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José Joaquín de Mora, Machiavelli.


Sus obras y su carácter
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José Joaquín de Mora

Quizás no hay en la historia literaria de los siglos modernos un


nombre mas detestado y odioso que el del secretario florentino
Nicolás Machiavelli. Este nombre ha llegado a ser el emblema de
la mas refinada perfidia, y del más descarado cinismo político. Los
términos con que lo caracterizan los escritores de todas las
naciones europeas, parece que solo debían ser aplicables al ángel
decaído, al inventor del perjurio, al instigador y padre de todos los
crímenes. Sostienen autores muy graves que todas las maldades
que ha cometido la política moderna tuvieron su origen en la
lectura de sus obras, y que los turcos eran los hombres más
honrados de la tierra, hasta que aquellos escritos fueron traducidos
en su idioma. Y en verdad, es imposible leer su famoso tratado El
Príncipe, sin un sentimiento de horror y de escándalo. Tal alarde de
consumada protervia, presentada en toda su desnudez, sin disfraz
ni paliativo; tan fría, tan razonada, tan científica atrocidad, parecen
mas bien obra del genio del mal que del más depravado de los

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hombres. No es extraño, pues, que la mayoría de los lectores


califique con aquel dictado al que profesa descaradamente unos
principios que el más endurecido malhechor osaría apenas confiar
a los cómplices de sus atentados. Sin embargo, los sabios suelen
mirar con sospecha los monstruos y los [144] ángeles del vulgo, y
en el caso presente no ha faltado quien haya protestado contra la
opinión común. Machiavelli fue toda su vida un celoso republicano.
El mismo año en que compuso aquel manual de reyes, estuvo
preso y sufrió el tormento, en castigo de su adhesión a la causa de
la libertad. Parece inexplicable que el que fue víctima de estas
doctrinas, se erigiese al mismo tiempo en apóstol del poder
absoluto. Algunos eminentes escritores han procurado conciliar
estos extremos, investigando en aquella extraordinaria producción
algún sentido oculto, compatible con el notorio temple y con la
biografía del autor. Unos suponen que su intento fue pervertir las
ideas morales del joven gran duque de Toscana, Lorenzo de
Médicis, para hacerlo aborrecible al pueblo, y acelerar de este
modo la emancipación de su patria. El canciller Bacon opina que
toda la obra es una larga ironía encaminada a que los pueblos se
precaviesen de los hombres ambiciosos, promotores y
sostenedores del despotismo. Fácil sería demostrar que ninguna
de estas soluciones está de acuerdo con muchos pasajes de El
Príncipe. Pero su más elocuente refutación es la que se encuentra
en todas las obras de la misma mano. En sus comedias, escritas
para diversión de la muchedumbre; en sus Comentarios de Tito
Livio; en su Historia, dedicada a un pontífice romano tan amable
como digno de veneración; en su correspondencia de oficio, y
hasta en sus memorias y apuntes privados, se descubre la misma
laxitud de principios morales. Quizás no se encuentre en todos sus
escritos una sola línea de censura contra la traición, el disimulo y la

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perfidia.

Después de esto, parecerá ridículo decir que en pocas obras de la


literatura moderna se encuentran sentimientos tan elevados, un
celo tan puro y ardiente en favor del bien público, un conocimiento
tan profundo de los derechos y obligaciones del buen ciudadano,
como en los escritos de Machiavelli. Y sin embargo, es así; aun en
El Príncipe mismo podríamos indicar pasajes en apoyo de esta
observación. En nuestro siglo nos confunde tan monstruosa
inconsecuencia. El autor es para nosotros un inexplicable enigma;
un conjunto absurdo de las cualidades mas opuestas; egoísmo y
generosidad, crueldad y benevolencia, astucia y sencillez, abyecta
villanía y heroísmo exaltado. Todo esto parece inconcebible: pero
todavía hay datos que lo son más en todo lo relativo a este hombre
extraordinario. No hay el menor motivo para creer que los hombres
de su tiempo notasen ese contraste de doctrinas en la misma
persona. Sobran pruebas auténticas de la alta estimación que
profesaban a sus escritos y a su persona los hombres más
respetables de su siglo. [145] Clemente VII favoreció y promovió la
publicación de las mismas obras de Machiavelli, que fueron
miradas con recelo por los padres del Concilio de Trento; algunos
miembros del partido democrático lo censuraron por haber
dedicado su obra a un príncipe que llevaba el nombre impopular de
Medicis: pero nadie alzó la voz contra la inmoralidad de sus
opiniones. La primera que se alzó en este sentido estalló más acá
de los Alpes. El autor del Anti-Machiavelli, fue un protestante
francés. ¿Dónde hallaremos la llave de tan hondos misterios? Un
eminente publicista inglés, el elocuente historiador y orador
Macauley cree haberla descubierto en el temple de los
sentimientos morales que formaban el carácter nacional de los

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italianos de aquellos tiempos. Nosotros vamos a resumir en breves


páginas las ingeniosas razones y los datos tan curiosos como
instructivos en que funda su interpretación.

Durante los tenebrosos siglos que siguieron a la caída del imperio


romano, la península italiana conservó en mayor grado que ningún
otro de los países occidentales de Europa, los restos de la antigua
civilización. Notorias son la ignorancia y la ferocidad que
dominaban en Inglaterra y Francia durante los reinados de la
Heptarquía y de la dinastía Merovingiana. Y entretanto las
provincias napolitanas sometidas al imperio bizantino, participaban
de la cultura y del pulimento de las ideas y de las costumbres del
Oriente. Roma, protegida por el carácter sagrado de sus pontífices,
gozaba de reposo y seguridad, y aun en las regiones en que los
sanguinarios lombardos habían fijado su monarquía, había más
riqueza, más saber y el pueblo gozaba de más comodidades que
en todas las naciones de origen germánico. Pero lo que más
distinguía a la Italia de los países vecinos era la importancia que
había adquirido la población de las ciudades: algunas de ellas
fundadas en comarcas ásperas y remotas, por los que huían del
furor de los bárbaros, conservaron su independencia a favor de su
oscuridad, hasta que adquirieron bastante poder para defenderla
con la fuerza de las armas. Así fue como se iba formando poco a
poco un enérgico espíritu democrático. Los monarcas
Carlovingianos eran demasiado imbéciles para extinguirlo. Adquirió
todo su vigor a mediados del siglo XII, y después de un largo
conflicto, triunfó del talento y del valor de los príncipes de Suabia.

Entretanto, se observaba en Italia una extraña anomalía. Todas las


naciones cristianas miraban a los papas con la más profunda
veneración, como cabezas de la Iglesia y vicarios y representantes

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de Jesucristo. Solo en Italia tenían censores, perseguidores y


enemigos. Muchas veces tomó las armas la población de Roma
contra sus pastores: hubo papas depuestos, [146] asesinados y
perseguidos. Los poetas escribían contra ellos las sátiras mas
punzantes, como lo hicieron el Dante y el Petrarca. Hubo un papa
que tuvo bastante poder para mandar azotar a un rey de Inglaterra
en el sepulcro de un mártir, y él mismo estaba desterrado de
Roma.

En todos los otros reinos de Europa había una clase poderosa que
humillaba al pueblo y arrostraba la autoridad de los reyes; pero en
los Estados más florecientes de Italia, los señores feudales
estaban muy lejos de tener tanta importancia. En algunos distritos
se acogían a la sombra de las poderosas repúblicas enriquecidas
por el comercio, y se iban amalgamando gradualmente con la
masa de los ciudadanos. En otros poseían grande influjo; pero no
como el de que gozaban los señores en los reinos transalpinos. No
eran príncipes en pequeña escala, sino ciudadanos eminentes. En
lugar de fortificar sus castillos en las montañas, hermoseaban sus
palacios en las plazas públicas. Este era uno de los muchos
síntomas que anunciaban la existencia de la libertad en Italia, y la
libertad trajo consigo el comercio, la afición al saber y la protección
de las artes. Desde entonces, la admiración de la sabiduría y del
genio llegaron a convertirse en una especie de idolatría. Los reyes,
las repúblicas, los cardenales y los dogos rivalizaban en honrar y
adular al Petrarca. Los Estados rivales le enviaban embajadores;
su coronación como poeta agitó a las poblaciones de Roma y
Nápoles, a la manera que podría haberlo hecho un gran suceso
político. Los hombres ricos empleaban inmensas sumas en libros
impresos, manuscritos, medallas, bustos y estatuas. Se prodigaban

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magníficas recompensas a pintores, escultores y arquitectos. La


ciencia y la prosperidad pública caminaban de frente, y llegaron a
su zenit bajo el mando de Lorenzo el Magnífico.

Pero en los Estados italianos, como en muchos cuerpos naturales,


la decrepitud precoz fue el castigo del desarrollo prematuro. La
grandeza temprana de Italia y su temprana decadencia, tuvieron el
mismo origen, a saber, la preponderancia que adquirieron las
ciudades en el sistema político. En una nación de pastores o
cazadores, cada hombre se convierte en soldado. El labrador,
aunque apegado al suelo de que saca su subsistencia, sabe
defenderlo en caso necesario, y, como la labranza tiene tantas
interrupciones en las diversas estaciones del año, ha sucedido
muchas veces que el labrador haya aprovechado aquellos
intervalos para adiestrarse en el ejercicio de las armas. Así fue
como se formaron los primeros soldados de Roma. Pero todo esto
cambia cuando empiezan a florecer el comercio y las
manufacturas. Las ocupaciones sedentarias del escritorio y del
telar son incompatibles, y hacen odiosos la vida, los [147] peligros
y los hábitos de la milicia. En semejantes poblaciones no hay
tiempo que perder; pero hay dinero que gastar, y lo que se hace en
ocasiones de peligro, es asalariar hombres fuertes y diestros en el
uso de las armas, para que defiendan a los que trabajan y se
enriquecen. En este caso se vieron y de este arbitrio echaron mano
las repúblicas italianas. Pero cometieron un error gravísimo. En
lugar de formar con aquellas tropas mercenarias ejércitos
permanentes, las despedían cuando no las necesitaban, y así se
formaron numerosas bandas de aventureros, que se consideraban
como propiedad común, y que estaban siempre dispuestas a servir
al que mejor las pagaba. Estos principios produjeron sus

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consecuencias naturales. El servicio militar se convirtió en tráfico.


Los guerreros no estaban apegados por ninguna consideración de
respeto, de amor, de patriotismo ni de convicción a la causa que
defendían. El interés y la igualdad de miras y de profesión
concurrían a mitigar las hostilidades de los que habían sido
compañeros de armas y que podrían volver a serlo. Así es que la
historia militar de Italia en aquellos tiempos se compone de
marchas y contramarchas, expediciones de saqueo, bloqueos
prolongados, combates inocentes y otras inútiles operaciones.
Grandes ejércitos peleaban desde la aurora hasta el anochecer; se
ganaban grandes victorias; se hacían millares de prisioneros, y
apenas quedaban algunos muertos en el campo de batalla. Para
esta clase de guerras no se necesitaba valor. Los hombres
envejecían en las filas; adquirían fama y riquezas sin haberse
expuesto jamás al menor peligro. De estas costumbres nacieron
dos clases de moralidad de un carácter opuesto. En la mayor parte
de Europa se miraban con desprecio los vicios propios de las
disposiciones tímidas y pusilánimes: la flaqueza, el fraude y la
hipocresía; y con indulgencia y aun con respeto los excesos del
orgullo y de la altivez. Pero en Italia había una disposición, que
llegó a ser nacional, a perdonar, y aun a aplaudir los crímenes que
suponían sangre fría, astucia, fertilidad de inventiva y profundo
conocimiento del corazón humano. Propagose este espíritu en
todas las clases de la sociedad, y sobre todo en los hombres
públicos. El estadista italiano de aquellos tiempos era un conjunto
de contradicciones, un verdadero enigma. Sus palabras no estaban
de acuerdo con sus pensamientos. No vacilaba en afianzar sus
promesas con juramento, cuando quería seducir; ni carecía de
pretextos cuando quería hacer traición. Era cruel, no por
temperamento, sino por cálculo. Sus pasiones estaban

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disciplinadas, y hasta en sus más impetuosos estallidos había


orden, método y segundas intenciones. Todas las fuerzas de su
alma se empleaban en vastos y complicados planes [148] de
ambición, y sin embargo, en su aspecto y en su lenguaje se notaba
constantemente la más inalterable apacibilidad. Devoraban su
corazón el odio y la venganza, y cada mirada era una sonrisa
cordial, y cada gesto un signo de benevolencia. Jamás descubría a
su adversario el lado flaco por donde pudiese herirlo: su propósito
no se dejaba ver sino cuando estaba consumado. Huía del peligro,
porque en la sociedad en que vivía, la timidez había dejado de ser
deshonrosa. Para él los medios más plausibles eran los más
cortos, los más fáciles y los más tenebrosos. No comprendía cómo
podía escrupulizarse en engañar al hombre que se deseaba o que
convenía destruir. Tenía por locura declararse en hostilidad abierta
contra el hombre a quien quería herir en un abrazo fraternal, o
envenenar en la alegría de un banquete. Y sin embargo, este
mismo hombre no carecía de las virtudes que suponen una cierta
elevación de alma. En valor civil, en presencia de espíritu y en
perseverancia, le eran inferiores los más acreditados caudillos de
las naciones germánicas. En la enemistad era peligroso; pero
benéfico y justo en el mando. Fuera de la escena política, era
humano y condescendiente. Tal es el fiel retrato de los principales y
más famosos hombres de estado italianos de aquellos tiempos.

Cada siglo y cada nación tiene ciertos vicios característicos que


prevalecen casi universalmente, que se ostentan sin empacho, y
que aun los hombres más rígidos o toleran o censuran con tibieza.
Las generaciones sucesivas cambian de modas en la moral, como
en muebles y vestidos. Se patronizan otras flaquezas, y se habla
con acritud de la depravación de los antepasados. No es esto todo.

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La posteridad obra como obraba el dictador romano para castigar


un motín militar: escoge un reo para que pague por todos, y todos
quedan absueltos, y solo aquel castigado. En la ocasión de que
vamos hablando, Machiavelli fue la víctima designada, sobre la
cual debía recaer la execración que toda su generación merecía.
No fueron mejores que él los Sforzas, los Viscontis, los Borgheses,
los Catruccios, los Dorias y los Falieros; pero los principios que
estos hombres profesaban solo se manifestaron en sus acciones,
cuya memoria ha borrado, o ha hecho menos odiosa el trascurso
de los tiempos; mas los principios de Machiavelli quedaron
consignados en un libro, y este libro ha servido de acta de
acusación contra un hombre solo, como si no hubiera tenido por
cómplices a todos sus contemporáneos. Y lo más extraño de todo
es que no hubo realmente semejante complicidad; porque
Machiavelli fue recto y justo en su conducta; su moralidad era muy
distinta de la de los que lo rodeaban. Su gran error fue presentar al
[149] mundo como teórica general las prácticas generalmente
admitidas en su tiempo, de modo que el público ha podido tomar
por una profesión de fe de sus creencias morales, lo que no es
más que una especie de código observado en su siglo por todos
los que manejaban negocios públicos.

Habiendo bosquejado tan cumplidamente el carácter del hombre


cuanto nos ha sido posible, pasamos ahora al examen de sus
escritos. Como poeta no es acreedor a un lugar muy distinguido.
Sus Decennali no son más que fragmentos históricos de los
sucesos de su época. Fue un imitador servil del Dante, tanto en la
estructura del verso, como en el plan de la composición.

Más particular atención merecen sus comedias. La intitulada


Mandrágora, es superior a la mejor de las de Goldoni, y solo

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inferior a la mejor de las de Moliere. Es obra de un hombre que, si


se hubiera dedicado exclusivamente a la composición dramática,
probablemente habría llegado a la más alta eminencia, y producido
un saludable efecto en el gusto nacional. La pieza abunda en
caracteres perfectamente delineados; los del confesor hipócrita y
del bufón Nicias, son modelos acabados de vis cómica. La pieza
interesa sin el socorro de una intriga complicada ni de grandes
incidentes. El lenguaje es culto sin afectación, y familiar sin bajeza;
el diálogo animado, vigoroso, y sembrado de chistes de buen
gusto. Por último, la Mandrágora fue la comedia que abrió el
camino al verdadero arte moderno, y puede considerarse como un
paso inmenso en la carrera de la perfección literaria. Representóse
en Florencia con asombroso éxito, y el papa León X fue uno de sus
más ardientes admiradores. La Clicia es una imitación de la
Casina, de Plauto, la mejor de las comedias de este autor, y la que
más fácilmente puede adaptarse a otros tiempos y a otras
costumbres. El imitador desempeñó su tarea con singular acierto.
Poco diremos de la novela Belfegor, inspirada por las desazones
que experimentó el autor en su matrimonio, y que lo condujeron a
exagerar los inconvenientes de aquel estado. Es obra del
despecho y del deseo de venganza, aunque de un estilo muy
correcto y lleno de excelentes narraciones.

La correspondencia política de Machiavelli, publicada por primera


vez en 1767, es obra de gran precio. Las deplorables
circunstancias en que se halló colocada la Toscana durante la
mayor parte de la vida pública del diestro secretario, dieron
extraordinario estímulo a los talentos diplomáticos. Desde el
momento en que Carlos VIII descendió de los Alpes, debió cambiar
enteramente de aspecto la política italiana. Los gobiernos de la

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península dejaron de formar un sistema independiente, y [150] se


convirtieron en satélites de Francia y de España. Bajo el influjo de
estas circunstancias, la prosperidad y el reposo de aquellos países
dependía más de la habilidad de sus agentes diplomáticos, que de
la acción directa de sus gobiernos respectivos. El embajador era el
abogado de los intereses, no solo del gabinete que representaba,
sino de la nación a que pertenecía; era además un espía de
carácter inviolable. Su más importante deber era penetrar en las
intrigas de la corte en que residía; descubrir y sacar partido de las
flaquezas y preocupaciones de sus hombres públicos, del favorito
que dominaba al príncipe, y del ayuda de cámara que gobernaba al
favorito. Tenía que estar bien con la querida del uno, y sobornar al
confesor del otro; acomodarse a las costumbres y aún a los
caprichos de aquellos con quienes negociaba; vivir en continuo
recelo, y no perder de vista la menor circunstancia que pudiese dar
lugar a una observación útil. Machiavelli fue muchas veces
empleado en estas arduas misiones: una, cerca del rey de los
romanos y del duque de Valentinois; dos, como embajador en
Roma, y tres en Francia. En estos y otros encargos de la misma
clase, aunque de inferior orden, ostentó incomparable destreza y
fertilidad de recursos. Sus despachos forman una de las
colecciones más curiosas de la diplomacia moderna. No están
redactados con esa fraseología pedantesca y al mismo tiempo
insignificante, recurso trivial de nuestros modernos diplomáticos,
sino con la sencillez y la verdad propias de un hombre que observa
bien y sabe expresar lo que observa. Sus narraciones son claras y
elegantes; sus juicios sobre hombres y negocios, sensatos y
pensados con calma y madurez. Refiere las conversaciones de un
modo animado y característico, dándoles todo el interés de un
drama. El lector de estos curiosos documentos se halla de pronto

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iniciado en una sociedad de personajes que allí aparecen de un


modo muy diverso que en la historia: penetra la insignificante
turbulencia de Maximiliano, la altanera energía y pomposa dignidad
del papa Julio, y los suaves y graciosos modales bajo los cuales se
ocultaba la insaciable ambición sanguinaria de Borja.

No podemos pasar adelante, sin detenernos en el hombre que, por


sí solo, personificaba la moralidad política de Italia, parcialmente
ligada en él con los severos lineamentos del temple castellano. En
dos importantes ocasiones fue admitido Machiavelli a su sociedad:
una en el momento en que Borja acababa de triunfar de sus más
formidables enemigos por medio de las más diabólicas
asechanzas, y de los amaños más astutos y pérfidos, y otra,
cuando agobiado de males físicos y asediado de infortunios que la
más consumada prudencia no habría podido evitar [151] se hallaba
prisionero del más encarnizado adversario de su familia. Estas dos
entrevistas de los dos hombres más diestros en la política italiana,
el uno como teórico y el otro como práctico, están plenamente
consignadas en la correspondencia, y forman una de sus partes
mas curiosas. De algunos pasajes de El Príncipe, y de algunas
tradiciones vagamente conservadas, se ha querido inferir que
existían entre Borja y Machiavelli relaciones más intimas que las
que se manifestaban al público; que el enviado inspiraba y dirigía
los crímenes que el tirano perpetraba. Pero los documentos de
oficio demuestran de un modo irresistible que, lejos de ser
amistosas aquellas relaciones, eran realmente hostiles. No puede,
sin embargo, dudarse que la imaginación de Machiavelli y sus
opiniones en materia de gobierno se habían dejado impresionar
por las observaciones que tuvo ocasión de hacer sobre el carácter
singular, y las no menos singulares aventuras de un hombre que,

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luchando con tan formidables obstáculos, había podido consumar


tan inauditas hazañas; que, saciado de los más refinados goces de
la sensualidad, halló estímulos más poderosos y durables en la sed
de dominio y de venganza; que, de cardenal inactivo y voluptuoso,
se trasformó de pronto en el primer general de su siglo; que,
después de haber adquirido la soberanía para destruir a sus
enemigos, adquirió popularidad para destruir a sus cómplices:
hombre, en fin, que sucumbió en medio de las maldiciones de su
pueblo, sin embargo de que este mismo pueblo confesaba que no
había ni podía haber quien lo reemplazase en el mando.
Machiavelli se muestra en sus obras harto indulgente con aquel
compuesto de vicios y de crímenes: y hay dos poderosas razones
que lo explican: en primer lugar, la opinión general estaba ya
extraviada por los mismos excesos, que se repetían sin cesar en
todas las cortes grandes y chicas de la península, y por más
severos que sean los principios de un hombre, por muy arreglada
que sea su conducta, es imposible que se preserve enteramente
de un contagio que le comunican todos sus sentidos, y de que
están impregnadas todas sus impresiones. ¿Quién ignora el
detestable vicio que inficionó la sociedad griega, en los bellos días
de su ilustración, cuando Platón enseñaba la más pura de las
filosofías, cuando la oratoria, la ciencia y el gobierno, y las bellas
artes habían llegado al más alto grado de perfección? ¿No asistían
en Roma, a los sangrientos juegos del Circo, los más graves
senadores, las matronas más respetables y los emperadores más
justos y sabios? Y si Juliano, declara su repugnancia a estos
espectáculos, en sus cartas familiares ¿funda acaso aquel
sentimiento en motivos de compasión y de humanidad? No por
cierto: los detestaba, [152] no porque fueran crueles, sino porque
eran asquerosos. Además de esto, aunque Borja era uno de los

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hombres más perversos de que hace mención la historia, se


consideraba como el único que podía libertar a Italia del yugo
extranjero, y restituirle la independencia que perdió para siempre,
desde que se formó la liga de Cambray, y Carlos VIII pasó los
Alpes. Esta era la pasión dominante de todos los italianos, y
especialmente de los hombres públicos. El amor propio nacional
estaba cruelmente ofendido por la sensualidad grosera de los
suizos, por la ambición y predominio de los españoles, y por la
frivolidad y tono despreciativo de los franceses. Los italianos veían
desaparecer rápidamente los tesoros acumulados durante largos
siglos de prosperidad mercantil y de juiciosa economía. La
superioridad intelectual del pueblo oprimido, le hacía más odioso el
yugo que le imponía el opresor. Machiavelli deploraba los
infortunios de su país, y, una vez muerto el hombre que habría
podido vengar los males de la patria, concibió el proyecto de
exterminarlos en su raíz, por medio de una institución que chocaba
de frente con el orden de cosas establecido, y que debía oponer
una incontrastable barrera al poder de los invasores. El sistema
militar de los pueblos italianos era, como ya hemos indicado, el que
había extinguido en ellos el valor y la disciplina, dejándolos sin
defensa contra la ambición y la codicia de los extranjeros. El
secretario florentino proyectó la abolición del servicio militar
mercenario, y la formación de un grande ejército nacional. Los
esfuerzos que hizo para realizar tan vasto y noble designio,
deberían haber bastado para preservar su nombre de las amargas
censuras con que lo ha rebajado la posteridad. Aunque su
profesión y sus hábitos eran pacíficos, se puso a estudiar
asiduamente la teoría de la guerra, y sobre todo, los pormenores y
el mecanismo del servicio. El gobierno adoptó sus miras; se formó
un consejo de guerra; se decretó una leva general, y el infatigable

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ministro andaba de pueblo en pueblo, inspeccionando y vigilando


la ejecución de aquel designio. A los principios, el ensayo salió
mejor de lo que podía esperarse. Las nuevas tropas sostuvieron el
honor nacional en el campo de batalla, y Machiavelli contempló
estas primicias de su creación, como un padre contempla los
primeros lucimientos de su hijo. Ya concebía esperanzas de que
las armas italianas perseguirían a sus enemigos hasta las orillas
del Sena, del Rhin y del Tajo. Pero el torrente de la mala fortuna se
desencadenó antes que estuviesen consolidadas las barreras que
debían reprimirlo. Es verdad que Florencia se preservó algún
tiempo de las calamidades que afligían a los estados comarcanos.
El hambre. la invasión y la peste asolaban las [153] fértiles llanuras
de Lombardía. Todas las maldiciones denunciadas por los profetas
contra Tiro parecían conjuradas contra la infeliz Venecia, cuyos
opulentos habitantes lamentaban en tierra extraña la pérdida, que
parecía inevitable, de la reina del Adriático. Nápoles había sido
cuatro veces conquistada, saqueada y oprimida. Al fin le tocó la
vez a Toscana. Los Médicis volvieron de su largo destierro,
apoyados por armas extranjeras. Las instituciones políticas y
militares desaparecieron al influjo de aquellos mal disfrazados
opresores. Se deshizo la obra de Machiavelli, y sus ilustres
servicios fueron recompensados con la pobreza, la cárcel y la
tortura.

No por esto se entibió su celo ni abandonó su idea favorita. Con el


objeto de vindicarla de algunas objeciones vulgares, y de refutar
algunos errores predominantes sobre el servicio militar, dio a luz
sus siete libros del Arte de la guerra, obra excelente, escrita en
forma de diálogo, a la manera de los antiguos. El autor pone sus
opiniones en boca de Fabricio Colona, personaje de la alta nobleza

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de los Estados Pontificios, y oficial de gran mérito al servicio del


rey de España. Al pasar por Florencia, en su jornada a Lombardía,
asiste a un convite que le ofrece Cosme Rucellui, joven de
bellísimas prendas, cuya temprana muerte deplora Machiavelli en
bien sentidas frases. Después del banquete, los convidados se
retiran a un bosque sombrío, para guarecerse del calor del verano.
Fabricio fija su atención en algunas plantas que le son
desconocidas, y su huésped le informa que, aunque raras en los
tiempos modernos, eran muy comunes en la antigüedad, y que su
abuelo, como otros muchos nobles italianos, se recreaba en el
cultivo de los campos, a ejemplo de los Cincinatos y de los
Fabricios de la antigua Roma. De aquí toma pie Colona para
censurar las costumbres modernas de los italianos, los cuales solo
imitaban a sus predecesores en lujo y frivolidades, y pasa a
disertar sobre la antigua disciplina de los tiempos de la república y
sobre los medios de restablecerla. En esta conversación se
introduce una elocuente defensa de la milicia florentina, y se
proponen varios medios de perfeccionarla.

A la sazón, los suizos y los españoles eran los mejores soldados


de Europa. El batallón suizo se componía de alabarderos, y su
organización tenía algo de la falange griega. Los españoles, como
los soldados de Roma, preferían la espada y el broquel. Las
victorias de Flaminio y de Emilio, en Macedonia, demostraron la
superioridad del armamento de las legiones, y más tarde confirmó
estas ventajas la memorable batalla de Ravena, una de las más
destructoras de cuantas ensangrentaron el suelo [154] de Italia. En
aquel terrible conflicto, la infantería de Aragón, compuesta de los
valientes compañeros de Gonzalo de Córdoba, abandonada por
todos sus aliados, y circundada de fuerzas enemigas muy

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superiores en número, se abrió calle por una selva espesa de


alabardas y lanzas, retirándose con la mayor unión y valentía, a
vista de los gendarmes de Foix y de la artillería de Este. Fabricio
propone la combinación de ambos sistemas, armando la primera
fila con alabardas para resistir a la caballería, y las otras con
espada y broquel para empeñar más seriamente el combate. El
autor se muestra en toda la obra admirador entusiasta de la ciencia
militar de los antiguos romanos, y censor severo de las máximas
militares adoptadas por los guerreros italianos de la última
generación. Prefiere la infantería a la caballería, y los campos
fortificados a las fortalezas y castillos. Recomienda los
movimientos rápidos y los empeños decisivos, más bien que las
operaciones lánguidas y dilatadas que se osaban en su tiempo. No
da mucha importancia a la invención de la pólvora, y esta opinión
se justifica por la suma imperfección de las armas de fuego en
aquella época. La obra es apreciable por los datos que contiene
sobre el arte militar moderno, como se hallaba en sus principios; y
la gracia, la claridad y la elegancia del estilo, hacen muy agradable
su lectura, aun para los profanos al asunto de que trata.

El Príncipe y los Discursos sobre Tito Livio se escribieron después


de la caída del gobierno republicano en Florencia. La primera de
estas obras está dedicada al joven Lorenzo de Médicis, y se
consideró generalmente como un acto de apostasía política. Lo
cierto es que Machiavelli, viendo destruida para siempre la libertad
de su patria, trabajaba por conservar su independencia, y nadie
podía sostener esta causa con tantas probabilidades de buen éxito,
como un miembro de aquella ilustre familia. La noble y patética
peroración con que termina aquella obra, demuestra cuan
fuertemente palpitaban estos sentimientos en el corazón, de su

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autor.

El hombre ambicioso está retratado al natural en El Príncipe; el


pueblo ambicioso en los Discursos. Los mismos principios que, en
la primera de aquellas obras explican la elevación de un individuo,
se aplican en la segunda a la más larga duración y a los
complicados intereses de una sociedad. Los lectores modernos
pueden calificar de pueril la forma de los Discursos. Ciertamente
Tito Livio no es un historiador que pueda inspirar mucha confianza,
aun en aquellos asuntos en que debemos creerlo bien informado, y
la primera de sus Décadas, que es la única quo sirvió de texto a
Machiavelli, no es más digna de crédito que un [155] cronicón de la
edad media. Pero el comentador no ha sacado del texto sino
algunos pasajes breves y aislados, que podría haber encontrado
en otros muchos autores de la misma época. Todo el cuerpo de la
obra es original, y Tito Livio no hizo más que suministrarle
pretextos para explayar las opiniones qua sus meditaciones y su
experiencia le habían suministrado.

Sobre la inmoralidad refinada que ha dado al Príncipe una


impopularidad tan merecida, y que no deja de percibirse también
en los Discursos, hemos expresado ya nuestra opinión, procurando
demostrar que pertenecía más bien a la época que al hombre. Esta
consideración no lo absuelve, sin embargo, del escándalo que han
producido sus doctrinas, y disminuye en gran parte, la satisfacción
que la lectura de aquellas obras proporciona a todo hombre
inteligente. Porque es imposible concebir una reunión de dotes
mentales superiores en alcance y elevación a las que aquellos
escritos revelan. Parece haber reunido Machiavelli con rara y
exquisita armonía, las cualidades que pocas veces concurren en el
mismo hombre de estado: la aptitud a concebir planes grandiosos,

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y la facilidad de su ejecución, en todos sus pormenores. Es un


hombre eminentemente práctico, y al mismo tiempo, profundo en
sus síntesis, y diestro en la más razonada y lógica argumentación.
Hay errores en sus obras; pero errores que apenas podía evitar un
hombre situado como él lo estaba. La mayor parte de ellos
provienen de un defecto, que se descubre no menos en todo el
sistema de su doctrina que en su conducta pública y diplomática, a
saber, su propensión a fijar toda su atención, y concretar todos sus
estudios más bien en los medios que en los fines. Escribió sobre
negocios públicos, sobre combinaciones políticas, sobre manejo de
intereses de los Estados, perdiendo enteramente de vista el gran
principio que las sociedades y las leyes solo existen para aumentar
la felicidad de los individuos. Consideró el cuerpo social como una
idea abstracta; como un todo homogéneo y dotado de una
existencia independiente y propia, sin echar de ver que ese todo no
es más que lo que es cada una de las partes que lo componen. El
objeto que se propone es lo que suele llamarse, en el idioma de la
política tortuosa de los partidos, el bien público, el cual muchas
veces es incompatible con el bien de los ciudadanos y de las
familias. Es fácil entender como se arraiga esta preocupación en la
cabeza del hombre más inteligente y mejor intencionado. Las
continuas relaciones con los personajes que se disputan el poder,
la asistencia diaria a los gabinetes de los príncipes, a las
conferencias de los ministros, a las consultas de los repúblicos, a
las juntas de los [156] partidarios; la lectura asidua de protocolos,
memorias, manifiestos y correspondencias de oficio, forman en
torno del hombre político una atmósfera que oscurece la
perspectiva mucho más interesante y preciosa de los campos, de
los talleres y de los escritorios. En este grave error cayó el ilustre
florentino, y se mantuvo en él, con la mejor fe posible, y

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sinceramente convencido de la rectitud de sus miras. Nunca


defiende una opinión errada por parecerle nueva o seductora, o
porque le presente ocasión favorable de explayar un ingenioso
sofisma, sino porque la cree verdadera y sólida, y se propone
comunicar a otros la convicción de que está penetrado. No buscó
el error: lo encontró en el camino y no pudo evitarlo.

La última obra importante de Machiavelli fue la Historia de la


ciudad de su nacimiento. Es obra inexacta como narrativa; mas
como composición literaria, ninguna de las de su tiempo se le
aventaja en belleza do estilo, elegancia de formas, lucidez de ideas
y pureza de dicción. Fue escrita por orden del papa, que, como
cabeza de la familia de los Médicis, era a la sazón soberano de
Florencia. Esta obra no parece escrita muy esmeradamente con
respecto a la verdad histórica, ni se notan en ella las
consecuencias de una investigación laboriosa. Sin embargo, los
grandes hechos históricos están trazados con fidelidad, y, en
general, la historia de Florencia puede compararse a las pinturas
que hacen gran efecto vistas a cierta distancia, pero cuyos
pormenores no están en armonía con la grandeza de la
composición.

El autor vivió lo bastante para presenciar los últimos esfuerzos de


los florentinos para recobrar su libertad. Poco después de su
muerte se estableció finalmente la monarquía: no como la que
Cosme de Médicis había fundado en una constitución bien
concebida, y en los sentimientos de sus conciudadanos; no como
la que después hermoseó Lorenzo de Médicis con las luces de la
ciencia y los primores del arte: sino una tiranía degradada y al
mismo tiempo altanera; débil y sanguinaria; supersticiosa y lasciva.
Bajo este odioso régimen, la memoria del patriota, del sabio y del

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literato, debía ser odiada y escarnecida, y lo fue en efecto. Sus


obras fueron desfiguradas por los escritores satélites del poder,
mal interpretadas por los lectores vulgares; condenadas por la
Iglesia, y atacadas con todo el furor del fanatismo y de la
sensualidad por los partidarios de la nueva tiranía. Cubriose de
infamia el nombre del ciudadano ilustre que había introducido la luz
en los más tenebrosos misterios de una política bastarda, y a cuya
sabiduría y patriotismo debió un pueblo oprimido sus últimas
esperanzas de emancipación y de venganza. [157] Por espacio de
200 años estuvieron sus huesos confundidos con otros en un
abandonado cementerio. Un noble inglés los sacó de la oscuridad,
y ahora los custodia, en la más hermosa iglesia de Florencia, un
magnífico sepulcro, al cual se acercan con respeto todos los que
saben dar su verdadero precio a las grandes cualidades del ánimo,
y, con penosas reflexiones, cuantos echen una mirada en torno, y
contemplen el espectáculo que les ofrece en el día aquella región
privilegiada, tan digna de mejor suerte que la que por espacio de
tantas generaciones la ha perseguido y despojado de sus antiguas
glorias.

José Joaquín de Mora.

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