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CAPÍTULO VI: CARIDAD

No hay inversión segura. Llegar a amar es ser vulnerable. Sea lo que sea que amemos,
con toda seguridad se nos estrujará el corazón, y posiblemente se nos romperá. Si queremos
asegurarnos de mantenerlo intacto, no debemos entregárselo a nadie, ni siquiera a un animal.
Arrebujémoslo cuidadosamente entre pasatiempos y pequeños lujos; evitemos todas las
complicaciones; mantengámoslo a salvo encerrado en el cofre o el ataúd de nuestros egoísmos.
Pero en ese cofre —seguro, oscuro, inmóvil, sin aire— va a cambiar. No se romperá: se hará
irrompible, impenetrable, irredimible. L alternativa a la tragedia —o, al menos, al riesgo de la
tragedia— es la condenación. El único lugar fuera del Cielo donde se puede estar perfectamente
a salvo de todos los peligros y perturbaciones del amor es el Infierno.

Creo que los amores más desmesurados y anárquicos son menos contrarios a la voluntad
de Dios que el desamor autoelegido y autoprotector. Es como esconder el talento en un pañuelo,
y en gran parte por los mismos motivos. “Tuve conocimiento de que eras un hombre duro.”
Cristo no nos enseñó ni sufrió para que aprendiéramos a ser más cuidadosos de nuestra
felicidad, ni aun tratándose de los amores naturales. Si un hombre no abandona todo cálculo
respecto de sus seres amados terrenales, a quienes ha visto, con mucha menos probabilidad lo
hará frente a Dios, a quien no ha visto. Nos acercaremos más a Dios, no tratando de evitar los
sufrimientos inherentes a todos los amores, sino aceptándolos y ofreciéndoselos a El: arrojando
lejos toda armadura defensiva. Si es necesario que se nos rompa el corazón, y El escoge ésta
como la manera en que debe romperse, que así sea.

Sin duda sigue siendo verdadero que todos los amores naturales pueden ser
desmesurados. Desmesurado no significa “insuficientemente cuidadoso”. Tampoco significa
“demasiado grande”. No es un término cuantitativo. Probablemente es imposible amar a
cualquier ser humano simplemente “demasiado”. Podemos amarlo demasiado en proporción a
nuestro amor a Dios; pero es la exigüidad de nuestro amor a Dios, no la vastedad de nuestro
amor al hombre, lo que constituye la desmesura. E incluso esta noción debe ser afinada. De otra
manera, perturbaremos a algunos que en verdad siguen el camino correcto, pero que se alarman
por no poder sentir hacia Dios una emoción tan cálida como la que experimentan hacia el ser
amado terrenal. Sería muy de desear —al menos así lo creo— que todos nosotros, todo el
tiempo, pudiéramos sentirla. Debemos rezar para que se nos conceda ese don. Pero el punto de
si estamos amando “más” a Dios o al ser amado terrenal no es, en lo que toca a nuestro deber
cristiano, algo que tenga que ver con la intensidad comparada de los dos sentimientos. El
verdadero punto es a cuál (cuando se presenta la alternativa) se sirve, se escoge o se pone en
primer lugar Cuál reclamo acata; en último término, nuestra voluntad.

Y así, a menudo las propias palabras de Nuestro Señor son a la vez más implacables y
mucho más tolerables que las de los teólogos. Nada dice respecto de protegernos contra los
amores terrenales por temor a resultar heridos; dice algo que restalla como un látigo,
refiriéndose a aplastarlos bajo nuestros pies en el momento en que nos impidan ir tras El. “Si
uno quiere ser de los míos y no aborrece a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus
hermanos y hermanas, y hasta a sí mismo, no puede ser discípulo mío” (Lucas 14, 26).

Pero, ¿cómo debemos entender la palabra aborrecer? Que el Amor Mismo esté
mandando lo que comúnmente entendemos por odio —mandándonos alimentar el
resentimiento, refocilamos en la desdicha de otros, complacemos en herirlo— es casi una
contradicción en los términos. Pienso que Nuestro Señor, en el sentido que aquí se le quiere dar,
“aborreció” a san Pedro cuando le dijo “Quítate de delante de mí”. Aborrecer es rechazar al ser
amado, enfrentarlo, no hacerle concesiones cuando transmite las sugerencias del Demonio, sin
importar cuán dulce o lastimosamente lo haga. Jesús dijo que un hombre que intenta servir -a
dos señores “aborrecerá” a uno y “amará” al• otro.

Un caso extremo puede mostrarnos cuán difícil es recibir, y seguir recibiendo de otros
un amor que no depende de nuestro propio atractivo. Imaginemos a un hombre que, poco
después de su matrimonio, se ha visto afectado por una enfermedad incurable que quizá no
termine con él por muchos años; inútil, impotente, desagradable, repugnante; dependiendo de lo
que gana su esposa; empobreciéndose allí donde esperaba riquezas; disminuido incluso
intelectualmente y sacudido por accesos de cólera incontrolable; lleno de ineludibles exigencias.
Y supongamos que los cuidados y compasión de la esposa son inagotables. El hombre que
pueda tomar todo esto con dulzura; que pueda recibir todo y no dar nada, y ello sin
resentimiento; que pueda abstenerse incluso de esas agotadoras autodescalificaciones que, en
realidad, no son más que formas de pedir arrumacos y que se nos reasegure una y otra vez
nuestra valía, está haciendo algo que el Amor-necesidad en su mera condición natural sería
incapaz de lograr. (No cabe duda de que una esposa como esa también se encontraría haciendo
algo fuera del alcance de un Amor-don natural, pero este no es el punto por el momento.) En un
caso como el descrito, recibir es más difícil y quizá más santo que dar. Pero la realidad ilustrada
en ese caso extremo es universal. Todos estamos recibiendo Caridad. En cada uno de nosotros
hay algo que no puede ser amado naturalmente. Nadie tiene la culpa de que no se. ame en esa
forma. Solo lo que puede incitar amor puede amarse naturalmente. Sería como pedirle a alguien
que le guste el sabor del pan podrido o el mido de un taladro mecánico. Se nos puede perdonar,
compadecer y amar a pesar de todo eso, con Caridad; de ninguna otra manera. Todos los que
tienen buenos padres, esposas, maridos o hijos pueden estar seguros de que en algunos
momentos —y quizá todo el tiempo, cuando se trata de algún rasgo o hábito en particular—
están recibiendo Caridad: no son amados por ser amables, sino porque el Amor Mismo está en
aquellos que los aman.

Es así como Dios, admitido en el corazón humano, transforma no solo el Amor-don sino
también el Amor-necesidad; no solo nuestro Amor-necesidad de El, sino nuestro Amor-
necesidad de unos por otros. Desde luego, no es esto lo único que puede ocurrir. Dios puede
llegar en lo que nos parece una misión más pavorosa y exigirnos que renunciemos totalmente a
un amor natural. Una vocación superior y terrible, como la de Abraham, puede obligar a un
hombre a dar la espalda a su propio pueblo y a la casa de su padre. Puede que el Eros, dirigido a
Un objeto prohibido, deba ser sacrificado. En situaciones como esta, el proceso —aunque difícil
de soportar— es comprensible. Lo que podemos pasar por alto con mayor facilidad es la
necesidad de transformación incluso cuando al amor natural se le permite continuar.

En ese caso, el Amor divino no sustituye al amor natural, como si debiéramos


deshacernos de la plata que poseemos para hacerle lugar al oro. Los amores naturales son
llamados a transformar- se en modos de la caridad, sin dejar de ser también los amores naturales
que eran.

De inmediato se advierte aquí una suerte de eco, rima o corolario de la propia


Encarnación: Y ello no debiera sorprendernos, pues el Autor de ambos procesos es el mismo.
Tal como Cristo es Dios y Hombre perfecto, los amores naturales son llamados a hacerse
Caridad perfecta y también amores naturales perfectos. Tal como Dios se hace Hombre “No por
conversión de la Deidad en género humano, sino asumiendo lo Humano en Dios”, lo mismo
aquí: la Caridad no desciende a amor meramente natural, sino que el amor natural es asumido en
el Amor Mismo, se convierte en su concordante y obediente instrumento.

Cómo ocurre esto es algo que la mayoría de los cristianos sabe. Todas las actividades
(con la sola excepción de los pecados) de los amores naturales pueden, en una hora propicia,
convertirse en obras del alegre, desfachatado y agradecido Amor-necesidad, o del desinteresado
y discreto. Amor-don, que ambos son Caridad. Nada es ni demasiado trivial ni demasiado
animal para ser transformado en esta forma. Un juego, una broma, un trago compartido, una
conversación relajada, una caminata, el acto de Venus, todos pueden ser modos en que
perdonamos o aceptamos el perdón, en que consolamos o nos reconciliamos, en que “no
buscamos nuestro propio interés”. Así, en nuestros propios instintos, apetitos y. esparcimientos,
el Amor ha preparado “un cuerpo” para Sí Mismo.

En esta necesaria tarea nos ayuda sobremanera, sin embargo, justamente ese elemento
de nuestra experiencia del que más nos quejamos. Nunca falta la invitación a convertir nuestros
amores naturales en Caridad. La ofrecen esos roces y frustraciones con que nos topamos en
todos ellos, y que constituyen prueba inconfundible de que el amor (natural) no va a “bastar”;
inconfundible, a menos que nos ciegue el egoísmo. Cuando lo hace, utilizamos esos disgustos
de manera absurda. “Si tan solo hubiera tenido más suerte con mis hijos (ese muchacho se
parece cada vez más a su padre), los podría haber amado perfectamente”. Pero no hay niño que
no saque de quicio de vez en cuando; y Casi todos son a menudo odiosos. “Si tan solo mi
esposo fuera más considerado, menos flojo, menos gastador”... “Si tan solo mi esposa fuera
menos irritable y más sensata, y menos gastadora”... “Si mi padre no fuera tan
endemoniadamente prosaico y tacaño”. Pero en toda persona, y desde luego en nosotros, hay
aquello que requiere indulgencia, tolerancia, perdón. La necesidad de practicar estas virtudes
primero nos lleva, nos obliga, a intentar convertir —más rigurosamente, a dejar que Dios
convierta— nuestro amor en Caridad. Estos enfados y roces son beneficiosos. Hasta podría
ocurrir que cuando son escasos, se hace más difícil la conversión del amor natural. Cuando
abundan, la necesidad de elevarse por sobre ese amor es obvia. Hacerlo cuando tiene tantísimas
satisfacciones y tan pocos impedimentos como permiten las condiciones terrenales —ver que
tendremos que elevarnos por sobre él cuando todo parece estar tan bien ya—, esto puede
requerir una conversión más sutil y una percepción más delicada. También de esta forma puede
serle difícil al “rico” entrar en el Reino.

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