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LAS PRECES (I) (Crónica septiembre-90)

Es preciso orar siempre y no desfallecer1, enseñaba el Señor a sus discípulos. Y en su


predicación les estimuló a elevar el alma a Dios en todas sus necesidades, seguros de que su Padre
del Cielo les escucha siempre: pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá2.
A modo de respuesta de los hombres, leemos también en la Sagrada Escritura: oro coram
te, hodie, nocte et die3, oro delante de ti hoy, noche y día. ¿No me lo habéis oído decir tantas veces:
que somos contemplativos, de noche y de día, incluso durmiendo; que el sueño forma parte de la oración?,
preguntaba nuestro Padre. E insistía: hemos de sentir la necesidad de acudir a Dios, después de cada
éxito y de cada fracaso en la vida interior4, porque la oración ha sido y debe ser siempre nuestra gran
arma5.
Oraciones vocales
En nuestro plan de vida, además del tiempo dedicado a la Santa Misa y a la oración mental,
figuran diversas oraciones vocales: el Rosario, las Preces, la Visita al Santísimo, las tres Avemarías
de la pureza, el Salmo II, la Salve..., e innumerables jaculatorias que, como saetas encendidas, el
alma enamorada dirige a Dios, a la Santísima Virgen, a San José, a los Ángeles Custodios.
Esto es así porque el rezo de oraciones vocales forma parte de la vida contemplativa. Santo
Tomás señala dos razones: en primer lugar, porque mediante estas oraciones cumplimos un deber
de justicia, como es servir a Dios con todo lo que Él nos dio, es decir, con el alma y con el cuerpo;
y porque la exteriorización de los afectos mediante palabras constituye una señal clara de la
intensidad del amor6.
La oración vocal alcanza su sentido más pleno cuando es expresión de la plegaria interior.
Quien ora, afirma Orígenes, debe hacerlo no sólo con el ruido de la voz, sino de corazón7. Por eso, el temple
del buen cristiano se adquiere, con la gracia, en la forja de la oración. Y este alimento de la plegaria, por
ser vida, no se desarrolla en un cauce único. El corazón se desahogará habitualmente con palabras, en
esas oraciones vocales que nos ha enseñado el mismo Dios, Padre nuestro, o sus ángeles, Ave María.
Otras veces utilizaremos oraciones acrisoladas por el tiempo, en las que se ha vertido la piedad de millones
de hermanos en la fe: las de la liturgia —lex orandi—, las que han nacido de la pasión de un corazón
enamorado, como tantas antífonas marianas: Sub tuum praesidium..., Memorare..., Salve Regina...8.
Las oraciones vocales constituyen, pues, una manifestación adecuada del continuo coloquio,
con palabricas de cariño para el Señor y para su Madre9, que todos en la Obra procuramos mantener.
Tanta es su importancia, que no se puede llegar a tener vida interior si no se pasan varios años con la
preocupación —que no preocupa, que descansa— de hacer muchos actos de amor de Dios, y tantas
mortificaciones, y jaculatorias10.

1
Luc. XVIII, 1
2
Matth. VII, 7
3
II Esdr. 1, 6
4
De nuestro Padre, Meditación, 24-XII-1967
5
De nuestro Padre, Crónica III-63, p. 47
6
Cfr. Santo Tomás, S. Th. II-II, q. 83, a. 12
7
Orígenes, Selecta in Genesim 24, 21
8
Es Cristo que pasa, n. 119
9
De nuestro Padre, Crónica IX-63, p. 7
10
De nuestro Padre, Tertulia, 12-1-1955
El rezo piadoso de las oraciones vocales abre las puertas a la contemplación, que es siempre
obra de Dios en las almas que procuran estar en una continua conversación con El. Sé de muchas
personas —escribe Santa Teresa de Jesús—, que, rezando vocalmente (...), las levanta Dios, sin saber
ellas cómo, a subida contemplación11.
Es también la experiencia que nos ha transmitido nuestro Padre. No hay más remedio que
rezar siempre. Comenzad con jaculatorias, que después vendrá la contemplación, como no imagináis. A
veces, durante toda la vida no se hace más que eso: jaculatorias, actos de amor y de reparación. Como los
enamorados que construyen un pequeño poema: te quiero mucho, y lo repiten incansables. Después, pasa
el tiempo, y muchas veces el poema se olvida porque ha envejecido aquel amor. En cambio, nuestro Amor,
hijos míos, es siempre joven, no pasa nunca12.
Una plegaria ininterrumpida
Entre las oraciones vocales que rezamos diariamente todos los miembros del Opus Dei,
están las Preces de la Obra. Esta oración vocal es una joya que se engarza en el entramado divino
de nuestras Normas y Costumbres, que son como los mojones que señalan nuestro camino hacia
la santidad. Nos lo recordó muchas veces nuestro Padre: nosotros tenemos también en nuestra
vocación, hijos míos, unas señales para no descaminarnos. Y esas señales son nuestras Normas.
Cumpliéndolas, no nos salimos del camino. Llevamos camino de santidad13.
Al rezar las Preces, lo hacemos con unas palabras y unos sentimientos comunes, de modo
que toda la Obra —con la boca y el corazón de cada uno de sus fieles— eleva una misma oración
a Dios en un canto de alabanza, de acción de gracias, de petición y de desagravio. Por eso, siempre
que es posible cumplimos esta Norma en familia. En cualquier caso, aunque las recemos solos,
recitamos esas oraciones en plural, bien unidos a la oración del Padre y de nuestros hermanos.
Ninguno de vosotros está solo, ninguno es un verso suelto: somos versos del mismo poema, épico, divino.
Y a cada uno de vosotros, como a mí, nos interesa que no se rompa esta unidad, esta armonía, unidos como
un gran rebaño, como un gran ejército, oves et milites Christi, camino de la santidad14.
No somos nunca un verso suelto. Formamos parte, en primer lugar, de la Santa Iglesia de
Dios. Nuestro amor y nuestra contrición, unidos al de los demás cristianos, componen una
maravillosa sinfonía de oración y de obras, que se alza desde un confín a otro del mundo, en plena
comunión con los que ya han llegado a la Casa del Cielo y con quienes se purifican en el
Purgatorio. A la hora de la oración mental, y también durante el resto del día, recordad que nunca
estamos solos, aunque quizá materialmente nos encontremos aislados, decía nuestro Padre.
En nuestra vida, si somos fieles a nuestra vocación, permanecemos siempre unidos a los Santos
del Paraíso, a las almas que se purifican en el Purgatorio y a todos vuestros hermanos que pelean aún en
la tierra. Además, y esto es un gran consuelo para mí, porque es una muestra admirable de la continuidad
de la Iglesia Santa, os podéis unir a la oración de todos los cristianos de cualquier época: los que nos han
precedido, los que viven ahora, los que vendrán en los siglos futuros. Así, sintiendo esta maravilla de la

11
Santa Teresa, Camino de perfección 30, 7
12
De nuestro Padre, Tertulia, 19-IX-1971
13
De nuestro Padre, Tertulia, 25-XII-1958
14
De nuestro Padre, Meditación, 12-III-1961
Comunión de los Santos, que es un canto inacabable de alabanza a Dios, aunque no tengáis ganas o
aunque os sintáis con dificultades —¡secos!—, rezaréis con esfuerzo, pero con más confianza15.
Además, por Voluntad divina, formamos parte de su Obra: unida, compacta y segura. Y
cuando a lo largo del día y de la noche, desde los lugares más distintos del globo, sube de la tierra
al Cielo esta oración propia de la Obra, nos unimos particularmente a nuestro Fundador, al Padre
y a nuestros hermanos de todo el mundo, de todas las épocas. Rezamos las Preces en latín, con
pronunciación romana, para subrayar la profunda unidad de todos los hijos de Dios en el Opus
Dei, en el seno de la Iglesia. Por eso, nos esmeramos en la pronunciación correcta de cada
invocación, cuya traducción hemos de conocer muy bien, y meditamos con frecuencia esas
expresiones en las que se condensa admirablemente el espíritu de la Obra.
Como todas las Normas, el rezo de las Preces debe ocupar un puesto bien concreto en el
horario personal. Si por circunstancias profesionales, familiares, apostólicas, etc., surgiesen
dificultades para cumplirlo en su momento, nuestro Padre solía decir: os aconsejo que adelantéis las
Normas; que las hagáis lo antes posible. Y os puedo dar un consejo que a mí me ha servido mucho:
adelantad siempre las oraciones vocales: al final del día son las que más cuestan16. En cualquier caso, no
dejamos ningún día de rezarlas, porque son como un resumen de todos nuestros amores. Ahí se
contiene nuestro modo filial de tratar a Dios y a la Virgen, el recurso confiado a nuestros Patronos,
la petición por la Iglesia y por el Papa, por la Obra, el Padre y nuestros hermanos, y se espolean
nuestras hambres de santidad personal y de apostolado.
Rezar bien las Preces
Entre las plegarias que la Iglesia pone en labios de los sacerdotes desde tiempo inmemorial,
hay una que se recomienda como preparación para el rezo de la Liturgia de las Horas. Dice así:
abre, Señor, mi boca para bendecir tu santo Nombre; limpia mi corazón de todo pensamiento vano, perverso
o distraído; ilumina mi inteligencia, inflama mi voluntad, para que sea capaz de recitar digna, atenta y
devotamente este Oficio, y merezca ser escuchado en la presencia de tu divina majestad17.
Estos son los requisitos fundamentales para que la oración vocal sea grata a Dios. Hay que
rezar de modo digno, poniendo atención en lo que se dice, y con verdadera piedad. Son
características que hemos de tener especialmente presentes al rezar las Preces.
La plegaria vocal se hace digne, dignamente, cuando nuestras palabras son mesuradas y
llenas de sosiego y respeto. Pensemos que estamos en la presencia de Dios, exhorta San Cipriano. Debemos
agradar a Dios con la actitud corporal y con la moderación de nuestra voz18. Por eso, al rezar las Preces,
conviene cuidar una serie de detalles que manifiestan a las claras el sentido sobrenatural que ha
de animarnos; detalles que van desde la actitud del cuerpo o el lugar donde se reza, hasta el tono
de la voz.
Habitualmente procuramos rezarlas en el oratorio y de rodillas, en señal de adoración,
después de haber besado el suelo o hecho una inclinación profunda; el rezo ha de ser pausado, ni
demasiado lento ni demasiado rápido, cuidando de acompasar nuestra voz a la de las personas que
rezan con nosotros.

15
De nuestro Padre, Tertulia, septiembre 1973
16
De nuestro Padre, Dos meses de catequesis (sf), I, p. 248
17
Oración Aperi, Domine
18
San Cipriano, De oratione, 4
Otra cualidad muy importante, que no conviene dar nunca por supuesta, es la advertencia:
rezar las Preces attente significa poner atención en cada una de las invocaciones. Despacio,
aconsejaba nuestro Padre al tratar de la oración vocal. —Mira qué dices, quién lo dice y a quién. —
Porque ese hablar de prisa, sin lugar para la consideración, es ruido, golpeteo de latas.
Y te diré con Santa Teresa, que no lo llamo oración, aunque mucho menees los labios19.
Santo Tomás de Aquino explica que la atención en las oraciones vocales puede ser de tres
maneras: una lleva a cuidar las palabras, de modo que no se deslicen errores. Otra consiste en fijarse en el
sentido de las palabras. La tercera, en fin, es la atención al fin de la oración, que no es otro que Dios y aquello
que pedimos. Esta clase de atención es la más necesaria, y pueden tenerla cualquier tipo de personas, incluso
los más rudos20.
Al rezar las Preces, lo más importante es el deseo actual de alabar a Dios y de reforzar
nuestra unión con el Opus Dei, con el Padre y con nuestros hermanos: participar activa y
conscientemente en la plegaria de la Obra entera. Si estas disposiciones se encuentran bien
arraigadas, la consecuencia lógica y natural será el empeño, renovado en cada jornada, por
saborear cada una de las invocaciones con las que nos dirigimos al Señor, y esmerarnos en los
aspectos materiales de esta oración vocal: la pronunciación correcta del latín, la necesaria pausa...
Además, procuraremos rezar devote, con piedad, que no hay que confundir con
manifestaciones llamativas. La piedad es una cualidad de la voluntad, por la que queremos realizar
del mejor modo posible los actos que se refieren a Dios, con amor, poniendo todo el esfuerzo de
que seamos capaces, aunque estemos desabridos y el sentimiento no responda.
En resumen, al recitar estas oraciones hemos de procurar seguir el consejo del Padre: que
nuestras oraciones vocales no sean palabras vacías, sino verdadera conversación con el Señor o con su
Madre bendita, o con San José, o con los Ángeles o Santos del Cielo21.
Un empeño diario
Obstáculos importantes para hacer con fruto la oración vocal son las prisas y las
distracciones. Cada día hemos de empeñarnos seriamente en combatirlos. En todo momento hay
que moderar las prisas, estar vigilantes para no dejarse llevar por una urgencia que jamás está
justificada en el trato con Dios. Nuestro Padre decía que las Preces son deliberadamente breves, para
que no las atropellemos, para que las saboreemos22, y solía poner el ejemplo de los enamorados, que
no tienen prisa para separarse, aplicándolo al trato con Dios en la Santa Misa y en las oraciones
vocales.
La principal dificultad suele provenir de las distracciones. Si permitimos que la mente
divague de un asunto a otro, perdemos una oportunidad irrepetible de tratar al Señor, de encender
nuestro amor. Algunas veces, las distracciones son involuntarias y están causadas por el cansancio,
por una imaginación muy despierta... Pero en muchas otras ocasiones son voluntarias, porque falta
la adecuada preparación; porque se elige un mal momento o un mal lugar; porque no se mortifican

19
Camino, n. 85
20
Santo Tomás, S. Th. II-II, q. 83, a. 13
21
Del Padre, Crónica 1882, p. 433
22
De nuestro Padre, Meditación, 11-X-1964
los sentidos, ni la imaginación, ni la curiosidad; porque, si las rezamos en familia, no llegamos con
suficiente antelación para recogernos...
A nuestro Padre le dolía mucho cualquier distracción en el rezo de las Preces. En cierta
ocasión, nos confiaba: siempre me han conmovido esas alabanzas que dirigimos en las Preces a la
Santísima Trinidad. El otro día quise rezar atentamente una oración a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios
Espíritu Santo, paladeando las palabras, pero llegué al final sin darme apenas cuenta de lo que decía.
Sentí una pena enorme. Tuve ganas de llorar por mi falta de delicadeza, y me acordé de aquel crío, que
rompió en lágrimas, porque se había tomado el dulce que más le gustaba sin darse cuenta. No lloré, pero
advertí una vez más que soy muy poca cosa ante Dios, menos que un niño delante de mí. He visto de nuevo
que, si Él me deja, no soy capaz —aunque lo desee con todas mis fuerzas— de tener mi imaginación bien
metida en Dios, como Él se merece. Pero también me he convencido de que Nuestro Señor lo sabe, y a
pesar de todo espera nuestro esfuerzo, aunque al final no podamos o no sepamos hacerlo23.
Sin desánimo, pero sin ceder en la lucha, hemos de esforzarnos por vivir mejor el
recogimiento interior, pues para llegar a rezar de la manera apropiada, hemos de prepararnos antes
adecuadamente24: cuidando los ratos de silencio previstos en nuestro plan de vida, guardando los
sentidos y el corazón, mortificando la fantasía, pidiendo ayuda al Ángel Custodio25... En cualquier
caso, el Padre nos anima a examinarnos al final de cada jornada de si pusimos más empeño en
rechazar las distracciones en la oración vocal26, concretando siempre que sea necesario nuevos medios
y metas más exigentes. Como el Señor conoce bien el material de que estamos hechos, no se extraña. Las
distracciones deben servirnos para ser humildes y para luchar sin descanso, una y otra vez; para comenzar
y recomenzar27.
Un modo de evitar el acostumbramiento y muchas distracciones en el rezo de las Preces es
usar el impreso en el que vienen recogidas: el simple hecho de hacer el esfuerzo de leerlas ayuda
a rezarlas con calma y a poner más atención en las palabras. El consejo de nuestro Padre para el
rezo de las oraciones vocales es claro: hemos de procurar recitarlas con el mismo amor con que habla
por primera vez el enamorado..., y como si fuera la última ocasión en que pudieras dirigirte al Señor28.
Un tesoro de familia
Nuestro Fundador nos manifestó repetidas veces que, en la Obra, las Normas y Costumbres
no son el resultado de sentarse a escribir un plan. Dios me ha llevado de la mano. Con las Normas os he
entregado —y os entrego— mi alma. Las Normas y Costumbres han venido con la misma naturalidad
con que brota el agua de una fuente. Los geólogos quizá dirán que brota porque allí se da este fenómeno o
aquel otro, y que se ha ido almacenando el agua. Pero lo que a mí me importa es que de la fuente mana
agua. Muchas devociones antiquísimas surgen en el Opus Dei con nueva fuerza, con un espíritu
renovado...29.

23
De nuestro Padre, Tertulia, agosto 1972
24
Casiano, Collationes 9, 3
25
Cfr. Forja, n. 747
26
Del Padre, Cartas de familia, n. 8
27
Del Padre, Tertulia, 25-I-1980
28
Forja, n. 432
29
De nuestro Padre, Catequesis en América, II, p. 601
En el caso concreto de las Preces, sabemos que nuestro Padre las compuso al principio de
la Obra sacándolas de la Escritura y de oraciones litúrgicas30, y fue completándolas a lo largo de los
años como consecuencia de necesidades concretas surgidas en la historia de nuestra familia
sobrenatural. De este modo, el rezo de las Preces responde plenamente a aquella aspiración que
nuestro Fundador dejó por escrito: tu oración debe ser litúrgica. —Ojalá te aficiones a recitar los
salinos, y las oraciones del misal, en lugar de oraciones privadas o particulares31.
En las Preces, elevamos nuestro corazón a Dios con palabras que el Señor mismo ha
inspirado a hombres santos a lo largo de los siglos, y con otras que nacieron de la vida de nuestro
Fundador, como una necesidad imperiosa. Cada una de sus invocaciones es un tesoro maravilloso
que hemos de saber descubrir y valorar. Sería triste que nos quedásemos en la superficie, sin calar
en el profundo sentido de estas oraciones, que tan claramente manifiestan la Voluntad de Dios
para sus hijos en el Opus Dei.
Acudamos a nuestra Madre la Virgen pidiéndole que, ya que está en la presencia de Dios,
se ocupe de enviar a sus hijos del Opus Dei gracias y luces para rezar con piedad las Preces de la
Obra.
LAS PRECES (II) (Crónica noviembre-90)
La mayor parte de las fórmulas que componen las Preces de la Obra procede de plegarias
litúrgicas que nuestro Padre tomó desde el principio y fue añadiendo poco a poco, con ocasión de
diversas circunstancias de nuestra historia. Es lógico que nos esforcemos por rezarlas cada día lo
mejor posible —con piedad, atención y devoción—, paladeando cada una de esas invocaciones.
No en vano las Preces constituyen —en frase de nuestro Fundador— la oración oficial de la Obra32
y son como una síntesis de las aspiraciones más profundas de nuestra alma.
Voluntad de servir
Ya en la primera invocación de las Preces —serviam!—, que decimos besando el suelo o
haciendo una profunda inclinación del cuerpo, se pone de manifiesto el deseo que nos anima:
servir a Dios, a la Iglesia y a todas las almas. Ese grito —"serviam!"—es voluntad de "servir"
fidelísimamente, aun a costa de la hacienda, de la honra y de la vida, a la Iglesia de Dios33. Representa,
pues, un resumen de toda nuestra vida en el Opus Dei.
Para servir, servir, solía comentar nuestro Padre. Sin esa disposición de servicio, no se puede
ser buen instrumento. No en vano he repetido muchas veces que quiero ser ut iumentum, como un
borriquillo delante de Dios. Y ésta ha de ser tu posición y la mía, aunque nos cueste. Pidamos humildad a
la Santísima Virgen, que se llamó a sí misma ancilla Domini. Servicio. ¿Con qué devoción decís serviam!
cada día? ¿Es sólo una palabra, o es un grito que sale del fondo del alma?34.
En una ocasión, desgranando el profundo contenido de este gesto y de estas palabras,
nuestro Fundador comentaba: sabiendo que es Él, le saludamos poniendo la frente en el suelo, con
adoración. Serviam! Nosotros te queremos servir. Le pediremos perdón de nuestras miserias, de nuestros
pecados, y nos dolerán los pecados de todo el mundo. Supra dorsum meum fabricaverunt peccatores:

30
Ibid., p. 602
31
Camino, n. 86
32
De nuestro Padre, Carta Circular, 9-I-1938
33
Camino, n. 519
34
De nuestro Padre, Meditación, 20-I-1967
sentiremos sobre nuestro pecho ese fardo de iniquidad, de toda la miseria que hay en el mundo,
especialmente en estos últimos años. Querremos no sólo pedirle perdón, sino remediar de alguna manera
todo esto: ¡desagraviar!35.
Desagravio, reparación, celo por las almas, amor a la Iglesia...: en todo esto se concreta el
afán de servicio tan característico de nuestra llamada, que hemos de renovar frecuentemente. Pero
resulta indispensable rectificar una vez y otra la visión sobrenatural, ver a Dios detrás de cada
circunstancia y de cada acontecimiento. Sólo así —concretaba nuestro Padre— sabréis sacar de
todos los sucesos más amor de Dios, y más deseos de correspondencia, porque Él nos espera siempre y nos
da la posibilidad de renovar continuamente nuestro serviam!36.
Cuando la entrega cuesta y cuando resulta fácil, cuando todo nos sonríe alrededor y cuando
las nubes parecen ocultar el horizonte, hemos de pronunciar un serviam! decidido y humilde al
mismo tiempo, porque no confiamos en nuestras propias fuerzas, sino en la fortaleza de Dios, en
la gracia de nuestra vocación. De este modo iremos siempre adelante, llenos de optimismo, porque
el Señor no pierde batallas y, si en alguna ocasión somos heridos, con Él nos levantaremos.
Renovad cada mañana, con un serviam! decidido —¡te serviré, Señor!—, el propósito de no ceder,
de no caer en la pereza o en la desidia, de afrontar los quehaceres con más esperanza, con más optimismo,
bien persuadidos de que si en alguna escaramuza salimos vencidos podremos superar ese bache con un
acto de amor sincero37.
Una vida de acción de gracias
La primera invocación de las Preces va encaminada, como es lógico, ad Trinitatem
Beatissimam: al Dios uno en Esencia y trino en Personas que nos ha creado y elevado al orden
sobrenatural, que nos ha redimido del pecado y adoptado como hijos, que continuamente nos
santifica y colma de dones. Y lo primero que acude a nuestros labios es el agradecimiento: gratias
tibi, Deus, gratias tibi.
Os aconsejo que llevéis una vida de acción de gracias, nos recomienda nuestro Padre. Mirad,
todo lo que tenemos —poco o mucho—se lo debemos al Señor. No hay nada bueno que provenga de
nosotros. Si alguna vez os llenáis de soberbia, dirigid la vista a lo alto y veréis que, si algo noble y limpio
hay en vosotros, se lo debéis a Dios.
Cada uno de nosotros está siempre inclinado hacia abajo. Hemos nacido en pecado y tenemos una
gran facilidad para caer. Si vivimos de pie, se lo debemos a la misericordia del Señor, a su gracia. Si
tenemos talento, condiciones humanas, simpatía..., todo eso es don gratuito de Dios. Dadle gracias.
¡Qué bonito es lo que decimos cada día en las Preces! Podéis emplearlo como jaculatoria: gratias
tibi, Deus, gratias tibi! Porque, si damos las gracias, Dios nos entregará más; pero si nuestra soberbia
se apropia de lo que no es nuestro, nos cerraremos para recibir la ayuda del Señor38.
Si consideramos con frecuencia en la oración cuántos dones nos han venido y nos vienen
constantemente de Dios, las palabras de gratitud acudirán con facilidad a nuestros labios. ¡Y cómo
se esponja nuestro corazón, cuando damos gracias! ¡Cómo se amplía nuestra capacidad de querer

35
De nuestro Padre, 26-V-1974
36
De nuestro Padre, Tertulia, 6-X-1968
37
Amigos de Dios, n. 217
38
De nuestro Padre, Tertulia, 19-III-1971
y ser queridos, de dar y recibir, de olvidarnos de nosotros mismos y entregarnos completamente a
ese Dios que es vera et una Trinitas, una et summa Deltas, sancta et una Unitas!
Aun siendo Norma de siempre —cosa de todos los días y de muchas veces al día—, las
acciones de gracias adquieren particular resonancia en las fiestas de la Iglesia y de la Obra que
jalonan el pasar misericordioso de la Trinidad Beatísima junto a nosotros. En esas ocasiones,
nuestro Padre nos invitaba a levantar el corazón a Dios Nuestro Señor y decirle: gratias tibi, Deus,
gratias tibi! ¡Dadle gracias con toda el alma!, porque se ha dignado buscarnos como un granito de sal,
como un poquito de luz, para poner toda la sal suya, toda la luz suya, y lograr estas maravillas en el
servicio de las almas, en servicio de la Iglesia, en todo el mundo39.
Pero no podemos conformarnos con palabras de agradecimiento, aunque sean sinceras:
obras concretas espera el Señor de cada uno, obras de sacrificio alegre y de entrega generosa. Que
toda la gratitud nuestra, hijas e hijos míos, sea operativa; es decir, que se manifieste en una lucha renovada
por alcanzar la meta que Jesucristo nos señala: la santidad40, nos pide el Padre. Nuestra gratitud no sería
sincera si se limitara a palabras: mientras damos gracias a Dios, fuente de todo bien (Misal Romano, Misa
Pro gratiis Deo reddendis, Colecta), y ponderamos su Grandeza y su Bondad, nos sentimos más obligados
a quererle opere et veritate (I Ioann. III, 18). Deseo grabar en vosotros la urgencia y la responsabilidad de
hacer fructificar tantos dones recibidos del Señor: ante la mirada de Amor que nos ha dirigido, no podemos
quedar indiferentes, como si nada hubiera sucedido; nos toca corresponder con una entrega total, sin
condiciones: nuestro compromiso de amor, respuesta a esa predilección divina, tiene que alcanzar y abarcar
cada uno de los actos de nuestra vida, espoleándonos sin tregua a una lucha más decidida y más alegre41.
Si alguna vez nos parece más difícil recomenzar la pelea espiritual, acordémonos de que
contamos con un arma eficacísima que nos ha proporcionado el Señor: la ayuda de nuestra Madre,
Santa María, que nunca nos abandona. Gracias a Ti, Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, porque nos
has dado, con la piedad, la confianza y el amor a la Madre de Dios, una correspondencia sobrada por
parte de nuestra Madre; porque Ella sabe el barro de que estamos hechos, porque comprende nuestros
defectos y, después de nuestros errores, nos hace volver a tu Amor por ese camino suyo, lleno de delicadeza
y de cariño42.
Para que Cristo reine
Una vez reconocida nuestra absoluta dependencia del Dios Uno y Trino, mediante la
adoración y la acción de gracias que le son debidas, nos dirigimos a Jesucristo, el Rey a quien
gozosamente servimos, que es —a la vez— el Amor de nuestros amores.
Desde el 2 de octubre de 1928, nuestro Fundador tuvo clara conciencia de que el Señor
quería servirse de él para extender el reinado de Cristo en la sociedad civil. Regnare Christum
volumus! ¡queremos que reine!43, se escapaba frecuentísimamente de su corazón y de su pluma. Y
nos escribía: Carísimos: Jesús nos urge. Quiere que se le alce de nuevo, no en la Cruz, sino en la gloria de

39
De nuestro Padre, Meditación, 2-X-1964
40
Del Padre, Cartas de familia, n. 323
41
lbid., n. 68
42
De nuestro Padre, Meditación, 11-X-1964
43
De nuestro Padre, Instrucción, 1-IV-1934, n. 43
todas las actividades humanas, para atraer a sí todas las cosas (Ioann. XII, 32)44. Este es el deseo que
manifestamos al rezar ad lesum Christum regem.
Cuando el Opus Dei era aún como una semilla escondida en el surco, el Espíritu Santo dio
a entender a nuestro Fundador lo que esperaba de la Obra, sirviéndose de unas palabras del
Antiguo Testamento para reafirmarle —mientras hacía su oración personal— en la divinidad de
la empresa apostólica a la que le había llamado. Dicen así las palabras de la Escritura, que encontré
en mis labios: "et fui tecum in omnibus ubicumque ambulaste, firman regnum tuum in aeternum": apliqué
mi inteligencia al sentido de la frase, repitiéndola despacio. Y después, ayer tarde, hoy mismo, cuando he
vuelto a leer esas palabras (...) he comprendido bien que Cristo-Jesús me dio a entender, para consuelo
nuestro, que la Obra de Dios estará con El en todas las partes, afirmando el reinado de Jesucristo
para siempre45.
Para hacer realidad este programa, el Señor debe reinar, primero, en nuestras almas. Debe
reinar en nuestra vida, porque toda ella tiene que ser testimonio de amor. ¡Con errores! No os preocupe
tener errores, yo también los tengo. ¡Con flaquezas! Siempre que luchemos, no importan. ¿Acaso no han
tenido errores los santos que hay en los altares? Pero errores que están dentro de nuestro camino de
hombres; de esos errores, Nuestro Señor se debe de sonreír: ludens coram eo omni tempore, ludens
in orbe terrarum (Prov. VIII, 30-31); jugando ante Él en todo momento, jugando en el orbe de la tierra,
dice la Escritura: así me veo yo muchas veces ante el Señor.
Tú eres el que das, Señor Rey nuestro, a nuestra vida, el sentido sobrenatural y la eficacia divina.
Tú haces que, por el amor de tu Hijo, con todas las fuerzas de nuestra vida, con el alma y con el cuerpo a
un tiempo, podamos decir: ¡queremos que El reine!, mientras resuena el contrapunto de nuestra debilidad,
porque Tú sabes que somos criaturas, criaturas hechas de barro: de barro no sólo los pies, también el
corazón y el cerebro. A lo divino vibraremos sólo por Ti, y con tu gracia te serviremos dando nuestra vida
entera en servicio abnegado, leal46.
Confesamos que el Señor es nuestro Juez, nuestro Legislador, nuestro Rey: Dominus ludex
noster; Dominus Legifer noster; Dominus Rex noster, a Él nos ofrecemos por entero. ¿Cómo vamos a
temerle, cuando venga a juzgarnos, si hemos procurado cumplir con alegría todos sus mandatos,
que son vida de nuestra vida; si le hemos entronizado como Rey en nuestro corazón? Por eso,
confiando en que acepta nuestros servicios, clamamos llenos de esperanza: Ipse saivabit nos. Y
escuchamos, una vez más, la confidencia de nuestro Padre, que tanto consuelo deja en nuestras
almas: para nosotros, a pesar de nuestras equivocaciones pequeñas o grandes —las mías son grandes—,
a pesar de mis pecados, el Señor será Jesús. Nos querrá mucho. No será juez en el sentido austero de la
palabra. Podemos ir tranquilos47.
No se nos oculta, sin embargo, que el reinado de Cristo encuentra mucha oposición en el
corazón de los hombres. Hoy vemos con tristeza, hijos míos, que hay también en el mundo muchos
millones de criaturas que se encaran con Jesucristo, mejor dicho, con la sombra de Jesucristo, porque a
Cristo no lo conocen, no han visto la belleza de su rostro, no conocen la maravilla de su doctrina, y dicen

44
De nuestro Padre, Instrucción, 1-IV-1934, n. 1
45
De nuestro Padre, 8-IX-1931, en Apuntes íntimos, n. 273
46
De nuestro Padre, Meditación, 27-X-1963
47
De nuestro Padre, Tertulia, 12-X-1972
lo mismo que los judíos hace dos mil años: no queremos que éste reine sobre nosotros (Luc. XIX,
14)48.
Las dificultades existen, azuzadas por el demonio, autor del primer non serviaml que resonó
después de la creación. Satanás no se cansa de incitar a los hombres a caminar por su misma senda,
y nosotros no debemos cansarnos nunca de amar a Dios. Por eso nuestro serviam!, por eso nuestra
fidelidad a la vocación, por eso nuestro trabajo con naturalidad, sin aparato, sin ruido, tratando de hacer
una labor de tres mil y el rumor de tres. Así, trabajando sin llamar la atención, pasando ocultos (...), cada
uno de nosotros clama: oportet illum regnare! I Cor. XV, 25)49.
Confianza en la misericordia divina
Para conseguir la gracia del Cielo, en momentos en que humanamente las dificultades
parecían insuperables, nuestro Fundador incluyó en las Preces otras dos invocaciones a Cristo
Rey. En una de las Cartas Circulares que escribió durante la guerra civil española, después de
mostrar que el único obstáculo al reinado de Cristo es la falta de entrega personal, añade: ved, pues,
cómo con vuestro entregamiento no hay dificultad que pueda remover vuestro optimismo. Con el fin de
lograr del Señor, para todos los nuestros hasta el fin, esa gracia de darse sin reservas, en las Preces,
después de la oración "ad lesum Christum Regem", dirá el que las dirija: "Christe, Fili Dei viví, miserere
nobis". Repetirán la misma invocación todos. Y después dirá quien lleve el rezo: "Exsurge, Christe, adjuva
nos". Y contestarán: "Et libera nos propter nomen tuum"50.
La misericordia divina es mucho mayor que la malicia de las criaturas. La tierra está llena
de la misericordia de Dios51, reza uno de los Salmos. Esta es nuestra seguridad y nuestra
esperanza: Dios no abandona nunca a los suyos. Pero hemos de acudir a su gran misericordia.
Delante de Dios —nos enseñó nuestro Padre— no tenemos ningún derecho. Al menos yo,
personalmente, veo con una claridad meridiana que no puedo decirle: Señor, te exijo esto; aunque sé que
soy y me siento hijo suyo. Voy a Él con gemidos de contrición, pidiéndole misericordia: miserere mei,
Deus, secundum magnam misericordiam tuam (Ps. L, 2). Si viniera con su justicia, no quedaría
nada sin castigo; sobre todo ahora, cuando —además de los errores personales de cada uno— están
cometiéndose tales horrores y locuras dentro de la Iglesia.
Pues vamos a mover el Corazón de Cristo por la misericordia: que tenga compasión de nosotros,
que tenga piedad de esta pobre Iglesia suya52.
El clamor nuestro, unido al de los demás miembros de la Iglesia, que cada día se alza de la
tierra al Cielo, es garantía segura de victoria. Jesucristo, poderoso en obras y en palabras delante
de Dios53, es nuestro Abogado y nuestro Mediador: El triunfará visiblemente sobre el mal cuando
convenga a los designios de su Providencia.
Se nos inculca esta seguridad también en la siguiente oración de las Preces: Dominus
illuminatio mea et salus mea: quem timebo? Si consistant adversum me castra, non timebit cor meum; si
exsurgat adversum me proelium, in hoc ego sperabo. Son palabras de un Salmo en las que se manifiesta

48
De nuestro Padre, Meditación, 27-X-1963
49
Ibid
50
De nuestro Padre, Carta Circular, 9-I-1939
51
Ps. XXXIII, 5
52
De nuestro Padre, Tertulia, 25-IX-1971
53
Luc. XXIV, 19
la confianza inquebrantable del hombre justo en el poder y misericordia de Dios. Nuestro
Fundador las añadió a las Preces en momentos de la vida de la Obra que requerían una particular
asistencia divina, como se recoge en una anotación de la Instrucción de San Miguel.
Cuando escribió el Padre esta Instrucción, en 1941, se acababa de salir de la gran tragedia de la
guerra civil española, y había comenzado la guerra mundial. La situación era verdaderamente apocalíptica:
y, en la Iglesia, por el comportamiento de unos y de otros, se habían producido grandes desgarrones, enormes
heridas. España, que había salido sangrante y destrozada de la guerra civil, se encontraba en peligro de verse
envuelta en ese conflicto mucho mayor: y el Padre pensaba en la posibilidad de estar otra vez solo —como
en la guerra anterior española—, con todos sus hijos esparcidos por los diferentes frentes de guerra o
recluidos en cárceles. Ante esa perspectiva, hizo que en las Preces de la Obra se añadieran las palabras de la
Escritura: Dominus illuminatio mea et salus mea; quem timebo? Si consistant adversum me castra,
non timebit cor meum. Si exsurgat adversum me proelium, in hoc ego sperabo (Ps. XXVI, 1 y 3). Y,
en esa oración y en la meditación del Salmo II, el Padre buscó un medio para aumentar la paz y la esperanza
en sus hijos, y el deseo de cooperar en la tarea del Señor de la paz54.
Con la ayuda de Dios, que es nuestro refugio y fortaleza55, ningún enemigo —ni interior
ni exterior— podrá prevalecer. Hijos míos, que no os llame la atención si somos frágiles, que no os
choque ver que nuestro barro se rompe por menos de nada; confiad en el Señor yen esta Madre Guapa, la
Obra, que siempre tienen preparado el remedio. Dominus illuminatio mea et salus mea, quem
timebo? (Ps. XXVI, 1), el Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? A nadie, que no tengamos
miedo a nadie ni a nada56.
Los mejores Intercesores
En su infinita misericordia, el Señor no cesa de darnos muestras de su Voluntad salvífica.
Y como somos criaturas, infinitamente distantes de Él, para robustecer nuestra confianza, ha
dispuesto que tengamos unos intercesores poderosos.
En primer lugar, la Santísima Virgen, a quien invocamos como Medianera universal de
todas las gracias: ad beatam Virginem Mariam Mediatricem. Apoyándonos en el gran privilegio de su
Maternidad divina, le rogamos: recordare, Virgo Mater Dei, dum steteris in conspectu Domini, ut
loquaris pro nobis bona. En esas palabras —comentaba nuestro Padre— está condensado un gran
contenido y hay que desentrañarlo: la Virgen habla cosas buenas de sus hijos, mientras está en la
presencia de Dios57.
Como siempre se halla delante de Dios, en cuerpo y alma, la Santísima Virgen intercede
siempre por nosotros. Es ésta una de las más seguras prendas de esperanza que el Señor nos ha
concedido, una invitación a que nos llenemos de confianza para el porvenir: confianza en la intercesión
maternal, amorosísima de Nuestra Señora: recordare, Virgo Mater Dei, dum steteris in conspectu
Domini, ut loquaris pro nobis bona. Ese trato confiado, lleno de ternura para la Madre nuestra, es
parte principal de nuestro espíritu. Y Santa María nos ha dado pruebas palpables de su predilección
especialísima, nos ha sonreído siempre. Toda la fortaleza que necesitamos —por nuestra pequeñez

54
Instrucción, 8-XII-1941, nota 48
55
Ps. XLVI, 2
56
De nuestro Padre, Meditación, 6-IV-1965
57
De nuestro Padre, Noticias VI-66, p. 91
personal, por nuestras debilidades y errores— la iremos a buscar continuamente en Dios a través de
nuestra filial devoción mariana58.
Junto con la intercesión de nuestra Madre, un lugar principalísimo ocupa el recurso a San
José, que hizo las veces de padre de Cristo en la tierra. Por eso, en las Preces, acudimos también ad
sanctum loseph, sponsum Beatae Mariae Virginis.
A nuestro Fundador le gustaba hacernos considerar el poder que en aquellos tiempos, cuando
San José era el jefe de la Familia del Señor en la tierra, tenía el cabeza de familia. Por eso, cuando decimos:
fecit te Deus quasi Patrem regis, et Dominum universae domus eius, me da mucha alegría añadir:
ora pro nobis! San José puede mucho delante de Dios59. Y nos animaba: buscad (...) la presencia de Dios
invocando en vuestro corazón a San José, como Patrono de la Iglesia y de la Obra, y especialmente como
Patrono de nuestra vida interior60. Pedimos a San José que se ocupe —como hizo con Jesús niño y
adolescente— de alimentar a la Iglesia, de ampararla, de defenderla. Le rogamos por la Obra,
miembro vivo del Cuerpo Místico de Cristo, para que se desarrolle por todo el mundo según el
querer de Dios. Le confiamos nuestra propia vida interior, de modo que crezca cada día más el
trato y la intimidad con Jesucristo y con su Madre bendita.
Acudimos, finalmente, ad Angelos Custodes, a los Santos Ángeles Custodios, que, por
Voluntad divina, juegan un papel muy importante en el apostolado del Opus Dei. Invoca a tu Ángel
Custodio, a todos los Ángeles Custodios, que han sido, desde el principio de nuestra Obra, los cómplices,
especialmente de la labor de proselitismo, recomendaba siempre nuestro Padre. Y dile a tu Ángel
Custodio —yo se lo digo al mío— que no quiera mirar nuestra vida mala, porque estamos dolidos,
contritos. Que lleve al Señor esta buena voluntad que sale en nuestro corazón como ese lirio que ha nacido
en el estercolero. Hijos míos: Sancti Angeli Custodes nostri: defendite nos in proelio, ut non
pereamus in tremendo iudicio61.
La ayuda de los Ángeles se demuestra poderosísima para vencer en las batallas de la vida
interior y superar las dificultades del ambiente. Nuestro Ángel de la Guarda no duerme: con el gozo de
asistirnos, prevé las asechanzas del demonio, y muchas veces las desbarata; nos pone alerta cuando es
preciso y nos brinda su fortaleza, mediante las mociones con las que, por voluntad divina, nos impulsa hacia
el bien, respetando siempre nuestra libertad. No cesemos, pues, de invocarlo, con aquella oración antigua de
la Iglesia, que rezamos en nuestras Preces: Sancti Angeli Custodes nostri, defendite nos in proelio ut
non pereamus in tremendo iudicio62.
¡Qué estímulo para un trato más personal con el Ángel de la Guarda son aquellas palabras
de nuestro Padre en Surco!: el Ángel Custodio nos acompaña siempre como testigo de mayor excepción.
El será quien, en tu juicio particular, recordará las delicadezas que hayas tenido con Nuestro Señor, a lo
largo de tu vida. Más: cuando te sientas perdido por las terribles acusaciones del enemigo, tu Ángel
presentará aquellas corazonadas íntimas —quizá olvidadas por ti mismo—, aquellas muestras de amor
que hayas dedicado a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo.

58
De nuestro Padre, Carta, 31-V-1954, n. 36
59
De nuestro Padre, Tertulia, 19-III-1973
60
Ibid
61
De nuestro Padre, Meditación, 2-III-1952
62
Del Padre, Cartas de familia, n. 400
Por eso, no olvides nunca a tu Custodio, y ese Príncipe del Cielo no te abandonará ahora, ni en el
momento decisivo63.
LAS PRECES (III) (Crónica diciembre-90)
Muchas veces nos desentrañó nuestro Padre el contenido de la oración preparatoria de la
meditación. Comentando las invocaciones a la Santísima Virgen, a San José y al Santo Ángel
Custodio, con que concluimos esa breve plegaria, nos hacía notar que es lógico recurrir a la
intercesión de quienes son tan poderosos ante el trono de Dios. A mí no me gusta hacer recomendaciones,
nos decía, pero comprendo que en la vida se hagan por lo menos presentaciones. ¿Y quién me va a
recomendar, a presentar a Dios mejor que la Madre de Dios, que la Hija de Dios, que la Esposa de Dios,
que mi Madre? Por eso, Madre mía Inmaculada. Y el recurso al Santo Patriarca, a ese José, Esposo de
María, joven y limpio, que es el amo de la casa, que me enternece: San José mi Padre y Señor. Y acudo a
los Santos Ángeles Custodios: Ángel de mi guarda, interceded por mí64.
El mismo criterio seguimos al rezar las Preces de la Obra. Después de manifestar a la
Trinidad Santísima nuestra adoración y nuestra gratitud por los bienes que nos dispensa, y tras
haber reconocido a Jesucristo como Rey de nuestras vidas y de todas nuestras labores, profesando
nuestra inquebrantable confianza en Él, acudimos a la intercesión de la Virgen, de San José y de
los Santos Ángeles Custodios, para que presenten nuestra plegaria ante el Señor. Sólo después
comienzan las peticiones.
La hora de pedir
Somos criaturas de Dios. De Él hemos recibido todo: el ser y la vida, las cualidades
naturales que nos adornan, las gracias y dones sobrenaturales que nos enaltecen. Sabemos que
cuanto de bueno hay en nosotros, y en la medida en que lo es, proviene de nuestro Hacedor. Para
no alejarnos de Él, para conservar y acrecentar el divino tesoro que hemos recibido, no hay más
remedio que acudir al Señor: pedir, suplicar. La oración de petición nos ayuda a darnos cuenta con
claridad de nuestra condición de criaturas.
Durante muchos años, nuestro Fundador siguió un camino de confiado descanso en Dios,
sin pedir nada. Antes no pedía, nos confiaba en cierta ocasión. Vivía de este modo porque entendía que
era mejor abandonarse confiadamente en Dios. Esto, en aquellos primeros momentos era bueno, porque
así se veía que todo era de Él. Ahora pienso, sin embargo, que debo pedir, y comprendo mejor toda la fuerza
de esas palabras del Señor: pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá (Luc. XI, 9).
Estoy persuadido de que hay que rezar mucho65.
Acudir a nuestro Padre del Cielo, suplicándole que colme nuestras necesidades espirituales
y materiales, será siempre una característica esencial de la plegaria de un hijo de Dios. ¿Os habéis
fijado en las peticiones que dirigen a Jesucristo, en el Evangelio?: un ciego, un paralítico, la madre de
aquella muchacha endemoniada... Al ciego le tiraban de la ropa para que callara, y él no se calla. Oye que
pasa un tropel de gente, pregunta quién es y grita: Iesu, fili David, miserere mei! (Marc. X, 47). Pues
así hemos de pedir nosotros tantas cosas, que sabemos con certeza que son buenas para la Iglesia, para la

63
Surco, n. 693.
64
De nuestro Padre, Meditación, 24-XII-1963
65
De nuestro Padre, 14-IV-1970
Obra y para las almas. En la oración tenemos que ser perseverantes, bien convencidos de que el Señor nos
escucha siempre66.
En las Preces, nuestro Fundador incluyó unas breves oraciones de petición. Rezándolas con
piedad y devoción, estamos suplicando —en unión de intenciones y de afectos con todos nuestros
hermanos— que Dios nos conceda lo que más necesitamos en cada momento, de modo que
nuestro servicio a las almas sea todo lo eficaz que el Señor desea.
Oración por el Papa y la Jerarquía
Oremus pro beatissimo Papa nostro... La primera petición de las Preces es por la Iglesia y, de
modo particular, por su Cabeza visible, el Romano Pontífice. Es lógico que sea así, porque para un
católico, después de Dios y de nuestra Madre la Virgen Santísima, en la jerarquía del amor y de la
autoridad, viene el Santo Padre67.
Motivos de justicia y de piedad filial nos impulsan a encomendar todos los días la persona
y las intenciones del Romano Pontífice. Nos lo recuerda muy a menudo el Padre, que
constantemente nos impulsa a rezar mucho por el Papa, porque ahora, como en todo momento, el Santo
Padre, el Vicario de Cristo, il dolce Cristo in terra, está necesitado de las oraciones y de la ayuda de sus
hijos, para cumplir fielmente la misión sobrenatural que el Señor le ha confiado: gobernar y dirigir su grey
como Sucesor de San Pedro (cfr. Ioann. XXI, 15-17)68.
Por su trascendente misión en la Iglesia y en el mundo, el Papa es —de modo
especialísimo— como la ciudad edificada sobre un monte, como la luz que se coloca sobre el
candelero para iluminar a todos69. De una parte, la sublime misión a la que ha sido llamado hace
que el Santo Padre se encuentre siempre muy necesitado de oraciones. Aunque le aclaman las
multitudes, cuando viaja de una parte a otra, delante de Dios se encuentra muy solo, porque lleva
sobre los hombros la responsabilidad de la Iglesia entera. Hijos míos —nos exhorta el Padre—,
nuestra oración por el Papa ha de ser muy confiada y muy perseverante70.
Por otra parte, no podemos olvidar que vino la luz al mundo y los hombres amaron más
las tinieblas que la luz71. Las tinieblas se oponen a la luz y la combaten, y así sucederá hasta el final
de los tiempos, pues ¿qué tienen de común la luz y las tinieblas? ¿Y qué armonía cabe entre
Cristo y Belial?72. Siempre habrá personas que maquinen contra la Iglesia y hagan del Papa el
blanco de sus ataques, utilizando todos los medios a su disposición. Por eso rezamos a diario en las
Preces: Dominus conservet eum, et vivificet eum, et beatum faciat eum in terra, et non tradat eum in
animam inimicorum eius, pidiendo al Señor que nos guarde al Santo Padre muchos años, le llene de
vida sobrenatural para el bien de la Iglesia, le haga feliz en la tierra y no permita que prevalezcan
sus enemigos. Y, como nos enseña el Padre, este cariño filial se manifestará en una oración constante
por su Persona y por sus intenciones, en el deseo eficaz de conocer y dar a conocer sus enseñanzas, y en la
aceptación rendida de todas sus disposiciones, secundando siempre y en toda circunstancia sus directrices73.

66
De nuestro Padre, Tertulia, 25-IV-1971
67
Forja, n. 135
68
Del Padre, Cartas de familia, n. 405
69
Cfr. Matth. V, 14-15
70
Del Padre, Homilía, 2-X-1989
71
loann. III, 19
72
II Cor. VI, 14-15
73
Del Padre, Cartas de familia, n. 408
Esta unión que vivimos con el Romano Pontífice, hace y hará que nos sintamos unidísimos en
cada diócesis al Ordinario del lugar. Suelo decir, y es cierto, que tiramos y tiraremos siempre del carro
en la misma dirección que el Obispo74, escribía nuestro Fundador hace muchos años. Por eso
rezamos diariamente por los Ordinarios de los lugares donde se desarrolla nuestra labor
apostólica, pues estamos íntimamente unidos a todos los demás cristianos —pastores y fieles—
por los vínculos de una misma comunión de fe y de amor.
Pedimos para cada Obispo diocesano lo mejor que podemos desearle: stet et pascat in
fortitudine tua, Domine, in sublimitate nominis tui; que se mantenga siempre firme, lleno de la
fortaleza de Dios, que sepa apacentar —llevar por caminos de vida eterna— a la grey que le ha
sido confiada, y de cuya salvación es responsable ante Dios y ante la Iglesia. Que la consideración
diaria del duro peso que grava sobre el Papa y sobre los obispos —escribió nuestro Padre—, te urja a
venerarles, a quererles con verdadero afecto, a ayudarles con tu oración75.
La unidad del apostolado
Todos los fieles de la Obra tenemos bien grabadas en el alma las palabras de Jesucristo en
la Ultima Cena: ut omnes unum sint, que todos sean una misma cosa, y que como tú, ¡oh, Padre!,
estás en mí y yo en ti, así sean ellos una misma cosa en nosotros, para que crea el mundo que
tú me has enviado. Yo les he dado la gloria, la claridad que tú me diste, para que sean una
misma cosa, como lo somos nosotros. Yo estoy en ellos, y tú estás én mí; a fin de que sean
consumados en la unidad —consummati in unum—, y conozca el mundo que tú me has enviado,
y que los has amado a ellos como a mí me amaste (Ioann. XVII, 21-23).
Así es la oración que Jesús hace a Dios Padre, por nosotros; y ésta es también la oración que, unidos
a Jesucristo, rezan diariamente desde el comienzo de la Obra todos los hijos del Señor en su Opus Dei: pro
unitate apostolatus (...). Unidad en la caridad, en el amor de Dios, para que todos los hombres conozcan
que el Señor les ama y les quiere salvos: que amó tanto Dios al mundo, que no paró hasta dar a su
Hijo unigénito, a fin de que todos los que creen en él no perezcan, sino que vivan vida eterna
(Ioann. III, 16)76.
Por ser éste el espíritu que Dios le dio, y porque tuvo que sufrir en su propia alma la
amargura de la incomprensión y de la calumnia, pro-cedente a veces de personas dedicadas al
servicio de Jesucristo, nuestro Padre nos enseñó a respetar y a amar todas las vocaciones que
florecen en el seno de la Iglesia y las diversísimas formas de colaborar en la única misión de los
cristianos, que consiste en llevar a término la acción redentora de Cristo. Hay muchos modos de
tomar parte en esa misión —modos diversos pero armónicos y compenetrados entre sí—, que
hacen resaltar la hermosura y la variedad de la Esposa de Cristo. La unidad en el apostolado admite
una magnífica diversidad en la forma: cada institución hará su apostolado específico; cada católico, aunque
no pertenezca a ninguna institución, hará el suyo. Pero la unión se consigue obedeciendo a la Iglesia Santa
de Dios y al Romano Pontífice77.
Nosotros, por gracia de Dios y siguiendo el ejemplo de nuestro Padre, rezamos todos los
días por la unidad del apostolado y nos esforzamos por amar las diversas vocaciones que el Espíritu

74
De nuestro Padre, Carta, 9-I-1932, n. 21
75
Forja, n. 136
76
De nuestro Padre, Carta, 31-V-1943, nn. 31-32
77
Instrucción, 8-XII-1941, nota 114
Santo hace surgir en la única Iglesia de Dios. Quien no es capaz de amar, o al menos de respetar, la
vocación de los demás —con las tareas apostólicas que cada vocación lleva consigo—, no ama rectamente
la propia vocación: quizá porque quiere desordenadamente que la vocación de los demás sea igual que la
suya; o quiere absorber todos los apostolados en el suyo propio, con la consecuencia inmediata de no
centrarse en los fines que, por justicia, ha de cumplir, y de convertirse —por tanto—en un obstáculo para
el trabajo de los demás y para la unidad y la variedad del apostolado78.
La unidad del apostolado es necesaria para la eficacia apostólica de la Iglesia. Lo advirtió
Nuestro Señor en el Evangelio, y todos los días lo recordamos en las Preces: omne regnum divisum
contra se, desolabitur. Et omnis civitas vel domus divisa contra se non stabit; todo reino dividido contra
sí mismo será arrasado, y no puede subsistir una ciudad o una casa divididas. Una unidad que sólo
da el Papa, para toda la Iglesia; y el Obispo, en comunión con la Santa Sede, para la diócesis79.
Esta unidad, sin embargo, no puede ser uniformidad. Todos los cristianos, y especialmente los que
hacen una dedicación personal y total de su vida al servicio de Dios, están unidos en la misión
corredentora de la Iglesia —os lo he dicho ya—, pero cooperan en ella de forma distinta, según su
vocación específica80. Bendiciendo y alentando la labor de los demás para el establecimiento del
reino de Dios, cada uno ha de realizar el apostolado de un modo específico, según el carisma y el
espíritu propios. La unidad nos pide, por tanto, amar la llamada divina que hemos recibido y ser fieles
a esa llamada: porque es el modo de trabajar, de ser útiles a toda la Iglesia, que quiere para nosotros la
Voluntad de Dios; y porque es el modo de dar a entender, en la práctica, que se aman y se comprenden
todas las vocaciones, los diversísimos dones que el Espíritu de Dios comunica a los cristianos81.
Todos son benefactores
Un lugar particular en la oración oficial de la Obra lo ocupan nuestros benefactores. Es
justo y lógico que sea así, pues de nuestro Padre hemos aprendido a ser agradecidos. Por eso,
rezamos todos los días pro benefactoribus nostris. Y en la Santa Misa, yo pido siempre por las personas
que hacen bien a la Obra con su oración (...). Es parte de la vida interior mía. Si fuera desagradecido, al
Señor no le gustaría82.
Al encomendar a nuestros bienhechores, pedimos al Señor que retribuya con la vida eterna
a cuantos nos hacen el bien: retribuere, Domine, omnibus nobis bona facientibus propter nomen tuum,
vitam aeternam. Amen. En primer lugar están, como es lógico, nuestros padres, a quienes debemos
la vida, la formación recibida, el cariño y la entrega que han derrochado con nosotros, y buena
parte de nuestra vocación al Opus Dei.
También incluimos en esta oración la petición por los Cooperadores, parientes y amigos.
Nuestra oración por ellos es un deber de gratitud y a veces de justicia, porque colaboran
generosamente en nuestros apostolados, ayudándonos de mil modos. A su generosidad debemos
corresponder con cariño y dedicación; de ahí que nuestro Fundador nos repitiera: debéis atenderlos
con sobrenatural cariño fraterno, tratando de que —en lo posible— vivan nuestra misma vida. De entre

78
De nuestro Padre, Carta, 31-V-1943, n. 58
79
De nuestro Padre, Carta, 9-I-1932, n. 21
80
De nuestro Padre, Carta, 31-V-1943, n. 57
81
Ibid
82
De nuestro Padre, Tertulia, 14-II-1975
ellos, hay algunos que no son católicos, y cada día habrá más: a la vuelta de los años, serán muchísimos.
Tratadlos con afecto, con nobleza, con una amistad leal.
Al acercarlos a la Obra, los acercáis a la Iglesia, los acercáis a Dios. El Señor, con nuestras
oraciones y por la mediación de nuestra Madre Santa María, mandará las luces de la fe a tantos, y a
tantos. Sin ruido, con nuestra fraterna convivencia, estamos prepa¬rando un eficacísimo apostolado
entre los que están lejos83.
Nuestro Fundador, y también el Padre, con corazón magnánimo, incluía en esta petición
no sólo a los Cooperadores, parientes y amigos, sino también a todas aquellas personas que quizá
se habían acercado al Opus Dei con mala voluntad, con deseos de causarnos un mal, pero de las
que se ha servido el Señor para purificarnos. Todos los días —nos decía—, por lo menos en las Preces,
pides por nuestros bienhechores. Entre ellos están los que nos ponen obstáculos, los que nos difaman, los
que nos calumnian, que son poquísimos. Yo les quiero mucho. Todos son bienhechores: bienhechores de
un lado... y de otro.
Sin embargo, a la hora de decir la verdad, decimos la verdad. ¿Está claro? De modo que perdona
siempre; te ahorrarás muchas molestias, no te enfadarás, y serás feliz. No te dará gusto que te insulten o
que te calumnien, o que calumnien a las personas que quieres, pero sabrás perdonar inmediatamente84.
Es muy grata a Dios esta oración nuestra, que cumple aquella recomendación de Jesús:
amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre
que está en los cielos, que hace salir el sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos y
pecadores85.
El Señor escucha complacido todas nuestras súplicas, especialmente si van acompañadas
de una lucha real por poner en práctica sus enseñanzas. Pedidle sin miedo todo lo que queráis,
exclamaba nuestro Fundador. Él siempre os lo dará, de una manera o de otra. Pedid con confianza.
Quaerite primum regnum Dei (Matth. VI, 33)... Buscad primero lo que es para gloria de Dios y lo que
es de justicia para las almas, lo que las une, lo que las eleva, lo que las hermana. ¡Y todo lo demás nos lo
dará El por añadidura!86.

83
De nuestro Padre, Instrucción, 8-XII-1941, n. 58
84
De nuestro Padre, Tertulia, 2-XII-1973
85
Matth. V, 44-45
86
De nuestro Padre, Meditación, 24-XII-1967

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