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Se habla mucho del nuevo método de lectura rápida, que en los días del difunto presidente Kennedy
tuvo mucha boga, principalmente porque éste había logrado un dominio casi completo del método y se
decía que estaba leyendo, en pleno ejercicio del gobierno, un libro diario. Tal vez sólo con una
invención curiosa y una expedición tan extraordinaria se puede pretender estar al día con lo que se
publica, y, aun así, casi con seguridad, hay más de 365 libros de redomado interés. El sistema garantiza
que todo va a la memoria y que, si ella es buena, allí se queda. Y que no se trata, en absoluto, de un
procedimiento para hojear los libros y eliminarlos con perfunctoria displicencia. No. Se dice que la
cosa va en serio, y es de presumir que, si así es, tendremos en breve un tipo nuevo de erudito que
alcanzará desproporcionados conocimientos, apenas compatibles con los que logra acumular un
computador que se llene bien de informaciones relevantes. Además, si al método de lectura rápida se
agrega un buen servicio de computadores, la sabiduría del ser contemporáneo puede ser formidable.
Quién sabe cómo será, sin embargo, su juicio. Porque eso sí no lo garantiza ni toda la ciencia de los
hombres ni la fabulosa memoria de las máquinas. El hombrecillo, doblado y triplicado por estos
métodos excepcionales puede seguir, y probablemente seguirá haciendo locuras, comprometiendo su
seguridad, preparando más armas nucleares, desafiando a sus congéneres ver cual se atreve a acabar
con el mundo. Lo que no está garantizado es que la Tierra esté poblada por seres inteligentes, que es
precisamente lo que andamos averiguando sobre los otros planetas.
Pero, ¿vale la pena leer más rápido? Si lo que se busca es una fuente de placer, seguramente no. Si algo
es insuperable es la lenta divagación sobre páginas, no leídas siquiera por primera vez, en donde el
encanto de un estilo, la sutileza de unas palabras mágicas y hasta la irrupción de algunas ideas nos
crean un mundo extraterreno y particularísimo, que sólo existe mientras el libro esté abierto. La sed de
información es otra cosa. Los científicos que han realizado los más profundos descubrimientos en el
espacio, bien lejos de nuestro planeta y en los más hondos mares y rincones remotos de la cáscara que
nos sostiene, gozarán vertiginosamente cuando en vez de un libro, puedan leer tres, cuando el
computador les proporcione datos que hasta ahora estaban perdidos entre los cálculos matemáticos
imposibles o lentísimos o en la fugaz memoria de los hombres comunes, sin instrumentos para
auxiliarla o revivirla. Pero eso no es leer, sino informarse. Como no es viajar darle la vuelta al globo en
setenta horas, o en una cápsula espacial, en breves minutos. Viajar es ir lentamente, tan lentamente
como lo vaya requiriendo el paisaje, para tomarle el sabor a cada uno de sus pliegues y a cada persona
que lo habite. Viajar es ir, como solían los europeos del norte hasta los comienzos de este siglo, a pie,
por los caminos de Italia, reviviendo las jornadas de los ejércitos de César, las fugas de César Borgia,
los combates de Luis XII, la fulgurante vida de Ludovico Sforza en su castillo milanés. Fue lo que
aconsejó el mentor de Bolívar a su discípulo predilecto y así debió ser su viaje a Roma, como los de
Goethe poco antes. Para eso eran las posadas europeas, donde después de una jornada en diligencia, a
pie o a caballo, se encontraba fuego, buen vino, conversación excelente, de las que se fue perdiendo a
medida que los extraños se convertían en seres impredecibles y presumiblemente peligrosos. Y como
viajar así era, así sigue siendo el arte de leer, en el cual no poca parte es el arte de releer, que combina
la emoción vieja con la nueva, porque en verdad quien relee un libro no es una persona sino dos. El
que lo leyó por primera vez y olvidó casi todo y el que ahora, con una docta experiencia, se mete por
todos los meandros, adivina los sentidos ocultos, encuentra el encanto de voces y sonidos, que en la
precipitud de la edad joven jamás fueron apreciados, como no se apreció bien el encanto de las
mujeres, ni la fragancia de los vinos, ni la sutil y rudimentaria atracción de la buena mesa. Esos dos
personajes, que se entretienen siempre en admirarse mutuamente, en recordarse y en denigrarse, con la
relectura de trozos favoritos o de libros predilectos tienen un goce que no es, no compatible con el
método de lectura rápida. Abominable método que pasa fatalmente por encima de esos deleites
morosos y que, si acaso, dejará en el recuerdo una visión tan confusa como la que tenemos de un país
sobrevolado o conocido desde la temblorosa ventanilla de un tren.
Casi que, con seguridad logramos apresar un detalle, la cuenca de un lago, el fluir de una barcaza sobre
un rio, una mujer en una estación, con ojos vacíos como los de las estatuas griegas. Pero no se podrá
decir que se ha viajado, que se ha leído, que se ha comido, que se ha bebido bien, en esa prisa. La
lectura rápida es el gran adefesio de nuestro tiempo. No será, tampoco, el último. Gente que se nutre de
tal manera, a tarascazos, no va a producir una vida más alegre y mejor, sino mucho peor de las que ya
estamos viviendo. Por eso, cuando encontréis a alguien pasando unos ojos medio bizcos, como
oblicuos relámpagos a través de la página y no horizontalmente, desconfiad de esa persona. Es uno de
esos rápidos de nuestra época destinados a hacerla más incómoda.
Leer aprisa, ¡Qué gran disparate! Leer lentamente, saboreando lo que se lee, para darse cuenta, además
del ritmo del autor, que grabó su pulso y la presión de su sangre, y su emoción íntima en el canto
sutilísimo de las palabras. No sabemos de dónde ha salido tan beocia invención como la de la lectura
rápida. Pero hemos oído decir que hay que aplicarse unos meses a ejercitar este acto de brutalidad y de
necedad, que sólo con un talento especial puede dominarse.
Mientras escribimos estas líneas estamos mirando por una gran ventana que da al campo, un barbecho
sobre cuyo lomo ondulado por la acción del arado, el mismo de Triptolemo, se estira una yunta de
bueyes que arrojan niebla por las anchas narices cuando yerguen la cabeza implorando piedad al cielo
contra el boyero iracundo. He visto esa estampa en un vaso griego, en el museo de Louvre. Y en un
friso babilónico. Debe estar oliendo bien esta tierra fresca y negra. Abro la ventana. Por ella entra en
ese momento, enredada en una canción que cuelga del cuerno de uno de los bueyes barcinos, en el
diminuto transistor, una imprecación que suena como una cascada de piedras:
Eso es árabe. Lo he oído al muezín en una torrecilla del Oriente Medio, para reclamar la buena
voluntad de su dios. Jotas y aes que rasgan la garganta, como en el cante jondo. He cerrado mi libro,
que es una puerta diminuta por donde se entra a una estancia en donde mi juventud y mi vejez dialogan
animadamente.
Alberto lleras C.
En: El transcurso legendario de una gota de sangre y otros escritos. El Áncora (1991).
1. Palabras desconocidas: las cuales fueron anteriormente subrayadas de color amarillo en el texto
o Boga: Buena aceptación, fortuna o auge
o Erudito: Instruido en varias ciencias, artes y otras materias
o Divagación: Acción y efecto de divagar.
(Divagar: hablar o escribir sin concierto ni propósito fijo y determinado)
o Vertiginosamente: De manera vertiginosa. (vertiginosa: Que causa vértigo.)
o Docta: Que a fuerza de estudios ha adquirido más
conocimientos quelos comunes u ordinarios
o Meandros: Disposición de un camino.
o Adefesio: Despropósito, disparate, extravagancia.
o Tarascazos: tarascar: Dicho especialmente de un perro: Morder o herir con los dientes
o Beocia: Ignorante, estúpido, tonto
o Barbecho: Que no se siembra durante un tiempo para que descanse.
o Arado: Denota no estar la dificultad en aquello que se supone.
o Triptolemo: no se encuentra definición
o Boyero: Persona que guarda bueyes o los conduce
o Friso: faja más o menos ancha que suele pintarse en la parte inferiorde las paredes,
de diverso color que estas.
o Barcinos: Dicho de ciertos animales, especialmente de perros, toros yvacas:
De pelo blanco y pardo, y a veces rojizo.
o Muezín: muecín: Musulmán que convoca desde el alminar.
2. RESUMEN
la lectura rápida, que en los días del difunto presidente Kennedy tuvo mucha boga, principalmente
porque éste había logrado un dominio casi completo del método. El sistema garantiza que todo va a
la memoria y que, si ella es buena, allí se queda. Y que no se trata, de un procedimiento para hojear
los libros y eliminarlos con perfunctoria displicencia.
Se dice que la cosa va en serio, y es de presumir que tendremos en breve un tipo nuevo de erudito
que alcanzará desproporcionados conocimientos, apenas compatibles con los que logra acumular un
computador que se llene bien de informaciones relevantes. Viajar es ir lentamente, tan lentamente
como lo vaya requiriendo el paisaje, para tomarle el sabor a cada uno de sus pliegues y a cada
persona que lo habite. Y como viajar así era, así sigue siendo el arte de leer, en el cual no poca parte
es el arte de releer, que combina la emoción vieja con la nueva, porque en verdad quien relee un
libro no es una persona sino dos.
Leer lentamente, saboreando lo que se lee, para darse cuenta, de su emoción íntima en el canto
sutilísimo de las palabras.