían una actitud paternalista de mediadores
entre los nativos y el gobierno. De este modo, llegaron a ejercer un
inmenso poder en esta remota posesión de España, acatando las
órdenes de la Corona cuando les convenía y haciendo caso omiso de
ellas cuando éstas iban en contra de sus intereses. Los únicos que
ocasionalmente cuestionaban sus decisiones eran los gobernadores de
las islas, los cuales, como es natural, resentían la interferencia de los
eclesiásticos en cuestiones administrativas. Sin embargo, a mediados
del siglo XIX, una serie de acontecimientos cambió el estado de las
cosas.
Después de casi un siglo de ser expulsados de las islas, el
retorno de los jesuitas supuso un cierto adelanto en el sistema
educativo filipino pues, subvencionada por el Ayuntamiento de
Manila, la orden abrió el Ateneo Municipal en el que, sin dejar de
seguir el mayor tradicionalismo académico, se impartían asignaturas
tales como cultura física, clases de arte y cursos vocacionales. Todas
ellas disciplinas que el sistema educativo adoptado por las demás
órdenes religiosas no consideraba aceptables. Así pues, a pesar de
que también entre los jesuitas se hacía hincapié en la formación
espiritual de los estudiantes, la necesidad de recobrar el predominio
que habían tenido antes de la expulsión los llevó a ofrecer un sistema
educativo mucho más atractivo, pues ofrecía a los filipinos una
educación más en consonancia con los nuevos tiempos.
El restablecimiento de la orden jesuita fue también la causa
indirecta de un acontecimiento que contribuyó a aumentar la
creciente desconfianza del pueblo filipino hacia los españoles. La
devolución de ciertos privilegios que tenían los jesuitas antes de su
expulsión tuvo como consecuencia que, para compensar a las demás
órdenes, se limitara el área de acción del clero de origen filipino. Este
hecho dio lugar a una serie de quejas que hicieron patentes los
privilegios que disfrutaban las órdenes religiosas y denunciaban el
abuso que éstas hacían de su poder. Así, en 1872, las autoridades,
preocupadas por las constantes protestas de un cierto sector de la
población, aprovecharon el motín militar de Cavite para arrestar a
una serie de personas a las que se acusó de estar implicadas en un
El discurso colonial acerca de las Islas Filipinas 111

alzamiento anti español. A pesar de lo cuestionable de las


imputaciones, los detenidos fueron ajusticiados o deportados. Entre
los ajusticiados había tres sacerdotes, los padres José Burgos (1837-
1872), Mariano Gómez (1799-1872) y Jacinto Zamora (1835-1872),
conocidos defensores de los derechos del clero filipino. Este acto
represivo perpetrado en las figuras de eclesiásticos que abogaban por
mejoras sociales causó gran consternación y acrecentó el sentimiento
nacionalista en el Archipiélago.
Otro acontecimiento que influyó en las ansias de un cambio
social fue la apertura en 1869 del canal de Suez. La nueva vía
marítima, al acortar la distancia entre Oriente y Occidente, hizo
posible la ampliación del mercado filipino, lo que transformó la
estructura social del Archipiélago. Al ser criollos la mayoría de
comerciantes y agricultores, el aumento de la demanda de productos
filipinos permitió la mejora del nivel adquisitivo de las personas que
trabajaban en la producción y venta de estos productos, lo que tuvo
como consecuencia la aparición de una clase media autóctona.
Como había sucedido en España, también la paulatina
modernización de las islas supuso la llegada de las teorías e
ideologías que se hallaban detrás de la transformación política que
había experimentado Europa desde la Revolución Francesa. Además,
al mejorar su estado económico, los filipinos empezaban a viajar,
comparaban su situación con la de otras colonias y constataban que el
sistema colonial español no era tan beneficioso para el desarrollo
moral y social de las islas como pretendía ser. Como contrapartida,
las autoridades peninsulares, incluidas las órdenes religiosas,
temerosas de perder el control en el archipiélago, extremaron sus
métodos represivos. Se insistía constantemente en la inferioridad
racial del nativo, se obstaculizaba su educación, se ponían tasas e
impuestos a las tierras y a las cosechas, y se reprimía con dureza todo
pequeño incidente que pudiera verse como una falta de respeto a la
Corona o a la Iglesia, lo que condujo a la sociedad filipina a un
estado de malestar que derivaría en un sentimiento independentista
que terminaría por desencadenar una guerra con la metrópolis y su
emancipación en 1898 al finalizar la Guerra Cubano-Hispano-
Americana. Tal desenlace hubiera podido evitarse de haber seguido
el gobierno español el consejo que a mediados del siglo XIX recibió
del que fuera embajador de España en China, Sinibaldo de Mas y
Sanz (1809-1868).
112 Asia en la España del siglo XIX

El informe secreto de Sinibaldo de Mas


Probablemente la figura más significativa del orientalismo español
del siglo XIX es el sinólogo, pintor, fotógrafo, diplomático y hombre
de letras catalán, Sinibaldo de Mas y Sanz, quien fue embajador de
España en Pekín en 1844 y, posteriormente, cónsul en Hong-Kong en
1848. Su primer viaje a Asia lo realizó enviado por el gobierno
español para estudiar aspectos de la región que pudieran convenir a la
Corona. Ese viaje lo llevó hasta Manila y, a su regreso a España,
publicó Informe sobre el estado de las islas Filipinas (1842); una
primera versión que contiene el apartado ‘Política interior’, más
conocido por ‘Informe secreto’, destinado a ser leído sólo por el
gobierno (1842), y otra versión recortada dirigida al gran público
(1843).
En 1844, Mas se estableció en Macao y fue entonces cuando
desempeñó el cargo de embajador y posteriormente de cónsul de
España en China. A la vuelta de su segunda etapa en Asia, escribió
en francés L’Angleterre, la Chine et l’Inde (1857) y La Chine et les
puissances chrétiennes (1861), textos, que junto con sus informes
sobre Filipinas, constituyen los trabajos decimonónicos más
completos escritos por un español sobre Extremo Oriente y que
merecerían ser traducidos y publicados en español y catalán como se
ha hecho con la obra de Domigo Badía y Leblich, Alí Bey.
Mas estuvo tan sólo dieciséis meses en Filipinas, de los
cuales, cinco los pasó enfermo y el resto los dedicó a conocer el país,
pero como la ayuda económica prometida por el gobierno no llegó a
sus manos hasta el día en que había decidido volver a España, no
contó con los fondos necesarios para viajar por el Archipiélago, por
lo que, gran parte de la información recogida en su libro es de
segunda mano, principalmente fruto de sus conversaciones con
misioneros, pero también basada en sus lecturas, como podemos
observar en la incorporación de los diarios del comandante de las
partidas que persiguieron a los contrabandistas al interior de las
provincias de Benguet en 1829 y a Tamoron en 1831, y la de las
apreciaciones del padre Gaspar de San Agustín sobre la manera de
ser de los filipinos, escritas estas apreciaciones un siglo antes de la
llegada de Mas a Manila. A pesar de sus limitaciones, el texto
constituye un informe todo lo completo posible sobre la población,
fauna, flora, clima, minerales, topografía, agricultura, lenguas y
El discurso colonial acerca de las Islas Filipinas 113

comercio interior de Filipinas. Contiene, asimismo, una historia de


las islas, antes y después de la ocupación española.
Juan Palazón, en la introducción a Report on the Condition of
the Philipppines in 1842 III. Interior Politics, Secret Report, señala
que algunos autores han considerado que el informe de Mas encierra
un mensaje separatista, cuando en realidad lo que postula es una
inflexible ideología colonial (1963: 12). Ahora bien, a pesar de lo
dicho anteriormente, lo cierto es que una lectura detenida del informe
revela cierta ambivalencia en cuanto a la ideología colonial de Mas
que puede dar lugar a diferentes interpretaciones. El principal
problema que presenta el texto es el análisis tan poco apasionado con
que se aborda la cuestión, lo cual, unido al cinismo de que da
muestras el autor, hace que su lectura pueda resultar desconcertante,
especialmente para aquellos lectores más implicados en el asunto.
Ante todo, sería posible aventurar que el haber tenido que depender
de lo escrito por otros para llevar a cabo su informe es quizás la causa
por la que en Mas no siempre encontramos las pautas comunes a los
tratados coloniales de la época.
En su estudio sobre los tropos del discurso colonial, The
Rhetoric of Empire, David Spurr retoma el lugar común que Mary
Louise Pratt denomina “monarch of all I survey” (1992: 201). Ésta es
la convención retórica a la que me he referido anteriormente en la
que el narrador se encuentra en un lugar privilegiado desde el que
domina un amplio espacio que nos es descrito mediante la
combinación de elementos estéticos y valoraciones económicas
(Spurr 1993: 17). Partiendo de ese aspecto, Spurr considera que el
lenguaje que permite la colonización, y que a la vez es generado por
el proyecto colonial, no es un sistema monolítico ni un sistema finito
de textos, sino más bien una serie de discursos que se adaptan a
situaciones históricas específicas (1993: 1). Estos discursos tienen en
común una serie de rasgos o tropos del lenguaje, entre los cuales
Spurr identifica doce (surveillance, appropriation, aestheticization,
classification, debasement, negation, affirmation, idealization,
insubstantialization, naturalization, eroticization y resistance),
aunque afirma que puede haber más y que, además, estos tropos a
veces se yuxtaponen o son variantes el uno del otro.  
  La verdad es que resulta difícil encontrar en Mas la fórmula
retórica que Spurr identifica en los textos de exploradores y
colonizadores anglosajones y franceses pues, habiéndole sido
114 Asia en la España del siglo XIX

imposible efectuar exploraciones que lo pusieran en contacto con el


entorno natural virgen y, por lo tanto, al alcance de los proyectos del
colonizador, no encontramos en su texto ninguna descripción del
paisaje que ofrezca una estetización del mismo que lo invista de
significados que subrayen su valor económico. En consecuencia, la
fórmula “monarch of all I survey” no se da en su obra, puesto que su
posición de observador sin recursos no le permite tener ese
sentimiento de enseñoramiento y apropiación del terreno. Por el
contrario, al hablarnos de la vegetación de las islas, Mas nos la
presenta a modo de diccionario de botánica. Su actitud es totalmente
ajena al entorno y su descripción de un objetivismo propio de un
inventario. Un rasgo que, sin embargo, lo aproxima al tropo
classification y que resulta del todo evidente en lo que se refiere a la
descripción de los pueblos que habitan las islas. Como señala Spurr,
el tropo de la clasificación es absolutamente indispensable tanto para
la ideología de la colonización como para la práctica del
colonialismo, pues, a nivel ideológico, excusa la empresa colonial
por realizarse ésta sobre pueblos indiscutiblemente inferiores y, por
lo tanto, necesitados de un gobierno protector; y a nivel práctico, las
distinciones efectuadas al clasificar los pueblos explican los distintos
métodos coloniales que deben ser empleados.
Éste es el fin que se esconde tras la clasificación llevada a
cabo por Mas de los habitantes de las Filipinas. Ahora bien, en su
informe, el tropo classification tiene también aspectos del que Spurr
denomina surveillance, según el cual los informes sobre pueblos
colonizables incluyen una descripción antropométrica de los
habitantes, la cual es más objetiva al hablar de los hombres y más
subjetiva al hacerlo de las mujeres. Una descripción que suele
terminar con una valoración estética que subraya la cosificación u
objetualización del individuo descrito, subrayándose así su capacidad
de ser apropiado. Dice Spurr: “The eye treats the body as a
landscape: it proceeds systematically from part to part, quantifying
and spatializing, noting color and texture, and finally passing an
aesthetic judgment which stressed the body’s role as object to be
viewed” (1993: 23).
Como he apuntado anteriormente, el viaje a Filipinas de Mas
fue tan limitado que no le permitió conocer en su entorno a los
pueblos que vivían en las islas, por lo que tan solo aquellos grupos
poblacionales observados directamente por él se describen mediante
El discurso colonial acerca de las Islas Filipinas 115

una técnica antropométrica1, aunque, a diferencia de lo observado por


Spurr, la observación no termina con una valoración estética que
objetualice el cuerpo, sino que la objetualización viene dada por la
frialdad de catálogo con que se describe al individuo:

Su talla nunca excede de la altura de siete cabezas: su ángulo facial varía


entre 67 y 75 grados; la nariz ancha, aplastada y con poco o ningún relieve
a la altura de los ojos: el labio grueso: el lagrimal caído; el mirar apagado:
la cabeza más ancha en proporción que la europea: color aceitunado:
cabello grueso, despegado, negro, tieso. (1843: 62)

Ningún comentario sigue a la exposición de los rasgos físicos


de los filipinos. Ahora bien, las palabras que preceden a la
descripción física son reveladoras del prejuicio y la superioridad con
que Mas considera esa etnia pues, al mencionar que en algunos corre
sangre blanca, el autor deja bien claro que no es por un proceso de
mestizaje natural en las sociedades multirraciales, sino porque las
filipinas no son precisamente modelos de fidelidad (1843: 62). Es
decir, el mestizaje no se da por la unión legítima de dos individuos,
sino por el adulterio, lo que obviamente resalta la inferioridad moral
de la indígena, pero también pone de manifiesto el horror con el que
el colono ve diluirse su “superioridad” en un proceso de mestizaje
contrario a las jerarquías que, según las teorías del momento, debían
de imperar en todo sistema colonial para que funcionara.
La convicción de pertenecer a una raza superior es una
constante en el estudio de Mas, como lo es en el de los escritores
comentados por Spurr. De hecho, al igual que éstos, Mas también
siente la imposibilidad de comprender a la gente que describe y no
entiende que su condición de colonizador determina su exclusión de
la realidad de los nativos haciendo imposible que los comprenda. Por
el contrario, señala que la razón de que nadie entienda a los filipinos
es que los peninsulares se obstinan en querer verlos como hombres
iguales a los europeos (1843: 65), cuando:

Cualquier español con raras excepciones tiene más penetración, más


fogosidad, más nobleza, más talento y más valor que un filipino; y esta
superioridad no puede menos de hacer su efecto, así como lo hace sobre el
caballo, el buey, el búfalo, el elefante y otros animales más corpulentos y
poderosos que nosotros y que sin embargo se rinden a nuestro albedrío con
el desquite de alguna coz o cornada que nos sacuden de cuando en cuando.
(1843: 83)
116 Asia en la España del siglo XIX

La identificación del filipino con los animales no ofrece


ningún margen de duda de la animadversión que despiertan en Mas
los orientales y el concepto de superioridad racial que anima al
autor. Obviamente, con un sentimiento semejante, no encontrará en
los indígenas ninguna virtud. Para Mas, los filipinos son perezosos,
desagradecidos, inurbanos, curiosos, impertinentes, inconsiderados,
maliciosos, desconfiados, de poco ánimo, vanidosos, aficionados al
juego, mal pagadores, insolentes, desenfadados, fatalistas,
supersticiosos, crédulos, vengativos, cobardes, temerarios, fingen ser
torpes y gozan irritando a los españoles, quienes los tratan como a
niños traviesos porque desconocen su verdadera naturaleza y los
juzgan por los “criados de su casa o aquellos que con las manos
juntas y la humildad en los ojos van a la capital a suplicarles alguna
gracia” (1843: 83). Mas indica que si los Oidores de la Audiencia de
Manila y todas las demás autoridades deseasen realmente conocerlos,
antes de ejercer sus cargos, deberían de viajar de incógnito a Filipinas
y hacerse pasar por un transeúnte más, solo así podrían observar su
verdadera manera de ser (1843: 83). Una reflexión que nos hace
pensar que, al llegar sin dinero y por lo tanto sin cargo evidente,
nuestro autor quizá no fuera muy bien recibido pudiendo comprobar
sin ambages la antipatía que la población de las islas tenía hacia los
españoles. Mas advierte que el trato que reciben tanto de los
religiosos, que los miman y consienten (1843: 69), como de la
Audiencia de Manila (1843: 81), en lugar de corregirlos, alientan a
los filipinos en sus vicios y mal comportamiento. La falta de
disciplina con que los tratan los españoles, cuando entre los filipinos
cualquier falta de conducta se reprende a golpes, es para Mas la causa
principal del poco respeto con que los nativos tratan todo lo
concerniente a los españoles. Sin embargo, para Mas, no constituyen
una población a la que temer, pues, si bien es cierto que siempre se
ayudan y terminan aliándose en contra de los peninsulares (lo que
Mas encuentra normal debido a la naturaleza del sistema impuesto
por éstos en las islas), cuatro golpes bien dados o una suma de dinero
ofrecida adecuadamente ponen fin a toda alianza. Es decir, que los
filipinos no valen ni como enemigos. Mas resume su carácter de la
siguiente manera:

Y si reflexionamos que los filipinos no reciben tan escasa educación como


a primera vista se pudiera creer, pues hay proporcionalmente más
El discurso colonial acerca de las Islas Filipinas 117

individuos capaces de leer y escribir que en España, y que varios


centenares han estudiado en la universidad de Manila […] si atendemos a
su ángulo fácil, su poca ambición, su indiferencia en la muerte, y hasta
estoy por decir, a los amores con los monos en los montes […]
concluiremos opinando que este individuo de quien dijo Male Brun que
hacía recordar la edad de oro, hablando en general es (por lo menos en el
día) vanidoso sin honra; orgulloso sin nobleza; soberbio sin entereza;
codicioso sin ambición; amigo sin lealtad; compasivo sin perdón; religioso
sin escrúpulo; creyente sin devoción; crédulo sin candidez; lujurioso sin
amor; callado sin secreto; sufrido sin paciencia; cobarde sin temor; lascivo
sin voluntad; atrevido sin resolución; obediente sin sujeción; vergonzoso
sin pundonor; descuidado en sus intereses sin desprendimiento; diestro sin
capacidad; ceremonioso sin urbanidad; astuto sin sagacidad;
misericordioso sin piedad; recatado sin vergüenza; vengativo sin valor;
pobre por desidia sin conformidad; avaro sin economía; perezoso sin
negligencia; despilfarrador sin liberalidad; malicioso sin penetración;
rutinario sin consecuencia; curioso sin ansia de aprender; y que su mente
no está organizada para las altas concepciones del espíritu, para sentir por
ejemplo los deliquios del amor platónico, o comprender lo bello y lo
sublime. (1843: 136)

El autor concluye diciendo que no es necesario acudir al


apoyó de Buffon y otros sabios para tener que admitir que hay razas
superiores e inferiores, pues a la vista está. Y, si alguna objeción
pudiera ponerse a sus palabras alegando que hay filipinos que no se
acogen a su descripción, nos recuerda que muchos de los que pasan
como filipinos tienen en sus venas sangre de españoles (1843: 136).
Ante lo expuesto, creo que no es necesario insistir en que el
sentimiento de superioridad de Mas está fuera de toda duda. Resulta
evidente que la racista clasificación que nos ofrece de los diferentes
tipos humanos que pueblan las Filipinas tiene algo de las teorías
sobre la inferioridad racial de Georges-Louis Leclerc, conde de
Buffon (1707-1787), quien atribuía una inferioridad racial a los
nativos de América debido a su hábitat húmedo y selvático.2 Unas
teorías que no se alejaban mucho de las del contemporáneo de Mas,
Joseph Arthur de Gobineau, quien, una década después de que Mas
visitara Filipinas, publicaría Essai sur l’inégalité des races humaines
(1853-1855), texto que lo consagró como uno de los fundadores del
racialismo o racismo científico decimonónico, el cual sostenía que
cada raza tenía atributos distintos que las diferencian permitiendo su
clasificación en una escala de inferioridad a superioridad de acuerdo
con su capacidad para el desarrollo social. Al igual que en los
118 Asia en la España del siglo XIX

escritos de Buffon y Gobineau, las diferencias raciales expuestas por


Mas respaldan los proyectos coloniales, que, como es sabido, se han
escudado siempre tras la supuesta inferioridad de los pueblos
sometidos para llevar a cabo la política expansionista de las potencias
colonialistas.
Ahora bien, como español, Mas pertenecía paradójicamente a
un grupo racial que era también considerado inferior en Europa y,
como catalán, pertenecía a una comunidad sobre la cual el gobierno
español había impuesto su autoridad con las armas.3 Asimismo, el
tiempo que pasó en las colonias británicas en Oriente le había
permitido ver lo que era un sistema colonial triunfante, sabía muy
bien cuáles eran los aspectos de la política colonial inglesa que
encerraban las claves de ese triunfo. Ello le permitió comprobar las
limitaciones de España para ser una potencia colonial moderna.
Todos estos elementos tenían, por supuesto, que marcar el concepto
que sobre el colonialismo tenía Mas y es comprensible que, en sus
reflexiones, se apartara de lo formulado por ingleses y franceses,
ofreciéndonos un texto que por su cinismo es absolutamente inusual
dentro de los parámetros del discurso colonial.
Como he mencionado anteriormente, el título de ‘Informe
secreto’ es el nombre que recibió un apartado del Informe sobre el
estado de las islas Filipinas de Mas, el cual fue expurgado en la
edición dirigida al público y que, en la versión enviada a las
autoridades, llevaba el título de ‘Política interior’. En él, Mas dice
que toda la documentación sobre las islas presentada en su informe
no son más que estudios preliminares para poder discurrir sobre la
administración interior del país y la política que cabe adoptar (1843:
16). Es decir, que lo verdaderamente importante del informe es el
apartado “Política interior.” Y así es, porque en él encontramos
claramente expuesta la actitud colonial de Mas, o mejor dicho, en él
encontramos la actitud colonial de Mas expuesta en toda su
complejidad y ambigüedad.
Ante todo, Mas establece que toda política colonial tiene tres
planteamientos sobre el territorio ocupado: cómo conservarlo, cómo
se puede perder y cómo darle la libertad, y señala que él ofrecerá una
propuesta para el primer y último planteamiento, y no se ocupará de
hablar de cómo se puede perder la colonia, porque eso ocurrirá
infaliblemente si no se modifica la política actualmente en curso.
Para su fórmula sobre cómo mantener la colonia, Mas se inspira en el
El discurso colonial acerca de las Islas Filipinas 119

sistema colonial que los británicos habían establecido en la India.4 Al


igual que hicieran éstos, Mas recomienda que se reduzca la población
criolla, pues en ella se encuentra el germen de la independencia de
toda colonia (1843: 17). Las autoridades no deben ser locales, sino
que estos cargos deben ser asignados en la metrópoli a empleados
solteros, quienes los desempeñarán por un máximo de 20 años,
obligándoseles después a regresar a España con sus esposas hispano-
filipinas y sus hijos, si es que se hubieran casado, como sería de
esperar, durante su permanencia en el archipiélago (1843: 20-21).
Asimismo, los varones hispano-filipinos mayores de 16 años deberán
de ser llevados a España donde recibirán educación y un puesto
cuando estén en edad de ejercerlo (1843: 21). El desarrollo agrario de
las islas debe de dejarse en manos de españoles residentes en las
mismas, a los que se debe de dar facilidades para que puedan
desarrollar esta economía para su enriquecimiento y para el bien de la
nación (1843: 24). El siguiente punto es conseguir que la gente de
color preste voluntariamente respeto y obediencia a los blancos. Para
ello, Mas sugiere que se tenga a la población en un estado intelectual
y moral que, a pesar de su mayoría numérica, los mantenga como una
fuerza política menor (1843: 27). Es pues necesario, según Mas, que
se cierren los colegios para varones y que los españoles vayan a
España a estudiar, negándosele a los nativos sin medios el acceso a la
educación (1843: 27). Los sacerdotes deben de ser españoles,
evitándose el ordenar clérigos filipinos, quienes, como se pudo
comprobar en México, frecuentemente son los primeros en llamar al
pueblo a la insurrección (1843: 28). “Debe pues el gobierno
considerar el clero como una potencia; y así como se tiene mucho
cuidado de que no se introduzca en un ejército la indisciplina y
desmoralización, así debe también vigilar sobre la conducta de los
curas” (1843: 41) porque mientras los pueblos obedezcan a los
frailes, las islas serán españolas y los frailes no pueden dejar de serlo
si no quieren que la emancipación cause su ruina (1843: 44). Por
supuesto, esta fórmula no puede ser del gusto de todos, especialmente
de los que no quieren la intervención teocrática, como era el caso de
los oficiales militares y civiles de Filipinas en aquel momento, pero
Mas considera que de ningún otro modo un puñado de españoles
puede conservar su dominio sobre un país rico y remoto que no
necesita para nada de España (1843: 44).
120 Asia en la España del siglo XIX

Sin embargo, la conducta de los religiosos también debe de


ser supervisada para el bien de la empresa colonial. El
comportamiento de los religiosos debe de estar por encima de toda
crítica y los religiosos deben de ayudar a mantener las distancias
entre el colono y el colonizado, algo que frecuentemente no tienen en
cuenta (1843: 54). En todo momento debe estar presente en el ánimo
de los sacerdotes que, si se quiere mantener la obediencia, no hay
nada más peligroso que destruir las categorías sociales. Diferenciar
pues a colonizadores de colonizados es fundamental y Mas considera
conveniente que, a tal fin, se haga portar a los nativos una prenda que
los distinga de los españoles (1843: 54) y que se estimulen obras de
teatro en las que se ridiculicen mutuamente las diferentes etnias de la
isla, lo que fomentará la animadversión entre los distintos grupos
evitándose de este modo que puedan asociarse contra los
peninsulares. Es igualmente importante mantener en las islas una
fuerza militar española sin afinidad con los nativos y que, por lo
tanto, esté dispuesta a frenar cualquier tipo de levantamiento sin
sentir que está disparando a los suyos (1843: 59). Asimismo, debe de
haber en Filipinas dos o tres vapores que puedan remitir tropas con
prontitud a las islas donde se haya dado un levantamiento (1843: 62)
y es también necesario establecer un cuerpo de policía, especialmente
en la capital (1843: 62). Por otro lado, es conveniente que no se les
enseñe a los filipinos la lengua castellana; pueden aprender a leer y
escribir la suya, pero no una lengua que puede ser portadora de
mensajes subversivos (1843: 61). Se permitirá, eso sí, la publicación
de periódicos que se mantendrán con la subscripción obligatoria de
los ayuntamientos, pero su contenido deberá de ser instructivo y los
sacerdotes se encargaran de traducir los artículos útiles a sus fieles
(1843: 62). Sobre todo, es fundamental que los nativos no aprendan a
hacer armas (1843: 61) y que la población china se controle para el
beneficio de la colonia, abandonándosela en manos de los nativos
cuando constituya una amenaza para los intereses de los españoles
(1843: 63). Por último, Mas indica que debe de limitarse la entrada
de extranjeros pues, aunque pueden ser muy útiles por los
conocimientos y capitales que traen, y por la riqueza de su
ininterrumpido comercio con los países de donde vienen, no es la
suya precisamente una aportación que suponga ninguna garantía para
la conservación de la colonia.
El discurso colonial acerca de las Islas Filipinas 121

Expuestos estos puntos, Mas plantea la necesidad de renovar


el sistema de administración estableciendo para ello una Regencia
que estaría constituida por tres individuos, uno de ellos siendo el
presidente. El presidente de la Regencia reemplazaría al gobernador y
capitán general, que ahora rigen en las Filipinas como en las demás
provincias españolas, pero cuyas prerrogativas se ven limitadas por
las funciones de la Audiencia (1843: 64). Para Mas, la situación
actual es motivo de desavenencias y problemas de competencia
(1843: 65) que se ven agravados por el débil estado de la tesorería, la
cual debería de tener un repuesto con el que poder cubrir las
necesidades de un año. Las cajas del erario de Filipinas no sólo
suelen estar siempre agotadas, sino que frecuentemente se tiene que
acudir a préstamos de los fondos de la Iglesia que se devuelven
después con elevados intereses.
Resulta evidente que, a pesar de que, aparentemente, la
exposición que lleva a cabo Mas de su plan de cómo mantener la
colonia sometida a la Corona propone toda una serie de mejoras para
la administración de la política colonial, también pone en evidencia
toda una serie de defectos del sistema actual, con lo que su supuesto
proyecto (proyecto que, como es posible comprobar por su
comentario final, Mas no tiene ninguna esperanza de que se ponga en
práctica) constituye en realidad una crítica tanto de la política
colonial española como de sus ejecutores.5
Con todo, no podemos considerar esa crítica como un
planteamiento independentista, antes bien, el texto de Mas constituye
lo que podríamos denominar el manual del buen colonizador. La
postura de Mas es todavía más evidente al trazar su propuesta de
cómo dar la libertad a la colonia. Ante todo, Mas establece que los
objetivos que se deben perseguir son:

que no se derrame sangre, que las relaciones de amistad y de comercio con


la España no se interrumpan, que los españoles europeos que en ella se
encuentran no pierdan sus bienes muebles o inmuebles, y sobre todo, que
nuestra raza allí, los españoles filipinos, conserven sus haciendas y sus
derechos de naturalización y queden libres de la desgraciada suerte que les
amenaza y aun que inevitablemente les espera, si se separa violentamente
[…] la colonia. (1843: 85)

Es decir, los intereses de Mas son los del colonizador y, para


nada, los del pueblo colonizado, por el que nuestro autor no
122 Asia en la España del siglo XIX

experimenta, como vimos anteriormente, ninguna simpatía y en el


que, a diferencia de lo observado en los textos estudiados por Spurr,
no inspira en Mas ningún elemento que pudieran hacerlo deseable
físicamente, antes bien encierra un rechazo y una repugnancia
absoluta.6
No obstante, a fin de que se evite lo que él teme, Mas
propone normas totalmente opuestas a las sugeridas para la
conservación de la colonia: fomentar la instrucción pública; permitir
periódicos sujetos a una censura liberal; establecer en Manila un
colegio de medicina, cirugía y farmacia; amalgamar las razas; abolir
la contribución del tributo personal, imponiendo uno igual y general,
al que estarían sujetos todos los españoles; impulsar la mezcla de
razas protegiendo los matrimonios cruzados para que, si en algún
momento se quisiera esclavizar a los españoles, estuvieran éstos tan
mezclados que fuera imposible identificarlos; por último formar una
asamblea de diputados del pueblo. Hecho todo esto, los españoles se
podrían retirar de las islas dejando como cabeza del gobierno a un
príncipe real escogido entre los infantes de España y una
Constitución semejante a las europeas (1843: 86).
El informe termina con un curioso planteamiento, Mas dice
que no le corresponde a él recomendar qué opción pueda ser la más
adecuada, pero, por otro lado, no puede evitar añadir una página
diciendo que, como individuo de la nación española7, si él hubiera de
elegir, votaría por conceder la independencia a las islas. A primera
vista, su opción no parece obedecer, como podríamos esperar, al
hecho que todo pueblo tiene derecho a la autodeterminación, sino a la
consideración de que las colonias se poseen para hacer de ellas países
tributarios que aumenten la renta de la metrópoli, para erigirlas como
una segunda patria donde enviar a la población sobrante o para
convertirlas en un mercado que absorba nuestra producción.
Desafortunadamente, las Filipinas son un pobre recurso que cuesta
bastante dinero, no hay en España población sobrante que exportar ni
tampoco la Península produce nada que precise de un mercado
ultramarino. De hecho, ni existe con las islas una comunicación
directa con las ciudades más industrializadas de la Península que
facilite el comercio (1843: 87). Es decir, se debe dar la libertad a la
colonia porque no aporta ningún beneficio a la metrópoli.
A continuación, Mas sale al paso de posibles objeciones:
quizá en unos años las islas sean un buen mercado para nuestras
El discurso colonial acerca de las Islas Filipinas 123

exportaciones; ahora no tenemos población sobrante, pero la


podemos tener algún día; si dejamos las islas se perderá la religión
cristiana; las islas caerán en manos de potencias extranjeras; España
ha gastado millones en las islas; independientes los filipinos tendrán
que pagar más contribuciones; los filipinos preferirían seguir siendo
españoles. A todo ello, Mas responde que la independencia trajo más
comercio a Inglaterra con los Estados Unidos que durante la
dominación de las colonias americanas; que si crece la población
española también crecerá la población filipina y entonces ya no será
un lugar adecuado para emigrar; que Dios se basta por sí solo para
cuidar la salvación de sus pueblos y no necesita que ningún país
controle a otro para que prevalezca la religión; que también se
gastaron millones en Tierra Santa y nadie piensa en recuperarla; y
que también las turcas se consideran afortunadas y compadecen a las
europeas, pero que no por eso su condición es envidiable y que, si
conocieran otra vida que la del harem, seguro que no desearían seguir
viviendo esclavizadas, como no lo harían los filipinos si supieran lo
que es vivir en una nación independiente (1843: 87).
Esta última consideración lleva al autor a concluir con el
siguiente planteamiento que cuestiona sus anteriores observaciones:
“¿cómo combinar el que pretendamos para nosotros la libertad y
queramos al mismo tiempo imponer la ley a pueblos remotos? ¿Por
qué negar a otros el beneficio que para nuestra patria deseamos?”
(1843: 89). Obsérvese cómo Mas cuida su lenguaje y dice: “imponer
la ley a pueblos remotos” (1843: 89). Con el término “remotos,” el
autor deja bien claro que censura que España imponga su ley a
pueblos lejanos, pero que no critica que lo haga en pueblos cercanos.
¿Cuál otro puede ser sino el motivo del uso del adjetivo remotos?
Obviamente, Mas no quería que nadie en el gobierno pudiera pensar
que, al hablar de Filipinas, estaba aludiendo a la situación de Cuba o
incluso de Cataluña.
Así, por un lado, Mas adopta la posición del colonizador y
afirma toda una serie de conceptos racistas, plantea lo que es
necesario para mantener una colonia, pero al mismo tiempo crítica la
política colonial española en Filipinas develando todos sus defectos.
Admite que no es quién para decir lo que debe hacerse, pero termina
diciéndolo y, no es esto todo, sino que inclusive lanza el subversivo
mensaje de que todo pueblo tiene el derecho a la autodeterminación.
Es por lo tanto posible afirmar que el texto de Mas escapa a los
124 Asia en la España del siglo XIX

moldes del discurso colonial, pero lo hace recreándolo a veces y


contradiciéndolo otras. No hay duda sobre su concepto de
superioridad racial, pero su aplauso al colonialismo es sólo aparente,
pues su informe es un constante afirmar y cuestionar, o mejor, un
constante negar fingiendo afirmar. El proceso es claramente el de un
autor que está continuamente autocensurándose, siendo éste
decididamente el rasgo más característico de todo el informe. No
olvidemos que fue el mismo Mas quien decidió escribir dos versiones
con distinto contenido dirigidas a distinto público. Por supuesto, una
actitud semejante sólo es esperable en un escritor que no se siente
libre, que sabe que en la sociedad en la que vive existe un sistema
represivo al que no se puede contrariar y éste es, precisamente, el
sentimiento que tienen los escritores de un país colonizado. La
actitud de Mas al hablar del sistema colonial es por consiguiente y,
paradójicamente, la de un escritor colonizado, pero que forma parte
del mismo engranaje que lo oprime a él y que oprime a los demás.
Así, a la vez convencido de la superioridad racial que explica el
colonialismo y conocedor de los intereses económicos que aporta
este sistema de expansión territorial a una nación, no ignora lo injusto
del mismo y, por otro lado, conoce la precariedad de España para
desarrollarlo debidamente y, con desconcertante cinismo, considera
equivocada una política injusta cuando ésta no trae consigo ningún
beneficio. Tampoco ignora el patético papel de investigador colonial
que está desempeñando para una nación que sueña con imperios
cuando no puede ni pagar a sus empleados. Además, sabe
perfectamente que se le ha encargado una misión absurda y que nada
de lo que él diga será tenido en cuenta, por lo que su única
satisfacción va a ser escribir un informe en el que, enmascarado tras
un radical discurso colonial, revelará las miserias del colonialismo
español en Filipinas, incluida la de los analistas coloniales
incapacitados para realizar su trabajo por no contar con los medios
apropiados. En consecuencia, Mas vaticinará que, como la situación
política no va a permitir llevar a cabo nada de lo que él propone, las
islas se perderán y con ellas perderá España la posibilidad de que, por
una vez, los extranjeros puedan decir que, en el caso de las Filipinas,
los españoles encontraron la “anarquía y el despotismo, y
establecieron el orden y la justicia; encontraron la esclavitud y la
destruyeron imponiendo la igualdad política; rigieron a sus habitantes
con leyes y leyes benévolas; los cristianizaron, los civilizaron, los
El discurso colonial acerca de las Islas Filipinas 125

defendieron […]; les llevaron mucho oro y luego les dieron la


libertad” (1843: 89). Es decir, la única recompensa que España
obtendrá por su opresiva y caótica política colonial en Extremo
Oriente será el ver reafirmada una vez más la leyenda negra de sus
conquistas imperiales.

Apuntes interesantes sobre las Islas Filipinas


El de Sinibaldo de Mas no fue el único informe proponiendo cambios
en la política colonial en Filipinas que haría posible conservar las
colonias. En 1869, Vicente Barrantes Moreno (1829-1898), quien
fuera Director General de la Administración de Filipinas, publicó
Apuntes interesantes sobre las Islas Filipinas que pueden ser útiles
para hacer las reformas convenientes y productivas para el país y
para la nación escritos por un español de larga experiencia en el
país y amante del progreso. Mucho menos analítico y exhaustivo que
el de Sinibaldo de Mas, el texto de Barrantes fue ampliamente
difundido y sus planteamientos coloniales fueron bien conocidos del
público lector, especialmente, debido a la polémica que sostuvo con
el filipinólogo alemán Ferdinand Blumentritt (1853-1913) que se
publicó en las páginas de La España Moderna y, especialmente, por
la serie de artículos escritos en respuesta a los planteamientos del
republicano radical y ex gobernador de varias provincias filipinas,
Rafael García López, para quien la educación en las Filipinas era un
foco de antiespañolismo y proponía que se cerrara la Real y
Pontificia Universidad de Manila, a la que consideraba centro de
frailes sibaritas de conducta antievangélica, antisocial y antipatriótica
(Sánchez Fuentes 420).8 La polémica duró varios años (de 1868-
1872) y ocupó las páginas de diversos periódicos y revistas (El
Imparcial, La Iberia, La Discusión, La Cruz, La Esperanza, La
Época, El Debate, Altar y Trono y La Armonía). Como muy bien
señala Sánchez Fuentes, unos consideraban que los religiosos eran el
origen de todos los males, para otros eran los únicos que mantenían
la presencia de España en Filipinas y un tercer grupo consideraba que
las órdenes religiosas eran una institución obsoleta, pero necesaria
más por razones políticas que por razones religiosas. Es decir, se
trataba de unas tensiones propias del momento, ampliamente
discutidas en lo relativo al papel que la Iglesia jugaba en España en
general y comprensible tras el triunfo de la Revolución de 1868 y la
libertad de expresión que había hecho posible.
126 Asia en la España del siglo XIX

Ahora bien, para la comprensión del texto de Barrantes no


basta tener en cuenta solamente el anticlericalismo del momento,
antes bien es preciso considerar también la proclamación de una
monarquía democrática y de una nueva constitución y, en particular,
la guerra con los insurgentes cubanos. Este último hecho, la Guerra
de los Diez Años o Guerra Grande, ya en sus primeros momentos
había arruinado el emporio colonial cubano extendiéndose el
sentimiento de que, aun en el supuesto de que España saliera
vencedora, la independencia de Cuba era una cuestión de tiempo. La
certeza de la pérdida de las riquezas que producía Cuba es lo que
lleva pues a Barrantes a fijar su atención en el potencial del
archipiélago filipino.
Barrantes estaba convencido, al igual que Mas, que la
fórmula idónea para las colonias de Asia era la seguida por los
ingleses. Ahora bien, excepción hecha de que los códigos válidos en
la metrópoli no tenían ninguna razón de ser en las colonias, la táctica
que propone Barrantes se aparta diametralmente de la seguida por
Gran Bretaña. Como es propio del discurso colonial decimonónico,
Barrantes inicia su informe presentando todas las ventajas que van a
suponer para la Península un amplio desarrollo colonial de Filipinas.
Ante todo, enumerará los puertos, ríos y cultivos del archipiélago
realizando al mismo tiempo una estimación de los beneficios
económicos, los cuales, en su opinión, superarían a los de Cuba y
Puerto Rico juntos. Asimismo, describe su geografía y su clima desde
una perspectiva siempre positiva para la empresa colonizadora, por lo
que no titubea en asegurar que ni las enfermedades tropicales
suponen un problema ya que no suelen atacar a los extranjeros,
cebándose casi exclusivamente en los nativos de las islas (1869: 24).
En cuanto a los habitantes, si bien adolecen de esa pereza que las
naciones coloniales encontraban en todos aquellos que pretendían
subyugar y explotar, según Barrantes, en las Filipinas, contrariamente
con lo que sucede en otras colonias de Asia en las que los nativos
odian a los europeos, los indígenas son seres sumisos que quieren a
los españoles; como no podría ser de otro modo, puesto que, en
palabras de Barrantes, la conquista de la isla no se hizo con la espada
sino con la cruz, siendo ésta en consecuencia una conquista cristiana
y benéfica (1869: 27).
Naturalmente, al igual que en su momento le sucediera a
Mas, Barrantes no comprende que detrás de la aparente sumisión del
El discurso colonial acerca de las Islas Filipinas 127

indígena se esconde su animadversión hacia el colonizador y que,


como han demostrado distintos estudioso del colonialismo, la pereza
y la torpeza no eran más que actos de rebeldía, antecedentes del
sentimiento independentista que se desarrollaría cuando naciera un
sentido de comunidad y apareciera un sentimiento nacionalista.9 De
cualquier modo, como dice Said en Culture and Imperialism, el mito
del nativo holgazán convenía a las potencias coloniales porque era
sinónimo de dominación y en la dominación estaba la base del poder
(1994: 255). Efectivamente, Barrantes se sirve de la supuesta pereza
de los filipinos para proponer un sistema que, si bien contrario a la
reciente constitución democrática firmada en España, haría posible
una mayor subyugación del nativo en Filipinas. Para Barrantes era
absolutamente necesaria la aplicación de un sistema de trabajo
forzado (aunque remunerado) que obligara a los súbditos españoles
de etnia filipina a trabajar para el enriquecimiento de España.
Estas discrepancias entre la política colonial propuesta por
Barrantes y la constitución de 1869 es uno de los rasgos más
interesantes de los postulados presentados por Barrantes, pues si bien
la constitución había sido pensada para todos los españoles, Barrantes
no considera que se deba informar de ella a los súbditos filipinos
lamentándose que se haya promulgado la constitución en el
Archipiélago con el desconocimiento mismo del Ministerio de
Ultramar (1869: 146). Asimismo, a pesar de que inexplicablemente
dice temer que sus palabras puedan ser consideradas como
demasiado liberales (1869: 41), nos ofrece por el contrario un ideario
colonial que nada tiene de liberal, puesto que, considerando el
precario estado de España para reformar el gobierno de las Islas,
como proponía el artículo 109 de la constitución, Barrantes reafirma
la necesidad de extender las atribuciones conferidas a las órdenes
religiosas a fin de que sean éstas las encargadas de mantener el
control de las Islas. Como vimos anteriormente, Mas había sugerido
lo mismo, ahora bien, hay algunas diferencias entre lo propuesto por
Mas y por Barrantes y éstas se explican por los diferentes momentos
en que se escriben los textos. Ante todo, Barrantes no envía ningún
informe secreto al gobierno, por el contrario, publica a modo de
artículos en el periódico de su provincia, El Pueblo, sus
consideraciones sobre la política a seguir en las colonias. Esto se
explica, por un lado, porque la guerra en Cuba había hecho que la
cuestión colonial fuera un tema de interés general y, por otro, porque
128 Asia en la España del siglo XIX

la democracia permitía mayor libertad para airear cuestiones


políticas. Asimismo, veintiocho años después de que Mas escribiera
su informe, la situación en Filipinas había cambiado hasta el punto
que ya no era posible poner un freno a la participación del clero
filipino, como defendía Mas. Por el contrario, era necesario encontrar
la manera de integrarlo si se quería evitar un descontento que podía
llevar a la insurgencia. Los españoles recordaban muy bien el papel
que el clero nativo había jugado en el independentismo
hispanoamericano y temían su influencia sobre la población. De ahí
que, al tener lugar el anteriormente mencionado motín de Cavite en
1872, prevaleciera la opinión de que los sacerdotes filipinos José
Burgos, Jacinto Zamora y Mariano Gómez estaban involucrados, se
les encontrara culpables y se les ajusticiara. Una vez más, el gobierno
español acudía a la violencia para acallar el sentimiento nacionalista
de los pueblos bajo su autoridad, preparando así estúpidamente el
ambiente propicio para la independencia. Por último, tampoco
encontramos en Barrantes ningún recelo hacia el clero, de manera
que mientras Mas dice que su autoridad debe ser supervisada, él
insiste en la necesidad de su poder dentro de los parámetros de la
legalidad para que puedan actuar libremente.
Aunque resulta paradójico que un anticlerical declarado
defienda la intervención del clero en asuntos que no eran de su
competencia, la argumentación de Barrantes no estaba exenta de
cierta lógica.10 La situación de España no permitía reformas militares,
tampoco era posible liberalizar el gobierno y la administración
filipinos sin tocar el fondo del país; la representación filipina en
cortes era imposible por los costos que tenía que afrontar aquel que
fuera enviado a ejercer semejante cargo y por las pocas personas que
estaban en condiciones (tanto económicas como intelectuales) de
desempeñarlo. Igualmente, el envío de un contingente de tropas
considerable era imposible, pues la economía nacional no permitía el
desembolso que implicaba enviarlo, como tampoco era posible enviar
un mayor número de religiosos. A los españoles les resultaba poco
atrayente el emigrar a Filipinas, puesto que eran mayores los
beneficios y las compensaciones si se emigraba al Río de la Plata o a
la Argelia francesa. Ni tan solo para los empleados públicos, que
obligatoriamente debían desplazarse al archipiélago si no querían
perder su cargo, Filipinas resultaba atractiva, puesto que muchos de
ellos sucumbían a los excesos del clima. ¿Cómo podían pues
El discurso colonial acerca de las Islas Filipinas 129

mantenerse unidas a la Corona esas lejanas tierras y, sobre todo,


cómo era posible esperar que produjeran los beneficios que se
requiere de toda empresa colonial, si no era posible invertir en ellas
lo más mínimo?
Por otro lado, la autoridad absoluta que en los últimos años
se le había otorgado al Capitán General hacía de ellos unos tiranuelos
que gobernaban despóticamente las islas (1869: 137). Era necesario
pues crear consejos a los que el Capitán General debiera rendir
cuentas, para evitar así, aunque solo fuera en la medida de lo posible,
todo tipo de despotismo. Aunque esto no iba a resolver del todo el
problema del gobierno, puesto que el Capitán General se encontraba
rodeado de una corte de aduladores que le ocultaban la verdad y lo
mantenían en la ignorancia de la situación filipina (1869: 144).
Solamente las órdenes religiosas, que habían participado en la
conquista de las Islas para España y habían prevalecido en territorio
filipino por siglos, conocían las diferentes culturas de las Islas,
comprendían la manera de ser de los nativos, podían comunicarse
con ellos en toda la variedad de lenguas y dialectos que éstos
hablaban y no se las consideraba movidas por el afán de lucro siendo
su principal objetivo el mantener el archipiélago católico para lo que
era necesario que éste siguiera siendo español.
Ante tal estado de cosas, las órdenes religiosas eran pues las
únicas instituciones que, a los ojos de Barrantes, podían garantizar el
predominio español en las Islas, aunque esto implicaba que tampoco
fuera posible extender en ellas el artículo 21 de la constitución que
garantizaba la libertad de culto posibilitando el que se establecieran
en ellas libremente otras religiones. Barrantes comprendía que la
dominación de las mismas dependía exclusivamente de los religiosos
y que la pérdida de la fe católica podía desencadenar el caos. Y es
que, sin ejército ni administración ni una población peninsular
considerable, ¿cuáles eran las bases de la dominación colonial?
Max Weber (1864-1920) en su célebre Wirtschaft und
Gesellschaft (1922) (Economía y sociedad) identifica tres tipos puros
de dominación: la dominación legal que se basa en la creencia de la
legalidad de las órdenes y del derecho a darlas por parte de quienes
tengan la competencia a ejercer la dominación, la dominación
tradicional que parte de la creencia en el carácter sagrado de
tradiciones y en la competencia a ejercer la autoridad en virtud a
estas tradiciones y la dominación carismática que reposa en la
130 Asia en la España del siglo XIX

santidad, heroísmo o ejemplaridad de un líder. Como es fácil


comprobar, la dominación española en Filipinas no descansaba en
ninguno de estos postulados. Los filipinos se sabían gobernados por
un poder ajeno a sus tradiciones impuesto por la fuerza y, aunque en
España se los consideraba oficialmente súbditos españoles, los
filipinos sabían que, en la práctica, eran súbditos coloniales y no
ciudadanos y que, como tales, debían obedecer a unos extranjeros
que no eran parte de su mismo pueblo. Por otro lado, las leyes que se
les imponían no podían ser más arbitrarias, pues no trataban a todos
por igual, no había claras delimitaciones de los medios coactivos y
habían sido establecidas sin su participación y aquiescencia por una
fuerza ajena y conquistadora. Por último, tampoco es posible afirmar
que los filipinos tuvieran ante sí a un líder ejemplar representante de
sus derechos. Sin embargo, de los tres casos de dominación, tan solo
la dominación carismática tiene algunos puntos en común con el
sistema que controlaba las Islas y es que el control religioso se ejercía
mediante el culto a unas imágenes, en particular la Virgen María (en
una gran variedad, la Caridad, Desamparados, Perpetuo Socorro,
Divina Pastora, Guadalupe…) y Jesucristo, cuyas vidas eran
presentadas a los fieles como ejemplo de sacrificio y sumisión,
sirviéndose de ellas para convencer a los fieles de la necesidad de que
también ellos fueran obedientes con aquellas instituciones que
representaban a Dios en la tierra: la Iglesia Católica y la Monarquía
Española. En otras palabras, en las manos de los religiosos, las
imágenes de culto actuaban a modo de líderes populistas que
mantenían sumisas unas remotas provincias faltas de ejércitos y de
una administración colonial adecuada. De ahí que el anticlerical
Barrantes propusiera el apoyo a los frailes en Filipinas (1869: 206),
tildara al anticlericalismo peninsular de enemigo de los intereses
coloniales (1869: 206) y pidiera para las órdenes religiosas unas
ordenanzas que les permitieran actuar dentro de la legalidad en las
cuestiones civiles (1869: 197). Con todo ello, contradecía su teoría de
la necesidad de seguir el sistema colonial británico y reafirmaba, por
el contrario, un sistema de colonización obsoleto, pero que era el
único posible para una España que quería seguir siendo imperio sin
poder serlo. En su defensa de la necesidad de proteger el catolicismo
en el Archipiélago, Barrantes sostenía que “los filipinos solo saliendo
del poder de España dejarían de ser católicos” (1869: 206), sin
embargo, lo que entrevemos al leer sus postulados es más bien todo
El discurso colonial acerca de las Islas Filipinas 131

lo contrario. El peligro no estaba en que sin España las Islas


abandonasen el catolicismo, sino en que sin el catolicismo las
Filipinas abandonasen España.11
Es posible pues concluir que el análisis de la cuestión filipina
realizado por Barrantes supone una respuesta a las exigencias de
aquellos que esperaban la aplicación de la Constitución en las Islas y
de los que sostenían la necesidad de limitar el control ejercido por las
órdenes religiosas. En ambos casos, Barrantes da muestras de
conservadurismo, se reafirma en el mantenimiento de un
colonialismo religioso y, si bien critica la política española en el
archipiélago, no lo hace con la contundencia y el cinismo de Mas,
antes bien, tiene la esperanza de ser oído y de que sus propuestas
serán puestas en práctica para mayor enriquecimiento de España.
A la vista está que ni las reformas propuestas por Sinibaldo
de Mas ni las que propuso Vicente Barrantes se llevaron a cabo. Sólo
es posible afirmar que la autoridad de los religiosos en las últimas
décadas del siglo XIX tuvo mayor importancia y que su injerencia en
la política colonial tuvo mucho que ver con los acontecimientos que
conducirían las Islas a la independencia. Ahora bien, ninguno de los
planes para la mejor explotación de la riqueza agrícola del
archipiélago llegó a ponerse en efecto ni se realizó ninguna
transformación realmente significativa en cuestiones comerciales o
de infraestructura social. Asimismo, como señala Antoni Marimon en
La política colonial d’Antoni Maura, la política colonial quedó
subordinada a las luchas de partido, no se observó una postura
unitaria y, cuando estalló la insurrección, los políticos se dedicaron a
echarse la culpa los unos a los otros del descontento colonial (1869:
140).
La apertura del Canal de Suez en 1869, acortó la distancia
entre las Filipinas y España, pero no trajo grandes cambios. Es cierto
que, contrariamente a lo aconsejado por Barrantes, se llevó a cabo el
desestanco del tabaco creándose la empresa filipina que mayor
riqueza aportó a España, La Compañía General de Tabacos de
Filipinas, S.A., pero eso no sucedió hasta 1882 y los años en que la
compañía floreció fueron, paradójicamente, aquellos en los que el
archipiélago estaba ya bajo la administración estadounidense.12
Como señala Manuel Leguineche en la introducción a Yo te dire...La
verdadera historia de los últimos de Filipinas:
132 Asia en la España del siglo XIX

El proyecto de la recolonización de Filipinas, puesto en marcha durante la


Restauración, con iniciativas como el desestanco del tabaco, la Exposición
Filipina de Madrid (1887) y el arancel proteccionista de 1891 tropezó con
dificultades de todo tipo. Ni los grandes empresarios, respaldados por
poderosas sociedades anónimas ni los pequeños negociantes que acudían a
las islas con poco más que su “pedigree” étnico, supieron encontrar
aquellas oportunidades para medrar que habían sabido aprovechar en las
Antillas. (1998: 11)

En lo que respecta a la literatura española sobre Filipinas


durante este último periodo de dominio español, encontramos más
libros de viajes que análisis de la cuestión colonial.13 Ahora bien, los
libros de viajes no están exentos de críticas y sugerencias que, en lo
general, repiten las mismas quejas y observaciones ya vistas en los
textos de Mas y Barrantes, lo que es buena muestra del escaso efecto
que tuvieron sus informes.
De todos los libros de viajes, el más representativo es el de
Juan Álvarez Guerra, Viajes por Filipinas (1887)14 que incluye las
impresiones de un viaje a las Marianas, aunque quizás el más popular
para los lectores de la época fue Filipinas, esbozos y pinceladas
(1888), escrito por Pablo Feced, alias Quioquiap, libro al que Emilia
Pardo Bazán dedica, en la serie “Juicios cortos” de su Nuevo Teatro
Crítico, un apartado titulado “La España remota.” Por último, en los
años que precedieron a la Independencia, tenemos un curioso libro de
viajes escrito por Manuel Walls y Merino, De España a Filipinas
(1895). Con todo, a pesar de las reflexiones sobre el colonialismo que
encontramos en estos textos, todos ellos se acogen a un género
literario que merece especial atención, por lo que hablaré de ellos en
otro apartado. Procede ahora revisar la percepción que tenían los
intelectuales filipinos de la política colonial española.  
El discurso colonial acerca de las Islas Filipinas 133

Notas
1. Mas describe tres etnias, los negros, los idólatras y los filipinos. Para la
descripción de las dos primeras acude a los textos de otros. Los idólatras, que son las
tribus del interior, las más alejadas de Manila, y que él no ha podido observar en su
hábitat, nos los describe a través de las palabras de otros; los negros también son
descritos a través de los textos de otros, aunque en la descripción hay algunos
comentarios personales y se acude brevemente a la descripción antropométrica. Los
filipinos o naturales es el único grupo descrito con la ayuda sólo marginal de otros
autores.
2. De hecho, Mas se hace eco de las palabras del padre Gaspar de San Agustín, quien
explica la manera de ser de los indígenas como una consecuencia del entorno
natural: “En cuanto a complexión estos indios, según lo muestra su fisonomía, son
fríos y húmedos del mucho influjo de la luna” (1843: 63).
3. Mas advierte que la pereza que los extranjeros atribuyen a los españoles responde
a la injusticia del sistema laboral en la Península, mientras que esa pereza no se
entiende en los filipinos, pues no pueden ser tratados mejor y aun así se niegan a
trabajar. No comprende que las mismas injusticias del colonialismo interno sufrido
por el campesino español eran aplicables a la situación del filipino, sin embargo, sí
es capaz de reconocer que algunos de los vicios que él atribuye a los filipinos, otros
pueblos los identifican también en los españoles. Por otro lado, no hacía ni siglo y
medio que los Borbones se habían impuesto por la fuerza en Cataluña y, con el
Decreto de Nueva Planta, los catalanes habían perdido sus instituciones propias, su
economía había quedado bajo el absoluto control de Madrid, habían visto su idioma
relegado a un plano secundario y, en las ahora provincias del Estado Español, se
había impuesto un opresivo sistema policial que poco o nada divergía del que podía
encontrarse en las colonias de ultramar. Como catalán, Mas no podía ignorar el
centralismo de la política del Estado Español y no es de extrañar que fuera crítico
con la política colonial española, aunque, como súbdito colonizado él también, sus
observaciones estuvieran matizadas por cierta autocensura.
4. Véase el texto de William Dalrymple, White Mughals, para comprender el temor
británico a ser asimilados por el colonizado y sus estrategias para preservar su
identidad durante el control colonial de la India.
5. En el apartado final, Mas dice: “estoy persuadido de que en medio de las
circunstancias políticas en que se halla la España, se descuidará el estado de aquella
colonia; no se adoptará (esta es mi convicción) ninguna de las medidas que yo
propongo para conservarla” (1843: 89). Este aspecto diferencia totalmente el informe
de Mas del de los escritores anglosajones y franceses, los cuales los escribían con la
confianza de que serían cuidadosamente leídos y tenidos en cuenta en el momento de
preparar campañas expansionistas.
6. En el tropo eroticization, Spurr señala cómo siempre se ha tendido a alegorizar al
pueblo o/y a las tierras colonizables con la figura de una mujer a la que se seduce,
conquista y domina. En el caso de Mas, encontramos el proceso inverso, no solo no
se alegoriza, tampoco se mitifica a la mujer filipina, antes bien, se la muestra como
un ser libidinoso que causa espanto, pues hasta llega a aparejarse con los monos:
“[V]arias igorrotas […] le confesaron que cuando eran solteras en sus rancherías no
134 Asia en la España del siglo XIX

pudiendo satisfacer con los hombres su concupiscencia […] tenían tratos amorosos
con los monos” (1843: 33).
7. Mas pone esta oración en bastardillas en su texto para enfatizar que, como súbdito
español, tiene derecho a expresar su opinión.
8. Ver al respecto el interesante artículo de Cayetano Sánchez Fuertes ‘La prensa
española y Filipinas, 1868-1872’.
9. En respuesta a los que acusaban de perezosos a los filipinos y proponían que se les
forzara al trabajo o la europeización del Archipiélago, José Rizal publicó en 1890 en
el periódico madrileño La Solidaridad un texto en el que pone al descubierto los
problemas generados por el colonialismo en el ánimo y la dignidad de los filipinos.
El texto se titula “Sobre la indolencia de los filipinos: estudio político-social” y
antecede en casi un siglo al conocido ensayo del escritor malayo, Syhed Hussein
Alatas, Myth of the Lazy Native (1977).
10. Creo que debo de aclarar que Barrantes se consideraba anticlerical, pero católico
(207).
11. La religión católica es todavía mayoritaria en Filipinas, siendo seguida por el
77% de la población.
12. Para más información al respecto véase la obra de Emili Giralt, La Compañía
General de Tabacos de Filipinas, S.A. (1981) o la breve historia que de la misma nos
ofrece el poeta Jaime Gil de Biedma en Retrato del artista en 1956 (1974).
13. Al hablar del informe de Sinibaldo de Mas y del libro de Barrantes he podido dar
la impresión que éstos son los únicos estudios sobre Filipinas. Todo lo contrario, los
libros que se escribieron sobre las Islas durante el periodo colonial español podrían
ser motivo de un extenso estudio. Por ejemplo, tenemos el libro Estadismo de las
Islas Filipinas o Mis viajes por este país del Padre Joaquín Martínez de Zúñiga. El
Padre Martínez de Zúñiga viajó por el Archipiélago en 1800 y, junto a su descripción
de los lugares vistos, encontramos una serie de reflexiones y críticas a la
administración de las Filipinas. Mucho más tardía es la obra La isla de Mindanao.
Su historia y su estado presente con algunas reflexiones sobre su porvenir (1861)
escrito por Agustín Santayana (1812-1893), que fuera gobernador de Batang y padre
del famoso filósofo estadounidense, George Santayana (1863-1952). Se trata de un
texto de hechura típicamente colonial, una mezcla de historia, antropología,
incorporaciones de otros autores y análisis de la situación colonial de las Islas. Este
libro de escaso interés en la actualidad, a no ser porque reproduce los escritos de
Guizot en los que se revela el propósito de Francia de apoderarse de Mindanao, ha
sido recientemente reeditado y es también accesible en la red. Más información al
respecto en el apartado sobre los libros de viajes.
14. El autor indica que el libro se escribió en 1871 haciéndose su primera edición en
1872 (1887: 11). Sin embargo, la edición del texto que he consultado dice
claramente: primera edición 1887.  
V

Narrativa de denuncia social en Filipinas: Los casos de


Noli me tángere y El filibusterismo de José Rizal

Desde el momento de su publicación, las más importantes novelas


hispano-filipinas del siglo XIX, Noli me tángere (1887) y El
filibusterismo (1891) de José Rizal (1861-1896), no han cesado de
suscitar opiniones contradictorias. Para algunos, ambos textos tienen
un explícito mensaje revolucionario y nacionalista, para otros, por el
contrario, son unas obras que intentan convencer a sus lectores de la
futilidad de todo movimiento revolucionario, no expresan ningún
sentimiento nacionalista y abogan claramente por la asimilación de
Filipinas a España. Por otro lado, unos críticos admiran la maestría
narrativa y las cualidades dialógicas de que Rizal da muestras en sus
novelas y otros, en cambio, las consideran obras mediocres carentes
de todo interés que no sea el puramente anecdótico.
La contradictoria recepción que han merecido estas novelas
observa un claro paralelismo con las diversas interpretaciones que, a
lo largo de los años, se ha dado a la figura del autor de las mismas,
quien, si bien es unánimemente considerado el padre de la nación
filipina, es visto por algunos como un héroe independentista, y por
otros como un ilustrado asimilacionista, un socialista místico, un
santo o un mártir masón. Como suele suceder cuando un hombre se
convierte en un símbolo patrio, las interpretaciones que se dan de su
obra y de su vida tienen más que ver con la ideología de la persona
que estudia la figura en cuestión que con la realidad. Con todo, cabe
decir que ni la obra ni la vida de Rizal permiten una fácil
clasificación. Médico oftalmólogo, licenciado en Filosofía y Letras,
políglota, filólogo, antropólogo, artista, agricultor, liberal,
asimilacionista, independentista y masón, José Rizal es quizá de
136 Asia en la España del siglo XIX

todos los escritores que vivieron el período que condujo al Desastre


del 98 el que mejor supo novelar la compleja situación político-social
por la que atravesaba Filipinas.
Sin embargo, sus relatos iban dirigidos a un público lector
que iba a tener acceso a ellos dentro de un contexto político enemigo
a lo que en éstos se argumentaba. Por este motivo, la narrativa de
Rizal se caracteriza por una serie de técnicas y estrategias literarias
que confieren un cierto halo de ambigüedad a las propuestas políticas
del autor. Se trata de una fórmula común en escritores contestatarios
mediante la cual se intenta escapar de las posibles críticas de los
organismos oficiales. No obstante, la ambigüedad es un arma de dos
filos pues no solo confunde a los censores, sino a todos aquellos que
no reconocen la técnica y no son capaces de leer entre líneas. De ahí
las contradictorias interpretaciones de Noli me tángere y El
filibusterismo y de ahí también la evaluación literaria de los que han
juzgado la obra de Rizal fuera del particular contexto socio-político
en que se desarrolló.

El contexto socio-cultural y político de la obra de Rizal


La familia de Rizal fue una de las que, a pesar de sufrir las medidas
represoras de las autoridades, llegó a acceder a un cierto nivel
económico, lo que hizo posible que Rizal cursara estudios primero en
el Ateneo Municipal, más tarde en la Universidad Pontificia de Santo
Tomás y, finalmente, en el extranjero. Con lo que puede decirse que
la formación de Rizal estuvo marcada tanto por los cambios sociales
traídos por la incipiente modernización de las islas como por la
represión con que se intentaba contrarrestar los cambios que
amenazaban el estado de las cosas.
En 1871, la madre de Rizal fue víctima de un complot
tramado por la esposa de un hermano de ésta y un guardia civil y,
aunque fue finalmente encontrada inocente, se la arrestó y estuvo en
la cárcel por varios meses. Un año más tarde, Paciano Mercado, el
hermano mayor de Rizal, fue detenido por sospecharse que estaba
envuelto en los hechos de Cavite.1 En 1880, el mismo Rizal fue
agredido y detenido por no haber saludado a un desconocido que
resultó ser un guardia civil. Este mismo año, el propietario de las
fincas de su padre aumentó exageradamente el arriendo de las
mismas porque no le había regalado un pavo a un hermano suyo
Narrativa de denuncia social en Filipinas 137 
 
sacerdote. En pocas palabras, a pesar del acomodo con que vivía la
familia de Rizal, todos los miembros de la misma experimentaban día
a día los abusos del sistema colonial.
Los biógrafos de Rizal afirman que este clima represivo fue
lo que originó el anticolonialismo del autor. Sin embargo, es de
suponer que Paciano fuera quien más animara en él ese sentimiento.
Paciano vivía en casa del padre Burgos cuando éste fue detenido y, si
consideramos que el padre Burgos era el máximo defensor del clero
filipino, Paciano debía estar al corriente de las ilusiones y esperanzas
de los sacerdotes y liberales que frecuentaban a Burgos. No sería
pues de extrañar que, en sus visitas al hogar paterno, Paciano
compartiera con Rizal lo que oía en el entorno del padre Burgos.2 En
cualquier caso, el papel que jugó Paciano en la vida de Rizal fue
definitivo. Cuando éste se quejó de lo poco que aprendía en la
Universidad Pontificia y del modo humillante con que los padres
trataban a sus estudiantes, Paciano lo apoyó en sus planes de estudiar
en el extranjero, se comprometió a pasarle una pensión y lo ayudó a
salir del país a escondidas de sus padres quienes, al parecer, no
aprobaban el proyecto de Rizal.3
En su patria, Rizal había podido observar las técnicas
empleadas por los españoles para mantener a los filipinos bajo su
control, había experimentado en su propia persona y en la de sus
familiares los terrores de la ambigua política colonialista de España,
lo que le había permitido identificarse con los oprimidos. Igualmente,
había tenido acceso a libros y pensamientos que cuestionaban el
dogmatismo religioso y la inmutabilidad de la jerarquía social. A los
18 años, Rizal sabía ya que su nación era Filipinas y que no era
español, pero fue a lo largo de sus dos viajes a Europa, uno en 1882 y
otro en 1888, que Rizal formuló su concepción nacionalista.4
Es difícil determinar con exactitud el proceso mediante el
cual Rizal adquirió su particular ideología liberal. Indudablemente,
las injusticias que experimentó en su patria debieron llevarlo a
reflexionar sobre los males de la colonia, lo que explica su
anticolonialismo, pero no el carácter que en Rizal tiene este
sentimiento. Como se ha señalado, la formación académica que
ofrecían los jesuitas se centraba en la fe católica, la abnegación y el
amor a Dios, con lo que sería absurdo pensar que hubieran podido ser
los profesores del ateneo quienes lo guiaran hacia el liberalismo
político. Además, la década de los setenta, período estudiantil de
138 Asia en la España del siglo XIX

Rizal, fueron unos años de fuerte represión política y los habitantes


de Filipinas no debían gozar de muchas posibilidades para discutir
abiertamente ideas que pudieran ser vistas como amenaza al status
quo.
De cualquier modo, durante el período republicano previo al
alzamiento de Cavite, el liberalismo filipino debió tener un cierto
auge.5 En décadas anteriores, se había desterrado a muchos liberales
a Filipinas que, con la proclamación de la República (1873-1874),
debieron intentar que la influencia liberal llegara a la fosilizada
estructura social de la colonia. Por otro lado, la censura no era capaz
de impedir la difusión de libros que contenían ideas subversivas. En
una de sus cartas, el mismo Rizal nos ha dejado la prueba de la
existencia de lo que podría denominarse un ambiente intelectual que,
debido a la rigidez del gobierno de Manila, casi podría considerarse
como de oposición:

V.E. pregunta por los historiógrafos, librepensadores y filósofos. De los


primeros, aunque no sean de la Real Academia de la Historia, los hay
como Isabelo de los Reyes, que si bien no ha escrito Las Guerras
Piráticas, tiene en cambio el mérito por lo concienzudos que son sus
trabajos. En cuanto a decirle a V.E. los nombres de los librepensadores y
filósofos, ¡guárdeme Dios de caer en el lazo! Rather como dicen los
ingleses; ¡ni siquiera el nombre de la provincia! ¡Bastante sabemos las
persecuciones y calumnias de que fue objeto viviendo y después de
muerto, el infeliz Dr. Francisco Rodríguez, por la fama que tenía de
librepensador! V.E. quiere hacerse el inocente preguntándome por las
obras de los filósofos. ¿Y la previa censura? Haga V.E. que se suprima y
le prometo que los primeros ejemplares le serán dedicados. Averigüe
también el número de volúmenes que se venden de las obras de Voltaire,
Rousseau, Víctor Hugo, Cantú, Sue, Dumas, Lamartine, Thiers, Ayguals
de Izco, etc. y por el consumo, tendrá una idea del número de los
consumidores. (Palma 1949: 168)

A propósito del interés por las lecturas del pueblo filipino,


Rizal dice en otra de sus cartas que:

No es verdad lo que El Peninsular escribe sobre la falta de libros en


Filipinas. En prueba de ello, están los ricos libreros, la Agencia editorial,
cuyo dueño se hizo rico en tres años, que su librería parece la de Bailly
Bailliere. Pero la mayoría de los libros que se venden son religiosos y
“narcotizantes.” Muchos tienen pequeñas bibliotecas, en verdad, no
grandes, porque los libros son muy caros, se leen las obras de Cantú,
Laurent, Dumas, Sué, Víctor Hugo, Escrich y otros más. En mi pueblo solo
Narrativa de denuncia social en Filipinas 139 
 
(de cinco a seis mil habitantes) se encontrarán pequeñas bibliotecas; la
nuestra es la mayor con más de mil volúmenes, la menor podría tener
veinte o treinta. El indio en general es muy dado a leer y a estudiar. Es un
hecho probado que hasta familias con menos de seiscientos pesos de
ingresos envían a sus hijos a Manila para poder estudiar; y eso que no
ignoran que los que saben tendrán enemigos y hasta Bagumbayán. (Palma
1949: 121)

Por otro lado, las Islas tenían una antigua tradición de


organizaciones secretas.6 Un rasgo, por lo demás, muy común en
sociedades donde hay elementos que no se sienten representados por
los organismos en el poder. En Filipinas, donde una minoría ajena al
país regía el destino de todos sus habitantes, este sentimiento debía
experimentarse en todos los segmentos de la sociedad. Eso explica
que, a los 19 años de edad, Rizal fuera ya el jefe de una sociedad
estudiantil secreta, El Compañerismo, cuyo fin era la mutua
protección y la educación cívica y patriótica de sus miembros. Es
incluso probable que, al partir para Europa, Rizal ya estuviera
decidido a entrar en una logia masónica, sobre todo, teniendo en
cuenta que ya era liberal al salir de su país y que, a mediados del
siglo XIX, si se era liberal y se tenían ideas independentistas, lo más
común era ser también masón. Así pues, en 1892, fue iniciado en una
logia masónica en París (Coates 1968: 165).
Desde el siglo XVIII, y al igual que otras sociedades de
ideas, las logias masónicas habían servido para ensayar y elaborar los
modelos de estructuras sociales y los nuevos sistemas políticos que
condujeron a la Revolución Francesa y a las independencias
americanas. Eran, como señala Jean-Pierre Bastian, laboratorios
democráticos en los que “el miembro de las sociedades de ideas se
educaba en la práctica política moderna en cuanto individuo-
ciudadano que ejercía su soberanía como parte del pueblo de
electores” (1990: 8). Como es sabido, la España de los años de la
República se había visto fuertemente influenciada por el pensamiento
de un filósofo alemán ex-masón, Carl Christian Friedrich Krause
(1781-1832), quien había llegado a la conclusión que la vida
colectiva del hombre, es decir de la humanidad, suponía la unión
orgánica de todas las razas en una confederación que incorporaba
todos los organismos sociales en una confederación general que
trabajaba, a pesar de los intereses y de las presiones de los cuerpos
políticos, eclesiásticos o personales, hacia la universal y uniforme
140 Asia en la España del siglo XIX

cultura de la humanidad. En su obra Das Urbild der Menschheit 


(1811) (El Ideal de la Humanidad), Krause afirma que:

[T]he stronger is in the obligation of clear-seeing devout men to let their


fellowmen know their corrupt state, to set before their eyes the Ideal of
Humanity, and to awaken their moral feeling and resolute consciousness,
so that at any moment they may begin a new moral and noble human life,
and may thenceforward freely and voluntarily create a beautiful future
well-blessing to God. (1900: 190)

Como puede verse, las ideas de Krause eran de un


democraticismo que rayaba en lo utópico. De ahí que la ideología
krausista tuviera su momento de máximo auge en el período
republicano y que, por el contrario, con la Restauración y el
predominio de un liberalismo conservador, el racionalismo krausista
se viera como un idealismo destinado al fracaso.
Huelga decir, que llegado a España durante el reinado de
Alfonso XII, un momento que Ortega denominaría el de la
corrupción organizada, el joven Rizal, idealista y romántico, debía
sentirse más interesado por el pasado de moda idealismo krausista
que por el materialismo y el pesimismo pseudocientífico de un
período que, a pesar de su aparente progresismo, no hacía más que
reafirmar la tradicional estructura jerárquica de la España de
Fernando VII (1784-1833).
Así pues, en plena España de fin de siglo, Rizal se
comportaba como un krausista. Como ellos, Rizal vestía con
sobriedad, le disgustaban las frivolidades y prefería la biblioteca al
café. Por su diario y por las observaciones que de Rizal hicieran
personas que lo trataron, el joven filipino, al igual que el máximo
propagador del krausismo en España, Julián Sanz del Río (1814-
1869), era un hombre que consideraba la vida como un deber
altísimo, era serio, comprensivo, bondadoso, cordial, tolerante y
respetuoso para todas las ideas. En pocas palabras, era el ejemplo
típico del hombre entero, aquel en el que todas las acciones están
relacionadas a una sola causa, eje de su existencia. En el ambiente de
fraude, hipocresía y fanatismo que lo rodeaba, Rizal se mantenía
firme en sus creencias y abierto en sus opiniones y, como buen
krausista, confiaba en el futuro y sentía que la Humanidad estaba
yendo por un camino de gradual perfección.
Narrativa de denuncia social en Filipinas 141 
 
Esta actitud de Rizal explica el poco interés que despertara
en él la literatura española del momento, aburguesada, cínica y llena
de desconfianza hacia el pueblo, y que, por otro lado, no le sedujeran
ni las frivolidades y los lujos de París ni el determinismo naturalista
de la literatura francesa de la época. Fue Alemania, un país en pleno
proceso nacionalista, en el que todavía se discutían los filósofos que
tanto habían contribuido al estallido de la Revolución Francesa, la
que se convirtió en la patria intelectual de Rizal.
Conociendo el afán de conocimiento de Rizal es más que
probable que en su estancia en Alemania (sino antes) leyera a Kant,
Schiller, Hegel y Krause. Desafortunadamente, solo tenemos datos
concretos de sus actividades como médico y de su interés
antropológico y etnográfico.7 Ahora bien, resulta muy significativo
que fuera Heidelberg, cuna de las teorías que habían cambiado la
estructura social de Europa, la ciudad alemana que primero atrajera al
joven médico y licenciado en Filosofía y Letras.
A lo largo de toda su vida, Rizal se cuidó muy bien de no
escribir nada en sus diarios que lo pudiera comprometer y, sabedor de
que, en el caso de que se lo quisiera acusar de revolucionario, todo
podía ser utilizado en su contra, fuera del ámbito estrictamente
académico, poco sabemos de cuáles fueron sus lecturas.8 En los
jesuitas y, más tarde, en la Universidad Central leyó a los clásicos
griegos, latinos y españoles. Como buen liberal, era aficionado al
romanticismo social de Alexandre Dumas padre (1802-1870), Víctor
Hugo (1802-1885), Eugène Sue (1804-1857), Enrique Pérez Escrich
y Wenceslao Ayguals de Izco (1801-1873). Como mencioné
anteriormente, durante su estancia en Alemania (quizá incluso antes)
es de suponer que leyera a los filósofos de la Revolución y, mientras
estuvo en Inglaterra, a los románticos ingleses, todos ellos autores
profundamente preocupados por la libertad y el nacionalismo. Esta
combinación de lecturas hace que, en lo tocante a su ideología, Rizal
fuera a la vez un heredero del romanticismo y del idealismo post-
kantiano. Por otro lado, el conocimiento del ser humano que le dio su
profesión de médico y las reflexiones sobre la alteridad a las que
llegó para poder entender las bases del proceso colonial colocan a
Rizal en la misma línea filosófica que años más tarde seguirían los
existencialistas.
Como en Kant, el punto de partida del pensamiento de Rizal
es el conocimiento. Al igual que el filósofo alemán, Rizal considera
142 Asia en la España del siglo XIX

que los problemas en torno a los cuales se ha agitado la filosofía a lo


largo de los tiempos no son verdades puras, sino que se encuentran
circunscritos dentro de la esfera de la razón práctica. Esta manera de
pensar de Rizal resulta obvia al ver la argumentación de la polémica
religiosa que Rizal mantuvo con el padre Pablo Pastells (1846-
1932):9
[N]uestra inteligencia no puede abarcar todos los conocimientos ni todas
las verdades…y más creo que a excepción de las verdades matemáticas,
apenas poseemos algunas pocas más o menos puras, más o menos
imperfectas. En las cuestiones sociales, morales y políticas andamos tan a
obscuras (hablo por mí), que muchas veces confundimos la Verdad con
nuestras conveniencias, cuando no las amordazamos para hacer hablar
nuestras pasiones. (Palma 291)

Asimismo, la concepción que Rizal tiene de Dios está


fuertemente influenciada por el pensamiento filosófico alemán. Para
Rizal, Dios es un Ser Absoluto, inescrutable e inefable de cuya
existencia dice no dudar: “¿cómo dudar de ella cuando estoy
convencido de la mía? Quien reconoce el efecto, reconoce la causa.
Dudar de Dios sería dudar de la conciencia propia y, por
consiguiente, sería dudar de todo, y entonces, ¿para qué la vida?”
(Palma 261). Considerando que estas palabras iban dirigidas a un
sacerdote con quien le convenía estar en buenos términos cabría
pensar que Rizal estaba siendo algo irónico.10
El crédito que le merece a Rizal el dogma religioso observa
igualmente la influencia de la filosofía post-kantiana, en particular
del estudio del proceso religioso que se desprende de La
fenomenología del espíritu (1806) de George Wilhelm Friedrich
Hegel (1770-1831), según Rizal, en las religiones “al examinarlas
imparcialmente, cotejarlas y escudriñarlas, no puede uno menos de
reconocer en todas ellas, la uña humana y el sello del tiempo en que
fueron escritas [...] el hombre hace a su Dios a su imagen y
semejanza y luego le atribuye sus propias obras” (Palma 1949: 261).
Por otro lado, en el concepto que Rizal tiene de la Naturaleza
hay ecos del romanticismo alemán y, ciertamente, no está muy lejos
del concepto hegeliano según el cual la realización del espíritu
humano sólo puede llevarse a cabo mediante la identificación del
hombre con la naturaleza. “Creo en la revelación -dice Rizal- pero en
esa viva revelación de la naturaleza que nos rodea por todas partes,
Narrativa de denuncia social en Filipinas 143 
 
en esa voz potente, eterna, incesante, incorruptible, clara, distinta,
universal como el Ser de quien procede, en esa revelación que nos
habla y penetra desde que nacemos hasta que morimos” (Palma 1949:
261).
Por último, la esperanza que Rizal tiene en el progreso de la
Humanidad presenta claros paralelismos con el krausismo. Como
Krause, Rizal considera que, a pesar de sus caídas, la Humanidad está
en el camino del progreso (Palma 1949: 262). La conciencia de este
mundo mejor hacia el que marcha la humanidad es el incentivo para
que el hombre actúe siguiendo los dictados de la razón: “[...] mi solo
deseo es hacer lo posible, lo que está en mis manos, lo más necesario;
he vislumbrado un poco de luz y creo mi deber enseñárselo a mis
paisanos” (Retana 1907: 288). Como los krausistas, la filosofía de
Rizal se basa en la acción, en actuar para cambiar la sociedad, pero
no mediante la violencia sino mediante la educación. Hasta cierto
punto, puede decirse que la actitud de Rizal parece estar determinada
por los preceptos para la humanización del individuo establecidos por
Krause en su Tagblatt des Menschheitlebens (1881), según los cuales
se debe hacer el bien con pura, libre, entera voluntad y por los buenos
medios, y se debe afirmar la verdad solo en cuanto uno la conoce, no
porque otro la conozca; sin el propio examen no se debe afirmar ni
negar nada. De ahí que Rizal le dijera al padre Pastells:
[N]o me parece tan censurable el que uno mire sus asuntos bajo el prisma
de su propio juicio y amor propio, pues para algo se los habrá dado Dios.
Porque si hemos de hacerlo a través de prismas ajenos, además de lo poco
práctico del caso y habiendo tantos prismas como individuos hay, no
sabríamos cuál elegir y, en la selección, tendríamos que valernos del
propio juicio -a no ser que elijamos infinitamente, de lo que resultará que
unos y otros seríamos sabios en casa ajena, ellos dirigiendo nuestras
acciones y nosotros las de ellos y todo sería confusión, a no ser que por los
unos reneguemos de nuestro juicio y de nuestro amor propio, cosa que a
mi humilde juicio es ofender a Dios desdeñando sus más preciosos dones.
(Palma 1949: 256)

Vemos en estas palabras la unión krausista de razón y


dignidad humana. No vivir en armonía con un criterio racional es
indigno de una criatura a la que Dios ha dotado de la capacidad de
pensar. Del mismo modo, toda persona debe escoger su camino de
acuerdo con lo que su corazón le dice que es lo correcto. Al indicarle
el padre Pastells que debería haber puesto su energía en otras causas
144 Asia en la España del siglo XIX

más importantes, Rizal contesta: “Es muy posible que haya otras
mejores que la que he abrazado, pero mi causa es buena y esto me
basta” (Retana 1907: 258).
También relacionado con el krausismo es la importancia que
Rizal otorga a la verdad. El amor a la verdad le permite ir más allá de
lo personal y considerar su lucha por Filipinas como una lucha por la
humanidad. “Dices que luchas por mí y por mis paisanos” -le dice a
su amigo Blumentritt- “te doy las gracias. Pero te rogaría que
lucharas no por mí y por mis paisanos, sino por la verdad; mis
paisanos y yo pronto pereceremos, y tú debes trabajar por lo
imperecedero” (Palma 1949: 114).
Por lo que se refiere a la comprensión de las fuerzas en las
que se basa la sociedad, Rizal también sigue de cerca el pensamiento
de los filósofos alemanes. Al igual que Hegel, Rizal piensa que el
despotismo está estructurado siguiendo el modelo patriarcal. El
déspota asume con relación al pueblo el rol que el padre tiene con sus
hijos menores de edad y de ahí que del mismo modo que “en una
casa, donde el padre de familia tiene una autoridad ilimitada, él es el
responsable de las cosas. Las miserias de un pueblo sin libertad no se
deben achacar al pueblo sino a sus gobernantes” (Palma 1949: 146).
Relacionado con el concepto de Rizal de que un pueblo sin libertad
no es responsable de sus defectos está la idea de que las
características de los distintos grupos raciales vienen dadas por
aquellos que los dominan, quienes insisten en su inferioridad para
tener una excusa para seguir ejerciendo su opresión. En el fondo, las
verdaderas diferencias no están pues en la raza, sino en las distintas
realidades sociales que afectan la existencia de los grupos humanos.
En definitiva, Rizal piensa que el ser humano debe
desconfiar de todo dogmatismo porque, detrás de cada idea, siempre
está el hombre que la ha formulado. Y, por lo tanto, la posibilidad de
que la idea haya sido manipulada por aquel que la expresa.
Igualmente, Rizal considera que todo ser humano tiene
responsabilidades contraídas con sus semejantes. Su deber es actuar
para ayudar a perfeccionar la humanidad, pero hacerlo siempre
siguiendo los dictados de su razón, evitando de este modo acatar
irreflexivamente las opiniones de los demás. Es decir, el pensamiento
de Rizal está en la misma línea que, más tarde, seguirían los
existencialistas: la acción humana se encuentra en la concepción de
todas las cosas, el hombre no es una conciencia que pueda abstraerse
Narrativa de denuncia social en Filipinas 145 
 
del mundo que lo rodea, nuestro Yo determina la imagen que los
demás proyectan de nosotros, no es posible establecer hasta qué
punto lo que vemos en algo está ahí o es una proyección nuestra, todo
ser humano está en una posición en la que debe escoger y esta
elección debe ser dictada por su conciencia.
Como he apuntado anteriormente, la marginación y la
represión que los españoles imponían a los filipinos llevan a Rizal
primero a su identificación con la clase oprimida y después a intentar
comprender el carácter de las diferencias que permiten que un pueblo
sojuzgue a otro. Retana observa que Blumentritt, quien fue amigo
íntimo de Rizal y su primer biógrafo, señala que la superioridad con
que los españoles trataban a los filipinos fue algo que, siendo Rizal
todavía un niño, lo llevó a reflexionar sobre la situación política de su
país. Según Blumentritt, Rizal se preguntaba en qué ley o
fundamento moral se basaban los blancos para creerse superiores a
los demás seres humanos. No tardó en caer en la cuenta que la
inteligencia de sus compatriotas no era en nada inferior a la de los
peninsulares:

En nuestros colegios se explica todo en español, -decía- lengua madre para


los españoles y extraña para nosotros; nosotros, por esto mismo, tenemos
que hacer un esfuerzo mayor de inteligencia, que ellos para comprender y
expresar una cosa: es así que [...] no se nota diferencia alguna entre
españoles e indios en los colegios; luego nuestra inteligencia es superior a
la de ellos. (Retana 1907: 24)

También en esta época escolar comprendió Rizal que los


españoles consideraban que la sumisión y la obediencia de los
filipinos eran rasgos innatos de su carácter, cuando en realidad, si los
filipinos se mostraban sumisos y respetuosos era porque conocían el
carácter violento de los españoles y temían incurrir en su ira.
Lamentablemente, el concepto que de los filipinos tenían los
españoles había llegado a calar en el espíritu de los mismos filipinos
y, frecuentemente, éstos se consideraban una raza inferior. Dedujo
entonces que, si sus compatriotas participaban de la misma
convicción que él tenía respecto a las virtudes de la raza filipina,
sería posible elevar el orgullo patrio. A partir de este momento, Rizal
se trazó el objetivo de ayudar a su pueblo a recuperar su dignidad
nacional.
146 Asia en la España del siglo XIX

A lo largo de su vida, Rizal estudió la cultura de Filipinas en


todas sus manifestaciones, creó asociaciones culturales y sociales,
reafirmó el interés de científicos europeos en la civilización tagala,
escribió tratados y estudios de todo tipo, y con sus obras de ficción,
sus artículos y sus discursos consolidó el espíritu independentista
filipino. Entre todas sus obras destaca la recopilación de los Sucesos
de las Islas Filipinas (1609) de Antonio de Morga (1559-1636).11
Rizal leyó la crónica de Morga durante su estancia en
Londres en 1890 y la encontró especialmente interesante por la
imparcialidad con que se narraba la conquista. Morga no disminuía la
importancia de las culturas autóctonas, antes bien, criticaba la actitud
colonial de los españoles y, más concretamente, el papel jugado por
las órdenes religiosas en la ocupación de las Islas. Rizal, que, como
apunté anteriormente, consideraba el control político que los
sacerdotes ejercían en las islas como un factor determinante de su
atraso, vio en la divulgación de la obra de Morga una posibilidad de
trazar los orígenes de los males que afectaban a su país a la vez que
subrayaba las virtudes del pueblo filipino. A tal efecto, Rizal añadió
al texto de Morga una serie de anotaciones y comentarios tan
extensos como el mismo texto. Para algunos autores estas
anotaciones responden al simple deseo del autor de demostrar que,
con la llegada de los españoles, el pueblo filipino perdió sus
libertades y de rectificar algunos datos históricos que se habían
falseado (Palma 1949: 158), mientras que otros consideran que Rizal
iba más allá de la constatación de este hecho y que el verdadero
propósito del autor era propagandístico y que lo que en realidad
quería Rizal era demostrar que la conquista había aniquilado una
civilización que, de otro modo, se habría desarrollado hasta alcanzar
un nivel de evolución muy superior al que la había conducido el
gobierno español (Retana 1907: 175). No resulta nada descabellado
que éste fuera el verdadero propósito de Rizal, si tenemos en cuenta
su deseo de devolver a sus compatriotas su orgullo patrio. De hecho,
ya diez años antes, Rizal había escrito una zarzuela, Junto al Pasig
(representada en 1880 por los alumnos de la Academia de Literatura
Castellana del Ateneo Municipal de Manila), donde, mediante una
técnica puramente palimpséstica, fingía glorificar las virtudes de la fe
católica, cuando en realidad decía que la asimilación de esa fe o, lo
que es lo mismo, la aceptación del predominio cultural español era la
Narrativa de denuncia social en Filipinas 147 
 
causa de que los filipinos hubieran perdido un país que era para ellos
su paraíso:

De las aguas surgieron


aquestas islas, que alumbró la aurora;
islas que bellas en un tiempo fueron;
y mientras, fieles a mi culto santo, (la idolatría)
elevaros sus preces
en mis altares, les libré mil veces
de la muerte, del hambre y del espanto.
Los campos rebosaban
de fragante verdura;
sin trabajo brotaban
de la piadosa tierra, entonces pura,
las amarillas mieses;
vagaban por el prado
el cabrito pintado,
el ciervo aligero y las gordas reses;
la diligente abeja
su panal fabricaba mansamente,
y al hombre regalaba miel sabrosa;
retirada en su nido la corneja,
no auguraba doliente
calamidad odiosa;
gozaba entonces este rico suelo
de una edad tan dichosa,
que en sus delicias se igualaba al Cielo;
y ahora sin consuelo,
  triste gime en poder de gente extraña
y lentamente muere
en las impías manos de España!
Empero, yo le libraré, si quiere
doblegar su rodilla
ante mi culto, que esplendente brilla. (Retana 1907: 44)

Obsérvese como a través del uso del lugar común de la edad


dorada, tan propio del estilo renacentista que Rizal imita, se
transmite una clara denuncia de las desventajas del control español de
las Islas.
Con la reedición anotada de los Sucesos de las islas Filipinas
de Morga, Rizal estaba en la misma línea de dignificación nacional
iniciada en sus años de la Academia de Literatura, sin embargo, la
autoridad que le confería la voz de Morga le permitía sustituir la
recreación mítica del pasado nacional utilizada en Junto al Pasig por
148 Asia en la España del siglo XIX

una especie de restauración arqueológica que desmantelaba el


discurso colonial según el cual los filipinos nunca hubieran sido
capaces de evolucionar sin la llegada de los españoles.
Cabe aquí subrayar que la voluntad nacionalista y las
técnicas utilizadas para afirmar su ideología nunca fueron algo
inconsciente en Rizal. Muy al contrario, como ya he mencionado,
todos sus escritos responden a un propósito nacionalista que el
mismo autor hizo explícito en diferente ocasiones. Así puede verse
en la introducción que precede a los Sucesos de las islas Filipinas:

A los filipinos.- En el Noli me tángere principié el bosquejo del estado


actual de nuestra patria: el efecto que mi ensayo produjo, hízome
comprender [...] la necesidad de dar primero a conocer el pasado, a fin de
poder juzgar mejor el presente y medir el camino recorrido durante tres
siglos.
Nacido y criado en el desconocimiento de nuestro Ayer, como
casi todos vosotros; sin voz ni autoridad para hablar de lo que no vimos ni
estudiamos, consideré necesario invocar el testimonio de un ilustre
Español que rigió los destinos de Filipinas en los principios de su nueva
era y presenció los últimos momentos de nuestra antigua nacionalidad. Es
pues la sombra de la civilización de nuestros antepasados la que ahora
ante vosotros evocará el autor [...] El cargo, la nacionalidad, y las virtudes
de Morga, juntamente con los datos y testimonios de sus contemporáneos,
españoles casi todos, recomiendan la obra a vuestra atenta consideración.
Si el libro logra despertar en vosotros la conciencia de nuestro
pasado, borrado de la memoria, y rectificar lo que se ha falseado y
calumniado, entonces no habré trabajado en balde, y con esa base, por
pequeña que fuese, podremos todos dedicarnos a estudiar el porvenir.
(Retana 1907: 173)

Ahora bien, las Filipinas no habían sido vistas como un todo


hasta que llegaron los españoles. Era ésta una concepción ajena a los
mismos filipinos quienes hablaban diferentes lenguas y tenían un
limitado contacto entre ellos. A los liberales filipinos les resultaba
urgente hacer que los habitantes del Archipiélago se sintieran parte
de una patria común para que así se desarrollara su conciencia
nacional. El uso de una lengua común podía ayudar en este propósito.
La adopción del idioma de la metrópoli era pues visto por algunos
como el modo más idóneo para establecer fuertes vínculos entre
España y su colonia, pero, sobre todo, era el camino más rápido para
que los filipinos se sintieran parte de una misma identidad.
Narrativa de denuncia social en Filipinas 149 
 
A Rizal no se le escapaba la contradicción inherente al
intentar unir a los filipinos mediante una lengua que no era nativa de
su tierra y que, de hecho, iba a reafirmar la cultura impuesta por los
invasores. Así, en El filibusterismo, Simoun, el personaje que
representa al revolucionario, y Basilio, el idealista, discuten las
ventajas y desventajas de que el español se convierta en la lengua de
todos los filipinos:
¿A qué venís ahora con vuestra enseñanza del castellano, pretensión que
sería ridícula si no fuese de consecuencias deplorables? ¡Queréis añadir un
idioma más a los cuarenta y tantos que se hablan en las islas para
entenderos cada vez menos! [...]
-Al contrario, repuso Basilio; si el conocimiento del castellano nos puede
unir al Gobierno, en cambio puede unir a todas las islas entre sí.
-¡Error craso! [...] El español nunca será lenguaje general en el país, el
pueblo nunca lo hablará, porque para las concepciones de su cerebro y los
sentimientos de su corazón no tiene frases ese idioma: cada pueblo tiene el
suyo, como tiene su manera de sentir. ¿Qué vais a conseguir con el
castellano, los pocos que lo habéis de hablar? Matar vuestra originalidad,
subordinar vuestros pensamientos a otros cerebros y en vez de haceros
libres, haceros verdaderamente esclavos. Nueve por diez de los que os
presumís de ilustrados, sois renegados de vuestra patria. El que de entre
vosotros habla ese idioma, descuida de tal manera el suyo que ni lo escribe
ni lo entiende, y ¡cuántos he visto yo que afectan no saber de ello ni una
sola palabra! Por fortuna tenéis un gobierno imbécil [...] Uno y otro
olvidáis de que mientras un pueblo conserve su idioma, conserva la prenda
de su libertad, como el hombre su independencia mientras conserva su
manera de pensar. El idioma es el pensamiento de los pueblos. (1997: 94)

Lamentablemente, el dialogismo que domina las voces de la


novela no nos permite ver detrás de qué personaje se escondía la voz
del autor. Rizal que al mismo tiempo que había escrito tratados sobre
la lengua tagala se había quejado amargamente del abandono en que
los frailes tenían la enseñanza del castellano en las Islas,
¿consideraba que el español era la lengua que debía unir a los
filipinos o, como Simoun, quería la erradicación total de la cultura
española de las Islas?
Es preciso comprender que el independentismo de Rizal nace
tanto de su orgullo nacionalista como del ambiguo sentimiento
mezcla de atracción, rechazo y temor que, como todo elemento
colonizado, siente hacia la metrópoli. De ahí que su obra exprese un
violento sentimiento revolucionario que por otro lado intenta
constantemente contrarrestar. Hay en Rizal un profundo humanismo
150 Asia en la España del siglo XIX

que no le permite aceptar que el pueblo tenga que sufrir para alcanzar
la libertad. Conocedor de los procesos revolucionarios, le horroriza
pensar que su país pueda vivir un torbellino semejante al de la
Revolución Francesa. Rizal es un romántico, pero un romántico de
fin de siglo al que el estudio de las experiencias vividas por otros
países ha hecho totalmente pesimista ante las posibilidades de éxito
de aquellos movimientos revolucionarios que no cuenten con una
situación adecuada para su desarrollo.12 Sin embargo, es también
consciente de que las libertades sólo se consiguen con la violencia.
Ese cúmulo de tensiones en las que se agita el sentimiento
nacionalista e independentista de Rizal, aunado al represivo ambiente
literario filipino, es uno de los rasgos más característicos de la
narrativa de Rizal.
En su ensayo, Imagined Communities (1983), Benedict
Anderson ha comentado cómo Rizal formula su concepción
nacionalista a través de sus novelas (1991: 27). Anderson acude a
Noli me tángere para ilustrar algunas de las técnicas que los
novelistas utilizan para trasmitir el sentimiento nacionalista a sus
lectores y subraya las connotaciones que se desprenden de la primera
página del texto. Según el crítico británico, el relato de la fiesta con
que se inicia Noli me tángere, el modo cómo se describen los
personajes, los lugares citados y el tono del relato implican un acto
de complicidad con el lector filipino de la época al que invita a
pensarse como miembro de aquella comunidad única donde lo dicho
por Rizal adquiera un significado particular.
En el análisis de Anderson es posible ver cómo la
presentación de este sentimiento nacionalista no se lleva a cabo de un
modo explícito, sino que el autor hace uso de un estilo muy común en
autores que hacen suya la voz del oprimido. Me refiero a esa retórica
llena de ambigüedades a la que aludía anteriormente y que resulta tan
evidente cuando el autor formula una denuncia social que puede ser
acusada de contener una actitud anti-española. Esta retórica se
caracteriza por diversas estrategias, la connotación que vemos en la
fiesta con que se inicia Noli me tángere es una de ellas y la
multiplicidad de voces simultáneas ofreciendo diversas perspectivas
a la cuestión colonial, el dialogismo, es otra.
Otro de los rasgos que caracterizan la retórica del oprimido
son las tretas narrativas, o falsas pistas de lectura. Empezando por los
mismos títulos de sus novelas, el autor nos orienta hacia ciertos
Narrativa de denuncia social en Filipinas 151 
 
mensajes para después dar un giro y ofrecernos lo opuesto. Así, Rizal
escribe El filibusterismo para decirnos que este término con el que
los españoles denominaban a los separatistas filipinos debería de
atribuirse a los que hacen posible que haya gente que sienta el deseo
de emancipación. Como muy bien lo advirtió Blumentritt en el
prólogo de la novela, los únicos anti-españoles en Filipinas, los
verdaderos filibusteros eran los frailes:

Fácilmente se puede suponer que un filibustero ha hechizado en secreto a


la liga de los fraileros y retrógrados para que, siguiendo inconscientes sus
inspiraciones, favorezcan y fomenten aquella política que sólo ambiciona
un fin: extender las ideas del filibusterismo por todo el país y convencer al
último filipino de que no existe otra salvación fuera de la separación de la
Madre-Patria. (1997: 3)

El título de la primera novela sugiere una lectura aún más


diferente. En carta a Blumentritt, Rizal esbozó una explicación: “Noli
me tángere, palabras tomadas del evangelio de San Lucas, significan
‘No me toques’. El libro contiene, pues, cosas de que nadie entre
nosotros ha hablado hasta el presente; son tan delicadas que no
pueden ser tocadas por ninguna persona” (Palma 1949: 76). En el
artículo ‘Verdades nuevas’, publicado el 31 de junio de 1889, Rizal
hace nuevamente referencia a la frase noli me tángere: “¿Será la
pacífica dominación que afirmaron y aseguraron los frailes como una
pompita de jabón, como un noli me tángere?” (1899: 78). Es decir,
de acuerdo con la cita del Evangelio y con las palabras de Rizal, el
título parece querer indicar que la novela pretende informar de unos
problemas que van a dejar de serlo cuando se empiece a hablar de
ellos pues, a pesar del mal que causan, tienen tan poca solidez que se
desvanecerán con sólo hablarse de ellos.13 Evidentemente, Rizal
estaba seguro que al empezar a discutirse la situación social de las
Filipinas ésta iba a empezar a deshacerse. Sin embargo, los lectores
que se acercaban al texto sin haber oído hablar de él debían esperar
algo bien distinto de un título en latín con referencias evangélicas.
La simpatía con que el autor presenta a algunos de sus
personajes y las reservas con que trata a otros nos pone también sobre
falsas pistas de lectura. Así, el tratamiento que recibe el
revolucionario de El filibusterismo suaviza la repulsa con que la voz
narrativa crítica el que se pierda de vista el factor humano al llevar a
cabo un proceso revolucionario. El arrepentimiento final del
152 Asia en la España del siglo XIX

personaje central de la novela, contrastado con la espiritualidad del


sacerdote que lo acoge en sus últimos días, indica que el autor no
pensaba que la violencia fuera el modo apropiado de responder a la
violencia y que, llegados a una posición crítica, los hombres debían
encontrar en su interior la paz que les negaba la sociedad. Ahora
bien, este mensaje que se desarrolla en un sólo episodio del relato no
podía borrar de la mente del lector filipino de la época las más de
quinientas páginas de denuncia social y propuesta revolucionaria.
El uso de imágenes y metáforas para ilustrar la problemática
social es también muy común en la retórica del oprimido. En el caso
de Rizal esta característica se distingue por el uso de comparaciones
y símiles que caricaturizan el estado de las cosas. En Noli me
tángere, la casa del burgués filipino donde una extravagante
decoración, mezcla de opulencia y escatología, preside la mesa a la
que se sientan las máximas figuras de la colonia es un microcosmos
de la sociedad filipina (1996: 49-53). En El filibusterismo, es un
pesado vapor, sucio a pesar de sus pretensiones de blanco,
majestuoso y grave a fuerza de andar con calma, el que la voz
narrativa equipara a la nave del estado y describe como símbolo del
triunfo sobre el progreso, como un organismo inmutable e imperfecto
que cuando quiere echársela de progresista se da una capa de pintura
(1997: 7).
El mismo narrador nos explica indirectamente el porqué del
uso de la caricatura en su texto al hablar de la risa con que los
estudiantes acogen los fracasos del gobierno:

En un país donde todo lo grotesco se cubre con capa de seriedad, donde


muchos se elevan a fuerza de humo y aire calentado; en un país donde lo
profundamente serio y sincero daña al salir del corazón y puede ocasionar
disturbios, probablemente aquella era la mejor manera de celebrar la
ocurrencia del insigne don Custodio. ¡Los burlados contestaban a la sorna
con una carcajada, al pastel gubernamental respondían con un plato de
pansit y todavía!
Se reía, se chanceaba, pero era visible que en la alegría había
esfuerzo; las risas vibraban de cierto temblor nervioso, de los ojos saltaban
rápidas chispas y en más de uno se vio una lágrima brillar. (1997: 281)

Esa combinación de tragicomedia y burla grotesca, tan


propia de la literatura española de denuncia social de todos los
tiempos, es la fórmula que escoge Rizal para describir el estado de su
país. ¿De qué otro modo podía hablarse de una colonia que no
Narrativa de denuncia social en Filipinas 153 
 
beneficiaba ni a colonos ni a colonizados? Un país donde el elemento
social que supuestamente debía renegar de los bienes materiales, el
clero, era paradójicamente el que tenía mayores riquezas, donde
aquellos que decían velar por la salud espiritual del pueblo eran los
que lo pervertían, donde los policías eran tan temidos como los
ladrones y los que se decían portadores de civilización y el progreso
eran aquellos que mantenían al país en la ignorancia y el atraso.
Tanto en Noli me tángere como en El filibusterismo se
suceden las imágenes y metáforas para denunciar la situación social,
incluso llegan a superponerse las unas a las otras. Así, la burla de los
estudiantes que “celebran” el usual fracaso de los planes progresistas
del gobierno liberal comiendo un pansit es una imagen de la alegría
con que se acogía en Filipinas el anuncio de cualquier proyecto
reformista, proyecto, que, como la voz narrativa señala, muy bien
podía ser un proyecto de un proyecto. Asimismo, la imagen del
pansit se usa también para hacer una metáfora de Filipinas: “Todos
comen y gustan de él y sin embargo hacen melindres y ascos; lo
mismo le pasa al país, lo mismo al gobierno. Todos viven a su costa,
todos participan de la fiesta y después no hay país más malo que
Filipinas, no hay gobierno más desorganizado” (1997: 284).
Al igual que la superposición de imágenes con contenido
social, otros rasgos también propios de la retórica del oprimido los
encontramos en la superposición de mensajes, el palimpsesto, ya
mencionado al hablar de la zarzuela Junto al Pasig, y en el
enmascaramiento de la voz autorial tras otra voz, como hizo Rizal al
acudir a la autoridad de Morga para sostener su tesis nacionalista en
Sucesos de las islas Filipinas. Así pues, el arrepentimiento final del
revolucionario en El filibusterismo podría muy bien considerarse
como un palimpsesto que disimula el mensaje revolucionario que
transmite el texto.
Noli me tángere y El filibusterismo son en realidad una sola
novela en dos partes en la que se describe la problemática colonial de
Filipinas y se apuntan diversas soluciones ante el conflicto. La
primera se inicia con el regreso del protagonista, Ibarra, un joven
mestizo de clase alta, a Filipinas, después de haber estado estudiando
en Europa. En Manila, Ibarra averigua que su padre tuvo unos
problemas con un sacerdote, el padre Dámaso, y, que, a pesar de ser
del todo inocente, fue encarcelado y murió, siéndole negada cristiana
sepultura por considerarlo el P. Dámaso un enemigo de la Iglesia. A
154 Asia en la España del siglo XIX

pesar del resentimiento que Ibarra experimenta por las injusticias


cometidas con su padre, el joven se propone olvidar los agravios
pasados, casarse con María Clara, su prometida, y ayudar al
desarrollo social de su país. Sin embargo, sus altruistas propósitos
sociales se ven obstaculizados por las intrigas de las diferentes
órdenes religiosas que controlan el país. Ibarra fracasa en sus intentos
de establecer escuelas que mejoren la educación del pueblo y también
fracasa en sus deseos de mantenerse neutral ante la situación política.
El padre Salví, un sacerdote enamorado de la prometida de Ibarra,
urde una intriga para acusarlo de revolucionario y el joven es
detenido y encarcelado. Ayudado por Elías, un forajido víctima como
Ibarra del sistema, el joven consigue huir de la cárcel. Fugitivo,
intenta convencer a María Clara que le acompañe, pero al fin debe
abandonarla al confesarle ésta que el padre Salví, sabedor de que ella
es en realidad la hija del P. Dámaso, amenaza con decírselo al que se
cree su verdadero padre si ella insiste en casarse con Ibarra. El joven
intenta entonces salir del país con Elías, pero son sorprendidos por la
guardia civil, quienes matan a Elías creyendo que se trata de Ibarra.
La novela termina con Ibarra, que ha recuperado parte de su fortuna,
huyendo al extranjero y con María Clara, desesperada ante el acoso
del P. Salví del que no la protegen las paredes del convento donde se
ha hecho monja.
En El filibusterismo, Ibarra regresa a Manila convertido en
Simoun, un misterioso joyero americano que seduce a la sociedad
filipina con su lujo y sus riquezas pero que, en realidad, intriga contra
el gobierno proponiéndose provocar un alzamiento popular mediante
el cual poder rescatar a María Clara del convento y sumir al país en
una sangrienta revolución que produzca el cambio social que él tanto
desea. Los planes de Ibarra/Simoun fracasan debido a la
pusilanimidad de su cómplice y a la nobleza de un joven universitario
filipino. María Clara muere en el convento e Ibarra termina sus días
fugitivo de la justicia, pero reconciliado con Dios y arrepentido de
haber pensado que con el uso del mal podía conseguirse el bien.
Aunque hay quien considera que Emile Zola (1840-1902) es
uno de los autores que sirven de modelo a Rizal (Coates 360), como
habrá podido observarse por los argumentos de las mismas, tanto en
Noli me tángere como en El filibusterismo lo que realmente vemos es
una clara influencia tanto del folletín social al estilo de Wenceslao
Ayguals de Izco y Eugène Sue y del melodrama francés de principios
Narrativa de denuncia social en Filipinas 155 
 
del siglo XIX, especialmente de autores como Alexandre Dumas y
Víctor Hugo. El mismo Rizal admitió la influencia que la novela de
Dumas, Le comte de Monte-Cristo (1844), tuvo en la configuración
del argumento de sus novelas. Ahora bien, el contenido social de Noli
me tángere y El filibusterismo acerca mucho más estos textos a Les
Misérables (1862) de Hugo.14 De igual manera, la devoción de Hugo
por el pueblo, su ideología liberal-socialista y sus reservas ante la
violencia revolucionaria parecen haber sido un ejemplo que Rizal
tuvo muy presente en el momento de escribir sus obras.
Sea como fuere, la influencia del romanticismo-social
francés es el rasgo menos importante de Noli me tángere y El
filibusterismo. El valor de las mismas se halla más bien en la
exposición que el autor filipino lleva a cabo de las características de
toda sociedad colonizada. Un aspecto de la obra de Rizal que la
coloca como predecesora de las teorías anticolonialistas. A través de
sus personajes, Rizal describe las mismas consecuencias socio-
psicológicas examinadas años más tarde por el médico y escritor
Frantz Fanon (1925-1961) en sus ensayos Peau noire masques blancs
(1951) y Les damnés de la terre (1961).
Uno de los puntos en los que Fanon hace más hincapié a lo
largo de sus estudios es en la importancia que la asimilación del
lenguaje de la metrópoli tiene en toda sociedad colonizada (1952:
33). Puesto que dominar un idioma que nos es ajeno supone también
la asimilación de la cultura que se formula mediante este idioma, el
aprendizaje del idioma es parte del proceso civilizador propuesto por
el sistema colonial para superar el desfase cultural que separa al
colonizador del colonizado. Es decir, es el camino que va a hacer que
el colonizado adquiera esa blancura cuya meta no es otra que el
obtener el estatus de igualdad con el colono, el estatus que le permita
exigir la libertad de autodeterminación política. Ahora bien, como al
sistema colonial no le interesa que el pueblo colonizado esté en
condiciones de exigir su libertad, los organismos en el poder
insistirán en la necesidad del aprendizaje de la lengua de la metrópoli
al mismo tiempo que dificultarán su enseñanza y, cuando esto no
pueda evitarse, negaran la capacidad de aquellos en proceso de
aprenderla. Asimismo, la variante lingüística colonial se mostrará
como un signo de inferioridad del pueblo colonizado lo que le
infundirá una fuerte inseguridad y afirmará su dependencia cultural y
política.
156 Asia en la España del siglo XIX

Es ésta precisamente la estrategia colonial seguida por las


órdenes religiosas en Filipinas. Mientras el gobierno español dictaba
la necesidad de que los filipinos hablaran castellano, los sacerdotes se
ocupaban de sabotear cualquier intento de aprendizaje de esa lengua,
afirmaban la inseguridad lingüística de los hablantes y limitaban su
conocimiento a una minoría selecta a la que creían poder controlar.15
Rizal, que ya se había ocupado en varias ocasiones de este asunto,
articula sus novelas de manera que dejen totalmente al descubierto la
estrategia colonial de los sacerdotes.
Así, en Noli me tángere, el máximo afán de Ibarra, el
protagonista, es crear una escuela que enseñe castellano a los
filipinos. El gobernador español en Filipinas está de acuerdo con los
planes del joven pero, conocedor de la influencia que los sacerdotes
ejercen tanto en la población de las Islas como en la Corte, duda del
éxito de su empresa. Efectivamente, los obstáculos puestos por las
órdenes religiosas y sus intrigas para mostrar al protagonista como un
enemigo de España dan al traste con su proyecto educativo.
La actitud de los sacerdotes respecto a la enseñanza del
castellano a los filipinos, la constante humillación de la población,
especialmente de aquellos que aspiraban a mejorar su estatus cultural
y la imposición de una dinámica opresiva en todos los aspectos de la
sociedad queda bien descrita en el capítulo “Aventuras de un maestro
de escuela”. En este capítulo, el maestro explica a Ibarra como el P.
Dámaso, mediante una serie de humillaciones e insultos, lo desanimó
en sus intentos de enseñar el castellano. Cuando el maestro intentó
hablar en castellano con el sacerdote éste se rio de él y le dijo en
tagalo “No me uses prendas prestadas; conténtate con hablar tu
idioma y no me eches a perder el español que no es para vosotros.
¿Conoces al maestro Ciruela? Pues, Ciruela era un maestro que no
sabía leer y ponía escuela” (1996: 182). Al ver cuestionadas su
capacidad de comunicarse en castellano y su conocimiento de la
materia que enseña, el maestro se dedica a estudiar y analizar cuanto
texto cae en sus manos y sus lecturas lo convencen de que la
enseñanza es mucho más efectiva cuando no se emplean métodos
violentos y cuando se afirma la autoestima de los alumnos y se les
anima al estudio. Sin embargo, cuando los padres de los estudiantes
se enteran de la nueva técnica educativa del maestro se quejan de que
el maestro no emplee los castigos y el P. Dámaso lo obliga entonces a
volver a la vieja técnica de los azotes y los insultos. La reacción de
Narrativa de denuncia social en Filipinas 157 
 
los padres de los estudiantes nos muestra cómo en la escuela fue
donde ellos aprendieron a funcionar dentro de un sistema opresivo,
sistema que han asimilado hasta el punto de hacerlo parte de la
dinámica familiar. Y es que, en el sistema colonial, el maestro es un
intermediario que tiene como función llevar la violencia, la opresión
a la escuela para que de allí llegue a la familia; si se quiere mantener
el status quo, es preciso que todos los segmentos sociales asimilen y
recreen la dinámica del sistema en el poder.
El afán de emular el modelo impuesto por el sistema colonial
y el consecuente sentimiento de inseguridad cuando se subraya su
incapacidad por acceder a este modelo hace que algunas personas
intenten superarse (como es el caso del maestro de escuela) pero, en
la mayoría de los casos, da lugar a una amarga frustración que puede
llegar a expresarse mediante un estado de esquizofrenia en la que el
individuo se siente entre dos culturas, ajeno a las dos y rechazado por
ambas. Ese es el caso de Doña Consolación, la esposa filipina del
alférez de la Guardia Civil.
Desde el inicio de su relación el alférez ha insistido en la
incapacidad de Doña Consolación para asimilar la lengua española y,
siendo él mismo un hombre lleno de inseguridades, ha intentado
mantener el predominio sobre ella a fuerza de palos. La dinámica
existente entre ambos está marcada por la violencia a que los
conduce el querer ser algo que ni el uno ni el otro pueden ser y ver
reflejado su propio fracaso en el de su compañero. La situación es
especialmente frustrante para Doña Consolación pues su unión al
guardia civil, si bien la ha apartado de su entorno, llevándola incluso
a olvidar su lengua materna, no ha supuesto su admisión en la
sociedad española. Doña Consolación es una mujer amargada que no
sabe expresarse correctamente en ninguna lengua, que no entiende la
civilización española y que, sin embargo, rechaza la filipina. Su
matrimonio con el alférez fue para ella lo que Fanon denomina un
proceso de blanqueamiento (1952: 54) pues, como tantas mujeres de
color en una sociedad colonial, Doña Consolación al ser aceptada en
matrimonio por un español creyó adquirir todo aquello que en su
mente se relacionaba con el europeo: poder, belleza, inteligencia,
cultura, elegancia y riqueza, pero lo único que obtuvo fue el rechazo
y el aislamiento. Su esposo se avergüenza de ella y, a pesar de su
matrimonio, ni los suyos ni los peninsulares la consideran mucho
más que una querida de militar.
158 Asia en la España del siglo XIX

Consecuentemente, como todo elemento al que se le ha


arrancado por la fuerza una tradición y una cultura sin ofrecérsele
otras a cambio, Doña Consolación solo ha asimilado la violencia y la
arrogancia del proceso colonizador. Así, cuando los peninsulares la
excluyen de su grupo, reacciona con violencia hacia los suyos. Esto
puede verse cuando azota a Sisa, víctima, como la misma
Consolación, de los abusos del sistema colonial. Con este acto de
violencia, Doña Consolación intenta conseguir de Sisa, es decir de
los de su raza, el reconocimiento que le niegan los españoles.
Hundida en el vórtice de sus frustraciones y sus complejos, el látigo,
atributo del blanco, es para la mujer del alférez el símbolo de la
superioridad alcanzada al entregarse al conquistador.
Doña Victorina, la burguesa filipina que al igual que Doña
Consolación se ha casado con un peninsular con la ilusión de mejorar
su estatus social, es otro ejemplo de lo que Fanon denominaría
éréthisme affective (1952: 68) y que puede considerarse como
perversiones coloniales del amor. Como Doña Consolación, Doña
Victorina es una caricatura del afán por blanquear la raza
experimentado en las sociedades coloniales. Sin embargo, ambos
personajes tienen un rasgo común que les confiere una característica
única frente a otros tipos coloniales, sus problemas para comunicarse
apropiadamente tanto en la lengua nativa como en la castellana. Lo
que dentro de la novela de Rizal, actúa como un símbolo o imagen
del grave problema lingüístico que afectaba a la colonia española.
De Doña Victorina, la hispano-filipina que, como dice la voz
narrativa, aunque hablaba mal el castellano, era más española que
Agustina de Aragón, sabemos que “había mirado con gran desdén a
muchos adoradores filipinos que tuvo, pues sus aspiraciones eran de
otra raza” (Rizal 1996: 401). Efectivamente, la pobre mujer ha vivido
toda su vida obsesionada por encontrar un extranjero que quisiera
casarse con ella y no pocos se han aprovechado del racista afán
matrimonial de la señora para sacarle su dinero pero, cuando ya creía
quedarse para vestir santos, Doña Victorina hizo realidad su deseo
casándose con Don Tiburcio Espadaña, un oficial de oficinas sin
puesto, cojo, tartamudo, calvo, mellado y baboso que, en la pobreza
más absoluta, se hacía valer del prestigio que inspiraba todo español
en Filipinas para hacerse pasar por médico. La absurda alianza de
Doña Victorina y Don Tiburcio permite a Rizal ahondar en el
patético clasismo de la burguesía filipina. Como señala Fanon en Les
Narrativa de denuncia social en Filipinas 159 
 
damnés de la terre, el colonizado, a fin de asimilar la cultura del
opresor, tiene que hacer suya la manera de pensar de la burguesía
colonial (1997: 79). Éste es el caso de todos los burgueses de la
novela, desde el Capitán Santiago, quien permite que los frailes y las
autoridades se aprovechen de sus bienes, hasta el mismo Ibarra con
sus pretensiones de mejorar la situación de su patria aplicando los
modelos sociales impuestos por los europeos y cerrando los ojos a los
sufrimientos de los suyos. De ahí que Elías le reconvenga el que
desoyera a los suyos cuando las cosas parecían irle bien a él: “La
súplica de las desgracias no llegaba hasta vos: desdeñasteis sus
quejas porque eran quejas de criminales; disteis más oídos a sus
enemigos y, a pesar de mis razones y ruegos, os pusisteis del lado de
sus opresores” (Rizal 1996: 554).
Así es, Ibarra, el burgués liberal amigo de los desposeídos, es
el nieto del que causara la desgracia de la familia de Elías, símbolo
de las desgracias del sistema colonial impuesto a las Islas. El
incendio de la casa de Ibarra, la pérdida de sus bienes y su forzado
exilio, al igual que la tragedia de su prometida, hija ilegítima de un
sacerdote, no suponen la expiación de las responsabilidades por su
pertenencia a un sistema injusto, sino que es visto como la
imposibilidad de la existencia de una burguesía en un país
colonizado. Como años más tarde señaló Fanon al analizar el sistema
colonial (1961: 191), también Rizal comprendía que una burguesía
nacional auténtica era algo imposible en un país colonizado pues,
como clase social, la burguesía solo puede sobrevivir convirtiéndose
en un títere de la colonia o de la revolución. La incapacidad de Ibarra
para ser ese títere colonial lo lleva a adoptar una actitud
revolucionaria que, como puede verse en la conclusión de El
filibusterismo, solo consigue la desaparición de su clase. Así, Ibarra
muere derrotado, desengañado y arrepentido y su fortuna, símbolo de
su clase social, termina en el fondo del mar a la espera de que la
encuentren aquellos hombres que la emplearan para llevar a cabo un
fin santo y sublime.
Para Rizal, este fin santo y sublime era elevar la razón y la
dignidad del individuo, enseñarle a amar lo justo, lo bueno y lo
grande hasta morir por él. Éste y no otro fue el objetivo de la obra de
Rizal: preparar a su pueblo, mostrarlo cómo amar la libertad porque
sin que el pueblo supiera antes apreciar este privilegio de todo ser
humano no tenía sentido que se le concediera la independencia.
160 Asia en la España del siglo XIX

Como señala uno de sus personajes: “¿A qué la independencia si los


esclavos de hoy serán los tiranos de mañana? ¡Y lo serán sin duda
porque ama la tiranía quien se somete a ella!” (1997: 401- 402).
Desgraciadamente, los escritos de Rizal no bastaron para que
los filipinos comprendieran el mensaje de su autor y el sistema
colonial español no se deshizo al ponerse al descubierto la debilidad
de las fuerzas que lo sostenían. Eso sí, sus novelas fueron suficientes
para que cayera sobre él la condena de las órdenes monásticas y que,
instigado por ellas, el gobierno español detuviera a Rizal, lo acusara
de traidor y lo fusilara. Rizal tuvo muchas oportunidades de huir
pero, sabedor de que su familia pagaría por él, no aprovechó ninguna
de esas oportunidades, se mantuvo firme en sus convicciones y dio
muestras de fidelidad a España hasta el final. Paradójicamente, el
comportamiento de Rizal antes de morir, la realización de lo que
había pregonado a través de los personajes de sus novelas fue lo que
determinó la independencia de Filipinas. Al ajusticiar a Rizal, España
mató al primer filipino libre y, aunque sea solo en la figura de uno de
sus miembros, una vez un pueblo obtiene su libertad ya no puede
volver a perderla.
Narrativa de denuncia social en Filipinas 161 
 
Notas
1. Cabe mencionar que el nombre completo de Rizal es José Rizal-Mercado y
Alonso. Mercado es el apellido de su padre, pero, al parecer se unió a éste el de Rizal
para evitar confusiones puesto que había muchos Mercado en el área donde ellos
vivían. Sin embargo, a excepción de Rizal, los demás miembros de la familia
ostentaron el apellido Mercado hasta que Rizal fue detenido, entonces la familia
entera reivindicó ese apellido como un apellido que les era propio.
2.  La importancia que para Rizal tuvo la muerte de estos sacerdotes queda fuera de
toda duda al leer la dedicatoria que precede a su novela El filibusterismo:
A la memoria de los presbíteros Mariano Gómez (85 años), D. José Burgos
(30 años) y D. Jacinto Zamora (35 años). Ejecutados en el patíbulo de
Bagumbayán el 28 de febrero de 1872. La religión al negarse a degradaros,
ha puesto en duda el crimen que se os ha imputado, el Gobierno al rodear
vuestra causa de misterio y sombras hace creer en algún error, cometido en
momentos fatales, y Filipinas entera, al venerar vuestra memoria y
llamaros mártires, no reconoce de ninguna manera vuestra culpabilidad. En
tanto, pues, no se demuestre claramente vuestra participación en la
algarada caviteña, hayáis sido o no patriotas, hayáis o no abrigado
sentimientos por la justicia, sentimientos por la libertad, tengo derecho a
dedicaros mi trabajo como a víctimas del mal que trato de combatir. Y
mientras esperamos que España os rehabilite un día y no se haga solidaria
de vuestra muerte, sirvan estas páginas como tardía corona de hojas secas
sobre vuestras ignoradas tumbas, y todo aquel que sin pruebas evidentes
ataque vuestra memoria, que de vuestra sangre se manche las manos!
(1997: 29)
3.En Vida y escritos del Dr. José Rizal, Wenceslao Emilio Retana (1862-1924),
señala que, en realidad, Rizal tuvo que irse de Filipinas porque se había enfrentado a
un catedrático que humillaba constantemente a los estudiantes y éste juro no
aprobarlo nunca (1907: 53).
4. De hecho, Rizal efectuó tres viajes a Europa. El tercero cuando se alistó como
médico en el ejército español para ir a la Guerra de Cuba. En este tercer viaje se
recibió la orden de su detención y, al llegar a Barcelona, se le encerró en el castillo
de Montjuich, saliendo horas después para regresar a Filipinas donde se le juzgó y
ajustició.
5. Eso sí, a pesar de la represión, en Filipinas los liberales debían estar al corriente de
las críticas que suscitaba la política española en las Islas. Prueba de ello es que
muchos de los condenados en Cavite, lo fueron simplemente por descubrirse que
poseían libros supuestamente contrarios a la política colonial española o por estar
suscritos a periódicos españoles que habían defendido al clero filipino (Véase para
mayor información Retana 1907: 111).
6. Retana y Palma señalan que en 1892 se estableció en Filipinas la primera logia
masónica, Nilad, cuyos antecedentes se encuentran en la Solidaridad, la logia que los
filipinos crearon en Madrid. Sin embargo, The Encyclopedia of Freemasonry
menciona que en 1756, la Inquisición juzgó en Filipinas a dos irlandeses acusados de
ser masones. La enciclopedia cita el libro de Teodoro M. Kalaw (1884-1940) La
Masonería Filipina, en el que se indica que las primeras ceremonias masónicas
162 Asia en la España del siglo XIX

tuvieron lugar en Filipinas durante la ocupación de Manila por los ingleses en 1762-
1764 y establece como una probabilidad que el interés de los filipinos por la
francmasonería se iniciara en ese periodo. Lo cierto es que en 1829 se confiscó un
cargamento de libros masónicos con dirección a las Filipinas y la primera logia
filipina, Primera Luz Filipina, fue establecida en Cavite en 1856 por los oficiales
José Camps y Monge y Casto Méndez Núñez (1824-1869). Esta logia estaba bajo la
administración de la logia portuguesa Gran Oriente Lusitano y no admitía a filipinos.
Es decir, en Filipinas no hubo logias donde se  admitieran filipinos hasta 1892, pero
sí hubo logias masónicas para europeos. Para más información ver: Encyclopedia of
Freemasonry (1950: 772).
7. El hecho más importante de este primer viaje a Alemania fue la relación que Rizal
inició con el que sería su más fiel amigo y una de las grandes figuras de los estudios
filipinos, el profesor Ferdinand Blumentritt.
8. Era tal esta obsesión que, en sus diarios, cuando hablaba de alguna de sus
amistades, Rizal solía hacerlo en clave (véase Retana 1907: 90).
9. Desde agosto de 1892 hasta mayo de 1893, hallándose Rizal ya deportado en
Dapitán, Pastells le escribió una serie de cartas en las que intentaba convencerlo de
lo equivocado de sus ideas.
10. Obsérvese que ese no dudar de Dios de Rizal se asienta en un razonamiento
pragmático que nos hace pensar en los planteamientos que Miguel de Unamuno
(1864-1936) expusiera en su novela San Manuel bueno, mártir (1933), según los
cuales, si Dios no existe es preciso creer lo contrario para que nuestras vidas tengan
una razón de ser.
11. Puede consultarse la edición de Los sucesos de las islas Filipinas de Antonio de
Morga llevada a cabo por Rizal y reeditada por W. E. Retana. El texto incluye un
prólogo de Blumentritt.
12. La correspondencia de Rizal con sus amigos muestra que el escritor filipino
conocía la necesidad de un ambiente social propicio para que la independencia de
Filipinas tuviera éxito. En una carta escrita el 30 de enero de 1892, cuando Rizal
andaba pensando en fundar una colonia filipina en la isla de Borneo, su amigo
Blumentritt le señala que: “Una revolución no tiene probabilidades de éxito a menos
que: (1) Se rebele una parte de la marina y la armada; (2) La metrópoli esté en guerra
con otra nación; (3) Haya dinero y municiones disponibles, y (4) algún país
extranjero otorgue su apoyo oficial o secreto a la insurrección. Ninguna de estas 
condiciones existe en Filipinas” (Palma 1949: 225).
13. Bernhard Dahm, en ‘Rizal and the European Influence’, ofrece otra explicación:
“Rizal wrote of a cancerous tumor so malignant that it became inflamed at the
slightest touch and caused intense pain (hence the title, which means do not touch
me).”
14. Resulta evidente que Rizal sentía que existe un paralelismo entre las miserias de
los grupos colonizados y los del proletariado. Como Hugo había hecho con su
novela, Rizal (a través del personaje central de su obra) denomina a este grupo “los
miserables, los que vagan perseguidos.” Rizal prefería a Hugo a los escritores
franceses y españoles de su época. El respeto hacia el autor francés resulta obvio
cuando Sandoval (uno de los  personajes más conservadores y negativos de El
filibusterismo) intenta criticar los méritos de Hugo y sólo consigue hacer evidente la
Narrativa de denuncia social en Filipinas 163 
 
ignorancia y el chauvinismo de los que como él consideraban la obra de Hugo
sentimental y obsoleta.
15. Retana recoge las palabras pronunciadas por el ex-ministro de ultramar D.
Manuel Becerra (1820-1896), con motivo de un discurso pronunciado ante la
comunidad hispano-filipina en 1890 en Madrid:
En cuanto a que la realización de mis planes pueda contribuir a que
Filipinas se separe de España, me limitaré a decir ante vosotros, que sabéis
de dónde procede tal acusación, que tengo en mi poder una carta de un
personaje que me amenazaba a mí, es decir, al Ministro de Ultramar,
diciéndome que si me empeñaba en llevar la enseñanza obligatoria del
castellano a Filipinas, tal vez las órdenes monásticas tomarían otras
disposiciones que pudieran ser contrarias a España. (1907: 196)

 
 
VI

Viajeros accidentales a Oriente

Reflexiones coloniales en los libros de viajes a Filipinas: Los


esbozos y las pinceladas de Pablo Feced
El libro de viajes es probablemente el género literario de más difícil
definición. Para algunos autores no se trata ni de un género, sino de
un término colectivo con el que se designan aquellos textos que
tratan de un viaje (Borm 2002: 13). Claro que estas mismas palabras
encierran ya en sí la definición de género pues ¿qué son los géneros
literarios sino grupos en los que clasificamos las obras por su
contenido y forma? El problema con el libro de viajes no es que no
sea un género, sino que la determinación de su forma nos plantea más
problemas que cualquier otro género literario. De ahí que Mary Baine
Campbell lo considere un género de géneros (1988: 6), Jonathan
Raban lo compare con una casa en la que los más distintos géneros
pueden terminar en una misma cama (1988: 253) y Jan Borm acepte
como libro de viajes a toda narración, predominantemente no ficticia,
que relate, por lo general en primera persona, un viaje cuyo
protagonista el lector identificará tanto con el narrador como con el
mismo autor (2002: 17). Por último, Odile Gannier se hace eco de
todas estas opiniones y lo define como:

[T]out texte de forme et de contexte culturel variable, ayant pour base,


thème, cadre, un voyage supposé réel ou au moins affirmé comme tel,
assumé par un narrateur qui s’exprime le plus souvent à la première
personne. Le récit de voyage allie des domaines et des genres différents, et
s’accommode de l’hétérogénéité : à la limite, sa spécificité échappe à la
taxinomie générique. (2001: 9)1
166 Asia en la España del siglo XIX

Ahora bien, ¿cómo clasificaremos aquellos textos que no se


anuncian con el propósito de narrar un viaje y sin embargo nos
hablan de entornos ajenos a la realidad inmediata del autor que
fueron vistos por él durante su estancia en ese lugar? ¿Podríamos
considerarlos libros de viajes o por el contrario deberíamos verlos
como cuadros costumbristas? ¿Los pondríamos dentro de la
englobadora categoría de crónicas periodísticas o por el contrario los
consideraríamos relatos autobiográficos, una variante de las
memorias? ¿Cómo deberíamos de considerar los textos que reúnen
todas estas características y además expresan una reflexión política
con la esperanza de que las autoridades tomen las medidas necesarias
para solucionar los problemas encontrados por el autor? El libro de
Pablo Feced, Filipinas. Esbozos y pinceladas, nos plantea todos estos
problemas de clasificación, al mismo tiempo que nos ofrece
interesantes perspectivas sobre el colonialismo español en Extremo
Oriente.
Los apartados que comprende Filipinas. Esbozos y
pinceladas se publicaron inicialmente por separado en un periódico
y, previa aprobación de la censura, fueron posteriormente recogidos
en un volumen. Como sus títulos sugieren (‘En Manila’, ‘En viaje’),
los dos primeros apartados se estructuran como si se tratara del relato
de un viaje, pero las descripciones de espacios y tipos concretos que
siguen a estos apartados parecen apuntar más bien al cuadro
costumbrista (‘El tribunal’, ‘El fraile’, ‘El domingo’). Ahora bien, el
contenido de los apartados más que el ingenuo retrato de un tipo
humano o el de un entorno social, expresa críticas y planteamientos
que tienen mucho de denuncia social (‘Los chinos’, ‘El arte de tratar
al indígena’). Otros apartados consisten en replicas a los
planteamientos sobre Filipinas expuestos por distintas personalidades
de las ciencias y las letras (‘El doctor Blumentritt’, ‘La novela
filipina’2) o en apelaciones a figuras de la política nacional (‘La
agricultura filipina’, ‘En globo’), dirigidos a los ministros de
Ultramar y Fomento. El libro concluye con una reflexión claramente
política (‘¡¡Incolonizable!!’) seguido de un apartado titulado
‘Postdata’. Es posible por lo tanto afirmar que lo que empieza como
un aparente libro de viajes evoluciona paulatinamente hasta
convertirse en una reflexión de carácter sociopolítico sobre la
cuestión colonial filipina. Una reflexión en la que, una vez más, se
insiste en la necesidad de aplicar en las Islas el modelo colonial
Viajeros accidentales a Oriente 167

británico incurriéndose así en la misma contradicción vista


anteriormente en Barrantes. Si como claramente señala Feced nada
más iniciar su relato, los filipinos, esos sonámbulos de rostros
inmóviles, tan limpios de pelos como de signos de energía, son
nuestros compatriotas (1888: 8) y las Filipinas son nuestras
provincias de Ultramar, nuestra España remota, como diría Emilia
Pardo Bazán en su reseña del libro de Feced3, ¿cómo es pues
pensable aplicar en ella un régimen colonial? La contradicción es
absolutamente evidente y, sin embargo, esa manera de convertir en
provincias territorios tomados por la fuerza es un rasgo tan propio de
la política expansionista española que sus contradicciones han
terminado hasta por pasar desapercibidas. Unas veces considerados
españoles, otras veces designados por una identidad nacional que, por
otro lado, se les niega. ¿Qué son realmente? Obviamente ciudadanos
cuando interesa y súbditos coloniales cuando no. Españoles para lo
que conviene y la otredad cuando no es así. Lo mismo sucede con el
territorio y la política que debe aplicarse para administrarlo. Tan
pronto se hablará ufanamente de él como de nuestras provincias de
Asia en las que se ha aplicado la Constitución como en el resto de la
nación, como de nuestras colonias a las que debe de aplicarse una
enérgica política colonial.
Así, los panegiristas del sistema colonial inglés verán a los
filipinos como un pueblo al que se debe de someter y explotar, para
lo cual es preciso hacer como hacen los británicos con los pueblos
que colonizan. Es decir, aprender sus lenguas y costumbres
manteniéndolos en la ignorancia de las nuestras para mejor
manipularlos y negarles siempre nuestros derechos. Sin embargo, la
aplicación de tal política hubiera supuesto admitir que España estaba
en Filipinas para su propio provecho y no para el del Archipiélago,
cuando el discurso oficial sostenía todo lo contrario. En
consecuencia, se concedía a las Filipinas el título de provincia de
España y a los filipinos el de ciudadanos, por lo que estos se
encontraban amparados por la Constitución ante cualquier política de
explotación colonial. Ahora bien, como en su momento hicieran los
representantes de España en las colonias españolas en América, las
órdenes de Madrid se acataban, pero no siempre se cumplían, con lo
que el indígena recibía un ambiguo tratamiento especial que unas
veces permitía que se le avasallara y otras, por el contrario, lo
favorecía de tal modo que causaba la indignación de los peninsulares.
168 Asia en la España del siglo XIX

Estos, que en realidad se sentían en Filipinas representantes de una


potencia colonial, consideraban que los derechos que se reconocían a
los filipinos menguaban su autoridad. Como señala Luis Ángel
Sánchez Gómez en ‘Élites indígenas y política colonial en Filipinas
(1847-1898),’ el español peninsular envidiaba e incluso temía a las
autoridades y élites indígenas, lo que incrementaba su desprecio
hacia los filipinos (1996: 422).
Feced termina su libro insistiendo en la ignorancia que en
España se tiene sobre la índole del pueblo filipino, en el potencial
económico del Archipiélago, en la necesidad de propulsar una
emigración enérgica y emprendedora, y en la reforma del Estado.
Libro de viajes, cuadro costumbrista o tratado colonial, démosle la
categoría que queramos. Filipinas. Esbozos y pinceladas ilustra con
toda claridad esa mentalidad española que se distingue por su
explícita voluntad de inclusión y por su implícita incapacidad
integradora, por su insistencia en querer que se vea al Estado Español
como una nación, pero que, paradójicamente, rechaza lo que mejor
podría definir su esencia nacional, su carácter multicultural, y,
finalmente, por un proclamado desinterés humanista y un romántico
quijotismo que contradicen la rapacidad expansionista en la que se ha
desarrollado un estado nación jerárquico y excluyente.

Inicios de un discurso postcolonial: los viajes por Filipinas de


Juan Álvarez Guerra
El mejor ejemplo que tenemos de libros de viajes por Filipinas lo
constituye el texto en tres volúmenes de Álvarez Guerra, Viajes por
Filipinas, De Manila a Tayabas, De Manila a Albay y De Manila a
Marianas. Aunque no puede decirse que se trate de una obra de
calidad literaria, sí que es posible afirmar que es uno de los pocos
textos que, efectivamente, describe un viaje en vez de ofrecernos una
colección de reflexiones variopintas con pretensión de narrar un
viaje. El rasgo que caracteriza la obra es el afán de desmentir ciertos
prejuicios y mitos sobre las Filipinas y, en particular, sobre sus
habitantes. En De Manila a Tayabas, tras la descripción del viaje, la
voz narrativa niega que sea cierto la falta de sentimiento y capacidad
de amar de que se acusa a las filipinas. A tal efecto, incluye leyendas
populares, como El puente del suspiro (1887: 43), y anécdotas de
viaje. En De Manila a Marianas se vuelve a insistir en el tema de la
mujer filipina a la que se describe como buena para los negocios,
Viajeros accidentales a Oriente 169

pero perezosas cuando son ricas. Asimismo, se dice de ella que


asume sus faltas sin remordimientos (1887: 115) y acepta los
sufrimientos con resignación e indiferencia, como las muchas
filipinas que se ven sometidas por las deudas de sus progenitores a un
servicio doméstico equiparable a la esclavitud (1887: 117). El
volumen incluye también una breve historia de la conquista de las
Marianas, critica la ignorancia de los españoles sobre Filipinas y
reflexiona sobre el daño causado por la Constitución (1887: 131). De
Manila a Albay es de los tres textos, el más monótono y carente de
interés. Se inicia con el relato del viaje y con un episodio galante en
el que el narrador promete a una joven que escribirá un libro
narrando el viaje de ambos. Sin embargo, el relato termina siendo
una tediosa enumeración de datos que asemeja mucho más un
informe demográfico que un libro de viajes. No tengo la menor duda
que, de haber caído el libro en manos de la joven viajera, ésta no le
hubiera encontrado otra utilidad que el de ser un eficaz somnífero.
Al publicarse la obra en 1899, el autor incluyó un apéndice,
titulado ‘Orígenes y causas de la Revolución Filipina’, precedido de
una nota al lector en la que aclara que el patriotismo, la prudencia y
la censura no le permitieron decir muchas cosas que hubiera deseado
decir cuando escribió Viajes por Filipinas por lo que se ha decidido
a añadir ese apéndice de manera que, si en el relato de los viajes el
lector ha sido puesto al corriente de lo que España ha perdido, con la
lectura del apéndice comprenderá el porqué se perdió (1887: s/p). En
rasgos generales, la explicación que nos ofrece es la confirmación de
los temores argüidos por todos aquellos escritores que intentaron
analizar la cuestión filipina y podrían ser resumidos de la siguiente
manera: Habiendo desaparecido con la apertura del Canal de Suez el
aislamiento en el que se encontraban las Islas, llegaron nuevas ideas,
se implementó una Constitución que no se cumplía, las leyes se
aplicaron con arbitrariedad, los mismos peninsulares adoptaron
actitudes sediciosas manteniendo la discriminación del indígena sin
saber utilizar las diferencias entre los nativos para su propio
provecho. Por otro lado, aumentó el descredito nacional e
internacional del poder español, hubo en las Islas una profusión de
ideas subversivas que se intentaron acallar con represiones violentas
y hubo un cambio en el clero nativo que rompió el equilibrio del
poder religioso en el Archipiélago.
170 Asia en la España del siglo XIX

Respecto a la incapacidad de los españoles para utilizar las


diferencias entre los nativos para su propio provecho, Álvarez
concuerda con Julián González Parrado, quien en el texto de En Paz
y en guerra (1898) acusa a los españoles de no haber sabido utilizar
las comunidades musulmanas para controlar el Archipiélago.4 En la
misma línea de pensamiento se encuentra Las islas Filipinas.
Mindanao (1898) de Benito Francia y Ponce de León y Julián
González Parrado, libro que presenta una introducción en la que se
analizan las causas de la insurrección, haciendo hincapié en el error
de los españoles de no haber sabido congraciarse el favor de los
musulmanes y haberlos mantenido como constantes enemigos,
permitiendo así que se aliaran con los insurgentes. Ahora bien, el
libro de Francia y González Parrado es más una crónica militar que
un libro de viajes, aunque la cantidad de digresiones históricas lo
alejan igualmente de este género.5
Con todo, es difícil determinar el género al que pertenecen
estos textos debido a la hibridez de los mismos. En Paz y en guerra
consta de tres partes. La primera, titulada ‘Artículos varios’, gira en
torno al protagonismo de musulmanes convertidos al catolicismo que
colaboraron con los españoles en las guerras filipinas, incluyendo un
primer artículo que sirve de antecedente a este tipo de alianzas, pues
trata de la vida de Cid Hiaya, quien fue un musulmán aliado de los
Reyes Católicos en la conquista del reino de Granada. El segundo
apartado narra un viaje a China y Japón con un apéndice sobre el
ejército japonés. El tercer y último apartado se titula ‘Glorias
nacionales’ y ofrece datos históricos sobre figuras relevantes de la
conquista de las islas Filipinas. Es por lo tanto posible afirmar que es
un libro que combina características propias de los libros de viajes
con digresiones históricas. Algo que, como habrá podido apreciarse,
es frecuente en los libros sobre Extremo Oriente escritos por
españoles, ya que, después de todo, muchos de sus autores eran
militares sin una preparación literaria que los hiciera preocuparse por
cuestiones de estilo y géneros, y con un claro interés por la historia
de hechos de armas. Sin embargo, el caso no es el mismo en lo
concerniente a los libros escritos por los diplomáticos, como
podremos ver en el siguiente apartado.
Viajeros accidentales a Oriente 171

Los viajes a Oriente de Adolfo de Mentaberry


Al hablar de los libros del siglo XIX que relatan viajes a Oriente,
Jean-Claude Berchet sostiene que los mismos pueden verse como una
materia en el sentido en que, en el siglo XII, se usó ese término para
designar el conjunto de leyendas del Ciclo Artúrico, la Materia de
Bretaña. Efectivamente, si consideramos los libros de viajes que se
escriben a lo largo del siglo XIX, advertiremos, ante todo, el gran
número de títulos que anuncian el relato de un viaje al Próximo
Oriente o al Levante y, si procedemos a su lectura, podremos
comprobar que estos textos se caracterizan, no solo por su temática
sino también por su presentación, pudiéndose por lo tanto afirmar
que estamos ante un subgénero narrativo que desarrolla una materia
concreta.
Con todo y que España no cuenta ni con la calidad ni con la
cantidad de relatos de viajes al Próximo Oriente que encontramos en
la literatura de otros países, lo cierto es que el número es tal que no es
posible llevar a cabo en estas páginas un estudio pormenorizado de
los mismos.6 Sin embargo, el libro Viaje a Oriente. De Madrid a
Constantinopla de Adolfo de Mentaberry reúne hasta tal punto todas
las características de esta materia que su análisis nos permitirá
comprender tanto los propósitos de ese tipo de libros como su
específica formulación.
Adolfo de Mentaberry viajó en 1864 a Siria, al ser nombrado
vicecónsul de España en Damasco, y de allí fue trasladado, en 1867,
a Estambul. Aunque el suyo fue un viaje por cuestiones
profesionales, su recorrido, tal y como está descrito en su libro, es el
tradicional de todo viajero de la época a esta región del mundo:
Egipto, Palestina, Líbano, Siria, Islas Griegas y Constantinopla.
Excepción hecha de la Grecia continental e Italia, es prácticamente el
mismo periplo realizado por Gustave Flaubert y Maxime du Camp
entre 1849 y 1851, es decir el circuito ideal de todo viaje a Oriente, si
bien el de Mentaberry, al no tratarse de un viaje de placer, supone,
por un lado, una estancia de varios años que le permite estudiar la
lengua árabe y, por otra, limitaciones, ya que Mentaberry tan sólo va
a donde lo envían sus superiores, por lo que no llega a visitar
Jerusalén, destino obligado de todo viajero al Cercano Oriente.
A pesar de los adelantos en los medios de comunicación,
pues la línea de barcos de vapor de las Mensajerías Francesas cubría
ya regularmente la distancia entre Marsella a Alejandría y era
172 Asia en la España del siglo XIX

también posible ir en ferrocarril de Alejandría a El Cairo, más de diez


años después del viaje de Flaubert y du Camp, recorrer esta parte del
mundo todavía exigía cierto espíritu aventurero. No siempre era
posible alojarse en hoteles confortables y, en ciertas regiones, el viaje
a caballo con una escolta era todavía necesario. Por lo que el relato
del viaje a Oriente que Mentaberry nos ofrece se caracteriza por esta
combinación de anécdotas propias del turismo de masas, pero
también del viaje abierto a todo tipo de aventuras y contratiempos, o
como dice Mentaberry, por esos incidentes cotidianos del viajero
europeo en un vagón de primera clase y por los que sufre ese mismo
viajero cuando atraviesa, a lomos de un camello, el sudario de arena
que envolvió a los 500.000 soldados de Cambises (2007: 21). Ahora
bien, las potencias europeas habían consolidado su poder en el
Imperio Otomano y el viajero ya no se enfrentaba con los mismos
peligros que diez años antes, por lo que por un lado, el relato pierde
su aura de aventura romántica y, por otro, como los viajes en grupo
todavía no habían alcanzado su punto más álgido y la empresa
colonial no había enfrentado sus primeras derrotas, no encontramos
las habituales quejas del viajero de fin de siglo ante los estragos del
turismo o el cuestionamiento del pretendido papel civilizador de
Occidente. Sin embargo, de las dos variantes, el relato de Mentaberry
se acerca mucho más a las fórmulas del viaje a Oriente establecidas
por los escritores románticos que no a los planteamientos que
expresarán autores de fin de siglo, como Pierre Loti o Louis Bertrand
(1866-1941) en Francia o, en el mundo hispánico, Enrique Gómez
Carrillo o Luis Valera.7
En la introducción a Le Voyage en Orient, Berchet determina
cuáles son los rasgos que caracterizan la materia del viaje a Oriente.
Éstos son los siguientes: actitud amateur opuesta a todo
enciclopedismo; técnicas narrativas propias de la novela (cartas,
diario, descripción, retrato, diálogo, meditación...), pero sin la intriga
de la novela y por lo tanto más libre; práctica de la discontinuidad
que parece reproducir el mismo ritmo del viaje; tendencia a tratar la
realidad oriental como un cuadro de costumbres; perspectiva
autobiográfica que justifica la constante presencia de divagaciones y,
finalmente, aparente espontaneidad, puesto que no hay ningún frescor
en estos relatos, por el contrario, se trata de una constante repetición,
una constante reescritura de lo ya dicho. El viaje a Oriente reposa en
un principio estético de la variación, sin embargo la variación está
Viajeros accidentales a Oriente 173

aquí al servicio de la repetición. Es cierto que describe la otredad,


pero una otredad que es la misma, ya que es la descripción del “otro”
descrito una y otra vez (2007: 11-12).
Todas estas características las encontramos en el libro de
Mentaberry. Al inicio del relato, el narrador se presenta de una
manera desenfadada como alguien que nos quiere invitar a
reflexionar sobre la historia, el estado y las costumbres de los países,
pero sólo si nos apetece, si no nos cansa la lectura.
Consecuentemente, Mentaberry nos ofrece una gran cantidad de
información histórica, pero no la presenta con aspiraciones
académicas, evitando en todo momento las enumeraciones botánicas,
zoológicas, étnicas y geográficas que encontramos con tanta
frecuencia en los libros de viajes a Filipinas, los cuales, como habrá
podido observarse, oscilan siempre entre el relato de viajes y el
informe más o menos científico o histórico.
En cuanto a la estructura, Mentaberry sigue la de su viaje, el
cual nos es narrado mediante la técnica habitual que intercala
descripciones, anécdotas, diálogos y relatos con comentarios sobre la
historia y la geografía de los lugares que se recorren. Por lo que
respecta a la temporalidad, encontramos lapsos de varios meses o
incluso años entre un recorrido y el siguiente hasta llegar a un final
abrupto después de la descripción de la última escala del viaje,
Constantinopla, omitiéndose la narración del viaje de regreso a
España.
La falta de intriga confiere efectivamente al relato cierta
libertad en la presentación y esa misma libertad permite al autor
eludir las confidencias que son de esperar en toda narración
autobiográfica. De hecho, la misma voz narrativa deja bien claro en
las primeras páginas que le parece de mal gusto explicar a los
lectores cuestiones personales (2007: 22). El Viaje a Oriente de
Mentaberry es por lo tanto uno de esos textos que Juan Goytisolo, en
el prólogo a los Viajes por Marruecos, Trípoli, Grecia y Egipto de
Alí Bey, denomina memorias desmemoriadas, relatos autobiográficos
en los que los escritores españoles siempre dejan en el tintero lo
personal (1994: XVII), que quizá sería lo más jugoso de la historia.8
No quiero decir con ello que Mentaberry solo describa paisajes y
pueblos, nuestro autor menciona también anécdotas personales, pero
se queda siempre en lo superficial. Como buen diplomático, es
siempre discreto al hablar de los demás y, cuando cree que va a
174 Asia en la España del siglo XIX

darnos una opinión poco positiva de los mismos, prefiere acudir a la


típica estrategia literaria de citar tan solo sus iniciales. Así, al narrar
su encuentro con Lady Jane Digby (1807-1881), una aristócrata
inglesa famosa por cambiar de amantes y maridos con más facilidad
que de vestido (2007: 198) y por su matrimonio a la usanza
musulmana con un jeque árabe mucho más joven que ella, prefiere
llamarla condesa D. Sin embargo, la nota autobiográfica le permite
introducir una divagación sobre la naturaleza de los hombres y las
mujeres orientales, con lo que, como puede verse, el relato se
estructura en base a anécdotas autobiográficas de poca importancia,
que dan inicio sin embargo a divagaciones que desarrollan temas
importantes sobre la cultura y la sociedad oriental, presentando con
esta técnica un entramado de cuadros de costumbres, reflexiones
históricas y descripciones geográficas que se superponen. Con
frecuencia se trata de las mismas costumbres, descripciones y datos
históricos que el lector ha podido encontrar ya en otros libros, pero
que aquí se presentan, si no con el frescor de la novedad al menos
con el de la variación. Y es que, como señala Berchet, el viaje a
Oriente no busca tanto descubrir lo nuevo como esclarecer lo mismo
(1985: 12). Con la escritura del viaje a Oriente, Mentaberry, como
tantos otros escritores occidentales, reconoce las obsesiones
colectivas para así establecer un orden cultural que se afirma como el
propio de Occidente. Es el viaje a los orígenes o, como señala
Mentaberry, a “la fuente y el origen de todos los bienes, el consuelo y
el remedio de todos los males de la humanidad” (2007: 19). Ir a
Oriente, supone pues viajar a la región en la que “principia todo,
desde el sol que alumbra los espacios, hasta la fe que enciende las
almas; desde la regia pompa que exalta la fantasía, hasta el
sentimiento cristiano que aspira la caridad; desde el numen alado de
la poesía, hasta el genio sangriento de la devastación” (2007: 19).
Berchet nos explica claramente los motivos de este viaje
iniciático: el siglo XIX europeo sentía la necesidad de volver a los
orígenes para llevar a cabo la síntesis universal que consideraba su
misión (1985: 12). Se trataba pues obviamente de un trabajo
arqueológico: la exhumación del pasado occidental cubierto por el
paréntesis histórico impuesto por la ocupación musulmana, la cual
era preciso retirar si se quería recuperar la herencia de Occidente,
pero, por este mismo motivo, porque era necesario apartar la realidad
musulmana, se trataba también de una empresa colonial: la
Viajeros accidentales a Oriente 175

reapropiación de los europeos, en nombre de la continuidad de las


civilizaciones, de un espacio que era ahora la patria de los
musulmanes y que Occidente había decidido considerar su tierra
materna (Berchet 1985: 12).
No nos encontraremos pues con un viaje a la realidad de
Oriente, sino más bien con un viaje al pasado mítico de Occidente.
Por un lado, un viaje a la Grecia clásica que hará que los viajeros
vean el paisaje transfigurado por la magia que encierra sus nombres.
Véase en el siguiente fragmento cómo la descripción no es sino
evocación:

[E]l Neptuno bogaba rápidamente por el mar de las Cícladas, archipiélago


formado por las islas de Symi, Gnido, Naxos, Pharos, Delos, Tinos, Syra,
Milo y Santorini, tan bellas y florecientes en la antigüedad como
devastadas y pobres hoy, pero ricas siempre de recuerdos que inflaman con
el fuego de la poesía la mente del viajero, porque las ruinas de Gnido traen
a la memoria la Venus de Praxíteles, que actualmente se halla en el museo
de Florencia; Symi es la patria de Ninco, el más hermoso de los griegos
que fueron a Troya, después del valiente hijo de Peleo, según Homero; en
Naxos fue abandonada Ariadna por Teseo; Pharos no es célebre desde que
sus mármoles no se explotan; mas vio nacer a Archiloco, y allí recibió
Milcíades las heridas de que debía morir; Delos está desierta, pero es la
cuna de Apolo y de Diana, en cuyo templo se daban cita todos los pueblos
de la Grecia antigua; en Milo se construyó la famosa estatua de Venus, que
está en el museo del Louvre; Santorini es un volcán mal extinguido; y
todas, en fin, han sido teatro de grandes acontecimientos en los tiempos
heroicos, pareciendo que a través de los siglos resuenan todavía sus
nombres en el canto harmonioso de los poetas antiguos, repetido por las
brisas del mar Egeo. (2007: 254)

Por otro lado, el viaje a Oriente será también el reencuentro


con los familiares lugares santos recorridos mil veces en las lecturas
de la infancia, en los rezos, en los Evangelios. Aunque en este
aspecto más que los lugares santos es la tierra la que, “después de
haber sido cuna del género humano, fue elegida por Dios para
sustentar la de su divino Hijo y ser teatro de todos los misterios de la
redención del mundo” (2007: 19-20), se pretende recuperar. De este
modo, si en la Edad Media fue la reposesión de los santos lugares lo
que movió a los cruzados, para los escritores decimonónicos es el
deseo de una dominación que lleve “la civilización occidental [...]
hasta el desierto, uniformándolo todo con la librea moderna” (2007:
176 Asia en la España del siglo XIX

20) de manera que el europeo, dueño de sus creencias, de su culto, de


su industria y de sus recreos, lleve el progreso a Oriente (2007: 65).
Por último, el viaje a Oriente supone para el viajero
occidental un encuentro con la otredad que le permite una
reafirmación de su identidad europea basada, ante todo, en un marco
geográfico específico. De ahí que el silencio de Mentaberry del viaje
de regreso a España sea significativo, pues al no hablarnos de la
Grecia continental, que es de suponer que recorriera en su trayecto de
vuelta, nos está diciendo que no habla de ella porque no es Oriente,
sino una parte más de Occidente y su relato solo iba a ocuparse de
Oriente. En otras palabras, el autor establece indirectamente los
específicos límites geográficos de Oriente, determinando así lo que
debemos circunscribir en una y otra civilización. Como dice Said,
Oriente se veía entonces como una entidad geográfica sobre cuyo
destino Occidente creía tener títulos tradicionales. No era el producto
de un descubrimiento súbito como América, sino una zona al este de
Europa que se definía en función de Europa, y esa zona geográfica
era también una zona cultural, política, demográfica, sociológica e
histórica (2003: 296). Es decir, un área geográfica que constituía un
todo coherente, aunque paradójicamente, a los ojos de Occidente, esa
cohesión la constituía su misma indefinición. Así pues, ante los
vestigios del pasado, el hombre occidental hace suya una trayectoria
histórica específica y, ante el Oriente multiforme e indefinido, se
concibe miembro de una civilización uniforme y totalmente definida.
Por consiguiente, a lo largo del relato de su periplo, la figura de
Mentaberry se nos va a ir mostrando como la de alguien que
pertenece a una civilización determinada por un pasado y por una
herencia cultural claramente establecidos, por la civilización
producto del pensamiento engendrado por una Grecia clásica, pero
igualmente por una religión originaria de Oriente, la cristiana, que ha
sabido prevalecer a lo que él denomina el fanatismo del sable
musulmán (2003: 343). Es decir, miembro de la civilización
occidental, Mentaberry es por lo tanto un ente ajeno al entorno que
describe y cuya contraposición define su identidad.
Naturalmente, el proceso que determina lo que supone ser
occidental precisa de una definición de lo que implica ser oriental.
Así, frente a una concepción de Occidente determinada por el
progreso, en la que se aprecia el trabajo, la producción y el bienestar,
se contrapone la ancestral inmovilidad oriental reticente al cambio e
Viajeros accidentales a Oriente 177

indiferente al progreso. La confrontación de dos concepciones tan


opuestas y tan fuertemente marcadas por connotaciones positivas y
negativas es inevitable, por lo que la voluntad occidental de
transformar el mundo de acuerdo con su imagen (y con sus
ambiciones) facilitará que el expansionismo político y la política
colonial de Occidente vengan secundadas por un discurso reductor de
la realidad oriental y por una idea regeneradora que, como señala
Said, permeará todo lo que se escribe sobre Oriente.
A tal efecto, a través del viaje a Oriente, podemos decir que
se reafirma la concepción de un Oriente inmovilista condenado a
desaparecer, al que solo la civilización occidental puede devolver su
primitivo esplendor.9 El estudio de Berchet establece claramente esta
tendencia del discurso occidental a través de los textos de los
escritores franceses: “Sommeil, engourdissement maléfique, mort
sont des images de plus en plus fréquentes” (1985: 19). Por supuesto,
a pesar de que España no tenía pretensiones expansionistas en el
Cercano Oriente, Mentaberry no es ajeno a este discurso, después de
todo, los escritores que reflejaban ese modo de pensar sobre Oriente
no formaban parte de ninguna conspiración colonial, sencillamente
exponían unas ideas comúnmente aceptadas y repetidas infinidad de
veces. Unas ideas que, sustentadas en prejuicios, no estaban exentas
de contradicciones. De ahí que que Mentaberry declare: “Las
ciencias, las artes y la industria en Asia se han perdido o permanecen
estacionarias, porque el árabe no lee, no estudia, no trabaja, no
inventa nada: compra y vende, duerme y se divierte. He aquí su vida”
(1985: 201), pero que se queje igualmente cuando encuentre
inquietudes reformistas: “No pudiendo crear nada, quieren los árabes
de la escuela reformista perfeccionar lo antiguo y osan retocar con
brocha profana la obra de un pincel divino, el grandioso cuadro de su
civilización pasada” (1985: 201). Y es que, como afirma Said, “todo
europeo, en todo lo que podía decir sobre Oriente era, en
consecuencia, racista, imperialista y casi totalmente etnocéntrico”
(1985: 274). Efectivamente, para el europeo del siglo XIX, imbuido
de tesis degenerativas y explicaciones biológicas sobre la desigualdad
de las razas, los árabes eran como sostiene Mentaberry, un pueblo
degradado, cobarde, perezoso e ignorante que tenía:

los vicios de una raza envilecida por la servidumbre y entregada a un


materialismo grosero, con los cuales juntan los árabes modernos, los
178 Asia en la España del siglo XIX

reformistas partidarios de los usos occidentales, que aspiran a mostrarse


enteramente a la europea y solo consiguen destruir las maravillas de su
civilización antigua sin realizar los progresos de la moderna, todos los
defectos inherentes a un refinamiento de cultura, pudiendo decirse de ellos
que, bárbaros y corrompidos, tienen todos nuestros vicios, sin ninguna de
nuestras cualidades. (2007: 200)

Con semejante modo de pensar, no resulta extraño que Mentaberry


termine su libro profetizando el futuro ruso de Constantinopla y
hablando de la decadencia de la ciudad otomana, que está llamada a
desaparecer porque es como si “en el ámbito de la hermosa Bizancio
se respirase una atmósfera enervante como la del gineceo de una
cortesana y letal como sus besos” (344).10
La sexualización de la oposición Occidente/Oriente de lo que
Said ha dado en llamar discurso orientalista está llena de metáforas
como la anterior, hasta el punto que la mujer termina siendo un
sinónimo de la tierra a la que se pretende poseer. Así, al mencionar la
necesidad de que nuestra civilización se imponga en Oriente,
Mentaberry hace el siguiente comentario:

Lo único que se considera intacto, lo único que puede redimirse fácilmente


es la mujer: la mujer confinada en el misterio del harén, aislada de todo
movimiento social, acostumbrada a considerar a su marido como un amo,
le ha respetado mientras era fuerte y aún le teme; mas ahora que le ve
degradado le desprecia, mostrando su aspiración a elevarse hasta un ser
superior en el hecho de no dar nunca a su esposo un rival musulmán. Es
fiel, o se vende, o si se entrega por amor es a un cristiano, es a un europeo.
(2007: 201)

Como señala Berchet, el discurso occidental no cesa de


feminizar a Oriente para justificar su posesión (1985: 20). Obsérvese
que el término mujer podría fácilmente substituirse aquí por Oriente
y nos encontraríamos con un planteamiento mucho más
comprensible: Oriente está cansado de sus déspotas y está dispuesto a
ser colonizado. Ahora bien, de las palabras de Mentaberry se
desprende que no se refiere a toda Asia, sino que específicamente
está hablando del Oriente islámico. Es decir, la oposición no es en
términos generales entre Occidente y Oriente, sino concretamente
entre cristianismo y mahometanismo, algo que no nos sorprende
viniendo de un español tan católico como Mentaberry que, además,
recorre el Líbano solo cinco años después de las matanzas de
Viajeros accidentales a Oriente 179

cristianos que hicieron que Napoleon III enviara un cuerpo


expedicionario. La actitud de Mentaberry no era por otro lado única,
Said traza el origen de esta animadversión a la amenaza que supuso
para los reinos cristianos la hegemonía militar del islam a lo largo de
toda la Edad Media. De hecho, Mentaberry acude a textos medievales
para sostener que el Corán es “un plagio del Evangelio y que sus
sectarios deberían de llamarse heréticos y no infieles” (2007: 131).
Así lo vemos cuando menciona haberlo leído en la Historia de las
cruzadas de Jacques de Vitry (1160-1240), quien, por otro lado, no
escribió una historia de las cruzadas sino una historia de Jerusalén
(Historia Orientalis seu Hierosolymitana). Basándose pues en lo que
ha leído, Mentaberry afirma que Mahoma fue “un tiñoso fanático e
iluminado que supo inflamar con el fuego de su alma ambiciosa el
espíritu de las tribus árabes, sacándolas de la inercia y la abyección
más groseras para llevarlas a la conquista del mundo y fundar el
imperio universal de la media luna, con el que había soñado en los
delirios de su organización epiléptica extraviada” (2007: 100-101) y
que todo lo que hay de bueno en el Corán ha sido tomado del
cristianismo por lo que no debería considerársela una religión nueva,
puesto que el islamismo “no es más que un cristianismo bastardo,
degenerado, incompleto y bárbaro, hijo natural de las herejías de
Arrio, Eutiques y Nestorio” (2007: 126). ¿Qué propósitos tienen tales
aseveraciones? Sencillamente, desacreditar una sociedad para así
poder excusar su conquista: Oriente se encuentra bajo el yugo del
despotismo musulmán, los musulmanes pertenecen a una civilización
nacida de la ambición de un loco que, basándose en el cristianismo,
creó una religión herética que lanzó a tribus primitivas a la conquista
del mundo. Es decir, Oriente está sometido por una civilización que
debe desaparecer porque no hay ni en ella ni en la religión que la
generó nada válido ni auténtico.11
Ahora bien, no se trataba solamente de dominar las regiones
ocupadas por los musulmanes sino de regenerarlas recreándolas (Said
2003: 277). Ese proyecto regeneracionista tuvo su punto culminante
en la transformación física que supuso la obra de Ferdinand de
Lesseps. En 1869, poco tiempo después de que Mentaberry afirmara
la necesidad de que la civilización occidental dominara en Oriente, el
Canal de Suez reconstruía la geografía de Oriente para que, como
sugiere Said, Occidente pudiera penetrar en su seno y obtener los
frutos de su posesión (2007: 129). Curiosamente, Mentaberry fue uno
180 Asia en la España del siglo XIX

de los primeros en atravesar ese camino entre continentes, cuando, en


1869, el mismo año de su inauguración, atravesó el Canal de Suez
camino de China a donde lo llevaba el desempeño de un nuevo cargo
diplomático. De esta experiencia tenemos otro libro de viajes,
Impresiones de un viaje a la China (1876), en el que podemos
también observar que, contrariamente a lo afirmado por Said en el
prólogo a la edición española de su libro, España no “es una notable
excepción en el contexto del modelo general europeo cuyas líneas
generales se describen en Orientalismo” (2003: s/p).
Naturalmente, el contenido y, por consiguiente, el propósito
de este segundo libro de viajes de Mentaberry diferirán del primero.
El narrador adopta aquí también un tono desenfadado sin
pretensiones enciclopédicas, pero veremos que, si bien los seis
primeros capítulos siguen la pauta del viaje, con pocas notas eruditas,
algunas reflexiones sobre la política colonial, y frecuentes menciones
a anécdotas del viaje y de lo sucedido en las escalas, el tono cambia
con la llegada del narrador a China. A partir de ese momento, se va a
recurrir mucho más a lo leído que a lo visto, acudiéndose
frecuentemente a la obra de sinólogos franceses e ingleses hasta el
punto de que el libro se cierra con un capítulo en el que se resume lo
dicho por Eugène Buissonet sobre la Gran Muralla China, ya que
Mentaberry no llegó a visitarla. Resulta curioso pensar que el autor
sintiera la necesidad de hablar de la Gran Muralla cuando no la había
visto, aunque para ello tuviera de trocar su papel de viajero por el de
transcriptor. Podríamos considerar que una mención a la Gran
Muralla en un libro de viajes a China podía verse como algo
indispensable, pero todo viaje al Próximo Oriente dedicaba siempre
un apartado a Jerusalén y, sin embargo, en Viaje a Oriente,
Mentaberry no transcribe lo dicho por otros sobre Jerusalén. El
porqué de la inclusión del viaje de otro a la Gran Muralla es una
incógnita imposible de desvelar, pero que subraya el arbitrario hilo
argumental y la apropiación de fuentes en que se apoya
frecuentemente la estructura del libro de viajes.
Por lo demás, la descripción que el autor hace de China
sorprende por la parquedad en cuestión de anécdotas personales que,
como podrá verse, son por otro lado las comunes a todos los viajeros
occidentales de la época. Ante todo, se declara decepcionado ante la
decadencia del Celeste Imperio y aquí nuevamente nos encontramos
con la impresión sobre el quietismo oriental ya vista cuando
Viajeros accidentales a Oriente 181

Mentaberry describe el mundo islámico: los chinos son impasibles


ante la decadencia de su país que, ufanos como todavía lo están de su
pasado esplendor, no pueden ni percibir. Son gente indiferente al
progreso y fiel por pereza a sus tradiciones más rancias (2008: 149).
Ahora bien, también aquí encontramos las mismas contradicciones
que vimos en el texto sobre el Próximo Oriente: China se va
transformando al contacto con Europa aceptando las armas y
máquinas occidentales por conveniencia (2008: 153), sus ejércitos
reciben instrucción militar europea, se construyen arsenales y buques
blindados, los negociantes chinos hablan inglés o francés (2008: 161)
y la población empieza a viajar en buque de vapor y locomotora o
acude al telégrafo cuando desea informarse del precio de la seda en
Lyon o Londres (2008: 163). ¿Es pues un país inmóvil o no?
Naturalmente Mentaberry presenciaría los contrastes de un país en
vías de desarrollo en el que la modernización se introducía
lentamente y eso lo llevaría a pensar unas veces en su inmovilidad y
otras en su progreso, pero ¿cómo puede sostener que son sonámbulos
delirantes (2008: 149) que no perciben la transformación de su país
(2008: 153) cuando, por otro lado, nos dice que se interesan por el
precio de los mercados europeos y que son ellos los que hablan inglés
y francés y no los occidentales los que hablan chino? Me parece
evidente que su juicio viene marcado probablemente por lecturas
previas, pero, sin duda, por una actitud de superioridad ante la
otredad que no le permite ver plenamente la complejidad del
momento que atraviesa la sociedad china después de las desastrosas
consecuencias a que la condujeron las humillantes derrotas en las
Guerras del Opio.
El otro lugar común que encontramos con los demás
escritores que describen la China del siglo XIX es el horror que ésta
les causa. Un horror que, como vimos al hablar del libro de Valera,
viene dado por la suciedad, los olores, la comida y, en última
instancia, la crueldad. A Mentaberry, las calles le parecen cloacas y
el ambiente de las ciudades mefítico, dice que los chinos se alimentan
de insectos vivos causantes de lepra y elefantiasis, y que se distraen
viendo cómo torturan y decapitan a los reos en ejecuciones públicas.
En pocas palabras, China tiene todos los síntomas que se atribuyen a
las sociedades primitivas o inferiores y que, por el mero hecho de
serlo, precisan ser civilizadas, lo que explica y excusa que se ejerza
sobre ellas una política colonial. Con todo, Mentaberry, que aplaude
182 Asia en la España del siglo XIX

la labor colonial de España en Filipinas y desearía que ésta fuera más


contundente, dice que los habitantes de Singapur carecen de dignidad
por haber sido una población eternamente dominada, por lo que, a
pesar de su esplendido cielo, su ostentosa vegetación, su tráfico
comercial, su confort y abundancia, Singapur es un lugar triste y
opresivo que hace que uno quiera abandonarlo cuanto antes (2008:
114). Ésta es una prueba más de la contradictoria ideología de los
libros de viajes escritos por los españoles que ni pueden escapar del
discurso colonial imperante en el momento de su producción ni de
unos cuestionamientos humanitarios que han marcado al
colonialismo español desde que, en 1514, Fray Bartolomé de las
Casas (1484-1566) renunciara a sus encomiendas y que, en 1550, los
Reyes Católicos constituyeran la Junta de Valladolid para encontrar
un modo humanitario de conquista y colonia. Unas juntas que, como
es sabido, enfrentaron a las Casas con Juan Ginés de Sepúlveda
(1490-1573) y tuvieron como consecuencia la promulgación de unas
Nuevas Ordenanzas de las Indias que protegían a los indígenas, las
cuales, sin embargo, raramente fueron aplicadas.11 Ahora bien, el
aspecto más relevante de Impresiones de un viaje a la China no es ni
su intertextualidad ni su contradictorio tono colonialista, sino el
exagerado carácter misógino de sus anécdotas, divagaciones y
referencias culturales.
Al igual que en su primer libro, Impresiones de un viaje a la
China se inicia con la declaración del narrador de que no piensa
hacer confidencias, pero aquí es más explícito, no lo va a hacer
porque no quiere alarmar la exquisita sensibilidad de ninguna bella
lectora “diciéndole si le fue doloroso o no desprenderse de los dulces
lazos con que la naturaleza forma o anuda la simpatía para lanzarse a
navegar por mares peligrosos” (2008: 44). Puesto que en el inicio a
Viaje a Oriente, el narrador también hace alusión a un encuentro que
quizá había conmovido su corazón cuando asistía a un baile la noche
antes de partir de viaje (2007: 22), hay quien ha pensado que el autor
podría estarse refiriendo a su futura esposa, Isabel Centurión y
March.13 Lo cierto es que, de ser así, no se desprende que el autor
estuviera muy contento con su boda14, pues a lo largo de todo el
relato, más que estar ante las impresiones de un viaje, al lector le
parece estar leyendo un ensayo que tiene como objetivo criticar la
institución del matrimonio y, al mismo tiempo, dar una imagen poco
edificante de la mujer. En efecto, ya en la primera página, el narrador
Viajeros accidentales a Oriente 183

nos dice que es costumbre inveterada contar maravillas de los viajes


a países remotos y que esas maravillas deben de tomarse con tantas
reservas como las “apoteosis que ciertos maridos se permiten hacer
del matrimonio, con la pérfida intención de que otros naufraguen en
las mismas sirtes, en que ellos se fueron a pique” (2008: 43). La
tónica no se interrumpe en todo el relato abundando sentencias como:
“Hablar sólo es una manía, casarse otra manía: solamente aquélla se
cura ésta equivale a ser condenado a cadena perpetua” (2008: 217),
“¡Imbéciles!, no han tenido en cuenta que Jesucristo, que instituyó el
matrimonio, y San Pablo, redactor de la epístola, murieron solteros”
(2008: 259) o “«Mira, puesto que el cielo nos hizo para vivir juntos
como marido y mujer, hagamos un sacrificio...Casémonos, si no el
género humano perecerá con nosotros y nadie poblará la tierra» ¡Qué
dato para la institución matrimonial! Desde su origen fue considerada
un sacrificio” (2008: 220).
Por lo que respecta a la cuestión femenina, en ocasiones, las
observaciones de Mentaberry están relacionadas con las diferencias
entre sexos en un entorno de marcadas diferencias raciales y sociales,
como cuando nos dice que las mujeres de a bordo contemplaban con
total impasibilidad a los árabes zambullirse completamente desnudos
en busca de las monedas que les arrojaban al mar, pensando quizá
que, bien mirado, un salvaje no es un hombre (2008: 63), o cuando
menciona que a las chinas, los europeos no les parecen hombres, sino
simplemente varones bárbaros (2008: 124). Mentaberry está aquí
adelantándose al concepto que apunta Ann Laura Stoler en Carnal
Knowledge and Imperial Power al hablar de las relaciones sexuales
en el ámbito colonial: “A man remains a man as long as he stays
under the gaze of a woman of his race” (2002: 1).15 Lamentablemente
Mentaberry no sigue en esta línea porque, de haberlo hecho,
hubiéramos podido encontrar interesantes perspectivas sobre la
conducta sexual en Extremo Oriente, por el contrario nuestro autor
entra en reflexiones carentes de profundidad que se quedan en típicos
prejuicios españoles sobre las mujeres extranjeras. Así lo vemos
cuando nos relata un incidente entre una pasajera holandesa camino
de Java y un joven funcionario español que viaja a Filipinas a tomar
posesión de su cargo. Ambos se sienten atraídos y, puesto que el
español no habla ningún idioma, y la holandesa habla varios, pero no
habla el español, recurren al narrador para que les presente y les sirva
de intérprete, especialmente cuando el muchacho decide pedir la
184 Asia en la España del siglo XIX

mano de la joven. A pesar que el tono humorístico pone en tela de


juicio, ya desde el principio, la veracidad de la historia, ésta hubiera
podido muy bien ocurrir durante el viaje de Mentaberry, pero resulta
poco fiable por un simple hecho, el narrador insiste en todo momento
que los enamorados se entendían mal que bien, hablando cada cual su
lengua pero, en cambio, transcribe, como si hablaran todos
perfectamente un mismo idioma, la conversación de despedida que
sorprende en el jardín entre los enamorados y la hermana de la joven.
Resulta aceptable pensar que una pareja enamorada supere todo tipo
de barreras idiomáticas, ya que los arrullos amorosos y otras
manifestaciones del mismo género puede decirse que son un lenguaje
universal, sin embargo, es mucho más difícil de aceptar cuando
alguien diga: “Puesto que va Vd. a ser mi hermano, deme un beso de
despedida” (2008: 111), le respondan sin titubeos “¡Yo
señorita....dispense Vd., pero sin permiso de su
hermana...yo...no...sé...si debo” (2008: 111) y que la persona aludida
conteste: “Sí, besadla, amigo mío, yo lo permito” (2008: 112). La
verosimilitud de la anécdota se desmorona por lo tanto con este final
poco creíble y uno no puede dejar de pensar que su intercalación en
el relato del viaje no tiene otro objetivo que ilustrar la ligereza en
cuestiones de moral y de pudor de las extranjeras y, sobre todo, para
reafirmar la frivolidad y la capacidad para el engaño del género
femenino, puesto que, mientras la holandesa jura estar enamorada del
español y querer casarse con él, se nos indica que lo que realmente
pretende es poder huir de la tutela paterna para regresar a Europa
donde la esperan los brazos de un subteniente de húsares de Silesia
(2008: 106).
Ahora bien, en las disquisiciones de Mentaberry, las mujeres
que llevan la peor parte son las chinas. Así podemos verlo en el
capítulo ‘Shanghai-La mujer china’, que nos ofrece una historia de
las mujeres más famosas de la historia de China en la que, si bien se
culpa de su carácter en gran parte a la costumbre china de que sean
los padres los que arreglen los matrimonios sin consentimiento de los
futuros cónyuges, lo cierto es que, en esa historia de las grandes
figuras femeninas de China, hay pocas que no nos sean mostradas
como sanguinarias, crueles, viciosas, traidoras y disolutas. Hay sin
embargo, una cualidad que Mentaberry reconoce en algunas mujeres,
su valor, como el de la señorita Abeillard que salvó a su futuro
esposo a golpes de cimitarra durante una insurrección musulmana
Viajeros accidentales a Oriente 185

(2008: 48), el de las hermanas Tching-tse y Tchin-Eult que lucharon


al frente de sus tropas contra un gobernador despótico (2008: 168) o
el de Fong-chi que se enfrentó con un oso para salvar a su esposo,
pero ese valor y la ocasional generosidad y abnegación de algunas
figuras femeninas no consigue contrarrestar el efecto que causan en
el lector los relatos de crímenes de todo tipo de que el autor hace
protagonista a la mujer.
Asimismo, también hay momentos en que sus misóginas
afirmaciones son totalmente gratuitas y generalizadoras, con
comentarios como: “[...] la mujer, adorable esfinge, delicioso fruto
del árbol prohibido, esencia del bien y del mal, manjar tan exquisito,
como caro” (2008: 191). Por supuesto, esta manera de expresarse es
la propia de una época que concibe a la mujer a través del cliché del
“eterno femenino,” pero en ocasiones las aseveraciones de
Mentaberry resultan de mal gusto hasta para los lectores de entonces,
como cuando afirma que las feas no son mujeres sino hembras, seres
bípedos e implumes (2008: 73) y que enseñan lo único que pueden
enseñar: geografía, historia, literatura e idiomas (2008: 75). Si
consideramos que a finales del siglo XIX, los libros de viajes
gozaban de un amplio público femenino, es poco comprensible que el
autor se explayara en este tipo de comentarios. Claro que aquí cabría
preguntarnos a quién iban realmente dirigidos estos libros en un país
donde, como hemos podido ver, ni los informes enviados a las
autoridades eran leídos, en el que la tasa de analfabetismo superaba el
60% y donde el costo de los libros los dejaban fuera del alcance de
muchos. Si además el libro de viajes no se había publicado antes
periódicamente, cabe pensar que los lectores serían por lo tanto una
minoría muy minoritaria, quizá gente conocida del autor de quien se
esperaba conseguir favores o a quien se quería alagar dedicándoles el
libro.16 A tal respecto, es significativo lo que indica Pablo Martín
Asuero, en el prólogo de la obra, de que incluso el nieto del autor
desconocía la existencia del libro de Mentaberry. Cierto que Adolfo
de Mentaberry se divorció pocos años después de nacido su hijo y
que su nieto creció sin conocerle, sin embargo, teniendo en cuenta la
curiosidad que dice haber sentido siempre hacia su abuelo, solo se
explica que ignorara la existencia de Impresiones de un viaje a la
China por el hecho de que se publicara una tirada limitada que
pasaría bastante desapercibida.17Dicho esto, se desprende que no
podía haber en estas obras ningún propósito de lucro. Por otro lado,
186 Asia en la España del siglo XIX

el contenido de los libros de viajes era básicamente de información


general, por lo que se supone que su objetivo debía de ser el de
instruir, pero ahí nuevamente tenemos la misma pregunta ¿a quién?
Ciertamente no a los políticos interesados en proyectos coloniales en
Extremo Oriente, para eso había informes mucho más sólidos, como
los de Sinibaldo de Mas (L’Angleterre, la Chine et l’Inde y La Chine
et les puissances chrétiennes), quien, como he mencionado
anteriormente, publicó estos textos en los años sesenta en París y en
francés, quizá previendo que era inútil escribirlos en castellano
porque en España nadie iba a leerlos. No obstante, teniendo en cuenta
que el libro de Mentaberry tiene la novedad de ser uno de los
primeros (probablemente el primero) escritos por un español que
narra un viaje a Extremo Oriente atravesando el Canal de Suez, es
posible pensar que el libro fuera dirigido a quienes planeaban
semejante viaje. Después de todo, Impresiones de un viaje a la China
sólo se publicó seis años después de realizado el viaje, así que el
recorrido todavía era novedoso y de actualidad.
De hecho, casi podría afirmarse que el texto de Mentaberry,
inicia la moda del libro de viajes a Extremo Oriente en España,
introduciendo la fórmula de dividir el libro de acuerdo con las escalas
del recorrido y las visitas que solían hacerse en cada una de
ellas.18Así, hasta Singapur, el relato del viaje de Mentaberry ofrece
claros paralelismos con el que realizó Manolo Walls y Merino en
1881, con la gran diferencia que Mentaberry hizo todo el trayecto con
las Mensajerías Francesas y, por lo tanto, su viaje se desarrolló sin
contratiempos, mientras que Wall y Merino lo hizo en un barco de la
compañía española del Marqués de Campo encargada del Correo de
Filipinas y fue más que un viaje una penosa odisea.19 El barco que
tomó Walls y Merino, como sucedía con los demás de la compañía,
había ya sido desechado por una naviera extranjera y comprado por
la española, esto unido a la pésima tripulación a cargo de la sala de
máquinas, hizo que el viaje se viera interrumpido en Adén, fuera
preciso acomodar a los pasajeros en un barco de las Mensajerías
Marítimas Francesas en ruta a Saigón y terminara llegando a su
destino meses después de lo que tenían previsto, y a bordo de un
barco de mala muerte enviado por la naviera desde Filipinas a
Singapur para recogerlos. La tónica pues del relato de Walls y
Merino es el de la deficiencia de los medios de comunicación
españoles, lo que lo lleva a hablar de los problemas que presenta la
Viajeros accidentales a Oriente 187

empresa colonial en Filipinas, para concluir hablando del ruinoso


estado en que se encuentra La Perla de Oriente desde que seis años
antes, un terremoto arrasara la ciudad y la desastrosa administración
española no hiciera nada para arreglarla.20
Mentaberry, a pesar de no dirigirse a Filipinas, no pierde
tampoco la ocasión de hablar del pésimo estado en que España tiene
al Archipiélago y de recalcar que la riqueza de Filipinas podría muy
bien sufragar todos los gastos de una nación, como la de Java lo hace
con Holanda. Por el contrario, según Mentaberry, España “no recibe
ni un céntimo de las islas de Cuba, Puerto Rico y Filipinas” (2008:
62).21 Algo que considera totalmente incomprensible en el caso de
Filipinas porque –dice- la raza tagala no es ingrata, como la espuria
de los filibusteros cubanos (129). Los filipinos, por el contrario, ven a
la autoridad española como un dios y a los castila como sus profetas,
sin que sea necesario ni tener un ejército venido de la Península para
establecer el orden porque España ha sabido hacer del tagalo un
soldado fiel, valiente y obligado (2008: 129). El único problema es la
carencia de una administración activa e inteligente, pero ante este
problema, Mentaberry, a diferencia de otros autores, no propone
nada, solo señala los defectos y se lamenta (como todos los
diplomáticos españoles de la época) del vergonzoso papel que hace el
Estado Español en sus representaciones en el extranjero y de las
muchas oportunidades de enriquecerse que desaprovecha por su
incongruente política colonial. Como dice Mentaberry: “Si España
fuera un reino codicioso, un pueblo ávido, explotador, que no tuviese
más fin que exprimir el jugo de sus colonias para abandonarlas
después como abandona el labrador una tierra esterilizada, yo,
abominando, ese inicuo y egoísta sistema, lo comprendería; sin
embargo, al cabo era un sistema” (2008: 62). Es decir, Mentaberry se
expresa como tantos otros españoles que esperaban que España
adoptara claramente una política colonial, sin comprender que esto
requería unas inversiones y unas disposiciones que el gobierno
español no podía ni sabía aplicar.
En su estudio de la literatura de viajes, Odile Gannier resalta
la importancia que el lector tiene en este tipo de forma literaria.
Teniendo esto en cuenta y, si pensamos que el libro de Mentaberry
iba a ser leído por conocidos del autor, no nos puede sorprender su
cautela y su pudor. Sus viajes son relatos biográficos, pero son
autobiografías amordazadas por el qué dirán, las consecuencias
188 Asia en la España del siglo XIX

profesionales que pueden tener ciertas afirmaciones y la difícil tarea


de entretener deleitando a un público quizá poco dado a la lectura.
Sin embargo, precisamente por estas imposiciones, estos textos
revelan estados de ánimo y preocupaciones que quizá el lector ignora
estar expresando. En mi opinión, resulta evidente al leer a
Mentaberry que algo debió de sucederle entre el momento de
composición del Viaje a Oriente y el de Impresiones de un viaje a la
China. En el primer texto encontramos a un narrador que se siente
libre, en control, que viaja por un entorno exótico del que disfruta
tanto cuando se lanza al galope por las playas del Líbano como
cuando, muerto de sed, llama de puerta en puerta en busca de agua.
El texto se beneficia de ese estado de espíritu del autor, de manera
que la descripción de lo visto es más amena, el ritmo más rápido, el
tono más acorde. En definitiva, es una obra mucho más literaria,
mejor concebida, estructurada y acabada. Sin embargo, en
Impresiones... nos encontramos con un hombre que parece escribir
por compromiso, sin que veamos en lo descrito un interés genuino
del autor. De ahí que ceda la palabra constantemente a otros autores y
que sus divagaciones vayan siempre a parar a la cuestión femenina
revelando en todas sus apreciaciones mucho resentimiento y algo de
miedo y de inseguridad hacia la mujer, pero, sobre todo, una total
animadversión por el matrimonio. El texto termina de una manera
abrupta con el gratuito resumen de las impresiones de Buissonet
sobre la Gran Muralla. Nada se desprende de ese final de guía de
viajes que no consigue hacernos olvidar las horrorosas mutilaciones y
decapitaciones descritas en el capítulo anterior. Es un final triste e
inocuo que sirve de colofón a un viaje más que por China por la
ansiedad y la animosidad de alguien que parece sentirse atrapado,
tanto en la composición del libro como en la de la cotidianidad de su
vida de funcionario casado, quizá mal casado, puesto que terminaría
separándose poco después. Es por lo tanto posible afirmar que
Impresiones de un viaje a la China es un libro que, sin salirse de la
tónica del discurso colonial español del periodo, revela un enorme
fastidio personal y ofrece un buen ejemplo del poco profesionalismo
literario de muchos de nuestros autores de libros de viajes, quienes,
carentes de un verdadero público lector, nunca sabemos si escriben
por compromiso, por aburrimiento, por ocio o porque
verdaderamente sentían que tenían algo que decir. No puede decirse
lo mismo de la obra de otro diplomático, Francisco de Reynoso
Viajeros accidentales a Oriente 189

(1847-1934) y de su libro En la corte del Mikado. Bocetos Japoneses


(1904).

En el país del Sol Naciente


Francisco de Reynoso viajó al Japón en 1882, pero no publicó sus
recuerdos de aquel viaje hasta 1904, cuando el Japón era un país de
actualidad en el ámbito político. El mismo autor señala en el prólogo
de su obra que inicialmente había pensado que su texto fuera el
armazón de un libro ilustrado, pero que, por diferentes motivos, no le
fue posible llevar a cabo ese proyecto, olvidándose del manuscrito
hasta que, ante la curiosidad despertada en Europa por aquella remota
nación oriental que se atrevía a desafiar al Imperio Ruso, decidió
publicarlo (2006: 9-10). Es decir que en Reynoso tenemos a un autor
español que escribe un libro de viajes convencido de que va a tener
un público lector que acogerá con interés su obra, aunque, cuando su
libro apareció, los libros sobre el Japón hacían legión: Lafcadio
Hearn (1850-1904) había publicado Glimpses of Unifamiliar Japan
(1894) y In Ghostly Japan (1899), entre otras muchas obras sobre
Japón; Rudyard Kipling (1865-1936) Letters from Sea to Sea: Letters
of Travel (1899), que incluye el texto que después se ha publicado en
castellano con el título Viaje al Japón; el argentino Eduardo Wilde
(1844-1913) Por mares, por tierras (1899); incluso Pierre Loti había
ya publicado su famosa Madame Chrysanthème (1887) y John Luther
Long (1861-1927) la novelita Madame Butterfly (1898), que
Giacomo Puccini (1858-1924) popularizaría en 1904 con la ópera del
mismo nombre. Es más, varias autoras habían escrito también sus
experiencias de viajes por el Japón; por ejemplo, la intrépida Isabella
Bird (1831-1904) ya había publicado dos ediciones de Unbeaten
Tracks in Japan y las esposas de diplomáticos C. Pemberton
Hodgson y Mary Crawford Fraser (1851-1922) habían publicado
respectivamente A Residence in Nagasaki and Acódate in 1859-1860
(1861) y A Diplomatist’s Wife in Japan (1900). Por supuesto, se
trataba de libros escritos en inglés que no eran accesibles a la
mayoría del público lector español. Con todo, Reynoso es consciente
de la existencia de esta producción, aunque reconoce que, a pesar de
que fueron los misioneros españoles los que primero escribieron
sobre el Japón, existe un lamentable vacío de bibliografía japonesa en
castellano. Un vacío que él no aspira a llenar con su libro, puesto que
éste no tiene otro objetivo que el de distraer a los lectores
190 Asia en la España del siglo XIX

mostrándoles los grandes avances que en pocos años ha realizado el


pueblo japonés (2006: 10). Es también su intención desmentir a
aquellos escritores que:
[D]ejándose arrastrar por el rencor de ofensas personales recibidas del
Gobierno japonés, a cuyas órdenes y sueldo servían, tratan de ridiculizar o
deprimir este país, poniendo de relieve sus defectos y callando lo que de
bueno encierra, al mismo tiempo que le juzgan [...] con un criterio
exclusivista y parcialmente occidental. (2006: 158)

De lo que deducimos que, a pesar del supuesto vacío de textos en


castellano sobre el Japón, Reynoso creía necesario rebatir lo que
decían ciertos autores que sí llegaban al público español.22 Nos
encontramos pues, como he dicho, con un autor de libros de viajes
que escribe convencido de que va a ser leído, pero que, además, es
consciente de que los libros de viajes se gestan siempre dentro de un
contexto sociopolítico determinado y que, además de reflejar las
antipatías y simpatías personales de los que los escriben, los juicios y
observaciones que se expresan en ellos se encuentran determinados
por un europeísmo que excluye cualquier otro modo de enfrentarse a
la vida que no sea el de la sociedad occidental. Podríamos pues
afirmar que en Reynoso tenemos por primera vez un autor español
que es consciente del orientalismo (en el sentido que Said da al
término) que impregna los textos sobre Oriente y que, al proponerse
resaltar las virtudes del pueblo japonés y describir la complejidad de
su civilización, se muestra contrario al elitismo y reduccionismo del
discurso colonial y promete ofrecer al lector una perspectiva más
incluyente y menos disminuidora de la sociedad que nos va a
presentar. Y sin embargo, anglófilo y diplomático de carrera, no es
posible encontrar un autor español de libros de viajes más vinculado
a esa Europa que se beneficiaba de una política colonial que
sustentaba su expansión territorial en un discurso racista y
discriminador.
Reynoso fue nombrado tercer secretario de la legación
española en Japón en 1882, cargo que aceptó a pesar de la oposición
de su padre y de la opinión de sus colegas, quienes veían en el puesto
el equivalente a una sentencia a muerte y le aconsejaban que lo
rechazara. Sin embargo, para Reynoso, a diferencia del cargo de
attaché que desempeñaba en Roma que era totalmente honorífico,
por lo que se veía obligado a depender de la asignación que le pasaba
Viajeros accidentales a Oriente 191

su padre, éste era un primer empleo diplomático remunerado. No


dudó pues en aceptar el puesto, aunque a los doce meses de haber
llegado a Japón, era ya dispensado de su cargo por enfermedad y se
veía obligado a regresar a Europa. La suya fue una estancia breve en
Oriente, como la de Luis Valera o Adolfo de Mentaberry, pero en el
tiempo que pasó allí, tanto por necesidad como por curiosidad,
Reynoso aprendió el suficiente japonés para poder comunicarse y
aprovechó cuanta ocasión se le presentó para viajar por el país,
aunque para ello tuviera que hacerlo por medios poco cómodos y no
sin correr cierto riesgo, pues, aunque estaban lejos los días en que
eran frecuentes los asesinatos de extranjeros, el odio hacia los
occidentales todavía no había desaparecido.23
En 1882, el Japón se encontraba en plena Era Meiji (1868-
1912) que, como es sabido, supuso el fin del shogunato Takanawa y
el inicio de la modernización del país. El colonialismo de las
potencias europeas no afectó directamente a Japón, pero fueron las
presiones y amenazas de las naciones occidentales las que forzaron el
país a abrir sus puertas al comercio con el exterior y las que
precipitaron los cambios que transformarían, en menos de medio
siglo, a Japón haciendo de él la nación más poderosa de Oriente y la
primera potencia colonial de Asia. En una primera guerra contra
China, Japón obtuvo el control de las Islas de los Pescadores, y
Taiwán y con la Guerra Ruso-Japonesa (1904-1905) el sur de la isla
de Sajalín, Port Arthur y el ferrocarril de Manchuria, además de
cuantiosas compensaciones en ambos conflictos. No obstante, en el
momento de la visita de Reynoso, Japón todavía sufría las demandas
de las potencias occidentales y tenía que ceder ante las exigencias del
peculiar y ambiguo sistema colonial/no colonial que le imponía
Occidente, algo que la población resentía tanto o más que la
presencia de los europeos tan ofensiva con su inquisitiva curiosidad y
el creciente europeísmo que transformaba su tradicional modo de
vida obligándoles a doblegarse ante los usos y costumbres de una
cultura distinta de la suya.
Además del viaje a Japón, En la corte del Mikado narra
también su viaje de vuelta al mundo, de ahí que el autor lo divida en
cuatro partes: ‘Camino del Japón’, que relata el viaje por Estados
Unidos; ‘Bocetos japoneses’, que comprende un capítulo dedicado a
hablar de la geografía, flora, fauna y clima de Japón; seis capítulos en
los que se resume su historia y quince capítulos que hablan de las
192 Asia en la España del siglo XIX

impresiones y los viajes del autor por el archipiélago japonés con


frecuentes menciones históricas y resúmenes de leyendas populares;
‘Correrías por el Celeste Imperio’, que se centra en su breve visita a
China, y ‘El retorno’, en el que se repiten las anécdotas y menciones
encontradas en todos los viajeros que hacían las escalas del recorrido
a Oriente por el Canal de Suez, es decir, Hong-Kong, Saigón,
Singapur, Colombo, Adén y el Mar Rojo.
Curiosamente, al igual que Mentaberry, Reynoso tampoco
pudo visitar Filipinas, pero no por ello dejamos de encontrar en su
libro la correspondiente reflexión sobre las causas de la pérdida de
estas islas. También para Reynoso, la apertura del Canal de Suez y la
consiguiente modernización del sistema colonial que España no
quiso, no supo o no pudo llevar a cabo en sus colonias, fueron las
causas principales del desastre, pero en particular Reynoso
culpabiliza al Gabinete presidido por Sagasta24 y se pregunta por qué
no se evitó la guerra cuando era posible hacerlo de una manera
honrosa o, al menos, lucrativa, como hubiera sido si se hubieran
aceptado las diferentes propuestas de compra de las Islas, en lugar de
adoptar actitudes arrogantes que ocasionaron la pérdida de miles de
vidas humanas.25
Fiel a los propósitos con los que inicia su obra, excepción
hecha de ese comentario sobre la política colonial española, poco o
nada encontramos en su libro que pueda considerarse planteamientos
coloniales o un discurso occidental teñido de animadversión o de
desprecio por las culturas de los pueblos orientales.25 El japonés en
particular nos es presentado como depositario de una refinada
civilización, respetuoso, limpio, ordenado, cortés y ceremonioso.
Como señala la voz narrativa, haciéndose eco de lo dicho por el
ministro italiano en Tokio, Renato de Martino, el Japón es “un
popolo senza plebe” (2006: 150). Reynoso enfatiza también la
hermosura y el pintoresquismo del país, al que considera uno de los
más bellos del globo (2006: 83), un lugar donde el viajero siente que
“el cielo es más azul, más brillante la luz, la vegetación más lozana,
las flores más hermosas, la raza de los pobladores más curiosa e
interesante y los trajes más ricos, variados y elegantes que en ninguna
otra parte del mundo” (2006: 147). Las constantes alabanzas del
Japón a lo largo de todo el libro nos hacen pensar que, a pesar de sus
problemas de salud, la estancia en Japón fue para Reynoso uno de los
periodos más gratos de su vida. Quizá la distancia de un padre
Viajeros accidentales a Oriente 193

autoritario y el estar lejos de un entorno siempre al acecho de sus


movimientos, como era el ambiente de la diplomacia en Madrid y
Roma donde había pasado los primeros años de su juventud, le
permitía llevar una vida más libre, independiente e incluso
despreocupada. Es por otro lado evidente que Reynoso no era el tipo
de viajero que se acerca a la otredad con aires de superioridad y
cargado de prejuicios occidentales, sino más bien con el ánimo de
aprender y entender del otro partiendo de la idea de que “[l]a
humanidad es la misma en todas las latitudes y bajo todos los colores
de la epidermis” (2006: 183). A tal efecto, subraya que el satisfacer
esa curiosidad le evitó caer en la nostalgia y le permitió guardar del
Japón recuerdos inolvidables (2006: 157). Se instaló en una casita
cercana a la Legación de España, en el Bluff, la colina de Yokohama
donde residían los extranjeros, y se dedicó al estudio de la literatura y
la lengua japonesas. Sabía que era necesario depender de un
intérprete para todos los asuntos diplomáticos, pero no quería tener
que hacerlo también para lo personal, por lo que, como él mismo
dice, compró la libertad al precio de aprender el japonés (2006: 156)
y, después de dos meses de estudio del idioma, se dedicó a
practicarlo parando a “descansar en las ‘casas de té’, que al paso se
hallan por doquier en los caminos, frecuentando los teatros de Tokio,
las fiestas de geisha y asistiendo a las romerías que a diario había en
las inmediaciones” (2006: 157). Teniendo en cuenta que nos pone
casas de té entre comillas y partiendo de las descripciones que hace
de las mismas, es posible concluir que las o-tchayas frecuentadas por
Reynoso eran las mismas que hicieron huir de ellas a Isabella Bird
porque, a pesar de ser mucho más confortables que la mayoría de
estos establecimientos, ofrecían servicios algo más personalizados
que una simple tacita de té.27 Por otro lado, las romerías no eran
precisamente celebraciones de recogimiento y oración, sino, como
indica Reynoso, fiestas en las que la superstición se mezclaba con el
regocijo como en las fiestas que los antiguos romanos dedicaban a
Saturno y Baco (2006: 214). Con ese modo de practicar el japonés,
frecuentando geishas, romerías y casas de té de dudosa reputación,
parece que Reynoso siguió el modelo británico de aprender idiomas
con un sleeping dictionary, es decir, tomando como amante a una
nativa. Por supuesto, Reynoso no era ni un Pierre Loti ni un Enrique
Gómez Carrillo (1873-1927),28 por lo que no vamos a encontrar en el
texto ni confesiones íntimas, ni el relato de experiencias sexuales
194 Asia en la España del siglo XIX

disfrazadas de encuentros antropológicos y, por lo mismo, tampoco


tendremos ese rasgo del discurso orientalista identificado por Said
según el cual las mujeres asiáticas son creaciones de la fantasía del
hombre occidental, quien las considera como de una sensualidad
ilimitada, más o menos estúpidas y, ante todo, siempre dispuestas a
complacer los deseos del hombre (2006: 279). Por el contrario, en
Reynoso lo que vemos es una desenfadada alegría, un auténtico goce
de estas escapadas con geishas y la expresión del placer ante las
diversiones, los festines y los espectáculos de geishas en las o-
tchayas. De hecho, es ahí donde pasó su última noche en el Japón,
cuando, llegado a Kobe, después de que su barco había escapado a
las furias de un tifón, un amigo lo llevó a la fiesta de geishas que
había organizado en Hiogo. Con todo, como he mencionado
anteriormente, Reynoso no nos hace ninguna confidencia que no
pudiera ser leída por una dama y tampoco narra esas experiencias
como si fueran turismo sexual disfrazado de experimento
antropológico, como hacen Loti y Gómez Carrillo. Por el contrario,
su relato nos ofrece los elementos necesarios para que podamos
pensar que sus repetidas visitas a las fiestas de geishas no tenían
carácter sexual y eran simplemente para disfrutar de sus bailes y sus
cantos.29 A tal efecto, la voz narrativa nos aclara que:

También los europeos sufren el influjo de la geisha, pero no con tanta


intensidad como los indígenas, en quienes reviste los caracteres de una
ciega y avasalladora pasión. Los extranjeros asisten a esas fiestas para ver
costumbres originales y pasar agradablemente una velada gozando del
espectáculo deslumbrador que ofrecen esas diversiones clásicamente
orientales, de un cuento de hadas en acción. (2006: 212)

Por lo demás sus comentarios sobre la situación social de


geishas son las mismas que encontramos en otros autores. Así es
posible verlo si comparamos las impresiones de Reynoso con las del
guatemalteco Enrique Gómez Carrillo. De hecho, excepción hecha
del acto sexual que nos relata Gómez Carrillo, podría decirse que no
hay ninguna diferencia entre lo que dice Reynoso sobre ellas y lo que
cuenta el escritor guatemalteco en sus crónicas japonesas [De
Marsella a Tokio. Sensaciones de Egipto, la India, China y el Japón
(1906), El alma japonesa (1907), El Japón heroico y galante (1912)].
Es decir, en ambos autores tenemos la expresión de los mismos
planteamientos en los que se ensalza el espíritu de abnegación y de
Viajeros accidentales a Oriente 195

sacrificio de las muchachas, las cuales, frecuentemente, se hacen


geishas para ayudar económicamente a sus padres o que son vendidas
por éstos, pero que, siendo seres extraordinariamente espirituales, no
dudan en suicidarse por amor.30 Así, tanto en Reynoso como en
Gómez Carrillo tenemos intercalados con la descripción de la vida de
las geishas, leyendas, como la de los amantes de Yedo o la de los
cuarenta y siete ronín. Tanto es así que la crónica de Gómez Carrillo
sobre las geishas, ‘El culto a la cortesana’, más parece que sea fruto
de su lectura del texto de Reynoso que no de su visita al Japón.
Ahora bien, Gómez Carrillo no es tan positivo como Reynoso al
hablar de manera general sobre la situación de la mujer japonesa,
pues si el español alaba la dedicación y el sacrificio de la mujer
japonesa con el fin de conseguir la paz y la felicidad conyugal,
llegando incluso a plantearse quiénes son más felices, si las japonesas
esclavas de un primitivo sistema patriarcal o las europeas sometidas
al “convencionalismo social, y gozando del más refinado sibaritismo
bajo esa espada moral que el egoísmo del hombre ha suspendido
sobre su honra” (1912: 170), Gómez Carrillo denuncia la esclavitud y
el desprecio inherente en la condición femenina japonesa. Para
Gómez Carrillo, la mujer no tiene en el hogar otra función que la de
un mueble modesto: la mujer habla a su marido de rodillas; la mujer
no tiene derecho a quejarse; la mujer no debe ver lo que su marido
hace; la mujer no es, en suma, sino la criada preferida (1907: 120-
121). Con todo, a pesar de aproximarse a la situación de las mujeres
desde una perspectiva menos idealista, lo cierto es que esa visión
mucho más crítica de la sociedad japonesa hace que los textos de
Gómez Carrillo sobre el Japón tiendan mucho más a juzgar y a
observar la cultura japonesa desde esa superioridad occidental que,
creyéndose poseedora de una verdad única, ensalza aspectos tan
censurables como los que critica. Por el contrario, el retrato que
Reynoso nos ofrece del Japón es evidentemente el de alguien que fue
feliz allí y que, como él mismo dice, guarda “de aquel apartado país
inolvidables recuerdos, que con el tiempo y la distancia han tomado
ese carácter vago e indefinible, esa forma fantástica y poética, que
todo lo embellece e idealiza” (2006: 157). Es decir, el suyo es un
Japón vivido en la juventud e idealizado por el paso del tiempo, lo
que quizá sea la única fórmula posible para que un escritor de esa
época, inmerso en la conciencia geopolítica occidental y en una
cultura hegemónica que se creía superior a todas las culturas no
196 Asia en la España del siglo XIX

europeas, pudiera escribir un libro de viajes a Oriente sin caer en el


discurso orientalista.
Viajeros accidentales a Oriente 197

Notas
1. Traducción: “Todo texto de forma y de contexto cultural variable, que tiene por
base, tema, marco, un viaje supuesto como real o al menos afirmado como tal, y
asumido por un narrador que se expresa frecuentemente en primera persona. El
relato del viaje alía dominios y géneros diferentes y se conforma a la
heterogeneidad: en último término, su especificidad escapa a la taxinomía genérica.”
2. Este apartado está dirigido a Desengaños, pseudónimo del escritor español
Wenceslao Emilio Retana.
3. Publicada en la serie Juicios cortos del Nuevo Teatro Crítico en 1891.
4. En paz y en guerra es una colección de artículos que incluye el diario de un viaje a
China y Japón seguido de un informe sobre el ejército japonés.
5. Otros textos que describen diferentes aspectos del archipiélago filipino y las
posesiones españolas en el Pacífico son: Memoria sobre Filipinas y Joló, redactada
en 1863 y 1864 (1883) de Patricio de la Escosura, Reseña histórica de la guerra al
sur de Filipinas (1857) de Emilio Bernáldez, Historia General de Filipinas desde el
descubrimiento de dichas islas hasta nuestros días (1887) de José Montero y Vidal,
Manifiesto al país sobre los sucesos de Cavite y memoria sobre la administración y
gobierno de las Islas Filipinas (1872) de Carlos María de la Torre, Memoria general
(1872) de Rafael Izquierdo, Agustín de la Cavada y Méndez Vigo y Carlos Pavía
6. Ver a tal efecto el libro de Pablo Martín Asuero España y el Líbano, 1788-1910.
Viajeros, diplomáticos, peregrinos e intelectuales. (Con un Apéndice sobre el Líbano
actual).
7. En España y el Líbano, 1788-1910. Viajeros, diplomáticos, peregrinos, e
intelectuales (Con un apéndice sobre el Líbano actual), Pablo Martín Asuero
considera a Mentaberry como un escritor romántico (2003: 126).
8. En el prólogo a la obra, Antonio Cánovas del Castillo se lamenta de que
Mentaberry no hable de sus aventuras galantes dando por sentado que el destinatario
de un billetito amoroso que dice Mentaberry haber encontrado olvidado en un
mueble era él mismo, pero que el autor no quiere hacernos confidencias (2007: 16).
9. La civilización occidental es para Mentaberry sinónimo de cristianismo, de ahí
que, al hablar del Líbano, tan sólo un lugar merezca sus elogios, las tierras ocupadas
por los maronitas, pues “sólo la religión cristiana es capaz de realizar tales [el cultivo
de zonas áridas] prodigios, pues fuera del catolicismo no hay principio ni
sentimiento que inspire a los humanos fe bastante para luchar contra los obstáculos
que renacen cien veces y vencerlos al fin, volviendo a empezar nuevamente siempre
que es necesario” (2007: 110-111).
10. A pesar de la derrota rusa en la Guerra de Crimea (1853-1856), Mentaberry no
debía de ignorar que, si el Imperio Otomano no contaba con la ayuda de sus aliados,
Rusia terminaría triunfando y que era cuestión de tiempo que iniciara una nueva
guerra que le permitiera extenderse por territorio otomano. De hecho, de no ser por
la intervención de Inglaterra, el desenlace de la Guerra Ruso-Turca (1877-1878)
hubiera supuesto la caída de Constantinopla. Rusia tuvo que contentarse con obligar
al Imperio Otomano a reconocer las independencias de Rumanía, Serbia,
Montenegro y la autonomía de Bulgaria.
11. Con todo, Mentaberry admite que con el Corán, Mahoma liberó a las mujeres de
un abuso todavía mayor que el que ahora sufren, pues si ahora sus maridos las
198 Asia en la España del siglo XIX

asesinan cuando sospechan un adulterio (2007: 155), antes “cada padre de familia
tenía el derecho de matar a las hijas que le pesaban (2007: 159). Eso no bastaba por
supuesto para salvar una civilización a la que se tildaba de inmovilizada y decadente
debido a su confusión entre las potestades civil y religiosa, debido a su fatalismo y a
la poligamia.
12. Cabe señalar que las Nuevas Ordenanzas de las Indias que resultaron de estas
Juntas hicieron posible un trato de los indígenas filipinos del que lamentablemente
no se beneficiaron los americanos y fue posible la organización de una sociedad
colonial organizada teocráticamente. Provincias enteras pasaron a ser dominadas por
las órdenes religiosas, que convirtieron sus territorios en un auténtico estado dentro
del Estado. Para más información al respecto ver el capítulo ‘Tabaco es poder’ de
Colonias para después de un imperio de Josep M. Fradera.
13. Ver el prólogo de Pablo Martín Asuero en Impresiones de un viaje a la China
(2008: 10).
14. Mentaberry era todavía soltero cuando partió para China, pero ya debía estar
casado cuando escribió el libro.
15. Stoler atribuye estas palabras al autor de tratados colonialistas francés, Georges
Hardy. Dice haberlas tomado de Ergaste ou la vocation coloniale, pero no cita la
página. Yo he leído este librito dos veces y no encuentro tal afirmación. Tampoco en
el que publicó ese autor también en 1929, Nos grands problèmes coloniaux. En
Ergaste…, Hardy menciona la conveniencia de que el colono se case con alguien que
pueda resistir el aislamiento que supone vivir en un lugar remoto, pero no dice nada
sobre relaciones interraciales. Por el contrario, en Nos grands problèmes…establece
claramente que se dan muchas uniones interraciales en las colonias francesas, el
producto de las cuales, el mestizo, se convierte en un paria social por el frecuente
abandono tanto del padre como de la madre, pero no por cuestiones congénitas.
Contrariamente a lo postulado por Stoler de que Hardy simplemente establece una
serie de instrucciones de comportamiento colonial que los europeos no ponían en
práctica, lo cierto es que, si bien Ergaste… puede verse como un manual de
cuestionable aplicación, Hardy demuestra en sus demás estudios que era muy
consciente de la realidad colonial. De hecho, ya en 1929, identificó y elaboró
muchos de los aspectos de la problemática colonial que Stoler desarrolla en su libro
como si se tratara de una novedosa lectura post-colonial del periodo. Es lamentable
la manipulación y el silenciamiento de la obra de autores por parte de algunos
críticos que se niegan a aceptar que las raíces de la crítica post-colonial se
encuentran ya en la obra de los autores que defendieron o explicaron el colonialismo.
16. Al igual que muchas novelas, los libros de viajes se publicaban periódicamente
en diarios. Muchos autores reconocidos (Benito Pérez Galdós, Emilia Pardo Bazán,
Rubén Darío...) publicaban crónicas de sus viajes en los periódicos que después
volvían a publicar en volúmenes.
17. WorldCat identifica solamente tres bibliotecas estadounidenses (Harvard
University, Library of Congress y New York Public Library) que tienen la primera
edición. Hay una en la Biblioteca Nacional de México, otra en la Biblioteca Nacional
de China en Beijing y Martín Asuero dice haber tenido acceso a una edición que se
conserva en la Biblioteca Municipal de San Sebastián. Supongo que esa edición debe
encontrarse en más bibliotecas del Estado Español, pero que no deben de ser muchas
las que lo tienen.
Viajeros accidentales a Oriente 199

18. Debo de confesar que en mi investigación no he encontrado ningún libro escrito


por un autor decimonónico que relate un viaje a Extremo Oriente o a Filipinas
anterior a la existencia del Canal de Suez. De Mas, por ejemplo, informa sobre Asia,
pero no narra su viaje.
19. Para más información al respecto ver el interesante artículo de Julio Salom
Costa: ‘El mar Rojo en las comunicaciones con el Extremo Oriente Ibérico en el
siglo XIX: Estado de la cuestión’.
20. Cabe mencionar que la actitud de Walls contraria a la posibilidad de un Estado
Español multilingüe y multicultural es una constante en el texto. Walls hace
frecuentes observaciones negativas acerca del hecho de que no todos los españoles
hayan decidido hablar tan sólo castellano y que persistan en querer hablar sus
respectivos idiomas (él los llama dialectos).
21. En La España del 98. El fin de una era, Juan Eslava Galán y Diego Rojano
Ortega sostienen que Cuba daba el 35% de la producción mundial de azúcar, por el
contrario, en La nación soñada, Antonio María García, apoyándose en los estudios
de Manuel Moreno Fraginals reporta tan solo el 23% para la década de 1870 y el
13% de 1880 a 1889. En cualquier caso, cabe preguntarnos a dónde iba el dinero
resultante de una producción que, incluso tirando a lo bajo, era considerable. Por
otro lado, algunos autores afirman que la explotación de las colonias compensaba el
déficit en la balanza de pagos española, que compraba del extranjero mucho más de
lo que producía (Eslava Galán, 1997: 81), por lo que la afirmación de Mentaberry de
que las Islas no daban un céntimo no parece muy acertada, aunque no era el único
que pensaba de ese modo.
22. Cabe señalar que, en Reminiscences of a Spanish Diplomat, Reynoso escribe
que, a raíz de un artículo que publicó en la revista Nuestro Tiempo en el que preveía
el triunfo del Japón en la Guerra Ruso-Japonesa (1993: 92), el mismo Alfonso XIII
lo convocó a la corte para que se explicara. De lo que se deduce que, si bien los
libros en inglés no circulaban entre el público lector español, sí debían de hacerlo
opiniones y traducciones de artículos al respecto en los periódicos.
23. De hecho, al asistir a una celebración religiosa en un barrio de Kioto, Reynoso y
un amigo fueron atacados a pedradas por una turba xenófoba, si bien encontraron
refugio en casa de unas buenas gentes que los sacaron del apuro (2006: 266), de lo
que se deduce que, si bien existía animadversión hacia los extranjeros, éste no era un
sentimiento generalizado. Sin embargo, en Victorian Women Travellers in Meiji
Japan, Lorraine Sterry considera que tanto la población como la geografía japonesa
permitían que las mujeres se desplazaran libremente por un país que las aceptaba e
incluso les daba la bienvenida liberándolas de las inhibidoras costumbres que
imponían las sociedades coloniales (2009: 13).
24. Práxedes Mateo Sagasta fue el presidente del gobierno durante la Guerra
Hispano-Cubano-Americana, pero a pesar de su falta de tino en la gestión de la
Guerra y del consiguiente tratado, fue reelegido presidente de 1901 a 1902 y
proclamándosele, como recuerda Reynoso, “eminente patricio al que debía tan
relevantes servicios la Patria” (2006: 403).
25. Según Reynoso, en 1895, el Japón ofreció comprar el archipiélago filipino por
cuarenta millones de libras esterlinas (2006: 301) y es bien sabido que, antes de
declarar la guerra a España, los Estados Unidos había hecho repetidas ofertas de
compra de Cuba, la última durante la presidencia de McKinley que, antes de declarar
200 Asia en la España del siglo XIX

la guerra a España, intento apropiarse de la Isla por medios pacíficos. Ver el artículo
de María Dolores Elizalde Pérez-Grueso: ‘Valor internacional de Filipinas en 1898:
La perspectiva norteamericana’.
26. Cabe sin embargo mencionar que, al igual que los demás diplomáticos escritores,
también Reynoso se queja del pobre papel que hace España en el extranjero y, sobre
todo, del que hacía cuando era una potencia colonial en Asia. Habla de la incuria y
de la falta de tino de los ministros de Madrid que permitían que el Estado Español no
tuviera representaciones dignas del papel de toda nación europea que tenía
posesiones asiáticas y recuerda que entonces se acuñó el dicho cosas de España,
antecedente de ese Spain is different tan conocido en los años de la España
franquista (2006: 180).
27. Donald Richie documenta esta sorpresa de Isabella Bird en su libro The
Honorable Visitors: “when she found what she thought a better class of
establishments […] she discovered she could not stay because they were, in fact,
teahouses of disreputable character” (1995: 40).
28. Enrique Gómez Carrillo es un escritor guatemalteco residente en París que se dio
a conocer por sus crónicas y por alguna novelita erótico-sentimental. Un parangón
hispano de Pierre Loti cuyas experiencias personales suponen una mezcla de fantasía
y realidad. Gómez Carrillo es el único escritor hispano del momento que puede
decirse que tiene un considerable corpus literario sobre Oriente.
29. En su autobiografía en inglés, Reminiscences of a Spanish Diplomat, vemos que
Reynoso no era enemigo de hablar ni de sí mismo ni de la gente que se cruzó en su
vida, si bien es cierto que, al igual que la mayoría de nuestros escritores de
memorias, parece sentir cierto reparo al tratar ciertos temas. Quizá fuera una
cuestión de decoro o que, en definitiva, no tuviera nada que contar. Después de todo,
el que uno haya viajado y visitado casas de té no implica que haya tenido que vivir
forzosamente lances extraordinarios, quizá Reynoso simplemente tomaba el té y se
entretenía con los numeritos de las geishas. En ese caso, mis suposiciones sobre la
supuesta vida sexual de Reynoso en Japón son totalmente equivocadas, lo que no
resta nada a mi teoría de que la descripción del Japón que lleva a cabo Reynoso está
exenta de orientalismo.
30. Con todo, cabe subrayar que los comentarios de Gómez Carrillo enfatizan la
sexualidad de esas mujeres aproximándose a lo observado por Said en el tratamiento
que el discurso orientalista hace de la mujer oriental. Gómez Carrillo afirma
refiriéndose a las geishas que “[a]un las más castas en espíritu, adoran al dios de la
Lujuria” (1907: 261).  
Conclusión

Edward Said sustenta la base de su teoría sobre el reduccionismo de


Oriente en los textos occidentales que tratan de Asia en el hecho de
que toda obra, incluso la del artista más excéntrico, se encuentra
siempre condicionada por la sociedad, por las tradiciones culturales,
por las circunstancias mundiales y por las influencias estabilizadoras,
como son las escuelas, las bibliotecas y los gobiernos y que, por lo
tanto, tanto los escritos eruditos como los de ficción se encuentran
limitados en sus imágenes, supuestos e intenciones por el contexto
que los produce (2003: 272). Teniendo esto en cuenta resulta algo
contradictorio lo que el mismo Said dice en el prólogo a la edición
española de Orientalismo publicada en 2003: “España es una notable
excepción en el contexto del modelo general europeo cuyas líneas
generales se describen en Orientalismo” (2003: s/p). Como he
argumentado en mi introducción a Orientalismos: Oriente y
Occidente en la literatura y las artes de España e Hispanoamérica,
el discurso orientalista en España puede no responder en ocasiones a
las características que Said encuentra en el discurso hegemónico
occidental, pero si es así no lo es porque en España no se vea el
Oriente como un alteridad que define una idea de Europa, y por
consiguiente de una España totalmente europea, superior a los
pueblos y culturas no europeos. Por el contrario, las divergencias que
pueden encontrarse en el discurso orientalista español no se deben a
que España sea una excepción sino, como muy bien establece Dennis
Porter en ‘Orientalism and its Problems’, al hecho de que Said no
alcanza a situar los textos que analiza dentro de su específico
contexto histórico, lo que le permite encontrar siempre el mismo
discurso triunfalista, cuando en realidad una lectura más atenta le
permitiría advertir en ellos un discurso lleno de contradicciones.
Asimismo, Said se equivoca también al no distinguir entre el texto
202 Asia en la España del siglo XIX

literario y aquellos que transmiten una ideología más transparente,


puesto que al hacerlo desatiende la semiautonomía de la obra de arte
y no advierte la distancia que, frecuentemente, establecen los textos
literarios respecto a las ideologías que aparentemente reproducen
(160). Ésta es la clave y no otra para comprender las supuestas
diferencias que el discurso orientalista español presenta con respecto
al que se produce en el contexto de otras potencias coloniales de la
época.
Como hemos podido observar, la admiración y el interés de
Juan Valera por las religiones y el pasado oriental no evitaron que
cuando escribiera sus textos orientalistas lo hiciera desde una
posición eurocentrista que, fiel al pensamiento de su tiempo,
subrayaba la superioridad de la raza aria. Con todo, la multiplicidad
de voces que encontramos en su obra revelan distintas posiciones y
actitudes, con lo que, a pesar de poder concluir que tras los relatos de
Valera se esconde un mensaje colonialista y una ideología de
superioridad racial, es también posible afirmar que los suyos son
textos altamente dialógicos que toman distancia e incluso cuestionan
lo que aparentemente sustentan. Algo parecido encontramos en la
obra de Luis Valera. El haber sido testigo de las atrocidades de las
guerras coloniales en Extremo Oriente cuando estaba todavía reciente
en el recuerdo de los españoles el expolio colonial que había sufrido
España tras las Guerra Hispano-Americana-Cubana hacen que Luis
Valera escriba sus experiencias en China y sus novelitas de temática
oriental desde una peculiar perspectiva colonial que, a pesar de
afirmar la superioridad occidental, se aparta de la propaganda
colonial para plantearse dónde termina la civilización y dónde
empieza la barbarie. A su vez, aquellos autores que participaron en
las campañas militares en Extremo Oriente, Gaínza y Palanca, optan
por un discurso descarnadamente colonial que prescinde de toda
orientalización del Otro para denunciar las ambiciones coloniales de
otras potencias, las fallas de la política española y los ambiguos
afanes colonialistas de España. Sin embargo, los autores que forman
parte del aparato colonial español en Filipinas, no dudan en reducir y
orientalizar al Otro para convencer de la necesidad de poner en
práctica una política colonial que someta a los súbditos coloniales y
explote las riquezas de las posesiones españolas en Asia en beneficio
de la Metrópoli. Por el contrario, la obra de Rizal, adelantándose en
un siglo a los postulados anticoloniales, pone al descubierto las
Conclusión 203

injusticias de la sociedad colonial y, al mismo tiempo, señala los


problemas que enfrentarán las nuevas naciones en el camino hacia la
independencia y la autodeterminación. Ahora bien, los textos de
todos estos autores no se encuentran libres de contradicciones y
tensiones, lo que nos permite leerlos a la vez como una apología y
como una denuncia del colonialismo, como textos con un mensaje
asimilacionista o independentista. Por último, los libros de viajes
escritos por españoles a lo largo del siglo XIX, no se diferencian en
lo substancial de los escritos por los autores franceses e ingleses del
mismo periodo, de tal manera que podemos observar cómo el viaje a
Siria y el Líbano que narra Mentaberry se estructura en base a la
fórmula narrativa del viaje a Oriente popularizada por los grandes
autores de viajes del siglo XIX. Es cierto que no encontramos en
nuestros escritores viajeros ese afán tan propio de algunos autores
franceses e ingleses de narrar experiencias personales, especialmente
en lo tocante a la sexualidad, pero no por ello la concepción que éstos
tienen de la mujer oriental se diferencia demasiado de la identificada
por Said como un lugar común del discurso orientalista occidental.
De hecho, como podemos ver en Impresiones de un viaje a la China,
Oriente es visto siempre a través de sus mujeres y el viaje, más que
un viaje a Asia, es un viaje a una alteridad (la femenina) considerada
desestabilizadora e inquietante. Todos estos autores, en mayor o
menor medida, acuden a los tópicos que Said encuentra en el discurso
orientalista y todos ellos, también en mayor o menor medida, apoyan
la empresa colonizadora de Occidente en Asia. Tan solo Reynoso,
quien escribe una remembranza del que fue el gran viaje de sus años
jóvenes, recrea Oriente sin orientalizarlo y sin embargo su Oriente es
quizá tan falso como el de los demás, porque, si bien es imposible
escribir libre de las influencias del medio social en el que vivimos,
también lo es escribir de una manera objetiva e imparcial sobre una
parte de nuestra vida. No basta con estudiar, como pretende Said, el
orientalismo como un intercambio entre los autores individuales y las
grandes iniciativas políticas de las naciones en cuyo territorio
intelectual e imaginario se produjeron los escritos (2003: 37) y trazar
después unos rasgos generales e indiscutibles. Nuestros gustos,
intereses, ideología, sufrimientos y goces influyen, tanto o más que
nuestra cultura y los propósitos políticos de la nación a la que
pertenecemos, en el modo que hablamos de un país (sea éste oriental
o no) por lo que es posible afirmar que, si bien el discurso orientalista
204 Asia en la España del siglo XIX

está presente en la obra de todos nuestros autores, el uso específico y


concreto que cada uno de ellos hizo del mismo difiere con su
personalidad, su experiencia personal, el propósito de su obra, los
fantasmas que los atormentaban o los recuerdos que suscitaba en él el
país del que nos habló. Desafortunadamente, España no es ninguna
excepción a la conciencia geopolítica occidental que distingue al
mundo en dos mitades diferentes geográficas básicas (Oriente y
Occidente), tampoco lo es en lo que concierne a las reconstrucciones
filológicas, análisis psicológicos y descripciones geográficas y
sociológicas de Oriente que formulan los orientalistas europeos.
Asimismo, España no es una excepción, ni lo ha sido en ningún
momento de su historia, en la necesidad de comprender, controlar,
manipular e incluso incorporar ese mundo diferente que se percibe en
la otredad oriental. Al igual que Said observa al hablar del discurso
orientalista en Francia, Gran Bretaña y los Estados Unidos, en
España el discurso orientalista no corresponde directamente con el
poder político, pero sí es cierto que se produce y existe en virtud de
un intercambio con el poder político, intelectual y moral. Como se ha
podido comprobar a través de los textos analizados, el orientalismo
en la pluma de nuestros autores forma parte de un discurso que
desvela mucho de la sociedad española del periodo, al igual que de
sus autores. Por supuesto, reduce, simplifica o ensalza al otro
oriental, pero al hacerlo pone al descubierto el frustrado afán
colonialista español, la política discriminatoria del gobierno sobre sus
súbditos (coloniales o no), la impericia y desidia de sus políticos, la
convicción de ser una potencia de tercer orden, y la misoginia y el
complejo de inferioridad que se esconde tras las consideraciones
sexistas, racistas y humillantes de la otredad. En pocas palabras, el
discurso orientalista español del siglo XIX, como el de las demás
naciones occidentales, dice más de España, de sus problemas,
ambiciones, frustraciones, obsesiones, de su cultura y de su política
que no de Asia, por lo que su lectura y conocimiento es fundamental
no para conocer al Otro, sino para el conocimiento de la complejidad
y las contradicciones de un Estado que intentó imaginarse una
identidad a través de una imagen creada en oposición con la
diversidad y no, como debería haberlo hecho, asumiendo la
diversidad en que reposa su esencia nacional.
 
 

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Índice

A Diplomatist’s Wife in Japan, Bishop, Peter, 48, 5


189 Blackwood’s Magazine, 78
A Residence in Nagasaki and Blasco-Ibáñez, Vicente, 55
Acódate in 1859-1860, 189 Blavatsky, Madame, 45, 47, 49,
Alas, Leopoldo, 55 50, 55, 57, 58
Alfonso XII, 140 Blumentritt, Ferdinand, 125,
Alfonso XIII, 199 144, 145, 151, 162, 166,
Altar y Trono, 125 Boletín Oficial, 105
Álvarez Guerra, Juan, 168 Bopp, Franz, 14
Afghani, Jamal-al-Din-al, 56 Borm, Jan, 165
Anquetil-Duperron, Abraham Boxer Rebellion, The, 66, 78
H., 14 Bravo Villasante, Carmen, 55
Armonía, La, 125 Breve reseña histórica de la
Attar, Farid-ud-din, 34 expedición militar española
Avalle Arce, J.B., 26 a Cochinchina, 84, 105
Ayguals de Izco, Wenceslao, Brohan, Magdalena, 54
138, 141, 154 ‘budismo esotérico, El’, 27, 44,
Azaña, Manuel, 23,54 46, 50
Babur, Zahiruddin Muhammad, Buffon, Georges-Louis Leclerc
32, 38, 39 conde de, 117, 118
Badía y Leblich, Bundehesch, 33
Domingo (Alí Bey), 112, 173 Burgos, José, 111, 128, 137,161
Bhabha, Homi K., 74 Burnouf, Émile Louis, 76
Baine Campbell, Mary, 165 Camões, Luis de, 51, 52
Bajtín, Mijail M., 106 Camp, Maxime du, 171, 172
Barrantes Moreno,Vicente, 19, Campaña de Cochinchina, de
125, 126, 127, 128, 131, 84 a 97
132, 134 Campo, Marqués de, 186
Becerra, Manuel, 163 Campoamor y Campoosorio,
Berchet, Jean-Claude, 171, 172, Ramón, 50
174, 175, 177, 17 Camps y Monge, José, 162
Bernáldez, Emilio, 197 Cánovas del Castillo, Antonio,
Bertrand, Louis, 172 197
Bhagavata Purana, 77 Carnal Knowledge and Imperial
Biedma, Gil de, 134 Power, 183
Bird, Isabella, 189,193, 200 Carr, Helen, 62

 
212  Asia en la España del siglo XIX    

Casa Valencia, Conde de, 35, 56 damnés de la terre, Les, 155,


Casas, Fray Bartolomé de las, 159
85, 182 Daily News, 79
Cartas desde Rusia, 23 Dalrymple, William, 133
Cavada y Méndez Vigo, DeCoster, Cyrus de, 55
Agustín, 197 Debate, El, 125
Cavite, 110, 128, 136, 138, 161, De España a Filipinas, 132
162 De la muerte al amor, 78
Centurión y March, Isabel, 182 Del antaño quimérico, 75, 78
Chapdelaine, Auguste, 106 derniers jours de Pékin, Les, 78
Chézy, Antoine Léonard, 14 Dialoghi d’amore, 57
La Chine et les puissances Diario de Manila, 105
chrétiennes, 112, 186 Díaz Sanjurjo, José, 82, 88, 89,
Cid Hiaya, 170 91, 92
Coates, Austin, 139, 154 Diccionario enciclopédico
Cochinchina y el Tonkín. hispano-americano, 46
España y Francia en el Digby, Lady Jean, 174
reino de Annam, 84, 103, Discusión, La, 125
104 Dijkstra, Bram, 80
Cohen, Paul A., 61, 78 doctrina secreta, La, 55
Colonias para después de un Doña Luz, 39, 40, 42, 55
imperio, 198 Dumas, Alexandre, 138, 141,
Compañía General de Tabacos 155
de Filipinas, 131, 134 ‘Dyusandir y Ganitriya’, 75, 76
Comte de Montecrito, Le, 154 Dzue, Canh, 106
conferencia de los pájaros, La, Ebbers, George Moritz, 29
34 Elizalde Pérez-Grueso, María
‘Confluence of the Mythic, Dolores, 200
Artistic, and Psychic ‘Morsamor de Valera:
Creation in Valera’s Doña sublimación del desengaño,
Luz, The’, 42 El’, 55
Constant, Alphonse Louis, 46 Emerson, Ralph Waldo, 56
Corán, 34, 179, 197 Encyclopedia of Freemasonry,
Correrías por el Celeste The, 161, 162
Imperio, 192 En la corte del Mikado, 20, 57,
Correo de Filipinas, 186 de 189, 191
Crawford Fraser, Mary, 189 En paz y en guerra, 170,
Cruz, La, 125 197
Cruzada española en Vietnam, Eoff, Sherman, 57
81, 84, 105 Episodios nacionales, 84
Cuestión de Cochinchina: Época, La, 125
aclaraciones, 84 Era Meiji, 191
Cueto marqués de Valmar, Ergaste ou la vocation
Augusto de, 24, 25 coloniale, 198
Culture and Imperialism, 127 Escosura, Patricio, 196
Dahm, Bernhard, 162 ‘esfera prodigiosa, La’, 75, 76

 
  Índice   213 

Eslava Galán, Juan, 199 Glimpses of Unfamiliar Japan,


España, La, 105 189
España del 98. El fin de una Gobineau, Joseph-Arthur, 15,
era, 199 54, 117
España Moderna, La, 125 Gómez, Mariano, 111, 128, 161
España Remota, La, 132 Gómez Carrillo, Enrique, 172,
España y el Líbano 1788-1910, 193, 194, 195, 200
197 González Parrado, Julián, 168,
Esperanza, La, 105, 125 170
Essai sur l’inégalité des races Gopa, 28
humaines, 54, 117 Goytisolo, Juan, 173
Estadismo de las Islas Filipinas, Gramática latina, 105
134 Greenleaf Whittier, John, 56
Expediciones españolas, 84, 105 Guerra Cubano-Hispano
Facultades de los obispos de Americana, 111, 161, 199
Ultramar, 105 Guerra de Crimea, 197
Fanon, Frantz, 155, 157, 158, Guerra de la Cochinchina, La,
159 84, 105
Feced, Pablo, de 165 a 168 Guerra de los Diez Años, 126
Fenomenología del espíritu, La, ‘Guerra en Cochinchina’, 84
142 Guerra Hispano-Filipina, 79
filibusterismo, El, 20, de 135 a Guerra Ruso-Japonesa, 191, 199
162 Guerra Ruso-Turca, 197
Filipinas, esbozos y pinceladas, Guerra Sino-Japonesa, 59
132, 165, 166, 168 Guerras del Opio 59, 83, 100,
Filósofo y la tiple, El, 78 105, 106, 181
Firdusi, 33 Gulistán, 34
Flaubert, Gustave, 171 Habla de los pájaros, El, 34
Fleming, Peter, 78, 79 Habsburgo, Maximiliano de,
For Lust of Knowing. The 107
Orientalists and Their Hahn, Helena Petrovna, 45, 55
Enemies, 96 Hearn, Lafcadio, 189
Foreside Poets, 56 Heart of Darkness, 63, 78
Fradera, Josep M., 198 Hebreo, León, 57
Francia y Ponce de León, Hedin, Sven, 80
Benito, 170 Hegel, Georg Wilhelm
Galdós, Benito Pérez, 84 Friedrich, 141, 142, 144
Gama, Vasco de, 32, 56 Henle, Richard, 78
Gaínza Escobás, Francisco, 19, Herrero de Tejada, Feliciano,
84 a 98, 202 104
Gannier, Odile, 165, 187 hija del faraón , La, 27, 29
García del Canto, Antonio, 21 ‘hijo de Banián, El’, 72, 75, 79
García López, Rafael, 125 Hiueng-Tsang, 76, 80
Gran Oriente Lusitano, 162 Histoire de l’expédition de
‘Garuda la cigüeña blanca’, 57 Cochinchine en 1861, 107
Ginés de Sepúlveda, Juan, 182 Historia de las cruzadas, 179
Giralt, Emili, 134 Historia de las Indias, 85, 106

 
214  Asia en la España del siglo XIX    

Historia General de Filipinas Junto al Pasig, 146, 147, 153


desde el descubrimiento de Kalaw, Teodoro M., 161
dichas islas hasta nuestros Kalidasa, 57
días, 197 Kant, Immanuel, 142
Historia Orientalis seu Kellog, John Harvey, 47
Hierosolymitana, 179 Ketteler, August Freiherr von,
History in Three Keys, 78 78
‘History of Inside Circle’, 61 Key to Theosophy, The, 46
Home, Daniel Douglas, 46 Khan, Gengis, 32
Honorable Visitors, The, 200 Kipling, Rudyard, 189
Hoover, Herbert C., 61 Krause, Carl Christian
Hugo, Victor, 138, 141, 155, Friedrich, 139, 140, 141,
162, 163 143
Hussein Alatas, Syhed L’Angleterre, la Chine et l’Inde,
134. 90, 112, 186
Iberia, La, 125 Lagrenée, Théodore, 106
Idea sobre el Imperio de Annam Langlès, Louis Mathieu, 14
o de los reinos unidos del Latinos y anglosajones:orígenes
Tunquin y Cochinchina, 88, de una polémica, 108
103 Lavollée, Charles Hubert, 90
Ideal de la Humanidad, 140 Legazpi, Miguel López de, 109
Idols of Perversity, 80 Leguineche, Manuel, 131
Imagined Communities, 150 Lévi, Eliphas, 46
Imparcial, El, 125 Letter from Sea to Sea, 189
Imperial Eyes, 68 Letter of Travel, 189
Impresiones de un viaje a la Leyendas del antiguo Oriente,
China, 180, 182, 185, 186, 25, 26, 29,34, 44, 54
188, 194, 198 Libro de los reyes, El, 33
In Ghostly Japan, 189 Litvak, Lily, 108
Infantes, Esteban, 84 Llacayo, Augusto, 84, 103, 104,
Informe secreto, 112, 118 105
Informe sobre el estado de las Long, John Luther, 189
islas Filipinas, 112, 118 Longfellow, Henry W., 56
‘Interacción del mundo artístico López Jaena, Graciano, 21
y psicológico en Doña Luz’, Los misterios de Filipinas, 21
42 Lost Horizon, 48
Irwin, Robert, 15, 96 Loti, Pierre, 78, 79, 80, 172,
Isis Unveiled, 45, 50 189, 193, 194, 200
isla de Mindanao, La, 134 Louis XVI, 106
Islas Filipinas. Mindanao, Las, Lulú, princesa de Zabulistán,
170 54, 55
Izquierdo, Rafael, 197 Madame Butterfly, 189
jardín de rosas, El, 34 Madame Chrysanthème, 189
Jones, William, 14 Magalhães, Fernão de, 31,
‘Juan Valera’s Interest in the 92,109
Orient’, 57 Mahamud de Gazna, 33
Juanita la Larga, 57 Mahoma, 179, 197

 
  Índice   215 

Manifiesto al país sobre los Montijo, Eugenia de, 46, 58


sucesos de Cavite y Morehart, Martha J., 57
memoria sobre la Morga, Antonio de, 146, 147,
administración y gobierno 148, 153, 162
de las Islas Filipinas, 197 Morsamor, 18, de 26 a 58
Mañes Postigo, Joaquín, 85 Müller, Friedrich Max, 25, 54,
Marbán, Jorge A., 55 55
Marimon, Antoni, 131 Myth of Shangri-La, The, 58
Mariquita y Antonio, 54 Myth of the Lazy Native, The,
Martín Asuero, Pablo, 185, 197, 134
198 nación soñada, La, 199
Martínez de la Rosa, Francisco, Napoleon III, 83, 107
94 New England
Martínez de Zúñiga, Joaquín, Transcendentalists, 56
134 Nies, Francis Xavier, 78
Mas y Sanz, Sinibaldo de, 19, Nocedal, Cándido, 28
55, 90, de 111 a 134, 186, Noli me tángere, 20, de 135 a
199 156
Masonería Filipina, La, 161 Norzagaray, Fernando de, 94,
‘mayor tesoro, El’, 75,78 103, 105
McKinley, William, 199 Nos grands problèmes
mejor del tesoro, Lo, 55 coloniaux, 198
Memoria de Nueva Vizcaya, Nuevo Teatro Crítico, 132, 197
105 Nuestro Tiempo, 199
Memoria sobre Filipinas y Joló Obras desconocidas de Juan
redactada en 1863 y 1864, Valera, 55
197 Olabe y Díaz, Serafín, 84
Memoria y antecedentes sobre Olcott, Henry Steel, 45,
las expediciones de Oppert, Jules, 76
Balanguingui y Joló, 105 ‘Orígenes y causas de la
Méndez Núñez, Casto, 162 Revolución Filipina’, 169
Menéndez Pelayo, Marcelino, origines indo-européennes ou
27, 31, 44, 54 les Aryas primitifs, Les, 15
Meneses, Duarte de, 33, 36, 56 Orientalism, 44
Meneses, Henrique de, 56 ‘Orientalism and its Problems’,
Mentaberry, Adolfo de, 20, de 201
171 a 199, 203 Orientalismo 180, 201
Mercado, Paciano, 136, Ortiz Armengol, Pedro, 105
Mesnewi, 34 Palanca Guitiérrez, Carlos, 19,
metafísica y la poesía, La, 47 84, 95, de 97 a 107, 202
Milton, James, 48 Palanca Morales, Francisco
Mignolo, Walter, 85, 87, 97, 98 José, 85, 105
Miner, Luella, 61 Palazón, Juan, 113
Misérables, Les, 154 Pallu de la Barriere,
‘Modernism and Travel (1880- Leopold Augustin Charles, 107
1940)’, 62 Palma, Rafael 138, 139, 142,
Montero y Vidal, José, 197 143, 144, 146, 151, 161, 162

 
216  Asia en la España del siglo XIX    

Paolini, Gilbert, 42 Reseña histórica de la


Pardo Bazán, Emilia, 46, 47, expedición a Cochinchina,
167, 198 84, de 97 a 103
Pastells, Pablo 141, 143,162 Reseña histórica de la guerra al
Paterno, Pedro Alejandro, 21 sur de Filipinas, 197
Pavía, Carlos, 197 Retana, Wenceslao Emilio, 21,
Peau noire, masques blancs, 143, 145, 146, 147, 148,
155 161, 162, 163
Pemberton Hodgson, Retrato del artista en
Christopher, 189 1956, 134
Pepita Jiménez, 39,40, 55 Revista de España, 34
Pereira Pestana, Francisco, 37, Revue des Deux Mondes, 90
56 Reynoso, Francisco de, 20, 57,
Pérez Escrich, Enrique, 138, 79, de 189 a 200, 203
141 Rhetoric of Empire, The, 113
Perucho, Joan, 84, 105 Richie, Donald, 200
Pictet, Adolphe, 15 Rigault de Genouilly, Charles,
Pigneaux de Beahine, Pierre, 93, 94
106 Rig-Veda, 48, 52, 58
Poe, Edgar Allan, 27, 56 Rivadeneyra, Adolfo, 21
política colonial d’Antoni Rivas, Manuel, 88, 89, 103, 104,
Maura, La, 131 105
Por mares, por tierras, 189 Rizal-Mercado, José, 20, de 135
Porter, Dennis, 201 a 163, 202
Pratt, Marie Louise, 68, 113 Rojano Ortega, Diego, 199
Preston, Diana, 66, 78 Romero Tobar, Leonardo, 46,
‘Política interior’,112 47, 55, 56
Prim y Prats, Juan, 103, 107 Ruíz de Lanzarote, Bernardo,
Problemas de la poética de 94, 95
Dostoievski 106 Rumi, Nevlana Celaleddin, 34
Puccini, Giacomo, 189 Rupe, Carole, 57
Pueblo, El, 127 Sacy, Isaac Silvestre de, 14
puente del suspiro, El, 168 Sadi Shirazi,Sheikh Muslih-
Raban, Jonathan, 165 Uddin, 34, 56
Rajal y Larré, Joaquín, 21 Sagasta, Práxedes Mateo,
Rajasinga, 36 192, 199
Rawlinson, Sir Henry, 76 Said, Edward, 18, 20, 44, 77,
Real Orden, 92, 98, 106 96, 127, de 176 a, 180, 190,
Recuerdos de un viaje al Celeste 194, 200, 201, 203, 204
Imperio, 61 Salom Costa, Julio, 199
Regeneración, La, 105 San Agustín, Gaspar, de, 112,
Relación del viaje a la India, 76 133
Reminiscences of a Spanish San Manuel Bueno, mártir, 162
Diplomat, 199, 200 Sánchez Gómez, Luis, Ángel
Renan, Ernest, 15 168
Report on the Condition of the Santamaría García, Antonio,
Philippines in 1842, 113 199

 
  Índice   217 

Santayana, Agustín, 134 Un alma de Dios, 78


Santayana, George, 134 Unamuno, Miguel de, 55, 162
Santo Tomás, 37, 56 Unbeaten Tracks in Japan, 189
Sanz del Río, Julián, 140 Upanisad, 14
Science of Language, 25 Urbild der Menschheit, Das,
Schiller, Friedrich, 141 140
Schoolroom Poets, 56 Valera, Juan, 18, de 23 a 57,
Secret Doctrine, The, 46, 50, 55 202
Sha-Nameh, 33 ‘Valera en Rusia’, 54
Sidarta, 37, 49 Valera, Sofía, 58
Siege of Peking, The 79 Valera y Delavat, Luis, 18, de
Sintes, Luis Alejandre, 81, 85, 59 a 80, 174, 181, 191, 202
105 Verne, Jules, 57
Sombras chinescas, 61, 62, 63, Viaje a Oriente, de Madrid a
69, 78, 80 Constantinopla, 171, 173,
Solidaridad, La, 134, 180, 182, 188,
Solidaridad (logia), 161, Viaje al Japón, 189
Spitzel, Louis, 79 Viaje al oeste de Wu Cheng’en,
Spurr, David, 113, 114, 115, 80
122, 134 Viajes por Filipinas. De Manila
Sterry, Lorraine 199 a Tayabas, De Manila a
Stoler, Ann Laura, 183, 198 Albay, De Manila a
Sucesos de las islas Filipinas, Marianas, 132, 168, 169
146, 147, 148, 153, 162 Viajes por Marruecos, Tripoli,
Sue, Eugène, 188, 141, 154 Grecia y Egipto, 173
Sueños de conquista: Españoles Victorian Women Travellers in
en Saigón, 85 Meiji Japan, 199
Sun-fu, 58 Vida y escritos del Dr. José
Sutterlee, Keen, 79 Rizal, 161
Tagblatt des Menschheitlebens, Vikrama y Urvasi, 57
143 Vikramorvashiita, 57
Taylor, Annie, 58 Villarroel, Fidel, 81, 84, 97,
Tching-tse, 185 105
Tching-Eult, 185 Visto y soñado, 72, 75
Téllez-Girón de Beaufort, Walls y Merino, Manuel, 132,
Mariano, 23 186, 199
Templo de los deleites Weber, Max, 129
clandestinos, El, 78 White Mughals, 133
Teosofía, 27, 46, 47, 50, 57 Wilde, Eduardo, 189
Torre, Carlos María de, 197 Wirtschaft und Gesellschaft, 129
Tour du monde en quatre-vingts Xuanzang, 76
jours, Le, 57 Yo te dire…La verdadera
Tratado de Nankín, 106 historia de los últimos de
Tratado de Whampoa, 90, 106 Filipinas, 131
Tu-Duc, 82, 101 ‘Yoshi-san, la musmé’, 61, de
Últimas noticias de las misiones 69 a 72
españolas en Tonkín, 105 Zamora, Jacinto, 111, 128, 161

 
218  Asia en la España del siglo XIX    

Zarina, 27, 54, 55 Zola, Emile, 154


Zend-Avesta, 27, 33 Zoroastro, 32, 33

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