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© 2001, RICARDO MARINO

© 2001,2010,2014, EDICIONES SANTILLANA SA.


© De esta edición:
2015, EDICIONES SANTILLANA SA.
Av. Leandro N. Alem 720 (C1001AAP)
Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina

ISBN: 978-950-46-4328-9
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
Impreso en Argentina. Printed in Argentina.

Primera edición: octubre de 2015


Tercera reimpresión: octubre de 2018

Coordinación de Literatura Infantil y Juvenil: MARÍA FERNANDA MAQUIEIRA


Ilustraciones (originales a color): LANCMAN INK

Dirección de Arte: José CRESPO Y ROSA MARÍN

Proyecto gráfico: MARISOL DEL BURGO. RUBÉN CHUMILLAS Y JULIA ORTEGA

Mariño, Ricardo Jesús


El hijo del superhéroe / Ricardo Jesús Mariño; ilustrado por Lancman Ink. - 1a ed. 3a
reimp. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Santillana. 2018.
104 p.: U.; 20 x 14 <m. - (Morada)

ISBN 978-950-46-4328-9

1. Narrativa Infantil Argentina. I. Lancman Ink. ilus. II. Titulo.


CDD A863.9282

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en
parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en
ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético,
electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

ESTA TERCERA REIMPRESIÓN DE 2.200 EJEMPLARES SE TERMINÓ DE IMPRIMIR EN EL MES DE


OCTUBRE DE 2018 EN ARTES GRÁFICAS COLOR EFE, PASO 192, AVELLANEDA,
PROVINCIA DE BUENOS AIRES, REPÚBLICA ARGENTINA.
El hijo del
superhéroe
Ricardo Mariño
Ilustraciones de Lancman Ink
PRÓLOGO

La vida del hijo de un famoso cantante,


del presidente de un país o de un alto
empresario debe de tener sus desgracias
particulares.
Me cuesta pensar que alguien tan
importante, que pasa el día viajando de un lado
a otro y atendiendo asuntos en los que se ponen
en juego grandes sumas de dinero, pueda tener
tiempo para jugar un partidito de fútbol con el
hijo en una plaza o participar de la reunión de
padres del colegio.
A alguien así puedo imaginarlo com-
prando una enorme casa con cancha de fútbol
incluida, o anotando a su hijo en la escuela más
cara del país, donde a los directivos no se les
ocurriría citar a padres que no dispusieran de
una hora para algo así. En eso pensaba cuando
empecé a escribir esta
8

novela que trata sobre la vida del hijo de un


superhéroe.
El chico se llama Franco, y el super-
héroe es Crashman, alguien que defiende a la
Tierra de los ataques mutantes extraterrestres.
Franco vive rodeado de muñecos “Crashman”,
figuritas “Crashman”, armas de juguete como
las de Crashman y cómics, películas y
programas que recrean las aventuras de su
padre, quien, naturalmente, es una especie de
ídolo de los niños.
La historia que escribí arranca en el
preciso momento en que Franco ya no puede
divertirse con esos juguetes y la celebridad de
su padre deja de importarle. La abundancia en
que vive empieza a no significar nada en
comparación con otras riquezas que cree ver
en la vida de otros chicos.
Franco hace un último esfuerzo por
“recuperar” a su padre y, como fracasa, sim-
plemente sale a la calle a vivir cualquier
aventura que se le presente.
¿Y Crashman? A Crashman lo imaginé
como a un soldado armado hasta los
9

dientes con el equipamiento más sofisticado.


Está preparado para volar por el espacio y
combatir ataques de fuerzas poderosas, pero al
mismo tiempo es torpe, casi estúpido, para
desenvolverse en la vida cotidiana. Con su
mente atenta a posibles alarmas o llamados de
los Administradores de la Tierra, no puede llevar
a cabo actos tan sencillos como tomar un café o
escuchar lo que su hijo le reclama.
El tiempo en que está situada esta
historia es un poco impreciso. Se parece mucho
al presente, pero, a la vez, hay una sola
administración para todo el planeta y presencias
fantásticas como la de los mutantes o el mismo
Crashman.
Bueno, si más o menos salió lo que yo
quería, en el transcurso de esta novela de
¿aventuras?, tanto Franco como Crashman se
darán cuenta de un par de cosas de esas que
sirven para vivir. Ojalá les guste.

RICARDO MARIÑO
1

Un chico triste

Franco no era como cualquier chico:


era hijo del famoso superhéroe Crashman,
quien defendía a la Tierra de los mutantes
extraterrestres. A su papá lo veía muy poco,
no tenía mamá, y, como vivía bajo medidas
de extrema seguridad, no salía a la calle si no
era para ir a la escuela acompañado por la
señora que lo cuidaba y el chofer que el
Gobierno le había asignado a su padre.
Últimamente el humor de Franco
era pésimo porque estaba cansado de que
Crashman dedicara todo su tiempo a luchar
contra sus enemigos y no pudiera jugar un
rato a la pelota, llevarlo a un parque, o aun-
que sea cenar o ver televisión con él.
La compañía más habitual del chico
era Catalina, una mujer increíblemente
12

gorda que se ocupaba de la limpieza de la casa,


de hacer la comida y de casi todo. Franco pasaba
mucho tiempo junto a ella y muy poco con su
padre.
El día en que finalmente las cosas iban a
cambiar, el chico se levantó muy temprano para
pedirle a Crashman que fueran juntos a la
reunión de padres que se haría esa tarde en el
colegio.
Eran las seis de la mañana y el sol se
veía muy rojo saliendo entre los edificios más
altos de la ciudad. Franco fue hasta la habitación
de su padre y golpeó la puerta varias veces.
Como no hubo respuesta pensó que su papá ya
se habría ido o que tal vez esa noche no la había
pasado en casa, pero de todas formas entró.
Crashman estaba tendido sobre las
mantas, profundamente dormido. Tenía puesto
el uniforme con partes metálicas, armas en la
cintura y antebrazos, y altas botas con luces
parpadeantes. Su traje humeaba un poco y tenía
manchas negras de algo aceitoso. La expresión
de Crashman era una
13

mezcla de cansancio y angustia, como si estu-


viera soñando con algo terrible.
Franco marcó la combinación en el
teclado de la ventana para abrir una de sus hojas
y ventilar un poco la habitación. Después trajo
una toalla humedecida del baño y con
delicadeza limpió la cara de su papá. Tuvo que
hacer mucha fuerza para quitarle las botas y
después, cuidadosamente, le sacó las armas (más
de quince) y las dejó al costado de la cama. Su
padre tenía ahora una expresión un poco más
distendida y el chico se acostó a su lado,
abrazándolo.
En cierto momento el padre murmuró
“hijo”, aunque era evidente que seguía dormido.
El niño se acurrucó junto a él y de a poco se le
fueron cerrando los ojos.
De pronto sonaron varias alarmas y
Crashman reaccionó como un resorte. En un
instante estaba de pie y tenía un arma en cada
mano, que automáticamente apuntó a Franco.
Crashman tardó un segundo más en entender
dónde se encontraba. Al fin echó una mirada a
su alrededor y dejó las armas.
14

—Hijo...
—Papá, vine a decirte que...
Franco no terminó la frase porque el
padre ya había salido de la habitación. En una
sala lateral había una especie de mapa
planetario luminoso, incomprensible para el
chico, al que Crashman solía mirar a cada rato,
cuando se encontraba en casa.
Mientras observaba esa pantalla,
Crashman cambió pequeñas baterías de su traje,
reemplazó partes de las armas y verificó el
funcionamiento de sus aparatos de comu-
nicación. Franco conocía la versión infantil de
todo ese equipamiento, porque en las
jugueterías vendían trajes de Crashman com-
pletos, que emitían curiosos sonidos y encen-
dían cantidad de pequeñas luces.
—Necesito que vayas a una reunión de
padres del colegio —dijo Franco, descontando
que su padre no le prestaría atención.
—¡Me encantará ir a esa reunión,
hijo!
Franco sonrió satisfecho. Pero luego
arriesgó otra pregunta:
16

—¿Hoy no habrá ataque de los


mutantes?
—¿Eh? Sí, claro que habrá. Sabemos
que intentarán destruir nuestro sistema de
satélites.
—¡Entonces no podrás ir a la reunión!
—¿Qué reunión?
—¡La del colegio!
—¿Hay una reunión en el colegio?
—¡Sí, citaron a los padres!
—¿Para qué citaron a los padres?
—No sé, cada tanto hacen una reunión
con los padres de los alumnos. Es obligatorio
que vayas, papá.
—Claro, voy a ir.
—¿Y si los mutantes intentan destruir
los satélites terrestres?
—¡Impediré que lo hagan, hijo!
—Entonces no podrás ir a la reunión de
padres...
—No, claro que no, hijo.
—¡Dios!
Franco se sentó en el piso y se quedó
mirando a su padre, tratando de comprenderlo.
17

Crashman terminó de colocarse todas sus armas


y equipos, dedicó una amplia sonrisa a su hijo,
le acarició la cabeza y le dijo:
—¡A desayunar, compañerito!
2
2
Accidente

Franco esperó a que Catalina terminara


de servir el desayuno para repetirle a su papá lo
de la reunión. Por alguna razón lo avergonzaba
hacer ese pedido delante de ella. Pero, en lugar
de irse a la cocina como hacía siempre, esta vez
Catalina se sirvió un café y se sentó a
desayunar. Eso era una verdadera novedad. Una
odiosa novedad, porque delante de Catalina a
Franco le iba a costar mucho más exigirle a su
padre que fuera a la reunión.
—Señor Crashman —habló Catalina—,
esta tarde habrá una reunión de padres en el
colegio y usted tiene que asistir. Sí o sí.
—Me encantaría, Catalina, pero no
puedo. Hay versiones de que los mutantes tra-
tarán de dañar radares vitales para las comuni-
caciones terrestres. ¡El planeta está en peligro!
20

—Señor Crashman —repitió Catalina


espaciando las sílabas, nerviosa—, no puede
dejar de ir a esa reunión sólo porque el planeta
esté en peligro. Creo.
Catalina siempre agregaba “creo”, al
final de sus frases. Además hablaba con un
cantito, intercalaba algunas palabras de su
idioma indígena y, cuando se ponía nerviosa,
reía sin motivo. Ahora mismo se estaba riendo.
En ese momento se encendió la peque-
ña pantalla de una especie de reloj que usaba
Crashman, y se oyó una señal de alarma. Esa
señal se escuchaba muy seguido cuando
Crashman estaba en casa.
—¿Ven? No puedo —dijo Crashman—.
¡Pero no fallaré en la próxima, querido! —agre-
gó gritando.
Eso de gritar al decir cosas que no
requerían elevar la voz era algo que a Franco no
le gustaba y que los autores de un dibujito
animado sobre Crashman habían imitado a la
perfección. El personaje gritaba para decir cosas
intrascendentes y luego, en plena
21

lucha contra los enemigos, hablaba como si


fuera la situación más normal del mundo.
—Algunos compañeros de colegio me
dicen que no es cierto que mi papá sea
Crashman —dijo Franco.
—¡Los convencerás con unas cuantas
trompadas! —gritó Crashman, que ahora
parecía preocupado porque el café estaba tibio
en lugar de muy caliente como le gustaba a él.
—No, papá, ¿cómo voy a pegarles a mis
amigos por esa tontería?
—Ah, claro. Es cierto, sí. No hay que
ser violento.
—¡Dios, no haga eso! —gritó de pronto
Catalina, al ver que Crashman accionaba un
rayo que le salía del brazo y lo apuntaba hacia la
taza. Era un rayo muy potente con el que
Crashman derretía puertas de acero o agu-
jereaba naves extraterrestres. Un par de veces
Franco lo había visto calentar la comida con ese
rayo, con apenas enfocarlo un milisegundo
sobre el plato.
—Papá, ¡quiero que esta vez vayas a la
reunión!
22

—¿Cómo? —preguntó Crashman—. ¿A


qué reunión?
Esa pequeña distracción hizo que el
rayo evaporara el café, fundiera la taza, aguje-
reara la mesa y quemara el piso.
Catalina comenzó a protestar en su
idioma indígena y Crashman se levantó,
molesto consigo mismo, mirando con desprecio
a su emisor de rayos.
—Me voy, Franco. No puedo permitir
que dañen nuestras comunicaciones. ¡Debo
defender a nuestro planeta! —dijo a continua-
ción, dándole un beso en la frente a su hijo.
Con paso rápido se dirigió hacia el bal-
cón, saltó y salió volando. Vivían en el piso
cuarenta y tres y siempre salía por allí. Solo que
en esta oportunidad Catalina había cerrado los
ventanales porque empezaba a hacer frío.
El estallido de los vidrios asustó a
Catalina y a Franco, aunque los dos sabían que
eso no podía dañar a Crashman. Casi nada podía
dañar a Crashman.
Catalina tomó entre sus manos la masa
sin forma y todavía humeante que
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antes había sido taza, cuchara, café y plato, la


llevó a la cocina y luego se puso a recoger los
cristales rotos.
En ese momento reapareció Crashman
y, desde afuera, mientras se mantenía flotando,
gritó:
—¡Que Franco no pase todo el día
mirando televisión, Catalina! ¿Oíste, Franco?
¡Debes cuidar tu educación!
—Sí, papá —le contestó Franco con
desgano, mientras tomaba el control remoto del
televisor.
3

Reunión de padres

La reunión de padres se hizo en el salón


de actos de la escuela. Franco quiso sentarse en
la última fila, pero Catalina dijo que desde allí
no escucharían a los maestros. Él insistió en
permanecer sentado en ese lugar porque le daba
vergüenza estar allí con Catalina, que era tan
gorda y vieja. Pero ella, que tenía una fuerza
increíble, lo tomó de la mano y lo arrastró hacia
el frente.
El odioso Mariano Emiliano Soriano,
sentado en la penúltima fila, lanzó una fuerte
risotada y señaló hacia el pasillo central para
que todo el mundo se diera cuenta de que
Franco estaba haciendo el ridículo. Franco se
puso colorado y trató de caminar a la par de
Catalina, como si nada sucediera.
26

Mariano Emiliano Soriano no solo había


venido con su madre y su padre sino con el
marido de su madre, la esposa del padre, su
hermanito menor y la abuela. ¡Una fila para
ellos solos!
Para colmo de males Catalina quiso
sentarse en la primera fila justo delante de
Julieta Ubieta, la chica que le gustaba y ante la
cual irremediablemente se ponía rojo de
vergüenza y apenas podía hablar.
“Está bien”, pensó Franco cuando se
acomodó en su asiento, “no tengo que pensar, ni
respirar, ni mirar hacia atrás. Y tampoco tengo
que escuchar si Catalina le hace una de sus
preguntas al director de la escuela. No importa
qué pregunta ridícula haga porque yo soy ciego
y sordo”.
Sin embargo, un segundo después miró
hacia atrás y vio al padre de Julieta Ubieta.
¿Cómo podía ser tan viejo el señor Ubieta? Era
viejísimo, arrugado y calvo ¡y hacía un ruido
muy desagradable con su dentadura postiza!
—¡Hola, Franco! —le dijo Julieta.
27

—Ho... la —contestó Franco, mientras


pensaba: “Pobre chica”.
—Abuelo, él es Franco, el hijo de
Crashman —gritó Julieta.
“¡Es el abuelo! ¿Y sus padres? Tal vez no
tiene padres o si los tiene, no la quieren”, pensó
Franco entusiasmado. “Tal vez hayan muerto en
un accidente. Ojalá esté sola en el mundo y su
abuelo sea un malvado. Pobre chica, seguro
necesita un chico con quien hablar. El chico
ideal para que ella pueda contar en confianza
que sus padres murieron en un accidente sin
duda soy yo”.
—¿No viene tu papá, Franco? —pre-
guntó Julieta—. ¡Me encantaría conocerlo!
Antes de que a Franco se le ocurriera
algo para contestar, Julieta agregó:
—¡Ahí vienen los míos: ¡Mamá! ¡Papá!
Franco los miró: era un par de padres
espléndidos, sonrientes, bronceados, completos.
El padre hasta usaba maletín. ¡Qué bueno tener
un padre con maletín! ¡Qué lindo revisarle el
maletín y a escondidas usar todo lo que lleve
adentro! Debía de tener libretas,
28

minicomputadora, lapiceras, carpetas, cal-


culadoras, agenda electrónica, de todo.
¡Y Julieta también tenía madre! La
madre de Julieta era muy bonita. Estaba vestida
con ropa deportiva. Seguro que los sábados esa
mujer jugaba al tenis con su hija. ¡Cómo le
gustaría a él tener una madre! Pero su madre
había muerto hacía mucho. Su madre había
muerto cuando él era recién nacido, así que sólo
la conocía por fotos. Y en las fotos su mamá, que
tenía nombre de nena -Yanina-, era muy bonita
y se reía con una espléndida risa.
A ese triste pensamiento él podía dete-
nerlo. Eso se lo había enseñado Catalina; un
pensamiento muy triste podía ser detenido
haciendo fuerza con la mandíbula. Eso le había
enseñado Catalina. Pero si se trataba de un
pensamiento muy muy triste, mucho más triste
que los pensamientos tristes comunes, era mejor
dejarlo pasar. En ese caso lo mejor era
entristecerse del todo y llorar como loco.
Catalina sabía cosas increíbles y él quería
mucho a Catalina porque al fin
29

y al cabo era como una enorme, gordísima,


segunda madre, y por el tamaño hasta podía ser
considerada como dos madres en una.
Por suerte, este pensamiento sobre su
madre muerta solo era muy triste, no muy muy
triste, y eso tal vez se debía a que él no dejaba
de mirar a Julieta y también pensaba en lo linda
que era ella.
En ese momento apareció el maestro y
comenzó la reunión. Habló diez minutos y
después fue el turno de los padres: todos
opinaban que había que duplicar las tareas de
los niños, de modo que en la casa no les
quedaran muchas horas para mirar televisión.
Además pedían más horas de inglés y de
computación para prepararlos para ser adultos
importantes. Todos opinaban más o menos lo
mismo pero sus voces se superponían porque
estaban muy ansiosos. Pero de pronto una voz
muy firme, dijo:
—Ahora voy a hablar yo —era Catalina.
Franco se quedó paralizado de vergüenza y
todos los padres hicieron silencio—. Digo yo:
¿por qué no les enseñan un poco de
30

educación a estos niños, ah? Para que Franco se


lave los dientes hay que pedirle por favor, a
veces pretende engañarme diciéndome que se
bañó, pero yo sé que puede estar cinco días sin
bañarse...
Franco estuvo a punto de desmayarse
mientras las carcajadas de sus compañeros, en
especial las de Mariano Emiliano Soriano, le
taladraban el cerebro. Hasta Julieta Ubieta,
sentada delante, se había vuelto hacia él y
parecía desarmarse de la risa. Y Catalina seguía:
—Tampoco saluda a los vecinos en el
ascensor, a veces hace chistes groseros por
teléfono y cuando come frutas juega a embocar
semillas en mi vaso de soda.
—Bueno, bueno, gracias -—dijo el
maestro—. Muchas gracias por su aporte. Ya
veremos cómo podemos corregir esas cosas.
4
Franco se escapa

A la vuelta de la reunión Franco comió


un octavo de milanesa y tres papas fritas y
media, y después fue a su habitación y se asomó
por la ventana. Los del Departamento de
Seguridad del Gobierno habían dispuesto que la
combinación para abrir las ventanas fuera
secreta y solo la supiera Catalina, pero a la
mujer le era imposible manejar esos tecladitos.
Ella misma le había pedido a Franco que
aprendiera a abrir las ventanas y a la vez le
había prohibido terminantemente abrirlas si
ella no se lo pedía. Franco las abría a cada rato y
por esa razón él y Catalina solían discutir.
Mientras miraba allá abajo la inter-
minable fila de coches que esperaba la apertura
de un semáforo, se le ocurrió algo...
32

Tomó un Crashman de plástico y lo lanzó al


aire. Se quedó mirando cómo caía sobre el
parque que estaba al otro lado de la calle.
Segundos después arrojó otro Crashman con
moto espacial. Y después un Crashman dentro
de una nave y un Crashman luchando contra
dos mutantes...
A los diez minutos ya había tirado unos
seiscientos muñecos Crashman, cincuenta libros
e historietas, muchísimos juegos electrónicos,
videos y una gran cantidad de trajes Crashman
para chicos. Entre esas idas y vueltas de los
placares a la ventana reparó en unos chicos que
abajo se arriesgaban entre los autos para recoger
los juguetes que él tiraba.
Eran dos chicos que limpiaban para-
brisas de coches a cambio de monedas. Los había
visto algunas veces cuando el chofer y Catalina
lo llevaban a la escuela. Parecían divertirse con
lo que hacían, y debía de ser así porque pasaban
mucho tiempo en la calle. Tal vez fueran
delincuentes, pero como quiera que fuese
parecían llevar una vida más divertida que la
suya.
33

Los chicos habían formado dos


montañitas de Crashman y ahora miraban hacia
arriba esperando que cayera alguno más. Franco
se volvió hacia un mueble biblioteca y calculó
que todavía le quedaban algunos cientos más.
Pero ya no tuvo ganas de seguir tirándolos y, en
cambio, pensó que le gustaría conocer a esos
chicos. Total, si eran delincuentes siempre
tendría la posibilidad de salir corriendo y
meterse en su edificio, donde había cuatro guar-
dias en la puerta. Además, él era el hijo de
Crashman y cualquier cosa que le ocurriera su
padre podría defenderlo. Alguna ventaja tenía
que darle ser el hijo de Crashman.
Claro que para conocer a esos chicos
tendría que escapar sin que Catalina lo notara.
Franco entró en la cocina, donde
Catalina estaba lavando los platos, se sirvió un
vaso de jugo y con disimulo tomó un manojo de
llaves. Al salir del ascensor al hall del edificio se
coló entre tres señoras gordas y así logró pasar
sin que los guardias
34

lo vieran. Al salir a la vereda respiró hondo y


sintió que estaba iniciando una gran aventura.
En la esquina se quedó unos minutos
mirando a un lado y a otro, y no encontró a los
chicos. Contra un árbol estaban el balde y los
secadores que usaban, pero a ellos no se los veía
por ningún lado. Finalmente los vio parados
ante un kiosco, a una cuadra, metiendo en dos
grandes bolsas de residuos el montón de
Crashman que cada uno había recogido.
Minutos después regresaron a la esqui-
na. No estaban tan sucios como Franco ima-
ginaba. Dejaron las bolsas junto al árbol y el más
grande volvió a limpiar parabrisas mientras el
más chico se quedó custodiando el botín.
Franco se acercó y los chicos lo miraron
con desconfianza, como tratando de entender
qué podía estar buscando.
—¿Quieren que los ayude? —preguntó
él al ver que dentro del balde quedaba un juego
de esponja y secador.
35

—¡No! —le dijo el más chico, con


enojo.
Al más grande pareció causarle gracia el
pedido y le dijo a Franco que si quería ayudar lo
hiciera, solo que tenía que darle a él las
monedas que ganara.
Franco tomó el limpiador, lo mojó
dentro del balde y esperó a que el semáforo
detuviera a los coches. Cuando esto ocurrió
caminó hacia el primer auto, un estupendo Alfa
Romeo gris oscuro.
—¡Me salpicás el auto y te mato! —le
dijo un hombre con cara de toro. A Franco le
pareció que ya conocía esa cara desagradable...
¡Era el señor de la Secretaría de Medio
Ambiente! ¡El señor Dante Marino!
Meses atrás ese hombre había recibido
una condecoración durante una fiesta en la que
también Crashman había sido premiado. Franco
lo recordaba muy bien porque Catalina lo había
obligado a mirar ese programa para que viera un
poco a su papá. Cuando apareció en la pantalla
ese
36

hombre con cara de elefante marino, Franco y


Catalina se habían reído muchísimo de que
justamente le dieran un premio por defender a
los pingüinos empetrolados, las ballenas y los
elefantes marinos.
Mientras recordaba todo eso Franco se
quedó mirando a Elefante Marino, que apenas se
veía detrás del vidrio oscuro de su hermoso
coche.
—¡Hacete a un lado, salame! —le gritó
Elefante Marino asomando su cabezota, porque
Franco estaba parado delante del coche y no lo
dejaba salir.
—¡Correte, tarado! —le gritó el chico
más grande.
Así pasó el primer verde del semáforo
sin que Franco lograra hacer nada.
En el segundo, Franco se dirigió a una
camioneta pero le fue imposible alcanzar el
parabrisas porque era muy alto. Uno de los
hombres que iban en ella le gritó algo que
Franco no entendió y estalló en carcajadas.
Enseguida el semáforo se puso en verde y
salieron disparados todos los autos.
38

—Está gastando detergente de


gusto —dijo el chico menor, molesto.
En la siguiente oportunidad,
Franco no logró que ningún
automovilista aceptara, salvo un taxista
que luego se fue sin dejar una moneda,
molesto por lo mal que había quedado su
parabrisas.
Recién a la quinta apertura del
semáforo, Franco se dio cuenta de que el
chico más grande iba directamente a los
coches manejados por mujeres.
Durante el descanso, Franco pre-
guntó si las únicas que dejaban monedas
eran las mujeres.
—Las mujeres te dejan monedas
porque les da lástima ver a los chicos tra-
bajando —dijo el menor.
—No, es porque nos tienen miedo
—dijo el más grande—. Piensan que
podemos robarles.
—Es porque son más buenas.
—Es porque son más idiotas.
Franco obtuvo su primera moneda
cuando ya hacía media hora que estaba
39

allí. Se la dio un hombre con anteojos


muy gruesos cuyo auto merecía el Premio
Nobel al coche más sucio del mundo.
—No tengo plata, querido —le
dijo el hombre antes de que Franco
empezara a lavarle el parabrisas.
—Se lo lavo gratis —le dijo Franco
—. Usted ve menos que un gato de yeso y
su parabrisas está recontrasucio.
—¡Acá encontré una! —avisó el
hombre mostrando una moneda para
Franco.
Él se quedó mirando la moneda y
pensando en la frase “ve menos que un
gato de yeso”, que se la había escuchado a
Catalina. En ese momento el chico grande
se acercó a la carrera y de un manotazo le
quitó la moneda.
Al rato, los dos chicos fueron a
comprar pan, fiambre y una gaseosa
grande. Se sentaron en una plaza, bajo el
enorme caballo del monumento de Simón
Bolívar, y empezaron a comer, haciendo
bromas sobre la posibilidad de que el
animal tuviera ganas de hacer pis.
40 41

Abrieron por la mitad los dos enormes


compran los padres. ¿Quién le compraría a él las
panes y pusieron el fiambre en el medio,
zapatillas? Catalina. Pero no, no podía ser. Si
controlando minuciosamente que hubiera la
Catalina fuera la encargada de comprarlas
misma cantidad para cada uno. Mientras los
seguramente él estaría usando las zapatillas más
chicos devoraban los sándwiches con increíbles
horribles que hubiera. Qué raro. ¿Quién le
ganas, a Franco se le retorció el estómago de
compraría a él la ropa, zapatillas, abrigos, todo
hambre. Cuando ya estaba terminando, el chico
eso?
grande arrancó un trozo de sándwich y se lo
—¿Y? ¿Cuánto valen tus zapatillas?
ofreció.
—se impacientó el más chico.
—No, no, gracias —dijo Franco, pero
—Cien —respondió él, para favorecer
ante la insistencia del otro terminó aceptando.
precisamente al más chico, porque a ese le tenía
Comió con tantas ganas que ellos rieron.
un poco de miedo.
—Es un muerto de hambre —rio el más
—¡Qué dije yo! — dijo este —.
chico.
¿Cuántos años tenés?
—¡Qué va a ser un muerto de hambre!
—Nueve.
¿No ves las zapatillas que tiene? —dijo el más
—¿Nueve? — preguntó el más grande,
grande, señalando los pies de Franco—. Valen
riéndose—. Mirá, es más alto que yo.
ochenta dólares.
Se midieron los tres. Franco era más alto
—¿Ochenta? ¡Cien! —exclamó el
que el más grande y casi el doble que el más
menor, escandalizado. Y, dirigiéndose a Franco,
chico.
le preguntó—: ¿Cuánto valen?
—Yo tengo diez—dijo el más chico—. Y él
Franco no tenía idea de cuánto podían
casi doce.
costar. Es más, le resultaba curioso que esos
“Si supieran que solo tengo ocho y
chicos supieran sobre precios de cosas que
medio…”, pensó Franco.
42

—Vamos hasta allá —ordenó el más


grande, tomando el balde y señalando la
esquina opuesta de la plaza. Franco jamás había
cruzado una calle solo pero le daba vergüenza
agarrarse de la mano del chico más grande,
como hacía siempre con Catalina. Ellos
cruzaron con toda naturalidad, pero él se fijó
tanto hacia un lado y al otro, y después corrió
tan fuerte para llegar al otro lado, que los dos
chicos se rieron a carcajadas.
—¿Es tonto o qué le pasa? —preguntó
el más chico.
—No sé —le contestó el otro.
—¿Ya sé! —exclamó Franco de pronto.
—¿Ya sabés qué? —preguntó el más
chico con fastidio.
—No, nada —respondió Franco. Lo que
acababa de “saber”, mejor dicho de deducir, era
quién le compraba a él la ropa. Era, seguro, una
chica que todos los meses pasaba por la casa y le
tomaba las medidas con un centímetro. Él
nunca le había preguntado para qué lo hacía
porque eso había ocurrido desde siempre. Una
semana después de la visita de la chica llegaba a
43

su casa un montón de cajas con ropas y


zapatillas.
En la esquina, los chicos se detuvieron
ante una juguetería.
—¡Tenemos todos los Crashman que
hay ahí! ¡Somos ricos! —gritó el más chico.
—Yo también tengo... como cien —dijo
Franco.
—¡Mentira! —dijo el más chico.
—Verdad —se defendió Franco—.
Vamos a casa que se los muestro, ¿ustedes no
van a la escuela?
—Vamos de mañana.
—Ahora es la mañana.
—Hoy es sábado, ¿no te enteraste?
5
Los nuevos amigos

—¿Cómo se llaman ustedes? —pre-


guntó Franco mientras subían.
—A él, le dicen Fideo —dijo el
menor.
—A él, Enano —contestó el otro.
Para entrar en el departamento tuvie-
ron que tomar tantas precauciones como para
entrar en el edificio. Primero entró Franco para
ver en qué parte de la casa estaba Catalina, y
recién cuando comprobó que seguía en la cocina
les hizo una seña a los chicos para que pasaran.
Era increíble que nunca antes se le hubiera
ocurrido escapar, pensaba Franco.
—Juguemos con eso! —gritó Enano,
señalando la estación de juegos de Franco y la
pila de CDs, no bien entró en la habitación. En
eso sí Franco era un verdadero superhéroe
46

y no había en su curso un chico que pudiera


ganarle. Pasaba fines de semana enteros jugando
y en los días de semana, cuando Catalina se iba
a dormir, se quedaba jugando hasta las dos o
tres de la mañana. Fideo se quedó mirando la
habitación, como si le costara aceptar que exis-
tiese un lugar tan grande y lindo y con cosas tan
interesantes: un televisor gigante, filmadoras,
equipo de música, revistas, juegos electrónicos,
montones de juguetes, dos bicicletas, una pista
de autos a control remoto que tenía como diez
metros... de todo.
De pronto se abrió la puerta e irrumpió
Catalina:
—Te hice un postre de dulce de leche,
Franco. Por lo menos comeme una porcioncita
—dijo Catalina, dejando un plato sobre el
escritorio del chico.
Increíblemente Fideo quedó oculto por
la puerta y Enano se agachó detrás de un gran
oso de paño.
—¡No, no quiero! —gritó Franco y al
instante se corrigió—: Sí que quiero. Quiero
otra porción más.
47

Catalina sonrió y salió disparada hacia la


cocina. Regresó con una gran fuente de postre y
dijo, con una gran sonrisa:
—Comé todo lo que quieras, querido.
Fideo y Enano, terminaron con el postre
en segundos. Fideo usó una cuchara y Enano
tuvo que arreglárselas con un señalador.
—¿Ustedes dónde viven? —preguntó
Franco.
Enano contó que vivían lejos y que al
lado de la casa tenían un terreno muy bueno
para jugar al fútbol y un árbol muy alto para
trepar.
—¿Y por qué se vienen hasta acá a
limpiar parabrisas?
—Porque mi mamá trabaja en un
supermercado a cinco cuadras de acá. Solamente
venimos los sábados. Viajamos con ella a la ida y
a la vuelta nos vamos solos —explicó Fideo.
—¿Querés conocer nuestra casa? —
preguntó Enano.
—¿Estás loco? —le dijo Fideo, dándole
un golpe en la cabeza que derribó al
48

más chico sobre la cama. El pobre estaba tan


acostumbrado a los golpes de su hermano que ni
siquiera se quejó—. ¿No ves cómo vive él?
¿Cómo va a ir a casa?
—Me gustaría conocer la casa de
ustedes. No importa si es pobre. Si yo antes fui
pobre. Mi papá era mendigo hasta que ganó la
lotería —dijo Franco, y se quedó tan satisfecho
con su mentira que se le dibujó en la cara una
gran sonrisa. Los chicos lo miraron extrañados.
—¿Ganó la lotería? ¡Qué suerte! —dijo
Fideo.
—Sí, dos veces seguidas —agregó
Franco.
—¡Increíble!
—¡Increíble!
6

Camino de aventuras

El viaje fije interminable. Primero en


subte, después en colectivo y al final como
quince cuadras a pie.
Pero lo mejor fue que los chicos sabían
viajar gratis.
En el subte pasaron por debajo del
molinete, sin poner ficha. Franco casi se
desmaya al hacerlo, porque pensó que la policía
comenzaría a perseguirlo.
Al tren subieron gratis, dando todo un
rodeo para llegar al andén por un terreno al que
daban las vías. En el colectivo, donde era
imposible burlar al conductor porque miraba a
todos los que subían, los chicos podían viajar
gratis porque eran amigos de los choferes.
—Esta aventura es mejor que las de
Crashman —dijo Franco, cuando se habían
50

acomodado los tres en el último asiento. Era la


primera vez que andaba por allí, la primera vez
que usaba transportes públicos, la primera vez
que no lo acompañaba un adulto.
—¿Cómo se llaman ustedes? —preguntó
—. Los nombres, quiero decir, no los
sobrenombres.
—Emanuel —dijo el más chico, que
nunca abandonaba su expresión de enojado.
—Diego —dijo Fideo.
Cuando se bajaron, Diego y Emanuel
limpiaron gratis el parabrisas del ómnibus.
—Para que otra vez vuelva a llevarnos
—explicaron.
A continuación caminaron quince
cuadras. Franco las hizo bastante temeroso.
Eran caminos de tierra muy angostos que
pasaban entre casas bajas donde, al parecer,
vivía un montón de gente.
En algunos tramos el camino parecía
meterse adentro de las casas o las casas estar
construidas casi en medio del camino. Y
continuamente salían a husmear perros de todos
los tamaños que asustaban a Franco,
51

casi arrepentido ya de la “aventura” en que se


había metido.
En cierto momento, los chicos dejaron
el camino y pasaron por adentro de una casa,
diciendo “hola, abuela”. Franco se detuvo a
mirar: en un rincón había una señora muy
mayor, rodeada de gatos. De ahí los tres pasaron
a un terreno lleno de basura.
—¿Es la abuela de ustedes? —preguntó
Franco. Los chicos rieron.
—No —dijo Emanuel—. Le decimos
“abuela” pero no es nuestra abuela. Es una vieja
ciega que siempre está sentada allí. Pasamos por
ahí para no pasar por la esquina, porque hay
una barra de pibes que siempre nos agarra a
piedrazos.
—Ah.
Luego pasaron por un basural, donde
había un olor horrible, humo y varias personas
recogiendo cosas y llevándolas a unos carros
tirados por caballos que esperaban en la calle.
Diego y Emanuel caminaron atentos,
mirando al suelo por si había alguna cosa
52

que valiera la pena. Sin embargo, fue Franco el


que encontró algo bueno: un volante de auto
oxidado.
—¡Está buenísimo! —dijo Emanuel—.
¡Le sacamos el manubrio a la bici y le ponemos
ese volante!
—Sí, está bueno —dijo Diego.
Emanuel tomó el volante con las dos
manos, lo puso a la altura de su cara, hizo ruido
de motor con la boca y jugó a que iba en auto y
manejaba. De pronto, cambió la expresión de
Diego.
—¡El Colorado! —dijo temeroso.
Franco giró su cabeza y vio que a diez
metros se acercaba un tipo cuyo aspecto
resultaba temible. El Colorado debía de tener
unos veinte años y parecía muy fuerte, pese a su
delgadez. Una gran cicatriz le cruzaba la mejilla
izquierda, desde la oreja hasta la boca,
dibujándole una desagradable sonrisa.
Cuando Franco se volvió hacia Diego
para preguntarle quién era ese, los dos hermanos
iban corriendo a toda velocidad, sosteniendo las
bolsas con los Crashman.
53

—¡Corré, dale! —le gritaron.


Franco corrió tras ellos.
—¡Espérenme!
Como en las pesadillas, sintió que las
piernas no corrían tanto como él creía que
podían hacerlo.
El Colorado tardó segundos en alcan-
zarlo.
7
El robo

El Colorado sólo tuvo que dar unos


pocos pasos a la carrera para alcanzar a Franco y
trabarlo con un pie.
Franco cayó rodando entre la basura y
se detuvo al chocar contra un enorme perro
muerto. Se apartó, asqueado, pero el Colorado
lo tomó por el cuello y lo hizo sentar.
—¡Basta de llorar, idiota! —le dijo,
sonriendo.
Franco no podía hablar. Quería pro-
testar o pedir socorro, pero no le salían las
palabras y temblaba espantado. Su papá..., cómo
necesitaba en ese momento a su papá.
Crashman estaba luchando contra los mutantes
y él no tenía la fuerza ni la decisión de un
superhéroe para enfrentarse a ese tipo.
56

—A ver, “Dientes de alambre”... —le


dijo el Colorado, riéndose de los aparatos fijos
que usaba Franco—. Quiero ese reloj, la
campera, las zapatillas.
El nerviosismo trababa los movimientos
de Franco, y eso alteró un poco más al otro,
quien finalmente le arrancó de un tirón el reloj
y le sacó la campera brutalmente.
—Ese pantalón es de marca —agregó,
sorprendido, mientras le indicaba con una seña
que se lo quitara. Franco negó con la cabeza. No
quería quedarse sin pantalón en ese lugar y no
entendía cómo alguien podía interesarse en
robar algo así. En las series de televisión los
malhechores no roban pantalones. El Colorado
sonrió con desprecio. Parecía que acompañaba
cualquier emoción con su insoportable sonrisa y
con las curvas que adoptaba la profunda huella
que le cruzaba la cara.
—¿Qué, no te gusta mi cicatriz? Dale,
“Diente”, sacate el pantalón antes de que se me
acabe la paciencia.
57

Como Franco se resistió a hacerlo, el


Colorado le dio un fuerte cachetazo que volteó
al chico hacia el costado. Franco se incorporó de
un salto e intentó correr pero el Colorado lo
detuvo.
—¡Vamos, tarado, quiero ese pantalón!
Va justo para mi hijo.
Sufriendo por el dolor en la cara y la
humillación, Franco se quitó el pantalón y lo
dejó en el suelo.
El Colorado rio mientras juntaba todo y
luego se alejó silbando. Franco se quedó
sentado, abrazando sus rodillas, muerto de
miedo. Después miró hacia la dirección por
donde se habían ido sus amigos y se desesperó al
no verlos.
Un enorme perro se acercó a la carrera.
Franco les temía a los perros y en esta situación
descontaba que este animal venía a atacarlo.
Pero no tenía fuerzas para escapar. Más bien
estaba paralizado. Sin embargo el perro lo
olfateó detenidamente, casi tocándole los pies, y
después se alejó.
58

¿Qué iba a hacer ahora? Ni siquiera


sabía dónde estaba. ¿Cómo haría para volver a
su casa?
c

8
Gritos

Franco caminó en cualquier dirección,


como para salir de allí, tratando de no pasar por
donde había gente revolviendo basura. Pero
enseguida escuchó unos gritos: eran Diego y
Emanuel que lo llamaban, mientras salían del
pozo en donde se habían escondido. Se
acercaron a la carrera y cuando estuvieron junto
a Franco, este se echó a llorar abrazado a Diego.
—Nosotros te vamos a conseguir ropa
—le dijo Diego, y pegándole un golpe a su
hermano le ordenó—: ¡Dale tu pantalón!
Emanuel dijo que no y se alejó unos
veinte metros.
Diego pareció analizar la situación
durante un segundo y luego se puso a recorrer
el basural, tirando de restos de telas
60

que había entre los montículos de basura.


Franco lo siguió casi pegado a él, sintiéndose
muy desgraciado.
Al fin fue Emanuel quien encontró algo
que podía servir: un enorme pantalón roto y
embarrado color amarillo con grandes flores
negras. Lo sacudió y logró sacarle los restos de
barro.
—¡Ni loco me pongo eso! —protestó
Franco.
—Ningún problema. Andarás en
calzoncillos —le dijo Diego.
Franco se puso el espantoso pantalón y
se lo ciñó a la cintura con un hilo.
—Vamos —dijo Diego.
—Quiero volver a mi casa. Llévenme.
—No podemos.
—¡Sí que pueden! Yo no sé volver
solo.
—Es que pronto se va a hacer de noche
y es peligroso. Mi mamá no nos deja andar solos
de noche. Si te llevamos ahora, se nos va a hacer
tarde para volver.
9

Otra familia

En la casa de Emanuel y de Diego


vivían el abuelo, la madre de los chicos y tres
perros. El abuelo estaba sentado en una silla,
haciendo un sillón de mimbre, rodeado de
varillas, con una radio encendida y una pava
humeante con la que estaba tomando mate. Los
perros olieron a Franco, que soportó eso
tratando de no poner cara de terror.
—Es un amigo —explicó Diego—. El
papá le dio permiso para que se quede a dormir
en casa —el abuelo miró a Franco con cierta
desconfianza.
Franco pensó que era la casa más fea
que hubiera visto en su vida, si no fuera porque
había visto otras mucho peores en el camino
que acababan de hacer. Los chicos estuvieron
62

discutiendo un rato a qué iban a jugar y ya lo


tenían decidido, cuando llegó la madre. Era
muy joven y linda pero venía con cara de
enojada.
—¿Quién es este chico?
—Es un amigo. Su papá le dio permiso
para venir —volvió a explicar Diego.
—Denme las monedas —dijo la madre,
y los chicos le dieron un puñado cada uno.
—A ver el bolsillo izquierdo... —le dijo
la madre a Diego. El chico se mostró molesto
pero sacó otras tres monedas de ese bolsillo. La
madre sonrió y dijo:
—Y también de los bolsillos de atrás.
Diego sacó más monedas de allí.
Mientras lavaban parabrisas, Franco
había observado que Diego guardaba monedas
de un peso dentro de las zapatillas. “Qué
inteligente es”, pensó.
—¿Estás seguro de que el padre le dio
permiso? ¿Dónde vive este chico?
—¡Sí, el padre le dio permiso, no seas
pesada!
10

El abuelo

Ayudados por el abuelo, al que lla-


maban “Pereyra”, Emanuel y Diego ataron con
alambre el volante de auto al manubrio de una
bicicleta alta y viejísima. Diego determinó que
el primero en probarla sería Franco porque era
el invitado y después él, porque era el mayor.
Cuando le tocó a Emanuel, Diego le dio un
golpe en la cabeza y le dijo: —¡Ahora vos,
tarado!
Más tarde jugaron al fútbol en la
canchita con otros chicos vecinos. Franco notó
que todos eran muy buenos jugando, que el
mejor de todos era Emanuel y que,
comparando, él era un desastre. Era una
vergüenza jugar tan mal. Fingió entonces que le
dolía una pierna y después anunció que haría de
arquero. Pero como arquero era peor que como
64

jugador: pelota que iba al arco, entraba.


Entonces, dijo que ya estaba aburrido de jugar y
que iba a tomar agua.
Le dijo al abuelo Pereyra que tenía sed y
el abuelo salió caminando y le pidió que lo
siguiera. Caminaron una cuadra y media.
—¿Vamos a una confitería a tomar una
gaseosa? —preguntó Franco. El abuelo rio a
carcajadas.
—¿Por qué te faltan los dientes? —quiso
saber Franco.
—Es que soy viejo, Franco.
—¡Cómprate una dentadura postiza!
Catalina tiene varios dientes postizos. Ella no se
compró una dentadura entera, sino dientes
sueltos.
—Ah, qué bien. Es una buena idea.
Cuando junte algunos billetes me compro una
entera. Mirá, es aquí. Colócate ahí abajo que yo
voy a bombear.
Era la mejor canilla que Franco hubiera
visto en su vida. ¡Para que saliera agua había
que subir y bajar una palanca!
65

—¿Y no tienen una de estas en la casa?


—preguntó Franco.
—No, el agua no llega hasta allá. Somos
pobres —dijo el abuelo.
—¡Ya veo! ¡Ni agua!
—¿Y quiénes son tus padres, hijo?
—Mamá no tengo —explicó Franco—.
Murió cuando yo era recién nacido. Y mi papá
es alguien muy famoso. Tanto, que no te lo
puedo decir. Es un secreto. Cuando sale a la
calle nadie nota qué él es él porque sale
disfrazado de persona normal.
—Si es un secreto no hay que andar
diciéndolo. Te voy a contar algo: a mí también
se me murió mi madre cuando era muy chico.
Pero igual me acuerdo de ella.
—¿Cómo te vas a acordar si sos
recontraviejo?
—Igual me acuerdo. Es lindo acordarse.
—¿Cuantos años tenés?
—Voy para setenta.
—En cualquier momento te morís.
66

—Bueno, espero aguantar unos años


más.
—Igual te vas a morir antes que yo. —
Eso sí.
—Es justo, yo soy más joven.
—¡No te lo discuto!
11
Crashman y los mutantes

A las seis de la tarde, Catalina,


desesperada, llamó a Crashman para decirle que
Franco había desaparecido. Pero en ese
momento Crashman estaba en plena lucha
contra sus enemigos y demoró bastante en
poder dialogar con ella.
Los mutantes eran seres de gelatina que
podían transformar su tamaño y aspecto, y para
desplazarse iban adhiriéndose a las cosas. Su
arma principal eran los chorros de ácido que
escupían por la boca, capaces de destruir en un
segundo a sus víctimas. Generalmente andaban
en naves individuales, aunque en algunas
ocasiones usaban transportes grandes equipados
con armas más peligrosas.
68

No se sabía mucho sobre el origen de los


mutantes. La teoría más aceptada era que se
habían formado solos, en una estación espacial
abandonada, donde antes había funcionado un
laboratorio de ensayos genéticos. Se suponía que
por años habrían estado evolucionado
lentamente en la soledad del laboratorio, hasta
que por azar la nave habría sido atraída por un
pequeño planetoide con formas primitivas de
vida acuática. Según los científicos, allí se
habrían cruzado con especies de renacuajos.
En los últimos tiempos se había
advertido que los mutantes se reproducían en
gran escala y duplicaban su inteligencia y
capacidad de agresión a ritmo alarmante. La
Presidencia de la Tierra había formado patrullas
y pequeños ejércitos para enfrentarlos, y había
destinado al superhéroe Crashman a la tarea de
impedir que los mutantes afectaran los sistemas
de comunicación terrestre.
Crashman tenía que enfrentarlos con un
traje especial que no dejaba pasar el ácido y que
70

al pelear cuerpo a cuerpo lo salvaba de quedar


adherido a la gelatina. Pero los mutantes solían
atacar en grupos grandes y se tiraban encima del
superhéroe tratando de ahogarlo.
Cuando sonó el aviso de llamada,
Crashman estaba luchando contra cuatro
mutantes que intentaban ahogarlo. Se defendió
dando golpes con un solo puño y usó la mano
libre para accionar el comunicador.
Tartamudeando, nerviosa, Catalina le
contó que Franco había desaparecido. Que no
estaba en la casa ni por el barrio y tampoco
había dejado un mensaje. Crashman quedó
petrificado y hasta los mutantes se
sorprendieron. Soltó al mutante al que le estaba
oprimiendo su repugnante cuello de gelatina y,
para asombro de sus enemigos, que nunca le
habían ganado una batalla, dejó de defender el
satélite y salió volando hacia la Tierra.
12

Una familia casi completa

La mamá de los chicos estaba preo-


cupada por Franco e insistía en preguntar si de
verdad tenía permiso para quedarse. Emanuel y
Diego le aseguraron cien veces que tenía
permiso del padre, pero ella no creía que fuese
verdad. No quería tener problemas con la
policía. Pero para hablar por teléfono a la casa
del chico había que caminar más de veinte
cuadras, y ya era de noche.
—Está bien, lo mejor es que Franco se
quede a dormir —se resignó al fin—. Mañana
voy a llamar al papá. Si no es cierto que le dio
permiso, pobres de ustedes.
Poco más tarde, mientras el abuelo
cocinaba fideos, la mamá -que se llamaba Elisa-
jugó con los chicos a las escondidas.
72

Era una señora muy divertida, aunque en rea-


lidad parecía una chica, casi una hermana de
Diego y de Emanuel, y no una señora.
Cuando Elisa se cansó de jugar a las
escondidas, Emanuel propuso jugar a Crashman.
Él sería “Crashman”, Diego, un mutante y
Franco, el “Presidente de la Tierra”, raptado por
el mutante.
Diego ató a Franco a una silla y se
quedó haciendo guardia por si llegaba
“Crashman”. Y “Crashman” llegó por sorpresa:
Emanuel se tiró desde el techo -que era muy
bajo- y cayó sobre Diego, mientras gritaba
“Crashmannnnnnnn al ataqueeeeeee”.
Diego se enojó porque casi le rompe la
cabeza y los dos se agarraron a trompadas
verdaderas. Emanuel se puso a llorar y
enseguida salió la madre, los reprendió, y los
mandó para adentro, donde ella podía vigilarlos.
Franco quedó afuera, atado a la silla.
—¡Eh! ¿Y yo? ¿Piensan dejarme atado?
—gritó.
73

Todos rieron y la mamá mandó a Diego


y a Emanuel a que lo desataran. Los chicos
levantaron la silla y lo llevaron en andas hasta
adentro.
Más tarde cenaron (los fideos estaban
riquísimos aunque no había gaseosas ni postre),
y cuando terminaron jugaron a las cartas.
A Franco tuvieron que enseñarle cada
juego y eso empezó a impacientar a Emanuel.
Pero Franco aprendía rápido y pudieron jugar
un buen rato. Aquella era gente muy divertida y
Franco estaba entretenido. Así se hicieron las
once de la noche y la mamá dijo que era hora de
ir a dormir.
Fue en ese momento cuando a Franco se
le ocurrió empezar a hacer preguntas. Solía
ocurrirle que las preguntas se le amontonaban y
en algún momento las largaba todas juntas.
—¿Por qué usan velas? ¿No tienen
luces? ¿Tan pobres son? ¿No trabajan? ¿O
trabajan y ganan poquísimo? ¿Esto es una villa
miseria? ¿Por qué todas las cosas que tienen son
viejas y rotas?
74

A Diego pareció darle mucha vergüenza


que Franco hiciera esas preguntas. En cambio,
Emanuel se enojó, quiso decir algo pero no le
salió y al fin le dio una patada a Franco. Elisa
empezó a reír y el abuelo abrazó a Emanuel y a
Franco, separándolos.
—Tranquilos, chicos, tranquilos —dijo
el abuelo. Franco olió el aliento a vino que salía
de su boca y se retiró un poco—. Ustedes se
tienen que llevar bien. Cierta vez, Jesús…
Parecía que el abuelo iba a empezar a
explicar algo importantísimo, pero justo en ese
momento se escuchó un ruido muy fuerte que
provenía del piso, de abajo de la casa. El abuelo
se quedó callado, con expresión de alarma, y
enseguida pasó algo terrible...
13

Dos lágrimas

Nada ponía nervioso a Crashman,


excepto lo que significara peligro para su hijo.
Cruzó el espacio a toda velocidad, atravesó la
atmósfera y, como venía, enfiló hacia su
edificio.
Entró por la ventana de su casa a toda
velocidad. Pero Catalina ya había hecho
cambiar los cristales así que otra vez se hicieron
trizas.
El superhéroe cayó parado en medio del
living y ahí encontró pálida a Catalina. La aferró
por los hombros y la mujer perdió la palidez
anterior: su cara se puso roja y redonda como
una manzana. El superhéroe la estaba apretando
tanto que la cabeza parecía a punto de
explotarle. Quería saber hasta qué hora había
estado Franco en la casa, si había
76

estado con alguien, si había recibido llamados


telefónicos y mil detalles más.
Era muy poco lo que podía decirle
Catalina. Había hecho las tareas de limpieza,
había servido el almuerzo, después el chico se
había metido en su habitación a jugar y, más
tarde, cuando fue a llamarlo para la merienda,
ya no estaba.
Nervioso, Crashman hizo funcionar su
detector de huellas y advirtió que en la
habitación de Franco había marcas de dos
personas más. Con su brazalete electrónico
rastreó a quiénes pertenecían las huellas.
Comprobó que esas personas no
figuraban en su base de datos. “Deben de ser
huellas de mutantes que adoptaron apariencia
humana”, dedujo.
Enseguida salió por la ventana y
sobrevoló la ciudad a una velocidad increíble,
tratando de ver algo que lo ayudara a encontrar
a su hijo.
Hasta para él aquello era un esfuerzo
físico terrible, así que tuvo que detenerse a
descansar en la antena más alta de la ciudad.
77

A su lado había una luz roja que se apagaba y se


encendía; abajo, la ciudad con sus infinitas luces.
Cada luz, un departamento y en cada
departamento, un padre capaz de jugar con su
hijo e ir a las reuniones de padres del colegio.
Sintió un desagradable malestar en el
estómago y mareos. Tuvo que aferrarse a la
antena para no caer. Se sintió débil y des-
graciado. Hacía meses que pensaba en pasar más
tiempo con su hijo, pero nunca encontraba el
momento adecuado para hacerlo. Franco le
pedía que jugaran juntos o lo llevara al cine y él
siempre contestaba que no tenía tiempo porque
debía luchar contra los mutantes.
De pronto, notó que dos lágrimas le
resbalaban por la cara.
—¿DÓNDE ESTÁS, FRANCO? —gritó en
medio de la noche y de la altura, donde nadie
podía oírlo.
14
El desastre

Ya casi eran las diez de la noche cuando


Crashman vio desde muy arriba algo que podía
ayudarlo en su búsqueda: ¡un chico atado con
sogas a una silla!
Ya se había alejado mucho de la ciudad
y vio aquello en una zona muy apartada.
Descendió a toda velocidad y, aguzando
su supervista, vio que en efecto... ¡era Franco!
Pero, cuando estaba por dirigir la mirada hacia
sus captores, estos metieron a Franco dentro de
la casa con silla y todo.
“Deben de ser los mutantes que secues-
traron a mi hijo para que yo deje de luchar
contra ellos”, pensó Crashman. “Y se buscaron
un buen escondite los malditos. Si son ellos, me
detectarán con sus radares cuando me acerque.
80

Debo ser cauteloso para que no le pase nada malo


a Franco”.
Al fin, Crashman optó por el plan más
seguro: abrir un túnel con sus puños y avanzar
por él hacia la casa, para burlar los detectores de
los mutantes.
Hacer el túnel, de más de trescientos
metros, le llevó un par de horas.
Cuando lo tuvo listo y ya se encontraba
justo debajo de la casa, se tomó un minuto para
recuperar fuerzas y luego, con toda la potencia
que era capaz de reunir en sus músculos,
irrumpió por debajo haciendo explotar el piso de
la casa.
En segundos detectó dónde estaba
Franco y lo sacó por la ventana antes de que el
chico alcanzara a sorprenderse. Lo dejó a unos
veinte metros y volvió a la casa: la destruyó por
completo, a trompadas y patadas, con la idea de
dejar fuera de combate los sistemas de
comunicación de los mutantes, antes de que
pudieran utilizarlos para pedir refuerzos.
No había pasado ni un minuto cuando
Crashman ya tenía a los cuatro mutantes parados,
81

indefensos, abrazados entre sí, en el centro de


los escombros.
Estaba por aniquilarlos con su temible
rayo cuando escuchó algo que lo detuvo:
—¡Papá! ¡Son mis amigos! ¡No los mates!
Pero el rayo ya había sido accionado. Lo
único que pudo hacer Crashman fue mover
rápidamente su brazo para torcerle el rumbo: un
potentísimo haz de luz pasó por encima de las
cabezas de los chicos, de la mamá y del abuelo a
velocidad increíble, y se perdió en el espacio.
—¡Son mis amigos, no los mates! —
volvió a gritar Franco, llorando.
Crashman se volvió hacia Franco, miró
después a la gente que tenía delante y los
escombros dispersos alrededor de ellos, miró el
lanzador de rayos y nuevamente miró a Franco,
con una rara expresión.
—¿Qué estás diciendo, hijo?
Franco se acercó a su padre y este lo abrazó tan
fuerte que hasta lo hizo toser.
82

Tartamudeando, Franco le aseguró que


era gente muy buena.
Para entonces ya se habían aproximado
muchos curiosos, que miraban tratando de
entender lo ocurrido.
Crashman, avergonzado, intentó
pedirles disculpas al abuelo y a la mamá de los
chicos, pero estos escaparon asustados.
—¡Pensé que tenían secuestrado a mi
hijo! —gritó Crashman, pero ellos ya no podían
oírlo.
Los vecinos, en cambio, comenzaron a
tirarle piedras y a avanzar sobre él con palos.
Crashman cubrió a Franco de las piedras, y dijo
a gritos que ayudaría a reconstruir la casa. Pero
los vecinos no le creyeron. Pensaban que era un
loco disfrazado de Crashman, y ya estaban por
agarrarlo a golpes cuando intervino otra voz:
—Déjenlo, que es Crashman. Es bueno.
Yo lo conozco.
Todas las cabezas se volvieron hacia
Emanuel y él agregó:
83

—Es el papá de mi amigo. Es un


superhéroe. Siempre defiende a los buenos.
Debe de haberse equivocado.
Crashman retrocedió con Franco en
brazos y cuando estuvo lejos de los furiosos
vecinos salió volando.
Esa noche, Emanuel y Diego con su
mamá y su abuelo tuvieron que dormir en la
casa de un vecino.
15

Mala noticia

Crashman y Franco sobrevolaron la


ciudad y, en segundos, llegaron al edificio torre
donde vivían.
—¡Papaaaá! ¡La ventana! —alcanzó a
gritar Franco cuando Crashman estaba a punto
de chocar contra el cristal.
Catalina les abrió y abrazó llorando a
Franco.
—¡Mi pequeñito, mi chiquito querido!
—repitió una y otra vez. Pasados unos minutos
a Franco comenzó a faltarle el aire, pero no era
fácil zafar de ese abrazo.
En ese momento, Crashman reparó en
que su transmisor hacía rato que tenía una señal
de alarma. Lo encendió y se encontró con la
cara del Vicepresidente Adjunto del Cuerpo de
Comunicaciones para el Cono Sur, dependiente
86

de la Subsecretaría Colegiada del Ministerio


Multinacional de Seguridad Planetaria afectada
a Control de Agentes de Defensa, Seguridad y
Policía de Zonas Espaciales Próximas a la Tierra.
En fin, el tipo estaba enojadísimo
porque Crashman había abandonado su tarea
poniendo en peligro la seguridad de la Tierra.
El, en su carácter de Vicepresidente Adjunto,
etcétera, se veía obligado a aplicar el reglamento
y castigar a Crashman con el cese definitivo de
sus servicios. En su tarea sería reemplazado por
un grupo de cien patrullas de la policía cósmica.
Hacía años que el Vicepresidente
Adjunto, etcétera, esperaba la oportunidad de
poner en función al cuerpo de patrullas espa-
ciales que había creado su esposa y había sido
equipado con armas de la fábrica de su cuñado,
naves rápidas de las que vendía su hermano y
comunicadores diseñados por su primo.
—Yo... —intentó defenderse Crashman,
pero la pequeña pantalla del comunicador se
apagó.
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Crashman quedó enmudecido. Esta


alternativa, la de no tener que defender a la
Tierra de los ataques de los mutantes, jamás
había pasado por su cabeza.
—No importa, papá —lo consoló Franco
—. Ya encontrarás otra cosa para hacer. Yo
tengo algunas ideas.
16

Una nueva vida

El lunes fue un día muy raro para


Crashman. Se levantó a las ocho y desayunó con
su hijo. No se puso el atuendo de Crashman sino
un pantalón común y una camisa, que le
resultaban incómodos porque no estaba muy
acostumbrado a ese tipo de ropa. Después de
dejar a Franco en la puerta de la escuela compró
un diario y se sentó en un café a leerlo.
El Papa viajaba a Tailandia; Boca le
había ganado a River 6 a 0; el Administrador de
la Ciudad no había podido jugar a las damas con
su colega de Mauritania porque los mutantes
habían dañado un satélite.
Era lindo estar allí leyendo el diario,
pero igual se sentía extraño. Hacía años que no
pasaba un día sin enfrentar a los mutantes.
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A la tarde, Crashman y Franco tomaron


el subte y un colectivo, y caminaron como
quince cuadras por un caminito angosto.
Cuando llegaron a una esquina, una
patota de jóvenes los agarró a piedrazos.
Crashman estaba por entrar en acción, cuando
Franco lo detuvo:
—¡No, papá! Vamos por este lado.
Franco, seguido por Crashman, pasó por
el interior de la casa de la “abuela”.
—¡Hola, abuela! —gritó al pasar.
—¿Cómo? No es tu abuela —dijo
Crashman.
—Ya sé, tonto.
Salieron al basural y poco después, al
mediodía, llegaron a la casa de Emanuel y de
Diego.
Un grupo de vecinos estaba levantando
la nueva casa del abuelo Pereyra. Los chicos
también ayudaban.
Cuando vieron llegar a Franco y a su
papá detuvieron el trabajo y se quedaron
mirándolos.
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Crashman y Franco no sabían qué


hacer. Al fin a Franco se le ocurrió acarrear un
balde imitando lo que estaba haciendo Diego.
Como apenas lo pudo levantar, Crashman lo
ayudó y así se plegaron al trabajo, y los demás
dejaron de mirarlos como a extraños.
La fuerza de Crashman permitió que los
trabajos se hicieran más rápido, pero, como a la
vez era medio torpe, los vecinos ponían cuidado
en darle indicaciones precisas.
Casi a la noche, cuando ya dejaban de
trabajar, llegó Elisa, la mamá de los chicos.
Saludó a Franco dándole un beso en la frente y
le preguntó:
—¿Cómo estás, Franco?
—Bien, Eli.
Después Elisa dejó una bolsa en el suelo,
caminó resuelta en dirección a Crashman y,
cuando estuvo junto a él, lo miró de abajo hacia
arriba, como midiéndolo. Crashman era medio
metro más alto.
Elisa buscó a su alrededor hasta que
encontró un cajón. Luego se paró sobre el cajón
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y cuando estuvo cara a cara con Crashman le


dio una sonora y terrible bofetada, que dejó roja
la mejilla del superhéroe.
17
Educando a Crashman

Crashman no sabía muy bien cómo


conducirse como un papá normal, y Franco tuvo
que educarlo. Un día, lo llevó al cine. Daban
Crashman reconquista la Tierra.
Primero Franco le enseñó que antes de
entrar al cine hay que surtirse de golosinas.
Luego, zapatear en el piso para que empiecen a
proyectar la película y, una vez que apagan las
luces, gritar contra los malos y aplaudir al
bueno.
Crashman aprendía todo con gran
entusiasmo, pero algo sucedió por la mitad de la
película que avergonzó a Franco. En ese
momento, los malos se había apoderado de la
Tierra y el principal de ellos castigaba a unos
niños y reía con sus repulsivas carcajadas.
Crashman -el verdadero- salió volando del
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asiento y agarró a golpes la pantalla del cine.


Se encendieron las luces y todos los
chicos silbaron al tonto señor de traje que tomó
a golpes de puño a la pantalla del cine.
Franco tuvo que sacar de allí a
Crashman antes de que llegara la policía.
Al día siguiente, en la reunión de
padres, hicieron otro papelón.
Cada padre tenía que hacer una
propuesta para mejorar la escuela. Cuando le
tocó el turno a Crashman, propuso reconstruir
el edificio bajo tierra, instalar detectores de
mutantes, convertir en obligatorio un uniforme
con protección antiácida y sembrar de minas
explosivas las calles y veredas cercanas al
colegio. Todos rieron a carcajadas. Menos mal
que algunos dijeron que el papá de Franco era
un gran bromista.
Y otro papelón fue en la cancha de Boca.
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Estaban mirando el partido


entusiasmados en medio de la tribuna. Boca
le ganaba a River 1 a 0 y ya terminaba el
partido. En el último minuto hubo un
tiro libre para River..., el delantero tiró, la
pelota estaba por entrar en el arco de Boca
y el arquero no llegaba... De pronto, desde
la tribuna de Boca salió un finísimo haz
de luz que dio contra
la pelota, la ilumi-
nó un instante
como si fuera un
lámpara y luego...
la pelota quedó
desintegrada.

Se armó un
gran lío. Todos pro-
testaban, el referí no sabía qué hacer, los
jugadores buscaban la pelota y la hinchada
de Boca festejaba.
Franco y Crashman bajaron lentamente
la escalera de salida. Crashman iba mudo y
coloradísimo de vergüenza.
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—Está muy mal lo que hiciste, papá —le dijo


Franco, aunque el suyo no era un tono de voz
muy convencido.
Evidentemente la educación de Crashman
no iba a ser tarea sencilla.
18
Invitación

Para el domingo siguiente, con mucho


trabajo, Franco “armó” una invitación a comer
en la casa de Diego y Emanuel: a Crashman le
dijo que estaban invitados a comer pero tenían
que llevar asado y bebidas; a la madre de los
chicos la llamó al supermercado y le dijo que su
papá quería pedirle disculpas nuevamente y
para eso quería pasar por su casa el domingo a la
mañana.
El domingo, Franco y su papá llegaron a
las once de la mañana y, apenas saludó,
Crashman se dispuso a encender el fuego para el
asado, siguiendo las indicaciones que le había
dado Catalina. Pero algo falló: la leña y el
carbón no terminaban de encender y Crashman
se puso nervioso. Finalmente se arremangó la
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camisa, descubriendo el rayo láser que llevaba


en el brazo derecho...
—¡Nooooooo! —gritó Franco, y todos
rieron.
Después, Elisa le mostró a Crashman la
nueva casa, que era tan pequeña como la
anterior pero más linda, y Crashman se puso a
darle indicaciones sobre cómo mejorarla:
vidrios blindados, sótano-refugio antiaéreo y
cosas así. Elisa se divirtió mucho porque creía
que Crashman bromeaba.
El asado tuvo que hacerlo el abuelo
Pereyra. Los chicos jugaron con la bicicleta,
hasta que en cierto momento se acercaron al
hombre para hacerle una consulta.
—Queremos preguntarte algo —le dijo
Emanuel—. Vamos, Diego...
—¡Dijimos que hablarías vos, tarado! —
le respondió Diego, dándole un golpe en la
nuca.
—Está bien, hablo yo —-dijo Franco—.
Queremos saber una cosa...
—Bueno, pregunten...
—¿Puede un señor..., viudo...
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-¿Sí?
—...casarse con una señora que no tiene
marido?
—Hum... —pareció dudar el abuelo.
—¿Sí o no? —se impacientó Emanuel.
—Sí ¿por qué no va a poder?
—No, no por nada —respondió Franco.
—¡Vamos a jugar a la pelota! —dijo
Diego, y los tres se fueron corriendo.
—Igual, hasta que mi viejo aprenda lo
que le tiene que decir a tu mamá, van a pasar
meses —dijo Franco.
—¡O años! —agregó Diego.
El abuelo Pereyra, con un chorizo
ensartado en el tenedor, se quedó mirándolos
con una mezcla de ternura y asombro.
Ricardo Mariño
Autor

El autor de este libro nació analfabeto y con


serias limitaciones para el habla. Tardó meses en
poder emitir nociones como “ta-ta”. Con el tiempo
adquirió la lectoescritura, habló normalmente, se
hizo hincha de Boca, bostezó en las dases de Len-
gua y se entusiasmó en las de Matemática, estudió
en una escuela industrial, admiró al Che Guevara y
se fue a vivir a Buenos Aires. Se hizo escritor más o
menos a los veinte años y publicó títulos como
Cuentos ridículos y La casa maldita. Convertido en
padre, ante la mirada irónica de su hijo sufrió
continuas y penosas derrotas en los jueguitos
electrónicos. Afectado de locura senil, durante sus
últimos años aseguraba ser descendiente de Álvar
Núñez Cabeza de Vaca y perseguía a las chicas del
barrio en su silla de ruedas con motor. Murió en
2242, a los ciento ochenta y seis años.
índice

Prólogo 7
1. Un chico triste 11
2. Accidente 19
3. Reunión de padres 25
4. Franco se escapa 31
5. Los nuevos amigos 45
6. Camino de aventuras 49
7. El robo 55
8. Gritos 59
9. Otra familia 61
10. El abuelo 63
11. Crashman y los mutantes 67
12. Una familia casi completa 71
13. Dos lágrimas 75
14. El desastre 79
15. Mala noticia 85
16. Una nueva vida 89
17. Educando a Crashman 93
18. Invitación 97
Biografía del autor 101
Aquí termina este libro
escrito, ilustrado, diseñado, editado, impreso
por personas que aman los libros.
Aquí termina este libro que has leído,
el libro que ya sos.

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